Al resucitar Cristo, Dios no sólo manifiesta su poder sobre la muerte, sino que nos revela el...

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Al resucitar Cristo, Dios no sólo manifiesta su poder

sobre la muerte, sino que nos revela el triunfo de

su amor y su justicia sobre el egoísmo

y las injusticias que cometemos todos nosotros.

La Resurrección de Jesús: núcleo de la fe cristiana.

Percibir todo su alcance es un proceso

que requiere tiempo, encuentro y meditación de las Escrituras, apertura al Espíritu que hace

trascender toda sabiduría humana.

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En la cruz, Dios guarda silencio porque respeta la libertad del hombre. Pero está cerca del que sufre, comparte hasta el final el destino de la víctima.

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En la resurrección Dios habla fuerte y actúa con toda su fuerza creadora a favor del Crucificado. La última palabra la tiene Dios.

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El Evangelio de Lucas (24,35-ss) finaliza con una aparición a los once. El relato se sitúa en un lugar de Jerusalén, en la tarde-noche del domingo de

Resurrección. Dos discípulos acaban de llegar de Emaús y están contando a los once y a sus

acompañantes que han visto a Jesús. En esa situación se hace presente Jesús.

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Tres elementos vemos que emergen claramente de los relatos bíblicos:a) El cuerpo de Cristo resucitado es verdadero cuerpo: esto lo demuestra

apelando a la experiencia misma de los sentidos: lo pueden oír, lo pueden ver, pero sobre todo lo pueden tocar:

‘tocadme y ved’.

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b) Es su propio cuerpo, idéntico al que tenía antes de la crucifixión: ‘Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo’. Pueden además reconocer su propia voz.

Recordemos lo de Marcos: ‘el crucificado ha resucitado’. ¿Cómo se podía identificar al crucificado sino por

los signos mismos de la crucifixión?

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c) Es un cuerpo humano íntegro: ‘Un fantasma no tiene carne y huesos como veis que yo tengo’. Con la expresión carne y huesos se designa el cuerpo

humano completo, es decir, el material blando y el material duro que lo componen.

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Por ello dice el Catecismo: “Jesús resucitado establece con sus discípulos relaciones directas mediante el tacto y el compartir la comida. Les invita así a

reconocer que él no es un espíritu, pero sobre todo a que comprueben que el cuerpo resucitado con el que se

presenta ante ellos es el mismo que ha sido martirizado y crucificado, ya que sigue llevando las

huellas de su pasión”

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El cuerpo es “de la misma naturaleza, pero de otra gloria”, lo cual se ve en el modo

como Cristo aparece y desaparece de manera repentina, no siendo para él ningún obstáculo

el que las puertas estén cerradas: “puede hacerse presente a su voluntad donde quiere y cuando quiere porque su humanidad ya no puede ser retenida en la

tierra y no pertenece ya más que al dominio divino del Padre. Por esta razón también Jesús resucitado es

soberanamente libre de aparecer como quiere...”

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En esto podemos apreciar la gran diferencia que hay entre las resurrecciones realizadas por Cristo durante su vida (la hija de Jairo, el hijo de la viuda y Lázaro)

y su propia resurrección: “...las personas afectadas por el milagro volvían a tener una vida terrena

ordinaria. En cierto momento, volverán a morir.

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La Resurrección de Cristo es esencialmente diferente. En su cuerpo resucitado, pasa del estado de muerte a otra vida más allá del tiempo y del espacio...

participa de la vida divina en el estado de su gloria, tanto que san Pablo puede decir de Cristo

que es ‘el hombre celestial”.

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Los cuerpos resucitarán, ellos son llamados para vivir eternamente, participando en la vida divina en Cristo. El Señor Jesús es el primero en experimentarlo en su

persona entera, él es el que logró de lleno todo lo que las Santas Escrituras habían proclamado

con respecto a la resurrección del cuerpo.

