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Primera edición, mayo 2017

© Félix Blanco, Daniel Jiménez, Daniel Remón y Minke Wang© Diseño de cubierta: Pedro Peinado. Ilustración inspirada en The Billy Boys de Jack Vettriano© Diseño de colección: Pedro Peinado

Edición de Antonio de Egipto y Marga Suárez

Bandaàparte Editoreswww.bandaaparteeditores.com

ISBN 978-84-946129-7-8

Depósito Legal CO-863-2017

Este libro está bajo Licencia Creative CommonsReconocimiento – NoComercial – SinObraDerivada (by-nc-nd): No se permite un uso comercial de la obra original ni la generación de obras derivadas.

+info: www.es.creativecommons.org

Impresión: Gráficas La Paz. www.graficaslapaz.com

El papel empleado para la impresión de este libro proviene de bosques gestionados de manera sostenible, desde el punto de vista medioambiental, económico y social.

Impreso en España

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Índice

Prólogo: Los escritores plagiaristas no saben nadar ......................7

Bolaño en el laberinto ..............................................................11La vida improbable de Félix Blanco ..........................................21Brother Ray ..............................................................................33Carver lo habría hecho mejor ...................................................41En qué (mal)gasté el dinero que cobré por ganar un premio literario ........................................................................55Zona de influencia ....................................................................63La noche exagerada de Leandro Romaña ..................................75Miscelánea de personajes poco memorables en tiempos de infamia ..............................................................89El fuego ..................................................................................103Historia abreviada de la literatura plagiarista ...........................117Instrucciones para dar cuerda a Cortázar ................................141

Epílogo: Manifiesto plagiarista................................................151

Biografía de los autores ...........................................................155

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Prólogo

Los escritores plagiaristas no saben nadar

Por Macedonio Assens

La primera vez que oí hablar del plagiarismo fue a mediados del año pasado, en los vestuarios de la piscina municipal de Palos de la Fron-tera. Mi amigo César Ruiz-Tagle, escritor y traductor, estaba delante de mí en la cola del cuarto de baño, colocándose unas gafas de buzo, cuando me acerqué a saludarle.

–¿Qué pasa? –le dije–. No esperaba encontrarte por aquí. Como yo, César tenía treinta años, una barba rala y una cierta

tendencia a que se le alargaran las noches. Nos habíamos visto sobre todo de madrugada, en la calle o en bares de mala muerte, y aquel ambiente de salud y cloro era nuevo para los dos. Le pregunté por su trabajo. Quise saber qué estaba escribiendo en ese momento, pero él me dijo que ya no escribía. Había fundado un Movimiento, eso sí. Un Movimiento literario. Plagiarismo, se llamaba, y el otro culpable era Leandro Romaña, un tipo alto y desgarbado que estaba termi-nando de cambiarse unos metros más allá.

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–Esta es la cuarta vez que vengo –me dijo Romaña cuando me lo presentaron–. La primera me olvidé el bañador, la segunda la toalla y la tercera las chanclas. Pero hoy sí. Hoy me baño por mis santos cojones.

Le di la enhorabuena por lo del plagiarismo, pero en cuanto quise saber más acerca del Movimiento se produjo un silencio, como si la pregunta en sí fuera una vulgaridad. Nos acercamos juntos a las taquillas. Ruiz-Tagle olía a vino y Romaña a cloretilo (¿o era al re-vés?). Es probable que estuvieran borrachos o que hubieran ingerido algún tipo de sustancia ilegal.

–¿Has traído candado? –preguntó Ruiz-Tagle.–Coño –dijo Romaña–. ¿Había que traer candado? Media hora después estábamos sentados junto a la máquina

tragaperras del bar El Greco, en Argüelles. Yo sí que había traído candado, pero no me apetecía compartir taquilla con ninguno de los dos y sobre todo no me apetecía hacer ejercicio, de modo que no les costó convencerme para cambiar la piscina por unas cuantas cer-vezas. ¿Por qué nadaban?, quise saber. Ruiz-Tagle dijo que para no escribir. Romaña, por su parte, tenía motivos más terrenales: había empezado a nadar para curarse la espalda.

