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RELATO DE LA EPOCA DE LUIS XIV

En una pequeña casita de la calle de Saint-Honoré I vivía Madeleine de Scudéry conocida por sus deliciosos versos y por la simpatía que le dispensaban Luis XIV y la Marquesa de Maintenon .

Hacia la medianoche -por el otoño de 1680- alguien llamó a su puerta con tal ímpetu que los golpes resonaron por todo el corredor. Baptiste, que en la pequeña casa era a un tiempo cocinero, criado y portero, había partido al campo con permiso de su ama para asistir a la boda de su hermana, de modo que la única que todavía estaba despierta en la casa era Martiniére, la camarera de la señorita. Oyó los repetidos golpes y se dio cuenta de que, al haberse marchado Baptiste, ella había quedado sola con la señorita en la casa sin ninguna protección. Le vinieron a la mente todos los actos de violencia -asaltos, robos y asesinatos- que en aquel tiempo se cometían en París; estaba convencida de que un grupo de sediciosos, enterados de que la casa había quedado sin protección, estaba armando allá afuera aquel alboroto, y, en caso de que se los dejara entrar, llevarían a cabo algún atentado perverso contra su ama. Así pues se quedó en su cuarto temblando de miedo y maldiciendo a Baptiste y la boda de su hermana. Entretanto, seguían resonando los golpes, y le pareció oír también una voz que llamaba: ";Ábranme, por el amor de Dios, ábranme!" Finalmente, cada vez más asustada, tomó Martiniére el candelero con la vela encendida y salió al vestíbulo. Allí escuchó claramente la voz del que llamaba "¡Abran la puerta, por amor de Dios!" "En realidad" pensó Martiniére, "así no habla ningún asaltante; quién sabe si no es alguien que, acosado, busca refugio en casa de mi ama, conocida por sus bondadosas inclinaciones. ¡ Pero seamos prudentes!"

Abrió la ventana, y preguntó quién era el que alborotaba de ese modo allá abajo, tan tarde y despertando a todo el mundo; y al hablar, procuró dar a su voz de por si gruesa el tono más varonil posible. Al resplandor de los rayos de luna que asomaban entre las nubes oscuras, percibió una figura alta y delgada envuelta en una capa de color gris claro y con un sombrero de ala ancha bien encasquetado sobre los ojos. Entonces exclamó en voz bien alta, como para que pudiera oírse desde abajo: "¡ Baptiste, Claude, Pierre, levántense y vean quién es el pillo que quiere derribarnos la puerta!" Pero entonces la voz exclamó desde abajo, suave, y casi suplicante: "¡Ay, Martiniére, bien la reconozco, querida señora, por más que procure alterar su voz; sé que Baptiste se fue al campo y que está sola con su ama en la casa. Ábrame con confianza, no tema. Es imprescindible que hable con la señorita en este mismo momento". "¿Qué quiere usted?", replicó Martiniére, "¿hablar con mi señorita en plena no-che? ¿Acaso no sabe que duerme desde hace rato, y que por nada del mundo la despertaría del primer sueño, el más dulce, y que a sus años tanto necesita?" "Yo sé", dijo el que estaba abajo, "yo sé que la señorita acaba de dejar a un lado el manuscrito de su novela Clelia, en la que trabaja sin descanso, y que ahora está escribiendo algunos versos que piensa leer mañana en casa de la Marquesa de Maintenon. Se lo suplico, señora Martiniére, tenga piedad y ábrame la puerta. Sepa usted que se trata de salvar a un desgraciado de la perdición; que el honor, la libertad y hasta la vida de un hombre dependen de este instante... Debo hablar con la señorita. Piense que la ira de su ama pasaría eternamente sobre usted si llegara a saber que le cerró sin misericordia la puerta al desgraciado que vino a implorar su ayuda". "Pero ¿por qué quiere apelar a la compasión de mi señorita a una hora tan inusual? Vuelva mañana, de

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día", le respondió Martiniére; y el de abajo dije entonces: "¿Acaso se fija el destino en el tiempo y la hora cuando se abate aniquilador como un rayo mortal? ¿Puede aplazarse la ayuda, cuando sólo por un momento todavía es posible la salvación? ¡Ábrame la puerta; nada tema de un desdichado que sin amparo, abandonado de todos, perseguido y acosado por un destino monstruoso, quiere suplicar a su señorita que lo salve del peligro que lo amenaza!" Martiniére oyó cómo aquel hombre gemía y sollozaba con profundo dolor al pronunciar estas palabras; y el tono `de su voz joven penetraba suavemente en su corazón. Se sintió profunda-mente conmovida y sin más reflexión fue a buscar las llaves.

No bien hubo abierto la puerta, la figura envuelta en la capa se arrojó precipitadamente al interior, y gritó, pasando por delante de Martiniére hacia el vestíbulo, con voz salvaje: "¡Lléveme ante la señorita!" Asustada, Martiniére levantó el candelero y el resplandor de la vela alumbró el semblante de un joven pálido de muerte y desencajado. Aterrada, casi se desmaya la camarera cuando al abrir el hombre su capa vio un puñal brillante entre su ropas. El hombre la miró con ojos encendidos y exclamó más impetuosamente que antes: "¡Lléveme hasta la señorita, le digo!" Al comprender Martiniére el peligro apremiante que amenazaba a su ama, se encendió más intenso todo el amor hacia ella, sintiendo que despertaba en su interior un coraje del que no se había creído capaz.

Rápidamente cerró la puerta de su cuarto, que había dejado abierta, se detuvo ante ella y dijo con voz firme y segura: "En realidad, su extraño comportamiento aquí en la casa no condice con sus palabras suplicantes allá afuera, que en mala hora despertaron mi compasión.

es correcto que hable usted ahora con mi señorita, y no lo hará. Si no tiene malas intenciones no debe temer la luz del día. Vuelva mañana con su asunto. ¡Ahora, fuera de esta casa!" El hombre dejó escapar un sollozo ahogado, miró a Martiniére con expresión aterradora y tomó el puñal. La camarera encomendó en silencio su alma al Señor, pero permaneció firme, mirando fijamente al hombre, mientras se apretaba más fuerte contra la puerta del cuarto que él debía atravesar para llegar hasta la señorita de Scudéry.

"¡Déjeme llegar hasta la señorita, le digo!", volvió a exclamar el hombre. "Haga lo que quiera", le replicó Martiniére, "yo no me muevo de aquí; termine la hala acción que ha comenzado. También usted hallará una muerte vergonzosa en la Plaza de la Gréve, lo mismo que sus perversos compañeros". "Ah", gritó el hombre, "tiene usted razón, Martiniére, lo parezco; estoy armado como un ladrón, como un asesino, pero mis compañeros no han sido ejecutados, ¡no, no lo han sido!" Y con estas palabras extrajo el puñal, lanzando malignas miradas a la mujer aterrorizada. "¡Jesús!% gritó ella, esperando el golpe mortal; pero en ese mismo instante se oyó desde la calle un ruido de armas y de caballos. "La Marechaussée , la Marechaussée. ¡Socorro, ayuda!% gritó Martiniére. "Maldita mujer, quieres mi perdición... Entonces, todo se acabó, ¡todo!... ¡ Toma! Entrega esto a la señorita hoy, mañana si quieres." Murmurando esto, el hombre le arrebató a Martiniére el candelero, apagó la vela y puso un cofrecito en sus manos. "¡Por la salvación de tu alma, entrégale este cofrecito a Mademoiselle", exclamó el hombre y huyó

precipitadamente. Martiniére había caído al suelo. Cuando se pudo incorporar, a tientas, regresó en la oscuridad a su cuarto, donde totalmente agotada y sin poder pronunciar una palabra se dejó caer en la mecedora. Escuchó entonces el ruido de las llaves que había dejado puestas en la cerradura de la puerta de entrada. Alguien acababa de cerrarla, y pasos sigilosos e inseguros se acercaban a su cuarto. Inmóvil, sin fuerzas para levantarse, esperaba lo peor; pero cuál no habrá sido su sorpresa cuando se abrió la puerta y a la luz de la lámpara reconoció inmediatamente al buen Baptiste, pálido y alterado como un cadáver.

"¡Por todos los santos", exclamó, "por todos los santos! Dígame, señora Martiniére, ¿qué es lo que ha pasado? ¡ Qué espanto! ¡Qué angustia! No sé cómo fue, pero algo me arrancó ayer violentamente de la boda. Llego ahora a la calle. La señora Martiniére, pienso, tiene un sueño liviano, seguramente me oirá si llamo con suavidad a la puerta. Entonces me

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encuentro con una patrulla numerosa, algunos hombres a caballo, otros a pie, armados hasta los dientes; me detienen y no quieren dejarme seguir. Pero por suerte está Desgrais entre ellos, el teniente de la Marechaussée, que me reconoce cuando ponen el farol bajo mis narices; luego me dice: `Eh, Baptiste, ¿de dónde vienes a estas horas? Debes quedarte en la casa y protegerla. Aquí no hay ninguna seguridad; esta noche pensamos hacer una buena redada'. No puede usted figurarse, señora Martiniére, cómo sonaron esas palabras en mi corazón. Y cuando estoy en el umbral, sale precipitadamente de la casa un hombre embozado, con un puñal en la mano, me atropella y huye corriendo... La casa está abierta, las llaves en el cerrojo.. Explíqueme, ¿qué significa todo esto?" Libre ya del mortal espanto, Martiniére le relató lo sucedido. Luego, ambos salieron al vestíbulo y encontraron el candelero en el suelo, donde lo había arrojado el desconocido al huir. "No cabe ninguna duda", dijo Baptiste, "de que pretendieron robar e incluso quizás asesinar a Mademoiselle. El hombre sabia, por lo que usted me dice, que estaba usted sola con la señorita e incluso que ella aún estaba despierta, escribiendo; seguro que era uno de esos malditos rateros que se meten en las casas y observan detenidamente todo lo que puede serles útil para llevar a cabo sus perversos proyectos. Y el cofrecito, señora Martiniére, me parece que será mejor arrojarlo al Sena, donde las aguas sean más hondas. ¡Quién puede garantizarnos . que algún demonio perverso no esté atentando contra la vida de nuestra señorita y que al abrir el cofrecito no caerá muerta, como el anciano Marqués de Tournay cuando abrió aquella carta que recibió de manos desconocidas!"

Después de deliberar un rato largo, los fieles servidores decidieron contarle todo a la señorita por la mañana, y entregarle también el misterioso cofrecito, que podría ser abierto tomando las precauciones adecuadas. Al considerar detalladamente cada una de las circuns-tancias de la aparición del sospechoso desconocido, creían que tal vez hubiera algún secreto en el asunto que ellos no podían juzgar y que, en todo caso, debían dejar que lo revelara la señorita Scudéry.

Las preocupaciones de Baptiste tenían sus buenos motivos. En aquel entonces, París era escenario de las más perversas atrocidades; y para colmo, el más diabólico de los descubrimientos vino a facilitar el modo de ponerlas en práctica.

Glaser, un boticario alemán, el mejor químico de su tiempo, realizaba, como suelen hacerlo las personas de su profesión, experimentos alquímicos. Quería encontrar la piedra filosofal. Un italiano de nombre Exili se asoció con él. Pero para éste el arte de la alquimia era un pretexto. Sólo pretendía aprender a mezclar, cocer y sublimar aquellos materiales venenosos en los que Glaser esperaba encontrar la felicidad; y así obtuvo aquel veneno sutil que, sin olor ni sabor, mata lenta o instantáneamente, sin dejar el menor vestigio en el cuerpo huma no, engañando a los médicos que, sin sospechar el envenenamiento, terminan atribuyendo la muerte a alguna causa natural. Por muy cuidadosamente que Exili realizara su trabajo, cayó sobre él la sospecha del tráfico de venenos y fue llevado a la Bastilla. En la misma celda encerraron poco tiempo después al capitán Godin de Sainte-Croix. Éste había vivido durante largo tiempo con la marquesa de Brinvillier en una relación infamante para toda la familia, y dado que al marido parecían no importarle los delitos de su esposa, el padre de ella, Dreux d'Aubray, teniente civil en París, obligó a la pareja a separarse gestionando una orden de arresto contra el capitán. Pasional, sin carácter ni piedad, simulador e inclinado a vicios de todo tipo desde su infancia, envidioso, vengativo hasta el ensañamiento, nada podía venirle mejor al capitán que el diabólico secretó de Exili, por medio del cual podría aniquilar a todos sus enemigos. Se convirtió en ferviente discípulo de aquél, y pronto llegó a igualar a su maestro, de modo que una vez en libertad estuvo en condiciones de seguir trabajando solo.

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La Brinvillier era una mujer pervertida, y con ayuda de Sainte-Croix se convirtió en un monstruo. Él la fue induciendo a envenenar primero a su propio padre, a quien cuidaba en la vejez con perversa hipocresía, luego a sus dos hermanos y finalmente también a su hermana: al padre por venganza, a los demás, por la herencia. La historia de múltiples envenenadores proporciona la espantosa prueba de que los crímenes de ese tipo acaban convirtiéndose en pasiones irresistibles. Sin

otra finalidad, por el mero placer, así como el químico se complace en hacer experimentos, muchas veces asesinaron los envenenadores a personas cuya vida o muerte les era indiferente. La repentina muerte de varios indigentes en el Hótel Dieu despertó más tarde la sospecha de que los panecillos que la Brinvillier, modelo de piedad y beneficencia, repartía allí todas las semanas, estaban envenenados. Pero ha podido comprobarse que también envenenaba los pasteles de ave que ofrecía luego a sus invitados. El caballero du Guet y muchas otras personas murieron víctimas de aquellas comidas infernales. Sainte-Croix, su ayudante La Chaussée y la Brinvillier pudieron ocultar con un velo impenetrable sus horribles crímenes durante mucho tiempo; pero por más astutos que hayan sido los hombres perversos, el eterno poder de los cielos ha determinado que fueran condenados en este mundo.

Los venenos que Sainte-Croix preparaba eran tan sutiles que si el polvo -poudre de succession lo lamaban en París- permanecía descubierto durante la preparación, bastaba aspirarlo una. sola vez para morir instantáneamente. Por eso Sainte-Croix utilizaba en sus operaciones una máscara delgada de cristal. Un día, cuando estaba por volcar un polvo venenoso que pocos minutos antes había terminado de preparar en una redoma, la máscara se le cayó, y al aspirar el polvillo venenoso murió instantáneamente. Como había muerto sin dejar herederos, los tribunales se apresuraron a sellar la herencia y hacerse cargo de la misma. Entonces se halló en un cajón todo el diabólico arsenal del envenenador, y también las cartas de la Brinvillier que no dejaban lugar a dudas respecto de su participación en los crímenes. Ella huyó a Lüttich y se asiló en un convento. Desgrais, un funcionario de la Marechaussée, fue enviado tras ella. Disfrazado de sacerdote apareció en el convento donde ella

se había ocultado. Logró entablar una relación amorosa con esa perversa mujer y citarla para un encuentro secreto en un parque solitario de las afueras de la ciudad. No bien había llegado allí fue rodeada por los esbirros de Desgrais : el amante sacerdote se convirtió de pronto en el funcionario de la Marechaussée y le ordenó subir al coche que aguardaba ante el parque, el cual, rodeado de esbirros, se dirigió directamente a París. La Chaussée ya había sido guillotinado, la Brinvillier murió de la misma manera; después de la ejecución su cuerpo fue incinerado y las cenizas arrojadas al viento.

Los habitantes de París respiraron aliviados cuando el mundo se libró de aquel monstruo que podía dirigir impunemente su arma secreta contra amigos y enemigos. Pero pronto fue evidente que las artes del perverso Sainte-Croix contaban con aplicados herederos. Como un fantasma invisible e insospechado se deslizaba el crimen en los círculos más estrechos, los que pueden crear el parentesco, el amor y la amistad, atrapando rápido y seguro a la desgraciada víctima. Aquel a quien hoy se había visto saludable y fuerte, se tambaleaba mañana enfermo y consumido, y no podía salvarlo de la muerte la habilidad de ningún médico. La riqueza, un empleo bien remunerado, una mujer bonita, quizá demasiado joven: eso bastaba para ser perseguido hasta la muerte. La desconfianza más cruel destruía los vínculos más sagrados. El esposo temblaba ante la esposa, el padre ante el hijo, la hermana ante su hermano. Intactos quedaban los manjares .y el vino que el amigo ofrecía a sus ami-gos. Así, donde antes reinaban la alegría y las bromas, miradas terribles acechaban buscando al asesino oculto. Se veía a padres de familia asustados que compraban provisiones en barrios apartados y las preparaban por sí mismos en alguna fonda sucia, temerosos de que se los

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traicionara diabólicamente en sus propias casas. Y sin embargo, a veces hasta la precaución más extrema era inútil.

Para controlar la confusión, que era cada día mayor, el rey creó un tribunal específico encargado de investigar y castigar esos misteriosos homicidios. Se creó así la llamada Chambre Ardente, que sesionaba cerca de la Bastilla bajo la residencia de La Regnie. Durante mucho tiempo, los más denodados esfuerzos de La Regnie no dieron sus frutos; al astuto Desgrais le estaba reservado descubrir la más recóndita guarida del delito. En los suburbios de Saint-Germain vivía una vieja a quien llamaban la Voisine, que se ocupaba de la adivinación y el exorcismo, y que con ayuda de sus compinches Le Sage y Le Vigoureux lograba incluso asustar y sorprender a personas a las que no podía calificarse de débiles o cré-dulas. Pero hacía más que eso: discípula de Exili, como Sainte-Croix, preparaba también el sutil veneno que no dejaba huellas y ayudaba así a hijos desalmados a obtener una herencia temprana o a mujeres perversas a conseguir un marido más joven. Desgrais penetró en su secreto y ella lo confesó todo; la Chambre. Ardente la condenó a morir en la hoguera, lo que sucedió en la Plaza de la Gréve. En su guarida se encontró una lista de todas las personas que habían acudido a ella, y así no sólo las ejecuciones se fueron sucediendo una tras otra, sino que también recayeron graves sospechas sobre personalidades de alto prestigio. Se creía. que el Cardenal Bonzy había hallado en lo de la Voisine el medio de hacer que murieran en breve tiempo todas las personas a las que él, como arzobispo de Narbona, tenía que pagarles pensión. Así fueron acusadas también por su relación con- aquella diabólica mujer la duquesa de Bouillon y la condesa de Soissons, cuyos nombres fueron encontrados en la lista; y mi François Henri de Montmorency, Conde de Luxemburgo, Par y Mariscal del Imperio, permaneció libre de sospecha. También a él lo persiguió la terrible Chambre Ardente. Se presentó voluntariamente a la Bastilla, donde por el odio de Louvois y La Regnie fue arrojado en un agujero de seis pies de largo. Pasaron meses antes de que se descubriera que el delito del conde no podía merecer ninguna censura. Una vez le había encomendado a Le Sage que le hiciera el horóscopo.

