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Actualización de la Pasión, muerte y resurrección de Cristo:

La Santa Misa

“Lo poco que hacemos nosotros es una nada en comparación con lo que el buen Dios hizo por nosotros.”

San José Freinademetz

ORACIÓN INICIAL

Señor Jesús, te pedimos que nos acompañes hoy para que podamos entender y valorar el gran amor que nos tienes, amor que llegó hasta el extremo de morir por cada uno de nosotros.

Ayúdanos a entender el real valor que tiene la Misa que celebramos, ayúdanos a entender y a vivir cada parte de ella, en donde Tú nos hablas, en donde Tú te entregas por nosotros, y te ofreces como alimento para nuestro espíritu.

Amén.

Oraciones espontáneas…..

Padre Nuestro…….

I. Revisión de Compromiso anterior: comentar

II. Lectura Bíblica: 1 Corintios 11, 23-26

“Yo recibí una tradición procedente del Señor, que a mi vez les he trasmitido; y ésta es:

que el Señor Jesús la noche en que era entregado, tomó pan; y recitando la acción de gracias, lo partió y dijo: ‘Esto es mi cuerpo, que es entregado por ustedes. Hagan esto en memoria mía’. Lo mismo hizo con la copa, después de haber cenado, diciendo: ‘Esta copa es la nueva alianza en mi sangre. Cada vez que la beban, háganlo en memoria mía’. Porque cada vez que comen de este pan y beben de esta copa, están anunciando la muerte del Señor, hasta que venga”.

Palabra de Dios.

Introducción

Recordemos que los sacramentos son 7: Bautismo, Eucaristía, Confirmación, Reconciliación, Matrimonio, Orden sacerdotal y Unción de los enfermos. Todos ellos fueron instituidos por Cristo y confiados a la Iglesia. Los sacramentos son medios de salvación, son la continuación de las obras salvíficas que Cristo realizó durante su vida terrena.

Los sacramentos son la presencia misteriosa de Cristo invisible, que llega de manera visible por medio de los signos eficaces, materia y forma. Cristo se hace presente real y personalmente en ellos y de un modo especial en la Eucaristía (En apéndice 2, se presentan algunas nociones generales sobre los sacramentos).

En el presente tema, nos referiremos al Sacramento central de la vida cristiana: al sacramento de la Eucaristía.

III. Desarrollo del tema Numerosos fieles asisten a la santa Misa porque se saben necesitados de Dios y

buscan, en comunión con la Iglesia, alimentarse de su Palabra, de su Cuerpo y de su Sangre. Estos asisten semanalmente, incluso diariamente, con la firme convicción de que la santa Misa es “fuente y cima de toda vida cristiana” (Constitución Lumen Gentium nº 11).

Sin embargo, con frecuencia algunos fieles asisten a la santa Misa sin tener un conocimiento claro del misterio que en ella se celebra:

Por lo mismo, hay muchos que sienten la “pesada carga” de asistir a la Misa, van a la iglesia por obligación, para “cumplir el precepto”

, para tener los papeles en regla y quedar con la conciencia tranquila. Evitan, en lo posible, participar en aquellas que se alargan “más de la cuenta” con largas prédicas, cantos que no los motivan o que caen en horarios “incómodos” porque interrumpen otras actividades “de igual importancia”.

El no entender bien lo que realmente se celebra en la Misa hace que a veces acudamos a ella solo como simples espectadores, sin una participación activa

. Así, los que se deben mover y participar son los otros: el sacerdote, los cantores, los lectores..., es decir, los que están “en el escenario”. Estamos en las “butacas” simplemente viendo y escuchando. Nos incomoda que se nos involucre con participaciones, exigencias o compromisos. Generalmente buscamos una misa “entretenida” y dirigida por un buen anfitrión. Si no resulta, cambiamos de Misa.

Más aún, a veces acudimos para coleccionar una nueva experiencia

, mística o estética. La celebración puede convertirse en el lugar privilegiado de una religión-refugio, falsamente mística, en una especie de remanso de paz: sentirse muy juntos para evitar el vértigo del mundo moderno y, además, saboreando, desde el punto de vista estético, hermosas ceremonias realzadas por cantos bonitos. Con esta actitud se consigue estar a gusto, pero todo queda en una especie de terapia de grupo; Dios se convierte en una excusa para no salir de nosotros mismos.

El no entender el carácter comunitario de la Misa hace que algunos hagan de la Eucaristía una mera devoción privada

. Suelen ser cristianos piadosos, que acuden con buenas disposiciones interiores. Pero, como fruto quizás de una formación cristiana de corte individualista, sólo se interesan por lo que pasa entre Dios y ellos. Parece que no les interesara compartir con los demás: rezan sus devociones abstrayéndose del ritmo de la celebración y a veces pareciera que les molesta tener que dar la paz. De alguna manera, estos caerían en el reproche que hacía san Pablo a los corintios: «Cuando os reunís en asamblea, ya no es para comer la cena del Señor, pues cada cual come su propia cena» (1 Cor 11,20-21).

