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Historia institucional cisterciense L.J. LEKAI, Los Cistercienses Ideales y realidad, Abadia de Poblet Tarragona , 1987. © Abadia de Poblet Prólogo Es un verdadero desafío la tarea de presentar en un solo volumen la historia de una institución religiosa tan antigua, influyente y ampliamente extendida corno la Orden cisterciense. Mi primer intento, The White Monks (1953) y sus versiones francesa (Les moines blancs, 1957) y alemana (Geschichte und Wirken der Weissen Mönche, 1958) tuvieron, no obstante, acogida favorable. Sin embargo, en los últimos veinticinco afios ha cambiado completamente el punto de vista tradicional sobre los comienzos cistercienses y una gran cantidad de estudios recientes modificaron y ampliaron nuestro conocimiento del resto de la historia. Como el trabajo original en inglés estaba agotado hacía algún tiempo, pensé publicar una segunda edición revisada y corregida, pero el enorme volumen del material aparecido me convenció bien pronto que la mejor solución era escribir una nueva obra. En ella he tratado de lograr una nueva historia de la Orden, que, a pesar de ser totalmente independiente y mas completa que The White Monks, conservara el carácter narrativo y la estructura de ésta. Modifiqué completamente todo lo referente a los siglos XVII y XVIII en base a los estudios que había publicado con anterioridad en Analecta Cisterciensia; The Rise of the Cistercian Strict Observance, que apareció corno volumen aparte, trata de un aspecto particular. Entre todos los hermanos de religión y colegas que siguieron la evolución de esta obra con sincero interés, debo particular agradecimiento al Prof. Polycarpo Zakar, director de Analecta Cisterciensia, por la lectura y valiosas sugerencias relativas a los capítulos de los orígenes cistercienses; al Padre Crisógono Waddell, de Getsemaní, por su ayuda generosa facilitándome información sobre los recientes acontecimientos trapenses; a Dom Jean Leclerq, nuestro dottor universalis en los estudios monásticos, por sus valiosos comentarios del capítulo «Espiritualidad y cultura»; al Prof. Meredith Lillich de la Universidad de Syracuse, por sus autorizadas observaciones sobre el capítulo «Arte»; al Padre Maur Cocheril (†), de Port-du-Salut, por el magistral diseño de los mapas, dibujados especialmente para este volumen. Debo, con todo, la mas profunda gratitud a la Dra. Rozanne Elder y al Prof. John Sommerfeldt, ambos de la Universidad de Western Michigan, que leyeron el original, corrigieron el estilo y me hicieron notar los diversos errores y omisiones. Por la misma causa también debo mi gratitud al Prof. Giles Constable, de la Universidad de Harvard, que leyó todo el manuscrito en su redacción final. Es innecesario añadir que asumo toda la responsabilidad por los posibles errores. Sea ésta la oportunidad para reconocer mi deuda de gratitud con mi amigo y compañero de trabajo en el campo de los estudios cistercienses, Prof. Coburn V. Graves de la Universidad Estatal de Kent, el primer americano que reservó The White Monks. Con su maestría en el latín medieval me ayudó a eliminar muchas incorrecciones en la traducción de los documentos.

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Historia institucional cistercienseL.J. LEKAI, Los Cistercienses Ideales y realidad, Abadia de Poblet Tarragona , 1987.

© Abadia de Poblet

Prólogo

Es un verdadero desafío la tarea de presentar en un solo volumen la historia de una institución religiosa tan antigua, influyente y ampliamente extendida corno la Orden cisterciense. Mi primer intento, The White Monks (1953) y sus versiones francesa (Les moines blancs, 1957) y alemana (Geschichte und Wirken der Weissen Mönche, 1958) tuvieron, no obstante, acogida favorable. Sin embargo, en los últimos veinticinco afios ha cambiado completamente el punto de vista tradicional sobre los comienzos cistercienses y una gran cantidad de estudios recientes modificaron y ampliaron nuestro conocimiento del resto de la historia.

Como el trabajo original en inglés estaba agotado hacía algún tiempo, pensé publicar una segunda edición revisada y corregida, pero el enorme volumen del material aparecido me convenció bien pronto que la mejor solución era escribir una nueva obra. En ella he tratado de lograr una nueva historia de la Orden, que, a pesar de ser totalmente independiente y mas completa que The White Monks, conservara el carácter narrativo y la estructura de ésta. Modifiqué completamente todo lo referente a los siglos XVII y XVIII en base a los estudios que había publicado con anterioridad en Analecta Cisterciensia; The Rise of the Cistercian Strict Observance, que apareció corno volumen aparte, trata de un aspecto particular.

Entre todos los hermanos de religión y colegas que siguieron la evolución de esta obra con sincero interés, debo particular agradecimiento al Prof. Polycarpo Zakar, director de Analecta Cisterciensia, por la lectura y valiosas sugerencias relativas a los capítulos de los orígenes cistercienses; al Padre Crisógono Waddell, de Getsemaní, por su ayuda generosa facilitándome información sobre los recientes acontecimientos trapenses; a Dom Jean Leclerq, nuestro dottor universalis en los estudios monásticos, por sus valiosos comentarios del capítulo «Espiritualidad y cultura»; al Prof. Meredith Lillich de la Universidad de Syracuse, por sus autorizadas observaciones sobre el capítulo «Arte»; al Padre Maur Cocheril (†), de Port-du-Salut, por el magistral diseño de los mapas, dibujados especialmente para este volumen.

Debo, con todo, la mas profunda gratitud a la Dra. Rozanne Elder y al Prof. John Sommerfeldt, ambos de la Universidad de Western Michigan, que leyeron el original, corrigieron el estilo y me hicieron notar los diversos errores y omisiones. Por la misma causa también debo mi gratitud al Prof. Giles Constable, de la Universidad de Harvard, que leyó todo el manuscrito en su redacción final. Es innecesario añadir que asumo toda la responsabilidad por los posibles errores.

Sea ésta la oportunidad para reconocer mi deuda de gratitud con mi amigo y compañero de trabajo en el campo de los estudios cistercienses, Prof. Coburn V. Graves de la Universidad Estatal de Kent, el primer americano que reservó The White Monks. Con su maestría en el latín medieval me ayudó a eliminar muchas incorrecciones en la traducción de los documentos.

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Para terminar, una merecida palabra de reconocimiento por la labor que desarrolló el cuerpo directivo de The State University Press, en especial el director, el Sr. Paul H. Rohmann, y el editor, el Sr. Michael A. Di Battista. Su cálido apoyo al proyecto desde su iniciación, pasando por las incontables horas de arduo trabajo que dedicaron a todos los detalles del proceso de publicación, ha excedido los mas altos niveles de servicio profesional. Que el éxito de este libro sea su merecida recompensa.

L.J. Lekai

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Reformas monásticas del siglo XI

El año mil puede ser considerado con toda justicia como un punto clave para la historia de la Europa cristiana, por razones de mayor importancia que el simple hecho de poner fin a diez centurias.

El llamado Renacimiento Carolingio había fracasado como primer intento para establecer la paz, la prosperidad y el orden sobre las Runas del Imperio Romano. El orgulloso imperio de Carlomagno se derrumbó a causa de la enemistad entre sus nietos, y las llamas vacilantes de la piedad y la erudición monásticas fueron extinguidas por una nueva oleada de invasiones bárbaras. Los vikingos atacaron por el norte, los sarracenos por el sur, los húngaros por el este, y al final del siglo IX el problema ya no era la preservación de la civilización cristiana, sino la supervivencia del mismo cristianismo.

Nuevamente los bárbaros cabalgaban o navegaban a voluntad a través del continente: Roma y París llegaron a ser tan inseguras como Burdeos, Marsella o Nápoles. Ruinas humeantes de otrora importantes abadías, marcaban pequeños puntos sobre la campiña devastada, mientras que el papado se hundía basta llegar al nivel de una institución degradada, de significación estrictamente local.

Sin embargo, bacía la mitad del siglo X comenzaron a multiplicarse los signos de esperanza. Cedió la furia de las invasiones bárbaras cuando los vikingos y los húngaros se afincaron en sus tierras recién conquistadas, abrazaron el cristianismo y se convirtieron en elementos constructivos con un lento proceso de recuperación. El sajón Oton I impuso cierto orden en las tierras de los germanos, renovó el Imperio y rescató al papado de las garras de poderosas familias romanas, perpetuamente enemistadas entre sí, mientras que la expansión rápida de Cluny restauraba en Europa occidental la confianza y el respeto por el monacato.

Hacia el final de la centuria se había logrado un cierto grado, elemental, de orden y seguridad frente a la invasión. Este logro, por modesto que parezca, sirvió de base para la espectacular explosión de energía creadora que dio origen a la nueva civilización del alto Medioevo. En el siglo XI, las instituciones del feudalismo alcanzaron su pleno desarrollo. La misma era fue testigo de la aparición de ciudades medievales y de una reactivación notable del comercio y la industria. Las nuevas escuelas catedralicias y municipales eclipsaron a los primitivos centros monásticos de enseñanza y prepararon el camino para las universidades. Los laicos aprovecharon ventajosamente las nuevas oportunidades, y burócratas prepararos oficialmente comenzaron a reemplazar a obispos y abades en las posiciones administrativas del gobierno. Los artistas, estudiosos y poetas ya no fueron en adelante humildes admiradores e imitadores de la antigüedad clásica.

La arquitectura románica exhibía una asombrosa originalidad en los detalles de ingeniería y decoración. San Anselmo, Arzobispo de Canterbury, puede ser considerado con justicia el padre de la Escolástica, y su contemporáneo, el Duque Guillermo IX de Aquitania, un pionero de la poesía cortesana o trovadoresca. En Lombardía se reanudó el estudio del Derecho Romano, que a su vez inspiró al Derecho Canónico. Pero no hay una ilustración mas dramática, ni prueba mas concluyente, del vigor enorme y de la auto confianza de esta Europa, que el afortunado contraataque contra los infieles: la heroica Reconquista de España y la Primera Cruzada, que llevó a los caballeros franceses a miles de kilómetros de distancia para recuperar Jerusalén.

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Con todo, la razón por la cual los historiadores modernos consideran indudablemente el siglo XI una era de revolución, comparable por su impacto, con la Reforma o la Revolución Francesa, es el cambio repentino, conocido comúnmente como reforma Gregoriana, que tuvo lugar en el campo de las relaciones Iglesia estado. En realidad, «reforma» no es el término mas apropiado. Fue una violenta exigencia en pro de un cambio drástico, y no un simple esfuerzo para eliminar abusos y volver a un cierto modelo primitivo de vida eclesial. En realidad, se entabló una lucha ideológica tendente a adaptar antiguas tradiciones y establecer un nuevo orden en el mundo mas acorde con las circunstancias que habían cambiado.

Después del breve experimento carolingio, se había logrado un equilibrio aparentemente duradero en las relaciones Iglesia-Estado en los Imperios Otonianos y la primera época del Salico. Balance caracterizado por una interpretación de ecclesia y mundus.

El emperador no era simplemente un gobernante secular, sino rex et sacerdos, con la doble obligación de proteger y propagar la Iglesia, con amplia autoridad sobre funciones y nombramientos eclesiásticos. En forma similar, la jerarquía estaba completamente integrada en la naciente sociedad feudal y unía a la administración de los sacramentos, una variedad de tareas gubernamentales, judiciales y aun militares.

Las autoridades papal e imperial se superponían en extensas áreas, y la tutoría moderada del emperador sobre el papado no solamente era aceptada, sino también frecuentemente esperada.

Este estado de cosas se hizo mas visible que nunca bajo Enrique III (1039-1056), un asceta piadoso y austero, un monje bajo apariencias mundanas. En el Sínodo de Sutri (1046), Enrique puso fin a un cisma escandaloso. Destituyó a tres competidores para el trono papal (Benedicto IX, Silvestre III y Gregorio VI) y manejó los hilos para las elecciones sucesivas de tres papas, el tercero su propio tío, León IX (1049-1054), primer reformador «gregoriano».

Subitamente, en 1059, se produjo un cambio brusco de actitud, con el famoso decreto de elección papal y con la publicación del no menos sensacional Tres libros contra los simoníacos, del Cardenal Humberto de Silva Candida. Bajo la consigna de «libertad para la Iglesia», comenzó la lucha contra la influencia secular en la administración eclesiástica y la interferencia clerical en los asuntos seculares. La primera puede ser simplificada convenientemente como el «Conflicto de Investiduras», la segunda como diversas medidas contra la compraventa de cargos eclesiásticos (simonía) y el matrimonio clerical (nicolaísmo).

Ambos aspectos de la lucha alcanzaron su punto mas dramático bajo el pontificado de Gregorio VII (1073-1085), cuyo objetivo incluía evidentemente la reorganización total de la sociedad cristiana, apuntando hacia una separación institucional de Iglesia y Estado. Esto implicaba el propósito de despojar al emperador de sus poderes cuasi sacerdotales, formar un clero moralmente purificado, rigurosamente apartado de los conflictos mundanos, asegurar al Papa jurisdicción externa y efectiva sobre toda la Iglesia, y garantizarle un papel decisivo en caso de conflictos seculares y eclesiásticos.

Este programa revolucionario no pudo ser puesto en practica en su totalidad, ni por Gregorio, ni por sus sucesores, pero durante cincuenta alíos de debate constante, cada faceta de la vida cristiana, incluyendo el monacato, fue reexaminada críticamente. La renovación monástica del siglo XI sólo puede ser comprendida correctamente, por tanto, como parte integrante de la Reforma Gregoriana. La renovación se hizo inevitable, no desde luego por razón del declinar

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moral o la relajación de la disciplina, sino porque los monjas se vieron forzados a encontrar un nuevo lugar en una sociedad cambiante.

Los sucesos se parecían a la magia óptica de los antiguos calidoscopios. Cuando el observador mueve el tubo, todas las partículas están obligadas a moverse, adoptando a cada instante un urodelo distinto de colores, y un perfecto equilibrio y armonía. Siguen un camino erróneo los que tratan de justificar cualquier reforma monástica significativa acumulando abusos y delitos.

Por desgracia, las flaquezas humanas han sido siempre evidentes, aun en los monasterios mas perfectos. Mas el siglo XI no mostró ningún signo visible de «decadencia» monástico. Por el contrario, durante el abadiato de Hugo el Grande (1049-1109), alcanzó su apogeo el imperio de Cluny, con sus innumerables filiaciones, directas e indirectas. La ola de críticas dirigida contra el monacato benedictino en el siglo XI, puede ser explicada en gran parte por el hecho de que Cluny y sus filiaciones fueron lentas en darse cuenta de los cambios ocurridos a su alrededor y mas lentas aún en adaptarse a las nuevas condiciones.

En realidad, contrariamente a la opinión expresada con insistencia, la espiritualidad cluniacense no tuvo un papel directo en la génesis de la Reforma Gregoriana. El Abad Hugo no fue un defensor entusiasta de las ideas extremas de Gregorio, y en lugar de apoyarlas, trató de mediar entre el papa y Enrique IV. El influjo de este gran abad en el resultado de la famosa confrontación de Canosa ha sido atentamente estudiado.

La critica de las formas tradicionales de monaquismo proviene de diversas fuentes, pero con mayor frecuencia de los propios monjes.

El mejor conocido, y seguramente el mas influyente, de los críticos fue san Pedro Damiano, quien a despecho de su encumbrada posición en la Curia, se refería a sí mismo corno a un «monje pecador» (peccator monachus). Acusaba a muchos abades de su época de ostentación mundana: pasaban mas tiempo en las cortes reales que en sus monasterios, estaban mas versados en política que en materias pertinentes a su condición abacial; estaban constantemente envueltos en litigios sobre propiedades y rentas. No sentía admiración por los grandes constructores que embellecían sus iglesias y agrandaban sus abadías, ni podía resistir a la tentación de relatar una misión del famoso Abad Ricardo de Saint-Vanne en el infierno, condenado a levantar andamios a perpetuidad en castigo a su gusto extravagante por la arquitectura refinada. El Cardenal Pedro no apreciaba el esplendor litúrgico y criticaba «el sonido innecesario de las campanas, el canto prolongado de los himnos y el uso conspicuo de adornos». En su visita memorable a Cluny, en 1063, observó que los distintos oficios litúrgicos eran tan prolongados que, en la rutina diaria, había apenas media hora para que los monjes conversaran entre sí. Deploraba al mismo tiempo la falta de penitencia y mortificación, particularmente en comida y bebida.

Otras críticas del monacato, cuyo número podría multiplicarse a voluntad, fueron lanzadas contra los laicos y los niños que por varias razones vivían entre los monjes y otros forasteros; contra monasterios construidos tan cerca de las ciudades que hacían peligrar su soledad, contra los viajes innecesarios y la vagancia de los monjes…

Señalaban que el status clerical de muchos monjes servia simplemente corno un pretexto para el abandono del trabajo manual, y que asumir tareas pastorales conducía a una competencia inoportuna con el clero secular. De hecho – proseguían los críticos – muchos abades

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usurpaban la autoridad episcopal y ávidamente adquirían iglesias y variedad de beneficios distintos, cuya posesión era impropia de monjes.

El descontento del clero secular con la conducta monástica se hizo evidente en numerosos sínodos provinciales que tuvieron lugar en Francia a través de todo el siglo XI. En 1031, el Sínodo de Bourges destacó las virtudes de obediencia y estabilidad y amenazó con la excomunión a los monjes vagabundos. El Concilio de Tolosa, en 1056, atacó a los abades que desatendían sus deberes y enfatizó sobre la virtud de la pobreza, bastante olvidada. En 1059, como resultado de una reunión similar efectuada en Roma, se increpó a los monjes por su vanidad de tratar de conquistar altas posiciones y dignidades elevadas. En los sínodos subsiguientes de Tolosa (1068) y Rouen (1074), se prescribía a los monjes adherirse a la observancia de la Regla de san Benito sin mitigar sus indicaciones relativas al silencio, vigilias, ayuno y vestimenta.

Parece que, a los ojos de muchos contemporáneos, la raíz de tales abusos radicaba en el descuido por parte del monje de su papel y lugar religiosos ocupados dentro de la Iglesia. Esta convicción esta expresada en los escritos de Guillermo de Volpiano († 1031), el reformador de Saint-Bénigne en Dijon, quien deploraba que no hubiera distinción entre la conducta del clero y la del pueblo y entre los sacerdotes y los monjes. Su sobrino, Juan de Fécamp, trató el tema en forma todavía mas tajante, cuando siguiendo a Gregorio el Grande, insistía en que debía existir una línea claramente divisoria entre los laicos y el clero, y un lugar distinto también para los monjes, cuya vida debía transcurrir en penitencia y soledad.

A despecho de sus incongruencias, debe reconocérsele a los monjes de la época el valor de realizar visibles esfuerzos, por auto reformarse, siguiendo las pautas sugeridas por sus críticos. Con gran fervor se multiplicaron las nuevas fundaciones desde Calabria hasta Bretaña, mientras prácticamente todas las abadas antiguas de cierta reputación emprendían la ardua tarea de enmendar sus costumbres.

Las tres ideas básicas que parecen haber guiado la renovación monástica del siglo XI fueron: pobreza, eremitismo y vida apostólica. Estos tres conceptos se superponían y en cierta forma se integraban en la regla de san Benito; por consiguiente, su reaparición dio por resultado las viejas formas monacales.

Lo que las nuevas fundaciones tenían de original era, en gran parte, la forma peculiar con que estaban combinados estos tres elementos básicos.

La riqueza y el lujo eran los blancos principales de los críticos contemporáneos, mientras los reformadores recomendaban con ahínco la pobreza, como primer paso hacia una renovación profunda. Un nuevo énfasis respecto de la pobreza surgía como reacción espontánea a la prosperidad. Este problema se sintió tan agudamente en el siglo XI, que los reformadores, en su búsqueda de soluciones, pasaron por alto la Regla de san Benito, y llegaron hasta la pobreza de Cristo en la Cruz y a la de los Apóstoles y sus discípulos. Aparentemente, el movimiento comenzó en Italia y se difundió rápidamente por toda Europa al alborear el siglo. A las herejías dualistas que resurgían, desdeñando las cosas materiales y condenando bienes y posesiones, se sumaba el impacto causado por predicadores de la pobreza, medio desnudos y fantasmagóricos, que erraban en las monas rurales en número cada vez mayor.

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No sólo los sacerdotes y monjes, sino también los laicos quedaron fascinados con la idea de la pobreza absoluta, como indica claramente el muy estudiado ejemplo de los Patarini, en el norte de Italia.

Desde este punto de vista, no pueden considerarse como extremas las enseñanzas de san Pedro Damiano, estrictas como eran. Reemplazaba la moderación benedictina (sufficientia) con la severidad (extremitas) y la miseria (penuria), estimulaba a sus discípulos a ir descalzos, dormir en lechos duros y satisfacer solamente sus necesidades mínimas en el vestir, comer y beber. Considerando que Dios debe ser la única propiedad del monje, el manejo de dinero era algo abiertamente pecaminoso y una violación del contrato hecho por el monje cuando firmaba su profesión. Damiano exhortaba a sus discípulos: «Volvamos, amados, a la inocencia de la Iglesia primitiva para aprender a renunciar a las posesiones y disfrutar de la simplicidad de una pobreza real».

Ninguna comunidad religiosa pudo escapar al impacto producido por esta tendencia. Los «pobres de Cristo» (pauperes Christi), llegaron a ser referencia acostumbrada de monjes y clérigos regulares, y fue una frase repetida con frecuencia en las cartas de Gregorio VII.

Nada puede atestiguar mejor sobre el poder avasallador de este ideal que el singular intento de Pascual II (previamente monje en Vallombrosa) por lograr una solución al Conflicto de las Investiduras. En 1111 propuso, ante el asombro de Europa, que a cambio de la eliminación completa de cualquier tipo de interferencia secular en cuestiones eclesiásticas, la jerarquía nombrada por el emperador debía renunciar a las posesiones que les habían sido concedidas por la corona.

El restablecimiento de la vida eremítica, corno aspiración y fenómeno histórico a la vez, estaba íntimamente vinculado al nuevo concepto de la pobreza. El ermitaño no sólo se apartaba de la sociedad, sino que vivía en renunciamiento y total pobreza, tanto interna corno externa.

San Jerónimo señalaba que «el desierto ama a los desprendidos» (nudos amat eremus). Los orígenes del movimiento se remontan a los desiertos de Egipto y Siria en los primeros siglos del cristianismo. Sobrevivió corno forma de vida religiosa especialmente en oriente, a pesar de la creciente popularidad de la vida cenobítica. Ademàs, parece que la continuidad de la vida eremítica no sufrió interrupciones hasta el siglo XI, aun en Occidente.

Lo que resulta novedoso en esa época es su enorme popularidad, su rápida difusión geográfica y su penetración en todos los estratos de la sociedad existente. Para explicar hechos obvios se han propuesto varias conexiones entre el movimiento y los problemas socio-económicos del siglo XI. Pero la conexión entre ambos sigue siendo muy ambigua, porque tales condiciones diferían enormemente de un lugar a otro, mientras que la atracción bacía el eremitismo parece haber sido universal.

Dado que el resurgimiento de la vida eremítica se hizo visible primero en Italia, se pensó frecuentemente que el movimiento fue inspirado por anacoretas orientales, que se instalaron en la península cuando el avance del Islam los forzó a abandonar su suelo natal. Nunca se habían roto por completo los contactos religiosos entre Italia, y el Imperio Bizantino, y unos pocos ermitaños no podrían haber importado una novedad de tales consecuencias. Si bien fue significativa la influencia local de ciertos anacoretas bizantinos, corno san Nilo de Calabria, tales hechos aislados no pueden explicar satisfactoriamente la difusión de este tipo de vida al

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norte de los Alpes. Probablemente sea mas acertado suponer que la vida eremitica, así corno la nueva y estricta interpretación de la pobreza, surgió tomo reacción al tipo de vida monástica que prevalecía por entonces; una protesta espontánea contra la rutina diaria, confortable y apacible, de los monjes de las grandes abadías, que ya no constituían desafío suficiente para almas anhelantes de la vida heroica de los Padres del Desierto.

Esta actitud significa, sin lugar a dudas, que a los ojos de la nueva generación de reformadores, la vida eremítica aparecía como superior a la vivida bajo la Regla de san Benito. Consecuentemente, se concebía al monasterio como un mero lugar de preparación para los futuros ermitaños.

Pedro Damiano lo puntualiza de la siguiente forma: «Así tomo el sacerdocio es la meta de la educación clerical, lograr la habilidad en las artes es el propósito por el que concurren a clase los dramáticos, y un alegato brillante es la culminación de las horas monótonas del estudio de las leyes, así la vida monástica, con todas sus observancias, no es sino una preparación para una meta aún mas alta: la soledad de la ermita». Afirmaba que el monasterio era adecuado para el enfermo y el débil, pero que aquellos que eligieran quedarse allí para siempre, únicamente podrían ser tolerados.

El perdurable influjo de cada ermitaño, mientras éste permaneció verdaderamente en soledad y aislamiento, plantea un problema especial. Es obvio que esa gente, no importa cuan profunda o rica haya sido su espiritualidad, moriría sin dejar huella. Por otro lado, la presencia de discípulos facilitaría la transmisión de valores espirituales, pero destruiría la soledad y haría caer al ermitaño en algún tipo de organización, que era justamente lo que ellos trataban de evitar. Los individuos son efímeros. Únicamente las instituciones tienen existencia duradera. La mayoría de los grandes ermitaños del siglo XI resolvieron el dilema haciendo concesiones, y terminaron como fundadores de comunidades religiosas, cuya soledad estaba amalgamada con elementos cenobíticos.

Camaldoli, Fonte Avellana, Vallombrosa, Fontevrault, Savigny, Grandmont, la Grande Chartreuse y Obazine son simplemente las mas conocidas de una serie de fundaciones eremíticas similares, donde un marco institucional garantizaba la supervivencia de una especial espiritualidad, mucho después de la desaparición de los anacoretas fundadores, y de la pérdida de popularidad del movimiento.

El tercer incentivo para la renovación monástica fue el afán por imitar la vida de los apóstoles, o mas especialmente la vida de la comunidad apostólica de Jerusalén, en pobreza, sencillez y caridad mutua.

Debe tenerse en cuenta, sin embargo, que en el siglo XI la palabra «apostólico» no tenía corno significado predicar el Evangelio o desempeñar otras tareas de «cura de almas» (cura animarum); se podía muy bien seguir a los apóstoles dentro del programa de los contemplativos, y aun de los ermitaños. Al mismo tiempo, la atracción por la «vida apostólica» se extendía mucho mas allá de los círculos monásticos. Inspiró a canónigos regulares, a predicadores ambulantes, a movimientos laicos de pobreza y muchos aspectos de la Reforma Gregoriana. Nada demuestra con mayor elocuencia la fuerza potencial del movimiento Como la dificultad que experimentaron las autoridades eclesiásticas al tratar de contener el creciente número de predicadores errantes, dentro de los límites de la moderación y la ortodoxia. Hasta una personalidad tan renombrada corno Roberto de Arbrissel, el

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fundador de Fontevrault, fue severamente amonestado por el Obispo de Rennes a causa de su apariencia grotesca y su comportamiento extravagante.

La influencia de la Iglesia primitiva sobre el monaquismo es tan antigua corno el monaquismo mismo. La novedad era la urgente y extendida exigencia de reformar las comunidades religiosas a la luz del Nuevo Testamento. Pedro Damiano obligaba a sus seguidores «a volver a la inocencia de la Iglesia primitiva». En el Concilio de Roma, en 1059, Hildebrando usó virtualmente las mismas palabras al exigir la restauración de la vida comunitaria de la primera centuria.

De acuerdo con Esteban de Muret, un importante «pobre de Cristo» de la generación siguiente, las reglas escritas por el hombre tienen importancia secundaria; por tanto, «si alguien te pregunta a qué orden religiosa perteneces, dile que a la orden del Evangelio, que es la base de todas las reglas».

Un tratado de comienzos del siglo xii, «Acerca de la verdadera vida apostólica» (De vita vere apostólica), atribuido a Ruperto, abad de Deutz, llegaba aún mas lejos: «Si quieres consultar los pasajes mas importantes de las Escrituras, encontraras que todos ellos parecen decir muy claramente que la Iglesia se originó en la vida monástica». De hecho, la Regla de san Benito fue la adaptación de la regla apostólica (regula apostólica). Por consiguiente, continuaba, los apóstoles habían sido monjes, y en consecuencia, los monjes son los auténticos sucesores de los apóstoles.

Las consecuencias de tales interpretaciones fueron indudablemente claras. Los monjes debían liberarse de los lazos de la sociedad feudal, abandonar sus espléndidos dominios, su ceremonial complícalo, la comodidad y el confort del cual gozaban, fruto del trabajo de sus antecesores. Para ser dignos de su herencia apostólica, debían volver sus espaldas al mundo y buscar una vida renovada en la sencillez, pobreza, trabajo manual y caridad.

Además de los tres motivos de renovación monástica que acabamos de describir, muchos autores se refieren a otro movimiento con ellos relacionado: «El retorno a las fuentes» del monaquismo cristiano. Aunque es innegable que todos los reformadores trataron de justificar sus exigencias con referencias bíblicas, a los Padres del Desierto o a la Regla de san Benito, sigue siendo dudoso que tales manifestaciones tuvieran la fuerza representativa de un «movimiento» característico del siglo XI. Reformadores de todos

Los tiempos y de diversos tipos han empleado la misma táctica para vindicar sus novedosos enfoques. Pero es muy raro que los cambios, innovaciones, rupturas con el pasado, hayan generado entusiasmo universal entre los monjes. Aquellos que propusieron tales movimientos se sintieron obligados a disfrazar sus intenciones Como intentos de volver a las tradiciones antiguas y santificadas.

Al mismo tiempo, los cambios radicales en la composición de la sociedad necesitaban de reformas institucionales. El comienzo de los cambios institucionales pertinentes manifestaba un sano instinto de supervivencia. En tales circunstancias, una organización tradicionel no puede asegurar su readaptación efectiva simplemente volviendo atrás, hacia observancias y procedimientos que se reconocen como antiguos. El problema puede solucionarse mediante acomodaciones fieles de las tradiciones genuinas, pero es muy dudosa la medida en que los reformadores monásticos del siglo XI eran conscientes de la naturaleza de su tarea o la sinceridad con que eran adictos al pasado. Ya se ve que estaban en una posición difícil para

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interpretar auténticamente sus fuentes, por la simple razón de que permanecían ignorantes de las diferencias fundamentales que separaban la mentalidad de las postrimerías del imperio romano de la del mundo que les tocaba vivir.

Los reformadores siguieron su instinto para echar mano del os medios a su alcance. Esta asombrosa libertad puede observarse en la variedad de interpretaciones contradictorias de que fue objeto la Regla de san Benito. Su texto, en forma virtualmente idéntica, estaba al alcance de todos los monjes, desde san Benito de Aniano a Roberto de Molesme. Nadie se atrevió a rechazar su autoridad. Unos pocos, corno Esteban de Muret, prácticamente la ignoraron; otros, corno san Bruno, tomaron de ella solamente ciertos pasajes. La mayoría de los reformadores, aunque profesaban devoción incondicional a la Regla, no tuvieron escrúpulos en interpretarla de acuerdo con las necesidades del momento.

Esto hizo posible una amplia gama de fundaciones: las abadías basilicales en Roma, las «abadías misioneras» o «abadías culturales», de los anglosajones, las «abadías de oración» y «abadías de peregrinación» carolingias, las de culto cluniacenses y las abadías de soledad del siglo XI.

Probablemente, Pedro Damiano fue el heraldo mas claro de las abadías de soledad. Al mismo tiempo que rendía homenaje a la Regla de san Benito, se ingeniaba para leerla a través de su propia idea de la mortificación. No encontraba ninguna incompatibilidad entre los conceptos monásticos de san Benito y los de sus antecedentes en el desierto, por lo cual instaba a sus seguidores a vivir de acuerdo con la Regla o con las instituciones y conferencias de los Padres.

Juzgando a san Benito manifiestamente moderado, alegaba que la Regla había sido escrita para guiar almas inherentes, pero el Santo no tenia intención de suplantar leyes penitenciales aplicadas a los pecadores, y por consiguiente la Regla no eximía de los preceptos de los Padres, que habían vivido anteriormente. Sin embargo, él mismo anuló gustosamente en la practica 72 capítulos de la Regla para poder vivir de acuerdo sólo con el setenta y tres en toda su extensión, el cual se refería justamente al ejemplo de los Padres del Desierto.

Es muy posible que los reformadores de la generación posterior hayan tomado conciencia de las contradicciones inherentes a tales enfoques, y reaccionaron adhiriéndose en forma muy sincera a la Regla. No sólo Vallombrosa fue fundada en base a la autoridad de san Benito, sino que Juan Gualberto «comenzó a estudiar su significado con mucha aplicación e intentó observarla en todo su vigor», mientras aconsejaba a sus discípulos seguirla «en todo». Bernardo de Tiron y Vitalis de Mortain (en Savigny) adoptaron actitudes similares, mientras que el fervor por una observancia mas recta de la Regla fue la razón esencial para la fundación de Cister.

El común denominador de todos los esfuerzos reformadores del siglo XI, fue el deseo de establecer una vida heroica de mortificaciones, vivida fuera de toda complicación mundana. En esto, los fundadores de las nuevos instituciones monásticas tuvieron realmente éxito. Pero paralelamente los reformadores trajeron consigo el germen de una época de relativa decadencia. Pedro Damiano y sus herederos establecieron una vida de ascetismo heroico y sus abadías lograron un. grado de perfección monástica al que nunca se había llegado antes, pero ese nivel no pudo ser mantenido indefinidamente. Al insistir en la observancia meticulosa de ciertos pasajes de la Regla, pasaban por alto el espíritu de moderación que la gobernaba. San Benito adaptaba su legislación a las distintas facetas de la fragilidad humana, mas no así los

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nuevos reformadores. Rehusaban reconocer la verdad respecto de las instituciones destinadas a perdurar, que debían tener en cuenta las limitaciones del hombre común y no las ambiciones de unos pocos: santos y héroes. Una vez mas, la sabiduría del Santo legislador, probaba ser mas perdurable que el fuego de los entusiastas espirituales. Así, la mayoría de las fundaciones eremíticas o semieremíticas se desintegraron, fueron absorbidas por las reformas sucesivas o cayeron en el olvido. De esta nueva generación de monjes, los cistercienses quedaron a la vanguardia de la historia religiosa para los siglos venideros.

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De Molesme a Cister

No se puede relatar la historia de la fundación de Cister sin mencionar un intento previo de reforma monástica: la fundación de Molesme, hecha por san Roberto en 1075. Allí, un grupo de monjes concibió la idea de realizar, en los bosques de Cister, una fundación mejor planeada y con mejores resultados.

Los primeros años de la vida de Roberto están rodeados por la oscuridad; y los escasos datos aparecidos en su Vita, publicada en el siglo XIII, parecían estar influenciados por sus cargos posteriores en Molesme y Cister. Roberto nació alrededor de 1028 en algún lugar de Champaña. Sus progenitores, Teodorico y Ermengarda fueron nobles, emparentados probablemente con los condes de Tonnerre y con la casa de Reinaldo, vizconde de Beaune.

Profesó siendo muy joven en la abadía de Montier-la-Celle cerca de Troyes, donde llegó a ser prior, poco después de 1033. Entre 1068 y 1072, sirvió como abad en Saint Michel-de-Tonnerre, una abadía de observancia cluniacense, en la diócesis de Langres.

Por una razón u otra, su abadiato terminó abruptamente, y Roberto volvió a Troyes como simple monje. Sin embargo, pasó poco tiempo en la abadía de su profesión; después de algunos meses, fue elegido o nombrado prior de Saint-Aroul, un priorato dependiente de Montier-la-Celle en Provins, en la diócesis de Sens. Pero este lugar le resultó todavía menos acogedor que Saint-Michel, y en 1074 se unió a un grupo de ermitaños en los bosques de Collan. Con la colaboración de esos ermitaños, fundó en 1075 el monasterio de Molesme en la diócesis de Langres, en terrenos apropiados, donados para tal fin por Hugo, señor de Maligny.

Roberto había tenido una considerable experiencia de la vida monástica. Aunque insatisfecho con el tipo de disciplina imperante en Cluny y atraído por la vida solitaria, como indica su empresa de Molesme, se mantuvo firme en su creencia de que las normas del ascetismo del desierto, practicadas dentro de la comunidad monástica, eran lo más cercano al ideal de vida religiosa. Pronto su sinceridad atrajo a buen número de seguidores y, con el apoyo material proporcionado por la nobleza local, Molesme se convirtió en una de las abadías reformadas de más éxito de finales del siglo XI.

En realidad, la afluencia de vocaciones y las donaciones generosas hicieron posible un cierto número de fundaciones. Algunas eran simplemente cellae, pequeñas casas dependientes del monasterio, otras prioratos dependientes o abadías. Hacia 1100 eran casi 40, y estaban establecidas en doce diócesis.

El rápido crecimiento de esta nueva congregación monástica atestigua claramente la validez de la idea original de Roberto, pero los problemas de organización y control, cada vez más complejos, rebasaron ampliamente el talento del santo fundador.

En 1082, Molesme atrajo a san Bruno y sus compañeros, quienes pasaron allí algún tiempo, antes de partir hacia las montañas de Grenoble, la cuna de la Orden de los Cartujos.

Alrededor de 1090, el mismo Roberto llegó a la conclusión de que su lugar no estaba ya en su propia abadía y se unió a un grupo de ermitaños en Aux, cerca de Riel-les-Eaux. Pronto los desconcertados monjes de Molesme, le convencieron y consintió en volver a su abadía. Pero

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si se da crédito a la Vita, poco después, cuatro de sus partidarios más íntimos, entre ellos Alberico y Esteban, hicieron otra escapada, viviendo «por algún tiempo» en Vivicus, un lugar que de otra forma hubiera permanecido desconocido.

Estos incidentes desafortunados no significaban forzosamente la decadencia moral del cenobio molesmense. La expansión de la abadía y su buen nombre, que conservaba intacto, parecen atestiguar lo contrario. El problema fundamental radica en el hecho de que el grupo reducido de ermitaños que la fundaron se vio sobrepasado numéricamente por las nuevas vocaciones, de suerte que perdieron el control sobre la disciplina. En consecuencia, Molesme comenzó a parecerse más y más a las otras abadías prósperas de la vecindad, todas bajo la irresistible influencia de Cluny, de la cual el abad Roberto había tratado precisamente de escapar.

Hacia 1090 Molesme había acumulado beneficios eclesiásticos y diezmos, rentas de iglesia, aldeas y siervos y la propia abadía bullía de sirvientes legos (famuli), hermanos (conversi), niños (oblati) y praebendarii, esto es, gente que ofrecía sus bienes a la abadía a cambio de casa y comida para toda la vida.

Todo esto encajaba perfectamente dentro de las tradiciones monásticas habituales de la época, pero estaba muy lejos del aislamiento y pobreza soñados por Roberto, una vida sin el estorbo de compromisos mundanos, dedicada exclusivamente al servicio de Dios.

Estos temas suscitaron discusiones y se sucedieron ásperos debates, con todo el encono de las controversias religiosas que continuaron por años. Si vamos a dar crédito a cronistas famosos de la nueva generación, Ordericus Vitalis y Guillermo de Malmesbury, Roberto juzgó conveniente apoyar el peso de sus argumentos en alusiones frecuentes a la Regla de san Benito, mientras la mayoría hostil insistía en la legitimidad de las costumbres de Cluny y rechazaba los propósitos del abad como novedades religiosas impracticables.

Un compromiso formal parecía irrealizable, pero la polarización de los temas en discusión ayudó a reajustar un programa de reformas, que sería puesto en práctica en el futuro, con mejores resultados que los obtenidos en Molesme. De esta forma, se grabó profundamente en la mente de los futuros fundadores de Cister la dedicación absoluta a la Regla, a lo que se sumó una aguda suspicacia hacia Cluny y una clara conciencia de las desagradables consecuencias que traía consigo una relación demasiado íntima con la sociedad feudal.

Algunos de los monjes ermitaños se cansaron de los altercados continuos, y dejaron Molesme para hacer una fundación en Aulps, una pequeña cella en la diócesis de Ginebra, que fue erigida en abadía hacia fines de 1096 o principios de 1097. El documento de este último acontecimiento daba un énfasis muy significativo a la dedicación de los monjes por cumplir mejor la observancia de la Regla de san Benito. Reviste aún más importancia el hecho de que este documento se debiera a la pluma de Esteban, el secretario inglés del abad Roberto, y que Alberico, prior de Molesme, atestiguara legalmente el acontecimiento. Ambos serían futuros abades de Cister.

Probablemente en otoño de 1097 el abad Roberto y cierto número de monjes, entre ellos nuevamente Alberico y Esteban, visitaron al Arzobispo de Lyon Hugo de Die, legado papal en Francia y activo promotor de la Reforma Gregoriana. Roberto le presentó su plan para una nueva fundación, dando como razón principal «la tibia y negligente» observancia de la Regla en Molesme, que él prometía seguir «en el futuro más estricto y perfectamente».

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Hugo, visiblemente impresionado, bendijo el proyecto, animó a los peticionarios «a perseverar en su santo propósito» y, como este arreglo parecía servir a los intereses de ambas partes en el cenobio molesmense, autorizó a Roberto y a sus seguidores a dejar la abadía y retirarse «a otro lugar» donde pudieran «servir al Señor sin perturbaciones y en forma más provechosa».

Roberto, obispo de Langres, en cuya diócesis estaba ubicado Molesme, parece no haber tenido ninguna ingerencia en este hecho. Es fácil que no tuviera ningún interés en inmiscuirse en un asunto que potencialmente podía tener consecuencias embarazosas; ni que el abad Roberto considerara necesario su permiso. Los monjes de Molesme observaron con alivio los preparativos de los disidentes, y poco después de su partida eligieron como nuevo abad a un tal Godofredo, que fue investido a su debido tiempo por el Obispo de Langres.

A comienzo de 1098 se alistaron veintiún monjes para seguir a Roberto al lugar de un «nuevo monasterio», donado a tal propósito por Reinaldo, vizconde de Beaune, viejo benefactor y pariente del abad. Aunque era vasallo de Otón, duque de Borgoña, ofreció un terreno de su propiedad, que no estaba gravado por impuestos o servicios debidos a un tercero. Estaba ubicado a unos 20 Km. al sur de Dijon, en una zona boscosa muy tupida, que el autor del Exordium Cistercii, tomando una frase del Deuteronomio (XXXII, 10) calificaba como «un lugar de horror y completa soledad». Sin duda, el pequeño grupo de monjes-ermitaños había buscado un lugar como ése, pero en realidad, la finca, situada dentro de la diócesis de Chalon-sur-Saône, incluía algunas moradas rústicas y, probablemente, hasta una vieja capilla, donde los recién llegados rezaron sus primeros oficios.

El lugar ya tenía nombre: en latín Cistercium (en castellano Cister y en francés Cîteaux). Su etimología tiene distintas explicaciones; la más probable se refiere a su posición, estando «a este lado del tercer mojón» (cis tertium lapidem miliarium) del antiguo camino romano entre Langres y Chalon-sur-Saône. Por algunos años la nueva fundación no fue conocida por este nombre, sino simplemente como el Nuevo Monasterio (Novum monasterium). La fecha tradicional de la fundación, según consta en documentos posteriores, fue el 21 de marzo de 1098. Ese año, el Domingo de Ramos coincidía con la festividad de san Benito, y se lo eligió más por su significado simbólico que por hecho señalado alguno que hubiera tenido lugar en la dura vida diaria de los nuevos moradores, que ciertamente habían llegado allí con anterioridad.

Según el Exordium Cistercii, la erección canónica que transformó las construcciones primitivas en abadía, el juramento de obediencia del abad Roberto al obispo Gualtero de Chalon-sur-Saône, o los votos de estabilidad de los monjes respecto del Nuevo Monasterio, podrían haber sucedido en esa fecha, pero es más lógico suponer que actos legales tan trascendentales tuvieron lugar durante el verano de 1098.

Roberto y sus compañeros deseaban vivamente llevar una vida ascética en pobreza y perfecta soledad, proveyéndose de lo necesario con su propio trabajo, como los Apóstoles de Cristo. En esto no se vieron defraudados, porque la supervivencia en el bosque debió haber sido realmente dura.

Sin duda, pasaron los primeros meses talando árboles, construyendo algunos refugios temporales y plantando para la cosecha otoñal. Pero pronto, noticias provenientes de Molesme alteraron el ritmo de oraciones y trabajo manual.

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Los monjes, que habían visto complacidos la partida de su inquieto abad reexaminaron su actitud crítica. Los nobles de la vecindad, cuyos familiares poblaban la abadía, estaban escandalizados por los hechos turbulentos acaecidos en la comunidad. Sospecharon graves abusos cometidos en la misma, y Molesme comenzó a experimentar las consecuencias de la opinión pública hostil.

Los que optaron por permanecer en la misma, decidieron que la forma más eficaz de salir del paso, era, como probaban experiencias anteriores, la vuelta de Roberto a Molesme. Dado que no había esperanzas de que éste volviera voluntariamente, mandaron una delegación a Roma para conseguir que el Papa Urbano II ordenara el regreso del abad a Molesme.

Probablemente, se cuestionó allí por primera vez la legalidad de la separación de Cister. El Papa no quiso decidir la cuestión contando con el testimonio de una parte sola y confió el espinoso problema a su Legado en Francia, Hugo de Lyon, sugiriéndole simplemente que «si era posible, sacara al abad de su soledad y se lo devolviera a su abadía».

El legado mostró igual reticencia en dar la palabra final por sí solo y llamó en consulta a varios obispos y a algunas otras personas honorables y estimadas. El sínodo tuvo lugar probablemente a fines de junio de 1099 en Port-d’Anselle, donde el Obispo de Langres tomó partido por los monjes de Molesme. No se discutía el retorno forzoso de todos los disidentes, sino solamente de Roberto.

Godofredo, su sucesor, ofreció la dimisión para facilitar el retorno, después de lo cual el Arzobispo Hugo declaró que el Abad Roberto debía volver efectivamente a Molesme. Al mismo tiempo, se permitía regresar a todos aquellos monjes del Nuevo Monasterio que prefirieran seguir a Roberto, asegurando que en el futuro no se intentaría atraer monjes de una comunidad a otra. Si Roberto, con su acostumbrada inconstancia, abandonara la comunidad, proseguía el documento, Godofredo debía sucederlo sin nueva elección. Al Nuevo Monasterio se le permitía conservar la «capilla» del Abad Roberto, esto es, el mobiliario de la iglesia y los textos litúrgicos, excepto el valioso breviario, que se les permitía conservar hasta la festividad de la Pasión de san Juan Bautista (29 de agosto). Así, podían copiarlo en ese lapso de tiempo.

Roberto aceptó el veredicto del legado sin resentimiento aparente y, seguido por los monjes que estaban más unidos a él que a Cîteaux, retornó a Molesme, donde reanudó sus tareas abaciales y gobernó hasta su muerte en 1111. Su veneración popular como santo fue reconocida oficialmente en 1220 con su canonización, y en 1222 el calendario cisterciense señalaba su fiesta el 29 de abril.

Sin embargo, el cambio repentino en el corazón de Roberto y su retorno voluntario a Molesme dejó perplejos a sus contemporáneos, de la misma forma que desconcierta a los historiadores modernos. Seguramente, era un hombre gastado a sus setenta años, y las penurias del primer año en Cister lo debían haber afligido mayormente que a sus compañeros, que eran más jóvenes.

Por otro lado, no debía haberse dado cuenta de que su defección podría hacer peligrar la supervivencia del Nuevo Monasterio, la fundación que había planeado personalmente con cuidado y devoción. El peligro se hizo más agudo por el número de monjes que siguieron su ejemplo, quizá la mayoría de los veintiún fundadores. Esta última opinión se apoya en la crónica de Guillermo de Malmesbury, quien, apenas veinticinco años después del hecho, afirmaba en su crónica (Gesta regum Anglorum), que después del retorno del éxodo quedaban

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solamente ocho monjes en Cîteaux. El mismo autor, apoyándose evidentemente en fuentes cistercienses, fue el primero en divulgar el rumor de que Roberto tuvo un entendimiento secreto con sus adictos en Molesme, y que los delegados enviados al Papa pidiendo su retorno, contaban con su consentimiento previo. Por consiguiente, acogió de buena gana la orden de las autoridades.

El resentimiento cisterciense hacia Roberto era todavía evidente hacia el año 1190, cuando Conrado, monje de Claraval y posteriormente abad de Eberbach, compuso su Exordium Magnum, en el cual reprendía a Roberto por su deserción inexcusable.

Las primeras listas de los abades de Cister ni siquiera mencionan su nombre. Sin embargo, esta actitud llegó a convertirse en motivo de situaciones tan embarazosas después de su canonización, que se hicieron enormes esfuerzos para volver a escribir o suprimir los pasajes incriminatorios. La restauración del texto original del Exordium magnum fue posible únicamente después de descubrirse, por casualidad, un manuscrito sin corregir en el año 1908.

Poco después de la partida del Abad Roberto y de sus adictos, muy probablemente en julio de 1099, la pequeña comunidad del Nuevo Monasterio eligió en su lugar a Alberico, quien había sido prior bajo Roberto y, probablemente, uno de los fundadores de Molesme. Debió haber sido un hombre de habilidad y carácter firme, porque se le atribuyen la consolidación, tanto material como espiritual, de Cister.

Después de la donación inicial del lugar para el nuevo establecimiento, no fue el vizconde de Beaune, sino Otón, duque de Borgoña y, luego de su muerte acaecida en Tierra Santa en 1101, su hermano Hugo, los que ayudaron materialmente a los monjes. Otón les aseguró el uso de los bosques circundantes y donó Meursault, la primera de las muchas viñas que Cister llegó a poseer posteriormente.

Cuando, debido a la escasez de agua, Alberico encontró inadecuado el sitio del primer emplazamiento y lo cambió casi un kilómetro más al norte, es muy probable que Hugo haya proveído el material necesario para la construcción de la primera iglesia de piedra de Cister, consagrada por el Obispo Gualtero de Chalon el 16 de noviembre de 1106 y dedicada a la Santísima Virgen María, inicio de una ininterrumpida tradición cisterciense.

Aún más significativa fue la bula de protección papal que Alberico obtuvo de Pascual II, tan pronto como éste sucedió a Urbano II. Ese documento era de vital importancia, dada la posición harto debilitada de Cîteaux y la amenaza de nuevas presiones de parte de Molesme y otras abadías poco amigas.

Para conseguir su propósito, Alberico solicitó cartas de recomendación a los nuevos legados papales, Cardenales Juan de Gubbio y Benito, quienes visitaron Cister de paso por Borgoña. El ex-legado Hugo de Die y el Obispo Gualtero de Chalon le otorgaron idéntico favor. Estos tres documentos, tal como están publicados en el Exordium parvum, no parecen ser los auténticos; pero la misión en Roma de los monjes delegados Juan e Ilbodo fue un éxito rotundo. La bula de Pascual II, fechada el 19 de octubre de 1100 y conocida en la historia cisterciense como el «Privilegio Romano», ordenó que los habitantes del Nuevo Monasterio «estén seguros y libres de toda perturbación… bajo la protección especial de la Sede Apostólica… excepto la obediencia canónica debida a la Iglesia de Chalon».

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Aunque el documento no puede ser considerado como el comienzo de la «exención» cisterciense, confirma la decisión de Portd’Anselle y la existencia legal e independencia de la abadía. Aprobaba al menos implícitamente la disciplina particular que los monjes practicaban, y les garantizaba la libertad y seguridad necesarias para una expansión futura.

De la correspondencia entre Alberico y Lamberto, abad de Saint-Pierre de Pothières se deduce, que el resto del mandato de Alberico transcurrió en una atmósfera tranquila, de modesta prosperidad. Alberico le preguntó la aceptación y el significado correcto de ciertas palabras latinas para uso del scriptorium de Cister, y Lamberto le respondió con un elaborado ensayo erudito.

Una tradición inmemorial indica que, bajo el abadiato de Alberico, los monjes adoptaron el hábito blanco, o más bien crudo, bajo el escapulario negro, por lo que recibieron el nombre popular de monjes blancos. De acuerdo con el Exordium Parvum, Alberico escribió las primeras Instituta para el Nuevo Monasterio. Este reglamento, el muy debatido capítulo XV de la famosa narración, parece constituir, sin embargo, una simple conjetura del autor, miembro de la segunda generación cisterciense.

Después de la muerte de Alberico, ocurrida el 26 de enero de 1109, los monjes eligieron abad al prior Esteban Harding, un inglés, la primera persona en la historia de la Orden que puede ser reconocida como un genio creador, sin posibilidad alguna de equivocación. Heredó un simple monasterio que gozaba por entonces de cierto prestigio entre las innumerables abadías reformadas, y dejó tras de sí la primera Orden de la historia monástica, dotada de un programa claramente formulado, ensamblada en un sólido marco legal y en un estadio de expansión sin precedentes.

Esteban nació en el seno de una familia noble anglosajona hacia 1060, y pasó parte de su juventud en la abadía benedictina de Sherborne, en el Dorsetshire. La invasión normanda arruinó a su familia, y tuvo que huir primero a Escocia y luego a Francia. Probablemente, completó su educación en París y, con un amigo llamado Pedro, también refugiado de Inglaterra, emprendió una larga peregrinación a Roma, donde ambos comprendieron su vocación monástica. A su retorno les llamó la atención la nueva empresa emprendida en Molesme, quedaron impresionados y decidieron unirse a la comunidad.