Lo cierto es que el ciego afán del presidente La Regnie condujo a atropellos y atrocidades sin cuento. El tribunal se convirtió en una especie de Inquisición; la sospecha más insignificante bastaba para ordenar un severo encarcelamiento, y muchas veces era sólo por azar que se revelaba la inocencia del condenado a muerte. Además, La Regnie tenía un aspecto repulsivo y era un ser pérfido, que pronto despertó el odio de aquellos a quienes debía vengar a proteger. La condesa de Bouillon, cuando él le preguntó en la audiencia si había visto al diablo, replicó: "Me parece que lo estoy viendo en este momento".

Mientras en la Plaza de la Gréve corría a raudales la sangre de culpables y sospechosos, y así los misteriosos envenenamientos fueron haciéndose menos frecuentes, apareció otra calamidad que produjo nueva consternación. Una banda de ladrones parecía obstinada en apoderarse de todas las joyas. Las valiosas alhajas, apenas compradas, desaparecían de manera incomprensible por mejor guardadas que estuvieran. Sin embargo, mucho más grave era que cualquiera que se atreviera a salir por la noche llevando alguna joya, resultaba asaltado y a veces asesinado en plena calle o en los oscuros zaguanes de las casas. Los que salían con vida, aseguraban que un golpe seco en la cabeza los había derribado como un rayo, y que al recobrar él conocimiento comprobaban que les habían robado y que se encontraban lejos del sitio donde habían sido asaltados. Las personas muertas que casi todas las mañanas eran halladas en las calles o en las casas presentaban todas la misma herida mortal: una puñalada tan rápida y certeramente mortal, según el juicio de los médicos, que el herido se precipitaba al suelo sin poder emitir un solo grito.

¿Quién, en la suntuosa corte de Luis XIV, enredado en alguna intriga amorosa, no se deslizaba bien entrada la noche a ver a su amada, llevando a veces consigo algún valioso regalo? Como si hubiesen tenido tratos con los espíritus, los pillos sabían exactamente

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cuándo iba a suceder algo por el estilo. Muchas veces el infeliz no llegaba a la casa donde lo esperaban las delicias del amor; otras, caía en el umbral, o incluso ante el cuarto de la amada, que tropezaba horrorizada con el cadáver ensangrentado.

En vano Argenson, el jefe de policía, ordenaba la detención de todos los que en París resultaban sospechosos para el pueblo, en vano se enfurecía La Regnie y procuraba arrancar confesiones; en vano se reforzaban las guardias y las patrullas. era imposible hallar la huella de los criminales. Sólo la precaución de armarse hasta los dientes y de hacerse acompañar con algún farol era útil en alguna medida. Sin embargo, hubo casos en que luego de atacar al sirviente a pedradas, se robaba y asesinaba a su señor.

Lo extraño era que, a pesar de todas las pesquisas que se hacían en los sitios donde podían venderse las alhajas, no aparecía ni el menor rastro de las joyas robadas, y por lo tanto ninguna huella que pudiera conducir hasta los malhechores.

Desgrais se enfurecía al ver que los pillos eludían incluso su astucia. El distrito de la ciudad donde él se encontraba no era perturbado, pero en el otro, donde no se sospechaba que pudiera pasar nada malo, el robo y el asesinato acechaban a sus preciosas víctimas.

A Desgrais se le ocurrió el ardid de crear varios Desgrais, tan similares entre sí en el modo de andar, la postura, la voz, el aspecto y el rostro, que ni siquiera sus propios esbirros sabían dónde se encontraba el verdadero. Entretanto, él mismo se introducía, a riesgo de su vida, en los escondrijos más encubiertos, y seguía desde lejos a cualquiera que pudiese llevar alguna joya. Como pasaba el tiempo y nadie atacaba al perseguidor, todos supusieron que también de esa medida estaban enterados los ladrones. Desgrais se desesperaba.

Una mañana, pálido, desencajado y fuera de si, llega Desgrais a ver al presidente La Regnie. "¿Qué ocurre?, ¿qué noticias hay?, ¿encontró la pista?", exclamó el presidente al verlo. "¡Ah, señor mío!", empieza Desgrais, balbuceando de rabia. "¡Ah, señor mío! Ayer por la noche, no lejos del Louvre, el Marqués de La Fare fue atacado ante mis propios ojos." "¡Por todos los cielos!", exclamó jubiloso La Regnie. "¡Los tenemos!" "¡Oh, por favor!% lo interrumpe Desgrais sonriendo amargamente. "Escuche antes cómo sucedieron las cosas. Estoy detenido junto al Louvre y con el infierno dentro del pecho espero a los diablos que se burlan de mí. Alguien se acerca con paso inseguro, dándose vuelta a cada momento, y pasa a mi lado sin verme. A la luz de la luna reconozco al Marqués de La Fare. Bien podía esperar que pasara por allí; sabia a dónde iba. Cuando está apenas a diez o doce pasos de mí, salta una persona como surgida de la tierra, lo arroja al suelo y se precipita sobre él. Sin reflexionar, sorprendido por el instante que podía poner al asesino en mis manos, doy un grito y quiero salir de mi escondite para caer de un salto sobre él; pero me enredo en la capa y me caigo. Veo que el hombre se escapa como llevado por las alas del viento; me levanto, lo persigo, doy la señal con el silbato (los esbirros responden desde lejos), todo se anima (ruido de armas y de caballos por todas partes). ¡Por aquí!

¡Por aquí! -Desgrais, Desgrais'-, gritó, y el eco resuena por las calles. A la luz de la luna sigo viendo delante de mí al hombre que para engañarme dobla en una y otra calle; llegamos así a la calle Nicaise; sus fuerzas parecen decaer; yo redoblo las mías. No me lleva más de quince pasos de ventaja." "¡Lo alcanza usted, lo captura, llegan los esbirros!", exclama La Regnie con ojos centelleantes, tomando del brazo a Desgrais, como si fuera él el asesino perseguido. "¡ Quince pasos!", sigue diciendo Desgrais con voz ahogada y respirando con dificultad. "A quince pasos, el hombre salta hacia un costado, a las sombras, y desaparece a través de la pared." "¿Desaparece? ¿Por la pared? ¡Usted delira!", exclama La Regnie retro-cediendo dos pasos. "Llámeme loco", continúa Desgrais, pasándose la mano por la frente como para despejarla de malos pensamientos. "Llámeme loco, señor mío, o visionario disparatado, pero las cosas son tal como se las cuento. Me quedo como petrificado ante la pared, llegan sin aliento unos cuantos esbirros (y con ellos el Marqués de La Fare que se ha recuperado) blandiendo la espada, encendemos las antorchas, revisamos la pared mi-

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nuciosamente: ni un vestigio de puerta, ventana o abertura. En una gruesa pared de piedra que da contra una casa cuyos inquilinos son personas sobre las que no puede recaer ni la más mínima sospecha. Hoy he vuelto a observar todo detenidamente. ¡Es el mismo diablo que se burla de nosotros!"

La historia de Desgrais se difundió por todo París. Las mentes estaban llenas de hechizos, exorcismos de espíritus y pactos con el diablo, de la Voisine, de Vigoureux y del tristemente célebre sacerdote Le Sage. Y como es propio de la naturaleza humana que la tendencia a lo sobrenatural y lo maravilloso supere todo lo razonable, pronto se creyó aquello que Desgrais había dicho en el colmo de su furia: que el diablo mismo protegía a los infames que le habían vendido sus almas.

Bien puede uno imaginarse que la historia de Desgrais fue notablemente aderezada. Se imprimió el relato de esa historia (que se vendía en todas las esquinas), con un grabado en madera que representaba una espantosa imagen del demonio sumergiéndose en la tierra ante el espanto de Desgrais. Esto fue suficiente para amedrentar al pueblo y acobardar a los esbirros que ahora andaban de noche por las calles temblorosos y vacilantes, protegidos con amuletos y bañados en agua bendita.

Argenson veía que los esfuerzos de la Chambre Ardente no daban ningún resultado, y propuso al rey la creación de un tribunal específico, con mayores atribuciones, encargado de perseguir y castigar a los delincuentes. Pero el rey, convencido de que había dado ya dema-siado poder a la Chambre Ardente, y perturbado por el horror de las incontables ejecuciones ordenadas por el sanguinario La Regnie, descartó la propuesta.

Se trató entonces de interesar al rey apelando a otro recurso.En los salones de la Maintenon, donde el rey solía pasar las tardes, y también trabajar

con sus ministros hasta bien entrada la noche , se le entregó un poema en nombre de los amantes amenazados, quienes elevaban su queja, ya que si la galantería les imponía llevar un regalo valioso a la amada, cada vez arriesgaban en ello sus vidas. Constituía un honor y un placer derramar la propia sangre por la amada en un duelo caballeresco; pero muy distinto era el caso de un ataque traidor, insospechado, contra el cual era imposible defenderse. Pedían pues que Luis, la resplandeciente estrella polar del amor y la galantería, rasgara con su claro brillo la tenebrosa noche y develara el oscuro misterio que en ella se escondía. Así, agregaban, el divino héroe que ha vencido a sus enemigos, desenvainará su espada siempre victoriosa y esplendente, y como Hércules a la serpiente de Lerna, como Teseo al Minotauro, derrotará al monstruo amenazador que devoraba todo placer amoroso y eclipsaba toda alegría, convirtiendo los días en sufrimiento sin fin y dolor sin consuelo.

Por más serio que fuera el asunto, no carecía el poema de giros ingeniosos y llenos de gracia, particularmente en la descripción del miedo que acometía a los amantes cuando iban a visitar secretamente a la amada, y que aguaba desde un comienzo toda aventura galante. Puesto que el poema acababa con un panegírico ampuloso en honor de Luis XIV, era inevitable que el rey lo recibiera con visible agrado. Sin apartar los ojos del papel se volvió hacia la Maintenon, releyó el poema en voz alta, y le preguntó luego sonriendo qué pensaba ella de los deseos . de los arriesgados amantes. La Maintenon, fiel a su sentido de seriedad, y siempre con un cierto matiz de candidez, replicó que los caminos ocultos y prohibidos no merecían una protección especial, pero que los espantosos criminales debían ser aniquilados. No satisfecho el- rey con esa respuesta ambigua, dobló el papel y ya estaba por regresar junto al secretario de Estado que trabajaba en la sala vecina, cuando sus miradas recayeron sobre la señorita de Scudéry que se había sentado en un pequeño sillón, no lejos de la marquesa. Se volvió a ella y la sonrisa gentil que se había esbozado en sus labios y mejillas y luego había desaparecido, volvió a dibujarse. De pie junto a ella, desplegando nuevamente el poema, dijo con voz muy suave: "Esta vez la marquesa nada quiere saber de las galanterías de nuestros caballeros enamorados, y me esquiva con caminos que no están menos que prohibidos. Pero

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usted, Mademoiselle, ¿qué opina de esta súplica poética?" La señorita de Scudéry se puso respetuosamente de pie; un furtivo rubor cubrió como

luz crepuscular las pálidas mejillas de la anciana dama, que inclinándose levemente, con los ojos vueltos hacia abajo, dijo:

Un amant qui craint les voleurs

N'est point digne d'amour.

El rey, sorprendido por el espíritu caballeresco de esas pocas palabras que superaban y echaban por tierra todo aquel poema con sus interminables tiradas de versos, exclamó con mirada encendida: "¡Por San Dionisio, Mademoiselle, es cierto! ¡Ninguna medida ciega, que castigue tanto a inocentes como a culpables, debe amparar la cobardía! ¡Que Argenson y La Regnie hagan lo suyo!

Todos los horrores de la época los describió Martiniére con los colores más intensos cuando a la mañana siguiente le relató a la señorita los sucesos de la noche anterior y temblorosa y vacilante le entregó el cofrecito.

Tanto ella como Baptiste, que estaba de pie en un rincón, pálido como un muerto, y que con miedo y angustia retorcía entre sus manos el gorro de noche casi sin poder hablar, le pidieron a la señorita, le suplicaron, que tomara todas las precauciones posibles al abrir el cofrecito. Ponderando y examinando el objeto misterioso, dijo ella con una sonrisa: "¡Los dos ver fantasmas por todas partes 1 Tan bien como ustedes y como yo saben esos infames ase-sinos que espían, según ustedes dicen, hasta los rincones más recónditos de las casas, que no soy rica, y que aquí no hay tesoros por los que valga la pena matar. ¿Que se trate acaso de mi vida? ¿A quién puede importarle que muera una persona de setenta y tres años, que jamás persiguió a nadie más que a los malvados y a los pillos en las novelas que ella misma escribe; que compone poemas mediocres que no pueden despertar la envidia de nadie, que no va a dejar nada en el mundo, sino los vestidos de la anciana dama que visitaba la corte de vez en cuando, y unas docenas de libros bien encuadernados, con perfiles dorados? Y tú Martiniére: aunque relates la aparición de ese desconocido con todos los matices del horror, no creo que haya tenido mala intención." "Pero. . . "

Martiniére retrocedió tres pasos y Baptiste cayó de rodillas ahogando una exclamación, cuando la señorita apretó un botón de metal en el cofrecito, y la tapa se abrió haciendo ruido.

Y cuál no sería la sorpresa de la señorita al ver que dentro del cofrecito brillaban un par de pulseras de oro, una con abundantes incrustaciones de piedras preciosas, y una gargantilla haciendo juego. Extrajo las joyas, y mientras ella elogiaba el delicado trabajo de la gargantilla, Martiniére examinaba los ricos brazaletes y repetía una y otra vez que ni la misma Montespan tenía alhajas tan soberbias. "Pero ¿qué es esto? ¿Qué significa?", dijo la señorita de Scudéry. En ese mismo momento, vio que en el fondo del cofrecito había un papel plegado. Esperaba encontrar allí la solución del enigma. Apenas hubo terminado de leer lo que decía la nota, el papel se le cayó de las manos trémulas; ella elevó una expresiva mirada al cielo y luego se dejó caer semidesvanecida en el sillón. Martiniére y Baptiste, asustados, trataron de ayudarla. "¡Oh!", exclamó con voz casi ahogada por las lágrimas, "¡ Qué ofensa, qué vergüenza! ¡Que tenga que pasarme esto a mi edad! ¿Acaso he sido imprudente y frívola,

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como una muchacha? ¡Oh Dios, qué tremenda interpretación admiten aquellas palabras vertidas casi en broma! ¿Podrá acaso envolverme el crimen diabólico a mí, que desde la infancia me he mantenido fiel a la virtud y a la piedad?"

Con el pañuelo ante los ojos, la señorita lloraba y sollozaba intensamente, de manera que Martiniére y Baptiste, totalmente perplejos y angustiados, no sabían qué hacer para calmar el dolor inmenso de su bondadosa ama. Martiniére había recogido del suelo el nefasto papel, donde se leía

Un amant qui craint les voleurs

N'est point digne d'amour.

"Su agudeza de espíritu, señora, ha evitado que nosotros, que ejercemos sobre la debilidad y la cobardía el derecho del más fuerte y nos apropiamos de tesoros que iban a ser vergonzosamente dilapidados, fuéramos perseguidos con mayor encono. Reciba usted estas alhajas como prueba de nuestro agradecimiento. Es lo más precioso que hemos podido obtener, aunque usted debería lucir joyas mucho más hermosas. Le rogamos que no nos prive de su amistad y guarde de nosotros un recuerdo benévolo."

LOS INVISIBLES"¿Es posible?", exclamó la señorita de Scudéry cuando se hubo recuperado. "¿Es

posible que alguien pueda tener la osadía desvergonzada de llevar tan lejos una burla per-versa?" El sol brillaba claramente a través de los cortinados de seda roja, y los brillantes que estaban sobre la meta junto al cofrecillo abierto adquirieron un resplandor rojizo. Al verlos así, la señorita ocultó espantada su rostro, y ordenó a Martiniére que se llevara por el momento las terribles alhajas manchadas con la sangre de las víctimas. Después de guardar inmediatamente la gargantilla y los brazaletes en el cofrecillo, opinó Martiniére que lo más aconsejable seria llevar las alhajas al jefe de policía y relatarle lo sucedido desde el principio.

La señorita de Scudéry se puso de pie y empezó a recorrer la habitación lentamente y en silencio, como reflexionando acerca de lo que convenía hacer. Entonces ordenó

a Baptiste que preparara la litera y a Martiniére que la vistiese, porque sin demora iría a ver a la marquesa de Maintenon.

Llegó a casa de la marquesa cuando ésta se hallaba sola, como bien sabía la señorita, y llevó consigo el cofrecito con las alhajas.

Mucho se sorprendió la marquesa al ver que Mademoiselle de Scudéry, que a pesar de sus años era la dignidad y la gentileza personificadas, entraba pálida y trastornada, caminando con pasos inseguros. "¡Por todos los santos! ¿Qué ha sucedido?", exclamó ante la angustiada dama que totalmente fuera de sí apenas podía mantenerse en pie y trataba de llegar al sillón que la marquesa le acercaba. Cuando por fin estuvo en condiciones de hablar, la señorita de Scudéry le relató la afrenta insoportable que había sufrido a causa de aquélla broma con la que irreflexivamente había respondido a la súplica de los amantes amenazados. Después de haber oído todo el relato, la marquesa le dijo que no se tomara tan a pecho el extraño suceso, que la burla de aquella gentuza infame jamás podría herir a un alma noble y piadosa; finalmente, le pidió que le mostrara las joyas.

La señorita de Scudéry le entregó el cofrecito abierto, y la marquesa, al ver las maravillosas alhajas, no pudo evitar una exclamación de asombro. Tomó la gargantilla y los brazaletes y se dirigió con ellos hasta la ventana, dejando que el sol se reflejara y jugueteara sobre ellos; luego acercó las delicadas piezas a sus ojos, para admirar la maravillosa habilidad con que estaba trabajado cada uno de los eslabones de las cadenillas.

