Alarcón El Escándalo

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1 EL ESCÁNDALO Pedro Antonio de Alarcón 1875 wikisource

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    EL

    ESCNDALO

    Pedro Antonio de Alarcn

    1875

    wikisource

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    A la memoria Del insigne poeta, filsofo, orador y estadista D. NICOMEDES PASTOR DAZ, ministro que fue de Fomento, de Estado y de Gracia y Justicia, individuo de nmero de la Real Academia Espaola, rector de la Universidad de Madrid, etc., etc.

    Dedica este libro en testimonio de inextinguible cario filial, admiracin y agradecimiento, Su inconsolable amigo, P. A. DE ALARCN. ESCORIAL, JUNIO DE 1875.

    Escndalo. m. La accin o palabra que es causa de que alguno obre mal, o piense mal de otro. Comnmente se divide en activo y pasivo entre los sumistas. El activo es el dicho o hecho reprensible que es ocasin del dao y ruina espiritual en el prjimo. El pasivo es la misma ruina espiritual o pecado en que cae el prjimo por ocasin del dicho o hecho de otro... (Diccionario de la Lengua Castellana, por la Academia Espaola.)

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    El escndalo Libro I - Fabin Conde

    Parte I. La opinin pblica

    El lunes de Carnestolendas de 1861 -precisamente a la hora en que Madrid era un infierno de ms o menos jocosas y decentes mascaradas, de alegres estudiantinas, de pedigeas murgas, de comparsas de danzarines, de alegoras empingorotadas en vistosos carretones, de soberbios carruajes particulares con los cocheros vestidos de domin, de mujerzuelas disfrazadas de hombre y de mancebos de la alta sociedad disfrazados de mujer; es decir, a cosa de las tres y media de la tarde-, un elegante y gallardo joven, que guiaba por s propio un cochecillo de los llamados cestos, atravesaba la Puerta del Sol, procedente de la calle de Espoz y Mina y con rumbo a la de Preciados, haciendo grandes esfuerzos por no atropellar a nadie en su marcha contra la corriente de aquella apretada muchedumbre, que se encaminaba por su parte hacia la calle de Alcal o la Carrera de San Jernimo en demanda del Paseo del Prado, foco de la animacin y la alegra en tal momento...

    El distinguido automedonte podra tener veintisis o veintiocho aos. Era alto, fuerte, aunque no recio; admirablemente proporcionado, y de aire resuelto y atrevido, que contrastaba a la sazn con la profunda tristeza pintada en su semblante. Tena bellos ojos negros, la tez descolorida, el pelo corto y arremolinado como Antnoo, poca barba, pero sedosa y fina como los rabes nobles, y gran regularidad en el resto de la fisonoma. Digamos, en suma, que era, sobre poco ms o menos, el prototipo de la hermosura viril, tal como se aprecia en los tiempos actuales, esto es, tal como lo prefiere y lo corona de rosas y espinas el gran jurado del bello sexo, nico tribunal competente en la materia. En la Atenas de Pericles aquel joven no hubiera pasado por un Apolo; pero en la Atenas de lord Byron poda muy bien servir de Don Juan. Asemejbase, en efecto, a todos los hroes romnticos del gran poeta del siglo, lo cual quiere decir que tambin se asemejaba mucho al mismo poeta.

    Sentado, o ms bien clavado a su izquierda, iba un lacayuelo (groom en ingls) que no tendra doce aos, tiesecillo, inmvil y peripuesto como un milord, y ridculo y gracioso como una caricatura de porcelana de Svres, especie de palillero animado, cuyo nico destino sobre la tierra pareca ser llevar, como llevaba, entre los cruzados brazos, el aristocrtico bastn de su dueo, mientras que su dueo empuaba la plebeya fusta.

    La librea del groom y los arreos del caballo ostentaban, en botones y hebillas, algunas docenas de coronas de Conde. En cambio, el que sin duda estaba investido de tan alta dignidad haca gala de un traje sencillsimo y severo, impropio del da y de su lozana juventud, si bien elegante como todo lo que ataa a su persona. Iba de negro, aunque no de luto (pues los guantes eran de medio color), con una grave levita abotonada hasta lo alto, y sin abrigo ni couvrepieds que lo preservasen del fro sutil de aquella tarde, serena en apariencia, pero que no dejaba de ser la tarde de un 27 de febrero... en Madrid.

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    Indudablemente, aquel joven no cruzaba la Puerta del Sol en busca de los placeres del Carnaval. Algn triste deber le haba sacado de su casa... Algn pual llevaba clavado en el corazn... As es que no responda a ninguna de las bromas que, de cerca o de lejos, le dirigan con atiplados gritos todas las mscaras de buen tono que lo divisaban; antes las reciba con visible disgusto, con pena y hasta con miedo, sin mirar siquiera a los que lo llamaban por su nombre o hacan referencia a circunstancias de su vida...

    Algunas de aquellas bromas lo haban impacientado e irritado de un modo evidente. Relmpagos de ira brillaron ms de una vez en sus ojos, y aun se le vio en dos o tres ocasiones levantar el ltigo con ademn hostil. Pero tales accesos de clera terminaban siempre por una sonrisa amarga y por un suspiro de resignacin, como si de pronto recordara algo que lo obligase a contener el impetuoso denuedo que revelaba su semblante. Vease que el dolor y el orgullo rean cruda batalla en el espritu de aquel hombre... Por lo dems, bueno es advertir tambin que los enmascarados ms insolentes procuraban apostrofarlo desde muy lejos y al abrigo de la apiada multitud...

    -Adis, Fabin! -le haba dicho un joven vestido de gran seora, saludndolo con el pauelo y el abanico, y dando al mismo tiempo ridculos saltos.

    -Mirad, mirad! Aqul es Fabin Conde! -haba exclamado otro, sealndolo al pblico con el dedo, cual si lo pregonara ignominiosamente-. Fabin Conde, que ha regresado de Inglaterra!

    -Adis, conde Fabin! -haba chillado un tercero pasando a su lado y haciendo groseras cortesas.

    -Es un conde! -murmuraron algunas voces entre la plebe.

    -Pero, en qu quedamos, Fabin? -prorrumpi en esto a cierta distancia una voz aguda y penetrante como la de un clarn-: eres Conde de ttulo, o slo de apellido, o no lo eres de manera alguna?

    El auditorio se ri a carcajadas.

    Auditorio terrible el pueblo..., la masa annima..., el jurado lego..., la opinin pblica!

    Fabin se estremeci al or aquella risa formidable.

    -Calla! Es un conde postizo! -dijo cierta mujer muy fea, que venda peridicos.

    -Pero es un real mozo! -arguy otra bastante guapa, que venda naranjas y limones.

    El joven mir a sta con agradecimiento.

    -Pues bien poda haber echado por otras calles, supuesto que no va al Prado como todo el mundo! -replic la primera, llena de envidia.

    -Eh, seor lechuguino, vea usted por dnde anda! -grit un manolo, mirando con aire de desafo al llamado Fabin.

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    ste se mordi los labios, pero no se dio por entendido, y sigui avanzando lentamente, con ms cuidado que nunca, refrenando a duras penas el caballo, que tambin pareca deseoso de pisotear a aquella desvergonzada chusma.

    -Adis, ilustre Tenorio, terrible Byron! Has hecho muchas vctimas en Londres? -exclamaba en tanto otra mscara-. Como voy vestido de mujer, no me atrevo a acercarme a ti!... Eres tan afortunado en amores!

    -Paso! Paso!... -voce ms all otro de aquellos hermafroditas-. Paso a Fabin Conde, al Csar, al Gengiskan, al Napolen de las mujeres!

    El pblico aplaudi, creyendo que aquel su aplauso vena a cuento.

    -Milagro, hombre! Milagro! -aadi un elegante pierrot, haciendo mil jerigonzas-. Fabin Conde no se ha disfrazado este Carnaval!... Los maridos estn de enhorabuena!

    -Qu sabes t? -agreg un mandarn chino-. Ir a que lo vista con su traje de terciopelo rojo la dama de la berlina azul!

    Nuevo aplauso en la muchedumbre, que maldito si saba de qu se trataba.

    -Fabin! Fabin! -vocifer, por ltimo, a lo lejos un lujoso nigromante, no con voz de tiple, sino con el grave y fatdico acento que emplean los cmicos cuando representan el papel de estatua del Comendador-: Fabin! Qu has hecho de Gabriela? Qu has hecho de aquel ngel? Te vas a condenar! Fabin Conde! Por la primera vez te cito, llamo y emplazo!

    Estas palabras causaron cierta impresin de horror en los circunstantes, y un sordo murmullo corri en torno de Fabin como oleada de amargos reproches.

    El joven, que, segn llevamos dicho, haba soportado a duras penas las agresiones precedentes, no pudo tolerar aquella ltima... Bot, pues, sobre el asiento, tan luego como oy el nombre de Gabriela, y busc entre el gento, con furiosa vista, al insolente que lo haba pronunciado...

    -Aguarda -dijo-, y vers cmo te arranco la lengua!

    Pero repar en que el pblico haca corro, disponindose a gozar de un gran espectculo gratis; vio, adems, que el hechicero hua hacia la calle de Alcal, metindose entre un complicado laberinto de coches; comprendi que todo cuanto hiciera tan slo servira para aumentar el escndalo, y, volviendo a su primitiva actitud de dolorosa mansedumbre, ya que no ilimitada paciencia, fustig el caballo a todo evento, abrise paso entre la gente, no sin producir sustos, corridas y violentos encontrones, y logr al cabo salir a terreno franco y poner el caballo al galope.

    -Fabin! Fabin Conde! Conde Fabin! -gritaban entretanto a su espalda veinte o treinta voces del pueblo, que a l se le antojaron veinte o treinta mil, o acaso un clamor universal con que lo maldecan todos los humanos...

    -Gabriela! Gabriela! Qu has hecho de Gabriela? -aullaban al mismo tiempo, corriendo detrs de l, los chiquillos que haban odo el apstrofe del nigromante.

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    -A se! A se! -clamaron otros ms all, creyendo que se trataba de un ladrn o de un asesino, y persiguindolo tambin encarnizadamente.

    Por ltimo, algunos perros salieron asimismo en pos del disparado carruaje, uniendo sus estridentes ladridos a la silba soez con que las turbas salpimentan todas sus excomuniones, y este innoble squito fue acosando a Fabin hasta muy dentro de la calle de Preciados, como negra legin de demonios, ejecutora de altsima sentencia.

    Una vez all, y desesperando ya de darle alcance, detuvironse los chiquillos y le tiraron algunas piedras, que pasaron muy cerca del fugitivo coche, mientras que los perros hacan alto y le lanzaban sus ltimos y ms solemnes aullidos de reprobacin...

    Entonces, vindose ya sin testigos y libre de aquella batida infernal, el desgraciado joven entreg las riendas al groom, sepult el rostro entre las manos y lanz un sollozo semejante al rugido de len moribundo.

    -Adnde vamos, seor? -le pregunt poco despus el lacayuelo, cuyo terror y extraeza podris imaginaros.

    -Trae! -le contest el conde, empuando de nuevo las riendas.

    Y levant la frente, sellada otra vez de entera tranquilidad, asombrosa por lo repentina. Para serenarse de aquel modo, haba tenido que hacer un esfuerzo verdaderamente sobrehumano. Una tarda lgrima caa, empero, a lo largo de su rostro...

