Actuel Marx
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LLAMADO A PUBLICAR, ACTUEL MARX INTERVENCIONES N° 17
Pueblos en guerra, pueblos patrimoniales…
PLAZO DE ENVÍO DE LOS ARTÍCULOS: 15 DE SEPTIEMBRE
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En 1884 el senador Aristóbulo del Valle se lamentaba en el Congreso Argentino ante las
violencias y abusos que el ejército de ese país abatía sobre las poblaciones mapuche en el
marco de la llamada Conquista del Desierto: “no hemos respetado en estas familias ninguno
de los derechos que pertenecen, no ya al hombre civilizado, sino al ser humano”. Como
contraposición, no podemos dejar de recordar la broma de Burke diciendo que él prefería
sus derechos de Englishman a los derechos humanos, y es que tras esta distinción entre
derechos del hombre civilizado y derechos del ser humano, pareciera reformularse la
distinción clásica entre derechos pasivos y derechos activos, o entre derechos naturales y
derechos políticos. Sieyès los definía de la siguiente manera: “Los derechos naturales y
civiles son aquellos para el mantenimiento de los cuales la sociedad es formada; y los
derechos políticos, aquellos por los cuales la sociedad se forma. Todos los habitantes de un
país deben gozar de derechos de ciudadano pasivo… todos no son ciudadanos activos. Las
mujeres, al menos en su estado actual, los niños, los extranjeros, y aun todos aquellos que
no contribuyeran en nada al establecimiento público, no deben influir activamente en la
cosa pública”.1
En la época de los Estados nacionales, la concepción por parte del derecho
internacional de los pueblos indígenas como sujetos de derechos colectivos, a la vez
anteriores y superiores a los estados, los transforma en una suerte de niños del mundo, es
decir en patrimonios de la humanidad, de los que cada estado debe dar cuenta ante la
comunidad internacional.2 Y si consideramos que el Convenio 169 de la OIT fue emitido el
1 Agamben, G. Homo Sacer, p. 141.2 Esta infantilización jurídica del sujeto indígena se manifiesta en última instancia bajo la forma de la impotencia política efectiva de estas normas internacionales. En este sentido se puede leer la crítica que Will
mismo año 1989 que la Convención de los Derechos del Niño, vemos que esta analogía no
es tan arbitraria. En última instancia, lo que niños y pueblos indígenas tienen en común –y
esto lo comparten con el medio ambiente- es la vulnerabilidad de lo que se extingue: los
pueblos indígenas como encarnaciones de la precaria y arcaica diversidad cultural, y la
infancia como aquello que se extingue permanentemente en cada ser humano tomado
individualmente, es decir como ese estado de irrepetible pureza en que aun no se han fijado
las diferencias culturales.
Este estatus jurídico de los pueblos indígenas debe ser entendido en parte como una
consecuencia de su situación colonial, si consideramos que muchos de ellos gozaban hasta
mediados del siglo XIX de un relación de simetría política con imperios y naciones
europeas y americanas, ponderación refrendada por la serie de pactos, tratados y alianzas
que ocupan extensos y empolvados legajos en archivos y bibliotecas de todo el mundo. El
despliegue de los imperios coloniales europeos durante el siglo XX, en África, Asia y
Oceanía, paralelo al despliegue de los colonialismos republicanos en América, tendió a
transformar a los indígenas en sujetos colonizados, es decir, los hizo pasar de enemigos
(con los cuales se pacta y se negocia) a súbditos, o peor, como dice Schmitt, por la derrota
los antiguos enemigos devinieron criminales.
