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Boletín del Grupo de Trabajo Izquierdas: praxis y transformación social #4 PARTICIPAN EN ESTE NÚMERO Pablo A. Pozzi Mariana Mastrángelo Joaquina De Donato Lozano Alejandra Pisani Ana Jemio Kimberly Seguel Villagrán Izquierda: teoría y praxis Agosto 2021 Sentido común: diálogos y reflexiones sobre un campo en disputa

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Boletín del Grupo de Trabajo

Izquierdas: praxis y transformación social

#4

P A R T I C I P A N E N E S T E N Ú M E R O

Pablo A. PozziMariana Mastrángelo Joaquina De Donato LozanoAlejandra PisaniAna JemioKimberly Seguel Villagrán

Izquierda: teoría y praxis

Agosto 2021

Sentido común: diálogos y reflexiones sobre un campo en disputa

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Colección Boletines de Grupos de Trabajo

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Izquierda : teoría y praxis. Sentido común : diálogos y reflexiones sobre un campo en disputa / Pozzi, Pablo A. ... [et al.] ; Coordinación general de Viviana Bravo Vargas ; Mariana Mastrángelo. - 1a ed - Ciudad Autónoma de Buenos Aires CLACSO, 2021. Libro digital, PDF Archivo Digital: descarga y online ISBN 978-987-722-988-2 1. Neoliberalismo. I. Pozzi, Pablo A., II. Bravo Vargas, Viviana, coord. III. Mastrán-gelo, Mariana, coord. CDD 320.5

Coordinadoras:

Viviana Bravo VargasDepartamento de Investigación y Postgrados Universidad Academia de Humanismo Cristiano Chile [email protected]

Mariana MastrángeloFundación de Investigaciones Sociales y Políticas Argentina [email protected]

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Contenido

5 Prefacio

Joaquina De Donato, Kimberly Seguel Villagrán y Alejandra Pisani

9 Los sueños de la razón y los usos de sentido común

Pablo Pozzi

20 ¿Cambió el sentido común cordobés?

Mariana Mastrángelo

27 Por qué estudiar el sentido común

Joaquina De Donato Lozano

37 Sentido común, neoliberalismo y lucha de clases

Alejandra Pisani

48 El terror como estrategia de transformación del sentido común

Ana Jemio

58 Por la construcción de un nuevo sentido común feminista

Kimberly Seguel Villagrán

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Izquierda: teoría y praxis Número 4 • Agosto 2021

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Prefacio

En esta oportunidad presentamos el Boletín Nº 4 del Grupo de Traba-jo CLACSO Izquierdas: praxis y transformación social: sentido común: diálogos y reflexiones sobre un campo en disputa. El boletín surgió como resultado de una serie de intercambios ocurridos durante los encuentros virtuales del Grupo de Trabajo en torno a los debates ac-tuales sobre la vigencia del proyecto político de las izquierdas y, en particular, acerca de la pregnancia que han adquirido en los últimos años posiciones que postulan la inviabilidad de los proyectos revo-lucionarios argumentando, además, que la globalización económica torna imposible cualquier régimen social que se sitúe por fuera del mercado mundializado y la interdependencia de las actividades pro-ductivas, políticas y culturales capitalistas.

A partir de allí comenzaron a surgir interrogantes en torno a las condi-ciones históricas que han posibilitado la difusión de estas perspectivas y los problemas que ellas representan para las izquierdas, lo cual, a su vez, nos llevó a problematizar el sentido común y a revisitar las concep-tualizaciones desarrolladas por Antonio Gramsci y Raymond Williams, no porque hubieran sido las únicas posibles sino porque abordaban perspectivas que abrían una serie de interrogantes acerca del tema que nos interesaba y brindaban herramientas para pensar nuestro pre-sente. Lo que nos interesaba de estos planteos era la centralidad que el sentido común adquiría en relación a la construcción de una praxis política transformadora. Gracias a ello surgieron preguntas acerca de las posibilidades actuales del arco político de la izquierda para realizar esta operación, y sobre la modulación del sentido común como blanco estratégico del neoliberalismo.

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6 Prefacio JoAquinA De DonAto, KiMberLy SegueL ViLLAgrán y ALeJAnDrA PiSAni

Los artículos reunidos en este boletín recogen esas inquietudes de di-versas maneras, no como conclusiones que dan respuestas acabadas a las preguntas formuladas, sino más bien como sugerencias que invi-tan a la reflexión crítica sobre el tema que nos convoca. El eje que los atraviesa es la pregunta acerca de cómo problematizar, con fines de investigación, la relación entre cultura y sentido común, y cómo abor-dar los desafíos que representa el sentido común para la construcción de una praxis política orientada a la transformación del orden social. Nuestra esperanza es que las reflexiones aquí plasmadas aporten a la elaboración de diagnósticos que nos permitan diseñar estrategias de lucha contra las formas de dominación actuales.

El número comienza con los aportes de Pablo Pozzi quien, a partir de un recorrido crítico por las obras de Karl Marx, Antonio Gramsci, Georg Luckacs y Edward Palmer Thompson, reflexiona en torno a los nexos entre la experiencia concreta de los trabajadores y una consciencia de posible cambio social, y cómo esto se traduce en prácticas políticas y sociales específicas. Sin descuidar las condiciones materiales, Pozzi hace foco en las relaciones subjetivas que constituyen a las clases so-ciales y advierte sobre el rol central de la cultura mediando históri-camente entre la realidad concreta de los sujetos y la forma en que la experiencia es vivenciada y comprendida. La práctica social de la clase, así, anclada en experiencias comunes, conforma “estructuras de sen-timiento” expresadas en un sentido común que por momentos puede ser “conservador y tradicionalista” y en otros “generar fuertes conflic-tos con la hegemonía dominante”. A su vez, Pozzi señala que no debe establecerse una relación lineal entre estos conceptos ya que forman parte de procesos en constante formación y resignificación. En línea con esta idea se ubica el sugerente estudio de Mariana Mastrángelo acerca de la convivencia en la provincia de Córdoba, a lo largo del siglo XX, entre una cultura obrera izquierdista y otra cultura reaccionaria. Para Mastrángelo, la base de la cultura de los obreros cordobeses debe hallarse en un sentido común que convive cotidiana y contradictoria-mente “entre estas antípodas” y va “mudando de ropajes” a partir de determinadas experiencias, por lo que la izquierda debe estar atenta a estos vaivenes a fin de mantenerse presente en el escenario político

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y social de los trabajadores. Haciendo foco en esta reflexión tenemos el estudio de caso de Joaquina De Donato para Inglaterra a fines del siglo XVIII. De Donato se pregunta por las causas que hacen a la po-pularidad de determinadas propuestas políticas y sugiere que dicha depende de “subjetividades compartidas” que trascienden la validez de los argumentos. Estas “subjetividades” se encuentran ancladas en la cultura de determinada época y sector social, y se expresan a través de un sentido común que vuelve a las propuestas comprensibles y atra-yentes porque los trabajadores reconocen en ellas “su propia realidad y una vía para transformarla”.

Si los trabajos mencionados analizan el sentido común siguiendo una aproximación “desde abajo”, los ensayos subsiguientes, en cambio, adoptan la perspectiva contraria, preocupándose por la centralidad que las estrategias de gobierno de la lucha de clases neoliberales han mostrado hacia la modulación del sentido común. Alejandra Pisani rastrea los comienzos de esta estrategia al Coloquio Walter Lippmann, ocurrido en 1938, y la caracteriza como una de las dimensiones de la lucha de clases. Según Pisani, el neoliberalismo apunta hacia formas novedosas de modulación del sentido común por medio de la difu-sión de valores “que se postulan como universales” y que apuntan “a la expansión de la lógica del mercado a todas las esferas de la vida social”, generalizando la competencia como forma de vínculo entre los individuos. Ana Jemio analiza este proceso durante el Operativo In-dependencia y la dictadura militar ocurrida en Argentina entre 1976 y 1983 e introduce la posibilidad de pensar al terror como parte de una estrategia de dominación dirigida contra determinados modos de vida. La víctima del genocidio, así, no sería sólo el desaparecido o el asesi-nado, sino también el sentido común de los sobrevivientes el cual es forjado para producir sujetos obedientes e identificados con el poder. Con fuertes puntos de contacto con los ensayos anteriores, por último, tenemos el aporte de Kimberly Seguel Villagrán. Seguel se pregunta sobre las posibilidades y vías para subvertir un sentido común que ca-lifica como “patriarcal y neoliberal”. Para la autora, el feminismo debe pensarse como un espacio de resistencia desarrollado por las mujeres para formular “demandas y propuestas emancipadoras” que apuntan

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8 Prefacio JoAquinA De DonAto, KiMberLy SegueL ViLLAgrán y ALeJAnDrA PiSAni

a la construcción de un nuevo sentido común subalterno, libre de las percepciones y prejuicios moldeados por la actual fase de desarrollo del modelo capitalista.

Joaquina De Donato Kimberly Seguel Villagrán

Alejandra Pisani

B I B L I O G R A F Í A C I T A D A

Williams, Raymond (2009) Marxismo y lite-ratura. Buenos Aires, Las cuarenta.

Gramsci, Antonio (1971) El materialis-mo histórico y la filosofía de Benedetto

Crocce. Buenos Aires, Ediciones Nueva Visión.

Thompson, Edward Palmer (1989) Costum-bres en Común. Barcelona, Crítica.

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Los sueños de la razón y los usos de sentido común

Pablo Pozzi*

Hace meses circulaba por las redes sociales una placa que decía: “Todo el mundo teme al comunismo que nunca hemos conocido. Pero nadie le teme al capitalismo que está devastando el planeta entero”. Asimismo, es increíble que aceptemos que la cura al fracaso de la libertad de mercado sea más libertad de mercado. En cierto sentido esto sintetiza el proble-ma para científicos sociales y políticos de izquierda: ¿por qué obreros y trabajadores pobres tienden a votar o apoyar opciones políticas cuya premisa básica es mantenerlos en la pobreza y en la explotación? En las primeras décadas del siglo XX la explicación más común estaba vincula-da a una noción de consciencia de clase que debía más a una visión me-cánica de los procesos sociales que al materialismo dialéctico de Marx. Así, la consciencia era visualizada como un proceso ascendente, hacia una especie de revelación de la verdad, que se verificaba en la comba-tividad y la adhesión a las propuestas socialistas. A la inversa, aquellos

* Profesor plenario de la Facultad de Filosofía y Letras (UBA). Investigador del Instituto de estudios de América Latina (INDEAL). Investigador de los Grupos de Trabajo CLACSO “Historia oral e historia política. Estudiar la izquierda latinoamericana” 2011-2013 y de “Izquierdas, praxis y transformación social” 2019-2022. Coordinador de los Grupos de Trabajo CLACSO “Violencia y Política. Un análisis cultural de las militancias de izquierda de América Latina” 2013-2016 y de “Violencia y Política. Ser de izquierdas en América Latina ayer y hoy” 2016-2019.

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10 Los sueños de la razón y los usos de sentido común PAbLo Pozzi

Francisco de Goya y Lucientes. Grabado en aguafuerte y aguatinta, número 43 de la serie Caprichos, publicado en 1799. En dominio público. Goya_etching.jpg (635×900) (aplotaria.gr)

obreros alemanes que adherían al conservadurismo de Bismark, o más tarde al nazismo, eran atrasados y detentaban una falsa consciencia. Este tipo de análisis simplista continúa hasta nuestros días cuando diversos estudiosos tratan de explicar el fenómeno trumpista por la ignorancia,

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el racismo y el embrutecimiento de los trabajadores blancos norteame-ricanos. Ni hablar que hace imposible explicar por qué un obrero ayer conservador, hoy se hace socialista y mañana regresa a ser conservador o quietista.

Lo anterior es notable si lo ubicamos en un contexto histórico. El auge del socialismo alemán en el siglo XIX, la Revolución Rusa, la mexicana y la china ocurrieron en sociedades con altos niveles de analfabetismo entre los trabajadores. Hacia 1940 el socialismo detentaba 538 muni-cipalidades en Estados Unidos, en las mismas zonas donde hoy en día es fuerte Donald Trump. Es dudoso que los fundadores del izquierdista Partido Laboral-Granjero de Minnesota fueran menos atrasados en 1918 que el día de hoy. Por ende, lo que habría que preguntarse es cuáles son los nexos entre la experiencia concreta (que siempre hubo pobres bajo el capitalismo) y una consciencia de posible cambio social, y cómo estos se traducen en prácticas políticas y sociales específicas.

Gramsci ofreció una pista importante para analizar este problema cuan-do señaló que las masas campesinas del sur de Italia carecían de sus propios intelectuales y dependían solamente de las nociones del senti-do común y el folklore para concebir los problemas cotidianos. El gran marxista italiano mantenía que “el sentido común” era una especie de rompecabezas compuesto de las experiencias de vida, la religión y la moral popular. Al mismo tiempo estaba fuertemente influenciado por la ideología dominante. En esto Gramsci profundizaba los planteos reali-zados en el siglo XIX por Marx y Engels.

Partiendo de la necesidad de que la emancipación social de los trabaja-dores fuera obra de ellos mismos, Marx y Engels postularon que la clase obrera, a través de sus luchas y organización, era capaz de desarrollar plenamente la conciencia de su interés histórico como clase (Marx, 1970: capítulo 1). Esta noción, que plantea una evolución necesaria, tiene con-tradicciones con planteos más dialécticos de estos autores. Si bien sos-tienen que el sujeto es producto de la sociedad en la que se desenvuelve, donde el ser determina la conciencia, se destaca que esto ocurre en un proceso dialéctico en el cual la sociedad es a la vez producto de la acción

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humana, “tanto para engendrar en masa esta conciencia comunista como para llevar adelante la cosa misma, es necesaria la transformación en masa de los hombres, que sólo puede conseguirse mediante un mo-vimiento práctico, mediante una revolución” (Marx y Engels, 1968: 82).

En cierto sentido, el fragmento de entrevista a continuación sintetiza gran parte del problema analítico. Allí se ve que el planteo de Marx esta-ba firmemente anclado en una práctica social de clase, y al mismo tiem-po revela aspectos puntuales en torno a la experiencia, las estructuras de sentimiento y el sentido común clasista.

