ACERCA DE LA ESPIRITUALIDAD CRISTIANA CONTEMPORANEA

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ESTUDIOS ACERCA DE LA ESPIRITUALIDAD CRISTIANA CONTEMPORANEA La palabra espil'ítualidad ofrece multitud de sentidos, Por ella puede entenderse en sentido amplio toda actividad humana estrictamente tal. Toda esa actividad inmanente, reflexiva, consciente, aparentemente al menos libre, que se proyecta después en realizaciones externas planeadas, enriquecedoras de la misma causa humana que las produce, Para explicar tal actividad la única respuesta satisfaciente es· admitir el «espíritu» encarnado en el soma humano, «espíritu» en el sentido estricto del concepto. Pero por espiritualidad se entiende ordinariamente sin más la actitud religiosa frente a la vida. La vida abierta a la trascendencia, al Otro, y esto de manera radical y fundante, de tal modo que esa actitud no venga a ser una superestructura artificialmente añadida a la vida, sino precisamente la estructura vertebral que da sentido y unifica todo el vivir humano. Un vivir dinámico, tendido hacia el logro en plenitud de ese destino trascendente, que resulta así no extraño ni alienante, sino entrañable, esencial, la última explicación del existir humano. Cuando de hecho se toma conciencia en serio y sinceramente de esa dimensión religiosa con todas sus consecuencias, y la vida queda tran- sida por su intensa vibración, entonces es cuando podemos hablar en sentido más propio y limitado de espiritualidad. En nuestro caso, por supuesto, pensamos en una espiritualidad de signo cristiano, la que provoca Jesucristo, mejor dicho, la revelación positiva de Dios en su Cristo. Es frecuente hablar también, dentro de la espiritualidad cristiana,

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ESTUDIOS

ACERCA DE LA ESPIRITUALIDAD CRISTIANA CONTEMPORANEA

La palabra espil'ítualidad ofrece multitud de sentidos, Por ella puede entenderse en sentido amplio toda actividad humana

estrictamente tal. Toda esa actividad inmanente, reflexiva, consciente, aparentemente al menos libre, que se proyecta después en realizaciones externas planeadas, enriquecedoras de la misma causa humana que las produce, Para explicar tal actividad la única respuesta satisfaciente es· admitir el «espíritu» encarnado en el soma humano, «espíritu» en el sentido estricto del concepto.

Pero por espiritualidad se entiende ordinariamente sin más la actitud religiosa frente a la vida. La vida abierta a la trascendencia, al Otro, y esto de manera radical y fundante, de tal modo que esa actitud no venga a ser una superestructura artificialmente añadida a la vida, sino precisamente la estructura vertebral que da sentido y unifica todo el vivir humano. Un vivir dinámico, tendido hacia el logro en plenitud de ese destino trascendente, que resulta así no extraño ni alienante, sino entrañable, esencial, la última explicación del existir humano.

Cuando de hecho se toma conciencia en serio y sinceramente de esa dimensión religiosa con todas sus consecuencias, y la vida queda tran­sida por su intensa vibración, entonces es cuando podemos hablar en sentido más propio y limitado de espiritualidad.

En nuestro caso, por supuesto, pensamos en una espiritualidad de signo cristiano, la que provoca Jesucristo, mejor dicho, la revelación positiva de Dios en su Cristo.

Es frecuente hablar también, dentro de la espiritualidad cristiana,

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de diversas espil'itualidades. Ello es legítimo, pero requiere precisiones importantes. Porque lo esencial en la espiritualidad cristiana consistirá siempre en última instancia en lo mismo. Y lo que diferenciará a esas espiritualidad es serán acondicionamientos accidentales a aquélla en sí misma, o el contemplarla desde perspectivas o aspectos distintos.

Pero con este planteamiento nos metemos inevitablemente dentro de una grave aporía que conviene en seguida esclarecer. Porque esta­mos hablando sin querer de la espiritualidad en sí misma, cuando la espiritualidad en sí misma no existe. La espiritualidad es vida, y la vida es algo personal en el caso del hombre, algo único, concreto, irrepeti­ble, distinto siempre, hasta distinto en cada momento dentro de la dinámica de la misma vida singular humana. La vida siempre corre, se mueve, avanza. Por eso rigurosamente habría que hablar de tantas espiritualidades como hombres la viven.

¿Es que no se da en toda espiritualidad cristiana algún elemento o algunos elementos comunes, sin los cuales esa espiritualidad no existe, de tal modo que podamos decir de ellos, por abstracción, que consti­tuyen lo esencial de la misma, y en concreto por lo tanto que es nece­sario que se encuentren en cada vida calificada cristianamente de espi­ritual? Cierto que sÍ. La espiritualidad cristiana consiste siempre en algo que viene dado por Dios y aceptado por el hombre, consiste en participar el hombre de la caridad de Dios por y en Cristo. Consiste en ese encuentro vital que le marca para siempre. Y esto dentro del ámbito vivo de la Iglesia, en el misterio del Cristo total, donde se vive esa caridad en la fe y se comparte con todos los demás hombres her­manos. Todo esto hay que recibirlo y vivirlo a través de unos contactos divinos sacramentales que El mismo ha querido, y de unos contactos extrasacramentales inclasificables que El, como le place, regala a cada uno. y toda esta vida cristiana en la caridad de Dios da lugar a una ley, cuyas grandes líneas individuales y sociales vienen preestablecidas para todos por la voluntad de Dios, prolongando y trascendiendo las exigencias mismas de la naturaleza humana.

Elementos objetivos de la espiritualidad cristiana que Dios mismo determina y proporciona. Pero que han de hacerse luego vida palpi­tante al verterse en la realidad concreta y personal de cada cual. Lo esencial y común se hace esencial pero singular en cada persona hu­mana.

Digo se hace esencial y singular en cada uno. Porque esos elementos, esa vida en Dios por Cristo y con Cristo, esa vida eclesial en la manera y medida que sea, en todos tiene que encontrarse. Lo accidental serán después las modalidades y acentuaciones que las circunstancias internas y externas de cada vida lleven consigo, pero que no afecten necesaria­mente a la consecución de esa vida espiritual determinada. Todos la

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misma espiritualidad : participar de la vida, de la caridad del mismo Dios, por ser y vivir el mismo y único Cristo. Todos a la vez distinta espiritualidad, la de editar personalmente, en repeticiones siempre per­sonalmente distintas, aquella realidad misteriosa.

Porque los mismos matices diversos, que podemos llamar acciden­tales respecto a una consideración de la espiritualidad contemplada en sí misma, en abstrato, desde la perspectiva general de Dios, ¿hasta qué punto lo son en cada caso particular y real? Porque muchos de esos detalles, de esas proporciones, en este o aquel caso, forman parte viva y hasta indispensable de ese vivir concreto, de tal modo que sin ellos, su espiritualidad no se lograría. ¿Qué es lo esencial y qué es lo acci­dental, entendiendo por esencial y accidental lo necesario o no, en el vivir personal, existencial de cada hombre? Es el misterio de la vocación personal que sólo puede barruntarse inclinándose sobre cada uno en particular para intentar descubrirlo.

Resumiendo. Hablar de esencial y accidental en la santidad cristiana sólo puede hacerse en un plano abstracto. Esencial será aquello que en una u otra proporción tendrá siempre que darse en todo espiritual. Lo accidental será lo que a priori pueda darse o no darse.

Pero en el plano concreto, existencial, vital-y la santidad es vida­hay que hablar de necesario o no necesario en aquel vivir determinado. En los planes de Dios pudo entrar que para conseguir tal perfección de santidad en aquella vida se diese, por ejemplo, tal o cual práctica devocional, en sí accidental hablando en teoría.