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De pronto, la marquesa se volvió hacia la señorita de Scudéry y dijo: "Mademoiselle, estos brazaletes y esta gargantilla no puede haberlos hecho sino René Cardillac ".

René Cardillac era por entonces el mejor orfebre de todo París, uno de los hombres más ingeniosos y al mismo tiempo más singulares de su época. Algo menudo, pero de

anchas espaldas y constitución fuerte y robusta, Cardillac, con sus casi sesenta años, tenía la fuerza y la agilidad de un joven. Testimonios de aquel vigor inusual eran también su cabello abundante, rizado y rojizo y su semblante recio y resplandeciente. Si no se hubiera sabido a ciencia cierta en París que Cardillac era un caballero de probada honra, desinteresado, franco, sin ambigüedades, siempre dispuesto a prestar su ayuda, la extraña mirada de sus pequeños ojos verdes y hundidos habría podido suscitar la sospecha de alguna astucia oculta, de cierta malignidad. Como se ha dicho ya, Cardillac era en su oficio el orfebre más hábil de París, y quizá. también de todo él mundo en aquella época. Profundo conocedor de la naturaleza de las piedras preciosas, sabía trabajarlas y engarzarlas de tal manera que las gemas que antes parecían deslucidas salían de su taller con brillante esplendor. Tomaba cada encargo con ardiente entusiasmo, y le que cobraba' era mínimo en relación con lo valioso de su trabajo. A partir de ese momento no descansaba; día y noche se lo oía martillar en su taller, y a menudo, cuando la obra estaba ya casi terminada, repentinamente le desagradaba la forma, dudaba de la elegancia de algún engarce o de cualquier otro detalle mínimo y ello era motivo suficiente para volver a arrojar todo en el crisol y empezar de nuevo. De este modo, cada pieza era una obra de arte insuperable, que despertaba gran asombro en el cliente. Pero en tales circunstancias, apenas era posible obtener de él la joya terminada. Dilataba con mil pretextos la entrega de una semana a otra, de un mes al mes siguiente. En vano le ofrecía el cliente pagarle el doble por el trabajo; Cardillac no quería aceptar ni un solo luis más de lo estipulado. Y cuando por fin tenía que ceder ante el acoso del cliente y entregarle la alhaja, no podía evitar la manifestación de su profundo disgusto, de la furia que lo abrasaba. Después de haber entregado algún trabajo importante, particularmente valioso, tal vez por el inmenso valor de las gemas o por la delicadeza de la orfebrería, entonces se ponía a andar de un lado a otro como un enloquecido, maldiciéndose a si mismo, a su trabajo y a todo lo que lo rodeaba. Pero bastaba que alguien lo persiguiera gritando en voz alta: "René Cardillac, ¿querría usted hacer una bella gargantilla para mi novia ... pulseras para mi niña. . . " u otra cosa, para que se detuviera, mirara a la persona con ojos centelleantes y frotándose las manos le preguntara: "¿Qué tiene usted para ello?" El otro muestra un cofrecito y dice: "Aquí hay algunas piedras; nada extraordinario, pero en sus manos..." Cardillac no lo deja terminar; le arrebata el cofrecillo de las manos, saca las gemas, que realmente no valen mucho, las expone a la luz y exclama entusiasmado: "¡ Oh! ¿Nada extraordinario dice usted? De ninguna manera, son piedras hermosas, magníficas piedras... ¡ Déjeme hacer a mí! Y si no le importa un puñado más o menos de luises, agregaré todavía algunas gemas más que resplandecerán ante sus ojos como el mismo sol!" El otro responde: "Dejo todo en sus manos, maestro René, y le pagaré lo que pida". Sin hacer diferencias entré un burgués rico o un importante caballero de la corte, Cardillac le arroja los brazos al cuello, lo abraza y exclama que ahora está contento otra vez, y que el trabajo estará listo en ocho días. Corre a su casa atropelladamente, se mete en el taller y empieza a martillar, y en ocho días ha hecho una verdadera obra de arte. Pero en cuanto llega el cliente era pagar la escasa suma acordada y quiere llevarse -la alhaja, Cardillac se irrita, se muestra descortés y obstinado. "¡Pero maese Cardillac, piense que mañana es mi boda!" "¡Qué me importa a mí su boda, vuelva en catorce días!" "La joya está terminada; aquí está el dinero, la necesito hoy." "Y yo le digo que tengo que cambiar algunas cosas y que hoy no se la entregaré!" "¡Y yo le digo que si no me la entrega por las buenas a pesar de que ofrezco pagarle el doble, me verá regresar enseguida con los esbirros más serviciales de Argenson !" "¡Que Satanás lo torture con cien tenazas al rojo vivo, y cuelgue un peso de tres quintales de

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la gargantilla para que su novia se asfixie!" Con estas palabras, Cardillac le mete al novio la alhaja en el bolsillo, lo arrastra del brazo y lo arroja por la puerta de tal modo que el pobre baja la escalera rodando, y desde la ventana se ríe diabólicamente cuando ve que el hombre sale de la casa rengueando y sangrando por la nariz.

Otra conducta inexplicable: muchas veces, luego de aceptado con entusiasmo algún trabajo, de pronto Cardillac le suplicaba al cliente, con todas las muestras de una profunda agitación interior, con los ruegos más estremecedores, con sollozos y lágrimas, por la Virgen y por todos los santos, que le permitiera abandonar la tarea encomendada. Varias personas que gozaban de gran consideración por parte del rey y de la opinión pública habían ofrecido en vano altísimas sumas de dinero por obtener de Cardillac aunque más no fuera una pieza in-significante. El se arrojaba a los pies del rey y, entre ruegos, le pedía ser dispensado de trabajar para él. Del mismo modo evitaba cualquier encargo de la Maintenon; así, rechazó con espanto y horror el pedido de ella consistente en hacer un pequeño anillo con los emblemas del arte que queria obsequiarle a Racine.

"Apuesto", dijo la Marquesa, "apuesto a que si manda llamar a Cardillac para averiguar para quién hizo estas joyas, se negará a -venir temiendo tal vez algún encargo; decididamente, no quiere hacer nada para mi... Sin embargo, desde hace algún tiempo parece estar un poco menos obstinado; por lo que escuché, trabaja ahora con más empeño que nunca y entrega su trabajo sin dilaciones, si bien aún conserva una mueca de profundo disgusto y suele no mirar al cliente."

La señorita de Scudéry, muy preocupada porqué la joya volviera lo antes posible a manos de su legítimo dueño, observó que podía explicársele a aquel extraño orfebre que sólo se requería dé él un juicio respecto de algunas piezas, y que de ningún modo se le encomendaría algún trabajo. La marquesa estuvo de acuerdo; mandó llamar a Cardillac y al poco rato, como si ya hubiese estado en camino, hizo su entrada.

Al ver a la señorita de Scudéry pareció turbarse, como alguien que, sorprendido por lo inesperado, olvida las exigencias sociales que prescriben las circunstancias, se inclinó primero profunda y respetuosamente ante ella, y sólo después se dirigió a la marquesa. Esta, señalando las alhajas que brillaban sobre el oscuro terciopelo verde que cubría la mesa, le preguntó apresurada si las había hecho él. Cardillac las miró de soslayo, colocó rápidamente los brazaletes y la gargantilla dentro del cofrecito que estaba al lado y lo apartó con desagrado. Entonces, mientras una fea sonrisa se e deslizaba sobre el rostro rubicundo, dijo: "En verdad, señora marquesa, hay que conocer muy mal el trabajo de René Cardillac para pensar sólo por un instante que cualquier otro orfebre del mundo hubiese sido capaz de realizar estas alhajas. Por supuesto que son obra mía". "Dígame entonces", lo interrumpió la marquesa; "para quién las ha realizado". "Para mí", replicó Cardillac. "Sí", agregó al observar que la marquesa y la señorita de Scudéry lo miraban asombradas, aquélla con desconfianza, ésta curiosa por ver cómo se resolvería el asunto. "Sí, tal vez le parezca extraño, señora marquesa, pero es así. Sólo por la belleza del trabajo reuní mis piedras más hermosas, y trabajé con más alegría, empeño y cuidado que nunca. Hace poco . tiempo, las joyas desaparecieron de mi taller de manera incomprensible." ";Gracias a Dios!", exclamó la señorita de Scudéry, con la mirada resplandeciente de alegría, y levantándose de su sillón con la agilidad de una muchacha, se dirigió a Cardillac y poniéndole ambas manos sobre los hombros le dijo: "Recupere pues, maestro, lo que perversos ladrones. le han robado". Relató entonces detalladamente cómo habían llegado hasta ella las alhajas. Cardillac escuchaba en silencio con la mirada baja y de vez en cuando dejaba escapar alguna exclamación casi imperceptible en medio del relato, llevándose las manos a la espalda o acariciándose la barbilla o las mejillas. Cuando la señorita de Scudéry dio fin al relato, Cardillac parecía estar luchando con extrañas ideas que entretanto se le hablan ocurrido; era como si estuviera debatiéndose para tomar alguna difícil decisión. Se pasaba la mano por la frente, suspiraba, y

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se llevaba luego la mano a los ojos como para retener las lágrimas. Por fin, tomó el cofrecito que la señorita le ofrecía, se hincó de rodillas y dijo: "A usted, noble señora, le destinó el hado estas joyas. Sí, recién ahora me doy cuenta de que mientras trabajaba en ellas pensaba en usted y trabajaba para usted. No se niegue a 'aceptar de mí estas alhajas que son lo mejor que he hecho desde hace muchos años". "¡Ay, ay, ay!", replicó la señorita de Scudéry en son de broma. "¿Piensa usted, maestro René, que estaría bien que a mis años me adornara con piedras preciosas? ¿Cómo se le ocurre hacerme un regalo tan valioso?. Vamos, vamos, maestro René, si yo fuera tan hermosa y rica como la marquesa de Fontanges, realmente no dejaría escapar este presente, pero ¿cómo luciría tanto lujo en mis brazos marchitos? ¿De qué serviría ese adorno resplandeciente en mi cuello siempre cubierto?" Entretanto, Cardillac se había puesto de pie, y con ojos trastornados, casi obligando a la señorita de Scudéry a tomar el cofrecito que él le tendía, decía: "Sea bondadosa, mademoiselle, acepte las joyas. No sabe la honda veneración que profeso por usted, por sus virtudes, por sus méritos. Acepte mi pequeño obsequio como una muestra de mis profundos sentimientos". Como la señorita de Scudéry vacilaba aún, la Maintenon tomó el cofrecito de manos de Cardillac diciendo: "Por todos los cielos, mademoiselle, siempre está hablando de sus años. ¡Qué tenemos que ver usted y yo con los años y su carga! ¿No se está comportando ahora mismo como una tímida muchacha que gustosamente tomaría el dulce fruto que se le ofrece, si para ello no tuviera que emplear sus manos y sus dedos? No rechace este regalo del maestro René, que otras mil mujeres jamás podrían obtener de él, a pesar de todo el oro ofrecido, de todos los ruegos y las súplicas".

La marquesa le había puesto así el cofrecito entre las manos y la había forzado a tomarlo. Entonces Cardillac se arrodilló, besó las faldas de la señorita y sus manos, suspiró, gimió, lloró, se levantó, y se alejó corriendo como un loco, llevándose por delante sillas y si-llones y haciendo temblar porcelanas y cristales.

Despavorida, la señorita de Scudéry exclamó entonces: "¡Por todos los santos!, ¿qué le ocurre a este hombre?" Pero la marquesa, con un buen humor y una expresión traviesa que no era usual en ella, estalló en una risa clara y dijo: "¡Eso es! ¡El maestro René está per-didamente enamorado de 'usted y, siguiendo los usos y las costumbres de la galantería, comienza a ,asediar su corazón con valiosos regalos!" La Maintenon siguió bromeando y le aconsejó a la señorita de Scudéry que no fuera demasiado desalmada con el desesperado amante; y ésta, por ese humor que le era tan propio, se dejó arrastrar a un torbellino de mil graciosas ocurrencias. Se imaginaba que cuando finalmente fuera vencida por el asedio del galán, se vería en el trance de dar al mundo el inaudito ejemplo de una novia de setenta y tres años, de virtud inmaculada, otorgando su mano al orfebre. La Maintenon se ofreció a trenzarle la corona de novia y a enseñarle los deberes de una buena ama de casa, de los que una muchacha tan inexperta no podía saber mucho.

Cuando finalmente la señorita de Scudéry se puso de pie para marcharse, una expresión seria se deslizó nuevamente por su rostro a pesar de todas aquellas risueñas bromas al tomar otra vez el cofrecillo, y dijo entonces: "A pecar de todo, señora marquesa, jamás podré lucir estas joyas. Han estado una vez, como quiera que las cosas hayan sucedido, en manos de aquellos ladrones diabólicos que roban y asesinan con una audacia del demonio y que seguramente han hecho un pacto con las potencias infernales. Lo que pueda estar adherido a estas alhajas me aterroriza... E incluso el comportamiento de Cardillac, debo confesarlo, tiene para mí algo de inquietante, algo que me asusta. No puedo evitar que surja en mí el oscuro presentimiento de que detrás de todo hay algún misterio siniestro y atroz, y aunque al repasar nuevamente todas las circunstancias del asunto, ni siquiera llego a intuir en qué puede consistir ese misterio, y cómo alguien como René Cardillac, tan respetable y honesto, un modelo de ciudadano correcto y piadoso, podría tener algo que ver con un asunto nefasto y condenable, le aseguro que jamás me atreveré a lucir esas joyas".

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La marquesa consideró que eso era llevar demasiado lejos los escrúpulos; pero cuando la señorita de Scudéry le preguntó qué haría ella en su lugar, respondió con seriedad y firmeza: "Antes que lucir alguna vez esas alhajas, preferiría arrojarlas al Sena".

Aquel encuentro con René Cardillac lo volcó la señorita de Scudéry en graciosos versos que durante la velada siguiente leyó al rey en los salones de la marquesa. Venciendo las angustias de sus oscuros presentimientos logró representar con vivos colores, a costa del maestro

René, la graciosa imagen de la aristocrática novia setentona del orfebre, de modo tal que el rey rió con todas sus ganas, jurando que Boileau-Despreaux había sido superado, porque el poema de Mademoiselle era el más ingenioso que se hubiera escrito jamás.

Varios meses habían transcurrido ya cuando quiso el azar que la señorita de Scudéry paseara por el Pontneuf en el carruaje de cristales de la. duquesa de Montansier. Aquellas carrozas eran todavía algo tan nuevo que los curiosos se amontonaban en las calles para verla pasar, cuando aparecía alguna. Así sucedió pues, que una masa de curiosos se congregó alrededor del carruaje de la duquesa, impidiendo el pasó de los caballos. En ese mismo momento oyó la señorita una discusión, o gritos y maldiciones, y vio que un hombre se abría paso a golpes y empujones entre la `apretada multitud. Y cuando el hombre estuvo más cerca, se encontró con la mirada penetrante de un rostro joven, mortalmente pálido y desfigurado por el dolor. El joven la miraba fijamente, mientras trataba sin pausa de abrirse paso con puños y codos, hasta que por fin llegó a la portezuela del carruaje que abrió apresuradamente arrojando a la señorita un papel sobre el regazo. Luego, distribuyendo y recibiendo golpes, desapareció tal como había llegado.

Martiniére, que acompañaba a la señorita, se había desvanecido con un grito de terror cuando el hombre apareció en la portezuela. En vano la dama tiró de la cuerda, en vano trató de que el cochero la oyera; éste, como poseído por los demonios, fustigó a los caballos que con espuma en la boca se encabritaron y por fin se alejaron en estampida cruzando el puente. La señorita de Scudéry vació su frasquito de sales aromáticas sobre la mujer desvanecida que finalmente abrió los 'ojos y, temblando angustiada, aferrándose a su ama con todas sus fuerzas, con una expresión de espanto gimió casi sin voz: "¡Por la Santísima Virgen! ¿Qué quería. ese hombre espantoso? ¡Ah! Era el mismo, el que trajo el cofrecito aquella noche terrible". Mademoiselle tranquilizó a la pobre mujer; explicándole que no había sucedido nada malo, y qué lo importante era saber qué decía el papel. Desdobló la hojita, y leyó lo siguiente:

"Un destino nefasto, que usted podría alterar, me arroja al abismo; le suplico, como un hijo a su madre, le lleve a René Cardillac la gargantilla y los brazaletes que recibió por mi intermedio; dé cualquier pretexto: mejorar algún detalle, cambiar alguna piecita; v que lo haga antes de pasado mañana. Su bienestar, su vida misma dependen de ello. Si no lo hace, entraré a su casa y me suicidaré ante sus ojos."

"No cabe duda", dijo la señorita cuando hubo leído la nota, "que aunque este hombre pertenezca a la banda de perversos ladrones y asesinos, no tiene ninguna mala intención para conmigo. Si aquella noche hubiese logrado hablarme, quién sabe qué extraños acontecimien-tos, qué oscuras relaciones se me habrían aclarado, de las que en este momento nada puedo intuir. Pero no importa cómo sucedan las cosas, voy a hacer lo que aquí se me pide, aunque no sea sino para desprenderme de esas alhajas funestas que me parecen un talismán diabólico.

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Seguramente Cardillac, fiel a sus antiguas costumbres, no querrá desprenderse otra vez tan fácilmente de ellas.

Ya al día siguiente tenía pensado la señorita llevar las *joyas al orfebre. Pero fue como si todos los bellos espíritus dé París se hubiesen conjurado para asediarla con versos, obras de teatro y anécdotas. Apenas había acabado la Chapelle con la escena de una tragedia, asegurando con astucia que superaría a Racine, cuando entró éste en persona, echando por tierra aquella afirmación con el monólogo patético de algún rey, hasta que Boileau dirigió al negro cielo de la tragedia sus focos luminosos, para no tener que seguir escuchando al arqui-tectónico doctor Perrault que lo aburría hablando eternamente de las arcadas del Louvre.

