Acha, Omar. Violentología argentina

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Dilemas de una violentología argentina: tiempos generacionales e ideologías en el debate sobre la historia reciente Omar Acha 1 Introducción La noción de “violencia” en política, la “violencia política”, ha circulado desde 1983 como un significante decisivo en la memoria social y en la investigación universitaria de lo que genéricamente se denomina “los setenta”. Aunque ya desde los años sesenta existió una crítica de la violencia, fue con el retorno al sistema democrático que adquirió la categoría de ideología masiva o sentido común. Salvo en algunos sectores delimitados, la violencia fue vista desde entonces como un elemento indeseable y un obstáculo para la vida democrática. En los debates intelectuales prosperó la dicotomía entre violencia y política. Así las cosas, se constituyó como núcleo en el que se concentró la amplia serie de fracasos y errores de las izquierdas, antesala de la dictadura militar. En la “Introducción” de Silvia Sigal y Eliseo Verón (2004 [1985]) a su libro Perón o muerte proponían un método no subjetivista para captar la generación de violencia política; otras monografías ensayaban la misma problemática desde un examen inicial de los discursos y las prácticas de subversión (Hilb y Lutzky, 1984; Ollier, 1986). Más ampliamente, estas producciones integraban una mutación generacional de corte ideológico que deseaban contribuir a lo que Roberto Pittaluga y Alejandra Oberti (2006) denominaron una “estrategia democrática”. De acuerdo al encuadre general de esta perspectiva, las izquierdas carecerían de una concepción adecuada de la política, de la democracia y de las instituciones. El énfasis crítico también concernía a las ideas que sostuvieron la política radicalizada. Así fue que Oscar Terán (1984) ubicó la discusión en clave teórica al polemizar con José Sazbón ajustando una de las derivaciones del “monismo” marxista como “un aspecto terrorista de la política”. 1 UBA/CONICET. Ponencia presentada en las V Jornadas de Trabajo sobre Historia Reciente, Universidad Nacional de General Sarmiento, 22 al 25 de junio de 2010. 1

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Dilemas de una violentología argentina: tiempos generacionales e ideologías en el debate sobre la historia reciente

Omar Acha1 Introducción La noción de “violencia” en política, la “violencia política”, ha circulado desde 1983

como un significante decisivo en la memoria social y en la investigación universitaria de

lo que genéricamente se denomina “los setenta”. Aunque ya desde los años sesenta

existió una crítica de la violencia, fue con el retorno al sistema democrático que adquirió

la categoría de ideología masiva o sentido común. Salvo en algunos sectores delimitados,

la violencia fue vista desde entonces como un elemento indeseable y un obstáculo para la

vida democrática. En los debates intelectuales prosperó la dicotomía entre violencia y

política. Así las cosas, se constituyó como núcleo en el que se concentró la amplia serie

de fracasos y errores de las izquierdas, antesala de la dictadura militar. En la

“Introducción” de Silvia Sigal y Eliseo Verón (2004 [1985]) a su libro Perón o muerte

proponían un método no subjetivista para captar la generación de violencia política; otras

monografías ensayaban la misma problemática desde un examen inicial de los discursos y

las prácticas de subversión (Hilb y Lutzky, 1984; Ollier, 1986). Más ampliamente, estas

producciones integraban una mutación generacional de corte ideológico que deseaban

contribuir a lo que Roberto Pittaluga y Alejandra Oberti (2006) denominaron una

“estrategia democrática”. De acuerdo al encuadre general de esta perspectiva, las

izquierdas carecerían de una concepción adecuada de la política, de la democracia y de

las instituciones. El énfasis crítico también concernía a las ideas que sostuvieron la

política radicalizada. Así fue que Oscar Terán (1984) ubicó la discusión en clave teórica

al polemizar con José Sazbón ajustando una de las derivaciones del “monismo” marxista

como “un aspecto terrorista de la política”.

1 UBA/CONICET. Ponencia presentada en las V Jornadas de Trabajo sobre Historia Reciente, Universidad Nacional de General Sarmiento, 22 al 25 de junio de 2010.

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Los últimos lustros han otorgado a la crítica de la violencia una sede académica y un

segmento más o menos sofisticado en la discusión intelectual. Lo que comenzó como una

polémica en el seno de las izquierdas persistió anclada en ese espacio fracturado de las

representaciones políticas, pero desarrolló estudios universitarios con importantes

mediaciones respecto de las consecuencias estratégico-ideológicas de la cuestión

examinada. Se instituyó como un “tema de tesis”.

Este trabajo parte del supuesto de que la noción de violencia política puede ser repensada

como una producción intelectual y política. La violencia no es un término empírico, es

decir, no corresponde con un hecho o serie de hechos de la realidad externa al

pensamiento. Como todo concepto, es inseparable de una construcción teórica. Al fluir en

la imagen de una “época de violencia”, en una “caldera del diablo” alimentada por los

ideales de la redención glorificados en la violencia revolucionaria, la noción deviene en

un universal concreto que califica todo un período histórico. Por eso genera una

propensión a fundar una “violentología”, esto es, una discursividad que encuentra en la

violencia política la razón fundamental de una época desquiciada.

Avanzaremos la hipótesis de que la prevalencia otorgada a la violencia tiene una vigorosa

impronta generacional y permanece inscripta en las divisorias planteadas por la

refundación democrática de 1983. Al sostener un cambio de época fechable hacia el año

2000 en buena parte de América Latina, postularemos un conjunto de temas relativos a

una memoriografía que asuma la historicidad de su enunciación, superadora de la

“memoria literal” (Todorov, 2000) que acosa a las tesis violentológicas.

El objetivo de este trabajo consiste en situar las coordenadas teóricas e ideológicas de

ciertas perspectivas interpretativas que definen a la violencia como el horizonte de

experiencia característico de una época precisa de la historia nacional. Es decir, aspira a

ubicar la historicidad de las concepciones de la memoria social e historiográfica respecto

de los años de conflictividad política asociada a “los setenta”.2 La cuestión en modo

alguno es nueva, aunque ha adquirido reciente turgencia política en la era kirchnerista;

por otra parte, ha alcanzado una circulación entre diversos planos discursivos al punto de

2 La década del “setenta” es una “década larga” en el sentido de Eric Hobsbawm: representa una época que no se ajusta a una cronología decenal. El inicio de esa década es un problema central para las representaciones en competencia sobre la violencia política.

