ADOLFO GILLY ENSAYOS COLECCIÓN NEXOS.

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01/02/1983 México contemporáneo: Revolución e Historia. Adolfo Gilly. Adolfo Gilly estuvo durante el último trimestre de 1982 como profesor visitante en el Departamento de Historia de la Universidad de Chicago. El texto que presentamos es una versión ampliada de la conferencia dictada en esa universidad el 22 de noviembre de 1982. El último libro de Adolfo Gilly: Por todos los caminos. Escritos políticos, 1956- 1981, Editorial Nueva Imagen, 1983. 1. INTRODUCCIÓN: PILSEN Hace unos meses, caminando por Pilsen [el barrio mexicano de Chicago], un amigo me llevó ante la vitrina de un barbero: estaba llena de fotos de Villa en diferentes épocas de su vida, algunas de Madero, ninguna de Carranza y el original, enmarcado, de un bando fechado en Columbus el 16 de marzo de 1916, ofreciendo 5.000 dólares de recompensa por la cabeza de Pancho Villa o a quien diera indicaciones que permitieran atraparlo. En otros pequeños negocios de mexicanos, o en casas, o en lugares de reunión, o en murales callejeros en que es tan pródiga esta ciudad, encontré en Pilsen personajes y alegorías de la revolución mexicana o del mítico pasado precortesiano, tal como quieren

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01/02/1983

México contemporáneo: Revolución e Historia.

Adolfo Gilly.

Adolfo Gilly estuvo durante el último trimestre de 1982 como profesor visitante en el Departamento de Historia de la Universidad de Chicago. El texto que presentamos es una versión ampliada de la conferencia dictada en esa universidad el 22 de noviembre de 1982. El último libro de Adolfo Gilly: Por todos los caminos. Escritos políticos, 1956-1981, Editorial Nueva Imagen, 1983.

1. INTRODUCCIÓN: PILSEN

Hace unos meses, caminando por Pilsen [el barrio mexicano de Chicago], un amigo me llevó ante la vitrina de un barbero: estaba llena de fotos de Villa en diferentes épocas de su vida, algunas de Madero, ninguna de Carranza y el original, enmarcado, de un bando fechado en Columbus el 16 de marzo de 1916, ofreciendo 5.000 dólares de recompensa por la cabeza de Pancho Villa o a quien diera indicaciones que permitieran atraparlo. En otros pequeños negocios de mexicanos, o en casas, o en lugares de reunión, o en murales callejeros en que es tan pródiga esta ciudad, encontré en Pilsen personajes y alegorías de la revolución mexicana o del mítico pasado precortesiano, tal como quieren imaginarlo quienes, sintiéndose aún en tierra extraña, buscan afirmar los baluartes protectores de una identidad que no entienden disolver así nomás porque sí. Se me volvió a presentar entonces, bajo una nueva forma y en otra función, ese rasgo más marcado en el mexicano que en otros pueblos, ese peculiar aferrarse a su historia, verdadera o mitificada, esa especie de pasión por ciertos episodios y personajes del pasado, creados y recreados por la imaginación colectiva -y

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por la retórica oficial, que de todos modos debe adaptar sus formas a los contornos de aquélla- según las exigencias clásicas de los mitos fundadores.

El mayor de estos mitos no se pierde, como los mitos clásicos, en el crepúsculo matutino de los tiempos homéricos, sino que aún sobreviven algunos de los que lo vivieron o de los que conocieron a sus héroes mayores, aún es en México anécdota personal o historia familiar de los padres y abuelos de cada uno. Ese mito casi contemporáneo es la revolución mexicana. Sometida a esa doble presión deformante, la del mito de abajo y la de la retórica de arriba, la historia de esa revolución, como la de tantas otras, ha sufrido sus propias vicisitudes. Hacer la historia de estas vicisitudes de una historia es también tarea del oficio de historiador.

2. REVOLUCIÓN Y CIENCIA DE LA HISTORIA

Si la historia es el estudio de las relaciones sociales entre los seres humanos y de sus transformaciones en el tiempo y en la geografía, no es difícil comprender por qué las revoluciones, que son o quieren ser una violenta condensación de esas trasformaciones en un corto período de tiempo, plantean problemas peculiares a la historia como tarea científica.

En primer lugar, las revoluciones pueden pasar al lado de muchas ciencias y de sus conclusiones prácticas, pero siempre interfieren, como por una necesidad interna, en las ciencias sociales. Lo mismo hacen las contrarrevoluciones, cuya lógica en esto es similar pero invertida. De todas las ciencias sociales, las revoluciones interfieren más directamente en la historia, es decir, en aquella ciencia cuyo objeto es el material del cual las revoluciones están hechas.

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Esto parece normal. Las revoluciones buscan destruir un viejo orden social y sus instituciones jurídicas e imponer otro nuevo. Pero cada antiguo orden es una poderosa malla de tradiciones, hábitos, creencias, imaginaciones e intereses entretejida en siglos incontables. Y si bien es posible establecer instituciones que reflejan el ascenso de nuevas fuerzas e intereses sociales desarrolladas en el seno del orden antiguo, no se puede, por un acto puramente político como lo es una revolución, sustituir las creencias, las tradiciones, la cultura nacional y material que se han vuelto casi psicología y, por así decirlo, una especie de naturaleza social de cada pueblo.

Los nuevos dirigentes, una vez que el levantamiento inicial que los llevó al poder se ha calmado, como sucede normalmente -la gente no puede permanecer siempre movilizada dejando a un lado las exigencias de la vida cotidiana- están obligados a legitimar su poder y sus objetivos. La primera legitimación, por supuesto, está en el origen de ese poder, en la revolución misma como movimiento popular. Pero luego tienen que tomar en cuenta y enfrentar a aquellos otros elementos profundamente arraigados en la psicología colectiva que han recibido en herencia- y sin esa herencia ninguna nación existiría-, si es que aspiran a una aceptación y legitimación más permanentes del nuevo orden revolucionario.

Aquí se nos presenta, habitualmente, un agudo punto de viraje.

En el antiguo orden historia y tradición trabajaban como fuerzas legitimadoras de los anteriores poderes establecidos. Los revolucionarios eran feroces críticos de ese estado de cosas. La separación de ciencia y religión, de historia y poder, era una demanda normal de los ideólogos, teóricos y

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precursores de cada revolución moderna: ellos estimulaban y promovían el pensamiento crítico y la crítica.

Pero una vez que el nuevo poder se ha establecido a su vez, su búsqueda de legitimación lo lleva rápidamente a buscar apoyo ideológico en los mismos terrenos en que los viejos poderes habían fundado su propia justificación ideológica. Y entonces, una vez más, la historia es la primera disciplina que se ve arrancada del terreno de la ciencia -es decir, de las exigencias del pensamiento crítico, la prueba material y la demostración empírica- hacia los dominios de la ideología. La historia, antes concebida por los partidarios del cambio revolucionario principalmente como una crítica del poder existente, vuelve a presentarse como un discurso del nuevo poder establecido -en otras palabras, pierde su carácter crítico y científico, su filo y su fuerza, y queda otra vez sometida a las exigencias políticas del día o de la semana. "No hay mejores partidarios del orden que los revolucionarios en el poder", dice la amarga y escéptica frase inicial del checoslovaco Milan Simecka en su libro El restablecimiento del orden.

3. CIENCIA Y POLÍTICA

Por supuesto, esta mezcla de ciencia y política no es nueva. Desde que la política existe en el sentido original de la palabra, desde las ciudades-estado griegas, ella ha interferido en la ciencia y en el pensamiento científico. No puedo asegurar que esto fuera una debilidad. Tiendo a creer más bien que, como uno de los tantos lazos con la práctica, esta relación era también una fuente de fuerza para la ciencia. Pues no se puede olvidar que, por otra parte, el pensamiento científico, desde que se separó de la religión, lo hizo mezclado con la política y con el Estado, ligazón que realmente necesitaba para afirmar su autonomía frente al pensamiento

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religioso. Como a su vez el poder estatal, hasta las revoluciones modernas, también ha estado casi siempre y en casi todas partes fuertemente ligado a la religión, podemos imaginar fácilmente cuán amplio espacio tendría, en una historia política de la ciencia, este largo y difícil camino en busca de su propia autonomía -de su libertad, si así puedo decirlo- con respecto a las exigencias y las imposiciones de la política y de la religión.

Apenas con el ascenso del capitalismo moderno la ciencia pudo encontrar, en las amplias y poderosas fuerzas del mercado, un sólido punto de apoyo para su autonomía; pero sólo para ser sometida casi de inmediato a una nueva amenaza y una servidumbre más férrea: las del poder del dinero y del capital, tal como se expresan sin retén en el juego irrefrenable y omnipotente del mercado mundial.

4. LA REVOLUCIÓN COMO LEGITIMACIÓN

Las revoluciones modernas siempre han querido, en sus programas o en sus esperanzas, cortar esos lazos, poner fin a toda servidumbre de la ciencia y del pensamiento científico. Era su propósito declarado ampliar el campo de la política y la participación política -la ciudadanía- a todos y cada uno de los seres humanos; llevar la educación a todos sin distinción de raza, sexo, propiedad o lo que fuera; terminar con todo tipo de dependencia personal: tributo, esclavitud, servidumbre o vasallaje; separar al poder estatal de la religión y liberar a la ciencia y al conocimiento de la sumisión al poder político o a la autoridad religiosa.

Si estos objetivos fueron expresados en su forma más clara por los ideólogos de la Gran Revolución Francesa, podemos decir también que ellos fueron heredados por las revoluciones

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sucesivas y estuvieron presentes, de un modo o de otro, en todas las revoluciones de nuestro tiempo, hasta la cubana, la vietnamita y la nicaragüense. Pero si en este siglo buscamos una revolución que fue y quiso ser heredera directa y declarada de la Gran Revolución Francesa en sus fines y en su lenguaje mismo, la tenemos en este continente, en América Latina; la revolución mexicana de 1910-1920. Aún el congreso revolucionario que se reunió en su momento culminante, hacia fines de 1914, tomó su nombre de la tradición francesa: la Soberana Convención Militar de Aguascalientes.

En esta revolución se nos vuelve a presentar el mismo problema: el nuevo poder, establecido después de diez años de batallas contra el antiguo orden y entre los mismos revolucionarios, diez años de esperanza, crueldad, sangre y furia, necesita afirmar su derecho a existir y mira otra vez hacia la historia como fuente de legitimación política.

Pero, por otra parte, debemos ver que la historia misma ha cambiado su status -si puedo usar esta palabra- en la mente del pueblo. La historia, para el pueblo mexicano existía como un vago relato de los orígenes nacionales: la Colonia, la Independencia, la Reforma, y luego un largo período de más de cuarenta años en que los cambios políticos casi habían desaparecido, y con ellos la noción de historia como una realidad viviente para el pueblo. En un sentido aún más amplio, bien podemos decir que para una gran parte de ese pueblo mexicano la historia no existía en absoluto, en tanto su vida campesina, en los pueblos y aldeas, había permanecido prácticamente sin cambiar durante decenios y decenios y, en sus profundidades, durante siglos. Como lo muestra John Womack en Zapata y la revolución mexicana, como desde otro ángulo lo confirma Friedrich Katz en La guerra secreta en México, para muchos la revolución comenzó como un alzamiento contra los cambios de la historia: la defensa o la recuperación de las tierras de los pueblos mediante la restauración de los derechos concedidos por los títulos

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virreinales en el sur, el restablecimiento de las desaparecidas colonias militares en el norte. La historia, que era entonces la penetración acelerada de las relaciones capitalistas en la belle époque mexicana del porfiriato, estaba arrasando con vidas y costumbres de los campesinos, y éstos se metieron en la revolución, iniciada por los de arriba, sublevados desde abajo contra esa historia que los destruía.

Pero al hacerlo, se metieron en la historia y con ellos todo el pueblo mexicano irrumpió a la mitad del foro cambiando al país desde abajo hacia arriba y por todos sus rumbos, caminos y senderos. El pueblo mexicano se puso a hacer la historia en primera persona, destruyó un Estado y su ejército, ocupó con sus armas la capital de la república y, saliendo de sus casas, aldeas y villorrios a la bola, descubrió a México, su país, a punta de fusil, y se cambió a sí mismo abriendo a caballazos las puertas del tiempo. En la revolución mexicana, la historia que antes se escribía con la H mayúscula, se hizo experiencia colectiva, vida contemporánea, conocimiento popular y el mito se puso al alcance de todos, incluído el barbero de Pilsen en Chicago. En esos diez años crueles y fulgurantes el pueblo mexicano se acostumbró a tutear a la historia, porque ella se puso a hablar de "gente como uno", Pancho, Emiliano, Genovevo o Eufemio, y ya no sólo de los héroes epónimos de uniforme, levita o bigotes de bronce.