Lo interesante es que la emergencia de ese nuevo estatus jurídico político a nivel
internacional de los pueblos indígenas, como objetos de protección supra-soberana (por la
vigencia de los tratados internacionales), en cierta forma perpetúa la condición de asimetría
política con que el orden colonial reformuló las condiciones de negociación con estos
pueblos, persistiendo la condición pre-política de sujetos de derechos, que implica el ser
gestionados por los aparatos estatales, para-estatales y supra-estatales (ONG,
Organizaciones Internacionales), en contraposición a la simetría política que implicaba la
figura del enemigo como afirmación de una diferencia irreductible a todo principio
universal, humanista u otro, y que por tanto obligaba a la permanente negociación política
del vínculo.
Kymlicka le dirige a uno de los grandes teóricos del derecho indígena internacional, James Anaya, cuando le recuerda que “los pueblos indígenas pueden obtener victorias morales del derecho internacional, pero el verdadero poder sigue en manos de los Estados soberanos, que pueden ignorar (y de hecho lo hacen) con impunidad las normas internacionales” (Kimlicka, Will 2003.- La política vernácula. Nacionalismo, multicultiralismo y ciudadanía.- Barcelona: Paidós, p. 183, nota 10).
Ahora bien, esta lectura política y precolonial del estatus de los pueblos indígenas,
los vincula con toda una serie de otros actores y luchas, en la medida en que en sus
enunciaciones reaparece la exigencia de simetría política y la puesta en cuestión del orden
de gestión humanista de derechos adquiridos (pasivos). Y esto mediante la afirmación de
una guerra, de una diferencia o al menos de la simple exigencia política de negociación en
la producción de estos derechos, entendidos como expresión del vínculo o la alianza
política y no como su condición. De ahí que muchos de los discursos políticos indígenas a
lo largo del siglo XX hayan oscilado entre la exigencia de esta simetría política, por
ejemplo en la propuesta de autonomías territoriales, y el recurso a la asimetría que implica
su posicionamiento en el plano de anterioridad que les da el dato de la autoctonía, con toda
su carga afectiva y de proyecciones éticas en torno a la espiritualidad, el respeto de la
naturaleza, el patrimonio, etc.
En este sentido, pareciera que la fluctuación del carácter identitario indígena se
encuentra ligada a la creciente absorción de la vida por parte del derecho. Éste aspira a ser
el lugar en el que se llevan a cabo todas las disputas y donde se despliegan los dispositivos
jurídicos de autoctonía o de derecho a la tierra -e incluso donde se puede petrificar la
existencia de un pueblo bajo la forma del reducto que “le corresponde” o asignarle a su
destino el carácter de nativo pacífico y emprendedor-, mas donde nunca se da el
reconocimiento de la enemistad, que comporta la posibilidad de vehicular la potencia de la
decisión política. Ésta queda reservada sólo para el “Estado de derecho” que al incluir en sí
las normativas del derecho internacional -que incluye el vasto campo de la
humanitarización de los pueblos designados como autóctonos- se articula como puro
gobierno y gestión de la violencia. ¿En qué lugar se sitúa aquí la violencia del sujeto
indígena contra el Estado? ¿De qué forma ella se articula dentro o fuera del campo
semántico del gobierno y el Estado de derecho?
El presente llamado a publicación, para Actuel Marx Intervenciones N° 17, busca
abrir el debate sobre la lucha de los pueblos y las formas de resistencia al poder,
considerando la relevancia que han tenido, para la posibilidad misma de su enunciación y
despliegue, tanto el derecho como el humanismo y su deriva humanitaria. Pensar fuera de
los esencialismos y las identidades adjetivadas por las diferentes formas de dominación, al
tiempo que atender a cómo esas mismas políticas de etnificación pueden servir de base para
la rearticulación de los discursos en resistencia, resultan fundamentales para la comprensión
de nuestro tiempo. Pensar, entonces, esta problemática desde múltiples enfoques
(filosofía, historia, antropología, sociología, estudios culturales, ciencia política, etc.),
resulta necesario para crear espacios de diálogos entre saberes que, precisamente, el
humanismo ha tendido a separar cada vez más, buscando asegurar la pertenencia de toda
identidad a un predicado determinado.
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