Actividad de Exposición - TEORIAS FILOSOFICAS DEL ESTADO

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TEORIAS FILOSOFICAS DEL ESTADO INDICE 1.1.-Teoría de Platón sobre el Estado 1.2.-Teoría de Aristóteles sobre el Estado 1.3.-Teoría de San Agustín sobre el Estado 1.4.-Teoría de Santo Tomás de Aquino sobre el Estado 1.5.-Teoría de Francisco Suárez sobre el Estado 1.6.-Teoría de Tomás Hobbes sobre el estado 1.7.-Teoría de Locke sobre el Estado 1.8.-Teoría de Montesquieu sobre el Estado 1.9.-Teoría de Juan Jacobo Rousseau 1.10.-Teoría de Hegel sobre el Estado 1.11.-Teoría Marx-leninista sobre el Estado 1.12.-Teoría de Jorge Jellinek sobre el Estado 1.13.-Teoría de León Duguit sobre el Estado 1.14.-Teoría de Hans Kelsen sobre el Estado 1.15.-Teoría de Carré de Malberg sobre el Estado 1.16.-Teoría de Jacques Maritain sobre el Estado 1.17.-Teoría de Adolfo Posada sobre el Estado 1.18.-Teoría de Herrman Heller sobre el Estado 1.19.-Teoría de Georges Burdeau sobre el Estado

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TEORIAS FILOSOFICAS DEL ESTADO

INDICE

1.1.-Teoría de Platón sobre el Estado 1.2.-Teoría de Aristóteles sobre el Estado 1.3.-Teoría de San Agustín sobre el Estado 1.4.-Teoría de Santo Tomás de Aquino sobre el Estado 1.5.-Teoría de Francisco Suárez sobre el Estado 1.6.-Teoría de Tomás Hobbes sobre el estado 1.7.-Teoría de Locke sobre el Estado 1.8.-Teoría de Montesquieu sobre el Estado 1.9.-Teoría de Juan Jacobo Rousseau 1.10.-Teoría de Hegel sobre el Estado 1.11.-Teoría Marx-leninista sobre el Estado 1.12.-Teoría de Jorge Jellinek sobre el Estado 1.13.-Teoría de León Duguit sobre el Estado 1.14.-Teoría de Hans Kelsen sobre el Estado 1.15.-Teoría de Carré de Malberg sobre el Estado 1.16.-Teoría de Jacques Maritain sobre el Estado 1.17.-Teoría de Adolfo Posada sobre el Estado 1.18.-Teoría de Herrman Heller sobre el Estado 1.19.-Teoría de Georges Burdeau sobre el Estado

1.1.-Teoría de Platón sobre el Estado

En la Republica Platón estructura un tipo ideal de Estado dividiendo la población en tres clases sociales según la actividad que cada una de ellas debe desempeñas dentro de la organización política, a saber, la de los gobernantes, la de los guerreros y la de los artesanos y labradores. Para el perfecto funcionamiento del estado, entre cada grupo debe haber una puntual armonía, una verdadera sinergia, de tal manera que su actuación recíproca e interdependiente sea el medio para la convivencia social y el logro de la felicidad común. Los mejores hombres deben dirigir los destinos de la comunidad, tanto por sus cualidades intelectuales como por sus virtudes morales, como la sabiduría, el valor, la templaza y la justicia. Por lo que atañe a las formas de gobierno, Platón considera a la aristocracia como la más encomiable, colocado a la democracia en tercer lugar después de la oligarquía y la timocracia – forma intermedia entre está y la aristocracia- y en el último a la tiranía. La corrupción de la aristocracia engendra a la timocracia, en la que guerreros y gobernantes “se apropiarán a éstos, no ya como hombres libres y amigos, sino como siervos, rompiendo la armonía inicial”. La persistencia de la degeneración política convierte a la timocracia, según el pensamiento platónico, en oligarquía, que “es la forma de gobierno fundada sobre la riqueza, donde los ricos gobiernan con presidencia de los pobres”. Para Platón la democracia es un régimen de libertad e igualdad, pero esta propensa al desorden y a anarquía que fatalmente provocarán la tiranía.

Comentando este proceso político regresivo, Vedia y Mitre formula la siguiente descripción: ”Espíritus audaces y ambiciosos tratan de aprovechar la anarquía reinante en beneficio propio. Adulan al pueblo, la clase más numerosa y poderosa cuando decide agruparse, y se erigen en sus protectores para valerse de su fuerza. Reclaman el reparto de los bienes, la condonación de las deudas. Las relaciones de los ricos ante la amenaza provoca conflictos, luchas, violencias, que el más audaz o el más astuto ha de aprovechar. Acapara la defensa del pueblo, acusa, destierra, mata a quienes poseen las riquezas, condona las deudas, reparte las tierras. Para preservarse de posibles conspiraciones en su contra, obtiene una guardia personal. Los ricos, ante sus excesos y su propia impotencia para defenderse, comienzan a emigrar. El tirano está instalado. Su situación, sin embargo, es inestable. Debe provocar continuamente guerras para que el pueblo no deje de sentir la necesidad de un jefe, debe alejar a quienes le ayudaron a elevarse porque limitan su autoridad, finalmente debe suprimir, por la muerte o el destierro, a todos los que se atrevan a criticarlos, que han de ser generalmente los hombres más dignos t más capaces. En definitiva, hace una selección al revez, alejando la parte mejor de la ciudad y dejando a su lado la parte peor. Es la cruel necesidad del tirano: debe vivir con gentes generalmente despreciables, y que además lo odian, o renunciar a la vida. Se rodea de mercenarios, escoria de todos los países, y de los esclavos que libera. Esa es su corte y protección. Para mantenerlos no es suficiente saquear los templos, es necesario exigir contribuciones al pueblo, a ese mismo pueblo que lo ha elevado y que apercibe tardíamente que ha pasado de la libertad a la más dura esclavitus”.

1.2.-Teoría de Aristóteles sobre el Estado

Respecto del estado, las ideas del ilustre estagirita, compartidas posteriormente y en general por Cicerón, coinciden en varios puntos con el pensamiento del Platón. Partiendo del principio de que el hombre es un zoon politikon, es decir, que por su propias naturaleza siempre ha vivido y vive en relación permanente con sus semejantes, Aristóteles sostiene que el Estado es una entidad necesaria, ya que el hombre forzosamente nace, se desenvuelve y muere dentro de él, llegando a aseverar que fuera del estado sólo pueden concebirse los seres irracionales o los dioses. Es bien conocida la idea aristotélica de que la esclavitud es una situación natural de ciertos grupos humanos por la ineptitud cultural y la incapacidad intelectual de sus miembros desde el punto de vista de su mentalidad natural. Aristóteles pretende justificar la esclavitud mediante la consideración de que existe la necesidad dentro de la vida comunitaria para que haya hombres que la sirvan y hombres que la dirijan. El pensamiento aristotélico anticipa y a la soberanía del Estado al hablar de la autarquíz de la polis, o sea, el poder y la capacidad que ésta tiene para darse la organización que más le convenga sin la intervención, interferencia o hegemonía que más le convenga sin la intervención, interferencia o hemonía de potencias ajenas o extrañas. En cuanto a las formas de gobierno que puede adoptar el Estado o la polis, el discípulo de Platón distingue la monarquía, la aristocracia y la democracia como regímenes puros, los cuales, mediante procesos degenerativos, se convierten respectivamente en tiranía, oligarquía y demagogia.

La monarquía, como la palabra lo indica, es el gobierno de un solo hombre dirigido hacia la consecución del bien común y a la protección de los intereses generales de la comunidad y de todos y cada uno de sus elementos componentes; pero cuando estas finalidades se pervierten y la actividad gubernativa no las procura, sino que se proyecta hacia la opresión de la sociedad en beneficio personal del monarca, dicho régimen se prostituye y se convierte en tiranía.

La aristocracia entraña el gobierno ejercido por los mejores hombres de la comunidad y tiene como objetivo las mismas finalidades, agregando Aristóteles que cuando la conducta pública del grupo dirigente aristocrático se desvía hacia los intereses particulares de sus componentes, degenera en oligarquía.

En el pensamiento aristotélico la democracia es, conforme al concepto respectivo derivado de la vida política de las ciudades griegas, el gobierno que emana de la voluntad mayoritaria del grupo total de ciudadanos, con la modalidad de todos los sectores integrantes de la población. Si los gobernantes de extracción popular sólo atienden a los intereses de ciertos grupos sociales, sin proveer al bienestar de toda la comunidad, se convierten en demagogos.

Sobre estos tópicos, Aristóteles se expresaba de la siguiente manera: ”L lamamos al gobierno de uno, que va encaminado a la común utilidad, reino; pero al de pocos, que ya son más de uno, aristocracia, que significa señorío de buenos, o porque va interesado el gobierno a lo que es bueno para la ciudad y para los que de ella participan. Pero cuando la comunidad rigiere, encaminada

a la común utilidad, llamase a aquel gobierno del nombre que es común a todos los gobiernos: público gobierno.” ”Las quiebras y viciosos gobiernos que a los ya dichos corresponden, son: al reino, la tiranía; a la aristocracia, la oligarquía y al gobierno público (democracia), la demagogia. Porque la tiranía es señorío de uno encaminado a la utilidad del que es señor; y la oligarquía es señorío encaminado al provecho de ricos y poderosos; y la demagogia es señorío enderezado al provecho de los más necesitados y gente popular; pero ninguno de ellos se dirige a lo que conviene a todos comúnmente”

1.3.-Teoría de San Agustín sobre el Estado

La filosofía y la teología cristianas formulan sus concepciones en torno a los principios evangélicos y aunque es profesamente no se preocupan por desentrañar y explicar la esencia del Estado, sus enseñanzas tuvieron marcada repercusión y notorio influencia en el pensamiento jurídico-político medieval. Fundándose en la existencia del alma, que preconiza una vida ultraterrena, a las comunidades estatales reales, o temporales las consideran como organizaciones efímeras que se atribuyó a la Iglesia. Esta supeditación se basaba en la diversidad jerárquica de los intereses y valores humanos y colectivos a que el poder espiritual y los poderes temporales debían servir, pues en tanto que éstos debían atender al hombre y a los pueblos en su bienestar temporal, aquél velaba por su destino post-vitam, que es la existencia eterna en el mundo de Dios como objetivo definitivo de la humanidad. De ahí que la precariedad y perención de los intereses humanos en este mundo y la eternidad del alma de los hombres más allá de él, fuese el primordial fundamento para proclamar la superioridad de la autoridad y organización eclesiásticas respecto de los poderes temporales. Estas concepciones, debatidas en el terreno de las ideas mediante tesis contrarias que no nos corresponde estudiar en la presente obra, provocaron en la realidad histórica inversas convulsiones entre los estados y la Iglesia y a las que tampoco haremos referencia.

Sin embargo, el pensamiento cristiano, principalmente al través de la patrística y la escolástica., atribuyo al Estado una finalidad espiritual mediata, consistente en preparar el destino ultraterrenal de los hombres reunidos en sociedad mediante la realización, en el orden temporal, de los valores que conducen a ese destino, como el bien común y la justicia bajo la tónica de los principios evangélicos.

El más destacado representante de la patrística es sin duda alguna San Agustín, el famoso obispo de Hipona y uno de los pilares ideológicos más sólidos de la Iglesia Católica. En su magistral obra, Civitas Dei – la ciudad de Dios- escrita en el siglo V de la era Cristiana y compuesta de veintidós libros, formula uno de los estudios teológicos más profundos de que ha tenido conocimiento la humanidad, combatido, con los principios del Evangelio, no sólo las organizaciones políticas de su época, sobre todo la del Imperio romano que en Occidente y en ese siglo experimentaba su desquiciamiento por los embates de los pueblos germánicos, sino las teorías filosóficas en boga fundadas en las creencias religiosas paganas. Para San agustín los estados temporales son producto de la voluntad de los hombres, de suyo viciada por el pecado, y su finalidad es procurar la felicidad perecedera en este mundo dentro de un marco hedonista que sus gobiernos suelen proteger y fomentar. Frente a esas “ciudades terrestres”, el insigne teólogo formula su concepción de un tipo ideal de “Estado celeste”, la Ciudad de Dios, que en la vida ultraterrenal estaría formada por los elegidos, o sea, por los que hubieren practicado las enseñanzas y postulados de cristo. Para él, la “ciudad del diablo” – la temporal- esta fundada sobre el odio y la voluptuosidad humana; en cambio, la ciudad de Dios sobre el amor.

”Para los que pertenecen a la segunda este mundo no es sino mesón despreciable, pues la verdadera vida, esto es, la felicidad, empieza después de la muerte; para los ciudadanos de la primera, este mundo es el único

verdadero, y en él cifran todo el amor de que son capaces; pero para los tales comenzará, después de la muerte, la segunda muerte”. ”Mientras están en la tierra las dos ciudades pueden cambiarse los ciudadanos: un habitante de la ciudad celestial puede pasar, por apostasía, a la ciudad terrenal, y un esclavo de la ciudad terrestre puede trasladarse, por conversión, a la ciudad celestial. Después de la muerte el destino de cada cual está marcado y no es posible trueque alguno. Esto, con palabras diferentes, es el esquema ideal de la obra agustina. Como toda obra genuinamente cristiana, se muestra revolucionaria. A la ”virtus”antigua, ideal del hombre de aquellos tiempos, sustituye la ”caritas”; al mito de la conquista, del pillaje en grande y del saqueo legal, que es el mito nacional de Roma, la renunciación de los bienes terrestres y la conquista del Paraíso; la historia de Roma, que parecía un poema de glorias, aparece como secuela de vergüenzas; la vida del siglo, que para los paganos es todo, no es para los cristianos sino paciente preparación para la vida eterna. Las viejas distinciones son suprimidas; a ambas ciudades pertenecen mezclados, romanos, bárbaros, griegos y africanos, vivos y muertos. La antigua civilización está fundada sobre separaciones de castas y de razas: la civilización nueva, cristiana, no conoce más que justos y no justos, elegidos, réprobos, siervos de cristo y siervos de Satán. Los viejos valores están invertidos: la ciudad de Dios es el epitafio infamante del cruel cadáver grecolatino y la partida de nacimiento de la Cristianidad. No al azar, la obra de Agustín fue la lectura preferida de Carlomagno, el fundador del Sacro Imperio Romano.”

1.4.-Teoría de Santo Tomás de Aquino sobre el Estado

Para el doctor Angélico, el más relevante representante de la ecolástica, el Estado es una comunidad natural de hombres, un organismo necesario dentro del cual la persona debe cumplir sus deberes humanos frente a sus semejantes y como criatura de Dios. Su formación se debe a la sociabilidad natural del hombre, pues Santo Tomás, siguiendo a Aristóteles, lo considera como un zoon politikon. El orden estatal, al igual que el orden de la naturaleza, han sido establecidos por los designios de la Providencia, de tal manera que el Estado implica una organización comunitaria al través de la cual los individuos satisfacen sus necesidades temporales y espirituales. Destaca el aquinatense uno de los elementos en que fundamenta el Estado y en que hace consistir su finalidad temporal, cual es el bien común, hacia cuya consecuención debe dirigirse la actividad de los gobernantes. Rechaza la idea de la potestad absoluta e irrestricta del gobierno de las sociedades, pues éstas deben organizarse por la ley, que Santo Tomás define como “cierta ordenación de la razón en vista del bien común, promulgada por aquel que tiene el cuidado de la comunidad” (Quaedam rationis ordinatio ad bonum comune et ab. Eo qui UNAM communitatis habet promulgata).