P: ¿Cómo surgen los activistas?

R: El tema de tomarse un vinito a escondidas, pelar una petaca de gine-bra cuando hace frío, es un tema obligado para charlar. Se van conocien-do. ¿Sabés cómo se conocen? Fulano es un tipo que va al frente. Fulano es un tipo que sabe, dice otro. Fulano es un tipo que es muy capaz en el laburo, y tiene muy buena parla. Fulano sabe lo que vale su trabajo. Pero a su vez lo transmite, y así enseña lo que vale el trabajo de todos. La gente se va conociendo así, va reconociendo determinada gente. Aun-que nadie diga si fue o no dirigente gremial, y la gente no comparta su historia personal o política. Y cuando se dan los problemas (económicos, accidentes) necesariamente o salen o la gente misma los saca a relucir. Che, ¿qué hacemos?, les preguntan. Surgen formas organizativas.

Todo el planteo anterior es eminentemente práctico. Comienza con la valoración puntual (“fulano es un tipo que va al frente”), que revela co-nocimiento y una experiencia en común. Al mismo tiempo expresa una estructura de sentimiento (el ir al frente es algo positivo). Y finaliza con una expresión de sentido común: cuando tenemos problemas recurri-mos a los que van al frente.

Los problemas que se derivan de expresiones como la anterior, han sido un desafío a los analistas del comportamiento de la clase obrera desde principios del siglo XX en adelante. En 1923, en Historia y Conciencia de Clase, Georg Lukács realizó un aporte seminal que contribuyó a alejar la discusión de un mecanicismo idealista. La discusión, que sobrevive has-ta nuestros días, planteaba que la consciencia no podía ser simplemente

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derivada de las circunstancias económicas de los grupos sociales. De ahí reconocía que los obreros a menudo detentaban ideas que apoyaban, o por lo menos eran compatibles, con el sistema capitalista. Eso lo llevó a elaborar un concepto, denominado “consciencia contradictoria”, que explicaría las resistencias que surgen de la contradicción entre expe-riencia y realidad. Su principal aporte sería, entonces, que el desarrollo del capitalismo no produce mecánicamente una consciencia socialista, y por ende es fundamental lo que denominó “la agencia humana”.

Estos elementos de análisis son de sumo interés para aplicarlos al aná-lisis de la clase obrera en general. En sus sugerentes aportes, Georg Lukács planteaba que la conciencia que los hombres pueden tener en cada momento sólo aparece en sus determinaciones esenciales cuando estos pueden conocer concretamente su relación con la sociedad como totalidad, que debe comprenderse partiendo de la situación social e his-tórica. Así, la conciencia de clase implica una práctica colectiva y es una “reacción racional adecuada que, de este modo, debe ser adjudicada a una situación típica determinada en el proceso de producción”. (Lukács, 2000: 48 y Lukács, 1988: 46 a 83). De esta manera, para Lukács, el de-sarrollo de la conciencia debe entenderse como un proceso social, un vínculo práctico y teórico de transformación a través del cual el pro-letariado puede ir adquiriendo conciencia de su ser social. El principal problema del planteo de Lukács es que no explica el nexo entre realidad, conciencia y experiencia.

Tres décadas más tarde, estudiosos de la cultura y de los trabajadores, como Raymond Williams, Edward Thompson y los “marxistas británi-cos” encararon este problema, preocupados fundamentalmente por la escasa incidencia del comunismo stalinista entre los obreros británicos. Así desarrollaron una teoría cultural que apuntaba a explicar esos nexos a través de conceptos como cultura ordinaria, estructuras de sentimien-to, estructuras en solución y tradiciones. Su esfuerzo era por construir una explicación que devolviera movimiento y proceso al análisis del comportamiento de los grupos humanos (no de los individuos).

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Para todos estos estudiosos la categoría fundamental en el tratamiento de la acción humana es la de experiencia. Ésta posibilita que la estruc-tura se transmute en proceso y permite que el sujeto vuelva a ingre-sar a la historia. Así definía Thompson a la experiencia: “las personas se encuentran en una sociedad estructurada en modos determinados, que pueden ser relaciones de producción, experimentan la explotación (o la necesidad de mantener el poder sobre los explotados), identifican puntos de interés antagónico, comienzan a luchar por estas cuestiones y en el proceso de lucha se descubren como clase, y llegan a conocer este descubrimiento como conciencia de clase. La clase y la conciencia son siempre las últimas y no las primeras fases del proceso real histórico” (1989: 37 y 38).

En relación con las relaciones subjetivas que constituyen a las clases, Antonio Gramsci rescató la noción de hegemonía, entendida ésta como un proceso de dirección política de un sector social sobre otro. Un ele-mento crítico al éxito de un orden hegemónico es una cantidad de su-posiciones subyacentes, puesto que fomentan un sentido común auto-mático y reflexivo que tiende a inhibir la difusión y la articulación de posibles alternativas al status quo. Esto es exactamente cómo funciona una hegemonía: ubicando las premisas básicas de un orden establecido más allá de aquel punto donde podemos siquiera comenzar a cuestio-narlo. Así los seres humanos son llevados a suponer que la situación actual es meramente el resultado de un fenómeno natural e inmodifica-ble. Lo importante de los valiosos aportes de Gramsci es que incorpora al estudio de la política la dimensión cultural e ideológica como espa-cio de ejercicio de esa hegemonía, que se construye y recrea en la vida cotidiana.

A lo anterior debemos retornar al concepto de “sentido común” que de-sarrolló Antonio Gramsci. Entendida por Gramsci como “la filosofía de los no filósofos”, la concepción del mundo absorbida acríticamente por los diversos ambientes sociales y culturales en que se desarrolla la indi-vidualidad moral del hombre medio. Para este autor el sentido común es el folklore de la filosofía para los grandes grupos sociales. Cabe des-tacar que algunas concepciones que pertenecen al folklore de las masas

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reflejan espontáneamente aspectos importantes de la vida social, y por ello no debe desestimarse la llamada “conciencia popular” por negativa, más bien debe analizársela de forma tal de poder diferenciar los aspec-tos reaccionarios de los progresistas (Nun, 1989: 69 y 70).

Como bien señaló Kate Crehan: sentido común son “todas aquellas con-clusiones heterogéneas a la que las personas llegan no por medio de una reflexión crítica, sino porque constituyen verdades preexistentes del todo evidentes” (Crehan, 2018: 2). Así serían un “conjunto de certezas asumidas que estructuran los paisajes básicos dentro de los cuales los individuos se socializan y trazan el curso de sus vidas (Crehan, 2018: 61). Crehan aclara que el término es más neutral en italiano que en inglés, y podríamos decir que en español se lo equipara a “sabiduría popular”.

Un buen ejemplo de lo que se quiere decir:

P: ¿Qué sería la gente forra?

R: La gente forra es esa que no tira para los compañeros. Que si vos les decís algo, te salen defendiendo a la empresa, o al dueño, y no a los com-pañeros. Si te pueden clavar un puñal por la espalda, te lo clavan... viste. Eso conmigo no va... conmigo no.

Observemos el razonamiento tautológico: los forros están con la empre-sa y te pueden traicionar por lo cual son forros. Al mismo tiempo, no hay que explicar más, es una certeza y una verdad preexistente. O sea, es una expresión de sentido común en su acepción gramsciana. Pero ese sen-tido común no es individual, sino que se forja en la experiencia (o sea la realidad concreta) de las clases sociales. Así, explica Gramsci, “toda clase social tiene su sentido común” (1985 420). Pero al mismo tiempo “referir-se al sentido común como confirmación de la verdad es una insensatez” (1971: 423). Un buen ejemplo de esto es cuando un obrero entrevistado explicó que el “gerente bajó a la fábrica”. Lo interesante es que el esta-blecimiento tenía un solo piso, o sea el gerente había salido de su oficina al lugar de trabajo. Pero el sentido común del entrevistado ubicaba a los directivos de la empresa en un lugar más alto, o sea superior.

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En realidad, el sentido común es “un agregado caótico de concepcio-nes dispares y en él puede hallarse cualquier cosa”. (1971 422) Al mismo tiempo, y a diferencia de acepciones que utilizan Arendt o Bourdieu, es un concepto asistemático y no racional. En este sentido el concepto es una especie de complemento a la idea de estructura de sentimiento, en el sentido de Williams, que es aceptado como algo natural y que resulta inmediatamente evidente para cualquier persona con inteligencia nor-mal. Lejos de ser una filosofía ingenua, revela “perlas de buen sentido que también reflejan el espíritu creativo del pueblo” (Crehan, 2018: 70). Por ejemplo, cuando otro entrevistado utiliza la expresión “yo no creo en la política, soy peronista”. ¿Qué quiere decir? Primero que es una apa-rente contradicción. Pero al mismo tiempo es una forma de expresar una experiencia concreta: el testimoniante no es alguien que vive de la política, y su sentido común le revela que no son la misma cosa. En el fondo eso cuestiona la hegemonía de los políticos, pero, contradictoria-mente, también reserva el gobierno del estado a estos individuos y no al trabajador peronista. Otro ejemplo, es de los obreros que se llevan cosas del lugar de trabajo (carne en el caso de los obreros de frigoríficos, pu-blicaciones en el de los gráficos, herramientas y materiales en los meta-lúrgicos). Lo que para la patronal es un robo, para los trabajadores es una costumbre y tradición amparados en el sentido común obrero. Al mismo tiempo, esta práctica, sin planteárselo, tiende a cuestionar el concepto de propiedad privada. Esto es lo que subyace el concepto de Thompson por el cual una tradición, o un sentido común, puede ser conservadora pero también revolucionaria.

Si bien todos estos conceptos –experiencia, estructura de sentimiento, hegemonía, sentido común, consciencia—son de compleja aplicación y aprehensión, todos tienen una relación dialéctica y están en perma-nente movimiento. La experiencia no es la realidad, sino es lo que se vivencia en ella y cómo se la comprende. Como señaló E. P. Thompson: “el marinero se puede equivocar de lo que pasa en la Corte de Versalles, pero conoce sus mares [o sea tiene una experiencia concreta]” (1978: 7). Al mismo tiempo, su relación con ese mar toma forma en una perspec-tiva y una relación con el mismo, que tendemos a denominar cultura y

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que se conforma de estructuras de sentimiento. Todo eso se plasma en un sentido común que genera prácticas comunes a los marineros.

Este sentido común puede ser conservador y tradicionalista, pero al mismo tiempo puede generar fuertes conflictos con la hegemonía do-minante, particularmente en la medida que ésta entra en contradicción con las formas y percepciones que ha tomado el sentido común y la cul-tura de un sector social. Como señala Crehan, “la hegemonía no requiere que quienes son gobernados justifiquen su situación de subyugación; basta que la consideren permanente e inalterable a la que resulta inútil oponerse” (Crehan, 2018: 72). Pero la realidad es que el sentido común, en la medida que asistemático, caótico, y no unitario puede entrar en conflicto con los criterios hegemónicos. Al mismo tiempo, su propia asistematicidad le permiten generar una consciencia en una clase social determinada. Esta consciencia no es lineal, sino que se asienta sobre la experiencia, la cultura, y el sentido común de cada grupo social; puede ser o no socialista, así como también puede ser fuerte o débil, o puede ser de determinada forma en un momento y uno distinto en otro. La consciencia, al tener una relación estrecha y dialéctica con la experien-cia, la cultura, y el sentido común, es también algo vivo, contradictorio, en constante flujo y modificación. Así cada clase social hace su historia en base a las inquietudes (y prejuicios) y sus perspectivas (ideología), su experiencia y memoria (también modificada por época y momento). A los componentes de lucha y organización, Marx agregaba en El 18 Bru-mario de Luis Bonaparte el valor de la tradición en la determinación de la conciencia de la clase obrera al explicitar que “los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio sino bajo circuns-tancias con que se encuentran directamente que existen y transmite el pasado” (Marx, 2001: 9).

Lo central es nunca independizar la experiencia del recuerdo, de la me-moria, de la historia. El problema es cómo realizar una articulación dia-léctica entre todos estos que sirva de explicación. Claramente la historia oficial tiene un gran peso, es más, hasta puede ser un peso determinante en cómo construimos la memoria (Thompson, 1978: 7). La memoria y el sentido común se forjan, cambian, se recomponen, se resignifican y casi

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siempre están “en solución” y pocas veces “se sedimentan” en la misma forma en que el marinero, que acepta lo que le dicen sobre Versalles, lo acomoda a lo que él siente que ha vivido (que puede no ser lo que real-mente vivió) y lo plasma a través de las diversas formulaciones de su sentido común.

Al igual que con las otras nociones y categorías, el sentido común tam-bién da forma a la cultura, la ideología y la consciencia. Estas toman forma a través expresiones, conceptos y prejuicios que se encuentran fuertemente anclados en el sentido común de un sector popular histó-rica y culturalmente determinado. Por eso lo que nos parecen nociones racionales, emergen como cuestiones contradictorias, ambiguas y has-ta reñidas con esa racionalidad aparente. Podríamos decir, junto con la gran obra de Francisco Goya, que “el sueño de la razón produce mons-truos”. El pintor quiso expresar que cuando la razón se adormece apare-cen las visiones fantasmagóricas, las alucinaciones con seres monstruo-sos salidos de la oscuridad. Así quería reafirmar la confianza ilustrada en la razón, en la luz, que desterraría la ignorancia, las supersticiones, los errores o sea al sentido común, para así conseguir la felicidad humana.

De ahí que la noción de sentido común, en su concepción gramsciana, nos sirve como nexo y también como elemento central para la compren-sión del comportamiento de los grupos humanos. Reconocer el papel del sentido común en el accionar humano, permitiría dar una respuesta a sectores dominantes, como por ejemplo Trump o Bolsonaro, que se han hecho firmes en esas acepciones, cual monstruos en el cuadro de Goya.

B I B L I O G R A F Í A

Crehan, Kate (2018) El sentido común en Gramsci. Madrid: Ediciones Morata.