A esto se unen los fieles que no asisten a la santa Misa, o bien no lo hacen con la regularidad que manda la Iglesia.

¿Cuáles podrán ser las razones para no asistir?

- Unos, porque “no tienen tiempo”: tienen un partido de fútbol, tienen que estudiar, tienen que trabajar, están demasiado cansados por la fiesta de la noche anterior, se van a la playa, a esquiar, tienen un compromiso social…. Es decir, tienen todo el tiempo ocupado... en lo que les interesa.Y la Misa no entra en sus intereses. Seguramente

a ellos, el Señor les dice: «Andas inquieto y preocupado por muchas cosas, cuando en realidad una sola es necesaria» (cf. Lc 10,41-42).

Tal vez, estos deberían examinarse con respecto a ¿qué lugar ocupa realmente el Señor en su vida y en su corazón? Recordemos lo que mencionamos en temas anteriores con respecto al lugar central que el Señor ocupa en nuestra vida cuando hay una verdadera conversión. “La ley del amor es tender hacia quien se ama.”

- Otros no asisten porque

su fe no tiene raíces sólidas. Decía Jesús: «Al recibir el mensaje, lo reciben en seguida con alegría, pero no tienen raíz en sí mismos; son inconstantes y en cuanto sobreviene una tribulación o persecución por causa del mensaje sucumben» (Mc 4,16-17). Este podría ser el caso de aquellos que tienen una fe inmadura, una fe heredada y poco personalizada, que normalmente sucumbe ante la prueba y que no es capaz de ir contra corriente, por ejemplo cuando los amigos se burlan de ellos o cuando arriesgan alguna relación que les interesa. Haría falta una fe más formada y personal, capaz de luchar por lo que se cree y por Quien se ama.

- No faltarán tampoco los que no acudan por un ansia de autonomía individual

. ¡Ya está bien de leyes y de imposiciones! ¡Las estructuras, incluso las eclesiales, me ahogan!. ¡Quiero ser yo mismo!; ¡para vivir la religión no necesito someterme a ninguna norma ni juntarme con nadie!. Y, claro, comenzamos por querer ser “cristiano a mi manera”, y acabamos no siéndolo de ninguna. No debemos olvidar que el cristiano necesita de la comunidad para crecer en la fe y que el cristianismo es una religión de comunión.

- Por último, siempre queda otra motivación misteriosa, pero real: el dominio del mal:

«aquellos en quienes se siembra el mensaje, pero en cuanto lo oyen viene Satanás y les quita el mensaje sembrado en ellos» (Mc 4,15). Ahora bien, como a Satanás no le es permitido suprimir nuestra libertad, lo que aquí ocurre es que han decidido libremente en contra del mensaje y, como consecuencia, se les ha privado de la capacidad de entenderlo y vivirlo. ¡Se han ganado a pulso la pérdida de la fe por no haber sido coherentes con ella! Entonces, la única esperanza es que la paciencia del sembrador (Dios) vuelva a pasar por su vida.

Comentar:

1- ¿Vas a Misa? ¿Por qué? ¿Con qué frecuencia? ¿Te sientes identificado con alguno de los casos anteriores?

2- ¿Sabes qué es realmente lo que se celebra en la Misa? Explica.

¿Qué es la Santa Misa?

La palabra Eucaristía significa “acción de gracias”. Así, uno de los principales fines por los que se celebra la Eucaristía o la santa Misa es expresar a Dios nuestra gratitud por la salvación o redención del hombre enviando a su Hijo Jesucristo y unirnos al sacrificio de Cristo que nos ha redimido con su propia sangre, sufriendo en la cruz el castigo que nosotros merecíamos por nuestros pecados.

La Misa es la celebración del Misterio Pascual de Jesucristo (Pasión, Muerte y Resurrección). Es el sacrificio mismo de Cristo, que El instituyó para perpetuar en los siglos, hasta su segunda venida, el sacrificio de la Cruz.

Cuando la Iglesia celebra la Eucaristía, memorial de la muerte y resurrección de su Señor, se hace realmente presente este acontecimiento central de salvación y « se realiza la obra de nuestra redención ». Este sacrificio es tan decisivo para la salvación del género humano, que Jesucristo lo ha realizado y ha vuelto al Padre sólo después de habernos dejado el medio para participar de él, como si hubiéramos estado presentes. Así, todo fiel puede tomar parte en él, obteniendo frutos inagotablemente.

El sacrificio eucarístico no sólo hace presente el misterio de la pasión y muerte del Salvador, sino también el misterio de la resurrección, que corona su sacrificio. La Misa es un hecho salvífico que se actualiza cada vez que se repite (memorial). Es a la vez e inseparablemente, el memorial sacrificial en que se perpetúa el sacrificio de la cruz, y el banquete sagrado de la comunión en el Cuerpo y la Sangre del Señor.