Por estos rasgos generales se advierte que la tesis tomista en el terreno político importa una clara concepción antagónica a los regímenes absolutistas de los estados medioevales del siglo XIII, en que el ilustre pensador cristiano escribió su monumental obra “summa Theologica”, ya que para él, el único Estado digno de merecer este nombre desde el punto de vista de la naturaleza del hombre y de los designios de dios, es el Estado de derecho, entendiendo como derecho humano a la ley positiva que necesariamente debe tener por objetivo la realización normativa debe ser valedera. Siguiendo lógicamente esta idea, Santo Tomas emboza el derecho de los gobernados para oponerse y resistir al poder autoritario injusto y a la renuncia a cumplir las leyes positivas que no se dirijan hacia la provisión del bien común, pero siempre que prescriben actos deshonestos o contrarios a la ley divina.

Comentando el pensamiento tomista sobre tal derecho, Luis Recaséns Siches afirma: ”En Santo Tomás se encuentra ya una teoría sobre el derecho de resistencia contra la autoridad injusta, y no ciertamente como elemento accidental sino como pared maestra de un sistema jurídico-político. Si bien no distingue de modo expreso (como lo harán después los clásicos españoles) entre tirano en cuanto al título y tirano en cuanto al régimen, implícitamente esta diferencia se encuentra en su doctrina. Hay un pasaje en el cual habla del usurpador o invasor que se apodera del gobierno violentamente contra la voluntad de los ciudadanos, o del que por medio de la fuerza bruta les arranca un fralso consentimiento (quando aliquis dominium sibi per vioeltiam surripit; nolen tibus subditis vel ad consensum coactis). Contra tal tirano, Santo Tomás declara, decididamente, como lícito, el derecho de resistencia activa por parte del pueblo, porque en su calidad de usurpador no es una autoridad y carece del derecho a la obediencia. Su situación es caracterizada por violentía o potentía, y no como justicia o dominium. Y así como cada cual puede tomar aquello que contra derecho le fue arrebatado, así también el pueblo (violentamente sometido) o cualquiera de sus miembros, puede moralmente reconquistar la libertad que le fue robada. Y es más; no tan só9lo es lícito a cualquiera el derrocar violentamente una situación tal, en cuanto se le presente ocasión para ello, sino que hasta le está permitido matar al tirano cuando no se pudiera

recurrir a otro medio. ”Quien mata al tirano con el fin de liberar a la patria, es alabado y recompensado. Y para ello no hace falta ni siquiera una delegación por parte de la comunidad”.

En lo que respecta a la forma de gobierno del Estado, Santo Tomás, siguiendo en este punto a cicerón, estima que la mejor consiste en su régimen mixto, monárquico, aristocrático y democrático a la vez.

”La mejor organización de un poder, sostiene, se realizará cuando uno solo es colocado, por su virtud, a la cabeza de todos los demás, y debajo de él hay otros a quienes, por su virtud, se da también autoridad; tomando todos de esta mera parte en el gobierno, porque estos magistrados subalternos pueden ser elegidos de entre todos y son elegibles por todos. Tal sería un Estado en el que se estableciere una buena combinación de monarquía en cuanto preside uno; de aristocracia, en cuanto que a muchos se les constituye magistrados por su virtud; y de democracia, o poder popular, en cuanto que los magistrados pueden ser obligados de entre el pueblo.

1.5.-Teoría de Francisco Suárez sobre el Estado

Como asevera Luis Recaséns siches, en lo que atañe a la concepción del Estado, “el pensamiento de Suárez no difiere en lo esencial del que profesara Santo Tomás en el siglo XIII”. Basándose en el principio aristotélico, reiterado por el indigne aquilátense, de que el hombre es un ser sociable por naturaleza, Suárez distingue dos tipos de relaciones, a saber, las imperfectas –matrimonio, familia, etc.- y las perfectas, que son las comunidades políticas – o sea el estado-, “porque únicamente en ellas el hombre puede satisfacer todas las necesidades y fines de su naturaleza social”.

Agrega el famoso teólogo español que no puede haber comunidad política o “sociedad civil” sin autoridad, es decir, sin un poder que la dirija, subrayando uno de sus atributos esenciales, cual es la soberanía. El poder soberano no puede radicar, dice, en ningún ser humano, ya que todos los hombres nacen libres y nadie tiene potestad sobre nadie, sino que reside en la comunidad misma, en el cuerpo social, que no es una mera suma de individuos puesto que implica un ente moral que persigue como finalidad del bien común. Este ente moral se cera por acuerdo de los hombres para formarlo, impelidos por su natural sociabilidad, idea con la que Suárez anticipa lo que posteriormente en Locke y rousseau será el contrato social como base hipotética de la comunidad política. Constituida la sociedad, añade, sus miembros deciden la forma de gobierno que quieran establecer, de lo que concluye que el poder del monarca deriva de una contratación entre él y la comunidad a virtud de la cual ésta le atribuye el imperium, consistiendo en que desempeñe la soberanía. Este pensamiento, que la doctrina filosófica del Estado proclamó desde fines del siglo XII según lo sostiene recaséns Siches, contrasta con el principio que preconizaba el origen divino de la investidura real, pues si bien es verdad que, de acuerdo con Suárez, Dios es la fuente de todos los poderes (omne Potestas a Deo), éstos se otorgan al príncipe por modo mediato al través de la comunidad a la que por “derecho natural” pertenece la titularidad de la soberanía, o sea, por “concesión divina”.

Comentando estas ideas, el distinguido autor citado afirma: ”Verificada por libre consentimiento de la comunidad la transmisión toral del Poder público a una persona particular, ésta lo adquiere de un modo integro, a pesar de que siempre se entiende que sus derechos no derivan de sí misma, sino de la sociedad política. Y si en el pacto político de imperio o de transmisión (que para Suárez es no sólo una idea, sino un hecho histórico que condiciona la justicia del poder) se acordó que el modo de prolongarse dicha delegación fuera la herencia, debe entenderse que los sucesores no la reciben de su antecesor sino de la comunidad, a través de aquél.”

1.6.-Teoría de Tomás Hobbes sobre el estado

La concepción de Hobbes acerca del estado se cimenta en el análisis que hace de la naturaleza humana. El hombre, dice, tiene la proclividad de dominar por la fuerza a sus semejantes –homo hominis lupus-, de sujetarlos a sus exigencias, sin que ello impida al débil matar al más fuerte. Supone Hobbes paradójicamente la igualdad natural de los hombres “en las facultades del cuerpo y del espíritu”, contradiciéndose al sostener en seguida que “si bien un hombre es, a veces, evidentemente, más fuerte de cuerpo y más sagaz de entendimiento que otro, cuando se considera en conjunto, la diferencia entre hombre y hombre no es tan importante que uno pueda reclamar, a base de ella, para si mismo, un beneficio cualquiera al que otro no pueda aspirar como él”. Agregando que: “En efecto, por lo que respecta a la fuerza corporal, el más débil tiene bastante fuerza para matar al más fuerte, ya sea mediante secretas maquinaciones o confederándose con otro que se halle en el mismo peligro que él se encuentra”. Hobbes coloca a los hombres en un primitivo “estado de guerra” entre sí, en una situación de lucha constante, dentro de la que “no existe oportunidad para la industria, ya que su fruto es incierto; por consiguiente, no hay cultivo de la tierra, ni navegación, ni uso de los artículos que pueden ser importantes por mar, ni construcciones confortables, ni instrumentos para mover y remover las cosas que requieran mucha fuerza, ni conocimiento de la faz de la tierra, ni computo del tiempo, ni artes, ni letras, ni sociedad; y lo que es pero de todo, existe continuo temor y peligro de muerte violenta; y la vida del hombre es solitaria, pobre, tosca, embrutecida y breve”. Partiendo de estas premisas, Hobbes infiere que, como en la anarquía y en el caos es importante vivir, los hombres tienen la necesidad imperiosa e ineludible de unirse, de formar una comunidad, que es el Estado, para que dentro de ella la vida social pueda ser factible y desarrollarse sin violencias, disturbios y luchas que la destruirán. La urgencia de formar el Estado obedece en su pensamiento al designio del hombre para establecer la paz entre sus semejantes ante “el temor a la muerte y al deseo de las cosas que son necesarias para una vida confortable, y la esperanza de obtenerlas por medio del trabajo”. La comunidad, razona, requiere de un orden para que dentro de ella impere la paz, y esta exigencia sólo puede satisfacerse si los hombres confían el poder coactivo de implantarla a otro hombres o a un grupo de individuos, con el objeto de que mediante el ejercicio de ese poder se logre a favor de todos y cada uno de los componentes de la sociedad humana y de esta misma, el ambiente propicio para la convivencia armónica y la proscripción de la violencia, pues todos los seres humanos desean “abandonar esa miserable condición de guerra que, tal como hemos manifestado, es consecuencia necesaria de las pasiones naturales de los hombres cuando no existe poder visible que los tenga a raya y los sujete, por temor al castigo, a la realización de sus pactos y a la observancia de las leyes de la naturaleza...”.

Como se ve, para Hobbes el origen del Estado se implica en un pacto entre los hombres que reconoce como causa un “estado de guerra” o fuerza primitivo y como móvil el deseo, la aspiración para eliminarlo y sustituirlo por un “estado de orden coactivo”.

Personifica al estado en “un hombre” o en una “asamblea de hombres”, argumentando al efecto que: “El único camino para erigir semejante poder común, capaz de defenderlos contra la invasión de los extranjeros y contra las injurias ajenas, asegurándose de tal suerte que por su propia actividad y por los

frutos de la tierra pueden nutrirse a sí mismos y vivir satisfechos, es conferir todo su poder y fortaleza a un hombre o a una asamblea de hombres, todos los cuales, por pluralidad de votos, puedan reducir sus voluntades a una voluntad. Esto equivale a decir: elegir un hombre o una asamblea de hombres que represente su personalidad; y que cada uno considere como propio y se reconozca su personalidad; y que cada uno considere como propio y se reconozca a sí mismo como autor de cualquiera cosa que haga o promueva quien representa su persona, en aquellas cosas que conciernen a la paz y a la seguridad comunes; que, además, sometan sus voluntades cada uno a la voluntad de aquél, y sus juicios a su juicio. Esto es algo más que consentimiento o concordia; es una unidad real de todo ello en una y la misma persona, instituida por pacto de cada hombre con los demás, en forma tal como si cada uno dijera a todos: autorizo y transfiero a este hombre o asamblea de hombres mi derecho de gobernarme a mí mismo, con la condición de que vosotros transferiréis a él vuestro derecho, y autorizareis todos sus actos de la misma manera. Hecho esto, la multitud así unida en una persona se denomina Estado, en latín, civitas. Esta es la generación de aquel gran Leviatán, o más bien (hablando con más reverencia), de aquél Dios mortal, al cual debemos, bajo el Dios inmortal, nuestra paz y nuestra defensa. Porque en virtud de esta autoridad que se le confiere por cada hombre particular en el Estado, posee y utiliza tanto el poder y fortaleza, que por el terror que inspira es capaz de conformar las voluntades de todos ellos para la paz, en su propio país, y para la mutua ayuda contra sus enemigos, en el extranjero. Y en ello consiste la esencia del Estado, que podemos definir así: una persona de cuyos actos una gran multitud, por pactos mutuos, realizados entre sí, ha sido instituida por cada uno como autor, al objeto de que pueda utilizar la fortaleza y medios de todos, como lo juzgue oportuno, para asegurar la paz y defensa común. El titular de esta persona se denomina soberano, y se dice que tiene poder soberano; cada uno de los que le rodean es súbdito suyo”.

1.7.-Teoría de Locke sobre el Estado

Este pensador refuta la tesis del origen divino del poder del monarca y contradiciendo uno de los puntos básicos de la opinión de Hobbes, afirma que “el estado de naturaleza” en que los hombres se encontraban antes de la formación de la sociedad civil, se caracteriza por el “orden y la razón” que regían en él las relaciones humanas en sus condiciones primitivas, o sea, por el “derecho natural”, antecede del derecho positivo. La vida, la libertad y la propiedad, decía, son derechos humanos “naturales” que siempre están en riego de ser quebrantados en dicho “estado de naturaleza”, pues aún no existe ningún poder que los haga respetar coactivamente. Por ello, los hombres decidieron formar la comunidad política mediante una especie de “pacto social”, creando a la autoridad para que ésta se encargara de imponer la observancia de tales derechos. Sin embargo, según Locke, este acto creativo no importaba el desplazamiento del poder comunitario hacia el órgano de gobierno, cuya actuación, afirma, se encuentra limitada por el derecho natural. El pacto o contrato por medio del cual se forma la sociedad política debe provenir del consenso mayoritario, considerando sometidos a él a los grupos minoritarios. Conforme a su teoría, Locke distingue entre comunidad política o estado y gobierno, ya que aquella es una entidad convenida por los hombres que a todos abarca, en tanto que éste es el conjunto de órganos que la misma crea para su administración y dirección.

Siguiendo a Aristóteles, dicho pensador clasifica los gobiernos en monarquías, aristocracias y democracias, y antecediendo a Montesquieu, distingue, dentro de cualquiera de estas formas, dos poderes, el legislativo y el ejecutivo, en el que coloca al judicial. El órgano supremo del Estado para Locke es la asamblea legislativa, a la cual están subordinadas las autoridades ejecutivas y judiciales, puesto que no hacen sino cumplir y aplicar las leyes. Esta “supremacía” no entraña, empero, que la comunidad política no pueda disolver la asamblea ni dejar de resistir los acuerdos tiránicos de ésta y demás órganos de gobierno, ya que los gobernados tienen el 2derecho a la revolución” cuando los actos del poder público lesionen sistemáticamente sus derechos naturales. Para Locke, el estado debe ser a-religioso, sin que en él deba tener ninguna ingerencia la autoridad eclesiástica, pues entre la Iglesia y el estado existe una separación derivada de la distinta naturaleza de ambas entidades, toda vez que aquella es una “sociedad voluntaria” sin poder coactivo, en tanto que éste se implica en una comunidad política constituida por un pacto social en que los hombres deciden otorgarle el poder compulsorio indispensable para la defensa y protección, en su favor, de la l”ley natural” al través de sus órganos de gobierno.

1.8.-Teoría de Montesquieu sobre el Estado

Más que una teoría sobre el Estado, el pensamiento de Montesquieu, en lo general y en el terreno político, se enfoca hacia una concepción sobre el gobierno y sus sistemas. Su obra escrita, entre la que destaca su famosos libro “L´Espirit des Lois” publicado en 1748, es fruto de su observación crítica y de la experiencia que tuvo durante su estancia en Inglaterra, cuyas costumbres y régimen gubernativo constituyen para él una de las principales fuentes de inspiración, sin dejar de considerar que las ideas de Locke lo influenciaron.

Montesquieu no se preocupa mayoramente por dilucidar el origen de la sociedad humana, pues la estima como un organismo natural, o mejor dicho, existente, positivo y real. “Si los hombres no formasen sociedad alguna, si se dispersaran y huyeran los unos de los otros, entonces sí sería preciso averiguar cuál es el motivo de tan singular actitud, y buscar por qué se mantienen separados. Pero todos nacen ligados mutuamente. Un hijo nace junto a su padre y se mantiene junto a él. He aquí la sociedad y la causa de la sociedad.