Marx, Carlos y Federico Engels (1968) La ideología alemana Montevideo: Ediciones Pueblos Unidos.

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Marx, Carlos (2001) El 18 Brumario de Luis Bonaparte. Buenos Aires: CS Ediciones.

Marx, Karl (1970) The civil war in France. Peking: Foreign Languages Press, Introduc-tion. En español, Las luchas de clases en Francia de 1848 a 1850 (2005). Buenos Aires: Ediciones Luxemburg.

Gramsci, Antonio (1961) El materialismo his-tórico y la filosofía de Benedetto Croce. Bue-nos Aires: Editorial Lautaro.

Gramsci, Antonio (1984), Notas sobre Ma-quiavelo, sobre la política y el estado mo-derno. Buenos Aires: Nueva Visión.

Gramsci, Antonio (SPN 1971) Selections from the Prison Notebooks of Antonio Gramsci. Londres: Lawrence and Wishart.

Gramsci, Antonio (SCW 1985) Selections from Cultural Writings. Londres: Lawrence and Wishart.

Lukács, Georg (2000) A defence of history and class consciousness. Tailism and the dialectic. London: Verso.

Lukács, Georg (1988) History and class consciousness. Studies in Marxist dialectics. Cambridge, Massachusetts: The Mit Press.

Nun, José (1989) “Elementos para una teoría de la democracia: Gramsci y el sentido co-mún” en La rebelión del coro. Estudios sobre la racionalidad política y el sentido común. Buenos Aires: Nueva Visión.

Thompson, Edward Palmer (1989) Tradición, revuelta y conciencia de clase. Estudios so-bre la crisis de la sociedad preindustrial. Es-paña: Editorial Crítica, (Tercera Edición).

Thompson, Edward Palmer (1978) Poverty of Theory. New York: Monthly Review Press. Hay edición en español: Miseria de la teoría (1981). Barcelona: Editorial Crítica.

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20 ¿Cambió el sentido común cordobés? MAriAnA MAStrángeLo

¿Cambió el sentido común cordobés?

Mariana Mastrángelo*

¿Qué es el sentido común? Esta pregunta que recorre la propuesta del Boletín n° 4 titulado “Sentido común: diálogos y reflexiones sobre un campo en disputa” nos invita a reflexionar sobre una categoría que a lo largo del siglo XX estuvo presente en los debates del materialismo his-tórico y que aún hoy nos es útil para pensar la realidad social.

El pensador italiano Antonio Gramsci, en sus Cartas desde la cárcel (2010) y El materialismo histórico y la filosofía de Benedetto Croce (2003) hilvana una serie de conceptos que plantean un plan estratégico (y so-bre todo político) de toma de conciencia de las clases subalternas para la liberación. Para ello comienza su reflexión con la idea de filosofía es-pontánea. Para el autor, este tipo de filosofía se encuentra en el común de la gente y se caracteriza por tener un mismo lenguaje, un mismo sen-tido común y un mismo sistema de creencias y supersticiones (religión y folclore popular). En esta definición de filosofía espontánea estaría

* Universidad Nacional de Chilecito (Undec). Instituto de Estudios de América Latina (INDEAL). Investigadora de los Grupos de Trabajo CLACSO “Historia oral e historia política. Estudiar la izquierda latinoamericana” 2011-2013, “Violencia y Política. Un análisis cultural de las militancias de izquierda de América Latina” 2013-2016 y “Violencia y Política. Ser de izquierdas en América Latina ayer y hoy” 2016-2019. Actual co-coordinadora del Grupo de Trabajo CLACSO “Izquierdas, praxis y transformación social” 2019-2022. Argentina [email protected]

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contenida la base del saber natural y la misma se encuentra presente en la vida cotidiana. Este tipo de saber, opuesto al saber científico, se caracteriza por ser emotivo e irracional, y sería el componente esen-cial del concepto de sentido común. Para Gramsci, éste es un concepto “equívoco, contradictorio, multiforme, que es un producto y un devenir histórico, por lo que no existe una única versión de él” (2003: 10 y 129). En esta caracterización, podemos decir, siguiendo al autor, que el rasgo fundamental del sentido común es el de ser “una concepción disgrega-da, incoherente, conforme a la posición social y cultural de las multi-tudes” (2003: 62). Nazareno Bravo plantea que, en la interpretación de Gramsci, el sentido común –como parte fundamental de la filosofía es-pontánea– se encuentra un saber inmediato, ligado a la resolución de conflictos o necesidades ocurridos en la vida cotidiana y que, por su cer-canía a lo mundano, obstruye la reflexión crítica. Sin embargo, nos dice el autor, Gramsci no utiliza el concepto de sentido común de manera negativa. Por el contrario, le atribuye ventajas positivas respecto de las demás formas de conocimiento. En el sentido común habría una dosis de experimentalismo y de observación directa de la realidad. Cuando esta base empírica se fusiona con la teoría, se logra la acción consciente.

Foto del portal cba24n.com.ar

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Esta posibilidad la encuentra Gramsci en la filosofía de la praxis que supone una relación dialéctica entre filosofía y política, pensamiento y acción. En el programa de la filosofía de la praxis que concibe Gramsci se desarrolla la estrategia que permite la progresiva toma de conciencia de las masas populares, en un proceso de abandono del viejo sentido común para acercarse a un nuevo sentido, basado en el materialismo histórico (2006: 2).1

La pregunta que nos hacemos desde el presente es si estos conceptos de Gramsci nos siguen siendo útiles. Una de las inquietudes que hemos tenido a lo largo de los años es la de develar las características políticas y culturales de los trabajadores de la provincia de Córdoba. Nos llamaba la atención que siendo uno de los baluartes del conservadurismo político y religioso, Córdoba fuera también la combativa y revolucionaria. Pionera en la organización del movimiento obrero, con presencia de partidos de izquierda desde fines del siglo XIX, con hitos históricos como la Refor-ma Universitaria y el Cordobazo, la provincia pareciera que vive en una aparente contradicción. Lo que hemos sostenido en otros trabajos es que una cultura obrera izquierdista subyace a esa cultura reaccionaria (Mastrángelo, 2011). Lo que nos animamos a hipotetizar es que la base de esta cultura se encuentra en un sentido común que convive cotidiana-mente entre estas antípodas.

Quisiéramos ejemplificar esto con dos casos: uno sucedido en la década de 1920 en el interior de la provincia. El 25 de marzo de 1928, el secreta-rio general del Sindicato de Oficios Varios de Cañada Verde (actual Villa Huidobro), el obrero albañil y rural, José Olmedo, fue elegido intendente de esa comuna, al frente de la lista del Block Obrero y Campesino. Esta alianza era motorizada por el Partido Comunista (PC) en el interior de la provincia de Córdoba. De esta manera, esta ciudad del interior cordobés se convirtió en una de las primeras intendencias comunista de Argen-tina y América Latina. El hecho de que un peón rural, semianalfabeto y comunista se convirtiera en el jefe comunal quizás no fue la noticia

1 Estos conceptos podemos relacionarlos a los de “clase en sí” “clase para sí” de Marx y Engels, “experiencia” de E.P. Thompson y “estructuras de sentimiento” de Raymond Williams.

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más relevante de la época (aquí es interesante analizar el sentido común de los pobladores de esta pequeña comunidad al sur de la provincia), sino un acto patrio que pasó a la historia, trascendiendo la frontera local y provincial. El 25 de mayo de ese año, el ejecutivo municipal decidió no izar la bandera nacional. Este hecho produjo gran congoja, primero, por lo que significaba la omisión de una práctica consuetudinaria como la de izar la bandera en una fecha patria. Segundo, porque quienes lo habían cometido profesaban ideas comunistas. Una prueba de esto se puede apreciar en el comunicado emitido por la Jefatura Política del De-partamento General Roca al ministro de Gobierno de Córdoba, Amadeo Sabattini, el 26 de mayo de 1928:

“En la fecha de ayer y con motivo de la efeméride patria ésta jefatura de-bió contemplar el caso siguiente: La Comuna local que pertenece al gru-po comunista de Obreros y Campesinos. Teniendo en cuenta que es de práctica engalanar los edificios públicos con el Pabellón Nacional, causo suma extrañeza e indignación al pueblo de esta Villa el ver que el edificio Municipal no fuera puesta la bandera argentina” (Daniele, 2011: 82).

La réplica del intendente municipal no se hizo esperar:

“El intendente municipal cree necesario esclarecer los fundamentos de su actitud, al no izar la bandera nacional en el Edificio Municipal el día 25 de mayo, declaro: 1) Que su actitud está plenamente justificada como una debida consecuencia con la orientación y principios públicamente enu-merados por el Block Obrero y Campesino, organización política a la que pertenecen las personas que actualmente invisten la autoridad municipal. 2) Que el triunfo del Block Obrero y Campesino en los comicios del 25 de mayo del presente año certifica de una forma evidente que la mayoría de la población le presta su más decidido apoyo y adhesión. 3) Que no existe ninguna disposición constitucional que obligue a izar la bandera nacional. 4) Que esta Intendencia estima como una cuestión fundamental y previa la preocupación por normalizar las finanzas comunales actualmente ago-biadas por la administración anterior” (Daniele, 2011: 84)

Tanto en el comunicado del jefe político, como la respuesta del intendente Olmedo son interesantes para analizar la noción de sentido común. Por

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ejemplo, el planteo del jefe político del Departamento General Roca se basaba en elementos que se vinculan al sentido común, al justificar que era una “práctica” engalanar los edificios públicos los días patrios con la bandera nacional. Esto hace referencia a ese conjunto de creencias y prác-ticas populares que menciona Gramsci. A su vez, la justificación del jefe comunal es más compleja ya que la misma se fundamenta, por un lado, en que el accionar del Block Obrero y Campesino estaba legitimado, primero en la Constitución Nacional y luego en el pueblo de Cañada Verde, que, por medio del voto, le había dado su apoyo y adhesión. Aquí es sugestivo observar que Olmedo apela a elementos legítimos (la constitución), pero, sobre todo, se arraiga en el sentido común de la gente que le brinda su apoyo. Lo cierto es que este acontecimiento del izado de la bandera des-pertó de las más variadas respuestas. La reaccionaria, que provino tanto de las Ligas Patrióticas locales, como de la Unión Popular Católica Argen-tina y la prensa conservadora a nivel nacional, como el diario La Nación y el provincial Los Principios que condenaban los sucesos de Cañada Verde, y pedían al gobierno provincial la intervención del municipio. Por el otro lado, la combativa y revolucionaria, donde el PC tomó este hecho como un hito emblemático del triunfo del comunismo y lo interesante es que lo reelaboró: para la memoria del partido ese 25 de mayo la comuna de Cañada Verde pasó a la historia por izar la bandera roja con la hoz y el martillo. De esta manera, podemos observar, conviven distintas visiones de mundo, que van desde las antípodas que se sitúan a la derecha y a la izquierda, que dan cuenta de un sentido común, o siguiendo a Gramsci, es la manera que tiene la sociedad de resolver sus conflictos o necesidades que suceden en la vida cotidiana y que, por su cercanía a lo mundano, obstruye la reflexión crítica.

El otro ejemplo que queremos analizar refiere también al izamiento de ban-deras, aunque en esta oportunidad, eran rojas. El 22 de julio del año 2021 en la ciudad Capital de Córdoba se viralizaron por medio de las redes sociales una serie de videos que repudiaban la presencia de banderas rojas sobre la avenida circunvalación, frente a FADEA (Fábrica Argentina de Aviones). Entre algunos de los portales que cubrieron el hecho, se encuentra la de cba24n que tituló “Tras su viralización, fueron bajadas las banderas rojas al frente de FADEA”. En la nota periodística podemos leer que:

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“Dos personas identificadas como “Veteranos de Malvinas” defendieron el izamiento de la bandera argentina en el lugar… Las banderas rojas fueron bajadas “a la fuerza” y sin participación de la familia”. “Avance comunista”, “internas en FADEA” y otros tantos comentarios rechazaban la colocación de estas insignias en dos mástiles del lugar. Sin embar-go, nada tenía que ver con lo señalado en fotos y videos virales. Primero fuentes de esa fábrica negaron vinculación con las mismas, que de hecho están fuera del predio, y luego familiares de Sol Anahí Viñolo y Agustín Burgos, que murieron en el choque provocado por Alan Amoedo, recor-daron que se trata de un homenaje a las víctimas. En horas de la tarde de este jueves, se pudo ver que las dos banderas fueron bajadas, sin partici-pación de los familiares de las víctimas” (cba24n.com.ar).

Podemos observar en la crónica la reacción de la sociedad ante este he-cho puntual, como fue la colocación de unas banderas rojas que res-pondían a un homenaje por la muerte trágica de dos personas sobre la circunvalación. Ese memorial respondía a un homenaje que familiares y compañeros de militancia (Sol Viñolo era militante del Partido Obrero) les hicieron a las víctimas. Esas banderas rojas, flameando sobre una de las avenidas más transitadas de la ciudad generaron las más diversas reacciones, en su mayoría negativas. “Avance del comunismo”, “la culpa la tienen los kirchneristas”, fueron las expresiones que se pueden ver en los videos que los transeúntes subieron a las redes sociales. Por ejemplo, en el video que se viralizó se puede ver cómo los “Veteranos de Malvi-nas” “felicitan” a quienes “bajaron las banderas” y celebran el izamiento de la bandera argentina. Uno de los ex veteranos manifestó: “Queremos felicitar a esos ciudadanos que anoche tuvieron la valentía de sacar la bandera con el trapo rojo y el símbolo del Comunismo en mástiles públi-cos donde debe flamear nuestra insignia patria nacional” (cba24n.com.ar). Frente a ese “trapo rojo y el símbolo del Comunismo” se contraponen nuevamente los usos y costumbres patrióticos, por ello es por lo que re-emplazaron las banderas rojas por la bandera nacional.