La eficacia salvífica del sacrificio se realiza plenamente cuando se comulga recibiendo el Cuerpo y la Sangre del Señor y por eso el Concilio enseña: “Se recomienda especialmente la participación más perfecta en la Misa, la cual consiste en que los fieles, después de la comunión del sacerdote, reciban del mismo sacrificio el Cuerpo del Señor; el culmen de la participación litúrgica, la máxima y más efectiva, es la comunión sacramental. Nadie debería, estando en gracia de Dios, dejar de comulgar en cada Misa que participa.”

Entonces, del mismo modo que Cristo ofreció su sacrificio en el altar del cenáculo (y luego en la Cruz), hoy en día, los sacerdotes ofrecen este mismo sacrificio en el altar de cada Iglesia.

Esto nos lleva a la pregunta: ¿Qué diferencia existe entre el sacrificio que ofreció Cristo y el que ofrecen hoy los sacerdotes?

La respuesta es: en cierta manera, ninguna. Si Cristo padeció, murió y resucitó por nosotros, debemos creer firmemente que en cada santa Misa presenciamos actual y renovadamente este hecho maravilloso. ¿Cómo puede ser esto?

En la Liturgia de la Iglesia, Cristo significa y realiza principalmente su misterio pascual. Durante su vida terrestre Jesús anunciaba con su enseñanza y anticipaba con sus actos el misterio pascual. Cuando llegó su Hora (cf Jn 13,1; 17,1), vivió el único acontecimiento de la historia que no pasa: Jesús muere, es sepultado, resucita de entre los muertos y se sienta a la derecha del Padre "una vez por todas" (Rm 6,10; Hb 7,27; 9,12). Es un acontecimiento real, sucedido en nuestra historia, pero absolutamente singular: todos los demás acontecimientos suceden una vez, y luego pasan y son absorbidos por el pasado. El misterio pascual de Cristo, por el contrario, no puede permanecer solamente en el pasado, pues por su muerte destruyó a la muerte, y todo lo que Cristo es y todo lo que hizo y padeció por los hombres participa de la eternidad divina y domina así todos los tiempos y en ellos se mantiene permanentemente presente. El acontecimiento de la Cruz y de la Resurrección permanece y atrae todo hacia la Vida (CEC, 1085).

Entonces, el memorial eucarístico no es una ceremonia del recuerdo, como cuando celebramos nuestro cumpleaños, recordando el día de nuestro nacimiento. En el memorial eucarístico se trata de una memoria viva y eficaz que hace actual y presente el sacrificio pascual de Jesús. Es el Espíritu Santo quien no deja de actualizar, es decir de hacer pasar a la actualidad de hoy, el sacrificio de Jesús, efectuando la obra de nuestra redención de los pecados que cometemos cada día, reconciliándonos con el Padre.

En la última cena, Jesús «tomando el pan, dio gracias, lo partió y se lo dio, diciendo: Esto es mi Cuerpo, entregado por vosotros; haced esto en memoria mía. Asimismo tomó el cáliz, después de la cena, diciendo: Este es el cáliz de la nueva Alianza en mi sangre, derramada por vosotros». Y así, al ordenar a los Apóstoles que hicieran esto en memoria suya, quiso por lo mismo que se renovase perpetuamente (Mysterium Fidei, N°4, Pablo VI).

Cuando celebramos la Misa, no estamos pensando en ofrecer a Jesucristo varias veces repitiendo su sacrificio. El sacrificio de la Cruz y el sacrificio de la Eucaristía son un único sacrificio. Son idénticas la víctima y el oferente, y sólo es distinto el modo de ofrecerse: de manera cruenta en la cruz, incruenta en la Eucaristía (Compendio CEC, 280).

¿Cómo quedar indiferente ante la Crucifixión y Muerte de Jesús? ¿No seremos acaso como los apóstoles adormecidos en Getsemaní, y todavía menos, como los soldados pensando en jugar a los dados al pie de la Cruz, despreocupados de los atroces dolores de Jesús moribundo?

Esta es la impresión angustiosa que se experimenta hoy cuando se asiste a las Misas que se celebran al ritmo de las guitarras en son de fiesta, a veces con los fieles vestidos vergonzosamente, sin modestia, voluntariamente distraídos, sin atención, sin respeto, de pie, mirando a un lado y a otro. Se podría decir que asisten como los judíos, ¡Crucificando otra vez a Jesús!.

La Eucaristía es igualmente el sacrificio de la Iglesia.