    De la calle de Preciados sali el joven a la plazuela de Santo Domingo, que atraves al paso, sin que las mscaras de baja estofa que all haba le dirigiesen la palabra; tom luego por la solitaria calle de Leganitos, que, como situada ya casi extramuros, respiraba un sosiego impropio de aquel vertiginoso da, hasta que, por ltimo, llegado a la antiqusima y ruinosa calle del Duque de Osuna, par el coche delante de un casern destartalado y viejo, cuya puerta estaba cerrada como si all no viviera nadie.

    Era el convento..., quiero decir, era la Casa de la Congregacin denominada Los Pales.

    Fabin ech pie a tierra; acercse a aquella puerta aceleradamente; asi el aldabn de hierro con el desatinado afn de un nufrago, y llam.

    Parte II. La portera del otro mundo

    El edificio, que todava existe hoy en la calle del Duque de Osuna con el nombre de Los Pales, no alberga ya religiosos de esta Orden. La intolerancia liberal ha pasado por all. Pero en 1861 era una especie de convento disimulado y como vergonzante, que se defenda de la Ley de supresin de rdenes religiosas de varones, alegando su modesto ttulo de Casa de la Congregacin de San Vicente de Pal, con que se fund en 6 de julio de 1828.

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    Seguan, pues, viviendo all en comunidad, tolerados por los gobernantes de entonces, varios Padres Pales, bajo la dependencia inmediata de un Rector, o Superior Provincial, que a su vez dependa del Superior General, residente en Pars; dedicados al estudio, a la meditacin o a piadosos ejercicios; gobernados por la campana que los llamaba a la oracin colectiva, al refectorio o al recogimiento de la celda, y alejados del mundo y de sus novedades, modas y extravos...; a lo cual se agregaba que sola hospedarse tambin all de vez en cuando, en lugar de ir a mundana fonda, algn obispo, algn predicador ilustre o cualquier otro eclesistico de nota, llegado a Madrid a asuntos particulares o de su ministerio.

    Tal era la casa a que haba llamado Fabin Conde.

    Transcurrieron algunos segundos de fnebre silencio, y ya iba el joven a llamar otra vez cuando oy unos pasos blandos y flojos que se acercaban lentamente; luego pasaron otros momentos de inmovilidad, durante los cuales conoci que lo estaban observando por cierta mirilla que haba debajo del aldabn de hierro, hasta que, por ltimo, rechin agriamente la cerradura y entreabrise un poco la puerta...

    Al otro lado de aquel resquicio vio entonces Fabin a un viejo que en nada se pareca a los hombres que andan por el mundo; esto es, a un medio carcelero, medio sacristn, vestido con chaqueta, pantaln y zapatos de pao negro, portador, en medio del da, de un puntiagudo gorro de dormir, negro tambin, que, por lo visto, haca las veces de peluca; hurao y receloso de faz y de actitud, como las aves que no aman la luz del sol, y para el cual parecan escritas casi todas las Bienaventuranzas del Evangelio y todos los nmeros de los peridicos carlistas. Dijrase, en efecto, que era naturalmente pacfico, manso, limpio de corazn y pobre de espritu; que lloraba y tena hambre y sed de justicia, y que haba ya sufrido por ella alguna persecucin. En cambio, su ademn al ver al joven, al groom y aquel tan profano cochecillo, no tuvo nada de misericordioso.

    -Usted viene equivocado! -dijo destempladamente sin acabar de abrir el portn y tapando con su cuerpo la parte abierta.

    -No es ste el convento de los Pales? -pregunt Fabin con dulzura.

    -No, seor!

    -Cmo que no? Yo jurara...

    -Pues hara usted mal en jurarlo! Ya no hay conventos! sta es la Congregacin de Misioneros de San Vicente Pal.

    -Bien! Es lo mismo...

    -No es lo mismo!... Es muy diferente!

    -En fin, vive aqu el padre Manrique?

    -No, seor!

    -Demonio! -exclam Fabin.

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    -Ave Mara Pursima! -murmur el portero, tratando de cerrar.

    -Perdneme usted!... -continu el joven, estorbndolo suavemente-. Ya sabr usted de quin hablo..., del clebre jesuita..., del famoso...

    -Ya no hay jesuitas! -interrumpi el conserje-. El rey don Carlos III los expuls de Espaa..., y ese padre Manrique, por quien usted pregunta, no vive ac, ni mucho menos!... Slo se halla de paso, como husped..., y esto por algunos das nada ms!

    -Gracias a Dios! -dijo Fabin Conde.

    -A Dios sean dadas! -repuso el viejo, abriendo un poco ms la puerta.

    -Y est ahora en casa ese caballero? -pregunt el aristcrata con suma afabilidad.

    -S, seor mo...

    -Y est visible?

    -Ya lo creo! Tan visible como usted y como yo...

    -Digo que si se le podr ver...

    -Por qu no se le ha de poder ver? No le he dicho a usted que est en casa?

    -Pues, entonces, hgame el favor de pasarle recado.

    -No puedo!... Suba usted si gusta... Mi obligacin se reduce a cuidar de esta puerta.

    Y, hablando as, el bienaventurado la abri completamente y dej paso libre a Fabin.

    -Celda..., digo, cuarto nmero cinco... -continu gruendo-. Ah ver usted la escalera!... Piso principal...

    -Muchsimas gracias... -respondi el joven, quitndose el sombrero hasta los pies.

    -No las merezco! -replic el conserje echando otra mirada de recelo al groom y al cochecillo, y complacindose en cerrar la puerta de golpe y dejarlos en la calle.

    -Hum, hum! -murmur enseguida-. Estos magnates renegados son los que tienen la culpa de todo!

    Con lo cual, se encerr de nuevo en la portera, santigundose y rumiando algunas oraciones.

    Fabin suba entretanto la anchurosa escalera con el sombrero en la mano, parndose repetidas veces, aspirando ansioso, si vale decirlo as, la paz y el silencio de aquel albergue, y fijando la vista, con la delectacin de quien encuentra antiguos amigos, en los cuadros msticos que adornaban las paredes, en las negras crucecillas de palo, que iban formando entre ellos una Va Sacra, y en la pila de agua bendita que adornaba el recodo de la meseta, pila en que no se crey sin duda autorizado por su conciencia para meter los dedos; pues, aunque mostr

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    intenciones de realizarlo, no se resolvi a ello en definitiva.

    Lleg al fin al piso principal, y a poco que anduvo por una larga cruja desmantelada y sola, en la que se vean muchas puertas cerradas, ley sobre una de ellas: Nmero 5.

    Detvose; passe la mano por la todava ardorosa frente, y lanz un suspiro de satisfaccin, que pareca decir:

    -He llegado.

    Despus avanz tmidamente, y dio con los nudillos un leve golpe en aquella puerta...

    -Adelante... -respondi por la parte de adentro una voz grave, melodiosa y tranquila.

    Fabin torci el picaporte y abri.

    Parte III. El padre Manrique

    La estancia que apareci a la vista del joven era tan modesta como agradable. Hallbase esterada de esparto de su color natural. Cuatro sillas, un brasero, un silln y un bufete componan su mueblaje. Cerca del bufete haba una ventana, a travs de cuyos cristales verdegueaban algunas macetas y entraban los rayos horizontales del sol poniente. Dos cortinas de percal rameado cubran la puertecilla de la alcoba. Encima del bufete haba un crucifijo de bano y marfil, muchos libros, varios objetos de escritorio, un vaso con flores de invernadero y un rosario.

    Sentado en el silln, con los brazos apoyados en la mesa, y extendidas las manos sobre un infolio abierto, encuadernado en pergamino, cuya lectura acababa de interrumpir, estaba un clrigo de muy avanzada edad, vestido con balandrn y sotana de pao negro y alzacuello enteramente blanco. No menos blancas eran su cara y su cabeza; ni el ms ligero asomo de color o de sombra daba matices a su cutis ni a los cortos y escasos cabellos que circuan su calva. Dijrase que la sangre no flua ya bajo aquella piel; que los nervios no titilaban bajo aquella carne; que aquella carne era la de una momia. Tomrase aquella cabeza fra y blanca por una calavera colocada sobre endeble tmulo revestido de paos negros.

    Hasta los ojos del sacerdote, que eran grandes y oscuros, carecan de toda expresin, de todo brillo, de toda seal de pasin o sentimiento: su negrura se pareca a la del olvido. Sin embargo, aquella cabeza no era antiptica ni medrosa; por el contrario, la noble hechura del crneo, la delicadeza de las facciones, lo apacible y aristocrtico de su conjunto, y no s qu vago reflejo del alma (ya que no de la vida), que se filtraba por todos sus poros, haca que infundiesen veneracin, afecto y filial confianza, como las efigies de los santos. Fabin crey estar en presencia del propio San Ignacio de Loyola.

    El clrigo se incorpor un poco, sin dejar su sitio, ni casi su postura, al ver

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    aparecer al joven.

    -Es el ilustre padre Manrique a quien tengo el honor de hablar? -pregunt reverentemente el conde, detenindose a la puerta.

    -Yo soy el indigno siervo de Dios que lleva ese nombre -contest con gravedad el anciano.

    Y, designndole una silla que haba al otro lado del bufete, aadi con exquisita cortesa:

    -Hgame la merced de tomar asiento y de explicarme en qu puedo servirle.

    Hablando as, torn a sentarse por su parte, y cerr el libro, despus de registrarlo.

    Fabin no se haba movido de la puerta. Sus ardientes ojos recorran punto por punto toda la habitacin y se posaban luego en el sacerdote con una mezcla de angustia, agradecimiento, temor retrospectivo y recobrada tranquilidad, que no le permita andar, ni hablar, ni respirar siquiera... Haba algo de infantil y de imbcil en su actitud, hija de muchas emociones, hasta entonces refrenadas, que estaban para estallar en lgrimas y gemidos...

    Sin duda lo conoci as el jesuita. Ello fue que dej su asiento, acercse a Fabin, y lo estrech entre los brazos, dicindole:

    -Clmese usted, hijo mo...

    -Padre! Padre! -exclam por su parte Fabin-. Soy muy desgraciado! Yo quiero morir! Tenga usted piedad de mi alma!

    Y, apoyando su juvenil cabeza en la encanecida del padre Manrique, prorrumpi en amargusimo llanto.

    -Llore usted, hijo! Llore usted! -deca el anciano sacerdote con la dulce tranquilidad del mdico que est seguro de curar una dolencia-. Probablemente todo eso no ser nada!... Vamos a ver!... Sintese aqu, con los pies junto al brasero... Viene usted helado, y adems tiene usted algo de calentura.

    Y, acompaando la accin a las palabras, coloc a Fabin cerca de la lumbre, que removi luego un poco con la paleta.

    Enseguida penetr en la alcoba, de donde no tard en volver trayendo un vaso de agua.

    -Tome usted para el cuerpo... -le dijo afablemente-. Despus..., cuando usted se calme, trataremos del espritu, para el cual hay tambin un agua pursima, que nunca niega Dios a los verdaderos sedientos.

    -Gracias, padre! -suspir Fabin despus de beber.

    -No tiene usted gracias que darme... -replic el sacerdote-. Dios es la gracia, et gratis datur. A esa agua del alma me refera hace un momento.

    -Dios!... -suspir Fabin, inclinando la frente sobre el pecho con indefinible

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    tristeza.

    Y no dijo ms.

    El jesuita se call tambin por el pronto. Cogi otra silla, sentse enfrente del conde y volvi a menear el brasero.

    -Contine usted, hijo mo... -aadi entonces dulcemente-. Iba usted a hablar de Dios.