LA ESPIRITUALIDAD ES UNA Y MÚLTIPLE

Cabe, sin embargo, agrupar a los hombres según ciertos elementos diferenciales que, dentro de la situación general de todo cristiano en el pueblo de Dios que es la Iglesia, y dentro del común denominador de la sicología humana, de los antropismos universales, puede sospe­charse (y hasta comprobarse mejor o peor) que condicionen el modo de vivir de varios de ellos, no por consiguiente de todos en general. Pueden en este sentido establecerse a priori diversas espírítualidades. Pero nótese bien, nunca podrá trazarse una línea rigurosa de separación entre grupos y grupos, ni mucho menos encasillar con seguridad a cada uno en particular rígidamente en este grupo o en aquél, pues se co-

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rrerÍa el riesgo de falsear la espiritualidad viva y personal, prácticamente inaprensible, de cada uno.

Los elementos objetivos que más pueden crear diversas espirituali­dades o modos de vivir cristiano son los carismas de los distintos minis­terios eclesíales. Ellos comprometen la vida cristiana diferenciadamente según exigencias de la misión determinada de los mismos: sacerdocio, vida religiosa jurídicamente tal, matrimonio. ¿Puede hablarse de una «espiritualidad seglar»? Es difícil hacerlo, ya que esa espiritualidad seglar es la de la vida cristiana sin más. Más fácil es discurrir sobre la espiritualidad matrimonial, monástica, «religiosa», sacerdotaL .. , pues allí se hablan elementos muy recortados que especifican y por ende condi­cionan claramente «estados de vida» sociológica y sicológicamente dis­tintos.

También el parecido sicológico puede aproximar mucho a hombres muy separados en el tiempo y en el espacio. Las maneras de reaccionar ante las gracias divinas y los avatares del vivir se hacen semejantes, y hasta el estilo de Dios al ayudarles se adapta frecuentemente al modo de ser que El mismo ha hecho posible. Tipos biológicos, temperamentos, caracteres iguales plantean problemas y soluciones afines en la vida espiritual.

El modo de O1'ganízar en la práctica esa vida puede también hacerse desde los diversos aspectos del misterio cristiano. Salvado lo esencial siempre, puede acentuarse más o menos alguno de los «misterios» en que aquél se despliega, o valorarse más una virtud moral que otras, o dedicarse más a una tarea caritativa que a las demás, etc. Depende de la sicología particular, o de las urgencias que rodean a cada cris­tiano, o de los mismos atractivos que Dios suscita en el alma de cada cual. Hasta pueden estructurarse sistemáticamente en esa línea diversas teorías para la presentación de la vida espiritual. Serían entre sí conver­gentes y complementarias; desde perspectivas distintas enfocarían lo siempre esencial.

También por el hecho de pertenecer a determinadas instituciones re- . ligiosas dentro de la Iglesia, instituciones generalmente provocadas por una personalidad profética y genial, se adquiere un cierto aire de fa­milia que condiciona a los que viven en ellas inmersos. El objetivo concreto común, la formación institucionada, a veces hasta demasiado formalista, las prácticas repetidas, acuñan más o menos una manera de pensar y de ser parecida, y una espiritualidad de parecido color. Esto nos invita a considerar el recurso diferenciado que aquí más nos in­teresa.

Me refiero a las varias culturas y civilizaciones que registra la his­toria. La cultura humana crea las culturas y las civilizaciones. Por cul­tura entiendo aquí el trabajo inteligente del hombre sobre sí mismo y

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sobre la naturaleza para perfeccionarse a sí y para mejorar y embellecer a aquélla, aprovechando la energía y las riquezas latentes o patentes en la misma. Ambas cosas, perfección del hombre y trabajo sobre el cosmos, están de suyo implicadas. Por culturas dentro de la cultura en­tiendo esas sensibilidades mentales típicas de los diversos grupos étnicos, que se forman lentamente, a base de convivencia común, de tareas y de luchas en medios naturales distintos de pueblo a pueblo, de circum­tancias históricas diferentes, creando esos arquetipos colectivos que se amasan en el subconsciente de los que más o menos forman esos pue­blos. Ello se manifiesta en una serie de realizaciones objetivas que caracterizan a esos grupos. Por civilizaciones entiendo más bien los re­sultados de las efectividades que el progreso y las técnicas humanas van produciendo, impactando y modificando, a la larga nivelando en gran parte, a las diversas culturas. Estas son algo más humano y más estable. Aquéllas, las civilizaciones, algo más temporal y periférico de suyo, más residual a veces, hasta quizá desintegrante en ocasiones y degene­rante de una construcción cultural rica en sí misma. La integración de las civilizaciones en las culturas es extremadamente delicado y difícil. La cultura india no es la española, ni la japonesa es la árabe. Se com­prende en seguida que culturas y civilizaciones modifiquen la espiri­tualidad aún cristiana de los pueblos y de las personas. La Iglesia es una y única, pero los cristianismos son muchos, tantos como culturas.

La santidad, la espiritualidad cristiana es, volvamos a repetirlo, radicalmente una y la misma, pero los santos, los espirituales cristianos son todos distintos. Porque por más elementos externos que puedan influenciarles y motivarles, no hay en definitiva determinismo que valga ante la libertad de Dios en repartir sus dones y la libertad de los hom­bres en aceptarlos y cooperar o no a sus llamadas.

UN NUEVO ESTILO DE VIDA

Ya es un tópico el afirmar que VIVImos en un momento crucial de la cultura y de la civilización en general. Un momento no sólo evolutivo al máximum, sino revolutivo. Y esto a nivel planetario y acelerada­mente. Aunque, no nos engañemos, las culturas como tales no mueren ni evolucionan muy de prisa, aunque la civilización actual sea tan uni­versal y penetrante en todas aquéllas. Pero, sin duda, algo grande pasa

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y sacude al mundo. Los cambios en todos los aspectos del vivir humano son impresionantes. Me remito a la introducción de la Constitución Gau­diwm et Spes del Concilio Vaticano n.

Unicamente me permito recordar los siguientes fenómenos que sir­ven para explicar muchas cosas.

El desarrollo gigantesco y rápido de las ciencias matemáticas, de las ciencias de la naturaleza (física, química, conocimientos naturales de la tierra y del espacio ... ), y de las ciencias del hombre (biología, sico­logía, sociología ... ). Los resultados impresionantes de la medicina y de la cirugía, la cibernética, la sicología profunda. Todo ello ha desatado el chorro de la técnica (cada puerta que se abre descubre otro pasillo de puerta y así sucesivamente). La tecnocracia nos amenaza como un peligro aplastante, como algo que se escapa de las manos de los mismos que practican esas artes aplicativas de los resultados científicos. El vivir humano se mecaniza. La automación le desplaza. Y fácilmente el hombre queda preso en sus máquinas y en sus fórmulas y por los mis­mos robots que él fabrica.

El proceso de socialización es también revolucionario. Problemas demográficos en explosión; urbanísticos, de la migración, del turismo; económicos con una economía potenciada pero desproporcionada entre hombres y pueblos (hambre, subdesarrollo, diferencias sociales como consecuencia); políticos: frente a las dictaduras antiguas y nuevas, fren­te a los regímenes aristocráticos y plutocráticos, la democracia y la proletocracia; internacionales, de convivencia más conocida y cercana para todos los pueblos, pero con riesgo de choques imponentes, a escala mundial en cualquier momento. Todo ese proceso de socialización crea cantidad de problemas y tensiones que afectan a la vida familiar (la familia urbana absorbe a la familia rural), a la vida del trabajo o del ocio, a la vida de las relaciones humanas todas, y de rechazo a la vida de los individuos.

Surge así una civilización que llamaremos atómica por señalarla con un signo. Civilización mecanizada, pero de la comodidad, del alto nivel de vida, de la cultura (en el sentido vulgar de la palabra), sumergida en el ruido y en la prisa por la efectividad, de recursos inmensos aunque artificiales, y de horizontes más bien limitados, demasiado temporales. Civilización magnífica, de asombro, pero cargada también de peligros. El Concilio oportunamente los ha denunciado.