Los temas jurídicos, políticos y filosóficos en torno a los cuales especula Montesquieu consisten en la definición de la ley y de la justicia, en las formas de gobierno y en el equilibrio de la ley y de la justicia, en las formas de gobierno y en el equilibrio entre los poderes del Estado. Para él, la ley, de la que emana todo derecho, es “una relación de convivencia que se encuentra realmente entre dos objetos”, y en esta relación descubre la justicia, cuya consecución debe ser la aspiración suprema del género humano. “Aun si no existiese dios, dice el barón de la Bréde, deberíamos amar la justicia, o sea, reunir nuestros esfuerzos para parecernos a ese Ser del que tenemos una tan brillante concepción y que, si existiese, sería forzosamente justo. Aunque estuviésemos libres del yugo de la religión, no deberíamos estarlo del yugo de la justicia. Todo ello me hace pensar que la justicia es eterna y no depende de las convenciones humanas.” Para que se logre la justicia, es decir, esa “relación de conveniencia entre dos objetos”, las leyes positivas, que deben derivar de la ley en general y que no es sino “la razón humana en tanto que gobierna a todos los pueblos de la tierra”, deben tomar en cuenta un conjunto muy variado de factores y circunstancias propios del ambiente real en que vayan a regir”.

A este respecto, Montesquieu argumenta: “Es necesario que las leyes se relacionen con la naturaleza y con el principio de gobierno que está establecido o que se quiere establecer, sea que le formen, como hacen las leyes políticas, sea que le mantengan, como hacen las leyes civiles. Debe asimismo adaptarse al estado físico del país; al clima helado, abrasador o templado; a la calidad del terreno, a su situación y a su extensión; al género de vida de los pueblos, según sean labradores, cazadores o pastores; deben referirse también al grado de libertad que la constitución puede soportar; a la religión de sus habitantes, a sus inclinadores, riqueza, número, comercio, costumbres, usos. Por último, estas leyes tienen relaciones entre sí; las tienen con su origen, con el objeto del legislador, con el orden de las cosas sobre las cuales están establecidas. Es menester considerarlas bajo todos esos aspectos. Tal es la tarea que me propongo en esta obra. Examinaré todas esas relaciones indicadas, que en conjunto, forman lo que se llama “el espíritu de las leyes”.

En cuanto a las formas de gobierno, Montesquieu las clasifica en despotismo, monarquía y república, cuyo régimen es susceptible de

subdividirse en aristocrático y democrático. Repudia enérgicamente el gobierno despótico, dentro del cual los destinos de la comunidad política y los bienes, vida, libertad y honra de los hombres se colocan bajo la voluntad arbitraria y tiránica de un solo individuo que no respeta las normas dictadas por el derecho natural. En semejante régimen, el gobernante tiene necesidad de emplear la violencia para mantenerse en el poder y hacerse obedecer, exponiéndose siempre a ser derrocado por el levantamiento cruento del pueblo, en quien desaparece el espíritu de obediencia.

En tales condiciones, afirma Montesquieu: “Nada contiene ya a los súbditos; nada los vincula con el príncipe; retornan entonces a su libertad superior se halla depositada en una sola persona”, pero se encauza jurídicamente por leyes positivas y normas del derecho natural. En la república, el gobierno emana de la potestad soberana del pueblo como totalidad –democracia- o de ciertos grupos que lo componen –aristocracia-.

La cuestión más importante en el pensamiento de Montesquieu y en relación con la cual acentuó su fama en el mundo de las ideas político-jurídicas de la humanidad, es, como se sabe, la concerniente a la separación de poderes que trata en el libro XI de su reputada obra “L`Espirit des Lois”. La base de esta separación y la finalidad que la justicia es la preservación de la libertad del hombre dentro de la comunidad política, independientemente del régimen de gobierno en que ésta se constituya. Para dicho escritor, “la libertad no puede consistir sino en poder hacer lo que se debe querer y en no estar obligado a hacer lo que no se debe querer”, y “en el derecho de hacer lo que las leyes permiten”, concepto que se antoja incongruente, pues coloca en el mismo plano una especie de libertad ética y otra de carácter estrictamente legal, la cual puede restringir o limitar a la primera. La libertad siempre está amenazada por el poder público y, específicamente, por los órganos de gobierno, de lo cual infiere que dentro del estado debe haber un sistema de equilibrio entre ellos de tal suerte que “el poder detenga al poder”. Esta última idea conduce el pensamiento de Montesquieu hacia su tesis de la separación de poderes, inspirada en el régimen jurídico público de Inglaterra que tanto admiró. “Hay una nación en el mundo, dice, que tiene por objeto directo de su constitución la libertad política”, y para él esa nación no era otra que el reino británico. La idea de “poder” en lo tocante a la expresada tesis, la emplea Montesquieu como equivalente a la de “órgano de autoridad”, y para lograr el equilibrio entre los diferentes órganos del estado adscribe separada o discriminadamente a cada una de las categorías en que se integran, las funciones legislativa, ejecutiva y judicial. “Hay en cada estado, asevera, tres clases de poderes: el poder legislativo, el poder ejecutivo de las cosas que dependen del derecho de gentes, y el poder ejecutivo de las que dependen del derecho civil. Mediante la primera, el príncipe o el magistrado hacen leyes por un tiempo o por siempre, y corrige o abroga las que ya están hechas. Mediante la segunda, hace la paz o la guerra, envía o recibe embajadas, establece la seguridad, previene las invasiones. Mediante la tercera, castiga los crímenes o juzga las diferencias entre particulares. Se llamará a esta última el “poder de juzgar”; y la otra simplemente el “poder ejecutivo” del Estado. Cuando en la misma persona o en el mismo cuerpo de magistrados el poder legislativo se encuentra reunido con el poder ejecutivo, no puede haber libertad, porque se puede temer que el mismo monarca o el mismo senado hagan leyes tiránicas para ejecutarlas tiránicamente. Todo estaría perdido si el mismo hombre, o el mismo cuerpo de

principales o de nobles, o del pueblo, ejerciese estos tres poderes: el de hacer las leyes, el de ejecutar las resoluciones públicas y el de juzgar los crímenes o las diferencias entre particulares”.

Contrariamente a lo que suele suponerse, en el sentido de que la tesis de Montesquieu sobre la separación de poderes proclama una independencia entre ellos, su mismo propugnador ya hablaba de una especie de “interdependencia” recíproca, al aseverar que: “estos tres poderes – legislativo, ejecutivo y judicial- deberían dar lugar al reposo o a la inacción; pero como el movimiento necesario de as cosas los obligaría a moverse, tendrán que marchar de acuerdo”.

1.9.-Teoría de Juan Jacobo Rousseau

Para Rousseau, la sociedad civil – comunidad política o estado- nace de un pacto o contrato entre los hombres. Esta idea no implica que históricamente haya existido ese pacto o contrato, sino que expresa la hipótesis o el supuesto teórico del que el ilustre ginebrino deriva su doctrina. El hombre, dice, vivía en un principio en un estado de naturaleza, sin que en él su actividad estuviese limitada heterónomamente, pues gozaba sin restricción de su libertad natural. Contrariamente a lo que sostenía Hobbes, Rousseau afirma que en tal estado las relaciones entre los seres humanos, exentas de toda compulsión, se entablaban espontáneamente, sin contiendas ni luchas, ya que todos ellos estaban colocados en una situación de igualdad que generaba la armonía, obedeciendo al orden natural de las cosas según fue dispuesto por Dios. En su famosa obra pedagógica “Emilio”asevera que: “Todo está bien al salir de las manos del autor de las cosas, todo degenera en manos de los hombres”, expresión que, parafraseada, indica que dios hizo al hombre perfecto para obtener su felicidad y que es la criatura humana la que, alejándose de esa perfección originaria o primitiva, se comporta para ser desventurada. Agrega Rousseau que como los hombres no pudieron mantenerse en esa situación de igualdad natural, suscitándose diferencias de diverso tipo entre ellos a virtud de las cuales unos dominaban a los otros quebrantándose así la armonía en sus relaciones, surgió la necesidad de que concertaran un pactó de convivencia o contrato social para crear la sociedad civil o comunidad política, dentro de la que a cada uno se garantizaran sus derechos y libertades. “Supongo a los hombres, afirma, llegados al punto en que los obstáculos que impiden su conservación en el estado de naturaleza superan las fuerzas de que supone cada individuo para mantenerse en dicho estado. En ese estado primitivo no puede entonces subsistir y el género humano perecería si no cambiara su manera de ser. Dado que los hombres no pueden engendrar nuevas fuerzas sino unir y dirigir las que ya existen, no les quedará otro remedio para conservarse que el de formar por asociación una suma de fuerzas que pueda superar a la resistencia, de ponerlas en juego mediante un solo móvil y de hacerlas actuar al unísornio. Esta suma de fuerzas crea lo que Rousseau llama la voluntad general, que es un poder que radica en la misma sociedad civil o comunidad política, es decir, en el pueblo o nación. Ese poder es soberano en tanto que no tiene limitación alguna y se impone coactivamente a las “voluntades” particulares de los individuos miembros del organismo social, y como éste se constituye por aquellos, los intereses de ambos son compatibles o coincidentes, de lo que Juan Jacobo colige que la soberanía –voluntad general- y el soberano – comunidad política o sociedad civil- no necesitan garantías “con respecto a sus súbditos, porque es imposible que el cuerpo quiera perjudicar a sus miembros”. Ahora bien, el hombre social, esto es, como componente de la comunidad, pueblo o nación, continúa Rousseau, no sólo no pierde sus derechos naturales, sino que, por un acto –hipotético- de devolución, la sociedad civil –el soberano- se los restituye y garantiza, pero con las limitaciones inherentes al interés general que concurre siempre con el interés particular.

“Aunque se prive en este nuevo estado –el social-, dice, de muchas ventajas que le pertenecían (al hombre) por naturaleza, obtiene otras ventajas tan considerarles, sus facultades se desarrollan en tal manera, sus ideas se extienden, sus sentimientos se ennoblecen, su alma entera se eleva a tal punto, que si no fuera por los abusos de esta condición que le rebajan a veces

más allá de la condición en que se hallaban antes, el hombre debería bendecir sin cesar el feliz instante en que la abandonó para siempre y que de un animal estúpido y limitado ha hecho un ser inteligente y un hombre”, agregando: “Lo que el hombre pierde con el contrato social es su libertad natural y su derecho ilimitado sobre todo lo que le tienta y está a su alcance. Lo que gana es la libertad natural, que no tiene otros límites que las fuerzas del individuo, y la libertad civil, que es limitada por la voluntad general; y la posesión, que no es sino el efecto de la fuerza o el derecho del primer ocupante, y la propiedad , que sólo puede ser fundada sobre un título positivo.” “El factor singular de esta enajenación – la que el hombre hace a favor de la comunidad sobre sus derechos- es que, lejos de que al aceptar los bienes de los particulares, la comunidad los despoje de ellos, no hace sino asegurarles su legítima posesión, cambiar la usurpación en un verdadero derecho, y el simple en propiedad.”

Tocante a la soberanía, Rousseau le adscribe como atributo esencial su inalienabilidad que hace derivar del pacto social mismo. En efecto, la comunidad, al escoger un jefe, puede delegarle ciertos derechos, la dirección o vigilancia de ciertos aspectos de la administración, pero conserva siempre su autoridad completa que comprende la facultad de retirar esa delegación. El soberano –la nación- nunca se compromete a tal punto de dejar de serlo, fenómeno éste que acaecería si la soberanía –voluntad general- fuese enajenable. Al respecto, Juan Jacobo afirma: “Digo que la soberanía, no siendo otra cosa enajenarse, ya que el soberano que no es sino un ser colectivo, sólo puede ser representado por sí mismo; el poder puede transmitirse, pero no la voluntad”, añadiendo: “El hombre que reuniese todas las calidades que puedan garantizar la tranquilidad de una nación, asegurar su felicidad y desarrollar sus fuerzas vivas en el camino del progreso, será el jefe de la nación. La nación le confía su poder, es decir, la reunión de todas las voluntades, de todas las fuerzas que animan y vivifican a cada ciudadano. Lo que ese hombre quiera hoy, la nación lo querría. Lo que quiera mañana, o dentro de diez años, la nación también lo querría.”

Un compromiso como el que apunta Rosseau sería temerario y destruiría la soberanía de la comunidad, pues el poder soberano se enajenaría en provecho de un individuo o de un grupo de individuos (monarquía o aristocracia con sus correspondientes formas impuras: tiranía y oligarquía), y en esa enajenación equivalente a la del soberano o pueblo mismos.

También para el insigne ginebrino la soberanía es indivisible. Esta característica se deriva puntual y lógicamente de la anterior, pues la división supone necesariamente una enajenación parcial. Criticando veladamente a Montesquieu en cuanto a su tesis de la separación de poderes, que según Rosseau entraña la división de la voluntad general –soberanía-, éste sostiene que: “nuestros políticos, no pudiendo dividir la soberanía en su principio, la dividen en su objeto. La dividen en fuerza y en voluntad, en poder legislativo y en poder ejecutivo…. Ora confunden estas partes, ora las separan… Este error proviene de no haber tenido nociones exactas acerca de la autoridad soberana y de haber tomado por partes de esta autoridad lo que sólo eran derivaciones de la misma.”

Las relaciones entre el particular y el soberano –pueblo o nación- instituidas por el contrato social, se regulan por actos llamados “leyes”, emanadas de la voluntad general y que tienen como finalidad el interés social, en atención a la

cual, según Rousseau, la ley nunca puede ser injusta, porque nadie puede serlo consigo mismo. Sin embargo, agrega, hay vocaciones en que el soberano es incapaz “de descubrir las mejores reglas para la sociedad”, siendo necesaria, entonces, la existencia de un legislador. Conforme a su pensamiento, el legislador debe ser de naturaleza muy superior a la de sus conciudadanos, cuyas miserias y vicios debe conocer sin participar de ellos, así como sus tendencias y necesidades. Rousseau clasifica las leyes en tres categorías: las políticas, que estructuran u organizan al soberano – constitucionales-; las civiles que norman las relaciones entre particulares y entre éstos y la nación – soberano9-; y las penales, que protegen el pacto social previniendo y castigando su desobediencia o violación. Sobre estas categorías de leyes, que son de carácter positivo, coloca una ley fundamental y suprema que expresa el verdadero ser del soberano y que se localiza en los usos, hábitos y costumbres sociales. Esa ley fundamental y suprema, que equivale a lo que posteriormente Lassalle llamara “constitución real” de un pueblo, no está, según Rousseau, escrita en ningún código, sino en la conciencia ciudadana. “a esas tres clases de leyes –políticas, civiles, y penales-, dice, se agrega una cuarta, la más importante de todas, que no está grabada ni en mármol ni en bronce, sino en el corazón de los ciudadanos; que forma la verdadera constitución del estado; que toma todos los días fuerzas nuevas; que, cuando las otras leyes envejecen o se extinguen, las vivifica o las suple, conserva un pueblo en el espíritu de su institución, y sustituye insensiblemente la fuerza del hábito a la de la autoridad. Hablo de las costumbres y sobre todo de la opinión; parte desconocida para nuestros políticos, pero de la que depende el éxito de todas las otras; parte de la que el gran legislador se ocupa en secreto, mientras que parece limitarse a reglamentos particulares, que no son sino la bóveda de lo abovedado, y cuyas costumbres, más lentas para hacer, forman la llave indispensable.”

La ejecución de las leyes requiere, según Rosseau, una serie de actos particulares que precisamente por esta calidad no pueden emanar del soberano. Por este motivo existe la necesidad de un “ser intermediario” entre él y los individuos, encargado de hacer cumplir las leyes y de mantener la libertad política y civil. Ese “ser intermediario” es el “poder ejecutivo” que se denomina “gobierno”, el cual denota un organismo que involucra a diversos funcionarios sometidos a la dirección de un jefe , llamase rey o presidente, que será “jefe del gobierno” pero no “jefe de la nación”, puesto que ésta, como soberana, no reconoce ningún poder sobre ella. El nombramiento o la elección del jefe de gobierno no proviene de ningún contrato, sino de una comisión otorgada a un ciudadano para vigilar o dirigir ciertos aspectos de la administración pública.