    Fabin levant la cabeza, passe las manos por los ojos para acabar de enjugarlos, y dijo:

    -Es usted muy bueno, padre; pero yo no quiero engaar a usted ni quitarle demasiado tiempo, y paso a decirle quin soy, cosa que todava ignora, y a explicarle el objeto de mi visita.

    -Se equivoca usted, joven... -replic el padre Manrique-. Aunque no le conozco a usted, yo s ya quin es y a qu viene. Al entrar me lo dijo usted todo, slo con decirme que era desgraciado... Esto basta y sobra para que yo le considere un amigo, un hermano, un hijo. Por lo dems, hoy tengo mucho tiempo libre. Hoy es la gran fiesta del mundo, como ayer y como maana... Pasado maana, Mircoles de Ceniza, empezarn a venir los heridos de la gran batalla que Satans est librando a las almas en este momento. Puede usted, de consiguiente, hablar de cuanto guste..., y, sobre todo, hablar de Dios Nuestro Seor...

    -Sin embargo -repuso el conde, eludiendo aquel compromiso-, mi historia propia ha de ser muy larga, y debo entrar en ella resueltamente. Ahora lo que no s... es cmo referir ciertas cosas... Mi lenguaje mundano me parece indigno de que usted lo escuche.

    -Hbleme usted como cuando confiesa... -insinu el jesuita con la mayor naturalidad.

    -Padre, yo no confieso nunca... -balbuce Fabin, ruborizndose.

    -Pues ya ha principiado la confesin. Contine usted, hijo mo.

    El desconcierto del joven era cada vez ms grande.

    -Me he explicado mal -se apresur a aadir-. Yo confes algunas veces..., antes de haber pecado..., cuando todava era muy nio. Mi madre, mi santa madre me llevaba entonces a la iglesia. Pero despus...

    -Despus, qu?

    -Mi madre muri! -gimi Fabin melanclicamente.

    -Ella nos escucha! -pronunci el padre Manrique, alzando los ojos al cielo y moviendo los labios como cuando se reza.

    Fabin no rez, pero se sinti conmovido hasta lo profundo de las entraas ante aquella obsequiosa oracin.

    -Conque decamos... -prosigui el clrigo, as que acab de rezar- que, por

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    resultas de haberse quedado sin madre, ya se crey usted dispensado de volver a la iglesia...

    -No fue sa la verdadera causa... -replic Fabin con mayor turbacin-. Mucho influy sin duda alguna aquella prdida en mi nuevo modo de vivir... Pero adems...

    -Adems... qu?... Vaya! Haga usted otro esfuerzo y dgamelo con franqueza... Yo puedo orlo todo sin asombrarme!

    -Ya s que usted es el confesor favorito de nuestras aristcratas... -repuso el joven atolondradamente-. Por eso el nombre de usted, unido a la fama de sus virtudes y de su talento, llena los salones de Madrid..., mientras que su reputacin como orador...

    -Cortesano! -interrumpi el padre, reprimiendo una sonrisa de lstima-. Quiere usted sobornarme con lisonjas!

    Fabin le cogi una mano y se la bes con franca humildad, diciendo:

    -Yo no soy ms que un desgraciado, a quien no le queda otro refugio que la bondad de usted, y que se alegra cada vez ms de haber venido a esta celda... Aqu se respira... Aqu puede uno llorar.

    -Sea todo por Dios! -prosigui el eclesistico, cuya sonrisa se dulcific a pesar suyo-. Conque... deca usted que adems?... Estbamos hablando de la Iglesia de nuestro divino Jess...

    -Oh, se empea usted en orlo! -exclam avergonzado el conde-. Pues bien, padre: no es culpa ma!... Es culpa de estos tiempos! Es la enfermedad de mi siglo!... Si supiera usted con qu afn busco esa creencia! Si supiera cunto dara por no dudar!...

    -Pero, en fin... Lo confiesa usted, o no lo confiesa?

    -S, padre: lo confieso! -tartamude Fabin lgubremente-. Yo no creo en Dios.

    -Eso no es verdad! -prorrumpi el jesuita, cuyos ojos lanzaron primero dos centellas y luego dos piadosas lgrimas.

    -Cmo que no es verdad?

    -A lo menos no es cierto, aunque usted se lo imagine insensatamente! Y, si no, dgame usted, desgraciado: quin le ha trado a mi presencia? Qu busca usted aqu? De qu puedo yo servirle si no hay Dios?

    -Vengo en busca de consejo... -balbuce el conde-. Me trae un conflicto de conciencia...

    El anciano exclam tristemente:

    -Consejo! Pues no est su mundo de usted lleno de sabios, de filsofos, de jurisconsultos, de moralistas, de polticos? Usted, por lo que revela su persona, debe vivir muy cerca de todas esas lumbreras del siglo que le han arrebatado la fe que le inspir su madre... Por qu viene, pues, a consultar con un pobre

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    escolstico a la antigua, con un partidario de lo que llaman ustedes el obscurantismo, con un hombre que no conoce ms ciencia que la palabra de Dios?

    -Podr ser verdad... -respondi Fabin ingenuamente-. Ahora me doy cuenta de ello... Yo he venido aqu en apelacin contra las sentencias de los hombres!... Yo he venido en busca de un tribunal superior!... Sin embargo..., distingamos...: no he venido porque yo crea en ese tribunal, sino porque dicen que usted cree...

    -Donosa lgica! -exclam el jesuita-. Viene usted a pedir luz al error ajeno! Viene usted a hallar camino en las tinieblas de mi supersticin! No ser ms justo decir que viene usted dudando de su propio juicio, desconfiando de sus opiniones ateas, admitiendo la posibilidad de que exista el Dios en quien yo creo?

    -Oh! No, padre..., no! Usted me supone menos infeliz de lo que soy! Yo no dudo: yo niego. Mi razn se resiste, a pesar mo, a creer aquello que no se explica!

    -Se equivoca usted de medio a medio! -replic el anciano desdeosamente-. Usted cree en muchas cosas inexplicables! Usted principia por creer en la infalibilidad de su razn, no obstante ser ella tan limitada que no se conoce a s misma! Y si no, dgame: Sabe cmo la materia puede llegar a discurrir? Y, si por fortuna no es usted materialista, sabe lo que es espritu? Sabe cmo lo inmaterial puede comerciar con lo fsico? Sabe algo, en fin, del origen y del objeto de esa propia razn en que tanto cree, y a la cual permite a veces negar que los efectos tengan causa, negar que el mundo tenga Criador, negar que pueda existir en el infinito universo un ser superior al hombre? Sabe usted otra cosa que darse cuenta de que ignoramos mucho en esta vida? Slo s que no s..., dijo el mayor filsofo de los siglos.

    -Padre, me deslumbra usted, pero no me convence! -respondi Fabin cruzando las manos con desaliento.

    -Ya se ir usted convenciendo poco a poco! -repuso el padre Manrique, sosegndose-. Pero vamos al caso. Deca usted que lo trae a mi lado un conflicto de conciencia... Expngamelo, y veamos si su propia historia nos pone en camino de llegar hasta el conocimiento de ese pobre Dios, cuyo santo nombre no se cae nunca de los labios de los llamados ateos, como si no pudieran hablar de otra cosa que de la desventura de tenerle ofendido... Por algo ms que porque tengo sotana y manteo me habr usted buscado, en lugar de ir a casa de un mdico o de un jurisconsulto!... Y digo esto del mdico, porque supongo que la conciencia figurar ya hoy tambin en los tratados de Anatoma. Conque hable usted de su conflicto.

    -Ah! S... -murmur el joven, como si estuviera solo-. Por algo he buscado a este sacerdote! La sabidura del mundo no tiene remedios para mi mal, ni solucin para el problema horrible que me abruma... La sociedad me ha encerrado en un crculo de hierro, que ni siquiera me deja franco el camino de la muerte... Oh! Si me lo dejara!... Si suicidndome pudiera salir del abismo en que me veo, cun cierto es que hace ya tres das todo habra terminado!...

    -No todo! -interrumpi el padre Manrique-. Siempre quedara pendiente la cuenta

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    del alma..., que es de fijo la que le impide a usted suicidarse!

    -La cuenta del alma! -repiti el joven-. Tambin es eso cierto! Yo le llamaba la cuenta de los dems, la cuenta de los inocentes... Pero veo que en el fondo...

    -En el fondo es lo mismo... -proclam el sacerdote-, y todo ello significa la cuenta con Dios! Se convence usted ya de que no es ateo? Si lo fuera..., no tiene que esforzarse en demostrrmelo, se habra pegado un tiro muy tranquilamente, seguro de poner as trmino a sus males y de olvidarlos... Todo esto dice el trgico semblante de usted... Pero, amigo, usted no abriga esa seguridad: usted teme, sin duda, no matar su alma al propio tiempo que su cuerpo; teme recordar desde otra parte los infortunios de la tierra; teme acaso que all arriba le pidan cuenta de sus acciones de aqu abajo.

    -Ojal creyese que all puede uno darlas! -prorrumpi Fabin con imponente grandeza-. Ya habra volado a los reinos de la muerte a sincerarme de la vil calumnia que me anonada hoy en la vida!

    -No es menester ir tan lejos ni por tan mal camino para ponerse en comunicacin con Dios! Desde este mundo le es fcil a usted sincerarse a los ojos del que todo lo ve!... -respondi el discpulo de San Ignacio.

    -Pero es que yo no puedo ya vivir en este mundo! Lo que a m me sucede es horrible, espantoso, muy superior a las fuerzas humanas!

    -Joven! Pobre idea tiene usted de las fuerzas humanas! -replic el jesuita-. Nada hay superior a ellas en nuestro globo terrestre cuando el limpio acero del espritu se templa en las mansas aguas de la resignacin! Yo niego que los males de usted sean incurables... Los he visto tan tremendos convertirse de pronto en santo regocijo! Pero, en fin, sepamos qu le sucede a usted... De lo dems ya trataremos..., pues confo en que nuestra amistad ha de ser larga... Con un joven tan gallado, de fisonoma tan noble, y que tan fcilmente llora y hace llorar a quien le escucha, es fcil entenderse! Aguarde un poco... Voy a echar la llave a la puerta, para que nadie nos interrumpa. Adems, le pondr a usted aqu otro vaso de agua, ya que el primero le ha sentado tan bien. Oh, la vida..., la vida!... La vida se reduce a dos o tres crisis como sta.

    As habl el padre Manrique; y, despus de hacer todo lo que iba indicando, sentse otra vez enfrente del joven; cruz los brazos sobre el pecho, cerr los ojos y agreg solemnemente:

    -Diga usted.

    Fabin, que haba seguido con cierto arrobamiento de nio mimado o de bien tratado enfermo el discurso y las operaciones del jesuita, asombrndose de hallarse ya, no slo tranquilo, sino hasta casi contento, tuvo que recapacitar unos instantes para volver a sentir todo el peso de sus desventuras y coordinar el relato de ellas...

    No tard en cubrirse nuevamente de nubes el cielo de su alma, y entonces principi a hablar en estos trminos:

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    El escndalo Libro II - Historia del padre de Fabin

    Parte I. Primera versin

    -Padre: yo soy Antonio Luis Fabin Fernndez de Lara y lvarez Conde, conde de la Umbra...

    El jesuita abri los ojos, mir atentamente a Fabin y volvi a cerrarlos.

    -Parceme notar -exclam el joven, mudando de tono- que este ttulo no le es a usted desconocido...

    -Lo conozco... como todo el mundo -respondi suavemente el padre Manrique.

    -Alude usted a la historia de mi padre?

    -S, seor.