En" primer lugar el de la masificación. La densidad demográfica; las agrupaciones humanas mastodó;nticas; la mecanización producida por la técnica; los medios múltiples y poderosos de difusión, que permiten hacer propagandas sensoriales, sicológicamente presionantes y violen­tas; la socialización y la planificación y organización de todos los traba­jos y servicios; el culto de lo comunitario como reacción frente al libe-

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ralismo decimonónico ... , todo esto causa esa masificación en grande que cada vez más nos envuelve. Con la deshumanización consiguiente. Los hombres personalmente se pierden en la fábrica en el espectáculo ma­sivo y sicocolectivo, en el partido político, en el sindicato, no digamos en el «estado comunista». Se hacen masa, máquinas, cantidad, núme­ros, sin nombre propio, «ésé» o «aquél» no tú o Pedro o Antonio. Dejan de ser pueblo, verdadero pueblo hecho de personas conscientes y libres. Las dictaduras políticas y culturales son un producto del liberalismo sin control y de las civilizaciones sin alma.

Por reacción, sobre todo entre los jóvenes, se aviva como de manera casi instintiva, y revistiendo formas de primitivismo salvaje, el ansia de liberación, el inconformismo, la rebeldía ante todos y ante todo, el gamberrismo en todas sus manifestaciones. La tensión entre las gene­raciones (viejos y jóvenes) es hoy desgarrrante. Los unos se endurecen en sus ancestrales cuadros de pensar y de vivir, los otros no quieren respetar nada de aquello. Libertad a ultranza que sacude la camisa de fuerza de una sociedad masificada, comunificada con exceso, en la cual muchos de los que la forman no quieren ser esclavos.

Más interesante a nuestro propósito es el fenómeno de la fiebre por vivi}' la vida que atraviesa al hombre de hoy. El debido y sano cultivo del cuerpo (deporte, higiene, salud ... ) se desliza hacia el goce por el goce de la vida. Hedonismo amoral que droga y envenena. La civili­zación refinada actual le invita a ello. Y la ausencia de valores trascen­dentes le hace complacerse en los «alimentos terrestres» y temporales que abundosa y facilonamente le ponen en las manos. Se comprende esa fiebre por las diversiones incontroladas, evasivas, agotadoras mu­chas veces, y que aumentan el nerviosismo que trataban de sedar. Un erotismo y sexualismo desmitificado y sin frenos lo inunda todo. El pro­blema es muy serio. Añádase la prisa, la rapidez en el vivir (la furia del volante es un símbolo), y se explicará el nerviosismo, la neurotización imperante. «La neurosis se ha convertido en un estilo de vida de la sociedad contemporánea» (López Ibor).

No lo es menos el de la mentalidad geomét1'ica que el humanismo cienticista y técnico crea en nuestros hombres de hoy. El existencialismo fue un intento de superación. Pero ha sido vencido. En definitiva se quedó muy corto y no satisfizo, no podía satisfacer. El neopositivismo, el empirismo llenan el campo. La metafísica no les dice nada. Sólo las sensaciones, la experiencia verificable, lo reductible a fórmulas matemá­ticas, en los casos más fuertes el razonar cartesianamente. Fuera de esos dominios y aún e,n parte en ellos, todo es relativismo, agnosticismo en el mejor de los supuestos. La disyuntiva: o razonar a lo físico-matemático o sentir, es disposición sicológica fatal para la vida de fe. Esta requiere ayudas de la razón y hasta de la sensibilidad si se quiere-es todo el

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hombre el que cree-, pero el camino sicológico de la fe es la intuición, intuición intelectual desde luego (no ciega, fideísta), pero intuición exis­tencial, de comunión a otra persona, a través de la cual se acepta y se ama lo que sea.

Todo ello lleva a un humanismo antl'opolátl'ico. El hombre se siente rey y señor más que nunca. La energía del cosmos se le entrega. El se prepara su paraíso terrestre, cuyos límites agranda poco a poco. Su sueño prometeico es en definitiva algo siempre en proyecto, nunca realizado, pero sí en parte, lo que basta para entretenerle y engañarle. Paraíso individual para muchos, paraíso colectivo para otros en el que hasta la conciencia personal se diluye. ¡ ¡ ¡Humanismo sin Dios, humanismo in­humano!!! (H. de Lubac), ya que el hombre se abre al Absoluto. Pero inhumanismo hoy acechante.

Por ahí nos encontramos con la sombra negra del ateísmo, el gran fenómeno del siglo xx. No que sea nuevo, pero sí que sea multitudinario y elegante. No se siente la necesidad de Dios. Falta no sólo la fe es­tricta, faltan las creencias, y hasta el sentimiento religioso. Dios es el gran ausente en la vida de muchos hombres. No es nuestro tema estudiar aquí ese problema tremendo. El Concilio Vaticano ha trazado el cuadro impresionante. Ateísmo negativo (el problema de Dios ni se plantea ni preocupa), ateísmo agnóstico (es problema insoluble), ateísmo positivo y hasta militante (es problema negativamente resuelto). Las causas se mezclan y son más o menos las mismas: exaltación del hombre embria­gado por la civilización actual, que le apega a la tierra, y que le hace creerse autónomo en absoluto, que le incita a desalienarse de todo, a la vez que le esclaviza y masifica; positivismo científico, relativismo para todo el resto, que le hace olvidar su inseguridad radical y su pobreza extrema con el ruido y el brillo fascinante de lo provisorio; injusticias y desequilibrios sociales y económicos que agravan el problema del mal, tantas veces mal planteado y peor resuelto. En total, «suficiencia» huma­na,· que crea fácilmente una «actitud» atea, en muchos casos hoy audaz hasta la «proclamación» y hasta la «agresión», como en el caso indivi­dual de Nietzsche o el comunitario de los grupos marxistas. Humanismo con las raíces al aire, nihilista, trágico, deshumanizante, abocado a la angustia y a la náusea por más que quiera aturdirse, triste aunque se ría, cuyo enigma de choque es la muerte en la total frustración y deses­peranza. Para el existencialismo absurdo de Sartre la vida es una an­gustia entre dos nadas. Sí, el silencio, la ausencia absoluta de Dios ... es el infierno ...

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EL HOMBRE DE HOY ANfE DIOS

y sin embargo los ídolos no bastan, así sean ellos grandiosa y be­llamente humanos, así sean ellos colectivos y se escriban con mayúscu­la. Los mitos no explican nada: cubren únicamente un vacío abierto, a no ser que sean símbolos de una realidad misteriosa, inexpresable. Por­que el misterio será siempre una dimensión de la existencia humana. Lo que no puede admitir nunca el hombre es el absurdo. Y sin Dios no sólo todo-empezando por el hombre mismo-es misterio, sino que todo es absurdo.

Su problema radical es y será siempre-Unamuno lo gritó sin tapu­jos, es su mérito-encontrar una respuesta a su red rabiosa de infinito, de absoluto, de eternidad. Esa sed a la que se abre la naturaleza al nivel alto del hombre, y que si fuese inútil, baldía, sin respuesta, instalaría el absurdo en el corazón del cosmos y de la historia. Sería la única y la más trascendental flecha lanzada por la naturaleza en el vacío. Cuan­do se trata sencillamente de lo más radical en el ser humano: existir o no, ser siempre algo o no ser nada. ¿Qué sentido tendría entonces la sonrisa de los niños, o el torrente de dolor de los inocentes y de los mismos pecadores? ¿Qué sentido tendría entonces la libertad humana? ¿Sólo el de podernos retorcer sobre nosotros mismos? «En el corazón del he>mbre existe la nada como un gusano», frase amarga de Sartre, y «la muerte es la dura victoria de la especie sobre el individuo», de Marx. Pero el hombre es persona y la persona exige existir consciente y libremente siempre.