Rosseau clasifica la formas de gobierno por el número de funcionarios encargados de ese “poder intermediario” o ejecutivo, y de acuerdo con este criterio, para él los regimenes pueden ser democráticos, aristocráticos o monárquicos. A la democracia es el gobierno de la minoría por la mayoría. El soberano delega el poder ejecutivo a la totalidad o a una gran parte de sus miembros, de tal suerte que siempre hay más gobernantes que gobernados. La forma democrática para el ginebrino es casi imposible de implantar en las sociedades humanas, pues las condiciones que exige su establecimiento son muy numerosas y, por lo general, poco compatibles con la naturaleza del hombre. Se requiere, dice, que se trate de un estado muy pequeño donde los ciudadanos se puedan reunir fácil y rápidamente; que haya una notable

sencillez de costumbres en la sociedad, así como igualdad de fortunas, ausencia de lujo, desinterés y devoción por la cosa pública. “si hubiese un pueblo de dioses, afirma Rousseau, se gobernaría democráticamente. Un gobierno tan perfecto no conviene a los hombres.” No simpatiza con la aristocracia hereditaria sino con la electiva, en virtud de la cual el soberano delega en un cierto número de magistrados el poder ejecutivo. Estos magistrados serán siempre menos numerosos que los particulares, teniendo esta forma de gobierno la ventaja de concentrar la administración y dirección del estado en un grupo selecto9 conocedor de las necesidades y aspiraciones del pueblo. Por lo que atañe a la monarquía, el poder ejecutivo se centraliza en una persona, quien debe gobernar conforme a las leyes. Estas distintas formas de gobierno las analiza prolijamente Rosseau en el libro tercero de su célebre tratado “El contrato social” publicado en 1762, combinado el método deductivo con el inductivo, pues la exposición de sus ideas sobre cada una de ellas las ilustra con vareados ejemplos extraídos de la historia política de diferentes pueblos y cuyos ejemplos le sirven, a su vez, para la formulación de sus concepciones generales.

Por otra parte, Rousseau reprocha a la iglesia la alteración de la tranquilidad pública dentro de los estados, al considerar que éstos y aquélla denotan a dos diversos soberanos y, por ende, a dos gobiernos diferentes en una sola comunidad política, de cuya circunstancia surgen conflictos de jurisdicción o imperio y que en muchas ocasiones se pueden traducir, como se han traducido históricamente, en contiendas armadas. Fiel a su pensamiento, opina que el poder espiritual debe permanecer alejado general, propugnando el Estado laico o a- religioso, dentro del que, no obstante, cada persona debe quedar libre, con la garantía del soberano, para profesar la fe que más se adecué a sus exigencias de conciencia.

1.10.-Teoría de Hegel sobre el Estado

En su aspecto político, el pensamiento de Hegel proclama el estado omicomprensivo y absorbente, casi al estilo espartano. El Estado para él es un todo que lo abarca todo. Niega la existencia de los llamados derechos naturales del hombre; y en lo concerniente a la libertad, afirma que sólo dentro de la unidad estatal la persona puede gozar de ella. Para dicho filosofo alemán el estado es un organismo real, histórico, distinto del pueblo en el que reside la soberanía, y conforme a su tesis idealista, lo considera como la expresión de una idea universal, fuera de la cual el hombre no vale nada, ya que los individuos no son sino accidentes de su sustancia general, sin tener ningún derecho, como no sea el de integrar esta “sustancia” y vivir dentro de ella, como si fueran simples piezas de la gran maquinaria estatal.

Hegel distingue tres períodos en la evolución de la humanidad, distinción que lo conduce a su apasionado nacionalismo, es decir, a su irracional admiración –no obstante que la razón era la maestra de su pensamiento-, por las instituciones políticas de Prusia, su patria. Según él, la primera etapa de la vida de la humanidad se caracteriza por la hegemonía de la fe, como sucedió en los países de Oriente, los cuales, por este elemento, se debatían en la ignorancia y el despotismo; a los pueblos grecolatinos los sitúa en el segundo período, puesto que sustituyeron la fe por la razón, misma en que apoyaron una especie de libertad comunitaria, sin haber proclamado la igualdad del hombre no la extensión de ésta a todos los seres humanos. El tercer período, culminación de la evolución de la humanidad, lo denomina “período germánico”, agregando que los pueblos germánicos deben al cristianismo el sentimiento de libertad, que el mismo Hegel niega; y a pesar de que admite, como formas de gobierno del Estado, la democracia, la aristocracia y la monarquía, esta última le parece la más acertada, puesto que el rey representa la unidad estatal y la expresión de su soberanía, sin excluir, no obstante, a la monarquía constitucional que es superior a los regímenes democráticos en que la soberanía estatal se despersonaliza debilitando al estado en beneficio del individuo y en detrimento del bien general. La aparición d los estados en la historia humana la explican como consecuencia inmediata de las ideas que han movido al mundo y generado los diferentes regímenes que registra la existencia de la humanidad. Estos fenómenos, según Hegel, obedecen al proceso dialéctico, que consiste en la oposición entre la tesis y la antítesis que, a su vez, producen la síntesis, y la cual postula una nueva tesis que provoca otra reacción antitética. Esta sucesión constante es el perpetuo movimiento histórico de los pueblos dentro del cual surge el Estado como resultado de cualesquiera de tales posturas.

1.11.-Teoría Marx-leninista sobre el Estado

La concepción del estado en esta teoría se basa en las ideas filosóficas de Carlos Marx, quien distingue en la sociedad humana las superestructuras y la sub- o infraestructura. Las primeras son “formas de conciencia social”, es decir, maneras como el hombre se ha representado la realidad social y no expresiones auténticas de lo que es la verdadera fenomenología y entidad de la sociedad. Dichas formas integran lo que Marx y Engels llaman “ideología social”, que es la concepción de la sociedad por la mente humana, y la cual dirige de la “realidad social”, que significa el conjunto de notas reales de la sociedad, o sea, lo que la sociedad es en sí. La “ideología social” es para Marx una “falsa conciencia”, una “idea incorrecta” de la sociedad, en oposición a la idea científica de la misma. Esa “ideología social” se ha sustentado, según él, en la religión y en la filosofía como representantes e interpretaciones deformativas de la sociedad que han ocultado o velado su “infraestructura”, esto es, su implicación verdadera. Dicho en otros términos, en el pensamiento de Marx y Engels: “una ideología es una forma de conciencia que refleja ala realidad social de una manera deformada, que crea falsamente algo que no existe en la realidad, que vela la realidad o parte de ella en lugar de develarla; en su engaño y hasta un auto-engaño y, sobre todo, es una conciencia ilusoria.” Ahora bien, las concepciones “ideológicas” o “falsas” de la sociedad, alimentadas por la religión que es “el opio del pueblo”, afirma Marx, se han convertido en el contenido de las “superestructuras” sociales organizadas normativamente de manera compulsoria por el Derecho y mantenidas coactivamente por el estado, y como esa conversión la han operado las clases dominantes de la sociedad, es decir, las que han tenido el poderío económico mediante la apropiación de los instrumentos de producción, el Derecho y el estado han sido “burgueses” o “capitalistas”, es decir, “explotadores del proletariado”, habiéndose opuesto a la “realidad social” constituida por las relaciones económicas de producción que forman la “sub- estructura” de la sociedad. La explotación del hombre por el hombre en el proceso productivo no deriva, sostiene Marx, de la naturaleza humana sino de la aparición de las clases sociales, en cuya ocasión un grupo minoritario –capitalista- se apropió indebidamente de los medios de producción y esclavizó a las mayorías desposeídas –proletariado-.

“Durante la época capitalista, cuando el hombre es esclavo de las relaciones económicas, hay un conflicto entre la realidad externa del hombre y su esencia, su realidad interna, verdadera, su libertad; un conflicto entre lo que el hombre es y lo que debería ser, una auto-extrañación del hombre. Pero en la sociedad primitiva, sin clases, del hombre prehistórico había una total armonía entre ambas realidades, y el hombre era en verdad lo que debía ser libre. Y así también será libre. Y así también será libre el hombre de nuevo cuando la sociedad capitalista sea remplazada por una sociedad de comunismo perfecto, que será el reino de la libertad, en contraposición a la sociedad capitalista, que es el reino de la necesidad. Entonces el hombre “volverá a sí mismo”, la realidad existente del hombre coincidirá con su existencia verdadera, el hombre será de nuevo lo que debe ser. El comunismo “es la resolución del conflicto entre existencia y esencia (Wesen)”, entre “necesidad y libertad”. Sólo “en el seno de una sociedad comunista”el “desarrollo original y libre del individuo no es una mera frase”, es decir, una simulación ideológica. La libertad, la justicia del socialismo, que es la esencia, el substrato interno de la sociedad, oculto por la realidad existente de la sociedad capitalista, se

convertirá de nuevo también en realidad externa. Esto significa que será reestablecido el estado de naturaleza, que según la doctrina del derecho natural existió antes de que apareciera el estado político, estado de perfecta libertad y justicia, donde no existía propiedad `privada sino sólo colectiva”.

Partiendo de la idea de que la sociedad burguesa, es decir, no comunista, está constituida por dos clases, la de los exploradores o propietarios de los medios de producción, y la de los explotados, o sean, los obreros y campesinos, Marx y Engels conciben al estado y al Derecho como la “maquinaria coercitiva destinada a mantener la explotación de una calcé por otra”. La aspiración comunista, sostienen, consiste en destruir el estado y el Derecho “burgueses” y sustituirlos por la “dictadura del proletariado”, como etapa política de transición, para llegar finalmente a la “sociedad comunista”. “En el manifiesto comunista se lee, dice Kelsen, que el propósito inmediato de los comunistas es derrocar el dominio de la burguesía, conquistar el poder político para el proletariado. El proletariado utilizará su predominio político para arrancar paso a paso todo el capital a la burguesía, para concentrar todos los medios de producción en manos del Estado, es decir, del proletariado organizado como clase dominante”.

Ahora bien, la dictadura del proletariado, o sea, la concentración del poder político del Estado en la clase social de los “explotados”, no es sino una situación transitoria para lograr la finalidad única y definitiva de la revolución comunista, que consiste en la consecución de una sociedad “sin clases”, o sea, de “una asociación en la cual el libre desarrollo de cada uno e la condición del libre desarrollo de todos” y cuyo establecimiento significará la extinción del estado, pues como afirmaba Engels: “la sociedad que organice nuevamente la producción sobre la base de la asociación libre e igualitaria de los productos, colocará toda la maquinaria del Estado en el lugar que entonces le corresponderá: el museo de antigüedades, al lado de la rueca y del hacha de bronces.” En esta sociedad “sin clases”, afirma Marx, “podrá ser sobrepasado por completo el estrecho horizonte del derecho burgués, y sólo entonces inscribirá la sociedad en su bandera: de cada uno según su capacidad y a cada uno según sus necesidades”.

La evolución gradual que, según Marx y Engels, experimentará necesariamente la sociedad humana a través de las tres etapas a que nos hemos referido, se sustituye en el pensamiento de Lenin por la revolución violenta. La clase social de los “explotados” (obreros y campesinos) debe arrebatar cruentamente el poder político a los “exploradores” (dueños de los medios de producción y de la tierra), para establecer la “dictadura del proletariado, dentro de cuyo régimen deben adoptarse y practicarse medidas drásticas a efecto de consolidarla y de preparar el advenimiento de la “sociedad prefecta”, es decir, de la sociedad comunista, en la que, por la desaparición de las clases, ya no habrá Estado, o sea, poder coactivo, pues la vida social se compondrá espontáneamente mediante la observancia de “sus reglas elementales” surgidas de la costumbre.

“La dictadura del proletariado, afirma Lenin, produce una serie de restricciones a la libertad en el caso de los opresores, de los explotadores, de los capitalistas. Debemos aplastarlos a fin de liberar a la humanidad de la esclavitud del salario; su resistencia debe ser quebrada mediante la fuerza. Es claro que donde hay represión hay también violencia; no hay libertad, no hay

democracia.” “Bajo el capitalismo, agrega, tenemos un Estado en el sentido propio del vocablo, esto es, un maquinaria especial para la represión de la minoría de explotadores por la mayoría de los explotados. Todavía es necesario un aparato especial, una maquinaria 0 especial de represión, el “Estado”, pero se trata ahora de un estado transaccional, no ya de un estado en el sentido usual…”

cuando la calase los “explotados” haya conquistado violentamente el poder político, cuando los “exploradores” hayan desaparecido completamente de la sociedad, la dictadura del proletariado, es decir, el “Estado socialista de transición”, ya no tendrá razón de subsistir, pues habrá sido remplazado por la “sociedad comunista”, cuya vida no necesitará de ninguna organización coactiva. “El proletariado, sostiene Lenin, arroja a un lado, considerándola una mentira burguesa, la máquina llamada Estado. Hemos quitado esa máquina a los capitalistas; la hemos tomado para nosotros. Con ella –o con un garrote- haremos pedazos toda clase de explotación y –cuando ya no quede ninguna posibilidad de explotación en el mundo, cuando ya no queden dueños de tierras o de fábricas, cuando ya no se harten unos mientras los muchos padecen hambre- sólo entonces, cuando ya no existan esas posibilidades, devolvernos esa máquina para que sea destruida. No habrá entonces ni estado ni explotación”, prediciendo que la extinción del Estado obedecerá a que “liberado de la esclavitud capitalista, de los indecibles horrores, el salvajismo, los absurdos e infamias de la explotación capitalista, el pueblo se acostumbrará gradualmente a observar las reglas elementales de la vida social, conocidas durante siglos y repetidas durante miles de años en todos los textos escolares; se acostumbrará a observarlas sin fuerza, sin compulsión, sin subordinación, sin el aparato compulsivo especial que se llama estado.”

Como se ve, el marx-leninismo es una teoría que se autocalifica como revolucionaria y que afirma preconizar una política revolucionaria. Su móvil es la abolición de la propiedad privada de los medios de producción, o sea, su socialización. Por consiguiente, importa una ideología de contenido esencialmente económico, para cuya implantación proclama dos objetos: uno inmediato, a saber, el establecimiento de la dictadura del proletariado, como situación política transitoria, y otro mediato, es decir, la creación de la sociedad comunista como finalidad definitiva.

Para conseguir el primero de estos objetos adopta como táctica de lucha la violencia, es decir, la conquista cruenta del poder político para aniquilar a los dueños o detentadores de los medios de producción; y para obtener el segundo, predice y fomenta la educación sicológica del pueblo para vivir dentro de las “reglas elementales de vida de la sociedad” (se entiende bajo la concepción comunista), y cuya observancia será “natural y espontánea” y no requerirá de poder coactivo alguno para hacerlas cumplir, vaticinando, por este motivo, la desaparición del “Estado”. Consiguientemente, para el marx-leninismo la sociedad comunista o sociedad “perfecta”, en que ya no existirá ninguna “clase”, ninguna explotación del hombre por el hombre, será una sociedad “sin Estado” y quizá “sin Derecho”, pues éste habrá sido reemplazado por esas “reglas elementales” de la vida social.

El cuadro ideológico del marx-leninismos no puede ostentar mayores aberraciones que, proyectadas a la realidad social, se convierten en tan monstruosas atrocidades, que no sólo aherrojan la libertad del hombre y

afectan su dignidad, sino que propenden a alterar su naturaleza como individuo y como ente social. La concepción marx-leninista de la sociedad humana atenta contra su ser esencial, predestinándola a la condición de grupo o masa gregaria que únicamente se da en el reino animal.