–¿Desde cuándo te duele? –Desde que le rompieron un taburete en la rabadilla –dijo mi

amigo.Al parecer, un compañero de facultad había dicho que Jorge

Luis Borges era un imbécil cuyo único objetivo fue el de trasladar las matemáticas a la literatura, y como era de prever, a Romaña no le ha-bía sentado bien y empezó la pelea. El tipo se había cagado ni más ni menos que en el padre del Movimiento, según se lee en el Manifiesto plagiarista, firmado meses atrás en ese mismo local, en unas cuantas servilletas dobladas que Ruiz-Tagle se sacó en ese momento de la car-tera. «Borges es el padre», leyó en alto después de beberse la cerveza de un trago. «Bolaño el hijo, y César Vidal el Espíritu Santo».

Bebimos mucho aquella noche.

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Entonces sí, me hablaron del plagiarismo. «El plagiarismo va a llegar», me dijeron, parafraseando al gran Fernando Arrabal en aquel debate televisivo definido por Sánchez Dragó como «la merluza más famosa de la historia de España». Me dijeron que el plagiarismo era una broma. Me dijeron que era una cosa muy seria. Me dijeron que era una religión y que era una brecha. Me dijeron que era un juego de niños. Me dijeron que no.

Visitamos el Bukowski Club, en San Vicente Ferrer, y termi-namos colándonos en el parque del Retiro. Estábamos en mayo y ya habían empezado a preparar las casetas para la feria del libro. Yo can-té. Romaña vomitó en un stand dedicado al naturismo. Ruiz-Tagle dijo que había visto a un mimo y que estaba llorando. Lo más pro-bable es que fuera mentira.

Lo que sí es cierto es que poco más de un año después de ese primer encuentro se presentó en la librería Cervantes y Compañía de Malasaña Doce cuentos del sur de Asia, libro que recoge relatos de escritores olvidados de Birmania, Vietnam, Filipinas y otros países asiáticos. ¿Sus nombres? Dee Jo Pai, Saw Htoo, K. Puu, Binya Waru y Queveco Chao, entre otros. Aunque los nombres, más aún para un escritor plagiarista, son lo de menos. Tuve la suerte de ser invitado al evento. En todo ese tiempo no había vuelto a ver a Ruiz-Tagle ni a Romaña, pero tampoco estaban allí, en la presentación de un libro en el que habían tenido tanto que ver. Pregunté. Nadie les había vis-to. Estaban en un vídeo de Youtube, eso sí, sustituyendo en placas conmemorativas los nombres de escritores clásicos españoles por los de los autores birmanos del libro, en un acto vandálico que reclama-ba un nuevo paisaje literario para la ciudad, o no.

Luego me dijeron que no eran ellos, sino dos estudiantes de Filosofía que llevaban años sin echar un polvo. No encontré motivos para desconfiar.

Aquella tarde compré el libro, me fui a casa y lo leí de un tirón. Los relatos, algunos anotados, prologados o traducidos por los