La Iglesia, que es el Cuerpo de Cristo, participa en la ofrenda de su Cabeza. Con él, ella se ofrece totalmente. Se une a su intercesión ante el Padre por todos los hombres. En la Eucaristía, el sacrificio de Cristo es también el sacrificio de los miembros de su Cuerpo, es el sacrificio de cada uno de nosotros, su Iglesia. La vida de los fieles, su alabanza, su sufrimiento, su oración y su trabajo se unen a los de Cristo y a su total ofrenda, y adquieren así un valor nuevo. El sacrificio de Cristo, presente sobre el altar, da a todas las generaciones de cristianos la posibilidad de unirse a su ofrenda (CEC, 1368).

En la Eucaristía, la Iglesia ha de actualizar hasta el fin de los siglos el sacrificio de la cruz, y ha de hacerlo empleando en su liturgia la misma forma decidida por el Señor en la última Cena.

La santa Misa ha sido siempre la devoción de los santos.

Santo Tomás escribió: “La celebración de la Misa vale tanto como vale la muerte de Jesús en la Cruz”. San Francisco de Asís decía: “El hombre debe temblar, el mundo debe estremecerse, el cielo entero debe estar conmovido cuando el Hijo de Dios aparece en el altar entre las manos del sacerdote”.

Al renovar el Sacrificio de la Pasión y de la Muerte de Jesús, la Santa Misa es algo tan grande que basta por sí sola para contener la Justicia Divina. “Toda la cólera y la indignación de Dios, afirma San Alberto Magno, cede ante esta ofrenda” y San Alfonso María de Ligorio señalaba que “sin la Santa Misa, la tierra estaría aniquilada hace mucho tiempo a causa de los pecados de los hombres”.

El Santo Cura de Ars decía: “El martirio no es nada en comparación con la Misa, porque el martirio es el sacrificio del hombre a Dios, mientras que la Misa es ¡el sacrificio de Dios por el hombre!”. El Papa Juan Pablo II dijo a los jóvenes en uno de sus discursos: “Ir a Misa significa ir al Calvario para encontrarse con Él, nuestro Redentor”. Al ir a la Misa, deberíamos repetir con Santo Tomás Apóstol: “Vayamos también nosotros a morir con Él” (Jn.11, 16).

Entonces, ¿por qué debemos ir a Misa?

La Iglesia manda asistir a la santa Misa, bajo pecado grave, los domingos y fiestas de precepto (Código de Derecho canónico can. 1247), primero, dando cumplimiento al tercer mandamiento de la ley de Dios y, luego, porque como Madre, nos aconseja convencida de que los fieles no podemos permanecer vivos en Cristo si nos alejamos de la Eucaristía de modo habitual y voluntario.

Es Cristo mismo quien nos convoca a la Eucaristía con todo amor y autoridad: “En verdad os digo, si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros...El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él” (Juan 6,53.56). Así pues, “tomad, comed mi cuerpo y bebed mi sangre. Haced esto en memoria mía” (Mateo 26,26-28; 1Corintios 11,23-26). Cumpliendo la Iglesia este mandato, la Última Cena la ha acompañado, alimentado y formado a lo largo de los siglos hasta el día de hoy.

¿Está realmente presente Jesús en la Hostia Consagrada o es sólo un símbolo? ¿Debemos adorarla?

En el relato de la institución, la fuerza de la acción de Cristo y de sus palabras, pronunciadas ahora por su sacerdote, y el poder del Espíritu Santo, hacen sacramentalmente presentes bajo las especies de pan y de vino su Cuerpo y su Sangre, su sacrificio ofrecido en la cruz de una vez para siempre.

A pesar de su apariencia, el pan y el vino dejan de ser lo que eran y pasan a ser ‘Cuerpo y Sangre’ del Señor. Esto es lo que la Iglesia llama la ‘transubstanciación’. Este difícil término no pretende explicar lo que queda como misterio de la fe, sino afirmar que gracias a esta conversión de la substancia del pan y del vino, Cristo se vuelve realmente presente y se da en alimento.

Los Padres de la Iglesia afirmaron con fuerza la fe de la Iglesia en la eficacia de la Palabra de Cristo y de la acción del Espíritu Santo para obrar esta conversión. Así, San Juan Crisóstomo declara que: “El sacerdote, figura de Cristo, pronuncia estas palabras, pero su eficacia y su gracia provienen de Dios. “Esto es mi Cuerpo”, dice. Esta palabra transforma las cosas ofrecidas, porque Cristo, nuestro Redentor, dijo que lo que ofrecía bajo la especie de pan era verdaderamente su Cuerpo.

La «presencia real de Jesucristo» en el Pan y Vino consagrado es un hecho que la Palabra de Dios nos muestra claramente. Leamos lo que Jesucristo dice:

«Yo soy el pan de la vida. Sus padres comieron el maná en el desierto y murieron; este es el pan que baja del cielo, para que quien lo coma no muera. Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo le voy a dar, es mi carne por la vida del mundo.»( Jn 6,48-51).

