Abigaíl Pulgar, Andrés Mariño Palacio

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Abigaíl Pulgar I Un hombre seco, delgado y alto había sido siempre Abigaíl Pulgar. Sus piernas, de un tamaño extraordinario, llamaban singularmente la atención de todos sus amigos y conocidos. Cuando estuvo en la escuela primaria, sobre su cabeza de pocos cabellos cayeron los más exquisitos sobrenombres de sus condiscípulos. Una mirada torva y angustiada tenía Abigaíl Pulgar para todos aquellos que le aguijoneaban el alma con sus perversidades. Ya en la adolescencia, sufrió mucho. Trató de enamorarse como los demás compañeros, y las niñas se burlaban de su figura quijotesca, de sus piernas de un tamaño extraordinario, de su cabeza en que apuntaban tímidos y desaliñados cabellos. Y su rostro seco, afilado, lanceolado, no le ayudaba en nada. La vida íntima de Abigaíl había sido siempre sumamente extravagante. Separado de su familia, se había ido a vivir a un apartamento. Alquiló las dos piezas restantes que no ocupaba, a una señora anciana de sesenta años, que trabajaba como enfermera en casa de un médico. La señora y su nieto, un hermoso bebé de cuatro años, se entendieron perfectamente con el hombre de rostro afilado. Fueron cordiales amigos. Apenas se veían por la tarde, hora en que regresaba la señora Matilde del hogar de médico. A veces, entraba Abigaíl a saludarla, y con refinada ternura cargaba entre sus brazos las carnes blandas y aterciopeladas del bebé. Gustaba de restregar la piel del niñito contra sus mejillas de cuero curtido por el sol, y por las maldades de que había sido víctima en su niñez. Gozaba mucho cuando cargaba entre sus brazos al nietecito de la señora Matilde. Sus manos huesudas recorrían el cuerpo del infante desde la cabecita aun blanda, hasta las rosadas llanuras de la planta del pie. Se entretenía en acariciarle las mejillas, en tocarle con tacto de picaflor las blandas y risueñas orejitas. Le besaba algunas veces con extrema delicadeza en el cuello. Y cuando esto hacía, no podía soportar el rubor que ascendía instantáneamente a la seca máscara de su rostro afilado. Lo sentaba sus rodillas grotescas, de grandes huesos, y no podía como con el rubor, reprimir un estremecimiento imbécil, al sentir las nalguitas demasiado suaves sobre los huesos. Balanceaba al nené y se quedaba contemplando durante bellos minutos sus ojos, sus labios rojos, sus mejillas, las hermosas orejitas que casi palpitaban. II En ocasiones, y por largos períodos, dejaba Abigaíl de visitar a la señora Matilde. Principalmente cuando inició sus amores con Raquel. Esta muchacha vivía en la misma cuadra de la casa de apartamentos. Por coincidencia la había conocido Abigaíl, cuando ella tocó a la puerta de su cuarto equivocadamente, pensado que allí era donde vivía su tía. En realidad, Raquel se había interesado mucho por el tipo de ese hombre tan extraño. Le veía pasar siempre debajo de la ventana: erguido, seco, con su rostro afilado e inmutable. Y se propuso entablar amistad con él por simple curiosidad femenina. Más, después, llegaron Abigaíl y Raquel a un plano de intimidad relativamente amorosa. No había cruzado aros, pero ya Abigaíl la visitaba en su hogar que como ya dijimosquedaba en la misma cuadra. Y pese a que tenían cinco meses de flirt, Raquel no había logrado saber nada de Abigaíl Pulgar. ¡Que hombre tan cerrado! Siempre le contaba, cuando conversaba en el sofá, que ella se había interesado mucho por su persona antes de conocerle, y otra gran cantidad de cosas, que sólo buscaban confidencias por parte de él. Pero Abigaíl siempre callaba. Apenas sonreía mostrando unos dientes muy blancos y simétricamente alineados. De repente, cuando hablaban, se inclinaba hacía ella y la besaba fuertemente en la mejilla, como queriendo morderla. Raquel se excitaba mucho y le pellizcaba en la muñeca. Entonces Abigaíl, pasaba hasta un cuarto de hora sin hablar, y se iba a su casa taciturno y triste. Una vez, le llevó de regalo un paquete de ostras. Como en la casa de Raquel había un limonar junto al patio, inmediatamente se pusieron a comer, y era de admirar el agudo placer que sentía Abigaíl cuando el cuerpo palpitante y convulso de la ostra pasaba por su lengua, se deslizaba a través de la laringe y entraba en el estómago. Su máscara afilada se contraía como sí le estuvieran haciendo muecas. Los pómulos se le dilataban, agarrotaba las manos y exclamaba: ¡delicioso! ¡delicioso! ¡delicioso! Raquel, para sí, se reía mucho de ese placer que tenía su novio por las ostras y no le hacía caso, hasta el día de su santo en que le sirvió como postre un plato lleno de gelatina y nuevamente Abigaíl adoptó las mismas actitudes de cuando comía las ostras, apretaba los labios, sonreía, nerviosamente, comía viendo a todos lados, y al terminar el plato quedó con los ojos muy abiertos y las manos en suspenso. Raquel se intrigó por estos detalles tan raros en Abigaíl, pero no los tomó en cuenta, ¡era tan extraño Abigaíl Pulgar! III Es de noche. Por encima del techo, allá en el cielo, la luna se muestra serenamente. Como una ola gigantesca en la furia del pleamar. Abigaíl Pulgar duerme. Su cuerpo largo, desmesuradamente largo, ocupa toda la cama. Sus piernas de extraordinario desarrollo sobresalen en el bulto de la colcha. El ruido de la calle se ha calmado. Son las doce de la noche. Late el corazón. Se despierta y agita la lengua entre su boca. Tiene sed. Pero no sed de agua. Es sed de ternuras, de caricias; de algo suave y delicado que le haga mimos y le lleve a dormir sobre un colchón

