A mi amigo Jean Viacroze, de 102 años, sobreviviente del campo de concentración

de Dachau y quien siempre inicia sus cartas con: “Amigo, ¿me escuchas…?”.

Pef

Ilustraciones de Pef

Didier Daeninckx

Papá, ¿por qué votaste por Hitler?

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Me acuerdo muy bien de la única vez que escuché a papá y a mamá discutir. Era un domingo, el 5 de marzo de 1933, a las primeras horas de la tarde. Te-

nía cinco años, y, desde la mañana, la nieve caía sobre la pe-queña ciudad de Zornfeld, donde vivíamos, a unos cuantos kilómetros de Múnich.

Rodeados de instrumentos musicales, mis papás per-manecían de pie en la gran sala de nuestra tienda; mien-tras yo jugaba con un cochecito de madera, escondido de-trás de un sillón. Papá insistía:

—Sé razonable, Liselotte. Sólo él puede salvar a Alema-nia… Es nuestra última oportunidad. Le volverá a dar tra-bajo a todo el mundo, y por fin podremos estar orgullosos de nuestro país.

Me levanté cuando mamá alzó la voz:—¡Voy a votar por quien yo quiera, Egon! Y no te estoy

obligando a tomar la misma decisión que yo, ¿de acuerdo?Fui corriendo a acurrucarme con ella, y puse mi cabe-

za sobre su vientre redondo donde crecía mi nuevo her-manito o hermanita. Mamá, con una sonrisa, acarició mi cabello con sus dedos finos; luego, caminamos en silencio hasta la alcaldía, vestidos con nuestra ropa de domingo.

Primera página de una de las tantas ediciones del libro Mi lucha escrito por Adolf Hitler, donde expone sus ideas racistas contra el pueblo judío.

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Al llegar a la alcaldía, vi cómo pasaban las personas de-trás de una cortina negra, una tras otra, para meter en se-creto su voto dentro de un sobre. Enseguida, al salir, desli-zaban el sobre en la urna que cuidaban el alcalde, el señor Wolf, y sus ayudantes.

Mamá me había explicado que todos los hombres y mujeres del país —mayores de edad— harían lo mismo ese día, y que así era como el pueblo elegía a sus diputa-dos, quienes decidirían las leyes de los próximos años.

Tan sólo un mes después de su nombramiento, en febrero de 1933, Hitler disolvió el parlamento y convocó a nuevas elecciones para elegir diputados. En estas elecciones, el partido nazi obtuvo prácticamente la mayoría, conquistando todo el poder.

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Por la noche, después de la cena, papá se sentó en su sillón y, mientras fumaba su pipa, sintonizó la radio para escuchar los resultados. Estaba feliz: prácticamente una de cada dos personas había votado por el mismo partido que él.

Le subió al volumen cuando el jefe del partido nazi, Adolf Hitler, tomó la palabra para anunciar su victoria desde Berlín:

—Queremos un pueblo obediente, y serán obedientes. Queremos un pueblo fuerte, y no será fácil. Tendrán que acostumbrarse a las carencias. Pero incluso si llegamos a morir, Alemania vivirá…

Mi madre permaneció en silencio. Me acompañó a mi cuarto, y cuando se inclinó a darme

un beso, sentí una lágrima caer sobre mi mejilla.

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A

El 20 de abril de 1933, el día del cumpleaños de nuestro Führer —es

decir, nuestro líder—, Adolf Hitler, la ciudad fue decorada con bande-ras que tenían dibujadas esvásti-cas, una extraña cruz que los nazis adoptaron como símbolo. Y en las tiendas colocaron una pequeña es-

tatua de él en sus aparadores. Inclu-so el señor Blumenfeld, que tenía una

librería, colocó una en su ventana.Aquel día, estaba jugando en la calle cuando un obrero

de la fábrica Marzell se detuvo frente a la carnicería, seña-ló el busto de yeso a sus amigos y, bromeando, dijo:

—¡Aquí, al menos, está donde debe de estar, entre pa-tas de puerco, salchichas y morcilla!

Apenas acababa de terminar la frase cuando una do-cena de soldados vestidos con uniforme de color beige se abalanzaron sobre él, dándole puñetazos, patadas y po-rrazos. Luego, le colgaron un letrero de cartón alrededor del cuello que decía “Alemán malo”, y lo obligaron a ca-minar a lo largo de la extensa calle de Zornfeld, bajo los insultos y escupitajos de los demás habitantes.

Hitler instauró un gobierno que imponía el orden a través de la violencia y el terror.

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