Por ese entonces, alrededor de 1085, Esteban era un joven con un futuro prometedor. Las ricas tradiciones monásticas celtas y anglosajonas, reformadas por san Dunstan († 988), de acuerdo con los modelos lotaringio y cluniacense le influyeron poderosamente durante los primeros años de su adolescencia. Francia, por su parte, le ofreció la oportunidad de completar su formación y conocer los problemas contemporáneos de la reforma monástica y eclesiástica. Durante su viaje por Italia, debió sentirse profundamente influido por el espíritu de san Pedro Damiano; y los ejemplos de Camaldoli y Vallombrosa lo habían impresionado vivamente. En Molesme, tuvo la oportunidad de observar cómo un noble proyecto era víctima de la corrupción, y de constatar que ésta se originaba en una organización interna precaria y en la intervención externa. Al convertirse en abad de Cister, Esteban estaba preparado para hacer uso de sus conocimientos, de su experiencia y su habilidad como organizador para asegurar el éxito de dicho monasterio, que hasta entonces sólo había tratado de encontrar un lugar a salvo dentro del convulso mundo monástico.

Desde el comienzo de su administración, se nota una rápida expansión del patrimonio de Cister, gracias a su excelente relación con la nobleza de la vecindad. En un período de 5 o 6

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años, los monjes establecieron sus primeras granjas, Gergueil, Bretigny y Gremigny, la mayoría en tierras donadas por la condesa Isabel de Vergy, que fue bienhechora insigne de Esteban y de sus monjes. Aimón de Marigny les concedió Gilly-les-Vougeot, posterior residencia veraniega de los abades. Alrededor de 1115, consiguieron los famosos viñedos, conocidos posteriormente como Clos-de-Vougeot, que fueron, quizá, los bienes raíces más valiosos de Borgoña. Recibieron varias donaciones como «limosnas libres». Cualquier derecho sobre diezmos que retuviera el donante, se le remitía en su totalidad o se le daba su equivalente en una donación anual, nominal, de las cosechas.

En el fondo, el abad Esteban reunía más condiciones de erudito que de economista. Su erudición lo capacitaba para emprender tareas que podrían poner a prueba el talento de los investigadores más modernos. Atento a las referencias que hay en la Regla sobre himnos atribuidos a san Ambrosio, intentó verificar que todos los himnos cantados por sus monjes, tanto en el texto, como en la melodía, fueran auténticamente «ambrosianos». Más aun, examinando las variantes en el texto de los códices del Antiguo Testamento a su disposición, resolvió restaurar la Vulgata original de san jerónimo. Para aclarar tales problemas, recurrió a las versiones en hebreo y arameo, que fueron consultadas por la ayuda de algunos eruditos rabinos judíos. Debido a la gran capacidad del scriptorium de Cîteaux, pudo conseguir trabajos cuidadosos, de gran precisión y, a la vez, de una belleza cautivadora. Las ilustraciones de la Biblia y de los Moralia in Job, realizadas ambas durante los tres primeros años de su administración, fueron las más notables de toda su época, dando pruebas de que, por ese entonces, el cenobio cisterciense contaba con algunos de los más grandes talentos artísticos de Francia.

Sin duda alguna, el surgir de Cister de la oscuridad hasta un lugar prominente, y la magnética personalidad de Esteban, atrajeron numerosos discípulos y hacia 1112 se planeó una nueva fundación, que se materializó en mayo de 1113, cuando partió un grupo de monjes hacia La Ferté, al sur de Cîteaux, pero todavía dentro de los límites de la diócesis de Chalon-sur-Saône. Luego se hizo inevitable una segunda casa, porque como especifica graciosamente el documento de la fundación, «era tal el número de hermanos en Cister, que ni las haciendas existentes eran suficientes para mantenerlos, ni el lugar en que vivían podía hospedarlos convenientemente».

Por supuesto, ese cuadro de expansión y prosperidad es muy diferente de aquel que el autor del Exordium Parvum trataba de legar a la posteridad. Hacia el final de su narración, justo antes de recordar la llegada del joven Bernardo y sus compañeros, el escritor se refiere a Esteban y sus monjes, como «suplicando, clamando con lágrimas en los ojos ante el Señor, arrancando día y noche profundos y prolongados suspiros, acercándose casi a las puertas de la desesperación, a causa de carecer casi por completo de sucesores». La fama posterior de san Bernardo cegó seguramente al autor de estas líneas, que hizo todo lo posible para mostrar que Cister no tenía posibilidades de sobrevivir sin su espectacular llegada en una situación poco menos que desesperada. Con la misma intención, se hicieron interpolaciones relacionadas con la fecha de llegada de Bernardo a Cîteaux, y tuvieron tal éxito que, hasta la publicación de los estudios de A. H. Bredero en 1961, muchos estudiosos modernos creyeron que Bernardo fue admitido en abril de 1112, mientras los primeros manuscritos de la Vita prima indican claramente que ese acontecimiento tuvo lugar en 1113. Ese piadoso fraude tenía la intención de demostrar que la fundación de La Ferté había sido posible sólo gracias a la llegada de Bernardo. Es concebible que se haya acelerado dicha fundación, anticipándose a la llegada de los nuevos candidatos. Pero es incontrovertible, que las fundaciones posteriores fueron hechas

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realmente bajo el impacto del movimiento masivo de Cister y Claraval (Clairvaux en francés) iniciado por Bernardo.

A La Ferté, siguió en 1114 Pontigny, en la diócesis de Auxerre; Claraval fue establecida en 1115 por Bernardo, que a la sazón contaba veinticinco años, y en el mismo año vio la luz Morimond, en la diócesis de Langres. Después de una pausa de tres años, siguieron en rápida sucesión Preuilly en 1118 y luego La Cour-Dieu, Bouras, Cadouin y Fontenay, todas en 1119. En este mismo año, el abad Esteban juzgó aconsejable dirigirse al Papa Calixto II, recientemente electo, y pedirle una nueva bula en beneficio de Cister y sus filiaciones. El Papa, que anteriormente había sido arzobispo de Vienne, conocía bien Cîteaux, más aún, había apoyado activamente la fundación de Bonneval haciendo frente a la oposición benedictina. En el nuevo documento, fechado el 23 de diciembre de 1119, felicitaba a Esteban y a sus monjes y «ponía el sello de confirmación a la obra de Dios que ellos habían iniciado». El texto se refiere específicamente a ciertas capitula y constituciones aprobados después de las debidas «deliberaciones y consentimiento de los abades y comunidades de nuestros monasterios», encaminados todos a la observancia de la Regla de san Benito. «Nosotros, por consiguiente – concluye el Papa –, alegrándonos en el Señor por vuestro progreso confirmamos por la autoridad apostólica esos capitula y constituciones, y decretamos que los mismos tienen validez para siempre.»

Esta segunda bula en la historia de Cister es otro mojón en el camino, desde los difíciles comienzos hasta el éxito resonante. Hacia el 1119, la existencia de un número de casas afiliadas hacía necesario la adopción de ciertas medidas para salvaguardar la cohesión de la nueva Orden, incluyendo la promulgación de leyes y reglamentos para ser observadas por todas las comunidades. Se alcanzó la meta después de repetidas consultas entre los abades y los monjes, y tomaron la forma de una constitución y una serie de reglamentos, que fueron presentados posteriormente al Papa y aprobadas por el mismo. Si la bula hubiera conservado intactos los textos presentados a la consideración del Pontífice, sería mucho más fácil para los historiadores especializados la reconstrucción de la imagen del Cister primitivo. No sólo es debatible el contenido de los primeros reglamentos cistercienses y su constitución, sino las distintas etapas de su desarrollo continúan dejando perplejos a los estudiosos dedicados a investigar los manuscritos disponibles.

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Fundamentos de la Reforma cisterciense

La reforma cisterciense fue, sobre todo, un movimiento de renovación espiritual y a la narración auténtica de sus orígenes debe seguir, por tanto, un análisis de los ideales que inspiraron al pequeño grupo de monjes fundadores de Cister. La primera etapa de su desarrollo ideológico transcurrió en Molesme. Durante los debates, prolongados y por el momento ásperos, los futuros fundadores de Cister tuvieron amplia oportunidad de esclarecer sus ideas y expresarlas en una forma simple y concreta: volver a la Regla de san Benito. La aplicación práctica de esos principios tuvo lugar en Cister bajo la administración de Alberico, aunque el proceso se asemeja más a una improvisación dictada por las necesidades diarias que a una legislación consciente. No hay ninguna indicación concreta de que Roberto o Alberico hayan intentado más que afianzar la vida de la comunidad reformista, con los mismos medios usados por numerosos monasterios similares para su supervivencia. La expansión del movimiento a través de las nuevas fundaciones, indujo a Esteban Harding a sentar, por escrito, los elementos básicos de las observancias en Cister, y asegurar la cohesión de la congregación monástica en franca expansión, proyectando el número de una trabazón constitucional. El éxito inesperado de Cister despertó los celos, no sólo de Molesme, sino también de la poderosa Cluny y se entabló un debate de amplia resonancia, que puso sobre el tapete cada faceta de la nueva organización. Un programa concreto, dirección capaz, cohesión y una cierta sensación de victoria lograda sobre una oposición poderosa, se convirtieron en los elementos constituyentes de la primera Orden medieval, una organización manifiestamente distinta a las muchas autónomas, o al conglomerado de las casas benedictinas, afiliadas sin mayor cohesión.

Para el historiador de algunos años, la tarea de relatar esta historia era bastante simple. Se aceptaba plenamente que la descripción básica de los orígenes cistercienses, el Exordium Parvum, no sólo relataba los hechos y exponía la doctrina fundamental con incuestionable fidelidad, sino que había surgido de la pluma de uno de los fundadores, san Esteban Harding. De la misma forma, se reconocía a la Carta de Caridad, la constitución de la Orden naciente, como la materialización de los principios que habían hecho posible al mismo abad llevar a cabo su programa con perdurable éxito. Bajo este punto de vista tradicional, la verdadera razón de ser de Cister radicaba en la observancia estricta, casi al pie de la letra, de la Regla de san Benito. La Carta de Caridad ha servido como guía práctica para la reconstrucción de la vida monástica dentro del mismo contexto ideológico.

Pero a partir de la década de 1930, un nuevo estudio de la tradición manuscrita condujo a una revalorización cabal de todo lo escrito anteriormente sobre los comienzos cistercienses. El descubrimiento del Exordium Cistercii, una narración más breve, pero anterior y más auténtica que el Exordium Parvum, arrojó serias dudas sobre la autenticidad de este documento. El Abad Esteban no parece haber sido su autor, sino un monje de la misma generación de san Bernardo, que lo publicó poco después de la muerte de Esteban en el año 1134. Está escrito como un «documento apologético» cisterciense para defender la naturaleza legal de la fundación de Cister, contra los cargos de los «monjes negros» de Cluny, quienes sostenían que al establecerse el «Nuevo Monasterio», no se habían observado las debidas formalidades canónicas.

Con la intención de probar «cuán canónicamente» se había realizado el hecho en discusión, reunió y transcribió un buen número de documentos, pero algunos no tienen rasgos de autenticidad, inclusive los cruciales Instituta de Alberico. Las referencias constantes a la

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Regla de san Benito, que se encuentran especialmente en los Instituta, tenían el propósito obvio de crear una atmósfera de rígida legalidad.

La misma pretensión del autor anónimo, de que la oportuna llegada de san Bernardo salvó a Cister de la extinción, tiende a corroborar el argumento de que era un joven atraído a la Orden por la personalidad de san Esteban.

En forma similar, las ultimas investigaciones sobre la Carta de Caridad, revelan que no fue el fruto de las primeras reuniones abaciales, sino que vio la luz después de décadas de evolución. Esteban Harding había comenzado su redacción, pero quedan sin aclarar su sentido exacto, así como el texto primitivo, todavía sin descubrir, y la fecha y extensión de las explicaciones. Dado que el material de que disponemos en este momento no es suficiente para aclarar las dudas surgidas en el transcurso de las últimas décadas, no es posible todavía reemplazar la imagen antigua, tradicional del Cister primitivo, con un cuadro igualmente claro y nítido, bosquejado con la ayuda de los conocimientos modernos. Para compensar esos inconvenientes, investigaciones recientes han tratado de arrojar mayor luz sobre los movimientos monásticos contemporáneos en general, y sobre el impacto de la vida eremítica en particular. Esto ha aumentado nuestro aprecio de fuentes no cistercienses, ha dado nuevo énfasis al conflicto entre Cister y Cluny, y ha situado los problemas jurídicos de la nueva fundación dentro del contexto de la ley canónica del siglo XII.

Sin embargo, después de tomar en cuenta todas estas consideraciones, sigue siendo válido el hecho de que los fundadores de Cister intentaron volver a una interpretación más nítida de la Regla. Sus esfuerzos no dieron por resultado la restauración de la vida monástica tal como era en el siglo vi, sino el comienzo de la una vida fuertemente influenciada por los ideales del monacato pre-benedictíno. La búsqueda de mayor soledad, pobreza y austeridad obraron. seguramente como incentivos poderosos para Roberto y sus compañeros. Lo mismo había sucedido en otras muchas abadías hacia el final del siglo XI. La gran proximidad de Cluny hace resaltar más aún los rasgos peculiares de Cister. En Borgoña, la defensa de la disciplina eremítica dentro de una comunidad monástica era considerada como un desafío al modo de vida aceptado universalmente en todo el «imperio» de Cluny. Desde el comienzo, los padres fundadores de Cister se vieron forzados a una postura defensiva. La táctica más efectiva contra la acusación de introducir novedades mal vistas fue tomar la Regla por escudo. Roberto y sus monjes insistieron que no intentaban ninguna novedad, sino volver a la recta observancia del venerable código para monjes, escrito por san Benito.

Al hacer esto, los primitivos cistercienses acentuaban instintivamente aquellos elementos de la Regla que satisfacían mejor su estilo de vida eremítica, especialmente el capítulo setenta y tres, donde el autor declaraba modestamente que la Regla estaba destinada a principiantes; aquellos que aspiran a una perfección más alta en la vida religiosa, debían consultar las enseñanzas de «los Santos Padres», ricos en referencias a la vida heroica de los anacoretas orientales, y especialmente los trabajos de san Basilio († 379).

Se produjeron disputas acaloradas entre los dos grupos, porque la reconciliación de la Regla con el ascetismo eremítico parecía no sólo imposible, sino inaceptable para los monjes de Molesme. Las dos fuentes que proveen de una información sorprendentemente detallada acerca de la naturaleza de la argumentación esgrimida son las crónicas de Guillermo de Malmesbury y Orderico Vital, ambos benedictinos, agudos observadores de su tiempo, e historiadores bien informados. El pasaje que nos interesa de la Gesta regum Anglorum de

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Guillermo de Malmesbury, escrita entre 1122 y 1123, se basa con toda seguridad en fuentes cistercienses y enfoca la atención sobre Esteban Harding.

El capítulo correspondiente a la Historia eclesiástica de Orderico Vital fue escrito unos diez años más tarde y repite las exhortaciones de san Roberto, tal como se las recordaba en Molesme. No es necesario suponer que Esteban o Roberto hayan pronunciado exactamente las mismas palabras citadas por esos autores, pero, por otro lado, no hay razón para dudar sobre si los temas allí discutidos han sido o no los auténticos.

Según Guillermo de Malmesbury, Esteban, todavía en Molesme, atacaba vigorosamente el tipo de vida basado en las costumbres de Cluny. A su juicio, la tradición por sí sola no bastaba para justificarlas. Insistía en que los usos permitidos debían estar fundamentados en una regla y apoyados por la razón y la autoridad a la vez, y añadía que todos esos requisitos se cumplían en la Regla de san Benito. Cuando sus oponentes «rechazaban persistentemente las cosas nuevas porque amaban las viejas», los futuros cistercienses redoblaban sus esfuerzos para demostrar que todas sus propuestas estaban tomadas de una fuente más antigua que los usos de Cluny, y por esa razón «estaban estudiando la Regla con todo cuidado para no perder ni un ápice de la misma».

Orderico Vital relata también los mismos debates cruciales, pero da importancia al Abad de Molesme y a sus reticentes monjes. Según él, Roberto había criticado violentamente las violaciones de la pobreza, el abandono del trabajo manual, la aceptación de diezmos y otras prebendas eclesiásticas, e impulsaba a sus monjes «a observar la Regla de san Benito en todo… de tal suerte que por las huellas de los Padres podamos seguir fervientemente a Cristo». Roberto no hacía una distinción clara entre las observancias de los Padres del Desierto y las exigidas por la Regla, y salpicaba sus exhortaciones con referencias frecuentes a «las vidas dignas de imitación de los Padres Egipcios». Sus opositores se empeñaron en demostrar que los criterios imperantes en el Desierto ya no eran aplicables en esas circunstancias, y expresar su intención de adherirse a las costumbres tradicionales de Cluny, no fuera que todos los hermanos los condenaran como inventores de novedades temerarias. El debate terminó en la misma forma en que lo relatara Guillermo de Malmesbury. Para evitar el oprobio de ser considerados innovadores, los fundadores de Cister «resolvieron observar la Regla de san Benito al pie de la letra, del mismo modo que los judíos observaron la ley de Moisés».

Después de 1124 se encendieron aún más las disputas sobre las observancias monásticas, cuando san Bernardo inició un ataque a fondo contra Cluny, en la Apología (Apología ad Guillelmum), su primer trabajo de vasta difusión. Por entonces los cistercienses habían ganado gran popularidad, mientras Cluny sufría notorios reveses, bajo la turbulenta administración de Ponce de Melgueil (1109-1122). Era el momento propicio para una contraofensiva a fondo, no sólo contra Cluny, sino también contra «las instituciones monásticas viejas y anticuadas», a las que ésta simbolizaba. La Apología es la mejor prueba de que muchos cistercienses, después de un cuarto de siglo, llegaron a creer, según las palabras de un monje anónimo, citado por Bernardo, que «eran los únicos con alguna virtud, más santos que ningún otro, y los únicos monjes que vivían de acuerdo a la Regla; en su opinión, el resto eran simples transgresores». Algo más tarde, san Bernardo vuelve a citar en el texto al mismo cisterciense anónimo que afirmaba: «todos aquellos que hacen profesión de la Regla están obligados a cumplirla literalmente, sin ninguna dispensa». Sin embargo, es evidente que la estricta observancia de la Regla fue sólo uno de los muchos rasgos de los cuales podía estar orgullosa la nueva Orden. San Bernardo contrasta, con su estilo magistral y

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su fuerza arrolladora, a los Monjes Negros, ricos, pomposos y comodones, con los cistercienses, heraldos del nuevo monacato profundamente reformado según los ideales gregorianos: pobres con el Cristo pobre, viviendo del fruto de su propio trabajo manual, como los Apóstoles; separados del mundo, y sin ningún interés por él; parcos en el vestir y en todo lo que usan; moderados en el comer y beber; modestos en sus viviendas; sencillos y austeros, sobre todo en sus servicios litúrgicos, acercándose al exceso únicamente en materia de ascesis.

Pedro el Venerable, el nuevo abad de Cluny (1132-1156), cuya primera tarea fue reparar el daño causado por su antecesor, replicó digna y mesuradamente. Se defendía de la acusación de que en Cluny se había descuidado ciertos preceptos de la Regla, dando énfasis a la moderación y la caridad como elementos esenciales de las enseñanzas de san Benito. Reconoce de buena gana las virtudes extraordinarias de sus rivales cistercienses, quienes, hace observar irónicamente, sólo necesitaban humildad. El debate continuó durante décadas y produjo casi una docena de panfletos, que todavía se conservan. Uno de los últimos, el Diálogo entre dos monjes (Dialogus duorum monachorum), escrito alrededor de 1155 por Idung de Prüfening, un benedictino que pasó a ser cisterciense, fue el más detallado, e hizo amplio uso de dos grandes novedades: el derecho canónico y el escolasticismo. El Diálogo es una larga disputa entre un monje cisterciense y otro de Cluny, en el cual las ingenuas preguntas y las respuestas desacertadas de este último, ofrecían simplemente una oportunidad al cisterciense para exponer con notable erudición temas que demostraban la superioridad de los monjes blancos sobre los benedictinos. El de Cluny repetía los viejos cargos de «inestabilidad», hacía alusión a Roberto y a sus adictos, que abandonaron el «viejo y discreto» Molesme por las imprudentes novedades de Cister. Sus contrincantes calificaron las acusaciones de calumnias e insistieron en los rasgos distintivos de la vida cisterciense, antiguos, discretos, acordes con la Regla, en detrimento de las costumbres de Cluny, que eran «a menudo supersticiosas, contrarias a los decretos de la Iglesia, a las sanciones de los Sínodos y aun a la Santa Regla». Por el contrario, ellos vivían de acuerdo con la Regla de san Benito que juraron observar, con la ley que Dios dio a los monjes por medio de san Benito, un legislador, al igual que Moisés».

Difícilmente podemos calibrar las excelencias debatidas en tales batallas verbales, pero el prolongado debate fomentó enormemente el espíritu de cuerpo en el campo cisterciense. Con seguridad, los monjes blancos gustaron el sabor de la victoria, cuando Pedro el Venerable abogaba por introducir en su abadía algunos de los caracteres distintivos de la reforma cisterciense, lo que logró al final de su gobierno.

La primera evidencia concreta de los esfuerzos cistercienses por traducir sus ideales en normas prácticas se encuentra en una colección de 20 párrafos, los capitula. Es muy probable que algunos de ellos estuvieran unidos a la versión primitiva de la Carta de Caridad y al Exordium Cistercii, cuando éstos fueron presentados a Calixto II para su aprobación en 1119. En esos párrafos se hace referencia por primera vez a la admisión de hermanos legos, que debían ayudar a los monjes en las tareas agrícolas. Se los recibía, al igual que a los monjes, con la autorización de sus obispos, «como nuestros hermanos y ayudantes necesarios, que participan de nuestros beneficios materiales y espirituales en la misma medida que los monjes». Después de un año de prueba, podían hacer profesión en la sala capitular, pero nunca podrían aspirar a ser admitidos entre los monjes de coro.

Otros párrafos regulaban las nuevas fundaciones. Cada nueva abadía debía contar por lo menos doce monjes bajo la autoridad de un abad, sumados a algunos hermanos legos, y estar

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bien provista de libros litúrgicos. Todas las casas debían estar dedicadas a la Santísima Virgen María y situadas lejos de las aldeas y ciudades. Tras la construcción de los «lugares regulares», ningún monje podía permanecer fuera de la clausura. Lo que es más importante, el texto establecía lo que sigue: «para conservar perpetuamente la indisoluble unión entre nuestras abadías, acordamos en primer lugar que todos los miembros sigan en la misma forma la Regla de san Benito, de la cual no se deben desviar ni siquiera en cosas de mínima importancia». De esto se deduce, «que deben usar los mismos libros para el oficio divino, vestir el mismo hábito, comer la misma comida; en una palabra, en todos los lugares debían prevalecer los mismos usos y costumbres». Describía con gran detalle el tipo y calidad de la ropa, así como la dieta del monje, muy simple, que excluía la carne y sus derivados. La subsistencia de la comunidad debía provenir exclusivamente del «trabajo manual, del cultivo de la tierra y la cría de animales». Se establecía con claridad que las tierras no debían estar muy cerca de posesiones de seglares, aunque no ponían límite a las haciendas de los monjes, y aprobaba implícitamente el establecimiento de granjas al cuidado de hermanos legos. Las iglesias, derechos de entierro, diezmos, aldeas, siervos, impuestos, derechos provenientes de hornos o molinos, y «todas las otras cosas contrarias a la pureza monástica» estaban estrictamente excluidas como fuentes de ingresos. Para evitar esas tentaciones, los monjes no debían realizar trabajos parroquiales o pastorales de ninguna índole, sino vivir en aislamiento completo con respecto al mundo. Los negocios inevitables con extraños debían ser realizados por los hermanos legos. Se debería evitar cualquier ostentación de abundancia, aun en el proyectar y construir las iglesias, y en su decoración y amueblamiento.

Desde 1119 a 1151, la reunión anual de abades, el «capítulo general», especificó aún más esas normas, agregando algunos puntos nuevos y editando finalmente una colección de noventa y dos párrafos como las Instituciones del Capítulo General (Instituta generalis capituli). Fueron únicas en su género sus aclaraciones sobre procedimiento y otras cuestiones puramente legales; el desarrollo de los capítulos generales, la adquisición de privilegios, las formalidades de la visita anual, el castigo de diversos delincuentes, el procedimiento para la elección abacial, las relaciones con los obispos, la recepción de huéspedes, el trabajo en el scriptorium, la administración de granjas, las reglas relativas a la compraventa, el comportamiento de los monjes durante los viajes, y el cuidado de los enfermos. Por último decidieron sobre algunas materias litúrgicas y sobre un hecho muy significativo: no fueron admitidos los niños a la profesión.

Al mismo tiempo, se escribieron otros dos conjuntos de directivos íntimamente relacionados. Uno, los Ecclesiastica officia trata problemas litúrgicos comunes a todas las casas; el otro, los Usus conversorum, la conducta de los hermanos legos. Ambos unidos a los Instituta constituían el manual básico de la vida diaria de los individuos y las comunidades, llamado Consuetudines o «Libro de Usos». Estas dos colecciones no tienen nada de original. Sus autores habían calibrado el material proporcionado por un siglo y medio de experiencia monástica, especialmente en Cluny y Molesme. Sin embargo, pueden considerarse como típicamente cistercienses por su relativa simplicidad y brevedad, su universal aplicación y su concisa terminología legal.

Cualquier proyecto minucioso para ser observado en forma uniforme hubiera resultado ineficaz, si no se asentaba en una firme trabazón constitucional que, mantuviera unido el creciente número de abadías cistercienses. La Carta de Caridad, documento atribuido tradicionalmente a Esteban Harding, respondía a este propósito. Como vimos anteriormente, el tercer Abad de Cister debe ser reconocido como el iniciador del esquema, pero pasaron unos cincuenta años antes de que éste reuniera sus características definitivas. La primera

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referencia proviene del documento de la fundación de Pontigny, sin fecha, redactado poco después de que el obispo Humbaldo de Auxerre invitara a «los amantes de la santa Regla» a establecerse en su diócesis. Al mismo tiempo (1114 ?), tal como establece el documento, «dicho obispo, conjuntamente con el cabildo eclesiástico, aceptan íntegramente la validez de la Carta de Caridad y unanimidad, compuesta y confirmada por el Nuevo Monasterio y las abadías por él fundadas». No se ha encontrado el texto de esta «primitiva» Carta de Caridad, y, por tanto, no puede conocerse con certeza su contenido. La siguiente referencia a una «constitución» se encuentra en la Bula de Calixto II, en 1119, que plantea un problema de naturaleza distinta: investigaciones recientes desenterraron dos versiones contemporáneas de la Carta, que parecen ser ampliaciones del texto primitivo, y que fueron escritas con toda probabilidad alrededor de 1119. Una lleva el título de Summa Cartae Caritatis, la otra es conocida como Carta Caritatis prior. Sigue siendo incierto cuál de estos dos documentos fue el aprobado por otra bula, firmada en 1152 por Eugenio III. Únicamente podemos suponer con seguridad, que la Carta final, Carta Caritatis posterior, surgió entre los años 1165 y 1190, después de sucesivas modificaciones.

La importancia capital de la Carta de Caridad en su forma definitiva, tal como ha sido conocida durante siglos enteros, radica en que logró el feliz equilibrio entre autoridad central y autonomía local, evitando de esta forma, por un lado, los peligros latentes en controles demasiados rígidos, como el de Cluny, y por el otro, la falta de cohesión que ha sido la ruina de muchas prometedoras congregaciones reformadas. Cister seguía siendo el corazón y centro de la nueva Orden, y su abad, el símbolo viviente de la unidad. Pero, en franco contraste con Cluny, no podía ejercer poderes ilimitados en el gobierno. La máxima autoridad recaía en la reunión anual de todos los abades cistercienses, el Capítulo General, congregado tradicionalmente en Cister el 14 de septiembre, festividad de la Exaltación de la Santa Cruz. La función primordial del Capítulo, bajo la presidencia del abad de Cister, consistía en mantener una disciplina monástica uniforme al más alto nivel posible, de forma que «todos pudieran vivir unidos por el lazo de la caridad, bajo una misma regla, y en la práctica de las mismas costumbres». En consecuencia, se esperaba que el Capítulo reprimiera abusos, castigara delitos e hiciera reajustes ocasionales por medio de una nueva legislación o modificaciones oportunas a las costumbres establecidas. La visita anual a cada abadía por el abad de la casa fundadora constituía el medio de ejecución y de control local. La visita de «los padres inmediatos» tenía por objeto hacer correcciones, o en casos extremos, comunicar sus impresiones al Capítulo, que autorizaba medidas adicionales para ser llevadas a cabo por ellos mismos. Cister, al no tener casa madre, debía ser visitada simultáneamente por los abades de sus cuatro primeras hijas, los abades de La Ferté, Pontigny, Claraval y Morimundo, conocidos posteriormente bajo el nombre colectivo de «protoabades». Sin embargo, a pesar de los múltiples controles, cada abad era libre de gobernar su comunidad sin interferencias externas indebidas, siempre y cuando su monasterio se mantuviera dentro de las normas fijadas. Al lado de las disposiciones constitucionales, el Capítulo instaba a la ayuda mutua cuando había necesidades materiales o una emergencia, alentaba la hospitalidad, regulaba el orden de precedencia entre los abades, dictaba procedimientos para las elecciones abaciales, y especificaba medidas admonitorias o punitivas contra los abades negligentes o indignos.

Es necesario hacer resaltar, que todos estos rasgos que acabamos de señalar pertenecen únicamente a la versión final de la Carta, mientras las versiones primitivas exhibían características diferentes muy significativas. Por ejemplo, los obispos diocesanos gozaban inicialmente de considerable autoridad sobre los monasterios cistercienses. Privilegios episcopales tales como las visitas canónicas, la supervisión de las elecciones abaciales, poderes punitivos, así como el derecho de tomar juramento de lealtad al abad recientemente

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electo, se fueron reduciendo y eliminando de forma paulatina a medida que la Orden lograba su exención total de la jurisdicción diocesana, gracias al constante aflujo de privilegios papales favorables. De forma similar, al comienzo, el Abad de Cister gozaba de gran poder, y las primeras sesiones del Capítulo General apenas parecían algo más que capítulos de la casa madre con mayor audiencia, o «capítulos de faltas» anuales para abades. Alrededor de 1135, el Abad de Cister aparecía todavía ante los ojos de Orderico Vital como el «jefe» (archimandrita), de los otros 65 abades de la Orden. El aumento gradual del número de participantes dio por resultado la creciente autoridad del Capítulo General, aunque su papel legislativo no se hizo importante antes de 1180. La talla de san Bernardo y los demás que encabezaban las primeras fundaciones de Cister explican la creciente influencia de los «protoabades», quienes podían actuar colectivamente, como un contrapeso, frente a cualquier Abad de Cister ambicioso.

Al igual que para la reforma cisterciense en general, ninguno de los elementos constitutivos de la Carta de Caridad era completamente nuevo. Mucho antes de la fundación de Cister, habían sido evidentes en el mundo monástico los esfuerzos por mantener una disciplina uniforme, por medio de visitas y ocasionales reuniones abaciales. Tales tendencias eran evidentes en una reforma organizada por Ricardo de Saint-Vanne († 1046), en el este de Francia, y aún más visible en la Congregación de Vallombrosa, bien conocida por Esteban Harding. El fundador de esta última, San Juan Gualberto († 1073), legó como «vínculo de caridad» un conjunto de normas para ser observadas en sus fundaciones. Aseguraba preeminencia a sus sucesores de Vallombrosa, exigía reuniones abaciales dotadas de amplios poderes legislativos, introdujo un sistema de visitas, e insistía en mantener una disciplina uniforme; todas estas características se encuentran en la Carta de Caridad cisterciense. En 1110, justo antes del primer anteproyecto de la Carta cisterciense, se escribió un proyecto bastante similar regulando las relaciones de Aulps, con su nueva fundación, Balerne. Ambas eran miembros de la congregación de Molesme y, con el tiempo, se unieron a los cistercienses. Esta carta, llamada «Acuerdo de Molesme», también estipulaba visitas por parte de la casa fundadora, asistencia mutua «por amor a la caridad, y cierta supervisión de ambas casas ejercida por Molesme».

Pese al duro legado recibido, los cistercienses supieron amalgamar los elementos de la Carta de Caridad, formando un esquema coherente, de perfección única, adaptado a su ambiente contemporáneo. La Carta refleja la subordinación feudal predominante, basada en la fidelidad y confianza mutuas, exigiendo obediencia absoluta en tiempos de crisis, pero respetando la autonomía local. Sin embargo, en lugar de basarse en relaciones puramente consultodinarias, la constitución cisterciense se apoyaba en una ley escrita, cuidadosamente formulada. Bajo la influencia cada vez mayor del revitalizado Derecho Romano, ambas legislaciones, civil y eclesiástica, experimentaron un renacimiento, reemplazando las regulaciones tradicionales y primitivas en uso con estatutos, cédulas y constituciones. En especial, el Capítulo General, una asamblea electa, representativa, de sello aristocrático, se desarrolló al mismo tiempo que los parlamentos feudales incipientes y las comunas urbanas de Francia e Italia en rápida multiplicación.

La Carta de Caridad juega un papel preponderante, no sólo en el desarrollo cisterciense, sino también en la estructuración de las constituciones de otras órdenes religiosas. El capítulo general premostratense siguió de cerca el modelo cisterciense, hasta el punto de conceder un lugar especial a sus tres protoabades. Durante la primera mitad del siglo XII, frecuentemente bajo la influencia personal de san Bernardo, los capítulos anuales fueron introducidos por los Canónigos Regulares de san Víctor, por los Cartujos, en Grandmont, entre los Gilbertinos, en

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la Congregación de Valdes-Choux, y entre varias órdenes militares y hospitalarias. Cluny también adoptó esta importante institución e invitó a cuatro abades cistercienses para asesorarla en materia de procedimientos. Otras congregaciones benedictinas siguieron su ejemplo. El IV Concilio de Letrán (1215) hizo obligatorios los capítulos generales para todas las congregaciones monásticas que todavía no los hubieran adoptado, y pidió la supervisión de los dos abades cistercienses más cercanos a esa localidad. Desde el comienzo, los franciscanos y dominicos, recién fundados, incluyeron los capítulos generales en sus constituciones.

¿Cómo puede reconciliarse la devoción inicial de Cister a la Regla con la legislación y estructura constitucional de la tercera y cuarta generación? ¿Fueron los cistercienses tan sincera y profundamente devotos de la estricta observancia de la Regla, como pensaron de ellos algunos contemporáneos, y ellos mismos, quizá, pretendieron ser? Puede que el Exordium Parvum no sea un relato fiel e imparcial de los comienzos, pero reflejó con toda claridad la mentalidad de la segunda generación cisterciense. Su autor insiste en que los fundadores de Cister habían tomado «la rectitud de la Regla como norma de conducta para todos los aspectos de su vida», que habían rechazado costumbres que no pudieron encontrar en la Regla, y que por consiguiente las consideraban contrarias a la misma. Repudiaban específicamente modificaciones recientes relativas a la vestimenta y la dieta monástica, así como las formas de posesión y las fuentes de ingresos feudales, que habían hecho de los monasterios activos participantes en la vida social y económica contemporánea. Basaban su rechazo en la reconocida intención del monje de «apartarse de las maneras de obrar del mundo», y de permanecer «pobres, con Cristo pobre».

Sin embargo, de acuerdo con el mismo texto, los primeros cistercienses comenzaron a preguntarse «cómo y con qué trabajo u ocupación se debían proveer de lo necesario en este mundo». Respondieron comprando para su exclusiva explotación propiedades rurales situadas lejos de los poblados, y las cultivaron por medio de los hermanos legos y asalariados, tomando conciencia de que, sin esa ayuda, «no habrían sido capaces de cumplir perfectamente los preceptos de la Regla día y noche». Para justificar aún más la existencia de los hermanos legos, decidieron también que cuando establecieran granjas para la práctica de la agricultura, tendrían que ser dirigidas por hermanos legos, y no por monjes, cuya residencia, según la Regla, debía ser dentro de su clausura.

Las primeras líneas de ese texto parecen introducir un firme principio de interpretación implicando que lo que no está en la Regla es contrario a la misma, y por lo tanto debe rechazarse. Sin embargo, pocas líneas después, el autor olvidó esos principios y aprobaba la institución de los legos, una institución trascendental, tan extraña a la Regla como lo era la repudiada posesión de diezmos y altares. Esta contradicción aparente puede solucionarse fácilmente si aceptamos que el autor hace referencia a la Regla sólo para justificación de los ideales básicos cistercienses. La causa real de la prohibición de novedades por un lado, y su introducción por el otro, fue el deseo ardiente de los monjes de vivir una vida de soledad que no fuera perturbada. El mantener y administrar propiedades según el sistema feudal, los hubiera forzado a estar en íntimo contacto con la sociedad laica, y por esta razón se rechazaron estas cargas. Por otro lado, se aceptó la existencia de la institución de hermanos legos, debido a que las extensas áreas situadas lejos, hubieran sacado a los monjes de la soledad de su claustro.

Dado que no podemos analizar aquí los noventa y dos párrafos de los Instituta generalis capituli, algunas observaciones sobre sus rasgos característicos más evidentes confirmarán

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este argumento. Difícilmente puede ser calificada esta secuela de normas como meros comentarios, o notas aclaratorias, añadidas a diversos capítulos de la Regla. Las distintas disposiciones relativas al Capítulo General, y a las visitas de los abades o a la administración de las granjas están por completo fuera del alcance de la Regla. Un número bastante largo de prescripciones aplican en forma práctica los principios de pobreza, simplicidad y separación del mundo. En materia de alimentación, vestidos, ayuno, abstinencias y castigos, los Instituta son más detallistas, y considerablemente más restrictivos que la indulgente Regla de san Benito.

Sorprende la absoluta exclusión de niños oblatos en los recintos monásticos, en contraste a un rasgo significativo de la Regla (cap. 59). La justificación es obvia: la presencia de niños sólo podría perturbar la atmósfera de soledad monástica. Un problema especial pasa a primer plano en el segundo y tercer párrafo de los Instituta, debido a la insistencia en mantener absoluta uniformidad no sólo en materia litúrgica, sino que en todas las casas «debe haber la misma comida, la misma vestimenta, seguirse en todo las mismas costumbres». Aunque la Regla considerara las variedades del clima, circunstancias y costumbres locales y abriera el camino para una diversa disposición del Opus Dei, los cistercienses fueron rígidos en su decisión «de que la Regla de san Benito debía ser interpretada y seguida por todos en la misma forma».

Otra cuestión que intriga, es cómo pueden armonizar con la Regla los principios dictados en la Carta Caritatis. La posibilidad de un control central sobre un número de monasterios, no sólo está ausente de la Regla, sino que parece haber sido del todo extraña a la mentalidad de su autor. Activas fuerzas centralizadoras externas, tales como el Capítulo General y las visitas anuales, conducían inevitablemente hacia una disminución de la autoridad local y de la independencia, que la Regla aseguraba claramente a cada abadía.

Los primitivos cistercienses no sólo estaban desprovistos de una devoción ciega a la letra de la Regla, sino que de hecho manejaron el venerable documento de legislación monástica con notable libertad. Lo invocaban y aplicaban cuando servía a sus propósitos; los ignoraban y aun contradecían cuando no se adecuaba a su propio concepto de vida monástica, arraigada ampliamente en los ideales de la reforma del siglo XI. Indudablemente, en los primeros años de Cister la Regla jugó un papel importante, pero fue sólo un instrumento, sirvió como medio para alcanzar la auténtica meta: el establecimiento de una vida austera en pobreza, sencillez e imperturbable soledad.

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San Bernardo y la expansión

Es comúnmente aceptado que las vocaciones religiosas eran abundantes en «la edad de la fe». La primera mitad del siglo XII se destaca, aun en el medioevo, como una época única por su entusiasmo piadoso, cuando el monacato se convirtió en un movimiento de masas de una magnitud sin paralelo. Como en otros fenómenos similares, por ejemplo las Cruzadas, tampoco puede darse ninguna explicación racional al anhelo de incontables miles de seres humanos, deseosos de abandonar el mundo y buscar a Dios detrás de los muros de instituciones, donde todo estaba preparado para darles amplia oportunidad de practicar una vida de austeridades heroicas.

También los contemporáneos, cabalmente conscientes de lo que acontecía, estaban tan desconcertados como nosotros, buscando las razones que los motivaron. Se cita con frecuencia a Orderico Vital, quien señaló: «Aunque el mal abunde en el mundo, la devoción de los fieles en los claustros crece con más abundancia, y fructifica el ciento por uno en el campo del Señor. Se fundan monasterios en todas partes, en valles y planicies, observando nuevos ritos y vistiendo hábitos diferentes; el enjambre de monjes encapuchados se extiende por todo el mundo». Este autor estaba igualmente asombrado que una de las órdenes más austeras, la cisterciense, fuera la que obtuviera más éxito. La atracción de los monjes blancos parecía romper todas las barreras sociales e intelectuales: «muchos guerreros nobles y filósofos profundos han acudido multitudinariamente a ellos a causa de la novedad de sus prácticas y han abrazado voluntariamente el insólito rigor de su vida, cantando alegremente himnos de gozo a Cristo, porque van por el camino derecho». Un contemporáneo suyo algo mayor, el obispo Otto de Bamberg († 1139), que observó y fomentó el desarrollo monástico, trató de explicarlo con un argumento extrañamente apropiado para la actualidad, aunque un poco prematuro para esa época: «Al comienzo del mundo, cuando había pocos hombres, la propagación de los mismos era necesaria y por eso no eran castos… Ahora, sin embargo, en el fin del mundo, cuando se han multiplicado sin medida, es el tiempo de la castidad, ésta fue mi razón, mi intención, al multiplicar los monasterios».

No hay duda de que, en tales circunstancias, Cister tenía todas las posibilidades de lograr el éxito. Su programa ascético era la encarnación de todo lo que buscaban sus contemporáneos; estaba organizada bajo una dirección capaz e inspirada y su constitución aseguraba la cohesión del movimiento, cuando éste se difundiera más allá de los confines de Borgoña. Grandmont, Savigny, la Grand Chartreuse, y otras reformas similares, prosperaron con menos elementos potenciales de éxito que Cister. El hecho asombroso de que la Orden Cisterciense estallara con tanta fuerza, y hacia la mitad del siglo XII, poseyera cerca de trescientas cincuenta casas en todos los países de Europa, puede explicarse únicamente por el carácter dinámico y la actividad del «hombre del siglo»: San Bernardo. Es una exageración perdonable el concepto vertido con frecuencia, de que fue el verdadero fundador de la Orden, pero no es injustificado que durante siglos se conociera a los cistercienses como bernardos.

Bernardo nació en 1090, de noble linaje borgoñón, en Fontaines, cerca de Dijón. Tras su educación en el seno de una familia profundamente religiosa, fue enviado a Châtillon, donde concurrió a la escuela de los canónigos de Saint-Vorles. Al volver a su casa, vivió la vida de cualquier joven de su época con sus hermanos mayores, pero este muchacho, silencioso y reservado, decidió muy pronto que su lugar estaba en Cister, ya bien conocido en la vecindad. Apenas estuvo seguro de su vocación, comenzó a convencer a todos sus hermanos, sus parientes más cercanos, y sus amigos para que se le unieran en la santa empresa. Ésta fue la

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primera ocasión en que demostró ser un líder nato, con una voluntad inquebrantable y un atractivo personal irresistible. En la primavera de 1113, él y sus compañeros pidieron ser admitidos en Cister. La austera preparación religiosa en la abadía no cambió con ello su carácter; al contrario, Bernardo encontró en Cister el medio ambiente más acogedor para su propio temperamento espiritual, y a su vez demostró ser el intérprete más elocuente y efectivo para el mensaje de Cister al mundo. El abad Esteban lo reconoció como un genio enviado por Dios, y en 1115, el joven de veinticinco años se convierte en fundador y abad de Claraval (Clairvaux, en francés). Las pruebas y penurias de los fundadores de Cister se revivieron durante los primeros años de Claraval, mas la fe y la determinación de Bernardo permanecieron inalterables. El espíritu heroico del Abad atrajo tantos prosélitos que, en sólo tres años, Claraval pudo fundar su primera casa hija en Trois-Fontaines.

La fama de su santidad y sabiduría se divulgó con rapidez en Francia, apenas aparecieron sus primeros escritos; aunque nunca se preocupó por alcanzar renombre, pronto se encontró convertido en el centro de atracción de una época que buscaba desesperadamente un liderazgo capaz y competente. Le tocó actuar en una época de tumultos políticos en todo Europa central y occidental. En Alemania, el poderoso emperador Enrique V, el último miembro de la dinastía sálica, murió sin dejar heredero (1125), y el país se vio desgarrado entre los partidarios de las dos familias rivales, Güelfos y Gibelinos. En Inglaterra, se produjeron disturbios similares después del reinado de Enrique I, mientras el rey niño de Francia, Luis VII, era todavía demasiado joven e inexperto para desempeñar el papel de su padre. Simultáneamente, en Italia las ciudades poderosas y las familias más influyentes, aprovechando la debilidad de sus vecinos del norte, comenzaban de nuevo sus sangrientas rivalidades. Cuando en Roma, el Papado fue otra vez víctima de los bandos en conflicto, se produjo un Cisma peligroso en la Iglesia. Después de la muerte de Honorio II en 1130, dos partidos opuestos eligieron el mismo día dos papas, Inocencio II y Anacleto II. El mundo cristiano, confundido, era en aquel entonces absolutamente impotente para solucionar el problema; el único poder capaz de restaurar el orden en Roma habría sido Roger II de Sicilia, que sólo trataba de sacar provecho de la ocasión, para extender territorialmente su nuevo reino.

Una asamblea de clérigos y nobles franceses en Étampes encomendó la decisión de este problema crucial a san Bernardo, quien se declaró partidario de Inocencio II. Eran mucho más difíciles de resolver las ramificaciones políticas de la doble elección, es decir, la tarea de convencer a los poderes en pugna para reconocer unánimemente a Inocencio y arrojar al usurpador de su baluarte romano. Para alcanzar esa meta fueron necesarios ocho años de tedioso trajinar, conferencias, encuentros personales y centenares de cartas. Durante todos esos años, san Bernardo fue literalmente el centro de la política europea, aunque nunca actuó simplemente como diplomático. Jamás cedió ante una amenaza de fuerza, ni la usó; pero tampoco transigió. El secreto de su éxito fue su superioridad moral, su generoso desinterés y el magnetismo de su personalidad. Por lo demás, el hecho de que todo el mundo europeo obedeciera al pobre y humilde Abad de Claraval, indica que todavía se trataba de una era en que prevalecían los ideales morales sobre la violencia brutal.

La vida pública de san Bernardo alcanzó el pináculo, cuando su discípulo, antiguo monje de Claraval, fue elegido papa como Eugenio III (1145-1153). Por orden del mismo, el Santo inició la Segunda Cruzada en 1146. Su prédica movilizó a cientos de miles de personas, y no fue obstáculo para ello que no pudieran comprender su lenguaje. Su palabra poderosa y su irresistible personalidad hizo maravillas en otro campo de su actividad, entre los herejes maniqueos de Francia y Alemania. El sur de Francia estaba al borde de una abierta rebelión

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contra la Iglesia. Sin embargo, san Bernardo, con su creencia firmemente arraigada «de que la fe es materia de persuasión, no de coacción», rehusó propugnar medidas violentas contra ellos. Aunque su misión sólo tuvo efectos temporales, sus sermones y milagros dejaron honda huella. No tanto por su elocuencia, como por su inteligencia penetrante y su profunda erudición, luchó con éxito contra aberraciones doctrinales; su triunfo más notorio fue el registrado frente a Abelardo, y posteriormente contra Gilberto de la Porrée.

La actividad pública de Bernardo no se limitó a temas de importancia política y eclesiástica. Durante unos treinta años, él y sus cartas, escritas en un latín magistral, estaban presentes cada vez que la paz, la justicia o los intereses de la Iglesia reclamaban su intervención. La Orden Cisterciense creció y se expandió juntamente con su fama y popularidad, siempre en aumento. Sus biógrafos hacen notar que el poder de su elocuencia era tal «que las madres escondían a sus hijos y las casadas a sus esposos intentando ponerlos a salvo de los esfuerzos del santo por reclutar voluntarios, que fluían constantemente, desbordando su amado Claraval». Esta abadía, por sí sola, estableció sesenta y cinco filiaciones en vida de Bernardo. Algunas otras abadías tuvieron casi el mismo éxito de Claraval, y pronto Francia contó con unos doscientos establecimientos cistercienses. Sin embargo, no todas eran nuevas fundaciones. Una tendencia irresistible condujo a muchos monasterios ya existentes a entrar en el grupo cisterciense. Así, por ejemplo, en 1147, de las cincuenta y una casas nuevas registradas, veintinueve habían pertenecido a la congregación reformada de Savigny, mientras algunas otras habían sido miembros de organizaciones más pequeñas, bajo los monasterios de Obazine y Cadouin. Por esta época, los monjes blancos estaban listos para cruzar los límites de Francia y establecerse permanentemente en otros países de la Europa cristiana. Reformas monásticas anteriores, incluyendo Cluny, se habían visto limitadas en su mayoría a su región de origen; ya sea porque a sus programas les faltaba atractivo universal, o porque eran incapaces de controlar con eficacia un gran número de casas afiliadas distantes. Cister fue la primera que tuvo éxito aboliendo tales barreras, y convirtiéndose así en la primera Orden religiosa verdaderamente internacional en la historia de la Iglesia.

En 1120, un grupo de monjes de La Ferté cruzó los Alpes y fundó Tiglieto en Liguria. La misma La Ferté fue responsable del establecimiento de Locadio (1124), en la diócesis de Vercelli y, mucho más tarde (1210), de Barona. Tiglieto se convirtió en madre de Staffarda (1135) y Casanova (1150), en la diócesis de Turín. La fundación francesa de Morimundo dio vida a la italiana Morimondo Coronato (1136), en Lombardía; mucho más numerosas fueron las fundaciones italianas de Claraval, que los viajes de san Bernardo a través de la región dejaron como huella. Chiaravalle, cerca de Milán (1135), y Chiaravalle della Colomba (1136), en la diócesis de Piacenza, se convirtieron a su vez en madres de otras muchas casas cistercienses dispersas por toda la península. Los cistercienses reformaron buen número de monasterios ya existentes, tales como el antiguo de Santos Vicente y Anastasio en Roma, conocido posteriormente como Tre Fontane y ofrecido a san Bernardo por Inocencio II. Su primer abad cisterciense (1140), Bernardo Paganelli de Pisa, fue discípulo y amigo personal del santo, y llegó a ser el primer papa cisterciense con el nombre de Eugenio III (1145-1153). Otra conquista de gran significado en el futuro fue la de Casamari, al sur de Roma (1140), primitivamente abadía benedictina y madre de Sambucina (1160), Matina (1180), San Galgano (1200) y Sagittario (1202). Se llegaron a totalizar así en Italia hasta ochenta y ocho fundaciones.

En el sur de Italia y Sicilia, fueron muy favorecidos por el emperador Federico II (1212-1250), pero las interminables revueltas que siguieron a su muerte marcaron el fin de la prosperidad y expansión. Italia fue escenario de la primera escisión en la férrea organización

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de Cister. El cisma se originó en Calabria, donde estaba muy arraigada la tradición de ascetismo y eremitismo oriental, a la vez que las florecientes comunidades cistercienses parecían no ser capaces de satisfacer esas aspiraciones de gran austeridad. El iniciador del movimiento continúa siendo uno de los caracteres más enigmáticos y abigarrados de la historia religiosa medieval, Joaquín de Fiore († 1202). De joven, realizó una peregrinación a Tierra Santa y, a su regreso, se unió a los cistercienses de Sambucina y pasó posteriormente a Corazzo, donde llegó a ser su abad en 1177. Dejó la Orden en 1189 y, con la firme esperanza de un nuevo reino del Espíritu Santo, estableció en San Giovanni in Fiore una nueva comunidad entregada a la absoluta renuncia del mundo. Pronto brotaron otras casas, y la nueva federación fue aprobada por Celestino III en 1196. Hacia la mitad del siglo XIII, la Congregación de Fiore o florense tenía cerca de cuarenta casas. Habían adoptado los rasgos externos de los cistercienses, mas su espiritualidad presagiaba ya a los franciscanos. Su rápido crecimiento fue seguido por una disolución igualmente precipitada. Con el tiempo, muchas abadías, inclusive Fiore, emprendieron su camino de vuelta al rebaño de Cister.