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inducir productos de la industria cultural que encuentran en la violencia marcas “a fuego”

en la prosapia nacional (Larraquy, 2009).

Para situar las inclinaciones ideológicas de las sensibilidades analíticas contemporáneas

las pensaremos a partir del concepto de generación. Indicaremos las razones que explican

los anclajes generacionales de una preocupación insistente por la violencia, a la que

estipularemos como significante históricamente condicionado y no como referente

empírico y objetivo.

Las distintas posiciones sobre la representación de una fase histórica atravesada por la

violencia pueden ordenarse en cuatro tipos ideales. Como tales, son simplificadores, tal

como puede observarse apenas se comprueba los matices que los cuartean, pero

posiblemente sean útiles para detectar las líneas organizadoras de las diferentes actitudes

hermenéuticas hoy vigentes.3

La primera explica la concepción de la política antisistémica de las décadas de 1960 y

1970 como respuesta desde abajo (o en nombre de los de abajo) ante la larga historia de

opresión y violencia sobre el pueblo o la clase trabajadora; para esta posición la represión

de la última dictadura militar sería una continuidad exacerbada de la coacción aplicada

contra la soberanía popular.4 La lucha armada constituiría una de las reacciones contra

una violencia sistemática precedente. Junto a ellas se pueden hallar otras expresiones del

antagonismo social y político. No obstante, en esta interpretación existe una divergencia

respecto de la significación política de la lucha armada y la guerrilla revolucionaria, sobre

la que se plantean dos actitudes: 1) la comprensión de su accionar en el contexto de

exclusión y represión, 2) la crítica de su exterioridad respecto del movimiento social. Por

eso esta variante no es necesariamente apologética de las guerrillas, a las que puede

reprochar sus derivas “militaristas”. En síntesis, el enfoque fundamental de la violencia

política desde esta perspectiva la define como respuesta a una violencia previa, sean el

bombardeo sobre la población civil congregada en la Plaza de Mayo y del golpe militar

de 1955, las ejecuciones en Trelew de 1972 o la explotación económica cotidiana en un

3 Dejaremos de lado los textos que se dedican a una evocación épica de las organizaciones armadas y las críticas destinadas a su denuesto (Vg. Jauretche, 1997; Giussani, 1984). 4 Podríamos decir que la defensa derechista de la violencia de la represión estatal y paraestatal durante la dictadura, como una “guerra” inducida por el ataque previo del “terrorismo” izquierdista, es la contraparte de esta postura; lo que debilita esta defensa es la secuencia de anteriores golpes militares con manifiesto carácter antipopular.

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contexto de represión política, y no es necesariamente apologética de las izquierdas

armadas (Mattini, 1990; Anguita y Caparrós, 1997-1998; Rozitchner, 1985).

La segunda deriva de un programa de investigación en historia oral orientado por Pablo

Pozzi. Una serie de trabajos propios y en colaboración (Pozzi, 2001, 2006; Pozzi y

Schneider, 2001) introducen la problemática de la violencia en la política como una

dimensión de la experiencia de la clase trabajadora, en abierta discusión con las

interpretaciones que observan allí una escisión y aún un vanguardismo absolutamente

externo. La violencia emerge como parte integrante de la cultura política y social de una

historia atravesada por injusticias y represiones. Desde este punto de vista, la crítica del

“aparatismo” o el “militarismo” expresan una visión desde la derrota, adaptada a la lógica

“alfonsinista”.

La tercera, proveniente de las ciencias sociales, con una amplia pero no exclusiva

influencia marxista, destaca a la confrontación y la guerra civil como aspectos de la lucha

de clases. El esquema fue propuesto desde mediados de la década de 1970 por el Centro

de Investigaciones en Ciencias Sociales (CICSO), que a pesar de sus peripecias

posteriores continuó desarrollando sus argumentaciones sin alterar sus convicciones

principales. Explica los hechos de la violencia social y política a partir de una teoría de

las clases en conexión interna con la acción bélica. Del enfrentamiento exacerbado

durante los setenta deriva el “genocidio” de 1976-1983. Los “hechos armados” son una

variante de las prácticas de antagonismo; constituyen una dinámica propia, pero

subsumible en el abanico más general de la lucha de clases. Para esta lectura, el periodo

iniciado en 1955 y mal cerrado en 1983 expresa un ajuste de las prácticas de dominación,

en el que las clases dominantes decidieron terminar con una movilización social

profundizada con el Cordobazo de 1969 (Balvé y otros, 2005; Bonavena y otros, 1998;

Izaguirre y colaboradores, 2009; Marín, 1981, 2003). Respecto a representaciones

nostálgicas y celebratorias de la violencia política de izquierda (vg. De Santis, 1998), esta

perspectiva puede ser crítica de las organizaciones armadas autonomizadas de la lucha de

clases, pero esa línea suele ser mellada por la concepción de esas organizaciones como un

aspecto particular de la guerra social. Este programa de investigación cicsista descansa en

la presunción de que las ideas de las personas son epidérmicas respecto de la efectividad

de la lucha de clases, descarta la problemática de las representaciones pasadas y

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presentes; así debe anular la emergencia de una noción de “memoria”, incluso en una

dimensión colectiva o social.

La cuarta, próxima a cierta fracción intelectual y sólo más tarde a los estudios

universitarios, explica la violencia como la emergencia de una mentalidad condicionada

por diversos procesos (pues en esta línea interpretativa no hay una unidad compacta): la

confluencia histórica de proscripción del peronismo, la radicalización de las doctrinas del

cambio social, sobre todo con la Revolución Cubana, y la represión militar del

Onganiato, desencadenantes de un ciclo de violencia “desmesurada” que la dictadura de

1976-1983 extremó pero no inauguró (Terán, 2006). Algunas propuestas en la orientación

insisten en el corte impuesto por el guevarismo (Vezzetti, 2009). De modo general, para

esta lectura las organizaciones guerrilleras representaron la expresión más delirante y

extraviada de la violencia instituida como idioma de la política. Colonizaron la cultura

política de la izquierda (y de la derecha, aunque esto no ha sido tematizado con

profundidad) que sólo minoritariamente supo eludir el contribuir al espiral de violencia

de la época (Ollier, 1986, 1998; Romero, 2003; Vezzetti, 2002, 2009). Es decir, no es

explicable como la respuesta a una agresión previa, sino que se instituyó como sistema de

pensamiento y acción.