Dios personal, amor infinito, caridad, contesta con su Cristo a la llamada que El mismo clavó en nuestro corazón. Su revelación es la respuesta de Dios a la inquietud religiosa humana que Dios mismo ha suscitado. Cristo es la fuente. El que la busca con humildad siempre la halla. «El que cree ... es inducido, principalmente, por un instinto interior de Dios que le invita» (Sto. Tomás, Summa, 11-11, 2,9, ad 3). La luz de la fe será como un don que le llevará hasta sus aguas. Y le sa­brán a esa eternidad que espera, y le darán la seguridad de que esa eternidad le aguarda. Y le animarán a seguir caminando hacia ella por el tremedal del vivir humano, en la lucha agridulce del quehacer, de la aventura cristiana. «El que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la hallará» (Mt. 16, 25).

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En Dios, en la caridad de Dios, es donde únicamente el hombre se logra, no se pierde en la naturaleza (deshumanismo panteísta) ni en la sociedad (deshumanismo marxista). En Dios, en su Cristo, es donde el hombre se encuentra a sí mismo, se realiza, se perfecciona. «El hombre supera infinitamente al hombre» (Pascal). Porque es imagen de Dios. y Cristo, la imagen perfecta visible del Dios invisible, es el primogénito de todos sus hermanos. La persona humana en Dios no se aliena, por­que su libertad no puede chocar con la libertad divina, pues ésta no tiene límites y es la que hace posible a aquélla. Al contrario, es en El donde únicamente puede conseguir la «personalidad» sicológica y moral que su imperfección y sus posibilidades permitan, ya que metafísica­mente su persona en Dios se funda y se explica. Y es comulgando a su caridad como únicamente también su libertad puede ser para los de­más no un límite, sino una condición de que ellos se logren, así como los límites de la de los demás lo han de ser también para la mía, como quiere Garaudy. La caridad, el amor que se abre y se da y se acepta, es el diálogo vital que hace santo, relativamente perfecto al hombre. Diálogo con Dios. Diálogo con los hermanos. Tendido hacia lo trascen­dente y encarnado en el ahora y aquí. Diálogo que tiene su Palabra: Jesucristo, el Verbo Encarnado. «Yo soy la resurrección y la vida, el que cree en mí, aunque muere vivirá, y todo el que vive y cree en mí no morirá para siempre» (Jn. 11, 26).

Todo esto supuesto, ¿qué «espiritualidad» cristiana cabe esperar que florezca en este clima cultural, en esta civilización que nos empapa? Lo esencial de la misma, siempre lo mismo, ¿cómo deberá expresarse para que hoy encuentre audiencia siquiera en un mundo, que en gran parte no fue cristiano nunca, aunque haya recibido influencias cristia­nas, o que si en parte lo ha sido hoy sufre un proceso de descristianiza­ción, y para el cual por consiguiente el mensaje cristiano no es una no­vedad sino un refrito ante el cual se amontonan los prejuicios desfavo­rables? ¿Qué peligros acechan a esa espiritualidad al querer adaptarse? El mensaje cristiano no se puede traicionar: sería el mayor de los fra­casos. Lo sacral no puede secularizar se, hacerse profano, aunque lo pro­fano como lo sacral debe ser siempre religioso, es decir referencia a Dios, sin mixtificaciones ni compromisos extraños. Intentemos modesta­mente contestar. Aunque convengamos de antemano que ello es difícil. En lo álgido de la crisis, en medio de la polvareda, es arriesgado poder ver claro ni precisar nada. Quiere decir que es un tanteo, una pura aproximación lo que se va a ensayar.

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LA ESPIRITUALIDAD DEL HOMBRE DE HOY

Advirtamos ante todo dos cosas. Que la vida espiritual se ha dado y florecido en la Iglesia siempre. Más o menos. Parece como si algunos creyeran que ahora se descubre por primera vez con exactitud o poco menos. Sería contra la indefectibilidad esencial de aquélla que esto fuese asÍ. Su capacidad santificadora siempre se ha ejercido, y con re­sultados. La historia lo confirma. Lo que ha ocurrido es que siempre se ha dado cizaña con el trigo, que los elementos institucionales de la Igle­sia siempre tienen límites, que siempre ha necesitado reforma, y adap­tación dinámica en lo accidental. Y que muchas veces la formulación doctrinal del misterio cristiano o de algunos de sus aspectos ha sido más o menos lúcida, aunque aquél se haya vivido en realidad por el pueblo cristiano y en especial por algunas almas más generosas espléndida­mente. No perdamos de vista a este respecto que esa formulación de­pende en parte de las diversas «dialécticas» a la moda, por las que nos apasionamos los occidentales, y que son verdaderas limitadamente, es decir, sirven en parte, sólo en parte, y desde perspectivas determinadas para ilustrar el misterio inagotable. También ahora hacemos dialéctica a gusto de nuestro tiempo, que mañana se estimará menos o nada, y se harán otras nuevas o se volverá sobre antiguas ya olvidadas. Añada­mos que es el Espíritu Santo el que acentúa variadamente a lo largo del tiempo unos u otros aspectos del misterio cristiano ante la mirada y afi­ción del pueblo de Dios, y el que suscita maneras accidentales de vivirlo, que si están en perfecta consonancia con la realidad del mismo, con el universo de la fe, pueden ser útiles para la gran mayoría de ese pueblo. Es lo que llamamos «devociones», que la Iglesia aprueba tantas veces, pero que, como algo accidental en sí mismo, pasan o cambian. Todo ello es bueno, cuando lo es, pero responde a situaciones históricas y temporales, a «culturas» o civilizaciones distintas, que hemos de saber interpretar y respetar, como ocurrirá mañana con las nuestras. Porque también ahora hay nuevas devociones que nos entusiasman, pero que no son esenciales ni mucho menos.

Otra cosa hemos de recordar. Les parece a algunos como si el Con­cilio Vaticano II fuese la panacea universal y definitiva para nuestros males. Y ya no hubiese más que el Concilio. Líbreme Dios de mini­mizar en nada el valor extraordinario del mismo. Lo que ha dicho, y

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lo que ha sugerido, y lo que ha suscitado y hará, es un verdadero mi­lagro de Dios, una intervención descarada del Espíritu Santo en su Igle­sia, un evento grandioso divino dentro del plan de salvación y de su realización Histórica. Pero pienso, con K. Rahner (""), que ello no es más que una mínima parte de lo que la revelación vital y nocional de ese plan contiene. Que no porque no lo diga o trate el Vaticano rr dejan de existir muchas verdades y muchos quehaceres espirituales que antes eran o son o serán.

Esto anotado, tratemos de elencar las notas más camcterísticas de la espiritualidad de nuestl'O tiempo, las que más parecen responder a su talante cultural, sicológico, histórico ... Bueno será llamar la atención después acerca de los peligros o lados débiles que se perciben en la mis­ma. Ello servirá para completar mejor la visión de esta espiritualidad actual.

Espiritua~idad pet'sonal

Frente a la realidad o a la amenaza de un comunitarismo exagerado y absorbente, y conjugado con un comunitarismo exacto, hoy se afirma un personalismo de buena ley. Un personalismo que como actitud de vida significa asumir con lucidez de conciencia la responsabilidad del propio vivir. Esto importa llevar de veras la libertad personal en las manos. Por consiguiente haber llegado a la debida madurez sicológica bajo todos los aspectos. Sin rutinas. Sin compromisos sociales. Se dirá que a este ideal sólo llegan unos cuantos. Pero téngase en cuenta que la evolución y el nivel cultural en el mundo suben rápidamente en nuestros días, resultando de ello que esas minorías de «adultos» son cada vez más amplias.

Una espiritualidad pues que sabe vivir penetrantemente el compro­miso de su fe, que pretende llegar con generosidad a todas las exigen­cias de la misma. La misma obediencia por ejemplo se vivirá como algo conscientemente querido, ofrecido. Ello supone una educación conve­niente de esa fe. Un proceso de maduración que prácticamente nunca cesa, hacia una meta totalizante, aunque siempre inalcanzable, porque se trata del peregrinar de toda una vida, de una vida en constante des­pliegue perfeccionante de sí misma.