propios Romaña y Ruiz-Tagle, y recopilados por Virginie Ooy, tran-

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sitan desde la fábula hasta el juego vanguardista pasando por el cos-tumbrismo, el género negro y la sátira moderna. Tantos estilos como voces hay en este volumen, a saber, hasta doce autores cuya identi-dad es en cierto modo un misterio. Y es que, si según Borges Kafka prefigura a sus precursores, esta obra multiforme se puede inscribir en una larga tradición de libros raros y/o imaginarios. Doce cuentos del sur de Asia hereda la imaginación del Marcel Schwob de Vidas imaginarias, la metafísica de Pierre Menard, el sentido del humor de Monterroso, la literatura lúdica de Borges y Bioy Casares bajo el pseudónimo de Honorio Bustos Domecq, el sacrilegio de Wilcock en La sinagoga de los iconoclastas y la pasión por el oficio de Patricio Pron. Sin estos libros y autores no existiría el plagiarismo. Tampoco sin el Lazarillo de Tormes, sin Cervantes o sin Quevedo (porque sin ellos, claro, no existiría la literatura en castellano). ¿Qué quiere decir esto? Que el libro es bueno, necesario y peligroso, en suma, y que es solo el principio de un Movimiento que existía antes que ellos y que les va a sobrevivir. La edición que ahora presentamos, Los escritores plagiaristas, es una prolongación lógica de sus temas, sus constantes narrativas, sus influencias y su espíritu provocador.

Hace meses que no sé nada de ellos, de Romaña, de Ruiz-Tagle, pero confío en que nos volveremos a ver en algún encuentro literario de postín. Hablaremos de literatura, pero también puede ser que no hablemos de nada. En lugar de asistir al evento, un mimo enamorado en secreto de su sobrina se encerrará en los vestuarios de la piscina municipal de Palos de la Frontera, esperará a que cierren las instalaciones y se postrará de rodillas frente al espejo contem-plando la idea del suicidio. No habrá Dios ni milagro alguno, nadie acudirá en su ayuda. Ni mucho menos un escritor plagiarista por-que, como descubrí tras mi primer encuentro con el Movimiento aquella larga noche de borrachera, al tiempo que metía las llaves en la cerradura y me daba cuenta de que me habían robado la toalla, las chanclas, el bañador y el candado, los escritores plagiaristas no saben nadar.

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Bolaño en el laberinto

Por Leandro Romaña

(...) pero a veces, cuando ya no puedo hacer otra cosa que empezar un cuento como quisiera empezar este, justamente entonces me gustaría ser Adolfo Bioy Casares.

Diario para un cuento, Julio Cortázar.

Es una fotografía de formato cuadrado. Ellos están de pie, de frente a la cámara. Son cuatro. Están en una acera junto a la playa, de es-paldas al mar. El pie de foto dice: «Roberto Bolaño con P de P, V-M y C. López. Blanes, 1997». «P de P» es Paula de Parma, la primera por la izquierda. «V-M» es Enrique Vila-Matas, el segundo por la iz-quierda. «C. López» es Carolina López, la más sonriente, tercera por la izquierda. «Roberto Bolaño», la última de las figuras, el primero por la derecha, es Roberto Bolaño, el escritor. Por entonces ya volca-do en la narrativa, por entonces ya había publicado La literatura nazi en América, por entonces ya había publicado Estrella distante y pro-bablemente había publicado, o estaría a punto de hacerlo, Llamadas telefónicas. Su carrera estaba, por fin, despegando.

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Paula de Parma y Vila-Matas son pareja, no sé si están casados. Carolina López y Roberto Bolaño son pareja, están casados y tienen un hijo, Lautaro. Viven en Blanes, Carolina López y Roberto Bola-ño. No estoy seguro de si Paula de Parma sigue viviendo también en Blanes, pero mantiene una casa allí.

Por la sombra que proyectan sus cuerpos sobre el suelo diría que la foto fue tomada por la tarde, bien entrada la tarde. Por lo abrigados que van diría que es invierno. Quizás el final del otoño, noviembre o diciembre.

Esta es la idea, describir la foto exhaustivamente, adentrarme en ella capa a capa, revelar los secretos ocultos tras la expresión de los rostros de los personajes, tras sus miradas. Descubrir, por ejem-plo, por qué Vila-Matas es el único que no está mirando a cámara, por qué tiene la cabeza vuelta ligeramente hacia su izquierda, al igual que sus ojos. Fijarme entonces en la esquina inferior derecha de la imagen y darme cuenta de que en el suelo se proyectan las sombras de dos cabezas que inevitablemente deben pertenecer a las personas a las que está mirando Vila-Matas.

