G U I O N C A R A V A N A P O R L A A R M O N I A Y L A C O N V I V E N C I A[1]
A c á n o h a y n a d a -...
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Acá no hay nada
Nathalie HC
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Fangirleo frustrado
El viernes Andrés fue hasta mi trabajo para devolverme
el grabador. Hasta la esquina en realidad, yo bajé, nos
encontramos en Río Branco y Mercedes: el proceso
típico de todas esas transacciones mías. Al parecer se
les frustró el rodaje porque quedó en cama resfriado
todo el fin de semana, pobre pibe. Eso debe de pasarle
por fumar como si fuera un duro cuando es un pendejo
adorable, pero bueno, cada uno construye su imagen
pública como puede. Por cierto, no tenía puesto el fedora
negro sino un gorro con visera: ¿cambio de look o casual
friday?
Antes de cruzar la calle se detuvo para gritarme si iba a
la fiesta del sábado. Yo estaba enterada de su
existencia, pero por medios extraoficiales (entiéndase,
me contaron los gurises, no había entrado a Facebook
para ver la invitación formal), y había considerado
brevemente la posibilidad de ir. Pero irme a casa a ver a
mamá parecía una cosa más factible. Así que eso le
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contesté a Cairelli: “No creo, me parece que me voy a
Colonia”.
Luego pensé, muy racionalmente, que si eso hubiera
sido parte de una teen movie, o de un video de Taylor
Swift, yo me hubiera meado encima por el solo hecho de
que me preguntara. Pero ahora soy una persona más
sabia (¡4 años después!) y puedo concebir la idea de
que los hombres pueden ser amables y simpáticos y
amistosos solo por el hecho de serlo. (Perdoname, coso,
¡donde quiera que estés!).
Un día después, ya me fui para Colonia, ya estoy en el
living de mi casa, tengo que entrar a Facebook por otros
motivos y finalmente veo la notificación de que sí me
invitaron a la festichola. El poster, muy prolijo, dice que
hay música en vivo y que el primero en tocar es…
Andrés Cairelli.
Las implicaciones de esto son varias:
Primero, que si lo hubiera sabido de antemano tal vez
hubiera decidido quedarme en Montevideo y pasar por la
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dichosa casa del festejo. Podría haber ido sola, podría
haber llevado a Rose de colada, incluso podría haber
convencido a Flor y Santi de ir. Es que no medité mucho
la cuestión. La única cosa que me había hecho sopesar
la idea de ir a la fiesta había sido el fugaz pensamiento
de ¿y si va Diego Rossberg?, y por esa chance no valía
la pena ir.
Después de todo, ¿qué podría decirle yo al pelirrojo
aterrador? “¿Puedo sacarme una foto contigo? Te amo.
Ayudaste a formar mi percepción sobre temas
fundamentales de la vida. Juan es el mejor disco del
mundo para subirse a un Turil e ir mirando campo por la
ventanilla. Sos parte del vínculo que me acercó a gente
que ahora es muy importante para mí. Me sacaste de la
tristeza más de una vez con tus canciones. ¿Con qué se
drogaban cuando compusieron ‘Sayonara’?”
No, no vale la pena hacerle pasar por ese momento
incómodo a alguien tan valioso. Ya me pasó con
Masliah, con Riki y con el que hace de Rataplán: tomé
coraje, fui, les hablé y después me arrepentí para
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siempre. No es para olvidar la vez que le pedí a Nico
Román me regalara su corbata. Pobre hombre.
También he visto suficientes veces a amigos y vecinos
hablarle a un ídolo y quedar como unos bananas llenos
de amor no correspondido (y si no te conocen, ¿cómo te
van a corresponder?). Paula con Ivanier, aquella tarada
de comunicación con Álvaro Brechner, y la peor de
todas: Lety con Juji, la notera de Día Perfecto.
Extrañamente, creo que el acto groupie más digno que
he visto en mi vida fue por parte de Ignacio. No lo
envidio para nada, porque él ganó esa calidad a través
de años de chupar pijas a diestra y siniestra, y ahora
sabe bien hasta dónde puede llegar con sus halagos
para conseguir lo que quiere (Todos sabemos que él
persigue fines personales. Su amor de fan es espurio).
Lo que hizo Ignacio fue que, un día que fuimos a ver a
Franny Glass, lo buscó al final del show y le entregó una
partitura vacía con el título “Canción infinita”. El loco
quedó encantado.
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En fin, Rossberg no era un motivo para que mi niña fan
interior saliera a andar por las calles, pero el Caire...
podría haberlo sido. Ahora nunca lo sabremos.
Segunda implicación, porque en eso estamos, puede
que yo haya quedado como el culo con mi respuesta.
¿En qué sentido, me preguntás? Bueno, pasé dos o tres
meses de “Me encanta tu disco, Caire”, “Escribís re
lindo, Caire”, “Por favor avisame cuando toques en algún
lado”. Él se había detenido antes de cruzar la calle para
preguntarme “¿Venís a esta fiesta (donde yo voy a tocar
los temas de mi disco)?” y yo le contesté “Meh. Prefiero
hacer lo mismo que hago todos los fines de semana”.
No es que a él le importe, pero a mí sí me importa. Así
que, obviamente le mandé un mensajito explicativo: “¡No
sabía que tocabas vos! ¡Capaz que hubiera ido!”. En
otras épocas me hubiera inhibido la posibilidad de que
ese inocente mensaje fuera sobre-interpretado como un
intento de histeriqueo, pero como ya me adapté a la idea
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de que tengo menos sex appeal que esta mesa, sé que
ni se le va a cruzar eso por la mente.
Y si llegara a ocurrírsele, lo peor que podría pasar es
que se asuste de mí. Eso haría que la próxima vez que
me lo encuentre se le empeoren el tartamudeo y el tic
nervioso del ojo. Y eso sería fantástico, porque es muy,
muy tierno.
Ese tic es otra de las cosas que me hace querer verlo
tocar en vivo. Sé, de cuando lo filmamos en Taller
Multicámara, que se pone nervioso en la previa y que en
el momento de tocar está impecable, pero no sé en qué
instante hace el cambio de actitud. Es un misterio que
me gustaría develar.
Pero en el momento en que vi el poster en Facebook lo
que pensé de inmediato (la tercer implicación) fue algo
como “¡Puta madre, si hubiera sabido que él iba a tocar,
la bedtime story que me conté anoche hubiera sido
mucho mejor!”. Así de banal, así de pervy.
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Tengo que agregar contexto: cuando me fui a la cama el
viernes (todos se habían ido a sus pagos, la casa sola,
como un buen viernes) lo que elegí fantasear fue que iba
a la fiesta con mi noviecita nueva, tramitada a la salida
de otro concierto. A ella le gustaba Cairelli en cuanto lo
veía y me mandaba a mí a conversármelo para que
fuera la rueda faltante del triciclo que queríamos armar.
Con mi escaso acervo de porno me aventuro a decir que
la historia a partir de ahí es más que cliché, pero sí
puedo decir que cuenta con actuaciones estelares del tic
nervioso y del fedora negro.
En mi cuentito mental cuando iba a buscar al Caire lo
encontraba en un rincón oscuro tomando cerveza en un
vaso sucio. ¿Qué tanto mejor hubiera sido encontrarlo
guitarra en mano? Cantando esas canciones sentidas,
con esa voz inmadura y rasposa que dios y el cigarrillo le
dieron en compensación por su pinta de niño bien? O
mejor aún, conversármelo antes del toque. Que me
dijera que no, y mientras él tocaba la guitarra que mi
chica se dedicara a tocarme a mí entre el público. Un
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showcito contestatario, para distraerlo de su labor de
músico y convencerlo. “Dale nena, invitame a bailar con
vos” canta el inocente en su mejor candidato a hit.
Lo preocupante, lo que me asusta, es que yo no me
haya imaginado por mis propios medios que lo más
lógico (y conveniente) era que él hiciera música en la
fiesta. Se ve que por más que practico todavía no me
entero de que puedo armar el setup que yo quiera.
Fantasías sexuales mediocres de Nat, marca registrada:
tan aburridas que si de verdad me interesás
probablemente terminemos conversando.
En realidad, es culpa de él por no haber intervenido. El
Caire de mi sueño tendría que haberse parado en la
barra y gritar “¡Paren todo! Si me vas a faltar el respeto
pensando en mí de esta manera por lo menos dame una
guitarra, hija de puta. ¡Más glamour, más rocanrol! ¡Más
medias de red para las extras!”
En fin, el momento pasó, y en todo caso esa idea es
material para reciclar en otros viernes. Y como dijo el
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Cairelli de la vida real, en el mensaje que me contestó,
“ya habrá otra oportunidad”. Quiero escucharlo en
verdad, más allá de su utilidad como juguete imaginario.
Después de todo, ¿quién ocupa el lugar entre “Astor” y
“Alfredo” en la lista alfabética de mi mp3? “Andrés
Cairelli”, alguien de la vida real, de acá y de ahora, de
carne y hueso, que me pide prestado el grabador cuando
se va de rodaje. Eso es algo para aprovechar.
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Cuento con moralejas Es una mierda, una mierda, UNA MIERDA, tener que
desperdigar las mentiras de los demás, porque suele
pasar que ellos después se arrepienten de mentir, y
todos saben, y vos quedás revelado como el único
embustero, poco confiable, y encima boludo.
Eso me pasó cuando nos asaltaron - bueno, nos
intentaron asaltar - a Leticia, Catalina y yo. ¿No sabías
que éramos amigas? Bueno, te estabas perdiendo una
pieza fundamental en todas estas cosas que te cuento.
Ordená mis historias en una línea recta y hay un trozo,
de acá hasta acá, aunque por acá se difumina, en que
donde digo “nosotras” lo que digo es “nosotras tres”. En
ese momento ya nos hacíamos odiar, teníamos nuestros
ritos, nuestros viajes, nuestros hábitos, y no te voy a
decir nuestro nombre tribal porque es bastante pelotudo,
pero supimos tenerlo - y se usaba.
Allá iban caminando, burlándose de la vida, Nat, Cat, Let
(es cacofónico, pero nos gustaba. A mí todavía me
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suena lindo. Como a Ta-Te-Ti, como a Taca-Taca, como
Ping-Pong. Teníamos nombre de juguete) cuando
aparecieron tres ñeris (en ese momento yo no conocía la
palabra ñery, pero ya se usaba) bajando la cuadra con
ese caminar que los caracteriza.
Yo no sentía para nada que hubiera algo de malo en
estar esperando un ómnibus a la 2 de la mañana en el
Parque Rodó. Mamá sí hubiera dicho que estaba mal,
pero todos sus prejuicios son culpa de canal 4.
Entonces, como no estaba alerta - y dudo que alguna
vez lo haya estado - ni siquiera llegué a procesar lo que
mis ojos estaban viendo cuando esos tres ñeris se
acercaron a estas tres ingenuas.
Las sombras esas decían cosas como “eh, dame el
celulá, el celulá”. Let tuvo a uno de ellos muy cerca antes
de desaparecer en una nube de adrenalina. Pasó
convertida en una ráfaga sudorosa por al lado mío y me
tironeó el codo como un claro signo de “corré, pedazo de
imbécil”.
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Pero yo no corrí. Seguía sin entender mucho la historia.
Catalina pegaba piñas y patadas en todas direcciones y
los tres ñeris empezaron a correr, cuesta arriba. Ella los
persiguió y les gritaba que volvieran, entre puteadas. A
mí se me inflaba el corazón de orgullo y de felicidad por
Cat, que tenía chance por fin, por una noche - y por toda
esa semana, cuando contáramos y volviéramos a contar
la historia en El Hogar - de ser la heroína que siempre
llevó adentro de su propio ropero.
Tuve que contener el inflamiento de mi corazón antes de
que me estorbara a la masa encefálica para razonar que
no estaba bien que Cat persiguiera a los ñeris. La
llamaba yo también a ella con el mismo patrón “Catalina
vení para acá, volvé ya mismo, la puta que te parió” pero
no debía de parecer muy creíble mi tono autoritario por
la debilidad que me había insuflado la parálisis del
miedo, por la ternura que me daba ella, corriendo como
Mario (cuando es chiquito) hacia los Koopa, y por la
alegría, la risa, el bienestar infinito de que estábamos
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todas vivas y teníamos una aventura nueva para
recordar.
Hasta el día de hoy (pero ya pasaron como mil años, ya
estás grande, Nat), me pregunto con quién podrá
sentarse Cat a recordar estas cosas, porque de seguro
que en algún momento se le vienen a la mente. En todo
grupo que se sienta a almorzar en el trabajo a la larga se
va a dar alguna conversación del tipo “yo no sé, a mi
nunca me robaron”, y Cat va a poder decir “a mí me
pasó una vez. Iba con dos amigas...” (¿y esa palabra?
