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1 ACTO CONMEMORATIVO DEL 60 ANIVERSARIO DE LA PROMULGACIÓN DEL ESTATUTO DEL SERVICIO CIVIL San José, Costa Rica, 29 de mayo de 2013 POLÍTICA, GOBERNANZA, LIDERAZGO Francisco Longo ESADE. Barcelona, España Señores Ministros, Viceministros, Legisladores, miembros del Cuerpo Diplomático, Director, Subdirectora y exDirectores del Servicio Civil, Directores del Servicio Civil de los países de la región centroamericana, señoras y señores: Quiero empezar mi intervención expresando mi gratitud al Gobierno de Costa Rica y a su Dirección General del Servicio Civil por invitarme a compartir esta celebración del 60 aniversario de la promulgación del Estatuto del Servicio Civil. Es para mí un alto honor dirigirles la palabra en este importante acto conmemorativo y hacerlo ante representantes tan cualificados de las instituciones y de la sociedad costarricense. Se me ha pedido que les hable sobre “Política, Gobernanza y Liderazgo”. Lo haré con la modestia de quien es consciente de manejar conceptos complejos, cargados de significaciones diversas, incluso antagónicas, que han sido abordados desde múltiples disciplinas y están cruzados por perspectivas ideológicas y valorativas diferentes. Ruego, por tanto, que tomen mis palabras como una invitación a la reflexión, desprovista, desde luego, de toda pretensión dogmática.

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ACTO CONMEMORATIVO DEL 60 ANIVERSARIO DE LA PROMULGACIÓN DEL ESTATUTO DEL SERVICIO CIVIL San José, Costa Rica, 29 de mayo de 2013

POLÍTICA, GOBERNANZA, LIDERAZGO

Francisco Longo

ESADE. Barcelona, España

Señores Ministros, Viceministros, Legisladores, miembros del Cuerpo

Diplomático, Director, Subdirectora y exDirectores del Servicio Civil,

Directores del Servicio Civil de los países de la región centroamericana,

señoras y señores:

Quiero empezar mi intervención expresando mi gratitud al Gobierno

de Costa Rica y a su Dirección General del Servicio Civil por invitarme a

compartir esta celebración del 60 aniversario de la promulgación del

Estatuto del Servicio Civil. Es para mí un alto honor dirigirles la

palabra en este importante acto conmemorativo y hacerlo ante

representantes tan cualificados de las instituciones y de la sociedad

costarricense.

Se me ha pedido que les hable sobre “Política, Gobernanza y

Liderazgo”. Lo haré con la modestia de quien es consciente de manejar

conceptos complejos, cargados de significaciones diversas, incluso

antagónicas, que han sido abordados desde múltiples disciplinas y

están cruzados por perspectivas ideológicas y valorativas diferentes.

Ruego, por tanto, que tomen mis palabras como una invitación a la

reflexión, desprovista, desde luego, de toda pretensión dogmática.

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I

Como ha escrito Francis Fukuyama, “…hoy en día, la afirmación de que

las instituciones constituyen la variable clave del desarrollo forma

parte ya de la sabiduría popular”. Iberoamérica ha aprendido, como

pocas regiones del mundo, esta lección, a lo largo de las diversas

peripecias que jalonaron su historia durante el siglo XX. La teoría del

desarrollo ha constatado en América Latina el fracaso de enfoques

que, enarbolando como bandera ya fuera la sustitución de

importaciones o bien el ajuste estructural, pusieron el énfasis en los

contenidos de la política económica de los países.

La mirada se ha vuelto desde los contenidos de la política hacia los

modos de hacer política. Por eso, el BID tituló su Informe de Progreso

Económico y Social para 2006, como “La política de las políticas”. El

juego de palabras refleja este giro: Es importante acertar en el diseño

de cada política concreta, pero lo decisivo es cómo se desarrolla el ciclo

completo de creación de políticas, esto es, los modos mediante los

cuales se forma la agenda, se implementan y se evalúan las políticas

públicas.