Luego podría fijarme en los helados. Por ejemplo el que come Bolaño ladeando cómicamente la cabeza para la foto. Es un cono de barquillo sobre el que vemos la bola de helado casi completa. Podría decir que es un helado de vainilla por el color, quizás de nata. Lue-go me fijaría en Paula de Parma, que sujeta con su mano izquierda un cono de barquillo completamente vacío. No parece que se haya comido ya la bola de helado, parece más bien que ha pedido solo el cono en la heladería, un cono que sigue intacto en su mano izquier-da. No le ha dado ni un mordisco.

¿Debería hablar ahora de la ropa que llevan puesta? No lo sé, podría decir que Vila-Matas es el que va aparentemente menos abri-gado, una camisa, un jersey de lana, una americana. Pero el jersey parece abrigado y seguramente lleva una camiseta interior. Podría hablar de los pantalones pitillo que lleva Carolina López, claramente la más atrevida de los cuatro vistiendo, la más moderna, por decir-

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lo así. O de las gafas de sol de Paula de Parma, parecidas a las gafas de ciclista que por aquel entonces era frecuente ver a la salida de las discotecas. Podría decir que Vila-Matas lleva algo en el bolsillo de su americana, quizás un pañuelo, pero probablemente otra cosa, pue-de que unas gafas. O que Bolaño lleva unos zapatos de ante, quizás unas botas.

¿A quién mira Vila-Matas? ¿Se trata de una pareja que tam-bién posa para una foto? Podría ser. Quizás se trata de una pareja joven que posa de espaldas a ellos, unos metros más allá. Quizás se trata de dos personas que le han reconocido. La cuestión está en sa-ber el porqué de la media sonrisa que esboza Vila-Matas, el porqué de esa mirada que transmite verdadero interés, pero a la vez cierta desconfianza.

Llegado a este punto debería empezar a elucubrar, mi imagi-nación debería comenzar a rellenar los huecos. El sol sigue bajando, las sombras se van alargando. Cae la noche. Como ocurre con todos nosotros, los personajes de la fotografía dejan de estar ahí.

Salgo de casa, llego a la calle Fuencarral, cruzo la glorieta de Bilbao y sigo bajando. He quedado con Daniel Jiménez y Daniel Re-món en Hermanos Campa a las diez y cuarto. No pensaba ir, le dije a Jiménez que no iba a poder ir porque estaba escribiendo un cuento. No pensaba ir, pero voy. La noche es fresca. Bajo por Corredera de San Pablo. Dudo si es el camino más corto para llegar a Hermanos Campa, podría haber bajado por San Bernardo, pienso. Pero ya es tarde, además no estoy nada seguro de que ese trayecto sea más cor-to. Giro a la derecha al llegar a Pez, y paso por delante de todos los bares y restaurantes de la calle hasta llegar a Hermanos Campa. De-finitivamente, este trayecto es más corto, pienso. Entro.

Jiménez y Remón están al fondo, al final de la barra, sentados en sendas banquetas. Me acerco, saludo, me siento en otra banque-ta. Deduzco que llevan un rato allí porque han bebido ya bastante de sus tercios. Pido uno yo también con la esperanza de alcanzarlos antes de que pidan el segundo, aunque sé que beben deprisa. Habla-