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  • Abigal Pulgar

    I

    Un hombre seco, delgado y alto haba sido siempre Abigal Pulgar. Sus piernas, de un tamao extraordinario,

    llamaban singularmente la atencin de todos sus amigos y conocidos. Cuando estuvo en la escuela primaria,

    sobre su cabeza de pocos cabellos cayeron los ms exquisitos sobrenombres de sus condiscpulos.

    Una mirada torva y angustiada tena Abigal Pulgar para todos aquellos que le aguijoneaban el alma con sus

    perversidades.

    Ya en la adolescencia, sufri mucho. Trat de enamorarse como los dems compaeros, y las nias se burlaban

    de su figura quijotesca, de sus piernas de un tamao extraordinario, de su cabeza en que apuntaban tmidos y

    desaliados cabellos. Y su rostro seco, afilado, lanceolado, no le ayudaba en nada. La vida ntima de Abigal haba sido siempre sumamente extravagante. Separado de su familia, se haba ido a vivir

    a un apartamento. Alquil las dos piezas restantes que no ocupaba, a una seora anciana de sesenta aos, que trabajaba como enfermera en casa de un mdico. La seora y su nieto, un hermoso beb de cuatro aos, se

    entendieron perfectamente con el hombre de rostro afilado. Fueron cordiales amigos. Apenas se vean por la

    tarde, hora en que regresaba la seora Matilde del hogar de mdico. A veces, entraba Abigal a saludarla, y con

    refinada ternura cargaba entre sus brazos las carnes blandas y aterciopeladas del beb. Gustaba de restregar la

    piel del niito contra sus mejillas de cuero curtido por el sol, y por las maldades de que haba sido vctima en su

    niez. Gozaba mucho cuando cargaba entre sus brazos al nietecito de la seora Matilde. Sus manos huesudas

    recorran el cuerpo del infante desde la cabecita aun blanda, hasta las rosadas llanuras de la planta del pie. Se entretena en acariciarle las mejillas, en tocarle con tacto de picaflor las blandas y risueas orejitas. Le besaba

    algunas veces con extrema delicadeza en el cuello. Y cuando esto haca, no poda soportar el rubor que

    ascenda instantneamente a la seca mscara de su rostro afilado.

    Lo sentaba sus rodillas grotescas, de grandes huesos, y no poda como con el rubor, reprimir un estremecimiento imbcil, al sentir las nalguitas demasiado suaves sobre los huesos. Balanceaba al nen y se

    quedaba contemplando durante bellos minutos sus ojos, sus labios rojos, sus mejillas, las hermosas orejitas que casi

    palpitaban.