Estas afirmaciones, que podrían antojarse apasionadas o fruto de una vehemente animosidad contra el marx-leninismo, se deducen, sin embargo, del análisis jurídico- político y aun simplemente lógico de las tesis que preconiza.

Es inconcuso que toda revolución se traduce en un movimiento violento que persigue la destrucción de un determinado régimen para sustituirlo por otro en que se realicen política, jurídica y socialmente los móviles que la inspiran y los motivos teleológicos que la impulsan. La revolución es por ello formalmente al mismo tiempo destructiva y constructiva. Bajo el primer aspecto, la que proclama el marx- leninismo no tiene nada de censurable, ya que su finalidad estriba en aboliar el régimen capitalista para remplazarlo por un sistema económico en que los medios de producción no se concentren en ciertos grupos o clases, sino que su detentación o posesión y utilización correspondan al pueblo. Sin embargo, si este es su objetivo económico definitivo o mediato, la revolución marx-leninismo persigue un fin inmediato que a su vez es el medio sine qua non para implantar la sociedad comunista, y que consiste en el consentimiento de la dictadura del proletariado, la cual, organizada políticamente, es el “estado socialista” como aparato transitorio de coacción para suprimir las “clases explotadoras”, para impedir su resurgimiento y para “educar” al pueblo en la vida social comunista que se desarrollará “espontáneamente” sin la maquinaria estatal.

Ahora bien, es en la implantación de esa dictadura donde radica una de las más ingentes aberraciones del marx-leninismo, pues bajo la ficción de que su ejercicio lo imputa al “proletariado”, en el fondo arrastra a los pueblos hacia el autocratismo o totalitarismo estatal absoluto. La sola expresión “dictadura del proletariado” es un contrasentido y únicamente puede engañar con los fuegos fatuos que de ella se desprenden a los ingenuos o ignorantes.

La dictadura, por esencia, entraña un régimen en que el poder político se detenta por un sujeto o un grupo de sujetos que concentra todas las funciones del Estado y que actúa sin sujeción a ninguna norma jurídica preestablecida, sino conforme a su irrestricta e restringible voluntad. La dictadura, por tanto, implica un gobierno uni- personal u oligárquico en lo ejecutivo, legislativo y judicial, y a- jurídico, pues aunque el dictador (individuo o grupo) suela expedir leyes, éstas, por una parte, no serán sino expresiones de sus voliciones exclusivas y, por la otra parte, siempre variables o suprimibles a su arbitro. Todo dictador puede, en consecuencia, atribuirse la frase célebre de Luis XIV que condensa su poder omnímodo: “El estado soy yo”.

Frente a la implicación del concepto de “dictadura”, ¿puede sostenerse con validez y sentido común que haya “dictadura del proletariado”? con el nombre de “proletariado” se ha designado a la masa de “explotados” o sea, de obreros y campesinos principalmente y que sin duda constituyen los sectores humanos mayoritarios de un conglomerado social. ¿Puede esa masa de hombres, cuantitativamente enorme y cualitativamente heterogénea, diseminada en un vasto territorio, sin conciencia uniforme sobre sus problemas, necesidades y conveniencias, ejercer un gobierno dictatorial? ¿Es lógico aceptar que ese

conjunto humano en su totalidad o los innumerables individuos que lo componen, sean a la vez gobernantes y gobernados? ¿Es admisible que el proletariado, o sea, la mayoría popular, ejerza la dictadura sobre sí mismo, en el supuesto, preconizado por el marxleninismo, de que ya hubiesen sido destruidas las otras clases sociales?

La respuesta negativa a estos interrogantes está imbíbita en su planteamiento. No puede haber ni política ni realmente “dictadura del proletariado”, locución que sólo ha servido de bandera demagógica al marx-leninismo para atraer hacia la esclavitud y a la postración servil a los pueblos. La mencionada dictadura es, de hecho, la de un hombre o de una oligarquía mantenida mediante una maquinaria coercitiva que Marx, Engels y Lenin llamaban “Estado”, y en la que el proletariado no es sujeto objeto de gobierno, no es pastor sino rebaño.

Por otra parte, la dictadura equivale a la negación de la seguridad jurídica, sin la cual la persona humana, independientemente de su condición social específica, no puede conservar su naturaleza auto-teleológica ni, por ende, su libertad dentro de la vida social, pues se convierte en instrumento al servicio ilimitado e ilimitable del gobernante dictatorial y en simple medio de realización de su voluntad arbitraria, es decir, no sometida a ningún régimen de derecho. En una dictadura, o el gobernado se resigna a esa condición servil e indigna para poder sobrevivir o es eliminado. Tal es el pavoroso dilema que afronta el hombre dentro de un estado dictatorial, con independencia de la ideología que éste sustente o conforme a la cual se haya organizado.

Además las decisiones de un gobierno dictatorial son dogmáticas, es decir, no susceptibles de crítica valorativa alguna dentro del régimen respectivo. Quod principii placuit, legis habet vigores es la máxima que recoge el absolutismo político de los otrora Estados monárquicos y que se aplica a cualquier dictadura de todos los tiempos como un alud que aplasta la libertad de expresión del pensamiento. Censurar al dictador, aun con un propósito constructivo, equivale al suicidio, al cautiverio o al destierro.

Ninguna revolución, auténticamente popular ha tenido como aspiración el establecimiento de un régimen dictatorial. Es más, las dictaduras de cualquier índole han provocado múltiples movimientos revolucionarios. La historia político- social de la humanidad nos proporciona innumerables ejemplos que sería ocioso señalar. Las aspiraciones de un pueblo, sus ideas, su designio de mejorar sus condiciones de vida, su querer, en una palabra, han tenido a estabilizar o institucionalizar en un orden jurídico implantable e implantado al triunfo de la revolución. Sería negar la historia y desfigurar la teleología revolucionaria con el solo hecho de concebir a un pueblo que quisiese vivir fuera de toda legalidad, es decir, que pretendiese abolir un régimen jurídico-político sin sustituirlo por otro mejor, o sea, que tratase de entronizar la opresión renunciando a la libertad y depositando su destino en un poder dictatorial. Sería francamente absurdo, ilógico y contrario a la dinámica natural de los pueblos, que, mediante una revolución, abdicaran de su condición de sociedades humanas para convertirse en masas serviles con el único “derecho” de obedecer y callar ante la voz imperativa de sus amos. Un pueblo que quiera, por propia voluntad, ser instrumento de una dictadura, ser esclavo de sus gobernantes, no merece sino el repudio de la historia y su rechazamiento por la conciencia libertaria universal. Un pueblo soporta y padece la dictadura, pero

jamás la desea; nunca puede erigirla a la categoría de finalidad revolucionaria o evolutiva, aunque sea con un carácter transitorio, pues basta que así la acepte como objetivo, para que a sí mismo se condene a sufrirla indefinidamente. Si revolución implica progreso en todos o en cualquiera de los órdenes de la vida popular y si ese progreso aspira a institucionalizarse mediante el Derecho para asegurar la respetabilidad y la observancia de sus resultados, toda tendencia que se enfoque hacia la supresión de la normatividad jurídica significa necesariamente regresión, o sea, contrarrevolución.

Por ello, el marx-leninismo, al proclamar la “dictadura del proletariado” como objeto inmediato de la revolución que preconiza, es una tesis contrarrevolucionaria y regresiva, pues lejos de perseguir la liberación de los obreros y campesinos mediante un orden jurídico que garantice sus conquistas en el campo socio- económico, los proyecta hacia la opresión gubernativa, es decir, los sujeta a un poder político omnímodo y arbitrario. Ya hemos dicho que la expresión “dictadura del proletariado” encierra un contrasentido desde el punto de vista conceptual o eidético e implica una falacia en el terreno de la realidad política con que se pretende deslumbrar a la ingenuidad popular. El proletariado, o sea, el conglomerado de obreros y campesinos no puede por sí mismo ejercer dictadura alguna. Ante esta imposibilidad, el gobierno dictatorial debe desplegarse, en su nombre o por su delegación en el mejor de los casos, por un individuo o por un número limitado de sujetos, que serían sus autoridades. De ello se colige, conforme al pensamiento que animó a Mar y Lenin, que el pueblo quiere que lo gobiernen dictatorialmente, es decir, fuera de todo orden jurídico y según la sola voluntad de los que detentan el poder coactivo. Ese supuesto “querer” entraña indiscutiblemente la abdicación popular de la libertad, la renuncia a su condición de sociedad humana y su postración como masa ante una voluntad gubernativa suprema e incontrolable. Estas implicaciones funestas de la tesis marx-leninista nos inducen a considerarla como ostensiblemente anti-popular, pues no puede concebirse que un pueblo se traicione a sí mismo, desvirtuando su esencia humana colectiva, al degradarse deliberadamente a la situación de masa- instrumento de una dictadura o de campo de incidencia de un poder dictorial. Si Marx tuvo la osada concurrencia de afirmar que “la religión es el opio de los pueblos”, en república podríamos contestarle que su “doctrina” sobre la dictadura del proletariado, reiterada por Lenin en sus virulentas arengas políticas, constituye la inducción al suicidio popular.

Podría objetarse a las consideraciones expuestas que la dictadura del proletariado es una situación transitoria o de “transición” entre la “sociedad burguesa” y la “sociedad comunista”, cuyo advenimiento prepara. Sin embrago, se nos ocurre preguntar: ¿esa situación transitoria cuánto tiempo dura? ¿Es posible, tomando en cuenta la naturaleza humana, establecer la sociedad comunista como la concibe el marx-leninismo?

La sociedad comunista, meta ideal de esta tesis, se caracterizaría por lo siguiente: abolición de “explotadores” y “explotados” (sociedad sin clase, o sea, comunidad indivisa e indivisible); observancia de las “reglas” elementales de la vida social (según expresión de Lenin); cumplimiento de estas reglas sin compulsión, sin subordinación, es decir, sin el aparato coactivo llamado “Estado”; obligaciones sociales a cargo de cada individuo “según su capacidad” y derecho de cada quien “según sus necesidades”; y sustitución del Derecho,

como expresión normativa de la voluntad estatal, por la acción espontánea del principio de justicia distributiva. Para lograr estos objetivos que en conjunto configurarían la “sociedad comunista”, el marx-leninismo preconiza una especie de “psicoterapia social” tendiente a imbuir en las conciencias individuales las ideas que entrañan. Este método “educativo” debe imponerse durante la etapa de la dictadura del proletariado para que, una vez logrados sus resultados, se llegue al establecimiento del tipo de sociedad mencionado.

Es obvio que la sola utilización de dicho método no únicamente coarta, sino elimina, la libertad de expresión del pensamiento en todas sus manifestaciones, pues constriñe a la mente humana a aceptar las ideas predeterminadas que constituyen su finalidad y coacción al hombre a comportarse de acuerdo con ellas sin posibilidad de apartarse del camino que señalan. De esta guisa, el ser humano se vería despojado de su natural condición de ente auto-teleológico, arrebatándose la potestad esencial que tiene para concebir y realizar fines vitales y de escoger los medios para su consecución, ya que dentro de la vida social no sería sino instrumento de una ideología opresiva que lo convertía en siervo de sus sostenedores.

Por otra parte, la sociedad comunista supone necesariamente una igualdad absoluta entre todos los miembros que la componen, pues sin ella no podría ni siquiera concebirse. No nos referimos a la proporcionalidad económica que como mero ideal y a través de la fórmula marxista “de cada uno según su capacidad y a cada quien según sus necesidades”, si sería deseable o, al menos no censurable en términos generales. Aludimos a la igualdad o uniformización de todos los serás humanos desde el `punto de vista psicológico, mental o moral. Así, para que cada persona pudiese actuar dentro de las “reglas elementales de la vida social”por modo espontáneo, o sea, sin compulsión alguna. Sería indispensable que prescindiera de su individualidad, esto es, de todos aquellos elementos naturales, inherentes a su ser e inseparables de él, que lo han conformado desde que por primera vez surgió en el mundo, a saber, instintivos, sentimentales, morales e intelectuales y que condicionan ineludiblemente su conducta exterior. Borrar de la conciencia del hombre su individualidad, suprimir esos elementos que la integran, uniformar a todos los seres humanos, equivaldría a transformar su naturaleza, lo que se antoja utópico, pueril y absurdo. El hombre, ese “microcosmos” de la Creación, como acertadamente lo concibió el pensamiento griego, se comporta voluntariamente, sin compulsión heterónoma y en determinado sentido o hacia cierta tendencia, cuando su proyección actúa ante se conforma con su individualidad; y como ésta varía en cada persona, no es posible imaginar conductas uniformes sin poder o fuerza que dentro de la vida social las obligue a desplegarse de tal manera que se haga visible la convivencia.

Es evidente la nobleza del propósito tendiente a suprimir la clase “explotadora” y la calce “explotada” en la vida económica de las sociedades humanas; es muy loable el designio de lograr una justa y proporcional distribución de la riqueza; es obvio que a estas finalidades deben propender los gobiernos de todos los pueblos del mundo; es ineluctable, además, que conforme a la ideología cristiana, proyectada hacia el ámbito social, cada persona tiene el deber de esforzarse subjetiva y objetivamente para que del seno de las comunidades desaparezcan las lacerantes desigualdades económicas; pero también es incontestable que ninguno de estos objetivos

puede realizarse sin un poder jurídico-político que los establezca obligatoriamente, que los preserve y fomente por modo coactivo y que costrilla a los miembros integrantes de la colectividad a actualizarlos o, al menos, a no entorpecer o embarazar su actualización. “Homo hominis lupus”, decía atinadamente Hobbes, y esta expresión, que refleja fielmente la naturaleza humana inmodificable, se aplica puntualmente en cualquier tipo de sociedad, aun en la “comunista” utópica con que soñaron Marx y Lenin. Por tanto, si el hombre, por su ambición natural de poder, por su congénita inclinación de sojuzgar a los demás y ejercer a su dominio, debe por necesidad existir en la sociedad un orden jurídico- político de carácter compulsivo que, en beneficio de los intereses comunes, limite o refrene las conductas individuales que los afecten o exploten, pero respetándolas en aquellos aspectos en que no produzcan este resultado. La explotación del hombre por el hombre, causa prístina determinante del marx- leninismo, y su definitiva proscripción, objetivo que esta tesis supone realizable en la “sociedad comunista”, sólo pueden abolirse y lograrse, respectivamente, por el poder estatal, encauzado mediante un orden jurídico equilibrado y justo que no permita a ese poder provocar una explotación quizá más grave: la del hombre por el Estado, o mejor dicho, por el gobierno estatal.

No sólo es utópico sino absurdo, que pueda existir una sociedad “sin Estado”, es decir, sin gobierno, como ingenua o demagógicamente la vaticinan Marx y Lenin, en cuyas opiniones se confunden ambos conceptos. Gobierno y Estado son esencialmente distinto, pues en tanto que el primero es el conjunto de órganos de autoridad, el segundo implica una persona moral en que se organiza jurídica y políticamente un pueblo.

Ninguna sociedad humana puede subsistir sin gobierno, o sea, sin “Estado” en la acepción que a esta idea adscribe el marx-leninismo, aunque su vida pueda desarrollarse sin ningún orden jurídico legal o consuetudinario. En este último caso, el gobierno social quedará enmarcado dentro de un régimen dictatorial. Por tanto, la suposición de que la “sociedad comunista” pueda vivir “sin Derecho”, es decir, sin normas jurídicas coercitivas de carácter legal o consuetudinario, entraña la dictadura, abominada y repudiada por todos los pueblos de la tierra. Bien se advierte, en consecuencia, lo aberrativo de la pretensión de Marx y Lenin, la cual implica necesariamente, en el fondo, que su decantada “sociedad comunista”, sin el aparato coercitivo del Derecho, estaría encuadrada dentro del marco dictatorial.