Este cambio de perspectiva nos conduce directamente a los actores de

estos procesos, a los valores que encarnan, a las formas mediante las

que expresan sus preferencias e intereses, a las interacciones que se

producen entre ellos, y a las normas, tanto escritas como no escritas,

que rigen todo lo anterior. Esto es, nos llevan a analizar la calidad de

los marcos y arreglos institucionales que configuran el modelo de

gobernanza actuante en cada caso.

¿Qué hace que podamos hablar de una buena gobernanza? Depende, en

primer lugar, de cuáles sean los valores que adoptemos para analizar el

funcionamiento del espacio público y, en segundo lugar, de cómo

configuremos, basándonos en esos valores, nuestras expectativas.

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Una primera opción podría ser tener en cuenta, sobre todo, el grado de

eficacia de los procesos de decisión, la solvencia con que estos

permiten elegir buenas opciones y su capacidad para producir un

impacto rápido y efectivo. Desde esta perspectiva, un estudioso de la

cuestión, mi colega en Naciones Unidas, el profesor mexicano Luis

Aguilar, ha equiparado la buena gobernanza con la “eficacia directiva”

de una comunidad políticamente constituida.

La crisis económica actual nos lleva a echar mucho de menos estos

atributos tanto en el plano interno de los estados como en el ámbito

supranacional o global. El que algunos han llamado “déficit cognitivo”

de los poderes públicos actuales y la dificultad de las materias que

afrontan, por no hablar de la multiplicación de los puntos de veto, o de

lo complicado que resulta gestionar las interacciones y conseguir los

consensos necesarios, son elementos que conspiran contra esta

cualidad. En estos días, algunos tienden a concentrarse en ella,

relegando otras dimensiones de la gobernanza, para exaltar, por

ejemplo, la eficacia y velocidad de reacción de China o de los llamados

“tigres asiáticos”, en contraste con la complicación y lentitud de las

viejas democracias occidentales.

Podríamos, también, valorar la gobernanza atendiendo a otra

dimensión: su potencial de creación de estabilidad y certidumbre.

Sería una cualidad estimable, por razones obvias, para toda la

ciudadanía, que aspira en general a un entorno seguro y a un

comportamiento previsible e imparcial de los poderes que deben

garantizarlo, especialmente en estos tiempos de incertidumbre.

Pero lo que suele destacarse en esta aproximación es su extrema

importancia para los actores económicos. Lo que cuenta es, sobre todo,

la capacidad del sistema de gobernanza para crear un entorno de

seguridad jurídica que reduzca los costos de transacción y en el cual

los mercados puedan funcionar eficazmente. Ésta es la visión desde la

cual los organismos internacionales, como el Banco Mundial o el Fondo

Monetario Internacional, evalúan preferentemente la calidad de la

gobernanza de los países y su idoneidad para atraer inversiones y

promover el desarrollo.

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Y tampoco sería extraño que optáramos por valorar de un modo

especial la gobernanza por su grado de calidad democrática, es decir,

por la concurrencia de aquellos elementos que facilitan y promueven el

acercamiento y la participación de los ciudadanos en la acción

colectiva.

Si lo hiciéramos así, otorgaríamos la preferencia a atributos como la

amplitud e inclusividad de la deliberación pública, la transparencia de

los procesos de decisión, la responsabilización de quienes ejercen el

poder y el buen funcionamiento de los procesos de rendición de

cuentas de los gobiernos. El Libro Blanco de la Gobernanza Europea,

aprobado en 2004, se inspira justamente en esta visión para definir las

características deseables de la gobernanza en los países del continente.

Hay algo de lo que debiéramos ser conscientes y es que, si unimos

estas tres perspectivas, estaremos proyectando sobre nuestras

sociedades y sobre sus modelos de gobernanza una mirada

considerablemente exigente. En su último libro, (Los orígenes del orden

político), Fukuyama –construyendo algo así como una síntesis de las

tres aproximaciones descritas- sostiene que una democracia liberal

tiene éxito cuando combina, en un equilibrio estable, tres conjuntos de

instituciones: fortaleza del estado, imperio de la ley y rendición de

cuentas democrática mediante elecciones libres.