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mos. Hablamos del prólogo que va a escribir Remón para nuestro libro. De repente me doy cuenta y le felicito por el Premio Lope de Vega que le acaban de dar. Hablamos sobre Lope de Vega. Más que nada, hablamos sobre sus hazañas sexuales, sobre su condición de religioso y la posible relación entre ambas cosas. Yo pensé que se ha-bía hecho cura de joven. No, cuando se ordenó se había follado ya a todo Madrid. Se hizo cura por la bajona, ¿no? Seguramente. Segura-mente se había muerto su última pareja, algunos hijos... estaba vie-jo ya, supongo que pensaría «mierda, a ver si la he estado jodiendo todos estos años». Siempre hay tiempo para arrepentirse, para expiar tus pecados, ya sabes. Seguimos hablando. En un momento deter-minado me doy cuenta de que la conversación aparecerá en el cuen-to. Les hablo del cuento, les digo que van a salir en él. Les explico la cuestión. Se trata de Laberinto, un cuento de Bolaño. En él va des-cribiendo minuciosamente una fotografía en la que aparecen varios escritores de la revista Tel Quel, se va adentrando en ella capa a capa, revela los secretos ocultos tras la expresión de los rostros de los per-sonajes, tras sus miradas. Más o menos como hace Cortázar en Las babas del Diablo. Se trata de desvelar un secreto, una verdad oculta a simple vista en la fotografía. Yo he elegido una fotografía en la que aparece Bolaño con Carolina López, Vila-Matas y Paula de Parma. Por cierto, ¿se llama así de verdad? Pues creo que sí. No sé. Es que no me parece un nombre de verdad, ¿cómo se puede llamar alguien Paula de Parma? Jiménez es el que más sabe de Bolaño de los tres. Le pregunto sobre su última pareja. Si la foto es de 1997, ¿seguían juntos Bolaño y Carolina López? He leído por ahí que estuvo los úl-timos siete años separado de ella. No, creo que menos. Da igual, creo que de todos modos voy a hacer que Vila-Matas se folle a Carolina López, mientras Bolaño le engaña con otra.

Después hablamos de Vila-Matas, de si hay que seguir leyén-dolo o no. Jiménez dice que El mal de Montano es su mejor libro. Re-món dice que le gusta mucho, se relaja leyéndole y además aprende, descubre nuevos autores, nuevos libros, nuevas referencias. Yo creo

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que escribe bien, pero reconozco que no pude terminar de leer París no se acaba nunca. Es cierto, no pude. Y es cierto que se parecen en algunas cosas, Bolaño y Vila-Matas, pero hay grandes diferencias. Remón señala una muy importante: en la literatura de Bolaño hay mucho más dolor. Además, señalemos lo obvio, Bolaño escribe muy bien. Hay mucha literatura dentro de él, dentro de ese tipo que suje-ta un helado y ladea la cabeza cómicamente. Dentro de ese tipo hay mucha literatura, sí. Y hay mucho, mucho dolor. Dolor, quizás cu-rativo, necesario. Pero dolor.

Son más de las doce y media y vuelvo a casa. Subo la calle Fuencarral cargado con dos sillas que he encontrado junto a un por-tal en la calle Molino de viento. Pienso en el motivo que me hizo variar la ruta de vuelta a casa, siempre buscando una ruta más corta, y que ha propiciado que me encontrara las sillas, precisamente en una calle por la que no había previsto pasar. Pienso también en que, horas antes, cuando bajaba la misma calle que ahora subo, ya sabía que incluiría parte de esta noche en el cuento. Pienso en que, mien-tras bajaba la misma calle que ahora subo, me narraba a mí mismo lo que me iba sucediendo, cosas como «bajo por la calle Fuencarral, al pasar frente al McDonald’s escucho a un grupo de mujeres que pro-nuncian mi nombre refiriéndose a una persona que ellas conocen, pero yo no. Bajo por Corredera de San Pablo. Dudo si es el camino más corto para llegar a Hermanos Campa, podría haber bajado por San Bernardo, pienso. Pero ya es tarde, además no estoy nada se-guro de que ese trayecto sea más corto». Llego a casa y la perra sale a recibirme. Paula se ha quedado dormida. Escucho su respiración pausada. Siento el calor de su cuerpo. Pero no entro en la cama con ella. Enciendo el ordenador y abro el archivo de texto en el que estoy escribiendo el cuento. Pienso en escribir todo esto. Pienso en que, probablemente, Bolaño no escribió su cuento estando borracho. No bebía alcohol, no podía, por su enfermedad.