Así llegó el mediodía, y como la señorita de Scudéry tenía un compromiso con la duquesa de Montansier, la visita a Cardillac quedó postergada para la mañana siguiente. Una cierta intranquilidad la afligía. No podía dejar de pensar en aquel joven, y un recuerdo pugnaba por surgir de lo más hondo, como si esos rasgos y ese rostro ya los hubiese conocido desde mucho antes. El más leve sueño era conmovido por terribles pesadillas; se sentía culpable, como si por ligereza hubiese desperdiciado la oportunidad de tomar bondadosamente la mano que le había tendido aquel pobre hombre que se hundía en el abismo, como si ella hubiese podido impedir algún hecho funesto, algún crimen atroz. Por eso a la mañana siguiente ordenó muy temprano que la vistieran y fue a ver al orfebre, llevando el cofrecito. .

Un mar de gente se dirigía hacia la calle Nicaise,, donde vivía Cardillac, y se agolpaba gritando ante la puerta de su casa, como si pretendiera entrar por asalto, siendo a duras penas contenida por la Mareschaussée, que rodeaba la casa. Voces enfurecidas gritaban salva-jemente: "¡Destrozadlo, aniquilad al perverso asesino!" Por fin aparece Desgrais con una comitiva que logra abrirse camino entre la muchedumbre abigarrada. Entonces se abre la puerta y un hombre cargado de cadenas es sacado de allí entre las maldiciones más espanto-sas de la multitud enfurecida. Mientras la señorita de

Scudéry presencia esto, un grito desesperado llega a sus oídos. "¡Adelante, adelante!", le grita fuera de sí al cochero que con un movimiento hábil y rápido dispersa a la muchedumbre y se detiene frente a la puerta de Cardillac. Allí ve a Desgrais, y a sus pies una muchacha joven, hermosa como la luz del día, con el cabello desatado, a medio vestir, con una angustia salvaje y una desesperación desconsolada en el rostro le abraza las rodillas y grita con voz desgarradora y dolorida: "¡Es inocente! ¡Es inocente!" Inútiles son los esfuerzos de Desgrais y de su gente para apartarla, para levantarla del suelo. Aparece entonces un hombre corpulento, enorme, que la agarra con manos torpes, la arranca violentamente de Desgrais, tropieza y suelta a la muchacha que cae por la escalera y queda tendida en la calle, silenciosa, como muerta. La señorita de Scudéry no puede ya contenerse: "¡En nombre de Cristo, qué ha sucedido, qué es lo que pasa aquí?", exclama, mientras abre rápidamente la portezuela y desciende. La gente se aparta con respeto ante la anciana dama, quien al ver cómo algunas mujeres compadecidas, luego de colocar a la muchacha sobre la escalera, le frotan la cara con agua, se acerca a Desgrais y repite con vehemencia su pregunta. "Ha su-cedido lo más espantoso", le dice Desgrais : "René Cardillac fue hallado esta mañana muerto de una puñalada. Su oficial Olivier Brusson es el asesino. Acaban de llevárselo a la prisión". "¿Y la muchacha?", exclama Mademoiselle. "Es Madelon", la interrumpe Desgrais, "la hija de Cardillac. El asesino era su amante. Ahora llora, grita y repite una y otra vez que Olivier es inocente. En el fondo ella sabe bien lo que ocurrió y debo llevarla también a la Coriciergerie." Mientras decía esto, Desgrais miraba a la muchacha con una expresión maligna que hizo temblar a Mademoiselle. La muchacha recuperaba el aliento, pero no podía moverse ni emitir una

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sola palabra; yacía ahí con los ojos cerrados, y nadie sabía qué hacer: si llevarla a la casa o esperar a que recobrara el sentido. Hondamente conmovida y con los ojos llenos de lágrimas miraba la señorita a ese ángel inocente; sentía terror ante Desgrais y sus hombres. En ese momento : ataron de la casa el cadáver de Cardillac. Tomando rápidamente una decisión, la señorita de Scudéry exclamó: "A la niña me la llevo yo; ocúpese usted del resto, Desgrais". Un sordo murmullo de aprobación se elevó de la muchedumbre. Las mujeres levantaron a la muchacha, todos se acercaron, cien manos querían ayudar, y como flotando en el aire fue introducida en el carruaje la hija de Cardillac, mientras que de todos los labios .brotaban bendiciones para la anciana dama que había arrancado a la inocente criatura de las manos del tribunal del sangre.

Los esfuerzos de Seron, el más famoso de los médicos de París, dieron por fin. resultado y Madelon recobró el sentido tras un desvanecimiento de varias horas. La señorita completó lo que el médico había comenzado, dejando que una leve luz de esperanza brillara en el alma de la muchacha, hasta que finalmente un llanto copioso consiguió aliviarla. Y aunque de tanto en .tanto la violencia del dolor más intenso ahogaba sus palabras con profundos sollozos, pudo por fin relatar lo que había sucedido.

Golpes suaves en la puerta de su habitación la despertaron hacia medianoche, y enseguida escuchó la voz de Olivier rogándole que se levantara de inmediato porque su padre agonizaba. Aterrada se levantó y abrió la puerta. Olivier, pálido y alterado, empapado en sudor, se dirigió al taller llevando la luz con pasos inseguros, y ella lo siguió. Allí yacía su padre, con la mirada fija y- luchando con la muerte. Llorando se arrojó sobre él, y sólo entonces vio la camisa. ensangrentada. Olivier la apartó con delicadeza y luego intentó lavar con bálsamo la herida en el pechó del orfebre y vendarlo. Entretanto, éste había recobrado el sentido y respirada regularmente. Mirando a su hija y después a Olivier expresivamente, tomó la mano de aquella y la puso- sobre la de Olivier apretando ambas con fuerza. Los dos jóvenes cayeron de rodillas junto al lecho del padre que sé incorporó con un grito desgarrador, pero enseguida volvió a caer expirando con un hondo suspiro. Confundidos en un abrazo, lloraron sin consuelo. Olivier le contó cómo el maestro había sido asesinado en su presencia, mientras lo acompafiaba en una diligencia, y como él, Olivier, había llevado hasta la casa con gran esfuerzo a aquel hombre corpulento, sin pensar que estaba mortalmente herido. Al amanecer, los vecinos, que habían escuchado el ruido,. los sollozos y el llanto de la noche anterior subieron y encontraron a los jóvenes arrodillados junto al cadáver del orfebre. Entonces se oyeron voces, llegó la Marechaussée y detuvo a Olivier acusándolo de asesinato.

Madelon habló entonces con emoción de la virtud, la piedad, la fidelidad de su adorado Olivier. Cómo había respetado y honrado al maestro como a su propio padre; cómo éste había' retribuido en igual medida su afecto y lo había escogido para que fuese el esposo de Madelon, a pesar de su pobreza, porque su habilidad era tan grande tomó su fidelidad y la nobleza de su alma. Todo esto lo dijo Madelon desde lo más hondo de su corazón, y terminó asegurando que si Olivier hubiese apuñalado al padre delante de ella, habría pensado que se trataba de un engaño del diablo, porque jamás podría creer que Olivier fuera capaz de cometer un crimen tan atroz y tan tremendo.

La señorita de Scudéry, profundamente conmovida por el dolor indescriptible de Madelon y convencida de la inocencia de Olivier, recabó informaciones que le con-

firmaron todo lo que Madelon le había dicho acerca de la relación afectuosa del maestro y su oficial. Los vecinos alabaron a Olivier, considerándolo un modelo por su con-ducta moral, piadosa y fiel y nadie podía decir nada malo de él. Sin embargo, cuando se llegaba al horrible crimen, todos se encogían de hombros y decían que alguna cosa incomprensible había en -todo ese asunto.

Al comparecer ante la Chambre Ardente, Olivier negó, según supo luego la señorita, con toda firmeza y con la mayor sinceridad, ser autor del crimen del que se lo acusaba, y

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afirmó que su maestro había sido atacado y apuñalado en plena calle ante sus ojos y que él lo había llevado, todavía con vida a su casa, donde había expirado al poco tiempo. 0 sea que también sus declaraciones coincidían con el relato de Madelon.

Una y otra vez se hacía repetir la señorita los detalles más insignificantes del horrible suceso. Investigó minuciosamente si en algún momento había habido alguna discusión entre el maestro y su oficial; si tal vez Olivier padecía de aquel mal genio que a veces ataca como un delirio ciego a los hombres más pacíficos y bondadosos, y los lleva a cometer actos que parecen no poder controlar. Pero cuanto más apasionadamente hablaba Madelon de la serena felicidad hogareña en que aquellos tres seres convivían en íntimo afecto, tanto más desaparecía cualquier sombra de sospecha contra Olivier, acusado de aquella muerte. Aun si todo se hubiese podido comprobar exactamente; aun si Olivier hubiese asesinado a- Car-dillac, prescindiendo de todo aquello que hablaba a su favor, la señorita de Scudéry no encontraba en todo el campo de las posibilidades un móvil para ese crimen que ine-vitablemente iba a destruir la felicidad de Olivier. Es pobre, pero hábil -pensaba-. Logra ganarse el afecto del orfebre más famoso, ama a la hija, el maestro aprueba esa relación, tiene en sus manos la posibilidad de una vida dichosa. Pero aceptando que Olivier, sabe Dios por qué, enceguecido por la ira hubiese asesinado a su maestro, ¡qué hipocresía diabólica entonces comportarse luego como lo hizo! Así pues, firmemente convencida de la inocencia de Olivier, la señorita de Scudéry tomó la determinación de salvar a aquel joven inocente a cualquier precio.

Consideró que antes de apelar a la clemencia del rey, lo más aconsejable era dirigirse directamente al presidente La Regnie, llamarle la atención sobre todas las circunstancias que hallaban claramente de la inocencia de Olivier con el objeto de despertar en su alma un convencimiento interior favorable al acusado que luego pudiera transmitir a los jueces.

La Regnie recibió a la señorita de Scudéry con el respeto que con toda justicia merecía aquella noble dama a quien el mismo rey dispensaba su favor. Escuchó serenamente todo lo que ella le refirió acerca del espantoso crimen, de las relaciones de Olivier, de su carácter. Una sonrisa leve y solapada fue- la única manifestación que habría podido hacer pensar que no pasaba de largo por sus oídos sordos las aseveraciones, las exhortaciones acompañadas de copiosas lágrimas, por cuyo medio ella procuraba demostrarle que el juez no debía ser enemigo del acusado, y que, por el contrario, era aconsejable tener en cuenta lo que hablaba en su favor. Cuando la señorita terminó de hablar, agotada y secándose las lágrimas, La Regnie le respondió: "Es digno de su admirable corazón -dijo- conmoverse por las lágrimas de una joven enamorada, señorita, y creer todo lo que ella le diga; sé que no puede comprender la idea de un crimen tan atroz; pero muy distinto es el caso del juez, acostumbrado a arrancar la máscara a cualquier hipocresía, por más audaz que sea. No me corresponde explicar a todo aquel que me lo pregunte el curso de un proceso criminal. Cumplo con mi deber,

señorita, y poco me importa el juicio del mundo. Que tiemblen los malvados ante la Chambre Ardente. Pero no querría dejarla con el pensamiento de que soy un monstruo de dureza y crueldad. Por eso, permítame desplegar ante sus ojos claramente y en pocas palabras el crimen de este joven asesino que gracias a Dios ha sido puesto en manos de la justicia que ha de tomar venganza. Su inteligencia aguda repudiará entonces esa bondad y benevolencia que tanto la dignifica, pero que en mí sería un defecto. ¡ Veamos pues! Por la mañana se encuentra a René Cardillac asesinado de una puñalada. No hay nadie a su lado salvo su oficial Olivier Brusson y su hija. En el cuarto de Olivier se encuentra, entre otras cosas, un puñal manchado de sangre todavía fresca que coincide exactamente con la forma de la herida. `Cardillac' dice Olivier, `ha sido apuñalado esta noche ante mis ojos. `¿Querían robarle?' 'Eso no lo sé'. 'Tú ibas con él, ¿no te fue posible resistir al asesino, atacarlo, pedir ayuda?' `El maestro iba a unos quince o veinte pasos delante de mí. Yo- lo seguía'. `¿Por qué tan alejado?'

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`El lo quería así.' `¿Qué tenía que hacer Cardillac tan tarde en la calle? 'Eso no puedo. decirlo.' `Nunca antes había salido de la casa después de las nueve de la noche, ¿no es cierto?' -Aquí Olivier se queda sin saber qué decir, suspira, llora, asegura por lo más sagrado del mundo que esa noche Cardillac había salido, y que había sido asesinado en la calle. Ahora bien, señorita: se ha comprobado con absoluta certeza que esa noche Cardillac no abandonó la casa; por consiguiente, miente al afirmar que había salido con él, miente desvergonzadamente. La puerta de calle tiene un cerrojo pesado que hace mucho ruido cuando se abre o se cierra, y además los goznes de la puerta crujen y rechinan de tal manera (lo hemos comprobado en las pruebas realizadas) que el ruido se oye inclusive en el último piso de la casa. En la planta baja, junto a la puerta de entrada,

vive el viejo señor Patru con su ama de llaves, una persona de unos ochenta años, pero todavía sana y activa. Ambos oyeron que también esa noche y según su costumbre, Cardillac bajó la escalera a las nueve en punto, cerró ruidosamente la puerta, echó el cerrojo y luego volvió a subir, leyó la oración de la noche en voz alta y se dirigió a su dormitorio, cerrando de un golpe la puerta. El señor Claude Patru sufre de insomnio, cosa común entre la gente anciana. Tampoco esa noche pudo pegar un ojo. Por eso alrededor de las nueve y media la criada cruzó él zaguán, llegó a la cocina, prendió allí la luz y se sentó a la mesa junto al señor Claude. Allí comenzó. a leer una antigua crónica mientras el viejo, siguiendo el rumbo de sus pensamientos, se sentaba en el sillón, volvía a levantarse y lentamente recorría en silencio la habitación de una punta a la otra con el objeto de. cansarse y poder dormir. Hasta la medianoche todo estuvo tranquilo y silencioso. Pero entonces oyeron arriba pasos firmes, un golpe seco, como si algo pesado cayera al suelo, y de inmediato un gemido ahogado. Ambos se sintieron, extrañamente atemorizados y angustiados. Junto a ellos cruzaron los horrores del espantoso crimen que acababa de cometerse. Con la claridad del día siguiente salió a la luz lo que había comenzado en la oscuridad".

"¡Pero", lo interrumpió la. señorita, "por todos los santos! ¿qué motivo cree usted que pudo existir, después de las circunstancias que le relaté, para cometer semejante crimen?" "Mm...", replicó La Regnie. "Cardillac no era nada pobre... Tenía piedras preciosas de gran valor." "¿Pero acaso todo eso no iba a ser para la hija?", le dijo entonces la señorita. "¿Olvida acaso que Olivier iba a convertirse en su yerno?" "Quizá tenía que repartir", arguyó La Regnie, "o asesinar para otros." "¿Repartir? ¿Asesinar para otros?" preguntó ella estupefacta.. "Sepa usted, señorita", continuó el presidente, "que Olivier Brusson habría muerto hace bastante tiempo en la Plaza de la Gréve si no fuera porque su crimen está relacionado con ese misterio impenetrable que hasta hoy amenazaba a todo París. No cabe duda de que Olivier pertenece a esa banda maldita que burlando todo los recursos, esfuerzos y pesquisas del tribunal, ha llevado a cabo su acción segura e impunemente. Olivier Brusson aclarará todo, deberá aclararlo., La herida de Cardillac es muy similar a la que presentaban todos los que fueron asesinados y robados en las calles o dentro de las casas. Pero lo decisivo es que desde que Olivier Brusson está detenido han cesado los crímenes y robos. Las calles son ahora tan seguras de noche como de día: prueba suficiente de que tal vez Brusson fuera el jefe de esa banda criminal. Todavía no quiere confesarlo, pero hay modos de hacerlo hablar aunque no quiera." "¿Y Madelon?", exclamó la señorita. "Esa palomita inocente..." "¡Ay!", exclamó La Regnie con una sonrisa maligna. "¿Quién me asegura que no está ella también en el asunto? ¿Qué le importó su padre? ¡Sólo llora por el asesino!" "¿Qué dice usted?', exclamó ella. "¡No es posible! ¡Al padre! ¿Esa muchacha?" "Oh", continuó La Regnie, "recuerde a la Brinvillier. Tendrá que disculparme, señorita, si tal vez pronto me veo obligado a arrebatarle a su protegida para encerarla en la Conciergerie." La señorita sintió pavor ante una sospecha tan atroz. Le parecía que ante un hombre tan tremendo como La Regnie ninguna virtud, ninguna fidelidad podía quedar en pie. Era como si en los pensamientos más íntimos, en los más recónditos, sospechara la existencia del delito y del crimen. Se levantó. "Sea usted humano",

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fue todo lo que pudo articular. Cuando estaba por llegar a la escalera acompañada cortésmente por La Regnie, tuvo una extraña ocurrencia que ella misma no supo explicarse: "¿Se me permitiría ver al desgraciado Olivier Brusson?", le preguntó al presidente volviéndose rápido hacia él. Este la miró con expresión grave, luego su rostro se deformó en esa sonrisa repugnante que le era tan propia. "Lo que seguramente quiere usted, señorita, es convencerse por sí misma de la culpabilidad o la inocencia de Olivier, confiando en su intuición y voz interior más que 'en lo que sucede ante nuestros ojos. Si no la espanta la lúgubre morada del delito, si no le repugna ver las imágenes de la abyección en todas sus formas, entonces dentro de dos horas se le abrirán las puertas de la Conciergerie y podrá ver a ese Olivier Brusson de cuya suerte tanto se compadece."

En realidad, la señorita de Scudéry no podía convencerse de que el joven fuese culpable. Todo estaba en contra de él, es cierto; ningún juez en todo el mundo habría obrado de otro modo que como lo había hecho La Regnie ante pruebas tan contundentes. Pero aquel cuadro de felicidad hogareña que Madelon había pintado con los más vivos colores descartaba cualquier sospecha, y así la señorita de Scudéry prefería aceptar la existencia de un enigma indescifrable antes que convencerse de aquello contra lo que todo su ser se rebelaba.

Pensaba pedirle a Olivier que volviera a relatarle todo lo que había sucedido durante aquella noche fatídica, para penetrar cuanto fuera posible en un misterio que tal vez los jueces no habían conseguido divisar porque parecía demasiado insignificante.