Pero espiritualidad personal quiere decir vivida desde la persona, no terminada y cerrada en la persona. Por eso no es individualista ni egoísta, sino perfectamente comunitaria y abierta, lograda en la comu-

* Frommigkeit heute una morgen: Geist und Leben 39 (1966) 326-342.

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nidad eclesial. Luego volveremos. Espiritualidad que es así respuesta personal al Dios vivo y personal que nos llama y que nos interroga. Que es entrar y vivir en diálogo amoroso con El.

Espiritualidad mística

Si personal, ha de ser viva, auténtica, experimental. Digamos sin mie­do: mística. Si la fe hay que vivirla con todas sus consecuencias es fácil llegar a la connaturalidad con su objeto, es decir al encuentro vital con Dios y su Cristo. Y seremos testigos de la presencia y de la actua­ción del Espíritu de amor en nosotros. La Lumen gentium del Vatica­no JI ha recordado (núm. 12) la importancia de lo cm'ismático (se entiende: carismas personales) en el acervo de riqueza que atesora en conjunto el pueblo de Dios. Se trata de iluminismo en el sano sentido que puede recibir esta palabra.

Esa experiencia de la fe viva ofrece una gama innumerable de gra­dos y matices. En rigor es distinta en cada persona. Pero podemos hacer una división sencilla: experiencia mística nOl'mal y experiencia privile­giada. La primera puede ser la de todo cristiano que seria y sincera­mente cultiva su vida espiritual. Es una mística suave, que sicológica­mente se sostiene de la vivencia de ciertos momentos fuertes de ese encuentro con Dios (muchas veces unidos a los grandes actos litúrgicos, o a otras gracias). La privilegiada es la de los grandes místicos, testigos llameantes del Amor entre sus hermanos. Los que viven «la experiencia integral» que decía Bergson.

A los hombres de hoy no apasionan las teorías, ni por desgracia las verdades a secas, sino los valores, la vida palpitante. Es la hora de los místicos, de la mística, de vivir la vida cristiana místicamente.

Espiritualidad existencial

Mística sin maTavillosismo, desde luego, En fe pura, en fe hasta pro­bada. El hombre del siglo xx es un hombre que siente el desamparo de Dios en su sensibilidad religiosa. La civilización de la técnica le ha des­pojado de muchas cosas: calor de la naturaleza misteriosa, desacrali­zación de lo temporal, contorno sociológico que le arropaba y hasta presionaba religiosamente, hasta de supersticiones que a veces parasi­taban en la misma religiosidad de algunos ... La mentalidad cartesiana

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y matemática o experimental y positivista no ayudan sicológicamente a la vida de fe. Y hoy son dominantes. Se explica en parte al menos la crisis de fe que padecen no pocos. Se explica el ateísmo. Se explica que impresione ese «silencio de Dios», que antes rompían real o aparente­mente ciertas voces.

Ahora Dios habla más que nunca en la noche. La fe «es una llamada de amor en las tinieblas» (Bergmann). Pero hay que saber y que querer atravesar esa noche para llegar a escuchar esa llamada. Esto comporta una purificación terrible de la fe. Conocimiento oscuro pero vivo en la fe, en «la nube de la inconsciencia». Por eso es maestro y guía actua­lísimo S. Juan de la Cruz. Más allá de las imágenes y de las sensaciones, más allá de los gustos y de las seguridades facilonas, más allá de los éxitos temporales ... , hay que vivir la gran aventura, la gran entrega, hay que llegar a la adhesión a la Palabra pura en la gran desnudez ... Purificación total: primero registraremos más nuestro esfuerzo del cual Dios tiene sin embargo la iniciativa y la ayuda constante que le hace posible; luego se sentirá más la intervención penetrante de Dios. Fe iluminada. Fe purificada en las noches, en la unidad de las noches pa­siva y activa. Mística de la noche, del silencio, del fracaso, de la cruz ... Pero que irá limpiando el subconsciente morboso, y realizando la difícil unidad y autenticidad de la vida. Y se llegará, no por actos pasajeros e intermitentes, sino como disposición radical, a la entrega de la volun­tad divina. Y así al descubrimiento y al encuentro vital con Dios. A la esperanza escatológica en el amor. Teresa del Niño Jesús, Isabel de la Trinidad, Edith Stein, Carlos de Foucauld, Simona Weil... han vivido esta llÚstica de la fe pura, que les hace tan actuales, tan cercanos al hombre de hoy. Por eso fueron al mismo tiempo tan «devotos» de San Juan de la Cruz. Pero ¡qué duro es ese camino interior que lleva a la liberación, a la plenitud y a la alegría, que se abre a la esperanza y al «abandono» !

Espiritualidad esencial

Según lo que llevamos dicho acerca del talante de nuestro tiempo y del estilo personalista y descarnado de la espiritualidad actual, se comprende que ésta guste de la sinceJ'idad, de la sencillez, de lo esen­cial cristiano. In spiritu et veritate. El espíritu de las bienaventuranzas sin mixtificaciones ni fariseísmos. Sin aditamentos. Poco amiga de for­malismos ni de «devociones» accidentales. El mensaje evangélico acep­tado y hecho vida, encarnado de verdad. Y traducido en testimonio ante los demás, es decir, proclamar con su vida la fe que explica la genero-

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si dad oblativa de ese su vivir. Espiritualidad sin barroquismos, hoy ex­traños, aunque no exenta de su «poco» de romanticismo escondido, cons­tante de todas las culturas y civilizaciones «humanas».

Espit'itualidad manifestada en símbolos y signos

Por lo mismo la espiritualidad actual busca para expresarse de sím­bolos y signos. El misterio es siempre una dimensión del existir humano. Hoy la desvelación de muchos misterios de la naturaleza le aboca a otros nuevos, y sobre todo ahonda en el misterio del existir mismo. La revelación de Dios, y el universo de la fe en el que nos introduce, nos lleva a abismarnos en la lejanía del misterio divino, de sus pensamientos, de sus designios. Él lenguaje de la revelación ha sido el de los símbolos, el de los signos (la palabra el principal), el de los hechos. Acercándonos a ellos es como a la luz de la fe nos podemos asomar-sólo asomar­al misterio que encierran. La sensibilidad mental actual por otra parte es particularmente sensible a todo esto; no se complace con expresiones ni cuadros de pensar racionalistas ni abstractos.

He aquí por qué lo noético en la espiritualidad cristiana actual coin­cide con lo óntico de toda verdadera espiritualidad cristiana: el culto de la Biblia y el culto de la Liturgia ... Espiritualidad bíblica y litúrgica: afición, gusto, estudio, utilización abundosa de esas fuentes primarias de la vida cristiana, del encuentro de Dios con el hombre en la Iglesia, que es toda ella la depositaria y administradora y beneficiaria de las mis­mas. Biblia y Liturgia que iluminan el misterio y lo hacen vivir, que sacramentalmente significan y contienen.

Espit'itualidad optimista y positiva

El hombre fácilmente angustiado de hoy la necesita. Son muchos los demonios que le oprimen. Y se abre a la esperanza y al amor de Dios, que nos ha dado su Hijo y su Espíritu. El misterio pascual de Dios en Cristo, en la muerte y resurrección de Cristo, funda la fe y la confianza ilusionada de su Iglesia. Y la invita a la entrega amorosa a su voluntad divina,

Por el acento personalizante del hombre actual se entiende que esa entrega no sea solamente pasiva, sino activa, positiva. No sólo aceptar sino salir también al encuentro. La clásica distinción de voluntad de

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Dios significada (la que conocemos previamente: mandamientos, debe­res ... ) y voluntad de Dios de beneplácito (la que vamos conociendo sobre la marcha, en los acontecimientos de cada hora), habría que com­pletarla con la de voluntad invitante o de iniciativa, que El nos deja y pide, la de buscar cada uno, dentro del plan universal de salvación, con humildad, sin querer caprichosamente prevenirla, la voluntad di­vina para cumplir la vocación personal, el nombre nuevo y secreto, con que El llama a cada cual. Todo se esclarecerá mejor con lo que ahora vamos en seguida a indicar.