¿la usa? ¿para quién?) “... cerca de la FIng y vinieron
tres tipos y…”. Creo honestamente que ya no va a poder
relatar con soltura nuestro sampleo perfecto de las tres
actitudes posibles frente al peligro: huida, lucha y
parálisis.
Cómo quisiera yo haber sido la lucha.
Vi volver a Cat, sudorosa, colorada, con lágrimas
asomándosele a los ojos y hablando con una voz
cargada de tanto estoicismo como la del tipo que quiero
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que me pida casamiento. ¿Dónde está Leticia? —me
preguntó. ¿Estaba bien?
Empezamos a caminar sobre nuestros pasos, de vuelta
hacia Gonzalo Ramírez. Gritábamos el nombre de la gila
a todo pulmón y no nos cabía en la cabeza pensar qué
hacer si no la encontrábamos ¿ir a la policía?
Ahora que ya estoy un poco más docta y adoctrinada,
pienso que tendríamos que haber ido a la comisaría de
todas formas. Hay que hacer la denuncia aunque
sepamos que nadie los va a agarrar. Es nuestro deber
cívico. Yo no puedo pretender que la parte arrendadora
me arregle los revoques si nunca le señalo que este
cuchitril se cae a pedazos - por más que ella es la
dueña, lo ha visto y lo sabe. Dar aviso de las cosas que
no andan bien es mi responsabilidad.
Por allá vimos algo que nunca quiero volver a ver, pero
que en el momento me causó gracia. Se supone,
fundamentos científicos te estoy dando, que la risa es un
sonido que emitimos cuando liberamos la tensión,
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cuando estuvimos alerta pensando que todo estaba mal
y de repente el ruido que escuchamos entre los árboles
no era un oso gigante, sino un conejito. ¡Ja ja! ¡me
asusté por un conejito! Entonces la risa se expande y
toda la manada sabe que estamos a salvo y todos nos
reímos.
Por eso, supongo, tuve que reírme cuando vi a Leticia
salir de adentro de una volqueta. Pensé en un futuro
alternativo en el que al menos una no conseguía a
dónde mudarse y empezaba a vivir en la calle y eso
hubiera sido re feo, entre miles de razones, porque
seguramente la gente de la calle no conserva a sus
amigos. El estado y nuestros padres han hecho un buen
trabajo manteniéndonos alejadas de la indigencia, pero
por lo que ganamos y lo que sabemos y lo chapa que
estamos, en realidad es una línea fina. Durísima, pero
fina.
Bien, ahora puedo decir que era una volqueta de las de
escombros, no las de residuos domésticos. Quería
aprovechar el efecto de asco que causa la palabra por al
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menos un párrafo. De todas formas, Let salió con
bastante mugre encima y cara de dolor. No somos
prolijas, pero Let en ese entonces era la menos “me
chupa un huevo mi imagen” de las tres. Incluso
compraba ropa. Ese mismo día yo había invertido dos
horas de mi vida en ir en ómnibus a la concha de su
madre a acompañarla a comprarse una remera que
quería. En esas épocas estábamos tan al pedo y éramos
tan ignorantes que cuando no sabíamos bien a dónde
estábamos yendo (o sea, la mitad de las veces) íbamos
de a dos. O en este caso, de a tres.
Caminamos sin rumbo hasta llegar a las canteras.
Estábamos protegidas por la estadística: era imposible
que nos intentaran robar dos veces en la misma noche.
Nos contamos el “robo” desde la perspectiva de cada
una, una y otra vez, y teníamos que parar para hincarnos
en el suelo a esperar a que se nos pasaran las
convulsiones de la risa. Era impresionante.
Cada una explicó más o menos el por qué de su actitud
en el momento de los hechos. Los perseguí porque
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pensé que nos habían quitado algo, dijo Cat, con el
mismo perfil inaplacable.
En lo único que pensé fue en Matías, dijo Let. En ese
momento era Matías para mí también. Cat siempre supo.
Él siempre me dice que si alguna vez me vienen a robar
salga corriendo. Me dice “te lo pido por favor Leticia, vos
corré”. Y corrí.
Claro que corrió, la hija de puta. Nos abandonó
maravillosamente. Ya sabemos a quién llamar en una
emergencia. Bueno, yo ya lo sabía: en una emergencia
hay que llamar a Cat, si eso está implícito en la
mismísima definición de mejor amiga. De verdad que
nunca creí que Leticia con su precario estado físico
pudiera correr tantas cuadras en tan poco tiempo.
Pensar que era una masa flácida, un tallarín de flan.
Ahora tiene raviolitos. Before and after.
Y pensar que “Matías”, la pendeja, puede que le haya
salvado ¿la vida? a Leticia con sus temores de niña del
interior. Y ahora tengo las cartas, los sobres, hasta las
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fotos impresas, todos los despojos del noviazgo acá, en
el montoncito de hojas por reutilizar. No sé a Let, pero
por más amor que le tenga a los árboles, a mí me da
pudor escribir algo al dorso de una cosa llena de “Te
amo”s y corazoncitos de todos los colores.
Let dijo que no sabía qué hacer, cómo esconderse. Todo
el tiempo pensaba que la estaban persiguiendo los ñeris,
y pensaba subirse a un taxi - aunque no tuviera plata, ya
le explicaría - pero no pasaba ninguno. Después, cuando
ya estaba en su escondite y escuchó a la distancia mis
gritos diciendo el nombre de Catalina, de una se imaginó
que la habían matado.
Yo misma no pude explicar por qué me quedé
paralizada. Nunca se me pasaría por la cabeza que
tengo el poderío físico como para luchar o correr. Luchar
me parecería demasiado arriesgado, correr es de poco
huevo. ¿Pero no hay nada más por hacer? ¿No hay
ningún otro intermedio que no sea quedarse
contemplando el desastre?
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No, para qué darle vueltas al asunto: yo soy una
espectadora. Tan curiosa como para no darme vuelta,
tan boluda como para estar ahí, esa noche, en una selva
patriarcal, sin pene que nos acompañe, tan fiel como
para quedarme al lado de Cat.
Se me pasan por la cabeza las mil y una potencialidades
morbosas, inexploradas de esa noche. ¿Qué si hubiera
pasado algo peor? ¿Cómo estaríamos, quiénes
seríamos ahora? ¿Estaríamos las tres en este mundo?
¿En esta ciudad? ¿En este mismo cuarto?
Cuando ya íbamos por una calle mucho más iluminada
Let se miró la remera y vio una mancha: un color extra
que no había estado ahí, en tanta cantidad, antes. Esta
remera, la nueva, tenía estampados artesanales y lo que
la pobre Let atinó a adivinar fue “se le corrió la tinta”.
Obviamente, una hipótesis tan infantil no duró mucho. Se
ve que a ella le siguió dando vueltas la idea y cuando
estuvimos cerca de un cartel publicitario luminoso se
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puso contra él, de espaldas a nosotras, para ver bien lo
que pasaba abajo de la remera.
Tenía un corte en la teta y le sangraba. Muchísimo,
mucho más de lo que uno esperaría en una persona que
corrió, saltó a una volqueta, caminó, rió y jamás se dio
cuenta. Como toda niña frágil, en cuanto vio la herida
tomó conciencia del dolor y se puso a llorar
desconsoladamente. No la culpo: una teta es una teta,
tiene mucho más carga espiritual que cualquier otra
porción de piel que hubiese podido atacar el ñery. Pero
es anatómicamente lógico: el chiquilín quería quitarle el
morral, y esa era la altura justa para hacerle un corte a la
manija y arrebatárselo.
¡Qué hijo de puta, qué hijo de puta! Era todo lo que
podía decir yo. Solo me faltaba arrodillarme en la vereda,
mirar al cielo, y, filmada por un plano cenital que se
alejaba desde (¿o se acercaba hasta?) mi primer plano,
jurar venganza.
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Let lloraba: pensé que me había pegado un piñazo nada
más. Me dolía, pero no pensé. Ahora imagino lo que
habrá visto a la luz de aquel cartel publicitario (carne
abierta, sangrante, una representación en miniatura de
un bife de los que nunca comprábamos porque éramos
muy pobres) peligrosamente cerca del pezón. Seguro
ella se imaginó en la cama, con una chica nueva, recién
conocida, sacándose la ropa y teniendo que desviarse
del asunto para contarle la nada sexy historia de cómo
se había quedado tuerta de pechos. El horror.
Ahora, compartiendo yo también esas imágenes
mentales, no puedo creer que alguna vez pude hacerme
a la idea de Leticia en un vínculo heterosexual. Si yo la
había visto hablando con hombres, y con todos parecía
ejercer una paciencia mínima de la cual ella no los creía
merecedores. Después pasó lo que pasó, pero para mí
fue mucho más inverosímil cuando me trajo un nene a
casa, que cuando, el verano siguiente en Juan
González, empezó a explicarme, una a una, todas las
mentiras con las que se había armado el clóset. En fin,
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ante el mínimo análisis, sus bigotes falsos eran cosas
rarísimas, que no encajaban. Fui la última del Hogar en
enterarme.
Cat paró un taxi. Nos dimos cuenta de que no nos
acordábamos de cuál era la emergencia médica que
teníamos por vivir en El Hogar - todas las emergencias
tienen nombres más o menos iguales - y tampoco
sabíamos si nos protegía en caso de “accidentes” fuera
de la residencia. Un año entero viviendo ahí y no tener
claras esas cosas. Ahora que lo pienso, hubiera bastado
con telefonear a cualquiera de nuestros 40 y pico
compañeros de casa y preguntarle. ¿Tendríamos el
celular de alguno? Me juego la cabeza a que Cat tenía el
número del Gaucho. Pero él era otro héroe de capa y
espada - o de poncho y facón. Si lo llamábamos, seguro
iba a aparecer ahí porque son tres mujeres solas, no lo
voy a permitir.
Parecía un poco tonto recordar cómo nos apartamos de
nuestros compañeros del Hogar. Estábamos casi todos,
una multitud inrobable, tomando cerveza y vino en la
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rambla y nosotras, que siempre fuimos tan amigas
nuestras que no podíamos ser amigas de otros, nos
despedimos y arrancamos a caminar hacia la parada de
ómnibus. Queríamos ir a un bar irlandés.
Obviamente nunca llegamos al bar. De todas formas
seguramente nos hubiera parecido demasiado cheto y
ellas dos no toman cerveza. Creo, tengo la impresión, de
que en algún momento de su vida Cat le dio una
oportunidad al whisky o a otro destilado. En ese
momento fui yo la amiga pelotuda que te dice sí, tomá,
dale, tomá, seguramente porque siempre cultivé la
esperanza de que aflojara un poco la lengua y decidiera
contarme más cosas. Además un amigo ebrio es un
amigo tonto, y eso lo hace más dependiente de mí.
Me tienta aquí la posibilidad de hacer una lista de “vicios
y placeres por los que sí se deja llevar Cat”, pero creo
que eso nos haría mal a todos.
La cuestión es que en ese momento los pibes del
Hogarcha estarían en una tranqui, en El Farolito o en El
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Living, y nosotras tres estábamos en una emergencia
médica. Le habíamos errado: no era la del Hogar, pero
como no había nadie esperando y le contamos toda la
historia a la recepcionista, la iban a atender igual.
Que pase una dijo el doctor, señalando a las
acompañantes. Y pensé que lo más lógico era que fuera
Cat, que era la más amiga y la que la conocía desde
antes. Pero me cedió el lugar. Y otra vez tuve un
momento de orgullo: yo era amiga de Leticia. Amigas de
las que pasan contigo a la emergencia, carajo.
Pobre Let, igual. Ella es muy vergonzosa - o eso creía yo
- al punto de que nunca iba a ducharse si había alguien
más en el baño. Las duchas están separadas, y tienen
cortinas (no como las de los varones, que juegan al
juego de la oca y se enjabonan unos a los otros. Qué
cosa que nunca voy a entender) pero igual, a Let no le
gustaba saber que había una mujer bañándose al lado.
También, ahora veo que esa quisquillosidad era un
recaudo por decencia.
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Pensar que esa misma tarde, cuando estábamos
apuradas porque teníamos que ir a buscar la remera y
estar prontas para la fiesta de fin de año del Hogar, ella
decidió que no importaba, que iba a ducharse en
simultáneo conmigo. Ahora ya te tengo confianza, me
había dicho.
Y ahí estábamos, siete horas después: yo viéndola sin
soutien, lloriqueando, mientras dos doctores, hombres,
intentaban detenerle la hemorragia y puteaban a los
ñeris. Creo que lo más triste de la escena era la teta
sana, porque tenía que resignarse a estar ahí,
descubierta, espectadora, cuando a ella no le había
pasado nada. Como yo, a escala.