5. LOS HISTORIADORES POSTREVOLUCIONARIOS

Esa historia compartida y vivida por todos tenía, al mismo tiempo, las condiciones para convertirse muy rápido en un discurso fundador, un discurso sobre los orígenes -como dice Francois Furet de la revolución francesa-, un signo de identidad al alcance de todos y una confirmación, útil para los nuevos dueños del poder, de la restablecida comunidad ilusoria entre los de abajo y los de arriba -los mismos aquéllos, renovados éstos- bajo la protección de los símbolos

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nacionales. El trabajo del historiador, bajo ese mito y con ese signo, se convirtió rápidamente en el México postrevolucionario en la tarea altamente politizada de elaborar y enriquecer ese discurso.

Dos presiones sociales convergieron hacia este fin: por un lado, las necesidades de legitimación de los nuevos dirigentes y gobernantes: por el otro, las exigencias de una identidad colectiva en el pueblo pobre que había entrado en los nuevos campos de la historia abiertos por la revolución. Gobernantes y gobernados, dominadores y dominados, los de arriba y los de abajo, volvieron a encontrar un origen común, es decir, una base nacional común. Lo que la revolución había destruído, la postrevolución comenzó a reconstruir sobre nuevos fundamentos. Y la historia y sus historiadores fueron llamados a ponerse al servicio de esta tarea, política y religiosa al mismo tiempo.

Pero la revolución mexicana no era historia todavía: era crónica, polémica, periodismo, documentos secretos, chismes, novelas, cuentos. No era todavía historia politizada, era política pura. De este modo, los principales fundadores de los estudios históricos postrevolucionarios en México fueron participantes ellos mismos, como José Vasconcelos, Martín Luis Guzmán o Mariano Azuela, para mencionar sólo tres figuras sobresalientes entre los escritores, cronistas y memorialistas de ese tiempo. Ya entonces podemos encontrar entre esas figuras algunos norteamericanos, de los cuales el mayor es, por supuesto, John Reed.

El Estado nacido de la revolución fundamentó su consolidación y su equilibrio con las vastas reformas cardenistas de la segunda mitad de los años treinta: organización obrera de masas, leyes laborales, reforma agraria, educación popular y expropiación petrolera. Podemos decir que desde esa época en adelante una escuela de

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historiadores pro-revolucionarios, como la llama Michael Meyer, o historiadores post-revolucionarios, como me parece justo denominarlos, comenzó a afirmarse y a desarrollarse. Pienso que el precursor fue un norteamericano, Frank Tannenbaum, el escritor que ya en 1933, en Peace by Revolution, vislumbró con claridad y con fervor los contornos de esa utopía mexicana que fue el cardenismo. Esta escuela tiene su expresión por así decirlo clásica en Jesús Silva Herzog, uno de los herederos en el campo de los estudios históricos de la tradición del liberalismo mexicano, o en Isidro Fabela, el recopilador minucioso de los documentos históricos de la revolución. La izquierda, por su parte, entró en el terreno de la interpretación histórica de la revolución mexicana, en la forma esquemática hecha norma por el ascenso del stalinismo en la Unión Soviética y de su influencia en el marxismo mundial. Si a esta trampa escapa la obra precursora de José C. Valadés, en cambio cae en ella y se convierte en una de sus encarnaciones típicas el trabajo de José Mancisidor, un buen y tal vez honesto ejemplo de cómo no escribir la historia desde la izquierda.

En esta corriente de historiadores post-revolucionarios el discurso de los orígenes abarca tanto la revolución mexicana como el pasado azteca, la Independencia o la Reforma liberal. Ese discurso queda fijado en los murales mexicanos, tan peculiarmente afectos a la historia como su tema principal y dominante.

El Estado surgido de la revolución necesitaba refundar la historia, y con él también lo necesitaban los revolucionarios, en un momento en que no era sencillo establecer una separación entre Estado y revolucionarios porque ambos enfrentaban, en el terreno de la historia y de la educación como en todos los demás, a un enemigo común, los antiguos propietarios del conocimiento, las viejas clases cultas y sus todavía dominantes interpretación y utilización del pasado y de la cultura nacionales. A esas clases, a quienes la revolución

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había arrebatado el control del Estado, había que quitarles todavía su férreo, despiadado y secular control del pensamiento mexicano. Sólo pueden pasar por alto la realidad de este enfrentamiento, aún en los términos elementales en que muchas veces se dio en los años treinta, aquéllos que creen que cultura y pensamiento flotan en un éter inmaterial ajeno a las presiones de la sociedad y por encima de ella.

Estudios históricos y política post-revolucionaria se entretejieron entonces inseparablemente. Toda la historia de los decenios posteriores a la República Restaurada y anteriores a la Revolución cayó bajo condena. El régimen de Porfirio Díaz fue presentado como la imagen del conservadurismo, la opresión y hasta el atraso. Los dirigentes de la revolución, que pasaron buena parte de sus vidas combatiéndose y matándose entre sí, resultaron santificados en bloque y sus diferencias y disputas fueron minimizadas. Así como tiene héroes, este pensamiento histórico necesita tener traidores. Victoriano Huerta, un militar capaz y un presidente despiadado, resultó ser el paradigma del traidor, y la escuela histórica post-revolucionaria logró instalar esta idea tan cabalmente que incluso una obra biográfica importante sobre el personaje, la de Michael Meyer, a diez años de su publicación en inglés aún no ha encontrado un editor mexicano.

El Estado post-revolucionario alentó y protegió una visión oficial de la historia de México y de su revolución y el trabajo de los historiadores fue apoyado y al mismo tiempo interferido por esta visión y este sesgo políticos de su tarea. Pero esta resultó posible y aceptable no principalmente en razón de alguna indebida presión política sobre ellos, sino sobre todo porque esta visión nacionalista y post-revolucionaria del pasado tenía un fuerte consenso popular en el país. El Estado mexicano se hizo maestro en el arte de utilizar a la historia como un instrumento de persuasión ideológica y en confundir

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el discurso de los orígenes con sus propios objetivos y programas políticos inmediatos de cada momento.

Pero lo que en el cardenismo era lucha, ingenua y elemental si se quiere, contra el monopolio de la cultura y el conocimiento por los intereses, los puntos de vista y las interpretaciones de las antiguas clases cultas (y por su aliada y vulgarizadora a nivel popular, la Iglesia), en el período posterior a Cárdenas, después del viraje conservador del propio Estado a partir de los años cuarenta, se volvió cada vez más justificación ideológica de ese curso derechista y utilización demagógica del pasado revolucionario destinada al consumo escolar y popular. Desde entonces, cada gobierno mexicano con su ideología mantuvo y renovó el mito nacional de una revolución ininterrumpida, una revolución que aún con altibajos continúa y se encarna, en cada momento, en el régimen de turno en el poder. De este modo, la historia se convierte en servidora burocrática de ese poder, aún cuando éste se considere a sí mismo un poder revolucionario o surgido de una revolución.

Esta influencia de la escuela histórica post-revolucionaria es todavía tan fuerte que uno de los principales trabajos históricos colectivos sobre el México contemporáneo, elaborado en los años recientes por un grupo calificado de estudiosos de El Colegio de México, abarca desde 1910 hasta 1960 y cubre esos cincuenta años bajo el título común de Historia de la Revolución Mexicana, como si ésta se extendiera, según lo quiere la ideología del Estado, en un proceso permanente que llega hasta nuestros días: difícil hallar un símbolo más trasparente de la penetrante y persistente politización estatal de la interpretación y la reconstrucción históricas, precisamente en quienes han querido y creído oponerse expresamente a esa politización.

6. LA REBELIÓN DE LOS SESENTA

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En este campo, como en tantos otros, los años sesenta trajeron un cambio radical. Una nueva revolución latinoamericana, la revolución cubana, estaba en auge y cubría con la sombra que proyectaban sus audacias y sus conquistas el brillo y la gloria ya antiguos y opacados de la entonces cincuentenaria revolución mexicana. La cubana, yendo aún más lejos en sus proyectos, sus realizaciones y sus desafíos, obligaba a la revisión de los límites históricos de la mexicana.

Uno de los principales agentes del cambio en los estudios históricos de México fue, significativamente, un historiador de la escuela liberal clásica, Daniel Cosio Villegas, con su Historia moderna de México revalorando el México porfiriano y trayéndolo del infierno donde lo había colocado la historiografía post-revolucionaria a la realidad de las investigaciones y valoraciones objetivas de la historia.

El otro libro fundamental en este viraje fue, indiscutiblemente, el ya clásico estudio de John Womack que, como bien ha sido dicho, saca a Zapata de los cielos de la historiografía oficial y lo devuelve a su tierra, Morelos, y a su gente, los campesinos del sur. Debo también mencionar aquí -y al hacerlo estoy seguro de que resulto responsable de más de una omisión- los trabajos de otro precursor norteamericano de los nuevos estudios sobre la revolución mexicana, Robert Quirk, el mejor historiador de ese acontecimiento soberbio y culminante de la revolución, la Convención de Aguascalientes.

Esos fueron años de ruptura al menos en dos aspectos decisivos: 1) una ruptura inicial con el mito de los orígenes y el discurso de los fundamentos de la nación y una declaración de independencia del historiador con respecto al poder y a la

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política inmediata; 2) un cambio y un perfeccionamiento sustanciales en el oficio del historiador.

Como sucede siempre, un acontecimiento nacional verdaderamente histórico ayudó, estimuló y consolidó esta tendencia hacia la independencia de pensamiento y la autonomía con respecto al poder en los estudios históricos y el gigantesco movimiento estudiantil y popular que en México mostró a todos que la esperanza, una vez más, no era una propiedad del Estado que tenía que dispensarse desde arriba sino un bien terrenal y común del pueblo que tenía que construirse y conquistarse desde abajo.

Los años setenta son de ruptura en la historiografía mexicana, ruptura con la política en su sentido más corto e inmediato y distanciamiento de la tutela directa del poder estatal de sus exigencias, sus demandas y sus imposiciones. En todo caso, este es un proceso no concluído, y está en la naturaleza del poder político post-revolucionario mexicano el permanente intento de volver las cosas al estado anterior en el terreno de los estudios históricos, aunque sea en una forma más sutil y sofisticada, y de mantener las cosas donde están en la utilización ideológica del conocimiento histórico. Pero este proceso de ruptura, una vez en movimiento y siendo ante todo un proceso de las ideas y la inteligencia, difícilmente puede ser vuelto para atrás o siquiera detenido.

No mencionaré aquí a ninguno entre los historiadores mexicanos porque por fuerza omitiría demasiados. Haré sin embargo una excepción con la cual, creo, todo historiador mexicano actual concordará: el nombre de Luis González, michoacano.

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7. HISTORIOGRAFÍA NORTEAMERICANA SOBRE LA REVOLUCIÓN Y EL MÉXICO CONTEMPORÁNEO

Aquí entra, según creo, un factor nuevo -nuevo en el sentido de que adquiere, desde fines de los años sesenta hasta el presente, un impulso autónomo y una dinámica creciente. Es el trabajo de los estudiosos norteamericanos sobre la revolución mexicana y sus antecedentes y sobre el México contemporáneo. Ellos traen consigo su oficio, un punto de observación específico y privilegiado y un hábito arraigado de precisión documental.

Aquí sí quiero mencionar algunos nombres, aún si ello me hará culpable de la omisión de muchos. Mi disculpa es que no pretendo dar a ustedes una bibliografía sino sólo una idea general de una de las tendencias importantes de la actual historiografía en Estados Unidos.

Como huésped educado de la Universidad de Chicago, pero también como deudor de conocimientos y de guías para mi propio estudio, quiero comenzar nombrando a dos de nuestros amigos de Chicago: Friedrich Katz y John Coatsworth, con sus obras y estudios sobre Villa, la revolución del norte y el período porfiriano. Partiendo desde allí, puedo hacer una lista incompleta e impresionante de historiadores norteamericanos y sus estudios sobre la revolución y el México contemporáneo: James Wilkie sobre el gasto estatal y el cambio social; Michael Meyer sobre Huerta y Orozco; Clark W. Reynolds sobre las tendencias de largo plazo en los cambios del México contemporáneo; John Cockroft sobre los precursores de la revolución; John Hart y Ramón E. Ruiz sobre el movimiento obrero mexicano en la revolución (que continúan el trabajo iniciador de Marjorie Ruth Clark en los años treinta); Robert Freeman Smith sobre el nacionalismo revolucionario mexicano; W. Dirk Raat sobre el magonismo y los I.W.W.; Heather Fowler Salamini sobre el movimiento

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agrario en Veracruz; Nora Hamilton sobre el período de Cárdenas; además de los incontables estudios de caso donde antropólogos e historiadores han iluminado sectores y puntos específicos del México contemporáneo. Quiero agregar aquí, aunque no sean norteamericanos, los nombres de dos británicos y un francés entre los que han contribuido al cambio en curso en la historiografía de la revolución mexicana: Barry Carr, David Brading y, por supuesto, Jean Meyer.