La primera comunidad cisterciense de Alemania fue fundada por los monjes de Morimundo, quienes establecieron la de Kamp (Altenkamp), cerca de Colonia. Tanto éxito tuvo esta casa, que gracias a su población siempre en aumento, pudo fundar en rápida sucesión Walkenried en Brunswick (1129), Volkenrode en Turingia (1131), Amelunxborn cerca de Hildesheim (1135), Hardebausen en Westfalia (1140), y Michälstein en la diócesis de Halberstadt (1146). Mientras la familia de Morimundo se fortalecía en el norte y nordeste, Claraval expandía su zona de influencia a lo largo del Rhin, en los Países Bajos y Baviera. Monjes de Claraval establecieron así Eberbach en Nassau (1131), Himmerod, en el electorado de Tréveris (1134), la abadía de Las Dunas (Ter Duinen) en Flandes (1149), y posteriormente Klaarkamp en Frisia (1165). Hacia el final del siglo XII, el torrente de fundaciones cubría toda la tierra alemana, porque los monjes blancos siguieron la expansión germana en Prusia y a lo largo de la costa báltica durante todo el siglo XIII. La abadía más lejana en el nordeste fue Falkenau, en Livonia, cerca de Dorpat (1234).

La primera casa cisterciense en Suiza fue Bonmont (1131), originariamente monasterio benedictino. Luego se sucedieron Montheron (1135) y Hauterive (1137), aunque las más grandes del conjunto de ocho casas fueron las dos últimas: Saint Urban (1195), y Wettingen (1227).

En Austria, la primera fundación fue Rein, hoy el más antiguo de la Orden (1130), poblada a expensas de Ebrach, de Baviera. Un futuro prometedor aguardaba a Heiligenkreuz (1135), cerca de Viena, fundada directamente por Morimundo. Ambas casas fueron eficaces propagandistas de la Orden; monjes de Heiligenkreuz construyeron la primera abadía húngara, Cikádor en 1142. En tierras germánicas se contaba pues con alrededor de un centenar de abadías.

Waverley, la primera fundación en Inglaterra, fue iniciada en 1129 por la casa francesa de L’Aumône; si bien fue un éxito, no tuvo consecuencias especiales. Al establecerse Rieval (1132) (en francés Rievaulx) y Fountains (1135), ambas en el Yorkshire, se creó una atmósfera de tal popularidad, que durante los veinte años consecutivos, las más grandes familias de la región rivalizaron unas con otras por el favor de tener monjes blancos en sus dominios. La historia de la fundación de Fountains reúne todos los elementos de tensión, suspense y amenaza de violencia que precedieron a la segregación de los monjes disidentes de Molesme; únicamente eran distintos los nombres. De hecho, eruditos modernos, al analizar los orígenes de la fundación de Fountains, entrevén la posibilidad de que el paralelo puede

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haber sido trazado intencionadamente por el autor, Hugo de Kirkstall; por eso, ciertos detalles de tensión (como en el caso de Cister) podrían ser más literarios que históricos. Sea como fuere, esta vez la rebelión tuvo lugar en la abadía de Saint Mary de York, donde unos trece monjes fervorosos, tomando por ejemplo a los cistercienses exigieron volver a una disciplina menos relajada. El arzobispo Thurstan de York tomó partido por los reformadores, quienes, después de una borrascosa discusión con la mayoría renuente, se separaron de ellos bajo la dirección de Ricardo, su prior. Thurstan les dio un lugar en Ripon, donde ese grupo reducido de almas heroicas acampó varios meses bajo un olmo gigantesco, durante el invierno de 1133-1134. Eligieron a Ricardo como abad, pero eran una comunidad sin abadía y sin una afiliación definida. Volvieron sus ojos a san Bernardo, que había seguido su lucha con simpatía, y les aceptó dentro de la familia de Claraval; enviándoles a uno de sus monjes más experimentados para introducirles en la observancia cisterciense. Con la ayuda de benefactores generosos, pronto comenzaron a construir la gran abadía de Fountains, que aun en ruinas, ha quedado como un recuerdo glorioso de la fe de sus constructores.

Fountains atrajo a muchos de los clérigos más eminentes de Inglaterra; pero el poder de atracción de esta comunidad fue eclipsado por el desarrollo asombroso de Rieval. Los terrenos de la abadía cerca de Helmsley, unos 50 kilómetros al norte de York, fueron donados por Walter Esper, un caballero entrado en años, de gran piedad, quien al no tener herederos, pudo ser muy generoso con los cistercienses. Junto con otros proyectos similares, apadrinó la fundación de Warden en Bedforshire en 1135. Quedó en la memoria de los monjes de Rievaulx como un anciano de agudo ingenio, de gran estatura, con miembros bien proporcionados, cabello negro, larga barba, frente amplia y grandes ojos penetrantes. Su voz sonaba como una trompeta. La fundación al margen del río Rye fue cuidadosamente preparada por el mismo san Bernardo, quien mandó de regreso a su tierra natal como pioneros, a algunos de sus discípulos ingleses más prometedores. El ejemplo de Rievaulx revolucionó a Saint Mary de York, pero la primera se convirtió en un verdadero centro magnético de poder irresistible después de que se le uniera en 1134 un joven llamado Elredo. Nacido en 1110 de padres ingleses, recibió su educación en la corte del rey David I de Escocia como compañero de los príncipes; su atractivo juvenil, talento eminente y precoz erudición le abrieron las puertas de las más altas posiciones en la Iglesia y el gobierno, pero una visita casual al recién fundado Rievaulx le hizo para siempre prisionero de los ideales cistercienses. Fue maestro de novicios bajo el abad Guillermo, luego, en 1143, se convirtió en abad de Revesby, en el Lincolnshire, a poco de fundado, y finalmente, en 1147, sucedió a Mauricio de Durham como tercer abad de Rieval, puesto que ocupó hasta su muerte en 1167.

San Elredo, llamado con justicia «el san Bernardo del norte», es uno de los caracteres más atractivos de la historia monástica. No pudo alcanzar la talla de san Bernardo como estadista y reformador, pero estuvo a su altura en cuanto a su amor compasivo y su comprensión por el hombre de cualquier tipo de vida. Atrajo innumerables vocaciones a Rievaulx por medio de sus escritos, marcados por una gran piedad y profundidad, y aun en mayor grado por sus contactos personales. Probablemente fue una exageración de su biógrafo que la abadía llegara a contar seiscientos cincuenta monjes y hermanos legos bajo su administración, pero el cuadro de la iglesia abacial «con los monjes formando una masa compacta, estrechados unos con otros como enjambre de abejas», debe haber dejado un recuerdo imborrable en sus visitantes. Como señaló su discípulo y biógrafo Walter Daniel, «monjes necesitados de compasión y misericordia acudían en multitud a Rievaulx desde pueblos extraños, y desde los últimos confines de la tierra, para encontrar allí la paz y la santidad verdadera, sin las cuales ningún hombre verá a Dios. Así, los que vagaban por el mundo sin que se les diera entrada en ninguna casa religiosa, llegaban a Rievaulx, la madre de misericordia, encontraban las puertas

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abiertas, y entraban libremente, dando gracias a su Señor». Cuando la muerte de Elredo, ya había pasado el cenit de la expansión cisterciense en Inglaterra, pero Rievaulx había hecho cinco fundaciones, Fountains ocho, y cada una de las mismas había hecho a su vez, de tal forma que en ese momento Inglaterra y Gales juntas poseían setenta y seis abadías, trece de las cuales habían sido originariamente miembros de la Congregación de Savigny.

En Gales, se dio calurosamente la bienvenida a los cistercienses, porque eran considerados francos, más que anglonormandos. En realidad, la mayoría de las catorce casas de ese principado fueron pobladas directamente por monasterios franceses, aunque las ubicadas en la región limítrofe, las «Marcas», tenían fuertes lazos ingleses, como por ejemplo Tintern, fundada en 1131 por L’Aumône. Por otro lado, Whitland (1140), apadrinada por prominentes nobles galeses y poblada desde Claraval, era completamente galesa, y pronto se convirtió en madre de otras, pobladas igualmente por galeses, como Cwmhir (1143), Strata Florida (1164) y Strata Marcella (1170). Todas estas abadías iban a sufrir mucho durante la conquista inglesa, aunque Eduardo 1 (1272-1307) fue generoso, ofreciendo ayuda para la reconstrucción. El recrudecimiento de la guerra de guerrilla y el desorden general del siglo XV explican la despoblación y pobreza de la mayoría de las casas galesas, en vísperas de su disolución.

En Escocia, los cistercienses fueron popularizados por el protector de san Elredo, el rey David I (1124-1153). La primera abadía escocesa, Melrose, fue establecida en 1136 por Rielvaux y, a su frente, estaba un amigo de la infancia de Elredo, san Waldef, hermanastro del rey David, anteriormente canónigo agustino y compañero de Elredo cuando monjes en Rievaulx. Melrose fue una madre fecunda de cinco fundaciones. Con la ayuda de Inglaterra, Escocia llegó a tener once abadías cistercienses al terminar el siglo XIII.

La primera fundación en Irlanda, Mellifont (1142), a unos 8 km. de Drogheda, fue fruto de la amistad entre san Bernardo y san Malaquías, arzobispo de Armagh. Aunque en Claraval prepararon cuidadosamente el primer contingente de monjes; las tradiciones del monaquismo celta estaban muy arraigadas para ser reemplazadas por nuevas observancias. A pesar de este primer revés, el desarrollo posterior fue tan rápido y extendido como en todas partes, y finalmente llegó a contar cuarenta y tres abadías, aunque muchas de las cuales eran pequeños monasterios que con anterioridad habían sido celtas. La penetración inglesa en la isla en 1171 añadió otro problema insoluble: el odio implacable entre dos razas, que tendía a la separación de las abadías controladas por Irlanda y las controladas por Inglaterra, donde cada grupo negaba la admisión a miembros de la otra nacionalidad. No se aceptaban visitadores ingleses en las abadías irlandesas, y resultó inútil todo intento del Capítulo General por hallar un medio práctico de controlar las irlandesas. La situación se hizo crítica al finalizar el siglo XII. En 1228, el abad Esteban Lexington de Salley, acusado de reprimir la «Conspiración de Mellifont», visitó el país con riesgo de su vida. No pudo encontrar entre los irlandeses ningún vestigio de observancias cistercienses; una situación triste, que se fue agravando hasta su disolución en el siglo XVI. La única excepción la constituían las dos grandes abadías: Mellifont y Saint Mary en Dublín.

La cronología de las fundaciones cistercienses en la Península Ibérica ofrece a menudo problemas. De acuerdo con investigaciones modernas la primera abadía no fue Moreruela, supuestamente instalada en 1130, sino Fitero, patrocinada en 1140 por el rey Alfonso VII de Castilla y poblada por la casa gascona de l’Escale-Dieu, aunque transcurrieron doce años hasta que los monjes establecieran la abadía en su definitivo emplazamiento. La misma comunidad francesa fue responsable de otras cinco fundaciones: Monsalud (1141),

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Sacramenia (1142), Veruela (1146), La Oliva (1150) y Bugedo (1172), todas de la familia de Morimundo. Claraval ejerció su influencia principalmente por intermedio de Grandselve y Fontfroide, ambas muy activas en propagar la Orden en Cataluña, por entonces recién conquistada a los musulmanes. Fontfroide estableció el gran Poblet (1150), que a su vez se convirtió en madre de tres monasterios más, uno de ellos La Real, cerca de Palma de Mallorca (1236). En 1150 Grandselve funda la ilustre Santes Creus. Moreruela, mencionada anteriormente perteneció a la misma filiación, pero fue fundada alrededor de 1158. Al concluir el siglo XIII, la marea de fundaciones cistercienses en España, como en otras partes, ya estaba en baja. Dado que por aquel entonces la parte sur de la Península, o estaba bajo el control de los musulmanes o se consideraba. insegura, casi todas las casas cistercienses se ubicaron en la zona norte del país. Constituían excepciones San Bernardo y Valldigna, ambas cerca de Valencia, y San Isidoro en Sevilla, todas fundaciones tardías. El número total de casas cistercienses españolas fue de cincuenta y ocho, lo que incluía algunos monasterios benedictinos.

Alcobaça (1153), el primer establecimiento cisterciense en Portugal, situado entre Lisboa y Coimbra, fue poblado directamente por Claraval. Creció convirtiéndose en uno de los establecimientos monásticos más grandes de Europa y fue madre de todas las otras doce casas situadas en Portugal.

En su mayoría, los primeros establecimientos cistercienses en Suecia y Dinamarca fueron resultado del esfuerzo del arzobispo Eskil de Lund, un amigo de san Bernardo, que terminó sus días en Claraval (1181), y de Absalón su sucesor en Lund. Alvastra, en Suecia, cerca del lago Wetter, fue establecida en 1143 directamente por Claraval y llegó a convertirse en el santuario monástico más renombrado de la región, por ser panteón de la familia real de Sverker, escenario de las visiones de santa Brígida, y madre de otras tres casas en el mismo país. La otra gran abadía sueca fue Nydala, otra hija de Claraval, nacida también en 1143, pero patrocinada por el obispo Gislon de Linköping.

Herisvad (Herrevad), situada en el sur de Suecia, pero que por entonces pertenecía a Dinamarca, fue otro fruto de la admiración que el arzobispo Eskil sentía por la nueva Orden. La poblaron en 1144 monjes de Cister. Esrom resultó la abadía cisterciense danesa más próspera; anteriormente benedictina, se incorporó a la familia de Claraval en 1153, con la bendición del mismo Eskil. Esrom, a su vez, fue responsable de la incorporación de otro monasterio benedictino, Soro cerca de Copenhage (1161). La única hija de Nydala fue Gudvala (Roma) (1164), en la isla de Gotland. Dentro de los límites políticos actuales, Suecia poseía en conjunto ocho casas cistercienses, Dinamarca once, seis de las cuales fueron originariamente comunidades benedictinas.

La Noruega medieval, con su escasa población, sustentó únicamente tres monasterios de la Orden. El primero, Lyse Kloster, cerca de Bergen, fue fundado en 1146 por monjes ingleses de Fountains; Hovedo, en una pequeña isla de la bahía de Oslo, fue edificada el mismo año también por monjes ingleses, que esta vez arribaron de Kirkstead. La abadía cisterciense ubicada más al norte de Europa, Tuttero (Tautra), sobre una isla en el fiordo de Trondheim, vio la luz en 1207, como hija de Lyse.

Bohemia formaba parte del Imperio Germánico, y sus tres primeras fundaciones cistercienses, Sedletz (1143), Plass (1145) y Nepomuk (1145) fueron obra de monjes alemanes, estaban ubicadas en la diócesis de Praga, y pertenecía a la familia de Morimundo. Cuatro fundaciones posteriores, Ossegg (1192), Hohenfurt (1259), Goldenkron (1263) y Königsaal (1292)

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gozaron con el tiempo de mayor fama y prosperidad que las anteriores. El total de casas en el reino era de trece, incluyendo Moravia, cuya abadía más notable fue Welehran (1205) en la diócesis de Olomuc.

Dentro de las fronteras históricas de Polonia, existieron veinticinco abadías, veinte de las cuales eran filiaciones directas o indirectas de Morimundo. Sin embargo, sólo nueve de ellas se establecieron en el siglo XII; el resto lo hicieron en un momento en que el crecimiento de la Orden en Europa occidental estaba bastante disminuido.

Las abadías polacas de este último grupo alcanzaron su máxima expansión únicamente en el siglo XIV, una época en la cual Occidente experimentaba el fenómeno contrario. Pero el número de monjes en Polonia, y en particular el de los hermanos legos, se mantuvo, siempre relativamente bajo, y en muchos casos abadías fundadas directamente por Francia o Alemania continuaban reclutando sus miembros en el extranjero. Sulejow, por ejemplo, poblado en 1179 directamente desde Morimundo, retuvo su carácter francés durante todo el medioevo; de igual forma Lad, Lekno y Obra todas hijas de la abadía alemana de Altenberg, cerca de Colonia, fueron habitadas durante centurias por piadosos ciudadanos oriundos de esa ciudad alemana. Según todo parece indicar, no había ningún plan político nacionalista germánico de colonización detrás de tan extraño fenómeno; la estructura de la misma sociedad polaca nos da la explicación. Los príncipes y obispos fueron tan generosos hacia los cistercienses como los benefactores de Occidente, pero en Europa oriental el aflujo de vocaciones era problemático. De acuerdo con las leyes polacas de herencia, todos los hijos de una familia noble tenían su parte en los bienes familiares. Por lo tanto, los jóvenes no tenían ningún incentivo especial para unirse a las Ordenes monásticas. En Occidente, la mayoría de las vocaciones provenían de la burguesía y otras clases profesionales que no existían prácticamente en las tierras eslavas. Los hermanos conversos occidentales eran frecuentemente arrendatarios libres de granjas, mientras que los labriegos de la Europa oriental no eran libres, sino siervos sujetos a la tierra, y normalmente no podían ser hermanos. Por otro lado, la escasez de hermanos legos obligó a los establecimientos cistercienses de Europa oriental a abandonar la idea de cultivar directamente la tierra, y a aceptar siervos y aldeas campesinas, que abrieron el camino hacia una expansión ilimitada de propiedades, sin paralelo en Occidente.

Una situación semejante podría ser la causa principal del modesto éxito obtenido en Hungría. El primer intento de Heiligenkreuz de introducir la Orden en ese país, Cikádor en 1142, no tuvo mayores consecuencias. Más prometedora fue la iniciativa del rey Béla III (1176-1196), cuya segunda esposa, Margarita, era hermana del rey Felipe Augusto II de Francia. Debido a tales conexiones, llegaron al país monjes franceses que fundaron Egres (1179), bajo la paternidad de Pontigny, Zirc (1132), de Claraval, Pilis (1184), de Acey, San Gotardo (1184), de Trois-Fontaines, Pásztó (1190), de Pilis y Kerc (1202), de Egres. Esta última, en la lejana Transilvania, señala la mayor distancia alcanzada por la Orden en la Europa oriental. El número total de casas cistercienses se acercaba a las 20, incluyendo tres monasterios anteriormente benedictinos. Por desgracia, la invasión tártara (1241-42) hizo estragos en las instituciones jóvenes, y debido a la falta de suficientes vocaciones locales, la Orden continuó languideciendo en Hungría por todo el resto del medioevo.

El P. Leopoldo Janauschek, en su hasta ahora indispensable lista cronológica de todas las fundaciones cistercienses para hombres hasta 1675, identificaba 742 monasterios. Debe señalarse, sin embargo, que, en algún momento dado, el total de las abadías que coexistía era considerablemente menor que ese. Ciertas fundaciones, por ejemplo aquellas situadas en los

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estados que tomaron parte en las Cruzadas y en el Imperio Latino, resultaron efímeras; algunas fueron suprimidas o se unieron a otras comunidades. En verdad, es totalmente equivocada la idea de que todas las abadías de la Orden tuvieran una población desbordante en el siglo XII. A la sombra de gigantes como Claraval, Las Dunas, Fountains o Rievaulx, había muchos establecimientos marginales, y el Capítulo General de 1189 se vio obligado a recalcar nuevamente que cada casa debía tener por lo menos doce monjes bajo el abad, «o de lo contrario debía reducirse a una granja o disolverse». En 1190 el Capítulo ordenó al abad de Jouy visitar Bonlieu en la diócesis de Burdeos, y lo autorizó a cerrar la casa si no podía asegurar la presencia de por lo menos doce monjes que vivieran regularmente allí. En 1191, se decidió lo mismo con relación a San Sebastiano en Roma y a Lad en Polonia. En 1199, se informó al Capítulo General de que a San Sebastiano se sumaban otras cuatro casas italianas subpobladas (Falera, San Giusto, San Martino del Monte, y Sala). Un poco más tarde (1232), se unió a la lista Roccamadore, en Sicilia. A despecho de las medidas apropiadas, el Capítulo General de 1204 todavía se quejaba «de que hubiera abadías en la Orden que, debido a la deficiencia y escaso número de personal, provocaban ciertos escándalos entre los fieles». La amenaza de supresión se llevó a cabo inclusive en 1216, cuando el Capítulo decidió reducir San Vicente, en Asturias, a una granja, porque «la casa es tan pobre que difícilmente podía proveer a más de dos monjes».

Es muy raro encontrar información que merezca confianza sobre el número real de monjes en un monasterio concreto en el siglo XII. Aunque siga siendo valedero que una sucesión tan rápida de fundaciones no puede explicarse sin una población sobreabundante en muchas casas de la Orden, algunas cifras tradicionalmente aceptadas parecen haber sido muy abultadas. Solía asignar a Claraval bajo san Bernardo, y aun a Bellevaux, unos quinientos monjes, a Grandselve unos ochocientos, Rievaulx bajo san Elredo unos seiscientos o más. Cifras algo menores, pero todavía de más de un centenar, fueron citadas con frecuencia sin documentación suficiente. Es igualmente difícil establecer la relación proporcional entre monjes de coro y hermanos conversos. De acuerdo con toda la información disponible, los hermanos legos sobrepasaban numéricamente a los monjes; por consiguiente, una casa, por término medio, pueden haber tenido durante el siglo XII quince monjes y veinte conversos. Si esta suposición fuera correcta, se puede llegar a una aproximación de la población cisterciense total. En consecuencia, en 1191 cuando el número de fundaciones cistercienses llegó a 333, la población de la Orden debe haber superado los 11.600 hombres. Un siglo después, las 647 abadías de la Orden albergaban a más de 20.000, incluyendo a los hermanos legos. Esta cifra comenzó a disminuir poco después, debido al constante descenso de vocaciones para conversos. A fin de obtener una apreciación total de tales estadísticas, debemos interpretar estas cifras en el contexto de los valores de población de los siglos XII y XIII, que probablemente eran menos del 10 % del nivel actual.

El gran número de fundaciones que se desarrollaron rápidamente en todo el continente europeo atestiguan la atracción universal experimentada hacia los ideales cistercienses, que afectaban a toda la sociedad contemporánea. Sin embargo, un número asombrosamente alto de vocaciones provenía de la élite intelectual. Durante los primeros años de Claraval, la famosa escuela de Châlons quedó casi vacía, porque los estudiantes, conjuntamente con sus profesores, respondieron a la llamada del joven Bernardo. Casos similares se repitieron por doquier a que el Abad predicara, especialmente en Reims, Lieja y París. Siguiendo a Arnaldo, uno de los primeros biógrafos del santo, Claraval fue al monasterio donde «hombres de cultura, maestros de retórica y filosofía en escuelas de este mundo estudiaban la teoría de las virtudes divinas». La razón por la cual la generación de jóvenes estudiosos prefirieron a los cistercienses, no puede atribuirse exclusivamente a la honda impresión causada por la

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personalidad de san Bernardo, ya que muchos de ellos no vivirían en Claraval, sino en otros monasterios. El factor decisivo para la elección de estos intelectuales debe haber sido la atracción ejercida por la vocación cisterciense.

Es ocioso preguntarse cual hubiera sido el destino de Cister sin Bernardo. Su influencia personal en la evolución de la Orden ha sido seguramente un factor de importancia capital. Sin duda alguna, el programa de los Padres Fundadores de Cister fue puramente contemplativo, animados como estaban por un celo admirable de heroico ascetismo. El joven abrazó de todo corazón y sinceramente la vida de Cister como era, y bajo la dirección del abad Esteban se convirtió en uno de los más grandes contemplativos de todos los tiempos. Fue, sin embargo un genio único y universal, con una misión providencial de liderazgo. Le resultó imposible esconderse por mucho tiempo entre los muros de Claraval, pero aun durante los años de su actividad febril siguió siendo, en lo profundo de su ser, el mismo asceta y contemplativo cisterciense. A medida que crecía su fe en los ideales cistercienses, trabajaba más arduamente para propagarlos. Nunca ocultó su firme convicción de que la regla cisterciense era el camino más seguro para la salvación, y nunca dudó en aceptar a nadie en Claraval, desde criminales públicos hasta príncipes, desde monjes fugitivos hasta obispos. El desarrollo prodigioso de la Orden durante la primera mitad del siglo XII habría sido imposible sin él, y por lo tanto fue, aunque en forma inconsciente, el principal responsable de las consecuencias de esto.

Debe observarse en este crecimiento el inevitable antagonismo entre cantidad y calidad. Mientras que el siglo XII fue una época excepcionalmente apropiada para engendrar y nutrir vocaciones contemplativas, queda en pie el hecho de que la contemplación, de acuerdo con su naturaleza, nunca pudo llegar a las masas. Por consiguiente, es muy poco probable que esos cientos de nuevas fundaciones dieran refugio únicamente a auténticas almas contemplativas. Citando nuevamente a Orderico Vital, «muchas de ellas están inspiradas por la pobreza voluntaria, la verdadera religiosidad, pero se les unieron muchos hipócritas y posibles embusteros como la cizaña al trigo». El problema se hizo aún más agudo cuando la Orden alcanzó el máximo de expansión, pero poco después, debido a la proximidad del espíritu secularista del Renacimiento, se fueron reduciendo el número de vocaciones monásticas. Al mismo tiempo, la maquinaria del Capítulo General funcionaba con seriedad. Los visitadores denunciaban año tras año las más pequeñas desviaciones a la disciplina común, y los transgresores recibían siempre severos castigos. Pero la lucha desesperada del Capítulo estaba dirigida únicamente hacia los síntomas, y por supuesto era incapaz de controlar la causa real: el cambio en la mentalidad europea. La Orden era un cuerpo demasiado grande para resistir victoriosamente los vientos de una tormenta que amenazaba estallar en cualquier momento.

Por lo demás, es asombroso lo conscientes que eran los Padres Capitulares de los peligros ocultos tras la espectacular expansión. Lejos de quedar satisfechos de su propio éxito, procedieron con cautela creciente en materia de nuevas fundaciones, o para incorporar a la Orden monasterios ya existentes. Una posteridad demasiado reverente borró toda traza de disensión entre los miembros del Capítulo General de esa época gloriosa. Sin embargo, hay algunos indicios de que, en materia de fundaciones demasiado apresuradas, las opiniones distaba mucho de ser unánimes. Inclusive es muy difícil de aceptar que la única razón de la dimisión de Esteban Harding en 1133, fuera su edad avanzada. Seguramente, se escondían en el trasfondo otras razones, ya que su retiro causó una seria crisis. Su sucesor inmediato como abad de Cister, Guido, previamente abad en Trois-Fontaines, fue depuesto poco después de su elección, y hasta borrado su nombre de la lista de abades, sin especificar la razón. Luego Reinaldo, monje de Claraval e íntimo amigo de san Bernardo, ocupó la posición central de la

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Orden. Su abadiato fue una época de poderosísima expansión. Cuando murió en 1150, Gosurino, abad de Bonnevaux (una hija de Cister) le sucedió en el alto cargo. El Capítulo General se volvió inmediatamente contra la política anterior y, en 1152, prohibió categóricamente la fundación o incorporación de otras casas en el futuro. Aunque no podamos llegar muy lejos con tales hechos, los mismos prueban terminantemente que era muy claro el problema causado por el rápido crecimiento. La decisión del Capítulo contrariaba las ambiciones cuidadosamente fomentadas por san Bernardo, que por entonces yacía mortalmente enfermo en Claraval, falleciendo al año siguiente. Es necesario decir, que la prohibición de nuevas fundaciones fue desobedecida. En la cima de su popularidad, el crecimiento de la Orden no podía ser frenado, aunque el ritmo de su expansión disminuyó considerablemente.

Una consecuencia natural e inevitable de la expansión en gran escala fue el aumento del prestigio, poder y actividad de la Orden en la vida pública de la Iglesia. Bernardo fue el primero en responder a la llamada de la Iglesia angustiada y él, el gran contemplativo, desempeñó un papel sin igual en la conducción de la política europea durante treinta años. Su ejemplo fue un desafío irresistible para la posteridad cisterciense, tanto más cuando las más altas jerarquías eclesiásticas y seculares confiaban esperanzadas en que la Orden, con el poder de su inmensa fuerza moral, continuara prestándoles servicio como campeones de la paz, justicia y orden entre las naciones cristianas. Este papel de desfacedores de entuertos en la Iglesia estaba lejos sin duda de los ideales de los Padres Fundadores de Cister, quienes habían buscado una vida de perfecto silencio alejada por completo de los negocios mundanos. No obstante, rechazar el desafío y retirarse de nuevo a la soledad era tan imposible como reducir el número de abadías a la proporción de las vocaciones, que ya habían comenzado a disminuir.

La incorporación de monasterios ya existentes, particularmente toda la Congregación de Savigny, planteó serios problemas de naturaleza económica y disciplinaria. El rechazo de las rentas feudales era concretamente una de las características básicas de la vida cisterciense. Pero todas las abadías controladas previamente por Savigny fueron admitidas sin la obligación de deshacerse de sus iglesias, diezmos, siervos y otras fuentes similares de ingresos. Estas concesiones estimularon a otras comunidades para alcanzar posesiones hasta ese momento prohibidas. En 1169, el abuso estaba tan difundido, que el papa Alejandro III dirigió una severa bula a la Orden, llamando la atención sobre las alarmantes desviaciones a las «santas instituciones» de los Padres Fundadores. Es muy difícil suponer que san Bernardo, el mayor responsable de la fusión de Savigny, ignorara la discrepancia existente entre las bases económicas de la abadía recién admitida, y las de las fundaciones cistercienses originales; tampoco pudo haberse equivocado al valorar el efecto potencial que concesiones semejantes al por mayor podrían tener sobre el resto de la Orden. ¿Por qué, entonces, fue el promotor de la unión? La única respuesta lógica es que, a su juicio, los beneficios espirituales del arreglo sobrepasaban los inconvenientes del compromiso. Pero sería injusto culpar únicamente al Santo por lo que aconteció más tarde. El Capítulo General adoptó la misma actitud indulgente aún después de su muerte: la consideración de las necesidades locales acaparó el interés de los Padres Capitulares. Estaba muy lejos de la mentalidad cisterciense de la primera época, principios preconcebidos y una adhesión rígida a posiciones dogmáticas, que no admitiera excepciones.

A decir verdad, la eficiencia del Capítulo General quedó muy debilitada por la enorme expansión territorial de la Orden. Se suponía que el Capítulo anual debía reunir a todos los abades, Las primeras reglamentaciones aceptaban una única excusa para la ausencia: la

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enfermedad. La rapidez de la expansión geográfica hizo sin embargo difícil, si no imposible, la asistencia regular de aquellas casas situadas en tierras lejanas. Pronto se otorgaron excepciones por razones de gran distancia, gastos y peligros del viaje. De esta manera, a los abades de las casas en Siria se le exigía concurrir al Capítulo cada siete años, y otros recibían concesiones similares, proporcionales a su distancia de Cister. No nos han llegado cifras del número de abades participantes en las deliberaciones del Capítulo durante los siglos XII y XIII. A pesar de esto, por las quejas constantes motivadas por ausencias sin autorización, se puede deducir que los problemas del viaje eran impedimentos poderosos. En todo caso, las condiciones de espacio de Cister para su alojamiento eran muy reducidas. Aun después de estar completamente terminado el claustro gótico en 1193 (Cister III), el lugar regular de las reuniones, la sala capitular, era una habitación de 17 m X 18 m, con una doble o quizás triple hilera de bancos en torno a las paredes. Se estimaba que podía albergar a trescientas personas, pero es muy dudoso que la sala estuviera alguna vez repleta. Probablemente, lo más realista sería suponer una sesión con la asistencia de alrededor de un tercio de los abades (250). ¿Cómo se notificaban a los abades ausentes las resoluciones del Capítulo? Los documentos del siglo XII guardan silencio sobre el registro, conservación y promulgación de estatutos. El hecho de que los manuscritos existentes no den información del desarrollo de cada una de las sesiones hasta cerca de 1180, parece indicar que las discusiones quedaron sin recopilar y las resoluciones del Capítulo, si había alguna, se transmitían oralmente. El problema se agudizó porque los concurrentes a la asamblea cambiaban constantemente, de año en año. Así, una parte considerable de los abades de una reunión dada ignoraba las discusiones llevadas a cabo en años anteriores. El resultado fue, con frecuencia, la aprobación de reglamentaciones incongruentes y contradictorias, que conducían a la confusión y a una actitud escéptica con respecto a la validez de estatutos individuales. La razón de la repetición de decisiones importantes año tras año, no fue por consiguiente un incumplimiento deliberado, sino un medio para conseguir que, mediante tales repeticiones, todos los abades pudieran estar correctamente notificados.

La visita anual a cada monasterio por el padre inmediato se deterioró en igual forma, por las penurias del viaje, así como el excesivo número de visitas que estaban obligados a realizar algunos abades con numerosas hijas. Cister tenía 24 casas afiliadas directamente, Pontigny 16, Morimundo 27, y Claraval más de 80. Dado que, en la práctica, era imposible que estos abades u otros en posición similar visitaran tal multitud de establecimientos dependientes, o bien delegaban sus poderes, o la visita se demoraba; pero, en ambos casos, se resentía la supervisión efectiva de la comunidad subordinada.

La asombrosa ascensión de la Orden cisterciense a partir de una pequeña comunidad de humildes monjes – ermitaños hasta una red internacional de cientos de abadías durante la vida de Bernardo, difícilmente puede ser explicado considerando solamente factores naturales e históricos. Ni siquiera el genio del Abad de Claraval puede dar cuenta adecuada de este fenómeno único y específicamente religioso. El secreto debe radicar en el eco resonante y espontáneo que la espiritualidad de Cister despertó en tantos miembros afines a esa devota generación, ejemplo de espiritualidad para ricos y pobres, sabios e ignorantes por igual, gracias a la vida austera y contemplativa de los Monjes Blancos.

Mas la tarea de conservar el precioso legado de Cister demostró ser una carga abrumadora. La ola de crecimiento estaba obligada a bajar; ni Bernardo ni sus heroicos compañeros pudieron ser reemplazados por gente de su talla. Mientras tanto, el cambio constante del ámbito religioso y social planteó nuevos problemas y exigió nuevas soluciones. La historia futura de la Orden es prueba convincente de que se hicieron serios esfuerzos para asegurar el alto nivel

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de disciplina monástica y para asumir nuevas y desafiantes responsabilidades. A pesar de los continuos esfuerzos por mantener a la Orden actualizada frente a un mundo que cambiaba con rapidez, exigieron que se comprometieran genuinas tradiciones cistercienses.

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Cruzadas y misiones

A todo lo largo del siglo XII, siguió aumentando la actividad de la Curia Romana en los múltiples asuntos religiosos y políticos; el Papado, sin embargo, no contaba en ella con un grupo suficientemente calificado que le sirviera de apoyo cuando surgían nuevas necesidades o emergencias. Por esta razón, las autoridades eclesiásticas recibieron con beneplácito la asistencia de san Bernardo y sus monjes y continuaron llamando en su auxilio a los cistercienses, en primer término, por lo menos hasta la aparición de los mendicantes al comienzo del siglo XIII. Es muy evidente, que este papel no era fácilmente compatible con los ideales del Cister primitivo; por otro lado, la trabazón institucional, la presencia ubicua y el número desbordante de miembros, entre los cuales se encontraban algunas de las personalidades más activas y mejor dotadas de la centuria, predestinaba a los cistercienses a dar un paso para llenar ese vacío y asumir variadas obligaciones externas.

El papel desempeñado por los cistercienses en la organización y dirección de las cruzadas constituyó la primera y más espectacular de dichas actividades. Ya en 1124, hubo un intento serio por extender el radio de acción de la Orden en Tierra Santa. Arnoldo, el primer abad de Morimundo desertó de su puesto sin la autorización del Capítulo General, y llevando consigo a lo más granado de sus monjes estuvo firmemente resuelto a fundar un monasterio en Palestina; sólo su muerte prematura evitó que llevara a cabo sus planes. Aunque san Bernardo se opuso terminantemente a este arriesgado plan, animó a los premostratenses a un esfuerzo similar. Apoyó con entusiasmo a los Caballeros del Temple y les dedicó su famoso tratado titulado: Alabanza de la nueva milicia (De laude novae militiae).

La iniciación de la Segunda Cruzada fue su aportación personal a la causa, y se conocen muy pocos cistercienses que lo hayan secundado en Alemania. Entre ellos se cuentan el Abad Adam de Ebrach, activo propagandista en Regensburg, y Gerlach, abad de Rein, que desempeñó un papel similar en Austria. Cierto monje francés llamado Rodolfo, que comenzó a predicar sin autorización y levantó a la plebe contra los judíos en Renania fue silenciado por la enérgica intervención de san Bernardo. No obstante los cistercienses no acompañaron a las tropas cruzadas, aunque dos obispos de esta Orden, Godofredo de Langres y el famoso historiador Otto de Freising se ofrecieron como voluntarios. A pesar del fracaso final de la campaña, el ejemplo de san Bernardo permaneció vivo y animó a otros cistercienses a alistarse en las cruzadas siguientes.

El destino de Tierra Santa y los acontecimientos de la Tercera y Cuarta Cruzadas tuvieron un eco significativo dentro de la Orden. Aunque el Capítulo General prohibió repetidas veces a los miembros de la Orden la peregrinación a los Santos Lugares, los prelados cistercienses tomaron a su cargo la organización de la Tercera Cruzada (1184-1192), contando con el respaldo de todos sus hermanos de religión. En Italia, el Arzobispo de Ravena, Gerardo, un cisterciense, fue nombrado legado papal con el encargo de la predicación y el reclutamiento. Enrique de Marcy, cardenal obispo de Albano, que previamente había actuado como abad de Claraval, y Garnier, por entonces abad de dicho monasterio, asumían idénticas funciones en Francia y Alemania, al mismo tiempo que Balduino, arzobispo de Canterbury, anteriormente abad de Ford, hacía lo mismo en Inglaterra. Cierto número de abades y monjes siguieron a las fuerzas hacia el este. El arzobispo Gerardo cayó en la batalla frente a los muros de San Juan de Acre, y el arzobispo Balduino y Enrique, obispo de Basilea, enfermaron y murieron. El rescate de Ricardo Corazón de León cautivo en Alemania, fue negociado por dos abades

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cistercienses, Roberto de Boxley y Guillermo de Robertsbridge; y para su pago, las casas inglesas situadas en la zona lanera contribuyeron con la esquila de un año.

La intervención de la Orden en la Cuarta Cruzada fue aún más intensa. Presionado por Inocencio III (1198-1216), el Capítulo General relevó a cierto número de abades y monjes para que sirvieran a tal fin y contribuyó con sumas considerables destinadas al sostén de las tropas. En Italia, el agente papal que obtuvo mayor éxito fue el abad Lucas de Sambucina, quien recibió la orden de predicar las cruzadas en 1198. En 1200, otros seis abades emprendieron tareas similares obedeciendo la orden de Inocencio, y al año siguiente algunos más fueron autorizados a hacer lo mismo. Cuando los cruzados se desviaron a Zara y luego a Constantinopla, la mayoría de los cistercienses se hicieron eco de las advertencias del Papa. El abad Pedro de Locedio fue el portador de la protesta papal al ejército reunido en Zara, y Guido, abad de Vaux-de-Cernay la leyó ante la asamblea de caballeros la víspera del ataque contra la ciudad. Sin embargo, algunos abades permanecieron con los cruzados y los acompañaron en la toma de Constantinopla. El abad Martín, de Pairis (Alsacia), aunque rechazó compartir el botín general, se enriqueció con las reliquias encontradas en la iglesia del Pantocrator y llevó triunfalmente esos tesoros a su abadía en 1205. Pedro de Locedio permaneció en la ciudad conquistada, participando en la elección de Balduino de Flandes como primer emperador latino y, durante algunos años, tomó parte activamente en la pacificación de la Grecia conquistada.

Como fruto visible de la conquista, la Orden adquirió o estableció entre 1204 y 1276 doce casas dentro de los límites del Imperio, incluyendo dos conventos para monjas. Muchos de esos monasterios habían sido habitados anteriormente por comunidades de rito oriental. Pocas de esas fundaciones sobrevivieron al colapso del poder latino. Una de ellas fue Daphni, que anteriormente había sido un monasterio griego entre Atenas y Eleusis, y probablemente otras dos casas más en Creta. En 1217, Daphni estaba afiliada a la abadía francesa de Bellevaux. Cuando su abad llegó a Cister para el Capítulo General de 1263 causó gran revuelo entre los padres: traía un brazo de San Juan Bautista, que ofreció como regalo a la casa madre de la Orden. En agradecimiento, los padres capitulares lo eximieron de concurrir al Capítulo General los próximos siete años. La toma de Constantinopla por los turcos selló el destino de la comunidad cisterciense de Daphni (1458), aunque los monjes ortodoxos reconquistaron su antigua propiedad, y la retuvieron hasta el siglo XVII.

Como una estela de las cruzadas se establecieron varias casas cistercienses en Siria, pero son inciertos los detalles de su historia. La mejor conocida y que logró más éxito fue Belmont, al sudeste de Trípoli en las montañas del Líbano, poblada en 1157 por monjes de Morimundo. Poco después, Morimundo fundó otra casa, en la misma zona, llamada Salvatio, pero es dudosa su ubicación exacta y sus datos históricos. Belmont fue responsable de dos casas más, una puesta bajo la advocación de san Juan (1169), y otra bajo la Santísima Trinidad; las dos situadas probablemente dentro del distrito de Trípoli. En 1214, el Capítulo General incorporó un monasterio que previamente había sido benedictino, San Jorge de Jubino, en la Montaña Negra, que fue considerado como hija de La Ferté.

Mientras tanto, las monjas cistercienses poblaban dos conventos, uno en Acre, y otro en Trípoli, ambos con el mismo nombre de Santa María Magdalena. El destino de todas estas fundaciones no podía diferir de los estados regidos por los cruzados; cuando se acercaron los musulmanes, fueron evacuadas y abandonadas. En la actualidad, queda únicamente el antiguo claustro de Belmont (Dayr Balamand) alojando a monjes ortodoxos orientales. Previniendo lo inevitable, Belmont fundó Beaulieu como un refugio en Chipre, fuera de los muros de

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Nicosia. Después de la caída de Trípoli en 1289, toda la comunidad de Belmont huyó a Chipre, donde sobrevivió hasta finales del siglo XV. En 1567, los venecianos demolieron los restos de Beaulieu, y usaron sus piedras para construir las fortificaciones de Nicosia.

Mientras que únicamente los abades y prelados más eminentes de la Orden estaban ocupados, de vez en cuando, en la actividad política y el apoyo a las cruzadas, la herencia de las misiones emprendidas por san Bernardo entre los herejes del sur de Francia, se convertía en un elemento integrante de la vocación cisterciense. El gran Abad de Claraval emprendió el viaje al sur en 1145 respondiendo a una petición del legado papal Alberico, cardenal obispo de Ostia, que anteriormente había sido monje de Cluny. La gira resultó más espectacular que fructífera, y en 1177, el conde Raimundo V de Tolosa se dirigió nuevamente al Capítulo General cisterciense pidiendo ayuda. Sin embargo, no entraron en acción hasta que Alejandro III confió una misión con tal fin a Pedro, cardenal de San Crisógono, conjuntamente con dos cistercienses, Garín, arzobispo de Bourges, primitivamente abad de Pontigny, y Enrique, abad de Claraval. Este último, que por ese entonces, 1179, era nombrado cardenal obispo de Albano, tomó la dirección de toda la misión, militar y apostólica a la vez. Rápidamente, organizó una cruzada, y en 1181 ocupó Lavaur, ciudad dominada por los herejes. Después de su muerte, en 1198, crea Inocencio III otra comisión cisterciense encabezada por dos monjes de Cister: Rainiero de Ponza, su propio confesor, y Guido. Debido a la enfermedad de Rainiero, el papa lo reemplazó por el maestro Pedro de Castelnau, arcediano de Maguellone, quien casi inmediatamente hizo su profesión en el monasterio cisterciense de Fontfroide, cerca de Narbona. En 1203, Pedro fue nombrado legado de la Santa Sede con la asistencia de otro monje de Fontfroide, Raúl. Por último, en 1224, para recalcar que la empresa estaba confiada a toda la Orden, el papa confirió la dirección suprema de la misión contra los albigenses a Arnaldo Amaury, abad de Cister, quien se convirtió de este modo en líder espiritual de la próxima cruzada de Simón de Montfort. Después de realizar esfuerzos parecidos en distintos lugares, Amaury, con doce abades cistercienses de su séquito, sostuvo un debate con los herejes en 1207, que duró quince días, en Montreal y luego en Pamiers, sin resultados. Uno de los participantes más activos fue el ya mencionado abad Guido de Vaux-de-Cernay, tío de Pedro, monje de la misma abadía y famoso cronista de la cruzada contra los albigenses. Las enormes dificultades con que tropezó la empresa entre la plebe rebelada, la nobleza recelosa y los tibios prelados parece que agotaron las energías de Pedro, quien pidió al papa le permitiera retirarse a la soledad de Fontfroide. La petición fue denegada. Inocencio le escribió: «permanece donde estás; en este momento, la acción es mejor que la contemplación». Sin embargo, comprendiendo que necesitaba colaboración, el Pontífice instruyó a Diego, obispo de Osma, y a su joven canónigo, Domingo de Guzmán, para que ayudaran a los cistercienses. Antes de unirse a ellos, los dos españoles visitaron Cister, estudiaron la posibilidad de entrar en la Orden, y vistieron el hábito, aunque sólo simbólicamente. Después de algún tiempo cambiaron de idea, pero mientras estuvo en compañía de los tenaces cistercienses, Domingo concibió el plan de formar una organización específicamente destinada a este propósito: la Orden de los Predicadores. Por el año 1207, el número de cistercienses «que predicaba a Jesucristo» había alcanzado a cuarenta, pero al comienzo del año siguiente un desdichado incidente convirtió la pacífica misión en una cruzada armada.

El 14 de enero de 1208, fue asesinado Pedro de Castelnau, y la opinión pública atribuyó la responsabilidad del crimen al conde Raimundo VI de Tolosa, principal promotor de la causa albigense. No podemos detallar aquí la larga y sangrienta guerra (1209-1219) que prosiguió bajo Simón de Montfort, pero merece destacarse que la mayoría de las sedes episcopales del sur conquistado fueron ocupadas por cistercienses. Arnaldo Amaury ocupó ese puesto en la

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ciudad clave de Narbona desde 1212 hasta su muerte en 1225; en 1205, un monje de Grandselve, el extrovador Folquet de Marsella, fue instalado en el corazón de la resistencia, como obispo de Tolosa. Este mismo Folquet (o Fulk) cooperó en 1205 en la fundación de la primera casa dominicana en dicha ciudad, y continuó siendo el resto de su vida promotor de la nueva Orden. En 1210, ofrecieron el recién reconquistado obispado de Carcasona a otro cisterciense: Guido, abad de Vaux-de-Cernay.

Arnaldo Amaury fue el más sobresaliente e, inevitablemente, el más controvertido de todos los pintorescos personajes cistercienses que intervinieron en la cruzada. ¿Fue un intrépido campeón de la fe, o un típico sureño, violento, ambicioso, fanático como muchos de los que lucharon en esa guerra? Es característico que su nombre estuviera unido a una de las anécdotas apócrifas más perdurables de la historia medieval. Se supone, que cuando cayó Beziers (1209), plaza fuerte de los albigenses, los cruzados vencedores dudaban cómo castigar justicieramente a los habitantes, porque era imposible distinguir a los fieles de los herejes. «Mátenlos a todos», decidió Amaury, «el Señor conoce a los suyos». Estas palabras son un eco de la 2ª Epístola a Timoteo (II, 19), pero la historia parece estar tomada del Dialogus miraculorum del cisterciense alemán Cesáreo de Heisterbach, quien compuso esa recopilación de anécdotas edificantes entre 1219 y 1223. La naturaleza del Diálogo debería ser para el lector crédulo advertencia suficiente, más aún, el mismo autor relata honestamente el incidente como puro rumor (fertur dixisse): empero pocos historiadores perdieron la oportunidad de volverlo a contar.

En la Península Ibérica, el espíritu cruzado de los cistercienses se manifestó organizando e inspirando un cierto número de órdenes de caballeros, todas ellas dedicadas a la Reconquista. La primera y más significativa fue la Orden de los Caballeros de Calatrava. En 1157, se temía que los moros atacaran Calatrava, fortaleza clave para la defensa de Toledo. Los Caballeros del Temple a cargo de la primera ciudad, reconociendo su incapacidad para hacer frente a tal emergencia, pidieron ayuda al rey Sancho III de Castilla. Se dio la coincidencia de que el abad Raimundo de Fitero visitaba Toledo y, entre los monjes de su séquito, estaba Diego Velázquez, ex-caballero, amigo de infancia del rey Sancho. A instancias de este monje, el abad Raimundo ofreció su ayuda para organizar la fuerza defensiva de Calatrava, después de lo cual, en 1158, el rey le otorgó la fortaleza para que la «poseyera y defendiera a perpetuidad».

El ataque moro no llegó a materializarse, pero un gran número de defensores voluntarios vistieron el hábito cisterciense y se sometieron a Raimundo. Después de su muerte, acaecida alrededor de 1163, los caballeros eligieron a su primer maestre Don García, quien se dirigió al Capítulo General cisterciense, para que les diera una regla de vida y se les reconociera como rama de la Orden. El Capítulo reunido en 1164, se manifestó favorablemente, pero la incorporación formal no tuvo lugar hasta 1187, cuando la nueva Orden de Caballeros fue puesta bajo la autoridad del abad de Morimundo. Sus derechos incluían la visita anual, el nombramiento del prior y la confirmación de la elección de maestre. Este último, conocido posteriormente como «gran maestre» estaba a cargo de los caballeros y las operaciones militares; el prior, que pronto se transformó en «gran prior» mitrado, fue siempre un monje francés de la filiación de Morimundo, y era responsable de los sacerdotes y hermanos que cuidaban de las necesidades materiales y espirituales de los caballeros. Calatrava cayó en manos de los moros en 1195, pero fue recuperada en 1212 y, de allí en adelante, los caballeros influyeron en la reconquista de Andalucía. Hacia fines del siglo XV, dividida en ochenta y cuatro encomiendas, acumularon los caballeros inmensas posesiones, incluyendo setenta y dos iglesias, con unas 200.000 personas bajo la jurisdicción de la Orden. Dada su riqueza,

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estuvo desde 1485 bajo control real, y en 1523 el título de «gran maestre de Calatrava» estaba unido a la Corona española. Después de finalizada la guerra de Reconquista, la Orden perdió su carácter militar y aun religioso, aunque se ha conservado la organización como una asociación honorífica de la nobleza española.

Más o menos por la misma época, surgieron los Caballeros de Alcántara, debido al tesón de dos hermanos salmantinos, Suárez y Gómez, quienes fueron respaldados en 1158 por un ex-cisterciense, el obispo Odón de Salamanca, que asumió el cargo de primer prior de los caballeros. Su centro de actividades fue la fortaleza de San Julián de Pereyro, y ellos mismos usaron ese nombre por más de seis décadas. Su regla, similar a la de Calatrava, fue aprobada por Alejandro III en 1177, pero sólo en 1221 comenzó una asociación más profunda con los cistercienses, cuando los de Calatrava les confiaron la defensa de Alcántara, Cáceres, sobre el Tajo, cerca de Portugal. A partir de este momento las dos órdenes siguieron estrechamente unidas, y también Alcántara fue aceptada por el Capítulo General cisterciense y puesta bajo el control de Morimundo. Alcántara y Calatrava tuvieron idénticos destinos.

Los Caballeros de Montesa heredaron en 1312 los bienes que pertenecieron a los templarios en Valencia. En 1317 fueron organizados por componentes de Calatrava, razón por la cual Montesa se convirtió en otro miembro de las Ordenes asociadas bajo la tutela de Morimundo. En Portugal se planteó una situación similar cuando el rey Dionís organizó la Orden de Cristo reemplazando al Temple, en 1319. También ellos fueron adiestrados en la observancia de Calatrava por diez caballeros españoles enviados a Portugal con ese propósito. Sin embargo, la Orden de Cristo estuvo sujeta a la jurisdicción de Alcobaça. Todavía hubo otra orden más de caballeros portugueses afiliada a Cister: la de Aviz. Después de oscuros comienzos, retuvieron Évora (1176) y tomaron el nombre de la fortaleza. Luego, en 1211, recibieron Aviz del rey Alfonso II. Siguieron las pautas ya establecidas de adoptar las costumbres de Calatrava conjuntamente con la tutela de Morimundo. En 1551, se unieron las Ordenes de Cristo y Aviz con la corona portuguesa, perdiendo entonces su carácter religioso.

El nordeste de Europa, en especial Prusia y los estados del Báltico, fue otro territorio donde los cistercienses desarrollaron por largo tiempo una combinación de actividades misioneras y cruzadas. Como sucedió con los albigenses, la prédica constituyó sólo una parte de la tarea, porque la conversión de las tribus hostiles y guerreras requería además una diplomacia inteligente y a veces una competente dirección militar. El obispo Eskil de Lund hizo las primeras tentativas en ese sentido. En una de sus visitas a Francia, en 1164, consagró en la catedral de Sens y en presencia de Alejandro III al cisterciense Esteban de Alvastra, el primer arzobispo de Upsala. Poco después, consagró a Fulco, un monje cisterciense francés, como obispo de Estonia, por ese entonces pagana. Accediendo a una petición de Fulco, Alejandro III convocó una cruzada para someter a los estonios, pero si algo se hizo, no tuvo efectos duraderos. Después de 1180, desapareció el nombre de Fulco de las crónicas oficiales.