Es interesante analizar en este caso cómo el sentido común da cuenta de las visiones de mundo contrapuestas que han caracterizado a Córdoba a lo largo del tiempo, entre el conservadurismo y la revolución. Casi cien años después, se repite un hecho similar, que pone en escena las tensiones de

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una sociedad que no logró trascender la forma de resolver los conflictos de la vida cotidiana y llegar a una crítica reflexiva, dar el salto hacía una filosofía de la praxis según Gramsci. Sin embargo, si comprendemos al sentido común como algo dinámico y que va cambiando a lo largo del tiempo, debemos prestar especial atención a este último incidente. El sen-tido común cordobés va mudando sus ropajes, lo que no sabemos es si será más reaccionaria, o combativa, aquí la izquierda debe dar respuestas a estas nuevas coyunturas.

B I B L I O G R A F Í A

Bravo, Nazareno (2006) “Del sentido común a la filosofía de la praxis: Gramsci y la cultura popular”; Universidad del Zulia, Facultad de Humanidades y Educación; Revista de Filo-sofía; 2; 53; 59-75.

Crehan, Kate (2018) El sentido común en Gramsci. La desigualdad y sus narrativas. Madrid: Ediciones Morata.

Daniele, Flavia (2011) Historia de la primera intendencia comunista de la Provincia de Córdoba: el Block Obreros y Campesinos de Villa Huidobro: 1925-1928. Córdoba: Tinta Li-bre Ediciones.

Gramsci, Antonio (2010) Cartas desde la cár-cel. Madrid: Veintisieteletras.

Gramsci, Antonio (2003) El materialismo histórico y la filosofía de Benedetto Croce. Buenos Aires: Nueva Visión.

Hobsbawm, Eric et al (1981) Revolución y democracia en Gramsci. Barcelona: Editorial FONTAMARA (2da. Edición).

Mastrángelo, Mariana (2011) Rojos en la Cór-doba obrera, 1930-1940. Buenos Aires: Imago Mundi.

Thompson, Edward Palmer (1989) Tradición, revuelta y consciencia de clase. Estudios so-bre la crisis de la sociedad preindustrial. Bar-celona: Editorial Crítica (Tercera Edición).

Williams, Raymond (1976, 1983) Keywords. New York: Oxford University Press.

Williams, Raymond (1977) Marxismo y litera-tura. Oxford: Oxford University Press.

Portal digital de cba24n.com.ar (consultado el 22 de julio 2021).

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Por qué estudiar el sentido común

Joaquina De Donato Lozano*

Cuando comencé a estudiar a Thomas Paine como parte de mi tesis doctoral, mi director me recomendó que leyera “Ciudadano Tom Paine” (1943), una de las tantas novelas históricas de Howard Fast; escritor es-tadounidense, muy popular en las décadas de 1940 y 50, y miembro del PC. El libro es básicamente una biografía, narrada desde el punto de vista de Paine, donde se intercalan diálogos imaginarios con pasajes de sus escritos más famosos. Al terminarlo sentí que Fast, gracias a su agu-deza y forma de escribir llevadera y atrapante, había logrado darme una nítida imagen de Paine; de su forma de ser, pensar y comportarse. Sin embargo, había faltado algo: no había sabido explicarme por qué Paine y sus escritos fueron tan populares entre los sectores trabajadores en Es-tados Unidos y Gran Bretaña. Es decir, lo insinúa. En un momento pone en boca de Benjamin Rush las siguientes palabras: “Es un campesino, y por eso nos entiende, porque nosotros somos una Nación de campesi-nos, tenderos y artesanos. Llegó hace apenas un año pero sabe lo que hay en nuestras entrañas. No escribe para ti o para mí, escribe para el hombre tras el arado y en el taller. ¡Y, por Dios! Cómo los halaga, se arrastra dentro de ellos, les hace cosquillas, los seduce, habla su mismo idioma…” (Fast, 1999: 103). Ahí había algo. Paine sabía lo que había en las

* Doctoranda de la carrera de Historia por la Facultad de Filosofía y Letras (UBA). Investigadora del Grupo de Trabajo CLACSO “Izquierdas, praxis y transformación social” 2019-2022.

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“entrañas” de los colonos, escribía para ellos y hablaba su mismo idioma. Pero no me pareció suficiente. ¿Por qué hablaría su mismo idioma si era un inmigrante recién llegado a Filadelfia? ¿Qué había, en sus palabras, que seducía y halagaba tanto?

Considerando que, por buena que fuera una novela, no podría ofrecer ese tipo de respuestas, dejé ir a Fast y concentré mi atención en inves-tigaciones de corte académico y biografías especializadas. Fue una sor-presa advertir, luego de meses de lectura, que la bibliografía abocada a Paine no había llegado mucho más lejos que el novelista. Es decir, todos los autores estaban de acuerdo en que los panfletos de Paine habían sido extraordinariamente populares. Uno de sus biógrafos, Jack Frucht-man Jr., hasta llegó a definir Sentido Común (1776) como el “best-seller del siglo” (1996: 63). Pero seguían sin darme una respuesta de por qué. O para ser justos, no una con la que yo pudiera darme por satisfecha.

Algunos sostenían que los escritos de Paine hicieron al despertar polí-tico de los sectores populares y catapultaron a las trece colonias hacia la independencia ya que, de no haber sido por el apoyo popular, la Re-volución no habría tenido la fuerza suficiente para resistir a la Corona británica. La principal crítica que se le podía hacer a esta postura era que perdía de vista algo que el mismo Paine notó cuando sostuvo: “la causa de América me volvió un autor” (Foner, 1945: 235). Esto es, Paine llegó a Filadelfia a fines de 1774 mientras que la crisis revolucionaria se había desencadenado en 1765. Llegó, además, con 37 años de edad y nunca habiendo publicado nada en Inglaterra. Lo que esto parecería sugerir era que había sido un proceso revolucionario, ya en curso desde hacía nueve años, el que causó su politización y disparó su futuro como escritor, y no al revés.

Teniendo esto en cuenta, otros autores plantearon que las ideas publica-das por Paine estaban en boca de los colonos insurrectos desde antes de su llegada a Filadelfia y por lo tanto, lo novedoso de sus escritos no tuvo que ver con su contenido sino con el lenguaje empleado, el cual, direc-to y claro, había sabido transformar argumentos sofisticados que antes sólo la élite podía comprender en hechos sencillos que todos, inclusive

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aquellos desprovistos de educación, podían asimilar y hacer suyos. El principal problema que encontraba en esta postura era que parecía su-gerir que las ideas de Paine eran, al fin y al cabo, las mismas que aque-llas de la élite y que su único aporte había sido adaptar el formato a fin de volverlo accesible. Bajo ese criterio, no solo cualquier abogado o co-merciante que hubiera optado por escribir “sencillo” a fin de atraerse el apoyo popular lo habría logrado, sino que además se pierde de vista que, durante el proceso revolucionario Norteamericano, los intereses y as-piraciones de las clases trabajadoras no siempre estuvieron en sintonía con aquellos de la élite. Estas últimas ansiaban un “ordenado” traspaso de mando entre clases gobernantes mientras que los trabajadores colo-niales veían en la independencia la oportunidad para adquirir derechos políticos y lograr una distribución económica más equitativa.

Esto me llevó a pensar que el problema del lenguaje de la élite no era sólo la educación que habían recibido como consecuencia de su estatus privilegiado, sino también que sus planteos y formas de expresarse te-nían poco que ver con la realidad y la cultura en que las clases trabajado-ras se hallaban inmersas. Su discurso estaba repleto de palabras abstrac-tas y vacías que no ofrecían soluciones prácticas para los trabajadores y encima ostentaban un status “superior” que causaba desconfianza entre aquellos que dependían del trabajo como medio de subsistencia. El lenguaje de Paine, en contraposición, era la expresión de experien-cias cotidianas similares, y también de valores y nociones comunes. ¿Por qué? Porque él formaba parte de ese mismo sector social tan receptivo a su mensaje. Tanto él como sus lectores compartían una misma subje-tividad, una misma forma de percibir y comprender el mundo que los rodeaba. Si esta hipótesis era válida, entonces Paine no escribía “senci-llo” por las palabras que elegía o las metáforas que empleaba, escribía “sencillo” porque lo hacía desde una subjetividad compartida con la que era fácil relacionarse y porque podía advertirse en ella el uso práctico de sus ideas.

Esto significaba que para explicar la popularidad de la propuesta pai-nita antes debíamos desentrañar esa subjetividad compartida. Se hacía preciso, por tanto, enfocarse en la cultura en la que tanto Paine como

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los trabajadores coloniales se hallaban inmersos, entendiendo “cultu-ra” como “todo un modo de vida”, un conjunto de significados comunes por medio del cual determinado orden social se comunica y reproduce (Williams, 2015: 12). Esa cultura, a su vez, no era algo que existiera en abstracto sino que se corporizaba en un “sentido común” (Pozzi, 2020: 24), o sea, en una forma de conocimiento desarticulada e inefable direc-tamente ligada a la experiencia cotidiana de los sujetos.

El sentido común tiene que ver con un actuar pragmático e inmediato, que apunta a la resolución de conflictos y necesidades del día a día. Se gesta a partir de esa experiencia diaria, se autoconfirma gracias a ella y depende de la rutina y los hábitos para reproducirse. Así, entre ex-periencia y sentido común podría establecerse una relación dialéctica: en tanto los individuos operan sobre la realidad recurriendo constante-mente a su sentido común, este último no solo condiciona la percepción sobre la experiencia vivida sino también el tipo de experiencias que se está dispuesto a tener.

La cultura dota al sentido común de contenido y gracias a ella este toma forma en un comportamiento considerado correcto y natural. Desde el punto de vista de la investigación, esto sugeriría que el sentido común puede darnos pistas de una cultura, y una cultura pistas del sentido co-mún, y si bien es cierto que captar este proceso es más fluido cuando hecho a partir de testimonios orales, quién esté interesado por la cultura de los sectores populares a fin del siglo XVIII debe resignarse a trabajar con documentos escritos y extraer de ellos lo más posible.

Ahora bien, si la cultura que hace a la subjetividad constituye “todo un modo de vida” (Williams, 2017: 213), entonces la subjetividad compartida por Paine y los trabajadores -y por ende su sentido común- no era algo que el primero hubiera forjado a partir de su experiencia en América, sino que la trajo consigo desde Inglaterra. De ahí que podía ser impor-tante tener en cuenta su único escrito con anterioridad a 1774 ya que es uno de los pocos indicios de su pensamiento previo a Sentido Común y previo a la politización que llevó consigo su encuentro con las colo-nias insurrectas. El documento en cuestión fue redactado cuando Paine,

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tras haber abandonado su oficio de corsetero, se encontraba trabajan-do como recolector de impuestos aduaneros en la ciudad de Lewes. En 1772 sus compañeros lo eligieron para presentar una petición ante el Parlamento británico en reclamo por un aumento salarial. Halagado, Paine aceptó y compuso el escrito titulándolo: El caso de los empleados de Aduana. En él compuso un argumento sencillo y contundente: dado que el salario de los recolectores de impuestos no era acorde al costo de vida o a las tareas que debían realizarse, esto los obligaba a incurrir en irregularidades a fin de garantizar su subsistencia. Por ende, tanto por el bienestar del erario como de sus funcionarios era imprescindible que hubiera un incremento en los salarios de los empleados.

El panfleto obtuvo el visto bueno de los compañeros y hasta se recaudó una pequeña suma para enviar a Paine a Londres para abogar por la causa. Infelizmente, los inspectores de impuestos no tomaron ninguna medida para secundar la demanda y la Cámara de los Comunes ignoró la petición. Para mediados de 1773, Paine regresó a Lewes para encontrar que había sido despedido de su puesto.

Independientemente de la derrota, se pueden rescatar varias cosas del panfleto, en cómo Paine construye, hila y justifica su argumento. En él podemos encontrar elementos de subjetividad, indicios del sentido co-mún popular de la época y de pautas culturales. Con esto no estamos queriendo decir que lo que Paine entiende como “la verdad” haya sido así para todos los trabajadores a fines del siglo XVIII -ni siquiera para todos los empleados de aduana- pero sí estamos planteando que en su “verdad” hay elementos de una subjetividad compartida que todos sien-ten como cercana ya que fue construida a partir de una determinada cultura. A su vez, hay que destacar dos cosas: 1) Paine escribió por encar-go, o sea, teniendo en cuenta quienes eran los destinatarios del panfleto y 2) tenemos indicios de la aceptación del resultado en la popularidad que cosechó entre sus compañeros y en la decisión de enviarlo como vocero a Londres.

¿Era Paine consciente de estar apelando a esta subjetividad comparti-da? Sí y no. El sentido común, o lo que Raymond Williams llamó una

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“conciencia práctica”, es algo que el sujeto reconoce más como privado que como social (2009: 175). Es decir que por más que sea una construc-ción colectiva propia de una cultura y un contexto histórico determina-do hasta cierto punto será sentida como individual. Al mismo tiempo uno entiende que esa “visión de mundo” no es única, no sólo porque comparte el mundo con otros sino también porque entiende que hay una correspondencia continua entre mis significados y los significados del otro aunque no siempre sea capaz de explicar por qué (Berger y Luc-kmann, 1997: 41). Es en esta mezcla entre lo deliberado y lo accidental que pretendemos entender El caso de los empleados de Aduana.

Si prestamos atención a los argumentos de los que Paine se vale halla-remos indicios de esta subjetividad compartida. Por ejemplo, él señala que “todos saben que la Aduana es un lugar de trabajo, no de ocio” (Fo-ner, 1945: 14) y que por ello los funcionarios tienen derecho a que se les pague lo suficiente para asegurar una “manutención competente” que garantice su “independencia” (Foner: 1945: 12). Aquí hay elementos dis-tintivos de la cultura plebeya dieciochesca, en particular de la artesana en la cual Paine se crió: el trabajo comprendido como un acto moral y social, en donde quien trabaja no solo está obteniendo los medios para su subsistencia sino también brindando un servicio “útil” a la comuni-dad y colaborando con ello a su bienestar (Schultz, 1990: 87). Gracias a él, el trabajador debía ser capaz de asegurar su “independencia”, es decir, la capacidad de subsistir por cuenta propia sin precisar la asistencia del Estado o la caridad (Nash, Smith & Hoeder, 1983: 426). El panfleto insiste una y otra vez en que la injusticia que sufren los empleados de Aduana tiene que ver con que realizan un trabajo necesario y extenuante, y no reciben por ello ni un salario acorde ni el debido reconocimiento; “Seña-lar la imposibilidad de un recolector de impuestos para mantenerse a sí mismo y a su familia con el debido nivel de crédito y reputación, con se-mejante miseria, es innecesario” (Foner, 1945: 6). A su vez, Paine advierte que el hecho de recibir un salario crea un vínculo de dependencia hacia el puesto, que restringe las oportunidades por asegurar dicha “indepen-dencia” ya que “cada año de experiencia ganado en la posición es un año de experiencia perdido en un oficio; para cuando se han vuelto funcio-narios calificados se han transformado en artesanos torpes” (1945: 7).