Más aún, el conjunto de “reglas elementales de la vida social”que en el pensamiento de Lenin serían las que el pueblo observara gradual y espontáneamente “sin compulsión”, en esencia equivaldrían a verdaderas normas jurídicas, pues su violalabilidad sería siempre sancionable por el gobierno social (Estado), ya que es imposible imaginarse su libre y absoluto cumplimiento dentro de la dinámica de la sociedad. Por tanto, esas “reglas”, de cuyo sentido y valor no nos habla el seguidor de Marx, siempre requerirían para su eficacia real de un poder político que las hiciera respetar en el caso de que no se acataran individual o colectivamente.

1.12.-Teoría de Jorge Jellinek sobre el Estado

Para Jellinek el estado es un objeto de conocimiento como ente que se da en el mundo histórico –Estado empírico- y no una concepción ideal acerca de “como debe ser”. Su pensamiento lo enfoca hacia el estudio del Estado como es, como se presenta en la realidad o en la vida cultural de los pueblos. No se preocupa por forjar un tipo ideal, deontológico de estado, sino que lo analiza como un ser real, viviente, que comprende a todas las relaciones humanas y a todas las asociaciones entre los hombres. Jellinek no es, pues, un idealista del Estado, sino un científico del mismo, y para estudiarlo emplea dos métodos completamentarios pero distintos: el sociológico y el jurídico. Conforme al primero examina al estado al través de los hechos reales en que se manifiesta su vida específica en sus relaciones internas y externas; y de acuerdo con el segundo, analiza al estado como objeto y sujeto del derecho y como relación jurídica.

La adopción del método sociológico, que toma como criterio básico la observación de la realidad histórica, conduce a Jellinek a la constatación de datos experimentales, los cuales, presentados dentro de un cuadro lógico y en puntual sucesión conjuntiva, denotan el concepto social del estado es un hecho innegable, afirma, que en el mundo ontológico existe una suma de relaciones sociales entre los hombres que se manifiestan en variadas actividades recíprocas que integran una función cuya naturaleza es síquica por estar motivada en la mente y en la voluntad humanas. En esta función y en las relaciones sociales que la generan encontramos, sostiene el mencionado jurista, la primera manifestación del estado, el cual posee, además, un territorio, pues las sociedades humanas, dentro de las que tal función y tales relaciones se registran, no pueden vivir sin él. La idea de territorio para Jellinek y conforme a la concepción sociológica del estado implica en la comunidad, sin la que simplemente significaría “parte de la superficie de la tierra”, o sea, un concepto físico. En las aludidas relaciones, arguye, se advierte un fenómeno de dominación, en cuanto que su permanencia sobre un territorio exige dos sujetos, los dominados y los dominadores, es decir, un poder que a todos los individuos de una sociedad los mantenga unidos por causas y fines comunes de diversa índole –unidad casual y teleológica-. Ese poder y esa unidad constituyen otro de los datos en que asoma el estado. Mediante la reunión lógica de todos los elementos reseñados, Jellinek concibe la idea social de Estado afirmando que éste es “la unidad de asociación dotada originariamente de poder de dominación y formada por hombres asentados en un territorio”. Ahora bien. Este poder, que es de mando o imperio, tiene una capacidad coactiva incondicionada heterónomamente, por lo que es soberano, ya que no deriva de una fuerza superior a él, sino de la propia sociedad humana, dentro de la que, sin embargo, los hombres no pierden su individualidad ni libertad, ya que el mismo poder las asegura y garantiza dentro de la unidad causal y teleológica que representa la comunidad. Como se ve, para Jellinek los objetivos coincidentes y armónicos esenciales del poder soberano consisten, por una parte, en mantener coactivamente esa unidad y, por otra, en garantizar dentro de ella la esfera de acción de los gobernados como miembros de la comunidad social. Esta consideración se explica por la idea que expone acerca de la soberanía, en el sentido de que ésta no entraña ilimitabilidad, sino la facultad de autodeterminación jurídica, la cual deriva de la necesidad que tiene el estado de constituir, por sí mismo, cualquier orden de derecho, ya que sin él, el mismo Estado introduciría la anarquía y se autodestruiría. La existencia de

un orden jurídico determinado por la propia entidad estatal, sin compulsiones exteriores, es esencial al estado, con cuya aseveración Jellinek niega el poder estatal absoluto e ilimitado. Para él, el derecho, creado por el estado, no sólo obliga a los gobernados sino también a su poder, puesto que, como dijera Ihering: “Derecho en el pleno sentido de la palabra es, por consiguiente, la fuerza de las leyes uniendo bilateralmente; es el propio sometimiento del poder del estado a las leyes que él mismo dictara”.

En las anteriores consideraciones fundamenta Jellinek el concepto jurídico de estado, reputándolo como un sujeto de derecho dotado de personalidad, es decir, dentro de la idea de “corporación formada por un pueblo con poder de mando originario y asentado sobre un territorio”.

“El estado, desde su aspecto jurídico, dice, no puede considerarse sino como sujeto de derecho, y en este sentido está próximo al concepto de la corporación, en el que es posible subsumirlo. El substratum de ésta lo forman hombres que constituyen una unidad de asociación cuya voluntad directora está asegurada por los miembros de la asociación misma. El concepto de la corporación es un concepto puramente jurídico, al cual, como a todo concepto de derecho, no corresponde nada objetivamente perceptible en el mundo de los hechos; es una forma de síntesis jurídica para expresar las relaciones jurídicas de la unidad de la asociación y su enlace con el orden jurídico. Gran parte de los errores de la doctrina de la persona jurídica descansan en la identificación ingenua de la persona con el hombre, no obstante bastar a todo jurista una ojeada rápida a la historia de la servidumbre, para darse cuenta fácilmente de que ambos conceptos no coinciden.”

En la destacada e importante obra que citamos en las distintas notas al calce, Jellinek se plantea el problema de la justificación y de los fines del estado. En lo concerniente a la primera de estas cuestiones, estudia los diferentes criterios que la doctrina ha brindado para justificar al estado, tales como el teológico-religioso, el d la fuerza, el jurídico dentro del que incluye las teorías patriarcal y contractual, el ético y el psicólogo. Para él, la justificación del estado radica en la afirmación o consolidación de los principios de cultura y de las condiciones de existencia de la misma, aduciendo que “las acciones humanas sólo pueden ser provechosas bajo el supuesto de una organización firme, constante entre una variedad de voluntades humanas, que ampare al individuo y haga posible el trabajo común”, agregando: “si el hombre le es imposible alcanzar por sí mismo sus fines particulares, más difícil le será a una unidad colectiva de asociación los fines totales, de la misma. Los fines sólo pueden alcanzarlos cuando existe un orden jurídico que limite el radio de acción individual y que encamine la voluntad particular hacia los intereses comunes predeterminados”. En cuanto a los fines del estado, Jellinek los hace consistir en la promoción de la “evolución progresiva de la totalidad del pueblo y de sus miembros, ya sea frente al individuo como parte del todo, frente al pueblo como totalidad de miembros actuales y futuros, o en relación con la especie humana de la que cada pueblo no es sino un miembro”, concluyendo con la siguiente definición teleológica del estado: “asociación de un pueblo, poseedora de una personalidad jurídica soberana que de un modo sistemático y centralizador, valiéndose de medios exteriores, favorece los intereses solidarios individuales, nacionales y humanos en la dirección de una evolución progresiva y común”.

1.13.-Teoría de León Duguit sobre el Estado

Para el ilustre profesor de la Universidad de Burdeos, el Estado es un hecho real y positivo, más aun, un fenómeno de fuerza. A parece en el mundo político simultáneamente al surgimiento de la diferencia entre gobernantes y gobernados. Cuando en la comunidad humana apareció un grupo o un sujeto con poder demando capaz de imponer sus decisiones a los grupos mayoritarios por la vía coactiva o compulsoria, es decir, cuando se registró la relación orden-obediencia, surgió el Estado, que Duguit identifica con el poder político, el cual “es un hecho que no posee en sí mismo ningún carácter de legitimidad o ilegitimidad”, pues “es el producto de una evolución social, de la que al sociológico compete determinar la forma y marcar los elementos”.

Para completar su pensamiento agrega: “En todos los grupos sociales que se califica de Estados, en los más primitivos y los más simples, lo mismo que en los más civilizados y los más complejos, se encuentra siempre un hecho único, patente: individuos más fuertes que los otros, y que quieren y pueden imponer su voluntad a los otros. Poco importa que estos grupos se hallen o no establecidos en determinado territorio, que estén o no reconocidos por otros grupos, o que tengan o no una estructura homogénea o diferenciada; el hecho es siempre idéntico a sí mismo donde quiera que surge: los más fuertes imponen su voluntad a los más débiles. Esta fuerza mayor se presenta bajo los más diversos aspectos: unas veces ha sido una fuerza puramente material; y en algunas más (con mayor frecuencia) una fuerza económica. La potencia económica no ha sido el único factor generador del poder político, como pretende la escuela marxista (teoría del materialismo de la historia), pero es indudable que ha desempeñado en la historia de las instituciones políticas un papel de primer orden. Finalmente, esta fuerza mayor ha sido frecuentemente, y hoy en día tiende a serlo casi donde quiera, la fuerza del número ínterin no llega a ser la fuerza de los grupos sociales organizados.”

Para Duguit el poder político, o sea, el Estado, tiene por objeto realizar el derecho y sólo es “legítimo” cuando se ejerce conforme a derecho, en cuyo servicio se desempeña. Tal poder, en atención a su objeto y sumisión jurídicos, se desenvuelve, dice, en tres funciones, a saber: loa legislativa, la jurisdiccional y la administrativa. Mediante la primera “el Estado formula el derecho objetivo o regla de derecho: hace la ley que se impone a todos, a gobernantes y gobernados”. La función legislativa o el poder político tendiente a crear el derecho objetivo no es ilimitada, sostiene dicho autor, pues aunque, según él, no tiene como frontera el respeto a los llamados “derechos naturales del hombre”, debe siempre ejercerse para realizar la interdependencia y la solidaridad sociales.

Esta idea la expresa Duguit de la siguiente manera: “Lo mismo que los individuos, los gobernantes tienen deberes jurídicos fundados en la interdependencia social; están, como todos los individuos, obligados a poner sus propias aptitudes al servicio de la solidaridad social. Los gobernantes poseen, por su propia significación, la mayor fuerza existente en una sociedad determinada; están, por lo tanto, obligados, por la regala de derecho, a emplear la mayor fuerza de que disponen para la realización de la solidaridad social. Deben, además, y por lo mismo, hacer las leyes necesarias para alcanzar al desarrollo mismo de la solidaridad social. El derecho impone, pues, a los

gobernantes, no sólo obligaciones negativas, sino también positivas.”

Duguit critica la tesis de la personalidad jurídica del Estado, es decir, la que sostiene que el estado es sujeto de derecho, según lo considera Jellinek, oponiéndole el concepto de que el estado es un derecho real y positivo cuya esencia radica en el poder político, el cual, a su vez, brota automáticamente de la diferencia entre gobernantes y gobernados en una comunidad social determinada. No acepta, que, como lo proclama dicha tesis, el estado sea el titular de la soberanía como persona moral o jurídica, argumentando que esta suposición implica que la entidad estatal es un sujeto con personalidad distinta de los individuos que la componen. Haciendo énfasis en la facticidad innegable del grupo social, afirma Duguit otro hecho para él incontrovertible: la “distinción entre los fuertes y los débiles”.

“La realidad, Asevera, es la interdependencia social que abarca tanto a los gobernantes como a los gobernados, e impone a aquéllos la obligación de emplear su mayor fuerza en la realización del derecho. La realidad es la obediencia debida a las reglas formuladas por los gobernantes en el momento y en la medida en que estas reglas son la expresión o la ejecución de una regla de derecho; es el empleo legítimo de la fuerza para asegurar el respeto debido a los actos, incluso unilaterales, ordenados por los gobernantes o sus agentes, conforme a la regla del derecho, y encaminados a asegurar el cumplimiento de la misión que la regla de derecho les atribuye e impone; es, finalmente, el carácter propio de las instituciones destinadas a asegurar el cumplimiento de esta misión, instituciones que designaremos, para conformarnos al uso corriente, con el nombre de servicios públicos”.

Coordinando sus ideas en una concepción esquemática, Duguit formula su construcción jurídica del estado de la siguiente manera: el estado, se compone de seis elementos de orden pura-positivo, que son: “1ª una colectividad social determinada; 2ª una diferenciación en esta colectividad entre gobernantes y gobernados, siendo gobernantes aquellos que monopolizan una mayor fuerza y constituyendo este hecho la causa de serlo; 3º una obligación jurídica impuesta a los gobernantes de asegurar la realización del derecho; 4ª la obediencia debida a toda regla general formulada por los gobernantes para promulgar o poner en ejecución la regla de derecho; 5ª el empleo legítimo de la fuerza para sancionar todos los actos conformes a derecho; y 6ª el carácter propio de todas las instituciones que tienden a asegurar el cumplimiento de la misión obligatoria de los gobernantes, o sean los servicios públicos.”

1.14.-Teoría de Hans Kelsen sobre el Estado

Este famoso y revolucionario jurista de la ciencia del Derecho identifica al estado con el orden jurídico. El Estado no es para él un hecho natural; no pertenece al mundo del ser –ontos-, sino del deber ser –deontos-. Es un objeto espiritual cuya esencia consiste en “un sistema de normas”, agregando que “el Estado, como orden, como no puede ser más que el orden jurídico o la expresión de su unidad”, entendiendo por orden jurídico el positivo, “pues es imposible admitir junto a éste la validez de otro orden cualquiera”. Al establecer la identidad entre el Derecho y el Estado, Kelsen atribuye aquél la soberanía como supremacía del orden jurídico estatal, sin que sea una cualidad de la fuerza o poder del estado como lo ha sostenido la doctrina tradicional. “un Estado es soberano cuando el conocimiento de las normas jurídicas demuestra que el orden personificado en el Estado es un orden supremo, cuya validez no es susceptible de ulterior fundamentación; cuando, por tanto, es supuesto como orden jurídico total, no parcial. No se trata, pues, de una cualidad material ni, por tanto, de contenido jurídico. El problema de la soberanía es un problema de imputación, y puesto que la “persona”es un centro de imputación, constituye el problema de la persona en general (y en modo alguno únicamente el problema de la persona del Estado). El mismo problema se presenta en la persona física como problema de la libertad de la persona o de la voluntad”.

Para fundar su tesis sobre la mencionada identidad, Kelsen critica el dualismo Estado-Derecho, en cuanto que éste sostiene que el estado crea el derecho y que el orden jurídico, una vez producido por la voluntad estatal, somete el poder de dicha entidad. Considera como un paralogismo inadmisible que la causa – Estado- quede supeditada al efecto –Derecho-. La dualidad citada presupone un ser metajurídico, imaginario, que procede al orden jurídico, sin estar vinculado a ninguna norma. Ese “Estado”, dice, que no está ligado a ninguna norma, que es por esencia distinto del derecho, que es un poder omnipotente, ilimitado, “soberano”, acaba en definitiva por convertirse en derecho, en ser de juridíaci, deriva él todo su “poder”. “si el estado –tal es el supuesto de que se parte- puede hacer por naturaleza todo aquello para lo cual tiene poder, ¿Cómo puede afirmarse a continuación, desde el punto de vista que sea, que tan sólo puede hacer aquello que el orden jurídico le autoriza u obliga?