Tuvo más éxito la misión que encabezó en Livonia su primer obispo, San Meinhard († 1196), que fuera canónigo agustino. Es muy probable que haya reclutado a ese extraordinario misionero cisterciense un monje de Loccum llamado Dietrich (Teodorico) de Thoreida (Treiden). No sólo sirvió fielmente a Meinhard, sino también a su sucesor, Bertoldo, su abad primitivo en Loccum, hasta que éste cayera en el combate contra los conversos reticentes. Sin embargo, fue el nuevo obispo, Alberto de Buchovden († 1221), hombre celoso y capaz, ex canónigo de Bremen y fundador de la sede episcopal de Riga, quien proporcionó a Dietrich la gran oportunidad. Éste a su vez llegó a ser su consejero de mayor confianza, al mismo tiempo que un coordinador efectivo con la curia papal. Por lo menos, visitó seis veces Roma, donde

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informó a Inocencio III sobre todo lo relativo a las misiones en el norte; luego, como Obispo de Estonia, participó en el IV Concilio de Letrán, en 1215. Pero, mucho antes de esa época, sugirió la posibilidad de un estado independiente gobernado desde Riga por las autoridades eclesiásticas, bajo los auspicios papales. Se movilizaron todos los recursos de la diplomacia papal para realizar este proyecto, que, si bien nunca se materializó, se convirtió en punto de partida de múltiples actividades cruzadas y misioneras en los años venideros. Por desgracia, después de la muerte del emperador Enrique VI (1197), Alemania cayó en el caos político. A pesar de los repetidos requerimientos papales no se pudieron organizar cruzadas efectivas. El movimiento, sin embargo, dio notoriedad a uno de los personajes más llenos de vida en esa época turbulenta, Bernardo de Lippe († 1224), poderoso vasallo y camarada de armas de Enrique el León, duque de Baviera.

La Crónica de Enrique de Livonia da una vívida descripción de su «conversión»: «cuando el conde Bernardo vivía en sus heredades, había tomado parte en muchas guerras, incendios y asaltos. El Señor lo castigó enviándole una enfermedad debilitante que le atacó los pies; y así, lisiado, tuvo que ser conducido en una litera durante varios días. Purificado por la enfermedad, fue recibido en la Orden Cisterciense y, después de aprender letras y religión durante algunos años, el papa le dio autoridad para predicar la Palabra de Dios y venir a Livonia. Contaba con frecuencia que, después de aceptar la cruz de ir a la tierra de la Santísima Virgen, sus miembros se robustecieron y sus pies se sanaron».

En 1185, Bernardo contribuyó a la fundación de la abadía cisterciense de Marienfeld, y pronto entró de monje en la misma. Pocos años después, vistió nuevamente su vieja armadura y dirigió una cruzada, y por último apareció como abad de Dünamünde (1211-1218), una fundación cisterciense pionera, que logró mucho éxito. Estimulado por el obispo Alberto de Riga, el viejo guerrero aceptó otra labor misionera como obispo de Semgallia (en Lituania), después de haber sido consagrado por su propio hijo, el obispo Otto de Utrecht. Sin duda alguna, alcanzó el pináculo de su larga carrera en 1219 cuando, ya casi octogenario, consagró a su segundo hijo, Gerardo, como arzobispo de Bremen.

Después de la muerte del obispo Alberto de Riga se produjo una elección episcopal reñida (1229) que hizo salir de la obscuridad a una personalidad cisterciense enigmática. Los partidos en pugna se dirigieron al Papa, Gregorio IX, quien envió al Cardenal Otto. Durante su viaje a Riga, alistó en su comitiva a Balduino, un monje cisterciense de Aulne, una gran abadía de la baja Lorena. Mientras el cardenal se demoraba en Dinamarca, Balduino tomó la iniciativa y, aprovechando la oportunidad, reivindicó la idea de formar un estado sujeto a la autoridad del papa, que cubriría todo el área al este del Báltico. En 1232, después de lograr cierto apoyo local, se trasladó a Italia y persuadió al papa de las posibilidades de poner en práctica su plan; después de lo cual Gregorio lo consagró obispo de Semgallia y Curlandia y le nombró legado papal para todo el territorio en cuestión. Balduino sentó su cuartel general en Riga, pero su ambicioso plan provocó la resistencia militar de los Caballeros de la Espada, que poseían ya muchas de las tierras reclamadas por Balduino. Las tropas del obispo, organizadas con apresuramiento, fueron vencidas por los Caballeros en la batalla de Reval (1233), terminando con el proyecto y haciendo caer en descrédito al autor, quien perdió además su condición de legado papal. Después de vivir cierto tiempo en Aulne, el cariacontecido Balduino se unió a la corte del emperador Balduino II de Constantinopla, quien lo recompensó con la sede metropolitana de Verissa, donde murió en 1243.

Las órdenes de caballería, organizadas sobre el modelo de las existentes en la Península Ibérica, sobresalen entre las realizaciones cistercienses más estables. La idea original

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corresponde a Dietrich de Thoreida y fue calurosamente respaldada por el obispo Alberto de Riga en 1202. La bula de 1204 de Inocencio III pidiendo una cruzada, mencionaba a un grupo de caballeros que «vivían como los templarios», y ya por esa época había una casa en Riga habitada por tales personas, que eran conocidos popularmente como los Caballeros de la Espada o «Hermanos de la Espada» (Frates Militiae Christi de Livonia). Sus filas incluían caballeros, sacerdotes y servidores. Dirigidos por un maestre, vivían en estricta pobreza, bajo reglas similares a las de los templarios. Deben el nombre a su manto blanco decorado con una espada roja. En 1210, Inocencio III les prometía un tercio de las tierras que conquistaran a los paganos, que sería retenida como feudo del Obispo de Riga. Los caballeros extendieron sus dominios rápidamente en Livonia, Estonia y Curlandia y, alrededor de 1230, poseían un estado virtualmente autónomo, administrado desde seis castillos estratégicamente colocados (Ascheraden, Riga, Segewold, Wenden, Fellin y Reval), cada uno bajo un maestre provincial. El número de caballeros nunca sobrepasó los 200, pero con los servidores y vasallos, la Orden podía movilizar un ejército de 2.000 hombres en pie de guerra. Había algunos cistercienses entre los treinta sacerdotes que contaba la organización. Después de su aplastante derrota por mano de los lituanos en 1236, en Curlandia, los sobrevivientes de los Caballeros de la Espada se unieron a los Caballeros Teutónicos, por entonces en franca expansión.

Motivos semejantes originaron en Prusia una organización similar. La iniciativa de desarrollar una actividad misionera en territorios todavía paganos pertenece al abad Godofredo de Lekno, monasterio cisterciense situado en Polonia, que albergaba personal alemán. Contando con la bendición de Inocencio III, comenzó su prédica en 1206, y al año siguiente se le unió uno de sus monjes, Felipe. Dos años más tarde, salió a la lid Cristián († 1245), cuyo éxito rotundo justificó que se le diera el título de «apóstol de los prusianos». En 1215, viajó a Roma conjuntamente con dos príncipes de ese lugar, recién convertidos, y el papa Inocencio lo consagró y nombró obispo de Prusia. Sin embargo, pronto se dejó sentir la reacción pagana. Felipe fue asesinado y Cristián necesitaba defensa armada. Siguiendo el ejemplo de Dietrich de Thoreida fundó la Orden de los Caballeros de Dobrin, nombre de una fortaleza sobre el Vístula. Cristián invitó a algunos caballeros de Calatrava, que vinieron de España para adiestrar a los nuevos reclutas. Los caballeros comenzaron a actuar después de 1222, recibiendo un fuerte apoyo de otro cisterciense, el obispo Brunward de Schwerin, originariamente monje de Amelunxborn. El potencial bélico de la nueva Orden siempre fue modesto y, finalmente, esta organización fue absorbida por los Caballeros Teutónicos, aunque algunas unidades de los Caballeros de Dobrin permanecieron activas en Rusia hasta alrededor de 1240.

Al comienzo, la tarea en las misiones bálticas recaía sobre cierto número de abadías cistercienses alemanas, pero pronto se hizo una nueva fundación en la desembocadura del Duna, cerca de Riga, sirviendo de base para tales actividades. Dünamünde, fundada en 1205 por Dietrich de Thoreida, su primer abad, fue poblada por monjes alemanes de Marienfeld. Dietrich quedó como abad hasta 1213, cuando ese monje infatigable fue designado obispo de la todavía pagana Estonia. En 1218, con el respaldo de Honorio III y la ayuda material del rey Waldemar II de Dinamarca, inició una cruzada contra los feroces súbditos que se le resistían, quienes lo mataron en una emboscada en 1219 confundiéndolo, por una ironía del destino, con el rey Waldemar.

Aunque Dünamünde estaba poderosamente fortificada, fue saqueada en 1228 por los paganos, y sus habitantes masacrados. Los intrépidos cistercienses reconstruyeron las ruinas y, en competencia constante con los Caballeros Teutónicos, expandieron sus posesiones en todas las direcciones. Sin embargo, la ubicación estratégica de la abadía hacía que la Orden

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Teutónica no pudiera operar con éxito sin ella. En 1305, ante una presión cada vez más fuerte, los cistercienses se vieron forzados a vender Dünamünde a los Caballeros, con la condición de que podrían permanecer en la fortaleza trece monjes y siete sirvientes.

Folkenau (1234), cerca de Dorpat, fue otra fundación similar, emprendida por Pforta, y el puesto más oriental con que contaban los cistercienses. Resistió victoriosamente a los ambiciosos Caballeros Teutónicos, para ser destruida en el siglo XVI por el avance de los rusos. La última fundación en Estonia fue Padis, establecida en 1317 por monjes obligados a abandonar Dünamünde. Aunque fue destruida por los estonios en 1343, quienes mataron a 28 monjes, la comunidad se mantuvo con vida y floreció durante otro siglo. Los monjes tenían posesiones y derechos sobre la pesca hasta las costas del sur de Finlandia. Padis, blanco constante de los ataques de rusos y suecos, fue secularizado en 1559. Para terminar, debemos mencionar en este punto que también las monjas cistercienses se vieron involucradas en la vigorosa expansión de la Orden operada en esta región. Establecieron conventos en Riga, Leal, Dorpat, Lemsal y Reval, todos los cuales desaparecían durante el siglo XVI.

No hay forma posible de dar una estimación exacta del número de cistercienses ocupados en actividades misioneras o cruzadas, pero en las crónicas de los Capítulos Generales abundan las medidas punitivas o restrictivas contra monjes «vagabundos», o predicadores sin autorización. Esto parece indicar que, mientras los elementos de menor rango respondían voluntariamente al desafío de las nuevas situaciones, muchos de los abades miraban con recelo cualquier intento de sacar a los monjes de sus claustros. En uno de sus sermones, Cesáreo de Heisterbach expresó elocuentemente la perplejidad existente en muchas mentes de los cistercienses: «Como saben, en estos días por orden del papa muchos monjes y abades fueron retirados de sus celdas y claustros, contra su voluntad y deseos, para predicar la Cruz; sin embargo, dado que consideran útil su remoción, no se resisten a la llamada de recoger la cosecha del Señor». El Capítulo aceptó de mala gana el relevo de algunos para desempeñar tareas misionales, siempre bajo presión papal, particularmente durante el pontificado de Inocencio III. También, respondiendo a la insistencia papal, ordenó en 1211 al Abad de Cister que tomara contacto con ese papa y le pidiera que excusase por lo menos a los priores, subpriores y mayordomos de realizar comisiones exteriores. Ante la negativa papal, el Capítulo nombró en 1212 al Abad de Morimundo para que investigara la situación y llegara a un arreglo satisfactorio que respondiera a los deseos del Pontífice y salvaguardara a la vez los intereses de la Orden. Alrededor del año 1220, Honorio III impartía instrucciones a los obispos del nordeste europeo, indicándoles que debían buscar ayuda para sus trabajos misionales «tanto entre los cistercienses como entre otros grupos». Sólo cedió la presión sobre los monjes blancos, cuando alcanzaron pleno desarrollo las órdenes mendicantes, particularmente los dominicos.

Una resolución de Capítulo General cisterciense de 1245 puede ser considerada, en la práctica, como el final de las misiones cistercienses: los monjes de la Orden debían recitar los siete Salmos Penitenciales y siete Padrenuestros por el éxito de las misiones dominicas y franciscanas.

Mientras que es incuestionable la importancia de los cistercienses en la difusión del Evangelio, el papel de sus abadías bálticas y prusianas en la germanización de esas regiones ha sido con frecuencia mal interpretado. Es verdad, que muchos monasterios mantenían su carácter alemán en el nuevo ambiente, y preferían admitir novicios alemanes y afincar labradores alemanes en sus posesiones, pero sería totalmente anacrónico suponer que tales prácticas estuvieran motivadas por un nacionalismo consciente. El medio circundante poco

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favorable ofrece una explicación mucho más simple y realista: ante la falta de vocaciones locales, las abadías se vieron obligadas a asegurar supervivencia por medio de una ininterrumpida comunicación con las casas madres, y viviendo en un mundo frecuentemente hostil, debían buscar seguridad rodeándose de colonos amigos.

El respeto medieval por la piedra y la integridad impulsaron a muchos otros miembros importantes de la Orden, en su mayoría abades, a actuar como mediadores y pacificadores en beneficio de la diplomacia real o papal. En 1138, Ricardo, el primer abad de Fountains, se unió al cluniacense Alberico, legado papal, en su viaje de visita por Inglaterra. En la disputada elección del arzobispo de York en 1140, desempeñó un papel muy activo un ardiente discípulo de san Bernardo, Guillermo de Rievaulx, y terminó en la sede episcopal un austero asceta cisterciense: Enrique Murdac. San Elredo de Rievaulx debió abandonar su abadía para responder a consultas, casi con la misma frecuencia que san Bernardo. Persuadió a Enrique II para que apoyara a Alejandro III contra un antipapa, arbitró disputas entre abadías, concurrió a sínodos y fue útil en muchas ocasiones similares. En la generación siguiente, el abad de Ford, Balduino, se convirtió sin duda alguna en el prelado más ocupado de Inglaterra. Eminente canonista y adicto incondicional de Tomás Becket, ingresó en Ford en 1169, y aunque lo eligieron abad en 1175, continuó siendo el brazo derecho del Papa Alejandro en Inglaterra. Balduino fue promovido a la sede episcopal de Worcester en 1180, y en 1184 a la de Canterbury, pero siguió estando a disposición del papa Lucio III para varias misiones delicadas. Ya se ha mencionado su papel en la Tercera Cruzada y su muerte en Acre (1190).

Guillermo, abad de Fountains, recibió de Roma tantas comisiones difíciles que sus monjes, indignados, dirigieron sus quejas a Lucio III. El Papa, en una carta llena de caridad, fechada en 1185, expresaba su comprensión tanto para con los monjes como para con Guillermo, y aseguraba a este último «por testimonio de este documento, …que, con la ayuda de Dios, tendremos cuidado de no asignarle responsabilidades, a menos que por casualidad surgiera algún otro problema que pensamos no pueda solucionarse sin Vos».

Entre 1170 y 1196, un número grande de abades cistercienses, entre los cuales se encontraban los de Rieval, Vaudey, Bruern, Thame, Combe, Stoneleigh, Roxley, Buckfast, Kirkstall y Warden, actuaron en Inglaterra como delegados papales en una gran variedad de asuntos legales. En el siglo XIII un número considerable de abades cistercienses, fueron invitados a participar en el Parlamento. Simón de Montfort llamó a diecisiete cistercienses en 1265; y durante el reinado de Eduardo I (1272-1307), cuarenta y cuatro abades cistercienses desarrollaron tales tareas. En la disputa entre el emperador Federico Barbarroja y el papa Alejandro III (1159-1181), Pedro, arzobispo de Tarentaise, anteriormente abad de Tamié, tomó partido por Alejandro, elegido legalmente, frente a los antipapas de Barbarroja. Durante esas dos décadas turbulentas, el Capítulo General conjuntamente con los abades más influyentes trabajaron por lograr un acuerdo aceptable para ambas partes, mientras que las negociaciones finales fueron llevadas a cabo por dos cistercienses, el obispo Ponce de Clermont y el abad Hugo de Bonnevaux. El Papa agradeció el excelente servicio prestado por la Orden, canonizando solemnemente a san Bernardo de Claraval el 18 de enero de 1174.

Bajo Federico II (1215-1258), se renovaron las diferencias entre papa y emperador, y en ese entonces sirvieron al papa Honorio III y a su sucesor Gregorio IX tres cardenales cistercienses, Conrado de Urach, Jaime de Pecoraria y Rainiero de Viterbo. La Orden Cisterciense se vio involucrada asimismo en el conflicto entre el papa Bonifacio VIII (1294-1303) Felipe el Hermoso, rey de Francia. El papa y Juan de Pontoise, abad de Cister, lucharon codo a codo contra la violencia real. Como recompensa el papa confirió al abad el uso del

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sello pontifical blanco con su retrato en posición sentada; le explicó que «sólo tú estuviste a mi lado. Así pues, solamente tú tienes el privilegio de sentarte a mi lado». Por desgracia, su férrea resistencia no dio otro resultado esta vez que la muerte prematura del pontífice y la prisión del abad Juan.

Si el número de cardenales y obispos cistercienses fuera un testigo evidente del alto desarrollo de la Orden y de su influencia en la Iglesia a través de los siglos, no cabría ninguna duda sobre el prestigio de la misma: en los anales cistercienses se pueden identificar cuarenta y cuatro cardenales y casi seiscientos obispos.

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Privilegios y desarrollo constitucional y administrativo

En sus comienzos Cister no buscó, en franco contraste con Cluny, ni inmunidades fiscales ni exenciones de la jurisdicción episcopal. Los fundadores del Nuevo Monasterio hicieron voto de vivir exclusivamente de los frutos de su propio trabajo, y en la medida que no interfiriera con la observancia monástica, no veían razón alguna para renunciar a la obediencia debida normalmente a los obispos diocesanos. No obstante, en el transcurso de varias décadas, la Orden naciente estaba encaminada a conseguir un status ampliamente privilegiado tanto en materia financiera como jurisdiccional. El cambio no fue precipitado por una modificación de ideales o actitudes, sino por el crecimiento explosivo de la institución. La rápida sucesión de las fundaciones y el crecimiento sin precedentes de sus miembros gravaron en tal forma la función de cada abadía, que cualquier alivio económico era recibido con gratitud. En forma similar, no parecía posible preservar la unidad y la administración efectiva de la red de casas subordinadas en continua expansión sin una limitación de la autoridad diocesana. La facilidad y rapidez con que la Orden obtuvo inmunidades y exenciones, son testigos fieles del hecho de que los papas consideraban razonable otorgar esos favores debidos a sus propios méritos y en gran parte como merecida recompensa a los servicios que la Orden realizó en beneficio del papado.

La exención del pago de diezmos, fuente tradicional de recursos eclesiásticos, fue una inmunidad que facilitó enormemente el crecimiento de la Orden, pero a su vez se convirtió en el origen de mucha envidia y una abierta hostilidad en los círculos eclesiásticos. Desde la época carolingia se los consideraba una compensación por el trabajo pastoral y su total se dividía en tres o cuatro partes: una para el obispo, otra para los clérigos inferiores, la tercera se gastaba en el mantenimiento de la iglesia, y finalmente se separaba algo para alivio de los pobres. Aunque debido a su naturaleza los diezmos debían ser cobrados por el clero secular, eventualmente los monasterios, y aun propietarios laicos, se adueñaron de ellos. Un tópico importante de la Reforma Gregoriana fue la exigencia de restituir el derecho de diezmos usufructuados por propietarios seculares y monasterios. Durante todo el siglo XI, tales resoluciones fueron dictadas en un buen número de sínodos, pero los diezmos monásticos quedaron rodeados de cierta ambigüedad. Las excepciones relativas a los monasterios parecían tener su justificación porque la mayoría de las abadías estaban constituidas en gran parte por sacerdotes, que desempeñaban tareas pastorales. Además, la posesión de esos diezmos se fundaba en algunos casos en costumbres inmemoriales o privilegios papales. Sin embargo, los reformadores monásticos de los siglos XI y XII renunciaron unánimemente a sus pretensiones sobre diezmos, y determinaron que vivirían de su propio trabajo manual. Los primitivos reglamentos de Cister no son sino el eco de la opinión del abad Odón de Saint-Martin, quien declaró en Tournai en 1092, entre muchas otras cosas, que «estaba determinado a no aceptar altaria, iglesias o diezmos, sino vivir exclusivamente del trabajo de sus manos… porque tales beneficios debían pertenecer únicamente a los clérigos, no a los monjes».

Después de renunciar al derecho de aceptar diezmos, los cistercienses tuvieron todavía que solucionar otro aspecto importante del mismo problema: si los monjes debían abonar diezmos por sus posesiones. Dado que muchas de las primeras fundaciones se hicieron en «desiertos» o en tierras vírgenes, no cultivadas, donde no se había abonado diezmos por bastante tiempo, no surgieron grandes inconvenientes. Aun cuando las donaciones incluían tierras gravadas con impuestos, la pobreza manifiesta de los cistercienses, su trabajo tesonero de pioneros, justificaba la remisión de los mismos. Más aún, según el testimonio de cartularios del siglo XII, los obispos y otros recolectores de diezmos aceptaron voluntariamente eximir a las

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nuevas fundaciones de tales cargas. En 1132, la política prevalente recibió sanción oficial por medio de la bula de Inocencio II, quien, como muestra de gratitud hacia san Bernardo, estableció que nadie podía exigir diezmos a las abadías de la Orden. Se reconoció universalmente la justicia de este privilegio. Como señala el documento de fundación de Bonnefont (1136), «dado que los hermanos cistercienses no recibían diezmos ni impuestos, nadie puede exigir o aceptar (tales cosas) de ellos».

Pronto surgieron graves problemas donde algunas abadías cistercienses continuaban expandiéndose al mismo tiempo que aceptaban tierras previamente gravadas: la suma percibida por el clero diocesano disminuyó considerablemente, de suerte que el mantenimiento de ciertas iglesias rurales se hizo imposible. Respondiendo a esas reclamaciones, Adriano IV hizo en 1156 una distinción cuidadosa entre las tierras explotadas inicialmente por los cistercienses (novalia), y otras donaciones sujetas previamente al pago de impuestos. Decretó en consecuencia que, mientras la Orden podía seguir gozando de la inmunidad habitual en lo concerniente a novalia, los monjes debían pagar diezmos en cambio por sus posesiones encuadradas en la segunda categoría.

Alejandro III (1159-1181), otro papa que tenía mucho que agradecer a los cistercienses, retornó a la interpretación original, más amplia, de esta inmunidad, pero previno repetidas veces «que aquellos cuya atención debe estar dirigida al cielo, deben esforzarse por todos los medios para poner límite a su expansión en la tierra». Una recomendación menos gentil se encuentra en una carta que el caballero inglés Pedro de Blois dirigió al Capítulo General antes del año 1180. Afirmaba «que las oraciones y las lenguas de todos los hombres deberían haber sido elevadas para alabar vuestra santidad, si no hubiereis robado lo que no os pertenecía… Y, ¿por qué debe peligrar el derecho de otra persona, si sus tierras engrosaron vuestras posesiones?… Si Su Santidad el Papa, como indulgencia especial, os dio el privilegio en un momento en el cual vuestra Orden se regocijaba de su pobreza, ahora que vuestras posesiones se han multiplicado hasta la inmensidad, esos privilegios deben reconocerse como instrumentos de la ambición». El Capítulo General de 1180 admitió la gravedad de los cargos y, «en vista de los grandes escándalos que se originan a diario, en todas partes, debido a la retención de diezmos», ordenó su pago sin dilación o resistencia. El Capítulo de 1190 tomó medidas aún más drásticas contra la «avaricia» evidente de ciertos abades y prohibió en lo sucesivo cualquier compra de tierras. Estas medidas no tuvieron, por supuesto, todos los resultados prácticos que se pretendía, y así llegaron a Inocencio III, en 1213, nuevas acusaciones. El Obispo de Pécs en Hungría se quejó que los cistercienses de su diócesis continuaran extendiendo sus viñedos y, mientras se negaban a pagar los diezmos, vendían el vino a su beneficio. Bajo el impacto de éstos y otros cargos similares, el IV Concilio de Letrán (1215) reguló definitivamente el pago de los diezmos. De acuerdo a la nueva legislación, los novalia así como también las propiedades que poseyeran antes de 1215 y fueran cultivadas por los mismos monjes para cubrir sus necesidades, quedaban exentas como hasta entonces, pero las tierras que se adquirieran posteriormente con propósitos de explotación estarían sujetas a gravámenes. Dado que después de esta fecha, más y más fincas cistercienses fueron transferidas a arrendatarios campesinos para su cultivo, Honorio III extendió en 1224 el privilegio a las antiguas posesiones cistercienses, aun cuando ya no fueran trabajadas por los hermanos conversos; lo mismo ocurrió con las huertas, y zonas pesqueras. Algunos años más tarde (1244), Inocencio IV agregó a esta lista bosques, minas de sal, molinos, lana, ovejas y leche. Por entonces, llegaba a su fin la expansión de las posesiones cistercienses en Europa occidental. La economía monástica se orientó hacia la comercialización y los diezmos perdieron mucho de su valor inicial.

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Los abades de la Orden rechazaron los diezmos o rentas eclesiásticas similares como donaciones, obedeciendo a la legislación primitiva de Cister; y las infracciones a esta regla fueron solamente esporádicas hasta 1147, año en que fue admitida la Congregación de Savigny. Muchas de las abadías recién incorporadas ya poseían las fuentes de ingresos prohibidas, pero continuaron gozando de ellas por la lenidad del Capítulo General. Su ejemplo resultó contagioso; hacia el final del siglo la mayoría de las abadías cistercienses se convirtieron en «diezmeras», recolectoras y usufructuarias de los diezmos.

El privilegio de exención de la autoridad diocesana fue un problema igualmente debatido, pero de naturaleza más compleja. En este punto tampoco los fundadores de Cister tenían intención de seguir el ejemplo de Cluny; por consiguiente, todas las fundaciones de la primera época fueron hechas con el debido respeto a los derechos episcopales. Más aún, es muy probable que el apoyo entusiasta que la jerarquía les diera a los cistercienses en aquella época se debiera a la sumisión de los monjes a los obispos locales. El «Privilegio Romano» de Pascual II en 1100 era simplemente un documento que otorgaba la protección papal contra interferencias indebidas y maliciosas en la vida interna de la comunidad. Las bulas siguientes de aprobación de la Carta de Caridad fueron más significativas, ya que en la medida en que sancionaban la constitución cisterciense, eliminaban automáticamente la supervisión episcopal de las elecciones abaciales, al mismo tiempo que el derecho de visita canónica de las distintas abadías. Dada su posición, san Bernardo pudo muy bien haber empleado su influencia para extender los privilegios cistercienses, pero en su De consideratione dirigida a Eugenio III, criticaba acerbamente a quienes alimentaban tales ambiciones. Mas por entonces ya había eximido Inocencio II a los abades cistercienses de concurrir a los sínodos diocesanos (1132), y en 1152 permitió Eugenio III que continuaran los oficios litúrgicos cistercienses aun dentro de los territorios en interdicto. Alejandro III, que demostró una buena voluntad extraordinaria hacia la Orden en materia de diezmos, garantizó en 1169 el reconocimiento total a los abades cistercienses, aun si los obispos locales les negaban su bendición, y prohibió que los obispos locales ejercieran toda especie de coerción bajo amenaza de excomunión contra los abades de la Orden. Todos los privilegios que se otorgaron anteriormente fueron confirmados y ampliados en 1184 por una bula promulgada por Lucio III, quien liberó a las abadías cistercienses de la autoridad primitiva de los obispos. Este documento no fue el último en el proceso de gradual exención que condujo finalmente a la exención total; pues el papel preponderante que la Orden iba asumiendo cada vez más en la cura pastoral de los trabajadores y aldeas bajo dominio señorial cisterciense, necesitaba de una clarificación legal más explícita. El derecho a predicar y a administrar los sacramentos se convirtió en motivo de constante irritación, lo mismo. que la elevación del prestigio social de los abades, el uso de las insignias episcopales (a partir del siglo XIV), su poder de conferir órdenes menores y su lucha por la precedencia en distintas funciones públicas. La separación progresiva entre abades y jerarquía secular fue desafortunada, y en detrimento de ambas partes. La división y aun la enemistad entre las filas eclesiásticas y monásticas facilitó la intervención secular y condujo a un despojo despiadado de abadías, ya sea mediante impuestos confiscatorios, o con la imposición de abades comendatarios.

La constitución cisterciense tuvo que sufrir importantes modificaciones debidas al cambio de posición de la Orden dentro de la Iglesia. Una razón obvia fue el hecho que la Carta de Caridad original no podía prever todos los problemas resultantes de la expansión geográfica de la Orden. Brevemente, podemos resumirlos así: la debilidad del Capítulo General; la aparición de «líneas» o filiaciones organizadas y sostenidas con firmeza por los protoabades; y los repetidos intentos de los abades de Cister de explotar este desequilibrio en beneficio propio.

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Alrededor de la mitad del siglo XII, se hizo bien evidente que el Capítulo anual distaba mucho de ser la asamblea general de todos los abades de la Orden. Los peligros, los gastos, y el tiempo que suponía el viaje mantenía alejados a la mayoría de los abades de las casas de fuera de Francia, y es difícil creer que en una reunión común estuvieran presentes más del tercio de todos los abades. Esto dio como resultado, que los Padres Capitulares tuvieran una información pobre acerca de las condiciones locales en ciertas regiones y no estuvieran por consiguiente en posición para tomar medidas correctivas adecuadas y aplicables. El cambio constante entre los integrantes del Capítulo dificultaba que se siguiera una línea de conducta y un plan consecuente, siendo así muchas de sus resoluciones contradictorias y fortuitas. Tal ineficacia se agravaba por una falta de registro adecuado y efectiva promulgación. El vacío de autoridad fue llenado fácil y naturalmente por los padres inmediatos, quienes dependían en última instancia de uno de los cinco protoabades. Estos abades (de Cister, La Ferté, Pontigny, Claraval y Morimundo) ejercían un rígido control para mantener la cohesión de sus respectivas filiaciones, y a su vez, los abades de éstas se dirigían a ellos para recibir directivas. Esto fue muy evidente en ocasión de Capítulos Generales, cuando la bien disciplinada familia de Claraval, que sobrepasaba numéricamente a todas las demás «líneas», controlaba con facilidad las deliberaciones. Aunque ni los protoabades ni sus «filiaciones» estaban reconocidos como entidades legales en la versión original de la Carta de Caridad, la modificación definitiva de la misma les otorgó poderes considerables y los facultó colectivamente para deponer al abad de Cister y gobernar la casa madre mientras estuviera en sede vacante. Estas ambigüedades legales dieron como triste resultado la creciente suspicacia, tensión y hostilidades periódicas entre los abades de Cister y sus cuatro colegas principales, así como la lucha por el control del Capítulo General.

Si se puede dar crédito a una tradición muy posterior, el primer choque serio entre Cister y Claraval ocurrió en 1168, cuando el recién electo Abad de Cister Alejandro visitó Claraval, donde depuso al abad Gaufredo por su «conducta reprensible». Aunque el Capítulo General apoyó a Alejandro, Gaufredo tuvo más éxito en Roma, y se pudo poner fin al escándalo solamente después de largas y dolorosas negociaciones. En 1202, comenzó un nuevo conflicto entre Cister y los protoabades que culminó con la deposición del abad Guido de Claraval en 1213. El hecho estaba a punto de atraer la atención del IV Concilio de Letrán en 1215, cuando Inocencio II intervino defendiendo la posición del abad Arnaldo Amaury de Cister, pero sin eliminar los fundados motivos de irritación. A la reconciliación de 1222 siguió un recrudecimiento de las hostilidades bajo el abadiato de Juan de Cister (1236-1238), un inglés que fuera con anterioridad abad de Boxley, quien trató infructuosamente de forzar al Capítulo a pagar las deudas de la abadía de Cister, que ascendían a cuatro mil marcos.

Estos incidentes, aunque desafortunados, eran sólo el preludio de la profunda enemistad entre Cister y Claraval, que tuvo lugar entre 1263 y 1265 y puso a prueba por primera vez el poder de cohesión de la Orden. Los líderes de la disputa fueron el abad Jaime de Cister (1262-1266) y el abad Felipe de Claraval (1262-1273), ambos electos al mismo tiempo, ambos con fuertes personalidad, intransigentes, polifacéticos, y decididos ambos a poner fin a problemas ya antiguos, cada uno según su propio punto de vista. Se rompieron las hostilidades al tratar el Capítulo General de 1263 la organización del definitorium. Este organismo surgió del Capítulo General de 1197 como un comité ejecutivo encargado de la preparación del Capítulo y la redacción de sus estatutos. Hasta 1265 no estuvo bien definida su composición y autoridad legal, y antes de esa fecha, su funcionamiento y la calidad de sus miembros fue objeto de un difícil tira y afloja entre Cister y las protoabadías. Al iniciarse el Capítulo de 1263, los ataques contra la legalidad de la elección del abad Jaime y las quejas contra su negativa a aceptar el nombramiento de los protoabades como definidores, crearon desde el

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comienzo una atmósfera explosiva. Pronto llegó la noticia de que el abad Felipe había sido electo obispo de Saint-Malo; pero éste, sospechando que era simplemente una maniobra para alejarlo de la escena, rechazó la elección y decidió ir a Roma a presentar sus motivos de queja personalmente a Urbano IV. Aunque el Abad de Cister le ordenó volver bajo pena de excomunión, continuó su viaje a Roma, donde el papa no sólo aceptó sus razones para rechazar el obispado, sino que el 15 de marzo de 1264 nombró a Nicolás, obispo de Troyes, a Esteban, abad de la benedictina Marmoutier y a Gaufredo de Beaulieu, confesor dominico del rey Luis IX, para investigar las causas del problema. La labor de la comisión fue tan infructuosa como las repetidas intervenciones del santo Rey, gran amigo y benefactor de la Orden. En un ambiente de mutua desconfianza y con la anuencia papal, el abad Felipe no concurrió al Capítulo de 1264, sospechando la traición y quizás el encarcelamiento en Cister. La muerte de Urbano IV complicó aún más la situación, aunque su sucesor, Clemente IV, elegido a comienzos de 1265, siguió la crisis cisterciense con el mismo interés. Nombró una nueva comisión para terminar la negociación inacabada: el Obispo de Puy, el Abad benedictino de Chaise-Dieu y Humberto de Romans, que recientemente se había retirado del cargo de Maestro General de los dominicos. El 9 de junio de 1265, se publicó la bula Parvus fons, conocida en la historia cisterciense como Clementina. Entre las muchas decisiones, la bula intentó poner fin al problema de los definidores, ordenando que, antes del Capítulo anual, cada uno de los protoabades presentara cinco nombres al Abad de Cister, quien debía elegir a cuatro de ellos, agregándoles sus propios elegidos (en número también de cuatro) y los mismos protoabades como miembros ex officio; el definitorium debía constar de veinticinco miembros en total.

No está aclarado quién fue el verdadero responsable del texto de la bula, pero el hecho que la comisión papal fuera enviada a Cister para explicar su contenido al Capítulo General de 1265, parece indicar que aquélla, o por lo menos el muy experimentado Humberto de Romans, tuvieron cierta influencia en su redacción. Tan pronto como el Capítulo comenzó sus sesiones a mediados de septiembre, la bula y su interpretación se convirtieron en objeto de enconadas discusiones, porque los protoabades se quejaban de que la nueva fórmula daba todavía mucho poder arbitrario al Abad de Cister. Por suerte estaba presente Guido, que previamente había desempeñado ese cargo y por entonces era cardenal presbítero de San Lorenzo in Lucina y legado papal. Todos los participantes al Capítulo sometieron a su arbitrio el problema de la selección de definidores. El cardenal Guido decidió que cada uno de los cuatro protoabades deberían nombrar dos abades para el definitorium, que no podían ser rechazados por el Abad de Cister, quien a su vez debía designar a los otros dos entre los tres restantes. El compromiso fue aceptado por el Capítulo y eventualmente por el Papa.

Las otras decisiones de la Parvus fons tenían la finalidad de restringir los poderes excesivos de padres inmediatos y visitadores y reforzar la autoridad del Capítulo General. De esta forma, las abadías en sede vacante podrían quedar libres de gobernarse bajo la dirección temporal de los priores; la elección abacial sería decidida exclusivamente por la votación de la comunidad local; el recientemente electo Abad de Cister asumiría sus funciones sin ser confirmado por los cuatro protoabades. Por último, la visita regular a Cister por los cuatro protoabades debía tener lugar anualmente para la fiesta de Santa María Magdalena (22 de julio), pero los visitadores, tanto de Cister como de cualquier otro monasterio no tenían poderes para deponer abades sin el proceso legal correspondiente y la autorización del Capítulo General. Deponer ipso facto a un abad quedaba restringido únicamente a casos de ofensas públicas flagrantes o de abandono de sus funciones. Se facilitó el funcionamiento del Capítulo General como organismo de trabajo al otorgar un status legal al hasta aquí informal definitorium, como consejo interior ejecutivo encargado de la preparación de una agenda y un

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medio de ayuda para la redacción de los estatutos. No obstante, la aparición de este cuerpo tan poderoso tendió a reducir el papel activo de otros participantes del Capítulo, y desalentó la presencia de otros abades que no tenían oportunidad de ser definidores. Más aún, la selección de los definidores, como preludio de las sesiones formales del Capítulo, sirvió de ocasión para manipulaciones políticas que no favorecieron en absoluto la tan necesaria armonía entre los protoabades.

El hito siguiente en la historia legal de la Orden fue la Fulgens sicut stella, una constitución apostólica emitida por el cisterciense Benedicto XII en 1335, y conocida popularmente como la Benedictina. Fue un documento de unas ocho mil palabras, cuyo último tercio constituye el primer código para la formación cisterciense, que será comentado posteriormente. La mayor parte de la constitución encaja dentro del esquema general de legislación religiosa fomentada por el Papa. En cuatro años, formuló constituciones similares para los monjes negros, los mendicantes y los canónigos agustinos, todas ellas concebidas dentro de un espíritu de muy avanzada centralización burocrática, cuyo modelo era la propia corte papal en Avignon. Estos documentos constituyen el fundamento de la futura legislación medieval relativa a las órdenes religiosas. La Clementina introdujo una reforma constitucional; la Benedictina fue básicamente una reforma de la administración financiera. Hacía mucho que había pasado el tiempo en que, siguiendo las indicaciones de la Regla, un único mayordomo podía dirigir por sí solo todas las necesidades materiales de un monasterio. Las otrora modestas granjas cistercienses se convirtieron en enormes estados feudales, y al mismo tiempo, la evolución de la economía europea hizo que su administración se volviera cada vez más compleja. Con la acumulación de bienes materiales, aumentó también el peligro de desastres naturales, guerras, apremios ilegales y extorsiones inmoderadas de príncipes codiciosos, por no mencionar los amenazantes problemas de ajustamiento a un sistema económico que estaba cambiando sus fundamentos. A despecho de sus vastas extensiones, un gran número de monasterios había sido víctima de circunstancias desafortunadas y estaban seriamente endeudados. Para poner fin a estos males, la Benedictina restringía el poder ilimitado de los abades en materia de finanzas, y establecía un sistema de controles. Se garantizaban derechos de supervisión a las comunidades o al Capítulo General, y en los casos más importantes la Santa Sede se reservaba la decisión final. Los documentos de transacciones legales, si requerían el consentimiento de la comunidad, debían llevar estampado el sello oficial del monasterio. La Constitución creó el puesto del bolsero, con la misión de registrar las entradas y los gastos del monasterio y de hacer una memoria financiera anual de aquellos bienes gravados fiscalmente.

En párrafos posteriores subrayaba la importancia de los Capítulos Generales, e instaba enérgicamente a una asistencia regular. Se les recordaba a los abades que, a pesar de la aguda disminución de vocaciones, no debían ser admitidos novicios que no tuvieran cualidades apropiadas para la vida religiosa. El papa insistía también en la sencillez en el comer y el vestir, aunque en algunos casos se otorgaba una dispensa general de abstinencia a los abades y sus séquitos. Se condenó y prohibió terminantemente una nueva disposición que proveía de celdas individuales en lugar del dormitorio común.

En el primer anteproyecto del documento había una innovación revolucionaria: el papa proponía que, además de los abades, cada comunidad estaría representada en el Capítulo anual por un delegado elegido por simple mayoría. Esta modificación, inspirada indudablemente en la constitución dominicana, causó alarma general entre los abades de la Orden, quienes en un largo memorial protestaron contra ésta y otras reducciones del poder abacial, dando por resultado la eliminación del proyecto de un delegado conventual en la redacción final. La

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tarea del bolsero fue otro detalle impopular de la reforma administrativa y a petición de los abades fue modificado muy pronto por Clemente VI, sucesor inmediato de Benedicto XII.

De la lectura de la Benedictina, se sigue que, a pesar de los abusos esporádicos o señales de mala administración, la Orden en conjunto todavía observaba los altos ideales de sus fundadores, gozando con justicia de muy buena reputación y mereciendo el apoyo elocuente del pontífice en la introducción de la Constitución, cuyos conceptos tan elevados son el reconocimiento solemne del carácter activo, de la Orden, al atribuirle ambos papeles, de Marta y de María:

«Brillando como la estrella de la mañana en medio de un cielo cubierto de nubes, la Sagrada Orden Cisterciense toma parte en los combates de la Iglesia Militante mediante sus buenas obras y edificantes ejemplos. Por la dulzura de la santa contemplación y el mérito de una vida pura, se esfuerza con María para ascender a la montaña de Dios, mientras que con actividades dignas de elogio y piadoso ministerio busca imitar los trabajos afanosos de Marta. Celosos de la adoración divina para asegurar la salvación, tanto de sus miembros como de los extraños, se dedican al estudio de las Sagradas Escrituras para aprender de ellas la ciencia de la perfección; llena de empuje y generosidad en obras de caridad para cumplir la ley de Cristo, esta Orden ha merecido propagarse de un confín a otro de Europa. Gradualmente, fue ascendiendo hasta la cima de las virtudes y en ella abunda la gracia del Espíritu Santo que se complace en inflamar los corazones humildes.»

Entre otras innovaciones administrativas importantes, que respondían a necesidades prácticas más que a una acción legislativa, se destaca como la más significativa la creación del cargo de «procurador general» de la Orden, que debía atender el creciente volumen de trámites legales en Roma, o durante la mayor parte del siglo XIII en Aviñón. Alrededor del 1220, este cargo era desempeñado en Roma por dos clérigos seculares. Durante todo el resto de la centuria, canónigos seculares continuaron en esta función con tareas similares, bajo la dirección de uno u otro de los abades cistercienses en Roma o Casamari; sus sueldos, doce marcos anuales, eran pagados de los fondos que el Capítulo General había dispuesto para ello. En algún momento dado del siglo XIV, miembros prominentes de la Orden asumieron esa función, pero según consta en los documentos, era simplemente un «procurador general» en lugar de dos, que dirigía una oficina con algunos secretarios. Celoso defensor de los privilegios cistercienses, todos los abades de la Orden debían canalizar sus causas legales en la Curia por medio de él. Pedro Mir, un doctor en teología parisino y posterior Abad de Grandselve es el primer procurador general del cual se hace mención directa, allá, por el año 1390. En los siglos posteriores, el papel de procurador se hizo cada vez más importante, en especial durante la lucha enconada de las observancias en el siglo XVII.

Probablemente influidos por los franciscanos, los cistercienses también buscaron un «cardenal protector» en la Curia. Sin duda alguna, muchos cardenales cistercienses «habían protegido» a la Orden por algún tiempo, pero el título de protector de la Orden (protector ordinis) aparece por primera vez en 1260, refiriéndose al Cardenal Juan de Toledo, un cisterciense nacido en Inglaterra. Nunca se especificó claramente el papel del protector, y parece haber sido más un título honorífico que un cargo, a menos que el cardenal hubiera sido nombrado para una misión concreta por el Capítulo General o la Curia.

Un problema espinoso, que los autores de la Carta de Caridad no habían podido prever en absoluto, apareció con los fuertes gastos a que Cister tenía que hacer frente durante las

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sesiones del Capítulo General. Para que la alimentación y el albergue no resultaran tan gravosos, el personal de Cister (que no resultaba imprescindible), era transferido temporalmente a granjas y otras casas de la vecindad, mientras que los abades visitantes recibían la orden de permanecer en dicho monasterio solos, dejando su séquito y caballerías en alguna abadía próxima. Los alimentos necesarios eran recolectados y en parte también donados, antes de la apertura de las sesiones. De acuerdo con las crónicas del Capítulo de 1199, el pescado fue enviado a Cister desde un lugar tan lejano como Lausana. En 1204, Guiard, señor de Reynel, cedió a Claraval derechos de pesca en su propiedad desde los ochos días anteriores hasta los ocho días posteriores del Capítulo General. Una parte de la pesca estaba destinada indudablemente a Cister, como contribución de Claraval a la alimentación de la asamblea. Según las crónicas del siglo XII, es cierto que las donaciones se recolectaban entre los abades asistentes, pero evidentemente no había una suma fija y el pago no era obligatorio. El Capítulo de 1212 insistía simplemente en que las donaciones recogidas para ser usadas en tal ocasión beneficiaron a todos los participantes por igual. La Parvus fons de 1265 designaba a dos abades para supervisar toda la operación. Mientras tanto, la Orden solicitaba insistentemente de amigos y benefactores donativos o fuentes de recursos permanentes con el mismo propósito. De acuerdo con los registros del Capítulo, los reyes, príncipes y miembros de la jerarquía contribuían frecuentemente con cifras sustanciales. El rey Alejandro III de Escocia (1214-1249) ofreció veinte libras esterlinas anuales, Bela IV de Hungría (1235-1270) donó las rentas de varias iglesias en Transylvania, Luis IX de Francia (1226-1270), y su madre Blanca de Castilla, aseguraron a Cister varias rentas a perpetuidad, y su ejemplo fue seguido por otros miembros de la familia real. El rey Ricardo I de Inglaterra hizo en 1184 la más memorable de todas las donaciones: poco antes de partir para su conocida cruzada, cedió los abundantes ingresos de la iglesia de Scarborough, cerca de York, para sostener al Capítulo General, bajo la condición de que la Orden mantuviera un vicario encargado de los ministerios pastorales, supervisado por el Abad de Rievaulx. Las entradas eran tan abundantes, que la clerecía de York estaba poco dispuesta a aceptar el drenaje de abultadas sumas con destino a una lejana abadía francesa. Por esta razón, los usufructuarios de beneficios, tanto seculares como religiosos, trataron de aprovechar cualquier pretexto para bloquear la administración cisterciense de la iglesia, que llegó a ser muy precaria, especialmente durante la guerra de los Cien Años (1337-1453) entre Francia e Inglaterra. El litigio por la posesión de Scarborough se prolongó desde fin del siglo XII hasta la víspera de la Disolución, y marca un récord, como el pleito de mayor duración de toda la historia cisterciense.

Desde el punto de vista legal, el éxito más importante del Capítulo General lo constituyó el registro sistemático y la publicación periódica de sus propios estatutos, que solucionó, por lo menos parcialmente, los problemas, que cada abadía tenía que hacer frente al tratar de aplicar la ingente cantidad de decisiones anuales, muchas veces incongruentes. El primer volumen de esta colección, titulado Libro de Definiciones (Libellus definitionum) se completó en 1202, bajo los auspicios de Arnaldo Amaury, abad de Cister. El Capítulo de 1204 insistía que «el libro debía obtenerse lo antes posible». Así en el futuro ninguno de los abades podía excusarse en la ignorancia. El nuevo código se componía de 15 capítulos en el siguiente orden: 1, fundación de abadías; 2, admisión de novicios, profesiones de monjes y bendición de abades; 3, el Oficio Divino; 4, sobre los privilegios e inmunidades; 5, el Capítulo General; 6, el capítulo diario de faltas; 7, visitas regulares y poderes de los padres inmediatos; 8, oficiales monásticos y obreros; 9, sobre los viajes de los monjes; 10, recepción de huéspedes, y entierros dentro de las abadías; 11, práctica de la pobreza; 12, compras y ventas; 13, alimentación y vestido; 14, hermanos conversos; y, para terminar, 15, una serie de reglamentaciones sin clasificar.

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El código fue actualizado en 1220, 1240 y 1257, reteniendo la misma estructura básica. La publicación de la Parvus fons en 1265 exigía un reajuste más profundo, que sólo se consiguió en 1289. No cambiaron ni el título, ni la estructura de la colección original, pero el primer capítulo incluía los textos de la Carta de Caridad en su versión definitiva y de la Parvus fons. Como otra innovación, había leyes y normas relativas a las monjas cistercienses, a continuación del capítulo 14.

En 1316, el Capítulo General ordenó una nueva compilación de las leyes cistercienses, y cuando se presentaron al Capítulo General el año siguiente, la convención no sólo la aceptó, sino declaró obsoletas todas las colecciones anteriores, que quedaron por lo tanto suprimidas. El título del nuevo código fue Libro de las Definiciones Antiguas (Libellus antiquarum definitionum). A pesar de algunas características nuevas, este trabajo conservaba los quince capítulos tradicionales. A consecuencia de la publicación de la Fulgens sicut stella, se vio claro que era inminente otra revisión fundamental. Como en casos anteriores de adaptaciones, se nombró a un grupo de abades para la ardua tarea, que se terminó cuatro años más tarde.

No obstante el autor de la Fulgens sicut stella, Benedicto XII, un eminente canonista, quedó insatisfecho con los resultados. En el Capítulo de 1339, su sobrino, un cisterciense, el cardenal Guillermo Le Court (Curtí), protector de la Orden, hizo conocer sus objeciones y la asamblea estuvo de acuerdo en que era necesario un estudio más exhaustivo. El nuevo texto fue aprobado y promulgado en 1350 con el título de Nuevas Definiciones (Novellae definitiones); comprendía únicamente el material acumulado desde 1316. En muchos casos, las leyes nuevas modificaban el Libro de las Definiciones Antiguas, pero la nueva colección no estaba destinada a reemplazar a la anterior; en la práctica siguió siendo necesario el uso simultáneo de ambos códigos.

Varias veces se propuso la fusión de los dos libros en uno, especialmente en 1487, pero el plan nunca llegó a concretarse. De este modo, las «Antiguas» y «Nuevas» definiciones continuaron siendo usadas como manuales legales de la vida cisterciense hasta el advenimiento de la revolución Francesa, aun cuando muchas de sus prescripciones fueron sustancialmente modificadas por la legislación posterior.

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El desafío de la Escolástica

El siglo XII fue la época de mayor poder creador en la historia del cristianismo medieval. No llegaron a materializarse las esperanzas gregorianas de un mundo gobernado por los principios cristianos; sin embargo el reinado de Inocencio III llevó a la Iglesia a un punto culminante de poder político y moral sin precedentes. No cristalizó el intento de formar una comunidad cristiana integrada por las naciones que estaban surgiendo en Europa, pero las Cruzadas fueron testimonio del poder de los ideales comunes y de la voluntad para la acción unida. El desarrollo de la piedad individual, la búsqueda incansable de la verdad y la belleza condujeron a una renovación del misticismo y a una originalidad sin par en la poesía y el arte. El ansia embriagadora de alcanzar ideales elevados, pero fugaces, está genialmente expresado en la poesía de Cristián de Troyes († 1190) y creyó la leyenda conmovedora del Santo Grial, la fuente de vida nueva, conocimiento y bienaventuranza celestial en la tierra, quintaesencia alegórica de todo lo que para esa noble generación hacía la vida digna de ser vivida.

Dentro de las órdenes monásticas renovadas, los cistercienses ofrecían lo que millares de almas piadosas reconocían como la elección más remunerativa, una forma de vida que conducía con toda seguridad a la salvación. De acuerdo con algunos estudiosos de la piedad y poesía de aquella época, Claraval sirvió de modelo a Cristián para el castillo místico del Santo Grial, y Parsifal hablaba el mismo lenguaje de san Bernardo. Sea como sea, el mensaje de gran Abad, con su autoridad irresistible, llegó al corazón de sus contemporáneos más calificados. En 1139 se dirigió a un grupo de eruditos de París y prometió a la audiencia, fascinada, sabiduría y felicidad; no como Abelardo, por medio de la razón y la lógica, sino por el amor. Los invitó a ir a Claraval, donde podrían «encontrar el santuario admirable donde el hombre se alimenta con el pan de los ángeles, el paraíso de delicias establecido por Dios…, un paraíso no destinado a los sentidos, sino de felicidad interior. Éste es jardín al que no se puede entrar con los pies, sino en alas del amor».

Mientras éste fue el ideal buscado por los novicios cistercienses, no hubo necesidad de enseñanza formal alguna dentro de las abadías. Aquellos que ya habían recibido instrucción en el mundo antes de su «conversión», sintieron con más intensidad el atractivo del Cister.