Cuando llegó a la Conciergerie, fue conducida a una habitación amplia y luminosa. Al poco tiempo escuchó ruido de cadenas: traían a Olivier Brusson. Pero no bien éste apareció en la puerta, la señorita de Scudéry cayó desvanecida. Cuando se hubo recuperado, Olivier ya no estaba allí. Casi con desesperación pidió que la condujeran al carruaje: quería alejarse, alejarse enseguida de aquellos antros de la perversidad y del crimen. Había reconocido instantáneamente en Olivier Brusson al hombre joven que en el Pontneuf le había arrojado aquella nota, el que también le había llevado el cofrecito con las joyas... Ahora ya no cabía duda; la horrible sospecha de La Regnie se había confirmado: Olivier Brusson pertenecía a la terrible banda asesina y seguramente había matado al maestro Cardillac. ¿ Y Madelon ? Nunca hasta entonces su intuición la había engañado tan amargamente; mortalmente herida por los poderes diabólicos que dominan esta tierra, en cuya existencia ella nunca había creí-do, la señorita de Scudéry dudaba ahora de todas las verdades. Admitió la sospecha monstruosa de que también Madelon estuviera en la conjura y pudiera haber participado del atroz asesinato. Sucede con el espíritu humano que cuando se le manifiesta alguna imagen, busca afanosamente y encuentra elementos para pintarla con colores aún más vivos; así también halló la señorita de Scudéry más y más elementos para alimentar aquella sospecha, al considerar cada circunstancia y los detalles más ínfimos del comportamiento de Madelon. Así pues, algunas cosas que hasta entonces habían valido para ella como pruebas de la inocencia y la pureza de la joven, se convertían de pronto en signos inequívocos de perversa maldad y de estudiada hipocresía: aquel llanto desgarrador y las dolientes lágrimas bien podían haber sido provocados por el terror, no ya de ver morir al amado, sino más bien de morir ella misma a manos del verdugo. Dispuesta a librarse de una vez de la serpiente que alimentaba en su pecho y que la estaba asfixiando, la señorita de Scudéry descendió del carruaje. Al entrar en la sala, Madelon se le arrojó a los pies. Con sus ojos celestiales vueltos hacia ella -ni un ángel tendría una mirada más fiel- y las manos cruzadas sobre su pecho palpitante, lloraba suplicando ayuda y consuelo. Logrando apenas contenerse y procurando dar a su voz tanta : seriedad y serenidad como le era posible, la señorita le dijo: "Ve, ve, consuélate y no llores por el asesino a quien aguarda el justo castigo por los crímenes que ha cometido. Quiera la Virgen Santa que no pese también sobre ti un homicidio". "¡Ay! Entonces todo está perdido!"

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Con esta exclamación aguda Madelon cayó desvanecida. La señorita dejó que Martiniére se ocupara de la muchacha y se encerró en otra habitación.

Destrozada interiormente, enemistada con todo lo terreno, la señorita de Scudéry ya no quería vivir en. un mundo lleno de mentiras infernales. Acusaba al destino, que burlándose amargamente de ella, le había concedido una fe en la virtud y en la sinceridad, intensificada con los años, y que ahora en la vejez aniquilaba la bella imagen que había iluminado su vida.

Oyó cómo Martiniére se llevaba a Madelon, que suspiraba y sollozaba voz casi imperceptible: "¡Ay! También a ella la engañaron esos hombres desalmados. Pobre de mi, pobre y desdichado Olivier". Esas palabras penetraron en el corazón de la señorita, y en lo más hondo de su alma volvió a despertarse el presentimiento de la inocencia de Olivier. Acosada por los sentimientos más contradictorios y sin poder dominar: e, la señorita de Scudéry exclamó: "¿ ¡ Quién demonios me habrá metido a mí en esta historia espantosa que va a costarme la vida!?" En ese momento, pálido y asustado, entró Baptiste con la noticia de que Desgrais estaba afuera. Desde aquel espantoso proceso de la Voisine, la visita de Desgrais a una casa era presagio seguro de alguna penosa acusación; de allí el miedo de Baptiste, y la suave sonrisita con que la señorita le preguntó: "¿Qué te pasa, Baptiste? ¿Encontraron el nombre de Scudéry en la lista de la Voisine?" "¡Por Jesucristo!", replicó Baptiste con un estremecimiento. "¡¿Cómo se le ocurre decir semejarte cosa?! Pero Desgrais, ese hombre horrible, se muestra tan misterioso y tan impaciente... parece que no puede aguardar un solo instante para verla." "Entonces", dijo la señorita, "haz pasar sin demora al hombre que tan temible te resulta pero que por lo menos a mí no puede causarme preocupaciones." "El presidente La Regnie", explicó Desgrais cuando estuvo en la sala, "me envía con un pedido que me parecería vano si no conociera las virtudes de usted, su valor; y si no estuviera en sus manos el último recurso para develar un crimen y no hubiese participado ya en el desagradable proceso que no da tregua a la Chambre Ardente ni a ninguno de nosotros. Olivier Brusson está medio loco desde que la ha visto. Cuando ya parecía dispuesto a reconocer su culpa, de pronto, luego del encuentro con usted, comenzó a jurar por Cristo y todos los santos que es totalmente inocente del asesinato de Cardillac ; sin embargo, dice que acepta sufrir la muerte que merece. Observe, señorita, que esta última frase indica claramente que otros delitos deben pesar sobre él. Pero es inútil todo esfuerzo por sacarle alguna palabra más; ni la tortura con que se lo ha amenazado consigue amedrentarlo. Nos ruega, nos implora que le permitamos mantener una conversación con usted, a usted, solamente a usted le confesará todo. Acepte este pedido, señorita; escuche la confesión de Olivier Brusson." "¿¡Cómo!?", exclamó la señorita totalmente alterada. "¿Acaso me está pidiendo que sirva como instrumento al tribunal de sangre?, ¿que traicione la confianza de ese pobre hombre?, ¿que lo ponga en el patíbulo? ¡No, Desgrais! Aunque Olivier Brusson fuera un asesino desalmado, jamás podría engañarlo de esa manera. No quiero saber nada de sus secretos, que quedarían encerrados dentro de mi pecho, tan sagrados como una confesión." "Quizá cambie de idea", añadió Desgrais con una extraña sonrisa, "luego de escuchar a Brusson. ¿Acaso no le pidió usted misma al presidente que fuera humanitario? Ya ve que lo es, puesto que accede al disparatado pedido de Brusson, y apela así al último recurso antes de ordenar que se le aplique la tortura para la que Brusson ya está maduro desde hace rato." La señorita de Scudéry se estremeció sin poder evitarlo. "De ninguna manera se le pedirá, señorita", continuó Desgrais, "que vuelva a pisar aquellas lúgubres moradas que le causaron horror y repulsión. En la serenidad de la noche, sigilosamente, Olivier Brusson será traído a su casa, como si fuera un hombre libre. Sin que nadie lo escuche más que usted, aunque sí bajo vigilancia, podrá entonces confesarlo todo sin ningún apremio. Y respondo por mi vida en cuanto a su seguridad personal ante ese miserable. Habla de su persona con intensa reverencia. Jura que sólo la fatalidad atroz que le impidió verla a usted antes lo ha

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arrojado al borde de la muerte. Luego quedará a su criterio decir lo que considere conveniente de lo que Brusson le revele. ¿Se le podría exigir más?

La señorita de Scudéry bajó la mirada sumida en profunda reflexión. Se sentía como sometida a los poderes superiores que exigían de ella la revelación de un misterio pavoroso; era como si ya le fuese imposible desatar los mágicos lazos en los que se había enredado sin darse cuenta. Tomando una rápida decisión dijo con dignidad: "Dios me concederá serenidad y firmeza; traiga a Brusson, yo hablaré con él".

Así como había sucedido aquella vez, cuando Brusson trajo el cofrecito, golpearon hacia medianoche a la puerta de la casa de la señorita de Scudéry: Abrió Baptiste, enterado ya de la visita nocturna. Un estremecimiento helado recorrió a la señorita cuando por las pisadas leves y el murmullo ahogado percibió que los guardias que habían conducido a Olivier Brusson se distribuían por los corredores de la casa.

Por fin la puerta de la habitación se abrió lentamente. Entró Desgrais y detrás de él Olivier Brusson, sin cadenas y decentemente vestido. "Aquí está Brusson, señorita", dijo Desgrais inclinándose respetuosamente, y abandonó el cuarto.

Brusson cayó de rodillas ante la señorita y levantó sus manos- plegadas en ademán de súplica mientras vertía abundantes lágrimas. Pálida, la señorita de Scudéry lo

miró, sin poder decir una palabra. A pesar de sus rasgos desfigurados, alterados por el sufrimiento, por el dolor excesivo, resplandecía en el rostro del joven la expresión sincera de un alma pura. Cuanto más tiempo permanecían los ojos de la señorita de Scudéry posados en el semblante de Brusson, tanto más se avivaba el recuerdo de alguna persona querida, que no lograba precisar con claridad. Todo su horror desapareció; olvidó que era el asesino de Cardillac quien estaba de rodillas ante ella y le dijo, con aquella voz delicada y afectuosa que, la caracterizaba: "Bien, Brusson, ¿qué es lo que tienes que decirme?" Él, aún de rodillas, suspiró con un dolor profundo e intenso y dijo entonces: "¡Oh, mi querida, mi tan querida señorita! ¿Acaso ha ;desaparecido de vuestro corazón. todo vestigio? ¿Acaso no queda en su memoria ningún recuerdo de mi?" La señorita, observándolo entonces aún más atentamente le replicó que había hallado en su rostro un parecido con algún ser muy querido, y que sólo a ese parecido debía agradecer que lo escuchara ella serenamente,' superando el profundo ho-rror que le provocaba la presencia de un asesino. Hondamente herido por estas palabras, Brusson se levantó rápidamente y volviendo la mirada sombría hacia el suelo retrocedió un paso. Luego dijo con voz apagada: "¿Acaso ha olvidado completamente a Anne Guiot? Su hijo Olivier, aquel niño que tantas veces meció en su regazo, es quien está ahora de pie ante usted". `¡Oh, por todos los Santos!", exclamó la señorita dejándose caer en el sillón y cubriéndose el rostro con las mano-. Tenía razones suficientes para sorprenderse de ese modo.

Anne Guiot, la hija de un burgués venido a menos, había vivido desde pequeña en casa de la señorita de Scudéry, que la había criado como una verdadera madre, con toda devoción y cariño. Cuando fue mayor, comenzó a cortejarla un joven apuesto y cortés llamado Claude Brusson . Era un relojero muy hábil que seguramente haría carrera en París y como Anne lo quería realmente mucho, la señorita no tuvo ningún reparo en aceptar el casamiento de su hija adoptiva. La joven 'pareja se instaló en París: vivían en un hogar sereno y dichoso, y el nacimiento de un varoncito que era la fiel imagen de su encantadora madre vino a reafirmar aún más ese vínculo de amor. La señorita de Scudéry hizo un ídolo del pequeño Olivier, que arrebataba a su madre durante horas y días enteros para. malcriarlo entre mimos y caricias. De ahí que el niño se acostumbrara tanto a ella y que con ella estuviera tan a gusto como con su madre. Tres años habían pasado cuando la envidia de sus colegas determinó que el trabajo de Brusson disminuyera día a día. Se sumó a ella la nostalgia de la hermosa Ginebra natal, y así sucedió que la pequeña familia se fue a vivir allá, a pesar de que la señorita prometía ayudarlos con todos sus medios. Luego de un par de cartas escritas por Anne a su madre

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adoptiva, se interrumpió la correspondencia, y ésta se conformó entonces pensando que una vida dichosa en la patria de Brusson le había hecho olvidar los días del pasado.

Habían transcurrido ahora exactamente veintitrés años después de que Brusson abandonara París con su familia para radicarse en Ginebra.

"¡Oh, qué espanto!", exclamó la señorita cuando se hubo recuperado un poco. "¿Eres tú, Olivier, el hijo de mi Anne?, ¡y ahora!" "Sí", replicó Olivier con tranquilidad, dominándose. "Sí, mi querida señorita, jamás habría podido presentir siquiera que el niño a quien mimó usted como la madre más tierna, a quien daba un dulce tras otro mientras lo mecía en su regazo, a quien hablaba tan dulcemente, estaría con los años en su presencia acusado de un horrible asesinato. Mi conducta no es irreprochable; la Chambre Ardente puede acusarme con todo derecho de un delito; pero tan cierto como que espero morir en la gracia de Dios, aun a manos de un verdugo, es que soy inocente de todo crimen. No fue por mi culpa que murió el desgraciado Cardillac." Al decir esto, comenzó a temblar. En silencio, la señorita le indicó un pequeño sillón que estaba a su lado. El se sentó lentamente.

"He tenido suficiente tiempo", comenzó, "para prepararme para esta conversación, que consideraba la última gracia del cielo,- y lograr toda la tranquilidad y el dominio necesarios para relatarle la historia de mi destino inaudito y terrible. Tenga piedad de mí, y escúcheme con calma, por más que le sorprenda y la colme de terror la revelación de un secreto que seguramente jamás podría haber imaginado. ¡Oh, si mi pobre padre nunca hubiera abandonado París! Todo lo que recuerdo de Ginebra son las lágrimas sin consuelo de mis padres; sus quejas que yo no podía comprender también me hacían llorar a mí. Más tarde tuve la sensación clara, la absoluta conciencia de la penuria agobiante, de la profunda miseria en que ellos vivieron. Todas las esperanzas de mi padre se vieron defraudadas. Agobiado por un dolor intenso, murió cuando por fin había conseguido hacerme entrar como aprendiz en el taller de un orfebre. Mi madre hablaba mucho de usted; quería contarle todo, pero luego caía en esa depresión que siempre origina la miseria. Eso, junto con un falso pudor que muchas veces acompaña a un alma mortalmente herida, la hacía desistir de aquella determinación. Pocos meses después de la muerte de mi padre, mi madre lo siguió a la tumba." "¡Pobre Anne, pobre Anne !", exclamaba la señorita, doblegada por el dolor. "¡Gracias al cielo está ahora en el otro mundo, y no ha de ver a su hijo bajo la mano del verdugo, marcado por la infamia!" Así gritó Olivier lanzando una mirada salvaje y extraviada hacia lo alto. Afuera se oían ruidos, los hombres iban de un lado a otro. "¡Oh, oh!", dijo Olivier con una sonrisa amarga. "Desgrais alerta a sus hombres como si yo pudiera escaparme de aquí. Pero sigamos. Mi maestro me trataba muy duramente sin importarle que al poco tiempo fuera yo el que mejor trabajaba y que finalmente incluso llegara a superarlo también a él. Sucedió que una vez vino a nuestro taller un extranjero que quería comprar una joya. Al ver una hermosa gargantilla que yo había hecho me palmeó la espalda con expresión amable y me dijo, mirando la joya: `¡Muy bien, mi joven amigo!' Es un trabajo excelente. En realidad no sé de nadie que pueda superarte, fuera de René Cardillac que es, sin lugar a dudas, el mejor orfebre del mundo. Tendrías que ir a trabajar con él; te aceptará gustoso en su taller porque sólo tú podrías ayudarlo en su trabajo, y sólo de él podrías aprender. Las palabras que aquel hombre me había dicho penetraron en lo más hondo de mi alma. Ya no tenía paz en Ginebra, algo me arrastraba de allí con violencia. Por fin conseguí desligarme de mi maestro y vine a Paris. René Cardillac me recibió con frialdad y aspereza. Yo no renuncié; tenía que encomendarme alguna tarea, por más insignificante que fuese. Por fin, me dio a terminar un pequeño anillo. Cuando le llevé el trabajo, me miró fijo con sus ojos centellenates, como queriendo penetrar hasta lo más hondo de mi ser. Después me dijo: `Eres un joven talentoso y esforzado; puedes quedarte y ayudarme en el taller. Te pagaré bien y creo que estarás contento trabajando conmigo'. Cardillac mantuvo su palabra. Hacia ya varias semanas que estaba con-

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él y todavía no había visto a Madelon, que si no me equivoco estaba en ese momento en casa de una tía de Cardillac, en el campo. Finalmente, un día llegó. ¡Oh Señor de los Cielos! ¡Cuántas cosas sentí al ver esa imagen angelical! ¡ Qué hombre amó jamás como yo! ¡ Y aho-ra ! ... ¡ Oh, Madelon !"

El inmenso dolor impidió a Olivier seguir hablando. Con ambas manos se cubrió el rostro y sollozaba intensamente. Por fin, venciendo con gran esfuerzo aquel dolor terrible que se había apoderado de él, continuó

Madelon me miraba amablemente. Venía al taller con frecuencia y yo descubría embelesado su amor. El padre nos vigilaba atentamente, pero nuestras manos, que a veces se encontraban furtivamente, sellaron nuestro pacto. Cardillac parecía no darse cuenta de nada. Yo pensaba captar primero su favor y alcanzar la maestría en el oficio, para luego solicitar la mano de Madelon. Una mañana, cuando iba a comenzar con mi trabajo, Cardillac se detuvo frente a mí con ojos siniestros y llenos de ira. `Ya no necesito tu trabajo' comenzó. `¡Fuera de esta casa, ahora mismo! Y que no vuelva a verte nunca más. No hace falta que te diga la razón por la que ya no puedo soportarte. El dulce fruto al que aspiras, pobre diablo, está demasiado alto para ti.' Yo quise decir algo, responderle, pero me agarró con fuerza y me arrojó por la puerta de tal manera que me caí al suelo y me lastimé la cabeza y el brazo.

"Abandoné la casa indignado, destrozado por el dolor y la furia, y en un extremo de los suburbios de St. Martin, encontré por fin a un conocido que bondadosamente me dio alberge en su buhardilla. Yo no lograba calmarme. De noche me deslizaba rondando la casa de Cardi-llac, imaginando que Madelon escucharía mis suspiros y mis quejas, que tal vez podría hablarme desde la ventana sin que su padre la escuchara. Por mi mente se cruzaban todo tipo de planes temerarios, y pensaba poder convencerla de llevarlos a cabo.