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También es sugestivo que en su argumento la honestidad es percibida como resultado de la “independencia”, pues esta es la que pone al hom-bre “por encima de la tentación” y le permite actuar por principios y no por necesidad (Foner, 1945: 8). Sin un salario decente, el recolector cae en la pobreza -por ende en la dependencia- y se vuelve “sordo” a los principios; “ser o no ser se vuelve la única cuestión” (Foner, 1945: 11). En esta última cita es llamativo el juego con el significado de “ser”. Paine lo usa en el sentido de “subsistir” y con ello remarca su idea de que “la ternura de la conciencia continuamente se ve sobrepasada por la forma de la necesidad” (1945: 8).

Luego está la cuestión de una “manutención competente”. “Competen-cia” era una palabra que hacía referencia a dos procesos distintos pero interrelacionados. En primer lugar, ser competente tenía que ver con ser hábil, apto y experimentado a la hora de desempeñarse en un tra-bajo. En segundo lugar, la competencia -el resultado de ser competente, podríamos decir-, simbolizaba el grado de bienestar que era deseable y moralmente legítimo alcanzar (Vickers, 1990: 8). El empleado de aduana sabía ser competente en el primer sentido pero no lograba alcanzar la “competencia” en el segundo: “Cuando consideramos cuán pocos em-pleados alcanzan una cómoda eminencia, y la etapa de la vida en que dicho ascenso puede suceder, en el intento es más probable que sucum-ban a la enfermedad antes que a la buena fortuna…” (Foner, 1945: 7)

Otro tema recurrente en el panfleto es el de las obligaciones recíprocas entre la Corona y sus súbditos. Según Paine, los empleados de Aduana eran importantes para la recaudación del erario y el Parlamento incum-plía su deber al no compensarlos como se merecían, por lo tanto, no podía culparlos por ser “negligentes”, “indiferentes” o “corruptos” (1945: 12). Aquí subyace la noción de una “economía moral” descrita por E.P. Thompson, es decir, un “consenso profundo” sobre la validez de una actividad económica, basado en “una idea tradicional de las funciones económicas propias de los distintos sectores dentro de una comunidad” (1989: 66). Lo legítimo tenía que ver con el mantenimiento del equilibrio en las relaciones entre ricos y pobres mientras que lo ilegítimo se enten-día como resultado de que algunos hubieran trepado en la escala social

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y beneficiado a expensas del resto. Paine lo remarca con toda claridad: “A los ricos y solidarios debería importarles que el resultado de su rique-za sea la desgracia de otros”; la negligencia de la Corona frente al salario del recolector explicaba la negligencia del último hacia sus funciones (1945: 5).

Por último, es necesario destacar que, en el panfleto, la pobreza es el resultado de las circunstancias no, como solía pensar la élite, de la infe-rioridad o la vagancia de los pobres. De hecho, Paine señala que los úni-cos que pueden pensar algo así son los que nunca han pasado hambre, lo cual nos marca un elemento que subyace tenue pero continuamente a lo largo del escrito: el antagonismo de clase. Si bien estamos en una época preindustrial que nos condiciona a la hora de hablar de una cultu-ra de clase, el tono del panfleto no puede explicarse sin recurrir a dicho concepto (Thompson, 1989: 40). Los elementos clasistas en la cultura plebeya -por ende en el discurso de Paine- son “ambiguos y confusos” (Thompson, 2012: 117), pero no por ello dejan de estar presentes en la recurrente separación entre trabajador/pobre/consciente de obligacio-nes comunitarias vs ocioso/rico/indiferente hacia sus obligaciones co-munitarias. Estos aparecen en la dualidad Parlamento/ricos vs Súbditos/pobres y se manifiestan de diferentes maneras a lo largo del escrito. En momentos están ahí para marcar una diferenciación a partir de la expe-riencia: “Los ricos, que viven en ocio y prosperidad, pueden pensar que he pintado un retrato antinatural; pero si pudieran descender a las frías regiones de la necesidad, al círculo polar de la pobreza, encontrarían que sus opiniones cambian con el clima” (Foner, 1945: 9); aquí, Paine no sólo está señalando que la clase alta habla sin saber sino también -implícita-mente- justificando su derecho a corregirla. En otros pasajes lo clasista se manifiesta en el aire presuntuoso que adquieren sus palabras, como cuando advierte a la Corona que mantener a quienes están a cargo del erario “alejados de las tentaciones que trae consigo la absoluta pobreza” sería “un acto de sabiduría” (1945: 9). Esta reprimenda también puede adquirir un tono burlesco: “En su vida privada ningún hombre confiaría a un sirviente irresponsable, la ejecución de asuntos de importancia” (1945: 12). Pero hacia el final, cuando Paine establece una diferencia en-tre la deshonestidad por necesidad o por “falta de principios”, el tono se

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endurece: el que roba para sobrevivir merece compasión mientras que quien lo hace por el “lujo de su apetito merece la horca” (1945: 11).

Todo esto sugiere que el panfleto expresa una subjetividad que trascien-de la validez del argumento en sí. Sin la combinación de ambos elemen-tos no podemos explicar por qué la propuesta de Paine cosechó la apro-bación de sus compañeros. Si trasladamos esto al otro lado del Atlántico, lo que vimos suceder en 1773 en pequeña escala, en 1776, bajo la lucha revolucionaria, puede colaborar a explicar la instantánea fama que Tho-mas Paine cosechó a pesar de ser un inmigrante recién llegado. Por su-puesto, el contexto incidirá sobre su desarrollo intelectual, así como sus ideas incidirán sobre el devenir de acontecimientos, pero más allá de las diferencias del caso, se gestará un proceso similar: la subjetividad, pro-pia de una cultura compartida entre los sectores populares, se imprimirá en los argumentos, los hará comprensibles, atrayentes y, a algunos de ellos, hasta asequibles para este mismo sector social porque reconocen en ellos su propia realidad y una vía para transformarla.

Si es así, entonces lo sugerente de esta propuesta es que sirve a dos fi-nes: primero, ofrece un medio para recuperar una cultura popular previa al desarrollo del capitalismo y nos ayuda a repensar la relevancia his-tórica de sus portadores bajo determinados contextos; segundo, invita a subrayar que la validez de una ideología, como señaló Pablo Pozzi, depende tanto de su contenido como de la forma en que este contenido se articula con la realidad, una tradición y una experiencia social en un momento histórico determinado (2020: 62). Dicho de otra forma, a menos que su discurso sepa interpelar a los sujetos a quienes va dirigi-do, una ideología tendrá escasas posibilidades de verse concretada en la práctica. Y esto es algo que no puede lograrse si se pierde de vista que una clase se hace y rehace no sólo en las condiciones materiales sino también en las relaciones sociales. El sentido común y la cultura, pues, son elementos constitutivos de la formación de la clase social y la ideo-logía debe apelar a ellos y dejarse influenciar por ellos si espera tener una injerencia práctica sobre el devenir histórico.

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Sentido común, neoliberalismo y lucha de clases

Alejandra Pisani*

Durante los últimos años han adquirido cada vez más fuerza miradas so-bre los procesos sociohistóricos articuladas en torno a la noción del “fin de la historia”. Esta noción comienza a circular hacia fines de la década de 1980, cuando Francis Fukuyama (1990) planteó que la disolución de la URSS no sólo implicaba el fin de la guerra fría sino también el fin de la historia como tal, es decir, el fin de la evolución ideológica de la huma-nidad y la consolidación de la democracia liberal occidental como forma de gobierno universal de los seres humanos.

A partir de entonces esta perspectiva fue recuperada de diversos modos por visiones que han penetrado profundamente en el sentido común y que postulan la inviabilidad de los proyectos revolucionarios, argu-mentando que la globalización económica torna imposible cualquier régimen social que se sitúe por fuera del mercado mundializado y la interdependencia de las actividades productivas, políticas y culturales capitalistas (García Linera, 1999). Diversos estudios (Dardot y Laval, 2013;

* Docente de la Facultad de Ciencias Sociales (UBA). Investigadora del Grupo de Trabajo CLACSO “Izquierdas, praxis y transformación social” 2019-2022.

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Harvey, 2007; Murillo 2018 y 2020) han planteado que esas posiciones forman parte de estrategias neoliberales de gobierno de los sujetos y las poblaciones. Estrategias que tienen entre sus núcleos centrales la colonización de las subjetividades a través de lo que se anunció como una “revolución cultural” que debería transformar los valores y los sen-timientos orientándolos hacia la naturalización del interés personal, a la libertad individual y la competencia como aspectos constitutivos de lo humano, es decir, estrategias en las cuales el sentido común emerge como un espacio a ser modulado.

Si bien es cierto que, tal como han planteado Antonio Gramsci (2003) o Raymond Williams (2009), la modulación del sentido común no es una novedad del neoliberalismo, sí lo es el despliegue como nunca antes en la historia de un cálculo estricto, basado en saberes científicos, técnicos y cotidianos, acerca de cómo efectuar dicha modulación. Esos saberes se fueron gestando paulatinamente a partir de las sucesivas crisis expe-rimentadas por el capitalismo desde el último cuarto del siglo XIX, pero fue recién en la década del setenta del siglo XX cuando las condiciones sociohistóricas concretas permitieron su difusión a gran escala (Murillo 2018; 2020). Se trata de un proceso complejo y no lineal a través del cual las clases dominantes fueron visualizando los límites del liberalismo para el gobierno de la lucha de clases y, en particular, la importancia de operar sobre aquellos valores, percepciones y visiones del mundo que fueron condición de posibilidad de las diversas formas de lucha y resis-tencia contra el orden capitalista.

Uno de los momentos fundantes de estas estrategias fue el Coloquio Walter Lippmann, una reunión internacional de empresarios e intelec-tuales que se desarrolló en París en agosto de 1938, un año antes del comienzo de la Segunda Guerra Mundial. (Denord, 2002; Foucault, 2007) La reunión tuvo como rostro convocante a Luis Rugier1, el pretexto fue la traducción francesa del libro de Walter Lippmann, The Good Society2

1 Louis Rougier era filósofo, profesor en la Universidad de Besançon y fundador de la editorial  Librairie Médicis (Escalante, 2018)

2 Este libro fue traducido al español con el nombre Retorno a la libertad.

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y su intención, fundar una organización que contribuyera a la restaura-ción del liberalismo en un contexto signado por las consecuencias de la llamada “crisis del 30”, el ascenso del fascismo, del nacionalsocialismo, la guerra civil española, la presencia amenazadora de la Unión Soviética, la beligerancia de los partidos nacionalistas y el New Deal en los Esta-dos Unidos. Estos acontecimientos fueron leídos como una amenaza al normal desarrollo del capitalismo en tanto implicaban una mayor inter-vención del Estado, la politización de los mercados y una planificación de la economía.

El tema convocante, entonces, fueron las posibilidades de renovación del liberalismo, tema sobre el que surgieron diversas posiciones que no es posible reseñar aquí, pero cuyas derivas posteriores se vinculan al surgimiento de la escuela de Chicago y al ordoliberalismo alemán. Lo que quisiera destacar es que más allá de las divergencias, existieron puntos de contacto importantes respecto de las causas de lo que denominaron la “crisis” o “decadencia” del liberalismo y en torno la importancia atri-buida a las visiones del mundo o el sentido común de “las masas” en ella. Al respecto resulta sugerente la alocución de Rougier en la cuarta sesión del coloquio, dedicada a El Liberalismo y la cuestión social:

¿El liberalismo económico puede satisfacer las demandas sociales de las masas? Estas exigencias han existido siempre; pero, debido al prodigio-so auge de la población europea y americana en el siglo XIX, a raíz de la difusión de la educación, como resultado de las nuevas solidaridades profesionales [asistencia social organizada], de repente recibieron una conciencia clara y convincente de sí mismas. Las masas reclaman inde-clinablemente un mínimo de seguridad vital: esto es plantear el tema de la crisis y el problema del desempleo. Es cierto que el desempleo cró-nico es en la mayor parte el resultado del seguro de desempleo. ¿Hay que contentarse con esta constatación y no buscar cómo remediarlo de otro modo que [no sea] por la supresión de este seguro, recurriendo a la reeducación profesional por ejemplo, si se demuestra que las masas nunca retrocederán del principio de la seguridad social? En una pala-bra, ¿puede el liberalismo responder a las exigencias sociales del mundo actual? Porque, lo que atrae a las masas a los Estados totalitarios, no hay ninguna duda, es la creencia errónea de que la economía planificada

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puede garantizarles un mínimo vital, da lo mismo si ese mínimo es un plato, un cuartel y un uniforme. Las masas están dispuestas a abandonar a su libertad en las manos de alguien, líder o mesías, que les promete se-guridad (Centre international d’etudes pour la renovation du liberalisme. «Le Colloque Walter Lippmann», 417. Recuperado de Escalante Gonzalbo, 2015)

Lo llamativo de esa alocución es que una de las preocupaciones que apa-rece es “el reclamo indeclinable de las masas” del cumplimiento efectivo de ciertos derechos, reclamo que expresa “una conciencia clara y con-vincente de sí mismas”. Es decir, que lo que comienza a vislumbrarse es un diagnóstico según el cual el liberalismo habría contribuido a generar valores y visiones del mundo que favorecieron una conciencia de los derechos universales. En otras palabras, que la postulación formal de la igualdad de derechos propia de los regímenes liberales de gobierno había abierto la puerta a la exigencia de su cumplimiento efectivo, lo cual, en el límite, suponía un cuestionamiento y una amenaza al régi-men capitalista.