Pero –añade- el hecho de que haya países capaces de alcanzar ese

equilibrio constituye un milagro de la política moderna, ya que no es

nada fácil que puedan combinarse. Sólo algunas democracias

avanzadas lo consiguen. En realidad, como subraya el profesor de

Stanford, el hecho de que concurra alguno de esos conjuntos de

instituciones no quiere decir que se den también los otros, y así nos lo

muestra el análisis comparado de los países y sus sistemas

institucionales, en el que la gran mayoría son deficitarios en alguno de

esos tres componentes.

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II

El marco que he intentado describir invita a contrastarlo con la

realidad y a sacar conclusiones acerca de la calidad de la gobernanza

en los entornos en que nos movemos. Desde luego, sería un

atrevimiento inaceptable por mi parte intentarlo con referencia a Costa

Rica, dado mi desconocimiento de muchos elementos de la base

institucional del país. Por eso, les trasladaré algunas reflexiones

originadas en los contextos español y europeo que me son próximos,

esperando que les resulten –ya sea por afinidad o por contraste- de

algún interés, también para ustedes.

¿En qué punto nos encontramos? ¿Cuál es la calidad de la gobernanza

en nuestras sociedades? Podemos dar por sentado que, en tanto que

europeos y españoles, nos encontramos entre las democracias liberales

consolidadas a las que alude Fukuyama. Esto no es poco, en sí mismo.

Sin embargo, si juzgamos por las percepciones de los ciudadanos, la

respuesta no puede ser del todo optimista.

Vivimos en toda Europa momentos de decepción por el

funcionamiento de lo público que atraviesan los diferentes entornos

nacionales y se extienden últimamente al funcionamiento del modelo

de integración europea. En España, en particular, el duro impacto de la

crisis agrava esas sensaciones, llevando la confianza ciudadana en las

instituciones al punto más bajo en mucho tiempo. No se trata solo de

un estado de depresión colectiva forzado por la recesión y por el temor

a un futuro incierto. Más allá de los datos de nuestra peripecia reciente,

hay razones de peso para el descontento.

Como recuerda Amartya Sen, recuperando a John Stuart Mill, la

democracia es, sobre todo, gobierno por discusión. Sin embargo, el

tono de la deliberación pública se ha ido apagando progresivamente en

nuestras sociedades. Los medios de comunicación, convertidos en la

cancha de juego dominante, han sustituido en alguna medida a los

parlamentos imponiendo a la política reglas que estimulan la

simplificación del mensaje, la búsqueda del titular, la exaltación

simbólica de la diferencia o la descalificación del contrario.

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La expansión de las redes sociales no parece corregir la tendencia,

sino, más bien, intensificarla. En estos escenarios, los argumentos

ceden el paso a una dialéctica banal y previsible de confrontación en la

que mengua el intercambio de las propuestas y la valoración de las

diferencias de enfoque. El funcionamiento del ágora pública garantiza

así cada vez menos la fundamentación democrática de las decisiones

de interés general.

Y si la forma del discurso político se ha empobrecido, no lo han hecho

menos sus contenidos. Los programas de los partidos tienden a

agregar preferencias de los diferentes grupos de electores y a rehuir

las iniciativas más susceptibles de provocar rechazo. Las agendas se

construyen, cada vez más, en función del respaldo mostrado

previamente por los estudios de opinión. Un sesgo populista se adueña

a menudo del debate público y lo centra aquellos temas capaces de

provocar adhesión espontánea, desterrando aquellos otros que se

sitúan a contracorriente de las percepciones mayoritarias.

Se eluden las malas noticias aunque se sepa que la situación va a

hacerlas inevitables. Todo ello es percibido por la ciudadanía, que

desconfía cada vez más de las propuestas y desmentidos de los

políticos. La credibilidad de los liderazgos públicos sufre, con todo ello,

un deterioro preocupante.