Todos estos que digo, y otros que por ignorancia o por olvido no digo, han significado un enriquecimiento, poco usual en el caso de otros países, para la historiografía del México revolucionario y postrevolucionario. Provenientes de diferentes formaciones teóricas y métodos de investigación e interpretación, ellos han brindado un inesperado apoyo objetivo a la tendencia ya existente en los estudios históricos de la revolución mexicana hacia su autonomía del poder estatal y de sus requerimientos de política inmediata, hacia una real y necesaria ruptura entre el oficio de historiador y los hechos y demandas del poder establecido.

Si el trabajo de estos estudiosos aporta a México ángulos y puntos de vista innovadores sobre su propia historia, es también importante el aporte que puede representar para la investigación social e histórica en Estados Unidos. Puede contribuir a abrir, ante todo, una puerta objetiva, efectiva y desinteresada hacia otros países -siempre que esa tarea asuma la misma independencia con respecto al poder real de su propio país (que no reside tan visiblemente en el Estado, como en México, sino sobre todo en las múltiples formas culturales que el establishment del capital toma) que demanda a los historiadores mexicanos. Quiero suponer que abrir tales puertas al mundo ha sido siempre un problema para los estudiosos de las ciencias sociales en este país, tan único y tan diferente de todos los otros cuyas sociedades se arraigan en la compleja riqueza de sus pasados

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precapitalistas, y que al mismo tiempo pretende tan imperiosamente aspirar a la universalidad de su forma de pensar y de su modo de vivir.

Me parece tosca y erróneo la idea -tal vez sorprendente aquí, pero no al sur del Río Bravo- de que los historiadores norteamericanos puedan haber sido llevados hacia los estudios mexicanos, aún a su pesar, como un instrumento de penetración ideológica dentro de México. Esta suposición es demasiado elemental para ser sostenible, y no porque sea imposible, sino porque los hechos, lejos de probarla, la refutan. Más bien me atrevería a proponer la idea opuesta.

Diría que la poderosa rebelión del pueblo mexicano en aquellos días, el fuerte y orgulloso carácter nacional que en ella se formó, la luz y la sombra, el sonido y el silencio, la concentración de pasado y de esperanza que fue, todo junto, la revolución mexicana, han llamado fuertemente a la imaginación y al sentido del destino y del afecto humanos que todo verdadero historiador tiene que llevar en su mente y en su alma. Si este es el caso, tal motivación no sólo es sólida y fértil: es también una garantía para el futuro del estudio y la comprensión de una historia, la mexicana, que es inseparable, bien lo sabemos todos, de la historia pasada y venidera del pueblo norteamericano.

8. PELIGROS

Afirmados ya los cambios posteriores a los años sesenta, es hoy relativamente fácil ver y criticar las limitaciones o las exageraciones de muchos de los historiadores postrevolucionarios (o pro-revolucionarios), sobre todo cuando su escuela se volvió manierismo e imitación de los iniciadores o simple tarea por encargo oficial más o menos directo (y

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quienes trabajamos en las universidades estamos obligados a registrar las infinitas formas de sugerir, proponer y obtener sin decir). Pero también hay en esto un peligro: el de dejar de ver la tarea necesaria que esa escuela cumplió, con todos sus esquematismos, contra una visión pretérita, aristocrática y antinacional de la cultura. Sus años juveniles fueron años de combate, y si hoy vemos los límites de ese combate que ya algunos advirtieron entonces, ello no quiere decir que combatir no fuera necesario.

El peligro reside en una visión empirista del trabajo del historiador, que reaccionando contra la exageración o la tendenciosidad de interpretaciones apriorísticas insuficientemente contrastadas con los datos y los hechos, reniegue de todo método interpretativo y asuma así, sin decirlo y tal vez sin saberlo, su propio sesgo interpretativo, el del objetivismo empírico que cree ciegamente en la acumulación de los datos que le parecen relevantes y oculta o no ve el criterio previo que guía su propia selección y su propio ordenamiento de esos mismos datos que recoge y usa.

La justificada reacción a favor de la independencia del historiador con respecto al Estado y sus exigencias políticas encierra otro riesgo: el de no ver que, superada la polémica de los historiadores post-revolucionarios con las visiones y las versiones de las antiguas clases cultas, el historiador actual se crea -él sí- absolutamente autónomo y portador intelectual e individual de un pensamiento histórico atemporal colocado por encima de los conflictos y las presiones de las sociedades reales en las cuales trabaja y vive.

Entonces esta ilusión de neutralidad intelectual puede llevarlo a seguir imposiciones o llamados, no por invisibles menos poderosos, de otras instituciones tal vez menos ligadas a la ideología del Estado y más a las demandas y necesidades del mercado de trabajo intelectual, como pueden ser las grandes

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instituciones de enseñanza superior (privadas o públicas, la distinción cada vez importa menos). Esa ilusoria neutralidad académica, a la cual puede ser particularmente vulnerable el pensamiento empírico-objetivista, resulta finalmente, en el campo de los estudios históricos y en otros terrenos científicos, funcional a los proyectos de los grandes controladores y usufructuarios contemporáneos del conocimiento científico y de los recursos que lo permiten, los dueños del capital. En tal caso la ilusión de independencia sería sólo la cobertura, por invisible aún más nociva, de una nueva dependencia, la de la omnipotencia de las fuerzas ciegas del mercado.

Las instituciones culturales del Estado pueden perfectamente, a esta altura del siglo y de las cosas mexicanos, subordinarse a esa lógica y estimularla con planes y proyectos de investigación histórica supuestamente objetiva y despolitizada.

No es esa la independencia de que hablo. Si los estudios históricos de la revolución han de ser fieles a la esencia de su tema, su indispensable autonomía ante el poder y ante el mercado necesita encontrar un sustento social en el pensamiento y en la práctica actuales de ese pueblo que es legítimo heredero de las tradiciones y las enseñanzas intelectuales de aquella revolución, aunque no de sus bienes y sus goces materiales.

Chicago, 22 de noviembre, 1982.

05/01/2010

Las transfiguraciones del nacionalismo mexicano (MARZO 1995 - DESHORAS).

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Adolfo Gilly.

México: identidad y cultura nacional es el título de un libro colectivo editado por la Universidad Autónoma Metropolitana. Impreso en un gran formato inusual de 21 por 32 centímetros, es fácil de leer pero difícil de acomodar en los anaqueles. Ocho son sus autores.(1) De ellos, al menos seis constatan, de un modo u otro, la existencia o la latencia de una crisis del nacionalismo mexicano: Gruzinski, Lafaye, Monsiváis, del Val, Gabayet y Bartra. El volumen es el resultado de un coloquio realizado en la UAM Xochimilco en marzo de 1992, coordinado por Jacques Gabayel. Tres años después, podemos decir que esa crisis está entre nosotros en su real magnitud, haciendo verdad varias de las anticipaciones o premoniciones de los autores.

Vivimos hoy una crisis de la forma del Estado mexicano(2) y, con ella, de su ideología fundante, el nacionalismo propio de la Revolución Mexicana. En realidad, desde hace tiempo era más perceptible la crisis de la ideología que la de la forma del Estado. Sin embargo, incapaz como se reveló este Estado de engendrar una ideología unificadora diferente, se ha mostrado que la crisis de la ideología anunciaba y preludiaba la otra, la más profunda, la arrasadora crisis de la forma estatal y de sus relaciones interiores.

De las dimensiones reales de estas crisis nuestros políticos de todos los colores, pese a cuanto digan, parecen no tener conciencia clara, a juzgar por sus desconcertadas idas y venidas en torno al hormiguero institucional sobre el cual alguien -¿la globalización?, ¿el reino universal de las finanzas?, ¿la caída del malhadado muro?, ¿la posmodernidad?, ¿el dedo de Dios?- ha volcado su ira sin piedad. No salen mejor librados analistas y columnistas, esa especie que por lo general sobrevuela las ondas superficiales de la política. Castigo para algunos de ellos sería publicar

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ahora lo que escribieron apenas en septiembre pasado, mes cuyo otoñal encanto postelectoral fue roto de un solo balazo por el asesino de José Francisco Ruiz Massieu, el verdadero heraldo de lo que vendría.

¿Es más que un cruce de dos crisis, la económica y la política, lo que de este modo extravía las brújulas de individuos por otros conceptos inteligentes y perceptivos" Creo que algo nos anticipan varios de los autores de este libro.

Roger Barta dice en su ensayo:(3)

vivimos "una crisis del nacionalismo" y una "búsqueda de nuevas formas de identidad". Buscamos nuevas respuestas a la eterna pregunta: ¿quiénes somos esta comunidad de los mexicanos?, ¿quién soy yo y cuál es mi comunidad dentro de esta comunidad o sin ella? En la identidad que el nacionalismo define ya no me identifico, me veo borroso, no pertenezco a ella como en otros tiempos. ¿Está cambiando esta identidad? ¿Estoy cambiando yo mientras la identidad por siempre permanece? Estas preguntas en torno a palabras escurridizas y ambiguas como las del título del libro: "identidad" y "cultura", circulan cada día en ensayos, artículos y columnas. Ellas delinean una crisis de incertidumbre.

Para abordar esta incertidumbre, Jacques Laraye anota(4) la dificultad misma de la idea de una cultura nacional y la atribuye a varios "malentendidos":

Por un lado hay sectores de la sociedad que se empeñan en defender una supuesta cultura nacional que sólo representa un vestigio de la antigua cultura criolla de una reducida elite social, hoy diezmada por el desarrollo económico acelerado.

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Por otra parte, una nueva burguesía cosmopolita, nacida del progreso industrial y del comercio internacional, exalta una civilización material que no es "cultura".

Hay, empero, un tercer afluente, sigue Laraye:

Por otro lado, los miembros de los grupos étnicos tradicionales, dispersos por la mecanización de la agricultura, la especulación sobre bienes, fondos, etcétera, se aferran con desesperación a lo único que parece capaz de mantenerse a flote en el naufragio de su comunidad: la cultura de los antepasados.(5) (...)

Una cultura nacional -para ser algo más que un tema de discursos públicos o una meta ideal- tendría que ser el imposible denominador común de contradictorias herencias culturales.

Lafaye insiste en aquella idea sobre la cual trabajó sin cesar Guillermo Bonfil en sus últimos años:(6) la expulsión de los indios del término "mexicanos", la confiscación de su nombre, mexicanos, por un nacionalismo

que los excluye:

(6) Guillermo Bonfil, "Historias que no son todavía historia", en Carlos Pereyra y otros, Historia ¿para qué?, Ediciones Siglo XXI, México, 1980, pp. 227-245; Guillermo Bonfil, México profundo. Una civilización negada, Editorial Grijalbo, México, 1990 (1a. ed., 1987).

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la descolonización social interna no ha terminado todavía. El vía crucis del indio, aun después de la Revolución Mexicana, no ha llegado a su última estación. Todavía hoy uno puede preguntarse: "¿Hasta qué punto el

indio mexicano es un mexicano?".

Tres años después, en 1994, la insurrección indígena de Chiapas volvería a traer esta pregunta a nuestra cotidianeidad en la forma que parece ser la única posible para las preguntas largamente postergadas, ignoradas

o descartadas: la inesperada violencia de los olvidados. Aquel estado de cosas, insiste Lafaye, puede dar resultados igualmente no esperados:

Si se llega a sacralizar la "identidad étnica" como el alfa y el omega de la sociedad nacional e internacional, se corre gran riesgo. (...) ¿Quién puede comprometerse a que en el mismo México no vayan a resurgir nunca

"las guerras de castas"? Es tiempo ya de sacudir de nuestros pies el lodo de la historia en gestación y regresar a los conceptos que han sido nuestro punto de partida.

La "identidad" no es idéntica. En todos los casos depende de los grupos étnicos, regionales, las clases, la edad, las capas sociales y las épocas.

El concepto de "nación" no coincide exactamente con el de patria ni con las fronteras y los criterios del Estado-nación. Es más bien una aspiración, un ideal, una ansia o un espasmo de la sociedad que se encuentra en

situación crítica

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Lo mexicano rebosa de ambigüedades y su definición no es inmutable; más bien es polisémica.

Los "mexicanos" se definen claramente frente a los extranjeros y con dificultad frente a sí mismos. (...)

Todo esto conlleva a que los mexicanos se queden, por cierto tiempo todavía, "con la X en la frente", la X de la incógnita.