El argumento de las perspectivas socialdemocráticas, las más insistentes sobre el tema de

la violencia, prosperó durante la fase de viraje ideológico de la izquierda intelectual de la

Argentina alfonsinista, con importantes antecedentes en las discusiones de las izquierdas

en el exilio; la posterior expansión de dicha mirada en sede académica, a manos de

nuevas hornadas de investigadores e investigadoras, conservó los ejes principales de la

mentalidad progresista, crecientemente antiliberal y antirrevolucionaria, mas carente de la

implicación política de los founding fathers del punto de vista.

Las cuatro variantes de las imágenes de las décadas de 1960 y 1970 tienen una marca

generacional muy acusada. Los orígenes de sus enunciaciones no son recientes. En el

caso de las revisiones globales de una época de injusticia y represión que condujo a las

reacciones armadas, según los casos más o menos equivocadas, provienen de sus

sobrevivientes.

La ubicación generacional no es sólo intelectual. Quienes establecen las textualidades

principales de las cuatro perspectivas identificadas hoy rondan los sesenta años de edad.

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Es decir, fueron protagonistas o testigos de la época sobre la que escriben. Salvo en la

prosa no exenta de trazos positivistas de la segunda posición (que sin embargo no intenta

ocultar los compromisos políticos de su discurso cientificista), en las otras tres la

implicación generacional es perfectamente legible.

La distinción entre memoria e historiografía no cubre adecuadamente las fluencias de los

discursos sobre los años sesenta y setenta. En efecto, las tramitaciones ensayísticas,

historiográficas o conceptuales parecen inexorablemente condenadas a expresar tomas de

partido ideológicas, no importa que sus retóricas sean científicas, autobiográficas o

ensayísticas. Tampoco pretenden neutralizar la perspectiva de lo subjetivo, entendido

como lo arbitrario, en la distinción entre memoria e historiografía, o entre testimonio y

crítica de fuentes. El concepto de memoriografía, con su transacción entre la memoria y

escritura, entre recuerdo y narración, permitiría captar mejor el tipo de práctica

perceptible en las producciones discursivas actuales. Y sobre todo, construir alguna

opción convincente que la dicotomía entre (1) las “historias militantes” y los testimonios

de parte, por un lado, y (2) la “investigación rigurosa”, por otro lado, sea con frecuencia

inseparable de la compulsa de razones interpretativas radicalmente antagónicas.

La respuesta más sencilla es que, para usar una expresión de Tununa Mercado (1990),

“en estado de memoria”, las prácticas memoriográficas suponen el ingreso en un campo

de fuerzas ideológicas. Ese campo se estructura de otro modo que el del viejo dualismo

sujeto-objeto, esquema de la “teoría del conocimiento” formalizada por Kant. En cambio,

corresponde más bien con las fracturas de las comunidades interpretativas ideologizadas.

Veremos que esas comunidades disponen de un ordenamiento horizontal de las

divergencias (que podríamos llamar propiamente políticas) y de una estratificación

vertical, es decir, intergeneracional.

A pesar de sus notables diferencias, dos de las cuatro líneas interpretativas mencionadas

comparten un rasgo, a saber, la sobrevaloración del significante “violencia” como un

término descriptivo de la época referida. Nuestra conjetura es que este énfasis, propio de

una experiencia que la memoriografía tramita, puede derivar en la simplificación de la

historia nacional en una posible violentología que ocluya la comprensión del periodo.

La violentología es una corriente de investigación originada en la comprensión de la

historia colombiana. Allí, después del asesinato en 1948 del candidato liberal de

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izquierda Jorge Eliécer Gaitán, la rebelión popular que la siguió y la feroz represión que a

su turno la aplastó, se abrió una era de enfrentamientos casi constantes, con un enorme

costo de vidas e inestabilidad institucional, deslegitimación del sistema político y crisis

endémica de gobernabilidad, que se conoce como La Violencia, escrita con mayúsculas

en el sustantivo y en el artículo, el fenómeno adquirió un nombre propio. El objeto de

análisis de la violentología es La Violencia como lógica generalizada que impide la

construcción de un cierto orden consensuado, que no debe necesariamente prescindir de

toda conflictividad, pero sí desestimar la eliminación del adversario como dinámica

cotidianizada de la divergencia política. Los fenómenos permanentes de la corrupción

estatal, las zonas ocupadas por las guerrillas izquierdistas, las bandas paramilitares de

ultraderecha y el narcotráfico, son los emergentes de esta historia de mediana duración

atormentada por los enfrentamientos sin mediaciones que constituyen La Violencia

(Bergquist y otros, eds., 1992; Braun, 1985; Green, 2003; Palacios, 1995; Pécaut, 1987;

Schmidt, 1974).

La posibilidad de una violentología argentina es una tentación que recorre las

representaciones intelectuales y políticas sobre las décadas de 1960 y 1970, no como

potencialidad sino como trama velada pero eficaz. Es cierto que el caso argentino carece

del culturalismo que parece haberse adueñado de historia colombiana. El retorno a la

democracia liberal en 1983 y la fundación de un estado de derecho establecieron una

ruptura con la dinámica precedente, anulando toda posibilidad de una continuidad de la

lógica de la violencia.

Si es posible, la violentología argentina estaría cronológicamente delimitada, y uno de los

tópicos de sus discusiones debería establecer cuándo comenzó el ciclo de la violencia,

pues es aceptado que culminó en su versión más radical en 1983. Incluso aquellas

lecturas que subrayan la continuidad entre la política económica de la dictadura y los

“ajustes” neoliberales reiterados después del ’83, reconocen las diferencias sustantivas

con la represión ilegal precedente; las concepciones sobre una persistencia de la

represión, por ejemplo, reemplazada por el “gatillo fácil” policial o las muertes en los

conflictos sociales, no logran justificar bien su tesis.