En estos escenarios, el sistema político encuentra dificultades cada vez

mayores para construir consensos. Ciertamente, la confrontación entre

propuestas es consustancial a la deliberación y a la alternancia, pero

existen áreas de la acción colectiva donde la continuidad de las

políticas públicas resulta imprescindible para conseguir impactos

efectivos en el largo plazo. En estos casos (podemos citar la educación,

como ejemplo, o también la reforma del Estado), sólo los consensos

mayoritarios permiten sustraer las políticas de los vuelcos propios del

ciclo electoral.

Algo parecido sucede con el gobierno de aquellas instituciones

(agencias reguladoras, órganos consultivos, medios de comunicación

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públicos) cuya estabilidad no debiera hallarse sometida a vaivenes o

bloqueos.

Por otra parte, en algunos supuestos, cada vez más frecuentes, el

acuerdo sería necesario para explorar caminos cuyo éxito no está

garantizado de antemano y para facilitar aprendizajes colectivos. La

pérdida de capacidad para el consenso es, por todo ello, cuando se

produce, un déficit institucional remarcable.

Todo lo anterior está llevando a muchos, y en muchos países, a pensar

que quienes dirigen no están a la altura. Se cuestiona abiertamente la

calidad de las élites que intervienen en buena parte de los procesos de

alcance colectivo. En mi país, ha hecho fortuna la expresión, tomada de

un libro reciente de los economistas norteamericanos Azemoglu y

Robinson, de “élites extractivas” para calificar a los grupos que ejercen

el poder político y económico.

Críticas similares se han producido en otras latitudes. David Brooks ha

denunciado la deriva oligárquica de la meritocracia en los Estados

Unidos y su incapacidad para producir una clase dirigente consciente

de su papel rector y realmente dispuesta a asumirlo. El alejamiento de

la ciudadanía respecto de estas élites se agudiza al constatar la

facilidad e impunidad con que a veces privatizan las ganancias,

socializan las pérdidas y eluden la responsabilidad por decisiones que

pueden llevar a la ruina financiera a empresas y países enteros. El

incremento de la desigualdad en el ingreso, constatable en Occidente a

lo largo de las tres últimas décadas, agrava estas percepciones.

El problema de la calidad de las élites se extiende a las interacciones

que se producen entre lo público y lo privado. Son interacciones

nevitables, cada vez más intensas y además están llenas de

posibilidades para impulsar iniciativas de interés general. Ahora bien,

en el espacio público actual, estas relaciones deben precaverse de la

captura del patrimonio público por intereses particulares.

Desde el Financial Times -tribuna del capitalismo europeo- Martin

Wolff ha escrito: “Proteger la política democrática de la plutocracia

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está entre los mayores desafíos para la salud de las democracias”. Los

déficit de regulación de la actuación de los lobbies o de la financiación

de los partidos dejan un espacio demasiado amplio a la actuación de

grupos de interés que los utilizan en su provecho. Los escándalos de

corrupción crean en la ciudadanía, desazón y desmoralización, y

reducen el capital de confianza imprescindible para articular una

buena gobernanza

En este contexto, la partitocracia es vista, cada vez por más gente,

como un serio problema. Los partidos son, en las democracias

liberales, canales prácticamente exclusivos para el progreso de las

vocaciones políticas. El problema principal radica en que, para forjarlas

y hacerlas progresar, utilizan con frecuencia mecanismos que, por su

carácter cerrado y endogámico, dificultan la emergencia y la

renovación de liderazgos de buena calidad.

Y si volvemos la mirada a las administraciones públicas, observamos

que padecen, en muchos países de Europa la crisis de un modelo de

expansión incremental de los servicios públicos que presenta serios

problemas de sostenibilidad. Por otra parte, sufren de una tendencia a

la inflexibilidad de sus estructuras y procesos, especialmente los que se

relacionan con el empleo público. A menudo, estos últimos resultan

vulnerables a la acción de corporaciones profesionales y gremios que

introducen en el sistema una creciente rigidez. La consecuencia suele

ser una excesiva judicialización de las relaciones de trabajo que se ven

interferidas con demasiada frecuencia, en el sector público, por la

acción de los tribunales.

