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En el norte, los preparativos para hacer un Principado de Ailech comienzan con el Grianán, pese a la oposición de su líder, sin embargo hay muchos más problemas detrás.

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Julieta M. Steyr

ALÉTHEIA DE SERO

Nº 03

¿Y dónde está tu dios ahora?

De Julieta M. Steyr

ALÉTHEIA DE SERO por Julieta M. Steyr se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional.

© 2014

Dedicado a: Ana por ser parte de la inspiración en uno de los personajes y tan amablemente me compartió información personal que me tengo que sacar el sombrero, a Eugenia porque conforma una pequeña parte de la mentalidad de otro de los personajes y porque me insultó por no darle una dedicatoria, a la mujer que me motivó a que me “enloquezca” literalmente, mil gracias. A las que leyeron parte de esto y no lo entendieron porque… no sé por qué, yo no sirvo para la novela romántica.

Se me saltó el tornillo con esto que no es una única historia, sépanlo, lleva más de trescientos (¿o seiscientos?) días en mi mente y tiene una base fundamentada, con un montón de narraciones en su haber. La seguidilla de ALÉTHEIA DE SERO en mis discos rígidos es una clara muestra de cuán obsesiva me puse. Entonces, si se preguntan por qué no busqué que lo editen es porque no hay, al menos ahora, una historia significativamente parecida a esta en las editoriales, sería casi un milagro que lo aprobaran.

Si me quieren buscar o dejar mensaje háganlo a: Julieta M. Steyr (también conocida como “Meltryth”) o a mi Twitter @VsHombreMasa. De otro modo medio difícil saber si les gusta o no. No doy mi mail por tener en los últimos tiempos mensajes indeseados.

¡Piénselo como cómic o película! Yo me divierto con Alétheia, espero que cuando empiecen a reconocer a los personajes e hilvanar la trama, ustedes también.

*****

"Dejen que el destino diga la verdad y evalúe a cada uno de acuerdo a sus trabajos y a sus logros. El presente es de ellos, pero el futuro, por el cual

trabajé tanto, es mío".

Nikola Tesla.

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“Es extraño, pero es verdad, porque la verdad es siempre extraña, más extraña que una ficción”.

Lord Byron.

Noviembre de 1996.

Joan Lacroix Van der Tuer

La comida estaba servida y cuando estaba a punto de llevar el puré de papas a mi boca escuché la plegaria en un inglés perfecto y suave, casi tierno de la niña de diez años de edad que ahora era mi hermanastra.

- Señor, protege a mamá, a papá y a mi nueva hermana Joan. Amén – proclamó la suave voz de Aius.

- Amén – dijeron dos voces más.

Me quedé en silencio, observándolos. La pelirroja en perfecta armonía con su discurso, con sus grandes ojos verdes disparándose directo hacia mí con alegría que para mí era completamente inentendible, ella era una copia inocente y pequeña de su madre, quién atormentaba las mentes de los incautos que caían en sus garras. La misma piel blanca, el mismo matiz en los ojos. Ahí los que desentonábamos con ellas éramos Hubert, con lo moreno de su piel y cabello, y yo, por el cabello renegrido por sobre todo, pero teníamos casi el mismo color de piel con Aius.

La mesa tendría unos cuatro metros rectangularmente. Nosotras nos sentábamos a mitad de la mesa, con Hubert en la punta de la misma al estilo patriarcal y Anya a su lado derecho, Aius justo frente a mí como éramos separados no solo por el espacio en el mobiliario, sino también por fuentes, floreros y una fuerza invisible entre ellos y nosotras.

No iba a orar, por más que fuera una nueva costumbre que mis padrastros intentaban inculcarme. Mis hábitos no cambiarían por estar en un país desconocido, tampoco cambiarían porque ellos lo solicitaran. Era mi identidad la que intentaba proteger a toda costa hacía meses ya.

- Joan – dijo Anya en tono de reproche – No te escuché.

«He aquí la familia que todos creen que es perfecta», me dije, riéndome mentalmente con malicia de todos aquellos que consideraban que llevábamos una vida basada en la perfección y la armonía. Ignoré por completo a mi interlocutora como si no hubiera oído su perorata, zambulléndome en el plato conforme como meditaba que esa mujer, a la que Anya odiaba tanto, sí que sabía cómo cocinar.

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Dublín parecía el sitio perfecto si uno quería agarrarse una buena borrachera, caminaba por sus calles pobladas de pubs como las personas entraban y salían, algunos riendo, otros con un andar zigzagueante por el alcohol en su sangre. Todo aquello era de lo más común del mundo, sobre todo con los turistas.

Todos ellos que transitaban la nocturnidad citadina eran personas normales, individuos que ignoraban más de lo que veían frente a sus narices. Para mí eran sencillamente envidiables.

Cuando alguien como yo era arrojado a un sitio que no deseaba casi a diario, conociendo los resquicios más ocultos del alma, a veces puede mirar a todos los demás con un halo de envidia personal. La ignorancia de ciertos temas siempre es buena, puesto que la verdad es cruda, incluso lesiona internamente; por ello el ignorante anda por la vida feliz y dichoso con su pobre visión del mundo en general, sin tantos problemas sobre sus hombros, sin tanto revuelo en sus mentes.

La oscuridad exterior me abrazaba en esos momentos, pero yo no tenía terror alguno, ni siquiera de que podía encontrarme con algún asaltante o morir, ¿por qué no? Lo que en verdad me aterraba era regresar al sitio que Aius llamaba hogar, yo lo llamaba infierno. Creía profundamente que uno debe temerse a sí mismo mucho más que al mundo en general, siempre enfocándose hacia dentro, el exterior era lo de menos.

Pensé en la pequeña pelirroja que me había tocado de hermanastra que me seguía a todos lados como si fuese su heroína personal, ella era tan ignorante de lo que sucedía bajo ese techo codiciado en el que vivíamos como aquellas personas que pasaban a mi lado mientras caminaba sin prisas. El frío me calaba los huesos esa noche, yo tenía puesta sólo una campera con capucha de algodón color roja y la remera debajo, tampoco el jean hacía mucho por darme calor.

Vi una iglesia y me pregunté si alguno de los llamados profetas de cualquier religión que fuera había visto aquello que yo, a lo mejor sí, era una probabilidad. Sin embargo, sentía que no había ser en el universo que me comprendiera por completo, que entendiera los sitios en los que había estado. Aquella noción me apartó del mundo, aislándome. Yo no podía decir cómo era estar en aquel sitio, de ningún modo las palabras podrían abarcar tal inmensidad, tal sufrimiento en lo recóndito del ser.

Pero algo cambió, gradualmente comencé a sentirme más “en casa” en esa lobreguez, proporcionalmente diferente de cómo me sentía dentro del hogar de Aius. Era absurdo, pero era, y mientras era, existía.

Se suponía que uno a la edad de trece años – como la que tenía yo – ya se comienza a tener en mente cuestiones tales como el noviazgo o qué maquillaje utilizar, al menos era lo que comenzaba a notar en mis

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compañeras de estudio. ¿Cómo decirle a mi mente aquello? Para mí era tan trivial como lavar una media, tan absurdo como tirarme de un avión sin paracaídas y tan intrascendente como el tiempo en Tombuctú.

Fui al bar de siempre, ubicado en una esquina casi escondido de los demás. Ojeando el panorama, había algunas personas mirando las noticias locales, otros entretenidos con sus respectivas compañías y otros simplemente pasando el rato. Tomé asiento en la silla de madera ubicada en una esquina que me permitía un buen panorama hacia el televisor y a las inmediaciones, medio escondida del exterior por un gran potus a mi lado. Enseguida pedí un capuccino y me perdí en las noticias.