La mutación que 1983 significa introduce diversos temas en la agenda de estudios sobre

la conflictividad social y política. En principio aquí interesa seguir la relevancia otorgada

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a la memoria social de la política de izquierda, o más exactamente, a sus memorias

colectivas, pues es evidente que nos encontramos ante un campo de recuerdos grupales en

competencia.5

El análisis de la violencia tiene dos variantes que han alcanzado una formulación

conceptual reciente. El primer caso disuelve la violencia en la categoría de

“enfrentamiento”. Su expresión más clara en estos días es el estudio coordinado por Inés

Izaguirre y colaboradores (2009) sobre la lucha de clases, la guerra civil y el genocidio,

en la línea del centro de investigaciones CICSO. El segundo caso es el análisis de la

violencia revolucionaria propuesto por Hugo Vezzetti (2009). Trataremos de mostrar que

en los dos casos la definición misma de la violencia como una problemática epocal

acarrea un conjunto de decisiones teóricas e ideológicas. Por otra parte, justamente por

sus asimetrías, ambas formulaciones constituyen ejemplos significativos de una

preocupación generacional, básicamente ligados a paradigmas de los años setenta para el

caso de Izaguirre, y de los años ochenta para el caso de Vezzetti.

Hechos armados y guerra civil

De acuerdo al planteo de la escuela de ciencias sociales que Inés Izaguirre aquí representa

pero no agota, la historia de la violencia se entiende en el encuadre de una guerra civil

cuyo ciclo comienza en 1955, por el uso de la fuerza militar y social contra el peronismo,

pero más concretamente contra la clase obrera que lo apoya. Se fundan entonces las

condiciones de la guerra civil entendida como “un proceso de lucha de clases que se va

desarrollando hasta alcanzar su estadio político-militar” culminante en el “genocidio”

perpetrado durante la última dictadura militar (Izaguirre y colaboradores, 2009, 15-16).

Para esta interpretación, el cruento desenlace no es sorprendente. Por el contrario,

Izaguirre denomina “ingenua” a la sorpresa que se pregunta “¿cómo es posible que haya 5 Es crucial considerar el carácter colectivo de las diferentes posiciones ante la violencia política. Dichas posiciones no se siguen de meros juicios subjetivos e individuales, basados en “pruebas” o en “testimonios”, aunque sea cierto que portan las marcas de las enunciaciones individuales. Ciertamente se atienen a protocolos arraigados en formulaciones específicas, pero revelan convencimientos grupales, invocan pertenencias y fidelidades de corte social. En tal sentido son míticas. No es difícil construir las redes de sociabilidad, admiración recíproca, legitimación, cita bibliográfica y publicación que enhebran las comunidades interpretativas en que coagulan las ofertas discursivas.

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ocurrido?”, asombro que atina a negar toda lógica social al enfrentamiento de las fuerzas

en pugna. La idea de que se trató de una “violencia irracional”, fuera que proviniera de

las izquierdas, del movimiento social o de las Fuerzas Armadas, sería una representación

ideológica de las confrontaciones, cuya fórmula más clara es la “teoría de los dos

demonios”. De allí que la autora mencionada coincida con el prólogo agregado por la

Secretaría de Derechos Humanos de la Nación a la reedición del Nunca más en 2006,

donde se plantea una oposición a dicha “teoría”, que la edición original intentaría

fundamentar.

Es preciso destacar que el enfoque de Izaguirre no introduce el tema específico de la

violencia como una problemática válida. La justificación es fundada en una lectura de

Clausewitz: guerra y política tienen una relación de implicación, por lo que no podría

haber una invasión o colonización de una por la otra (ver Marín, 1984). En esta

elaboración conceptual, la violencia existe como capacidad de imposición de un colectivo

sobre otro con el objetivo de aniquilar su capacidad de respuesta. La perspectiva subsume

el antagonismo que apela al uso de las armas en un rubro más amplio, una lucha de clases

que durante el periodo 1973-1976 estuvo compuesta por dos subconjuntos antagónicos:

los “conflictos obreros” y los “hechos armados”. Los datos cuantitativos de las acciones

correspondientes a ambos tipos de enfrentamientos son incluidos en columnas diferentes

dentro de un mismo cuadro demostrativo, pues se parte del supuesto que la clase obrera

constituía la base de una “fuerza revolucionaria”, y se entiende a las organizaciones

armadas como una fracción distintiva pero incomprensible fuera del contexto de

conflictividad social.

Así las cosas, las guerrillas peronistas y marxistas no podrían ser concebidas como

cuerpos extraños a la “fuerza revolucionaria”. Con el aniquilamiento de las fracciones

más combativas de la clase trabajadora y de las organizaciones armadas, con el

“genocidio”, habría triunfado el mandato objetivo de las clases dominantes, que es el

imponer su voluntad sobre el enemigo; lo esencial no es el uso de la coerción directa,

legal o clandestina, sino la victoria de un contendiente sobre el otro. Luego de su derrota

se procedió a despojar a la fuerza social vencida de una perspectiva de cambio. El

“mensaje implícito” de esa derrota quedaría como precepto para el periodo posterior:

“Nunca más la barbarie del poder, pero también: Nunca más la ‘locura’ de la lucha

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revolucionaria, nunca más la ‘violencia’ en política, sobre todo en el campo del pueblo.

‘Nunca más la violencia’” (Izaguirre y colaboradores, 2009, 281).

Son numerosos los temas que esta posición suscita. No sólo los más obvios del

borramiento de toda autonomía de la política, la ausencia de mediaciones respecto de lo

social, la particularidad de las organizaciones armadas (es decir, su existencia como

entidades con dinámicas relativamente determinadas), la importancia de las ideas para la

génesis de la acción, la eficacia del estado de derecho en la constitución de la dominación

social y simbólica, la diferencia entre gobiernos militares y gobiernos democráticos, y

muchos otros. Tampoco da cuenta de la coincidencia parcial con el argumento pro

dictatorial que afirma la ocurrencia de una guerra propiciadora de los “excesos”

cometidos, ¡como en toda guerra!, por el accionar represivo. Desde la explicación ciclista

se podría responder que hubo una guerra, pero no fue en lo principal un enfrentamiento

de aparatos, tal como lo revelaría el análisis de clase de los sectores reprimidos, entre los

que prima la militancia obrera sobre la fracción juvenil de la clase media atraída por las

organizaciones armadas.

Nos interesó presentar la perspectiva porque revela que la enunciación de la violencia

política como un rasgo crucial de los “setenta” supone una producción conceptual y no es

una mera constatación.