Es gracioso el veterano que te recuerda que “no pasa
nada, podrías ser mi hija”, porque por algo se le pasó la
comparación por la cabeza. Estos señores eran
médicos, y yo siempre había tenido mucha confianza en
todo profesional de la salud, hasta que entré a la vida
universitaria. No quiero caer en estereotipos, pero, por lo
que yo llegué a conocer, rankeo a los estudiantes de
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medicina entre los más pajeros y desbundados…
¿Cómo voy a confiar en los de las batas blancas,
entonces? ¿En el momento en que les dan el título
reciben también una dote de decencia, modales y
seriedad caídas de los cielos?
No importa. Let, con sus pechos al aire y sus 19 añitos,
era la cosa menos sexy de la habitación (y eso que
estaba yo presente). Parecía tan débil, frágil y nerviosa
que hasta a mí me hizo pensar en la hija que no tengo.
Estos paternales señores dejaron todo en una cinta con
algodón y nos mandaron al Hospital de Clínicas. Si
alguna vez no estás al amparo del Fonasa y te pasa
alguna cosa, te recomiendo de corazón que vayas a
emergencias a las 3 de la mañana. Deciles que la
cuestión te preocupaba y no podías dormir, y por eso
fuiste a esa hora, si es que necesitás alguna excusa.
Esto lo digo porque la única otra vez que fui al Clínicas
(a acompañar a Let a hacerse ver unos bultitos que le
salían en la nuca), estaba tan lleno de gente - gente
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hecha mierda, hecha mucho más mierda que vos - que
mi cerebro no lo pudo procesar y tuvimos que irnos.
Para cuando el taxi nos dejó en esa zona - ah, mirá,
parece que algunas monedas teníamos - ya habíamos
recuperado un poco el buen humor, o por lo menos
volvíamos a reírnos como reflejo nervioso. A Leticia algo
le estaba picando en la garganta y justo antes de mover
las puertas corredizas tuvo que sacárselo del pecho. Me
pareció que con el tono de la voz nos decía “Por favor,
esto no se lo cuenten a nadie”.
Y sí, dijo, como si estúvieramos siguiendo un hilo de
conversación, cuando vi que venían los ñeris me metí el
celular en la concha.
Catalina largó la carcajada y yo la seguí, pero más que
nada estaba consternada. Quiero decir, obviamente que
con semejante declaración se refería a que había puesto
el celular en el especio afelpado que queda entre la
bombacha y el monte de venus. ¿O no? ¿De verdad
hubiera podido… tan rápido?
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No culpen a mis profesores del liceo por mi falta de
sentido común, cúlpenme a mí. Mis noches habían
estado demasiado ocupadas leyendo Harry Potter y
mirando dibujitos japoneses como para ponerme a
estudiar anatomía. Hay mecánicas que, me pesa decir,
las aprendí mucho (MUCHO) después y a manos de
terceros (cuarto, quinto y sexto). Fue como un curso
privado para entenderme a mí, y bien caro me salió.
Mirá que va en contra de mi ética pagar por las cosas
que son patrimonio de uno. Pero al principio como
germen de feminista, pagaba la mitad del hotel y los
condones. Después me di cuenta de que era yo sola la
que pagaba los Uber de las 5 de la mañana, los
periódicos analísis de sangre, las pastillas de a dos por
blister y las horas de terapia. Ves, ahí sí, debería de
haber recurrido a salud pública. Gileé.
Cat volvió a quedarse en la sala de espera, y se
entretuvo con un jueguito en el celular antes o después
de contar todas las baldosas. Acá aparece otra incógnita
que siempre nos quedó a Lety y a mí, y no entiendo
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![Page 31: A c á n o h a y n a d a - literaturaindependiente.infoliteraturaindependiente.info/wp-content/uploads/2019/06/Acá-no-hay-nada-Nathalie-HC.pdfF a n g i r l e o fr u s tr a d o El](https://reader033.fdocuments.ec/reader033/viewer/2022041907/5e649ec93eda87048c66eac1/html5/thumbnails/31.jpg)
cómo Cat que era tan de frente y tan despierta nunca
llegó a enterarse o a declarar que lo sabía.
La cosa es que el celular de Cat y el de Leticia eran
exactamente iguales. Lo habían comprado las dos, el
mismo fin de semana en lugares distintos, y no era uno
de esos celulares que se ponen de moda y todo el
mundo los tiene. Era solo otra prueba de que estaban
conectadas. Yo no me puse celosa cuando vi los
celulares.
En fin, los dos aparatos habían estado en el morral de
Let, porque era la única que llevaba morral, y en el apuro
de que venían los ñeris ¿cómo es posible que Let haya
sabido cuál de los dos era su celular para ponerlo a
resguardo?
Yo creo que es una de esas cosas que uno no tiene que
averiguar. No es tan dramático, lo sé, pero ese 50-50 de
probabilidad me sigue perturbando a lo largo de los
años.
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![Page 32: A c á n o h a y n a d a - literaturaindependiente.infoliteraturaindependiente.info/wp-content/uploads/2019/06/Acá-no-hay-nada-Nathalie-HC.pdfF a n g i r l e o fr u s tr a d o El](https://reader033.fdocuments.ec/reader033/viewer/2022041907/5e649ec93eda87048c66eac1/html5/thumbnails/32.jpg)
Yo, mientras tanto, pasé a acompañar a Leticia otra vez.
En realidad quedé separada de ella por una cortina
amarilla colgada con presintos. Me agaché para contar
las croscs blancas y vi que del otro lado había tres
doctores. O sea que uno no hablaba. Los otros dos
charlaban muy animados sobre cualquier cosa excepto
el hecho de que eran las tres de la mañana y le estaban
cosiendo una teta a una piba drogada por el suero. Es
enfermizo cómo lo que para mí es un recuerdo de más
de 10 páginas, para ellos era una noche más.
Cuando se fueron, Leticia hablaba incoherencias.
Balbuceaba. Pero le dio la energía para sacar el celular -
el suyo - y ponerse a filmar. En ese entonces aún no se
publicaba todo lo que uno captara del universo. Se podía
perfectamente hacer un video y no subirlo a ninguna red
social. Le mostró a la cámara su cara, las vendas, las
gotitas de suero al caer y finalmente encuadró a ese
monstruito lleno de acné que usaba mis rulos y mi ropa.
Dije a la cámara que iba a escribir un corto con las cosas
que habían pasado esa noche.
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En ese momento Leticia quería ser actriz y yo quería
hacer películas. Pasé muchas horas y muchas tareas de
facultad sacándole fotos a ella. No es que fuera la
persona más linda del mundo, pero se sentía cómoda
conmigo cegándola a flashazos. Teníamos química.
Después ella quiso hacer películas y yo perdí la
vocación. Hace un tiempo metió esa escena gore
contenida en un documental que hizo sobre la gente del
interior que viene a estudiar a Bellas Artes. Lo mejor de
ese cortometraje es la entrevista que se hizo a sí misma,
porque habla con una convicción de la gran puta y se
refiere al entrevistador como a “vos” pero en realidad no
había nadie NADIE del otro lado de la cámara. Son ese
tipo de cosas las que me hacen sospechar algún tipo de
cuadro psicopático. Pero es mejor no pensar esas cosas
de alguien con quien todavía se comparte el cuarto. Por
salud.
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![Page 34: A c á n o h a y n a d a - literaturaindependiente.infoliteraturaindependiente.info/wp-content/uploads/2019/06/Acá-no-hay-nada-Nathalie-HC.pdfF a n g i r l e o fr u s tr a d o El](https://reader033.fdocuments.ec/reader033/viewer/2022041907/5e649ec93eda87048c66eac1/html5/thumbnails/34.jpg)
Estela
Sabrina estaba de espaldas y paseaba, primero los pies,
después los ojos, por la vereda de enfrente. Bajé del
cordón con cuidado y empecé a cruzar. Me cambió la
luz. Ella se dio vuelta por el bocinazo. Nunca puedo verla
contenta.
Le dí un beso en cada mejilla y le pregunté qué ponía en
los auriculares. Siempre le pregunto. Le dije que estaba
muy linda, me agarró del brazo y empezamos a andar,
más al tranco mío que al de ella. Yo no me fatigo, ella no
pierde la paciencia.
El teatro quedaba lejos. Me dio tiempo de contarle lo que
hice en la semana entera. ¡Armé la máquina de escribir!
Y todavía me acuerdo de cómo funciona cada cosa. ¿Te
das cuenta, querida? ¡Seguramente soy la última
persona en el mundo que sabe usar una máquina de
escribir! Me río porque la última vez que la usé
Raimundo me dijo Ya no sabés cómo hacerte la
interesante y me enojé y la guardé en el placard de la
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![Page 35: A c á n o h a y n a d a - literaturaindependiente.infoliteraturaindependiente.info/wp-content/uploads/2019/06/Acá-no-hay-nada-Nathalie-HC.pdfF a n g i r l e o fr u s tr a d o El](https://reader033.fdocuments.ec/reader033/viewer/2022041907/5e649ec93eda87048c66eac1/html5/thumbnails/35.jpg)
casa de mis padres. Hoy volví a escribir dos o tres
páginas de mi diario y después me empezó a doler un
poco. Un poco, tampoco la pavada. Tengo miedo de que
se seque la cinta porque no sabría dónde comprar más.
Cuando llegamos al lugar nos salteamos toda la fila y
ella pasó sin saludar a nadie. Adentro me asusté, porque
usamos una puerta lateral que nos dejó directo en el
escenario. La sala ya estaba casi llena y la gente
conversaba y no se terminaban de acomodar. Me
molestó que no hicieran silencio cuando vieron dos
personas ahí adelante.
Sabrina no siguió caminando y a mí me daba miedo
bajar porque ya estaba todo en penumbras. Ella aplaudió
dos veces y se encendió una luz, justo sobre nosotras.
Me imaginé lo grande que era el reflector, lo que pesaba,
el daño que nos haría al caer y el vértigo me trancó las
palabras. La nena me apretó un poco el brazo y
entonces reaccioné. Les pedí silencio y de a poco me
hicieron caso y se sentaron en las butacas. Un jovencito
me gritó algo que ya me habían dicho antes: Estela,
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![Page 36: A c á n o h a y n a d a - literaturaindependiente.infoliteraturaindependiente.info/wp-content/uploads/2019/06/Acá-no-hay-nada-Nathalie-HC.pdfF a n g i r l e o fr u s tr a d o El](https://reader033.fdocuments.ec/reader033/viewer/2022041907/5e649ec93eda87048c66eac1/html5/thumbnails/36.jpg)
usted no necesita ese bastón, y yo le contesté Verdad
que no, pero es un buen argumento disuasorio. Lo
levanté en el aire e hice movimientos de samurai en
blanco y negro. Todos aplaudieron. Sabrina se rió,
tranquila, y me ayudó a bajar.
Cuando pisamos la alfombra gruesa y roja sentí que me
movía con más confianza y elegí un asiento que me
gustó, justo atrás de una chica que me hizo acordar a
una amiga mía de la iglesia. Estaba sentada junto a un
hombre que le acariciaba la rodilla. No sé por qué pensé
que nosotros cuatro - Sabrina, yo, la pareja de
desconocidos - éramos distintos y teníamos confianza.
Les ofrecí caramelos y se comieron todos los de limón.
Cuando terminaba la función pasó por el pasillo, junto a
mí, una persona con el brazo cubierto de un pelo
marrón, brillante, de ese que no se consigue con ningún
producto. Seguí el impulso de tocarlo y nos dimos un
choque de estática que me hizo pegar los suecos al piso.
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Él se apartó, me miró y frunció el hocico para mostrarme
todos los dientes.
Sabrina lo sacó de un escobazo y alguien encendió las
luces. Ella se tocó las orejeras y me contestó, Es un
pulso, y me pareció escuchar, muy bajito, el rulo de
batería, así sé bien a qué ritmo caminamos.
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Prólogo censurado de mi carta de renuncia Alejandro:
Harías bien en delegar la tarea de darle la bienvenida a
los nuevos. Cuando vas a abrir la puerta te sacás los
auriculares pero los dejás colgando del cuello de tu
buzo, sin ponerle pausa al celular. Da la impresión de
que estás apurado por volver a ponértelos, y uno se
siente incómodo.
El tour que nos hacés por la oficina es insufrible: “Esta
es la heladera, donde se guarda comida. Esta es la
ventana, que abrimos para ventilar.” Me costó aceptar
que no estabas tomándome el pelo, y fueron unos 20
minutos muy angustiantes.