Carlos Monsiváis, en trance de despejar esta incógnita (7), registra otra transfiguración:

El nacionalismo pasa del deber cívico a la orgía sentimental, y ser mexicano es vivencia progresivamente desligada de la política y el compromiso social. (...)

El nacionalismo que persiste es ruidoso, beligerante, cursi, áspero, devoto, bravero, apretujado, sentimental de a madres. Es el nacionalismo de los excluidos de la Nación Visible, o de los sólo incluidos en los acarreos.

Es el nacionalismo del futbol, de la música popular, de las evocaciones regionales, del antimperialismo de sobremesa o de madrugada, de las reflexiones vacías y circulares sobre el carácter de los mexicanos, de los reflejos condicionados de un patriotismo no muy claro en su registro histórico.

Es que la incógnita de este nacionalismo en transición hacia otra forma de sí mismo está poblada, para Monsiváis, de

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todas las preguntas que asedian a una identidad situada en divergencia creciente con aquella que se definía como la "obediencia a las instituciones":

¿De qué modo se aplica la identidad, que debe ser fijeza, a los requerimientos del cambio permanente? ¿Cuál es el meollo de la "Identidad": la historia patria, la Constitución de la República, las leyes, la religión, el sentido de pertenencia a la nación, la lengua, las tradiciones regionales, los hábitos sexuales, las costumbres utópicas, los usos gastronómicos? ¿Cuál es la "Identidad Nacional" de los indígenas? ¿Pueden serlo mismo la "Identidad" de los empresarios y la de los campesinos? ¿Hay Identidad o hay identidades? ¿Cómo intervienen en el concepto las clases sociales y los elementos étnicos? ¿Hasta qué punto es verdadera la "Identidad" que promulgan los mass media? Si la Identidad es un producto histórico, ¿incluye también las derrotas, los sentimientos de cabal insuficiencia, las frustraciones? ¿Hay una Identidad negativa y otra positiva? (...)

Una diferencia no muy advertida en la historia cultural: si la "Identidad Nacional" varía según las clases sociales, también varía, y muy profundamente, según los sexos. La Nación enseñada a los hombres ha sido muy distinta a la mostrada e impuesta a las mujeres.

Esta crisis del nacionalismo mexicano como identidad colectiva casi única, también constatada en este volumen por José del Val ("los soportes ideológicos del México del siglo XX están en franca disolución, (...) lo que está verdaderamente en ascuas es la nación, el soporte natural de una de las identidades")(8) y por Jacques Gabayet, que habla de "nacionalismo defensivo",(9) se expresa según Roger Bartra

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en la ruptura de las cadenas que ataban la existencia misma del Estado mexicano a la cultura política nacionalista que ahora está en crisis. Si, de alguna forma, una gran parte de la población llegó a estar convencida de que su mexicanidad se comprobaba y se correspondía con las peculiaridades del sistema de gobierno, entonces no debemos extrañarnos de que las crisis políticas (1968, 1982, 1988) signifiquen para muchos mexicanos que la realidad nacional está derrumbándose.

¿Y qué decir, entonces, de la crisis inaugurada en 1994? Lo que está desmoronándose, agregaría yo en este punto, es la relación, casi la identidad, entre nacionalismo y Estado mexicano.

Ese Estado, a partir de la Revolución Mexicana -heredera a su vez de ancestrales concepciones corporativas y protectoras- fue concebido como el Padre, el Benefactor, la Providencia misma. (En ninguna parte es tan

verdadera como en México la expresión francesa"Estado-Providencia", con una resonancia de connotaciones religiosas mucho más vastas que las que permite el laicismo republicano francés). Su nacionalismo revolucionario, en consecuencia, era una ideología unificadora y sobre todo protectora de todos los mexicanos. Prometía que ningún mexicano quedaría finalmente solo, desamparado, desprotegido, y aseguraba esa promesa a través de las redes inextricablemente entrelazadas de las instituciones estatales protectoras y de los caciques, diputados y señores de la política que personificaban y gestionaban esa protección. El PRI, esa emanación única de la politicidad mexicana de este siglo, era su producto político natural.

Esa relación no ha desaparecido, pero está desgarrada, rota, se ha vuelto disfuncional, no está garantizada per se. El híbrido que todavía (¿por cuanto tiempo?) se llama Solidaridad (híbrido hasta en el nombre, válgame Dios),

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mostró no ser más que su sombra en harapos. En consecuencia el nacionalismo, que al hacerse Estado se convertía en identidad protectora y unificante, va dejando de ser la casa de todos, el cielo protector, el punto de encuentro apaciguador entre todos los mexicanos. El nacionalismo mexicano está en crisis porque está en crisis su Estado.

O mejor, la profundidad actual de la crisis del Estado fue anunciada por la crisis del nacionalismo que nuestros autores constatan. Y si el nacionalismo se concibió como una forma de identidad colectiva y esa identidad tomó materialidad en determinada forma estatal, al producirse la separación o la fractura entre ésta y el nacionalismo, queda cuestionada esa forma específica de la identidad colectiva.

A través de sus gobiernos últimos sucesivos -Carlos Salinas primero, Ernesto Zedillo después- las prendas materiales de ese nacionalismo encarnado en el Estado han ido siendo desmanteladas, se desvanecen, se privatizan. La protección de cada uno ya no queda garantizada por el Estado- Providencia, sino por el núcleo familiar, desgarrado a su vez como nunca antes en empleados y desempleados, en los que emigran y los que se quedan, en los que estudian y los que se sacrifican para que los otros estudien. De la protección garantizada por la ley a la privatización sin fronteras, de los derechos para todos a los servicios pagados, de la nación protectora a la familia individual, esa es la crisis de una forma de nacionalismo, la que se identifica con las instituciones estatales y con sus peculiaridades, como la define también Bartra.

Esta crisis podría describirse, también, como una ruptura entre las identidades culturales de los mexicanos y el Estado mexicano tal como éste todavía subsiste. ¿Entraña esta ruptura una fragmentación o una disolución del nacionalismo mexicano? Me atrevería a decir que, por el contrario, anuncia

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dos procesos paralelos y tan interdependientes entre sí que la salida de uno determinará la del otro, y viceversa.

Por un lado, estamos en los inicios de una recomposición bajo formas diferentes de la comunidad estatal mexicana. Pido no confundir este proceso con fenómenos menores como reformas electorales, concertacesiones, acuerdos, pactos y otros pasajeros accidentes del camino. La recomposición implica derrumbes aún mayores que los ya presenciados, derrumbes quizá necesarios que esos fenómenos menores protagonizados por personajes menores pretenden, en vano, conjurar. La recomposición, bajo la forma en que se produzca, será resultado de procesos aparentemente desordenados o caóticos (quiero decir, no dirigidos por nadie) ya en curso en la sociedad mexicana. A estas alturas todavía resulta aventurado predecir su posible resultado final.

Por otro lado, creo que vivimos una recuperación del nacionalismo mexicano bajo formas diferentes, una reelaboración del nacionalismo como cultura pero esta vez distanciado de la actual forma de Estado. Bajo las poderosas influencias de la fragmentación, la trasnacionalización, la interpenetración con otras culturas, el nacionalismo no se destruye o desaparece, ni tampoco las culturas de esta nación. Desaparece, en parte, su anterior forma tranquilizadora como ideología garantista del Estado benefactor, como religión universal de la Providencia-Estado. Pero entonces se fragmenta y se convierte en el culto común de los diversos fragmentos de la comunidad estatal en crisis, aunque ese culto haya dejado de reconocerse en una forma institucional única para todos, y esos fragmentos lo practiquen en la mutua hosquedad de rituales diferentes.

En lugar de unificar por arriba a la nación-Estado (y sin terminar de hacerlo, porque nación y Estado siguen allí), el nacionalismo se vivifica por abajo en sus formas menos

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republicanas y menos cívicas, en sus connotaciones agresivas hacia afuera y hacia adentro (agresivo no siempre es un término peyorativo), en su refugio como identidad última, como aquello de lo cual no pueden despojarnos, como última trinchera, así sea regional o local, contra quienes todo han destruido, todo nos han quitado, todo han prostituido.

El nacionalismo es aquello que la traición de este Estado nacionalista por excelencia no puede quitarnos, es aquello en lo cual nos defendemos contra él. Es el nacionalismo de las vísceras, de lo profundo, de una identidad última no muy bien precisada.

Ante el derrumbe o el vaciamiento de la racionalidad estatal del nacionalismo, éste reaparece como pulsión, como refugio, como grito, en las formas absoluta y únicamente mexicanas en que se realiza en la vida real la mezcla indecible de influencias, historias, pasados, conflictos, invasiones e imposiciones políticas y culturales de múltiples orígenes e intenciones.

Por eso resulta igualmente pertinente otra observación de Roger Bartra:

La disyuntiva anual no es entre una opción populista y una opción trasnacional. Basta encender la televisión para percatamos que la cultura hegemónica ha logrado ya superar esta contradicción, al imponemos una cultura profundamente patriotera y agresivamente alineada a la cultura de masas generada en Estados Unidos.

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No sé, nadie puede presumir de saberlo, cuál será la salida de esta crisis de larga duración ni cuáles sus orientaciones. Creo saber, en cambio, dos cosas.

Una. Si alguna fuerza política preexistente ha sido literalmente arrasada por la crisis, no es tanto el PRI, pasablemente desmantelado a estas alturas, cuanto ese conglomerado que en el pasado se llamó izquierda mexicana, cuya mayoría visible llegó a un inestable estado de aglutinamiento en aquel fugaz partido que fue el PMS.

Algunos de sus sectores, entre ellos no pocos antes tocados por la "ciencia" althuseriana, viraron hacia la "modernización", el salinismo, la ola global del Primer Mundo. Los anuncios de este cambio no son del pasado sexenio, como afirman las visiones simples. Están ya presentes en escritos de 1980 y años siguientes, posteriores a la derrota de los electricistas democráticos.

Otros, a quienes tal vez la misma "ciencia" les llegó por la vía sintética de Marta Harnecker (o de su mentor primero al cual hoy todos niegan, aquel cuyo nombre es el Impronunciable), ahora se refugian en la cultura política del nacionalismo revolucionario. Pero no en su versión rústica, vigorosa y original del cardenismo de los años treinta, sino en la del echeverrismo de los años setenta.

Perdido entre los escombros del muro maldito lo que aún quedaba de sus símbolos, sus ideales y sus valores, esas corrientes toman ahora los que encuentran a su alcance en el tianguis sobre ruedas de la política: el nacionalismo patriotero, por ejemplo. Los destinos divergentes y sin embargo paralelos de esa izquierda que no sabe quién es porque se niega a considerar su propio pasado, lejos de ser una de las posibles premisas de cualquier salida de la actual

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crisis, son apenas uno de sus múltiples síntomas.

Dos. Por fuertes que parezcan las influencias externas y las tendencias a la trasnacionalización y la globalización, el nacionalismo mexicano, en los sentidos en que lo definió entre otros Jacques Lafaye en sus obras clásicas,(10) está viviendo una de sus grandes transfiguraciones, que va mucho más allá de las formas partidarias estatales de este último medio siglo: el PRI y el PAN, pilares políticos complementarios de la forma de Estado hoy en ruinas. (El PRI, desde su origen en el alemanismo, siempre necesitó de la existencia del PAN como planta epífita y encubridora. O, en otras palabras, la sustitución-subsunción-supresión del sinarquismo por el PAN a inicios de los años cuarenta fue la otra cara de un proceso similar y paralelo en la trasformación del PMR en PRI y en los "charrazos" sindicales que la complementaron.)

Nacionalismo en su sentido fuerte, el de los años treinta, fueron el cardenismo y el sinarquismo.(11) Ambos, no lo olvidemos, buscaban o invocaban referentes universales, aunque se reconocieran como puramente mexicanos. No sé cuál de ambos ancestros, si es que alguno, o cuál mezcla de los dos según la antigua pasión mesoamericana de lo híbrido y lo ambiguo, reconocerá este nacionalismo en gestación. A fuerza deberá incluir de veras, le guste o no, a los indígenas, que por primera vez entran como sujetos en el universo estatal mexicano en la misma forma en que antes lo habían tenido que hacer otros sectores sociales subalternos:

tumbando las puertas a patadas y tomando los jefes y las ocasiones que encuentran a mano en ese momento. ("La Historia arreglará sus cuentas allá ella / pero lo vi cuando subía gente por sus hubiéramos / buenas noches Historia agranda tus portones / entramos con Fidel con el caballo",

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escribía Juan Gelman allá por los inicios de la revolución cubana.)