Cuando todo esto sucede, las burocracias basadas en el mérito corren

el riesgo de convertirse en maquinarias pesadas y auto-referenciadas,

poco aptas para operar con eficacia y agilidad, llenas de restricciones

para los gerentes e inadecuadas para gestionar el talento, el esfuerzo y

la excelencia. Esto resulta especialmente problemático en contextos de

consolidación fiscal, que obligan a los gobiernos a hacer más cosas con

menos recursos.

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III

El panorama descrito muestra problemas de institucionalidad que

afectan a segmentos esenciales del espacio público. Llegados a este

punto, y si optáramos por mantenernos en el plano teórico, sería

relativamente fácil contraponer racionalmente un modelo ideal que

evidenciara la distancia que existe entre nuestros deseos y

aspiraciones y la realidad. Pero este sería, me temo, un ejercicio más

inclinado a la melancolía que útil para suministrar claves de mejora de

la situación.

Personalmente, estoy convencido de que, para adentrarse en los

problemas del espacio público, conviene huir de lo que podríamos

llamar la “tentación del púlpito”. Sostenía hace unos años el politólogo

español –prematuramente desaparecido- Rafael Del Águila que el tipo

de intelectual que proliferó en las democracias de Occidente, tras la

caída del muro de Berlín, es aquel que tildaba de “intelectual

impecable”. Dado que la política, se caracteriza, como sabemos -decía-

por una metodología esencialmente imperfecta y contingente, este

intelectual decide rehuirla y sustituirla por la prédica.

Pero si queremos ser constructivos y mejorar las cosas, más que

cargarnos de razón –viene a decir Del Águila- procuremos ser

razonables. Es preferible, en este punto, pasar de la razón a la

razonabilidad, en el sentido con que describía esta antinomia –con ecos

de John Rawls- el filósofo Fernando Savater: “…Es preciso –dice- no

confundir lo racional con lo razonable. Lo racional busca conocer las

cosas para saber cómo podemos arreglárnoslas mejor con ellas,

mientras que lo razonable intenta comunicarse con los sujetos para

arbitrar junto con ellos el mejor modo de convivir humanamente. Todo

lo racional es científico, pero la mayor parte de lo razonable ni lo es ni

puede serlo: no es lo mismo tratar con aquello que sólo tiene

propiedades que con quienes tienen proyectos e intenciones”. Hasta

aquí la cita.

Pues bien, desde estas premisas, podemos preguntarnos por aquellas

cosas que harían más razonable un modelo de gobernanza afectado

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por las disfunciones que hemos apuntado. Preguntarnos cómo

construir una acción colectiva de mejor calidad. O, expresado con otras

palabras, cómo conseguir que las relaciones (de interlocución, de

colaboración, de negociación, de confrontación) entre los diferentes

actores que intervienen en el espacio común mejoren de un modo

efectivo su capacidad para crear valor público.

Resulta, probablemente, más fácil buscar las respuestas si invertimos

el planteamiento, poniéndolo en negativo, y empezamos por

considerar qué tipo de aproximaciones y propuestas no pasarían el

filtro de la razonabilidad.

No sería razonable, de entrada, pedir a la política lo que la política no

está en condiciones de ofrecer. La política se desarrolla en el reino de

lo incierto, lo tentativo, lo negociable, lo falible y contradictorio. No

podemos usar para diagnosticar sus problemas y proponer respuestas

un marco de análisis compuesto por principios abstractos, eternos,

atemporales, sin contradicciones, sin mácula... Pero, además, si en

algún momento pudo tener sentido intentarlo, no es así ya en los

tiempos que vivimos.