Al minuto 21 me llevaste hasta un montón de pelos
negros, gruesos, enredados en forma de nada, que
asomaban entre montañas de libros de esos que
siempre hojeo en Amazon pero que nunca ni vos ni yo
nos inclinamos a comprar. Dudaste con el nombre
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porque hacía poco que había llegado a la empresa.
Gabriela iba a estar haciendo testing y QA en el mismo
proyecto que yo. No se movió un milímetro para
tenderme la mano, ni la cara, ni nada, así que nos
saludamos con un intercambio de medias sonrisas.
Ese primer día fue agotador. Escribí la lógica más bonita
de mi vida. Ustedes habían estimado 2 story points, y a
mí me llevó toda la jornada. Antes de irse, Diego vino a
ofrecerme ayuda. ¡Yo sabía lo que estaba haciendo!
Pero cada vez que pensaba en pasar esa tarea a review
me imaginaba que Gabriela al testearla encontraba un
loop infinito y me perdía cualquier posibilidad de respeto
para siempre.
Para aplacar esa humillación futura le aclaré, en nuestra
segunda o tercera fila para el microondas, que yo no
había estudiado informática. Pensé que iba a
contestarme alguna cosa de gente con Asperger, pero
me sorprendió. Ofreció prestarme unos libros
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introductorios y después me preguntó, con verdadera
curiosidad, qué había estudiado.
Le expliqué de manera un poco vaga de qué iba mi
carrera blanda y relaté apasionadamente la serie de
eventualidades que me habían llevado de aquellos
salones universitarios a esta industria donde se gana
mejor, se hace más felices a los padres y se colabora
con el Uruguay productivo.
Creo que a ella no le convenció mi amor por el suyo,
porque me dijo bajito: “Recuerda quién eres” al tiempo
que se arremangó la campera para dejarme ver, en la
cara menos peluda de su antebrazo izquierdo, un Simba
cachorro y tribal.
Años de dormir en una cama fría individual, en una pieza
llena de camas frías individuales, me dieron un buen
entrenamiento para reprimir gemidos y sollozos, pero no
pude evitar que mi respuesta a esa imagen fuera un
alarido emocionado que no sé reproducir. Sonó muy
ridículo, y ella se rió en mi cara.
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![Page 41: A c á n o h a y n a d a - literaturaindependiente.infoliteraturaindependiente.info/wp-content/uploads/2019/06/Acá-no-hay-nada-Nathalie-HC.pdfF a n g i r l e o fr u s tr a d o El](https://reader033.fdocuments.ec/reader033/viewer/2022041907/5e649ec93eda87048c66eac1/html5/thumbnails/41.jpg)
“¡Está vivo!” le contesté al recuperarme y siguió riéndose
de mí mientras sacó la comida del microondas y aún
cuando se sentó a la mesa. Después googleé el tatuaje y
me di cuenta de que no era tan original, pero lo sostuve
como una idea admirable. Hizo que me avergonzara un
poco del “Hakuna Matata” que tengo rotulado en el
hombro y me encargué de que nadie en la oficina me lo
viera jamás.
Mi simpatía por esta chica antipática no me convierte en
alguien especial. Ustedes, todos, la adoraban sin que
ella pusiera nada de su parte. Supongo que es el
magnetismo que generan las cosas misteriosas: yo con
mi franqueza paspante nunca pude hacer tanta amistad.
Una vez pusheé un fatal error. Cuando oí su silla girar,
lentamente, no me atreví a darme vuelta. Dejé que la
mirada de ella atravesara las cataratas de sudor frío que
me corrían por la nuca. “¡Fui yo! Ya lo arreglo”.
Cuando pasó la tormentita ella se levantó para salir a
fumar, y se ve que yo seguía temblando porque me
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invitó a ir a respirar un poco. Empecé a fumar para tener
más oportunidades de hacer que ella se riera de mí. Lo
que quería aclararte es que pasaron muchas horas de
estos recreos en conjunto antes de que me diera cuenta.
Llegué tarde. Espero que esa ignorancia prolongada me
redima.
Es cierto que en el minuto 21 aquel - si hasta vos, con
Lady Gaga sonándote en el cuello te debés de haber
dado cuenta - sentí un flechazo irrepetible. Un fuego de
espíritu. Unos ecos de mi corazón volviendo de alguna
parte del alma de ella.
Pero mi ángel antivirus - el que los convenció a ustedes
para que me contrataran - me tapó los ojos en ese
momento, y no me enteré de que era el fuego, el
flechazo, y todo eso sobre lo que la gente escribe
canciones.
No logro explicar con claridad mi nivel de
desconocimiento sobre el asunto. Es como cuando me
preguntaste si sabía cuál era el edificio principal del BPS
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y te dije que sí, porque lo sabía, por más que ninguna de
las 37 veces que había pasado por ahí hubiera sido
capaz de señalar esa fachada y decir “Es el BPS”.
Si yo hubiera podido señalar así a Gabriela, creo que no
me hubiera quedado a trabajar ni un día. Una certeza
así, grande e incómoda como un elefante, no me hubiera
dejado atravesar el pasillo para llegar al escritorio,
menos aún pasar ocho (¿diez?, ¿catorce?) horas ahí.
Era obvio que mi intensidad iba a terminar alejándola de
la empresa. Ustedes jamás nos asignaron a proyectos
distintos y me alegro, porque al menos reciclaron los
residuos de mi afecto.
Disculpas. Mil disculpas. Fue sin querer que le arrebaté
al estudio a sus dos mejores recursos: ella, que era la
mujer más brillante en varios edificios a la redonda, y yo,
que en el remordimiento por mi falta de talento me volví
obediente e incansable. Me quedaría, con todo y la
vergüenza de entender que ustedes sabían lo que me
pasaba. Me tomé estas dos semanas para tratar de
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seguir laburando bien, de escribir como se escribe para
ella - pero sin ella es imposible.
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De ojos y de garganta
¿Había sido a propósito que terminaran los dos
acomodándose en una sola cama, en un cuarto sin más
nadie, hediendo a whisky y a deseo?
Qué infierno. Qué infierno de duda y de dolor si lo
pensaban un poquito.
Ella lo pensaba un montón. Él no pensaba un carajo. Se
tocaba, con permiso, y dejaba ir hacia ella las manos
que le sobraran. Las caricias se esforzaban en deshacer
los obstáculos de hebillas, pliegues y botones.
¡Chask! hacía el elástico de la bombacha cuando él lo
sujetaba con las puntas de los dedos, lo estiraba y lo
soltaba para dejarlo chicotear en esa piel irregular de
puro nervio.
¡Chask! ¡Chask! Era como si llamara a la puerta y una
mano intrusa, mano de ella, lo detuvo más por reflejo
que por intención.
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Él interrumpió los besos con pereza y —Sacate esto —,
le rogó en imperativo. Ella dejó que se le dibujara en la
cara la pregunta más estúpida ¿Para qué? y nunca
supo si llegó realmente a pronunciarla.
—No te voy a hacer nada — dijo, retomando el trabajo
de las manos. — Quiero sentirte, nada más.
Ella ayudó a desvestir lo que faltaba, obediente como si
tuviera un caño en la cabeza y no pegado al muslo, ja.
Con el terror de 17 o miles de años de cultura occidental
sintió cómo el peso de él pasaba de estar a un lado a
estar encima. Cerró los ojos fuerte, fuerte, para que
después, cuando se arrepintieran, todo fuera más fácil
de borrar.
Desde afuera hacia adentro, desde él hacia ella, se
ablandaba el alma maravillada por lo vivo, por lo lúbrico,
por lo cierto de la carne. Desde dentro hacia afuera…
—Si entrás te mato —le talló en los hombros con las
uñas.
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—¡No voy a hacer nada a la fuerza! Sería como una
violación.
—Por eso: — apretó los párpados más todavía —si me
violás te mato.
Qué amenaza más honesta y más absurda. Lo decía
desde el convencimiento más profundo. Pero nadie se
tomaría en serio una amenaza salida de la boca del par
de piernas con las que ahora se masturba.
Lo hubiera matado y no podía mirarlo a los ojos para
decírselo.
En la oscuridad de la cabeza repasó la sucesión de
acciones que lleva a una a querer mantener a otro tan,
tan cerca del corazón y a la vez muy, muy lejos de la
concha.
Él se movía y cada oscilación era otro signo de pregunta,
otra insistencia. Empujaba el deseo como un ariete a las
puertas de la muralla. Ella sonrió por lo ridículo de la
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![Page 48: A c á n o h a y n a d a - literaturaindependiente.infoliteraturaindependiente.info/wp-content/uploads/2019/06/Acá-no-hay-nada-Nathalie-HC.pdfF a n g i r l e o fr u s tr a d o El](https://reader033.fdocuments.ec/reader033/viewer/2022041907/5e649ec93eda87048c66eac1/html5/thumbnails/48.jpg)
idea y, con los ojos cerrados, no puedo ver que él le
repetía la sonrisa.
Un trocito de metal, que seguramente se esforzaría por
brillar en la corta luz de la madrugada, le golpeaba a ella
la nariz, los labios o el mentón al final de cada golpe. Ella
le acarició el cuello con rabia, y sujetó el collar. —Sacate
esto, —demandó —No. Nunca me la saco.
Apresó entre los dedos la medalla por unos instantes.
Era una clave de sol. Se acordaba perfectamente de la
primera vez que la había visto. De las reacciones alegres
y exageradas de él cuando a ella se le antojó contarle el
mito de Orfeo.
Y ahora, si lo miro, desaparece. Ellos eran Orfeo y
Eurídice pero al revés. Al revés mismo. Al revés no,
imposible. Una mujer con un nombre tan bonito seguro
llevaría un espejo en la cartera. No tendría que hacer
esa estupidez de dar vuelta la cabeza para mirar y
arruinarlo todo.
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Las mujeres bonitas, con y sin espejos, tienen una visión
que es mucho más que 360. Los hombres nacen y se
mueren con una de estas cosas de cuero que le ponen a
los caballos para que miren solo hacia adelante. Así es
que él puede olvidarse del contexto — de quién es él, de
quién es ella, de quién responde por esta
guarangada— y tratar de convencerla tan burdamente
de coger.
—Te haría el amor — la contradice él en voz alta—,
mucho.
Visión 360, frontal o periférica, yo tengo miopía y
astigmatismo, y los ojos cerrados, piensa ella, y se deja
divagar la mente hasta reconstruir dónde fue que dejó
tirados los lentes.
Si lo miro ahora, el sol de tan temprano basta, va a
desaparecer. El mito aplica porque él es un poco músico
y ella está un poco muerta, y puede ser que estén un
poco enamorados.
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Y porque al mirarlo se termina toda la posible magia de
esta noche. Porque no debe de haber nada más feo,
nada más asquerosamente aterrador, que un hombre
formando una trampa horizontal, una cárcel de huesos.
Con todo ese sudor etílico y esos jadeos inútiles tan
cerca de la cara de ella.
Entonces ella, con la fe puesta en el mito, relaja los
párpados, lista para olvidarse de lo que de él en ella
existe. Abre los ojos y los rasgos se dibujan con esfuerzo
en la penumbra de ese cuarto ajeno. Más que nada se
encuentra con la mirada de hambre animal que suponía.
Y en esas pupilas dilatadas, tal vez en una confusión de
oxitocina, se fabrica la idea de que ella lo conmueve un
poco. No sabe en qué orden y medida le toca a él las
fibras del corazón, las neuronas agobiadas o los vasos
sanguíneos de la pija, pero ahora no le importa porque lo
encuentra hermoso en el menos y en el más superficial
de los sentidos.
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![Page 51: A c á n o h a y n a d a - literaturaindependiente.infoliteraturaindependiente.info/wp-content/uploads/2019/06/Acá-no-hay-nada-Nathalie-HC.pdfF a n g i r l e o fr u s tr a d o El](https://reader033.fdocuments.ec/reader033/viewer/2022041907/5e649ec93eda87048c66eac1/html5/thumbnails/51.jpg)
Se oye nacer en la garganta una respiración honda y
nueva que la acaricia mientras se proyecta al exterior, y
a los dos les gusta cómo suena.
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Cuento con flores
Afuera todo está hecho de caras negras y caras blancas.
Siento que este sol de segunda mano les hace mal. Las
intoxica. Me eriza un principio de mareo y me maravillo
en pensar que esta luz mala, esta luz fría es residuo del
poder de la otra. Mi piel me encandila cuando estiro las
manos más allá del encierro de las sábanas. Es raro que
el sol haga su eco en la luna y la luna en mí. Me parece
sentir en mis tejidos una reacción, análoga y opuesta a
la de mis plantas, que me llena el cuerpo de sustancias
nuevas.