……Entonces los Judíos contendían entre sí, diciendo: ¿Cómo puede éste darnos su carne a comer?" (Jn 6,51-52). Con estas palabras queda claro que los judíos entendieron que las palabras de Jesús no eran dichas de manera simbólica, por eso se escandalizaron.

….."Y Jesús les dijo: …“El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna: y yo le resucitaré en el último día. Porque mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en Él. (Jn 6,53-56).

"Y muchos de sus discípulos oyéndolo, dijeron: Dura es esta palabra: ¿quién la puede oir? (Jn 6,60)….."Desde esto, muchos de sus discípulos volvieron atrás, y ya no andaban con Él" (Jn 6,66).

……."Dijo entonces Jesús á los doce: ¿Queréis vosotros iros también? Y respondiole Simón Pedro: ‘Señor, ¿á quién iremos? tú tienes palabras de vida eterna’”. (Jn 6,67-68). Aunque Jesús les pregunta a los doce, la respuesta es sólo de uno, representando a los doce: Pedro tomó la palabra y dio un sí personal y eclesial: «Tú tienes palabras de vida eterna». Pedro, el primer Papa, la cabeza visible de la Iglesia; el pastor que Jesús nos dejaría, acepta las palabras de Jesús tal como son. Y así es lógico que al investigar este misterio sigamos como una estrella el magisterio de la Iglesia, a la cual el divino Redentor ha confiado la Palabra de Dios, escrita o transmitida oralmente, para que la custodie y la interprete.

La presencia de Cristo en la Eucaristía no es un símbolo, sino que como lo dice el Concilio de Trento: es una presencia, verdadera, real y substancial. Nosotros creemos que una vez que el sacerdote ha dicho las palabras de la Consagración, bajo las especies del pan y del vino está verdaderamente presente todo Cristo: su Cuerpo y su Sangre, su Alma y su Divinidad. Cristo está presente glorioso y triunfador, intercediendo por nosotros ante Dios Padre.

La sagrada Eucaristía es un Misterio de fe. San Juan Crisóstomo nos enseña: «Inclinémonos ante Dios; y no le contradigamos, aun cuando lo que Él dice pueda parecer contrario a nuestra razón y a nuestra inteligencia; que su palabra prevalezca sobre nuestra razón e inteligencia. Observemos esta misma conducta respecto al misterio [eucarístico], no considerando solamente lo que cae bajo los sentidos, sino atendiendo a sus palabras, porque su palabra no puede engañar». Que en este sacramento se halle presente el cuerpo verdadero y la sangre verdadera de Cristo, no se puede percibir con los sentidos —como dice Santo Tomás—, sino sólo con la fe, la cual se apoya en la autoridad de Dios. Por esto, comentando aquel pasaje de San Lucas 22, 19, San Cirilo dice: «No dudes si esto

es verdad, sino más bien acepta con fe las palabras del Salvador, porque, siendo Él la verdad, no miente».

La presencia real de Cristo en la Eucaristía es lo que hace que la Misa esté siempre llena de contenido religioso, Jesús está ahí con el mismo amor que se entregó por nosotros en la cruz. Realmente, el Hijo de Dios tiene el poder de cumplir lo que Él mismo afirma: “Esto es mi cuerpo,... esta es mi Sangre”. Para Dios, nada es imposible.

Todo lo señalado hasta ahora, nos debe ayudar a comprender mejor el por qué al sacramento de la Eucaristía se le debe rendir el culto de latría, es decir la adoración reservada a Dios, tanto durante la celebración eucarística, como fuera de ella.

Nuestra participación en la Santa Misa

Habiendo reflexionado en lo más esencial de la santa Misa, nos queda meditar en nuestra disposición hacia ella, no sólo como sacramento, que ciertamente lo es, sino como sacrificio de Cristo y banquete de Comunión entre los hermanos. De nuestra participación plena se obtienen frutos espirituales abundantes no sólo para nosotros sino para toda la Iglesia. Los frutos de la Santa Misa se mencionan en el Anexo N°1.

a) Con espíritu de adoración

La adoración que le debemos a Dios interpreta nuestra disposición para la Misa, no sólo personal sino litúrgica, es decir, comunitaria, partícipe del Cuerpo místico de Cristo. “Al Señor tu Dios adorarás, sólo a él darás culto” (Mateo 4,10). En el anexo N°2 se señalan los fines de la santa Misa, de los cuales el primero es la adoración.

Pero no sólo el alma debe adorar a Dios en la liturgia. El cuerpo también es reflejo de la adoración y alabanza que dirigimos a Dios. Las actitudes o símbolos externos reflejan lo que hay en el corazón. Por este motivo, el estar de pie, la genuflexión, el estar de rodillas y otros gestos significan nuestra adhesión a la Iglesia que celebra y demuestra nuestra comprensión del rito que realizamos.