Mentar la violencia no va de suyo; por el contrario, implica un esfuerzo de invención, de

justificación y elaboración. Si se erige como tema central de numerosas preocupaciones

contemporáneas, esa centralidad merece ser pensada en su emergencia y no en su mera

expresión. Lo mismo sucede con el puente entre violencia y memoria social.

Violencia política y derrumbe civilizatorio

Los escritos de Hugo Vezzetti lo sitúan como el enunciador de una línea de producción

discursiva que aspira a una reconstrucción “no complaciente” (esta es una calificación

preferida por sus integrantes, que observan en las otras posiciones prácticas

“complacientes” o “autocomplacientes”), o crítica, del pasado reciente y, sobre todo, de

las políticas de la memoria asociadas a ese pasado. Antes que un investigador “de campo”

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o “de archivo”, aunque no se prive de la compulsa de algunas fuentes, Vezzetti es un

brillante organizador conceptual de las implicancias ideológicas de otras investigaciones,

las cuales no siempre explicitan sus supuestos ni les interesa hacerlo. No es raro acertar

con casos cuyas derivaciones políticas y éticas de estudios con base empírica sean

desarrolladas por la lectura de Vezzetti y no por la autocomprensión de quienes los

realizan de acuerdo a sus matrices epistémicas. Este rasgo es una consecuencia de las

pertenencias generacionales que hacen de Vezzetti un partícipe situado en un debate

político-cultural y no un integrante más dentro de un campo académico que exige la

neutralización de orientaciones ideológicas manifiestas. Por formación política y por

interés intelectual, Vezzetti clarifica los correlatos políticos e ideológicos de los saberes

que otras aproximaciones académicas portan como implícitos. Se trata de una escritura

militante.

Ya con Pasado y presente, Vezzetti (2002) había dado forma polémica a un conjunto de

consideraciones socialdemocráticas que, despojadas de sus floraciones políticas, se

constituyeron en parámetros hermenéuticos para diversas tesis doctorales. Naturalmente,

hay que evitar una comprensión paranoica de sus efectos, disímiles y desiguales. Esa

consecuencia es fundamental para disolver como discurso universitario lo que son

explícitas posiciones políticas. No hay en las argumentaciones de Vezzetti ningún

subterfugio sobre el carácter político de sus tomas de partido; lo sorprendente es que a

pesar de ello sea abundantemente citado como fundamento de las lecturas “críticas” y “no

complacientes”, que suelen coincidir en su distancia con las políticas radicalizadas. Por

esto se hace inverosímil que exista hoy una “nueva generación” en la escritura académica

sobre el tema de la violencia en la historia reciente. Una nueva generación supone una

fractura conceptual con la precedente o con otras ofertas contemporáneas. Las camadas

medianamente jóvenes que reproducen el discurso socialdemocráticos con el agregado de

alguna remarque aquí o allá, y sobre todo con su nada desdeñable aporte de trabajo de

documentación, no cumple con ese requisito. Antes bien, al cubrir zonas vacantes en la

investigación y brindar argumentos “empíricos”, contribuye a la reproducción ampliada

del paradigma al que adscriben.

En aquel trabajo, partiendo del Nunca más como un clivaje simbólico fundacional del

estado de derecho y de la democracia (2002, 28), Vezzetti procedió a destacar las

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dimensiones imaginarias de la memoria de la izquierda, sobre todo en su vertiente

peronista-montonera. Retomando una noción corriente en ciertas reconstrucciones de las

historias de las izquierdas armadas, planteó que la glorificación de la violencia revelaba

la ausencia de política (por ejemplo, con el asesinato de José Rucci antes de la asunción

presidencial de Juan Perón en 1973, o el paso a la clandestinidad de Montoneros un año

más tarde). Y como tal diagnóstico tiene una connotación negativa, la explicación de su

génesis está compuesta por caracterizaciones de las “esperanzas escatológicas” (2002, 14)

del “pathos montonero”, el “terrorismo” de la guerrilla, la “irracionalidad” de las

decisiones políticas, la “desmesura” de los discursos revolucionarios. Por cierto, y en el

mismo sentido constructor de una “época” signada por el retroceso de la contención

civilizada de la violencia, la represión dictatorial es calificada como “insensata” (2002,

12) y “bárbara” (2002, 13). Aunque lo emplee como “inspiración” antes que como

modelo de explicación, el enfoque de Norbert Elias (1987) sobre el “proceso

civilizatorio” y su derrumbe en fenómenos como el nazismo, sostiene la concepción de

Vezzetti. Constituye el maderamen de un progresismo historiográfico y ético que

subsume a los largos “setenta” en una caída regresiva, incompatible con las mediaciones

del estado de derecho y el respeto de los derechos humanos. Aporta además la impronta

“psicogenética” sobre la que insistiremos más adelante.

He allí el origen de la responsabilidad de las izquierdas, que no desarrollaron políticas

democráticas y pluralistas, en la génesis de la vorágine destructiva que las consumió.6

Ciertamente, Vezzetti no atenúa el cargo hacia la represión paramilitar y militar, aún más

intolerable por provenir del estado que debería garantizar el ejercicio regulado de la

fuerza.

Lo que el libro no lograba resolver era la pertinencia del “y” que su título portaba, pues el

pasado aparecía como radicalmente diferente de un presente emplazado sobre la

discursividad del estado democrático-liberal y la consagración de los derechos humanos.

Las políticas revolucionarias podían entonces ser censuradas; sin embargo, la crítica

6 Esta argumentación puede ser objeto de un reparo, como el enunciado por Marina Franco (2005) quien, para un razonamiento parecido, señala la dificultad de aplicar al pasado representaciones forjadas en épocas posteriores. No obstante, el tema puede ser abordado de otro modo, tal como Alejandro Kaufman (2007) lo propone al subrayar las continuidades traumáticas de la represión, en sus víctimas directas y en la comunidad toda así inscripta en un régimen de pensamiento condicionado. Todavía se espera una teoría de los anacronismos en la historia argentina reciente.

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permanecía externa a su objeto y, por lo tanto, era sencillamente arbitraria o partisana.

Derivaba, sin quererlo, en un relativismo historicista en el que, para decirlo con Ranke,

cada época está igualmente cercana de dios. Pero ese relativismo socava la consistencia

de la moralidad socialdemocrática.