El advenimiento del siglo XIII anunciaba un cambio drástico en esta atmósfera cultural enrarecida. El vergonzoso fracaso de la Cuarta Cruzada, desviada por los intereses comerciales de los venecianos, de Tierra Santa hacia Constantinopla, enfrió el entusiasmo de los guerreros del siglo XIII por aventuras similares. Después de la muerte prematura de Inocencio III, el papado se convirtió en instrumento y eventualmente en víctima de intereses políticos antagónicos. Federico II, el último de los grandes Hohenstaufen, en franco contraste con su abuelo, el cruzado, fue capaz de cambiar el Sacro Imperio Romano por una monarquía siciliana altamente centralizada, y vivió y gobernó independientemente de las normas de la moral cristiana. La piedad popular, en especial la fascinación que ejercía la pobreza, tomó un giro particularmente peligroso en la herejía antisocial y anticlerical de los albigenses. Los medios de defensa de los misioneros cistercienses resultaron ineficaces frente a esos formidables adversarios. Santo Domingo luchó contra esa herejía de excentricidad emocional con las armas de una lógica despiadada, completada con la fuerza, cuando resultaba insuficiente. La represión armada de los disidentes y la Inquisición fueron fenómenos tan nuevos como la teología «escolástica», basada no ya en las enseñanzas neoplatónicas de los Padres de la Iglesia, sino en la filosofía de Aristóteles, que se acababa de descubrir. La nueva enseñaza se desvió del misticismo afectivo y de la espontaneidad informal del siglo XII, y

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transformó la teología en una disciplina rígidamente controlada por profesionales, quienes firmemente establecidos en las nuevas universidades dictaban en todas partes el mismo tipo de clases, basadas en los mismos textos. El racionalismo triunfante imprimió su huella en todo campo del quehacer intelectual o artístico. Todo lo que fuera digno de ser conocido se recopilaba en summas o enciclopedias sistematizadas. La música era una rama de la ciencia; la arquitectura fue dominada por la maestría de la ingeniería, y aun la poesía tuvo que disfrazarse de erudición. La comercialización de la economía y el desarrollo posterior de las ciudades, habitadas por una burguesía bien educada, próspera y ambiciosa, no estaba relacionada directamente con las corrientes intelectuales renovadoras, pero, con toda seguridad, se sumaron también para caracterizar la diferencia tan llamativa que distingue al siglo XIII del anterior.

Es evidente que las abadías cistercienses, en su aislamiento rural y rústica simplicidad, no podían estar ya en la primera línea de los acontecimientos del siglo XIII. Los dominicos se adaptaban mejor para servir a la Iglesia como misioneros y teólogos; los franciscanos podían hacer llegar el mensaje de pobreza a las masas urbanas con mayor efectividad. El laicado o la clerecía secular, educada profesionalmente podía reemplazar fácilmente a los cistercienses como consejeros, agentes papales o reales. Y lo que es más importante, la flor de las vocaciones religiosas se unían a los mendicantes, más que a las órdenes monásticas tradicionales y, aun los hermanos conversos encontraban un trabajo más remunerador en los conventos urbanos de las nuevas órdenes, que en las granjas cistercienses. Los cambios en las constituciones y en la administración habidos dentro de la Orden cisterciense, indican claramente que el Capítulo General no sólo estaba al corriente de lo que exigían los nuevos tiempos, sino que estaba dispuesto a adoptar las modificaciones pertinentes. Pero, en el filo de 1230, se hizo evidente por primera vez, que la vieja imagen pública de la Orden necesitaba ser restaurada, si quería ser lo suficientemente atractiva como para mantener y poblar las abadías con el personal adecuado. Durante el resto del siglo, la figura del asceta cisterciense, pasando su día en oración y duro trabajo manual, fue reemplazada por la del monje erudito, que distribuía sus horas de trabajo entre la escuela y la biblioteca.

Buscando razones de más peso para fundar el primer instituto educativo cisterciense, Mateo Paris, un testigo contemporáneo bien informado, llega a la conclusión de que «los cistercienses, para evitar el menosprecio de los dominicos, franciscanos y seculares eruditos, especialmente hombres de leyes y canonistas…, deberían poseer casas en París y otros lugares donde florecieran las escuelas, y entonces establecerían allí sus propios colegios, donde pudieran estudiar teología, cánones y Derecho Romano con mayor devoción, porque no querían parecer inferiores ante los demás». El cronista mostraba ciertas reservas acerca de las tendencias de las órdenes monásticas, y recordaba que el autor de su Regla, san Benito, había abandonado la escuela en Roma para retirarse al desierto. Sin embargo, no censuraba a las órdenes, sino a la influencia corruptora de un mundo que ya no respetaba la simplicidad monástica.

Si duda alguna, el gran historiador inglés se hacía eco de la opinión de sus perplejos contemporáneos, quienes creían, con toda razón, que la existencia de elementos de rivalidad entre las principales órdenes religiosas estaba íntimamente relacionado con la búsqueda de niveles superiores de educación. En el caso de los cistercienses, se unieron otros dos factores para agravar el problema que necesitaba la más urgente solución. Uno de ellos fue la experiencia negativa de muchos abades que habían predicado contra los albigenses, y cuya falta de conocimientos teológicos era reconocida abiertamente como una de las causas del fracaso cisterciense. Mas el factor decisivo lo determinó la aparición de la personalidad

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extraordinaria de Esteban Lexington, otro gran inglés en la historia de la Orden, quien no sólo comprendió la necesidad imperiosa de monjes cultos, sino que poseyó la energía y el celo necesarios para iniciar un programa afortunado enfrentándose a una poderosa oposición.

Esteban Lexington pertenecía a una familia prominente de oficiales de alto rango que habían servido a la iglesia inglesa y el gobierno real. Recibió una educación excelente, estudiando primero en París y después en Oxford, donde fue discípulo de san Edmundo Rich de Abingdon, luego arzobispo de Canterbury. En 1214, recibió una prebenda en la iglesia de Southwell, pero probablemente bajo la influencia de su santo maestro, se unió pronto a los cistercienses, conjuntamente con otros siete compañeros, en la Abadía de Quarr, en la isla de Wight. En 1223, se convirtió en el abad de Stanley y, desempeñando este cargo, recibió del Capítulo General la misión de visitar las turbulentas abadías irlandesas. Su gira de visitas en 1228 resultó una experiencia en extremo difícil, y el Abad llegó a la conclusión de que la mayoría de los desórdenes se originaban por razón de la total ignorancia y la torpeza de los monjes, con los cuales ni siquiera se pudo comunicar, porque los irlandeses ni hablaban ni entendían latín, inglés o francés. En 1229, fue elegido abad de Savigny, y aprovechó su mayor autoridad para mejorar el número y la calidad de las vocaciones por intermedio de la red que formaba la extensa familia de Savigny. Sin pérdida de tiempo, emprendió una .gira de visita, y en cada abadía ordenó que, después de completar el noviciado, el joven monje debía pasar dos años más «leyendo, meditando y estudiando las leyes y costumbres de la Orden, durante cuyo tiempo, ninguna otra actividad debía interferir esos estudios». En 1241, se unió con los abades de Cister, Claraval y otras casas para concurrir a un sínodo romano convocado por Gregorio IX. Los barcos genoveses que conducían a los prelados fueron interceptados por la flota imperial comandada por Enzio, hijo natural de Federico II. La mayoría de los abades fueron capturados, pero Esteban pudo escapar gracias al valor de su hermano, Juan Lexington. Hacia fines de 1243, Esteban alcanzó la culminación de su carrera, cuando fue elegido abad de Claraval. Su influyente posición le brindaba la oportunidad de !dar una nueva orientación y perspectiva a la vocación cisterciense, abriendo un nuevo camino a la institucionalización de la educación superior.

Este paso inevitable era una idea largamente acariciada por Esteban. Como abad de Stanley, alrededor de 1227, había escrito al abad Raúl de Claraval previniéndole sobre «la amenaza de ruina y de extinción de nuestra Orden por razón de los defectos de sus miembros, y justamente es así… porque ya no tenemos hombres recomendables por su piedad e ilustración, como en la época de san Bernardo; hombres que pudieran tender una mano, en esta situación, a nuestra Orden vacilante y envejecida». Los rumores de una herejía que se había difundido entre los cistercienses del sur agravaron la situación. Escribiendo a Juan, abad de Pontigny (1233-1242), Esteban llama la atención sobre siete monjes herejes de Gondon (filial de Pontigny), que habían caído en el error a causa de su ignorancia. «Es de temer – agregaba – que se cumpla la horrible predicción que nos hizo uno de los dirigentes dominicos; a saber, que dentro de una década ellos estarían obligados a tomar la dirección y reformar nuestra Orden, porque durante los últimos trece años no se nos ha unido ningún estudioso eminente, en especial ningún teólogo, y los que todavía tenemos, son muy ancianos».

Como conclusión, el Abad Esteban le pidió a su colega de Pontigny que movilizara sus relaciones en Roma, para que sus amigos informasen al Papa de los graves problemas de la Orden, con la esperanza de que el Pontífice presionara al Abad de Cister y a los protoabades, y los impulsara a actuar. El propósito concreto de Esteban era una asamblea de abades «cerca de París, de modo que los dirigentes de la Orden pudieran discutir el asunto entre ellos mismos y hallar los medios para contrarrestar el peligro creado por la falta de instrucción».

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No se conocen los detalles de los hechos posteriores, pero debió triunfar su iniciativa, porque el Capítulo General de 1237, a petición del abad Everardo de Claraval (1235-1238), permitió que él, Everardo, enviara a sus monjes a París para estudiar, y con ellos otro monje más y dos hermanos legos, para atender las necesidades materiales de los estudiantes. Esta medida se hizo extensiva a otros abades que quisieron mandar a sus estudiantes a París, para unirse con los de Claraval. En realidad, Claraval ya poseía una casa en París, adquirida en el año 1227 cerca de la Abadía de Saint-Germain-des-Prés, y es muy probable que se haya formado allí el primer grupo de estudiantes cistercienses.

La institución se desarrolló a pasos agigantados inmediatamente después de la elección de Esteban como abad de Claraval, el 6 de diciembre de 1243. Sin pérdida de tiempo, informó a Inocencio IV de su intención de construir un colegio completo para los cistercienses en París, y consiguió el más decidido apoyo del Pontífice. Una bula fechada el 5 de enero de 1245 autorizaba al Abad de Claraval a establecer en París un studium «para la salvación y honor de la Orden [Cisterciense], y para esplendor y gloria de la Iglesia universal». Debido a que la propiedad original de Claraval no estaba bien equipada para este propósito, Esteban la trasladó primero a una casa cercana a la abadía de San Víctor. Luego, en 1246, adquirió una gran extensión de tierra en Chardonnet, en la orilla izquierda, cerca del lugar donde las fortificaciones construidas por Felipe Augusto alcanzaban el Sena. Sospechando que esta iniciativa no sería aprobada por la mayoría de los abades de tendencia más conservadora, se dirigió al Papa pidiendo su respaldo. En vísperas del Capítulo General de 1245, Inocencio IV dirigió una carta a la asamblea elogiando la casa parisina de estudios y recomendando calurosamente su sostenimiento. Esto aseguraba el éxito, por supuesto, aunque los abades recalcaron que eso se aceptó «por orden de su Señor, el Papa, y a petición y por consejo de numerosos cardenales, especialmente del Señor Juan (de Toledo), titular de San Lorenzo in Lucina». Es igualmente significativo, que el mismo estatuto estimulara a todos los abades a promover estudios dentro de sus propios monasterios, y ordenara que una abadía de cada región, por lo menos, fuese designada para el estudio de la teología. Aunque todos los abades pudieran elegir entre enviar sus estudiantes a esos centros regionales o a la casa de París, ya en funcionamiento, la medida no se imponía de forma obligatoria y, de esta manera, los estudios formales seguían siendo completamente voluntarios.

Durante la década siguiente, el nuevo colegio, que llevaba el nombre de san Bernardo, hizo progresos notables. Donaciones importantes ensancharon sus perspectivas financieras, mientras que los privilegios papales realzaban su status entre los demás colegios de París. El documento más valioso fue firmado por Inocencio IV el 28 de enero de 1254, garantizaron al Colegio de San Bernardo todos los derechos y privilegios que hasta ese entonces habían gozado los colegios de los dominicos y franciscanos, status que lograron los cistercienses antes que ninguna otra orden monástica, inclusive Cluny. Siguiendo la costumbre parisina ya establecida, el Colegio de San Bernardo estaba dirigido por un preboste, que tenía amplia autoridad tanto en materia disciplinaria como escolar y era nombrado por el Abad de Claraval. El primer preboste fue Guillermo, anteriormente procurador de Claraval, quien dirigió una comunidad de veinte jóvenes estudiantes. Un breve papal que data de comienzos de 1254 autorizaba al Colegio a admitir novicios y conversos. Esta disposición fue aprobada por el Capítulo General del mismo año, pero nunca se llevó a cabo, debido probablemente al prematuro retiro del abad Esteban.

De acuerdo con el testimonio de Mateo Paris, el Colegio de San Bernardo no sólo prosperó, sino que los estudiantes cistercienses fueron más apreciados por las autoridades universitarias que los provenientes de los mendicantes. A pesar de esto y a pesar de todo el apoyo que el

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abad Esteban poseía en Roma, halló una hostilidad creciente entre los miembros del Capítulo General, que estaban obviamente perplejos acerca de la influencia que los estudios superiores podían ejercer sobre la herencia de todo un siglo de tradiciones cistercienses, y que estaban resentidos por el hecho de que, durante el proceso de fundación, el Abad de Claraval se dirigió únicamente al Capítulo cuando ya contaba con el pleno apoyo de las autoridades de Roma. Aunque las crónicas del Capítulo General guarden absoluto silencio sobre el particular, la sesión de 1255 se volvió contra Esteban Lexington y lo depuso como Abad de Claraval, después de lo cual el digno prelado se retiró a la abadía de Ourscamp. Es muy probable que la actitud del Capítulo estuviera motivada en gran parte por la muerte de Inocencio IV, sólido defensor de Esteban, acaecida en diciembre de 1254. A Inocencio sucedió Alejandro IV, quien se suponía no tomaría parte en la controversia. Sin embargo, el nuevo papa, atento a los acontecimientos de Cister, se puso firmemente de lado del depuesto Abad de Claraval. En una carta a Guido, abad de Cister, exigía la restitución de Esteban, y cuando Guido se negó a actuar, se dirigió a Luis IX. El rey, sin embargo, tomó partido por Cister, mientras Esteban para evitar a la Orden complicaciones posteriores, puso fin a la cuestión permaneciendo en Ourscamp, donde falleció poco después.

A pesar de todos estos obstáculos, el Colegio de San Bernardo continuó desarrollándose, y hacia finales de siglo un grupo de edificios bastante grandes alojaban a unos treinta y cinco monjes. Las donaciones iniciales fueron insuficientes para mantener una institución de tal envergadura, y su financiación llegó a ser tan costosa para Claraval, que lo vendió al Capítulo General en el año 1320, siendo dirigido desde entonces en forma directa por éste y para beneficio de toda la Orden. El apogeo de la institución coincidió con el reinado de un papa cisterciense, Benedicto XII (1334-1342), quien inició la construcción de una iglesia monumental, nunca terminada. La Guerra de los Cien Años y sus penosas consecuencias, entorpecieron enormemente su funcionamiento, y esta situación difícil se agravó durante las turbulentas décadas de guerras civiles y religiosas del siglo XVI. La renovación operada en el siglo XVII restituyó sin embargo a la institución su esplendor medieval, y continuó como un colegio bien atendido y administrado hasta su supresión en 1791. En el transcurso de cinco centurias, el Colegio de San Bernardo de París graduó alrededor de quinientos doctores en teología; pocos de ellos llegaron a ser pensadores originales y prolíferos, o eruditos, pero casi todos ocuparon posiciones claves en la administración de la Orden, tanto en Francia como en el exterior.

Aunque la idea de una educación a nivel superior encontró obstinada resistencia en el Capítulo General de 1255, la tendencia era irresistible y, después de algunos años, el mismo Capítulo colmó de alabanzas el esfuerzo, e hizo todo lo posible para propulsar los estudios en toda la Orden. En 1260, el cardenal Juan de Toledo estimulaba a la abadía de Valmagne para abrir un colegio anejo a la Universidad de Montpellier. El Capítulo General estuvo de acuerdo, y la institución comenzó a funcionar en 1265. La sostenían los abades del sur de Francia, pero siempre quedó muy a la zaga del studium parisiense, de mayor significación, y se cerró después que los hugonotes capturaron la ciudad en 1567. El Colegio de San Bernardo de Tolosa del Languedoc fue una institución más importante, iniciada por Grandselve, y aprobada por el Capítulo General en 1280. Después de un devastador incendio de 1533, el edificio quedó vacío durante varias décadas, pero las clases fueron reanudadas, y así continuó hasta mediados del siglo XVIII. En 1281, las abadías inglesas fundaron un colegio en Oxford. Pocos años más tarde la abadía alemana de Ebrach construyó un colegio en Würzsburg y Camp erigió una institución similar en Colonia.

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La Fulgens sicut stella de Benedicto XII (1335) proporcionó la primera carta para los estudios superiores cistercienses, y como tal inspiró una ola de nuevas construcciones de residencias universitarias. El Papa, renombrado canonista de su época, otorgó el rango de studium generale a los colegios ya existentes en París, Orxford, Tolosa y Montpellier, transfirió el colegio español de Estella de la diócesis de Pamplona a la de Salamanca, ordenó la fundación de un colegio en Bolonia para los italianos y otro en Metz para las casas alemanas de Morimundo. Cada uno de estos colegios debía ser sostenido económicamente por los abades de una zona específica, pero el colegio de París quedaba abierto para todos los cistercienses, de cualquier nacionalidad. No se trataba ya de una recomendación mandar estudiantes a esos colegios, sino de una obligación. Las abadías que tuvieran por lo menos treinta monjes tenían que mantener uno o dos estudiantes en París, y las comunidades más pequeñas podían elegir entre mandar uno a París, o al colegio más próximo. No estaban sujetas a esta obligación las casas que tuvieran menos de 18 miembros. La administración de los colegios, cada uno bajo la supervisión de un abad, estuvo regulada cuidadosamente, como también lo estuvo el montante de la bursa o arancel, y la remuneración del personal administrativo. Se planeó también el curso de estudios, los requisitos para la graduación y los principios básicos de disciplina, y se dio un renovado énfasis a la prohibición tradicional de estudiar derecho canónico. Los profesores estaban severamente advertidos de abstenerse de cualquier «tipo de vida ostentosa y turbulenta, debían enseñar con humildad y devoción, y conformarse con la comida a su disposición y con los servicios de un clérigo». Tanto en ésta como en otras partes del mismo documento, Benedicto XII se preocupó mucho de los detalles de la administración de las rentas, y tenía buenas razones para ello. El mantenimiento de los estudiantes en París o en cualquier otro lugar exigía un tremendo esfuerzo a cada comunidad, debido a la larga duración de los estudios y a los gastos de graduación. A más de los seis años requeridos para estudiar Artes, el curso de Teología exigía otros seis años antes que el estudiante pudiera ser promovido al grado de licenciado. Los estudios formales de licenciatura concluían después de dos años adicionales de enseñar las Sentencias de Pedro Lombardo; y por lo menos debía pasar otro año hasta que pudiera llegar a ser «maestro» o doctor en teología. La condición de la Benedictina, fijando el límite de 1.000 libras de Tours para los gastos de graduación puede explicar muy bien la fuerte tentación que los abades experimentaban de retirar a sus estudiantes antes que completaran todo el curriculum.

El siglo XIV no fue una era de prosperidad para los cistercienses, pero la escolástica estaba tan en boga, que la publicación de la Benedictina motivó la fundación de un cierto número de colegios, particularmente al este del Rhin. De este modo, poco antes de establecerse la Universidad de Praga en 1348, se había inaugurado un colegio cisterciense en una casa llamada «Jerusalén», donada por el emperador Carlos III. Siguiendo el estilo de la de París, fue organizada bajo la supervisión del Abad de Königsaal. Cuando irrumpieron los husitas en 1409 y expulsaron a los monjes de la ciudad, los estudiantes cistercienses de la zona se dirigieron a la Universidad de Leipzig, donde Altzelle apadrinó un nuevo colegio, completado en 1247. De acuerdo con los registros de la Universidad estudiaron teología más de trescientos cistercienses entre 1428-1522, a los que se debe sumar los estudiantes de Artes.

En Viena, gracias a la generosidad del duque Alberto III, abrió sus puertas el Colegio de San Nicolás en 1385, poco después de que se organizara la facultad de teología en la Universidad de Viena. Dado que el antiguo colegio de Würzburg había dejado de atraer estudiantes, el Abad de Ebrach inició en 1387 otra institución en Heidelberg con más éxito: el Colegio de Santiago. Otras universidades alemanas, tales como Erfurt, Rostock y Greifswald formaron también a muchos otros estudiantes cistercienses, mientras la Universidad de Cracovia recibía a los monjes polacos, y hacia fines del siglo XV se construyó allí un colegio bajo la autoridad

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del Abad de Mogila. Las abadías de los Países Bajos, ricas y muy pobladas, enviaban sus estudiantes a París, y tras la fundación de la Universidad de Lovaina en 1425, los mandaron allí, aunque los estudiantes cistercienses no vivían en un colegio, sino con más frecuencia en las hospederías de sus respectivas abadías

Estrécheles económicas y la disminución del número de monjes hicieron cada vez más difícil el mantenimiento de los colegios y hacia el fin del siglo XV muchos de ellos luchaban por subsistir. El destino del studium generale en Oxford puede servir como ilustración de las condiciones, que empeoraban cada vez más. Esta institución se inició en 1280 gracias a la generosidad de Edmundo, conde de Cornwall. El Capítulo General de 1281 aprobó el proyecto, y reglamentó que se establecería un monasterio regular como casa de estudios bajo el padrinazgo del Abad de Thame. La nueva abadía de Rewley, formada por quince monjes de Thame, abrió sus puertas el 11 de diciembre de 1281 y, para la Fiesta de San Miguel, 29 de septiembre de 1282, llegaron los primeros alumnos, que pagaban sesenta chelines anuales en concepto de manutención y habitación. Se suponía que la casa iba a servir para todas las abadías británicas y, en 1292, se decretó que toda comunidad que tuviera más de veinte monjes debía enviar allí por lo menos uno. Pero la institución nunca se granjeó la simpatía de los estudiantes, ni consiguió apoyo entre los monasterios. La mayoría de los estudiantes jóvenes iban a la deriva entre las distintas tabernas y hospedajes de Oxford, mientras su número disminuía considerablemente. Ricardo II, observando una procesión universitaria, alrededor de 1399, se escandalizó sobremanera cuando vio sólo a cinco cistercienses en la misma. Como consecuencia, una asamblea reunida en Oxford hizo un llamamiento para reunir fondos destinados a mejorar las condiciones de Rewley, y un capítulo cisterciense nacional aprobó en 1400 un plan para recaudar para tal fin ciento doce libras anuales. Las mejoras no se materializaron hasta que Enrique Chichele, arzobispo de Canterbury, presionado por cierto número de abades cistercienses, donó en 1438 una propiedad en Northgate Street para la construcción de un nuevo colegio, puesto bajo la advocación de san Bernardo. Los comienzos fueron prometedores y, en 1446, el abad visitador, Juan de Morimundo, promulgó una serie de estatutos, muy bien estudiados, para el funcionamiento del colegio, aunque los gastos de la construcción seguían siendo un problema serio. En 1482, estaba todavía sin terminar, a pesar de lo cual se presionó a todas las comunidades que tuvieran más de doce monjes para que mandaran uno; monasterios con veintiséis miembros o más debían pagar por dos estudiantes. Finalmente, se pudo avanzar mucho en el proyecto gracias a la generosidad de Marmaduke Huby, después que fue elegido abad de Fountains en 1494. Tenía la forma de un edificio cuadrangular de dos pisos, con un patio central y una torre cuadrada sobre la entrada principal, bien visible. Su capilla fue consagrada en 1530, y el colegio estuvo listo para albergar a cuarenta y cinco estudiantes, al preboste y al personal administrativo. La Disolución de 1539 terminó con su vida, pero fue reabierto, sin embargo, en 1577 como Colegio de San Juan Bautista. Entonces, la estatua de San Bernardo, sita sobre la entrada, fue modificada para asemejarla a su nuevo patrono, san Juan.

Intriga el hecho de que, mientras se ejercía presión sobre las comunidades monásticas para difundir los estudios, el estudio del Derecho estuvo incluido en la misma categoría que la Medicina, y por ende estrictamente prohibido. Entre los cánones del II Concilio de Letrán (1139), se condenaba tales estudios por parte de los monjes, invocando como justificativos la avaricia y la gran tentación de emplear la inteligencia con fines tortuosos. El Capítulo General Cisterciense de 1188 señala en particular algunos trabajos de Derecho Canónico y especialmente los Decreta Gratiani como libros que no debían estar en las bibliotecas monásticas, «por los diversos errores que pueden generar». Durante el Medioevo prevaleció la misma actitud oficial, pero no pudo menguar la fascinación que los estudios de Leyes,

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ejercían sobre las mentes ávidas. El procedimiento normal para sortear esos obstáculos era procurarse una dispensa papal, que, según parece de acuerdo a las crónicas disponibles, eran otorgadas liberalmente. En otros casos, los estudiantes cistercienses seguían simplemente cursos de derecho canónico fuera de sus propios colegios, y sin que sus superiores lo supieran. Tal fue el caso de por lo menos siete estudiantes del Colegio de San Bernardo en Tolosa, que estudiaron clandestinamente, pero fueron descubiertos y despedidos sin más del colegio por orden del Capítulo General de 1334. Pero acciones tan drásticas no lograron el fin deseado. Los monjes tenían amplia oportunidad de estudiar leyes en sus propias bibliotecas. De acuerdo con un catálogo confeccionado en 1472, la biblioteca de Claraval contenía no menos de ciento cuarenta y tres códices de Derecho Canónico y Romano, sobre un total de mil setecientos catorce volúmenes. La existencia de una colección de trabajos sobre leyes tan respetables difícilmente se puede explicar sin suponer que, a pesar de las prohibiciones, se los buscaba y usaba con frecuencia.

La fundación de un colegio en Aviñón destinado especialmente a la enseñanza del Derecho infligió un duro golpe a la actitud oficial negativa. Fue obra de Juan Casaleti, abad de Sénanque, quien se había graduado en la Universidad de Aviñón como doctor decretorum. Abrió en 1496 el Colegio de San Bernardo de Sénanque con la estrecha colaboración del cardenal Juliano della Rovere, el futuro papa Julio II, y sólo en 1499 se dirigió al Capítulo General para su aprobación; la cual, dadas las circunstancias no pudo ser denegada. Se había planeado una institución para albergar a doce estudiantes adelantados, quienes, de acuerdo con las costumbres de Bolonia, líder de las escuelas de Derecho de su época, se gobernaban a sí mismos, eligiendo a uno de ellos como «prior». Casaleti proporcionó un edificio amplio, biblioteca adecuada y dotación considerable, pero el sistema de encomiendas en franca expansión arruinó las abadías vecinas, incluyendo Sénanque. Una vista regular halló en 1603 que sólo había tres estudiantes bajo un «rector», y poco después la institución, que luchaba por subsistir, cesaba de funcionar; aunque la propiedad continuó en manos cistercienses hasta 1790.

No puede evaluarse categóricamente la medida en que este afán de conocimientos influyó en la rutina tradicional de la vida monástica. Sin embargo parecía cierto que el impacto del cambio de perspectivas fue acusado en forma gradual y esporádica. El número de graduados universitarios fue siempre reducido; las comunidades pobres nunca pudieron afrontar la educación de ninguno de sus miembros, a menos que los familiares u otros benefactores pagaran los gastos. Más aún, la crisis económica casi universal de postrimerías del siglo xlv y comienzos del XV, redujo definitivamente la asistencia a los colegios. Con frecuencia, se estimulaba la organización de escuelas de Filosofía y Teología en las grandes abadías, pero las crónicas a nuestra disposición guardan silencio acerca de su cantidad real, nivel de educación o número y calidad de sus estudiantes. Por otro lado, los que retornaban a sus abadías después de haber completado con éxito sus estudios eran premiados con honores. Gozaban de preeminencia sobre otros miembros de la comunidad, se los prefería para la misión de visitador, se los estimulaba a continuar sus estudios y recibían fondos para libros y material para escribir. En algunos casos, gozaban del privilegio de poseer una celda aparte del dormitorio común, como en el caso de Raimundo Torti, un bachiller en Derecho Canónico en Boulbonne, a quien el Capítulo General de 1402 permitió cerrar con llave su celda, «porque debía preparar con frecuencia sus sermones, y temía que se perdieran sus libros y alguna otra cosa perteneciente al monasterio».

Desde el punto de vista de los estudiantes, la mayor compensación por los duros y largos años transcurridos en los colegios era la casi inevitable promoción a las dignidades de prior o abad.

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Los padres capitulares de 1560 estaban muy en lo cierto al hacer notar, echando una mirada retrospectiva que «el famoso colegio parisino de nuestra Orden, como se lo conoce comúnmente, ha servido de caballo de Troya, del cual salieron la mayoría de los héroes, nuestros padres más sobresalientes, tanto del pasado como del presente».

Sin embargo, es muy difícil aceptar que la influencia de los estudiantes haya sido siempre constructiva en relación con la disciplina monástica. A todo lo largo de los siglos XIV y XV, los archivos del Capítulo General están llenos de amonestaciones y medidas punitivas contra los estudiantes culpables, en particular los del colegio de San Bernardo de París, donde la influencia de la ciudad y la vida universitaria eran más notables. Los estudiantes que tenían parientes ricos y poderosos tenían sus propios servidores y eran pródigos en las fiestas para sus compañeros, muchos de los cuales vivían en la miseria. Los bachilleres exigían un status privilegiado dentro del Colegio, y daban mal ejemplo a los estudiantes más jóvenes. Se había notificado al Capítulo de 1453, que los bachilleres no sólo se negaban a aceptar la autoridad del preboste, sino que trataban de dominar y abusar de aquellos de menor jerarquía. Con frecuencia, descuidaban participar en los oficios divinos y pasaban el tiempo en sus propios cuartos comiendo, bebiendo y jugando a los naipes o dados. En épocas de algazara general entre los estudiantes universitarios, como el 6 de enero, Festividad de los Reyes Magos, era difícil en extremo mantener la disciplina entre los estudiantes. Probablemente, en tales ocasiones salían éstos a hurtadillas del colegio, se confundían con los grupos que iban vestidos con trajes civiles y se ponían máscaras o se pintaban las caras. El Capítulo de 1456 infligió el castigo de excomunión para tales excesos. La cofradía tradicional de los estudiantes de primer año, llamada bejani (béjaunes: picos amarillos), con sus detalladas iniciaciones, fantásticas dignidades, títulos, rangos y absurdos trabajos fue motivo constante de travesuras y chanzas, y blanco a la vez de medidas represivas, hasta que toda la organización fue severamente suprimida en 1493. Pero había excesos de otra naturaleza, que hasta las autoridades se vieron obligadas a perdonar, como los banquetes y otros agasajos cuando llegaba el momento de la graduación. Las costumbres inculcadas ejercieron tal presión, que la pobreza ya no era una justificación. El joven abad de Rigny, graduado en 1478, trató a sus huéspedes con tal generosidad, que su abadía tuvo que ser dispensada del pago de impuestos y contribuciones durante tres años.

El grado de desarrollo de las bibliotecas monásticas podría darnos la pauta de la influencia de la escolástica entre los cistercienses. Disponemos en verdad de un cierto número de cifras, pero únicamente son concluyentes en el caso de Claraval, aunque es difícil que pueda considerársele un caso típico, por tratarse de la mayor abadía cisterciense. En las postrimerías del siglo XII, poseía cerca de trescientos cincuenta códices, sin contar los libros litúrgicos. Al concluir el siglo XIV alcanzaban a ochocientos cincuenta, y a mediados del siglo XV se elevaban a mil quinientos, llegando a los mil setecientos catorce volúmenes en 1472. Todavía están a nuestro alcance más de un millar de ejemplares de esta impresionante colección, diseminados en distintas bibliotecas del mundo occidental.

En las abadías más pequeñas, el armarium constituía el núcleo de la biblioteca. Muchas veces era un nicho en la pared de la sacristía, indicando claramente que, al principio, la mayoría de los libros eran de naturaleza litúrgica. Dado, sin embargo, que el horario diario de cada comunidad incluía la lectura espiritual, aun las bibliotecas más primitivas deben haber tenido tantos libros como monjes existentes.

A consecuencia de los estudios escolásticos las bibliotecas se vieron bien pronto enriquecidas con textos filosóficos y teológicos, así también con una colección de clásicos latinos

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populares. Durante el transcurso del siglo XV, el Capítulo General animó repetidas veces a los abades a organizar y mantener grandes bibliotecas, porque tales colecciones debían ser consideradas como el auténtico «tesoro de los monjes» (1454). En 1495, el Capituló autorizó al Abad de Fountains para que solicitara a cada casa inglesa por lo menos de ocho a diez libros, «buenos y decentes, dignos de ser incluidos en una biblioteca», para uso del Colegio de Oxford.

Hacia las postrimerías del siglo XV, muchas de las abadías más prósperas añadieron a la planta monástica tradicional una biblioteca espaciosa, dotada de un número impresionante de manuscritos. De este modo, Cister poseyó mil doscientos códices, y la construcción de una biblioteca se terminó cuando moría el siglo, 1480, bajo el abad Juan de Cirey. En la Biblioteca Municipal de Dijon, existe todavía un fragmento de lo que fuera una rica colección. La biblioteca de Himmerod contó más de dos mil volúmenes en 1453, y la construcción de su nueva biblioteca data de comienzos del siglo XVI. Contemporáneamente, la biblioteca de Lehnin, con mil códices, era considerada la más completa en Brandenburgo. El scriptorium de Heilsbronn era reconocido como uno de los mejores de Alemania; más de seiscientos volúmenes cuidadosamente copiados en pergamino pertenecen en la actualidad a la Universidad de Erlangen. Durante el siglo XV, la abadía de Altzelle llegó a ser un centro de promoción de la enseñanza humanística, albergando gran número de clásicos latinos en su biblioteca en franco desarrollo. Por el año 1514 contaba novecientos sesenta volúmenes sumados al conjunto habitual de textos litúrgicos. Después de la supresión de Altzelle en 1540, la colección enriqueció la biblioteca de la Universidad de Leipzig.

En Portugal, Alcobaça desarrolló una actividad única en el progreso cultural del país. En el siglo XIII, la abadía estableció un colegio en Lisboa y participó activamente en la organización de la famosa Universidad de Coimbra. La biblioteca de la abadía estaba considerada como una de las más grandes del país. Aunque su rica colección fue saqueada en 1810 y nuevamente en 1833, el catálogo de la Biblioteca Nacional de Lisboa contiene todavía cuatrocientos cincuenta y seis manuscritos de Alcobaça, la mayoría de los cuales fueron copiados en el siglo XIII.

Aun las casas más pequeñas estaban orgullosas de sus respetables bibliotecas; la abadía austríaca de Zwettl poseía casi quinientos libros en 1451; la inglesa de Meaux tenía trescientos cincuenta volúmenes en 1396. Para apreciar estas cifras debemos recordar que las bibliotecas seculares más ricas de la misma época raramente igualaban una biblioteca monástica común. La famosa colección de Carlos V de Francia reunía solamente novecientos diez códices en 1373; y la de la familia Médici en Florencia, casi un siglo más tarde, sólo albergaba ochocientos ejemplares.

La Orden hizo uso de la imprenta poco después de su invención. La primera se estableció en 1492, en Zinna, Alemania, a la que siguió otra en Francia en 1496, que funcionó en La Charité. En los siglos posteriores, algunas de las abadías más ricas hicieron funcionar regularmente sus propios talleres de imprenta. La gran producción de material impreso hizo que bien pronto se tomaran medidas rigurosas para prevenir la circulación de libros y panfletos que defendieran el protestantismo. Para proteger a las monjas, a las que se consideraba incapaces de reconocer la orientación teológica de sus lecturas espirituales, el Capítulo de 1531 les prohibió poseer otros libros que los escritos en latín, y aun éstos requerían la aprobación especial de las autoridades legítimas.

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Fin de la prosperidad

Historiadores de la antigua generación, que escribieron acerca de las condiciones monásticas antes de la Reforma, prefirieron usar términos como «declinar», «decadencia» o «corrupción» indicando que las órdenes en cuestión fueron las causantes de su propia ruina por negligencia perezosa o deliberada relajación de sus normas de disciplina iniciales. Los síntomas de la decadencia cisterciense, si éste fuera el término correcto, son todos completamente obvios. La preocupación del Capítulo General por el agudo incremento de los casos de indisciplina, no fue de ninguna manera la prueba más espectacular de la gravedad de los problemas. La expansión frenada, la disminución de vocaciones y los hermanos legos en vías de desaparición, son factores más tangibles y más influyentes para formarse un juicio desfavorable sobre la situación de la Orden en los siglos XIV y XV.

Entre 1250 y 1300, la Orden fundó cincuenta casas nuevas; durante la primera mitad del siglo XIV el número de fundaciones bajó a diez; de 1350 a 1400 las crónicas registran sólo cinco. En Flandes, la gran abadía de Las Dunas alcanzó su máximo de población en 1300 con doscientos once monjes de coro y más de quinientos legos. Hacia el fin del siglo XIV, el número de monjes se había reducido a sesenta y uno y no había ningún converso. Himmerod, en la zona del Rhin, tenía sesenta monjes y doscientos hermanos legos al alborear el siglo XIII; en 1371, se reunieron únicamente trece sacerdotes para una elección abacial. Una abadía modesta de Francia, Aiguebelle, contaba en las postrimerías del siglo XIII treinta y seis habitantes, entre ellos unos ocho o diez legos; en 1326, había solamente dieciséis monjes; hacia 1350, se redujeron a catorce, y en 1447, a diez. Después de 1418, las crónicas de Aiguebelle no mencionan más a ningún lego.

Un estudio del número de clérigos en la Inglaterra medieval indica que la Orden cisterciense alcanzó su cifra más alta en los primeros años del siglo XIV, con mil seiscientos cincuenta y seis monjes. Hacia 1381, el total disminuyó hasta ochocientos veinticuatro, aunque posteriormente, en el siglo XV las cifras comenzaron a ascender nuevamente, alcanzando a mil en vísperas de la Disolución. En otros países también puede observarse un aumento tardío, pero no debe existir duda sobre la gran merma de vocaciones a todo lo largo del siglo XIV.

Las causas de esta decadencia deben buscarse en algo mucho más profundo que la falta de observancia de ciertas normas; más aún, es muy posible que la multiplicación de problemas disciplinares no fueran la causa, sino un síntoma del cambio drástico operado en el medio ambiente social, donde las abadías existían como elementos extraños, reliquias del pasado sin ningún mensaje significativo para una sociedad que ya no las comprendía. Un problema similar, aunque de menor gravedad, pudo solucionarse en el siglo XIII adoptando nuevas modalidades educativas, cuando los monjes simplemente se vistieron un nuevo ropaje académico sobre sus cogullas. Pero la civilización de la Alta Edad Media pronto dejó atrás las orgullosas universidades, a los mendicantes, que pese a su popularidad extraordinaria, sufrieron una crisis aún mayor que las órdenes monásticas.

La nueva era no puede considerarse en modo alguno como antirreligiosa; al contrario, las devociones populares y las cofradías piadosas alcanzaron un nuevo clímax de fervor. Pero se dio la extraña paradoja de que la nueva expresión de la piedad era con frecuencia anticlerical, daba gran énfasis al papel del laicado y trataba de establecer una relación más íntima y profundamente personal entre Dios y el creyente, sin el estorbo de los votos y del elaborado

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ritual de las actividades diarias de los monjes. Todo esto dio por resultado la aparición de asociaciones informales de devotos hombres y mujeres laicos que, viviendo en casas comunes en medio de la ciudad, se dedicaban a la meditación y obras de caridad. La figura sobresaliente de este movimiento fue Gerardo Groote (1340-1384) de Deventer, cuyos seguidores fueron conocidos como «los Hermanos de la vida común», aunque ellos se negaron categóricamente a formar una nueva «orden» bajo título alguno. La Imitación de Cristo fue la expresión más sublime de la nueva espiritualidad, la devotio moderna. Es un trabajo de encanto y simplicidad inimitables, aunque su humilde autor, Tomás de Kempis (1380-1470) no hizo más que recoger la sabiduría religiosa de un cierto número de sus congéneres.

Se podría decir, a título de aproximación puramente teórica al problema, que si las antiguas órdenes, incluyendo a los cistercienses, hubieran querido mantenerse al tanto de la vida religiosa, asegurar su popularidad y el aflujo de vocaciones, tendrían que haber abrazado las nueva formas de espiritualidad y devoción. No obstante, en la práctica, la adaptabilidad de una orden religiosa está estrictamente limitada por sus propias tradiciones, en especial por aquellos elementos estructurales que no pueden modificarse continuamente sin correr el riesgo de una pérdida de la identidad de la Orden. Como puede descubrir cualquier lector imparcial de los protocolos del Capítulo General, la Orden cisterciense hizo valerosos esfuerzos por mantener un nivel razonable de disciplina, mientras se aseguraba el aflujo de las vocaciones indispensables para sobrevivir. Los cistercienses sobrellevaron la crisis, pero es innegable que la mayoría de aquellos que se unieron a las antiguas abadías, no lo hicieron porque encontraron allí la oportunidad de desarrollar su propia vida espiritual de perfección, sino porque esos monasterios ofrecían todavía una vida respetable con una seguridad y confort relativos. Todos los que se inclinan a culpar a la Orden o a sus dirigentes de las consecuencias indeseables, pero inevitables, de tal situación, pasan por alto el hecho que las órdenes monásticas eran componentes integrales de la vieja sociedad feudal, y su destino estaba marcado por la sociedad en la que se habían originado. El monacato decayó a la par que el feudalismo. Ninguna organización religiosa ligada en forma tan íntima a las estructuras básicas de una sociedad, como los cistercienses, podría prosperar en un mundo donde los ideales que le habían dado origen no tenían ya vigencia. La simple supervivencia de órdenes en una época que otras instituciones medievales quedaron en el camino, debe ser tomada como un signo de vitalidad excepcional, que salvó los valores espirituales del monaquismo para que pudieran alcanzar una nueva vida, para cuando se diera en el futuro una atmósfera social más favorable.

Sumados a estos problemas que amenazaban a su misma existencia, había innumerables causas externas que agravaban la crisis en casi todas las comunidades monásticas. El papado de Aviñón, en alianza con el gobierno real de Francia, ejerció una presión financiera intolerable sobre la Orden, en el preciso momento en que el cambio del sistema económico-social acababa de arruinar la floreciente agricultura cisterciense. Las abadías siempre en crisis financiera, comenzaron a incorporar parroquias en gran cantidad, como fuente de ingresos, aunque la legislación primitiva adoptara medidas rigurosas contra los monjes que ejerciesen un ministerio activo fuera de sus comunidades. Una forma de soslayar el dilema era asalariar sacerdotes seculares, que trabajaban como tenientes curas en parroquias, a cambio de un sueldo relativamente reducido, mientras el grueso de las entradas podía enriquecer a la abadía correspondiente. Por esta misma razón, miembros de las órdenes mendicantes recibidos dentro de la Orden cisterciense, y después de su profesión, se dedicaron a la cura pastoral.

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El Gran Cisma de Occidente (1378-1417) aisló a Cister del resto de la Orden, haciendo que el Capítulo General fuera ineficaz durante una generación. El romano pontífice Urbano VI (1378-1389), lo mismo que su sucesor Bonifacio IX (1389-1404) prohibieron todo contacto entre las casas leales a Roma y Cister, que, como el resto de Francia, reconocía al papa de Aviñón, Clemente VII. En lugar de Cister, los papas romanos promovieron capítulos generales y nacionales en otros lugares, que eran principalmente ocasión para recaudar de forma efectiva las contribuciones de la Orden al Papa. De este modo, entre 1382 y 1408, se realizaron por lo menos catorce sesiones del Capítulo General fuera de Francia; tres en Roma (1382, 1383, 1390); dos en Viena (1393, 1397): una en Nüremberg (1408), una en Worms (1384) y siete en Heilsbronn (1394, 1398, 1400, 1402, 1403, 1406, 1407). Para remediar la falta de administración central, Urbano VI designó a un italiano como «Abad de Cister», a varios abades sucesivamente como «abades de Morimundo», y conservó a un «Vicario General» para toda la Orden en Roma. Bonifacio IX continuó la misma política; su «vicario general» fue Juan Castiel, abad de Brondolo, responsable de la organización de cierto número de los capítulos mencionados anteriormente. En 1409, tras el Concilio de Pisa, el Capítulo General retornó por primera vez a Cister, donde, de acuerdo con uno de los participantes, se reunieron doscientos veintiocho abades.

También se agregaron capítulos nacionales a las asambleas generales. Durante el cisma, los abades de Inglaterra, Escocia e Irlanda fueron alentados a convocar ese tipo de sesiones en 1381 y 1386. Los capítulos de 1394 y 1400 tuvieron lugar en Saint Mary Graces, en Londres, y en 1401, Bonifacio IX ordenó que se celebraran capítulos nacionales ingleses cada tres años bajo la presidencia del Abad de Waverley o del de Furness. La relación de las abadías inglesas y galesas con Cister no mejoró, ni siquiera después de terminado el cisma. En 1437, en vista de las continuas hostilidades, los abades volvieron a las disposiciones que prevalecían bajo Bonifacio IX, y elevaron una súplica al papa Eugenio IV para poder reunir capítulos trienales entre ellos mismos, de tal forma «que pudieran corregir y legislar, decidir y ordenar, a medida que surgieran las necesidades, en todo lo que fuera pertinente a la reputación y desarrollo de la Orden». Se aceptó la petición para tres años.

El Concilio de Constanza (1414-1418) restauró la unidad de la Cristiandad occidental, pero la ejecución por hereje de Juan Huss, un profesor de teología con mucha ascendencia, en Praga, desató la guerra de los husitas (1419-1436). Los ejércitos rebeldes, bien organizados, sembraron el terror en muchas partes de Austria, Bohemia, Moravia y Silesia, destruyendo en esas provincias unas treinta abadías cistercienses. Las que sufrieron más profundamente fueron las ricas abadías de Silesia, y por lo menos seis de ellas (Leubus, Heinrichau, Kamenz, Rauden, Himmelwitz, Grüssau) fueron saqueadas por completo repetidas veces, con grandes pérdidas de vidas. Las abadías quedaron vacías durante muchos años, mientras su total ruina económica fue un obstáculo para su reconstrucción, aún después de conseguida la paz. Por esta causa, fue sólo en 1448 cuando se pudieron reanudar los oficios divinos en Leubus, después de un lapso de dieciocho años. El cronista de la abadía lo explica así: «El abad Esteban de Leubus ordenó a su comunidad que reanudara el canto de todas las horas canónicas y del oficio de difuntos. En su benevolencia, el propio señor Abad ofrece a sus monjes todos los días la medida acostumbrada de buena cerveza, que él mismo suele beber». Pero en todas partes la recuperación fue precaria, debido a las luchas prolongadas por la sucesión dinástica al trono de Bohemia, y a la peste que reaparecía con frecuencia.

Alemania fue escenario de la anarquía, sin ninguna protección legal contra el azote de la guerra privada o el bandolerismo generalizado, durante la mayor parte del siglo XIV. Las abadías cistercienses, en su aislamiento rural, eran siempre un blanco tentador para el pillaje

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de las bandas de ladrones en busca de presa fácil. En tales circunstancias, se hizo difícil la vida monástica disciplinada y a veces aun la mera supervivencia. Entre algunos ejemplos trágicos, puede citarse el de la grande y próspera abadía de Lehnin, en Brandenburgo, que por cierto no fue un caso aislado. En 1319, con el consentimiento obvio de las autoridades vecinas, esta abadía fue ocupada por una banda de criminales armados, quienes, aterrorizando a los monjes, obligaron a la elección de uno de los suyos como abad por tres períodos sucesivos, permaneciendo seguros en la misma hasta 1339. La convirtieron en fortaleza y la usaron como base para expediciones de pillaje, mientras ataban o encerraban en prisión a los monjes que protestaban.

En esta misma turbulenta centuria, los señores feudales alemanes intentaron forzar la sumisión de cierto número de abadías cistercienses, bajo pretexto de «protección». La rica Maulbronn fue elemento de disputa entre los condes de Württemberg y del Palatinado, en el siglo XIV. El monasterio fue poderosamente fortificado y convertido en guarnición, ya sea por uno o por otro de los rivales, haciendo casi imposible la vida monástica pacífica. Con el tiempo, merced a la intervención imperial, prevalecieron los derechos de los condes (posteriormente duques) de Württemberg, quienes no dudaron en exigir por la fuerza a los indefensos monjes ciertos beneficios económicos y jurisdiccionales, aunque nominalmente el emperador retuviera el título de «abogado y defensor supremo y verdadero» de Maulbronn. Finalmente, en 1504, el emperador Maximiliano reconoció a Maulbronn como parte del territorio de Württemberg, donde toda la administración secular, incluyendo la «instrucción alta y baja», pertenecía al duque Ulrico.

Un destino similar aguardaba a Herrenalb, en la diócesis de Spira, y a Königsbronn, apadrinada por los Habsburgos, en la diócesis de Augsburgo. Aunque ambas abadías habían recibido originariamente garantías de libertad frente a la intervención feudal, los gobernantes de Württemberg nunca renunciaron a su título de protectores. Durante los siglos XIV y XV, por la diplomacia o por la fuerza, se las arreglaron para imponer su «protección» sobre las abadías, por la cual los monjes tenían que pagar asumiendo distintas obligaciones legales y fiscales. La naturaleza lucrativa de esa protección está bien demostrada por el hecho que en una de las fases de la contienda jurisdiccional, en 1313, el emperador Carlos IV transfirió temporalmente al Conde de Helfenstein la defensa de Königsbronn, a cambio del pago de 600 marcos de plata. Después de que el duque Ulrico I de Württemberg (1498-1550) abrazara la Reforma luterana, se completó simplemente el proceso de secularización de Maulbronn, Herrenalb, y Königsbronn.

Más afortunada fue la populosa Salem, en Suabia. El desorden general causó mucho daño después de la caída de los Hohenstaufen, así que, en 1263, el abad Eberardo II estudió la posibilidad de dispersar su comunidad. La sucesión de Rodolfo de Habsburgo (1273) abrió sin embargo las puertas a la recuperación. Bajo el abad Ulrico II (1282-1311), las entradas anuales aumentaron de 300 a 1.000 marcos, y hacia 1311, el monasterio albergaba nuevamente a 310 monjes y hermanos. En 1314, la doble elección de Luis de Baviera y Federico de Habsburgo desató una guerra civil que duró otra generación. Salem tomó partido al lado de los Habsburgos y el papado, exponiendo las propiedades monásticas a los ataques repetidos de la oposición. El abad Conrado de Enslinger (1311-1337) fue dos veces secuestrado para obtener rescate. Las deudas del monasterio llegaron a 8.000 florines, y en 1322, el abad pidió la aprobación papal para la incorporación de tres parroquias. Mientras tanto, la abadía abonaba gruesas sumas por la totalmente ineficaz protección militar de los condes de Heiligenberg; el abad gastó 300 libras por este concepto sólo el año 1327.

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Finalmente, en 1348, Carlos IV de Luxemburgo, a poco de ser elegido, revocó la protección ejercida por la familia Heiligenberg y declaró que él y sus sucesores serían los únicos protectores de la abadía. Una cédula imperial de 1354, otorgaba a la abadía amplias inmunidades fiscales y judiciales, que fueron aumentadas posteriormente, en 1485, por el emperador Federico III. Por ellas, Salem se convirtió en una «abadía imperial» (Reichsunmittelbar) independiente, lo que se simbolizaba por la participación de los abades en las dietas imperiales. En ese entonces y en circunstancias similares, las casas bávaras de Kaisheim y Waldsassen obtuvieron también el status de «abadías imperiales».

Después del colapso del poder imperial, Italia se convirtió en el campo de batalla de una guerra perpetua entre las ambiciosas ciudades-estado, mientras los establecimientos monásticos sufrían la misma suerte que en Alemania. San Galgano, la abadía cisterciense más grande de Toscana, buscó en 1262 la protección de Siena, pero durante el siglo XIV fue víctima de las continuas escaramuzas entre Siena y Florencia. En 1365, el famoso condottiere inglés al servicio de Florencia, Sir John Hawkwood, capturó San Galgano y sentó allí sus reales. En 1397, el único habitante del otrora popular santuario era el abad, Lodovico di Tano, que se vio obligado a vender la propiedad monástica poco a poco, para poder pagar los exorbitantes impuestos papales.

En Inglaterra y en las regiones de Francia dominada por los ingleses, la autoridad de Cister estaba harto restringida, mucho antes de declararse la Guerra de los Cien Años. Las visitas regulares se tornaron imposibles, y muchas abadías fueron víctimas indefensas de la rapacidad de la política fiscal en ambos países. Ocurría con frecuencia que los abades bajo el gobierno inglés se vieran impedidos de concurrir al Capítulo General o mandar su contribución a Cister, y la visita regular de los padres inmediatos franceses a Inglaterra se hizo o imposible o inútil. El resultado inevitable fueron abusos difundidos y sin castigo. Bindon, en el Dorset, puede servir durante el período de 1306-1337 como triste ejemplo de estas intolerables condiciones. El abad Juan Montecute, después de varios años de mal gobierno, fue obligado a dimitir en 1316, y reemplazado por Rogelio Hornhull. Pero pocos años después, Montecute y ocho monjes más abandonaron la comunidad y se aliaron con simpatizantes laicos locales, atacaron y conquistaron el monasterio, se llevaron todos los objetos de valor, conjuntamente con el sello, y tomaron como rehenes a algunos monjes que se resistieron. Dado que Juan Chidley, abad de Ford y «padre» de Bindon no podía o no quería intervenir, Rogelio Hornhull pidió ayuda a Eduardo III (1327-1377), quien ordenó al Conde de Devon restaurar el orden y recobrar los objetos robados. El hecho que esta orden tuviera que ser repetida cuatro veces indica, sin embargo, que no se cumplió; probablemente porque la población local apoyaba a los rebeldes. Finalmente, en 1331, Montecute fue capturado con algunos de su pandilla, luego escaparon y fueron recapturados, pero se los consideró peligrosos, aún en prisión, razón por la cual el rey Eduardo pidió a Guillermo, abad de Cister, que los desterrara a un lugar más seguro y proveyera a Bindon de otro padre inmediato, porque se sospechaba que Juan Chidley de Ford tenía interés en el retorno de Montecute.