Cierro los ojos porque quiero soñar, de nuevo, que soy
un ser de esos tan perfectos que se mantienen solos, sin
dañar a nadie, sin pedir nada. Entonces me estiro,
entera, y sospecho que, como la materia verde y buena
busca la luz del día yo, en mi impureza, quiero crecer
hacia los rayos que escupen las ventanas en estas horas
de silencio.
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Me siento amplia y vacía como el invernadero 4. Este
mes pasé a visitarlo un par de veces y me pareció sentir
su aliento de gigante al suspirar, desesperado, por que
llegue octubre. Cuando se llena de flores monstruosas él
se olvida de mí. Soy apenas un cosquilleo rutinario que
le acaricia la lengua alfombrada de vidas nuevas. Él
sonríe, y es la envidia de todas las otras parcelas. Me
parece que yo también envidio un poco lo cíclico y lo
seguro de su espera.
No es posible que nadie haya estudiado los efectos
nocivos de la luna llena sobre los plantines. Me inquieta
la idea. Pienso en Rosa, cuando yo esperaba que ella
llegara y temía por no saber cuáles eran las buenas
prácticas para hacerla crecer. Todo lo que había criado
hasta entonces tenía expertos, bibliografía, cursos por
correspondencia. Pero Rosa no. Mi propia madre se reía
de mí, y me decía que no me preocupara, que una
mamá siempre sabe.
La verdad es que nunca pude ver en mí ese impulso de
sabiduría divina del que todas las señoras me hablaban.
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![Page 54: A c á n o h a y n a d a - literaturaindependiente.infoliteraturaindependiente.info/wp-content/uploads/2019/06/Acá-no-hay-nada-Nathalie-HC.pdfF a n g i r l e o fr u s tr a d o El](https://reader033.fdocuments.ec/reader033/viewer/2022041907/5e649ec93eda87048c66eac1/html5/thumbnails/54.jpg)
Rosa creció a base de sentido común, Agustín a base de
experiencia y Olga, pobrecita, viene de la pereza y el
cansancio.
Pero esta noche por fin tengo una intuición, un soplo de
instinto: la luna nos hace mal.
Creo que hay unas bolsas de sintético vacías en el
galpón del frente. Voy a salir, y usar eso para cubrir las
plantas nuevas. Ya me ayudará Cuneo a tapar todas las
demás antes de la próxima noche mala.
Mis zapatillas blandas rozan el pasillo y me viene la idea
de pegarme contra la pared opuesta al ventanal, para no
ser hipócrita y evitar yo también que mi piel absorba
esos rayos. Me río de mi locura. Mañana voy a mandar a
Amparo a la biblioteca, al Correo y al pueblo siguiente si
es necesario. Alguien, en alguna parte, tiene que haber
dado con la base teórica de mis miedos nuevos. Y si no,
yo misma tendré que investigarlos.
Antes de abrir la puerta tomo el parasol en un
movimiento automático, como si fuera la cosa más
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razonable del mundo. Afuera, cuando ya surco el largo
camino de escarcha, voy alternando entre cubrirme y no
cubrirme con él. Compruebo mi maldad: me gusta más
tener la luz que no tenerla.
Así que cierro el parasol y me dedico a ver cómo a cada
paso mi cabeza se aleja un poco más del suelo. Me pesa
levantar los pies. La sombrilla cerrada, que me servía de
bastón hace unos metros ahora cuelga tontamente de mi
mano.
No tengo sustento para adivinar cuándo se va a detener
este crecimiento absurdo. Me angustia la idea de que
mañana la gente se de cuenta de mi desajuste. De que
me vean tan grande, tan hueca, tan llena de nada y se
burlen de mí.
Dejo el parasol atrás y empiezo a correr. Siento las guías
extensas de mis venas expandidas, cavidades de agua
en movimiento, y bajo mis pies gotas de savia oscura
reventada, un pegamento cada vez más difícil de
romper. Quiero refugiarme en uno de mis invernaderos
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![Page 56: A c á n o h a y n a d a - literaturaindependiente.infoliteraturaindependiente.info/wp-content/uploads/2019/06/Acá-no-hay-nada-Nathalie-HC.pdfF a n g i r l e o fr u s tr a d o El](https://reader033.fdocuments.ec/reader033/viewer/2022041907/5e649ec93eda87048c66eac1/html5/thumbnails/56.jpg)
antes de crecer tanto que no pueda pasar por la puerta
de ninguno. Pienso ir al 2, que es el que más cuidados
necesita. Pero hay luz en el invernadero chico y me
llama, con un aleteo de hojas apurado.
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![Page 57: A c á n o h a y n a d a - literaturaindependiente.infoliteraturaindependiente.info/wp-content/uploads/2019/06/Acá-no-hay-nada-Nathalie-HC.pdfF a n g i r l e o fr u s tr a d o El](https://reader033.fdocuments.ec/reader033/viewer/2022041907/5e649ec93eda87048c66eac1/html5/thumbnails/57.jpg)
Sustancial Entré a un baño público a ponerme desodorante y me di
cuenta de que tenía una mancha en el viso. Al principio
me asusté porque parecía un moretón, o un sarpullido en
el medio de la panza, pero cuando miré bien, era solo
una mancha pastosa que se formaba entre mi piel y la
tela humedecida. Me acordé de la imagen: en algún
momento había perdido de vista entre las tetas un trocito
de chocolate que caía. Me incomodó no saber si el
recuerdo era de ese día, o del anterior. O del otro.
Le quedaba poco al aerosol. Me lo guardé en la mochila,
me lavé las manos, le evité la mirada al espejo y, cuando
fracasaba en sacar toallas de papel de la maquinita, me
acordé de la vez que tenía ganas de bañarme y fui al
club a hacer como que salía de la piscina. Lo hice más
de una vez, en realidad. Después dejé, y nunca me
encontraron en casa para cobrarme las cuotas.
Me gusta cuando salgo del baño y ya está la mesa
servida. Me gusta cuando el brownie parece duro y hago
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mucha fuerza con la cuchara, y después tengo que
acomodar a la realidad mis expectativas porque me doy
cuenta de que el brownie es blandito y de que es mejor
que sea así. Me gusta cuando la leche y el café vienen
en jarras separadas, porque es siempre un desafío
encontrar el color perfecto, y el color que me parece
perfecto siempre cambia. Para eso ellos me mandan las
jarras separadas. Esto se debate solo en una escala de
marrones, pero me hace acordar que cuando yo tenía
como 8 años estaba segura de que podía inventar un
nuevo color. Ponía la viruta de los lápices en agua, en
distintas proporciones, y esperaba. No sé cómo mi
madre tenía tolerancia para mis experimentos.
Lo que ellos no saben, al traerme dos jarritas, es que
tanto si me sobra leche como si me sobra café, me
pienso tomar lo que reste solo, al final, como última taza.
Yo soy una niña de la crisis y me siento en la obligación
de comer todo lo que tenga derecho.
Hoy no era el caso de ninguna de esas cosas que me
gustan. El café con leche vino en una copa escuálida,
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indivisible por mis medios inmediatos, con un color
desapasionado que venía a reírse de mi historia
personal. El brownie era honesto en su consistencia.
Estos y todos los otros comestibles llegaron a la mesa
dos o tres suspiros después de que yo me sentara, con
esa mancha de chocolate en la conciencia más que en la
ropa.
Al lado mío un señor gordo con bigotes se tragó el último
raviol y le trajeron una copa de helado con frutillas y
crema que me robó los ojos. “Mirá qué lindo”, dijo el
mozo al dejársela. Y la verdad que sí. Me daban ganas
de dar vuelta la silla y quedarme mirando. Era linda la
copa y era lindo ver al gordo comer. Saber que un
humano puede contra toda esa grasa y azúcar y que la
ciencia va a mantenerlo vivo por 15 o 20 años más. De
vez en cuando hay que detenerse a admirar el progreso
de la especie.
Según la ética de que la sustancia de la vida está en los
pequeños placeres —aunque las porciones de ese
restorán no eran precisamente pequeñas —yo estoy
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viviendo uno de mis mejores momentos. Abandoné las
pretensiones, me entregué a la materia que es todo lo
que hay. Tenía ahí servidas más calorías que las que
todas mis amigas juntas ven en una semana entera. Hay
vicios peores, pero de a ratos me entra la duda y no sé si
me estoy dejando ser o me estoy dejando estar.
La cosa es que ese no saber cuántas horas hacía que
convivía con una mancha de comida entre los lienzos me
dio, por fin, una punzada de vergüenza propia —tan
acostumbrada que estoy yo a sentir la ajena —y decidí ir
a pasar un tiempo a la casa de mis padres. Mamá me
iba a obligar a comer verduras, tomar sol, sacarme los
bigotes y bañarme cada vez que le pareciera necesario.
Tal vez exagero al describir lo deplorable de mi estado.
Tengo dientes todavía blancos y parejos, por eso sonrío
hasta por las dudas. Tengo labios inobjetables, cara de
que estoy pensando en algo que está lejos, y bastantes
años como para que el chocolate no me invada la cara
de granitos. No tantos años como para que mi
metabolismo deje de ser amable (amable, no milagroso).
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Y le gusté al mozo. Me estaba fijando en la factura para
saber su nombre cuando me estrechó la mano, me miró
a los ojos y me lo dijo en voz alta. Creo que conecto más
con gente extraña ahora que me siento sola. Me asusta.
Sí, es mejor dormir en mi cuarto rosa rodeada de
peluches que estar en Montevideo vagando, leyendo en
las plazas, pagando cuotas, pagando entradas, pagando
comidas para no tener que ir a mi verdadera casa.
El inter tenía Wi-Fi y se me trancó el celular por todos los
mensajes que cayeron. Había uno que no era de mi
madre. Yo había estado discutiendo con mi
coarrendatario por el tema del alquiler —son tan distintas
nuestras visiones de justicia —y el movimiento final de
esa pelea de texto me había encontrado a mí con el
coraje de preguntarle, por fin, cuándo pensaba irse de mi
casa.
Yo sé que tengo que dejar de usarlo a él como chivo
expiatorio para todas las cosas malas que hago y que
dejo que me hagan. También admito que yo ya sabía
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que se va a ir, y qué, como me hace repetir en voz alta la
psicóloga, yo quiero que se vaya. Pero ver la
confirmación, la fecha concreta —imaginarme el ruido de
la cinta al sellar sus dos o tres cajas de cartón,
imaginarme el peso de dos copias de llave en el bolsillo,
imaginarme que no voy a sentir más su olor a shampú,
su olor a Coronado, su olor a fútbol 5 —me partió el alma
en fracciones irrejuntables y lloré todo el viaje. Me limpié
los mocos con la camisa porque no tenía otra cosa.
Llegué al portón de mi casa tan deshecha que el perro
no me reconoció. Después de olfatearme bien se
deshizo él, en disculpas babosas, y me llenó de barro y
pelos. Yo lo derribaba a él, y él a mí, y así llegamos,
arrastrándonos uno al otro, a la ventana de mi cuarto.
Me extrañó que estaba la luz prendida, y los dos nos
asomamos a mirar.
Mi cama estaba bien tendida, con los pies para el lado
donde yo usualmente pongo la cabeza. Sentado sobre
las sábanas, en posición de loto, había un hombre más o
menos de mi edad, con ojos rasgados y la piel de un
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![Page 63: A c á n o h a y n a d a - literaturaindependiente.infoliteraturaindependiente.info/wp-content/uploads/2019/06/Acá-no-hay-nada-Nathalie-HC.pdfF a n g i r l e o fr u s tr a d o El](https://reader033.fdocuments.ec/reader033/viewer/2022041907/5e649ec93eda87048c66eac1/html5/thumbnails/63.jpg)
color que me hubiera gustado para capuchino. Tenía un
cuaderno sobre las piernas y una lapicera en la mano.
Miraba el aire con una expresión entre drogui y
trascendental que interrumpió al verme. Nos mostramos
las palmas de las manos y lo dejé en paz.
Yo misma había convencido a mis padres de que
alquilaran los cuartos libres ahora que mi hermano y yo
no estamos casi nunca. Generalmente, me reconforta
saber que mis padres tienen otros jovencitos sobre
quienes volcar sus cuidados obsesivos. Pero ahora que
fui al hogar en busca de refugio y no por cumplidos…
Ahora que no me siento más dueña de la casa que me
quita la mitad del sueldo… No. No puedo decir que me
molestó encontrarme a los viajeros ahí. Simplemente no
me lo esperaba.
La puerta del frente estaba abierta. La chica se estaba
poniendo lápiz labial en el espejo del living y me vio en el
reflejo. Sonrío, como si me hubiera estado esperando y
pronunció mi nombre con alegría. Cuando se acercó a
darme un beso me tentó la textura de la chaqueta de ella
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—era extremadamente suave, de una gamuza perfecta y
clarita, como para lágrima— y la abracé.