Los vientos del Sahara se habían arrastrado hasta Europa, una vez más. Reino Unido yacía enterrado bajo su propio smog generado, el meteorólogo hablaba sobre la inhibición en la creación de nubes por lo que ese efecto que perduraría por unos días, dando sequía. Incluso Irlanda se había visto afectada por minerales en el aire como sílice, hierro y sal, como por bacterias, advertían sobre la salinización de los suelos y sobre la probable marea roja que acompañaría el fenómeno por las algas que aprovechaban la poca oxigenación de las aguas para proliferar. Otra vez los precios de cultivos y peces se elevarían por las nubes en un par de meses. Señalaban sobre brotes de asma, gripe y cualquier otro tipo de problemas respiratorios.

- ¡Qué terrible! – dijo la mesera con mi café aun en su mano.- Más de lo mismo – le contesté, viendo el nubarrón de arena en la

pantalla.- ¿Cómo puede ser?

La miré sin comprender aquella tonta pregunta. La misma televisión estaba explicando el cómo era posible aquello.

- Viento, partículas ínfimas de arena, corrientes de aire desplazándose – enumeré – El planeta está vivo, no es un sitio estático como le gusta pensar a la mayoría.

- Debe ser un castigo divino – dijo ella colocando el vaso de polietileno en la mesa.

- Si las divinidades se ocuparan de castigar cada cosa que hacemos con un dedo no tendrían tiempo de nada – le dije – Si algún dios se encargó de algo es de ponernos una especie de correa de ahorque, nosotros somos los únicos seres lo suficientemente estúpidos como para lastimarnos a nosotros mismos.

Sus ojos se clavaron en mí. Ella tendría unos treinta años o más, entonces comprendí que su sorpresa venía a que claramente no podía darme más de diecisiete años, como la mayoría hacía. Y del hecho que esas palabras no venían de una adolescente con una goma de mascar haciendo globos infantilmente.

- ¡Qué pagana está la sociedad hoy en día!

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- No soy pagana – murmuré – Soy más bien trascendentalista. Creo en la energía como la unión de todas las cosas, si usted desea llamar a esa energía dios, a mí no me molesta. Creo en el átomo dentro del átomo y más allá. Pero supongo que es difícil de comprender como no le pongo un nombre a mis creencias, ni a la energía.

Ella meneó la cabeza y se alejó sin palabras.

Yo sorbí molesta por su actitud aquella infusión caliente, deleitándome en un poco de bienestar en mi cuerpo enfriado por la caminata.

Pensé que si aquella mujer conocía que vivía con una psiquiatra y un físico me tendría algo lástima. Sin embargo esas ideas no venían de allí, se remontaban mucho antes, cuando era una niña y ni siquiera sabía de dónde habían surgido. Creía en la materia después de la muerte, en la trascendencia del ser, en la capacidad más allá de la física, en que la mente era el arma más poderosa del universo y en que los seres humanos podíamos evolucionar en algo más. ¿Pero era acaso un pensamiento propio de mi edad? Ciertamente que no, así como tampoco lo era mi interés por la proporción aurea, por los análisis de Tesla o por los conocimientos sobre el sitio denominado Hy-Brasail. Bueno, quizá este último era más acorde con mi edad.

Di una ojeada nuevamente la pantalla sabiendo que de niña me hubiera preguntado el por qué los seres humanos no aprovechaban semejante cantidad de energía en generar electricidad gratuita. Entonces caí en la cuenta que, como seres egoístas que éramos, nosotros jamás dábamos nada por nada. En esta tierra que me tocaba vivir todo tenía un precio, incluso los dioses, con sus fastuosos templos dejando la espiritualidad encerrada en cuatro paredes, alejándose del mundo inmaterial que yacía enterrado dentro de cada uno.

Y yo quedaba nuevamente relegada del mundo por tener unas creencias diametralmente disímiles, sabiendo que nada de lo que hiciéramos para acumular riquezas serviría realmente de algo. Creía en la vida del viejo burgués, en contentarme con sobrevivir y tener algo para gastar… Lo demás era una quimera impuesta por alguien que tomaba ventaja de aquella codicia humana.

- El Contraalmirante Garrick se ha hecho cargo de la situación – dijo la presentadora de televisión – Rescatando a cientos de personas perdidas en los alrededores de las ciudades más afectadas con ayuda de las Fuerzas Internacionales.

Un hombre de traje blanco que parecía más un político que un militar comenzó a hablar ante las cámaras sobre lo difícil de la tarea de rescate. Me reí internamente sabiendo que era pura patraña. Él ganaba prestigio, quizá un ascenso, posiblemente si no eras nadie y tampoco tenías un centavo, las famosísimas Fuerzas Internacionales te dejarían abandonado allí, peor que a un perro olvidado por el paso del tiempo.

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Olfateé una vez más mi café, removiéndolo y tomando lo que quedaba. Había tenido suficiente melodrama mundial por ese día. Nadie salvaría al mundo, no había un súper humano, no había un dios, no había nada que pudiera revertir lo que ya habíamos hecho de nosotros mismos como así tampoco había intenciones de hacerlo.

Todos teníamos intereses, el mío era huir de mi propia realidad diaria. El de otros se concentraba en el poder, el dinero, la fama, los viajes y la vida opulenta; y yo que tenía gran parte de ello por mis padrastros, me concentraba en ver con una mirada diferente las realidades efímeras que me rodeaban.

- Bicho raro – me murmuré a mí misma como salía del bar.

*****

- ¡Vamos, Joan! ¡Una vez más! – gritó Hubert, administrando algo en el entubamiento de mi arteria carótida.

Enseguida me sentí desvanecerme por la droga.

Caí en la tenebrosidad habitual, esa succión horripilante que te atrapa y nada puedes hacer al respecto, una vez dentro como siempre vi las imágenes aparecer de la nada.

La casa en la Campiña incendiándose hasta los cimientos como corría hacia fuera, sin detenerme a pensar, sin mirar atrás, atravesando los campos llenos de plantaciones, escuchando los pasos tras de mí y siendo acompañada por la desesperada respiración propia. La mente siempre volvía a la misma situación: huir. Lo exigía a gritos.

Recordé qué era todo aquello.

Caer allí era como estar en una pesadilla pero estando despierto, el sitio donde tus peores temores, los resquicios que el cerebro se esforzaba por ocultar de los recuerdos propios salía a la luz con todo su potencial destructivo. Me giré, sabiendo exactamente la edad que tenía, que todo aquello no era real sino que había sucedido hace tiempo, sabiendo que ya no me encontraba allí sino a cientos de kilómetros, drogada por un científico demente que lo único que deseaba era obtener resultados para atormentar a otras personas.

- Ven por mí – les dije a los pasos entre dientes – Vamos, desgraciado inmundo.

Presioné mis manos en puños apretados, esforzándome por escuchar el ruido de las cosechas siendo arrancado ante el paso de las personas. Y

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entonces nada… Ningún sonido de los pájaros omnipresentes, no más el sonido del fuego crepitando en la casa, tampoco de los maizales, no había viento. Miré hacia arriba para ver el cielo estrellado sin ninguna estrella titilando, todo era absolutamente inerte, como si el tiempo se hubiera detenido en ese mismo instante.

Regresé, hacia donde se suponía que estaba la casa, apartando el maíz ya sin prisas. Al correr la última fila no podía ver nada más que negrura. Ni siquiera plantaciones de trufas, tampoco de mostaza o siquiera de viñas, en el caso de que me hubiera desviado en mí andar, todo esto siendo que aquella pesadilla transcurría en una región predominantemente agrícola. Tampoco aconteció la secuencia siguiente, la de mi llegada al aeropuerto de Dublín y lo traumático de mi espera allí por la tía que jamás llegaría.