"Junto a. la casa de Cardillac, en la calle Nicaise, sé levanta una pared alta con nichos que contienen viejas estatuas de piedra semidestruidas. De pie junto a una de esas estatuas estoy yo una noche espiando las ventanas de la casa que dan al patio cercado por ese muro. De repente veo que se enciende la luz en . el taller de Cardillac. Es medianoche; a esa hora Cardillac nunca trabajaba, solía acostarse a las nueve en punto. El corazón me latió angustiado por oscuros presentimientos; pensé que acaso alguna circunstancia me permitiría entrar. Pero la luz volvió a desaparecer. Me adhiero más a la estatua junto al muro y retrocedo sobresaltado al sentir una presión; era como si la estatua hubiese cobrado vida. En la penumbra de la noche percibo entonces que la piedra gira lentamente y que por detrás se desliza una figura oscura que sale y se va. caminando por la calle con pasos sigilosos. Me acerco otra vez a la estatua, que está como antes pegada al muro. Involuntariamente, como obligado por una fuerza interior, me deslicé detrás de aquella persona. Justo al pasar ante una capillita de la Virgen María, el hombre se dio vuelta y toda la luz del farol encendido ante la imagen iluminó su rostro. ¡Es Cardillac! Me invadió un miedo indescriptible, un terror monstruoso, pero como dominado por un hechizo no pude dejar de seguir al sonámbulo fantasmal. De eso pensé que se trataba aunque no era en realidad noche de luna llena, mo-mento en que ese hechizo trastorna a los que duermen. Finalmente, Cardillac desapareció en la densa oscuridad, pero un carraspeo que conozco bien me advirtió que ha penetrado en el zaguán de una casa. `¿Qué significa eso? ¿Qué es lo que va a hacer?', me pregunté en el colmo de mi asombro, mientras me deslizaba junto a las paredes de las casas. Al poco rato, llegó un hombre cantando y silbando, con un magnífico sombrero de plumas y espuelas resonantes. Como un tigre sobre su presa se arrojó Cardillac desde su escondite sobre el hombre, que cayó al suelo instantáneamente, agonizando. Yo me acerqué con un grito de espanto, mientras Cardillac saltaba sobre el hombre que yacía en el suelo. `¡Maestro Cardillac ! ¿Qué hace T, exclamé. '¡Maldito!', gritó Cardillac, mientras pasaba corriendo como un rayo a mi lado y desaparecía. Sin ningún control sobre mí mismo, me acerqué al hombre que estaba en el suelo, con la esperanza de que todavía pudiera salvarse, pero ya estaba muerto.

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Es tal mi terror que no advertí que la Marechaussée me había rodeado: `¡Otra vez uno de, estos demonios asesinados! ¡Eh, joven!, ¿qué haces ahí? ¿Eres uno de la banda? ¡Vamos, vamos!' Diciendo esto, me sujetaron con fuerza. Apenas pude decir que yo no había cometido semejante crimen. Entonces uno de ellos me alumbra a la cara, y exclama riendo: `¡Pero si es Olivier Brusson, el oficial del orfebre que trabaja con nuestro querido y honorable maestro Cardillac ! ¡No-va a estar matando gente por la calle! ¿Acaso esos pillos asesinos se quedan lamentándose junto al cadáver para que los capturen? ¿Cómo fue muchacho? Cuenta, no tengas miedo'. `Muy cerca de mí', dije, `un hombre se arrojó sobre ése, lo derribó y cuando yo grité se fue corriendo como un rayo. Sólo quise ver si todavía estaba vivo.' `No, hijo mío', exclama uno de los que están levantando el cadáver, `está muerto, el puñal le ha atravesado el corazón, como a los otros.' '¡Diablos!', dijo otro. `¡Llegamos tarde, siempre llegamos tarde!' Y así se marcharon llevándose el cadáver.

"Realmente, no es posible decir cómo me sentía: me palpaba para saber si no se trataba de una pesadilla que me estaba gastando una mala broma: -me parecía que en seguida me iba a despertar y que me maravillaría por haber tenido una alucinación tan extraña. ¡Cardillac, el

padre de Madelon, un perverso asesino! Yo me había dejado caer inerme sobre los escalones de piedra de una casa. Lentamente iba aclarando; un sombrero de oficial adornado con plumas yacía en el suelo. El horrible crimen de Cardillac, cometido en el mismo sitio donde yo estaba sentado en ese momento, iba adquiriendo toda su realidad. Espantado, me alejé corriendo de allí.

"Estaba en mi buhardilla, aturdido y sin poder ordenar mis ideas, cuando de pronto entró René Cardillac: `¿Qué busca usted, por Cristo?', le grité. Él, como si no me hubiera escuchado, se acerca a mi y me sonríe con una calma y una amabilidad que me aterran todavía más. Aproxima una vieja banqueta, medio destartalada, y se sienta a mi lado. Yo no logro levantarme del lecho de paja donde me había dejado caer. `Bien, Olivier', empieza a decirme. `¿Cómo te va, pobre muchacho? En realidad fui demasiado apresurado, lo reconozco, al arrojarte de mi casa. Me haces falta. en todos los rincones del taller. Justo ahora tengo por delante un trabajo que no podré terminar sin tu ayuda. ¿Qué te parece si volvieras a trabajar conmigo? ¿No me respondes? Sí, ya sé que te he ofendido. No quería ocultarte que estaba enfurecido contigo por tus amores con mi Madelon. Pero después he reflexionado más serenamente sobre el asunto, y creo que con tu habilidad, tu esfuerzo y tu lealtad, no podría haber encontrado un yerno mejor. Ven pues a mi casa, y procura ganarte a Madelon.'

"Las palabras de Cardillac me destrozaron. Temblaba ante su malignidad; no podía articular una sola palabra. '¡Dudas!', prosiguió con voz penetrante mientras me perforaba con su mirada. `¿Dadas?... Acaso no puedes venir hoy mismo conmigo ... Tienes otras cosas por delante. Acaso tienes pensado ir a visitar a Desgrais, o presentarte ante Argenson o La Regnie. Ten cuidado, muchacho, que las garras que quieres echar para destruir a otros pueden caer sobre ti y destrozarte.' En ese momento, mi alma profundamente indignada consigue des-ahogarse: `¡Que aquellos que se saben autores de crímenes espantosos se las entiendan con esos nombres que acaba de pronunciar! Yo nada tengo que ver con ellos'. `En realidad', continúa Cardillac `en realidad, Olivier, para ti es un verdadero honor trabajar conmigo, con el orfebre más afamado de su época., apreciado en todas partes por su franqueza y por su integridad, a tal punto que cualquier calumnia contra él repercutiría duramente sobre el calumniador. En lo que respecta a Madelon, debo confesarte que sólo a ella deberás agradecer mi tolerancia. Te ama con una intensidad de la que no la creía capaz. Apenas te fuiste cayó a mis pies, me abrazó las rodillas y me confesó entre lágrimas que sin ti no podría vivir. Yo pensé que ésas eran imaginaciones de ella, co= mo suele suceder con los jóvenes enamorados, que dan la vida por la primera mirada amable con que se cruzan. Pero, en realidad, mi Madelon se puso débil, se enfermó, y cada vez que intentaba disuadirla de toda esa tonta cuestión, gritaba cien veces tu nombre. ¿Qué otra cosa podía .hacer, si no quería que

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se desesperara? Ayer le dije que aceptaba todo y que hoy vendría a buscarte. _ Durante esta noche floreció como una rosa, y: ahora te espera impaciente, colmada de todo su amor'. Que el Señor en el cielo me perdone, pero ni yo mismo sé cómo sucedió: de pronto me vi en casa de Cardillac, y Madelon exclamaba: `Olivier, mi Olivier, amor mío', se abalanzaba sobre mí, me abrazaba y me apretaba fuerte contra su corazón. ¡En el colmo del éxtasis, juré por la Virgen y todos los santos que nunca jamás la abandonaría!"

Conmovido por el recuerdo de aquel instante decisivo, Olivier tuvo que hacer una pausa. La señorita de Scudéry, espantada por las atrocidades de un hombre que ella consideraba la virtud y la honradez personificadas, exclamó: "¡Qué horrible! ¡Cardillac pertenecía entonces a la banda asesina que durante tanto tiempo hizo de nuestra ciudad un infierno del crimen!" "¿Qué dice usted, señorita? ¿A la banda? Nunca existió tal banda. Era Cardillac y: nadie más que él. Desplegando una actividad febril y perversa, buscaba por toda la ciudad a su víctima hasta encontrarla. En ello reside la seguridad con que- cometía sus crímenes y la insuperable dificultad para dar con el rastro del asesino. Pero déjeme continuar, y así conocerá los secretos del hombre más atroz y al mismo tiempo más desdichado de todos los hombres. Cualquiera puede imaginar la situación en que yo me encontraba en su casa. El paso ya estaba dado y no podía volverme atrás. A veces sentía que yo mismo me había convertido en el cómplice de Cardillac; sólo por el amor de Madelon olvidaba aquel intenso sufrimiento que me atormentaba, sólo en su compañía. lograba borrar toda huella exterior de aquel dolor inefable. Cuando trabajaba en el taller con el viejo, no podía mirarlo a la. cara y casi ni siquiera dirigirle una palabra a causa del terror que me provocaba la cercanía de aquel hombre espantoso que aparentaba todas las virtudes del padre cariñoso y del ciudadano ejemplar, mientras que la noche cubría con un velo sus crímenes. Madelon, una criatura pura e inocente como un ángel, lo adoraba. Se me destrozaba el corazón al pensar que si alguna vez aquel malvado fuera descubierto y castigado, ella, engañada con toda la infernal astucia de Satanás, sucumbiría a la desesperación más tremenda. Eso bastaba para cerrarme la boca, aunque por ello hubiese tenido que sufrir yo la muerte que se merecía ese asesino. Aparte de todo lo que yo podía inferir a partir de los informes de la Marechaussée, los crímenes de Cardillac, los móviles, el modo de cometerlos seguían siendo un enigma para mí; la explicación de todo no tardó en llegar. Un día, Cardillac, que siempre bromeaba y reía durante el trabajo, cosa que a mí me indignaba profundamente, se mostraba muy serio y ensimismado. De repente apartó con tal ímpetu la joya en la que estaba trabajando, que las piedras y las perlas rodaron por el suelo, entonces se levantó resueltamente y me dijo- `¡ Olivier ! Las cosas no pueden quedar así entre nosotros dos; no soporto más esta situación. A ti el azar te ha puesto entre las manos lo que la sagacidad extrema de Desgrais y sus secuaces no ha podido develar. Tú has descubierto mi actividad nocturna, a la que me empuja mi mala estrella sin que pueda resistirme. Y fue también tu mala estrella la que te hizo seguirme, la que te escondió tras un velo impenetrable, la que hizo tan ligeras tus pisadas que pudiste seguirme sin que te oyera, como un animal pequeñito, de modo que yo, que veo como un lince en la noche más oscura, que a cuadras de distancia oigo el sonido más leve, el zumbido de una mosca, no pude. sin embargo darme cuenta de tu presencia. Fue tu mala estrella, amigo mío, la que te condujo hasta mí. A esta altura no puedo pensar que irás a dela-tarme. Por eso voy a contártelo todo'. `¡Jamás seré tu cómplice, hombre malvado y perverso!' Eso es lo que yo quería gritar, pero el terror que se apoderó de mí al oír las palabras de Cardillac me hizo un nudo en la garganta. En lugar de aquellas palabras sólo pude emitir un sonido ininteligible. Cardillac volvió a sentarse en su banco de trabajo y se secó el sudor de la frente. Profundamente conmovido por el recuerdo del pasado, parecía que le costaba serenarse. Por fin comenzó: `Los sabios hablan mucho de las extrañas impresiones a que pueden estar sometidas las mujeres embarazadas, de la inexplicable influencia de esas impresiones, vívidas e involuntarias, exteriores, en el niño por nacer. De mi madre se contaba

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una historia muy extraña. Cuando estaba en el primer mes de embarazo, asistió con otras señoras a una brillante fiesta de la Corte, que se daba en el Trianon . Recayó entonces su mirada en un caballero vestido a la española, con una cadena de piedras preciosas al cuello, de la que se quedó prendada. Todo su ser era un ávido deseo de aquellas piedras brillantes, que le parecían un bien sobrenatural. Ese mismo caballero había pretendido muchos anos atrás a mi madre, cuando ella todavía no estaba casada, pero había sido rechazado con indignación. Mi madre lo reconoció, pero ahora, a causa del brillo . de aquellos diamantes resplandecientes, le parecía un ser superior y de infinita belleza. El caballero notó las miradas nostálgicas y ardientes de mi madre y creyó que ahora tendría más suerte qué en otro tiempo. Supo acercarse a ella; más aún, apartarla de sus conocidos y llevarla a un lugar solitario. Allí la abrazó apasionadamente. Mi madre se había aferrado a la cadena, pero en ese mismo instante él cayó al suelo y la arrastró también a ella. Tal vez en ese momento sufriera un ataque, lo que importa es que estaba muerto. Vanos fueron los esfuerzos de mi madre por desprenderse de los brazos acalambrados por la muerte. Mirándola con sus ojos vacíos que ya no veían, el muerto la retenía en el suelo. Gritó despavorida pidiendo ayuda, y los paseantes se acercaron apresuradamente y la rescataron de los brazos de aquel siniestro amante. El terror postró a mi madre. Se pensó que moriríamos ambos, pero ella se recuperó y el parto fue más feliz de lo que habría podido esperarse. Pero el horror de aquel momento espantoso había llegado hasta mí. Mi mala estrella se había encendido y había lanzado un destello que despertó en mí una de las pasiones más extrañas y más tremendas. Ya desde mi primera infancia nada me llamaba más la atención que el oro y los diamantes. Se pensó que era una inclinación natural de la infancia. Pero luego se comprobó que. era otra cosa, porque de niño yo robaba oro y piedras preciosas siempre que tenía oportunidad de hacerlo. Distinguía las joyas verdaderas de las imitaciones como el más experto; sólo las primeras me atraían, y el oro falso, como también el acuñado, lo dejaba sin siquiera mirarlo. Esa codicia innata debió someterse ante los castigos más terribles de mi padre. Sólo para poder manipular el oro y las piedras preciosas opté por la profesión de orfebre. Trabajaba con verdadera pasión, y pronto me convertí en el mejor. Comenzó entonces una época en que el impulso innato, durante tanto tiempo reprimido, se desató con violencia y creció poderosamente destruyendo todo lo que lo obstaculizaba. Apenas entregaba yo una joya, caía en un estado de agitación, en un desconsuelo tal, que me robaban el sueño, la salud, las ganas de vivir. De día y de noche tenía ante los ojos, como un fantasma, luciendo mis alhajas, a la persona para la que había trabajado, y una voz me murmuraba al o!do: `¡Son tuyas, son tuyas, tómalas pues!... ¡De qué le sirven a un muerto las alhajas!'

Entonces opté por robarlas. Yo tenía acceso a las casas de las personas más importantes; aprovechaba cualquier ocasión, no había cerrojo que resistiera mi habilidad; y pronto las joyas que yo había hecho estaban nuevamente en mi poder. Pero una vez logrado esto, no bastaba para calmar mi inquietud. Aquella voz monstruosa aún se dejaba oír y se burlaba de mí exclamando: `¡Oh, oh! Tus joyas las lleva un muerto.' Ni yo mismo sé cómo llegué a sentir un odio indescriptible hacia aquellas personas para las que había hecho alguna pieza, Sí, en lo más hondo de mi ser se levantaba contra ellos un instinto asesino que me ha-cía estremecer. Fue por esa época que compré esta casa. Había llegado a un acuerdo con su anterior propietario. Aquí, en este cuarto, estábamos .los dos, contentos por el negocio que habíamos concluido, y nos bebimos una botella de vino. Se había hecho de noche y ya iba a marcharme, cuando el vendedor me dijo: `Espere, maestro René: antes de que se vaya le revelaré un secreto de esta casa'. Entonces abrió aquel armario empotrado en el muro, corrió la pared posterior, penetró en un cuarto pequeño, se inclinó, levantó una trampa y descendimos por una escalera empinada y estrecha. Llegamos a una puertita angosta que él abrió, y salimos al patio abierto. Entonces el viejo, mi vendedor, se acercó al muro; empujó una palanca de hierro que apenas sobresalía y al momento una parte del muro se corrió

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dejando espacio suficiente como para que un hombre pudiera deslizarse cómodamente por la abertura y salir a la calle. Algún día, Olivier, podrás ver ese artificio que seguramente hicieron construir los astutos monjes del convento que funcionaba aquí en otros tiempos para poder salir y entrar sin que nadie se enterara. En realidad, es un panel de madera, sólo que está revocado 'y blanqueado; del lado de afuera, se le ha añadido una estatua, que también es de, madera aunque parece de piedra; todo ello gira sobre goznes ocultos. Oscuras ideas surgieron en mí al ver ese artificio; era como si hubiese sido dispuesto para acciones que todavía no me habían sido reveladas. Justamente en esos días había entregado a un caballero de la corte una pieza valiosa que, bien lo sabía yo, estaba destinada a una bailarina de la ópera. El fantasma de la muerte no me dejaba en paz, el espectro se adhería a mis pasos. ¡Satanás susurraba en mis oídos! Me mudé a la casa. Me revolcaba en el lecho bañado por un sudor de angustia. Como en un sueño veo al hombre que sigilosamente se encamina hacia la casa de la bailarina y le lleva mi joya. Furioso, me levanto, me pongo la capa, desciendo por la escalera secreta y a través del muro salgo a la calle Nicaise. Él se acerca, me arrojo sobre él, grita, pero agarrándolo de atrás con fuerza, le. clavo el puñal en el corazón. ¡La joya es mía! Hecho esto, se apoderó de mi alma una paz y una serenidad que nunca antes había sentido. El fantasma había desaparecido; la voz de Satanás ya no se oía. Entonces supe lo que mi mala estrella quería; debía ceder o sucumbir. ¡Ahora comprendes todo Olivier ! No vayas a creer que porque me veo obligado a hacer eso que es irresistible he olvidado totalmente aquellos sentimientos de compasión, de misericordia que son propios de la naturaleza humana. Bien sabes cuánto me cuesta entregar una joya; sabes que al siquiera trabajo para aquellos cuya muerte no quiero, `y también que si sé que al día siguiente mi espectro exigirá la sangre de mi cliente, me doy por satisfecho golpeándolo de modo que el poseedor de mi joya cae al suelo y ella regresa así a mis manos.'