    II

    En ocasiones, y por largos perodos, dejaba Abigal de visitar a la seora Matilde. Principalmente cuando inici sus

    amores con Raquel. Esta muchacha viva en la misma cuadra de la casa de apartamentos. Por coincidencia la

    haba conocido Abigal, cuando ella toc a la puerta de su cuarto equivocadamente, pensado que all era

    donde viva su ta. En realidad, Raquel se haba interesado mucho por el tipo de ese hombre tan extrao. Le vea

    pasar siempre debajo de la ventana: erguido, seco, con su rostro afilado e inmutable. Y se propuso entablar

    amistad con l por simple curiosidad femenina. Ms, despus, llegaron Abigal y Raquel a un plano de intimidad

    relativamente amorosa. No haba cruzado aros, pero ya Abigal la visitaba en su hogar que como ya dijimos quedaba en la misma cuadra. Y pese a que tenan cinco meses de flirt, Raquel no haba logrado saber nada de

    Abigal Pulgar. Que hombre tan cerrado! Siempre le contaba, cuando conversaba en el sof, que ella se haba

    interesado mucho por su persona antes de conocerle, y otra gran cantidad de cosas, que slo buscaban

    confidencias por parte de l. Pero Abigal siempre callaba. Apenas sonrea mostrando unos dientes muy blancos y

    simtricamente alineados. De repente, cuando hablaban, se inclinaba haca ella y la besaba fuertemente en la

    mejilla, como queriendo morderla. Raquel se excitaba mucho y le pellizcaba en la mueca. Entonces Abigal,

    pasaba hasta un cuarto de hora sin hablar, y se iba a su casa taciturno y triste.

    Una vez, le llev de regalo un paquete de ostras. Como en la casa de Raquel haba un limonar junto al patio,

    inmediatamente se pusieron a comer, y era de admirar el agudo placer que senta Abigal cuando el cuerpo

    palpitante y convulso de la ostra pasaba por su lengua, se deslizaba a travs de la laringe y entraba en el

    estmago.

    Su mscara afilada se contraa como s le estuvieran haciendo muecas. Los pmulos se le dilataban, agarrotaba

    las manos y exclamaba: delicioso! delicioso! delicioso!

    Raquel, para s, se rea mucho de ese placer que tena su novio por las ostras y no le haca caso, hasta el da de su

    santo en que le sirvi como postre un plato lleno de gelatina y nuevamente Abigal adopt las mismas actitudes

    de cuando coma las ostras, apretaba los labios, sonrea, nerviosamente, coma viendo a todos lados, y al terminar

    el plato qued con los ojos muy abiertos y las manos en suspenso. Raquel se intrig por estos detalles tan raros en

    Abigal, pero no los tom en cuenta, era tan extrao Abigal Pulgar!

    III

    Es de noche. Por encima del techo, all en el cielo, la luna se muestra serenamente. Como una ola gigantesca en

    la furia del pleamar. Abigal Pulgar duerme. Su cuerpo largo, desmesuradamente largo, ocupa toda la cama. Sus

    piernas de extraordinario desarrollo sobresalen en el bulto de la colcha. El ruido de la calle se ha calmado. Son las

    doce de la noche. Late el corazn. Se despierta y agita la lengua entre su boca. Tiene sed. Pero no sed de agua.

    Es sed de ternuras, de caricias; de algo suave y delicado que le haga mimos y le lleve a dormir sobre un colchn

  • de plumas. Siente todava en la lengua la suavidad tersa y voluptuosa de las ostras que se comi antes de

    acostarse. No puede reprimir el intenso deseo que tiene de morder algo suave. Por ejemplo: unos senos de mujer.

    Cmo sern los senos de Raquel! Qu suavidad! Qu blancura! Como una deliciosa gelatina en forma de copa

    que comi esta maana en el botiqun de los chinos Los labios le tiemblan por un momento. Piensa en Raquel. Le parece que la tienen desnuda delante de sus ojos, y

    que le hace seas para que venga a comerle los senos. Ahora sonre, y las mejillas sus amplias mejillas se agitan, y sus orejas de lbulos blancos y belicosos, se sonrojan. Le palpitan los labios intensamente a Abigal Pulgar.