    -Pues entonces debo comenzar por decirle a usted que, si slo conoce su historia como todo el mundo, la ignora completsimamente...; y perdneme la viveza de estas expresiones.

    -Conozco tambin la rehabilitacin de su seor padre (Q.E.P.D.), declarada por el Senado hace poco tiempo -aadi el sacerdote sin abrir los ojos.

    -Aqulla fue su segunda historia, no menos falsa que la primera! -replic Fabin con doloroso acento.

    -Ah!... En ese caso, no he dicho nada...-murmur el anciano respetuosamente-. Contine usted, hijo mo.

    -Yo le contar a usted muy luego la historia cierta y positiva... -prosigui Fabin-. Pero antes cumple a mi propsito decir por qu grados y en qu forma me fui enterando de la tragedia que le cost la vida a mi padre; tragedia que est enlazada ntimamente con mis actuales infortunios.

    Contaba yo apenas catorce aos, y viva en una casa de campo del reino de Valencia, sin recordar haber residido nunca en ninguna otra parte, cuando la santa mujer que me haba llevado en sus entraas, y que era todo para m en el mundo, como yo lo era todo para ella, vindose prxima a la temprana muerte que le acarrearon sus pesares, llamme a su lecho de agona despus de haber confesado y comulgado, y all, en presencia del propio confesor, cura prroco de un pueblecillo prximo, me dijo estas espantosas palabras:

    -Fabin: me voy!... Tengo que dejarte solo sobre la tierra... Lo manda Dios! Ha llegado, pues, el caso de que te hable como se le habla a todo un hombre; que eso sers desde maana, no obstante tu corta edad: un hombre... libre..., dueo de sus acciones..., sin nadie que lo aconseje y gue por los mares de la vida!... Fabin: hasta aqu has estado en la creencia de que tu padre, mi difunto esposo, fue un oscuro marino que muri en Amrica, dejndonos un modesto caudal... Pero nada de esto es cierto! Lo cierto es una cosa horrible, que yo debo revelarte

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    para que nunca te la ensee el mundo por medio de crueles desvos, o sea, para que jams hagas imprudentes alardes de tu noble cuna, que al cabo podras conocer andando el tiempo, aunque yo nada te contase. Fabin: mi marido fue el general don lvaro Fernndez de Lara, conde de la Umbra. Durante la guerra civil estaba bloqueado en una plaza fuerte de la provincia de que era comandante general, y se la vendi a los carlistas por dinero. Para ello se vali de un inspector de polica, llamado Gutirrez, que mantena relaciones en el campo del Pretendiente. Pero la traicin de ambos fue intil: en tanto que tu padre sala de la plaza a media noche y entregaba las llaves al enemigo, el jefe poltico de aquella provincia, advertido de lo que pasaba, atranc las puertas, las defendi heroicamente a la cabeza de la hurfana guarnicin, y consigui rechazar a los carlistas, bien que teniendo la desgracia de ver morir a su esposa, herida por una bala de los contrarios que penetr en la casa del Gobierno... Los carlistas entonces, viendo que, en lugar de apoderarse de la ciudad, haban tenido muchas bajas en tan estril lucha, asesinaron a tu padre y a Gutirrez, y recobraron la suma que les haban entregado. El Gobierno nombr al jefe poltico marqus de la Fidelidad, y declar al conde de la Umbra traidor a la patria; embarg a ste sus cuantiosos bienes -que por la desvinculacin eran libres-, y suprimi su ttulo de conde para extinguir hasta el recuerdo de aquella felona. Puedes graduar lo que yo he padecido desde entonces... Bstete ver que tengo treinta y dos aos y que me muero! Yo estaba en Madrid contigo cuando ocurri la desgracia de tu padre, desgracia incomprensible, atendidas las grandes pruebas que hasta entonces haba dado de hidalgua, de entereza de carcter, de adhesin a la causa liberal y de indomable valor... No bien tuve noticias de aquella catstrofe, slo pens en ti y tu porvenir. Me apresur, pues, a ocultarte a los ojos del mundo, para que nunca se te reconociese como hijo del desventurado cuyo nombre inspiraba universal horror, y me vine contigo a esta casa de campo, que compr al intento, y donde nadie ha sospechado quines somos... Slo lo sabe, bajo secreto de confesin, el virtuoso eclesistico que nos escucha, y al cual le debemos, t el haber recibido educacin literaria en esta soledad, y yo consuelos y auxilios de verdadero padre. En su poder se halla todo mi caudal..., quiero decir, todo tu caudal..., mucho mayor de lo que te imaginas, pues asciende a dos millones de reales en oro, billetes del Banco y alhajas... Puedes disfrutarlo sin escrpulo ni remordimiento alguno! Lo hered de mis padres. Es el producto de la venta de todas mis fincas, que enajen al enviudar para que no quedase rastro de mi persona. Sigue siempre diciendo que eres hijo del marino Juan Conde..., que nunca existi. Nadie podr contradecirte, pues hace diez aos que el mundo entero nos da por muertos al hijo y a la viuda del conde de la Umbra. El nombre de Fabin Conde, que ests ya acostumbrado a llevar, te lo he formado yo con tu ltimo nombre de pila y con el apellido de mi madre, y detrs de l nadie adivinar al que durante los cuatro primeros aos de su vida se llam Antonio Fernndez de Lara. Mi deseo y mi consejo es que, as que yo muera, te vayas a Madrid con el seor cura, el cual har que ingreses en un colegio o academia donde puedas terminar tu educacin literaria, y colocar tu herencia en casa de un banquero. No la malgastes, Fabin... Piensa en el porvenir. Estudia primero mucho; viaja despus; trabaja, aunque no lo necesites; crate un nombre por ti mismo; olvida el de tu padre... y s tan dichoso en esta vida como yo he sido desventurada.

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    El joven hizo una pausa al llegar aqu, y luego aadi con voz tan sorda que semejaba el eco de antiguos sollozos:

    -Mi madre falleci aquella misma noche.

    El padre Manrique elev los ojos al cielo, y a los pocos instantes los volvi a entornar melanclicamente.

    Rein otro breve silencio.

    Parte II. Un hombre sin nombre

    -Once aos despus de la muerte de mi madre -continu Fabin-, era yo en Madrid lo que se suele llamar un hombre de moda. Haba estado cuatro aos en un colegio, donde aprend idiomas, msica, algunas matemticas, historia y literatura profanas, equitacin, dibujo, esgrima, gimnasia y otras cosas por el estilo; en cambio de las cuales olvid casi por completo el latn y la filosofa escolstica, de que era deudor al viejo sacerdote. Haba hecho un viaje de tres aos por Francia, Inglaterra, Alemania e Italia, detenindome sobre todo en esta ltima nacin a estudiar el arte de la escultura, que siempre ha sido mi distraccin predilecta y en el que dicen alcanc algunos triunfos. Haba, en fin, regresado a Espaa y ddome a conocer en esta villa y corte como hombre bien vestido, como temible duelista, como jinete consumado, como jugador sereno, como decidor agudo y cruel (cuyos sarcasmos contra las flaquezas del prjimo corran de boca en boca), y como uno de los galanes ms afortunados de que haca mencin la crnica de los salones... Perdone usted mis feroces palabras... Le estoy hablando a usted el lenguaje del mundo, no el de mi conciencia de hoy...

    Tena yo a la sazn veinticinco aos, y haba ya gastado la mitad de mi hacienda, adems de sus pinges rditos. De vez en cuando preguntbanse las gentes quin era yo... La calumnia, la fantasa o la parcialidad, es decir, mis muchos enemigos, mulos y rivales, la pequea corte de aduladores de mis vicios, o las mujeres que se ufanaban de mis preferencias, inventaban entonces tal o cual historia gratuita, negra o brillante, horrible o gloriosa, que al poco tiempo era desmentida, y yo continuaba siendo recibido en todas partes, gracias a la excesiva facilidad que halla en Madrid cualquier hombre bien portado para penetrar hasta las regiones ms encumbradas. Recuerdo que fui sucesivamente hermano bastardo de un reyezuelo alemn; hijo sacrlego de un cardenal romano; jefe de una sociedad europea de estafadores; agente secreto del emperador de Francia; un segundo Monte-Cristo, poseedor de minas de brillantes, etc.; y, como resumen de todo, seguan llamndome Fabin Conde, que era lo que mis tarjetas decan.

    Parte III. Otro hombre sin nombre

    -En tal situacin (esto es, hace por ahora un ao), presentse cierto da en mi casa una especie de caballero majo, como de cincuenta y cinco aos de edad, vestido con ms lujo que elegancia, y llevando ms diamantes que aseo en la bordada pechera de su camisa; tosco y ordinario por naturaleza y por falta de

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    educacin, pero desembarazado y resuelto como todas las personas que han cambiado muchas veces de vida y de costumbres; hombre, en fin, robusto y sudoroso, que pareca tostado por el sol de todos los climas, curtido por el aire de todos los mares y familiarizado con todas las policas del mundo... Djome que haca poco tiempo haba llegado de Amrica y que tena que hacerme revelaciones importantsimas...

    Yo tembl al or este mero anuncio, adivinando en el acto que aquel personaje de tan sospechosa facha era poseedor de mi secreto e iba a poner el dedo en la envejecida llaga de mi corazn. Qu revelaciones poda tener que hacerme nadie, sin saber antes mi verdadero nombre?

    -Espreme usted un momento... -le dije, pues, dejndolo en la sala.

    Y pas a mi cuarto, cog un revlver, me lo guard en el bolsillo, torn en busca del falso caballero, lo conduje al aposento ms apartado de la casa, cerr la puerta con llave y pasador, y djele speramente:

    -Sintese usted y hable, explicndome ante todo quin es y por quin me toma.

    -Me parecen muy bien todas estas precauciones... -respondi el desconocido, arrellanndose en una butaca con la mayor tranquilidad.

    Yo permanec de pie enfrente de l, pensando (pues debo confesrselo a usted todo) en qu hara de su cadver, dado caso de que se confirmaran mis recelos; o en si me convendra ms tirarme yo mismo un tiro, contentndome con los veinticinco aos que haba vivido sin que el mundo se enterase de mi desdicha.

    -Si resulta que este hombre es el nico que sabe la verdad -conclu en mis adentros-, debo matarlo... Pero si resulta que lo saben otras personas, yo soy quien debe morir.

    -Mi nombre no viene a cuento ahora... -deca entretanto el forastero-. Pero si el seor se empea en or alguno, le dir cualquiera de los que he usado en Asia, frica, Amrica y Europa. En cuanto a lo de por quin lo tomo a usted, yo lo tomo por su propia persona; esto es, por Antonio Luis Fabin...

    -Basta! -exclam sacando el revlver-. Dispngase usted a morir.

    -Bravo mozo! -repuso el hombre de los diamantes sin moverse ni pestaear-. Reconozco tu buena sangre! No hubiera procedido de otra manera el difunto conde de la Umbra!

    -Cmo sabe usted mi nombre? Quin lo sabe adems de usted? -grit fuera de m-. Responda usted la verdad! Considere que en ello le va la vida!

    -Tranquilcese, y guarde las armas para mejor ocasin! -replic el atrevido cosmopolita-. Voy a contestarle al seor a sus preguntas, no por miedo, sino por lstima al estado en que se encuentra, y porque me conviene que recobre la calma antes de pasar a hablarle de negocios. Nadie, sino yo, conoce su verdadero nombre..., y si yo lo conozco, es porque siempre descubro aquello que me propongo descubrir.