¡Al fin te conozco! Me dijo, y me lo decía de verdad. Yo
creo que de tanto dormir en mi cuarto y usar mis cosas y
respirar mi aire a veces ellos se creen que me conocen.
Algunos hasta se van un poco enamorados: me ha
pasado que me busquen en Facebook y me escriban
cosas esmeradas.
Papá y mamá están en la casa del abuelo, me informó
ella Nosotros ya vamos. Quiero arreglarme un poco.
Le estaba explicando que para ir a lo del abuelo no se
necesita ningún tipo de “arreglo”, cuando mi hermano
salió del baño, derramando agua y facha en partes
iguales. Estaba envuelto en una toalla y sacaba pecho a
propósito. ¡Pero qué bonito muchacho!, dijo Lía, que así
se llamaba, con mucho acento y feliz de usar esas
palabras nuevas. Mi hermano le mostró todos los
dientes, pero se le cayeron las comisuras cuando me
vio.
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Me saludó de lejitos y fue corriendo a vestirse. Ya
habíamos tenido una charla sobre esto. Cuando mis
padres abrieron las puertas, cuando empezaron a caer
las colombianas, las italianas, las libanesas, temí por el
bienestar de la casa y llevé a mi hermano a hablar a otra
habitación, donde los dos acordamos, pactamos, dijimos
en voz alta y al unísono, que “los viajeros son amigos, no
comida”.
Lía siguió maquillándose. Mi marido está encerrado en tu
habitación —no dudes en correrlo si quieres. Me
sorprendió que fuera el marido. Traté de calcularles la
edad y el país. Es que nos vamos esta noche y
queríamos escribir una carta para tus padres. Han sido
muy buenos con nosotros, ¿sabes?
Casi no quedaba agua caliente en el termofón y el frío
me ayudó a despabilarme, a resignarme a la alegría
familiar. El espejo no se empañó y por eso tuve que
mirarme de refilón. Después lo seguí haciendo, de frente
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y a propósito, porque no me vi tan mal. Por lo menos ya
era grande.
Lía me vio pintándome las uñas a lo bruto y me explicó
cómo hacía ella para que le quedaran tan perfectas. Me
olvidé en seguida de la lección, pero fue lindo que me
tomara las manos, y además después me hizo una
trenza igual a la suya, de esas que te hacen pensar que
vas a ir al campo a soplar panaderos y juntar dientes de
león.
Estaba tan metida en el juego de las amigas, que recién
cuando estábamos a unos 20 pasos de la casa de mi
abuelo me di cuenta de lo que estaba pasando. Había 3
autos estacionados y desde allá al fondo, en el parrillero,
llegaban una luz amarilla, risas de whisky, y una voz de
relator de fútbol que pasaba publicidades.
Me paré en seco: ¡Hoy es el cumpleaños del abuelo!,
dije en voz alta. Javier y la parejita se dieron vuelta para
mirarme. ¿No vinimos para eso, boludita?
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No es que yo no supiera cuándo cumple años mi abuelo.
Es que tan concentrada en mi drama personal no me
había dado cuenta de que era febrero, ni siquiera de que
era verano. Me saqué la campera y me la até a la
cintura.
En el portón, un poco recuperada del shock, intercambié
ondas de preocupación con mi hermano. No podíamos
olvidarnos de hacer el disclaimer.
Escuchen, ustedes no saben cómo son mis abuelos.
No tienen idea de cómo son mis abuelos.
Si les hacen preguntas que no quieren contestar, no
tienen por qué contestarlas.
Si en algún momento se quieren ir, no se sientan mal,
váyanse.
Si se pasan y ustedes no saben qué hacer, nos avisan.
Pero tranqui. Siéntanse en casa. ¿Ok?
Lía y Marco no nos tomaron en serio.
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Mi familia me recibe de maneras inverosímilmente cursis.
En vez de preguntarme por mí me preguntan por la tesis
y por Ismael. Como si yo tuviera algún tipo de control
sobre esas cosas.
Mi abuelo en cambio es más ubicado. No por sensato,
sino por seco e insensible. Es por lo tanto el saludo
menos efusivo, y el menos incómodo.
Feliz cumpleaños, abuelo.
Gracias m’ija..
¿Todavía tenés el vino que te traje en Navidad?
Sí.
Me imaginé. No te traje nada.
Bien, bien. Gracias, m’ija.
Era buen vino y lo guardaba para momentos especiales,
como si tuviera la certeza de que le quedaran muchos
más. En Navidad yo había ido a comprar dos vinos, uno
blanco y uno tinto, que venían en sendas cajitas de
madera.
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![Page 69: A c á n o h a y n a d a - literaturaindependiente.infoliteraturaindependiente.info/wp-content/uploads/2019/06/Acá-no-hay-nada-Nathalie-HC.pdfF a n g i r l e o fr u s tr a d o El](https://reader033.fdocuments.ec/reader033/viewer/2022041907/5e649ec93eda87048c66eac1/html5/thumbnails/69.jpg)
Tengo el video de mi abuelo paterno abriendo el regalo y
es de las mejores cosas del mundo. Cuando flaquea mi
fe en mí, o en el capital, veo el video de mi abuelo
abriendo el regalo, perfectamente feliz. Y, bueno, podrá
parecer una imagen mezquina porque no deja de ser un
objeto material el que está sosteniendo, desenvolviendo
con la cara iluminada del más inocente de los gurises
pre-iPad, pre-xbox, pre-disneylandia, pero sé que esa
felicidad no viene solo de la tarjeta de crédito sino que
viene de mí. Yo propicié ese momento.
En el video mi papá le dice a él papá, ¿qué es eso? con
voz de cómplice y yo le hablo por arriba diciendo. Pero
me dijo la abuela que no podés tomar hasta que
termines el tratamiento. Le habían recetado unas
pastillas. Se terminó la botella de a vasitos al medio día,
mucho antes que el blister. Después lo internaron, y
después se murió.
Si hubiera muerto con el vino sin descorchar, sería una
condensasión poética espantosa de todo lo que yo estoy
pensando. Hubiera ido a buscar la botella entre la mugre
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de años que se acumula en el living de mi abuela y me la
hubiera tomado yo sola en la cocina, moqueando y
pensando cómo puedo hacer para convertirme en una
persona de verdad.
Pero mi abuelo se tomó toda la botella y fue feliz.
¿Cómo será sentir el cansancio en los huesos? ¿Es
verdad que se van a dormir con miedo de no
despertarse? Confío en mi abuelo, el que queda. Él es
resiliente, también. Si estuviera pronto para partir, lo
sabría, y apuraría el trago de vino bueno como se toma
ahora todas estas cosas más baratas.
El día que fui a comprar el vino yo ya estaba vistiendo mi
traje de dar pena. El señor de la tienda empezó por
ofrecerme una cosa que mi cerebro decodificó como
algo parecido a una damajuana de 150 pesos y yo me
tomé un momento para indignarme, y otro para
condenarme por mi indignación.
Me angustió encontrarme con la paradoja de que mi traje
de pichi, en lugar de congraciarme con la gente que no
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![Page 71: A c á n o h a y n a d a - literaturaindependiente.infoliteraturaindependiente.info/wp-content/uploads/2019/06/Acá-no-hay-nada-Nathalie-HC.pdfF a n g i r l e o fr u s tr a d o El](https://reader033.fdocuments.ec/reader033/viewer/2022041907/5e649ec93eda87048c66eac1/html5/thumbnails/71.jpg)
tiene un lugar a dónde ir a parar ni agua corriente ni
enjuague bucal, en vez de hacerme pensar qué mal
nosotros, los de las oportunidades, los que tienen
trabajo, los bienqueridos, que los juzgamos a ellos por
cómo se ven y cruzamos a la vereda de enfrente para no
darles unas monedas ni sentirles el olor...
En vez de eso, mi traje de dar pena me descubrió más
snob que nunca, porque me daban ganas de decirle
Mire, señor Domínguez, si es que ese es su verdadero
nombre. No fui 5 años a la universidad para llevarle a
mis abuelos un triste vino en cartón en Nochebuena,
como si yo fuera especial, como si hubiera algo en mí
que él tuviera que poder ver a través de mis mechones
enmadejados, mi ropa estirada y mis dos capas de
mugre que lo hiciera pensar Ah, esta mujer tiene un
sueldo. Está mujer algo entiende.
Entender, no entendía, pero estaba aprendiendo de
memoria, porque el vino era una de mis estrategias. Por
esas fechas mi compañero de vivienda estaba entrando
en su fase de aprender a cocinar pescado. De vez en
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![Page 72: A c á n o h a y n a d a - literaturaindependiente.infoliteraturaindependiente.info/wp-content/uploads/2019/06/Acá-no-hay-nada-Nathalie-HC.pdfF a n g i r l e o fr u s tr a d o El](https://reader033.fdocuments.ec/reader033/viewer/2022041907/5e649ec93eda87048c66eac1/html5/thumbnails/72.jpg)
cuando yo espiaba la siguiente hoja del libro de recetas y
googleaba qué vino quedaba bien con el bicho en
cuestión. Me desgastaba el plástico del crédito en estos
lugares elegantes y cuando caía a casa le decía a él
Mirá, me lo regalaron en la distribuidora.
Creo que nunca sospechó. Aceptaba compartir la botella
a cambio de que él cocinara. Todos ganábamos. Era la
única manera que me quedaba para sentarme con él a la
misma mesa, para escucharlo alabarse a sí mismo por lo
bien que le había quedado la comida, para mirarlo a los
ojos, para mirar a los ojos a alguien.
Obvio que siempre terminaba deprimida. Pero era parte
de mi lenta terapia de aceptación de los hechos. Una
estrategia de cura a largo plazo. Porque si podemos
estar los dos borrachos, riéndonos de lo mismo, en el
mismo comedor donde hace un tiempo nos
revolcábamos en el suelo y nos dábamos contra todas
las paredes, y él no viene a mí —si no me toca ni al
pasarme la copa— eso significa que ya no le gusto nada.
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Que la última y la más banal de las cuerdas también se
rompió.
No puedo estar así, acordándome de las instancias
físicas de mi vida con ese hombre. Me vienen estos
flashbacks, de repente, sobre todo cuando alguien está
explicándome alguna cosa que no me interesa. Se me
corre el iris para atrás, se me ponen rojos los cachetes y
se me empieza a caer una baba fina por la comisura de
la boca. La gente hace de cuenta que no pasa nada, por
suerte.
No quiero privar al que lea esto de respirar la atmósfera
de tregua a la hostilidad del cumpleaños de mi abuelo,
pero la estaba sintiendo con menos de medio cerebro,
así que sería deshonesto describirla. Lo que pasa es que
cuando venía en el interdepartamental hacia esta noche
de alcohol y asado y griterío e indulgencia, me
paniqueaba con pensar que ya llegarían las 3 de la
mañana y yo volvería a quedar sola, acurrucada en un
colchón, llorando a desconsuelo la preausencia de mi
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![Page 74: A c á n o h a y n a d a - literaturaindependiente.infoliteraturaindependiente.info/wp-content/uploads/2019/06/Acá-no-hay-nada-Nathalie-HC.pdfF a n g i r l e o fr u s tr a d o El](https://reader033.fdocuments.ec/reader033/viewer/2022041907/5e649ec93eda87048c66eac1/html5/thumbnails/74.jpg)
amor malo. Y entonces, se me vino a la cabeza la idea
de tramitarme alguna distracción.
Es lucrativo conocer viajeros en Montevideo porque casi
todos vienen desde o van hacia mi pueblo. Así les
consigo a mis padres inquilinos a patadas. Este, en
particular, tenía mate y bombilla pero no tenía termo ni
agua caliente, y yo al revés. Curiosa manera de
encastrar, ¿no? Me senté a cebarle y conversar, nada
más que a conversar, frente a él en la plaza de comidas
de la terminal, un lunes. Me cuido de no quemar Tres
Cruces, porque los guardias de seguridad son muy
atentos a las caras repetidas. Es el mejor lugar para
conseguir electricidad, agua caliente y usar los baños.
A lejano y corto análisis el muchacho parecía un loquito.
Muchas de sus frases eran ofrecimientos o invitaciones
que finalizaban en congusto. Claro que hablaba, no
escribía, pero en la manera de decirlas me parecía que
estaban las dos palabras concatenadas. Uno de los ojos
no se le movía y por eso daba la impresión de ser un
poco más grande que todos los demás. Yo lo miraba con
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![Page 75: A c á n o h a y n a d a - literaturaindependiente.infoliteraturaindependiente.info/wp-content/uploads/2019/06/Acá-no-hay-nada-Nathalie-HC.pdfF a n g i r l e o fr u s tr a d o El](https://reader033.fdocuments.ec/reader033/viewer/2022041907/5e649ec93eda87048c66eac1/html5/thumbnails/75.jpg)
un poco de susto y con las cosas entrando por un oído y
saliendo por el otro, atropelladas.