Frente a esto el coloquio se propuso a instaurar un programa de acción concreto que permitiera dar nueva vida al liberalismo, amenazado por lo que denominaron el “ascenso de los regímenes totalitarios”, pero que a poco de entrar en los debates se revela como una preocupación por el ascenso de la conflictividad social. Si bien, como fue mencionado, no existió una posición homogénea respecto de qué liberalismo había que recuperar, y cómo, sí surgieron de allí dos premisas básicas en las cua-les todas las posiciones parecieron coincidir: la primera, era necesario un Estado fuerte, que interviniera para proteger y garantizar el funcio-namiento del mercado; y la segunda, los derechos económicos debían tener prioridad sobre los derechos políticos. Aparte de eso, hubo tam-bién un acuerdo básico en el modo de plantear el problema como una disyuntiva clara, simple, definitiva, sin medias tintas: economía de mer-cado o economía planificada, libertad o totalitarismo.

En síntesis, lo que parece tomar cuerpo en el coloquio es un diagnósti-co según el cual el liberalismo había devenido en un obstáculo para el

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gobierno de la lucha de clases y que, en buena parte, esto tenía que ver con que había favorecido la difusión de ciertos valores y percepciones, de un sentido común podríamos decir, que había posibilitado diversas formas de lucha en pos de la realización efectiva del derecho a la igual-dad. La propuesta es clara, era necesario fundar un nuevo liberalismo que permitiera dar una respuesta contundente al problema. Del debate acerca de cuál debía ser esa respuesta surgieron algunas propuestas que luego tomarán cuerpo en diversas estrategias orientadas a la anulación de la igualdad como derecho universal y a la postulación de la compe-tencia y la libertad individual como rasgos constitutivos de lo humano.

Este diagnóstico surgía en el mismo momento histórico en que Antonio Gramsci, desde la cárcel, problematizaba al sentido común y su vincu-lación con la filosofía de la praxis. Esto es significativo porque muestra que el problema del sentido común emerge con fuerza en el período de entreguerras, ubicándose como un aspecto a ser contemplado tanto en el diseño de estrategias orientadas a la reproducción del orden social como en aquellas que se proponen su transformación.

En el texto que luego fue publicado con el nombre de El materialismo histórico y la filosofía de Benedetto Crocce (2003), Gramsci sostiene que el sentido común es una parte fundamental de la “filosofía espontánea”. Lo conceptualiza como un saber inmediato, ligado a la resolución de conflictos o necesidades ocurridos en la vida cotidiana, que por su cer-canía a lo mundano obstruye la reflexión que permitiría conocer causas mediatas e inmediatas de los sucesos. Apunta además que otra de sus características es la de ser adoptado acríticamente, sin conciencia teóri-ca clara, ni mayor problematización. De allí se concluye que las masas, en cuanto tales, sólo pueden vivir la filosofía como una fe, es decir, con un carácter no racional

Sin embargo Gramsci, no utiliza el concepto sentido común en forma peyorativa: si las masas ven dificultada su capacidad reflexiva no es por causas naturales, la imposibilidad de la conciencia profunda es cons-truida activamente por las clases dominantes en tanto parte imprescin-dible para la reproducción del sistema, de modo que su transformación

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constituye un momento fundamental de cualquier proyecto transfor-mador. Respecto de las posibilidades de efectuar dicha transformación, afirma que en la experiencia del sujeto coexisten dos visiones de mun-do: una recibida de las clases dominantes que se afirma en palabras y otra nacida de su práctica concreta, que se manifiesta en su obrar y lo une a todos sus colaboradores en la transformación de la realidad. De modo que pueden producirse acciones que no coinciden con lo expresa-do en palabras3. Así, en las prácticas de los sectores subalternos puede cristalizarse una filosofía distinta a la dominante, que logra emerger en determinados momentos históricos y resquebrajar la ideología hegemó-nica, muchas veces reproducida acríticamente.

Esa potencialidad disruptiva que Gramsci vislumbra en el sentido co-mún le permite asignarle un lugar central en la construcción de una pra-xis transformadora, de ahí que plantee que una filosofía de la praxis sólo puede presentarse inicialmente como crítica del “sentido común”, pero que esta crítica no apunta a tratar de introducir ex novo una concepción del mundo sino de innovar y tornar “crítica” la concepción existente. Pero al mismo tiempo, advierte sobre el peligro que implicaría sobreva-lorar esa potencialidad desestimando la importancia de los aspectos del sentido común que efectivamente operan en la reproducción del orden social. Esos elementos, que se expresan más claramente en el lenguaje, no carecen de consecuencias: dan cohesión al grupo social e influyen sobre la conducta moral y la dirección de la voluntad de un modo que puede derivar en un estado de total pasividad moral y política.

El sentido común aparece entonces en la conceptualización de Gramsci como un espacio a conquistar, como una de las dimensiones en las que se juega la lucha de clases, de un modo casi simultáneo a que las clases dominantes plantean en el coloquio Walter Lippmann que la “decaden-cia” del liberalismo se vincula, en buena medida, a la difusión de ciertos valores y percepciones que han posibilitado diversas formas de lucha

3 Este contraste entre el pensar y el obrar no es analizado en términos de una mera contradicción entre teoría y práctica, ya esto supondría la existencia de una práctica pura, lo cual resulta imposible desde el marco conceptual gramsciano, donde cualquier actividad humana supone necesariamente algún tipo de conocimiento del mundo. Se trata más bien de enfatizar el carácter heterogéneo y contradictorio del sentido común.

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y resistencia contra el orden establecido. En palabras de Gramsci po-dríamos decir que una de las preocupaciones que emerge con fuerza en el Coloquio se vincula a las dificultades de la ideología liberal para influir sobre la conducta moral y la dirección de la voluntad de las clases subalternas.

De esa preocupación surge, como fue mencionado, la necesidad de ges-tionar un nuevo liberalismo, o “neoliberalismo”, término que surgió del Coloquio, no sin debates, pero que habría sido acuñado por Ludwin von Mises en 1927. Con ese objetivo se decide la creación del Centro Interna-cional de Estudios para la Renovación del Liberalismo que se reunirá por primera vez en enero de 1939 con el propósito de organizar un congreso internacional que tendría que reunirse en el segundo semestre del año (Escalante, 2018; Salinas, 2016). El comienzo de la Segunda Guerra Mun-dial impide que el congreso se reúna, pero la idea no se pierde. Apenas terminada la guerra, bajo el liderazgo de Friedrich Hayek, con financia-miento de empresarios estadounidenses y suizos, tiene lugar la reunión fundacional de la Sociedad Mont Pélerin, que sigue viva hasta la fecha, y que ha llegado a tener más de 900 miembros4

Uno de sus principales objetivos de la Sociedad Mont Pélerin es la arti-culación internacional de innumerables tanques de ideas que difundan los valores ideas y prácticas del nuevo liberalismo, para lo cual, intentan colocar sus “hombres clave” en diversos espacios internacionales, esta-tales nacionales, subnacionales, universidades y medios de comunica-ción5. (Foucault, 2007; de Büren, 2015; Murillo, 2020).

Comienza a materializarse así, una nueva forma de gobierno de la lu-cha de clases que encuentra en la modulación del sentido común una de sus dimensiones fundamentales. Una de las estrategias para esta

4 15 de los 26 invitados del Coloquio Lippmann estarán años después en la Mont Pélerin Society.

5 Si bien existen organizaciones previas a la Sociedad Mont Pellerin que actualmente se plantean objetivos similares, como la Fundación Rockefeller cuyos comienzos se remontan a 1889 o la Fundación Ford nacida en 1932, las características propias de estas organizaciones tornan difícil el acceso a fuentes que permitan determinar si la formación y articulación internacional de tanques de ideas forma parte de sus objetivos iniciales o si se fue configurando de manera posterior.

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modulación consiste en crear organizaciones que seleccionan, reúnen y forman en perspectivas acordes al neoliberalismo a intelectuales de distintas partes del mundo. El objetivo es que estos intelectuales luego retornen a sus países de origen y se conviertan en difusores de esta perspectiva a través de la creación, a escala local, de otros organismos destinados al mismo objetivo. Se va construyendo así una red interna-cional que encuentra entre sus principales objetivos la difusión de valo-res neoliberales pero que contempla que para ello es necesario que tales valores se desplieguen de un modo acorde a las características de cada territorio.

Los valores a partir de los cuales se apunta a modular el sentido común son el resultado de un proceso de larga duración cuyos comienzos pue-den rastrearse ya en la crisis capitalista de 18706. Se trata de valores que se postulan como universales y que se vinculan a la expansión de la lógica del mercado a todas las esferas de la vida social. Expansión que se postula como el resultado de un proceso evolutivo y lineal exento de cualquier de forma de dominación y ejercicio de violencia de unos gru-pos sociales sobre otros.

En términos de concepción del sujeto, estos valores apuntan a la gene-ralización de la competencia como forma del vínculo social, a la auto-rresponsabilización de cada uno por la propia vida y muerte, a la natu-ralización de la desigualdad y a la ontologización de libertad, entendida como derecho individual a la no coacción. Se trata de una visión del mundo que en una de sus dimensiones apunta a que los sujetos se pre-ciban como “empresarios de sí mismos”. Esto es, como individuos que orientan sus prácticas a la maximización de sus beneficios a través de una óptima utilización de los recursos disponibles en todos los ámbitos

6 Un primer momento de esta configuración rastrearse ya hacia 1871 cuando, en el marco de una de las crisis cíclicas del capitalismo, la Comuna de París y la expansión de múltiples formas de luchas obreras en Europa, Carl Menger publica Principios de Economía política. Allí elabora su teoría subjetiva del valor según la cual el valor de los bienes depende de la estimación subjetiva de los hombres y no del trabajo socialmente necesario para producirlos. A través de esta conceptualización Menger se enfrentaba al liberalismo, especialmente a la la teoría objetiva del valor porque la misma había derivado en el concepto de plusvalía de Marx, quien cuatro años antes había publicado El Capital

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de su existencia y cuya libertad los lleva a tomar decisiones que pueden impulsar en cada caso su éxito o su fracaso. Por esta vía, la explotación y la desigualdad dejan de ser fenómenos sociales vinculados un modo de producción particular para convertirse en el resultado del fracaso de algunos individuos en sus propias elecciones (Becker, 1983; Hayek, 1990 y 1995; Mises, 1986 y 2012)

De modo complementario, las estrategias neoliberales de modulación del sentido común se orientan a naturalizar la idea de que las interferen-cias producidas por el Estado sobre la libertad de los hombres son la úni-ca causa de problemas sociales, al tiempo que cualquier obstaculización del Estado al funcionamiento libre del mercado, por mínima que sea, se ubican como el primer paso hacia el totalitarismo. Toda experiencia po-lítica posible queda reducida así al binomio “democracia-totalitarismo”, donde totalistarismo es cualquier forma de intervención sobre la libre fijación de precios y la democracia se identifica con libertad individual y economía de mercado.(Escalante Gonzalbo, 2012; Salinas Araya, 2016). Al asimilar “democracia” con “libertad”, esta visión no niega la necesi-dad de intervención del Estado sobre el mercado, sino que propone un tipo de injerencia particular destinada a garantizar la preeminencia del mercado como principio regulador del accionar individual a través de la competencia. (Hayek, 1995)

Esta somera revisión pareciera indicar que los valores en función de los cuales las estrategias neoliberales procuran modular sentido común se oponen punto por punto a aquellos que históricamente jugaron un pa-pel central en las luchas y resistencias de los trabajadores. La libertad a partir de la cual se interpela a los sujetos es una libertad que no puede realizarse con otros, dado que el semejante aparece como un obstáculo para la misma, al tiempo que la valorización de la competencia ordena-dor social se sostiene en la naturalización de la desigualdad entre los seres humanos. De este modo se va configurando una visión del mundo que tienden a obturar aquellos valores que, al decir de Gramcsi, surgen de la experiencia práctica de los trabajadores y que se vinculan a la soli-daridad intraclase de los trabajadores. El otro deja de ser un par, un su-jeto con quien colectivamente llevar a cabo una acción transformadora

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de la realidad para convertirse en un competidor que debe ser vencido de cara a la realización de los propios objetivos. De modo complementa-rio, la difusión de las visiones ligadas al fin de la historia y la reducción de toda experiencia o proyecto político al binomio “democracia – au-toritarismo” implican que cualquier proyecto revolucionario no sólo es inviable sino también indeseable en tanto que, al igual que fascismo o el nazismo, supone una violación a libertad individual.

La modulación del sentido común en estos valores no fue, ni es, una ta-rea exenta de obstáculos. Las diversas formas de lucha y resistencia des-plegadas desde el período de entreguerras hasta el presente son prueba de ello. Pero esas luchas constituyen también, en el marco del proyecto neoliberal, un insumo y un objeto de conocimiento que permiten que las estrategias orientadas a esa modulación se renuevan constantemente a partir evaluaciones sobre sus propios fallos7 (Murillo, 2018).

La eficacia de estas formas de gobierno de la lucha de clases es innega-ble, el avance del neoliberalismo en los últimos años es prueba de ello, pero esto no significa que su objetivo esté cumplido. Los valores gesta-dos a lo largo de la experiencia histórica de la clase permanecen en las memorias y en las prácticas de los trabajadores conviviendo, incluso de manera contradictoria, con aquellos gestados en el marco de las estrate-gias neoliberales. Se trata entonces de diseñar estrategias de lucha que contemplen que, tal como nos enseño Gramsci, el sentido común es, desde hace ya mucho tiempo, uno de los niveles en los que se despliega la lucha de clases.

7 En este marco puede leerse, por ejemplo, el informe de la Trilateral Commission que, hacia mediados de la década de 1970 y en un contexto signado por la crisis capitalista y el auge de la lucha de clases en América Latina, sostenía la necesidad de limitar la democracia a fin de gestar “gobernabilidad”. Lo cual en términos prácticos se tradujo en difusión de estrategias basadas en el terror y en la aniquilación y desaparición de los cuerpos que portaban los valores que era necesario destruir para garantizar dicha gobernabilidad.