"Después de contarme todo esto, Cardillac me condujo a su sótano secreto y me permitió echar un vistazo al gabinete de las joyas. Ni el mismo rey tiene tantas y tan valiosas. Al lado de cada pieza había un pequeño cartel donde figuraba para quién había sido realizada, cuándo había sido recuperada por robo, asalto u homicidio.

'El día de tu boda', dijo Cardillac con voz ahogada y solemne, 'ese día, Olivier, vas a jurar solemnemente sobre un crucifijo, que no bien yo haya muerto harás desaparecer todas estas joyas transformándolas en polvo mediante un procedimiento que yo mismo te indicaré en su momento. No quiero que ningún ser humano, y menos Madelon y tú, posea este tesoro adquirido con sangre.'

"Atrapado en ese laberinto de crímenes, destrozado por el amor y la indignación. por la alegría y el espanto, yo era comparable al condenado a quien un ángel celestial llama desde el cielo con una sonrisa, pero al que Satanás retiene con sus garras ardientes, de modo que la amorosa sonrisa del ángel se convierte para él en el más espantoso de los tormentos. Pensé huir, también pensé en suicidarme. ¡ Y Madelon ! Acúseme, acúseme, señorita, de haber sido demasiado débil para vencer una pasión que me ligaba al crimen, pero ¿no estoy acaso ex-piándola ahora con una muerte vergonzosa?

"Un día, Cardillac volvió a casa con una alegría desusada. Acarició a Madelon y a mí me trató con el mayor afecto; durante la comida tomó una botella de buen vino, cosa que reservaba para los días de fiesta, y se puso a cantar; parecía muy contento. Madelon se había retirado, y yo iba a dirigirme al taller. `¡Quédate sentado, muchacho!', exclamó Cardillac. 'No más trabajo por hoy, bebamos otro trago a la salud de la dama más maravillosa y más digna de estima de todo París.' Después de brindar con él, me preguntó: '¿Dime Olivier, qué te parecen estos versos?

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Un amant qui eraint les voleurs

N'est point digne d'amour'.

"Me refirió entonces aquella escena de la que usted había participado en los salones de la Maintenon, y agregó que siempre había sentido por usted un respeto profundo, rnás que por cualquier otro ser humano, y que ni siquiera luciendo la joya más hermosa que él hubiese realizado podría despertar en él a su espectro, a sus ideas asesinas, porque su inmensa virtud hacía empalidecer, inerme, a su mala estrella. 'Escucha, Olivier', me dijo, 'lo qué he decidido: Hace mucho tiempo debí hacer una gargantilla y un par de brazaletes para Enriqueta de In-glaterra zl, y se me encomendó que yo mismo eligiera las piedras. Las joyas son las más perfectas que he realizado, pero se me destrozaba el corazón al pensar en que tendría que desprenderme de aquellas alhajas, que se habían convertido en el tesoro de mi corazón. Estás enterado sin duda de la muerte desgraciada de la princesa, que fue asesinada. Retuve así las joyas, y quiero ahora enviárselas como señal de mi respeto y de mi agradecimiento a la señorita de Scudéry, en nombre de la perseguida banda. Además de que con ello la señorita recibirá una expresiva prueba de su triunfo, me burlo al mismo tiempo de Desgrais y de sus amigos, que bien se lo merecen. Tú le llevarás las joyas.' Apenas había mencionado Cardillac su nombre, señorita, fue como si se hubiese descorrido un negro velo y hubiese vuelto a aparecer la hermosa imagen luminosa de aquella primera infancia feliz, son sus matices brillantes y variados. Un maravilloso consuelo envolvía mi alma, y brillaba un rayo de esperanza ante el cual desaparecían todos los espectros tenebrosos. Cardillac percibió la impresión que hicieron en mí sus palabras, y las interpretó a su modo. `Parece que mi idea te agrada', dijo. `Puedo confesarte que una voz interior muy honda es la que me ordena hacerlo, muy distinta. de' aquélla que como un ave de rapiña cebada me exige víctimas sangrantes. A veces siento algo extraño, una angustia interior se apodera de mí, el miedo de algo terrible cuyos estremecimientos se introducen en el tiempo desde un más allá lejano. Siento entonces como si lo que la mala estrella ha emprendido a través de mi persona, pudiera ser atribuido a mi alma inmortal que sin embargo no participa de ello. Con ese sentimiento había decidido realizar una corona de diamantes para la Virgen de la iglesia de San Eustaquio. Pero aquel miedo incomprensible se apoderaba de mí violentamente cada vez que quería empezar a trabajar en ella, hasta que finalmente abandoné la idea. Al enviar a Mademoiselle de Scudéry la joya más hermosa que he realizado, es como si hiciera una ofrenda y elevara una plegaria, humildemente, a la virtud y a la inocencia.' Con

un conocimiento minucioso de sus costumbres, Cardillac me indicó cómo y cuándo tenía yo que entregar las alhajar que colocó dentro de un cofrecito. Yo me sentía al borde del éxtasis, porque el cielo mismo me indicaba por intermedio de Cardillac, del criminal, un camino para . salvarme del infierno en el que me consumía como un pecador repudiado. Eso era lo que yo pensaba. Pensaba llegar hasta usted de una manera completamente distinta de la dispuesta por Cardillac. Como el hijo de Anne Brusson, como ,u protegido quería arrojarme a sus pies y revelarle todo, absolutamente todo. Usted habría guardado el secreto, conmovida al comprender el indescriptible dolor que hubiese significado para la pobre e inocente Madelon la revelación de aquel horrible misterio; pero su espíritu agudo y elevado habría hallado sin duda medios seguros para reprimir la perversa maldad de Cardillac, sin que se hiciera pública. No me pregunte cuáles habrían debido ser . esos medios; no lo sé, pero estaba totalmente convencido de que usted salvaría a Madelon, y también me salvaría a mí. Tan seguro estaba de .eso como del auxilio consolador de la sagrada Virgen. Usted sabe bien, señorita, que mi intención fracasó aquella noche. No perdí las esperanzas de poder lograrlo

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otra vez. Pero sucedió entonces que de pronto Cardillac perdió toda alegría. Andaba por ahí sombrío, con la mirada fija, mascullaba palabras incomprensibles, movía las manos como si estuviera resistiéndose a fuerzas adversas, y su espíritu parecía atormentado por malos pensamiento. Así pasó toda una mañana; finalmente se- sentó a trabajar, pero volvió a levantarse sin ánimo; miró por la ventana, y dijo serio y sombrío: `¡-Cómo quisiera que Enriqueta de Inglaterra hubiera lucido mis joyas!' Esas palabras me llenaron de espanto. Supe entonces que su espíritu enajenado había sido nuevamente capturado por el siniestro. fantasma de la muerte; que la voz de Satanás había resonado otra vez en sus oídos. Vi amenazada su vida por el perverso demonio asesino. Pero si Cardillac recuperaba las joyas, usted estaría a salvo. Con cada minuto que pasaba era mayor el peligro... Fue entonces cuando llegué hasta usted en el Pont-Neuf, me abrí paso hasta su carruaje y le arrojé aquella nota en la que le suplicaba que llevara enseguida las alhajas a Cardillac. Mi temor se convirtió en desesperación cuando al día siguiente Cardillac no habló de otra cosa más que de las valiosas joyas que la noche anterior se le habían aparecido ante los ojos. Para mí, no podían ser sino las joyas que yo había dejado en su casa y estaba seguro de que planeaba un asesinato para esa misma noche. Tenía que salvarla, no me importaba si para ello Cardillac tuviera que morir. No bien él se encerró en su cuarto después de las oraciones que acostumbraba rezar en la noche; salí al patio por la ventana, me deslicé por la abertura del muro y permanecí entre las sombras. Al poco rato salió Cardillac y se dirigió sigilosamente hacia la calle de Saint Honoré; el corazón me temblaba. De pronto Cardillac desapareció. Decidí detenerme ante la puerta de esta casa. Entonces, cantando y silbando como aquella vez en que el azar me hizo testigo del asesinato cometido por Cardillac, apareció un oficial que pasó a mi lado sin verme. En ese mismo instante; una figura negra se abalanza con un salto y cae sobre el oficial. Es Cardillac. Decido evitar este nuevo asesinato, grito, y en dos o tres pasos estoy en el lugar. No es el oficial sino Cardillac quien cae herido de muerte. El oficial deja caer el puñal, desenvaina la espada y se dispone a enfrentarme, creyendo que soy el ,cómplice del asesino. Pero al comprobar que sin preocuparme por él me inclino sobre el cadáver, se escapa rápidamente. Cardillac aún vivía. Después de guardarme el puñal que el oficial había dejado caer, cargué a Cardillac sobre mis hombros y conseguí con bastante esfuerzo llevarlo hasta la casa y meterlo en el taller pasando por la entrada secreta. El resto ya lo conoce usted. Ya ve, mi querida. señorita, que mi único delito consiste tan solo en no haber delatado al padre de Madelon ante el tribunal para poner fin de esa manera a sus crímenes. Ninguna tortura podrá arrancarme el secreto de los asesinatos de Cardillac. No quiero que contra la voluntad de Dios, que ocultó a la hija virtuosa los horrendos crímenes de su padre, caiga ahora sobre ella toda la miseria del pasado con su peso mortal; que la venganza de este mundo desentierre el cadáver, que deje el verdugo su infame señal en los miembros del muerto. ¡ No! La amada de mi corazón ha de llorarme como a la víctima inocente y el tiempo calmará su dolor. Pero insuperable sería su desesperación si llegara a conocer los crímenes atroces de su adorable padre."

Olivier hizo silencio; pero entonces, repentinamente, brotó de sus ojos un caudal de lágrimas. "¡Usted sabe que soy inocente!", le dijo a la señorita arrojándose a sus pies. "Estoy seguro, lo sabe. Tenga compasión de mí. Dígame, ¿cómo está Madelon" La señorita llamó entonces a Martiniére, y después de un momento Madelon se arrojaba en brazos de Olivier. "¡Entonces todo está solucionado! Estás aquí. Yo lo sabía; sabía que la noble señora te salvaría!" Así gritaba Madelon una y otra vez y Olivier olvidó su destino, todo lo que lo amenazaba y se sintió libre y feliz. Con conmovedores acentos se quejaban de todo lo que había sufrido uno por el otro, y volvían a abrazarse, y la felicidad de haberse vuelto a encontrar los hacía llorar.

Si la señorita de Scudéry no hubiese estado ya convencida de la inocencia de Olivier, se habría convencido entonces, -al ver cómo en la felicidad de su amor intenso ambos olvidaban

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el mundo y su miseria. "¡No!", exclamó. "Sólo un corazón puro puede olvidar de ese modo todas las cosas."

Las claras luces del amanecer entraban por la ventana. Desgrais llamó suavemente a la puerta de la sala y recordó que ya era hora de llevarse a Olivier Brusson,

porque más tarde sería imposible hacerlo sin alertar a ¡os curiosos. Así, pues, los amantes debieron separarse. Los oscuros presentimientos que acosaron el alma de la señorita de Scudéry desde la primera incursión de Olivier en su casa habían cobrado vida de manera atroz. Veía al hijo de su adorada Anne tan gravemente enredado que apenas poda pensar en la posibilidad de salvarlo de una muerte degradante. Respetaba el sentimiento heroico del muchacho, que prefería. morir como culpable antes que revelar un secreto que causaría un dolor mortal a Madelon. No encontraba en todo el dominio de lo posible un sólo medio para arrebatarlo dé las manos del espantoso tribunal.

Y sin embargo. albergaba en su corazón el pleno convencimiento de que no debía omitir ningún sacrificio para evitar la tremenda injusticia que iba a cometerse. Se torturaba ideando todo tipo de planes y proyectos que lindaban con lo extravagante y que desechaba con la misma velocidad con que los concebía. El resplandor de la esperanza iba haciéndose cada vez más tenue; a punto de caer en la desesperación, la confianza¡ ncondicional e infantil de Madelon, su manera de hablar sobre su amado Olivier -a quien pronto, libre de toda culpa, abrazaría como esposo-, volvían a despertar. aquella esperanza en lo más hondo de su corazón.

Por fin, para hacer algo, la señorita de Scudéry escribió una larga carta al presidente La Regnie. En ella le decía que Olivier Brusson le había probado del modo más incontrovertible su absoluta inocencia en lo referente a la muerte de Cardillac, y que sólo la valiente determinación de llevarse a la tumba un secreto cuya revelación aniquilaría a la inocencia y la virtud en persona, le impedía efectuar ante el tribunal una declaración que no sólo lo libraría de la espantosa sospecha de haber asesinado a Cardillac, sino también de haber pertenecido a la banda de los impíos asesinos. Había apelado a su fervor más ardiente y a su ingeniosa elocuencia para ablandar el duro corazón de La Regnie: Pocas horas después, el presidente le respondió que lo alegraba de todo corazón el hecho de que Olivier Brusson se hubiese justificado absolutamente ante su distinguida y noble protectora. En lo que respecta a la heroica decisión de Olivier de llevarse a la tumba un secreto relacionado con el crimen, él sentía mucho que la Chambre Ardente no pudiera respetar de igual manera esa heroica decisión, y que, por el contrario, procuraría vencerla apelando á los medios más poderosos. Al cabo de tres días pensaba estar en posesión de ese extraño secreto que seguramente permitiría descubrir verdaderas maravillas.

Demasiado bien sabía señorita de Scudéry a qué se refería el terrible La Regnie al hablar de los medios que vencerían el coraje de Brusson. Era pues seguro que iban a torturarlo. Aterrada, se le ocurrió finalmente, sólo para conseguir un aplazamiento, que podría ser útil el consejo de un abogado. Pierre Arnaud d'Andilly era por aquella época el abogado más famoso de todo París. Sus vastos conocimientos y su amplia inteligencia eran tan notables como su honradez y sus condiciones morales. A él se dirigió la señorita de Scudéry, y le contó todo lo que era posible contar sin descubrir el secreto de Brusson. Creía que d'Andilly se interesaría con fervor por aquel inocente, pero sus esperanzas se vieron defraudadas. D'Andilly escuchó atentamente todo el relato, y luego respondió sonriendo con las palabras de Boileau: "Le vrai peut quelquefois n'étre pas vraisemblable". Le. manifestó a la señorita que sobre Brusson recaían las sospechas más definidas, que el proceder de La Regnie no había sido en absoluto inhumano ni apresurado, sino estrictamente legal; que de ningún modo habría podido actuar de otra manera sin evadir sus deberes de juez. El mismo d'Andilly no creía posible salvar a Brusson de la tortura ni con la defensa más hábil. Sólo Brusson podía salvarse efectuando una confesión sincera o un relato minucioso de las

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circunstancias que rodearon la muerte de Cardillac, lo que quizá podría dar pie -pero recién entonces-- a nuevas investigaciones. "¡Entonces me arrojaré a los pies del rey y le suplicaré que tenga compasión!", dijo la señorita de Scudéry, sin poder dominarse, con la voz ahogada por las lágrimas. "No haga eso", le replicó d'Andilly, "¡no lo haga, por amor de Dios! Guarde hasta el final ese recurso extremo, porque si falla una vez no podría volver a utilizarlo. El rey jamás indultaría a un delincuente de. ese tipo, porque recibiría los más amargos reproches del pueblo damnificado. Es posible que Brusson consiga anular las sospechas que pesan contra él, ya sea revelando su secreto o de alguna otra forma. Entonces habrá llegado el momento de suplicar la gracia del rey, que no preguntará qué es lo que el tribunal ha probado, sino que se guiará por su propia convicción interior."

La señorita de Scudéry tuvo que asentir y aceptar el consejo del experto abogado. Esa noche, mientras estaba en su cuarto sumida en profundas reflexiones, preocupada respecto de lo que podría hacer para salvar al desgraciado Brusson, entró Martiniére anunciándole que el Conde de Miossens, coronel de la Guardia del Rey, deseaba hablar urgentemente con ella.

"Discúlpeme, señorita", dijo Miossens, inclinándose con un saludo militar. "Disculpe que venga a verla tan tarde, a una hora tan desusada. Nosotros los soldados lo tenemos por costumbre, pero dos palabras bastarán para justificarme: es Olivier Brusson quien me trae hasta usted." La señorita, ansiosa por saber algo nuevo, exclamó: "¿Olivier Brusson? ¿El más desgraciado de todos los hombres?, ¿qué tiene usted que ver con él?` "Bien sabía yo", continuó' Miossens con una sonrisa, "que el nombre de su protegido bastaría para que acep-tara escucharme. Todo el mundo está convencido de la culpabilidad de Brusson. Yo sé que su opinión es otra y que sólo se apoya en las afirmaciones del acusado. Conmigo ocurre lo contrario. Nadie puede estar más seguro que yo de la inocencia de Brusson en el asesinato de Cardillac." "¡Oh! ¡Hable, hable de una vez!", exclamó la señorita Scudéry, y sus ojos brillaban de felicidad. "Yo", dijo Miossens recalcándolo, "yo mismo fui quien apuñaló al viejo orfebre en la calle de Saint Honoré, no lejos de esta casa." "¿Usted? ¡Por todos los santos!% exclamó la señorita. "Y puedo jurarle, mademoiselle, que estoy orgulloso de haberlo hecho. Sepa usted que Cardillac era el perverso, el horrible criminal que por las noches robaba y asesinaba sigilosamente y que durante tanto tiempo burló todas las trampas que se tendían. Ni yo mismo sé cómo fue tomando cuerpo en mi mente una íntima sospecha contra el malvado viejo. Cuando con inquietud visible me trajo las joyas que yo le había encargado, se informó exactamente para quién eran, y consiguió sonsacarle astutamente a mi ayuda de cámara cuándo acostumbraba yo visitar a determinada dama. Hacía ya tiempo que me había dado cuenta de que las desgraciadas víctimas de aquella codicia horrorosa tenían, todas, la misma herida mortal. Estaba convencido de que el asesino tenía una buena práctica del golpe que debía matar instantáneamente a la víctima, y contaba con eso. Si erraba, enton-ces la lucha sería pareja. Esto me permitió valerme de una medida preventiva, tan sencilla que no comprendo cómo no se les ocurrió antes a otros, que de ese modo se habrían salvado de la muerte que los amenazaba. Me puse una ligera corona bajó el chaleco. Cardillac me atacó por atrás. Me agarró con una fuerza monstruosa pero el golpe certero dio contra el hierro. En ese mismo instante conseguí soltarme y le clavé en el pecho el puñal que tenía preparado." "¡Y calló usted!", dijo la señorita. "¿No denunció lo sucedido ante el tribunal?" "Permítame que le haga notar, señorita", continuó Miossens, "que una denuncia de ese tipo, en caso de no llevarme directamente a la ruina, me envolvería, por lo menos, en un proceso sumamente desagradable. ¿Acaso me habría creído La Regnie, que olfatea crímenes por todas partes, si yo hubiese acusado al honorable Cardillac, modelo de toda piedad y virtud, diciendo que él era el asesino que tanto buscaban? ¿Y qué si la espada de la justicia volvía su punta contra mí?" "Imposible"; exclamó la señorita de Scudéry, "su' ascendencia, su posición..." "!Oh!", continuó Miossens. "piense en el Mariscal 'de Luxemburgo, que por la ocurrencia de hacerse decir el horóscopo por Le Sage, cayó bajo la sospecha de ser un

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envenenador y fue a parar a la Bastilla. ¡No, por San Dionisio ! Ni una sola hora de libertad ni la punta de mi oreja le cedo a La Regnie, que colocaría con gusto su cuchillo en la garganta de todos nosotros!" "¡Pero así pone en el patíbulo a Brusson, que es inocente!" "¿Inocente?", replicó Miossens. "¿Llama inocente, señorita, al cómplice de Cardillac? ¿A quien lo secundó en sus- crímenes, y que se ha ganado la muerte mil veces? No. Es justo que muera, y le he revelado la verdad del asunto pensando que sin ponerme a mí en manos de la Chambre Ar-d.ente, podría valerse de mi secreto para salvar a su protegido.