EspirituaMdad comunitaria

Hasta aquÍ no hemos salido en realidad de la nota primera de la espiritualidad actual: personalista. La segunda en puridad es la de ser eminentemente comunitmia, social, eclesial.

Está en el ambiente. El sentido social y de socialización es hoy vivÍ­sima. Y cada vez cala más hondo en amplios sectores humanos el sen­tido de responsabilidad social por consiguiente. Justicia social, anticla­sismo, amor oblativo y de servicio. Precisamente la caridad cristiana, teologal, participación de la caridad misma que es Dios, provoca y de­sarrolla ese sentido, le necesita y le potencia. Precisamente el misterio del Cristo total, Cristo y su Iglesia, inmersos en el cual es donde se da y florece la vida espiritual, lleva inevitablemente a vivir esa comunión en la caridad, esa vida comunitaria. La contextura Íntima del ser ecle­sial es esa comunión interpersonal en la caridad. Espiritualidad pues no egoísta ni cerrada, no individualista, sino en con por y para la Iglesia, y todos los hombres hermanos. Abierta al diálogo, a la generosidad, y al sacrificio.

Por esto hoy se conoce y vive el misterio de la Iglesia intensamente. El Vaticano 11 ha sido efecto y causa de ese revival admirable. Por esto el sentido litúrgico y la vida litúrgica son tan cultivados (no hablo de espiritualidad litúrgica, pues me parece un contrasentido: la espiritua­lida cristiana será siempre litúrgica o no es; lo que se da más o se da menos es el sentido reflejo y la gustación conciencial de la misma). Por esto la revalorización espiritual de la pobreza en todas formas. Por esto la caridad fraterna en acción múltiple. Por esto el testimonio de caridad. Por esto el apostolado ocasional, el de impregnación de estructuras y quehaceres mundanos, el organizado, comprometido, etc. Clero y lai­cado, todo el pueblo de Dios, adquiere cada vez más conciencia de su misión apostólica, por medio de la cual esa caridad que se da se end­quece a sí misma.

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Espiritualidad mundana

Otra nota característica de la espiritual actual: es una espiritualidad mundana. Entendámonos: en el mundo, y para consagrar al mundo.

El mundo-cosmos y cultura e historia humana-en un sentido ón­tico, físico, metafísico, metahistórico es bueno. Y hace siempre refe­rencia a Dios: es religioso. Lo hace el Verbo: «Por El fue hecho todo» (Jn. 1, 10). Encierra pues un logos divinal, que le hace símbolo de las perfecciones divinas, y de la presencia velada de Dios en El. Luego, la encarnación del Verbo viene a santificarle más, centrando cosmos e his­toria, hasta cierto punto sacrilizándolo.

Porque lo religioso no coincide con lo sacral. Esto último no cubre más que a las instituciones concretas sociales e históricas del culto reli­gioso. La cultura humana de suyo, a excepción de la cultura cultual es­tricta, es profana. Profana no quiere decir por lo tanto arreligiosa, y es susceptible de sacrilización a través del hombre que la realiza.

Pero ese mundo en un sentido existencial e histórico es en gran parte malo. Es el mundo del pecado, en referencia negativa a Dios, desanti­ficado.

El misterio de Dios en Jesucristo le devuelve su referencia positiva a Dios, le reconcilia con El, le hace religioso y santifica de nuevo. Y por la Iglesia, como levadura de ese mundo, le sacraliza en parte. Por­que la Iglesia es lo que es sacral y ella sacraliza a los hombres que la constituyen, a las instituciones aún naturales que ella asume cultual­mente como el matrimonio entre bautizados, etc. La Iglesia es el fanum de la divinidad en medio de lo profano, el resto del mundo, para que éste sea religioso y santo, para que se vaya sacralizando por ella y en ella.

Por eso ante el mundo caben tres actitudes no sólo compatibles sino hasta mutuamente necesarias: laus mundi, contemptus mundi, conse­cratio mundi. La espiritualidad actual acentúa la primera y la última.

Es una espiritualidad optimista ante la vida, ante las culturas y civi­lización actual conquistadora y progresante. Por eso se abre y se da al mundo, a los hombres todos, en anchura ecuménica. No se evade ni huye del mundo, no hace ascos de la cultura humana, no se desinteresa de los problemas que plantea. Y esto en una doble vertiente.

El espiritual cristiano de hoy se da cuenta profunda del valor santi­ficante del trabajo humano, de esa tarea que Dios ha impuesto al hom­bre de cooperar con El en la obra de hacer cada vez más rentable y más hermoso al cosmos. Por eso se entrega a él con dedición. Se com-

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promete en el progreso técnico, humano y social. Son realidades tempo­rales, profanas según antes entendíamos, pero que él, creyente y sacra­lizado, empapa de religiosidad y en cierto modo sacraliza, santificándose al mismo tiempo a través de ellas. Hace de la pe1jectio opel'is (acción transitiva, de suyo alienante) y de la pmjectio operantis, intención y aliento humanos que pone en aquella (acción inmanente, de suyo se­parante, evadiente), una sola realidad viva, como quiere el P. Besnard ~. y todo su vivir temporal, profano, profesional (trabajo, artes, política, economía, diversiones, relaciones todas sociales ... ) se hace piedad filial, gloria para Dios, y se hace caridad fraternal para los hombres. Termina en adoración (Teilhard de Chardin), en contemplación, en silencio re­ligioso, en ofrenda, en salmo. Termina en fecundidad. Termina en li­bertad personal, en perfección de sí mismo. De un modo especial esto tiene espacio en esa institución clave del matrimonio y la familia, célula de toda la vida social profana y sagrada. Mejor dicho sagrada sin más, pues hablamos de espiritualidad cristiana. El matrimonio cristiano es el alto lugar de la penetración de lo sacral en lo profano, para así consa­grarlo. Pero esto nos llevaría ya a la otra vertiente que en seguida indi­caremos.

Lograr esa síntesis de ensamblar en unidad la tarea externa y la vibración interior en la vida, es difícil. Pero la perfección cristalina será siempre ascética y esforzada por más sonriente que hoy quiera presen­társela. El segundo sentido que dábamos al mundo no es un decir. La Biblia y la experiencia están a este respecto muy claras. San Juan de la Cruz tiene también en esto razón. Síntesis de estar en el mundo y darse al mundo sin ser del mundo: juega el doble sentido. Hacer así de la vida personal un culto espiritual. «Os ruego, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, que ofrezcáis vuestros cuerpos como hostia viva, santa, grata a Dios; éste es vuestro culto racional. Que no os conforméis a este siglo, sino que os trasforméis por la renovación de la mente, para que procuréis conocer cuál es la voluntad de Dios, buena, grata y per­fecta» (Rom. 12, 1-2). Vuelvo a repetir: santificar y casi consagrar todo lo profano del vivir. Culto espiritual que se expresa objetivamente en el sacrificio eucarístico, en la Misa, momento fuerte, central y fontal, estrictamente sacramental y sacral, de toda esa ofrenda.

La otra vertiente ya queda indicada: por medio de ese culto perso­nal, de esa santificación y sacralización de lo mundano y temporal del vivir personal, las estructuras humanas, sociales (familia, profesiones, ins­tituciones ... ), se salvan de las influencias del pecado, se purifican, hasta se consagran a su manera. Se las prepara y dispone para que el aliento cristiano las pueda influir, y la Iglesia pueda llevar a ellas el mensaje

* Tendencias dominantes de la espiritualidad contemporánea: Concilium 9 (1966) 26 s.

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evangélico de salvación y de vida, de tal modo que llegue y toque al mayor número posible de hombres, y el reino efectivo de Dios se ex­tienda, preparando así los cielos nuevos y la tierra nueva, todo santo, todo sagrado ~.