Todos estos incidentes dan sólo una idea anticipada de lo que iba a suceder a escala nacional. después de la declaración de la Guerra de los Cien Años en 1337. Cister se encontró aislada del resto del mundo. La asistencia al Capítulo anual quedó restringida, la mayor parte del tiempo, a las abadías más cercanas de Borgoña. Las crónicas del Capítulo reflejan claramente la profunda frustración de los participantes que observaban como las condiciones existentes en toda Francia empeoraban cada vez más y no existía ninguna esperanza de solución efectiva. Los documentos de que disponemos, en una monótona relación de la completa e interminable destrucción, no dejan lugar a duda sobre que virtualmente todas las comunidades

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estuvieron expuestas, en una u otra circunstancia, al vandalismo de las tropas errantes o de los mercenarios merodeadores. El saqueo y el incendio premeditados eran agravados frecuentemente por el asesinato. Los monjes, aterrados, huyeron hacia plazas fortificadas, dejando vacíos los monasterios durante años enteros. En 1364, los monjes de Cister se vieron obligados a buscar refugio en Dijon, donde la abadía tenía una casa llamada «Lamonoye». Luego, pidieron a Urbano V que les permitiera quedarse y realizar los oficios divinos en ese lugar hasta el fin de las hostilidades. Respondiendo a esta súplica, el Papa otorgó un permiso a todos los cistercienses de Francia para trasladarse a lugares más seguros, y autorizaba a los monjes a instalar y transportar altares portátiles donde quiera que fueran, para poder llevar a cabo sus oficios religiosos. Las tierras de los monasterios quedaron sin cultivar y, dada la falta de fondos, las abadías eran incapaces aun de hacerse cargo de sus muy reducidas comunidades. Los monjes, empujados por el hambre, erraban con frecuencia de aldea en aldea mendigando comida. Tal fue el caso de los monjes de Boulancourt, quiénes, después de la destrucción total de la abadía en 1381, sobrevivieron gracias a la caridad, dejando vacío el claustro durante veintidós años.

Las visitas regulares sufrieron una interrupción, y los abusos se multiplicaron, en especial cuando, por medio del dinero o de la violencia, un hombre indigno lograba el cargo de abad. El Capítulo General ya no tuvo más medios efectivos para intervenir; con demasiada frecuencia las autoridades locales eran cómplices, y condiciones, que en los buenos tiempos hubieran sido inconcebibles, prevalecieron indefinidamente. Como datos informativo son suficientes algunos de los incidentes mejor documentados.

Guyenne, en el sudoeste, fue disputada continuamente por ambos bandos, convirtiéndose en el escenario trágico de los peores desórdenes y destrucción. En Candeil, alrededor de 1372, el número de monjes disminuyó de sesenta a doce, pero tampoco se pudo proveer de lo necesario a estos pocos porque, mediante simonía, un intruso indigno llegó a ser abad. Bernardo, que así se llamaba, pasaba su tiempo jugando a los dados, perdiendo cientos de florines de una vez, manteniendo a tres concubinas, se entregaba a la caza y habitualmente estaba en guerra; se lo acusaba formalmente de un homicidio y, de acuerdo con la crónica, se culpaba a varios de sus monjes de delitos similares. Pero lo más característico de la falta de comunicación y control imperantes, es que el Capítulo General no pudo prestar atención al escándalo. Fue el papa Gregorio XI quien, después de inútiles amonestaciones, ordenó al Obispo de Albi y al Abad de Grandselve que tomaran medidas enérgicas contra el abad causante del escándalo. No se sabe como terminó el incidente, pero es muy dudoso que Grandselve estuviera en condiciones de dar una ayuda significativa. En verdad, Grandselve era la abadía más poderosa y poblada de la zona, pero en 1349 se había empobrecido a tal extremo, que la casa era incapaz de mantener a sus miembros, y hasta el gobierno francés ordenó a sus cobradores de impuestos pasar de largo por la abadía. En 1357, el papa Inocencio VI escribió una carta a las autoridades inglesas bajo Eduardo, el «Príncipe Negro», pidiendo consideración para Grandselve, al borde de un desastre completo. Todavía en 1364, Urbano V se refería a la misma como «el más devastado de todos los monasterios de la región, debido a las terribles guerras y pestes». Esas tierras, que una vez fueran ricas, se convirtieron en campos de batalla y hasta fueron arruinadas sus propiedades urbanas; en 1367, los habitantes de Burdeos demolieron dos casas de su posesión, y usaron las piedras para reparar las fortificaciones.

Las visitas regulares, aun cuando se las ordenaba y llevaba a cabo, no constituían un éxito en modo alguno. El derrumbamiento moral y financiero de Bonnefontaine, en 1364, necesitaba de una visita, que el mismo abad Guido pidió. Sin embargo, un monje disidente, Juan de

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Hermontville, fomentaba una oposición violenta dentro de la abadía y, cuando arribaron los abades de Signy, Foigny y Valroy, encontraron las puertas cerradas. Al segundo grupo de visitadores, les fue todavía peor; los rebeldes los tomaron prisioneros e hicieron lo mismo con su superior. Este caso, conocido por todos en Aviñón, tampoco fue registrado por el Capítulo General. Aunque en 1374, ordenó Gregorio XI al Abad de Cister que pacificara la turbulenta comunidad, pero faltan detalles de la acción posterior.

El subsiguiente cisma de la Iglesia, al que puso fin el retorno de Urbano VI a Roma en 1377, hizo más profunda la atmósfera de pesimismo y desamparo existente en Cister. Los pocos Padres que concurrieron al Capítulo General de 1390, al tratar de describir el estado de la Orden, hacían suyas las palabras del sermón escatológico de Cristo (Mt 24, 12): «…cuando la noche desciende sobre el mundo, como dijo Nuestro Señor, "por haberse multiplicado la maldad, la caridad de muchos se enfriará". Esta es la razón por la que tan pocos escapan del naufragio de este mundo con el salvavidas que significa la conversión y la santa religión». Reconocían al mismo tiempo que, debido en gran parte a la falta de visitas regulares, «las casas y los monasterios de ambos sexos pertenecientes a nuestra Orden estaban terriblemente deformados, desolados y casi aniquilados, tanto espiritual como materialmente, que en esos días difícilmente conservó alguno la piedad, la religiosidad sincera, o aun vestigios de las observancias de nuestra Orden…»

Estas condiciones empeoraron aún más durante las primeras décadas del siglo XV, cuando la lucha se convirtió en una feroz guerra civil entre los habitantes de Armagnac y Borgoña. La presencia de Juana de Arco (1429) mejoró la suerte de Francia, pero la ley y el orden volvían muy lentamente.

Las condiciones imperantes en Aiguebelle alrededor de 1440, atestiguan claramente que el gobierno de la Orden iba todavía sin rumbo fijo, en medio de problemas de difícil manejo. Juan d’Hostel, anteriormente fraile dominico, fue admitido ilegalmente en esa abadía; luego, en 1441, fue elegido abad, mientras su antecesor ocupaba todavía ese cargo. Al año siguiente, el Capítulo General aprobó su admisión, pero declaró que no podía ser electo para desempeñar el cargo abacial. Sin embargo, logró un férreo control sobre la abadía, y lo mantuvo hasta 1445, cuando el Abad de Morimundo, durante su visita regular, lo excomulgó a él y a sus principales puntales y le ordenó comparecer ante el Capítulo General de ese año. Sin embargo, el intruso desafió el emplazamiento y logró la renuncia formal de su predecesor, por donde el Capítulo General de 1446 no sólo lo reconocía como abad legítimo, sino que lo comisionó también para visitar algunos monasterios de monjas cistercienses. Mas la administración de Juan d’Hostel resultó tan desastrosa, que fue depuesto nuevamente en 1448, y su antecesor reinstalado como abad. Este hombre inquieto rehusó someterse y continuó creando tantos problemas en la abadía, que el Capítulo de 1450 lo excomulgó como «un rebelde contumaz y conspirador».

La elección de miembros de otras órdenes religiosas como abades no era en forma alguna un hecho excepcional, cuando prometía ventajas materiales a los monjes, faltos de recursos. Fueron así electos benedictinos en Benisson-Dieu (1419), Sept-Fons (1419), Les Pierres (1436) y Dalon (1443).

Mientras Francia iniciaba el camino de su reconstrucción bajo Luis XI (1461-1483), Inglaterra caía en una larga y sangrienta guerra civil, la «Guerra de las dos rosas» (1455-1485), que agobió a los ya muy afectados establecimientos monásticos. La asistencia regular al Capítulo General continuó siendo imposible. Un solo abad, Lázaro de Padway, representó a

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sus congéneres en 1471, y nos lega, en un relato al Abad de Buckfast, una descripción del viaje, llena de aventuras desagradables, «encuentros con enemigos armados, ladrones, grandes peligros, trabajos, temores, molestias y ansiedades». Varios abades alemanes en viaje a Cister fueron capturados por bandoleros en Morimundo, maltratados y conservados prisioneros para cobrar rescate, a pesar de sus pasaportes, salvando únicamente sus vidas. Lázaro aceptó el desafío de proseguir su viaje a Cister, únicamente porque tenía «un corazón de león en su pecho». De regreso a su país pasó por Reims, donde, según escribió, «todos se maravillaban de mi buena suerte y audacia, llegando sano y salvo después de haber atravesado una región infectada de merodeadores y salteadores de caminos».

Unidas a las calamidades interminables de las guerras, hay que recordar que abundaron en el siglo XIV catástrofes naturales en una escala sin precedentes. Entre 1315 y 1317 toda Europa fue asolada por el hambre; treinta años después, el primer gran brote de peste bubónica, la Peste Negra, se propagó por el continente, cobrando las vidas de por lo menos un tercio de la población, en un lapso de tres años. Entre las comunidades monásticas, la proporción de muertes parece haber alcanzado los dos tercios de sus habitantes. Millares de seres humanos fueron marcados por el terror y el desamparo y reducidos a un estado de profunda desesperación. Las consecuencias sociales y económicas condujeron a una ola de insurrecciones de los campesinos y no pocos disturbios en las ciudades que únicamente sirvieron para avivar el espectro de la inminente ruina.

En 1349, el azote de la plaga fue muy duro en Meaux, en el Yorkshire. Como nos cuenta Thomas Burton († 1437), abad y cronista, con cáustico sentido del humor, el desastre fue precedido por un presagio siniestro. El viernes anterior al Domingo de Ramos (27 de marzo), los monjes estaban cantando el Magnificat en el coro, cuando un terrible terremoto los arrojó de sus lugares exactamente en el momento que llegaban al verso: «Derriba del trono a los poderosos». Al comenzar ese año, la abadía contaba con cuarenta y tres monjes, incluyendo al abad y siete conversos; de todos ellos sólo diez monjes sobrevivieron a la epidemia. Lo peor acaeció en agosto, cuando en un mismo día murieron cinco monjes y el Abad Hugo. En Newenham, en Devon, murieron treinta monjes y tres legos entre 1348 y 1349; el Abad Gualterio y dos monjes fueron los únicos sobrevivientes.

En la abadía de Poblet, durante 1348, murieron dos abades sucesivamente, a los que se sumaron cincuenta y nueve monjes y treinta conversos.

Adwert, la gran abadía holandesa, que al alborear el siglo contaba cien monjes y doscientos legos, pagó tributo a la peste en 1350 con la vida de cuarenta y cuatro monjes y ciento veinte conversos. No se conoce la población de la floreciente Pontigny anterior a esos años fatales, pero en 1366 la comunidad contaba únicamente con diecisiete miembros. Al hacer la visita regular a Hungría en 1356, el abad Sigfrido von Waldstein de Rein (1349-1367), nos describe las condiciones en que estaban once abadías: una de ellas, Ercsi, totalmente abandonada. Otras dos, Pásztó y Bélháromkút tenía sólo tres monjes, incluyendo a los abades, y todas las restantes estaban en extremo despobladas. Waldstein, en su informe al rey Luis I, sugería invitar a extranjeros para poblarlas y el retorno obligatorio de los monjes que vagaban por todo el territorio. Los brotes posteriores de la plaga fueron devastadores por igual. En el lapso de tres meses, en el año 1419, la abadía francesa de Vauclair perdió once miembros.

El impacto que la Peste Negra causó en la vida monástica fue mucho más allá de la reducción de miembros o las penurias económicas. Para poder mantener el personal mínimo, el Capítulo General de 1349 permitió que se hiciera la profesión sin completar el año de noviciado,

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siempre que el candidato tuviera por lo menos catorce años y supiera los Salmos de memoria. Es difícil determinar hasta qué punto llegó una probable reducción de los requisitos morales, pero sin duda la búsqueda de vocaciones llegó a los más bajos niveles sociales. La nobleza desapareció prácticamente entre las filas de los monjes en el siglo XIV. Por ejemplo, en Himmerod, donde a lo largo de los siglos XII y XIII la nobleza estaba bien representada aun entre los legos, hacia mediados del siglo XIV, únicamente burgueses componían la comunidad. Enrique von Randeck, muerto en 1330, fue el último abad noble de Himmerod. Durante los siglos XIV y XV, la lista de monjes sólo arroja cuatro nombres vinculados con familias de la pequeña nobleza local.

Pero el gradual reemplazo de abades elegidos libremente por abades comendatarios fue a la larga mucho más dañina para el monacato que todas las otras calamidades combinadas. El término deriva de «encomienda», esto es el acto de otorgar un beneficio, tal como una abadía, in commendam, lo que implica la misión de administrar o proteger una propiedad eclesiástica vacante. Las primeras prácticas medievales de encomienda se convirtieron justamente en el blanco de los reformadores, y, en la época de la fundación de Cister, el problema era algo que parecía pertenecer al pasado. Sin embargo, a mediados del siglo XIII, en particular bajo Clemente IV (1265-1268), el derecho de libre elección se vio de nuevo comprometido por la doctrina de los poderes papales ilimitados (plenitudo potestatis), que incluía el derecho de «provisión» de todos los beneficios. Los nombramientos papales en territorios distantes continuaron siendo técnicamente imposibles por un largo tiempo, pero Nicolás II 1 (1277-1280) insistió en que todas las designaciones debían ser confirmadas por la Curia. El sistema de nombramientos papales directos dio un gigantesco paso adelante durante las décadas de Aviñón. Bajo crecientes presiones financieras, los papas convirtieron tales derechos en fuentes de ingresos, otorgando «bulas» de nombramiento o confirmación de elección a cambio de gratificaciones importantes. Juan XXII (1316-1334) se reservó para sí mismo todos los nombramientos en Italia, y la misma política se desarrolló en otros territorios bajo Benedicto XII y Clemente VI (1342-1352). Cuando a este último se le recordó que tales prácticas no tenían precedentes, se dice que respondió: «nuestros predecesores no tomaron conciencia de que eran papas». Durante el Gran Cisma de Occidente, tanto Roma como Aviñón explotaron los nombramientos papales hasta sus límites extremos, no sólo por razones financieras, sino también para ganar adictos leales. El impuesto que debían pagar alcanzaba normalmente al tercio de las entradas anuales de la prebenda. Bonifacio IX reglamentó en 1399 que aquellos que no abonaran la suma establecida dentro de los dos meses, perderían todo derecho a obtener la posición deseada. Los más favorecidos con el nuevo sistema fueron los sobrinos de los papas, cardenales y otros personajes de rango en la Curia, muchos de los cuales acumulaban gran cantidad de fáciles y ventajosos beneficios. Pocos de esos «abades comendatarios» cuidaban de pasar algún tiempo en sus monasterios, porque su mayor interés radicaba en la recaudación de las rentas abaciales.

La naturaleza abusiva de tales disposiciones no sólo era evidente para las abadías afectadas, sino también para los distintos gobiernos foráneos, resentidos por el hecho que extranjeros ausentes gozaran de substanciosos ingresos. En Inglaterra, ya por 1307, el Estatuto de Carlisle intentó limitar los nombramientos papales, y en 1351, el Estatuto of Provisors defendía los derechos de los electores ingleses y los privilegios reales en materia de patronato. En el Concilio de Constanza (1417), fue muy discutido el tema de las provisiones y encomiendas papales, pero en lugar de prohibir definitivamente los abusos, surgieron modificaciones poco enérgicas. El fracaso de Constanza sólo sirvió para dar coraje a los gobiernos civiles para competir con las ambiciones papales en lo relativo al control de beneficios. A todo lo largo del siglo XV, las elecciones abaciales libres se convirtieron en raras excepciones.

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En Francia, la Pragmática Sanción de Bourges (1438) adoptó una posición muy decidida contra la intervención papal en nombramientos eclesiásticos, pero en realidad no defendió el principio de libre elección, pues dejaba abierta la puerta para que el poder real ejerciera presión en forma de «benevolentes recomendaciones». El Papado nunca aceptó los términos de este documento, que fue renovado por Luis XI en 1461. Sin embargo, para los monjes casi no había diferencia en que fuera el rey o el papa quien los privara del derecho de gobernarse sin la constante intervención externa. Esto era lo que justamente señalaba el Parlamento de París en un memorial dirigido a Luis XI en 1467:

«Las rentas de las prebendas son sacadas del país; y los mismos beneficios se enfrentan a la bancarrota; ha desaparecido toda forma de disciplina regular en los monasterios; los oficios divinos se llevan a cabo impropiamente y sin devoción, perjudicando las intenciones de los fundadores y disminuyendo las oraciones debidas a las almas de los benefactores monásticos. Así como se están arruinando los establecimientos materiales, lo mismo acontece con los espirituales. Esas condiciones son comunes entre los monjes, quienes, a causa de la pérdida de disciplina, caen en una vida relajada y frecuentemente reniegan de sus votos… como ovejas errantes sin pastor. A menos que las prebendas vuelvan a los abades regulares, será imposible invertir la ruinosa tendencia que prevalece tanto en lo espiritual como en lo material.»

En los Estados Generales de 1483, se reiteraron las mismas objeciones motivadas por causas idénticas, pero sin resultado. En España, las condiciones no eran mucho mejores. En 1475, el rey Juan II de Aragón exigía a Sixto IV el nombramiento de uno de sus nietos, un bastardo de 6 años, para la sede metropolitana de Zaragoza. Durante cierto tiempo, denegó el Papa esta escandalosa petición, pero otorgó a la criatura una renta proveniente de los beneficios de la catedral. En el Sínodo de Burgos (1511), los obispos españoles alzaron sus voces contra los abades comendatarios nombrados por el Papado, pero el mal tenía raíces muy profundas, y continuó.

Las valientes resoluciones del V Concilio de Letrán (1514) reclamaban la abolición de las encomiendas, pero fueron revocadas por León X, quien, a consecuencia de su derrota en Marignano, se rindió a Francisco 1 de Francia, y en el Concordato de Bolonia (1516) legalizó el control real sobre los nombramientos abaciales. En principio, el rey se comprometía por ese documento a nombrar para tales cargos únicamente a monjes mayores de veintitrés años; pero en la práctica, ni él ni sus sucesores respetaron estas restricciones. Por el contrario, llegó a ser común el nombramiento de laicos y aun de niños. En 1517, el Papa intentó modificar el Concordato para eximir a las órdenes monásticas, pero el rey ignoró el breve papal. En 1531 Clemente VII concedió formalmente la abolición de las elecciones abaciales, exceptuando las de las casas madres: en el caso de los cistercienses únicamente Cister. El Concilio de Trento hizo un intento decisivo por eliminar los desastrosos abusos del sistema de encomiendas, dado que se lo reconocía perfectamente como uno de los mayores escollos para cualquier reforma monástica. Sin embargo, el gobierno real no tenía ninguna voluntad de cooperar. Los cánones del Concilio nunca fueron promulgados en Francia, y el sistema siguió dominando la vida monástica hasta la Revolución Francesa. La única concesión, otorgada en 1558 y luego confirmada por la Ordenanza de Blois en 1579, fue la garantía de elecciones libres en las principales abadías de la Orden: Cister, La Ferté, Pontigny, Claraval y Morimundo. Hacia fines del siglo XVI, la gran mayoría de abadías cistercienses en Francia eran retenidas in commendam, aunque ocasionalmente el rey nombrara a miembros de la Orden como abades, mientras que otros comendadores bien intencionados vestían voluntariamente el hábito cisterciense y luego gobernaban sus monasterios como abades regulares. Por esta razón, es

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difícil dar una cifra exacta de abadías bajo abades regulares o comendatarios. Pero por lo menos un 80% de todas las casas francesas languideció siempre bajo abades comendatarios durante todo el transcurso del siglo XVII.

Desde el comienzo, la Orden cisterciense estuvo alerta de los peligros del sistema de encomiendas, aunque sus dirigentes nunca tuvieron los medios necesarios para detener o retardar la marcha de los acontecimientos. Dejando a un lado las quejas y protestas mencionadas por las crónicas, los únicos logros tangibles del Capítulo General fueron la confirmación de los privilegios cistercienses y otras ineficaces garantías concedidas generosamente por la Curia después del pago de pringues derechos. De esta forma, Juan XXIII prometía solemnemente en 1415, que únicamente nombraría a cistercienses en las abadías vacantes de la Orden y anularía todos los nombramientos anteriores dados a extraños, excepto los otorgados a cardenales. Documentos similares, o incluso más prometedores, fueron firmados por Nicolás V (1447-1455), de tal suerte que el Capítulo General de 1458 anunciaba jubilosamente que, de acuerdo «con los privilegios de nuestra Orden, renovados y confirmados muy recientemente por el Supremo Pontífice, ninguna persona, ni siquiera un cardenal, puede dirigir como comendatario ninguno de los monasterios de nuestra Orden».

Hechos penosos contradijeron el optimismo de los Padres. Los primeros nombramientos papales para abadías cistercienses bajo Juan XXII (1316-1334) tuvieron lugar en Italia, pero pronto se ejercieron presiones similares en todas partes del Imperio, Francia y España, aun cuando los primeros casos de «provisiones» recayeron sobre algún cisterciense. Así, en 1320, la sede abacial de Ebrach fue otorgada a Alberto de Anfeld, quien pagó 800 florines por el favor (servitium commune). En 1338, el nuevo Abad de Salem, Ulrico Sargans debía enviar 1.650 florines a Aviñón. De acuerdo con los registros papales de la misma época, se instituyeron en forma similar los abades de Wettingen, Altzelle, Villers y Orval. Durante el Cisma, siguieron Kaisheim, Lützel, Heilsbronn, Val-Saint-Lambert, Morimundo, Georgenthal, Neuzelle, Grüssau y Kamenz.

En Hungría, las familias nobles dirigentes dispusieron libremente de las abadías cistercienses durante todo el siglo XV. En Irlanda prevalecían condiciones similares, mientras en Escocia los reyes reclamaban el derecho de nombrar a los abades. De los veinte abades y priores cistercienses que participaron en el Parlamento escocés en 1560, catorce eran comendatarios. Únicamente en Inglaterra no prosperó el sistema de encomiendas. La posición específica de Inglaterra tiene su razón principal en el hecho de que la interferencia papal efectiva en las elecciones abaciales se inició en Aviñón, cuando estaba por comenzar la guerra de los Cien Años. Dado que los ingleses sospechaban que el Papa actuaba habitualmente como agente al servicio de Francia, resistieron abiertamente cualquier intento del mismo para intervenir en los asuntos eclesiásticos de su país.

En Francia, no obstante las garantías, las abadías más importantes fueron perdiendo su independencia, una tras otra. En 1470, le llegó el turno a La Ferté, aunque después de dos años de argumentaciones legales se permitió ejercer el cargo de abad a un cisterciense. Al mismo tiempo, Balerne, Fontfroide, Bonnecombe, Ourscamp, Bonnevaux y Grandselve, entre otras, cayeron bajo el gobierno de comendatarios. El Capítulo de 1473, profundamente alarmado, decidió enviar a Roma a una delegación de abades de la mayor jerarquía, encabezados por el propio abad de Cister, Humberto de Losne (1462-1476). Se dice que el papa Sixto IV (1471-1484) y su corte escucharon con lágrimas en los ojos el alegato de los abades, pero la bula firmada el 11 de marzo de 1475 reiteraba simplemente las limitaciones y promesas tradicionales. Por ella se prohibía a los comendatarios reducir el número de monjes,

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debían alimentar y vestir decentemente a la comunidad, conservar los edificios en condiciones adecuadas, defender los privilegios y derechos de la abadía, les estaba prohibida la enajenación de bienes monásticos y, finalmente, cuando su nombramiento, debían prestar juramento de respetar y defender los puntos arriba mencionados. Es muy discutible que este documento mereciera los 6.000 ducados gastados por la legación en Roma.

El futuro dio razón a los escépticos, pero el sucesor del abad Humberto no era uno de ellos, se llamaba Juan de Cirey (1476-1501), que previamente había sido abad de Balerne, y uno de los participantes de las negociaciones en Roma. Era un hombre de buenas intenciones, ambicioso y enérgico, pero confió demasiado en la influencia de sus relaciones romanas, y en la eficacia del nuevo aflujo de bulas papales para beneficio de la Orden. Obtuvo de Sixto IV trece documentos de este tipo, y otros dieciséis de Inocencio VII (1484-1492). gastando en ello una verdadera fortura y dejando tras de sí una deuda formidable. El único resultado concreto de sus esfuerzos fue la publicación de la primera colección impresa de los Privilegios cistercienses en 1491, la Collecta quorumdam privilegiorum Ordinis Cisterciensis.

Mientras la Curia permanecía inflexible, crecían las esperanzas de un cambio en la política gubernamental de Francia después de la muerte de Luis XI (1483). Anticipándose a la enérgica acción del joven Carlos VIII (1483-1498), los insurrectos locales expulsaron por la fuerza a cierto número de comendatarios, hecho que mereció la desaprobación de los Estados Generales de 1484. El rey-niño escuchó diplomáticamente la interminable lista de quejas, pero no hizo nada. Por entonces, el drenaje de los bienes monásticos hacia Roma y París se había hecho tan simple y lucrativo que no se podía esperar ningún esfuerzo honesto para mejorar la triste situación de las que en otro tiempo fueron grandes abadías y ahora marchaban inexorablemente a la decadencia.

A las abadías cistercienses en Italia les fue peor todavía que las francesas. Todas, sin excepción, fueron víctimas de la codicia de los oficiales de la Curia durante el siglo XV. Las estadísticas de que disponemos se refieren únicamente al siglo XVI, pero las condiciones trágicas son el resultado obvio de un siglo de negligencia total.

Nicolás Boucherat, que visitó personalmente como Procurador General las casas de la Orden en los Estados Papales y el Reino de Nápoles y Sicilia en 1561, nos lega en su informe una imagen patética de la desastrosa influencia del infortunado sistema. Cada uno de los treinta y cinco monasterios estaba bajo un abad comendatario. En todas partes, los edificios ofrecían un aspecto deteriorado, muchos de ellos en ruinas. Dieciséis monasterios estaban desiertos por completo; en algunos otros vivían unos pocos sacerdotes seculares, o miembros de otras órdenes. El total de la población cisterciense de esas treinta y cinco casas en conjunto albergaba a ochenta y seis monjes, que subsistían en la miseria, sin ningún vestigio de disciplina regular u oficio litúrgico. Otra visita regular en 1579 reveló condiciones similares imperantes en Lombardía y Toscana donde unos diecisiete monasterios estaban luchando desesperadamente contra sus abades comendatarios por su simple subsistencia.

Contratos entre los comendatarios y los monjes hicieron posible un cierto mejoramiento local. Probablemente tal fue el caso de Tre Fontane, en Roma. Esta abadía había estado bajo gobierno comendatario desde 1383, y hacia el siglo XVI el famoso monasterio e iglesia había llegado a un estado tan escandaloso de negligencia que el papa León X tuvo que intervenir en 1519. Después de la renuncia del cardenal Rafael Riario, el Papa nombró a su sobrino, Juliano de Médicis, como nuevo comendatario, pero le impuso un contrato con Tre Fontane, emitido en forma de bula. Consecuentemente, la «mesa del abad» (mensa abbatialis) estaba separada

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de la «mesa de los monjes» (mensa conventualis), es decir se apartaba una cantidad específica para que la comunidad viviera, 400 ducados de oro, que se suponían suficientes para doce monjes. Los monjes tenían libertad para elegir a su propio prior, responsable de la disciplina y administración interna. Aunque no se le permitía al comendatario alterar la suma destinada a la mesa de los monjes, podía reducir proporcionalmente el número de monjes, en casos de pérdidas económicas importantes.

De lo anteriormente expuesto, se deduce claramente que la ruina material de los establecimientos no fue en modo alguno la única consecuencia del gobierno de los comendadores, tal vez ni siquiera la más penosa. En ausencia de un abad, no podían llevarse a cabo algunos de los oficios litúrgicos tradicionales, no podía aplicarse la disciplina con rigor, y aún el status social de la comunidad estaba destinado a declinar. Cuando el abad comendador, que en sí era un extraño, trataba realmente de interferir en la vida diaria de los monjes, las condiciones se tornaban con frecuencia intolerables. El Capítulo General insistió siempre en la naturaleza puramente nominal del nombramiento del comendatario, cuyo único derecho consistía en retirar su parte de las entradas del monasterio. Todas las otras responsabilidades eran transferidas al prior, quien en las primeras épocas había sido elegido en la mayoría de los casos; pero, con el correr del tiempo, fue nombrado por el padre inmediato de la comunidad in commendam. Sin embargo, no podía realizar las visitas regulares, ni estaba autorizado para sentarse en el Capítulo General; de esta forma, la administración de la Orden se debilitó tanto como el sistema de frenos y controles. La asistencia al Capítulo General disminuyó en forma drástica durante el siglo XV, y durante la primera mitad del siglo XVI el número de abades nunca excedió de cincuenta; en 1541, sólo se reunieron dieciocho.

Además, aunque en apariencia resultara ventajoso estipular una cantidad fija de dinero, la «mesa de los monjes», con el correr del tiempo fue muy perjudicial. Los tratados estipulaban siempre un número definitivo de monjes para ser albergados en la abadía. Dado que los intereses financieros del comendatario exigían que éstos fueran los menos posibles, y los monjes no estaban en condiciones de mejorar esa cuota, no existía ninguna posibilidad de crecimiento o desarrollo. Empeorando el panorama, la fuerte inflación de los siglos XVI y XVII mermó mucho el valor adquisitivo de las entradas por contrato y, por esta misma razón, los propios monjes estuvieron frecuentemente tentados de mantener vacías las plazas del convento, para así poder economizar mejor sus magras raciones.

No es necesario aclarar que esa atmósfera de lobreguez perpetua difícilmente podía atraer presuntas vocaciones. Aun haciendo esfuerzos los monjes, poco se podía esperar, excepto mantener un nivel mínimo en cuanto al número, disciplina y economía. Existía una posibilidad de auténtica renovación, pero únicamente en las abadías bajo abades regulares, o en Congregaciones que habían logrado eliminar con éxito la autoridad del comendatario.

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Reformas y la Reforma

En ninguna otra época de la historia de la Iglesia se habló tanto acerca de la reforma y se hizo tan poco como en el siglo XV. Los abusos eran tan notorios como lo eran la necesidad e intención de corregirlos. La causa más evidente del fracaso de todos los esfuerzos bienintencionados fue la debilidad y falta de resolución del poder ejecutivo. El movimiento conciliar fue incapaz de coordinar el deseo universal de reforma, mientras el papado del Renacimiento, empantanado en la práctica de esquemas dinásticos y en el poder político italiano, no era capaz de reformarse a sí mismo y mucho menos podía iniciar una renovación significativa más allá de los Alpes. Pero aun una Curia regenerada y un papa enérgico y generoso hubieran sido impotentes contra el naciente nacionalismo que dividió a Europa en estados mutuamente hostiles, con una conciencia de sí mismos en constante crecimiento, cada uno con una fuerte monarquía, y todos tratando de reducir al mínimo la influencia papal sobre los problemas internos. Tanto el galicanismo en Francia, como la España recién unificada o la monarquía Tudor en Inglaterra, se esforzaron por lograr la sumisión del clero.

Sin embargo, el horizonte no era desesperadamente oscuro. Los representantes del Humanismo cristiano, que fueron muchos y brillantes, dieron una prueba convincente de que la nueva erudición no era de ninguna forma incompatible con la fe y la piedad tradicional y el éxito impresionante de las reformas locales o regionales dan testimonio del entusiasmo religioso de miles de almas piadosas. A más de nuevas órdenes como los jesuatos (1360) y los jerónimos (1373), los franciscanos «observantes» llegaron a tener tanto éxito como los mínimos, Orden más austera, fundada en Calabria por san Francisco de Paula alrededor de 1457. Los benedictinos, diezmados por la commenda, encontraron una salida rechazando los títulos abaciales y organizándose dentro de congregaciones bajo una centralización firme y una disciplina estricta. El abad Ludovico Barbo († 1443) de Santa Giustina, en Padua, inició esta política destinada a tener éxito. El movimiento se difundió por toda Italia y después que se le uniera Monte Cassino en 1504, fue conocido como la Congregación casinense. El mismo movimiento inspiró a los benedictinos austríacos de Melk, quienes propagaron en forma efectiva una organización semejante por toda Baviera y Suabia. En España, la Congregación benedictina de Valladolid (1492) triunfó contra la commenda con las mismas armas de los italianos; es decir, que convirtió las abadías en prioratos bajo un superior elegido únicamente para un período breve. En Alemania, la reforma monástica mejor conocida y más efectiva fue la de Bursfeld, cerca de Göttingen, que fue comenzada alrededor de 1433 por el abad Juan Dederoth. Hacia 1530, esta Congregación había reunido noventa y cuatro abadías benedictinas bien disciplinadas a todo lo largo del país. En los Países Bajos y en la Renania se sumaron a los «Hermanos de la vida común» numerosas comunidades de beguinas y begardos. Entre todas estas comunidades sobresale la reforma de los canónigos agustinos de Windesheim, inspirada por Gerardo Groote; los canónigos, a su vez, ejercieron influencia sobre el movimiento cisterciense de la misma zona.

En la segunda mitad del siglo XV, la situación de la Orden cisterciense era similar a la de toda la Iglesia; pero en pequeña escala. En realidad, no fueron escasos los decretos de reforma, pero, por entonces, la autoridad del Capítulo General estaba tan reducida por la escasa asistencia y tan limitada por las fronteras nacionales, que el éxito de cualquier renovación dependía más del liderazgo y de las iniciativas locales, que de las ineficaces declaraciones emanadas de Cister. De hecho, el Abad de Cister estaba entre los primeros que explotaron en beneficio propio el vacío creado por un Capítulo debilitado. Reorganizada la monarquía papal y el naciente absolutismo real animaron a Cister, sin duda alguna, a asumir un control más

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firme sobre la administración de la Orden, y tales intentos encontraron un eco aprobador en la Curia. Ya en 1438, Eugenio IV se dirigía a Juan Picart de Cister como «abad general». Posteriormente, figuran en el mismo siglo títulos honoríficos similares en numerosos documentos, hasta que en 1499 el Capítulo General reconoció a Juan de Cirey como «padre supremo de la Orden». Sin embargo, no hubo intención de modificar la constitución de la Orden, y las medidas extraordinarias tomadas por el abad de Cister estaban respaldadas generalmente por el Capítulo.

Los celosos protoabades, en particular el de Claraval, observaban con consternación las manifiestas ambiciones de Cister. Pedro de Virey de Claraval (1471-1496), siguiendo el ejemplo de alguno de sus predecesores, libró una ininterrumpida batalla contra Cister y el Capítulo General durante toda su administración. La larga y enconada disputa llegó hasta el parlamento de París, y la secesión de Claraval y sus filiaciones amenazaba convertirse en un cisma permanente. En Roma prevaleció la influencia de Juan de Cirey, y en 1483 Inocencio VIII firmó una bula declarando la unificación de las sedes abaciales de Cister y Claraval, bajo el control de Cirey. Nunca se llevó a la práctica este decreto tan radical. En cambio, Virey dimitió en 1496, y su sucesor, Juan Foucalt, consiguió establecer mejores relaciones con Cister.

Sin duda alguna, la mayor ambición de Juan de Cirey fue la tan necesaria reforma de su Orden. No sólo era una persona de gran talento e infatigable energía, sino que gozaba del favor tanto de Roma como de París. Luis XI le otorgó, a él y a sus sucesores, el título de «consejero nato del Parlamento de Borgoña» y en 1484 tuvo el privilegio de concurrir como delegado a los Estados Generales en Tours. En 1487, Inocencio VIII le confía la reforma cabal de toda la Orden, recalcando especialmente la asistencia a los Capítulos Generales, visitas regulares, las obligaciones de los abades comendatarios y la administración de tributos e impuestos dentro de la Orden. Justamente este tópico había envenenado las relaciones entre Cister y Claraval. Anticipándose al éxito, y como muestra de su gran estima, el mismo Pontífice le confiere en 1489 el privilegio excepcional de administrar órdenes menores, y aun el diaconato, a todos los cistercienses.

El rey Carlos VIII de Francia se hizo eco del llamamiento papal en favor de una reforma religiosa, y alrededor de 1493, convocó una convención de obispos y dirigentes de distintas órdenes en Tours. El abad Cirey desempeñó un papel activo durante las negociaciones y señaló que, antes de tomar medida alguna, era imprescindible garantizar la libertad de las elecciones abaciales, reprimir el poder de los abades comendatarios y extirpar la corruptela de presentar recursos ante la justicia secular. Sin embargo, insistía una y otra vez en que las declaraciones de principios generales no eran suficientes y, si se quería que la reforma tuviera éxito, debía esbozarse y llevarse a cabo un plan concreto de acción dentro de cada orden. En cuanto a los cistercienses, Cirey señalaba con satisfacción que el movimiento reformador, ya en evidencia desde unos veinte o treinta años atrás, había dado fruto, pero tenía la firme determinación de eliminar los abusos con toda la fuerza a su disposición.

El rey Carlos, ocupado en su malhadada expedición a Italia, no pudo poner en práctica el proyecto de reforma religiosa universal, pero Cirey, que no conocía el miedo, apoyó una convención de cuarenta y cinco abades franceses en el Colegio de San Bernardo de París, a inicios de 1494. El resultado fue un detallado esquema de reforma cisterciense, los «Artículos de París», que constituyen dieciséis párrafos en los que se tratan los temas más importantes. En el preámbulo, los abades niegan cualquier intención de introducir novedades radicales, dado que «reformar no quiere significar la incorporación de innovaciones de última moda,

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sino, con más propiedad, una modificación de costumbres y normas inspiradas en la vida de los Santos Padres. En realidad, si tuviéramos la intención de introducir nuevas formas de vida, no sería una reforma, esto es, una vuelta a la forma primitiva de vida, sino la fundación de una nueva orden religiosa». Los miembros de la convención admitieron que muchos de los abusos castigados eran consecuencias de las guerras, pestes, intervenciones laicas, abades incapaces o comunidades corrompidas, pero ellos se comprometían a efectuar la renovación deseada «en el todo como en sus partes, en los miembros como en la cabeza, tanto en asuntos espirituales como temporales».

El documento comenzaba con reglamentaciones relativas al Oficio Divino, luego recordaba a los abades sus tareas, urgía la realización de los capítulos de faltas, recalcaba la necesidad de los estudios, ordenaba retirar las chimeneas de los dormitorios, prescribía visitas regulares, resaltaba la virtud de la pobreza y la eliminación de toda renta o propiedad privada, insistía en la estricta clausura, renovaba las reglamentaciones de la Benedictina relativas a la administración fiscal, y aun incluía un párrafo sobre la reforma de las monjas cistercienses. De sumo interés es el nuevo estatuto sobre abstinencia. Después de 1475, cuando Sixto IV había permitido al Capítulo General otorgar dispensa sobre la abstinencia perpetua, se había autorizado a comer carne los martes, jueves y domingos, excepto en Adviento, Cuaresma y desde el domingo de Septuagésima hasta Pascua y días de abstinencia especificados por la Iglesia o por las leyes de la Orden. Finalmente, anticipándose a cualquier resistencia activa, el documento ordenaba a los abades «construir o reparar buenas y sólidas cárceles en sus monasterios, como medio de severo castigo contra los transgresores y aquéllos que negaran obediencia a este documento de santa reforma».

Como una consecuencia importante de los «Artículos de París», se dictó el 11 de agosto un nuevo cuerpo de reglamentaciones para el Colegio de San Bernardo en París, documento de extraordinario valor histórico, porque arroja luz sobre la vida y organización interna de la gran institución de estudios superiores, todavía floreciente en aquella época.

El Capítulo General de 1494 alabó y aprobó los «Artículos de París», aunque demoró su ejecución hasta el Capítulo de 1495, debido a «imposibilidades» de ejecución local, no especificadas. No se puede realizar ninguna evaluación de los resultados de la reforma a la luz de la evidencia con que contamos. Dado que la Orden era incapaz de extirpar la fuente del mal – el sistema comendatario –, no se pudo observar ninguna renovación rápida ni en Italia ni en Francia. En otros países donde era bien evidente el éxito de la reforma, el proceso se había originado bajo inspiración local mucho antes de 1494.

La posteridad tiene que agradecer a Claudio de Bronseval, secretario del abad Edmundo de Saulieu de Claraval, las escasas pinceladas que revelan las condiciones imperantes en algunas abadías francesas a fines de 1531. Ambos emprendieron un viaje para la visita regular por España y Portugal, pero antes de llegar a los Pirineos pidieron hospitalidad en varios monasterios cistercienses de Francia. En la Prée encontraron una comunidad pequeña, «pero los hermanos eran realmente buenos y piadosos». Sin embargo, en Benisson-Dieu, los visitantes fueron testigos de la «mayor miseria» causada por «los monjes que ignoraban por completo el latín, los oficios divinos y el ritual de la Orden, así como las reglas de cortesía y civilización». Las instalaciones de la abadía estaban en condiciones igualmente malas. Por otro lado, la pequeña abadía de Franquevaux estaba bien conservada, pero encontraron a un solo religioso, que se titulaba prior. Resultó que había sido mandado allí por el comendatario hacía solamente tres meses y, peor todavía, era franciscano, que simplemente vestía el hábito cisterciense sin haber pasado siquiera un año de noviciado. El buen fraile reveló que otros dos

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tenían residencia legal en la casa, pero uno estaba a fuera, ocupado en una cacería de conejos y el otro, en los prados buscando huevos. En Valmagne, otrora gran abadía cerca de Montpellier, Bronseval alabó al piadoso abad comendatario, pero se refiere a los monjes como revoltosos e ignorantes. Fontfroide, a despecho de su larga trayectoria bajo encomienda, seguía habitada todavía por veinticinco monjes, que estaban bien dispuestos, pero «alejados de las observancias» de la Orden; tenían, por ejemplo, un dormitorio dividido en pequeñas celdas individuales, muchas de las cuales poseían estufas. Villelongue tenía una comunidad de doce monjes bajo un abad regular, un excelente anciano, quien quería dimitir después de cuarenta años en el cargo. Ardorel era una casa pequeña, pero bien construida, donde el abad regular era un «hombre bueno y fervoroso».

El movimiento reformador más pujante del siglo XV fue iniciado en Castilla alrededor de 1425, por un ex-ermitaño, Martín de Vargas. Su enérgica decisión condujo a la organización de una congregación cisterciense independiente. De ella hablaremos en el capítulo siguiente.

En los Países Bajos, la renovación de las formas de piedad inspiró algunas fundaciones cistercienses en los siglos XIV y XV. Sin embargo, esta materia ha sido tan descuidada que en la actualidad sólo se puede dar de ello una imagen basada en conjeturas. La primera de las mismas fue la abadía de Eytheren en Holanda, aijada por la abadía alemana de Ebrach en 1342. Varios desastres hicieron que fuera trasladada a Ysselstein, cerca de Utrecht, para ser reducida a priorato, y convertirse finalmente en una casa afiliada a Camp (1394). La propia Camp apadrinó otra comunidad en 1382, establecida en la abandonada Marienkroon, anteriormente monasterio de monjas cistercienses, en Holanda, cerca de los límites con Brabante. En 1386, en otra casa de monjas vacía, vio la luz el pequeño priorato de Marienhave en Warmond, cerca de Leiden, también bajo el patronazgo de Camp. La guerra alteró la vida de la comunidad recién restaurada en 1412 por monjes de Eytheren, conocida por entonces como Ysselstein (Ijsselstein).

A comienzos del siglo XV, un devoto sacerdote secular, Juan Clemme, con algunos de sus «hermanos simples y pobres», fundó una pequeña comunidad situada en Sibculo , una región inhospitalaria de Overyssel, no lejos de Deventer. En 1407 abrazaron la regla de san Agustín, pero en 1412 se unieron a los cistercienses. Tres años después estableció una relación de visitas mutuas con Ysselstein y Warmond y, de común acuerdo, decidieron seguir el camino estrecho de pobreza, soledad y fidelidad a la Regla. Siguiendo el estilo de su existencia sin pretensiones insistieron en «una dieta frugal y ropas baratas» y renunciaron hasta a la ambición de ser elevados al rango de abadía. Sus jornadas giraban en torno de la celebración de la liturgia y el trabajo manual; más aún, en su amor por la soledad, hicieron voto de no dejar nunca los recintos de sus monasterios. Trataron de defenderse de las influencias exteriores corruptoras por la estricta limitación de sus miembros y la libre elección de sus priores. Juan de Martigny (1405-1428), abad de Cister, notaría ciertas «novedades» en sus vidas, pero las reconocía como un «pequeño rebaño», bastante semejante al que se reunió alrededor del abad Roberto cuando la fundación de Cister. Es más probable, no obstante, que la devotio moderna, poderosa corriente de renovación espiritual que prevalecía en toda la región, fuera la real inspiradora del movimiento.

Así se constituyó el núcleo de un círculo de prioratos interrelacionados, conocidos como la «Congregación de Sibculo », que florecieron bajo la protección de la gran abadía renana de Camp. El Capítulo General tuvo muy poco que ver con la organización. En el Capítulo de 1424, se mencionó por primera vez la posibilidad de la incorporación de dos casas en

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Westfalia, Gross y Klein-Burlo, pero se formalizó la existencia legal de la Congregación sólo hacia fines del siglo XV.

En 1446, ocurrió un hecho trascendental en la vida de la nueva congregación, con la fundación de Saint-Sauveur (Salvatorsklooster) en Amberes. Debe su existencia a la generosidad de un mercader rico y piadoso, Pedro Pot, y fue poblada por ocho monjes y cuatro hermanos conversos provenientes de Ysselstein. Saint-Sauveur se convirtió bien pronto en un centro fervoroso de estricto ascetismo y en el término de cuarenta años fundó otros cuatro prioratos, todos ubicados en la misma zona (Mariendouck, Hemelspoort, Marienhof y Bethleen). En 1448, Marienhave envió siete monjes a Waerschoot respondiendo a la petición de un devoto caballero, Simón Utenhove, quien ingresó en la nueva casa como hermano lego. La misma Marienhave fundó todavía otro priorato, Monnikendam, en 1465, cerca de Haarlem.

En 1448, Camp incorpora las casas que anteriormente habían pertenecido a los guillermitas ermitaños de San Guillermo de Maleval, de Gross-Burlo y Klein-Burlo, ambos en la diócesis de Münster e ingresaron por la misma época en la Congregación de Sibculo . Las dos casas, aisladas del resto de la Orden, habían sufrido dificultades en el plano moral y financiero y, dado que seguían ya muchas costumbres cistercienses, la solución lógica era su fusión con los cistercienses. Las dos casas eran pequeñas (Gross-Burlo tenía sólo diez miembros), pero su unión con la Congregación de Sibculo les posibilitó un siglo de prosperidad y reforma llena de éxito. Recibían a sus priores de Sibculo. El nuevo prior de Gross-Burlo, Gerlach von Kranenburg, debió haber sido un monje realmente santo y entregado, porque sus contemporáneos le llamaban «un segundo Bernardo».

En el mismo año de 1448, Camp tomó posesión de un convento deshabitado, que había pertenecido a monjes cistercienses, el de Bottenbroich, en la diócesis de Colonia. En 1480, los monjes de Bottenbroich adquirían y poblaban a su vez Mariawald, en la misma diócesis.

Mientras tanto, había otras fuerzas de renovación activas en Flandes. En 1414, las dos grandes abadías de Villers y Aulne tomaban posesión de un monasterio deshabitado de monjas en Moulins, donde promovieron conjuntamente el establecimiento de una nueva comunidad de monjes bajo el abad Juan de Gesves, que fuera anteriormente monje de Aulne. En 1430, monjes de Aulne y Cambron se establecieron en otro convento extinto de monjas cistercienses, el de Jardinet. El primer abad de esta comunidad fue el eminente Juan Eustaquio de Mons, anterior prior de Moulins. Debió haber sido no sólo un gran asceta, sino también un guía carismático de almas. Durante su administración, atrajo a Jardinet a cuarenta y seis monjes y treinta y cinco conversos; en el año de su retiro (1477), la comunidad contaba con cincuenta y un miembros. Moulins y Jardinet se unieron para patrocinar el establecimiento de otras tres casas: las de Nizelle, en 1441; Boneffe, anteriormente monasterio femenino, en 1461; y Saint-Remy, en Rochefort, en 1464. Jardinet extendió ampliamente su influencia bajo Juan Eustaquio; proporcionó abades a varios monasterios y confesores a un cierto número de conventos de monjas, estando en íntima relación con los benedictinos de Gembloux y Saint-Martin de Tournay. Jardinet persistió en esa floreciente condición hasta el comienzo de la sublevación holandesa contra el régimen español, hacia 1560.

Esta racha poco común de nuevas fundaciones, en un momento en el cual las abadías francesas e italianas luchaban simplemente por sobrevivir, atrajo finalmente la atención del Capítulo General de 1489, aun cuando la iniciativa surgiera en esa oportunidad de Camp, preocupada por el status legal de un gran número de prioratos asociados. Los padres

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capitulares no ignoraban que la forma de vida de esos prioratos «era algo diferente de la manera habitual de la Orden. Sin embargo, dado que las desviaciones eran necesarias, debido a las costumbres diferentes de la región», no les negaron su aprobación. El mismo Capítulo aprobó una serie de ordenanzas en siete párrafos para la correcta administración de la «Congregación de Sibculo ». De acuerdo con la misma, se reconocía oficialmente la paternidad de Camp; las casas estaban autorizadas a realizar reuniones anuales y decidir sus propios asuntos, aunque sus Estatutos debían ser mandados a Cister para su aprobación. Se permitía a las casas continuar siendo prioratos, y los tres priores decanos (los de Ysselstein, Sibculo y Marienhave) debían ser elegidos por las comunidades, pero confirmados por el abad de Camp. Aunque algunas de estas casas estuvieran en «grandes ciudades» o cerca de las mismas, debían observar estricta clausura. Finalmente, por idéntica razón, el mismo Capítulo insistía en que los hermanos legos de la Congregación debían ser llamados donati o familiares.

¿Cuáles fueron las circunstancias específicas que motivaron estas fundaciones poco comunes? ¿Qué programa o espiritualidad explicaba su éxito? Ante la falta de estudios preliminares, sólo se pueden aventurar contestaciones aproximadas, que podrán ser modificadas con pruebas de mayor peso.

En el caso de la «Congregación de Sibculo», es muy poco probable que Camp tomara la iniciativa e hiciera los fundaciones con el personal a su disposición. Las comunidades pequeñas eran, con toda probabilidad, grupos espontáneos de almas afines, quizás begardos, quienes, al pasar como sospechosos ante las autoridades que los hostilizaban, buscaban refugio bajo la sombra protectora de Camp. A causa del renombre de la gran abadía, sumado a su padrinazgo voluntario, varios monasterios de monjas abandonados fueron puestos a disposición de las comunidades. La ubicación urbana o suburbana, la presencia de cierto número de laicos, pero en forma distinta a la de los antiguos hermanos legos, la preferencia por los prioratos, en contraposición con las abadías de mayores pretensiones, las normas de estricto ascetismo, todo parece indicar que la fuente de inspiración fue la devotio moderna y que la forma de vida dentro de las casas estaba conformada sobre los modelos propuestos por los begardos, o los «Hermanos de la vida común».

Las abadías flamencas anteriormente mencionadas tuvieron, en apariencia, un papel más directo en la fundación de Moulins y Jardinet. Es un hecho, que Villers y Aulne tuvieron una misma y fructífera asociación con beguinas y hay otros indicios de que los monjes estaban bien dispuestos hacia la nueva espiritualidad, como, por ejemplo, respecto al mantenimiento de las instituciones educativas en Moulins, Nizelle y Boneffe, realizado dentro del espíritu del humanismo cristiano.