En la actualidad, en palabras de Daniel Innerarity, “…la política ha

entrado en un horizonte postheroico, en el que hay tantas

limitaciones... que la figura del héroe (con sus diversos formatos: el que

sabe, el experto, el que decide, el líder exclusivo, el que asume la

responsabilidad, el que unifica o polariza) ha sido o debe ser cuanto

antes abandonada”. En su forma actual la política está condenada a

decepcionar a quien espere de ella un saber asegurado y un

procedimiento de control jerárquico sobre la sociedad.

Lo razonable sería, pues, que, como ciudadanos interesados por los

asuntos públicos, ajustáramos nuestras expectativas a este escenario.

Que nos reconciliáramos con una visión más realista sobre la

racionalidad de los procesos políticos. Que comprendiéramos sus

limitaciones cognitivas y predictivas y que aceptáramos el contenido a

menudo exploratorio de sus propuestas.

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De este modo, renunciando tanto a la ensoñación heroica como a la

descalificación antipolítica, estaríamos en condiciones de esperar y de

exigir una política mucho más modesta, menos segura de la

infalibilidad de su discurso, menos exaltante de la diferencia, menos

crispada y descalificante, más abierta al antagonista, más proclive al

acuerdo posible que al repliegue ideológico. Como advierte Niklas

Luhman, “la política debe entender su relación con la sociedad como

una relación de aprendizaje y no de enseñanza”.

Así las cosas, tampoco sería razonable, pese a las muchas deficiencias

que presenta el ejercicio de la representación política, situar en ella el

núcleo exclusivo del problema, y mucho menos repudiarla como

superada por otras formas de articulación de la democracia.

Ciertamente, como decíamos antes, las dos instituciones clave de la

democracia representativa –parlamentos y partidos políticos- se hallan

en crisis. Y, desde luego, la existencia de una ciudadanía activa y

vigilante –la que el sociólogo francés Pierre Rosanvallon llama “contra-

democracia”- es un importante activo de la gobernanza democrática.

Diferentes modalidades de control social y exigencia de

responsabilidad pueden ejercer un importantísimo impulso

regenerador. La tecnología, la remoción de obstáculos al escrutinio

público, los flujos transparentes de información en tiempo real y

también las redes sociales pueden acelerar y multiplicar el impacto de

estas expresiones.

Ahora bien, la participación social no es ni puede ser la alternativa a la

representación. La solución para una mala representación no radica en

las fórmulas asamblearias o la movilización directa de los grupos

sociales, sino en conseguir una buena representación. Más allá de los

parlamentos y los partidos, al otro lado de invocaciones como “no nos

representan” o “que se vayan todos”, solo hay un territorio que la

historia y la experiencia nos muestran poblado por populismos y

dictaduras.

Por eso, lo razonable sería, justamente, invertir toda la energía social

necesaria en mejorar la calidad de la representación. La participación e

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implicación de una ciudadanía activa debieran convertirse –en mi

opinión- en un estímulo a la regeneración de la democracia

representativa. Si me permiten llevar un poco de agua a mi molino, les

diré que la buena representación tiene bastante que ver con la calidad

de los recursos humanos-

Como explica Sartori, la democracia, cuando la contemplamos en su

dimensión vertical, debe aspirar a constituirse en “poliarquía selectiva”

o, lo que viene a ser lo mismo, en una meritocracia basada en la

elección. La igualdad no está reñida con el mérito. No hay buena

calidad en la democracia si sus procedimientos no facilitan que los

mejores –lo que, desde luego, no quiere decir los más galardonados y

tampoco los más expertos- accedan a los cargos representativos.

La representación democrática -recuerda Bernard Manin- se

fundamenta en un principio de distinción. Contiene implícitamente la

aspiración de ser gobernados por ciudadanos poseedores de un alto

grado de sabiduría y de virtud cívica. Por supuesto, sin que ello

implique depositar una fe ciega en las élites y siempre que se cuente

con imperativos, recompensas y sanciones, además de elecciones

frecuentes. También, con partidos renovados, abiertos y capaces de

producir liderazgos de buena calidad. Y, desde luego, con una

ciudadanía dispuesta a ejercer de forma meditada y selectiva su

función electoral. Debiéramos asumir, por ejemplo, que cada vez que se

tolera o reelige a un corrupto no sólo se ensombrece el diagnóstico

sobre la calidad moral de los representantes, sino también -y este es,

en el fondo, el mayor problema- sobre la de los representados.