“¿Qué podemos sentir ante el altar, donde Cristo hace presente en el tiempo su Sacrificio mediante las pobres manos del sacerdote? No queda sino arrodillarse y adorar en silencio este gran misterio de la fe”. (Carta de S.S. Juan Pablo II).

Los gestos de adoración, que la liturgia pide que sean observados, corresponden al reconocimiento de la majestad del Señor y de la pertenencia del hombre a Dios.

b) Petición humilde de perdón y deseo de conversión

Siempre que nos acerquemos a recibir el Cuerpo de Cristo «entregado por nosotros» y su Sangre «derramada por nuestros pecados», nos sentiremos indignos y necesitados de perdón. Como el publicano imploramos: «Ten compasión de mí que soy un pecador» (Lucas 18,3). Como el hijo pródigo reconocemos: «No merezco llamarme hijo tuyo» (Lucas 15,21). Y con el centurión afirmamos: «Yo no soy digno de que entres en mi casa» (Mateo 8,8). Y esto necesitamos hacerlo desde el principio de la celebración, para situarnos ante Dios desde nuestra verdadera realidad. Además, siempre que nos acerquemos a la Eucaristía hemos de recordar aquellas palabras del Apóstol: «Examínese, pues, cada cual, y coma así el pan y beba de la copa» (1Corintios 11,28): no podemos sentarnos a esta sagrada Mesa (comulgar) con la conciencia manchada; sería contradecir la esencia misma de la comunión que vamos a vivir.

c) Ofrenda de nuestra propia vida

El reconocimiento de lo que Dios nos ha dado podría quedar incompleto, e incluso quedarse en puras palabras, si no fuera acompañado de la ofrenda de nuestra propia vida. En la santa Misa el sacerdote dice a los fieles: “oren hermanos para que este sacrificio que es "mío y vuestro…."; todos lo ofrecemos junto al sacerdote. Presentamos al Padre, desde el altar, el sacrificio de Cristo, ofrecido una vez por siempre en el Calvario.

Pero Cristo no quiere volver al Padre con las manos vacías, quiere llevar consigo la oblación de su Esposa, la Iglesia, el sacrificio espiritual de nuestra existencia, nuestro compromiso de vivir en la lógica del sacrificio mismo de Cristo, en total obediencia al Padre, en ofrenda de amor, hasta el don de la vida por los hermanos. En una palabra, el compromiso de ser como Cristo: ofrenda de amor para el Padre y para los hermanos. Sólo entonces podremos decir que hemos celebrado la Eucaristía.

S.S. Pío XII afirmaba: “la verdadera participación activa en la Misa es la que nos vuelve víctimas inmoladas como Jesús, la que consigue reproducir en nosotros los rasgos dolorosos de Jesús.” Todo lo demás no es más que rito litúrgico, revestimiento exterior.

San Gregorio Magno enseñaba: “El sacrificio del altar será para nosotros una Hostia verdaderamente aceptable por Dios cuando nosotros mismos nos hayamos hecho Hostia”. Santa Margarita de Alacoque oía la santa Misa mirando al altar y sin dejar de echar una mirada al Crucifijo y a las velas encendidas, para imprimirse bien dos cosas en la mente y en el corazón: El Crucifijo le recordaba lo que Jesús había hecho por ella; las velas encendidas le recordaban lo que ella debía hacer por Jesús, o sea: sacrificarse y consumirse por Él y por los demás.

d) Abrirse a la comunión con los hermanos

La Misa es un acto colectivo de culto a Dios. La Eucaristía no es una acción privada a la que acudimos como creyentes individuales, sino celebración de la Iglesia, pueblo de Dios y Cuerpo de Cristo. Todos formamos parte de una comunidad, de la familia de Dios, y tenemos obligación de participar en el culto colectivo a Dios. La asamblea eucarística es una comunidad llamada a ser “un solo cuerpo y un solo espíritu”.

La Eucaristía es escuela y fuente de espíritu fraternal y solidario. Pero la esencia del espíritu comunitario no es el “ambiente familiar” que nos hace sentirnos bien o cómodos en torno al altar, sino el saberse responsable interior y exteriormente el uno del otro; es la conciencia de ser miembros de un mismo Cuerpo, de ser todos hermanos, hijos de un mismo Padre en Cristo Jesús. Entonces se comprende el sentido de la “comunión de los santos” que confesamos en el Credo.

San Pablo explica el verdadero significado de la Eucaristía precisamente con el fin de hacer volver a los cristianos de Corinto al espíritu de la comunión fraterna, rota por sus divisiones (1Corintios 11,17-34).

“El Sacrificio eucarístico, aun celebrándose siempre en una comunidad particular, no es nunca celebración de esa sola comunidad..., una comunidad realmente eucarística no puede encerrarse en sí misma, como si fuera autosuficiente, sino que ha de mantenerse en sintonía con todas las comunidades católicas” (Juan Pablo II, Ecclesia de Eucaristía

, 39). Y la razón es que la presencia eucarística del Señor convierte a esa comunidad concreta en imagen y verdadera presencia de la Iglesia una, santa, católica y apostólica.