El espíritu de reforma se puso muy en evidencia en toda Alemania. Marienrode, cerca de Hildesheim, había estado en decadencia durante la primera mitad del siglo XIV, pero, gracias a la benéfica intervención de la abadía de Riddagshausen, logró recuperarse después de 1378 debido a una sucesión de abades capaces y fervientes. Uno de ellos, Enrique von Berten (1426-1462), autor del notable Chronicon Marienrodense, restauró la economía arruinada, reconstruyó la iglesia dañada, y aumentó substancialmente los miembros de la comunidad. Cuando asumió su cargo encontró sólo veintiséis monjes en la casa; en tanto que, durante su abadiato admitió a treinta y seis miembros nuevos. Amigo personal del cardenal Nicolás de Cusa (quien visitó la abadía en 1450), trabajó con él por la reforma de la Iglesia en Alemania, y participó en el Concilio de Basilea (1438).

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El vigor de las abadías alemanas se puso de manifiesto por su activa participación en la reforma de los monasterios húngaros. En este país, un gran rey humanista, Matías Corvino (1458-1490), tomó la iniciativa y se dirigió al Capítulo General cisterciense pidiendo ayuda para dar nueva vida a las «comunidades, en un estado lamentable de languidez y próximas a su extinción». El Capítulo de 1478 apeló a la ayuda de los abades alemanes, que respondieron con un generoso ofrecimiento de personal. Por lo menos veintidós abadías prometieron importantes contingentes de monjes para ser enviados a Hungría, Bebenhausen, Ebrach y Heilsbronn expresaron su voluntad de establecer «monasterios completos con su abad», lo que, significaba por lo menos trece monjes. Como preparación para esa empresa, los abades alemanes realizaron dos reuniones en Würzburg, y en 1480, más de un centenar de monjes embarcaron en Regensburg rumbo a Hungría, por el Danubio. Las crónicas de las décadas siguientes atestiguan claramente la enérgica acción de los alemanes. Uno de ellos, Jodoc Rosner, llegó a ser abad de Pilis, y recibió una autorización especial del Capítulo General para visitar y reformar las otras comunidades del país. Sin embargo tuvo un éxito efímero. A consecuencia de la derrota sufrida de la batalla de Mohács (1526), el centro vital de Hungría fue ocupado por los turcos y, durante las dos centurias siguientes, el país se convirtió en un sangriento campo de batalla. Hacia mediados del siglo XVI, todos los monasterios húngaros estaban deshabitados, y permanecieron en este estado hasta que fueron restaurados a comienzos del siglo XVIII.

Por ese entonces, Alemania se convertía en el escenario de una violencia crónica desatada por Lutero al intentar reformar la iglesia, independizándose de Roma. La rebelión campesina de 1525 no hizo otra cosa que iniciar las guerras civiles y religiosas que, de forma intermitente, asolaron el suelo de Alemania hasta 1648. Durante las primeras etapas de la lucha, fueron saqueadas e incendiadas varias abadías cistercienses; otras, ubicadas dentro de los territorios pertenecientes a príncipes protestantes, fueron suprimidas por decreto. No existía un plan general por lo que hace a procedimiento, todo dependía de la actitud de los monjes, de la reacción de las poblaciones cercanas y del humor del príncipe».

Hacia 1503, la gran Ebrach contaba todavía con setenta y cinco miembros, pero el nuevo abad, Juan Leiterbach, no hizo nada para prevenir la irrupción de las nuevas doctrinas. Durante la Guerra de los Campesinos (1525), la abadía fue saqueada por completo, los monjes huyeron, y dieciocho de ellos no volvieron más. Se supo que quince de ellos se pasaron al luteranismo, y algunos se casaron. Una visita episcopal en 1531, cuando Leiterbach fue por último depuesto, registró veinticinco monjes y tres hermanos legos, aunque cuatro nombres estaban marcados como apóstatas. Posteriormente, en la misma centuria, no sólo Ebrach se recobró sino que llegó a ser el centro floreciente del arte y la piedad barrocos.

En Bebenhausen (Württemberg), cuando murió el último abad católico en 1534, los mismos monjes se dividieron: veinte permanecieron católicos, dieciocho simpatizaron con los luteranos. Los católicos se vieron obligados a partir buscando refugio en los monasterios que quedaban en Austria y Baviera. Los azares de la guerra les permitieron volver en 1549, cuando eligieron un nuevo abad, quien fue a su vez depuesto y reemplazado por un luterano en 1560. Después del Edicto de Restitución en 1629 los monjes de Salem pudieron recuperar Bebenhausen, hasta que tuvieron que huir ante el ataque de los suecos en 1632. Los inquebrantables cistercienses volvieron de nuevo en 1634, aunque la Paz de Westfalia (1648) otorgó finalmente a los luteranos la muy disputada abadía. Destino similar aguardaba a los monjes de Heilsbronn, Herrenalb, Königsbronn y Maulbronn.

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Como resultado del avance del protestantismo en la Alemania del norte, los monjes fueron expulsados por la fuerza o desertaron voluntariamente de sus monasterios. En el caso de Loccum (Hannover), los monjes continuaron su vida comunitaria, aunque aceptaron todos gradualmente el nuevo credo, iniciando así una forma especial de monacato luterano. La vida diaria y la vida litúrgica permanecieron casi intactas durante el siglo XVI. Más aún, el abad luterano delegó su representación al Capítulo General de 1601 en uno de sus coabades católicos. En 1658, se cambió el lenguaje de la liturgia monástica por el alemán, pero no se abandonó el celibato hasta comienzos del siglo XVIII. El abad Gerardo Molan (1677-1722), dirigente clerical luterano de la mejor reputación, fue un íntimo colaborador de Leibnitz en su intento de unificación de las iglesias cristianas. Posteriormente, la abadía fue transformada en un seminario luterano y, como tal, todavía desempeña un papel distinguido en la vida espiritual e intelectual del luteranismo alemán.

De las ciento cuatro abadías cistercienses que existían a comienzos del siglo XVI en tierras germanas, cuarenta y cinco fueron víctimas de la Reforma. Las otras sobrevivieron, y algunas llegaron a gozar de gran prosperidad, hasta la secularización final en la época napoleónica. En 1573-74, Nicolás I Boucherat, abad de Cister, visitó treinta y tres de las abadías sobrevivientes de Alemania, Flandes y Suiza, y encontró que la mayoría estaba en condiciones satisfactorias. El número significativo de novicios en muchas comunidades era un índice claro de un futuro más venturoso. En 1629, cuando después de la terminación triunfante de la etapa «danesa» de la Guerra de los Treinta años, firmó el emperador Fernando II su Edicto de Restitución, los cistercienses germanos eran suficientemente fuertes como para reclamar y volver a ocupar once de sus anteriores abadías, las que debieron ser abandonadas de nuevo a consecuencia de la victoria protestante de 1648.

La Reforma secularizó todas las abadías cistercienses en su zona de influencia en Noruega, Suecia, Dinamarca, y posteriormente Holanda y los Estados Bálticos, y redujo a cuatro las ocho casas que había en Suiza.

En ningún otro país la Reforma y la disolución de los monasterios encendió una controversia tan larga y apasionada como en Inglaterra. Aunque una revisión bien documentada de todo el material disponible ha aclarado la mayoría de los detalles históricos, el juicio sobre los motivos y la posible justificación de la violencia y destrucción que la acompañó, será siempre una cuestión discutida. Los valles, ahora llenos de paz, lo mismo que la conciencia colectiva de la nación muestran todavía las cicatrices. Pocos observadores pueden permanecer en silencio frente a las ruinas melancólicas, pero la respuesta depende del estado mental o de la creencia religiosa de cada generación.

Hay consenso general entre los historiadores para aceptar que, desde mediados del siglo XIV, el monacato inglés tuvo que sobrellevar las cargas de la disminución de sus miembros, la economía que se desplomaba, la disciplina relajada, y una opinión pública adversa. Las causas del malestar han sido estudiadas en otro capítulo, pero hay dos factores, por lo menos, que parecen ser privativos de Inglaterra. Uno es la ausencia del sistema comendatario, y el otro es el relativo aislamiento respecto de las corrientes religiosas continentales. El primero fue altamente beneficioso, aunque los abades ingleses llegaron a ser considerados como señores de la propiedad monástica, mientras que el gobierno real consideraba habitualmente a las grandes abadías como fuente fácil de recursos en cualquier emergencia. El aislamiento insular, agravado por la Guerra de los Cien Años y el Gran Cisma, privó sin embargo a los monjes ingleses del efecto estimulante de los distintos movimientos que excitaban a una reforma en Italia, España, los Países Bajos y la zona del Rhin.

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Los cistercienses de Inglaterra, Gales, Escocia e Irlanda compartieron el aislamiento de las otras instituciones religiosas. Su presencia en el Capítulo General era excepcional; abades ingleses nombrados por el Capítulo General efectuaban las visitas regulares a esas casas. Por consiguiente, las relaciones con Cister se limitaban a un intercambio ocasional de correspondencia, y al envío de alguna contribución monetaria. De esta forma, en la época de la Disolución, los cistercienses ingleses no obtenían ningún beneficio de ser todavía miembros nominales de una organización internacional; tenían que defenderse lo mejor que podían.

Sin embargo, no se debe exagerar la importancia de los problemas. Mientras que, hacia fines del siglo XIV, una casa cisterciense común albergaba un promedio de quince miembros, al comenzar el siglo XVI este número se había elevado a diecinueve. Entre los abades había buen número de hombres probos y, en vísperas de la Disolución, la moral de las comunidades cistercienses era quizá más alta que la de cualquier otra orden monástica, excepto los cartujos. Fountains, bajo la larga y benéfica administración del abad Marmadukc Huby (1494-1526), constituyó el ejemplo sobresaliente. Aun sus celosos cohermanos, los abades, tuvieron que admitir que «era un promotor de la disciplina, cultivaba la religión, era un vigoroso restaurador de las casas arruinadas en nuestros días, y puede decirse con toda seguridad que, en tales materias, ninguno de nosotros tiene su experiencia en nuestro país». Gozó de la gran estima de Enrique VII y, en sus últimos años, estuvo en buenas relaciones con el poderoso ministro de Enrique VIII, el cardenal Wolsey. Benefactor generoso del Colegio de San Bernardo de Oxford, erigió además de otras edificaciones en Fountains, la gran torre que aún se conserva, un monumento digno de la generosidad de quien lo construyó. Todavía más notable fue el crecimiento del personal de la abadía. Cuando fue elegido abad, había solamente veintidós monjes en la casa; en 1520 había cincuenta y dos monjes profesos, entre ellos cuarenta y un sacerdotes. La falta de documentación apropiada nos impide considerar el nivel de espiritualidad y disciplina en Fountains pero un aumento tan espectacular de vocaciones muy difícilmente se puede explicar sin suponer un alto grado de devoción y orden.

En la mayoría de los otros casos, la evidencia con que contamos es insuficiente para una evaluación digna de confianza de la condición general antes de 1535, a la vez que las crónicas posteriores, realizadas por visitadores reales, cuya tarea era descubrir los abusos monásticos generalizados, no merecen confianza alguna. Sin embargo, parecería que el pecado de los cistercienses ingleses no era la inmoralidad general, sino la general mediocridad. Se puede suponer que, cuando se aproximó el fin, la cobarde obediencia silenciosa con que los monjes se sometieron a la voluntad real fue resultado, no sólo de falta de heroísmo, sino también de falta de fervor y de fidelidad a su propia vocación. De todos modos, las generalizaciones, aun en este punto, pueden inducir a interpretaciones erróneas. En 1536, cuando los comisionados preguntaron a los monjes si deseaban hacer uso de la dispensa de sus votos, o preferían perseverar en la vida monástica, comunidades cistercienses enteras optaron por lo último. La información sobre este tema es escasa, pero, por lo menos, eso es lo que sucedió en Garendon, Stoneleigh y Stanley, mientras que, en Netley, sólo un monje quiso salir, y dos en Quarr.

Las condiciones locales, buenas o malas, no ejercieron influencia alguna en la marcha del procedimiento controlado con mano firme por el hábil e inescrupuloso Tomás Cromwell, poderoso ministro del rey Enrique después de su ruptura con Roma. A comienzos de 1536, un decreto real suprimía todas las casas religiosas con menos de doce miembros, o con una renta anual de menos de 200 libras. Veintidós casas cistercienses, la mayoría galesas, cayeron víctimas de esta ley. Los abades y priores recibían una pensión, mientras los monjes de dichas comunidades podían elegir entre unirse al clero secular, o ser transferidos a una de las abadías

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restantes. Dado que sólo disponemos de datos parciales, es imposible determinar cual fue la opción de la mayoría de los monjes cistercienses. De los cinco casos mencionados, se puede deducir que la mayoría prefirió ser transferida a otras casas de la Orden. En algunos casos, y después del pago de sumas importantes, se permitió a ciertas comunidades continuar unidas. Se otorgó tales permisos a Neath, Whitland y Strata Florida en Gales, pero esta tregua duró sólo tres años. Entre los superiores pensionados, el abad Alynge de Waverley fue bien resarcido y se mudó al Colegio cisterciense de Oxford. El abad Austen de Rewley recibió una pensión de veintidós libras, y se mudó a Cambridge, para «estudiar la palabra de Dios con sinceridad».

¿Fue la supresión de las casas pequeñas algo que se planeó simplemente como preliminar táctico a la destrucción total del monacato? Probablemente no. Wolsey había llevado a cabo un proyecto similar entre 1524-1528 sin tales implicaciones. La relativa facilidad del procedimiento y la ausencia de resistencia peligrosa alentó al gobierno para pasar adelante, donde estaba la riqueza segura.

La única manifestación de repudio contra el gobierno real y expresión de simpatía hacia los monjes fue la «Peregrinación de la Gracia», una serie de levantamientos locales desde el otoño de 1536 a la primavera de 1537. Cierto número de casas cistercienses se vieron involucradas, ya sea en forma voluntaria o bajo presión. Se atribuye a un monje de Sawley el haber compuesto la marcha entonada por los «peregrinos». Pero los rebeldes estaban mal organizados; los nobles poderosos rechazaron unírseles, y Enrique VIII no tuvo mayor dificultad en sofocar el movimiento brutalmente. «Todos los monjes y canónigos que tuvieran algún grado de culpabilidad, ordenó el rey a sus agentes, sean encadenados sin mayor dilación o ceremonia para ejemplo terrible de los otros». Siete abades cistercienses, sumados a cierto número de monjes, fueron ejecutados (Roberto Hobbes de Woburn, Tomás Bolton de Sawley, Guillermo Thirsk de Fountains, Adam Sedbar de Jervaulx, Tomás Carter de Holm Cultram, Juan Paslew de Whalley, Juan Harrison de Kerkstead); al paso que es desconocida la suerte de otros.

En un principio, se creyó que el abad Roberto Hobbes fue ejecutado por su complicidad con la «Peregrinación de la Gracia», mas murió en verdad por su fe. Había tomado a sus monjes el juramento requerido por el Acta de Supremacía de 1534, pero se arrepintió y los instó a mantenerse fieles a Roma. Después de la ejecución de los cartujos por este mismo crimen, se dirigió a sus monjes en Capítulo de la siguiente forma: «Hermanos: ésta es una época peligrosa, tal azote no se ha sufrido nunca desde la pasión de Cristo» y ordenó recitar diariamente el salmo 78: «¡Dios mío!, los gentiles han entrado en tu heredad.. . » Después de una serie de incidentes similares, fue denunciado a Cromwell por un ex-monje, el párroco de Woburn. Aunque era un anciano de salud quebrantada, fue ejecutado con dos de sus monjes. Woburn fue demolido totalmente, pero el roble donde, de acuerdo con la tradición, fue colgado el Abad, quedó allí, como un testimonio mudo de su martirio, hasta las primeras décadas del siglo XIX.

Jorge Lazenby de Jervaulx debe recordarse entre los monjes cuya ejecución no tuvo nada que ver con el levantamiento, sino que fue resultado exclusivamente de sus convicciones religiosas. A mediados de 1535, un predicador de la nueva doctrina pronunció un sermón en la iglesia abacial contra el papa; Lazenby se levantó y lo desafió en público. Posteriormente, cuando se le interrogó sobre el incidente, «dio gracias a Dios, que le concedió espíritu y audacia suficiente para decir eso». Fue conducido a Middleham Castle, donde defendió de nuevo frente a la muerte, como señala el magistrado, a «aquel ídolo y sanguijuela de Roma,

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tan obstinada y reciamente, como no vi nunca en toda mi vida algo semejante». Durante el juicio, admitió haber mantenido relaciones amistosas con los igualmente inflexibles cartujos de Mount Grace, donde había tenido una visión de la Santísima Virgen. No hay ninguna evidencia documentada de su ejecución, pero se relata que un monje viejo de Jervaulx, Tomás Madde, decía que se había llevado y ocultado la cabeza de unos de sus hermanos de la misma casa, que había sufrido la muerte antes de someterse a la supremacía real.

La «Peregrinación de la Gracia», lo mismo que las costosas empresas del rey en el extranjero, justificaba la presión en constante aumento sobre las abadías restantes, para que cedieran «voluntariamente» todas sus propiedades al gobierno. Uno a uno asintieron los aterrorizados abades, intuyendo que era su última oportunidad de negociar con Cromwell. Hacia fines de 1539, el monacato había desaparecido de la iglesia inglesa y comenzó inmediatamente la destrucción total de claustros e iglesias, porque los nuevos propietarios querían asegurarse de que no hubiera posibilidad alguna de retorno para los monjes, aun si cambiara el ambiente religioso. Uno de ellos expresó lisa y llanamente: «El nido ha sido destruido, no sea que los pájaros puedan construirlo a la vuelta». La vajilla y las joyas engrosaron el tesoro real, conjuntamente con los manuscritos más valiosos de las bibliotecas. El moblaje y todo lo que se pudiera sacar, desde las piedras del piso hasta los ornamentos y candelabros fueron malvendidos al instante, en pública subasta. Únicamente se conservaron aquellos edificios que parecían tener utilidad inmediata. Sir Arturo Darcy, encargado del desmembramiento de Jervaulx, describió en términos elocuentes las comodidades de la abadía que se adaptaba perfectamente para albergar la yeguada real. Se esbozaron distintos planes para el uso futuro de los bienes confiscados, pero, en definitiva, todas las propiedades monásticas terminaron en manos de la nobleza, ávida de tierras. Los nuevos propietarios se convirtieron en los más fieles puntales de la política eclesiástica de Enrique. Esto hizo que la restauración monástica bajo la reina María resultara completamente irrealizable.

A los abades que condescendieron con la Disolución se les otorgaron generosas pensiones. El abad Juan Ripley de Kirkstall recibió 66 libras anuales, y se le permitió permanecer en la portería de su monasterio. Los monjes fueron menos afortunados, aun si no había cargos en su contra. Como promedio, recibían 5 libras de pensión, lo que era apenas suficiente para vivir. Muchos de los que estaban todavía en condiciones de emplearse, buscaron posiciones entre las filas del clero secular. Los monjes de las comunidades donde el abad o alguno de sus miembros había estado implicado en algún acto de desacato fueron echados, sin la menor previsión para su futuro. Tal fue el caso de veinticinco miembros de Whalley, aunque, a fin de cuentas, la mayoría terminó por encontrar algún cargo en la clerecía. En Furness dejaron sin pensión a treinta y tres monjes, y de acuerdo con las crónicas de que disponemos, sólo seis encontraron empleo. Por supuesto, no se tomó ninguna previsión respecto de los numerosos sirvientes y trabajadores de las granjas.

En Escocia la confiscación de la propiedad monástica comenzó en 1560, bajo el firme control de Juan Knox y sus presbiterianos, pero hasta 1587 no transfirió el Parlamento escocés esos bienes a la corona. En el siglo XVI, la mayoría de las casas cistercienses escocesas estaba en manos de abades comendatarios, y eran desde todo punto de vista más débiles que las inglesas. La más grande, Melrose, contaba todavía con treinta y un miembros en 1534, pero la disciplina monástica, especialmente en lo que concernía a la pobreza, distaba mucho de ser satisfactoria. Hacia mediados de siglo, las condiciones se deterioraron aún más. La abadía estaba bajo el poder de un bastardo de Jaime V, que tenía la obligación de conservar por lo menos dieciséis monjes, pero que se negaba a cumplirla, e incluso desfalcaba la suma separada para la reparación del claustro arruinado.

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En 1565, el abad comendatario de Dundrennan, Eduardo Maxwell, convirtió simplemente el monasterio en su propiedad privada y se casó; pero dio voluntariamente a sus ex-monjes una pensión. Los de Balmerino fueron menos afortunados. Se prometió una pensión sólo a aquéllos, entre los quince monjes, que abrazaran la nueva fe; los otros debían ser expulsados sin compensación. Es probable que, bajo tales circunstancias, la mayoría de los monjes profesaron el presbiterianismo, por lo menos de acuerdo con la crónica.

En Irlanda no se pudo imponer la Disolución más allá del territorio bajo el efectivo dominio de Inglaterra, «el cerco», es decir Dublín y sus alrededores. Por desgracia, quedaban incluidas en él Mellifont y Saint Mary’s Abbey, las únicas casas bajo disciplina regular. Otras comunidades subsistían más allá de este límite, con frecuencia en forma clandestina, hasta la sangrienta invasión de Oliverio Cromwell en 1650.

Anticipándose a la Disolución, el abad regular de Holy Cross (Santa Cruz), cerca de Tipperary, Guillermo Dwyer, concertó un acuerdo privado digno de admiración. Alrededor ya de 1533, muchas posesiones de la abadía fueron arrendadas por largo plazo a personas bien dispuestas hacia los monjes. Luego, en 1534, Dwyer, renunció como abad en favor de un lego casado, Felipe Purcell, quien tomó el título de «preboste» de Holy Cross. No sólo estaba dispuesto a compartir las rentas abaciales con Dwyer, sino que les permitía a los monjes permanecer en la abadía. Estos no fueron obligados a dispersarse hasta 1563, poco después de que la reina Isabel concediera la abadía a su primo, el conde de Ormond. De esta forma, la abadía no fue nunca suprimida, y formalmente sobrevivió el título abacial hasta 1751, añadido a los nombres de varios individuos.

En Francia, el gobierno real, que ya controlaba férreamente los beneficios de la Iglesia, se resistía con firmeza a la difusión del calvinismo, pero durante la débil administración de Catalina de Médicis y sus hijos enfermizos, los hugonotes ganaron considerable terreno. Las «Guerras de Religión» (1559-1598) acarrearon miseria y destrucción, sólo comparables con la devastación de la Guerra de los Cien Años. Los monasterios que siempre se suponen ricos y llenos de medios, se convirtieron en el centro de atracción de la soldadesca sin ley de ambos bandos. Mas los monjes no estaban amenazados únicamente por la destrucción física. En 1561, en los Estados Generales de Pontoise, y luego en la «Conferencia de Poissy», se escucharon voces poderosas exigiendo la secularización completa de la propiedad monástica, para proveer al gobierno empobrecido de fondos bélicos. Teniendo fresco en la memoria lo ocurrido en Inglaterra, el clero asustado votó abultadas contribuciones, que terminaron por perpetuarse en la forma de «donativos voluntarios» anuales. Muchas de las abadías, incluyendo las cistercienses, que ya estaban empobrecidas, eran incapaces de pagar las sumas asignadas, y se vieron obligadas a vender valiosas propiedades monásticas.

Mientras tanto, la administración central de la Orden llegaba a un estancamiento virtual. Durante la guerra, el Capítulo General se reunió únicamente siete veces (1560, 1562, 1565, 1567, 1573, 1578 y 1584) con asistencia de muy pocos abades. En 1560, pudieron llegar a Cister solamente trece. La propia casa madre estuvo en constante peligro. La antigua abadía fue saqueada en 1574 por las tropas del Príncipe Condé, en 1589 por Guillermo de Tavannes, y en 1595 por los soldados del Mariscal Biron. La peor de todas fue la devastación de 1589. Durante una semana entera, los hugonotes destruyeron todo, profanando hasta las tumbas en la iglesia. Los daños sumaron 600.000 libras. El hecho, tal como está registrado en la magistratura de Dijon, nos da un precioso panorama de la abadía, todavía grande y floreciente. Se consideró que la planta monástica era defendible, y se albergó dentro de la misma a un contingente de cien soldados, pagados por la abadía. Sin embargo, estos

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mercenarios huyeron sin presentar resistencia, al acercarse el enemigo. Muchos de los monjes, aterrorizados, siguieron su ejemplo. Por entonces, el personal del monasterio consistía en doscientos cincuenta y cuatro personas: sesenta monjes profesos, doce novicios, treinta conversos y cierto número de familiares, servidores y trabajadores. La abadía propiamente dicha tenía ciento cincuenta y ocho habitantes, rodeada de dieciséis talleres de artes y oficios, necesarios para el mantenimiento de la misma. Los establos albergaban ciento sesenta y dos caballos.

El saqueo y la destrucción fueron sistemáticos. Algunos de los monjes, y los hermanos que cayeron en manos de los saqueadores, fueron torturados para forzarlos a revelar lugares donde podían ocultarse valores. Los objetos recolectados, incluyendo las campanas y el plomo del techo de la iglesia, fueron acarreados en trescientos carros. Los treinta y cinco altares de la iglesia, con todas sus pinturas y esculturas, fueron totalmente demolidos. Las ocho granjas que rodeaban a la abadía fueron devastadas de la misma forma. De acuerdo con estimaciones moderadas, se calcula que, por lo menos la mitad de las abadías francesas, sufrieron un destino similar.

Al mismo tiempo, los calvinistas holandeses estaban haciendo su propia guerra contra los católicos españoles. Las abadías se convirtieron en el objetivo favorito de los nuevos iconoclastas. El resurgimiento monástico del siglo XV terminó bruscamente. La vida monástica se tornó tan precaria, aun en Flandes, que muchas comunidades buscaron refugio dentro de las ciudades fortificadas. En 1565, fue destruida la abadía más grande y rica de la región: Les Dunes. En 1578, cuando casi se había completado su reconstrucción, los calvinistas la atacaron de nuevo. Ya no pudo recobrarse de este desastre. Hasta las piedras de la casa fueron sacadas para fortificar Dunkirk y Nieuport. Los monjes sobrevivientes encontraron asilo, primero en una de sus propias granjas, Bogaerde, y luego, en 1621, la abadía se trasladó de forma permanente a Brujas, donde los monjes ocuparon un edificio que anteriormente pertenecía a la abadía de Ter Doest, suprimida hacía poco.

Cuando, por último, llegaron a su fin las guerras de religión, los anales cistercienses cerraron la historia de esta era trágica con la desaparición de ciento ochenta abadías, víctimas indefensas de la codicia y la violencia.

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Nacimiento de las Congregaciones

La estructura básica de la interdependencia cisterciense, de acuerdo con los principios de la Carta de Caridad, era la filiación: la «madre» fundadora controlaba a la «hija» recién establecida. Dado que en última instancia cada abadía dependía de una de las cinco «protoabadías», la historia medieval cisterciense es testigo de una larga expansión lineal de las «familias» de Cister, La Ferté, Pontigny, Claraval y Morimundo. Las líneas de filiación de Claraval, la más prolífica, se extendían desde Portugal a Hungría, y de Suecia al sur de Italia; las de Morimundo eran especialmente extensas en dirección este-oeste, alineando establecimientos desde España hasta la región Báltica.

Mientras cada abad pudo delegar voluntariamente las tareas de la visita regular, el sistema funcionó con notable eficiencia. Sin embargo, con el tiempo, la intromisión de abades comendatarios, la supresión en gran escala de monasterios y la aparición de estados nacionales constantemente en guerra, cortaron los medios de comunicación y control. A comienzos del siglo XV, el Capítulo General se vio obligado a desarrollar un nuevo sistema de visitas. La Carta de Caridad nunca fue derogada o reformada de forma oficial; tradicionalmente, cada sesión del Capítulo se abría con la lectura del venerable documento. Sin embargo, las nuevas disposiciones tenían muy poco en común con el primitivo concepto cisterciense de gobierno. Las novedades más importantes eran la formación de «provincias» y «congregaciones». Las primeras fueron iniciadas y controladas por el Capítulo General; las segundas vieron la luz, con frecuencia, sin el acuerdo del Capítulo, y tendieron a desarrollarse hacia organizaciones regionales o nacionales más o menos independientes.

Desde el siglo XV en adelante, fueron nombrados ocasionalmente por el Capítulo General padres visitadores de monasterios aislados. Si su autoridad se extendía a un territorio más extenso, con poderes mayores que los habituales, se los llamaba con frecuencia «reformadores». En 1433, se nombró un visitador especial para cada provincia bajo la autoridad de un «visitador general». Habitualmente se nombraba para una tarea de tal envergadura a los abades más influyentes, o incluso el Abad de Cister; pero con la anuencia del Capítulo actuaron también como tales simples monjes. Se llamaba «comisarios» a los nombrados por el Capítulo para otras tareas especiales, como arbitrajes o recaudación de contribuciones. A poco de establecida esta función, se hizo cada vez más importante.

El nuevo sistema de administración adquirió una forma más fija y específica cuando, durante el siglo XVI, las abadías que no pertenecían a las congregaciones recién establecidas fueron organizadas en provincias y vicariatos bajo la directa autoridad del Capítulo General. En caso de que éste no se reuniera, el Abad de Cister ejercía su autoridad. Estas provincias cistercienses, a diferencia de las de los mendicantes, eran unidades administrativas sin autonomía ni función constitucional y correspondían territorialmente a las provincias políticas de las distintas naciones. Este esquema nuevo se desarrolló primero en Francia, y durante el siglo XVII se difundió por toda Europa. Hacia el año 1683, a más de las congregaciones, había treinta y nueve provincias. El control de los monasterios de una provincia era ejercido por el vicario provincial, nombrado por el Capítulo General, que era normalmente un abad de esa provincia. El Capítulo General de 1605 definió las funciones de este cargo nuevo e importante y los Capítulos Generales posteriores las ampliaron. La obligación principal del vicario provincial era la visita anual a todos los monasterios a su cargo. Debían comunicar sus observaciones al abad de Cister, quien podía nombrarlos o relevarlos, previa consulta con los protoabades, porque, si bien los nombramientos duraban hasta el Capítulo siguiente, podían

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transcurrir décadas sin un Capítulo regular. Con frecuencia, abades muy estimados desempeñaron el cargo de por vida. Cuando el Abad de Cister tomó el cargo de «abad general», los vicarios se transformaron en «vicarios generales». El procurador provincial era el subordinado oficial al vicario general, encargado de la defensa o apoyo de las abadías en casos legales. Este cargo se originó durante la lucha contra la commenda en el siglo XV. En 1565 se cambió el título por el de «síndico» o «promotor», y finalmente fue suprimido en 1695.

La creciente influencia de la corte francesa en materia religiosa se manifestó en 1601, con el nombramiento de un «procurador general» que residía en el Colegio de San Bernardo en París. Su misión era similar a la del procurador general en Roma. A despecho de estas innovaciones, el Capítulo alentaba siempre a los abades a ejercer sus derechos constitucionales cooperando con los vicarios generales, en todo lugar donde existieran las líneas de filiación originales.

Los mismos factores históricos que motivaron estos cambios administrativos influyeron también en la reorganización de la educación de los novicios y de los monjes recién profesos. Como consecuencia de las desgarradoras circunstancias, ya analizadas, un gran número de abadías declinaron tanto en personal como en disciplina regular, tornándose incapaces o incompetentes para mantener en forma correcta sus propios noviciados. El detallado plan de reformas del Capítulo de 1601 exigía la formación de noviciados comunes para ciertos grupos de abadías. Este plan encontró amplio apoyo en Roma, porque ya se había comprobado en otras congregaciones religiosas que era un medio práctico para mantener una disciplina uniforme. Sin duda alguna, tal medida afectaría vitalmente los derechos básicos de cada monasterio; y a ella se opusieron en especial las abadías alemanas y todas aquellas donde todavía sobrevivía la vida cisterciense tradicional. Sin embargo, el noviciado común se transformó en institución provincial, como una necesidad inevitable, en Francia e Italia. Siempre se respetó el derecho de cada abadía a mantener su propio noviciado, en la medida que fuera capaz de cumplir con los requisitos mínimos de una dirección correcta. Las casas de noviciado común orientaban, por lo general, hacia un curso posterior de teología, en el cual el neoprofeso recibía una formación más completa en la disciplina monástica. Debido a la gran importancia de estos centros educativos para propiciar reformas y fortalecer el espíritu general de la Orden, se debatió acaloradamente en todo el siglo XVII, durante la guerra de las observancias, la forma en que debía ejercerse su dirección y supervisión.

Los orígenes de las congregaciones autónomas están íntimamente unidos a movimientos de reforma regionales. Tal es el caso de la Congregación fundada por Joaquín de Fiore en Calabria a comienzos del siglo XIII, de corta vida. En forma similar, el desarrollo de la poco conocida Congregación de Sibculo , en los Países Bajos, fue motivada por fuerzas de renovación espiritual. A comienzos del siglo XV, surgió en España un movimiento mucho más significativo. Martín de Vargas, un jerónimo (Congregación de ermitaños de San Jerónimo), que se convirtió en monje cisterciense en la abadía de Piedra, fundó la Congregación de Castilla u «Observancia Regular de San Bernardo». Aunque su actividad como reformador suscitó una gran controversia en Cister, era ampliamente conocido como un hombre santo y estudioso, impulsado por las mejores intenciones. Después de su estancia en Italia, en 1425, llegó a la conclusión de que la mejor forma de remediar el estado decadente de la Orden en España, debido en gran parte a la infiltración del sistema comendatario, sería la adopción de medidas que habían probado ser eficaces, en circunstancias semejantes, para los benedictinos italianos, bajo el liderazgo de Ludovico Barbo († 1443), obispo de Treviso. Con

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la aprobación del papa Martín V, Vargas abandonó Piedra en 1427, y con once compañeros, fundó Montesión cerca de Toledo.

El Capítulo General fue informado de la existencia del nuevo movimiento alrededor de 1430, después de que Vargas y sus monjes tuvieron éxito al lograr controlar la abadía cisterciense de Valbuena. Cister protestó, pero la reforma recibió en 1434 un nuevo apoyo del papa Eugenio IV, que estuvo ligado con anterioridad a Ludovico Barbo. En rápida sucesión, siguió la conquista de otras seis abadías, y el Capítulo General, sintiéndose ultrajado, excomulgó al insubordinado español. Sin embargo, el Papa Eugenio, convencido de que Vargas estaba en la posición correcta, y Cister en la equivocada, no sólo aprobó la nueva Congregación de Castilla en 1437, sino que exigió que el Capítulo General aprobara su organización. El Capítulo de 1438 obedeció de mala gana, pero en 1445 Vargas fue excomulgado por segunda vez, muriendo en desgracia al año siguiente. Por entonces, la Congregación había logrado amplio apoyo, y sobrevivió a su fundador sin mayores dificultades.

Con toda certeza, Vargas fue un innovador audaz. Para desalentar a potenciales comendatarios, reemplazó a los abades por priores elegidos por el término de tres años. Podían ser reelegidos, pero no por un período consecutivo. Se autotituló «Reformador», y compartió la autoridad con ocho definidores. Estos nombraban a los visitadores, quienes eran responsables ante el capítulo trienal de la Congregación. Se abolió el voto de estabilidad y cada monje podía ser transferido a cualquier sitio dentro de la organización. Algunos superiores terminaron reasumiendo el título abacial, pero seguían estando sólo tres años en funciones. En resumen, Vargas adoptó principios que demostraron ser útiles a las congregaciones reformadas de su época en Italia, y pronto iban a ser introducidas en España.

Aunque con bastante dificultad podría conciliarse la tradición cisterciense con estas disposiciones, lo que causó mayor resentimiento en el Capítulo General fue la eliminación práctica de todos los controles que previamente habían unido a las abadías españolas con sus casas madres francesas, y en último término con Claraval y Cister. En 1493, Pedro de Virey, abad de Claraval, hizo un serio esfuerzo para afirmar de nuevo la autoridad del Capítulo General y la suya propia, y firmó un acuerdo con la reforma. Esta última expresaba su devoción a Cister, y prometía no llevar la expansión más allá de las ocho casas y Montesión y Valbuena, cunas de la Reforma. Pero el crecimiento de la Congregación no podía frenarse; en 1532, contaba con treinta y cinco monasterios. Al año siguiente, otro abad de Claraval, Edmundo de Saulieu, emprendió un viaje de visita a España para asegurarse de que por lo menos las abadías restantes en España y Portugal obedecían a Cister y al Capítulo General. Su éxito fue temporal. En 1559, la última casa cisterciense en el viejo reino de León y Castilla se unió a la Congregación de Castilla, que por ese entonces constaba de cuarenta y cinco monasterios florecientes y bien disciplinados.

A pesar del recelo de Cister, es innegable que los cambios constitucionales efectuados por la Congregación de Castilla estaban justificados. Probaron por sí mismos estar llenos de éxito y ser incluso populares. Si bien es cierto que las relaciones entre Castilla y Cister fueron frías debido a la hostilidad perpetua entre Borbones y Habsburgos, es muy dudoso que el Capítulo General pudiera haber retenido un control significativo sobre las casas españolas, aun cuando hubiera gozado de la mejor disposición de los cistercienses de allende los Pirineos. Sin embargo, puede alegarse a favor de los castellanos que, cuando Cister abandonó la antigua liturgia cisterciense en el siglo XVII, los españoles la conservaron hasta la disolución monástica general de 1835. Contactos personales aislados mantuvieron viva la memoria de relaciones más estrechas. Periódicamente, aparecía algún monje castellano en Cister;

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Edmundo de la Croix, abad de esta última, emprendió una visita a España en 1604, murió durante el viaje, y fue enterrado en Poblet.

Sin duda alguna, el siglo XVII fue la «época de oro» de la Congregación de Castilla. Las cuarenta y cinco abadías de la organización incluían dos colegios, uno establecido en 1504 en Salamanca y el otro, de mayor renombre, fue fundado en 1534, vinculado a Alcalá de Henares, universidad en rápido desarrollo. La erudición llegó a convertirse en una gran tradición de la Congregación. El eminente historiador Angel Manrique (1577-1648), monje de Huerta y graduado en Salamanca, fue sólo uno de tantos de sus miembros de capacidad descollante.

Todavía falta resaltar otro rasgo notorio de la Congregación: aceptaba a judíos conversos, quienes, de acuerdo con el testimonio de Claudio de Bronseval (1533), constituían el grueso de los monjes. Testigo poco amistoso, pudo muy bien haber exagerado, pero su aseveración no es infundada. La gran cantidad de monjes de origen judío puso a la Congregación en una situación delicada, y en 1534 se ordenó la expulsión de los mismos.

Las abadías cistercienses del norte de Italia, asoladas por el sistema comendatario, encontraron hacia fines del siglo XV un protector benévolo en la persona de Ludovico Sforza (el Moro), duque de Milán (1496-1500). Obtuvo en 1497 una bula del papa Alejandro VI, autorizando la formación de una «Congregación de San Bernardo», autónoma que reunía a todas las abadías de la Orden en Lombardía y Toscana. Esta organización, al igual que la de Castilla, se formó sin el consentimiento de Cister, y siguió el modelo de otros movimientos contemporáneos similares. La nueva Congregación iba a celebrar sus capítulos independientes, bajo un «presidente general» apoyado por nueve «definidores» y varios visitadores. En lugar de abades, cada casa debía tener «prelados», nombrados por tres años.

Debido a la vigorosa protesta de Cister, Alejandro VI revocó su bula, y en 1500 el Capítulo General tomó la iniciativa. Todas las abadías de las provincias debían ser visitadas, reformadas y reorganizadas bajo los auspicios de Cister. El esfuerzo fue infructuoso. Entonces, en 1511, Julio II restauró la independencia de la Congregación de San Bernardo, con una constitución ligeramente modificada. Los capítulos anuales se llevarían a cabo alternadamente en Lombardía y Toscána, y cada una de las provincias tendría siete definidores. La presidencia se alternaría de la misma forma. Dentro de cada provincia, los monjes podían ser transferidos de una casa a otra, pero el cambio de personal entre las dos provincias era excepcional.

En 1578, Gregorio XIII modificó más ampliamente la constitución. Los capítulos se llevarían a cabo cada tres años, y el «presidente» retenía su posición por el mismo tiempo. Nunca se determinó la relación entre Cister y la Congregación. Durante los siglos XVII y XVIII, el Capítulo General realizó una serie de esfuerzos tendentes a lograr algún control, por lo menos, sobre la Congregación, pero sin mayor éxito. Con el tiempo, la Congregación llegó a contar con cuarenta y cinco casas pequeñas. Los superiores de algunas de las comunidades más renombradas recobraron el título abacial, pero su mandato continuó siendo trienal.

El propio Capítulo General promovió la fundación de Congregaciones en otras partes de Italia. En 1605 se unieron siete abadías sobrevivientes en el sur de la Península para formar la Congregación de Calabria y Lucania. En 1633, Urbano VII aprobó las constituciones de la nueva organización exigiendo capítulos provinciales trienales bajo un «presidente». A pesar de las protestas de Cister, se abolió la estabilidad monástica, y aun los bienes materiales de

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cada casa entraban a formar parte de la propiedad de la Congregación. La pobreza y la escasez de vocaciones continuaban siendo una plaga en las comunidades. El Capítulo General de 1686 se quejaba todavía del «estado miserable de la Congregación de Calabria y Lucania, y comisionaba al procurador general en la Curia para visitar y reformar en cabeza y miembros, lo antes posible, a cada uno de los monasterios de la Congregación». El Capítulo General de 1738 dictó reglamentos para esas casas, acentuando la necesidad de instrucción teológica. Con tal fin, la Congregación mantenía un colegio en la ciudad de Cosenza, donde después de siete años de estudios un monje podía obtener el grado de doctor en teología. Algunos superiores locales eran llamados abades, otros priores, pero todos estaban nombrados por el término de cuatro años.

En 1613 el Capítulo General propuso la formación de la Congregación Romana, que comprendía ocho abadías dentro de los Estados papales y el Reino de Nápoles. De acuerdo con la constitución aprobada en 1623 por Gregorio XV, esas casas tenían capítulos provinciales cada cuatro años, donde nombraban abades que ejercerían sus cargos por el mismo lapso de tiempo.

También se organizó la Congregación de Aragón en el mismo Capítulo de 1613 respondiendo a las exigencias de Felipe III. Reunían dieciséis abadías de España no incluidas en la Congregación de Castilla. Esta nueva Congregación debía quedar bajo la autoridad del Capítulo General y enviar dos delegados a Cister cada vez que se reunía el Capítulo. La Congregación estaba autorizada para celebrar su propio capítulo cada cuatro años, ocasión en que se elegía un vicario general, definidores y visitadores, también por el término de cuatro años. El cargo de abad tampoco era vitalicio, y para su elección cada comunidad sólo podía elegir uno, entre los tres candidatos presentados por el vicario general.

La situación completamente diferente por la que atravesaba Portugal condujo al desarrollo de la Congregación de Alcobaça, que permaneció independiente. Durante la visita regular a las casas portuguesas en 1532, Edmundo de Saulieu, abad de Claraval, descubrió que la mayoría de los monasterios estaban en condiciones deplorables y advirtió los intentos de la Congregación de Castilla para infiltrarse e incorporar las comunidades empobrecidas. Saulieu tuvo éxito al neutralizar los esfuerzos de los castellanos, pero no pudo desalojar al abad comendatario de Alcobaça y asegurar la libre elección en dicha abadía, de la cual dependían todas las otras casas. Sin embargo, la muy piadosa corte lusitana no tenía intención de permitir que se desbaratasen los esfuerzos por lograr una reforma. La posibilidad de la misma surgió en 1540 cuando el rey Juan II (1521-1557) nombró a su hermano, el cardenal Enrique, como abad comendatario de Alcobaça. El primer paso fue la eliminación de los comendatarios y su reemplazo por priores nombrados por tres años. Luego, en 1564, el Cardenal comenzó a celebrar capítulos en Alcobaça. La creación de una congregación independiente fue aprobada en 1567 por Pío V y confirmada en 1574 por Gregorio XIII, quien reconoció al cardenal Enrique como «general» de la nueva Congregación de Alcobaça. Al ascender este cardenal al trono de Portugal (1578-1580), quedó asegurada la prosperidad de la organización.

La Congregación portuguesa agrupaba a catorce monasterios y seguía el modelo ya familiar de abolir la estabilidad monástica y adoptar abades que duraban tres años en sus funciones. Nunca se aclaró su relación con Cister y de hecho no mandó delegados al Capítulo General. Pero es innegable que durante el siglo XVII se reavivaron la disciplina y la prosperidad, y hubo una renovación espiritual e intelectual notables. A la fundación de un colegio en Coimbra (1554), le sucedió la organización de otro en Alcobaça, donde se formaron gran

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número de eruditos y teólogos eminentes. Un fervor religioso poco común se manifestaba en la gran abadía mediante la institución del laus perennis, servicios divinos realizados en forma ininterrumpida en la iglesia día y noche. Entre 1596 y 1756, la Congregación fundó dos monasterios nuevos y cuatro conventos para monjas cistercienses reformadas, llamadas «Recoletas Descalzas». La magnífica reconstrucción barroca y la expansión de Alcobaça eran simplemente expresión externa de una reforma verdaderamente impresionante.

La Congregación de Alemania Superior no sólo permaneció fiel a Cister, sino que desempeñó un papel decisivo en la historia de la Orden durante los siglos XVII y XVIII. Esta organización estaba plenamente justificada, porque la secularización de muchas abadías cistercienses durante la Reforma había roto los vínculos de filiación, y las guerras religiosas habían hecho imposible la reunión y la asistencia a un Capítulo General.

Tomó la iniciativa en 1595, en la casa bávara de Fürstenfeld, donde tuvo lugar una convención abacial bajo la presidencia del abad general, Edmundo de la Croix. En principio, se decidió organizar una congregación, pero el problema del número de sus miembros dilató la acción inmediata. Aunque las abadías bávaras y renanas estaban dispuestas a cooperar, las casas suizas preferían tener su propia congregación separada. Fue sólo en 1618, cuando otra convención abacial, en Salem, pudo lograr el acuerdo para estructurar la nueva Congregación de Alemania Superior (Congregatio Superioris Germaniae).

Según lo dispuesto en la constitución recién redactada, la Congregación debía permanecer fiel a la tradición básica cisterciense de abadiato vitalicio y estabilidad monástica. El documento juraba fidelidad al Capítulo General y al abad general. El «Presidente» de la Congregación debía ser elegido por el capítulo congregacional, y gozaba de los derechos y poderes ejercidos previamente por el nombrado vicario general; debía visitar todas las abadías de la Congregación anualmente, y cada cuatro años los cenobios de monjas afiliados, y presidir personalmente o por su comisario las elecciones abaciales. Se reunirían en Salem un capítulo provincial un año antes y otro después de las sesiones del Capítulo General, o cuando lo pidieran circunstancias especiales. El capítulo congregacional, la asamblea de todos los abades, tenía que elegir la delegación que se enviaría al Capítulo General al año siguiente. Debían tener un noviciado común y un colegio de filosofía y teología en Salem, la abadía más poblada de la región. El presidente estaba facultado para admitir nuevas abadías en la Congregación.

El primer presidente fue el abad Tomás Wunn de Salem (1615-1647). El abad general Nicolás Boucherat II aprobó los estatutos en 1619, y la fundación de la Congregación fue sancionada por el Capítulo General de 1623. La pertinaz resistencia de las abadías suizas fue rota en 1624, cuando Urbano VIII ordenó a todas las abadías de la región unirse a la nueva Congregación. Bajo la presidencia de Tomás Wunn, la organización creció contando con veintiséis abadías divididas en cuatro provincias, y treinta y seis conventos de monjas.

La Congregación de la Alemania Superior probó ser una organización efectiva y que tuvo éxito, asegurando un liderazgo competente, una ejemplar disciplina y la prosperidad general hasta la disolución en los primeros años del siglo XIX. En el contexto de la historia cisterciense durante el Ancien Régime, la Congregación fue el mejor aliado y apoyo con que contó Cister en su lucha contra las aspiraciones separatistas de la Estricta Observancia y contra los protoabades, que siempre desafiaban la autoridad del abad general.

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Se ha discutido sin llegar a ninguna conclusión definitiva sobre si las organizaciones regionales de Polonia, Bohemia y Austria pueden ser clasificadas como «congregaciones». El Capítulo General nunca hizo una distinción legal clara entre «vicariatos», «provincias» o «congregaciones», y estos términos aparecen usados en las actas del Capítulo indiscriminadamente. Si se acepta como rasgos distintivos de una «congregación» el hecho de auspiciar capítulos provinciales y tener una serie de reglamentos, entonces Polonia y Bohemia, por lo menos, estuvieron muy cerca de ser «Congregación».

La Congregación polaca nació en 1580 en una convención de abades en Wegrowitz, bajo la presidencia de Edmundo de la Croix, representante del abad general Nicolás Boucherat I. El resultado de esa sesión fue un conjunto de normas publicadas en Cracovia en 1581 bajo el título de Statuta Reformationis. Eran estatutos para una reforma religiosa, que no tenían ningún propósito de constituir la trabazón legal para formar una organización autónoma. Sin embargo, el Capítulo General de 1605 autorizó la realización de capítulos provinciales que se reunían con cierta regularidad. Con el tiempo, esta Congregación contó con quince abadías y cinco cenobios de monjas.

No se puede dar una fecha exacta para fijar el origen del «vicariato» o «congregación» de Bohemia, pero en las crónicas del Capítulo General de 1613 figura en la lista, conjuntamente con Austria y otras organizaciones similares. Tres años después, se realizó en Praga un capítulo provincial bohemio, en presencia del abad general Nicolás Boucherat II, que promulgó una serie de reglamentos y decidió reunirse cada cuatro años. La Guerra de los treinta años hizo inútiles tales disposiciones, pero cerca de una docena de abadías en Bohemia y Moravia continuaron con vida hasta la era napoleónica.

Las crónicas del Capítulo General de 1613, 1618, 1623 y 1628 tratan de un «vicariato irlandés», pero las condiciones imperantes en Irlanda hicieron imposible cualquier tipo de vida monástica organizada. No obstante, algunos vestigios de vida cisterciense sobrevivieron realmente. El «vicario», al que se referían dichos documentos, era Pablo Ragett, abad titular de la Abadía de Saint Mary en Dublín, quien en realidad pasó sus días en el exilio en Francia, donde murió en 1633. Le sucedió Lucas Archer, que reunió algunos novicios, se trasladó a Holy Cross y asumió el título de abad hasta el año 1637. Mientras tanto, un cierto número de monjes refugiados recibían educación, ya sea en Francia o en España, preparándose para retornar a Irlanda tan pronto como les fuera posible.

Cuando subió al trono el rey Carlos I de Inglaterra, en 1625, se abrigaron muchas esperanzas de cambiar radicalmente la situación de los católicos en Irlanda. Previniendo una mayor flexibilidad, Urbano VIII autorizó en 1626 la formación de la «Congrecación irlandesa de San Malaquías y San Bernardo». La Congregación debía ser fiel a Cister, pero podía celebrar capítulos nacionales cada cinco años bajo un «presidente» elegido. En el mismo año y bajo una atmósfera todavía más optimista, la Congregación romana para la Propagación de la Fe animaba a los monjes irlandeses a iniciar litigios para recobrar propiedades monásticas confiscadas por la Corona. Estas esperanzas carecían de fundamento. Únicamente en 1630, en vísperas de la gran guerra civil, los cistercienses irlandeses tuvieron en realidad su primer y último «capítulo nacional», eligiendo como «presidente» a Patricio Plunkett, el nuevo abad de Saint Mary. Las actas del capítulo fueron aprobadas por la Santa Sede en 1639, y Plunkett consiguió reunir algunos monjes en Dublin. La vida monástica también se reanudó en otras localidades de Irlanda. La sangrienta invasión a la isla ordenada por Cromwell en 1650 terminó con la existencia precaria de los cistercienses irlandeses, y no existen crónicas posteriores indicando que la Congregación haya sobrevivido.

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La Congregación de Feuillant merece un lugar de honor en la historia cisterciense. Su fundador fue Juan de la Barrière (1544-1600), un noble del sur de Francia. En 1562, siendo un joven de 18 años, fue nombrado abad comendatario de Feuillant, una abadía cisterciense cerca de Toulouse, que subsistía en un estado de total decadencia moral. El joven no visitó en absoluto la decadente abadía durante varios años. No obstante, siendo estudiante en la Universidad de París, experimentó una conversión espiritual, y en 1573 se unió a la Orden cisterciense para convertirse en padre y reformador de sus relajados monjes. Después de algunos intentos fallidos, echó fuera a la mayoría de los miembros de la comunidad reticente, e inició en 1577 una vida de extraordinaria austeridad. Su ejemplo heroico atrajo a tantos novicios a Feuillant, que se hicieron necesarias nuevas fundaciones.

Su éxito promovió una amplia publicidad y el movimiento encontró un eco entusiasta en Roma, donde en 1586 Sixto V se refirió a los fulienses en términos harto elogiosos. Al año siguiente, se hizo una fundación en Roma mismo bajo los auspicios papales, y el rey Enrique IV de Francia los invitó a trasladarse a París. Alrededor de sesenta monjes, conducidos por Bernardo de Montgaillard, comenzaron a pie una procesión que duraría un mes, desde Feuillant a la capital de Francia, donde se instalaron en un monasterio erigido para ellos: por el mismo rey.