Son fuertes las posibilidades de que la carga de agresión de ese nacionalismo sea mucho mayor que su carga de razón. En ese caso entraría en sintonía con similares tendencias en el norte. Sólo podría contrarrestar esas posibilidades un nacionalismo cuya consustancial carga de pasión estuviera equilibrada y fecundada por una equivalente carga de razón. Pero si así fuera, debo decirlo, tendría que ser nuevo y diferente de cuanto hemos conocido en el pasado. No alcanzo a ver hoy en nuestro horizonte cultural indicios que nos anuncien cuáles podrían ser sus contornos en la política y en las ideas, quizá porque esos mismos contornos están hoy en día en formación.

México: identidad y cultura nacional tampoco tiene las respuestas. Pero su lectura puede bien ayudarnos a pensarlas.

Adolfo Gilly. Historiador y ensayista.

NOTAS

(1) Serge Gruzinski, Jacques Lafaye, Carlos Monsiváis, Francisco Piñón, Roger Bartra, Judil Bokser, Jacques Cabayet y José del Val, México: identidad y cultura nacional, Universidad Autónoma Metropolitana, Xochimilco, 1994, 106 páginas.

(2) Ver, al respecto, Rhina Roux, "México: crisis de la forma de Estado", Viento del Sur, México, junio 1994, no. 2; y Adolfo Gilly y Rhina Roux, "México: la crisis estatal prolongada", Viento del Sur, México, diciembre 1994, no. 3.

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(3) Roger Bartra, "La venganza de la Malinche: hacia una identidad postnacional", pp. 61-68.

(4) Jacques Laraye, "Prolegómenos a todo estudio por venir de la identidad nacional mexicana", pp. 25-34.

(5) No es sólo retórica -y si lo es, lo es en búsqueda de fibras persistentes- el lenguaje del Comité Clandestino Revolucionario Indígena-Comandancia General del EZLN en sus comunicados iniciales: "Los más viejos de los viejos de nuestros pueblos nos hablaron palabras que venían de muy lejos, de cuando nuestras vidas no eran, de cuando nuestra voz era callada. Y caminaba la verdad en las palabras de los más viejos de los viejos de nuestros pueblos. Y aprendimos en su palabra de los más viejos de los viejos que la larga noche de dolor de nuestras gentes venía de las manos y palabras de los poderosos. (...) Pero la verdad que seguía los pasos de la palabra de los más viejos de los viejos de nuestros pueblos no era sólo de dolor y muerte. En su palabra de los más viejos de los viejos venía también la esperanza para nuestra historia".

(La Jornada, México, febrero 22, 1994).

(7) Carlos Monsiváis, "Identidad nacional. Los agrado y lo profano", pp. 37-43.

(8) José del Val, "La identidad nacional mexicana hacia el tercer milenio", pp. 103-106: Vivimos indudablemente la época de la convulsión de las identidades". (...) "La identidad es una resultante compleja de situaciones históricas y valoraciones subjetivas, no es un dato inequívoco y

comprobable."

(9) Jacques Gabayet, "La aparente inocencia de la historia", pp. 87-99.

(10) Jacques Lafaye, Quetzalcóatl y Guadalupe. La formación de la conciencia racional en México, Fondo de Cultura Económica, México, 1977. Jacques Lafaye, Mesías, cruzadas, utopías, Fondo de Cultura Económica, México, 1984.

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(11) Judit Bokser, "La identidad nacional: unidad y alteridad", pp. 71-84, señala por ejemplo las resistencias dentro de ese nacionalismo hacia la aceptación sin reservas de la inmigración judía.

01/11/2009

Un mito que se transfigura.

Adolfo Gilly.

El Estado no es una cosa o una institución suprema, sino apenas uno de los subproductos de la historia. El Estado es un proceso relacional entre seres humanos conformado en el tiempo largo y sujeto a sucesivas y no previstas mutaciones. Esto nos dicen varios autores, entre ellos Rhina Roux en El príncipe mexicano, Philip Corrigan y Derek Sayer en El gran arco: La formación del Estado inglés como revolución cultural y, por supuesto, toda la escuela que desciende de Antonio Gramsci.

Visto desde cada sociedad, el Estado es una relación de dominación y subordinación a veces estable, a veces conflictiva, pero cuyos dos términos complementarios y contrapuestos —la dominación y la subalternidad— viven sus conflictos dentro de un marco común de ideas y creencias compartidas, aunque diversamente interpretadas por los unos y los otros. Ese proceso relacional está atravesado y regido por la violencia y el consenso, como una especie de corriente alterna y discontinua.

Una revolución es una ruptura violenta de esa relación por parte de los subalternos. Es, en otras palabras, una insubordinación.

La Revolución mexicana, como todas las demás que poblaron el siglo XX en el planeta, fue hace un siglo una

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insubordinación radical contra uno de los sucesivos órdenes de la dominación y la opresión, antes aceptado de buen o mal grado por sus subalternos, quienes activamente habían participado en su creación. Fue una ruptura violenta e intempestiva de una institución estatal —el Estado porfiriano, para entendernos— en la cual se materializaba una relación de mando-obediencia, una forma política de la dominación que los subordinados ya no aceptaban. Esas reglas del mando y la obediencia, que hasta les parecían naturales antes que sociales, se les habían vuelto intolerables y por lo tanto innaturales.

Una revolución, una insubordinación, como en esos mismos nombres está dicho, es impensable como estado de cosas permanente. Ella destruye una forma de la relación de mando-obediencia y en su curso va creando e instituyendo otra, primero establecida, después negociada vez por vez dentro de las normas de civilización y cultura que esa sociedad conoce y comparte.

La insubordinación no es un estallido espontáneo ni una conmoción de la naturaleza, símiles falaces y empobrecedores. Es un acto de la voluntad humana múltiple, que no se puede comprender ni explicar como tal si se ignora que esa voluntad se forma en la historia: en la experiencia larga de la dominación, el despojo y la opresión vividas por los ancestros; y en la experiencia corta de la generación viva acerca de los actos y las ofensas del poder existente, heredero y usufructuario de esa historia.

Dije ofensas, y al decirlo dije también y sobre todo humillación, esa relación atroz en que se condensa el hilo invisible e interminable de las dominaciones. La insubordinación, que a escala de una sociedad se llama “revolución social”, es la ruptura violenta de ese hilo, cuando aflora en acción común (en acción de la comunidad) la

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ancestral convicción, sobrellevada pero no aceptada, de que “esto no es justo”. Es cuando los que se sublevan se lanzan a romper el antiguo orden vuelto insoportable, a vengar con violencia las humillaciones, a afirmar su propia condición humana en la acción, esa acción que en tiempos normales se llama trabajo y en tiempos extraordinarios se llama revuelta, rebelión, revolución, insubordinación.

Así fue como en múltiples estallidos locales, no coordinados y simultáneos, fue surgiendo en México la División del Norte, ese inesperado ejército fugaz de los “revoltosos”, cuya esencia se había anunciado ya desde el primer día de la Revolución, el 20 de noviembre de 1910, cuando una partida de rebeldes mal armados y disparejamente montados tomó por un momento la ciudad lagunera de Torreón al gozoso grito de “Ahora es tiempo, yerbabuena, de que des sabor al caldo” y luego se remontó a los cerros para seguir y extender las resonancias de su grito.

Qué queda de todo aquello y de sus secuelas, me andan preguntando un siglo después. ¿No será que ya todo murió? La pregunta no tiene sentido. Está vacía. Tanto, que la primera respuesta que se me ocurre es provocadora. Quedan, por ejemplo, el Pedro Páramo de Juan Rulfo, el Pasado en claro de Octavio Paz, y hasta el Perseo vencido de Gilberto Owen, ninguno de los cuales habrían sido como son, ni tampoco Rufino Tamayo o Francisco Toledo, si la historia mexicana del siglo que fue el de ellos hubiera sido diferente.

Claro: si se reduce la Revolución a las instituciones que surgieron después, que ella hizo posibles y que sus dirigentes vencedores construyeron como su forma propia de dominación, entonces sí, quién sabe cuánto de ellas vaya quedando en la política del partido conservador y ultramontano hoy en el poder. Pero una revolución no se reduce a ese oxímoron cínico encarnado en el nombre del

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Partido Revolucionario Institucional, emblema de la resignación política y la subordinación clientelar.

Una revolución, una tal insubordinación general de los subalternos, deja para siempre un mito en el imaginario de las sucesivas generaciones, en el sentido en que lo definía Antonio Gramsci en sus Notas sobre la política de Maquiavelo: “El Príncipe de Maquiavelo podría ser estudiado como una ejemplificación histórica del ‘mito’ de Sorel, es decir, de una ideología política que no se presenta como una fría utopía, ni como una argumentación doctrinaria, sino como la creación de una fantasía concreta que actúa sobre un pueblo disperso y pulverizado para suscitar y organizar su voluntad colectiva”.

Una revolución, por tanto, no se puede reducir o asimilar a las instituciones que surgen de ella, equívoco cultivado por el PRI y por todos los gobiernos posrevolucionarios. Hace ya más de un siglo, allá por el 1900, en su clásico Reforma o revolución definió la cuestión Rosa Luxemburgo, esa mujer que nunca se habría metido en la insensata discusión izquierdista sobre la “vía armada” o la “vía pacífica”:

La reforma legislativa y la revolución no son métodos diferentes de desarrollo histórico que puedan elegirse a voluntad del escaparate de la historia, así como uno escoge salchichas frías o calientes. La reforma legislativa y la revolución son diferentes factores del desarrollo de la sociedad de clases. Se complementan entre sí y a la vez se excluyen recíprocamente, como los polos norte y sur, como la burguesía y el proletariado.

Cada Constitución legal es producto de una revolución. En la historia de las clases, la revolución es un acto de creación política, mientras que la legislación es la expresión política de

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la vida de una sociedad que ya existe. La reforma no posee una forma propia, independiente de la revolución. En cada periodo histórico la obra reformista se realiza únicamente en la dirección que le imprime el ímpetu de la última revolución y prosigue mientras el impulso de ésta se haga sentir. Más concretamente, la obra reformista de cada periodo histórico se realiza únicamente en el marco de la forma social creada por la revolución. Éste es el meollo del problema.

Las revoluciones pasadas ni perduran ni se extinguen. Permean y se transfiguran en la vida social como cultura propia y como herencia recibida de las generaciones precedentes. Se vuelven mito recurrente, formas imaginadas del Principio-Esperanza, “fantasía concreta que actúa sobre un pueblo disperso y pulverizado para suscitar y organizar su voluntad colectiva”.

Me preguntan ahora si la Revolución mexicana se ha ido muriendo. No entiendo la pregunta: ninguno es inmortal, si es eso lo que inquieren. Pero aún nombramos en México a Nezahualcóyotl, y en Bolivia a Tupaj Katari, y cuando se arma una de Dios es Cristo todavía decimos “aquí ardió Troya”.

Los mitos nacidos de la vida no se mueren. Son transfiguraciones de la experiencia. Generaciones van, generaciones vienen, mas la experiencia, esa herencia inmaterial, transfigurada siempre permanece.

Como termina por saberlo quien se asome a las historias de la historia, las de Homero, Esquilo o Virgilio si se quiere, o a estas otras que con arte y saber nos narran, aquí nomás cerquita, Miguel León-Portilla o Alfredo López Austin, es condición humana que así sea.

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Adolfo Gilly. Historiador. Profesor de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Es autor de La revolución interrumpida y El cardenismo: una utopía mexicana.

01/01/2008

Nexos de las historias.

Adolfo Gilly.

“¿Para qué sirve la historia?”: hace 28 años, en 1980, Alejandra Moreno Toscano llevó a término la tarea de reorganizar el Archivo General de la Nación y trasladarlo a su nueva sede, el viejo edificio de la Penitenciaría Nacional, la ex cárcel de Lecumberri, mi casa y lugar de estudio entre 1966 y 1972.

Aquella pregunta del niño al historiador que abre el libro clásico de Marc Bloch era la misma que, a su manera, se planteaban quienes habían cargado con esos trabajos. Escribía entonces Alejandra: “Enfrentados a la tarea de ordenar toneladas de documentos, organizarlos, clasificarlos y limpiarlos —literalmente— del polvo de los tiempos, quienes colaboraron entre 1977 y 1980 con el Archivo General de la Nación conocieron el entusiasmo, la rutina y algunas veces la franca desesperanza. En muchas ocasiones se planteó la duda: ¿y para qué sirve todo esto? Esa y otras preguntas semejantes no sólo cuestionaban la función y el papel de los archivos: planteaban también problemas acerca del sentido y la función de la historia”.