Me senté en la cerrazón, aguardando sin saber bien qué esperaba.

Nada tenía que hacer. Hubert me esperaría al final de mi viaje para realizar anotaciones de progresos que jamás le daría, siempre le proporcionaba datos incorrectos, invalidando sus investigaciones adrede. Si él quería algo de este espantoso lugar, que viniese a buscarlo por sí mismo.

Este lugar aterrorizaría a cualquier persona, paralizándolo de miedo. Si era esto lo que vivían los que se encontraban en estado de coma, yo sinceramente me apiadaba de ellos; sino, me alegraba que tuvieran la suerte de que nadie comprobase aquello. No se lo deseaba ni a mi peor enemigo.

Me levanté viendo cómo el horizonte cambiaba a un color naranja, con el sol descendiendo, con la luna subiendo a los cielos, todo en ciclos rápidos y sucesivos. Entonces una gran explosión sucedió, algo que movilizó el suelo, espantando a bandadas de pájaros que chillaban en los cielos, la cobertura de arena llegando por los aires en fuertes correntadas y depositándose sobre la tierra fértil, el cielo ensombrecido y cerrado surcado por los innumerables rayos, la lluvia copiosa y un aullido desgarrador a lo lejos, como un animal herido. «Eso es nuevo», me dije.

Entonces sentí el aroma a antiséptico y supe que estaba volviendo a la mansión lentamente.

Abrí los ojos cubriéndome con el brazo de la luz odiosamente blanquecina de los tubos de neón, arrancando la intravenosa a la par con furia.

- ¡Espera! – gritó Hubert desesperado – ¡No hagas eso!

No le hice caso, arranqué aquel pedazo de plástico intrusivo en mi piel provocándome una hemorragia, me desaté presurosa las restricciones en mi otro brazo a la fuerza de tirones. Corrí de allí antes que me atrapase, subiendo a toda prisa las escaleras y escapando por la puerta trasera de la cocina sin reparar en nada ni en nadie, saliendo lejos como atravesaba los treinta metros hasta el límite de la casa, luchando con mis propios pies por

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avanzar más a prisa como saltaba la enorme valla metálica de más de seis metros que separaba nuestras vidas del resto del mundo.

Lo oí vociferando desde la entrada de la casa, cuando me giré sin detenerme él estaba justo detrás de la fuente con un ángel. En eso un taxi pasó por la calle y lo detuve sin pensar, huyendo de ese lugar infernal.

*****

Pasé la noche durmiendo bajo un árbol en el jardín de una casa céntrica, cuando amaneció caminé perdida por las calles de Dublín con poco y nada de dinero en el bolsillo, la mayoría lo había gastado ya en el taxi. Caminé por la calle O’Connell, rodeada de turistas que comenzaban a aparecer en las cercanías para sus visitas guiadas, al menos ellos me darían una cubierta para que no me atrapasen si es que mi padrastro andaba en las cercanías.

Fui hasta el Jardín del Recuerdo a tomar asiento en uno de sus bancos de madera, descendiendo hacia el área un poco más baja con varios de éstos en fila y tomando el único sitio que no estaba ocupado, el que se encontraba más cercano a la escultura, como me perdí en mis propios pensamientos.

Sabía que si no regresaba Hubert tomaría otra víctima. Sopesé el hecho que ya me había acostumbrado a ser su conejillo de Indias, tan mal no me había ido en las idas a la oscuridad profunda. Pero allí todo parecía distinto. Él no se detendría, como sus amigos militares y agentes pedían que continuara con aquellos experimentos sin importar cuál era su víctima… O el costo de aquello. Probablemente ellos sabían que me utilizaba a mí, algunos lo hacían, sin embargo dudaba mucho que esas personas tuvieran una conciencia de cuánto daño podía hacer ese lugar.

Levanté la mirada hacia las flores rosadas, con el leve aroma siendo atraído por el viento y escuché ondear la bandera situada en el final del pequeño parque tan austero, era un día tan brilloso que de seguro las personas dirían que era hermoso, no lo era en absoluto para mí. La vida me era completamente extraña, no sabía ya cómo encajar la idea de una simple flor con lo que veía con aquel lugar al que me enviaban, fuera lo que fuera. Dejando la mente en blanco, únicamente detuve los pensamientos y percibí con los sentidos, obligándome a hacer una pausa.

- ¿Qué representa esto? – dijo una chica solitaria según pude ver, situada justo frente de la estatua que coronaba el jardín.

Me levanté del asiento dispuesta a atender las inquietudes de la mujer que parecía tener la misma edad que yo, con su cabello dorado en una cola de

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caballo y su buzo verde. Me detuve a un metro de su espalda, con las manos dentro de la campera y miré a los lados para ver con quién dialogaba, evaluando si estaba loca o simplemente demasiado sorprendida para percatarse que habló en voz alta. Supuse que era lo segundo, como nadie más prestaba atención a las figuras allí.

Ella se giró lentamente, como advertida por mi presencia y me sonrió abiertamente, haciendo brillar sus ojos celestes con su gesto.

- ¿Sabes qué significa esto? – dijo, señalando hacia los cisnes en piedra.

- Son los hijos de Lir – contesté, enterrando aún más las manos en mis bolsillos, cuando vi la curiosidad en sus ojos celestes continué con la historia – Cuando el dios Lir de los Tuatha Dé Danann se casó por segunda vez, su esposa Aoife mandó a que asesinen a sus hijos del matrimonio anterior, un esclavo se rehusó y ella, sin querer asesinarlos con sus propias manos, utilizó su magia para transformarlos en cisnes. De los cuatro cisnes que ves en la escultura, una es una mujer y los otros tres varones. Se dice que el hechizo hizo que ellos permaneciesen novecientos años en distintos lagos, intercalando trescientos años en cada uno. Se supone que la escultura habla sobre el renacimiento.

La chica me sonrió de nuevo tras escucharme con atención, mirando nuevamente a los cisnes inmóviles. Entonces se fijó en las letras escritas en dorado en la piedra.

- Aisling – dijo ella concentrada en la escritura – No había visto esa palabra más que en viejos cuentos en gaélico.

- Sí – le dije riendo por lo bajo.

Finalmente me acerqué y ambas miramos la piedra escrita en tres idiomas: gaélico, francés e inglés.

“Hemos tenido una visiónEn la oscuridad de la desesperación tuvimos una visión, encendimos la luz de la esperanza y no se extinguió. En el desierto de desaliento tuvimos una

visión. Nosotros plantamos el árbol de valor y floreció.En el invierno de servidumbre tuvimos una visión. Nos fundimos la nieve del

letargo y el río de la resurrección fluía de él.Enviamos nuestra visión nadando como un cisne en el río. La visión se hizo realidad. Invierno se convirtió en verano. Esclavitud se convirtió en libertad

y nosotros te la dejamos como herencia.Generaciones unidas de libertad nos recuerdan, las generaciones de la

visión”.

Ella leyó las palabras en voz alta, como si quisiera comprenderlas más a fondo.

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- Es triste que las personas tengan que luchar siempre por ser libres – me dijo.

- ¿No es siempre así? – le pregunté con escepticismo.- Podría ser más sencillo. Pero es lo que hay – concluyó suspirando.

Me reí por lo bajo, no perdiendo de vista que ella también se reía. Ella podía casi pasar inadvertida en la multitud, pero por la atención que le ponía a aquel monumento era evidente que no era de Dublín.