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El terror como estrategia de transformación del sentido común

Ana Jemio*

Las reflexiones que aquí compartiré tienen una prehistoria como in-quietud vital y una historia como problema de investigación. Como una no se entiende sin la otra, me veo obligada a referir las dos.

He aquí su prehistoria: cuando tenía 14 años, el genocida Antonio Do-mingo Bussi ganó las elecciones para gobernador en Tucumán, mi pro-vincia natal que queda al norte de Argentina.1 Yo de política no sabía casi nada, o mejor dicho nada, pero lo que sí sabía era que eso estaba muy

* Doctora en Ciencias Sociales y Licenciada en Sociología por la Universidad de Buenos Aires. Es miembro del Grupo de Trabajo CLACSO “Izquierdas, praxis y transformación social” 2019-2022, investigadora en el Centro de Estudios sobre Genocidio de la UNTREF y en el Observatorio de Crímenes de Estado de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA; y docente en ambas universidades. Becaria posdoctoral de CONICET.

1 Bussi fue uno de los militares argentinos que recibió formación en los Estados Unidos y participó de una comisión de observadores argentinos en la Guerra de Vietnam. En diciembre de 1975 fue designado como jefe de la V Brigada de Infantería, con asiento en Tucumán. Para entonces, ya se había iniciado en la provincia una política sistemática de desaparición forzada de personas que Bussi pasó a conducir. Con el golpe de Estado, sumó a su tarea represiva el rol de gobernador de facto de la provincia. Un poco más del 50% del total de víctimas de la provincia fue secuestrada durante su mandato. Con el retorno democrático, fue acusado pero las llamadas leyes de impunidad impidieron que sea condenado. En 1987 comenzó su carrera política en Tucumán, que se consagró en 1995 cuando fue elegido gobernador de la provincia.

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mal. Lo sabía por mi tío, que lo odiaba, lo sabía por mi amiga y compa-ñera de banco, que había nacido en México porque sus padres tuvieron que exiliarse. Lo sabía porque esa elección había tomado el carácter de un Boca – River en la provincia: mis vecinos me decían que íbamos a estar mejor porque no iba a haber delincuencia, mi mamá decía que mis vecinos apoyaban a un asesino. Todo así, muy intenso.

Bussi ganó, además, las siguientes dos elecciones a las que se presentó: primero a diputado, luego a intendente. No pudo asumir ninguno de esos cargos porque una acción legislativa primero y judicial después le impidieron hacerlo. Pero había ganado los votos. Si a Hitler lo había vo-tado la mayoría del pueblo alemán antes de ser del todo Hitler, a Bussi lo votaron (varias veces) ya siendo del todo Bussi.

Cuando llegué a estudiar sociología a Buenos Aires y comencé a inquie-tarme por la historia de mis pagos, atravesé un mal que suele aquejarnos a quienes buceamos en historias locales y somos de comarcas alejadas de las capitales. Se trata de cierto complejo de perro chico que trata-mos de sortear con algún superlativo: en mi provincia es donde más, donde menos, donde primero, donde nunca. Digamos que estamos en la búsqueda de algún lugar en el panteón de la historia nacional. Hasta donde yo sabía, a mi Tucumán querido le tocaban, lamentablemente, los nichos del horror: no solo era el pueblo que había votado a Bussi, sino el primer lugar donde había existido un Centro Clandestino de Detención en toda la Argentina.2 Esto había sucedido en 1975, un año antes de que los militares derrocaran al gobierno constitucional. Se decía, también, que había sido uno de los lugares en los cuales la política represiva fue

2 Se trata del CCD Escuelita de Famaillá, principal nodo de la política represiva desplegada durante el Operativo Independencia. Publicitada como una operación antiguerrillera, esta medida fue lanzada por un decreto del Poder Ejecutivo Nacional y dio comienzo al genocidio en la provincia. Con la participación de todas las fuerzas represivas estatales y bajo la conducción del Ejército, se instauró un nuevo esquema represivo que consistía en el secuestro de personas, su reclusión, tortura e interrogatorio en centros clandestinos de detención y, a partir de allí, tres destinos posibles a) la liberación inmediata, b) la legalización, y c) la ejecución y posterior desaparición del cuerpo. Durante 1975 y hasta el golpe de Estado funcionaron al menos 60 espacios de detención clandestina por todo el territorio provincial y allí fueron trasladadas al menos 769 personas secuestradas en Tucumán y en las provincias limítrofes.

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más intensa, con una de las proporciones más altas de víctimas sobre población.

Quiso el destino cruzarme con Margarita Cruz, una sobreviviente de aquel primer CCD de Argentina, quien me invitó a participar de un pro-yecto de investigación por el cual hicimos entrevistas a decenas de so-brevivientes. Con ellos se me abrió un mundo lleno de horror, pero tam-bién lleno de luchas que yo no conocía o conocía sólo de oídas, como un ruido muy lejano. Contaban historias llenas de dignidad, de orgullo de clase, historias que no tenían que ver con lo que yo sabía y había vivido en la sociedad tucumana.

Junto con ese mundo, se abría una promesa: la de encontrar una mejor filiación histórica que la de ser del pueblo que vota a su verdugo. Prome-tía saciar en parte la eterna pregunta de quiénes somos y por qué somos así, apelando al inventario al que nos conmina Antonio Gramsci (1981):

El comienzo de la elaboración crítica es la conciencia de lo que realmen-te se es, es decir, un “conócete a ti mismo” como producto del proceso histórico desarrollado hasta ahora y que ha dejado en ti mismo una infi-nidad de huellas recibidas sin beneficio de inventario. Hay que comenzar por hacer ese inventario (p. 246).

el concepto de genocidio

Aquí termina la prehistoria de un problema de investigación y comienza su historia. De ella rescataré los elementos conceptuales más impor-tantes que funcionaron como norte para la reconstrucción histórica del caso que estudié. Conceptos que responden a la pregunta más general: ¿se puede y cómo transformar una sociedad a través del terror?

El concepto de genocidio fue la puerta de entrada a esa pregunta. Tal como lo desarrolló en 1943 Rafael Lemkin (2009) y lo reformuló Daniel Feierstein (2007), este concepto tiene como elemento distintivo si-tuar a la violencia estatal y al exterminio como parte de una estrate-gia más amplia de dominación. Porque la esencia del genocidio no está

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necesariamente en las muertes que produce sino en lo que se propone con ellas: transformar y someter a quienes quedan vivos.

El creador del concepto, el jurista polaco Lemkin, puso en el centro de su definición el uso de la violencia como forma de destrucción/transfor-mación de grupos. Así, definió al genocidio como:

un plan coordinado de diferentes acciones cuyo objetivo es la destruc-ción de las bases esenciales de la vida de grupos de ciudadanos, con el propósito de aniquilar a los grupos mismos. Los objetivos de un plan semejante serían la desintegración de las instituciones políticas y so-ciales, de la cultura, del lenguaje, de los sentimientos de patriotismo, de la religión y de la existencia económica de grupos nacionales y la des-trucción de la seguridad, libertad, salud y dignidad personales e incluso de las vidas de los individuos que pertenecen a dichos grupos (Lemkin, 2009: 153).

En esta definición, el genocidio no consiste en la matanza de mucha gente porque el objeto de destrucción no son los individuos per se sino los grupos. Y un grupo es una configuración social compleja que involu-cra modos de producir y reproducir la vida, con todas las formas cultu-rales y de conciencia que ello trae aparejadas. De allí que su destrucción conlleve la alteración de ese modo de vida, de esa forma de ser grupo, objetivo para el cual se sirve de diferentes mecanismos. Por eso Lemkin utiliza el adverbio “incluso” para señalar que la matanza individual de sus miembros es uno de entre los mecanismos de destrucción propios del genocidio.

En todo caso, el aniquilamiento o exterminio adquiere el carácter de medio para la destrucción y la transformación porque todo genocidio se compone de dos fases: “una, la destrucción de la identidad nacional del grupo oprimido; la otra, la imposición de la identidad nacional del opresor” (Lemkin, 2009: 154).

Este es el sentido primario de la definición de genocidio que recupera el sociólogo argentino Daniel Feierstein (2007) cuando acuña el térmi-no genocidio reorganizador y su traducción sociológica, las prácticas

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sociales genocidas. Con ellas designa una tecnología de poder que utiliza el terror producido por el aniquilamiento de una fracción importante de una población para destruir las relaciones de autonomía y cooperación y la identidad de esa sociedad reemplazándolas por nuevas relaciones sociales y modelos identitarios.

Decir que el genocidio es una tecnología de poder significa que produ-ce desaparecidos, sobrevivientes, asesinados, niños apropiados y toda una amplia lista de represaliados, pero que no se detiene allí. Al mismo tiempo y utilizando el terror que esas prácticas generan, transforma a quienes quedan vivos, tiende a producir sujetos obedientes y, en lo po-sible, identificados con quienes detentan el poder, aspira a modificar de manera duradera aquello que las personas solían considerar bello y feo, bueno y malo, justo e injusto.3

el terror como efecto de poder

¿Cómo opera específicamente esta forma de poder? ¿Cuáles son los mecanismos a través de los cuales produce su efecto de destrucción/transformación? Dos estudiosos del nazismo, Lowental y Sofsky, han ca-racterizado ese tipo de poder analizando la situación de los campos de concentración alemanes.

En un brevísimo ensayo publicado en 1946 y denominado “El terrorismo y su atomización del hombre”, Lowental definía el mecanismo básico del terror como “la interrupción de la relación causal entre lo que una

3 El concepto de tecnología de poder (Foucault, 1995, 2006, 2014) pone énfasis en el carácter productivo de las relaciones de saber-poder ejercidas sobre los cuerpos. Se trata de un conjunto de prácticas que generan productos como respuesta a necesidades locales del espacio social en el que se despliegan y, en el mismo movimiento, producen la internalización de ciertos comportamientos y actitudes que conllevan determinados ideales y aspiraciones. Así, por ejemplo, la organización del tiempo y el espacio en un dispositivo como la fábrica disciplinaria construye una utilidad en los cuerpos que permite aumentar la productividad del trabajo. Estas prácticas generan en el mismo movimiento (y esto le es intrínseco) la docilidad de esos cuerpos porque junto con los hábitos de organización del tiempo y el espacio se incorporan modos de hablar, de obedecer, de comportarse que, a su vez, conllevan ciertos ideales y aspiraciones (Murillo, 1996).

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persona hace y lo que le sucede” (2013: 49) que se produce como conse-cuencia de la arbitrariedad del poder.

Es Sofsky (2016) quien nos ayuda a entender esta arbitrariedad que está en el corazón del mecanismo de terror y que no es equivalente a la au-sencia de ley:

Las verdaderas sanciones cuentan siempre con los actos de los hombres. La amenaza define causas de castigo, de las que el amenazado puede es-capar sometiéndose. En este sentido, siempre se pueden evitar las penas, independientemente de cuán altos sean los costos. Las amenazas permi-ten el recurso de la obediencia y el sometimiento. Mantienen abiertas alternativas. El poder amenazador común dirige los actos, pero no los destruye, tiene como objetivo la obediencia, no la impotencia abso-luta. Su recurso es la disuasión, no el terror incesante. El terror del poder absoluto trabaja en una forma totalmente diferente. Crea una “jungla de causas de castigo”, un estado de continua punibilidad en el que la obe-diencia tampoco libera de sanciones y el poder puede intervenir en todo momento (2016: 318 y 319, resaltado propio).

En Argentina, la figura del subversivo fue el soporte de esa arbitrariedad que requiere el terror para su ejercicio.4 Al igual que otras formas de construcción de enemigos internos, la figura del delincuente subversi-vo funciona en base a una indeterminación estructural en la que anida la arbitrariedad del poder (Ceyhan & Périès, 2001). Esa indeterminación radica en una definición lo suficientemente precisa como para denotar un campo de prácticas (aquellas que subvierten el orden occidental y cristiano) pero lo suficientemente amplia como para no saber con preci-sión qué tipo de acciones caen o no dentro de ese campo de persecución (Feierstein, 2007). Esta ambigüedad es potenciada por la forma en que ese enemigo escurridizo se manifiesta (una forma solapada y encubier-ta) haciéndolo difícil de identificar.

4 El término subversión tiene una larga historia dentro de las doctrinas militares contrainsurgentes o contrarrevolucionarias. A partir de la década del setenta, ese mismo término –que ya tenía una historia dentro de la doctrina militar Argentina– fue utilizado para designar no ya una forma de acción sino un tipo de “enemigo interno”. Reemplazó así a formulaciones anteriores, más vinculadas al universo anticomunista. Para ampliar, ver Jemio (2013).

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Como el objeto de persecución no tiene límites claros ni es reconocible a primera vista, todo sujeto queda a merced de aquellos que obran como intérpretes de esa ambigüedad y ejecutan el castigo. Aprenden a mirar con sus ojos, a detectar qué se puede y qué no, qué deseos son lícitos y cuáles no. Por si esto fuera poco, queda sujeto, también a la vigilancia de sus pares: ¿será mi vecino un subversivo? Es que, en tales condiciones, los sujetos se vuelven no solo obedientes sino también potencialmente punitivos para sí mismos y para los otros.5

El efecto central de esa arbitrariedad e incertidumbre que está en la base del funcionamiento del terror es que el destino individual se vuelve tan enigmático que pierde todo sentido como horizonte para la acción, a la vez que produce una ruptura con la experiencia anterior como fuente de saber para orientar el comportamiento. Ese continuum que marca la existencia de los sujetos es desplazado, bajo los efectos del terror, por un cúmulo de reacciones atomizadas que intentan adaptarse a una situa-ción que el sujeto no maneja ni puede modificar. En tales situaciones, se abre paso la conducta que busca, según Lowental, la ley del terror: la acción cuyo único objetivo es la autoperpetuación. Es este principio el que quiebra todo vínculo con un otro y, en sus palabras, atomiza al in-dividuo. He ahí el quiebre de una relación social y la transformación del lugar que ocupa el otro en el mundo interno.