Tres vueltas de mate después me parecía la persona
más iluminada y sensible del mundo. Estuve horas ahí
diciendo cosas como “sí” y “tal cual”, moviendo la cabeza
de arriba a abajo, y no por compromiso ni amabilidad,
sino porque verdaderamente las sentía. Él tenía ya, ante
mis ojos, una cosa de líder político y otra de gurú
espiritual. Me dijo ideas que yo no sabía cómo no se le
habían ocurrido a nadie antes. Iba de las plantaciones de
yerba mate hasta los sirios, hasta Cuba, y de vuelta a los
Sin Tierra, con toda soltura y coherencia. Sin
desmerecer su trabajo, digo que tenía el discurso ya
sistematizado y lo usaba todos los días para diversas
transacciones.
Estaba cagado de hambre. Mil veces le ofrecí comprar
algo de comer, pero en vez de aceptarme se levantó a
buscar unas papas fritas y media porción de tarta que
alguien había dejado en otra mesa. Me duele que la
gente desperdicie la comida. Me quedé anonadada por
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un acto semejante y lo miré comer con admiración,
mientras yo me pedía un caliente y un jugo de naranja.
Hasta ahí, por más que me iluminara los pensamientos
con sus ideas de demente, no lo veía con malos ni raros
ojos yo. Ni siquiera cuando empezó a hablar mal de sus
compatriotas. Creo que esto es lo primero que un
argentino debe hacer cuando intenta levantarse a una
hija de Obdulio.
Siempre me quejo de lo precario de mi educación, pero
esto sí me lo enseñaron en la escuela y no le dí la
suficiente importancia. En un recreo, en quinto año,
vimos a una de las maestras practicantes llorar en un
banquito atrás del salón de múltiples propósitos. Yo
pensé que le habrían puesto una mala nota. Otras tres
nenas y el nene gay se acercaron y fuimos todos a
preguntarle si estaba bien. Nos dijo que, habiendo tantos
países en el mundo, nunca, nunca se nos fuera a dar por
tener un novio argentino.
Mi problema es que a mí me gusta la gente que me hace
llorar. Eventualmente el chico llegó a la parte de decirme
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que es difícil extrañar tu casa cuando estás lejos, pero
extrañar tu casa estando a un río de distancia, sin
suficiente plata para cruzarlo, se le estaba haciendo
insoportable. Me vinieron ganas de agarrarle la mano,
me contuve y me dije, disciplinada: Nena, no cruces esta
mesa para abrazarlo, porque te lo vas a chapar.
En fin, que lo que tenía de idealista no lo tenía de boludo
y fue él el que vino hasta mi asiento acolchonado. Hice
mi esfuerzo por abrazarlo sin más, pero también razoné
que a mi vida le faltaban más primeros besos no
planeados. Le sentí en los labios el gusto a cruzar a pie
desde Valizas hasta El Cabo y de verdad que estaba
satisfecha de escapar de mi tristeza pervasiva.
La moza vino cuando estábamos pegados como liceales,
a decirnos que ya estaban por cerrar. Me dio un poco de
pena ponerla en esa situación incómoda porque es mi
moza favorita. Le pregunté el nombre. Ella siempre me
dice corazón.
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![Page 78: A c á n o h a y n a d a - literaturaindependiente.infoliteraturaindependiente.info/wp-content/uploads/2019/06/Acá-no-hay-nada-Nathalie-HC.pdfF a n g i r l e o fr u s tr a d o El](https://reader033.fdocuments.ec/reader033/viewer/2022041907/5e649ec93eda87048c66eac1/html5/thumbnails/78.jpg)
Resultó que el viajero no estaba esperando ningún
ómnibus. Alguien lo iba a pasar a buscar por ahí a las 5
de la mañana para acercarlo hasta la ruta. Le advertí,
con conocimiento de causa, que no es tan fácil pasar la
noche en Tres Cruces sin pasaje.
Yo ya le había ofrecido, después de la filosofía social
pero antes de los besos, que fuera a descansar un rato a
casa en vez de dormitar ahí sentado. Extrañaba
verdaderamente dormir acompañada. Era la noche
perfecta: al otro día tenía hora para el PAP así que por
primera vez en la vida tenía un argumento tangible e
insalvable para mantener las piernas cerradas. Eso se lo
advertí porque tengo un tic de hija del patriarcado que
me hace excesivamente respetuosa de las erecciones
ajenas. No quería emocionarlo para dejarlo en Pampa y
la vía después.
También consideré advertirle que tengo a un ex-marido
durmiendo en el altillo. Me enloquecía la idea de que se
encontraran los dos, a la mañana siguiente. Ismael,
bajando la escalera, con su ropa de contable y su cara
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de traste. El viajero, en calzoncillos, revolviendo la
cocina para armarme un desayuno. Tentador.
Pero, en vez de eso, lo llevé a un bar a emborracharnos.
Brindamos por los niños sirios y le di el teléfono de mis
padres. Ha sido un gusto, nos vemos pronto.
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![Page 80: A c á n o h a y n a d a - literaturaindependiente.infoliteraturaindependiente.info/wp-content/uploads/2019/06/Acá-no-hay-nada-Nathalie-HC.pdfF a n g i r l e o fr u s tr a d o El](https://reader033.fdocuments.ec/reader033/viewer/2022041907/5e649ec93eda87048c66eac1/html5/thumbnails/80.jpg)
Madrecitas El jueves cuando llegué a casa la encontré con el mismo
jogging y la misma remera. Acurrucada en la cama,
seguía con su ciclo personal e infinito de Almódovar.
Miraba las mismas 17 películas, día tras día y aún así no
le daban ganas de salir a trabajar.
La saludé, me saludó y aguanté la respiración hasta
después de haber tirado mi mochila al suelo para no
preguntarle tan rápido.
—¿Fuiste?
Hizo su típica y casi constante mueca de “sé que no
estuve bien” y me dijo:
—Me boludeé.
Era la misma respuesta que me podría haber dado para
enterarme de que no fue al supermercado, de que no
llamó al sanitario, de que no bajó la ropa de la cuerda.
—Si querés que me pida el día para acompañarte,
decímelo. Vamos ahora, si hace falta.
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![Page 81: A c á n o h a y n a d a - literaturaindependiente.infoliteraturaindependiente.info/wp-content/uploads/2019/06/Acá-no-hay-nada-Nathalie-HC.pdfF a n g i r l e o fr u s tr a d o El](https://reader033.fdocuments.ec/reader033/viewer/2022041907/5e649ec93eda87048c66eac1/html5/thumbnails/81.jpg)
Cada vez que pronunciaba esta propuesta me arrepentía
al instante. ¿Qué iba a ir a hacer yo, justamente yo, a
esa sala de espera?
—Me boludeé, nada más. Voy mañana.
—A ver, Lau. —traté de encontrar algo qué limpiar, algo
qué ordenar, para no tener que mirarla a la cara. Extendí
y doblé tres pares de medias mientras le decía —No es
una cosa que puedas dejar pasar. Si yo dejo vencer una
factura nos fajan con el recargo y ya está. Esto es un
poco más serio. Esto crece: cada día que pasa es peor.
Ella se estiró hasta quedar en posición horizontal, y en
ese movimiento empujó la computadora a los pies de la
cama. Se alisó la remera con las manos, casi
acariciándose y ahí quedó, paralela al colchón, paralela
al techo, paralela al piso.
‒ ¿Vos me ves algo?
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![Page 82: A c á n o h a y n a d a - literaturaindependiente.infoliteraturaindependiente.info/wp-content/uploads/2019/06/Acá-no-hay-nada-Nathalie-HC.pdfF a n g i r l e o fr u s tr a d o El](https://reader033.fdocuments.ec/reader033/viewer/2022041907/5e649ec93eda87048c66eac1/html5/thumbnails/82.jpg)
Quise imaginar alguna protuberancia, alguna
perturbación en lo plano de la pancita blanca y tibia que
había debajo de esos harapos roñosos.
—No. —La obscenidad de haber querido imaginarme a
eso me llenó la cara de calor y no me dejó mirarla a los
ojos.
—No te preocupes entonces. Voy mañana.
***
Paso chocándome los muebles. No es que tengamos
tantas cosas ni que las habitaciones sean tan chicas. Es
que todo está siempre fuera de lugar. Hace más de un
año que vivimos acá y no hay manera de que nos
acomodemos a esta vida. La casa nos rechaza.
Y un poco la entiendo. Si yo fuera una casa, querría
albergar a una familia. Gente que provea, gente que
cuide y gente que crezca. Un equipo.
No es solo el orden o la limpieza o la plata lo que falta.
Lo sé porque hay días que me esmero, que intento, que
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![Page 83: A c á n o h a y n a d a - literaturaindependiente.infoliteraturaindependiente.info/wp-content/uploads/2019/06/Acá-no-hay-nada-Nathalie-HC.pdfF a n g i r l e o fr u s tr a d o El](https://reader033.fdocuments.ec/reader033/viewer/2022041907/5e649ec93eda87048c66eac1/html5/thumbnails/83.jpg)
desinfecto cada superficie y que corro todos los muebles
buscando el equilibro que prometen los programas de
estilo de vida que dan en la tele.
Acá lo que falta es otra cosa. No me animo a usar
nombres tan comunes para eso como “calor de hogar”,
“magia”, “amor”. Estoy hablando en serio. Me refiero a
que falta algo concreto, algo tangible, algo que, si un día
lo veo empezar a crecer, me voy a dar cuenta de qué es.
Pero por ahora nos falta y por eso este techo de vitral
hermoso que siempre quise sobre mi cabeza, me da la
impresión de que cualquier mañana se me va a caer
encima.
No soy feliz. Por ahora.
Hoy no está todo desinfectado. El piso está pegajoso, y
a mí me duele demasiado la cintura como para hacerme
cargo.
Este no es un lugar para jugar. No es un lugar para
aprender. Ni siquiera traería a un cachorro a vivir a
nuestra casa: es una especie de condena.
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No se puede tener una familia si no hay eso que no
tenemos. Si eso que no tenemos estuviera, tal vez
tendríamos sillones. Tendríamos comida en la heladera,
y la heladera estaría en la cocina, en vez de encastrada
debajo de las escaleras. Tendríamos plantas. Otras
plantas, no solamente tunitas.
Tenemos dos cuartos. Podríamos seguir así: en uno ella,
en otro el bebé. Yo no sé en cuál estaría, pero me
acomodo. Vería, noche a noche, quién de los dos me
necesita. Pero por ahora en el cuarto de al lado está
Gianella. No podemos echar a Gianella para hacer lugar
para el bebé, porque no podríamos mantenernos.
Tenemos que echar al bebé, y dejar lugar para Gianella,
porque con o sin inquilina, no podemos mantenerlo.
Si ganara un poquito más… o si tuviera una casa mía,
no lo pensaría dos veces. O sí, pero en fin, no tendría ni
que decirlo. Solo espero, espero, sabiendo que tarde o
temprano el bebé, el infante, el niño, depende de cuánto
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aguante ella, va a pasar a mis brazos. Y tal vez así todo
se acomoda.
Gianella no puede saber que le estamos haciendo
espacio en la casa y en la vida. Gianella, si nos
escuchara murmurar de noche sobre lo que le va a pasar
a Lau, abriría la puerta, encendería la luz, nos
encandilaría y gritaría ¡Es una vida! ¡Es una vida!
Claro que es una vida. ¿Qué va a ser si no? Una vida
más difícil que la nuestra. Mucho más difícil que la suya.
Gianella tiene dos perros y un bebé, y se los está
criando la madre allá en Rivera. Así es muy fácil hacerse
espacio. Ella no está sola, en el sentido en que Laura y
yo estamos solas.
Lo que más me preocupa es el baño. Es incómodo,
demasiado chiquito, así que habría que bañarlo en el
living que es tan frío en invierno. Y aparte, si Lau sigue
con esto y llega hasta la parte de los malestares, no me
da el espacio del baño para sostenerle el pelo mientras
vomita.
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Pensar que son solamente dos pastillas. Creo que no de
tomar, pero son dos pastillas al fin, y ella no se la juega.
Laurita, querida, la de veces que yo me he mandado
pastillas y cosas por vos. La de veces que me has
dejado tirada por ahí, paranoica, mareada, malviajada,
destruida, y así estás ahora, por dejarme para irte con
alguno. Puta.