PELIGROS O LADOS DÉBILES

Esta civilización prometeica engañosamente instala al hombre en el centro de todo. Y el hombre una vez más se deja engañar. Cree poderlo todo, si no de momento, en un cierto plazo de tiempo, porque sabe la ciencia del bien y del mal. Y surge un humanismo individual y colec­tivo, en frenesÍ. Humanismo falso.

El cristianismo ¿es un humanismo? La discusión ha sido ya larga. Y depende de lo que se entienda por humanismo. Aquí no entramos en ella. Pero hoy la espiritualidad tiende en muchos a fijarse y a centrarse excesivamente, casi exclusivamente, en el hombre. Dios se esconde de­trás de él. Es en el hombre donde Dios quiere ser encontrado y servido. Parece que el Nuevo Testamento consuma así la revelación positiva de Dios a los hombres. Ya en 1957 decía el episcopado francés: «El sen­tido de Dios se ha atenuado mucho hasta en las almas sacerdotales y religiosas. La preocupación por el hombre domina a la preocupación por Dios». Pero, ¿y si la fe religiosa que Cristo ha venido a ofrecer a los hombres es precisamente una fe que ha de vivirse en preocupación por el hombre? El cristianismo, ¿es teocéntl'ico, cl'istocéntl'ico o ant1'Opocén. tl'íco, según la revelación divina?

La respuesta a esta interrogación requeriría un libro. Respuesta que tendría que utilizar para ser exacta, no páginas sueltas de la Escritura, n~ datos aislados de la tradición viva y secular de la Iglesia, sino toda la línea de esa tradición incluyendo a la misma Escritura. Nada sig­nifica que el juicio venga imaginado de la manera gráfica y semítica de Mt. 25, 31 ss., en orden a afirmar que el cristianismo es antropocén­trico o que la teleología del cristianismo es el hombre. Esa página sólo quiere decir que «a la tarde nos examinarán en el amor» porque «para este fin de amor fuimos criados», por eso «donde no hay amor pongamos amor para sacar amor». Pero ese amor viene de Dios y termina en Dios, envolviendo necesariamente en su honda a todos los hombres hijos y

* Cfr. J. MULDERS, Die "Weihe" des Menschen an Gott und die Welt durch die Kirche: Geist und Leben 39 (1966) 368 s.

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queridos de Dios. Amor universal porque divino. Amor que se da sin medida, sacrificadamente, porque ha de ser «como El nos ha amado». En nuestra condición caminante la gran señal práctica de que esa ca­ridad se da en nosotros es el amor a los hombres hermanos. LOo repite la carta primera de San Juan. Pero se ve allí claro que nOo es el hombre en cuanto tal el término. La caridad es Dios. Que se vierte en el hombre hecho cristo en el Cristo, hijo en el Hijo, y que vuelve al Padre a través de sus hijos.

Todo el Antiguo Testamento es la revelación del Yavé «S~llltO». (Pa­labra densÍsima que dice toda su inefable soberanía, paternal por otra parte y amorosa.) Y que conduce a su revelación suprema en su Palabra hecha Hombre. Es en CristOo, el Verbo Encarnado, donde San Pablo en­cuentra la recapitulación de todos y de todo. Es a través de Cristo, Dios­Hombre, como San Pablo mira a los hombres. Y es por y con Cristo como los lleva al Padre. El Apocalipsis se cierra con la teofanÍa suprema de Dios y del Cordero. La turba magna de los hombres rodean su trono.

La frase total está repetida en el Viejo y en el Nuevo Testamento. y es la siguiente: el primer mandamiento es amar a Dios con todo el ser, y con ese amor mismo y por ese amor, amar al prójimo, el se­gundo mandamiento, semejante al primero, unOo con el primero (Me. 12, 28-31). El cristianismo es teocéntrico porque es religión. Es cristocén­trico porque es fe religiosa que se nos da por Cristo, Mediador único y necesario. No es antropocéntrico, aunque tiene que contar con los hombres, amar a los hombres, lugares cuasi sacramentales donde Cristo se prolonga y nos llama para con El amar al Padre y obedecer al Espí­ritu. Esta corriente desacralizadora de la espiritualidad cristiana es una consecuencia de las teorías de Bultmann, Tillich, Bonhoeffer, Robinson, y en parte 'Wiéner, Grossouw ... (subrayo los dos más de inmediato im­portantes para nuestrOo tema). Pero el acento de su dialéctica nOo coin­cide con la mentalidad bíblica precisamente. Y esta es la que interesa para fundar una espiritualidad cristiana de verdad. Desarrollar estas afirmaciones no podemos en esta ocasión.

Cierto naturalismo a ultranza ensombrece también a algunas mani­festaciones de la espiritualidad moderna. La suficiencia del hombre ac­tual lo explica. Viene de la mano del humanismo exagerado anterior. Parece que el pecado original y sus consecuencias no existieran. Natura­lismo bobalicón rusoniano. Y se confía demasiadOo en las fuerzas humanas en sí mismas. Fácilmente se mayorizan valores muy relativos, se jerar­quizan mal, casi se les absolutiza a veces convirtiéndolos en ídolOos. La humildad de corazón, las llamadas virtudes pasivas, no encuentran bue­na prensa, cuando, bien entendidas, son tan profundamente humanas, más aún vividas en el plano de la caridad sobrenatural. La mortifica-

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ción cristiana, exigida por causa del pecado y de la comunión a la cruz redentora, se trata de escamotear lo posible, como algo superado en la época del confort y de la alegría pascuaL ..

Por lo mismo existe el peligro de infiltraciones de mundanización, de pactar con el mundo, tomado éste en el sentido peyorativo de que antes hablábamos. ¿Se vive en verdad en la espera escatológica de los bienes futuros y eternos? La vida cómoda fácilmente se desliza hacia un hedo­nismo más o menos disimulado. La justa exaltación del matrimonio y de su mística, por ejemplo, no debe oscurecer el valor superior y exi­gente de una vida de castidad virginal o celibataria consagradas, uno de los temas mayores de la espiritualidad primitiva y secular de la Igle­sia. Sin embargo, las tentaciones en contra hoy acechan y se multiplican. No perdamos de vista que la Pascua del Señor es muerte y vida, es re­nuncia y posesión, es sufrimiento y es alegría. Ahora, dada nuestra con­dición peregrinante y pecadora, comulgamos a sus dos aspectos, al de la cruz consumadamente, al de la resurrección inicialmente sólo, en esperanza firme de futura consumación. Pero todo ya en el gozo del amor. Este motivo del amor y su fuerza y su finalidad hacen de la vida crucificada del cristiano algo totalmente otro a la vida estoica y a su ascética sin alma.

Lo normativo, lo jurídico, lo institucionaZ ... se estima poco. La auto­ridad legítima se menosprecia muchas veces. Cierto que pudo su ejer­cicio en otros tiempos exagerarse. Y su estilo pecó sobre todo muchas veces de menos humano. Se había perdido en parte el contacto perso­naL de persona a persona, entre superior y súbdito, que tienen que bus­car y tratar de encontrar la voluntad de Dios desde puestos distintos y con distinta responsabilidad, pero ambos con corazón de pobres, con sentido de servicio, con caridad y cariño familiar. Pero porque la envol­tura estilística sea diferente, no significa que el contenido también lo sea. La filosofía y la teología de la obediencia en sí siguen siendo las mismas. En una Iglesia, Pueblo de Dios, la autoridad y lo institucional tienen que darse, y se da. Cristo mismo trazó el esquema base y consti­tucional de ella. Por eso sin comulgar en ella a la obediencia de Cristo que salva, no hay redención.