La señorita de Scudéry, con la intensa alegría de ver confirmado de manera tan definitiva su convencimiento respecto de la inocencia de Brusson, no vaciló en descubrirle todo al conde, quien después de todo ya conocía los crímenes de Cardillac, y en pedirle que se dirigiera con ella a ver a d'Andilly, a quien habría que revelarle toda la verdad bajo juramento de que la mantendría en secreto, y que les aconsejaría qué convenía hacer.

Después de escuchar el relato completo y detallado de todo el asunto, d'Andilly volvió a preguntar por las circunstancias más insignificantes. En particular, le preguntó al conde de Miossens si tenía la plena seguridad de que había sido atacado por Cardillac, y si podría reconocer en Olivier Brusson a la persona que se había llevado el cuerpo.."Aparte de ver perfectamente al orfebre a la luz de la luna", respondió Miossens, "he visto en lo de La Regnie el puñal con que Cardillac fue asesinado. Es el mío, y lo reconozco por el cabo labrado. A un paso solamente del muchacho a quien además se le había caído el sombrero, vi claramente todos sus rasgos, y podría reconocerlo sin ninguna duda."

D'Andilly bajó la mirada y permaneció unos momentos en silencio; luego dijo: "Por vía legal, es evidente que Brusson no puede ser librado de manos de la justicia. No quiere acusar a Cardillac por Madelon, y es mejor que no lo haga. Porque aun si se lograra demostrar todo descubriendo la salida secreta y el tesoro robado, igualmente sería condenado como cómplice. Lo mismo sucedería si el Conde de Miossens revelara a los jueces el encuentro con el orfebre tal como sucedió. Lo único que puede intentarse es un aplazamiento. Que el Conde de Miossens se presente a la Conciergerie, pida ver a Olivier Brusson, y lo reconozca como la persona que se llevó el cuerpo de Cardillac. Que vaya a ver inmediatamente a La Regnie, y le diga: `En la calle de Saint Honoré vi que un hombre fue atacado; estaba yo muy cerca del cadáver, cuando se acercó otro hombre, que se inclinó sobre el caído, y al comprobar que todavía vivía, lo cargó sobre los hombros y se lo llevó. Reconocí a ese hombre: es Olivier Brusson', Esa declaración dará motivó a un nuevo interrogatorio y a una confrontación con el Conde de Miossens, suficiente para que se aplace la tortura y se continúe con la investigación. Entonces habrá llegado el momento de dirigirse al rey en persona. Quedará librado a su ingenio, señorita, hacerlo de la mejor manera. Por mi parte, creo que sería conve-niente revelarle todo el asunto al rey. La declaración de Miossens respaldará las afirmaciones de Brusson. Lo mismo podrá suceder si se investiga secretamente la casa de -Cardillac. Pero todo esto no podrá lograrse por ningún fallo judicial, sino sólo por la decisión personal del rey, que expresa su perdón allí donde el juez debe condenar". El Conde de Miossens siguió paso por paso los consejos de d'Andilly, y todo sucedió como éste lo había previsto.

Ahora había llegado el momento de interesar al rey, y éste era el punto más difícil, ya que aquél sentía tal repugnancia contra Brusson, a quien tenía por el espantoso asesino que había desatado el terror y la angustia en todo París durante tanto tiempo, que apenas se le recordaba el tristemente célebre proceso era acometido por la ira más violenta. La marquesa de Maintenon, fiel a su premisa de no hablar jamás al rey de cosas desagradables, se negó a intervenir, y de tal manera la suerte de Brusson quedó exclusivamente en manos de la señorita de Scudéry. Después de largas reflexiones, tomó una decisión y la llevó a cabo de inmediato. Se vistió con un vestido negro de seda, se adornó con las valiosas alhajas de Cardillac y se cubrió con un largo velo negro. Así hizo su entrada en los salones de la marquesa a la hora en que el rey solía estar allí. La noble figura de la anciana dama, con

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aquellos vestidos tan solemnes, era de una majestad que despertaba profundo respeto incluso entre la gente acostumbrada a andar por las antesalas sin prestar atención a nada. Todos se hicieron respetuosamente a un lado, y cuando entró, hasta el mismo rey, admirado, se puso de pie y le salió al encuentro. Brillaron entonces ante sus ojos los bellísimos diamantes de la gargantilla y de los brazaletes y exclamó:

"¡Por todos los cielos, si estas son alhajas de Cardillac!" Y luego, dirigiéndose a la marquesa de Maintenon agregó con una sonrisa delicada: "Mire, señora marquesa, qué bien le queda a nuestra bella novia el luto por su prometido". "¡Ah, mi señor!", lo interrumpió la señorita de Scudéry, como continuando la broma. "¿Cómo podría lucir tanto brillo una novia agobiada por el dolor? No; habría olvidado ya totalmente al orfebre, no me acordaría más de él, si no se me apareciera a veces ante los ojos la horrible imagen de su cuerpo apuñalado, que vi tan de cerca." "¿¡Cómo!?", preguntó el rey. "¿Lo vio usted al pobre?" La señorita de Scudéry relató entonces con pocas palabras las circunstancias en que la casualidad (no quería mencionar todavía la intervención de Brusson) la había llevado hasta la casa de Cardillac justo en el momento en que se había descubierto el crimen. Describió el sufrimiento intenso de Madelon, la profunda impresión que había causado en ella, esa criatura angelical, el modo como la había rescatado de las manos de Desgrais, entre los gritos de júbilo del pueblo. Con interés creciente comenzaron a desfilar entonces las escenas en que aparecían La Regnie, Desgrais, el mismo Brusson. El rey, arrastrado por la fuerza vital que ardía en el relato de la señorita de Scudéry, no se dio cuenta de que se estaba hablando del horrible proceso de Brusson que tanto le repugnaba; no podía pronunciar una sola palabra, sólo de vez en cuando emitía alguna exclamación con que desahogaba la emoción de que era presa. Y en un abrir y cerrar de ojos, antes de que pudiera ordenar todo en su mente y reflexionar al respecto, la señorita de Scudéry estaba a sus pies suplicándole piedad para Olivier Brusson. "¡Pero qué hace usted!", exclamó el rey tomándola de las manos y obligándola a sentarse en un sillón. "¡Me sorprende de manera tan extraña! Es una historia tan insólita. ¿Quién puede garantizar la verdad del fantasioso relato de Brusson?" Entonces le replicó la señorita: "La declaración de Miossens, la investigación en la casa de Cardillac, el convencimiento interior... ¡Ah! el corazón puro de Madelon,- que reconoció la misma pureza en el desdichado Olivier". El rey, que estaba a punto de decir algo, se dio vuelta de pronto al escuchar un ruido que provenía de la puerta. Louvois, que estaba trabajando en el cuarto vecino, miró al rey con expresión. preocupada. Este se levantó y abandonó el cuarto, siguiendo a la Louvois. La señorita de Scudéry y la marquesa de Maintenon consideraron que esa interrupción era peligrosa, por cuanto sorprendido una vez, el rey se cuidaría muy bien de volver a caer en la trampa preparada. Pero al cabo de algunos minutos volvió a entrar, recorrió un par de veces el salón, se detuvo después con las manos en la espalda ante la señorita, y dijo en voz baja, sin mirarla: "Quisiera ver a su Madelon". A lo que ella replicó: "¡ Oh, señor! ¡ Qué alegría inmensa se le concede a la pobre niña! i A su señal vendrá la pequeña y se postrará a sus pies!" Y entonces se dirigió hasta la puerta con pasitos cortos y rápidos, tan rápidos como sus pesados vestidos se lo permitían, y anunció que el rey quería ver a Madelon Cardillac. Cuando se dio vuelta, lloraba de felicidad y emoción. Ella había presentido esa gracia, y por eso había llevado consigo a Madelon que esperaba junto a la doncella de la marquesa llevando en la mano una breve petición que le había redactado d'Andilly. En pocos momentos estaba a los pies del rey, sin poder hablar. El temor, la turbación, un respeto tímido, el amor y el dolor hacían bullir la sangre en sus venas. Sus mejillas ardían, intensamente rojas, sus ojos brillaban con lágrimas de perlas que se deslizaban de vez en cuando desde su sedosas pestañas sobre el pecho de azucenas. El rey parecía turbado por la maravillosa belleza de esa criatura angelical. Levantó suavemente a la muchacha y luego pareció querer besar su mano, que había tomado. Pero la dejó caer nuevamente y miró a la dulce niña con los ojos húmedos de lágrimas. En voz baja le susurró la marquesa a mademoiselle: "¿No es parecidísima a la Valliére esta pequeña? El

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rey se abandona a sus recuerdos más dulces. La partida 'está ganada". Aunque había dicho todo esto en voz muy baja, el rey pareció haber escuchado. Un ligero rubor cubrió su semblante, miró á la marquesa: "Quiero creer, pequeña, que estás convencida de la inocencia de tu amado; pero oigamos lo que tiene que decir al respecto la Chambre Ardente". Un ademán delicado de su mano despidió a la pequeña que se ahogaba en lágrimas. La señorita de Scudéry se dio cuenta, angustiad á, de que el recuerdo de la Valliére, tan ventajoso como le había parecido al principio, había alterado la intención del rey en cuanto la marquesa pronunció su nombre. Podía ser que el rey hubiese sentido que estaba por sacrificar la justicia en aras de la belleza, o quizá le pasó como al soñador, que despertado bruscamente comprende que . no existían las mágicas visiones, que creía reales. Quizá ya no veía ante sí a su Valliére sino a Sor Louise de la Miséricorde -el nombre que había adoptado la Valliére entre las monjas carmelitas- atormentándolo con su devoción y su penitencia. Ya sólo podría esperarse la resolución del rey.

Entretanto, la declaración del Conde de Miossens ante la Chambre Ardente se había hecho pública; y como el pueblo se deja llevar con facilidad de un extremo a otro; aquel a quien primero habían condenado como al asesino más perverso, y al que amenazaban con descuartizar antes de que subiera al cadalso, ahora. era ya compadecido como la víctima inocente de una justicia bárbara. Recién ahora recordaban los vecinos la conducta intachable de Olivier, el inmenso amor que profesaba por Madelon, la fidelidad y la devoción que había demostrado en todo momento al viejo orfebre. -A menudo aparecían manifestaciones ante el palacio de La Regnie y gritaban: "Danos a Olivier Brusson, es inocente!" y hasta llegaban a arrojar piedras contra las ventanas, de manera que La Regnie se veía obligado a refugiarse en la Marechaussée para protegerse de la furia del pueblo.

Varios días pasaron sin que la señorita de Scudéry tuviera absolutamente ninguna noticia del proceso contra Olivier Brusson. Desconsolada, se dirigió a ver a la marquesa de Maintenon, quien sin embargo le aseguró que el rey no mencionaba el asunto, y que no creía que fuese aconsejable recordárselo. Preguntó después cómo estaba la pequeña Valliére, y la señorita de Scudéry llegó a la conclusión de que a aquella orgullosa mujer le disgustaba una cuestión que podía llevar al rey, tan sentimental, a un ámbito cuyo encanto ella no podía dominar. De la marquesa, pues, no podía esperarse absolutamente nada.

Con la ayuda de d'Andilly consiguió por fin averiguar que el rey había mantenido una larga conversación en privado con el Conde de Miossens ; que además Bontemps, el ayuda de cámara de máxima confianza del rey, y que era además su comisionado, había estado en la Conciergerie y había hablado con Brusson; que finalmente una noche, el mismo Bontemps había permanecido con varias personas en la casa de Cardillac durante largo tiempo. Claude Patru, que vivía en la planta baja, aseguró que había oído pisadas sobre su cabeza durante toda la noche, y que Olivier había estado allí porque había reconocido claramente su voz., por más que fuera seguro que el rey mismo estaba promoviendo la investigación de las verdaderas circunstancias que habían rodeado aquel crimen, seguía siendo incomprensible la demora en la decisión. La Regnie parecía estar recurriendo a todos los medios a su alcance para retener entre los dientes a la presa que iba a serle arrebatada. Eso oscurecía cualquier esperanza.

Había transcurrido casi un mes cuando la señorita de Scudéry, por medio de la marquesa, se enteró de que el rey deseaba verla esa noche en sus salones. El corazón empezó a latirle con violencia; sabía que había llegado la hora en que iba a decidirse la suerte 'de Brusson y así se lo dijo a la pobre Madelon, que rezaba fervientemente a la Virgen y a todos los santos, para que despertaran en el rey el convencimiento de la inocencia de Olivier.

Y sin embargo, parecía que -el rey había olvidado todo el asunto, porque entretenido como siempre en animada conversación con la marquesa y -con la señorita, no hacía la menor alusión al tema. Por fin apareció Bontemps, se acercó al rey, le dijo algunas palabras en voz

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tan baja que ninguna de las dos damas pudo enterarse de nada. La señorita de Scudéry temblaba interiormente. El rey se puso entonces de pie, se dirigió a ella y le dijo con un brillo especial en los ojos: "¡Felicitaciones, señorita! ¡Su protegido Olivier Brusson está en libertad!" La señorita de Scudéry, sin poder contener las lágrimas, incapaz de pronunciar una sola palabra, quería arrojarse a los pies del rey.. Pero éste se lo impidió diciendo: "¡Vaya, vaya, señorita! Usted debería ser abogado del Parlamento y defender todas mis causas. Porque, ¡por San Dionisio!, nadie en toda la tierra podría resistirse a su elocuencia. Pero además" continuó diciendo en todo más serio, "aquel a quien la virtud en persona toma bajo su protección, ¿puede acaso no estar seguro ante cualquier acusación, ante la Chambre Ardente y todos los tribunales del mundo?" La señorita de Scudéry encontró entonces palabras para expresar su agradecimiento más ferviente. El rey la interrumpió, diciéndole que en su casa la esperaría a ella misma un agradecimiento mucho más ardiente que el que él pudiera merecer de ella, porque posiblemente en ese mismo momento ya estaría Olivier abrazando a su Madelon. "Bontemps", concluyó el rey, "le entregará mil luises que usted dará en mi nombre a la pequeña como dote. Que se case con su Brusson, que no merece tanta felicidad; pero que luego ambos se vayan de París. Esa es mi voluntad." Martiniére salió rápidamente al encuentro de la señorita, y detrás iba Baptiste, ambos con la mirada resplan-deciente de alegría y gritando jubilosos: "¡Está aquí, está libre! ¡Qué pareja adorable!" Ambos se postraron felices a los pies de la señorita de Scudéry. "¡Yo sabía que usted, sólo usted salvaría a mi Olivier !", exclamó Madelon. "¡La fe en usted, como en una madre, reposaba firme en mi alma!", dijo Olivier, y ambos le besaban á la digna dama las manos y vertían mil lágrimas de felicidad. Y luego volvían a abrazarse y decían que la felicidad de ese momento compensaba todo el sufrimiento indescriptible de los días anteriores, y juraban que no se separarían hasta la muerte.

A los pocos días se celebró la boda con la bendición del sacerdote. Aunque no hubiese sido ésa la voluntad del rey, Brusson no habría podido permanecer en París, donde todo la recordaba aquella época espantosa de los crímenes de Cardillac, donde cualquier circunstancia podía descubrir el pavoroso secreto que ya varias personas conocían, y destruir así para siempre su vida dichosa. Luego de la boda se marchó con su joven esposa a Ginebra, acompañado de las bendiciones de la señorita de Scudéry. Con la rica dote de Madelon, dueño de una habilidad extraordinaria para su trabajo y de todas las virtudes de un buen ciudadano, su vida transcurrió allí sin problemas. Vio cumplidas aquellas esperanzas que habían defraudado a su padre y lo habían llevado a la tumba.

Un año. había pasado desde la partida de Brusson, cuando apareció una proclama firmada por Harloy de Chauvalon, Arzobispo de París, y por el abogado del Parlamento, Pierre Arnaud d'Andilly, donde se explicaba que un pecador arrepentido había entregado bajo secreto de confesión un valioso tesoro de joyas y piedras preciosas robadas. Se invitaba a todo aquel a quien hasta fines del año 1680 le hubiese sido robada alguna joya (y que hubiese sido atacado en plena calle) a que se presentara en el despacho de d'Andilly, donde recuperaría su alhaja en caso de que la descripción previa de la pieza robada coincidiera exactamente con alguna de las joyas recuperadas y no hubiese duda alguna acerca de la autenticidad de reclamo. Muchos de aquellos que figuraban en la lista de Cardillac no como asesinados, sino sólo desmayados por un golpe, fueron presentándose ante el abogado del Parlamento y recuperaron así, con no poca sorpresa, las joyas que les habían robado. El resto fue donado al tesoro de la iglesia de San Eustaquio.

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