«La comunión eclesial de la asamblea eucarística es comunión con el propio Obispo y con el Romano Pontífice» (Juan Pablo II, Ecclesia de Eucaristía

, 39), que son principio y fundamento visible de la unidad de la Iglesia, y, a través de ellos, con toda la Iglesia universal, a la que nos unimos por la aceptación de la doctrina de los Apóstoles, de los sacramentos y del orden jerárquico. Por eso, la aceptación de los textos y de las normas litúrgicas de la Iglesia universal, no es para nosotros una esclavitud sino un orgullo, ya que nos permite sentirnos miembros de la única Iglesia de Cristo que se hace presente entre nosotros.

La infinita grandeza de la Santa Misa nos debe hacer comprender la exigencia de una participación activa, atenta y devota en el sacrificio de Jesús. Adoración, amor y dolor nos deberían dominar durante la Misa. Un encuentro de amor y de dolor con Jesús crucificado: esta es la participación en la Santa Misa.

El sacerdote, ministro representante de Cristo

Con frecuencia se escuchan opiniones diversas sobre quién celebra la Eucaristía, o preside o lleva a cabo la acción litúrgica. A menudo también se escuchan frases tales como: la Misa la celebró tal o cual… Es necesario aclarar que toda la asamblea celebra, el sacerdote preside…; el sacerdote es el que ofrece el sacrificio…

Sin embargo, a todas ellas les falta el actor principal: Cristo. Cristo es el único liturgo, esto es: el único capaz de elevar un culto digno y apropiado a Dios Padre. Por lo tanto es Cristo quien celebra, preside y ofrece el sacrificio de sí mismo al Padre.

El sacerdote que preside, celebra y ofrece el santo sacrificio del altar lo hace en la persona de Cristo. El sacerdote representa a Cristo en la Eucaristía, obra en su persona, en su nombre. En la liturgia de la Palabra, es Cristo mismo el que enseña y predica a su pueblo. Es Él mismo, ciertamente, quien en la liturgia sacrificial, dice: “esto es mi cuerpo… este es el cáliz de mi sangre”. Es Él quien saluda al pueblo, quien lo bendice, quien, al final de la Misa, lo envía al mundo. Con sus ornamentos, palabras y acciones sagradas, el sacerdote es “símbolo litúrgico” de Jesucristo resucitado.

Luego no sería correcto emitir un juicio de la celebración de la santa Misa considerando solo la competencia del sacerdote que preside: La misa siempre es eficaz como se ve en anexo N°1.

Sin embargo, debemos considerar el sacerdocio común de los fieles, que se unen al sacerdote, ofreciendo ellos mismos y junto a él la ofrenda verdaderamente “agradable a Dios Padre todopoderoso”, pero no fundiéndose ni menos aún confundiéndose con su legítimo e insustituible sacerdocio, otorgado por el sacramento del orden: “Participando del sacrificio eucarístico, fuente y cima de toda vida cristiana, ofrecen a Dios la Víctima divina y a sí mismos juntamente con ella; y así, tanto por la oblación como por la sagrada comunión, todos toman parte activa en la acción litúrgica, no confusamente, sino cada uno según su condición” (Constitución Lumen Gentium nº 11).

El domingo, el día del Señor

La Eucaristía se puede celebrar, y se celebra, todos los días. Pero, desde el principio, la comunidad cristiana es convocada, toda entera y de forma oficial, para celebrarla el Domingo, el «Día del Señor» como lo llamamos desde los tiempos apostólicos. Para los cristianos, el Domingo es el «señor de los días» porque en él

celebramos la resurrección de Jesús, núcleo fundamental de la fe cristiana y acontecimiento central de la historia.

Conclusión

Luego de profundizar sobre el real significado de la Santa Misa, lo que nos mueve a asistir a ella no debería ser solo el cumplimiento de un precepto de Dios y de la Iglesia, sino:

- El gran amor y gratitud a Dios por nuestra redención enviando a su Hijo Jesucristo.

- Nuestro amor y gratitud a Jesucristo que entregó su vida a cambio de la nuestra.

- La voluntad de unirnos al sacrificio de Cristo, mediante la entrega personal y el deseo de conversión.

- La conciencia de sabernos necesitados de escuchar la Palabra de Dios y de recibir el Cuerpo y la Sangre de Cristo para permanecer unidos a Él y a la comunidad y ser así reflejo de Él y evangelizar al resto con el propio ejemplo de vida.

- Abrirnos a la comunión con los hermanos, sabiéndonos responsables interior y exteriormente el uno del otro, con la conciencia de ser miembros de un mismo Cuerpo, de ser todos hermanos, hijos de un mismo Padre en Cristo Jesús.