Tal vez como indagación, tal vez como conjuro, convocó entonces a nombre del Archivo General de la Nación a un encuentro de historiadores y escritores en algún lugar de Baja California, para que respondieran a la pregunta: Historia, ¿para qué? Fueron 11 los participantes: Alejandra Moreno Toscano, Carlos Pereyra, Luis Villoro, Luis González, José Joaquín Blanco, Enrique Florescano, Arnaldo Córdova, Héctor

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Aguilar Camín, Carlos Monsiváis, Adolfo Gilly y Guillermo Bonfil Batalla.

El encuentro fue grato, las discusiones y conversaciones tuvieron sustancia y calidez y el resultado tuvo fortuna: un volumen de ensayos, titulado precisamente {Historia ¿para qué?}, que desde entonces ha atravesado reediciones ininterrumpidas.

Esos nombres colaboraban en la revista nexos casi a partir de su aparición en 1978. Miro sus ejemplares de aquellos años en papel periódico, con ensayos, artículos y reseñas de libros del color de los tiempos de la nueva Nicaragua y de otros sucesos y procesos que hoy son materia de estudio para historiadores. Los miro y, pese al paso y al cambio de los tiempos, las expectativas y las esperanzas, vuelvo a encontrar una fresca vitalidad en aquella escritura.

De esta misma vitalidad surgió el volumen que Alejandra tuvo la feliz idea de convocar. Era, a su modo, un fruto de {nexos}.

¿Qué fue de aquellos 11 nombres: Alejandra, los dos Carlos, los dos Luises, José Joaquín, Enrique, Arnaldo, Héctor, Adolfo y Guillermo?

Tres ya no están: Carlos Pereyra, Guillermo Bonfil Batalla y don Luis González. Los otros siguieron cada uno su camino por el jardín de los senderos que se bifurcan. Quién sabe cuál extraña figura dibujarán sus huellas entrecruzadas vistas desde el mirador desde el cual Jorge Luis Borges solía atisbar vidas y obras.

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Yo no sabría decirlo. Pero habiendo transcurrido, como quiera que sea, 30 años desde la fundación de nexos y 27 desde aquel su libro que nos interrogaba sobre la historia, en esta tarde del 26 de noviembre de 2007 en la ciudad de México interrogo al recuerdo y viene a mi memoria el poema de Rutebeuf que en la Francia del siglo XIII se preguntaba:

Que sont mes amis devenus}

{Que j’avais de si près tenus}

{Et tant aimés}

{Ils ont été trop clairsemés}

{Je crois le vent les a ôtés}

{L’amour est morte.}

{Ce sont amis que vent emporte}

{Et il ventait devant ma porte}

Les emporta.*

Ese viento boreal arreció desde los años noventa, en esta nueva Bella Época de la Riqueza, el Progreso, la Violencia, el Despojo y la Desdicha. Allá por 1995 hice una cabaña en {nexos}. Fue la sección “Deshoras”, cuyo nombre me prestó Julio Cortázar. Se me fueron juntando allí mes tras mes otros amigos: Octavio Paz, André Breton, Alejandra Pizarnik, Jorge Luis Borges, Mario Payeras, Michel Pablo, Ernest Mandel, Giovanni Battista Piranesi, Marguerite Yourcenar, y hasta vino a asomarse Juan Gelman, tucán extremista, garza de la calle Junín, martín pescador, gorrión raspado, paloma de la razón portátil, calandria filológica, el que llevaba al hombro la mañana.

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Duró menos de un año. Creo que el mismo viento se la llevó. Con sus pedazos armé entonces un libro, que en 2001 publicó Cal y Arena. Se llama {Pasiones cardinales}. Cada tanto lo abro y leo alguna página, cuestión de recordar a los viejos amigos con un vaso de vino. {{n}}

* Qué ha sido de mis amigos / Que tan de cerca hube tenido / Y tanto amado / Ahora están todos dispersos / El viento, creo, se los llevó / El amor ha muerto / Eran amigos que viento arrastra / Y al soplar ante mi puerta / Se los llevó. (Si el lector quiere escuchar el poema en las voces de Leo Ferré o de Nana Mouskouri, puede encontrarlo buscando “Rutebeuf ” en Youtube.).

01/09/2001

Lázaro Cárdenas.

Luis González y González, Adolfo Gilly, Soledad Loaeza.

LÁZARO CÁRDENAS

MIRAR HACIA LA GENTE Desde su juventud, desde sus cuadernos a los 16 años, Lázaro Cárdenas pensaba y soñaba con la historia mexicana, vivía en la historia mexicana y ya escribía: cuando sea grande, algo grande voy a hacer. Mucho de lo que fue Cárdenas o el pueblo mexicano en los años treinta, en los años fulgurantes y oscuros de este siglo, mucho de eso ha moldeado lo que sigue siendo hoy el pueblo mexicano. El gobierno de Lázaro Cárdenas no fue una dictadura, fue un gobierno que repartió la tierra, que hizo ejidos y escuelas, que miró hacia la gente, como dijo Don Daniel Cosío Villegas Fue una época en la que se condensó el gran desorden de la revolución y una época extremadamente creadora, no digo del alma mexicana, el alma mexicana viene de muy lejos, condensadora de grandes constantes del alma de los mexicanos.

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Cárdenas fue uno de los grandes hombres del siglo XX y lo digo como puedo decir quién fue De Gaulle en la Francia de su tiempo. Los mexicanos y las mexicanas que cambiaron al México de los años treinta fueron heroicos, todos estaban allí, en el corazón de una efervescencia increíble. Lo que me duele es que eso que pasó y se organizó quedara subordinado al Estado convertido en corporativismo.

Adolfo Gilly�

CÁRDENAS Y LAS DECISIONES

El presidente Cárdenas fue un presidente de rupturas, un presidente que no buscó reconciliarse con los callistas, por ejemplo. Algunas de sus decisiones fueron muy divisorias. Tengo la visión de un presidente Cárdenas con una idea muy clara de hacia dónde va y a partir de esa idea clara toma ciertas decisiones, a pesar de que sabe que esas decisiones pueden dividir las opiniones. Además. Cárdenas sabía jugar con el silencio. No era un presidente muy platicador, era un hombre de gestos que sopesaba las implicaciones de cada uno de ellos con mucho cuidado.

Lo importante del presidente Cárdenas son las decisiones que tomó. Fueron decisiones difíciles pero que tuvieron consecuencias de muy largo alcance. Cárdenas es uno de los grandes constructores del México moderno. La expropiación petrolera fue una decisión histórica con consecuencias de largo plazo muy importantes, que contribuyó a la industrialización del país y a entender el futuro de México.

Lo único que quisiera subrayar es que lo que me parece un error, y lo que ha sido un error de varios políticos, es querer

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emular al presidente Cárdenas. Cada vez que lo han intentado han provocado un desastre espantoso, lo cual quiere decir que Cárdenas era un hombre de su tiempo, un hombre que medía el contexto, que hacía un diagnóstico y tomaba decisiones adecuadas.

Quizá lo extraordinario, que no es exclusivo de Cárdenas, porque ocurre con otros líderes, es que las figuras de ruptura se vuelven figuras de unidad nacional. ¿Cómo ocurre este proceso de conversión? Estoy convencida de que no es únicamente un proceso de oficialización de la historia. Creo que tiene que ver con el efecto de las decisiones.

Soledad Loaeza�

UN HOMBRE DE IDEAS

Cárdenas no tenía ideología pero era un hombre de ideas, un hombre de convicciones. Su preocupación era humanista, y sin cierto respeto por las ideas era imposible haber pensado en la reforma agraria y el ejido como lo pensó, contrario a otro hombre de ideas como Calles. Haber pensado la expropiación petrolera desde mucho antes está en sus apuntes. Y qué dicen de haberla conducido del modo en que no hubiera choque y en dividir a los ingleses de los americanos, en saberse entender con un hombre muy parecido a él: el embajador americano que también venía del campo, de Carolina del Norte. Y qué dicen de la tenacidad en las escuelas, en la tenacidad en la enseñanza, en la tenacidad en que la gente se organizara. Hay un diseño en lo que hace, en apurar, en darse cuenta de que la expropiación debía ocurrir el 18 de marzo del 38 o no se hacía más, porque se pasaba la ocasión. Era el momento de la división de sus oponentes, y a Cárdenas se le había acabado la fuerza interna, una fuerza

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que le dio la gran reforma agraria. Sin ideas nadie expropia la tierra como lo hizo. Lo dijo: expropio la tierra no sólo porque es justo, sino porque de otro modo habrá guerra, y no queremos otra guerra, no queremos otra revolución.

Cárdenas apoyo a la España republicana y no ganaba nada con eso. Mandó armas, recibió refugiados, y el hecho totalmente gratuito de recibir a Troski, por lo cual se echó encima a los comunistas, a la Unión Soviética, ¿qué es sino respeto a ciertas ideas? Algunos les llamarán creencias, el caso es que se mantuvo fiel hasta el final de sus días y por eso se puso a escribir un testamento que era un programa político, correcto o no. Lo último que hizo Cárdenas fue escribir sus ideas.

Adolfo Gilly�

CARDENAS Y LA DEMOCRACIA

Cárdenas y la democracia pluralista, electoral, como la entendemos ahora, no hacían una buena pareja, y ahí están las elecciones de 194tO. Esa si es una zona de oscuridad en la trayectoria del presidente Cárdenas. En la historiografía panista la famosa casilla de Juan Escutia era en donde debía votar el presidente Cárdenas. Cuando llegó a votar, los instaladores y quienes estaban en la mesa (portaban el moño verde de los almazanistas) le dijeron: señor presidente, no puede usted votar porque no nos entregaron la papelería. No respondió. En sus memorias, Gonzalo N. Santos cuenta cómo fue a limpiar de almazanistas las casillas y le avisó al presidente Cárdenas que podía ir a votar. El fraude de 1940, o por lo menos la violencia en las elecciones de 1940, arroja una sombra de fraude que siempre está presente en la conciencia panista. Quizá los rancheros de La Laguna también

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hablaron del autoritarismo de Cárdenas: fueron expropiados para que La Laguna fuera distribuida, a pesar de que no había grandes propietarios.

Me gustaría que recuperáramos el sentido de dirección que entonces era mucho mas claro y que en cierta forma impulsaba la creatividad. Fueron años de una extraordinaria creatividad y de mucho entusiasmo aun entre aquellos que estaban enojados con el presidente Cárdenas y con sus políticas.

Soledad Loaeza n�

UN HOMBRE PRAGMÁTICO

Dentro de la historia de bronce, el general Cárdenas es un hombre que tiene, se supone, una ideología de izquierda. Dentro de la historia de bronce, el general Cárdenas es un hombre muy preocupado por los pobres, por los indígenas y por otra parte, muy nacionalista. No creo que haya sido esto lo que más lo caracterizara. En primer lugar, el general Cárdenas no tenía ideología, no era ni de derecha ni de izquierda, fue un hombre pragmático a más no poder. En segundo lugar, el general Cárdenas tenía la misma facilidad de solidaridad, no sólo con los pobres, los indios, etcétera, sino un verdadero afecto por todos los seres humanos, era humanista nato. Por otra parte, si ustedes preguntan por él en los pueblos de México, sobre todo en los que visitó muy seguido, dirán: sí, era un gran amigo, y un hombre muy platicador. En público rara vez hablaba, pero con sus amigos hablaba a más no poder de caballos, de muchas cosas de la vida cotidiana.

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En una ocasión el general Cárdenas le jaló las orejas a los industriales de Monterrey, pues se consideraba un hombre que iba contra la política de que el país se industrializara. Poco después se presenta la Segunda Guerra mundial y entonces propone a los industriales que es el momento oportuno para que México se industrialice.

Yo no le reprocho nada al general Cárdenas, lo conocí bastante bien y llegué a estimarlo.

Luis González y González n�01/05/2000

Liturgia y revolución.

Adolfo Gilly.

LITURGIA Y REVOLUCIÓN

POR ADOLFO GILLY

"La paz sea contigo". El sacerdote acaba de consagrar el vino, ahora sangre verdadera de Cristo, y los fieles se dan la mano unos a otros diciendo cada vez: "La paz sea contigo". Yo, que estaba nomás mirando los oros del altar del templo de San Francisco en Tlaxcala, me vuelvo hacia mi vecino, nos damos la mano y nos decimos: "La paz sea contigo". El sacerdote concluyó la misa como la había comenzado: de espaldas a las imágenes del altar y viendo hacia nosotros en la profundidad del templo.

Volví a otros mundos, al del niño que era yo al final de los treinta y al mundo de antes de la Segunda Guerra. Vi al sacerdote de entonces, que oficiaba la misa dándonos la

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espalda, alzaba el cáliz hacia las imágenes del altar, consagraba el pan y el vino mientras nosotros mirábamos el ofrecimiento sin darnos la mano ni decirnos palabra. Eramos como testigos de un misterio que transcurría entre el sacerdote y la divinidad y no entre ésta y nosotros a través del sacerdote. Más era un acto de autoridad que uno de mediación.