Tampoco sería razonable aceptar que la política –y la sociedad, en

general- se sigan desentendiendo de la gestión de los asuntos públicos.

Nos hemos acostumbrado a juzgar a los políticos por sus ideas o

propuestas, y a veces también por el modo en que asignan los recursos

a unas u otras prioridades, pero nos despreocupamos después a

menudo de los resultados de lo que hacen. El verdadero impacto de las

políticas públicas en la sociedad acostumbra a ser un territorio oscuro,

ambiguo y con frecuencia impune.

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Pues bien, en buena parte, ese impacto depende del funcionamiento de

una maquinaria estatal cuyo manejo es olvidado con demasiada

frecuencia por quienes gobiernan, o considerado como un asunto de

orden menor. Han contado para ello con la indiferencia de una opinión

pública para la cual la administración de lo que es de todos resulta las

más de las veces un universo alejado y extraño.

Lo razonable sería, por el contrario, rescatar para la agenda pública la

gestión pública, y otorgar a los problemas de nuestras

administraciones la importancia debida. En primer lugar, porque son

un componente básico de un estado de derecho capaz de ofrecer

seguridad jurídica e imparcialidad. También, porque su papel es

fundamental en la correcta gestión de las interacciones público-

privadas que caracterizan a la gobernanza actual. En tercer lugar,

porque de ellas dependen la eficacia y eficiencia de una enorme

cantidad de servicios públicos que financiamos entre todos.

Finalmente, porque su buen funcionamiento es condición sine qua non

para la existencia de una rendición de cuentas efectiva de los gobiernos

y de las organizaciones que dependen de ellos. Por todo ello, la

administración pública constituye una parte muy relevante del

entramado institucional que hace posible una gobernanza de buena

calidad.

IV

Señores Ministros, señoras y señores, permítanme, precisamente en

este punto y para concluir, volver la mirada hacia este país, hacia Costa

Rica. Nos encontramos precisamente conmemorando los primeros 60

años de vida de una institución clave de su Administración Pública: su

Servicio Civil. Les diré cuál es para mí el significado de esta

conmemoración.

No creo que se trate simplemente del aniversario de una ley, con toda

la importancia que cabe atribuirle, en especial por el carácter

precursor que tuvo en su momento. Al fin y al cabo, leyes con un

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contenido similar podemos encontrarlas en muchos países, y, sin ir

más lejos, en casi toda Latinoamérica.

La diferencia, aquello que merece la pena resaltar y celebrar, es que,

mientras en muchos casos esas normas quedaron en proclamaciones

retóricas que no impidieron la persistencia de las prácticas de clientela

y botín político, ustedes fueron capaces de producir un verdadero

cambio institucional; fueron capaces de trasladar la ley, con todo su

aliento meritocrático, a la realidad del funcionamiento de su sistema

político- administrativo; y fueron capaces de hacer algo que otros

países han intentado sin éxito: profesionalizar de un modo consistente

su empleo público.

Por eso, esta conmemoración no nos habla solamente de una historia

de cambio legislativo. Se trata de una historia de voluntad colectiva, de

liderazgo, de tenacidad, de capital público, de desarrollo institucional.

Con todos esos ingredientes, Costa Rica supo dotar de un fundamento

importante más al edificio institucional que caracteriza al país como

una democracia consolidada de las que superarían con claridad los

requisitos que citábamos al principio.

Estos son los principales motivos, a mi juicio, para la celebración de

hoy. Yo quiero felicitarles por ello, y desearles que mantengan el tono

reformador y el impulso colectivo que les permitirán actualizar y

perfeccionar su sistema de servicio civil, desarrollando sus fortalezas,

afrontando sus áreas de mejora y manteniéndolo como un referente de

solidez y de buena gobernanza para otros países. Estoy plenamente

convencido de que así será.