La recopilación de trabajos posteriores, La violencia revolucionaria (2009), permite a

Vezzetti profundizar su examen crítico de las estrategias de las izquierdas setentistas, en

especial de la organización Montoneros, ante la cual el ensayista muestra una antipatía

transparente. Según el autor, los orígenes de la violencia revolucionaria en las izquierdas

no pueden ser explicadas satisfactoriamente como una réplica mimética de la violencia

ejercida por las Fuerzas Armadas, por ejemplo en las ejecuciones de la Revolución

Libertadora o con la política del Onganiato. Si la ruptura del orden institucional y la

represión tienen relevancia, es preciso destacar las razones (o sinrazones) propias de la

devoción por la violencia como experiencia sublime y redentora, y sobre todo en la idea

guevarista de la política insurreccional (2009, 61 y ss.). En los tramos más difíciles de

compartir de su argumentación, se establece una afinidad entre la imaginarización de la

política por las izquierdas armadas y el fascismo. El vínculo no intenta establecer una

comunión ideológica entre ambos fenómenos, sino más bien subrayar el carácter

compulsivo y sublime del fervor por la muerte y el sacrificio. Vezzetti niega una

racionalidad a la “violencia revolucionaria” y a sus agentes. Les atribuye la “captura” por

“la creencia y la pasión” (una asociación que fue título de un libro de Ollier, 1998) e

inhibe comprender sus ideas, concediéndoles a lo sumo la condición de “pensamiento

tosco” (Vezzetti, 2009, 169). Lo que en otro orden sería impugnado como una

concepción historiográfica vetusta, digamos, como sucedería con aquella que redujera la

Mazorca rosista a una turba sanguinaria e irracional al servicio de un déspota, aquí se lee

como saber comprometido o, como dicen las lecturas afines, “valiente”.

A pesar de la prevención contra una oposición demasiado arbitraria entre política y

violencia, Vezzetti la afirma inmediatamente: “No digo que donde hay violencia no hay

política. Pero no hay nada más alejado de la política que la terrible consigna que rezaba

‘el poder nace del fusil’, que podría servir igualmente a una milicia revolucionaria o a

una banda de gánsteres” (2009, 64). Lo más que puede conceder el autor, en acuerdo con

una calificación “bien fundada” de Pilar Calveiro, es que Montoneros sostenía una visión

13

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“políticamente rudimentaria” (2009, 65).7 En esta vertiente interpretativa, cuando las

ideas son tematizadas (por ejemplo, Terán, 2006) es para destacar su contribución a la

“caldera del diablo” de la violencia. Mas Vezzetti sabe que la anulación de toda violencia

en las relaciones sociales implicaría un flanco demasiado débil para una crítica, digamos,

de factura leninista o schmittiana. En cuanto a la violencia revolucionaria, sin embargo, le

confiere una estructuración mítica (2009, 171); una vez caído el “sistema de creencias”

que articulaba el “imaginario de la guerra revolucionaria”, esto es, cuando el combate a

muerte ha dejado de ser el molde de todo conflicto político, la legitimidad del “terrorismo

de los medios” pierde su relevancia y se reconvierte en un “imaginario moral de la

rebeldía individual” (idem).

El objeto de la discusión no es sólo la violencia política, sino específicamente la violencia

revolucionaria, y en última instancia la revolución como paradigma del cambio histórico.

Vezzetti se abstiene arendtianamente de atribuir a la noción de revolución un contenido

únicamente imaginario, como si en su formulación se implicara una necesaria

consecuencia trágica. En Arendt (1998), el antirrevolucionarismo se define en oposición

al modelo jacobino que prevaleció en las izquierdas del siglo XX, y no contra toda

revolución. Es en aquel modelo y en sus diversas reconversiones en la izquierda donde la

violencia y el terror adquieren una prevalencia contrastante con la experiencia de la

Revolución Norteamericana. Pero en la historia argentina reciente representada en Sobre

la violencia revolucionaria, el proyecto revolucionario sí adquiere una impostación

asesina y alucinatoria.

En el fondo, lo que se destaca de las ofuscaciones sacrificiales de la política armada en la

izquierda es la ausencia de urdimbre estratégica. La proclamada voluntad revolucionaria

asumida con tácticas violentas carecía de una comprensión de las condiciones de

realización de los fines presuntos. Los símbolos colonizaron el espacio de la política.8 De

allí la frivolidad con que se transferían a la Argentina modelos revolucionarios originados

7 Se analizará en otro trabajo la producción de Pilar Calveiro sobre la violencia política. Cercana generacional (aunque no políticamente) al planteo de Vezzetti, el caso de Calveiro revela la pulsación común de la problemática de la violencia. 8 Esta corriente interpretativa cita con algún deleite las reconvenciones de Tulio Halperin Donghi (1994), quien en un ensayo pleno de hipótesis “sugerentes” amonesta a la organización Montoneros por no saber que una revolución es una “cosa seria”, por ende incomunicable con los desvaríos burdos de Rodolfo Galimberti o Mario Firmenich. Al respecto, Halperin cambia su narrativa trágica de la historia por otra en la que prevalece la farsa.

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en situaciones cubanas, argelinas o vietnamitas. La negación de racionalidad a las

acciones humanas estructuradas por una estrategia revolucionaria en los setenta, a favor

de representaciones o imaginarios que las atraparon, delata el carácter inicial de las

indagaciones histórico-sociales y políticas de los largos años setenta. El

sobredimensionamiento de la faceta psicológica constituye una primera reacción habitual

de las explicaciones tentativas de un campo de conocimiento en construcción, que por

necesidad se encuentra ante un fenómeno que le es extraño (Franco y Levin, 2007,

reconocen que el de la historia reciente es un campo en formación). Sucedió con las

comprensiones primeras sobre el nazismo, que lo reducían a una barbarización o

derrumbe cultural con una llamativa carga psicologista. Es en el fondo el tema de Norbert

Elías (2007) en Los alemanes. Posteriormente se desarrollaron programas de

investigación con indagaciones de mayor complejidad, que articularon el análisis

económico y político con el social y el cultural, superando la aproximación psicológica

de las primeras lecturas.

La violencia revolucionaria es así desplazada al terreno de las concepciones del mundo,

que florecieron alguna vez por razones bien complejas y contribuyeron desgraciadamente

a su propio exterminio, pues la destrucción era el núcleo gozoso de su indigencia

intelectual.