En puntual congruencia con las ideas que integran su teoría “pura” del Derecho –y que en esta ocasión no vamos a comentar, pero que se supone debidamente conocida-, Kelsen sostiene que si se acepta que el estado pueda tener algún fin, éste no puede realizarlo sino en la forma de derecho, pues habiendo una unidad inextricable entre orden estatal y el orden jurídico, o sea, si el Estado es un sistema de normas que tiene validez en sí mismo sin derivarla de ninguna “ideología”, sólo al través de ese orden o sistema pueden lograr tempo- espacialmente finalidades especificas con determinado contenido eidético, tales como las sociales, culturales, políticas o económicas. No puede considerarse que el Derecho sea un fin del estado dentro del pensamiento Kelseniano, puesto que en tal hipótesis no existiría la unidad o identidad entre ambos, toda vez que el estado sería el “medio” para realizar el fin, es decir, el Derecho; y es evidente que medio y fin son lógica y antológicamente del Estado que formula Kelsen el fin del orden jurídico estatal es susceptible de traducirse en variados objetivos específicos trascendentes al Derecho y al estado. “No hay fin alguno que el Estado pueda perseguir si no es en la forma

de Derecho; y supuesto que se admite la relación de fines y medios, el Estado y el Derecho no son fines sino medios, de tal modo que, incluso aquello que en la terminología usual se llama fin jurídico, no es más que un medio al servicio de un fin. Que ya no puede ser el Derecho, que es trascendente al Derecho y que puede designarse, si así place, como fin de poder o fin de cultura”.

1.15.-Teoría de Carré de Malberg sobre el Estado

Este afamado tratadista francés es uno de los más destacados sostenedores del dualismo “Estado-Derecho”. Para él no debe identificarse el estado con el orden jurídico como lo pretende Kelsen, toda vez que el derecho es creado por una organización político pre-existente.

“El concepto de derecho presupone, dice, la organización social y, por tanto, ni un contrato social ni ninguna otra categoría de acto jurídico cualquiera podría concebirse anteriormente a esta organización. De esta última consideración se desprende la verdad, muy importante, de que la formación originaria de los estados no puede ser reducida a un acto jurídico propiamente dicho. El Derecho, en cuanto institución humana, es posterior al estado, es decir, nace por la potestad del Estado ya formado, sin que, por tanto, pueda aplicarse a la formación misma del estado. La ciencia jurídica no ha de buscar, pues, la fundación del estado: el nacimiento del estado no es para ella sino un simple hecho, no susceptible de calificación jurídica.”

Coincidiendo con el pensamiento de Jellinek, Carré de Malberg afirma que en todo estado se descubren tres elementos que son la población, el territorio y el poder público “que se ejerce autoritariamente sobre todos los individuos que forman parte del grupo nacional”, sin que el estado se confunda con ninguna de ellos, pues son condiciones para su formación. La pluralidad de individuos y de grupos humanos dentro de una sociedad, advierte, se concentra en la unidad política al organizarse a éstos mediante “el orden jurídico estatutario establecido por el estado”, de tal manera que la entidad estatal comprende a todos ellos y somete su actividad a su propio poder, que es la soberanía. Considera al Estado, además con personalidad jurídica titular del poder soberano.

“Desde el punto de vista jurídico, afirma, la esencia propia de toda comunidad estatal consiste primero en que, a pesar de la pluralidad de sus miembros y de los cambios que se operan en éstos, se encuentra retrotraída a la unidad por el hecho mismo de su organización. En efecto, como consecuencia del orden jurídico estatutario establecido en el estado, la comunidad nacional, considerada bien sea en el conjunto de sus miembros actualmente en vida o bien en la serie sucesiva de las generaciones nacionales, está organizada en tal forma que los nacionales constituyen entre todos un sujeto jurídico único e invariable, así como sólo entre todos tienen, en lo que concierne a la dirección de la cosa pública, una voluntad única: la que se expresa por los órganos regulares de la nación y que constituye la voluntad colectiva de la comunidad. Este es el hecho jurídico primordial que debe tener en cuenta la ciencia del derecho, y no puede tenerlo en cuenta sino reconociendo desde luego al estado, expresión de la colectividad unificada, una individualidad global distinta de la de sus miembros particulares y transitorios, es decir, definiendo al Estado como persona jurídica. Por consiguiente, en las sociedades constituidas en forma estatal, lo que los juristas llaman propiamente Estado es en ente de derecho en el cual se resume abstractamente la colectividad nacional. O también, según la definición adoptada por los autores franceses: estado es la personificación de la nación. Sin embargo, para determinar perfectamente el concepto del estado no e suficiente presentar a

éste como una unidad corporativa, porque no solamente los grupos estatales realizan tales unidades, sino que numerosas formaciones corporativas de derecho público o sociedades de derecho privado, presentan también una organización que las unifica y constituye, como tales, personas jurídicas. Lo que distingue al Estado de cualquier otra agrupación es la potestad de que se halla dotado. Esta potestad, que sólo él puede poseer, y que por lo tanto se puede ya caracterizar denominándola “potestad estatal”, lleva, en la terminología tradicionalmente consagrada en Francia, el nombre de soberanía. Según esto, se podría concentrar, pues, la noción jurídica del Estado a esta doble idea fundamental: el estado es una persona colectiva y una persona soberana”.

1.16.-Teoría de Jacques Maritain sobre el Estado

El pensamiento de este ilustre filosofó contemporáneo presenta un vivo interés en la indagación del concepto de estado dada su construcción lógica al través de la cual distingue con claridad diversas ideas que en la teoría de la cual distingue con claridad diversas ideas que en la teoría político- jurídica suelen confundirse o identificarse, como son las de “nación”, “cuerpo político” y “Estado”, sin que esta aseveración implique nuestro absoluto acuerdo con tal distinción ni la asunción de la tesis que sobre el ser estatal expone tan conocido pensador. Maritain afirma que a pesar de que se han utilizado los conceptos de “comunidad” y “sociedad” como equivalentes, sin que él mismo, según declara, se haya exceptuado de esta propensión, entre ambos media una notable diferencia. Aunque comunidad y sociedad “son dos realidades ético-sociales y auténticamente humanas no sólo biológicas”, en la primera el objeto es un hecho anterior a la inteligencia y voluntad del hombre y que “actúa independientemente de ellas para crear una psiquis común inconsciente, sentimientos y estados psicológicos comunes y costumbres comunes”. En cambio, continua Matitain, en la sociedad “el objeto es una tarea a realizar o un fin que alcanzar, el cual depende de las determinaciones de la inteligencia y voluntad humanas, estando precedido por la actividad –sea decisión o al menos consentimiento- de la razón de los individuos”. En la comunidad, las relaciones sociales proceden de ciertas situaciones y ambientes históricos: las normas colectivas de sentimiento –o psiquis colectiva inconsciente- prevalecen sobre la conciencia personal y el hombre aparece como un producto del grupo social. En la sociedad, la conciencia personal mantiene la prioridad, el grupo social está modelado por los hombres y las relaciones sociales derivan de una iniciativa dada, de una idea dada, así como de la voluntaria determinación de las personas. Como se ve, Maritain reitera la distinción que entre ambos conceptos hizo el pensador alemán Toennies sobre la comunidad (Gemeinschaft) y la sociedad (Gesellschaft), quien señala análogas notas diferenciales que las que aduce el filósofo francés.

El grupo humano más importante dentro del tipo “comunidad” es la nación, que se forma por la concurrencia de variados factores comunes como la tradición, la cultura, la civilización, las costumbres y necesidades, los sufrimientos, las aspiraciones, creencias, etc., y que lo integran como un ser real de índole ético- social, participante de las leyes naturales y sometido a exigencias teleológicas espirituales que constituyen lo que Maritain llama “vocación histórica de la nación”. La nación, prosigue, “es una comunidad de comunidades, un núcleo consciente de sentimientos comunes y de representaciones que la naturaleza y el instinto humano han hecho hormiguear en torno a un determinado número de cosas físicas, históricas y sociales. A semejanza de cualquier otra comunidad, la nación es “acéfala”, tiene sus élites y centros de influencia, mas no jefe ni autoridad gobernante”.

Afirma Matitain que la nación, como comunidad, no puede por si misma transformarse en una sociedad política; sólo es “un suelo propicio y una ocasión” para esta transformación, puesto que “el cuerpo político pertenece a otro orden superior”, el cual, una vez formado, es diferente de la comunidad nacional. “La sociedad política dice, impuesta por naturaleza y lograda por razón, es la más perfecta de las sociedades temporales. Es una realidad humana concreta y total que tiende a un bien humano concreto y total: el bien común. Es una obra de la razón, nacida de los obscuros esfuerzos de la razón

misma desembarazada del instituto e implicado esencialmente un orden racional. Al ser obra de la razón o de la idea, al racionalizar los fines de la comunidad, al tener a ésta como substratum, la nación es el contenido de la sociedad política; en otras palabras, la comunidad nacional se convierte en sociedad política cuando se señala fines específicos moldeados o configurados según los factores que integran la nacionalidad. “La comunidad nacional no solamente está comprendida en la superior unidad nacional del cuerpo político, como todas las comunidades de la nación, sino que el cuerpo político contiene también, como elemento superior que es, a las unidades familiares, cuyos derechos y libertades esenciales son anteriores a él mismo, y una multiplicidad de otras sociedades particulares que proceden de la libre iniciativa de los ciudadanos y que debieran ser lo más autónomo posible. Tal es el elemento de pluralidad inherente a cualquier sociedad política autentica. Familia, economías, cultura, educación y vida religiosa importan tanto como la existencia política para la vida misma y la prosperidad del cuerpo político. Cualquier tipo de ley, desde las reglamentaciones espontáneas y tácitas del grupo hasta la ley de la costumbre y el derecho, en el sentido cabal del término, contribuye al orden vital de la sociedad política. Puesto que en está la autoridad rota de abajo, deriva del pueblo, es normal que toda la dinámica de esta autoridad en el cuerpo político debiera estar formada con las autoridades particulares y parciales, que se acumulan, una sobre otra, hasta alcanzar la autoridad suma del Estado. Finalmente el bienestar público y el orden general del derecho son partes esencialmente del bien común del cuerpo político, pero ese bien común tiene implicaciones humanas más amplias, ricas y concretas, ya que es por naturaleza el bien de la existencia humana de la multitud…”

Para Maritain el estado no es la sociedad política sino una parte de ella, “la más sobresaliente”. En substancia, identifica al estado con el gobierno estatal, al sostener que “solo es aquella parte del cuerpo político especialmente interesada en el mantenimiento de la ley, el fomento del bienestar común y el orden público, así como la administración de los asuntos públicos”.el estado es un gobierno institucional, no de hombres, aunque instituido por el hombre como una superestructura de instituciones coordinadas por la ley. Aunque con ideologías opuestas o contrarias, el concepto respectivo en el pensamiento marx-leninista, puesto que para ambos el estado no es una persona jurídica ni tampoco una entidad real o un organismo histórico de carácter ético-político, sino un conjunto de gobierno compulsorio. “El Estado no es sujeto de derechos, un Rechtssubjekt, como algunos teorizantes modernos, especialmente Jellinek, creen erróneamente”, asegura Maritain, agregando: “Los derechos del pueblo o del cuerpo político no son ni pueden ser transferidos o entregados al estado. Además en tanto que el estado representa al cuerpo político (en las relaciones externas de este último con los otros cuerpos políticos), el “estado” es una entidad meramente abstracta y no una persona moral o sujeto de derechos. Los derechos adscritos a él no son derechos propios, son derechos del cuerpo político, el cual es idealmente sustituido por aquella entidad abstracta, realmente representada por los hombres que han sido encargados de la conducción de los asuntos públicos e investidos de poderes específicos”.

1.17.-Teoría de Adolfo Posada sobre el Estado

Según el pensamiento de este ilustre español, expuesto en una de sus últimas obras, el Estado se revela como un fenómeno político, como un proceso en el que se conjugan o compenetran dos elementos, a saber, la soberanía o poder supremo y la norma jurídica. “En el proceso real del Estado, dice, palpitan e influyen poderosamente en su vida dos “nociones” esencial y estrictamente “políticas” y, además como se ha visto, de rancio abolengo en la historia de las ideas; son ellas la noción de “soberanía” –potencia o poder supremo- y la noción de “norma”, “ley”en sentido amplio. Esta noción de norma se recoge y expresa en el término más comprensivo de “orden jurídico”, “régimen de normas”, “reinados de la ley” o Estado de Derecho (Rechtstaat), al que ha de acomodarse el ejercicio de la soberanía”, agregando: “El Estado, por tal manera, deberá concebirse como la síntesis viva –dinámica- de las nociones de “soberanía2 –poder coactivo- y de “ley”, realizadas, soberanía y ley, en un espacio dado y en su tiempo, y definidas por las condiciones que limitan la acción del poder, en cuanto es instrumento de la ley”.

La síntesis entre ambos elementos –orden jurídico y poder soberano- se manifiesta en una interrelación, en cuanto que ele poder crea el orden y se somete a él por imperativos de carácter ético derivados de la naturaleza de los hombres como 3seres racionales y libres” que concientemente asumen el deber o la obligación de sujetarse al derecho cuyo contenido son las variadas relaciones en que la vida social consiste. De las ideas de Posada se desprende que la capacidad productora del orden jurídico por el poder soberano tiene orientaciones limitadas éticas, en el sentido de que éste no puede crear un “Derecho” que no esté encaminado a regular las relaciones dentro de la sociedad sobre la base del respeto a las condiciones naturales de los hombres como “seres racionales y libres”, quienes sólo al través de esa finalidad se someten al orden jurídico consistente y voluntariamente, pues “la relación de obligación sólo puede establecerse cuando hay quien sea capaz de sentirse obligado, de sentir el deber, o sea, un ser racional capaz de reacciones éticas, psíquicamente capaz de formular juicios de valoración, y de determinarse por sí en su vida”.

Completa Posada su pensamiento afirmando que: “Ahora bien los seres capaces, con capacidad diversa, obra de la evolución psíquica para determinarse pos sí –son las personas, que forman las sociedades políticas y en ellas los estados, en donde surge y se puede hacer efectivo el derecho, o9bra éste como sistema o régimen de normas, de las personas mismas que los constituyen. Mientras los hombres –agrupados en núcleos más o menos amplios y más o menos complejos, desde la horda hasta la nación o hasta la sociedad de naciones- vivan y ordenen su conducta según la fórmula del más fuerte, del mayor poder de imposición, la política es física: no es, en rigor, política, ni los estados en que aquel criterio se aplica son Estados en el sentido jurídico y ético –humano- de la palabra; porque sólo en la medida en que la vida “estadual”, se produce, según las exigencias del vivir jurídico, o sea, como un orden de normas expresión del íntimo sentir y querer de los hombres en relación con la adecuada –justa- satisfacción de las necesidades, convertidas en fines de las personas que forman el grupo, sólo entonces se puede hablar de estado en las sociedades políticas. La historia política de la humanidad en sus pueblos y naciones, desde el punto de vista de la concepción ética del estado, puede interpretarse como un esfuerzo mil veces secular, para convertir

el gobierno del más fuerte – en que el hombre fuerza-, en un régimen jurídico –de imperio de la ley-, expresión de la justicia –para la vida buena; Aristóteles-, creación incesantemente renovada –función de “fluido ético”- y régimen en el cual el hombre no se impone al hombre ni se somete al hombre, sino que éste obedece a la ley, al derecho formulado en normas”.