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    Cuatro meses hace que llegu a Espaa, sin otro objeto que saber el paradero de la esposa del conde de la Umbra, y debo declararle al seor que cualquier otro que no fuera mi persona habra desesperado de conseguirlo a poco de dar los primeros pasos... Tan hbilmente haban borrado ustedes las huellas de los suyos! Debieron de morir pocos meses despus que el conde -me decan unos-. Debieron irse a Rusia, a Filipinas o al corazn de frica -me contestaron otros-. Nada ha vuelto a saberse de ellos -aadan los de ms all-. La viuda vendi su hacienda propia, y desapareci con su hijo; los mismos parientes del conde y de ella han desesperado de averiguar si son vivos o muertos; sin duda naufragaron en alguna navegacin que hicieron con nombres que no eran los suyos.... As me respondan los ms enterados.

    Pero yo no desesper por mi parte, y me constitu en medio de la Puerta del Sol, es decir, en el centro de toda Espaa, con la nariz a los cuatro vientos, esperando que mi finsimo olfato acabara por ponerme en la pista de ustedes... Me hice amigo de todos los polizontes de Madrid, y pasbame das y noches preguntndoles, siempre que vea una mujer de cuarenta aos o un joven de veinticinco: Quin es sa? Quin es se?; tan luego como notaba que haba algo dudoso u obscuro en la historia de aquel personaje, dedicbame a aclararlo por m mismo.

    As las cosas, o hablar del misterioso Fabin Conde y de todas las extravagantes genealogas que le inventaban. Procur ver a usted: lo vi en el Prado, y lo hall bastante parecido al difunto conde de la Umbra. l es!... -me dije sin vacilar-. Entonces apel a mi excelente memoria, y sta me record que el hijo del general Fernndez de Lara, si bien se llamaba Antonio Luis, cumpla aos el 20 de enero, da de San Fabin y San Sebastin, y que el segundo apellido de la seora condesa era Conde. Pero no bastaba esto, y pseme a investigar cmo y cundo apareci usted en Madrid. Pronto supe que fue a la edad de catorce aos y en cierto colegio de la calle de Fuencarral. Fui al colegio, y all averig que Fabin Conde ingres en l como sobrino y pupilo de un cura de cierta aldea. Encaminme a la aldea. El cura haba muerto; pero todo el mundo me dio razn detallada de la niez de Fabin, pasada en una casa de campo, a solas con su madre, virtuossima seora que muri all, y de quien yo haba odo hablar al conde... Ped entonces un certificado de su partida de sepelio, y en ella encontr el nombre y pila y el apellido paterno de la condesa, seguidos de un gran borrn, al parecer casual, que ni al nuevo cura ni a m nos permiti leer de quin era viuda aquella seora... Pero, a qu ms? Yo no trataba de ganar un pleito, sino de convencerme de una cosa, y de esa cosa ya estaba convencido... Fabin Conde..., quiero decir, usted era hijo del conde de la Umbra...

    Repito a usted, seor, que guarde ese revlver... Mire que si no, va a quedarse sin saber lo que ms le interesa!

    -Dgamelo usted pronto! -le respond, volviendo a apuntarle con el arma.

    -Qu necedad! -continu el desconocido, sin alterarse ni poco ni mucho-. Pues bien: lo que tengo que aadir, para que ese pcaro revlver se caiga al suelo, es que el nombre del conde de la Umbra puede pronunciarse con la frente muy alta a

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    la faz del universo, y que usted ser el primero en proclamar maana que es el suyo! No a otra cosa he venido de Amrica en busca de usted!

    Excuso decir la alegra y el asombro con que o estas ltimas palabras. Aquel hombre, de aspecto tan odioso, me pareci de pronto un ngel del cielo.

    -Quin es usted? Qu est diciendo? Explquese, por favor! Tenga piedad de un desgraciado!

    As, gem, no pudiendo sofocar mi emocin, y ca medio desmayado en los brazos del forastero, quien ya se levantaba para auxiliarme.

    Colocme ste en otra butaca, y luego que me hube serenado, prosigui:

    -Suspenda usted mi juicio acerca de mi persona, y no me d gracias ni me cobre cario. Yo slo soy acreedor al odio de usted, o a su desprecio! Adems, el bien que estoy hacindole no es desinteresado... Ay! Ojal lo fuera! Acabo de comprender que debe de ser muy dulce contribuir a la felicidad de alguien!... Pero yo no nac para practicar esta virtud ni ninguna otra... Cada hombre tiene su sino!... En fin, entremos en materia, y igame el seor sin rechistar, que la historia nos interesa mucho a los dos.

    Parte IV. Segunda versin de la historia del conde de la Umbra

    El Conde de la Umbra, descendiente de una de las ms antiguas casas de Valladolid, poseedor de grandes riquezas, general a los treinta aos, casado con una dignsima seora y hombre de gallarda figura, que me parece estar mirando, y de un valor y unos puos slo comparables a la firmeza de su carcter y a su entusiasmo por la causa liberal, no tena ms que un flaco, que pocos grandes hombres han dejado de tener..., y ste flaco eran las mujeres.

    Durante su mando en la provincia de que era comandante general se enamor perdidamente de la esposa del gobernador civil (o jefe poltico, como se deca entonces), hermossima seora, que no tard en corresponderle con vida y alma, sin que el jefe poltico, que era muy celoso, pareciese abrigar la menor sospecha. Llambase ste don Felipe Nez, y su mujer, doa Beatriz de Haro.

    Invadi por entonces aquella provincia un verdadero ejrcito de facciosos, y su padre de usted, que dispona de muy escasas tropas, tuvo que batirse a la defensiva, con gran herosmo por cierto, hasta que se vio obligado a encerrarse en la capital, que por fortuna era plaza fuerte, bien que no de primer orden ni mucho menos. Una gran tapia aspillerada rodeaba la poblacin, defendida principalmente por un castillo o ciudadela en bastante buen estado, de donde no era fcil apoderarse sin ponerle sitio en toda regla.

    Contentronse, pues, los carlistas, por de pronto, con bloquear estrechamente la plaza, esperando refuerzos para combatirla, y su padre de usted orden desde luego que se trasladasen al castillo todos los fondos pblicos y todas las oficinas, disponiendo que las autoridades pasasen all la noche, a fin, dijo, de poder celebrar consejo con ellas en el caso de que la ciudad fuese atacada

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    repentinamente.

    Pero el verdadero objeto del enamorado general, al dictar esta ltima orden, fue hacer dormir fuera de casa al jefe poltico, y facilitarse l los medios de pasar libremente las noches al lado de la hermosa y rendida doa Beatriz. Para ello, as que todo el mundo se acostaba en el castillo, sala de l nuestro conde por una poterna que daba al campo; caminaba pegado a las tapias que rodeaban la ciudad, llegaba a una puertecilla de hierro perteneciente a la huerta del Gobierno Civil, fortsimo edificio que haba sido convento de frailes, y all se encontraba con la persona que serva de intermediaria y confidente en aquellos amores.

    Esta persona era un tal Gutirrez, inspector de polica y hombre de entera confianza para el jefe poltico, pero ms aficionado a su padre de usted y a su noble querida (de quienes reciba grandes regalos) que al ruin y engaado esposo...; pues a ste no lo quera nadie por lo cruel y soberbio que era; soberbia y crueldad que iban unidas a una cobarda absoluta y a un espritu artero, falaz e intrigante, basado en la envidia y en la impotencia. Su mujer lo despreciaba; Gutirrez lo aborreca. El general se rea de l a todas horas.

    Muchas noches iban ya del indicado manejo. Gutirrez, encargado por el jefe poltico de la custodia de su mujer y de su casa, abra la puertecilla de hierro al general y lo conduca a las habitaciones de doa Beatriz a escondidas de toda la servidumbre, y, antes del amanecer, lo acompaaba de nuevo hasta dejarlo fuera de la huerta...

    As las cosas, llam un da el jefe poltico a Gutirrez; encerrse con l y le dijo:

    '-Lo s todo. Yo mismo he seguido al general una noche de luna y lo he visto penetrar por la puerta que usted le abra!... Creo que usted y yo nos conocemos lo bastante para no necesitar hablar mucho. Usted calcular lo que yo soy capaz de hacer, y lo que le espera a usted sin remedio humano, si se aparta un punto de mis instrucciones, y yo s por mi parte todos los prodigios que usted llevar a cabo para librarse de la ruina, del presidio y hasta de la muerte, y ganarse adems en pocas horas la cantidad de veinticinco mil duros... As, pues, me dejo de rodeos, y voy derechamente al negocio. El ejrcito carlista se halla acampado a menos de una hora de aqu... Esta noche, enseguida que oscurezca, y despus de decir al general que mi mujer lo aguarda indefectiblemente a la hora de costumbre, montar usted a caballo e ir a avistarse con el cabecilla***. Le dir usted, de parte del general Fernndez de Lara, conde de la Umbra, que la proposicin que rechaz ste la semana pasada de entregar el castillo por medio milln de reales, le parece ya admisible, no precisamente por codicia de la suma, sino porque el conde est disgustado del Gobierno de Madrid, y siente adems que las ideas de sus antepasados, favorables al rgimen absoluto, principian a bullir en su alma. Hecho el trato, manifestar usted al cabecilla que el general saldr de la fortaleza esta misma noche a las doce, llevando consigo la llave de la poterna. Los dems artculos del convenio los dejo a la sagacidad de usted, que sabr componrselas de modo que no se le escapen los veinticinco mil duros..., con los cuales se ir usted a donde yo nunca ms le vea, ni puedan alcanzarle las garras de la justicia... Estamos conformes?'

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    Gutirrez, que durante aquel discurso haba pesado el pro y el contra de todo; Gutirrez, que comprendi que, si se negaba a aquella infamia, el jefe poltico sera tan feroz e implacable con l como disimulado y cobarde seguira siendo con el intrpido general, a quien nunca se atrevera a pedir cuentas de su honra; el pobre Gutirrez, que por un lado se vea perdido miserablemente y por otro poda ganarse medio milln a costa de mayores o menores riesgos; Gutirrez, digo, acept lo que se le propona...

    A qu afligir a usted especificndole los repugnantes preparativos de lo que ocurri aquella noche? Baste decir que cuando el conde de la Umbra se encaminaba, a eso de la una, enteramente solo, a la puertecilla de hierro de la Jefatura, llevando en el bolsillo la llave de la poterna por donde haba salido del fuerte, no repar en que dos hombres lo observaban a la luz de la luna, escondidos entre las hierbas del foso; ni menos descubri que, a doscientos pasos de all, haba otros tres hombres montados a caballo y ocultos entre los rboles; ni not, por ltimo, que algo ms lejos, en la depresin que formaba el lecho del ro, estaban tendidos en el suelo ochocientos facciosos, cuyas blancas boinas y relucientes fusiles parecan vagas refulgencias del astro de la noche.

    Los dos emboscados de a pie eran dos oficiales carlistas que conocan mucho al general.

    Los tres del arbolado eran: Gutirrez (que tena ya los veinticinco mil duros en un maletn sujeto a la montura de su caballo), y dos coroneles facciosos que, pistola en mano, custodiaban al polizonte, esperando, para dejarlo huir en libertad con el dinero, a que cierta seal convenida les dijese que los dos oficiales haban reconocido al general Fernndez de Lara...

    Son al fin en el foso un canto de codorniz, perfectamente imitado con un reclamo de caza, y luego otro, y despus un tercero, cada uno de ellos de cierto nmero de golpes...

    '-Nuestros amigos nos dan cuenta de que el conde de la Umbra ha cumplido su palabra y se halla fuera del castillo... -dijeron entonces a Gutirrez sus guardianes, desmontando las pistolas-. Puede usted marcharse cuando guste.'