Violencia y política: derivas epocales

Un balance ecuánime y objetivo sobre la cuestión de la violencia en la historia argentina

reciente parece una meta impracticable. Esto no significa que sea imposible establecer

algunos consensos sobre qué interpretaciones merecen ser calificadas como mejores que

otras (por ejemplo, a partir de su complejidad, fundamentación o sofisticación), o qué

formulaciones plantean interrogaciones más productivas que otras. Sin embargo, ninguna

de ellas, ni “las mejores”, ni “las peores”, puede evadir una inscripción política e

ideológica, o lo que es lo mismo, una toma de posición que se ubique en algún cuadrante

de la realidad contemporánea. Se trata se establecer abiertamente qué regímenes de

historicidad se aplican a una memoriografía del pasado reciente. La divisoria entre

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memoria subjetiva (aunque sea una memoria social) y una historiografía objetiva ajustada

por el uso crítico de fuentes es, si no inútil, de dudosa nitidez (Traverso, 2007). Lo es

para la lectura más articulada, que hemos llamado socialdemocrática, y lo sigue siendo en

las políticamente más despojadas continuaciones académicas en una camada reciente.

Justamente, en este punto es que nos parece que las lecturas del lugar de la violencia (y

en su seno de la violencia revolucionaria) en la historia reciente adolecen de una ausencia

de interrogación desde nuestra actualidad. Las líneas principales de interpretación

continúan matrizadas por situaciones político-intelectuales que tienen alrededor de tres

décadas de vigencia, y es posible que su interés haya disminuido, incluso si se retoman

sus aspiraciones críticas más valiosas.

Para examinar esto podemos recurrir a la conocida distinción de Reinhart Koselleck

(1996) entre el horizonte de experiencia (aquello que nos lega “nuestro” pasado) y el

horizonte de expectativa (lo que se nos abre como porvenir) en tanto planos

fundamentales de la ideología de la modernidad. En algún momento se postuló que ese

horizonte de expectativa, en tanto transformación radical se había cerrado. Eso fue

denominado posthistoria (Niethammer, 1989; Fukuyama, 1992). Algunas perspectivas

vieron en esa clausura la posibilidad inexhausta de una política de cambio, no mesiánica,

pero todavía activadora de una acción propiamente estratégica (Brown, 2001). Sin

embargo, lo revolucionario emergía como un paradigma superado, demasiado “siglo

XX”, o peor “decimonónico”, para pensar y actuar políticamente.

En nuestros días, América Latina revela la reaparición de la noción de revolución,

aludiendo con ello a una sociedad más justa, con una política y una economía

transicionales al servicio de las mayorías, o del pueblo, con participación democrática y

activación de los movimientos sociales. Como programa de transformación

“revolucionaria”, sin duda parecerá indefinido en contraste con las (presuntamente) más

claras metas del socialismo prevaleciente en el siglo XX. Incluso análisis benévolos de

los más sugestivos procesos de cambio político y social afirman los caracteres

exploratorios y vacilantes de las realidades latinoamericanas (Borón, 2008; Katz, 2008;

Sader, 2009). No obstante, en nuestras circunstancias, las “revoluciones” que circulan en

los lenguajes políticos de Venezuela, Ecuador y Bolivia se atreven a elaborar sus

incertidumbres y el amplio espacio de invención que deben multiplicar en el contexto de

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situaciones profundamente hostiles. En nuestra opinión, la Argentina presenta un

panorama peculiar.

El ciclo kirchnerista se fundó en una lógica de construcción de poder por parte de un

grupo político que, tras la crisis de 2001-2002, inició en 2003 una gestión atenida a un

discurso antineoliberal y reivindicativo de “los setenta”. Comenzó a edificar lo que, para

utilizar un término propuesto por Emilio Crenzel (2008) se puede llamar un “régimen de

memoria” que quiso desligarse explícitamente del orden anémico de los Setenta fundado

por la recepción democratista del Nunca Más. En el proceso de polarización acentuado

durante el mandato de Cristina Fernández, el grupo propugnó algunas medidas

progresivas que no habían sido consideradas durante el gobierno de Néstor Kirchner.

Estas medidas fueron el producto de los enfrentamientos con sectores concentrados del

poder económico y mediático, no obstante, sin una clara estrategia de conflicto con las

clases dominantes. La mediación estatal de la lógica del capital es notoriamente más

moderada que en los tres países antes mencionados. El kirchnerismo no plantea una

confrontación que favorezca a las clases populares en tanto que clases. Más precisamente,

se trata de una gestión estatal orientada a una ciudadanización más igualitaria.

La conflictividad desplegada a partir de la política impositiva al agro condujo a subrayar

la deriva ya presente durante el mandato de Kirchner: una identificación “setentista” con

una cierta consistencia histórico-narrativa de los derechos humanos y del sentido del

juzgamiento de los militares que llevaron adelante la represión durante la dictadura. De

allí que la política oficialista de la memoria en la Argentina sea objeto de diversos

debates, incidiendo en alineamientos ideológicos que no se corresponden con un

renacimiento de la política transformadora. Pero la situación argentina puede ser pensada

en el marco de las novedades latinoamericanas. En el plano subcontinental, la

iluminación provista por algunas experiencias populares, no obstante importantes límites

y contradicciones, alteran el lugar simbólico de las nociones de revolución, de cambio

social y de política radical. Antes que imponer definiciones precisas, la contingencia de la

política instituye la posibilidad de construirlas, fracturando su anterior reducción al

campo de la memoria o de la historiografía. Pero la imaginación de un futuro distinto

tiene efectos sobre las memoriografías. Si las discusiones sobre la violencia política

aludidas más arriba pertenecían a los dilemas de un orden liberal-democrático aún

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condicionado por los “setenta”, el vector de la interrogación puede emanciparse de esa

direccionalidad. Si hasta hace poco era viable argumentar que la preocupación por la

memoria se explicaba por el cierre del porvenir (Vezzetti, 2005; Lesgart, 2006), hoy esa

contención es menos obvia.

Al renacer la política como mucho más que la gestión de lo existente, al abrirse a nuevos

futuros posibles, se transforman las relaciones previas entre política e izquierda, entre

revolución y democracia, entre cambio social y violencia. En el plano intelectual se ha

planteado la noción de un “cambio de época” (Svampa, 2008).