- Soy Joan – dije extendiendo mi mano.- ¡Aquí estás, jovencita! – le gritó una mujer visiblemente enojada, giré

mi cabeza para verla andando molesta – Tu madre me mataría si algo te sucediera.

- Tía… Yo sólo estaba hablando…- ¡Con una desconocida! – reprochó la mujer, dejándome perpleja.- ¡Tiene mi edad! – protestó la chica.- ¿Y? – la tía me miró de arriba abajo, aferrándose de su brazo – ¡Nos

vamos!- Yo…

Ella sacudió la mano en saludo como la mujer tironeaba de su brazo más allá del monumento, apresurada.

- ¡Gracias, Joan! – la escuché gritar.

Yo levanté mi mano al aire, dejándola quieta ante la despedida, la mujer sacudió su brazo de nuevo, retándola. «Y dicen que somos libres», pensé como veía a la rubia marcharse con su tía. Miré aquella escena de la chica caminando de revés hasta que desapareció, girando a un lado ya sobre la vereda. Era la primera vez en muchísimo tiempo que me acercaba a alguien para dialogar por mi propia cuenta, quizá había sentido que ella era completamente inofensiva o quizá era otra cosa que ahora no comprendía.

Me quedé perpleja, con la cabeza en otro sitio como veía el simbolismo de las armas rotas, que eran arrojadas al agua tras una batalla concluida. Eso era un símbolo a la melancolía, todos los que habían luchado por la libertad, pero así también lo era al espíritu inquebrantable del querer cambiar las cosas que sucedían con determinación.

*****

Marzo de 2002.

Joan Lacroix Van der Tuer

La puerta de la habitación se abrió y de un golpe estridente que me hizo saltar se cerró, mi rubia compañera de cuarto parecía que tenía todos los

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nervios de punta por su forma de andar. Levanté la vista de mis apuntes, dejando la lapicera a un lado sobre el bloc de hojas, en un escritorio colmado de libros y hojas, como ella se derrumbaba sobre la cama pesadamente, sin siquiera quitarse algo de su ropa o su calzado.

- ¿Tan mal fue tu cita con el nuevo?- ¿Mal? No, mal no es suficiente para describir mi salida – dijo volviendo

solo su rostro con el ceño fruncido – Es un imbécil. ¿Puedes creer que piensa que debería dejar mi religión de lado?

- ¿Qué tiene de malo? – pregunté sorprendida.- Evidentemente le molesta que crea en algo y él no.

Me giré en la silla y dejé colgar una mano del escritorio como le sonreía. Ahí estaba ella, la persona más testaruda que conocía intentando ser cambiada por el galán de turno. Sacudí mentalmente mi cabeza en una gran negativa, imaginando aquella situación, con él creyendo que esa mujer, precisamente esa, iba a dar el brazo a torcer. Era muy gracioso.

- ¿Qué estás haciendo? – me preguntó, sacándome de mis pensamientos.

- El resumen del resumen de las clases – le contesté mirando las hojas.- Por enésima vez – sentenció. - Nunca es suficientemente perfecto – me reí de mi misma, volviendo

la vista hacia ella – Ya me conoces, no sé para qué tanta crítica si voy a continuar haciéndolo de cualquier forma. Tú sigue con tu dios y yo con mi interminable cantidad de resúmenes hasta que todo esté perfecto. Es bueno un poco de variedad sino la vida sería muy aburrida.

- Dios no es igual a un resumen – señaló segura.- Sabes lo que quiero decir, Niamh, no seas cruel conmigo que yo no

tengo nada en contra de católicos, judíos, ortodoxos, protestantes, mormones, sintoístas, budistas…

- ¡Ya entendí! – dijo con las manos en alto – Date un respiro.

Ella se alzó de la cama, llegando hasta donde estaba y me tomó del brazo tironeándome, me reí porque no me movería un solo centímetro si no lo deseaba así.

- Vamos al puente, Lacroix, desde que salí que estás con esos libros y te vendría bien despejarte. Podemos pasar por algún bar después. Salgamos por aire, comida y un paseo.

Lo que resultaba interesante de ambas era que podíamos idear algo de la misma nada, espontaneidad que no tenían la mayoría de las personas que conocía en el campus. Era uno de los méritos que habíamos tenido para que nos señalasen a ambas al pasar. Simplemente nos dejábamos llevar por los momentos, cuando los teníamos claro, como ahora, en una salida totalmente improvisada y fuera de horario.

- ¿Por qué te gusta tanto ir al puente?

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- Tiene un aura de romanticismo – me contestó ensoñadoramente.- Pero se supone que eso lo tendrías que practicar con tus novios,

Niamh, no con tu arisca compañera de cuarto que está en estos precisos momentos con sus estudios.

- ¿Te molesta? – me dijo, dejando de tironear y colocando las manos en su cintura.

Sonreí y me sostuve también de su cintura, levantándome de la silla y elevando una ceja ante el intento de hacerme sucumbir con su enojo.

- No – le dije a secas, corriéndola desde donde la tenía para ir a buscar mis zapatillas.

- Si te molesta puedo ir sola.- Eso no funciona conmigo – dije sonriéndome como negaba con mi

índice de espaldas a ella – Era solo para fastidiarte, no creas todo lo que digo.

Pocos minutos después atravesábamos los caminos rodeados de su verde esplendor del campus, de camino por la empedrada Fleet Street, doblando y tomando hacia la 148 para bordear el río Liffey. La noche estaba más que fresca, así que uno debía cerrar bien su campera apenas ponía un pie fuera de cuatro paredes y el césped mostraba las gotas de rocío sobre la superficie con claridad. Miraba por el rabillo del ojo al rostro de mi compañera como todavía parecía molesta por su repentino cambio de planes, con el ceño algo fruncido.

- A ti te gustaría Francia – señalé más que nada para distraerla – Tiene puentes como esos, mucho mejor ornamentados sobre la orilla del Sena.

- ¿Eras de Francia?- Afueras de París, sí, aunque no tengo memoria de cómo era la ciudad.

Ella siguió hasta el puente blancuzco del río y se quedó mirando hacia abajo en las aguas oscurecidas casi de modo infantil, apoyada en sus codos en la baranda y con sus piernas colgando. En cuanto a mí, realmente me encantaban las noches, sobre todo como esas en las que todo el mundo se encontraba en sus casas y las luces parecían centellear más, tomando un matiz lento, casi etéreo. Era como un mundo igual al que vivía, como una réplica encerrada en una bola de nieve, sin gente, completamente encantador y en buena compañía.

- Cuando era chica vine de visita a Dublín, me escapé – sonrió mirando hacia abajo, recordando alguna travesura seguramente – Me buscaron por todas partes pero yo había reparado en el Jardín del Recuerdo…

- En Parnell Square.- Sí. Pensé mucho en esos cisnes, ¿sabías que una de las historias dice

que cuando volvieron a su tierra estaba completamente desolada? –

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yo asentí – Ellos entonces supieron que era el fin de su tiempo, la era de los Tuatha Dé Danann.

- El fin no es más que un principio – murmuré por lo bajo.- ¿Y eso?

Me apoyé a su lado, imitando su postura tranquila ya con los pies en el suelo. Estábamos con exceso de actividad mental para aprobar los exámenes, respiros como esos eran necesarios si no queríamos tener úlcera estomacal. El aire estaba ligeramente humedecido y el tiempo transcurría sin siquiera hacerse notar, una noche que podía casi decirse perfecta.

- Verás, las historias posteriores dicen que vino San Patricio y expulsó a todos. Uno solo contra varios, piensa que tras los Danann llegaron los Milesianos – ahora ella asintió –, por tanto la devastación se dice que provino de los últimos, de eso y que los Danann les secaron las tierras para que se fueran a otra parte – me reí del ardid – Bueno, en fin, algunos dicen que Patricio conoció a los duendes, descendientes algo a la izquierda de los Danann, casi como los bastardos de la línea, y que ellos lo ayudaron con sus tareas. Eso resultaría mucho más lógico.