    Gutirrez no aguard a que le repitieran la indicacin: meti espuela a su caballo y desapareci a todo escape, dirigindose a una intrincada sierra que distaba de all muy poco.

    Entretanto, los dos coroneles por un lado y los dos oficiales por otro, avanzaban hacia la puertecilla de hierro de la Jefatura Poltica, sitio en que Gutirrez les haba dicho que los aguardara el general...

    ste, a juzgar por su actitud, no haba sospechado nada al or el canto de la codorniz, ni divisado todava bulto alguno; pero, al llegar a la puertecilla que daba paso al edn de sus amores y no encontrarla abierta, ni a Gutirrez esperndolo, segn costumbre, comprendi sin duda que suceda algo grave...; recelo que debi de subir de punto al or no muy lejos pisadas de caballos...

    Ello es que los oficiales carlistas dicen (me lo han dicho a m) que entonces lo

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    vieron desembozarse pausadamente, terciarse la capa, coger con la mano izquierda la espada desnuda que hasta aquel momento haba llevado debajo del brazo, y empuar con la derecha una pistola...; pues es de advertir que su padre de usted, aunque se vesta de paisano para aquellas escapatorias, iba siempre muy prevenido de armas, a fin de defender, no tanto su persona, cuando la llave de la poterna, caso de algn tropiezo en tan solitarios parajes.

    Dispuesto as a la lucha, trat de desandar lo andado y volverse al castillo; pero no haba dado veinte pasos en aquella direccin, y pasaba precisamente por debajo de unos altos balcones de la Jefatura Poltica que miraban al campo, cuando los dos coroneles y los dos oficiales carlistas, aqullos a caballo y stos a pie, avanzaron descubiertamente a su encuentro, hacindole seas con pauelos blancos, y dicindole con voz baja y cautelosa:

    '-Eh, general..., general! Que estamos aqu!'

    La contestacin del general fueron dos pistoletazos, que derribaron por tierra a ambos coroneles.

    '-Traicin!' -gritaron a una voz los cuatro facciosos.

    '-Traicin, traicin! Atrancad la poterna!' -grit por su parte el conde de la Umbra, arremetiendo espada en mano contra los dos oficiales.

    De los dos coroneles, el uno estaba ya muerto y el otro luchaba con la agona.

    '-Traicin, traicin!' -apellidaban entretanto mil y mil voces dentro del castillo y de la ciudad.

    '-Traicin!' -repeta al mismo tiempo en el campo un inmenso vocero.

    '-Atrancad la poterna!' -segua clamando el conde de la Umbra con estentreo acento.

    '-Viva Isabel II! Viva Mara Cristina!' -se gritaba en las murallas.

    '-Adelante! Fuego! Viva Carlos V!' -respondan los facciosos, avanzando hacia el castillo.

    '-General! Entregue usted la llave, y nosotros le pondremos en salvo! -decan en aquel instante los dos oficiales carlistas a su padre de usted, apuntndole con las pistolas, al par que retrocedan ante su terrible espada-. Nosotros no queremos matar a un valiente!... Hemos servido a sus rdenes... Entregue usted la llave, y en paz! Somos los encargados de recogerla!...'

    '-Tirad, cobardes! -les responda el conde, persiguiendo, ora al uno, ora al otro, y sin poder alcanzar a ninguno-. Esta llave no se apartar de mi pecho sino con la vida!'

    '-Luego es usted dos veces traidor, seor conde -replic un oficial-; traidor a los suyos y a los nuestros! Conque es decir que nos ha hecho usted fuego, no por equivocacin, sino por perfidia?...'

    '-Yo no soy traidor a nadie! -respondi su padre de usted-. Los traidores sois

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    vosotros! Desnudad las espadas, y venid entrambos contra m!'

    '-Pues muera usted!' -repuso uno de los oficiales, disparndole dos tiros a un mismo tiempo.

    El general cay de rodillas, pero sin soltar la espada.

    '-Rndase usted! -le dijo el otro oficial- Usted explicar su conducta, y nuestro Rey lo indultar!'

    '-Acaba de matarme, perro, o acrcate a m con la espada en la mano!' -respondi el conde, ponindose en pie mediante un esfuerzo prodigioso.

    '-Ah! No lo matis!...' -cuentan los oficiales que grit en esto una voz de mujer, all en los altos balcones de la Jefatura.

    Pero tambin dicen que, aunque alzaron la vista, no descubrieron a nadie en aquellos balcones. Quienquiera que hubiese gritado, haba huido...

    '-Batos, cobardes!' -prosegua el general, conociendo que se le acababa el aliento.

    '-Toma..., ya que te empeas en morir!' -dijo el segundo oficial.

    Y dispar a tres pasos sobre el conde de la Umbra, hirindole en mitad del corazn.

    '-As!' -dijo su padre de usted.

    Y cay muerto.

    Los dos oficiales registraron enseguida el cadver, apoderndose de la llave de la poterna, y corrieron a incorporarse a su gente, exclamando:

    '-Adelante, hijos! Aqu est la llave! El castillo es nuestro!'

    Pero el infame jefe poltico no se dorma entretanto, sino que ya pona por obra la digna farsa que le vali el ttulo de marqus de la Fidelidad.

    Slo con atrancar slidamente la poterna, como mand atrancarla desde luego, el castillo era inexpugnable..., a lo menos para ochocientos hombres de infantera... Por consiguiente, toda la defensa que dirigi aquella noche, y que tanto elogiaron algunas personas pagadas por l, se redujo a estarse metido en una torre, mientras las tropas disparaban algunos tiros a los carlistas que se acercaban a la poterna.

    No tardaron stos en conocer que aquel portillo estaba atrancado y ms defendido que ningn otro, por lo mismo que ellos posean su llave, y, despus de perder algunos hombres en infructuosas tentativas, se retiraron a su campamento, llevando como nico trofeo el cadver del general, que tan caro les haba costado...

    En cambio, el jefe poltico haba tenido suerte en todo. Doa Beatriz, enterada, por una frase que Gutirrez pudo decirle antes de marchar, de que su marido estaba en el secreto de cuanto haba pasado entre el general y ella, y sabedora

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    adems de que su idolatrado amante haba perdido vida y honra por su causa, se suicid aquella misma noche, durante el tiroteo entre liberales y carlistas, disparndose un pistoletazo sobre el corazn...

    As lo referan a la maana siguiente dos criados, que acudieron al tiro y vieron el arma, humeante todava, en manos de la desgraciada... Pero despus el jefe poltico lo arregl todo de forma que resultase que una bala carlista lo haba dejado viudo, con lo cual ech un nuevo velo sobre las para l deshonrosas causas de aquel suicidio, y se capt ms y ms la generosa compasin y productiva gratitud de sus conciudadanos, representados por el Gobierno y por las Cortes...

    No quedaron menos desfigurados los dems trgicos sucesos de aquella noche. Con las versiones contradictorias que corrieron en el campo carlista y con las especies que cundi maosamente el jefe poltico formse una falsa historia oficial, reducida a que el conde de la Umbra vendi efectivamente la plaza y tom el dinero, y a que los carlistas, creyndose engaados al ver que se defenda la guarnicin, dieron muerte al general y a Gutirrez, y recobraron los veinticinco mil duros.

    Negaban los facciosos este ltimo extremo; pero como los dos coroneles murieron, el uno en el acto y el otro a las pocas horas, sin poder articular palabra, no pudo averiguarse nada sobre Gutirrez.

    En cuanto a los dos oficiales, avergonzados del pavor que les caus hasta el ltimo instante el intrpido conde de la Umbra, guardronse muy bien de contar las nobles y animosas palabras que le oyeron, y que tal vez hubieran evitado la nota de infamia que manch su sepulcro...

    Finalmente: Gutirrez desapareci de Espaa, sin que se haya vuelto a saber de l, y, por tanto, no ha habido manera hasta ahora de contradecir lo que los peridicos, el Gobierno, las Cortes y todo el mundo dijeron en desdoro de su padre de usted y en honra y gloria del jefe poltico -el cual es hoy marqus, grande de Espaa, senador del Reino, candidato al Ministerio de Hacienda y uno de los hombres ms ricos de Madrid...-; esto ltimo por haberse casado en segundas nupcias con una vieja que le llev muchos millones y que le dej por heredero...

    Conque ya sabe usted la historia de la muerte del conde de la Umbra. Figrese usted ahora el partido que podemos sacar de ella!

    Parte V .Tercera versin. Proyecto de contrato. El padre Manrique enciende la luz

    -Terminado que hubo de hablar el desconocido -continu Fabin-, sal yo de la especie de inanicin y somnolencia en que me haban abismado tan espantosas revelaciones... Ms de una vez, durante aquel relato, me haba arrancado dulcsimas lgrimas la trgica figura de mi padre, que por primera vez apareca ante mis ojos despojado de su hopa de ignominia... y digno de mi piedad filial y de mi respeto... Otras veces haba llorado de ira y ardido en sed de venganza al

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    considerar la infame conducta del llamado marqus de la Fidelidad. Otras haba temblado al ver morir a doa Beatriz de Haro y a los dos coroneles por culpa de aquellos terribles amores, que me recordaban juntamente la desgraciada estrella de mi adorada madre... Y, como resumen de tan profundas emociones, experimentaba una feroz alegra, que encerraba mucho de egosmo... Ya poda ser soberbio! Ya poda levantar la frente al par de todos los nacidos! Ya tena nombre; ya tena honra; ya tena padre!... Qu me importaba todo lo dems?

    Sin embargo, pronto se despertaron nuevas inquietudes en mi espritu. Quin era aquel hombre, revelador de tan importante secreto? Quin me responda de que su relato fuera verdad? Y, aunque lo fuera, cmo probarlo a los ojos del mundo? Cmo separar la historia militar y poltica de mi padre, tan pura y tan luciente, de aquel oscuro drama que haba costado la vida a doa Beatriz? Cmo justificar al conde de la Umbra en lo tocante a la patria, sin denunciarlo en lo tocante a la familia, sin revelar aquel doble adulterio que no dejara de hacerlo odioso al pblico y a los jueces, y sin deshonrar las cenizas de la triste mujer que se suicid por su culpa?...

    El desconocido, adivinando mis reflexiones, las interrumpi con este desenfadado eplogo:

    -No cavile ms el seor... Todo lo tengo arreglado convenientemente, en la previsin de los nobles escrpulos con que lucha en este momento. Yo soy un hombre prctico! Su padre de usted ser rehabilitado, sin que salga a relucir la verdadera causa de su muerte...

    -Pues, entonces, cmo?...

    -Ver usted! Los dos oficiales carlistas que lo mataron para quitarle la llave, entraron luego en el Convenio de Vergara, son hoy brigadieres y viven en Madrid...

    -Yo los matar a ellos hoy mismo! -exclam-. Dgame usted sus nombres!...

    -Se los dir a usted; pero ser para que les d las gracias. Aquellos bravos militares, que no hicieron ms que cumplir con su deber, se hallan dispuestos a declarar la verdad...; esto es, a decir bajo juramento que, mientras ellos se batan con el general Fernndez de Lara, le oyeron gritar muchas veces: Traicin! A las armas! Atrancad la poterna! Viva Isabel II! Cuento adems con algunos sujetos que eran entonces soldados de la Reina, y con otros que eran facciosos, todos los cuales tomaron parte en aquel tiroteo, y declararn... al tenor de lo que yo les diga... Con el dinero se arregla todo! Por ltimo, el mismo Gutirrez atestiguar...