Roberto Bolaño está sentado frente al escritorio, escribe. Es de noche y hace frío en la casa, por eso lleva puesto un abrigo. De vez

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en cuando para de escribir y lee lo que ha escrito mientras bebe un sorbo de té. De vez en cuando para de escribir y enciende un ciga-rrillo y bebe un sorbo de té. A veces mira a su alrededor y observa la habitación en penumbra. Se fija en la grieta que hay en la pared. Al principio era muy pequeña, pero ha ido creciendo (o eso cree él), se ha ido abriendo, cada día un poco más, imperceptiblemente. Ahora es tan grande que casi cabría una persona, quizás no un adulto, pero puede que sí un niño. A través de la grieta percibe los latidos del co-razón de su hijo, escucha su respiración pausada. A través de la grie-ta puede ver (o podría ver, quizás puede pero no lo hace, quizás no quiere, quizás) el cuerpo de Carolina López, el cuerpo anhelante de Carolina López, quizás despierta, anhelante, quizás de otro.

Amanece. Amanece sobre Madrid. Amanece sobre la playa de Blanes. Las sombras se acortan, las sombras se alargan. La tierra gira. Al fondo, sobre la gran roca, ondea una bandera. No se distingue cuál es. Amplío la imagen, se intuyen los colores rojo y amarillo. Amplío otra vez, y otra más, y otra y otra y otra, hasta que la bande-ra deja de parecer una bandera, hasta que se convierte en una man-cha informe de color anaranjado compuesta de setenta cuadrados perfectos.

Todos los personajes de la foto tienen el pelo revuelto por el viento, pero no las sombras que se extienden por las baldosas del pa-seo, hacia la arena. Vila-Matas mira fijamente hacia las figuras que proyectan esas sombras, mira cada vez más inquieto, quizás un poco asustado. Está viendo algo que desea, pero que le angustia. Está vien-do una grieta. Una grieta que al principio era pequeña, pero que ahora es tan grande como dos personas cogidas de la mano y tan só-lida como para proyectar sombra.

Cae la noche sobre Gerona. En un acto en una librería, Javier Cercas ha presentado Estrella distante. Después, las dos parejas acuden a una fiesta existencial, como las de las películas de Antonioni, una de esas fiestas que no se acaban nunca, a las que sabes cómo llegas, pero no cómo vuelves. Bolaño hace rato que se ha perdido. La fiesta se ex-

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tiende por el espacio y por el tiempo de manera metafísica, como tan-tas veces ocurre. Ha entrado por una puerta y ha visto un jardín, un salón, una habitación donde ha dejado el abrigo, una cocina donde ha ido a por más hielo, o a por un vaso de agua, porque no bebe, por su enfermedad. La fiesta ha ido alcanzando otros lugares, se ha ido frag-mentando, concentrándose en núcleos dispersos, que es lo que hacen las fiestas para sobrevivir, lo único que pueden hacer. Se ha abierto una brecha, esa brecha en la noche, que se produce en todas las fiestas. Ese sumidero por el que se escapa lo real y comienza lo épico. Una épica bastarda, subversiva, pero tan real como la vida. Tan real como la lite-ratura. Al pasar por ese sumidero nos convertimos en seres esforzados, en héroes, realizamos proezas. Bolaño hace tiempo que se ha perdido, el testigo sobrio, se siente paradójicamente extraviado, como si andu-viera por una alucinación. Sus pasos son inseguros, su mirada incré-dula. Ha recorrido otras habitaciones, otros salones, ha pasado por esa zona oscura del jardín que hay al otro lado de la piscina, donde algu-nas personas hablan en voz baja, a oscuras. Ha entrado en esa salita en la que hay un escritorio, en la que huele tanto a chino, en la que esas personas le invitan a cocaína, en la que suena una canción de los ochenta, puede que de antes, una que dice: My baby says / We can live in the empty spaces of this life / My baby says / In the desert sands / Our hearts are brighter than the sun / My baby says / When the devil comes we’ll shoot him with a gun. Ve a Paula de Parma en un rincón, sentada, ajena a la conversación. Su mirada se cruza con la de ella, no saben dónde están, no saben dónde están. Paula vuelve a mirar a la pared, absorta, pero Bolaño se da cuenta de que no tiene la mirada perdida, no está mirando al infinito. Entonces él también mira a la pared y la ve, la grieta, una grieta vertical enorme, que recorre la pared de arri-ba abajo. Grande y profunda como un túnel. Un túnel que conduce hasta Blanes, hasta su casa. La corriente arrastra a Bolaño a través de la grieta, se lo traga. En otra grieta, más profunda y estrecha, duerme Lautaro, como en un capullo de seda. En el antiguo lecho los cuerpos anhelantes se buscan, ya Enrique y Carolina, ya desnudos.