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Y Jesús está ahí, expresando deseos de paz así disipa los temores y presentimientos

que los Apóstoles han acumulado durante los días de pasión y de

soledad.

Se trata de la verdadera paz, la que viene de la victoria sobre la muerte

y el pecado.

Aquí la paz se nos presenta como el verdadero sosiego del alma,

el don más preciado.

Si Lucas hace hincapié en los once (doce en Hechos) es porque sólo ellos cumplen esta condición y son, por lo

tanto, los únicos que ofrecen la garantía crítica incuestionable para poder creer que el

Resucitado y Jesús son la misma persona.

Gracias a ellos podemos hoy, veinte siglos después, creer tranquilos. Estos testigos entregaron su vida antes de

renegar de esa verdad de la Resurrección de Cristo.

No sólo abandonaron su familia, su patria, fueron deshonrados entre sus conciudadanos,

considerados locos o ignorantes por doquiera en el mundo civilizado de entonces,

sino que incluso entregaron su vida.

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Después el Señor les hizo comprender las Sagradas Escrituras. Les hizo ver que todo lo que había sucedido no era ningún fracaso, sino el cumplimento del plan de Dios. Las profecías debían cumplirse. Es decir, todo aquello que había sido

escrito en la ley y Moisés acerca del Mesías, acerca de sus sufrimientos y de su muerte, debía tener cabal cumplimiento en

Cristo.

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Gracias a la muerte de Jesús y a su resurrección tenemos el

perdón de los pecados.

Allí donde se anuncie el misterio de Cristo, el misterio de su muerte y su

resurrección, debe anunciarse el perdón de los

pecados y la necesidad de la conversión.

Y como el plan de Dios no terminó con la Resurrección de Cristo, el Señor no deja que los discípulos se queden gozando ociosamente de su nueva presencia. El

Señor los envía a llevar la noticia de que la Vida es más fuerte que la muerte, a todos los hombres; los

manda a predicar a todas las naciones la conversión para el perdón de los pecados.

Así, pues, nos encontramos ante un mensaje con una doble valencia: por

una parte el gozo de saber que todas las profecías se han cumplido en Cristo Jesús, en su muerte y su resurrección;

por otra parte, la necesidad de arrepentimiento y conversión

por nuestros pecados.

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La resurrección de Cristo es lo que da sentido

a todas las vicisitudes y sentimientos, lo que nos ayuda a recobrar la calma y a

serenarnos en las tinieblas de nuestra vida.

En ocasiones es la falta de fe y de vida interior

lo que va cambiando las cosas: el miedo pasa

a ser la realidad y Cristo se desdibuja de nuestra vida.

En cambio, la presencia de Cristo en la vida

del cristiano aleja las dudas, ilumina nuestra existencia, especialmente los

rincones que ninguna explicación humana puede

esclarecer.

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La fe en la Resurrección es orientar toda nuestra existencia desde la vida

y la palabra de Jesús.

Es una creencia que compromete toda nuestra vida haciendo que ya no

vuelva a ser la misma.

Es compartir la misma pasión que Jesús:

el Reino de Dios.

La paz auténtica llega cuando sabemos que no hay nada que pueda quitarnos la felicidad.

Y eso sólo nos lo puede traer Jesucristo.

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La vida de cada cristiano es ir de la cruz a la resurrección y en el camino nos encontraremos

con los auxilios de la Palabra, la Iglesia, los demás.Debemos hacer este trayecto sin miedos. Jesús va delante abriéndonos el

camino.

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En la Eucaristía, trágico recuerdo de la muerte, celebración gozosa de la

resurrección, compromiso de amor fraterno y entrega mutua, el cristiano descubre cada domingo la presencia

del resucitado.Cristo resucitado, nos repite como a

aquellos apóstoles atemorizados:

¡La paz sea con vosotros!

¿Por qué os alarmáis? ¿Por qué surgen dudas en vuestro

interior?

¡¡Soy yo!!

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