    -Gutirrez! -prorrump, herido de una repentina sospecha-. Conque Gutirrez vive! Entonces ya s quin es usted!... Usted es Gutirrez!

    Y contempl a aquel hombre con el horror que podr usted imaginarse.

    El desconocido me mir tristemente; sac unos papeles del bolsillo y prosigui de esta manera:

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    -Aqu tiene usted una partida de sepelio, de la cual resulta que Gutirrez falleci hace un ao en Buenos Aires. Y aqu traigo adems una carta suya, escrita la vspera de su muerte, y dirigida al hijo del conde de la Umbra, en la que se acusa de haber sido el nico causante del triste fin e inmerecido deshonor pstumo de tan digno soldado. Esta carta, dictada por los remordimientos, ser la piedra fundamental de la informacin que abrir el Senado. Gutirrez oculta en ella todo lo concerniente al jefe poltico y a su esposa, a fin de que la defensa del general no vaya acompaada de escandalosas revelaciones que le enajenen al hombre las simpatas del pblico y de la Cmara. As es que se limita a decir que, sabedor, como jefe de polica, de que el general sala del castillo algunas noches por la poterna, disfrazado y solo, pues no se fiaba de nadie, a observar si el enemigo intentaba alguna sorpresa, excogit aquella diablica trama para estafar, como estaf, a los carlistas en la cantidad de veinticinco mil duros; aade que vio a su honrado padre de usted morir como un hroe; indica los testigos que pueden declararlo todo, y concluye pidindole a usted perdn... a fin de que Dios pueda perdonarlo a l! Por cierto que Gutirrez lloraba al escribir estas ltimas frases...

    -Yo lo perdono... -respond solemnemente-. Yo lo perdono..., y le agradezco el bien que me hace ahora. Adems, l no procedi contra mi padre por odio ni con libertad de accin... Lo que hizo..., lo hizo por salvarse a s propio y por codicia de una gran suma de dinero... Perdonado est aquel miserable!

    El desconocido se puso, no digo plido, sino de color de tierra, en tanto que yo pronunciaba estas palabras..., hasta que, por ltimo, cay de rodillas ante m y murmur con sordo acento:

    -Gracias, seor conde!... Gracias! Yo soy Gutirrez.

    Renuncio a describir a usted la escena que se sigui. Ms de una hora pas sin poder avenirme a hablar ni a mirar a aquel hombre que se arrastraba a mis pies justificndose a su manera, recordndome que ya lo haba perdonado, y ofrecindome rehabilitar a mi padre en el trmino de ocho das...

    Esta ltima idea acab por sobreponerse en m a todas las dems, y entonces... slo entonces! le dije a Gutirrez sin mirarlo:

    -Por veinticinco mil duros caus usted la muerte y la deshonra de mi padre... Cunto dinero me pide usted ahora por su rehabilitacin?

    -A usted ninguno, seor conde, si no quiere drmelo -respondi Gutirrez, levantndose y yendo a ponerse detrs de mi butaca para librarme de su presencia-. Soy pobre...; he perdido al juego aquella cantidad!...; tengo familia en Amrica..., pero a usted no le intereso nada (sino aquello que sea su voluntad), por devolverle, como le voy a devolver, o le devolver el Senado, el ttulo de Conde y la secuestrada hacienda de su seor padre..., caudal que, dicho sea entre nosotros, asciende a ms de ocho millones.

    -Pues quin podr pagarle a usted estos nuevos oficios, caso que yo me resista a ello?...

    -En primer lugar, usted no se resistir de manera alguna, cuando sea poseedor,

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    gracias a m, de un caudal tan enorme... Yo le conozco a usted... y para ello no hay ms que mirarlo a la cara! En segundo lugar, yo me dara siempre por muy recompensado con su perdn de usted y con verme libre de unos remordimientos que..., la verdad..., me molestan mucho desde que me cas y tuve hijos... Usted se asombra? Ah, seor conde!, yo no soy bueno..., pero tampoco soy una fiera..., y bien sabe Dios que siempre tuve aficin a su padre de usted y a doa Beatriz! Por ltimo: a falta de otra recompensa... (vea usted si soy franco), cuento ya con hacerle pagar cara mi vuelta a Europa al verdadero infame..., al verdadero Judas...

    -A quin?

    -Al autor de todo!... Al marqus de la Fidelidad! Quince mil duros le va a costar mi reaparicin!

    -Eso no lo espere usted! Al marqus de la Fidelidad lo habr yo matado maana a estas horas!

    -Confo en que el seor conde no har tampoco semejante locura -replic Gutirrez-, pues equivaldra a imposibilitar la rehabilitacin del general Fernndez de Lara. Slo el ilustre senador, marqus de la Fidelidad, puede conseguirla; slo l, candidato para el Ministerio de Hacienda, tiene autoridad e influencia bastantes a conseguir que las Cortes deroguen las leyes y decretos que se fulminaron contra el supuesto reo de alta traicin!...

    -Pero es que el marqus de la Fidelidad -aad yo- no se prestar a defender a mi padre, al amante de su esposa!...

    -Precisamente porque su padre de usted fue amante de su esposa se aprestar a defenderlo, o, ms bien dicho, est ya decidido a realizarlo!...

    -No veo la razn...

    -Nada ms sencillo. Antes de venir ac he tenido con l varias entrevistas, y habldole... como yo s hablar con los malhechores. Resultado: el marqus se compromete a declarar en favor del conde de la Umbra; a decir en pleno Senado que, en efecto, aquella noche crey reconocer su voz que gritaba: Traicin!... Atrancad la poterna!; a interponer su valimiento con el presidente del Consejo de Ministros para ganar la votacin, y a darme a m adems quince mil duros: todo ello con tal de que yo no publique, como lo hara en otro caso, aun a costa de mi sangre, su propia ignominia; esto es, los amores de su difunta mujer con el general Fernndez de Lara, la insigne cobarda con que rehuy pedirle a ste cuenta de su honra, la aleve misin que me confi de ir en busca de los carlistas, la ridcula farsa de la defensa del castillo, la heroica muerte de su padre de usted, consecuencia de aquellas infamias, el suicidio de doa Beatriz de Haro, y, en fin, tantas y tantas indignidades como dieron origen al irrisorio marquesado de la Fidelidad. Tengo testigos de todo y para todo, principiando por aquellos criados que presenciaron la muerte de doa Beatriz... Ya ve usted que no he perdido el tiempo durante los cuatro meses que llevo en Espaa. Adems, hele dicho al marqus que el hijo del conde de la Umbra existe (bien que ocultndole que usted lo sea), y le he amenazado con que, si se niega a complacernos, tendr que

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    habrselas con una espada no menos temible que la de aquel ilustre prcer, con la espada del heredero de su valor y de sus agravios!.. No dude usted, pues, de que el antiguo jefe poltico dir desde la tribuna todo lo que yo quiera!... Tanto ms, cuanto que l me conoce y sabe que no adelantara nada con descubrir mi nombre y entregarme a la justicia! Yo camino siempre sobre seguro!

    -Est bien! Concluyamos! -exclam, por ltimo, con febril impaciencia, fatigado de la lgica, del estilo y de la compaa de aquel hombre siniestro, a quien me ligaba la desventura-. Qu tengo yo que hacer?

    -Usted? Casi nada! -respondi Gutirrez; alargndole un pliego por encima del respaldo de la butaca-. Firmar esta peticin y remitirla al Senado. El marqus de la Fidelidad la apoyar cuando se d cuenta de ella; se abrir una informacin parlamentaria; usted presentar entonces los documentos del difunto Gutirrez y los testigos que yo le ir indicando, y punto concluido... Nuestro marqus har el resto.

    -Pues deje usted ah ese papel, y vuelva maana... -repuse con mayor fatiga.

    -Es decir, que... acepta usted?

    -Le repito a usted que vuelva maana!... Necesito reflexionar... Estoy malo... Tengo fiebre... Suplico a usted que se marche!

    As dije, y arroj al suelo la llave del cuarto.

    Gutirrez la recogi sin hablar palabra; abri la puerta y desapareci andando de puntillas.

    Yo permanec sumergido en la butaca, hasta que las sombras de la noche me advirtieron que haca seis horas que me hallaba all solo, entregado, ms bien que a reflexiones, al delirio de la calentura. Estaba realmente enfermo...

    Y, sin embargo, qu era aquel conflicto comparado con la tribulacin que hoy me envuelve? Entonces, bien que mal, orill prontamente y sin grandes dificultades aquel primer abismo que se abri ante mi conciencia... Pero hoy, cmo salir de la profunda sima en que he cado? Cmo salvarme si usted no me salva?

    -No involucremos las cosas... -prorrumpi el padre Manrique al llegar a este punto-. Lo urgente ahora es saber cmo orill su conciencia de usted (lo de orillar me ha cado en gracia) el mencionado primer abismo.

    No debi comprender Fabin la intencin de aquellas palabras, pues que replic sencillamente:

    -No me negar usted que la proposicin de Gutirrez mereca pensarse, ni menos extraar el que me repugnara tratar con aquel hombre!... Ah! Mi situacin era espantosa, dificilsima...

    El jesuita respondi:

    -Espantosa... sigue sindolo. Difcil... no lo era en modo alguno.

    -Qu quiere usted decir, padre mo?

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    -Ms adelante me comprender usted... Pero observo que se nos ha hecho de noche y que estamos a oscuras... Con licencia de usted, voy a encender una vela. Ah! Los das son ahora muy cortos... Se parecen a la vida. Mas he aqu que ya tenemos luz... Alabado sea el Santsimo Sacramento del Altar!

    Fabin se llev la mano a la frente al or esta salutacin; pero luego la retir ruborizado, como no atrevindose a santiguarse...

    El padre Manrique, que lo miraba de soslayo, sonrise con la ms exquisita gracia, y le dijo aparentando indiferencia:

    -Puede usted continuar su historia, seor conde.

    Fabin se santigu entonces aceleradamente, y enseguida salud al anciano con una leve inclinacin de cabeza.

    Rein un majestuoso silencio.

    -Muchas gracias... -exclam al cabo de l el padre Manrique-. Es usted muy fino..., muy atento...

    -Por qu lo dice usted? -tartamude el joven.

    -Por la cortesa y el respeto de que me ha dado muestras, santigundose contra su voluntad... Ciertamente, yo habra preferido verle a usted saludar con alma y vida, en esta solemne hora, a Aquel que dio luz al mundo y derram su sangre por nosotros... Pero, en fin, algo es algo! Cuando usted ha repetido mi accin no le parecer del todo mala..., y hasta podr ser que, con el tiempo, rinda homenaje espontneamente a nuestro divino Jess! Le debe tanto bien el gnero humano!

    -Padre! -exclam el conde, ponindose encarnado hasta los ojos e irguindose con arrogancia-. Al entrar aqu le dije ingenuamente...

    -Ya lo s! Ya lo s! -interrumpi el jesuita-. Usted no es religioso... No hablemos ms de eso... No tiene usted que incomodarse... Mi nimo no ha sido, ni ser nunca, violentar la conciencia de usted!...

    -Yo amo y reverencio la moral de Jesucristo... -continu Fabin-. Pero sera hipcrita, sera un impostor, si dijese...

    -Nada! Nada, joven!... Como usted guste!... -insisti el anciano, atajndole otra vez la palabra con expresivos ademanes-. Todava no es tiempo de volver a hablar de esas cosas... Contine usted... Estbamos en el primer abismo. Veamos cmo logr usted orillarlo.