- Por supuesto, los Danann no pudieron con los Milesianos siendo muchos… Uno solo no podría.

- ¡Exacto! – dije con entusiasmo, como al fin alguien comprendía una loca teoría en mi cabeza – Eso sin contar que algunos mencionan que antes de llegar a Irlanda, los Danann se asentaron primero en el norte de Grecia.

- ¿Grecia?- Eso dicen, que los atenienses que eran ayudados por los Tuatha y sus

enemigos los clavaron con estacas, ellos convirtieron en gusanos al día siguiente por un conjuro. También hay otras teorías – dije girándome para apoyar mis brazos y espalda sobre el puente.

- Estoy esperando – canturreó, haciéndome sonreír.- Bueno, todos saben que se llamaban tras su derrota “Sidhe” a los

Tuatha, pero la palabra esa se desvirtuó aparentemente. Había unos “Siddir” daneses que hacían nudos en los destinos y los desaflojaban, muy parecidos a las Nornas o las Moiras, también eran videntes. En Escocia estaban las hadas “Seelie”; las “Sheela na Gig” esculpidas en piedra en las puertas de las iglesias que tu propio catolicismo se negó en quitar para no erradicar las costumbres, además que decían que eran diosas de la trascendencia y su lugar estaba allí en las puertas para indicar el camino hacia el otro mundo, después de eso las dejaron porque ellas atraían a los paganos dentro. Mmm, entendemos que las colinas a las que huyeron los Danann eran elevaciones mortuorias, lugares de poder y sitios sagrados. También fueron relacionados con los vampiros por su poder en los sueños, por las estacas que te mencioné y con los dragones.

- ¿Y todavía están esas imágenes en las iglesias?

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ALÉTHEIA DE SERO: ¿Y dónde está tu dios ahora?

- Síp. En las zonas más anglosajonas de todas, por aquí debería haber alguna. Igualmente, creo que mucho no te gustarían porque las Sheela son casi pornográficas, con las piernas muy abiertas no dejando nada a la imaginación y rostros grotescos. Aunque, el arte no es porno, sólo es arte.

Niamh se giró para continuar caminando, yo me despegué de donde estaba para seguirla hacia algún pub a comer algo.

- Yo hablaba de cisnes y terminaste contándome sobre porno en las puertas de las iglesias – resumió.

Me reí fuertemente, al menos ella no se lo había tomado a mal, apresurándome a seguir su paso al trote como ella no se detuvo.

- También hablé del destino – dije como defensa en tono de fingido desaire – No ves todo el contenido, sólo te fijaste en esa pequeñísima parte. ¡Mujer de poca fe!

- Podrías haberme hablado de los míticos tesoros de los Tuatha – se quejó a su vez, con una mirada de reproche.

- O podría haberte dicho que ocultaron toda la tierra de Irlanda deliberadamente de los Milesianos, pero algo falló y ellos finalmente vieron estas tierras. Y las invadieron.

- A lo mejor fue el mismo destino el que ellos no pudieron controlar… Nada perdura por siempre.

Hice una mueca de disgusto. Había cosas buenas en el mundo que sería agradable que perdurasen por siempre, pero como Niamh había señalado, nada era eterno aquí. Una verdadera lástima.

- ¿Sabes a qué me recuerda eso que dijiste de estirar y aflojar nudos? – preguntó.

- ¿A los marineros?

Me golpeó el brazo como se reía, yo me corrí, ya riéndome de su fingido enojo.

- ¡No! – contestó alegre – No sé… A veces me sentía como… no sé cómo explicar – dijo gesticulando con las manos – Como si todavía faltase algo.

- ¡Ah! ¿Cómo una pieza del rompecabezas que no está?- ¡Justo así! Debieron haber perdido un nudo o algo conmigo.- Creo que todos tenemos esa sensación de algo incompleto. Pero, no

siempre. Es como el llegar a un camino que gira hacia dos lados opuestos de los cuales no puedes ver qué hay adelante, sólo hay que seguir… Al final del camino quizá uno llega a comprender los por qué y…

Ladeé la cabeza como algo se movió en mi visión periférica, entonces vi la bruma levantarse del río con desconfianza y se la señalé a Niamh.

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- ¿Y si regresamos y pedimos una pizza? Se está poniendo casi como una película de terror – comentó ella mirando el panorama.

- Okay.- Pero nada de resúmenes por hoy – me advirtió.- Usted manda, madeimoselle – dije con las manos en alto, sabiendo

que había desconfiado de mi rápida respuesta – No quiero terminar con mi Fatum en una tragedia por no hacerle caso, tampoco tiento demasiado al destino.

- El día que no tientes al destino creo que no te reconoceré, D.

Apoyé mi mano sobre su hombro y giramos hacia donde se encontraba el campus del Trinity, al menos nos habíamos despejado un poco. Al llegar entre los pasillos casi laberínticos si uno desconocía el lugar – siempre colmados de cemento, bicicletas y ventanas por doquier –, giramos entre risas por las críticas como charla ligera se desvió hacia nuestros conocidos; a lo lejos pude ver al nuevo galán merodeando los alrededores, presionando el hombro de mi compañera para llamar su atención y señalando con la cabeza hacia la entrada a nuestra residencia.

En el momento me arrepentí de al menos ni siquiera haber ido al bar O’Neill en las cercanías, ahora mi paz estaba arruinada. Caminé al ritmo de ella sin soltar su hombro y automáticamente estrechando los párpados a la presencia del hombre.

- Hey, Niamh. ¿Este no es el ateo? – ilustré lo suficientemente fuerte como para que él me escuchase.

La cabeza de Niamh se giró con rapidez y no pudo evitar reírse de mi seriedad, con las cejas elevadas al hombre que ahora veía claramente con las luces en su rostro, él estaba casi feliz de verla, yo pensaba que interrumpía mi cena y ella... podía sentir su tensión aun tras de la risa, pero no supe si era porque quería echarlo o vociferar algo.

- Yo… Hola – dijo él hacia ella, ignorándome – Vine y no estabas.- No – le contesté adelantándome a él, con la inmutable seriedad

exterior –, salimos a hacer ritos con la luna llena, a bailar y aullar a la diosa madre, y a colocar tu nombre en un sitio sagrado para que te coman los gusanos en un par de días.

Él giró su cabeza hacia mí, con sus ojos verdes claramente preguntándose si aquello sería cierto o no, pero optó por sonreír. No me simpatizaba… En absoluto. Me paré muy frente a él, observando directamente a su iris.

- ¿Crees que eres real? – le pregunté estrechando mis ojos.- ¿Eh? – dijo dando un paso atrás.- Ya me escuchaste. Que yo sepa no eres sordo.- Sí, soy real. Pero ¿qué clase de pregunta es esa?- Entonces crees – hice una mueca que no llegó a ser una sonrisa – El

que seas tu propio dios no te aleja de las religiones, quizá esto no es más que un sueño dentro de otro sueño y tú no existes. Así que… la

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próxima vez que juzgues a alguien por sus creencias, recuérdate a ti mismo que sin ellas no existirías. Aunque pensándolo bien, eso le haría un favor a varios de nosotros.

Me viré hacia mi compañera, a punto de dejarla resolver lo que fuera con el ateo, no era de mi incumbencia, pero esperaba que se apresurase, a veces mi estómago ganaba la batalla por el poder a mi mente.

- Voy a pedir la pizza.