Regresé a San Francisco en Tlaxcala. El lugar nuestro en la misa había cambiado desde aquel niño hasta hoy. Al salir de la iglesia al cielo azul de la ciudad del altiplano, pensé: "hizo falta un siglo de guerras y revoluciones para que este antiquísimo ritual de la Iglesia Católica cambiara, el sacerdote mirara hacia el lado de acá. nos hablara en nuestra lengua y los fieles se dieran la mano deseándose la paz unos a otros".

Me dirán que la inferencia es subjetiva y arbitraria; que no fueron las revoluciones sino la modernidad, la influencia o la competencia del rito protestante, el Concilio Vaticano II o la voluntad de Dios; que no se vale saltar así a apresuradas conclusiones.

Estoy dispuesto a escuchar e incluso a aceptar cada objeción. Y, sin embargo, sigo anclado en la imagen del siglo XX como aquel cuyas transformaciones se anunciaron no en el fruto más que maduro de la Belle Epoque sino en las semillas agrias de ese fruto, las guerras y las revoluciones; el siglo que creció en el conflicto de los años treinta entre éstas y sus gemelos monstruos antagónicos: nazismo, stalinismo. fascismo, falangismo; el siglo que floreció, después del tránsito atroz de la Segunda Guerra, en la saga universal de las revoluciones coloniales y nacionales asiáticas, islámicas, africanas y latinoamericanas, las que disolvieron los imperios y prepararon en las metrópolis la gran ruptura del 68 cuya figura mítica, el Che Guevara, venía del mundo de esas revoluciones. Otras dominaciones bullían dentro de todas

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ellas. Pero nadie pudo restaurar las viejas dominaciones que deshicieron y los mundos anteriores que abolieron.

La nueva dominación universal, apenas en sus inicios, se llama globalización financiera. Es la de la subordinación del conocimiento al capital, y por fuerza es mundial porque, a diferencia del trabajo, al conocimiento no se le pueden imponer fronteras nacionales y el no imponérselas es, precisamente, una condición para su subsunción al actual capital sin fronteras (pero no sin el monopolio concentrado en pocos de la violencia última, la que como efecto demostración se ejerce en la guerra del Golfo y en la de Yugoslavia o en el bloqueo de Cuba).

Esta nueva dominación dice haber abolido las revoluciones y haber vuelto obsoleta su idea misma. Quiero pensar sin embargo a esta segunda Belle Epoque como el fruto final del siglo XX; el que en esta fiesta universal del lujo extremo y la miseria inenarrable despide ese olor penetrante y un poco dulzón de los frutos cuando están a punto de pasar; el que contiene, como el precedente tránsito entre siglos, las semillas agrias de las rebeliones y de la barbarie.

En la otra Belle Epoque, la reacción del lujo contra las revueltas era tratar como criminal toda miseria que no se doblara al temor y a la beneficencia. El siglo XX entero fue la feroz respuesta. No es diferente la actitud del insolente lujo de esta segunda bella época.

"Para Marx las revoluciones son las locomotoras de la historia. Pero tal vez las cosas sean diferentes. Tal vez las revoluciones sean la forma en que la humanidad, que viaja en ese tren, jala el freno de emergencia", escribía Walter Benjamín.

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Lo que estamos viviendo también puede ser visto como una nueva fase histórica del despojo universal de los bienes comunes, de la privatización de lo que era de todos, de la redistribución mundial de la renta de la tierra y del plusvalor del trabajo vivo. O, en términos más abstractos, estamos ante una nueva y mucho más concentrada forma de la dominación del trabajo pasado y cristalizado en instrumentos de� producción y en conocimiento subsumido al capital sobre el� trabajo presente y vivo, sobre esta sustancia que constituye la vida de nosotros, los seres humanos dispersos por el mundo.

A este proceso sobresaltado pero ininterrumpido de despojo y sufrimientos en un extremo y de concentración de las riquezas y del lujo en el otro, unos lo llaman progreso, otros modernización. Contra esa forma del progreso se han alzado, una y otra vez, las rebeliones y las revoluciones. Una vez estalladas, ambas traen consigo para todos, dominados y dominadores, penurias y sufrimientos no imaginados de antemano por ninguno. y menos que nadie por los que, pasados los límites de lo soportable (por elásticos que estos límites puedan llegar a ser), violentamente se rebelan.

¿Está inmunizada esta nueva forma del progreso contra esas rebeliones? ¿Puede ella ahora cumplir sus promesas viejas� promesas vanas de las sucesivas encarnaciones del capital de� que una vez acumulada suficiente riqueza en las alturas ésta comenzará a derramarse por sí misma sobre los despojados, los desposeídos y los humillados? Las leyes por las cuales vive el capital no es el reparto y la redistribución, sino la competencia, el despojo, la concentración y la guerra. No es cuestión de maldad, sino de naturaleza. La ley por la cual siguen viviendo los despojados y porque ellos siguen viviendo� puede con su trabajo reproducirse el capital es la resistencia.� Cuando aquellas leyes de vida del capital rebasan sus propios límites, esta otra ley de vida de los humanos, la resistencia, se ve empujada también a rebasar los suyos y a estallar en

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revuelta, rebelión o revolución contra el orden dominante en el cual aquellas leyes se condensan.

Después de la derrota de la Comuna de París, la Belle Epoque creyó no sólo haber terminado con la revolución sino también haber absorbido o disuelto sus sujetos y sus razones. Desde 1905 en Rusia y 1910 en México, el siglo que venía dijo que no. Quién sabe qué dirá el siglo venidero.

Un libro de fines del siglo XX (Richard Poulin y Pierre Salama, editores: L 'insoutenable misère du monde. Editions Vent de l'Ouest, Quebec, 1998), se abre con esta constatación de hecho: "La humanidad está confrontada a una insoportable barbarie. Alrededor de un cuarto de su población vive en estado de pobreza extrema mientras la producción de riqueza ha llegado a cimas jamás igualadas. Desde hace alrededor de veinticinco años, algunos países viven una disminución de la pobreza, y otros, mucho más numerosos, su agravamiento. Pero en todas partes, sobre todo desde la liberalización económica, hay un sensible crecimiento de las desigualdades".

No se trata sólo de polarización de riqueza y pobreza. La combinación dinámica entre empobrecimiento, enriquecimiento, despojo, inseguridad sobre el mañana, migraciones y desigualdad, y la percepción cotidiana de este campo de fuerzas en tensión variable concentrada durante la vida de una sola generación, es lo que puede definir la aceleración en las conciencias de movimientos de exasperación y desesperación.

Hay una diferencia entre pobreza ancestral y empobrecimiento durante una generación. Esa diferencia condensa la rabia, la ira y la protesta en los territorios de la

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economía moral, tal como los definen E. P. Thompson y James C. Scott, y en las cuatro palabras "con que protesta el pueblo desde siempre: esto no es justo", recuerda Cezslaw Milosz.

Buena parte de las mediciones y definiciones institucionales de la pobreza y del discurso sobre la pobreza son hoy una proyección de la subjetividad (y de los temores) de las instituciones mismas. Estos discursos, "ya sean inspirados por la moral y la piedad, la voluntad de progreso y de modernización, o la preocupación por el orden y el control, generalmente encubren el hecho de que la pobreza es ante todo un sistema de relaciones sociales que ellos contribuyen a reproducir", escribe Blandine Destrenau en el mismo volumen.

La insoportable miseria del mundo no es sólo un hecho absoluto, sino también relativo. En relación al tiempo pasado, se llama empobrecimiento en una o dos generaciones. En relación al tiempo presente, se llama desigualdad creciente en ese mismo lapso. En ambas relaciones, México ocupa un lugar de primera línea: con Brasil, Guatemala, Chile y Panamá, está entre los países más desiguales de América Latina, aquellos donde el quintil más rico recibe 60% o más de la riqueza social; los dos quintiles intermedios el 30% y los dos quintiles inferiores (es decir, el 40% de la población) alcanzan a recibir sólo el 10% de esas riquezas, anota Pierre Salama en su contribución al libro antes citado. Esta miseria es insoportable porque no es un hecho de la naturaleza sino un agravio de la sociedad.

De la pobreza en sí misma no nacen las rebeliones. De la percepción por las generaciones vivas de esa combinación rápida y atroz de empobrecimiento y desigualdad, puede en veces que sí, si esas generaciones se ven acorraladas y privadas de medios para resistirla. De donde nunca nacen, en cambio, es de las conspiraciones a través de las cuales las quieren explicar las mentes policiales, del mismo modo como

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las guerras no son engendradas por los ejércitos ni las huelgas por los sindicatos.

En sus notas de 1940 "Sobre el concepto de historia", Walter Benjamín reprocha a la socialdemocracia haber "asignado a la clase trabajadora el papel de libertador de las generaciones futuras". Cortaba así. dice, "tanto su fuerza de odiar como su disposición al sacrificio: pues lo que nutre esa fuerza, lo que preserva esa disposición, es la imagen de los antepasados oprimidos y no la visión de una posteridad liberada ".

De esas corrientes imaginarias entre generaciones sigue nutriéndose lo que en México se ha llamado una cultura de la rebelión. No hay razón evidente para pensar que. en esta segunda Belle Epuque, se hayan cegado los vasos comunicantes que, en el anterior tránsito entre siglos, la trasvasaron por debajo del tiempo del progreso y la paz de don Porfirio. No quieren ser estas líneas una predicción, tarea de la política, sino una reflexión, oficio de la historia.

Hace ya mucho, en Italia, me refirieron un dicho de Giuseppe Di Vittorio que tardé años en comprender. Di Vittorio era el gran jefe sindical italiano de la segunda posguerra, reformista para unos, reformador para otros. En una ocasión le preguntaron qué habían por fin aportado el Partido Comunista, sus ideas y sus luchas a los trabajadores italianos. Di Vittorio respondió: "Les enseñó a no quitarse el sombrero cuando están ante el patrón". Cambio de modales, abolición de deferencias. No sucedió sin que antes Italia viviera dos guerras, diversas rebeliones campesinas, muchas fábricas ocupadas por las huelgas, el trabajo de una antigua y refinada cultura intelectual, y esa revolución que fue la insurrección nacional de la Liberación y la caída del fascismo, n

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Adolfo Gilly. Historiador. Entre sus libros. El cardenismo: Una utopía mexicana.

01/06/1998

La Rebelión como Cultura Sobre El libro Chiapas la razón ardiente.

Adolfo Gilly.

LA REBELIÓN COMO CULTURA

(SOBRE EL LIBRO CHIAPAS: LA RAZÓN ARDIENTE)

UNA ENTREVISTA CON ADOLFO GILLY

Ofrecemos una versión (actualizada) de una entrevista realizada por Massimo Modonesi. Fue publicada en II Manifesto. Roma, en diciembre de 1997, con el título "Ribellarsi e normale", y en ella Adolfo Gilly se propone explicar las razones por las cuales la "rebelión de las comunidades indígenas de Chiapas encabezada por el EZLN, y su lucha posterior, han encontrado una recepción tan grande y favorable en amplios sectores de la sociedad mexicana".

Hoy en México la gran mayoría de los analistas considera que el país vive una transición a la democracia y hasta se habla de consolidación de la democracia. ¿Cuál es tu opinión al respecto?

Creo, desde hace tiempo, que lo que estamos viviendo es una crisis de la forma de Estado, crisis cuyo inicio algunos remontan a 1968 y otros al terremoto de 1985 o al año 1988, cuando en la elección presidencial triunfó Cuauhtémoc Cárdenas y, mediante el fraude electoral electrónico lo que�

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Cárdenas entonces llamó un golpe de Estado técnico, el� gobierno de Miguel de la Madrid entregó la Presidencia de la República a Carlos Salinas de Gortari.

Creo que en ese momento se abrió la crisis de esta forma de Estado. Digo "forma de Estado" y no Estado, pues entiendo que lo que está en crisis es la forma específica que tomó el Estado mexicano después de la Revolución Mexicana. Desde 1988, al menos, vivimos una crisis de legitimidad de esa forma estatal. Ante la población en general, ante los electores en particular, el régimen político todavía imperante ha perdido legitimidad y, por ende, carece de credibilidad.

Contra lo que muchos esperaron, ni la elección de 1994 ni las reformas electorales le devolvieron la legitimidad perdida, pues no es una elección ni una ley sino la forma misma de la relación estatal entre gobernantes y gobernados lo que está en crisis. El gobierno de Salinas de Gortari nunca logró superarla. Desde el ilegal "quinazo" en enero de 1989 hasta la apertura de las negociaciones con el EZLN en enero de 1994, el asesinato de Colosio en marzo, el fantástico dedazo que favoreció a Zedillo y la fatal herencia de la crisis de diciembre de 1994, la paralegalidad de los actos de ese gobierno es patente.