    Fabin baj la cabeza humildemente, y al cabo de un rato prosigui hablando as:

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    El escndalo Libro III - Diego y Lzaro

    Parte I. Cadveres humanos

    Aun a riesgo de que tache usted de incoherente mi narracin, necesito ahora retroceder un poco en ella, a fin de dar a usted completa idea de las dos singularsimas personas con quienes consult aquella noche el grave asunto que me haba propuesto Gutirrez...

    Y tomo desde algo lejos mi referencia a esas dos personas, porque precisamente son las que ms figuran en mi vida, que no por afn pueril de sorprender y maravillar a usted con el relato de historias de seres misteriosos... Semejante entretenimiento fuera indigno de usted y de m, y ms propio de un folletn que de esta especie de confesionario... En suma: por dramticos que le parezcan a usted los hechos que paso a referirle, no crea que reside en ellos el verdadero inters de la tragedia que aqu me trae... Esta tragedia es de un orden ntimo, personal, subjetivo (que se dice ahora), y los sucesos y los personajes que voy a presentar ante los ojos de usted son como un andamio de que me valgo para levantar mi edificio; andamio que retirar luego, dejando slo en pie el problema moral con que batalla mi conciencia... igame usted, pues, sin impacientarse...

    -Descuide usted -dijo el padre Manrique-. Ya hace rato que me figuro, sobre poco ms o menos, adnde vamos a parar. Cunteme usted la historia de esas dos personas. Nos sobra tiempo para todo.

    El joven vacil un momento; psose an ms sombro de lo que ya estaba, y dijo melanclicamente:

    -Diego y Lzaro...: los dos nicos amigos que he tenido en este mundo, y de los cuales ninguno me queda ya...; Diego y Lzaro..., nombres que no puedo pronunciar aqu, donde se da crdito a mis palabras, sin que mi corazn los acuse de ingratos y de injustos..., son las personas a que me refiero... Ah, padre mo! Mire usted estas lgrimas que asoman a mis ojos, y dgame si yo habr podido ser nunca desleal a esos dos hombres!

    -Profundo abismo es la conciencia humana! -murmur el padre Manrique, asombrado ante aquel nuevo pilago de amargura que descubra en el alma de Fabin-. Cunta grandeza y cunta miseria viven unidas en su corazn de usted! Cuntas lgrimas le he visto ya derramar por ftiles motivos! Y cun insensible se muestra en las ocasiones que ms debiera llorar! Prosiga usted..., prosiga usted..., y veamos quines eran esas dos hechuras de Dios, que tanto imperio ejercen en el espritu descredo de que hizo usted alarde al entrar aqu.

    Estas severas palabras calmaron nuevamente a Fabin.

    -Tiene usted razn, padre... -dijo con una sonrisa desdeosa-. Doy demasiada importancia a mis verdugos!... Por lo dems, no se trata an del actual estado de mis relaciones con Diego y Lzaro; trtase ahora de cundo y dnde los conoc, de cmo eran entonces, de por qu les tom cario, y de la memorable consulta

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    que celebr con ellos la noche que sigui a mi conferencia con Gutirrez.

    -Exacto! -respondi el padre Manrique, acomodndose en su silla-. Por cierto que tengo mucha gana de que lleguemos a esa consulta...

    -Pues bien... -continu Fabin-: Diego, Lzaro y yo nos habamos conocido dos aos antes, precisamente en un lugar muy lgubre y melanclico..., en la Sala de Diseccin de la Facultad de Medicina de esta corte, o sea entre los despedazados cadveres que sirven de leccin prctica a los alumnos del antiguo Colegio de San Carlos.

    Diego iba all por razn de oficio; esto es, como mdico; Lzaro por admiracin a la muerte, como muy dado que era al anlisis de la vida, de las pasiones, del comercio del alma con el cuerpo y de todos los misterios de nuestra naturaleza, y yo a perfeccionarme en la anatoma de las formas, por virtud de mi aficin a la escultura.

    Creo ms; creo que los tres bamos all, principalmente, impulsados por una triste ley de nuestro carcter, o sea por una desdicha que nos era comn, y que sirvi de base a la amistad que contrajimos muy en breve. Los tres carecamos de familia y de amigos, los tres estbamos en guerra con la sociedad, los tres ramos misntropos; y yo, que pareca acaso el menos aburrido, pues sola frecuentar lo que se llama el mundo, y andaba siempre envuelto en intrigas amorosas, pasbame, sin embargo, semanas enteras de soledad y melancola, encerrado en mi casa, renegando de mi ser y acariciando ideas de suicidio! Lisonjebanos, por tanto, y serva como de pasto a la especie de ferocidad de nuestras almas, la compaa y contacto con los cadveres; aquel filosfico desprecio que nos causaba la vida, mirada al travs del velo de la muerte; aquella contemplacin de la juventud, de la fuerza y de la hermosura, trocadas en frialdad, inercia y podredumbre; aquel spero crujir de la carne de antiguos desgraciados, bajo el escalpelo con que Diego y Lzaro buscaban en unas entraas yertas la raz de nuestros propios dolores, y aquella rigidez de hielo que encontraba yo bajo mi mano al palpar las formas, ya insensibles y mudas, que poco antes fueron tal vez codicia y galardn de embelesados adoradores...

    -Y no pensaba usted ms? -exclam el padre Manrique-. Era eso todo lo que se le ocurra a un hombre como usted en presencia de los inanimados restos de la hermosura terrena?

    -Pues qu ms?

    -Y usted me lo pregunta? No conoce usted la historia de la conversin del duque de Ganda? No ha odo usted hablar de San Francisco de Borja?

    -S, seor. He ledo que se le considera como el segundo fundador de...

    -De la Compaa de Jess... -agreg el jesuita-. Esto es, de mi santa casa! Pues bien: aquel hombre vio la inmortalidad y el cielo en los ftidos despojos de una

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    mujer que fue comparada en vida con las Tres Gracias del paganismo... Haec habet et superat..., decan de ella los poetas.

    -Cuentan que San Francisco de Borja estaba enamorado de la emperatriz... -observ Fabin.

    -Aunque as fuera..., que no lo s..., su misma idolatra pecaminosa vendra en apoyo de mi interrupcin. Lo que yo he querido hacerle a usted notar es que aquel hombre, despus de haber sido un gran pecador -segn l mismo confiesa-, lleg a ser un gran santo..., y todo por haber parado mientes una vez en la vanidad de los dolos de la tierra. Usted, en cambio, se alejaba ms y ms de Dios al reparar en los engaos de esta vida!

    Fabin tuvo clavados los ojos un instante en aquel formidable atleta, tan dbil y caduco de cuerpo, y luego prosigui:

    -Andando el tiempo, mis ideas llegaron a ser menos sombras...; y por lo que toca al periodo de que estoy hablando, yo creo que mi desesperada tristeza mereca alguna disculpa. No tengo necesidad de explicarle a usted su verdadera causa... Demasiado comprender usted, con su inmenso talento y suma indulgencia, que la historia de mi padre, escondida en mi corazn aos y aos, era como acerba levadura que agriaba todos mis placeres! Yo no poda mirar dentro de m sin someter a horribles torturas la soberbia y el orgullo que constituyen el fondo de mi carcter! Yo saba quin era! Yo me repeta a todas horas mi execrado nombre!

    -Joven! -exclam el padre Manrique, sin poder contenerse-. Santos hay en el cielo que fueron hijos de facinerosos! Pero tiempo tendremos de hablar de estas cosas y de otras... -aadi enseguida-. Perdneme tantas interrupciones, y discurra como si estuviera solo...

    -As lo har, padre mo... -respondi Fabin-, pues las advertencias de usted empiezan a mostrarme el mundo y mi propia vida de un modo tan nuevo y tan extrao, que temo acabar por no conocerme a m mismo, ni saber explicar lo que me sucede.

    El jesuita se sonri y guard silencio.

    El joven continu en esta forma:

    Parte II. Retrato de Diego

    -Diego era ms infortunado que yo... Si yo detestaba entonces mi nombre, l ignoraba completamente el suyo. Diego era expsito..., circunstancia que no supe hasta algunos meses despus, que me la revel l mismo. Pero, cuando le conoc, djome que haba nacido en la provincia de Santander, y que su apellido era tambin Diego. -Capricho de mis padres! -sola exclamar naturalsimamente-. Pusironme Diego en la pila para que me llamase Diego Diego. Y el desgraciado se rea!

    Pero aqu debo hacerle a usted otra advertencia a fin de ahorrarle cavilaciones

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    intiles. No imagine ni por un instante que esto de ser expsito Diego haya de tener al cabo relacin alguna, material o dramtica, con la presente historia, dando lugar a reconocimientos, complicaciones y peripecias teatrales... No; no se distraiga usted pensando en si el infeliz resultar luego pariente mo o de cualquier otro de los personajes que ya he mencionado o que despus mencione... Ay! Mi pobre amigo ha sido siempre, y es, y morir siendo, sin duda alguna, un expsito en prosa; quiero decir, un expsito sin esperanza ni posibilidad de llegar a conocer el nombre de sus padres...; y si yo he trado a cuento su triste condicin, slo ha sido como dato moral necesario para la mejor inteligencia de su carcter y de sus acciones.

    En cuanto a Lzaro... (repare usted en esta fatdica coincidencia de nuestras tres historias), fuese cualquiera su propia alcurnia, conocisela o no la conociera, ello es que nunca hablaba de s, ni de su familia, ni de su pueblo natal, y que, cuando le preguntaban cmo se llamaba, siempre responda con una sublime serenidad llena de misterio: Lzaro a secas. Pareca l, por consiguiente, el verdadero expsito; pero (segn ver usted ms adelante) nosotros tenamos motivos para sospechar, muy al contrario, que saba demasiado quin era y que le asistan razones para no decirlo.

    Volviendo a Diego, debo aadir que su tristeza y su esquivez hacia el gnero humano procedan de otras causas a ms de la ya referida. Segn confesin propia, en su infancia haba pasado hambres y desnudez, y para seguir su carrera haba tenido que trabajar, primeramente en un oficio mecnico, y luego como enfermero de varios hospitales, ganando matrculas y grados por oposicin, a fuerza de incesantes estudios, y vindose obligado algunas veces a sostener titnicas luchas contra bastardas recomendaciones del valimiento o de la riqueza. Por resultas de todos estos sinsabores haba contrado la terrible dolencia fsico-moral que se llama pasin de nimo, y padeca frecuentes ictericias que le ponan a la muerte. Cuando yo le conoc acababa de doctorarse en Medicina y Ciruga, y ya contaba con alguna parroquia en las clases pobres. Saba mucho, aunque tan slo en su profesin, y segua estudiando incesantemente... No me contento con menos que con ser otro Orfila, sola decirnos como la cosa ms natural del mundo.

    Por lo dems, en aquel entonces era un hombre de veintisiete aos; muy fuerte, aunque delgado; ms bien alto que bajo; de msculos de acero, y cuyo color pajizo, tirando a verde, demostraba que por sus venas flua menos sangre que bilis. Llevaba toda la barba, asaz espesa, bronca y oscura; era calvo, lo cual le favoreca, pues daba algn despejo a su nublado rostro; tena grandes ojos garzos, llenos de lumbre ms que de luz, pobladas y ceudas cejas, la risa tarda, pero muy agraciada, y una dentadura fuerte y ntida, que alegraba, por decirlo as, aquel macerado semblante. Dijrase que tan lbrega fisonoma haba sido creada ex profeso para reflejar la felicidad, pero que el dolor la haba encapotado de aciagas nubes. Ay! Nada ms simptico, en sus momentos de fugitivo alborozo y confianza, que mi amigo D