Los rasgos de la memoriografía argentina no permanecen indemnes ante la fractura del

orden ideológico liberal acontecido en los alrededores de la crisis de 2001. Insistimos que

no sucede que se hayan edificado conceptos radicalmente nuevos, claros y distintos. Sí

parece haber cambiado el horizonte de experiencia para el que cada uno de estos pares

configuraba oposiciones sin posibilidad de mediación: la democracia aparecía como una

alternativa a la política revolucionaria, o el cambio social profundo amenazaba con

generar lógicas de violencia incontenible. Es esta puesta en suspenso de las asociaciones

heredadas de la larga noche de las dictaduras latinoamericanas, de las deficiencias de la

política de izquierda y de la condena que el periodo de las “transiciones a la democracia”

implicó para la praxis radical, lo que habilita la reelaboración de las viejas categorías del

pensamiento crítico. La memoria del pasado ha cedido en su osificación como “memoria

literal”, no modificable ni alterable, que ahogó en advertencias contra la violencia las

contingencias de la historia. Es una tarea a la altura de una mutación generacional real.

De tal manera se podrán integrar selectivamente los avances producidos en diversos

cuadrantes intelectuales y universitarios, dejando atrás discusiones excesivamente

ancladas en las experiencias de los setenta o de los ochenta, en los programas político-

ideológicos de una sociedad fenecida o de una transición democrática concluida.

Temas para un examen no violentológico de la violencia política

Los análisis utilizados en este trabajo sugieren una serie de tareas que podrían intervenir

en una obra generacional de estudio de la violencia política. Algunas de esas tareas

podrían contar con los siguientes elementos:

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-Una fenomenología de la violencia. Los tratamientos de la violencia política suelen

producir desplazamientos entre una multiplicidad de ejercicios de la fuerza, fluctuando

inevitablemente entre lo social y lo político, entre lo simbólico y lo material, con sus

innumerables contactos y escisiones. La violencia no es una sustancia única y homogénea

que invade uniformemente una sociedad. La violencia expresa relaciones antagónicas que

determinan quién la ejerce y quién no lo hace; supone una definición ideológica, un

sistema de visibilidades y opacidades. Existen diversas configuraciones de discursos y

acciones violentas, cuyo reconocimiento de límites no está condenado a cosificaciones

que cristalicen situaciones híbridas y transicionales, sino que pueden alertar contra

pasajes acríticos entre distintas configuraciones del uso de la fuerza. Las prácticas de la

violencia se inscriben en marcos de conflictividad y antagonismo, cuyas fronteras son

inestables. La violencia política es una forma específica del uso de la fuerza que suele

entrecruzarse con otras lógicas de confrontación.

-Una historización de las formas y legitimidades de la violencia. Cada época contiene

distintas maneras de comprender, utilizar y evaluar la violencia, y especialmente el

vínculo entre la violencia social y la violencia política. Esto es particularmente evidente

en situaciones de crisis o estados de excepción. Suele acontecer que hay concepciones en

competencia sobre la legitimidad de la violencia o su condena. Otro elemento de la

historización es una indagación de más largo plazo que la usual para el caso argentino,

iniciada a veces en 1955, quizá, con alguna referencia aislada al uso de la tortura en la

década de 1930. Sin caer en una concepción culturalista y sin perder de vista las

peculiaridades epocales, una historia más extensa permitiría observar las herencias de

prácticas y sensibilidades de larga duración, y al mismo tiempo percibir mejor las

rupturas. Antes que una violentología es necesaria una historia completa de la sociedad

que engendra las violencias, por lo demás, sin patologizarlas a priori.

-La explicitación de las perspectivas utilizadas y las normatividades activadas en el

estudio de la violencia. Si el examen de los saberes sobre la violencia política delata los

posicionamientos hermenéuticos que los condicionan, una ética de la discusión se

beneficia de la puesta en evidencia de los puntos de vista.

-El diseño de una historia compleja de la producción de las prácticas violentas. Al

menos en la Argentina, en claro contraste con la violentología colombiana, el estado

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actual de las investigaciones se caracteriza por una preferencia hacia la historia de los

discursos, representaciones e ideas. Cuando se tematizan las prácticas, estas suelen ser

subsumidas en las concepciones mentales que parecen engendrarlas. Tal énfasis propio de

las etapas iniciales de los programas de investigación historiográfica, debido a la

accesibilidad de fuentes publicadas y la factibilidad de una historia discursiva. Pero las

comunicaciones de la violencia política con la violencia social y cultural implican

múltiples prácticas, contextos y determinaciones irreductibles a las representaciones.

-El cuestionamiento de la excepcionalidad argentina. El encierro nacional del análisis de

la violencia conduce a extremar su singularidad y a predicar su irracionalidad. Un

comparatismo latinoamericano (aunque se podría exceder el subcontinente) ayudaría a

comprender las variaciones de la violencia política y sus “normalidades” en la historia,

que no implica afirmarla historicistamente ni asentirla como un hecho obvio de la vida

coexistencia social. La naturalización de la violencia como inmanente a las relaciones

sociales es una afirmación tan general y poco esclarecedora como la separación

primordial entre política y violencia. Una comprensión que vaya más allá del

comparatismo abstracto, es decir, la yuxtaposición de casos o ejemplos externos,

permitiría superar las alusiones simplificadoras a los delirios o desmesuras asignadas a la

experiencia argentina. Esto es válido para las violencias revolucionarias como para las

contrarrevolucionarias.

-La producción de conceptos adecuados a la historia investigada. La apelación a

conceptos teóricos, modelos explicativos o reconstrucciones historiográficas elaboradas

en ocasión de otras realidades deben ser evaluadas en su relevancia local. Es innecesario

acudir a un telurismo que predique situaciones nacionales intransferibles para poner en

suspenso la validez de las citas de autoridades sobre la violencia. Provengan de Benjamin

o Schmitt, de Sorel o Foucault, de Arendt o Agamben, sus reflexiones pueden nutrir la

reformulación de conceptos de acuerdo a las exigencias de interpretaciones específicas.

Todos estos quehaceres intelectuales, y ciertamente no se trata de un listado exhaustivo,

constituyen el esbozo de otra actitud en la investigación de la violencia política, para el

que numerosos y excelentes estudios han aportado pilares esenciales. Hay un debate

pendiente sobre un pensar más allá de los programas diseñados al calor de adhesiones

estratégicas y teóricas desacompasadas con los actuales horizontes de expectativa.

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