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E l l obo es t epa r i o
Hermann Hesse
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novelas; en la vida, lo considera una locura. Y en efecto, si el mundo tiene razón, si estamúsica de los cafés, estas diversiones en masa, estos hombres americanos contentoscon tan poco tienen razón, entonces soy yo el que no la tiene, entonces es verdad queestoy loco, entonces soy efectivamente el lobo estepario que tantas veces me hellamado, la bestia descarriada en un mundo que le es extraño e incomprensible, que yano encuentra ni su hogar, ni su ambiente, ni su alimento.
Con estas ideas habituales seguí andando por la calle humedecida, atravesando unode los más tranquilos y viejos barrios de la ciudad. De pronto vi en la oscuridad, al otrolado de la calle, enfrente de mí, una vieja tapia parda de piedras, que siempre megustaba mirar; allí estaba siempre, tan vieja y tan despreocupada, entre una iglesiapequeña y un antiguo hospital; de día me gustaba poner los ojos con frecuencia en sutosca superficie. Había pocas superficies tan calladas, tan buenas y tranquilas en elinterior de la ciudad, donde, por otra parte, en cada medio metro cuadrado le gritaba auno a la cara su anuncio una tienda, un abogado, un inventor, un médico, un barbero oun callista. También ahora volví a ver a la vieja tapia gozando tranquila de su paz, y, sinembargo, algo había cambiado en ella; vi una pequeña y linda puerta en medio de la
tapia con un arco ojival y me desconcerté, pues no sabía ya en realidad si esta puertahabía estado siempre allí, o la habían puesto recientemente. Vieja parecía, sin duda,viejísima; probablemente la pequeña entrada cerrada, con su puerta oscura de madera,había servido de paso hace ya siglos a un soñoliento patio conventual, y todavía hoyservía para lo mismo, aun cuando el convento ya no existiera; y probablemente habíavisto yo cien veces la puerta, sólo que no me había dado cuenta de ella, quizás estabarecién pintada y por eso me llamaba la atención. Sea como fuere, me quedé paradomirando atentamente hacia aquella acera, sin atravesar, sin embargo; la calle por elcentro tenía el piso tan blando y mojado... Me quedé en la otra acera, mirandosimplemente hacia aquel lado, era ya de noche, y me pareció que en torno de la puertahabía una guirnalda o alguna cosa de colores. Y entonces, al esforzarme por ver con másprecisión, distinguí sobre el hueco de la puerta un escudo luminoso, en el que me
parecía que había algo escrito. Apliqué con afán los ojos y por fin atravesé la calle, apesar del lodo y el barro. Entones vi sobre la puerta, en el verde pardusco y viejo de latapia, un espacio tenuemente iluminado, por el que corrían y desaparecían rápidamenteletras movibles de colores, volvían a aparecer y se esfumaban. También han profanado,pensé, esta vieja y buena tapia para un anuncio luminoso. Entretanto, descifré algunasde las palabras fugitivas, eran difíciles de leer y había que adivinarías en parte, las letrasaparecían con intervalos desiguales, pálidas y borrosas, y desaparecían inmediatamente.El hombre que quería hacer su negocio con esto, no era hábil, era un lobo estepario, unpobre diablo. ¿Por qué ponía en juego sus letras aquí, sobre esta tapia, en la calleja mástenebrosa de la ciudad vieja, a esta hora, cuando nadie pasa por aquí, y por qué erantan fugitivas y ligeras las letras, tan caprichosas y tan ilegibles? Pero... ya lo logré:conseguí atrapar varias palabras, unas detrás de otras, que decían:
Teatro mágico.Entrada no para cualquiera.
No para cualquiera.
Intenté abrir la puerta, el viejo y pesado picaporte no cedía a ningún esfuerzo. El juego de las letras había terminado, cesó de pronto, tristemente, como consciente de suinutilidad. Retrocedí algunos pasos, me metí en el fango hasta los tobillos, ya noaparecían más letras. El juego se había extinguido. Permanecí mucho rato de pie en ellodo y esperé; en vano.
Luego, cuando ya hube renunciado y estaba otra vez sobre la acera, cayeron pordelante de mí un par de letras luminosas de colores sobre el espejo del asfalto.
Leí:
¡Sólo... para... lo... cos!