Sin más, giré sobre mis talones y me adentré en las escaleras del edificio con una sonrisa, sabiendo a la perfección que ahora el ateo pensaría que estaba loca. Había veces que uno tenía que ensuciar un poco su propia reputación para obtener los resultados deseados, una vez que confundías a las personas, ellos se encargaban de elaborar macabras situaciones en sus cabezas. Así de cobarde era el humano. Así de estúpido también.

*****

“En medio de lo impersonal personificado, aquí hay una personalidad. Aunque sólo un punto, como máximo: de donde quiera que haya venido; a

donde quiera que vaya; pero mientras vivo terrenalmente, esa personalidad, como una reina, vive en mí, y siente sus reales derechos”.

Herman Melville.

Año 1, 3º luna grande.

Niamh Tír Ailech

Mi gente había insistido en la reconstrucción del Grianán de Ailech como conmemoración de la vuelta de los Uí Néill al poder, o sea, de mi propia estirpe. Esa área de poco más de veinte metros con muros de piedra de unos cinco de alto, con tres círculos concéntricos que habían estado desde siempre allí serían la nueva morada de la realeza, una vez que colocasen un techo, por supuesto. Ellos pensaban que mi casamiento con Oísin daría cientos de hijos o algo así, o quizá el que mi marido me haría finalmente reina de Uladh en vez de simplemente ser una consorte reinante. Exactamente como lo que ahora era.

Sacudí la cabeza como los veía apresurarse en los terrenos actualmente colmados de arena, sin comprender su prisa.

- ¿Qué le parece, Majestad? – me dijo el jefe de la obra.- Está quedando muy bien – le sonreí con cortesía.

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No sabía qué decir de aquello, mi primera respuesta había sido un no rotundo y sin embargo aquí estaba, mirando cómo evolucionaba la construcción a la que denominé “un desperdicio de valiosos recursos que podrían utilizarse en otra cosa”.

El hijo del jefe que no tendría más de ocho años se acercó corriendo, siendo atrapado por los brazos de su padre y prendiéndose de su pierna con fuerza.

- Pronto proliferarán niños como éste en su nuevo hogar – me dijo contento.

- No creo que Oísin y yo tengamos hijos...- ¡Tonterías! Ambos son jóvenes y fuertes y...

Otro de los hombres se acercó al lugar, dándome un respiro de la típica charla que me hacía dar un millón de excusas diferentes del por qué no iba a tener hijos con el rey de Uladh. Él hombre dejó tras de sí sus herramientas y apoyó una rodilla en el suelo en señal de respeto, se veía exhausto y sin embargo, aquí estaba rindiéndome un inmerecido homenaje como si fuera una persona que necesitara esas pleitesías como el mismo aire que respiraba.

- Princesa.- No es necesario – dije tocando su hombro y haciendo que se irguiera

nuevamente.- ¿Lo escuchó, Mi Lady? – me preguntó curioso y sin sentido.- ¿Escuchar qué? - ¡En el suroeste crearon un palacio! – dijo con emoción, llenando el

relato con sus manos – Casi tan grande como éste, pero los círculos están hacia arriba, no a los lados.

Lo miré extrañada. En esos últimos tiempos surgían demasiadas cosas, excesiva cantidad de personas codiciando terrenos, subyugando a las personas e instituyendo pequeñas porciones territoriales que ambicionaban ser futuros reinos.

- ¡Puras tonterías! – dijo el jefe de la obra – ¡También dicen que han vuelto los Tuatha Dé Danann!

- ¡Morrigan existe! – dijo el muchacho – Tengo parientes que viven en Ciar que han visto su palacio y que saben que ellos están forjando un reino allí, uno que ni Maeve puede contener.

- Espera, espera – le dije al más joven – Más despacio, ven, vamos a tomar algo y quiero que me cuentes esa historia.

Hacía años que no escuchaba nombrar a los Tuatha, de hecho, la última vez que oí de ellos fue previo al Gran Cataclismo, cuando estaba todavía en el Trinity College intentando finiquitar mis estudios, y sólo una persona en el mundo tenía casi la misma emoción que ese hombre para contar aquel tipo de historias que a los oídos ajenos sonaban descabelladas. Él y yo nos colocamos bajo una de las tiendas abiertas que habían situado los

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constructores a beber agua fresca, en una mesa con dudosa estabilidad sosteniendo los vasos y el suelo haciendo las veces de silla.

- Bien – le dije – ¿Qué es eso de ese palacio, Morrigan y Maeve?- Morrigan no tiene que nada que ver con Maeve – dijo él con

sinceridad en sus ojos castaños, dando un último trago a su vaso ya seco – Morrigan es una guerrera, que vive en lo que era Dingle, ahí tiene una fortaleza que se está armando hasta los dientes, ella hizo que Maeve corriese de allí asustada y se replegara más al norte.

- ¿Y el palacio?- Tres círculos, uno sobre otro, por eso decía que es como éste pero

ese es en vertical.- Que yo recuerde no había ningún sitio como éste allí – le dije,

intentando rememorar en mi mente la historia de ese sitio en particular.

- Sí, dicen que apareció la noche del Cataclismo, ella solo lo encontró y lo hizo su hogar. Pero tiene unos guerreros feroces que jamás se rinden.

Guerreros, palacios que aparecían en la nada, dos personas distintas, todos en el sur. Si bien los pobladores podían exagerar los hechos, éste no parecía estar inventando aquellas historias en particular. Además, no sería raro nuevos señores, lores de guerra buscando establecer su poder, más cuando el Cataclismo era como un caldo de cultivo para este tipo de acciones.

Una mano se posó en mi hombro, haciéndome girar para ver al hombre tras de mí.

- Téthur, ¿has escuchado?- ¿Las noticias sobre un reino casi de leyenda llamado Ciar? – me

preguntó – Sí, lo escuché.- Es cierto, mi familia vive allí – dijo el joven.- ¿Y entonces, si es cierto, por qué no vives allí? – cuestionó Téthur,

con pura desconfianza.- Porque mi padre apenas puede moverse, mucho menos podría viajar

unos tres días recorriendo los más de cuatrocientos cincuenta kilómetros que nos separan de allí. Además se dice que esas tierras son las más afectadas por el Cataclismo, aquí al menos hay aún algo de verdor.

- Disculpa a mi escolta – le dije al constructor – A veces no puede con su genio – concluí echando un vistazo hacia atrás para que cerrase su boca.

Amablemente saludé al joven poco después, agradeciéndole por su tiempo, a continuación tomé a Téthur del brazo y lo aparté con fuerza. Claro que mi escolta comprendió mi mal humor casi de inmediato. Una vez que miré a ambos lados asegurándome que nos encontrábamos a solas, puse mis manos en las caderas y miré hacia arriba, directo a sus ojos.

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- ¿Desde hace cuánto que sabes que existe Ciar?- Niamh… Déjame explicarte.

Él había creído que yo estaba enojada por algún motivo diferente, no por la ignorancia sobre las cuestiones en la isla, eso era más que evidente.

- ¡No, Téthur! ¡Quiero que a partir de ahora me digan las cosas! – exigí – De nada sirve que sea princesa si todo lo que sucede a mi alrededor es tapado alegando mi propia conveniencia. ¿Cuántos reinos así se están formando?

- No tenemos información confirmada, debes saber que las comunicaciones…

- ¡Entonces hagan algo! Aparta un grupo de personas y que ellos lo conciban, pero quiero saber qué sucede fuera. Ese hombre – dije señalando hacia donde había estado – me está diciendo que hay un posible reino en ciernes, bajo el liderazgo de una mujer que astutamente tomó el nombre de una de las deidades locales. ¿Y quieres que no me preocupe? Es la segunda vez que escucho de esa tal Maeve, también. Esto está pasando aquí, ahora mismo, es preocupante para mí y para cualquiera que se precie de tener un poco de masa encefálica dentro de su cráneo.