Quizá por esa sensibilidad en carnes vivas de su propia personalidad, por su madurez más recortada, la mortificación y las renuncias del hom­bre de hoy, aparte de ser las que la civilización actual reclama-ciertas prácticas antiguas hoy están desusadas y otras modernas eran antes im­pensables-aparte de este lado material, tengan que ser en sí mismas más autodeterminadas, más escogidas según su libertad. Pero se corre el albur de que resulte nada. Más o menos lo institucional siempre será necesario.

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Que hay que orar litúrgicamente y hasta privadamente nadie lo dis­cute. Pero la oración «institucionada» que dice Rahner, la contempla­ción ... está en cuarentena si no está totalmente eliminada. El activismo no la favorece. Y el pensar sencillamente que no hace falta. Es verdad que podría confundirse por algunos con una contemplación evanescente, platonicoide. Pero la verdadera contemplación cristiana es otra cosa, es un ejercicio de fina caridad.

Pues bien, Cristo oraba así (cfr. Lc. 5, 16). Cristo buscó el desierto, el silencio ... la tradición unánime de todos los siglos cristianos lo cultivó de muchas y variadas maneras. Lectura amorosa y meditada de la Bi­blia fue práctica muy socorrida. Los recursos sicológicos y externos, los métodos rigurosos o flexibles fueron variadÍsimos. En esto se llegó a exagerar (siglo XV adelante). Pero la «liberación llevó ahora a despreciar al contenido. Digamos sin ambages, la vida mística a que antes aludía­mos, la vida de fe y de caridad vivas, y llameantes, la vida de oración, de unión con Cristo, no es posible sin contemplación «institucionada». Como insiste Rahner, si sólo nos limitamos a orar ocasionalmente o a la liturgia, no se será hombre de oración nunca, ni se sabrán impregnar de oración las tareas profanas, ni soportar con paz las horas decisivas de la vida. Para esto hay que establecer espacios de tiempo dedicados a la oración y sujetarse a ellos. Y añade: resulta chocante que hoy se gusten y usen para orar las técnicas complicadas y hasta pintorescas del yoga y en cambio se tengan por métodos añejos formas tradicionales cristianas de oración meditada, como el rosario. Sencillamente, la con­templación es una necesidad sicológica normal para toda vida sobrena­tural espiritual un poco elevada. La misma liturgia sin ella se convierte personalmente con facilidad en un ejercicio rutinario. Aunque la Biblia y la liturgia serán a la par el hontanar precioso donde esa contempla­ción se abrebe. Contemplación en la caridad, para irradiarla, para ge­nerosamente verterla. La contemplación cristiana verdadera se ha de contrastar por la caridad hacia Dios y los hombres llevada hasta el má­ximum.posible de apertura y de generosidad.

Para saber dialogar con los hombres hay que saber dialogar con Dios, ha dicho Pablo VI en la Ecclesiam suam. Y el Vaticano II ha lle­gado a pedir a los sacerdotes que alimenten su quehacer pastoral con la abundancia de la contemplación (Lumen Gentium, núm. 41). Decía el Papa también en el discurso de clausura del Concilio: «el esfuerzo de clavar en Ella mirada y el corazón, que llamamos contemplación, viene a ser el acto más alto y más pleno del espíritu, el acto que aún hoy puede y debe jerarquizar la inmensa pirámide de la actividad humana». Ella seguirá siendo «el verdadero fuego nuevo» (Maritain) que avive la llama de la caridad teologal.

Completemos diciendo que ciertas prácticas de piedad no estricta-

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mente litúrgicas y ciertas «devociones» pueden y hasta deben darse. Hoy no gustan las de antes, y en general se siente poco su necesidad. La vida litúrgica más intensa llena el espacio que ellas antes ocupaban. Pero otras nuevas aparecen, con sabor litúrgico más o menos. Es natural. Lo personal, lo encarnado, no se puede ahogar en definitiva nunca, ni limitar demasiado. Lo que importa es que sean ortodoxas de fondo y de forma, y que se sitúen en su debido sitio, y con sobriedad.

Una breve observación final. Los grandes principios teóricos que ilu­minan la vida espiritual cristiana necesitan hoy una revisión que los afirme frente al peligro de relativismo doct1'inal que no es actualmente un puro fantasma. Biblia, tradición viva, magisterio, experiencias (se trata de vida), serán las fuentes de ese estudio, hecho con equilibrio y serenidad. La crisis que atravesamos no es solamente práctica, es ideo­lógica también, y de ahí su extrema gravedad.

Lo que ocurre también hoyes que al hacer teología de la espiri­tualidad, como en el resto de la teología, se va utilizando una dialéctica de cuño bastante diferente que el escolástico, pero dialéctico al fin sin la cual los occidentales no podemos vivir. ¡Y la de hoyes turgente y complicada, con más carga de idealismo de lo que aparentemente pa­rece mostrar! Lo que hay que procurar de verdad es que sea una refle­xión hecha sobre la Escritura, la Tradición, la vida... Esto es lo que importa. Porque entonces podrá esclarecer seriamente los caminos de la vida espiritual en nuestros días, podrá servir de verdadera pastoral espiritual actualizada.

¿UNA NUEVA ESPIRITUALIDAD?

¿Puede hablarse, como se ha escrito por ahí, de una nueva espiritua­lidad? Ya dijimos de la ambigüedad de esta palabra y de su contenido. Toda espiritualidad cristiana es siempre la misma: ser Cristo, vivir por tanto como Cristo (seguimiento-imitación: ontica, sicológica, ética), irra­diar por tanto a Cristo. Al mismo y único Cristo. El Evangelio es eterno y siempre igual. Aunque la espiritualidad personal de cada uno será algo siempre nuevo, siempre distinto, siempre inédito. Pero las circunstancias ambientales pueden también condicionar las maneras de vivir esa cari­dad del Señor, y esto afectar más o menos a los hombres de cada civili­zación y de cada tiempo, marcándoles. Ese estilo propio será algo sin

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embargo accidental. Lo nuclear es siempre lo mismo. Por eso si esaespi­ritualidad es fiel al Evangelio ha de ser necesariamente· a la vez una espiritualidad tradicional. De otro modo sería equivocada. Sólo de ma­nera muy limitada una espiritualidad cristiana puede pues calificarse de nueva. La de hoyes nueva por las maneras y acentuaciones que ac­cidentalmente la caracterizan. ¿Es al mismo tiempo lo debidamente tradicional?

Sería interesante ilustrar lo dicho con el estudio de algunas gran­des figuras magníficas y proféticas de la historia de la Iglesia. Ver allí lo tradicional vertido en las formas diversas que la adaptación a los tiempos llevaron consigo, y la garra que su egregia e irrepetible perso­nalidad puso en ello. Sólo recuerdo a Carlos de Foucauld, porque ha sido llamado el profeta de los nuevos tiempos eclesiales. ¿Se le acepta como a tal en realidad? Lo dudo mucho. Es verdad que se trata de un caso límite. Que ciertos detalles suyos son caducos, o se dieron en él en una proporción singular. Pero realmente las notas mejores de la actual espiritualidad, sin los inconvenientes que como peligros la rondan, se encuentran en su vida. Tradicional (Biblia, Eucaristía, Santa Teresa, San Juan de la Cruz ... ), y original, personalísimo (contemplación en fe pura, abnegación total, pobreza, encarnación, hermano universal, fracaso ... ). Su influencia invisible sé detecta en los documentos del Vaticano 11 en muchas ocasiones. Su lección impresiona y durará.

¿Qué balance podemos hacer de los pros y contras que presenta la espiritualidad en nuestros días? No me atrevo a opinar. Caminamos por el tremendal de lo incierto, de lo inseguro. Hay que esperar. Y hay que confiar. Los cristianos no hemos de permitir que el Concilio de la espiritualidad, de la santidad, llegue a fracasar. De una cosa podemos estar ciertos: que la espiritualidad contemporánea se abre a horizontes magníficos, pero que presenta también sus limitaciones, como en todas las épocas de la historia ha ocurrido. No nos engañemos.

BALDOMERO J lMÉNEZ DUQUE

Avila