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La música para, o quizás había parado hace tiempo, pero na-die se había dado cuenta hasta ahora. Se escucha un grito en el jar-dín, una carcajada, el sonido de un cuerpo cayendo al agua. La luz trepa por los setos, pronto entrará por los ventanales del salón, se extenderá por el jardín, por los pasillos, lo cubrirá todo.

Vuelvo a fijarme en la foto, en el centro están Vila-Matas y Carolina López. Sus brazos se tocan, Carolina sonríe, sonríe ense-ñando todos sus dientes, parece feliz. Enrique mira hacia un punto impreciso fuera de campo. Esboza media sonrisa, pero su mirada es de preocupación, puede que de temor, como si percibiera una grie-ta profunda que conectara el deseo y el dolor, la amistad y la culpa.

Roberto Bolaño discute con el camarero del vagón-restauran-te, no entiende cómo es posible que no haya helados en el tren. Una mujer, unos metros más allá, se ríe. Se miran.

Dos y cuarto de la mañana, diciembre de 2014. David Tho-mas ha dicho unas horas antes, durante un concierto de su banda, unas palabras que merecen ser recordadas y que probablemente re-pita en cada concierto, quizás para eso, para que las recordemos. Ha dicho: «A veces me siento culpable, porque algunas personas vienen a nuestros conciertos sin habernos escuchado nunca, vienen porque dicen: ¡Eh! Son Pere Ubu, un grupo legendario, vamos a verlos, qué más da (pero os tengo que decir una cosa, we are not legendary, we are mythical). Y luego llegan aquí y ven a este tipo viejo y calvo, y piensan: yo no acabaré así. Pero todo llega ¡oh! Sí, todo llega... No sé de qué estaba hablando, y cuando alguien no recuerda de qué está hablando es mejor que se calle o, en este caso, que siga tocando».

Dos y cuarto de la mañana, estamos en La Catrina bebiendo cerveza y mezcal a la salud de Bolaño, como hacemos siempre. Le digo a Jiménez que Pere Ubu me recuerdan a la narrativa de Bolaño, dolor, autenticidad, fragmentariedad, cierres en falso. Estás emocio-nado con Pere Ubu porque acabas de salir del concierto, y estás muy pesado con Bolaño, eso es lo que pasa. Aquella mujer, la última, ¿cómo la conoció? Creo que en un tren. Mira, tienes que tener en

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cuenta una cosa, puede que tengamos que desmitificar a Bolaño, a lo mejor no tanto como escritor, pero... quizás su figura se haya idea-lizado un poco, la hayamos idealizado un poco o mucho desde que murió; pensamos en sus últimos años y vemos a un tipo encorvado frente al ordenador, escribiendo y escribiendo, pensando en sus hi-jos, y en realidad no nos damos cuenta de que nunca perdió las ga-nas de follar. Dicen que, cuando ya estaba moribundo en el hospital, llegó a decir a un amigo: «Joder, me estoy muriendo, y en lo único que puedo pensar es en follarme a esa enfermera».

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