- Sí, Niamh – dijo bajando la cabeza.- Además sabes perfectamente que si tengo que esperar que mi

marido o su gente me diga algo… no será más que el enviarme a lavar platos a la cocina, no una charla sobre diplomacia regional. ¡Dioses! ¡Muévete! – dije empujándolo.

- Pero… ¿con quién te quedarás?- ¿Ves a alguien que pueda atentar contra mi vida aquí?- Nunca se sabe – contestó dubitativo.- No seas tan paranoico y vete, cuanto más rápido te vayas, más

rápido regresarás para ver que sigo aquí, en el mismo sitio. Además, me cuidé sola bastante tiempo como para no saber cómo lidiar con las personas cuando no hay nadie alrededor.

- Okay, ya me voy – dijo girándose.

Caminé lentamente a mi tienda, montada a un lado del Grianán, saludando a los pobladores locales.

Una vez que abrí la tela pude ver el escritorio que me habían realizado con una mesa cubierta por completo de pergaminos, papeles y algunos libros. Casi arrastrándome me acerqué a ver la cantidad de trabajo acumulado, en su mayoría peticiones de personas de mi reino. No era mucho lo que había dentro, además de una especie de cama improvisada y aquello que me permitía continuar con mi tarea inacabable de ser una princesa.

- Menos mal que tengo una pequeña porción de tierra – dije desplomándome en la silla tras el escritorio.

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Ailech era parte de lo que había sido una vez el viejo Condado de Donegal sumado a una porción del Condado de Londonderry, sólo ese hecho de por sí era causa de controversia: Donegal era parte de Irlanda y Londonderry – o simplemente Derry – de Irlanda del Norte, dos sitios que en un momento habían sido uno, desunidos tras los conflictos. Ahora mi vida se partía al medio entre nacionalistas y unionistas; entre los que aun creían que el Reino Unido vendría en nuestro rescate – y por lo general no reconocían a Ailech como reino – y, los que finalmente veían la oportunidad de nacionalizar una parte que daban por pérdida de Irlanda.

Y aquí estaba yo, en el cuello de la Península de Inishowen luchando por unificar un reino que se caía en pedazos. Me sentía como una malabarista diplomática.

Apoyé mis codos sobre la mesa y me froté la sien.

Fueron mis mismos ancestros, los O’Neill los que se habían opuesto a la dominación británica, pero finalmente fracasaron. Los pobladores locales tras el Cataclismo vieron su oportunidad, y justo después de que falleciera el que creían que era el último miembro de la dinastía legendaria, una carta me reconocía como hija de un Uí Néill. Una carta firmada ante escribano, avalada por un prestigioso bufete de abogados y un anillo que yo había transformado en un colgante era el legado de generaciones de irlandeses en esas tierras.

Me reí con tristeza al recordar cómo mis últimos días los pasé luchando por un poco de tierras para mis parientes cuando no sabía que legaría todo aquello. No lo supe sino hasta después del Cataclismo, como no había abierto la carta, en ese momento tenía demasiadas cosas en mente y ninguna jamás se semejaba a esto que estaba viviendo ahora mismo.

Mi madre fue quién alzó la voz. Quién desparramó a los cuatro vientos con regocijo que yo misma no sentía, que era la legítima heredera de los Uí Néill. De sólo pensar aquello me agarraba jaqueca. Cerré los ojos y me aplasté contra las hojas, casi utilizándolas como cama.

¿Cómo podía resolver una disputa que en teoría se había cerrado en el año 1607 con la huida de Hugh O’Neill? ¿Cómo era posible unificar personas que se sentían como el blanco y el negro? Oísin lo sabía, lo utilizó para fragmentar aún más si eso era posible, el territorio que yo legaba. Ahora mismo tenía veintidós años a punto de cumplir un año más, con una tierra dividida por cientos de años de odios, guerras civiles, con protestantes y católicos, todos bajo un mismo cielo reunidos. Todos bajo un mismo reino gobernados dentro del Principado de Ailech, que era tan confuso y caótico que incluso también se denominaba Reino de Ailech.

Pensé cómo podía hacer aquello, ¿cómo comenzar un sentimiento que ellos no tenían? Tras al menos una marca de vela en no hallar nada satisfactorio, me levanté por un vaso de agua cuando rocé el tintero, haciendo que éste

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se derramara sobre una de las hojas. Levanté el pedazo de papel entre maldiciones y entonces vi el diseño accidentado, la cruz.

- ¡Eso es! – grité, golpeando la mesa con el puño de la emoción.

No podía usar la bandera con la cruz de San Andrés, ya que los irlandeses la verían como británica. Utilizaría entonces la mano roja de los Uí Néill sobre un fondo blanco, no queriendo crear controversias al plantar una cruz allí, quizá pudiera agregarle algo más pero… Por ahora alcanzaría. En mi bandera no habría liras. Simplemente les daría algo presente en muchas regiones, algo que todos conocíamos y que incluso podía encontrarse en la vieja Irlanda del Norte.

Como me iba formando una imagen en la cabeza de aquello escuché unos gritos fuera.

- ¡Vengo por quién sea el O’Neill Mór! – gritó una voz masculina desconocida.

Salí rápidamente a ver de qué se trataba tanto alboroto. Un hombre alto y pelirrojo, corpulento, luchaba contra cinco de los constructores que habían impedido que traspasara hasta donde me encontraba.

- ¿Quién es? – les pregunté.- ¡Quiero ver al O’Neill Mór! – gritó de nuevo.- Yo soy la cabeza del clan O’Neill. ¿Qué quieres?- ¿Una mujer? – se rió – ¿Líder del ancestral clan O’Neill? ¿Tú eres Mór?

Sus carcajadas estaban haciendo que me molestase en verdad, presioné mis dientes y ajusté la mandíbula, intentando refrenar el instinto de girarme y dejarlo abandonado a su suerte o el de insultarlo.

- ¿Tú eres la dueña de eso? – señaló hacia el Grianán.- ¡Claro que sí! – le contestó uno de ellos – ¡Ella es nuestra princesa!- Pues prefiero morir de sed que ser gobernado por una mujer – dijo el

extraño, girándose y caminando lejos – ¡Nos comerán los gusanos si permitimos que chicas como esas nos dominen a nosotros!

Lo vi hasta que se marchó, quizá tenía algo de ebriedad en su cuerpo pero él expresaba lo que muchos no decían abiertamente: odiaban profundamente que yo fuese la última que quedara en el clan.

- No le haga caso, Alteza – me dijo uno de los constructores – Está borracho.

- Me voy a dormir, dile a cualquiera de mis guardias cuando lleguen que me despierten de inmediato, tengo asuntos urgentes que atender – le dije al grupo.

- Sí, Alteza, no se preocupe.

Una vez dentro me senté en la cama, quitando el collar que tenía debajo de mi ropa y observándolo, era de metal con una sencilla piedra en el centro,

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una extraña roca que llamaba mucho la atención por su color a la que yo ya me había acostumbrado, era el legado Uí Néill. Estiré un poco más, soltando el collar completamente sobre mi cuerpo y la Cruz de Honor salió de su escondite a continuación. La sostuve en mi mano sabiendo que aquello era lo último que había quedado de mi vida como Niamh Doherty, el vestigio de que alguna vez había sido una persona común y corriente, sin graves preocupaciones.

Pasé el dedo por la cruz casi ceremonialmente.