***
Yo no sé si voy a tener esa suerte. No sé porque nunca
consulté, no le planteé mis dudas al sistema, pero lo
siento y en definitiva, si mi corazón es de piedra tendría
lógica que lo sean otras cosas también. El vientre, por
ejemplo.
He estado a punto de intentar. Lo he pensado, en baños
ajenos, en el limbo ese en que queda un poquito de mí
como para decidir algunas cosas, y mucho de nadie,
para dejarse llevar por la corriente. Pero hasta ahora
nunca me dejado penetrar por algún irresponsable sin
condón. Probablemente nunca lo haga: si son como una
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bolsa de imbecilidad y enfermedades. Si me creciera un
bebé, no podría soportar la idea de que viene alguno de
esos borrachos de las 5 de la mañana a pedirme una
parte. No podría.
Independientemente de eso, siempre dije que si
aparecía una criatura en la puerta de mi casa la iba a
adoptar. Y ahora no apareció en la puerta, apareció
mucho más cerca, en mi cuarto, casi que en mi cama. Y
mucho antes, a tiempo de que nos preguntemos si será
lo mejor o no esto de dejarlo seguir.
Sería lo más lógico que me lo regalara. Pero yo no tengo
plata y necesitaría mudarme. Si nos quedáramos acá los
tres me costaría un trabajo bárbaro. Tendría que
hacerme tiempo cada día para decirle “Bebé. Bebé,
mirame cuando te hablo. Bebé, yo soy tu mamá”, y él, o
ella, día a día se iría poniendo más parecido a la tía
Laura y haría mi mentira más mentira.
***
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Entonces el domingo, cansada de engranar todas esas
cosas, cansada de no poder laburar por estar criando a
mi hijo no nacido, llamé a Julio y Margarita.
Les abrí la puerta a eso de las tres de la tarde, y los
pude ver bien. Ella, con las primeras patas de gallo,
fuerte, con tanta energía en el corazón. Él blanco en
canas, con una billetera mucho más firme que la mía. A
ellos sí les quedaría bien un bebé. Lástima.
Tuve que llevarlos hasta el cuarto para que Laura
reaccionara. Dijo “¡padrino!” con una voz de nena chica
que no me gustó nada y se le tiró al cuello y se
encerraron a charlar. Marga se quedó conmigo en el
living. Me explicó que iba a volver con nosotras y pasar
la noche ahí, si tenía un colchón para prestarle.
Cuando entré al cuarto a ver si precisaban algo, Laura
ya se estaba poniendo un par de championes. Los ató
muy lento. Todo en ella demoraba la conclusión de ese
desastre.
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—Lau —le dije, y me miraron los tres, como si todos
temieran y supieran mi pregunta —¿vos estás segura?
—Sí —dijo poniéndose derecha. Los acompañé hasta la
puerta e incluso me dio un beso antes de subir al auto.
Es lo mejor, sin duda. Porque, después de todo, si
juntaba plata para anotarme al curso ¿cómo iba a hacer
con un bebé? No podría caer a facultad con un
cochecito, sentarlo en un pupitre, cantarle canciones
mientras saco apuntes.
Ojalá este sea un varón. Me saca pensar que tal vez es
una nena. Una Laurita como la de las fotos, con ojitos
negros, bien negros, manos pequeñitas y patas de tero,
con pelo lacio de muñeca. Primero la mandaría al jardín
de dos colitas; y le dejaría el pelo suelto, con cerquillo,
después.
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La copa
Una vez unos amigos y yo, por motivos no anecdóticos,
tuvimos que romper una copa. Pero no romperla de
manera desordenada, al antojo de las circunstancias de
la física. No podíamos, por ejemplo, dejar que se le
quebrara el piecito.
Entonces, se nos ocurrió usar una tenaza. Una pinza
hubiera sido mejor, pero no había. Agarrábamos,
pellizcábamos, apresábamos un borde de la copa con el
instrumento. Hacíamos palanca. Saltaba el pedazo de
cristal como un diente, como una escama.
Se lo veía ahí, tan duro, compacto y geométrico, y el
coso, el ex-cosa, parecía sentirse culpable por haberse
dejado amputar de esa manera clínica.
Pero no lloraba y su herida era limpia y nos demoramos
en tirarlo a la basura porque era hermoso.
Seguimos, pedacito a pedacito, hasta estar conformes
con la copa esculpida. Esa, al final, fue la copa más dura
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que yo he tocado. El cristal se iba haciendo grueso, casi
irrompible ante nuestros ojos.
Hoy me desperté y me angustió no poder tomar una
decisión fácil. Podría haber sido esa o cualquier
decisión, pero vi el desgano crecer ante mis ojos y me
asusté.
Deambulé por ahí e, inhabilitada de romper, tuve que
atenazar escama a escama la tristeza. Leí, dormí, miré
de lejos, me armé un silencio y solo pude soltar grupos
de a dos o tres lágrimas que querían volver. Se detenían
a hacer tiempo en la nariz, en la cima de los cachetes,
en el borde de los anteojos y se secaban antes de
caerse.
Eran tan concretas esas y otras olas de dolor que estoy
segura de que yo lloraba para adentro y se que me
escurrían por el cráneo, y no la piel, las miserias
desatendidas. Es injusto porque yo quería llorar, llorar y
llorar, como si me prestaran, un instante, toda la tristeza
de todas las personas.
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Entendía que algunas tristezas de algunas personas ya
hubieran sido pinza, martillo y mortero: armas suficientes
para pulverizarme. Pero estaba ahí la voluntad, y no la
voluntad, porque era necesario, de que todo el mal
posible se sirviera de mí para fluir hacia alguna parte. Yo
misma no estaba yendo a ningún lado.
Deambulé por ahí, escribí estas cosas y creí que en
algún momento iba a encontrar la dureza imposible de la
copa que adoptó su forma exacta. Pero me di cuenta de
que nada en mí es de vidrio, de que tengo huesos, de
que sentía hambre.
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Sur Vivo en un barrio de paredes de colores invadido por los
perros. Perros negros y marrones. Y con gatos
peleadores y pulgosos recluidos y saltando entre
terrazas y balcones.
Yo creía que él temblaba con el ritmo del tumulto, de los
pies, del instrumento solamente los fines de semana.
De repente se nos hizo primavera y la noche, que se
cuela por el espacio que me dejan las imperfecciones de
esta casa vieja, me empuja para afuera, a la calle, a la
vereda. Me dice que no tiene que quedar nada que se
interponga entre el cielo y yo. Ni techos, ni pisos, ni
cristales maltratados, ni nada.
Cuando hice caso empecé a entender que esto tiembla
igual todos los días, o todas las tardes, más o menos a
la hora que se va el sol.
La gente sale a la puerta de la casa y se cuentan
cuentos con palabras bien elegidas. Tienen unas voces
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profundas, oscuras, y por eso parece que todo lo que
dicen es poesía.
Y baile hay porque las niñas, también en su tertulia de
exteriores, no saben hacer nada sin bailar. Son su propia
música. Cantan versos que por las letras de arcoiris y
mariposas parecen aprendidos en el jardín de infantes,
pero tienen una solemnidad en el ritmo, una certeza en
su infantil afinación que me impresiona y me da envidia.
Entre el río y yo hay pasto, y como en cada lugar que es
reclamado por el verde, hay championes persiguiendo
una pelota.
Vive más en la excusa de la noche. Es renegado,
adolescente y rocanrol, por eso a esta hora se despierta.
Casas, calle, plaza, cancha, rambla, río. Yo al medio de
todas esas cosas. Vinieron a mí tres mujeres, tres
ángeles drogados, de caras ensombrecidas y pelos
desordenados. Se sentaron a mi izquierda, a mi derecha,
por todos lados, interrumpieron las risas desbocadas y
se presentaron.
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Jugaban a cualquier cosa, me convencían de los juegos
y hablaban sobre las palabras. Cuando encontraron una
que les gustó mucho la repitieron varias veces.
Una de ellas, la que más hablaba, se ocupó en apreciar
unos segundos el silencio. Quiso atrapar el sonido que
hacían las cuatro hamacas en su esfuerzo por sostener
los cuatro cuerpos —el mío y los de ellas.
Como una cosa que no se piensa, pero que no se evita
ni se esconde, ella se unió a los fierros oxidados y se
puso a cantar diram dam, diram dam, diram dam como
olas suaves e imperfectas de agudos y de graves
cuando esos péndulos que éramos, más o menos
sincronizados, iban y venían despacito. Otro ángel
percutía con los pies cada vez que llegaba a lo más bajo
de su arco tum tum, tum tum.
Para nadie fue raro sumirse en esa música de hamacas,
voz y champión sobre concreto.
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![Page 96: A c á n o h a y n a d a - literaturaindependiente.infoliteraturaindependiente.info/wp-content/uploads/2019/06/Acá-no-hay-nada-Nathalie-HC.pdfF a n g i r l e o fr u s tr a d o El](https://reader033.fdocuments.ec/reader033/viewer/2022041907/5e649ec93eda87048c66eac1/html5/thumbnails/96.jpg)
El tercer ángel tenía los ojos perdidos en algo que no era
el cielo, ni era el río, ni era el verde, pero que era igual
de grande que esas cosas.
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¡Gracias!
Al taller de los martes de Roberto Appratto
– mi taller –
por ser los mejores contertulios dentro del mundo literario
y quizá también fuera de él.
A Carlos Rehermann
– varios de estos cuentos empezaron como ejercicios de su taller –
y a quienes me han ayudado a escribir mejor.
Los recuerdo siempre.
A mis compañeros de techo, aula, viaje, calle y oficina,
por contarme sus historias
y por volver a leerlas en estas páginas.
Entre ellos especialmente
(y en orden de aparición)
a Mari, Belu, Flor, Pau y Lourdita
por lo que han puesto de sí en estos meses
- y en la vida -
para que mis proyectos salgan.
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A mi familia, por amarme igual.
A mi Flaquito y a Ferdi,
que hicieron posible que mi libro de papel ande por ahí.
A Christian, Natali y Emilio
que estaban conmigo cuando puse el punto final.
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![Page 99: A c á n o h a y n a d a - literaturaindependiente.infoliteraturaindependiente.info/wp-content/uploads/2019/06/Acá-no-hay-nada-Nathalie-HC.pdfF a n g i r l e o fr u s tr a d o El](https://reader033.fdocuments.ec/reader033/viewer/2022041907/5e649ec93eda87048c66eac1/html5/thumbnails/99.jpg)
Legalidades La canción citada en el primer cuento pertenece a Casulo, A. (2015).
Nena. Laboratorio [Digital]. Montevideo.
Diseño de tapa: elf y Nathalie HC, con la amable colaboración de
Rafa y Martín. Las fotos son de Flor Sassi.
Este libro está registrado en la Biblioteca Nacional uruguaya.
Permito su reproducción total o parcial, con o sin modificaciones,
siempre que sean para usos no comerciales.
Primera edición electrónica, Julio de 2018.
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Nota a los lectores del libro electrónico:
La versión electrónica de Acá no hay nada es de distribución gratuita. Sin ánimos de sonar hippie, que lo hayas leído vale más que cualquier cosa y no necesito más <3 Sin embargo, si sintieras deseos de darme algo a cambio del libro, acá hay algunas cosas que podrías hacer:
* Reenviar mi libro a otrxs a quienes pueda gustarle. No está en mis planes recurrir a la publicidad así que las recomendaciones de uno a otro son muy importantes para mí
* Hospedar a un viajero desconocido en tu casa, por ejemplo a través de Couchsurfing, porque ese viajero podría ser yo, ¡o un amigo mío!
* Esperar ansiosamente mi boletín de piques y desventuras tras susbcribirte en getrevue.co/profile/piracalamina
* Si sos un cuerpo menstruante, juntar las moneditas que ahorraste al no comprar un libro para invertir en tu primera copa menstrual. Sí, ¡un TAMPÓN REUTILIZABLE que va a reducir drásticamente tu huella ecológica! O bien podés donar a alguna de las campañas que llevan productos de higiene íntima sustentables a menstruantes pobres.
* Sentir vergüenza ajena siguiéndome en Instagram
* Ayudar con manos, dinero o amorosas adopciones a cualquier entidad que cuide de los animales. Dejo aquí el link de Animales Sin Hogar, porque es la ONG que me presentó a mi hermosa Condesa, pero hay muchas en lo ancho del mundo y todas necesitan apoyo
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* Escribirme cualquier tipo de consejo, crítica o comentario a [email protected]
¡Muchas, muchas gracias por leerme!
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Índice
Fangirleo frustrado
3
Cuento con moralejas 12
Estela
34
Prólogo censurado de mi carta de renuncia 38
De ojos y de garganta
45
Cuento con flores 51
Sustancial
56
Madrecitas 79
La copa
89
Sur 92
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