    Se siente muy solo en la habitacin, y le sed le acosa, y no es sed de agua, sino sed de ternuras, de caricias, de

    algo suave y belicoso que le haga mimos Cuanta ternura necesitan sus largos y absurdos huesos de hombre seco!

    Una sonrisa le viene a los labios. Ha pensado en el nen de la seora Matilde. En esta misma hora dormir, dormir

    como un ngel. Y sus labios rojos estarn como una flor de amor, expulsando haca afuera el aire de los pulmones,

    recibiendo un beso invisible de la noche. Y sus orejitas rosadas de lbulos mnimos y suaves parecern ptalos de

    alguna flor extica Oh, cmo hara para besar esos lbulos! Calmara su sed por horas, por das por aos! Que placer para sus labios, y dira luego, como cuando termin de comerse las ostras: delicioso! delicioso! delicioso!

    IV

    No esper ms. Estaba afiebrado, medio loco, completamente trastornado, por el ansia de ternuras el pobre

    Abigal Pulgar. (Quizs no saba que haba amplia luna en el cielo). Sali al recibo en pijamas, con las sienes

    palpitantes, y se apoder de unas grandes tijeras que reposaban encima de la mesa Iba a calmar su sed, iba a conquistar la voluptuosa suavidad de unos lbulos rosados. Sus rodillas y dems huesos crujieron cuando abri la

    puerta del cuarto de la seora Matilde. Entr en punta de pie y se dirigi a la cuna del nen. Pero al verle tan

    quieto, tan dormido, tan bello, tan hermoso, como un ngel de nieve, le dio un vuelco el corazn y comprendi

    que no poda mutilar sus rosados lbulos, sera causarle un dolor inmenso al bello nen. Pero si le besara, le besara

    mucho, y se inclin sobre la cuna y bes con pasin las blancas orejitas del nen que dorma.

    Se par en el centro de la habitacin. Todava tena las tijeras en la mano. Su sed de ternura y de mimos, con el

    beso al nio dormido, haba aumentado. Y avanz como un fantasma gigantesco hacia el lecho de la seora

    Matilde. Las tijeras iban abiertas entre sus dedos, las abra y cerraba, las abra y cerraba a cada momento y su

    rostro de mscara afilada, pintaba muecas y ms muecas, como relmpagos del cielo en los das de tormenta.

    V

    La seora Matilde tambin estaba rendida por el sueo. Pero qu ternura podra darle una anciana de sesenta

    aos? Sin embargo mir sus lbulos, estaban arrugados, vulgarmente arrugados. Tuvo un instante de feroz ira y

    abri las tijeras, disponindose a cortar el lbulo derecho, pero volvi en s, y sonri. Se inclin otra vez y bes

    tibiamente las orejas de la anciana.

    Ahora, su sed haba crecido. Era una llama intensa. Abri la puerta del departamento, y sali a la escalera,

    descendi a la calle y recibi todo el fro de la madrugada en su pecho semidesnudo. Iba directamente a la casa

    de Raquel. Raquel s calmara sus ansias. Con Raquel s no temblara, y cortara los frutos de carne blanda, para

    engullirlos como si fueran ostras y calmar su sed de ternura.

    Se detuvo a la puerta, pero no pens en tocar, y agarrndose de los balaustres de la ventana, comenz a subir

    para intentar llegar al techo. Sus manos huesudas avanzaban en el camino que lo separaba de Raquel. Y las

    tijeras brillaban ms an con los rayos de la luna. Pero de pronto, escuch una voz fuerte que le llamaba, no

    volte, en su locura no se dio cuenta de que era el polica de punto, ste corra hacia la ventana, le gritaba

    muchas cosas, pero l no oa, slo escuch un sonido perdido, lejano, zigzagueante, que luego son muy cerca y

    muri demasiado cerca de su cuerpo. Se estremeci como una bandera, apret ms an las tijeras y se vino de

    espaldas al suelo, con una sonrisa demonaca entre los labios, y un gesto de placer como si hubiera terminado de

    comerse unas ostras y gimiera convulsivamente: delicioso!, delicioso!, delicioso!

    Andrs Mario Palacio