IV. Compromiso 1. Si no voy a Misa, confesarme para luego ir frecuentemente a Misa y comulgar.

2. Si voy a Misa, invitar a ir conmigo a alguien que no lo haga frecuentemente.

ORACIÓN FINAL

Te damos gracias Señor

por quedarte con nosotros

en el Sacramento de la Eucaristía.

Ayúdanos a ser más constantes en nuestro amor

y a buscarte con más ganas y empeño

en la lectura de tu Palabra,

y en la comunión de tu Cuerpo y de tu Sangre.

Señor, no permitas que nos apartemos de Ti,

ya que sabemos que Tú eres

el Camino, la Verdad y la Vida.

Amén.

Encomendémonos a la Santísima Virgen María, que estuvo a los pies de la cruz, unida con su Hijo durante la Pasión y está hoy a los pies del altar de cada Misa que celebramos, para que nos enseñe a participar con humildad y amor en el sacrificio de Jesús, tal como Ella lo hizo, diciendo….

Dios te Salve María….

Anexo 1

Frutos espirituales de la santa Misa.

Como dijimos, el fin primordial de la Misa es dar honor y gloria a Dios. Sin embargo,

al ofrecer Jesucristo su infinito homenaje a Dios, también alcanza grandes gracias para nosotros. Los dones que Dios, por los méritos de su Hijo, nos concede en la Misa se llaman los «frutos» de la Misa.

Se distinguen tres clases de frutos en la Misa:

- Fruto general: el sacerdote ofrece en cada Misa el Santo Sacrificio por los presentes; por la Iglesia, el Papa y el obispo de la diócesis; por todos los fieles cristianos, vivos y difuntos, y por la salvación de todos los hombres. Las gracias que se derivan de esta intención son las que podríamos llamar «gracias comunes» de la Misa. El grado en que se reciban en cada alma determinada dependerá en gran parte de la unión con que esa persona participe en el Santo Sacrificio y de sus propias disposiciones interiores. Que la Misa causa la conversión de almas endurecidas y empecinadas es una verdad que todos hemos experimentado.

- Fruto especial: se aplica a la persona o personas (vivas o difuntas) por las que la Misa es ofrecida por el celebrante. Este fruto especial de la Misa es a la vez impetratorio (pedir) y propiciatorio (reparar por el pecado). Puesto que las almas del purgatorio tienen una única necesidad —la de ser libradas del castigo temporal debido a sus pecados—, se comprende que el fruto especial de la Misa sea propiciatorio cuando se ofrece por los difuntos.

- Fruto personal o especialísimo: son las gracias que se dirigen al sacerdote que celebra la Misa y que contribuirán a su propia santificación y a la reparación de sus pecados.

Anexo 2.

Fines espirituales de la santa Misa

Podemos decir que la santa Misa tiene 4 fines principales: adoración, acción de gracias, petición y reparación.

- Adoración: es el fin primordial de la Misa. El hombre debe adorar a Dios. Éste es el primero de los deberes del hombre, el más esencial elemento de la adoración, el fin primordial de todo sacrificio. En la Misa, por primera vez, la humanidad puede rendir culto a Dios adecuadamente en la persona del mismo Hijo de Dios, que nos representa.

- Acción de gracias: el segundo de nuestros deberes es la gratitud. Al ser Dios la fuente de todo bien, sabemos que todo lo que somos, tenemos o esperamos viene de Él. Dar gracias es, pues, el segundo elemento esencial de toda oración y sacrificio verdaderos. En ella, Jesucristo ofrece a Dios en nuestro nombre una acción de gracias que sobrepasa los dones que recibimos, una acción de gracias infinita que la ilimitada bondad de Dios misma no puede superar.

- Petición: además de adorar y agradecer, nuestra relación con Dios nos impone otro deber: el de pedir a Dios las gracias que nosotros y los demás necesitamos para alcanzar el cielo. Debemos pedir por nuestras necesidades espirituales y las de nuestro prójimo. La petición es el tercer fin por el que se ofrece la Misa, intercediendo en ella el mismo Jesucristo, con nosotros y por nosotros.

- Reparación: además de adorar, dar gracias y pedir, debemos a Dios reparación por nuestros pecados. Rebelarnos contra ese Dios que nos ha creado es un acto de injusticia, a la vez que de ingratitud. Si así nos hemos comportado, es deber nuestro restaurar la balanza de la justicia reparando nuestro pecado. Más aún, dada la unidad del género humano y la interdependencia de unos con otros, es también necesario que ofrezcamos reparación por los pecados de los demás. Ninguno de nosotros puede ofrecer adecuada satisfacción por el pecado; sólo Jesús podía, y en la cruz lo hizo, y en la Misa sigue todos los días ofreciéndola a Dios.