De las ideas anteriormente transcritas, que Posada fundamenta en sesudas y documentadas argumentaciones de carácter ético-filosófico y cuyo comentario o reproducción sintética deliberadamente omitidos, dicho tratadista concluye que “el estado en la idea pura se concibe como un orden jurídico, realizado en diversas formas –obra de la historia para hacer posible no sólo la armonía de las libertades (Kant)- sino la de los fines humanos en la comunidad perfecta que apetece el hombre (Suárez). Es el estado en la idea pura el “reinado de la libertad” condición de la persona, su característica, pero realizada en el “reinado del Derecho, que hace posible y efectiva la interdependencia humana mediante el régimen jurídico, de normas, y como consecuencia, de la intensificación expansiva de la noción y del sentimiento del deber en relación con la noción del fin, contenido inagotable del comercio jurídico”.

1.18.-Teoría de Herrman Heller sobre el Estado

Con admirable perspectiva crítica, este distinguido doctrinario alemán sostiene que el estado no puede quedar constituido por ninguno de los factores o elementos que el pensamiento tradicional ha considerado, separadamente, como integrantes o denotativos de su entidad, tales como el territorio, el pueblo, el orden jurídico, el poder y los órganos de gobierno. Tampoco para Séller el estado consiste en la conjunción de dichos elementos o factores, ya que es una unidad soberana organizada de decisión y acción. “El género próximo del estado, dice, es la organización, la estructura de efectividad organizada en forma planeada para la unidad de la decisión y la acción”, estribando su diferencia específica frente a las demás organizaciones existentes dentro de su territorio, en que su dominación es soberana, por cuanto que sólo al Estado incumbe el “poder físico coactivo2 y la capacidad de ejecutar sus decisiones frente a quienes se opongan a ellas.

“El Estado, afirma, no es un orden normativo; tampoco es el pueblo; no está formado por hombres, sino por actividades humanas. Un hombre, por mucho que se someta a un Estado, aunque se trate de un Estado “totalitario”, pertenece siempre a diversas organizaciones, de naturaleza eclesiástica, política, económica, etc., que le reclaman con distinta intensidad y, con frecuencia, también según zonas diferentes de su personalidad y da realidad a todas esas organizaciones por medio de actividades particulares que de él se destacan. El Estado, en fin, tampoco puede ser identificado con los órganos que actualizan su unidad de decisión y acción. Desde hace tiempo las llamadas teorías realistas del estado quieren reducir éste a las personas que poseen el poder y cuya realidad física es tangible, identificándolo, pues, con los órganos de dominación. Al igual que su cabal contrapartida, la teoría que reduce el estado al pueblo, la que lo confunde con el dominador desatiende, asimismo, el hecho de que toda organización de dominación sólo es real en cuanto unidad de dominadores dotados de poder y súbditos que les han conferido ese poder. Pues así como lo que hace a uno guía es la sumisión de los que son guiados, así también lo que engendra la dominación es la obediencia. Por tal motivo la organización estatal es aquel status, renovado constantemente por los miembros, en el que se juntan organizadores y organizados. La unidad real del Estado cobra existencia únicamente por el hecho de que un gobierno disponga de modo unitario sobre las actividades unidas, necesarias para la autoafirmación del Estado”.

Heller rechaza la idea de que el estado se manifieste en la diferencia entre gobernantes y gobernados, como lo pretende Duguit. El Estado, sostiene, no se “descompone” en gobernantes y gobernados, “pues solo en virtud de su eficaz trabazón mediante una ordenación realizan unos y otros lo que, no sólo frente a lo exterior sino ante sí mismos, aparece como una unidad de acción”, cuya existencia, como cooperación hu7mana, “se hace posible gracias a la actuación de “órganos” especiales conscientemente dirigida hacia la formación eficaz de unidad”. Niega que el pueblo o la nación sean anteriores al estado, afirmando, por lo contrario, que la unidad estatal es la que “cultiva y crea”, la unidad natural del pueblo y la nación, y por cuanto al territorio, también le escatima importancia como elemento de integración del estado sin el obrar humano. “No se puede concebir, dice, la unidad e individualidad del Estado partiendo únicamente de las características de su territorio, sino tan sólo de la cooperación de la población bajo las condiciones dadas de espacio, es decir,

sólo socialmente”.

En cierto modo, Séller acepta el dualismo estado-Derecho al sostener que el poder del Estado crea al derecho y es su fuente de validez formal, existiendo entre ambos una recíproca vinculación. Asevera que: “Sin el carácter de creador de poder que el derecho entraña, no existe ni validez jurídica normativa ni por estatal; pero sin el carácter de creador de derecho que tiene el poder del Estado no existe positividad jurídica ni Estado. La relación entre el Estado y el Derecho no consiste no en una unidad indiferenciada (Kelsen) ni en una irreducible oposición. Por el contrario, esa relación debe ser estimada como una relación dialéctica, es decir, como relación necesaria de las esferas separadas y la admisión de cada polo en su opuesto.”

Aunque el poder estatal crea al derecho (que para Séller sólo es el positivo), no por ello deja estar sometido a ciertos principios de obligatoriedad ética y cuyo acatamiento legitima a ese poder, el cual los convierte en normas jurídicas propiamente dichas, o según sus mismas palabras: “La instancia que en el estado establecen las normas se hace legitima cuando los destinatarios de la norma creen que el creador del derecho. Al establecer los preceptos de derecho éticamente obligatorios que trascienden del Estado y de su derecho, y cuyo fundamento precisamente constituyen”. “decir que la voluntad del estado es la que crea y asegura el Derecho positivo es exacto, sí, además, se entiende que esa voluntad extrae su propia justificación, como poder, de principios jurídicos suprapositivos”.

Al proclamar la tesis de la “unidad dialéctica” entre el Estado y el Derecho, Séller discrepa de la opinión de Kelsen en el sentido de que entre ambos existe una plena identidad, la cual lógicamente excluye a uno y a otro. Si el Derecho fuera lo mismo que el Estado o viceversa, habría “derecho sin estado” y “estado sin derecho” con vista a su mutua reductibilidad. “desde el momento, dice Séller, en que se liquida la necesaria tensión entre derecho y estado, echándose unilateralmente del lado del Derecho, parece muy fácil fundamentar la validez del Derecho frente al estado. Pero tal apariencia se desvanece al descubrir que la teoría Kelseniana del estado sin Estado se presenta como imposible porque, a la vez, es una teoría del Derecho sin Derecho, una ciencia normativa sin normatividad y un positivismo sin positividad. Como el estado es absorbido completamente por el derecho y, en cuanto sujeto de derecho, no es otra cosa que “el derecho como sujeto”. Las normas jurídicas de Kelsen han de establecerse y asegurarse a sí mismas, o sea que carecen de positividad. El místico “automovimiento” del derecho de Kelsen viene a abocar, en último extremo, “en la norma fundamental que constituye la base de la unidad del orden jurídico en su automovimiento”. Pero como la norma fundamental no es más que un nombre inadecuado que s ele da a la voluntad del estado no sometida a normas, al derecho, tal como lo entiende Kelsen, le falta, además de la positividad, la normatividad. La reducción Kelseniana del estado al derecho supone la identificación del orden normativo ideal con la organización real –la organización es, para nuestro autor, “tan sólo el extranjerismo que corresponde a ordenación”- y arranca de la concepción de una organización no organizada y sin órganos, de una democracia sin autoridad, o sea, en último término de la reducción, ya conocida por nosotros, del Estado al pueblo”.

1.19.-Teoría de Georges Burdeau sobre el Estado

La base de esta teoría es lo que se llama la institucionalización del poder. El poder es un hecho, dice Burdeau, que resulta de la diferenciación entre gobernantes y gobernados, pero siendo el Estado un “fenómeno espiritual”, para que ese poder implique su consistencia se requiere que se institucionalice mediante el derecho consuetudinario o escrito. Por virtud de su institucionalización, el poder se “disocia” de sus gentes, o sea, de las personas, órganos o funcionarios que lo ejercen, es decir, del gobierno.

“la formación del estado, asevera, coincide con una cierta forma del poder, y esta forma particular del poder resulta de una concepción dominante en el grupo, y aceptada por los gobernantes mismos, en cuanto a la naturaleza de la fuerza o potencia política. He ahí un hecho de conciencia. Pero este hecho no constituye por si solo el soporte del Estado. Provoca el cumplimiento de un acto jurídico según el cual el poder se convierte efectivamente, en el plano de las realidades, en lo que los gobernantes y gobernados ven en él. Este acto es la institucionalización del poder que tiene por objeto disociar el poder de sus agentes de ejercicio y de fundarlo sobre la institución a la cual se incorpora la idea de derecho dirigente en el grupo. Esta operación de institucionalización del poder puede tener lugar por modo consuetudinario o realizarse mediante un acto jurídico formal: la constitución. Pero cualquiera que sea la manera como dicha operación se efectúe, presenta siempre este triple carácter de ser un acto jurídico, de modificar la naturaleza del poder y de dar nacimiento al Estado. Hay, pues, en definitiva, en la diferenciación sobre la que reposan las sociedades políticas, una ruptura de continuidad, un momento en que el orden empírico se transforma en orden jurídico y es entonces cuando aparece el estado”.

Burdeau se aparta del pensamiento de Duguit para quien el estado surge de la diferenciación entre gobernantes y gobernados, o sea, desde que aparece un poder de mando que ejercen unos individuos sobre los demás dentro de la sociedad humana. Burdeau insiste en que el Estado no es un fenómeno de hecho sino un fenómeno espiritual o de conciencia, pues el poder no se acata por la coacción sobre los gobernados, sino por la idea que éstos abrigan acerca de la obligación de obedecerlo y de someterse a el. “es claro, afirma, en efecto, que si el Estado es y permanece siempre un hecho, no puede explicarse cómo este hecho provoca, entre los hombres, el sentimiento de la obligación de obedecer al Estado. El hecho de la diferenciación entre gobernantes y gobernados explica que éstos soportan la fuerza. Ahora bien. En el estado no hay solamente una potencia (puissance) soportada, hay sobre todo, en la gran mayoría de lo individuos, el sentimiento de una obligación que la coerción no motiva absolutamente. Es la obligación jurídica y su existencia misma prueba que el Estado pertenece al mundo del derecho”, agregando más adelante que “el fenómeno del poder, que expresa exteriormente al Estado, corresponde a la idea de una disciplina a la cual se subordina, en las conciencias individuales, la formación de la noción de Estado” y que esté “es la forma por la cual el grupo se unifica sometiéndose al derecho”.

Para Burdeau el territorio y la nación son condiciones de existencia del estado pero no sus elementos constituidos, toda vez que “el Estado es una realidad abstracta que no se absorbe por ninguna de las condiciones de hecho exigidas para su formación (territorio y pueblo). Su existencia es el resultado de

un esfuerzo del pensamiento del hombre y no el producto natural de ciertas circunstancias concretas”. El territorio es el “campo de acción del poder” y la nación, a la vez está sujeta y colabora con ese poder, el cual no es el gobierno coactivo (puissance étatique) sino su manifestación”.

Por otra parte, el esclarecido profesor de la Facultad de Derecho de la Universidad de Dijon distingue entre el “Estado como concepto”, y el “Estado como institución”. Bajo el primer aspecto, adopta un criterio eminentemente subjetivo, al afirmar que el Estado es una idea que reside en el espíritu del hombre carente de realidad objetiva y a la cual se atribuye el asiento del poder institucionalizado, cuyos efectos se perciben cotidianamente “sin encontrar nunca su origen primero”. En lo que concierne al aspecto institucional, Burdeau, siguiendo la teoría de Hauriou sobre el concepto de institución, afirma que el Estado es la institución en que se encarna el poder al servicio de una idea, directriz. “La institución, dice, es una empresa al servicio de una idea, organizada de tal manera que dispone de un poder y de una duración superiores a las de los individuos mediante los cuales actúa”, añadiendo que la institución se diferencia claramente de un grupo, organismo o sociedad en cuanto que, en aquella, la idea y los medios para realizarla integran su entidad misma, mientras que en los segundos la idea y los medios son trascendentes como fines e instrumentos para su consecución. En la institución el poder no es extraño a ella, puesto que “así como la idea está integrada en la institución, el poder está íntimamente ligado a la idea”.

Esta idea, en lo que respecta al Estado como institución, está constituida por el derecho, sostiene Burdeau, al aseverar que cuando éste “se sustituye a los jefes que, hasta entonces, realizaban el actor de autoridad a título de prerrogativa personal, el estado toma en toda plenitud sus cualidades. Ellos encarnaban la idea de derecho, y por ende, a partir de la institucionalización es el estado el que la porta. Al institucionalizarse, el poder no deja de ser solidario con la idea de derecho, quedando como factor de su energía y de su potencialidad organizadora, quedando como factor de su energía y de su potencialidad organizadora de la vida social”. Por virtud de dicha solidaridad, continúa Burdeau, el derecho permanece inmune a las “pasiones de un jefe”, pues el poder deja de personalizarse en éste para convertirse en “Estado”, cuya idea es, para dicho tratadista, la de “una potencia pública que cumple los destinos de una nación según los principios contenidos en una idea de derecho”.

1.20.-Observación final sobre el Estado

Hemos expuesto con someridad, sin el propósito de analizarlas críticamente, algunas de las teorías que el pensamiento jurídico –político ha elaborado sobre el concepto de Estado. Como ya lo advertimos con anterioridad, no perseguimos el objeto en este libro de aludir a todas las tesis que sobre dicho tópico se han formulado, ya que la tarea que a su concesión se consagre, producirá una obra de extensión enciclopédica dado el número tan crecido de autores de Derecho Público y de ciencia y Filososfía Políticas que han emitido sus variadas, disímiles y contrarias opiniones respecto de la implicación del citado concepto, según la metodología que cada uno de ellos emplea y el punto de vista que adoptan como base de partida de sus ideas.

Sin embargo, si examinamos en conjunto la multitud de doctrinas que tienden a desentrañar lo que es el Estado, podemos percatarnos que la mayoría de ellas, con las inherentes discrepancias que necesariamente se suscitan en el tratamiento de este difícil y complejo tema, postulan supuesta o expresamente la tesis de la personalidad estatal, que es la que nos parece más lógica y más acordé con la esencia jurídica del estado, toda vez recoge en una concepción unitaria y total a todos sus elementos, sin reducir dicha entidad a alguno de ellos, reducción que proporciona una visión parcial de lo que está es, como tendremos oportunidad de demostrar.

A las teorías que preconizan la idea de que el estado es una persona jurídica con notas o atributos ostensibles que nos permiten distinguirlo de otras personas jurídicas que existen y operan dentro y fuera de él, se suman tratadistas contemporáneos diversos de los que hemos mencionado, tales como el italiano Paolo Biscaretti, el belga Jean Dabin y los mexicanos Rafael Rojina Villegas y Mario de la cueva, entre otros. Así Rojina define al Estado como “una persona jurídica con poder soberano, constituida por una colectividad humana determinada territorialmente, cuyo fin (de dicha persona) es la creación y aplicación del Derecho al cual se encuentra sometida”. Por su parte, el maestro de la cueva, después de analizar la evolución histórica de la idea de Estado, principalmente atendiendo a la diversa teleología estatal en las diferentes etapas políticas de la humanidad vaciada en distintos sistemas políticos concretos, considera que el Estado no es el territorio sino que “sólo lo supone”, ni tampoco puramente la comunidad ni el gobierno, sino que “aparece como la unidad o la personificación de la comunidad organizada en un territorio”.