Hoy, la crisis de legitimidad ha desembocado en una crisis de la relación normal de mando-obediencia entre gobernantes y gobernados. Esta crisis de mando, como suele suceder, se manifiesta incluso en excesos innecesarios de mando, en berrinches de un poder que no se siente reconocido como tal por sus gobernados y por sus propios subordinados. La crisis de mando desemboca, así, en una fragmentación del mando en los hechos y en una lucha de bandas dentro del poder mismo, una lucha sin reglas ni cuartel, donde todo es legal y todo es ilegal, una situación general de paralegalidad con todo y paramilitares institucionalizados.

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Me parece aventurado y teleológico considerar esta crisis como si ya fuera una transición a la democracia. Los hechos futuros lo dirán. Lo que hoy por hoy vivimos es una crisis de legitimidad que puede tener varias salidas posibles, incluso una prolongada descomposición de la forma estatal en la cual podríamos estar ya adentrándonos. La lucha y la inteligencia decidirán si desembocamos en una república democrática o si tenemos a un Fujimori en nuestro futuro.

Creo que la elección de Cuauhtémoc Cárdenas como jefe de gobierno de la Ciudad de México es un indicio fuerte de que una mayoría de la población busca, en efecto, un gobierno democrático, honesto, con capacidad de mando e iniciativa y responsable ante sus electores.

Como siempre, los hechos deberán probarlo. Por eso creo que en esta ciudad se juega en buena parte la posibilidad de que resulten viables y factibles una alternativa republicana y una nueva legitimidad, lo que esos analistas llaman una "transición a la democracia", o que la descomposición del régimen pueda tomar formas todavía más turbias y autoritarias.

Vamos a tu último libro, Chiapas: la razón ardiente. Tú hablas allí de la existencia en México de una cultura de la rebelión. ¿Cuáles serían sus orígenes y las razones de su persistencia? ¿Cómo se ubica el movimiento zapatista en este contexto?

Mi libro es un extenso ensayo (una introducción, tres capítulos y un epílogo). En este ensayo no me propongo investigar la historia del movimiento zapatista de Chiapas. A ese respecto, me limito a resumir para el lector las explicaciones serias ya expuestas tanto en la bibliografía disponible, que es ya

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importante, como en las voces y documentos de los participantes.

Me propongo en cambio explicar por cuáles razones esta rebelión de las comunidades indígenas de Chiapas encabezada por el EZLN, y su lucha posterior, han encontrado una recepción tan grande y favorable en amplios sectores de la sociedad mexicana (mientras otros sectores, como es normal, mantienen una actitud contraria a ella). Creo, sin embargo, que es aquella recepción lo que frenó la represión inicial del gobierno y lo obligó a abrir negociaciones tempranas. Recepción y negociación cambiaron el curso de la rebelión misma, cuya acción posterior se dirigió hacia influir sobre la sociedad y no hacia el triunfo por las armas. Ha habido constantes movilizaciones de las comunidades indígenas, no ha habido un solo disparo del EZLN. Esto, en lugar de llevar a una guerra armada entre EZLN y Ejército, ha derivado en un forcejeo entre un ejército exterior al estado de Chiapas y las comunidades indias en rebeldía de ese estado. La rebelión sigue, bajo formas civiles.

¿Por qué esa rebelión, que ya lleva cuatro años, obtuvo tal respuesta en el país? Obviamente, porque sus demandas respondían a las urgencias que sentía la mayoría de la población, aunque esta población no quería la guerra y el EZLN y sus bases de apoyo se habían alzado en armas. Pero, si recordamos el inicio del movimiento en 1994, después de la sorpresa inicial a pocos les pareció anormal que los rebeldes se hubieran alzado en armas. Pareció sorprendente e insólito, pero no anormal.

Se discutió si tenían o no razón, pero no tanto si tenían o no el derecho de rebelarse. Después de algunos días, si bien se recuerda, a casi todos resultó normal que en semejante situación de privación de derechos, exclusión y miseria alguien se rebelara. Tan normal, que desde entonces el

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gobierno aceptó discutir con jefes de la rebelión encapuchados, y que después esta negociación fue legalizada y sancionada por una ley del Congreso de la Unión votada por todos los partidos. No importa si el gobierno conoce o no los nombres verdaderos de esos jefes. Lo cierto es que la ley sanciona una negociación con los rebeldes en esas condiciones y hasta ahora, aún a regañadientes, el gobierno tiene que aceptarla.

Para explicarlo más allá de la noticia inmediata, me remito en mi ensayo a la historia mexicana e indago la sucesión interminable de rebeliones indígenas y agrarias, conocidas y olvidadas, de la cual está hecha esa historia desde la Colonia. Me resulta que en ese tiempo largo la rebelión es uno de los recursos normales en la relación entre gobernantes y gobernados cuando las cosas tocan un límite. En casi cinco siglos la sociedad ha asimilado este recurso como una forma aceptable de relación con la autoridad cuando las otras formas pierden viabilidad y legitimidad o no son aceptadas.

Se me dirá que no es una forma de relación, sino una forma de destruirla. Sí y no, porque la historia de las rebeliones campesinas e indígenas, que se cuentan por centenares, es la historia de rebeliones que terminan negociando: o son aplastadas, o el gobierno debe ceder y negociar. Después de cada rebelión, se abre un periodo de negociación. En ésta se obtienen algunos objetivos y otros no. No me ocupo en mi ensayo de cuánto se obtiene vez por vez. Me ocupo en cambio de mostrar esta costumbre, esta tradición de rebelión-negociación; y de mostrar cómo la autoridad mexicana, en las formas seculares de relación que mantiene con la población, en su memoria aunque no en sus leyes, incluye a la rebelión.

Llamo a esto una cultura mexicana de la rebelión (lo cual nada tiene que ver, por cierto, con la idea de una rebelión cultural). Esta cultura nacional hace que, a diferencia de

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Estados Unidos o de cualquier país de Europa occidental en este siglo, una rebelión que ocupa una parte del territorio no resulte insólita, no sale de normas consuetudinarias que todos conservan en su memoria.

En un comentario a mi libro, Armando Bartra dice que esta nación tiene la rebelión en uno de sus cromosomas. Yo trato de ubicar lo insólito y lo extraño de esta rebelión dentro de lo habitual y lo conocido, para explicar su novedad. Y luego me dirijo a sus símbolos y a los mitos indígenas presentes en el pasado de esta nación, por lo cual ese simbolismo le presenta un espejo que le resulta habitual y en el cual, de un modo u otro, puede reconocerse.

Además de valores, como la dignidad...

Sí, de ciertos valores, como la dignidad el primero. En todas partes la dignidad del individuo es un valor, no sólo democrático sino también de izquierda si por izquierda entendemos cambio hacia la justicia y la libertad. No se trata de la dignidad de sangre, de estado, de casta, sino de la dignidad democrática de la que habla Hermán Melville en Moby Dick, a quien cito en mi ensayo. Permíteme leerlo: "Esa inmaculada condición humana que sentimos dentro nuestro, tan en lo profundo que se mantiene intacta aún cuando todo rasgo exterior parezca haber desaparecido, sangra con la más penetrante angustia ante el espectáculo de un hombre cuyo valor se ha derrumbado. (...) Pero esta augusta dignidad de la cual hablo no es la dignidad de los reyes y los ropajes, sino aquella abundante dignidad que no se manifiesta en vestiduras. La verán brillando en el brazo que maneja un pico o clava una estaca; esa democrática dignidad que, en todas las manos, irradia sin fin desde Dios".

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Esta condición, que todo ser humano lleva consigo como marca y distingo de su condición humana, es lo que los indígenas en rebeldía invocaron. ¿Por qué es tan importante esta interpelación en México? Porque el régimen autoritario, paternalista y corporativo se basa en relaciones que niegan o lesionan esa dignidad. Para que en México tengamos ciudadanos y no súbditos la primera condición es que se cumpla la ley y se respete la dignidad del ser humano. Ni lo uno ni lo otro suceden en una sociedad jerárquica y profundamente desigual, que niega en los hechos las normas democráticas que reconoce en el derecho. La negación de la dignidad es del tamaño del abismo que corre entre hecho y derecho.

Quienes reivindicaron esa dignidad como demanda fueron aquellos a quienes se les negaba en cada acto de la vida cotidiana, los indígenas de Chiapas, aquellos que, como en la frase clásica de Marx, no tenían nada que perder salvo sus cadenas. Los despojados de todo, incluso de la calidad de seres humanos frente a los otros, la mantenían intacta como en la frase de Melville. Al reivindicarla para sí lo hicieron para todos, frente a un sistema en cuyas relaciones con la población la suma de las indignidades cotidianas se ha vuelto intolerable.

La rebelión indígena condensó la crisis y el agravio de la nación entera. Por eso, y no por error, bondad o capricho, negociar se volvió ley y usar la violencia armada se volvió ilegal e ilegítimo, en este caso, para quienes suponen detentar el monopolio de la violencia legítima. Pero, como en el uso de la violencia no parecen querer ceder, se recurre a la violencia ilegítima de las bandas paramilitares, uno de los síntomas más amenazantes de la crisis dentro del Estado.

El levantamiento zapatista cuestionó la modernización neoliberal donde quedaba excluida buena parte de la

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población. En tu libro sigues una reflexión iniciada en Nuestra caída en la modernidad, sobre la idea de una modernidad alternativa y solidaria. ¿Cómo incide en esto el movimiento de Chiapas?

El ensayo dice que la rebelión aspira a una modernidad alternativa, a una entrada diversa en el porvenir, no a un simple retomo al pasado indígena. Al respecto, Armando Bartra hizo una crítica que creo correcta. En mi libro digo que o bien habrá modernidad para todos o no la habrá para nadie. Bartra prefiere decir que esta es la modernidad, que no hay que verla como un futuro por alcanzar sino como un presente en el cual vivimos, con su cara brillante y su cara oscura. La modernidad, dice, es esto que estamos viviendo. Incluye a las maravillas y también a la explotación, la opresión y la infamia, con un rostro luminoso y un rostro terrible de barbarie. Si no, agrega, veremos a los indígenas como premodernos que deben llegar a la modernidad. No es cierto, ya están en ella y esto que vemos es la modernidad misma.

Son partes que se sostienen entre sí, lo cual contrasta con la opinión común de que Chiapas ha sido siempre atrasado y no ha conocido la Revolución Mexicana, mientras Bartra sostiene que la revolución se construyó también con estos equilibrios regionales...

Sí, creo que tiene razón: esto también es la Revolución Mexicana. Ultima cuestión, sobre las luces y las sombras. En mi ensayo digo que con los indígenas de Chiapas se sublevó también el mundo encantado. El subtítulo del libro es Ensayo sobre la rebelión del mundo encantado. Esa rebelión no es sólo chiapaneca. Es una resistencia universal de la mayor parte de la humanidad contra el uso del pensamiento moderno y de la Ilustración como propiedad exclusiva de los que mandan y como instrumentos para la dominación. Esa humanidad quiere acceder a ese pensamiento, a sus

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capacidades, poderes y maravillas, pero no a costa de la destrucción despiadada de su antiguo mundo. Quiere la modernidad, pero no quiere que ésta se constituya a costa del exterminio de los saberes y los valores de la sociedad agraria en cuyo imaginario vive todavía, no lo olvidemos, la gran mayoría de los seres humanos, como lo recuerdan, entre otros, cada domingo los ritos cristianos.

Quiere el rostro brillante de la modernidad sin perder para siempre el rostro misterioso del viejo mundo agrario. No quiere perder los sentimientos, ni la comunidad, ni la solidaridad, ni el ser humanidad y al mismo tiempo ser naturaleza. Quiere el Iluminismo y el mundo encantado al mismo tiempo. Ante una modernidad que se presenta como caída, desastre y destrucción a un tiempo de seres humanos y naturaleza, el mundo encantado se rebela. No niega la razón, la imagina diferente porque la quiere un bien humano y no una propiedad de unos contra otros o de unos sobre otros. Una rebelión puede ser también una búsqueda de razón y de sentido.

Por eso el título del libro Chiapas: la razón ardiente. Viene de un poema de Guillaume Apollinaire, el mismo de donde Octavio Paz tomó el de La estación violenta. Lo cito al comienzo de mi ensayo. Dice:

Va llegando el verano la estación violenta Mi juventud ha muerto como la primavera Oh Sol este es el tiempo de la Razón ardiente

El porqué de este guiño a Octavio Paz y su mundo encantado desde el título mismo, ya habrá otra ocasión para explicarlo. n

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Adolfo Gilly. Historiador y ensayista.