Este mecanismo ha sido descrito con profunda claridad por un entrevistado:

O sea que uno estaba… ¿cómo le puedo decir? Con un… interiormen-te con algo que a uno le daba miedo salir. No sabía dónde pisaba. ¿Vio cuando usted tiene miedo a algo? No es el miedo. Es eso que ellos han sembrado adentro: que vas a ser perseguido, que vas a ser boleta, tené cuidando con lo que hacés, dónde vas, tené cuidado con quién te juntás, con quién te vas a reunir, quiénes son tus amistades (AAV, entrevista GIGET, enero de 2006).

5 Sobre esta deriva han escrito (Corradi, 1996; Feierstein, 2007; O’Donnell, 1997; Rozitchner, 1982).

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Eso que “han sembrado adentro” se convierte en un nuevo lente que transforma a los otros, aquellos que hasta hace poco eran el vecino, el compañero de trabajo, la compañera de escuela, la hermana, el pa-dre. Todo otro, cualquier otro se constituye en una fuente potencial de amenaza.

Ante tal estado de incertidumbre (y la angustia que esta trae aparejada), la delación se constituye como una alternativa individualista para poner límite al sufrimiento y lograr la salvación personal. En esta mecánica del poder, no es necesario que la delación se produzca. Basta que figure en el repertorio de posibilidades para que genere como producto indivi-duos aislados y atomizados (Feierstein, 2007).

Estamos en otro terreno, donde se libra, en verdad, la batalla central del genocidio. Los perpetradores le llaman la conquista de mentes y cora-zones y el territorio en disputa es la “población”.6 La captura y destruc-ción de ciertos cuerpos en los campos de concentración es un objetivo primario del régimen, pero es, al mismo tiempo, el medio principal de esta otra batalla que apunta a destruir algo que no tiene la materialidad de los cuerpos, pero que tiene la capacidad de hacerlos poderosos, de incrementar su fuerza material. Me refiero a las relaciones sociales de paridad, aquellas que son condición de posibilidad para la acción con los otros.7

Se trata de marcar en las mentes, los corazones, pero también en el cuer-po la vivencia de desamparo, de soledad e impotencia. Esa forma de con-cebir al otro y a sí mismo frente al mundo no necesariamente cesa con el fin del ejercicio de la violencia genocida. Ni tampoco se mantiene, necesariamente, igual a sí misma. Puede ser reestructurada y extendida a otros ámbitos de la práctica social una vez que el uso de la violencia efectiva ha cesado, asumiendo formas menos brutales, pero igualmente

6 Para ver la centralidad del rol de la población en las estrategias militares contrainsurgentes o contrarrevolucionarias ver: (Jemio, 2013; Olsson, 2009; Périès, 2009; Slatman, 2010).

7 La concepción del otro como un par está en la base de la posibilidad de construcción de la autonomía. Estas nociones han sido desarrolladas por Marín (1995) y Feierstein (2007), siguiendo los desarrollos de Jean Piaget.

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efectivas. De este modo, se generan las condiciones para la transforma-ción de manera duradera de las formas de concepción del mundo y las costumbres de los sujetos.

Esa es la lectura que hace Murillo (2008) quien ve en esas marcas, en eso que “han sembrado adentro” una primera capa arqueológica en la constitución de un nuevo pacto social, el del neoliberalismo, que recon-figurará ese terror bajo nuevas modalidades.

B I B L I O G R A F Í A

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Por la construcción de un nuevo sentido común feminista

Kimberly Seguel Villagrán*

La socióloga y activista feminista Julieta Kirkwood señaló en 1985 “El feminismo se hizo palabra y sentido común”, esto bajo el contexto de las múltiples articulaciones feministas dadas en la década del 80 con el fin de recuperar la democracia en Chile. Bajo el lema “Democracia en el país y en la casa” las feministas se tomaban las calles demandando fin a la dictadura de Pinochet y proponiendo la construcción de una nueva cultura democrática, un nuevo sentido común. A 40 años de esta célebre frase algunas preguntas me interpelan, primero ¿es el feminismo parte del sentido común actual? y si ¿debe el feminismo disputar ese sentido y construir uno nuevo?

Creo que antes de intentar dar respuesta a estos interrogantes es ne-cesario definir qué se entiende cuando hablamos de sentido común. La teorización propuesta por el marxista italiano Antonio Gramsci entrega, a mi juicio, la mejor aproximación al concepto, definiéndolo como un espacio “equívoco, contradictorio y multiforme”, además señala que no

* Licenciada en Historia, mención tiempo presente. UAHC. Investigadora del Grupo de Trabajo CLACSO “Izquierdas, praxis y transformación social” 2019-2022.

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existe un solo sentido común ya que es resultado y parte del devenir his-tórico, es también parte fundamental en la “ideología espontanea” o del “saber inmediato” de las personas (2003: 10 y 129). Otra característica re-saltada por el autor es que el sentido común es adoptado sin un proceso de análisis racional previo, ya que es sostenido en la fe y en la confianza y, si bien es validado de forma colectiva por la sociedad, hasta ahora los poderes hegemónicos han impuesto el suyo e instituciones como la iglesia han creado un sentido común con un propósito adoctrinador. Para Gramsci hay una forma de revertir esta situación y es por medio de la concientización de las clases populares. El escritor Nazarenos Bravo ha interpretado esta propuesta como que “las clases populares deberán ellas mismas, vivir el proceso del paso del sentido común a la filosofía de la praxis” (2006: 11), en otras palabras, la propuesta de Gramsci es una invitación para iniciar un proceso de concientización de las clases po-pulares y pensar en nuevos códigos sociales en torno a ideas comunes.

Ahora, retomando nuestras preguntas iniciales, primero me atrevería a asegurar que el actual sentido común ha sido impuesto desde la unión de sistemas de explotación como lo son el patriarcado y el capitalis-mo-neoliberal en su fase apocalíptica (Segato, 2016: 21), depositando su moral mercantilista en la sociedad, provocando con ello una serie de violencias sistemáticas y generalizada hacia los más precarizados, pero en especial hacia las mujeres. Esta imposición ha provocado la natu-ralización del desbaratamiento del sentido comunitario a través de la individualización de las y los sujetos y la validación mediante el esfuer-zo individual, así como también la lógica del consumo radical donde el valor de la propiedad está sobre el valor de las vidas (Rodríguez, 2019). A esto habría que sumarle lo que Rita Segato ha llamado “pedagogía de la crueldad” que se presenta como criadero de personalidades psico-páticas, como lo vemos expresado en los señores del poder económico arremetiendo contra el planeta sin piedad, pero también lo vemos en individuos donde el sentido común patriarcal y neoliberal los convierte en victimarios de la violencia sexual y feminicida (Segato, 2016: 21 y30).

Sin embargo, no me atrevería a desconocer que la historia de las mujeres y del movimiento feminista demuestra cómo las mujeres han resistido

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a estos sentidos comunes por medio de demandas y propuestas eman-cipadoras. Estas resistencias se han incrementado sumando cada día a más y diversas mujeres por el mundo, así también se puede palpar en América Latina donde el movimiento feminista desde la década de 1980 en adelante sólo ha tenido incremento exponencial, llegado hasta las mujeres más populares. En los últimos años se ha manifestado en fenó-menos político-sociales como el movimiento por el Aborto en Argentina, las protestas lideradas por mujeres en Brasil exigiendo justicia por el asesinato de Mariel Franco, el movimiento Ni una menos en diversos países de la región, entre otros (Canora, 2020).

En el caso chileno, el feminismo también ha arremetido la escena públi-ca con una serie de momentos políticos como el Mayo Feminista 20181 que buscaba terminar con la violencia sexual y las políticas machistas dentro de las instituciones universitarias y luego la participación del movimiento feminista en la Revuelta de Octubre 20192, irrumpiendo con la masiva marcha del 8M y las protestas performáticas de “Un viola-dor en tu camino” convocadas por la colectiva “Las Tesis”. Creo que cada uno de estos momentos ha permitido abrir espacios donde se devela la posibilidad de un cambio de conciencia que permita la construcción de un nuevo sentido común.

El avance del movimiento feminista ha provocado de forma colateral abrir la posibilidad de cambiar las estructuras del sistema patriarcal y capitalista-neoliberal desde los aspectos más imbricados en la sociedad como lo es el sentido común. Pero, aun así, la disputa y el cambio a un nuevo sentido común no se ha presentado como una de las estrategias principales dentro del movimiento feminista, aun cuando hay signifi-cativos escritos que reflexionan sobre el tema. La periodista feminis-ta Claudia Korol ha planteado la necesidad de tomar el camino de la

1 Para ver más del Mayo Feministas ver en: Editora: Faride Zerán. Mayo Feminista. La Rebelión Contra el Patriarcado. Santiago: LOM, 2018

2 Para ver más sobre la Revuelta de Octubre ver: Salazar, Gabriel. «Ciper Chile.» Centro de investigación periodística. 2019 de 10 de 27. https://www.ciperchile.cl/2019/10/27/el-reventon-social-en-chile-una-mirada-historica/ (último acceso: 4 de agosto de 2021)

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subversión del sentido común como parte de una pedagogía práctica para la emancipación de las subalternidades, planteando que “La sub-versión del sentido común es un paso imprescindible para atrevernos a desear una transformación de nuestras concepciones y acciones políti-cas, desafiantes del sistema cultural que multiplica, reproduce y refuer-za la dominación” (Korol, 2008: 178).

Frente a mi segunda interrogante, si el feminismo debía disputar el sen-tido común, creo al igual que Korol, que hay que reñir contra la moral patriarcal y neoliberal que forma consensos de dominación y se enraíza en esta “ideología espontánea”. El principal obstáculo que enfrentan los movimientos populares es la lucha contra un sentido común que mol-dea las subjetividades y que ha servido para justificar la “naturaleza” de nuestras percepciones y prejuicios. La subversión del sentido común no es una tarea sencilla, implica una invitación colectiva a desaprender la cultura de la dominación y aprehender una nueva cultura creada desde las clases subalternas. La estrategia propuesta por Claudia Korol con-siste en “desnaturalizar las opresiones, descubrir sus mecanismos, sus responsables, quiénes son los opresores y quiénes somos oprimidos y oprimidas. Qué intereses se defienden o reproducen con la opresión. Y sobre todo, cómo se vuelve insoportable vivir y convivir con estas opre-siones” (2008: 180).

Este tema de la disputa del sentido común cobra principal relevancia cuando se están viviendo procesos sociales tan importantes como los que ocurren hoy en Chile, donde, después de meses de protestas sociales contra la precarización de la vida causada por el modelo económico neo-liberal, se abrió la posibilidad de construir un nuevo marco cívico-insti-tucional por medio de la creación de una nueva constitución redactada por una convención electa democráticamente, la que pretende estable-cer bases en materia de derechos sociales y derechos humanos, políti-cas de género y plurinacionalidad. Si bien la posibilidad de contar una constitución más “progresista” puede significar una oportunidad única bajo la realidad del pasado histórico chileno, esta no tendrá el mismo pacto y significado si no se disputa también la moral y la ideología del neoliberalismo anclada en sentido común de esta sociedad. Creer que el

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profundo conflicto político-social chileno se soluciona sólo por la vía de un proceso institucional como la Convención Constitucional es un grave error, primero porque subestima las capacidades rizomáticas del neoli-beralismo que puede absorber las demandas sociales e incorporarlas a su estructura y lógicas propias, despojándolas de su carácter subversivo (Gilles Deleuze, Félix Guattari 1988: 12 y13) que como ya lo hemos visto, se imbrica en las subjetividades sociales y, en segundo lugar, porque las reflexiones feministas han demostrado que encaminar las luchas sólo por la vía de leyes y políticas públicas no nos ha permitido llegar muy lejos. Rita Segato ha señalado que “el Estado como padre, y esa fe esta-tal nos ha ido neutralizando como sujetas potentes y soberanas” (Sega-to, 2019), afirmación que a mi juicio aplica para todos los movimientos populares.

Esta realidad se puede ver en dos ejemplos distintos. El primero y muy atingente es la situación de los feminicidios o femicidios en diversos paí-ses, donde las leyes estatales no han servido para garantizar seguridad a las mujeres, tampoco para frenar los feminicidios y menos para entregar justicia. El segundo ejemplo, desde una perspectiva más histórica, son las políticas públicas que están en la constitución mexicana vigente es-crita en 1917, la cual buscaba garantizar derechos sociales demandados por los sectores populares en la Revolución mexicana y en cuyo artículo 123 se señala que “para trabajo igual debe corresponder salario igual, sin tener en cuenta sexo ni nacionalidad”. A 104 años de su publicación este artículo no se ha cumplido, como demuestran los informes globales de brecha de género del Foro Económico Mundial que posicionan a México en el lugar número 125 de 144 países, en cuanto a la igualdad de salario por el mismo trabajo, demostrando un “rezago considerable” (Senado Mexicano, 2019). Ambos ejemplos expuestos demuestran la necesidad de transformar la realidad desde una perspectiva más profunda y com-pleja que el solo cambio de políticas públicas o marcos regulatorios. Con esto no quiero decir que este último proceso no sea necesario, sino de-mostrar que no es suficiente por sí mismo y que, por lo tanto, no debe ser el único ni el más importante objetivo del feminismo y organizaciones populares

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Finalmente, para responder a la pregunta si el feminismo debe construir un nuevo sentido común, a la luz de los hechos creo que la respuesta es clara y contundente, el feminismo o los feminismos deben asumir como estrategia la subversión del actual sentido común y la instauración de un nuevo sentido desde la construcción subalterna, bajo sus principios emancipatorios y desde las clases populares, que nos permita pensar en un futuro sin patriarcado y capitalismo neoliberal. El movimiento femi-nista se ha visto obligado a construir formas de organización por fuera de los marcos institucionales, a causa de su histórica privación de la participación en el ámbito público, que lo ha dotado de una capacidad de pensar nuevas formas de organización social a partir de la construc-ción de un nuevo sentido común donde confluyan saberes para forjar una nueva sociedad.

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64 Por la construcción de un nuevo sentido común feminista KiMberLy SegueL ViLLAgrán

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boletín del grupo de trabajo Izquierdas: praxis y transformación social

número 4 • Agosto 2021