«Darkie… llegaste sin que nadie lo espere, desapareciste de igual forma, casi como el Cataclismo. Es increíble que vivimos meses juntas y nunca supe cómo o por qué te afectaba tanto tu familia adoptiva, por qué nunca contestabas sus llamados, por qué jamás querías regresar a tu hogar… Era como si siempre tuvieras un signo de interrogación sobre tu persona ¿no es así?, como si excavar en tus memorias fuera una tarea imposible. Pero aun así… ¿de qué valía tanta información? ¿Realmente el pasado nos cambia o es del presente que uno debe disfrutar sin más? No lo sé.

Me hubiera encantado estar equivocada cuando dije que nada era eterno, al menos en ese momento mi vida era más ligera, mucho más llevadera de algún modo, no sentía el peso del mundo desmoronándose sobre mí, no me sentía oprimida por mi legado. Apuesto a que tú en mi lugar mandarías a los protocolos y a casi a cualquiera al diablo, ¿no es así?». Me reí de sólo imaginarla vociferando como otras tantas veces que algo no le gustaba, algo intimidante hasta que entendí por qué usaba una remera de Taz de los Looney Tunes, riéndose de su propio carácter. Así yo descubría partes de su pasado casi por accidente. La primera vez que vi la cruz supe que ella no era una simple oficial dentro de las Fuerzas Internacionales como había creído, aunque ella jamás mencionaba demasiado sobre su profesión, dedicándose casi por exclusivo al presente.

El aquí y el ahora eran todo, su pasado parecía desvanecerse en una neblina autoimpuesta. Yo no era mucho mejor para ser sincera.

Me recosté con la cruz en mi mano, con viejas imágenes siendo evocadas por mi mente, momentos en los que me sentía casi tan ligera como la brisa y tan libre como podía serlo una persona con horarios colmados de quehaceres. Cuando abrí los ojos Éthur me llamaba.

- ¿Éthur? ¿Y Téthur? – le pregunté adormilada.- Me dijo que lo echaste exigiéndole información de los alrededores –

dijo él, extendiéndome una taza con té – Y Céthur sigue en Uladh.

Apoyé los pies en el suelo, guardando mi collar y sus colgantes dentro de la ropa por pura inercia, recién entonces tomé la taza con las dos manos y él se sentó en el suelo frente a mí.

- Niamh… No deberías creer en todos los cuentos de los aldeanos.

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Ahí estaba, él había hablado con Téthur de lo que había ocurrido e intentaba tranquilizarme pero eso sería imposible.

- ¿Por qué? – dije sorbiendo y haciendo una mueca de disgusto ante el sabor amargo.

- Es… Bueno, los cuentos sobre Ciar se basan en una estupenda espada mágica que asesina a las personas como si no fueran más que un poco de arcilla, sobre un castillo aparecido de la nada y sobre los días del Cataclismo.

- Palacio – corregí – Un castillo está amurallado, dentro está el palacio o morada del señor de esas tierras.

- ¡Como sea! Fortaleza, sí, ellos dicen que están haciendo una muralla. ¿Y? ¿Tiene importancia lo que hagan en el sur?

- Eventualmente podría repercutir en nosotros, Éthur.- Les llevará tiempo llegar al norte – replicó.

«Él sólo está admitiendo la probabilidad que los sureños llegasen», me dije. Me fregué el rostro con una mano y dejé la taza en la mesa.

- Sin embargo, debo tener en cuenta la posibilidad que esas personas, esa tal Morrigan, intente atacar tierras aledañas.

- Bien – dijo con una mueca – En cuanto a la tal Maeve se está movilizando por el centro, pero predominantemente en el oeste, nada de qué preocuparse.

- Ella está más cerca pero tampoco es una preocupación, según tu opinión – comenté molesta.

- ¡Estamos rodeados por Uladh! – protestó.- Uladh no nos defenderá, Éthur – dije seriamente, intentando remar

cada palabra – Ellos nos quieren absorber, si alguien nos ataca Oísin se detendrá a ver cómo somos masacrados, de cualquier forma para él las personas de Ailech no son más que unos campesinos inútiles a sus propósitos.

Él hizo silencio suspirando, para proseguir unos momentos después.

- Midhe es un caos total, Laighin resiste por la fuerza de sus señores pero está dividida, el sur es otro caos lleno de bárbaros. No hay nada más, los únicos reinos reconocidos son Uladh y Ailech.

- Eso es lo que dicen los norteños – le sonreí – Dudo mucho que los sureños opinen igual que nosotros. Apuesto a que ellos en estos momentos están reconociendo a ese reino que ustedes se ufanan en llamar un mito, la próxima vez escucharás que ya hablan de un Reino de Ciar o algo similar, te lo puedo apostar.

Hice una pausa y me bebí aquel asqueroso brebaje que él denominaba té, intentando sacudir los últimos vestigios de mi siesta y el sabor de mi boca. Ellos eran buenos luchando, pero pésimos para hacer algo medianamente apetecible.

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- A partir de ahora mismo quiero que comencemos a utilizar la mano roja de los O’Neill como bandera de Ailech – comenté.

- ¿Y eso? ¿De dónde surgió esa idea?

Me levanté, sonándome la contractura en el cuello y yendo hacia el escritorio rebosante de tareas sin hacer.

- Nosotros no tenemos identidad y nos urge que tengamos algo con lo que identificarnos antes de que nos quieran asesinar. Rojo y blanco no es un mal color. Necesito que tracen correctamente los límites de Ailech y me envíen un mapa, lo copiaremos y repartiremos, cualquier cosa incluso poemas o canciones sobre nosotros es bienvenida. De a poco – dije apoyando mis manos en el escritorio – le daremos a Ailech una identidad propia, no es nada fácil, pero es posible.

- Pero Uladh…- ¡Uladh no es Ailech! – le grité con la furia burbujeando nuevamente –

¡Mi esposo no es mi amo, y yo no soy su esclava! Son dos cosas diferentes y así quiero que las personas comiencen a separar ambos conceptos. ¡Ni ustedes que están todo el día conmigo lo logran! ¿Cómo puedo pretender que otros lo hagan? Ayudame, Éthur, lo necesitamos por el bien de todos nosotros, no quiero que nos identifiquemos con esos sanguinarios personajes a los que llamamos aliados.

El fijó su vista en mí por un buen rato, creo que evaluando mi decisión y determinación, entonces caminó hacia el escritorio y me preguntó en qué podía ayudarme.

A veces era gracioso que siendo mi pariente cercano hubiera terminado como un simple guardia, sin poder decir quién era en verdad, ejerciendo como custodio personal mío. Él y los otros dos, fueron los primeros designados en su cargo y les rogué que callaran, ahora le pedía a él y lo haría con los demás que silenciosamente comenzásemos a darle forma al Principado. Teníamos una tarea monumental por delante, pero no parecía importarle en lo absoluto, y su lealtad me abrumó hasta la médula.

Cuando se fue Téthur, rememoré todo lo que me había dicho. Darkie me acusaba de no ver el todo completo, sino siempre enfocarme en una pequeña porción, ella dijo que eso no cambiaría, que era algo intrínseco, pero que tenía que al menos esforzarme en enfocar primero el todo. Entonces me di cuenta que había pasado por alto la mención de la “espada mágica”, así la había llamado Téthur y sobre los días del Cataclismo. Maldije y tomé nota mental de volver a preguntar sobre eso. Eso era peor de lo que originalmente había imaginado, quizá estuvieran utilizando los dioses primigenios para forjar un imperio mítico, basado en un antiguo poder, en una leyenda o algo peor… Sería un desastre si sus mitos comenzaban a asentarse en la mente de las personas, tardarían décadas en erradicar un adoctrinamiento como ese de sus mentes.

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