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Llegáis al segundo piso, puerta B. Rachida abre la puerta. Los techos son altos y el suelo de gres. Hay una mesita en el recibidor llena de cosas: cartas, llaves, tickets, monedas. Una voz femenina llega por el pasillo preguntando por el hummus. Desde la entrada se oye el ruido de la campana extractora. El pasillo es estrecho y frío. Tres puertas más adelante, entras en un pequeño comedor unido a una cocina con office. Los muebles son antiguos (debían de venir con el piso) y la decoración moderna es in-compatible con ellos. El resultado es un pastiche rocambolesco entre lo retro y lo más insustancial de Ikea.

Por la ventana que da a la cocina se asoma una chica con el pelo rapado por los lados y una mata rubia platino a modo de cresta.

−Oh. Hola −dice sonriendo. Mira a Rachida sin comprender.−Esta es Irene. Está buscando piso.Una figura atlética, con camiseta de manga corta y pantalones cargo, sale de su fuerte

y se coloca frente a ti. Se llama Deborah. Te da dos besos. Después le da uno a su novia diciéndole con cariño que esta noche tendrán que apañarse sin hummus.

−Puedes dejar las cosas ahí −Deborah te señala un sofá de estructura de madera y cojines floreados de estilo rococó.

−Solo estaré un momento −dices, porque te da vergüenza que se enteren del asunto de la cremallera. Desde hace unos veinte minutos te estás meando y sabes que muy pronto vas a tener que ir al baño.

−Voy preparando la cena −comenta Rachida, dejando su abrigo y el bolso en la mesa, también llena de cosas, que está pegada a la pared de la ventanita de la cocina, a dos pasos del sofá.

Deborah te enseña la habitación, que en general es bastante correcta, quitando que la cama, que es de matrimonio, está a solo unos milímetros del ángulo de aper-tura de la puerta y que todo parece un poco encajonado. Tiene lo básico: además de la cama, un armario y un pequeño secreter renacentista. Que la ventana de a un patio interior no te gusta demasiado.

−Somos tres en el piso, nosotras dos y Emile. Compartimos un radiador, pero hay que ponerse de acuerdo y alquilarlo por horas –bromea Deborah, guiñándote un ojo. Sus gestos y su manera de hablar son bastante varoniles.

−Ajá.−Ven, que te enseño el resto, aunque no hay mucho más que ver.Su risa te recuerda a la de aquel vecino, el que vivía en el cuarto piso y te encon-

trabas en el ascensor cuando ni siquiera te hacía falta cogerlo porque vivías en el entresuelo. Las conversaciones duraban segundos y, por mucho que tu mirada dije-ra «Bésame ahora mismo», seguía siendo un hombre: tendrías que habérselo dicho directamente para hacerle reaccionar. A veces lo veías paseando al perro sin llevarlo atado, algo con lo que nunca has estado de acuerdo porque nunca sabes si un animal puede lanzarse a la carretera persiguiendo algo que ha llamado su atención. No te gustaba nada que se atara la correa a la cintura, pero al mismo tiempo te parecía un

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acto de rebeldía, un no sigo las normas que te ponía, y le mirabas el culo pensando «Ven aquí, transgresor, que vamos a romper en el ascensor con el civismo y la bue-nas maneras». Por supuesto, todo quedó en tu imaginación. A él solo le hablaste del tiempo y de lo indignante que era que se estropeara el ascensor tan a menudo y que tuvierais que subir andando, cuando a ti solo te esperaban diez escalones. Luego lo empeoraste un día de enero en el que le dijiste que, como propósito de Año Nuevo, ibas a empezar a subir andando. Te contestó que era un propósito bastante factible. En fin, que Deborah parece haberse adueñado de aquella risa.

La habitación del pasillo que queda más cerca del comedor es la que ellas com-parten. Se disculpa por el desorden. No se ven las sábanas de la cantidad de ropa que hay echada encima. Te señala la habitación del final del pasillo, la que hay al lado de la puerta de entrada, y dice que es la de Emile. No aporta más información y tú no preguntas. Por último te enseña el cuarto de baño, con azulejos verdes y ba-ñera centenaria. El armario es también el espejo y tiene pinta de haberse fabricado en los sesenta. Cuando ves el váter, tu alivio es tal que casi te lo haces encima.

−Perdona, ¿puedo usarlo?−Claro, ningún problema. Solo ten cuidado porque a veces se atasca.Pones cara de sufrimiento.−Es broma −contesta riéndose−. Te quitarás el abrigo, ¿no? −añade con una ceja

levantada.El abrigo…Pero es que no puedes más.−Sí, claro −le pides con un gesto que te deje sola.La puerta no tiene pestillo. ¡Joder! Odias las puertas de los cuartos de baños sin pes-

tillo. Si abren la puerta, te pillarán de pleno.Pruebas otra vez a bajarte la cremallera, pero es imposible. Decides que lo mejor es

hacerlo del modo más rápido. Rápido e indoloro. Te subes el abrigo por encima de las caderas y te bajas los vaqueros y las braguitas. La bufanda te cubre ahora la boca. La metes por dentro hasta que en lugar de tetas tienes un enorme bulto extraño. Y por fin, por fin, descargas.

Cuando vas a limpiarte (¡Oh, sorpresa!), alguien abre la puerta. Pero no es ninguna de las chicas, sino un tipo alto con gafas de pasta. Su primera reacción ha sido taparse los ojos, pero luego ha balbuceado una disculpa infinita mientras cerraba. ¡Menuda imagen se ha debido de llevar! Verte, no te ha visto nada, eso seguro, porque más tapada no po-días ir. «Qué hace una foca meando en mi baño», habrá pensado. Ya ni te limpias. ¿Para qué? Sal de ahí mientras puedas.

Comprendes que acabas de conocer al otro compañero de piso, y no en las mejores circunstancias. Vuelves al comedor, no hay rastro de él. Quieres que te trague la tierra por cuarta vez en el mismo día y, aunque vas con la idea de despedirte ya para no quedar como un bicho raro por mear con el abrigo puesto, dices:

−No puedo quitármelo, se ha atascado la cremallera.

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Rachida demuestra una gran habilidad con los dedos, dándole sentido a la expre-sión más vale maña que fuerza. Un minuto después de su intervención, estás libre de abrigo y bufanda, y con una copa de vino tinto en la mano, hablándoles a las dos de ti y de lo que haces en Montpellier.

Conectáis al instante y pasas de pensar en que después de hacer el ridículo no te van a ver más el pelo, a dudar. El piso es viejo, pero céntrico. Es más barato por el hecho de estar decrépito, y ellas te aseguran que no encontrarás otra habitación al mismo precio por esa zona. Además, el trabajo queda muy cerca. Aunque por otra parte parece que quieren alquilártelo ya y quizás es que tenga algún defecto que no has visto. No eres impulsiva y no sueles tomar decisiones tan rápido. Podrías pensártelo un poco más.

¿Qué vas a hacer?

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