La gran notoriedad de los fulienses y su ruptura con muchas tradiciones cistercienses fueron seguidas con aprehensión por Cister. En 1596, una bula papal ordenó al abad general que dejara de intervenir en la reforma. A partir de este momento, la Congregación de Feuillant vivió y funcionó como orden independiente, aunque continuaron llamándose «Congregación de Nuestra Señora de Feuillant de la Orden cisterciense». Su nueva relación con la Orden madre está reflejada con toda claridad en el estatuto del Capítulo General cisterciense de 1605, que exigía un segundo noviciado a todos los fulienses que desearan volver al viejo redil.

Los fulienses estaban rigurosamente centralizados bajo un general elegido y capítulos generales trienales. Los abades de las casas también eran elegidos por períodos de tres años. En 1630, se dividieron en dos ramas autónomas por causas políticas. Unas veinticuatro abadías en Francia retuvieron el nombre original, mientras un número aun mayor de casas italianas tomaban el nombre de «Bernardos Reformados».

Animado por el espíritu de la Contrarreforma, el movimiento fuliense puso en práctica una firme restauración de las observancias monásticas más estrictas. Los monjes iban descalzos y con la cabeza descubierta; dormían sobre tablones y usaban piedras como almohadas; su dieta se limitaba normalmente a pan, agua y verdura. Durante la cuaresma vivían sólo de pan y agua. No tenían muebles y colocaban los platos sobre el piso desnudo, comiendo arrodillados. Realizaban trabajos manuales extenuantes, aunque, dado que preferían establecerse en ciudades, los monjes ofrecían sus servicios al clero local, como predicadores.

En el Capítulo General fuliense de 1592, que tuvo lugar en Roma, comenzó a manifestarse la disensión interna. Depusieron a Juan de la Barrière y eligieron a un nuevo general. Hacia 1595, se había relajado considerablemente la rígida austeridad. La nueva dieta permitía huevos, pescado, derivados de la leche, aceite y vino, y se autorizaba a los monjes a usar sandalias y dormir sobre colchones. A pesar de esas mitigaciones, los fulienses mantuvieron durante todo el siglo XVII un alto grado de ascetismo y, especialmente en Italia, salieron de sus filas buen número de eruditos y autores eminentes, incluyendo al Cardenal Juan Bona, liturgista, y al obispo Carlos José Morozzo, historiador. Durante el siglo XVIII, la

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Congregación perdió mucho de su primitiva vitalidad. Hacia el fin del Antiguo Régimen, los fulienses contaban todavía con veinticuatro casas, pero el total de sus miembros se había reducido a ciento sesenta y dos monjes. La Revolución la suprimió como hizo con todas las otras órdenes. El monasterio parisino vacío se convirtió en el cuartel general del célebre Club Feuillant. En Italia, el fin sobrevino en 1802, bajo la presión del gobierno napoleónico. Algunos años después, los fulienses italianos que quedaban se unieron a la Congregación Romana de los cistercienses.

El primer superior de la casa fuliense en París, Bernardo de Montgaillard (1562-1628), apodado «el pequeño fuliense» fue un ardiente defensor de la Liga Católica, y no se pudo adaptar a la ascensión al poder de un ex-hugonote, Enrique IV. En 1590, se exilió a los Países Bajos dominados por España, donde fue bien acogido. Con la ayuda material de su admirador, el archiduque Alberto de Habsburgo, el «Piadoso», fue instalado en 1605 como abad de Orval, en Luxemburgo, contra la voluntad manifiesta de los monjes. A pesar de esto, pudo devolver a la antigua abadía su esplendor original, preparando de esta forma el camino para la fusión de Orval con la Estricta Observancia.

Los fulienses no hicieron ningún esfuerzo por dotar a su Congregación de una rama femenina. Siguiendo su propia iniciativa, Margarita de Polestron († 1598) fundó un convento de monjas en Tolouse, y en 1622, debido a la insistencia de la reina Ana de Austria, se estableció otro cenobio en París. Se las conocía como «las fulienses» (feuillantines).

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La guerra de las Observancias

La organización de congregaciones respondió tanto a necesidades administrativas como al deseo de una recuperación moral efectiva. Hacia fines del siglo XVI, todos esos movimientos estaban bien encaminados en los países de Europa donde sobrevivían los cistercienses, menos en Francia. Pero las comunidades francesas tenían tanta necesidad de una reforma como sus hermanos de otras naciones. Casi todas las abadías francesas cayeron en el siglo XVI bajo el régimen comendatario, mientras que la guerra civil incesante y las refriegas religiosas sembraban la destrucción material por doquier.

El fracaso de una revitalización significativa no se debe a falta de buenas intenciones o esfuerzos sinceros, sino a las caóticas condiciones políticas y religiosas por las que atravesaba Francia. El éxito espectacular de los fulienses demuestra con toda elocuencia la fuerza de recuperación a un nivel local y limitado; pero un movimiento de magnitud nacional no podía comenzar hasta que se hubiera restaurado la paz bajo el enérgico y astuto Enrique IV (1589-1610). Entonces, como si la nación quisiera recuperar el tiempo perdido, las fuerzas reprimidas de la reforma católica se desataron en toda la nación con una intensidad inusitada. Las órdenes religiosas, inspiradas con frecuencia por sus hermanos extranjeros, pasaron por una renovación integral, restaurando controles firmes y un estricto ascetismo. Los cistercienses franceses no se quedaron atrás respecto de las otras órdenes monásticas en la búsqueda de una autoreforma efectiva. Por suerte, la sede abacial de Cister fue ocupada sucesivamente por cuatro prelados eminentes, que no escatimaron esfuerzos cuando se exigía acción resuelta en beneficio de la reforma. En 1570, jerónimo de la Souchiére (1564-1571), previamente abad de Claraval, participante del Concilio de Trento y posteriormente cardenal (1568), dictó un decreto de reforma general inspirado en el espíritu tridentino. Nicolás Boucherat I (1571-1584), otra figura activa de Trento, ocupó gran parte de su tiempo en visitas regulares e inspiró otra serie de normas, incorporadas dentro de los estatutos del Capítulo General de 1584. Edmundo de la Croix (1585-1604), consejero principal de sus antecesores, compuso un verdadero código de reformas cistercienses que fue presentado al Capítulo General de 1601. Sin embargo, todavía no era el tiempo propicio para la ejecución de un proyecto tan ambicioso, por lo que el Capítulo General de 1605 volvió al proyecto más modesto de 1584. Por último, al presentarse circunstancias más prometedoras bajo Nicolás Boucherat II (1605-1625), se desataron las fuerzas reformistas, dando origen a la Estricta Observancia.

El movimiento no fue la resultante de una iniciativa oficial, sino que surgió espontáneamente de un grupo de monjes jóvenes, que estaban impacientes ante la lentitud burocrática de la administración central de Cister y que tuvieron la fortuna de encontrar un protector benévolo en la persona del Abad de Claraval.

Por razones de conveniencia, se señala el año 1598 como el comienzo de la estricta Observancia. Por ese entonces, un joven clérigo de noble cuna italiana, Octavio Arnolfini, que a la sazón contaba sólo diecinueve años, fue nombrado por gracia del rey Enrique IV abad comendador de La Charmoye, casa cisterciense en la Champagne, de la filiación de Claraval. Este joven piadoso se sintió profundamente responsable de la abadía desolada, saqueada durante las guerras civiles. Comprendió muy pronto que no podía iniciar ninguna reforma, a menos que él mismo fuera cisterciense, y abad regular por lo tanto. En consecuencia, se retiró a Claraval, donde hizo su noviciado y luego su profesión monástica en 1603. Esta gran abadía, bajo la sabia dirección del santo abad Denis Largentier (1596-1624), había

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sobrevivido a las décadas de destrucción sin daños materiales, y seguía siendo una escuela auténtica de espiritualidad cisterciense.

Largentier hizo una visita regular a La Charmoye en 1605. Quedó tan complacido con el trabajo de Arnolfini, que le confió el cuidado de otra abadía, Châtillon. Durante los tres años siguientes, Arnolfini gobernó ambas casas, pero en 1608, escrupuloso de retener dos beneficios, se mudó como abad regular a Châtillon. En La Charmoye, le sucedió otro monje joven con idéntico celo reformista, pero con más energía y ambición: Étienne Maugier.

En 1606, en el Colegio de San Bernardo en París, Arnolfini y Maugier encontraron a un tal Abraham Largentier, sobrino del Abad de Claraval. Los tres firmaron un documento, por el cual renovaban su profesión monástica y expresaban su determinación inflexible de instar a una reforma, cuya finalidad precisa era conseguir que la Regla ;de san Benito fuera observada sin ninguna dispensa. Cerraban este curioso pacto con una velada condición: «… si nuestros superiores, después de repetidas súplicas, se niegan a aceptar nuestras propuestas, … estamos determinados a cargar con la Cruz de Cristo y con cualquier tribulación, antes que abandonar nuestra resolución». La referencia a practicar la Regla sin ninguna dispensa reanudar la abstinencia perpetua de carne, costumbre que, por entonces, había llegado a considerarse como rasgo distintivo de las comunidades reformadas. Por esta razón, el pequeño grupo de jóvenes cistercienses fueron conocidos bien pronto como «abstinentes», mientras que ellos mismos consideraban al resto de la Orden como los «ancianos».

Denis Largentier comprendía y compartía plenamente los ideales de esta nueva generación y, como contribución propia a la causa, instaló priores con mentalidad reformista en varias casas afiliadas a Claraval, tales como Cheminon y Longpont. En la lejana Bretaña, se unió a la reforma otra hija de Claraval, Prières. El prior, Bernardo Carpentier, convirtió el desolado monasterio en una floreciente escuela de estricto ascetismo.

El Abad de Claraval debía proceder con cautela si quería que el movimiento tuviera éxito. Teniendo en cuenta el tradicional antagonismo de Claraval frente a Cister, no podía correr el riesgo de dar la impresión de que, una vez más, Claraval estaba llevando a cabo una empresa separatista. Por esta razón, no hizo ninguna presión para introducir la abstinencia perpetua en Claraval hasta 1615, y cuando cedió ante las exigencias de sus jóvenes admiradores, lo decidió por libre elección de los monjes. Por ese entonces, la abstinencia ya había sido introducida en otras ocho comunidades y la nueva disciplina requería obviamente alguna forma de sanción oficial.

El Abad Nicolás Boucherat II, que estaba de acuerdo sobre el particular con Largentier, aseguró de buena gana su aprobación, sujeta a la decisión del Capítulo General convocado para 1618. El Capítulo elogió la reforma en cálidos términos, pero la convención estaba preocupada sobre todo por preservar una disciplina uniforme. Por eso, en lugar de otorgar un apoyo sin reservas, el Capítulo propuso una solución de compromiso: la Orden completa abrazaría la reforma con toda su austeridad, pero, en lugar de la abstinencia perpetua durante todo el año, admitía la abstinencia de carne sólo desde la fiesta de la Exaltación de la Cruz (14 de septiembre), hasta Pascua.

La propuesta difícilmente podría agradar a los indolentes e indiferentes, y estaba en franco antagonismo con los Abstinentes. Protegidos por defensores poderosos, los abades de Cister y Claraval decidieron llevar a la práctica la abstinencia perpetua. Su resolución fue objeto de otra declaración, firmada por un número impresionante de Abstinentes en 1622, endureciendo

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su propósito de no negociar: «… observancia integral de la Santa Regla, es decir, efectiva abstinencia perpetua de carne y del uso de vestidos de lino, fidelidad a lo establecido en las leyes de ayuno y silencio, y todas las demás (reglamentaciones) fielmente seguidas desde épocas antiguas por sus predecesores».

Teniendo en cuenta que el problema de la renovación en el seno de la Orden cisterciense estaba duplicado también en otras órdenes monásticas, la «devota» corte de Luis XIII (1610-1643) decidió facilitar la coordinación de los esfuerzos, pidiendo el nombramiento de un visitador apostólico investido con amplios poderes. Para promover la reforma de los agustinos, benedictinos, cluniacenses y cistercienses franceses, Gregorio XV nombró en 1622, como visitador apostólico y por el término de seis años, al cardenal Francisco de La Rochefoucald, miembro destacado de la jerarquía francesa, conocido por su piedad y celo reformista.

El atareado cardenal cayó de inmediato bajo la influencia de Étienne Maugier y sus intransigentes compañeros y, sin duda alguna, La Rochefoucald publicó siguiendo sus consejos, a comienzos de 1623 una serie inesperada de «artículos» de reforma. Claraval, con todas sus casas afiliadas en Francia, formaría una congregación autónoma de reforma, autorizada para reunir capítulos por separado y mantener noviciados comunes propios, donde todas las nuevas vocaciones serían adiestradas en la abstinencia perpetua. Se confiaba a Maugier y Arnolfini la organización concreta de la nueva congregación de «Estricta Observancia».

Tan revolucionario documento estalló como una bomba en medio del Capítulo General que había sido convocado para una nueva sesión en mayo de 1623. Las congregaciones reformistas ya habían destruido la férrea unidad de la Orden en otros países. ¡Un tal cisma no podía ser permitido en Francia! En un arrebato de indignación, los padres capitulares denunciaron abiertamente y rechazaron la orden del visitador considerándola «conducente a la división, segregación, cisma y separación, que no puede ser sancionada por ningún medio legítimo. Por consiguiente, cualquier medida que fuera promulgada en esta materia… debía ser reconocida como nula o sin efecto». Por otro lado, el mismo Capítulo se retractó en materia de abstinencia y permitió a los reformadores continuar con esa práctica, en la medida en que no ponga en peligro la caridad o el bienestar e interés básico de la Orden. Más aún, Boucherat aseguró privadamente al Cardenal que seguiría apoyando a los Abstinentes y alentaría su causa. Como demostración de su buena voluntad permitió que los Abstinentes formaran un vicariato diferente, y en seguida nombró a Maugier como el nuevo vicario de todas las casas reformadas. El Abad General fue todavía más lejos al estimular a los Abstinentes a organizar entre ellos una convención donde podrían legislar como mejor consideraran.

Dicha convención tuvo lugar en 1624 en la abadía reformada de Vaux-de-Cernay, cerca de Versalles. Maugier y otros nueve superiores reformados no sólo estuvieron de acuerdo sobre decisiones disciplinares, sino que recabaron el permiso de Boucherat para reunir capítulos anuales, elegir priores en casas sometidas a abades comendatarios, mantener noviciados separados y nombrar sus propios padres visitadores. También pidieron que ningún monje «Anciano» fuera transferido a casas reformadas, ni los Abstinentes a comunidades no reformadas.

Con la única excepción del derecho celosamente defendido de nombrar priores conventuales, Boucherat accedió gustoso a todas las peticiones, que quedaban sujetas a la aprobación final

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del próximo Capítulo General. De esta forma, lo que La Rochefoucald pedía para una congregación autónoma, Boucherat lo otorgaba a un vicariato. Por supuesto la diferencia notable radicaba en que el vicariato abstinente debía funcionar bajo la autoridad del General, pero su desarrollo futuro no quedaba en manera alguna obstaculizado. Si Maugier hubiera quedado satisfecho con estas generosas concesiones, la reforma podría haberse expandido en forma pacífica sobre una base espontánea, y un capítulo embarazoso de la historia de la Orden habría quedado sin escribir. Pero, por desgracia, esto no fue lo que aconteció.

La coincidencia de varios hechos trágicos entre 1624 y 1625 dio a Maugier la impresión de que su novel Estricta Observancia estaba en peligro. A fines de 1624, murió Denis Largentier durante una visita a Orval, y Boucherat murió, asimismo en la primavera de 1625. La desaparición casi simultánea de esos dos baluartes de la reforma debilitó sin duda alguna la posición de los Abstinentes, pero ocurrieron desengaños aún mayores. Tanto en Cister como en Claraval las elecciones se realizaron en una atmósfera caldeada en exceso. En Claraval, Maugier compitió por la sucesión con el sobrino del Abad fallecido, Claudio Largentier. A pesar de la abierta intervención de La Rochefoucauld a su favor, Maugier perdió, y el nuevo Abad expulsó a los Abstinentes de su abadía. La reforma perdió a Claraval para siempre. En Cister, la intervención del Cardenal encontró idéntico rechazo, y el victorioso Pedro Nivelle, aunque era un hombre erudito y de amplia experiencia administrativa, no se caracterizaba precisamente por ser un reformista entusiasta.

Debido a estas circunstancias, la Estricta Observancia perdió parte de su impulso inicial, pero nada más. Por su propia voluntad, Nivelle volvió a nombrar a Maugier su vicario para los Abstinentes, y el General no puso ningún obstáculo para la difusión posterior del movimiento. En 1628, la Estricta Observancia ya contaba catorce monasterios y el Capítulo General del mismo año aprobaba los términos de las disposiciones adoptadas entre Boucherat y Maugier en 1624. En 1628, expiraba el nombramiento de La Rochefoucauld como visitador, dejando así el futuro de la Estricta Observancia en manos de sus propios conductores.

No obstante, el desarrollo poco espectacular de la misma despertó la impaciencia de muchos monjes jóvenes de la segunda generación reformada, en forma aún más intensa que la sentida anteriormente por Maugier. El liderazgo recayó gradualmente en Juan Jouaud, quien se convirtió en abad de Prières a la edad de 29 años, en 1631. El joven abad había hecho influyentes amistades durante sus años de estudio en París, y se había convertido en un íntimo del círculo de consejeros de Richelieu en materia de reforma religiosa. Por su profesión monástica, debería haber sido un contemplativo, pero en realidad demostró ser un hombre de acción y voluntad imperiosa que estaba muy versado en leyes y manejaba la pluma como un formidable panfletista.

Todo esto constituyó el trasfondo del inesperado nuevo nombramiento de La Rochefoucauld como visitador de los cistercienses por otros tres años, a fines de 1632. Son inciertas las circunstancias que rodearon la reaparición del anciano Cardenal, pero no es imposible, como alguno de sus contemporáneos sospecharon, que fuera una maniobra de los Abstinentes, que movilizaron a sus influyentes amigos en Roma y París. Con todo, hay una cosa cierta: una serie de hechos dramáticos se precipitó en rápida sucesión.

Después de numerosas consultas con los líderes Abstinentes, el Cardenal publicó en el verano de 1634 su nuevo decreto titulado: «Proyecto de una sentencia para el restablecimiento de la observancia regular en la Orden de Cister». La magnitud de los cambios que introducía el documento produjo en la Orden un tumulto sin precedentes, que se mantuvo durante medio

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siglo. Nunca se curaron completamente las heridas producidas por esta guerra, sin cuartel en las palabras, y que llegó a veces hasta la violencia física.

El cuerpo del texto de la sentencia de La Rochefoucauld consiste en treinta párrafos, que apuntaban a la reorganización total de la administración de la Orden bajo el control exclusivo de la Estricta Observancia. La más revolucionaria de las drásticas medidas fue la suspensión de las jurisdicciones del Abad General y del Capítulo General. La autoridad ejecutiva debía ser ejercida por un Vicario general de la reforma, hasta que la Estricta Observancia fuera suficientemente poderosa como para lograr un control efectivo de Cister y las demás abadías principales de la Orden. Las casas de los «Ancianos» tenían prohibido recibir novicios, mientras la Estricta Observancia estaba autorizada a tomar posesión de todo monasterio que estuviera en condiciones de ser reformado.

Nivelle y los protoabades hicieron oír su protesta inmediatamente en la corte papal y apelaron a Luis XIII. Tan pronto como se conoció el incidente en el exterior, algunas abadías cistercienses, en especial la poderosa Congregación de Alemania Superior, amenazaron con separarse, a menos que la «Sentencia» fuera revocada. No obstante, en ese momento los Abstinentes eran firmes en sus posiciones, y en 1635, La Rochefoucauld entró en el Colegio parisino de San Bernardo con escolta militar, y expulsó al preboste y a su plana mayor, convirtiendo la institución en el cuartel general de la reforma.

Como en una última jugada desesperada, Nivelle y sus colegas se dirigieron al Cardenal Richelieu en busca de ayuda. El gran Ministro ofreció su ayuda y protección, por la cual debían pagar, sin embargo, un precio muy alto: sería el Abad General de la Orden cisterciense. Nivelle, que recibió en compensación el obispado de Luçon, dimitió cortésmente, y el 19 de noviembre de 1635, un simulacro de elección otorgaba el título abacial de Cister a Richelieu. Sin embargo, éste no cumplió con lo estipulado en el pacto. Juan Jouaud ingresó en el grupo de sus secretarios y comenzó a hacer efectiva la «sentencia» de La Rochefoucauld con mucho más vigor del que el viejo cardenal hubiera sido capaz de emplear. Maugier fue nombrado nuevamente Vicario para los reformados, y comenzó con toda seriedad la eficaz propagación de la Estricta Observancia. Los «Ancianos» fueron arrojados de Cister, y en 1637, se instaló allí una nueva comunidad Abstinente. En todas partes se tomaron medidas semejantes, y sólo el limitado número de monjes abstinentes puso freno al celo de Maugier. Aun así, hasta la muerte de Richelieu acaecida en 1642, el número de casas bajo la Estricta Observancia se duplicó de quince a treinta, albergando una población estimada en cuatrocientos monjes. Muchas de las abadías recientemente conquistadas preferían someterse pacíficamente antes que luchar. En algunos casos de resistencia, tales como Barbery o Igny, se ejerció incluso presión militar.

Maugier no había de disfrutar de su victoria por mucho tiempo. Murió prematuramente en el Colegio de San Bernardo en 1637. Su amigo de toda la vida, Octavio Arnolfini, de salud bastante precaria, le sucedió hasta que falleció en 1641. Desde este momento en adelante, ostentando diversos títulos, Juan Jouaud dirigió el destino de los Abstinentes:

Hay un punto, sin embargo, que empañó el generalato cisterciense de Richelieu. Debido a que la validez de su elección era muy dudosa por cierto número de razones, fue repudiada por la mayoría de las congregaciones extranjeras. Todavía fue más humillante, que la Santa Sede rechazara constantemente otorgarle las dispensas necesarias para la validez canónica de su elección, formalmente deficiente. Sin embargo, la actitud de la Curia era simplemente un síntoma del empeoramiento de las relaciones entre París y Roma, envenenadas por el

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galicanismo. En las décadas siguientes, las observancias cistercienses en pugna continuaron explotando este conflicto diplomático con pragmática sutileza. Jouaud, con la falsa idea de que el apoyo gubernamental podía continuar después de la desaparición de Richelieu, buscó ininterrumpidamente protección y ventajas tácticas invocando principios de nacionalismo galo y rechazando terminantemente cualquier intento de mediación papal. Por el otro lado, los «Ancianos» – oficialmente la «Común Observancia» –, se dirigían por comodidad a Roma alegando ser fieles defensores de los derechos papales contra la intrusión secular en asuntos esencialmente religiosos. La posición de éstos mejoró notablemente en Roma por intercesión de un cisterciense italiano de gran influencia, Hilario Rancati (1594-1663), abad de Santa Croce y procurador general, teólogo y consejero papal muy admirado. Fue este mismo Rancati el que obtuvo un breve de Urbano VIII a fines de 1635 condenando el secuestro del Colegio Parisiense y declarando nulas y carentes de validez todas las medidas de La Rochefoucauld que privaban a Cister de sus añejos privilegios. Mientras Richelieu vivió, este breve ni siquiera pudo ser mencionado, pero después de su muerte el descubrimiento del documento levantó mucho la moral de la alicaída Común Observancia.

Richelieu estaba luchando con la muerte cuando algunos de los expulsados de Cister comenzaron a converger hacia la abadía. Tan pronto como se supo la muerte del Cardenal, volvieron más, y el 2 de enero de 1643, veintiún Ancianos, en medio de la airada protesta de los Abstinentes, eligieron como nuevo abad a Claudio Vaussin (1608-1670). La tumultuosa escena distaba mucho de ser una elección legítima, pero habían acertado en la persona. Vaussin, joven monje de treinta y cinco años, no sólo era un monje de gran talento, perteneciente a una notable familia burguesa de Dijon, sino también el protegido del gobernador de Borgoña, Enrique II de Borbón, Príncipe de Condé.

Esta vez le tocó protestar a Juan Jouaud, alegando que, de acuerdo con la «Sentencia» de La Rochefoucauld y las reglamentaciones de Richelieu, los miembros de la Común Observancia no podían ser elegidos abades. Como consecuencia, se entablaron reclamaciones legales en extremo complicadas, durante las cuales Vaussin ocupó inteligentemente un segundo plano. El cerebro de la estrategia que concluyó con éxito fue Claudio Largentier, abad de Claraval, que contaba con el apoyo incondicional de Rancati en Roma. El resultado final fue la decisión del Consejo real, fechado el 5 de abril de 1645; que, sin discutir la validez de la «Sentencia» de La Rochefoucauld, restauraba el derecho de los Ancianos en las elecciones abaciales. Por lo tanto, se llevó a cabo una nueva elección en Cister rodeada de todas las formalidades requeridas el 10 de mayo; Vaussin recibió el voto unánime de treinta y siete miembros de su observancia, mientras los dieciséis Abstinentes se lo otorgaban a Jouaud. A la victoria de Vaussin, siguió una rápida aprobación real y papal.

Acusando el golpe, la Estricta Observancia consideró por un instante la posibilidad de aceptar un compromiso, esto es, la idea de una Congregación reformada autónoma bajo la autoridad nominal de Vaussin, pero terminó por prevalecer el empuje de Jouaud. Apoyándose en la validez de la tan discutida «Sentencia», la Estricta Observancia desafió la legitimidad de la elección de Vaussin, y exigió la inmediata puesta en práctica de las reglamentaciones de La Rochefoucauld. El pleito, que se prolongó por una década, llegó hasta el Parlamento de París, pero en la disputa las causas reales se vieron muy oscurecidas por los manejos de la diplomacia internacional y la aparición del jansenismo.

Esta nueva situación era más controlable para Jouaud. Bajo el nuevo papa, Inocencio X (1644-1655), la influencia de Rancati quedaba considerablemente eclipsada, a la par que el propio Jouaud lograba un puesto prominente en la corte de la Regente, la reina Ana de

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Austria. La reina se convirtió en la más decidida protectora de la Estricta Observancia, y la lucha contra el jansenismo le facilitó una posición excelente para negociar en Roma: si el Papa se mostraba reticente en acceder a las demandas de la Estricta Observancia, ella sería igualmente reticente en proceder contra los jansenistas.

Vaussin trató de neutralizar la ventaja de sus oponentes utilizando la intervención decidida de las grandes abadías de Alemania y Suiza, que tenían considerable poder en Roma, pero ninguno en París. Por lo tanto, la decisión del Parlamento de París del 3 de julio de 1660 cambió el sentido de las agujas del reloj hacia 1634: era válida la «Sentencia» de La Rochefoucauld, y se ordenaba su ejecución. Sólo la Estricta Observancia gozaba del privilegio de recibir novicios y sólo los Abstinentes podían ser elegidos abades.

Como hacía tiempo que se esperaba este golpe de gracia, una gran cantidad de comunidades cistercienses francesas decidieron someterse a la reforma antes de 1660, y la propagación del movimiento se aceleró bajo presión legal después de esa fecha. Hacia 1664, las casas controladas por los Abstinentes alcanzaban a cincuenta y cinco, con un total de monjes que se acercaba a los setecientos.

Pero cambios importantes en el panorama político convencieron bien pronto a Vaussin que, si bien había perdido una batalla, podría todavía ganar la guerra. Con el papa Alejandro VII (1655-1667), la influencia de Rancati llegó a su grado máximo. Luego, en 1661, a consecuencia de la muerte de Mazarino, el joven rey Luis XIV tomó personalmente las riendas del gobierno. Adicto al absolutismo, miraba con suspicacia cualquier movimiento contra la autoridad establecida, y consideraba que las demandas radicales de la Estricta Observancia constituían una rebelión contra el Abad General. Además, para un monarca que tenía a la vista la expansión francesa hacia el este, era muy digna de aliento la actitud amistosa de las grandes abadías romanas. Plenamente consciente de la alianza entre Vaussin y sus colegas alemanes, el rey halló políticamente adecuado apoyar la autoridad del General. Por último, con el advenimiento del nuevo régimen francés, la atmósfera piadosa que rodeaba a la anciana Reina Madre se desvaneció. No siendo ya regente y con la salud quebrantada, perdió rápidamente influencia en los asuntos públicos.

Fue en estas circunstancias, cuando Vaussin pidió al real Consejo de Estado que le permitiera transferir a Roma esta enconada disputa, de tan larga duración que parecía no tener fin, para someterla al arbitrio del papa. La decisión del Consejo de 18 de junio de 1661, mantuvo el veredicto del Parlamento del año anterior, pero autorizó a la Común Observancia a apelar a la Santa Sede para una decisión final.

Jouaud, prácticamente fuera de combate, se dirigió al Parlamento en búsqueda de consuelo y redactó una serie de envenenados panfletos contra Vaussin y la intervención papal, pero fue incapaz de impedir que el General defendiera personalmente en Roma la causa de la Común Observancia. La tarea realizada por Vaussin en la Curia (noviembre 1661-marzo 1662) resultó muy satisfactoria. Convenció a las autoridades de que era más importante preservar la unidad de la Orden y promover una reforma general, que el dominio de la Estricta Observancia. En consecuencia, un nuevo breve papal invalidaba expresamente la Sentenzia de La Rochefoucauld, nombraba una congregación especial en Roma para los asuntos cistercienses, e invitaba a representantes de ambas observancias a participar en la elaboración de un código cisterciense de aplicación universal.

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El empeoramiento de las relaciones diplomáticas entre Francia y Alejandro VII impidió la aplicación inmediata de los términos del breve, pero en 1664 Vaussin estaba listo para viajar de nuevo a Roma y dar un giro definitivo al litigio de las dos observancias. Anticipándose a lo peor, Jouaud se inclinaba a boicotear las negociaciones romanas, pero una convención de abades Abstinentes decidió por último enviar a dos de los suyos a defender la Estricta Observancia. Uno fue Domingo George, abad de Val-Richer y el otro fue Armando-Juan Le Bouthillier de Rancé (1626-1700), abad de La Trapa, recién reformada.

En aquel borrascoso escenario, ésta fue la primera aparición de Rancé, cuya conversión al monaquismo era tan comentada. Sin duda alguna lo eligieron por su erudición, piedad y elocuencia, pero también por sus vinculaciones aristocráticas. A pesar de esto, su temperamento, su ostentoso ascetismo y su inflexibilidad no eran los mejores valores para lograr el éxito en Roma. Instintivamente, asumió en la Curia el papel de un segundo san Bernardo y trató de dar a los cardenales de la congregación especiales lecciones de espiritualidad monástica y de reforma, aunque había hecho su propia profesión monástica sólo pocos meses antes de partir para Roma. A pesar de todo, fue muy eficaz para lograr el apoyo de cierto número de personajes importantes, como el reverenciado cardenal fuliense Juan Bona, y Pablo de Gondi, cardenal de Retz.

Nadie dudaba de la decisión final del arbitraje romano. A fines de 1665, la bula de reforma cisterciense estaba lista para ser promulgada y únicamente la oposición de la moribunda Ana de Austria pudo dilatarla. Murió a comienzos del año siguiente, y la muy esperada bula fue promulgada, en forma de constitución apostólica, el 19 de abril de 1666. Conocida como la In Suprema por sus palabras iniciales, sirvió de código de disciplina cisterciense hasta la Revolución Francesa.

El documento era una interpretación capítulo por capítulo de la Regla de San Benito y prescribía la misma disciplina para ambas observancias, salvo en materia de abstinencia. La Estricta Observancia mantenía la abstinencia perpetua, mientras se permitía a la Común Observancia comer carne tres veces por semana, excepto durante Adviento y Cuaresma, cuando la abstinencia era total. Más importante era la reglamentación relativa a la Estricta Observancia como entidad legal diferente dentro de la Orden. El papa elogiaba a los Abstinentes por su celo y disciplina ejemplar, y expresaba sus mejores deseos de un desarrollo más amplio del movimiento, pero la Estricta Observancia tenía que contentarse con una autonomía limitada, bajo la supervisión de Cister y del Capítulo General. Las casas reformadas debían estar divididas en dos provincias, cada una de las cuales bajo un visitador Abstinente. El Colegio de San Bernardo debía ser compartido por ambas Observancias, bajo la supervisión del Capítulo General. Sólo en casos excepcionales, se aceptaba la transferencia de monjes de una a otra Observancia. Concesión sorprendente otorgada a la Estricta Observancia fue el derecho de designar de entre sus propias filas a diez delegados para el Definitorium, comité ejecutivo del Capítulo General. Como nota final de precaución, el papa impuso perpetuo silencio a aquellos que podrían estar siempre inclinados a reabrir las hostilidades.

La constitución papal fue promulgada solemnemente en el Capítulo General de 1667, su primera sesión después de una reunión sin consecuencias realizada en 1651. Apenas había terminado la lectura del documento, cuando se levantó Rancé y declaró que la bula era el resultado de la información incorrecta y del fraude, publicada con el único propósito de suprimir la Estricta Observancia. Por lo tanto, se reservaba el derecho de iniciar gestiones

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legales posteriores en el caso. La protesta de Rancé estaba firmada por todos los participantes abstinentes del Capítulo.

La muerte de Alejandro VII, ocurrida ese mismo año, ofreció a estos últimos la oportunidad de dirigir sus quejas al nuevo papa, Clemente IX (1667-1669). La petición fue presentada en Roma por el cardenal de Retz. El pontífice, sin embargo, familiarizado íntimamente con los asuntos cistercienses, no sólo rechazó la apelación, sino que condenó con fuertes palabras la «temeraria» actitud de Rancé.

Dado que la In Suprema pedía Capítulos trienales, Vaussin pronto se ocupó en dichos preparativos para 1670. Su muerte, acaecida en Dijon el 1 de febrero de 1670, en medio de sus actividades, fue una gran pérdida a la causa de la paz, hecho que aun sus adversarios posteriormente reconocieron. Fue un hombre de buena voluntad y con sabiduría práctica, más inclinado a aceptar compromisos razonables que a luchar por la victoria total. Sobre él recayó el papel de campeón en esta larga y enconada disputa, pero su tacto y deferencia hacia los celosos protoabades aseguraron, por lo menos en la Común Observancia, una era de armonía y cooperación.

El sucesor de Vaussin fue Juan Petit (1670-1682), un doctor en derecho canónico, hombre de aguda inteligencia, pero con una absoluta devoción a sus principios, uno de los cuales era el dominio total sobre la Orden. En el término de un año se vio complicado, no sólo en la lucha contra los Abstinentes, sino también contra los protoabades. Aunque la muerte de Vaussin pospuso el Capítulo General anunciado para 1670, se reunió un Capítulo en 1672. Fue el más borrascoso jamás registrado en los anales cistercienses. Los protoabades establecieron una extraña alianza con la Estricta Observancia, luchando todos contra los métodos usados por Petit para lograr el control de las sesiones. Formando una masa compacta en el poderoso Definitorium con sus propios partidarios, redujo además a seis los diez delegados Abstinentes. Los protoabades y los miembros de la Estricta Observancia se retiraron de forma teatral, y el Capítulo se disolvió en el mayor desorden.

La muerte de Juan Jouaud en 1673 simplemente complicó más el ya enmarañado ovillo. Sin duda alguna, fue un carácter combativo, pero nunca se pudo poner en tela de juicio su fidelidad a las genuinas tradiciones cistercienses. El liderazgo de la Estricta Observancia recayó en Rancé, cuya fuerte inclinación a las disputas era ya legendaria, y su adhesión al rigor moral era un pobre sustituto para su falta de comprensión de la auténtica espiritualidad cisterciense.

Debido a que la Estricta Observancia no había gozado nunca de mucha simpatía en Roma, Rancé decidió a fines de 1673 canalizar por otras vías sus motivos de queja, que por ese entonces incluían la abortiva sesión del Capítulo General del año anterior. Dirigió una elocuente apelación al rey en persona, y le prometía aceptar su veredicto como la voz de Dios. Al mismo tiempo, realizó una movilización total entre los numerosos amigos con que contaba en París y Versalles, y lanzó una nueva ola de panfletos de amplia circulación. Un comité real especialmente formado, encabezado por Francisco de Harlay de Champvallon, arzobispo de París, debía investigar sus cargos. Petit no estaba en condiciones de competir con la influencia de Rancé en la sociedad parisina, y se esperaba un veredicto en favor de la Estricta Observancia. La inevitable intervención de las abadías extranjeras cistercienses transformó el panorama, y obligaron al rey a cambiar de idea. En este crítico momento, sus ejércitos estaban realizando una campaña interminable en Renania, la zona de mayor protesta. El 19 de abril de 1675, el Consejo de Estado falló en contra de las, reclamaciones de los Abstinentes, aunque

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les permitía dirigirse a Roma si deseaban continuar el litigio. En ese momento era papa Clemente X (1670-1676), el mismo Emilio Altieri que había servido durante años al frente de la Congregación romana de asuntos cistercienses; lo cual desvanecía por sí mismo cualquier ilusión de los Abstinentes de lograr el éxito en Roma, y el asunto fue abandonado.

Las acusaciones y protestas de los Abstinentes parecían proseguir indefinidamente, mientras que los papas eran sólo mortales. A Clemente le sucedió Inocencio XI (1676-1689), un santo asceta, que no había estado previamente involucrado en la guerra de Observancias cistercienses, pero que tenía gran estima por Rancé y el éxito tan propagado de su monasterio. Después que el abad de La Trapa hubo obtenido algunos valiosos breves del nuevo papa para su propia abadía, la Estricta Observancia decidió un último intento para resucitar la «Sentencia» de La Rochefoucauld. Los emisarios de los Abstinentes trabajaron diligentemente en Roma durante 1677. En ese momento, las autoridades se mostraron bien dispuestas y surgió el texto de una nueva bula papal que incorporaba la mayoría de las disposiciones de la notoria «Sentencia» y conducía nuevamente a la Estricta Observancia a los umbrales de la victoria total. Pero las relaciones del papado con Francia habían alcanzado un punto caótico, y la curia no se atrevió a publicar el documento sin consultar previamente con Luis XIV. La nunciatura papal en París tuvo a su cargo las conversaciones exploratorias y, a comienzos de 1679, los resultados ya no fueron un secreto: aunque el rey simpatizara con la reforma, no permitiría que la autoridad de Cister quedara debilitada con la formación de una congregación independiente. Se vio, con toda claridad, que no podía hacerse otra cosa que dejar completamente de lado este asunto.

La situación de la Estricta Observancia no mejoró por razón de acción legal alguna, sino porque Petit comprendió el problema en forma distinta. Después de una década de duro batallar en dos frentes, llegó por fin a la conclusión de que no podía vencer a los protoabades, sin hacer antes las paces con la Estricta Observancia. En 1683, era inminente la muy diferida sesión del Capítulo General. Para evitar la confrontación de 1672, Petit negoció un pacto razonable con los Abstinentes: les aseguró independencia efectiva en la administración de sus propias casas, por entonces sesenta, y otorgó a los abades reformados el derecho de celebrar reuniones anuales, aunque se reservaba el de presidirlas. Tales reuniones tenían autoridad para nombrar a los visitadores Abstinentes, a la vez que cualquier problema de otra naturaleza debía ser dirigido a una delegación de abades reformados. Por último, aseguró Petit a la Estricta Observancia que no se oponía en modo alguno a que la reforma fuera introducida en aquellos monasterios donde la mayoría se inclinara por ese cambio.

De esta forma, después de seis décadas de incesante lucha, se iba volviendo lentamente al punto de partida. El acuerdo alcanzado entre Petit y la Reforma recuerda en mucho al pacto de 1624 negociado entre Nicolás Boucherat y fitienne Maugier. Es ocioso especular sobre cual hubiera sido la suerte del movimiento sin los denodados esfuerzos para imponerse en Cister. Sin embargo, no es arriesgado aventurar que, si la Estricta Observancia hubiera aplicado todos sus recursos materiales, intelectuales y espirituales para lograr una penetración pacífica de la Orden, en lugar de buscar la victoria a través de medidas de fuerza logradas de las autoridades, el resultado final hubiera sido más sólido, aunque menos espectacular.

Por una ironía del destino, cuando la larga y disputada contienda llegaba a su fin, la Estricta Observancia estaba ya en proceso de disolución. El factor decisivo en las filas de la reforma fue principalmente la personalidad de Rancé. Durante la administración de Richelieu, los líderes Abstinentes elaboraron un código de disciplina reformada basado en su mayor parte en el «Libro de las Definiciones Antiguas» de 1316. este resultó ser un instrumento que mantuvo

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notablemente la uniformidad, hasta que fue discutido por Rancé y sus discípulos. Sus propios reglamentos para La Trapa fueron mucho más allá de las medidas de los Abstinentes en severidad, e insistió en su derecho de formar la espiritualidad de su comunidad de cualquier forma que encontrara apropiada. Después de 1667, no concurrió más ni a las sesiones del Capítulo General ni a las asambleas especiales de la Estricta Observancia, y rechazó constantemente cualquier intento de incorporar su abadía a la misma línea de otras comunidades reformadas.

A pesar de que son innegables el celo y la piedad de Rancé, debe señalarse que las características más notables de su reforma de La Trapa eran novedades en la historia de Cister. En lugar de dar nueva vida a las tradiciones cistercienses genuinas, La Trapa reflejó el desarrollo espiritual de su reformador y el ascetismo exagerado de la Francia del siglo XVII. Rancé creía que el monaquismo era básicamente una forma de vida penitencial; los monasterios una especie de prisiones y sus habitantes criminales, condenados a pasar el resto de sus vidas sufriendo castigos severos. La misión fundamental del abad era excogitar para sus monjes todo tipo de humillaciones, y estimularlos que practicaran la austeridad, aun a costa de su salud. No se les permitía sentir satisfacción alguna por sus trabajos y ejercicios; su actividad más apropiada era lamentar sus pecados. De acuerdo con esta concepción, se disponía la disciplina de la casa, el menú y el trabajo diario. Rancé y sus seguidores multiplicaron el tiempo ocupado en oraciones, volvieron al trabajo duro, dieron un nuevo énfasis al silencio y desterraron de su mesa, no sólo la carne, sino también pescado, huevos y manteca. En cierta forma, había resurgido en La Trapa el espíritu heroico de los primeros cistercienses, pero Rancé sustituyó la maravillosa vibración del espíritu contemplativo de san Bernardo por la lobreguez del rigorismo de su época.

La introducción de la reforma en Sept-Fons, otro centro renombrado de renovación fue tarea de Eustaquio de Beaufort (1636-1707). En 1656, cuando recibió la abadía como merced real, era un joven de sólo veinte años. No sin alguna vacilación, se decidió a ser monje y completó su noviciado en Claraval, pero apenas se había unido a la Estricta Observancia en 1664, cuando experimentó una «segunda conversión». En los años que siguieron, sintió mucho la influencia de Rancé, a pesar de lo cual Sept-Fons desarrolló igualmente una versión distinta de la disciplina Abstinense.

Por una situación similar pasó Tamié, donde la Estricta Observancia fue introducida en 1677 por el abad Juan Antonio de la Forest de Somont, que actuaba bajo la inspiración de Rancé. El único discípulo incondicional de Rancé entre los cistercienses fue Carlos de Bentzeradt, abad de Orval, quien envió a sus monjes para su formación en La Trapa, y adoptó en 1674 los reglamentos de dicha abadía. A su vez, Orval consiguió imponer el nuevo estilo de vida en las comunidades de Conques (1697), Düsselthal (1701) y Beaupré (1710). De todas las casas cistercienses, sólo Orval y sus tres casas afiliadas dieron entrada al jansenismo. Aunque Rancé gozó de la amistad de varios jansenistas, se las arregló para evitar el verse involucrado en él.

A pesar de que la Estricta Observancia quedó hasta la Revolución Francesa como una institución principalmente gala, La Trapa dio en 1705 nueva vida y reformó la abadía italiana de Buonsolazzo, que a su vez introdujo la misma observancia en Casamari en 1717. El último paso en su desarrollo fue la adquisición y reforma por Sept-Fons de Val-des-Choux en 1761, anteriormente Caulite (congregación contemplativa independiente). Bajo la nueva administración, esa antigua abadía cambió su nombre por Val-Saint-Lieu. Como sucedió en todo el mundo monástico de Francia durante el siglo XVIII, la Estricta Observancia perdió

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mucho de su fervor original, aunque La Trapa y Sept-Fons fueron, hasta el último momento, comunidades muy pobladas, de ejemplar disciplina.

La Estricta Observancia incorporó durante el siglo XVII cinco conventos de monjas cistercienses (Maubuisson, Argensolles, LieuDieu, Thorigny, Sainte-Catherine d’Angers), mientras que el convento de Les Clairets fue reformado bajo la tutela de La Trapa.

Es problemático dar un número definitivo de abadías pertenecientes a la Estricta Observancia, porque algunas comunidades pequeñas cambiaron sus afiliaciones entre las dos observancias varias veces. En la cumbre de su crecimiento, la Estricta Observancia incluyó sesenta y cinco casas, sumadas a los cinco cenobos de monjas.

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Los Cistercienses y el Antiguo Régimen

El fervor religioso que animó a la Estricta Observancia no quedó de ninguna manera restringido a Francia. Tan pronto como la Paz de Westfalia (1648) puso fin a una centuria de devastadoras guerras religiosas, el espíritu de la renovación católica se manifestó en toda la Europa central y oriental. Fue la era del Barroco, caracterizada por una apasionada búsqueda de gloria, grandeza y magnificencia, pero también por un entusiasmo religioso claramente expresado en las artes plásticas, la música, o la mística, la pompa de la liturgia y la devoción popular. El mensaje del monaquismo vestido con formas y colores novedosos llegó de nuevo a las masas católicas. Se multiplicaron las vocaciones y, en cierto número de casos, los claustros medievales resultaron demasiado pequeños. Muchas de estas abadías fueron reedificadas por completo, o por lo menos sustancialmente remodeladas. Monasterios en ruinas, abandonados y casi olvidados, cobraron vida y fueron repoblados por una nueva generación de pioneros cistercienses.

La devastada Hungría, reconquistada a los turcos, se convirtió nuevamente en un lugar prometedor para volver a establecer cuatro abadías en el transcurso de pocas décadas. La populosa Welehard, en Moravia, envió a los nuevos moradores primero a Pászto (1702) y luego a Pilis (1712). Después de varios intentos sin éxito Heinrichau, Silesia, adquirió y reconstruyó Zirc (1726), abadía que se convertiría en el gran centro de renovación cisterciense. La austríaca Heiligenkreuz se interesó por la abandonada San Gotardo y encendió de nuevo el fuego de la vida monástica en una abadía elegantemente reconstruida.

El celo de los cistercienses polacos dio por resultado fundaciones completamente nuevas en Lituania. Entre 1670 y 1710, se erigieron tres casas para monjes, a las que sucedió, poco después, un convento de monjas. Varias abadías alemanas arruinadas y abandonadas en la tormenta de la Reforma volvieron a tener vida. Waldsassen, cerca de Regensburg, fue reavivada en 1669 por Fürstenfeld. En un plazo breve, la renaciente abadía, habitada por cincuenta monjes, se convirtió en un hogar magnífico de arte y piedad barrocas.

En Flandes, bajo régimen austríaco durante todo el siglo XVIII, Villers se recobró completamente de las guerras de Luis XIV y en 1734 alojaba sesenta y dos monjes. Por esa misma época, Aulne gozaba de gran prosperidad y hacia fin de siglo contaba con alrededor de ochenta sacerdotes. Les Dunes, totalmente destruida, fue trasladada a Brujas donde su numerosa comunidad construyó una abadía nueva y magnífica, sede actualmente del seminario diocesano.

En la distante Portugal, Alcobaça alcanzaba su apogeo en el siglo XVIII. No sólo la planta del monasterio se extendió en un complejo de edificios monumentales, sino que su población se elevó en 1762 a ciento treinta y nueve monjes profesos. El abad era miembro permanente de las Cortes y el Consejo real, servía como Gran Limosnero en la corte, ostentando entre muchos otros, los títulos de «Excelencia» y «Defensor de las Fronteras». Guillermo Beckford (1760-1844), el conocido viajero y autor inglés, visitó Alcobaça en 1794 y publicó una descripción de la abadía y sus alrededores llena de color. Calculaba el personal del magnífico establecimiento en cerca de cuatrocientos, y alababa la pródiga hospitalidad de los monjes, que incluía conciertos y representaciones realizadas por los mismos en el teatro de la abadía. La exquisita comida, lo más apreciado por el irreverente inglés, era preparada en una cocina de enormes proporciones, «el templo de la glotonería más distinguido de toda Europa». Alcobaça no fue de ninguna manera el único centro cisterciense que florecía en el país:

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Tarouca, Salzadas y Bouro, cada uno poblado por más de cincuenta monjes, gozaban de similar prosperidad. Muchas abadías en España, en especial la prestigiosa Poblet, continuaron su existencia ininterrumpidamente durante el siglo XVIII.

Las abadías suizas compartieron el éxito de las bávaras y renanas, y únicamente en Italia, debido principalmente a la falta de recursos financieros, quedó rezagado el proceso de recuperación.

El esplendor del barroco y el crecimiento externo se combinaban por lo general con un renacimiento moral igualmente impresionante y un alto grado de disciplina monástica. Sin embargo, debe admitirse que la civilización del barroco, básicamente aristocrática, penetró profundamente en las filas de los monjes. Los abades adoptaban, o por lo menos emulaban, el empaque de los príncipes vecinos, y los monjes sucumbían con frecuencia ante la tentación de crear dentro de los claustros una atmósfera palaciega.

Una de las manifestaciones más notables de esta espontánea tendencia fue el amor apasionado por la música. Había entre los cistercienses unos pocos compositores originales que lograron amplia reputación, tales como el fuliense Lucretio Quintiani de Cremona y Juan Nucius (1620), abad de Himmelwitz consumado prosélito de sus contemporáneos holandeses, especialmente Orlando di Lasso. En las iglesias, se empleaba frecuentemente la polifonía y, a veces, aun una orquesta, y los ambiciosos monjes-músicos encontraban amplia oportunidad de desplegar todos sus talentos en frecuentes celebraciones monásticas. En tales ocasiones – lo mismo que en cualquier otra reunión aristocrática-, la orquesta de cámara entretenía a los religiosos y a los huéspedes invitados durante la cena. En algunos monasterios, por otra parte bien disciplinados, tales costumbres se impusieron sin reparos, en otros casos se los tildó de intolerables abusos. El problema se discutió en el capítulo provincial de Bohemia en 1737, donde los abades condenaron y prohibieron cualquier tipo de música a la hora de comer y en cualquier ocasión. Un vocero del grupo, escribió en 1737 un trabajo muy erudito titulado De musita monachorum, un documento extraordinario sobre el tema. Seguramente exageró al describir el entusiasmo universal por la música; sin embargo, merece citarse una observación mordaz: «Al recibir un candidato para el noviciado se le interroga principalmente sobre música. No hay ninguna alusión ni indagación respecto a su educación, cualidades morales o estudio; una pregunta se le formula como único requisito, o por lo menos el más importante: si sabe música».

En Austria, la música representó un papel importante en la mayoría de las abadías cistercienses. El abad Juan Seifried de Zwettl (1612-1625) compuso y puso en escena un oratorio que alcanzó éxito. Posteriormente, en el mismo siglo, uno de sus sucesores, Gaspar Bernhard (1672-1695), adaptó para su diario las palabras del salmo 150: «En estos días resuenan en nuestro monasterio música festiva y admirable, con la que alabamos al Señor con coro y órgano, con el alegre resonar de címbalos, lo mismo que con el bronco ruido de las trompetas y el son de los cuernos». En 1768, un jubileo abacial dio ocasión para la representación de una cantata escrita por los monjes y titulada Applausus. La excelente obra fue orquestada por el genio de la música austríaca, José Haydn.

A imitación de sus aristocráticos vecinos, cada abadía se enorgullecía en poseer finas piezas de arte y colecciones de interés históricos o científicos. En algunos casos, se instalaron laboratorios de física bien equipados, o aun observatorios astronómicos. Un visitante benedictino describió Raitenhaslach tres años antes de su secularización como un verdadero hogar de las artes y las ciencias. Una galería de arte incluía ciento cincuenta pinturas de

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maestros famosos. Tenían un laboratorio para la experimentación física espléndidamente provisto, varias colecciones de botánica y zoología, y una biblioteca excelente, bien equipada en especial para las ciencias naturales. Al mismo tiempo, el huésped quedó muy impresionado por la disciplina ejemplar mostrada por los cuarenta y tres monjes.

A primera vista, esta mezcla extraña de tradiciones monásticos cistercienses y mentalidad barroca puede parecer contrapuesta y contradictoria. Sin embargo, así como el refinamiento barroco no encontró objeción para remodelar las iglesias góticas en el nuevo estilo, la adaptación de las costumbres monásticas fue aceptada con la misma naturalidad y comprensión. Bartolomé Sedlak, secretario del Abad de Heinrichau, describió con habilidad cómo la simplicidad y la magnificencia, pobreza y prodigalidad, disciplina y relajación podían estar combinadas en una armonía incomparable en Salem, el importante centro de la Congregación Alemana. Siendo el propio Padre Bartolomé miembro de una comunidad rica y floreciente, se acercó a la abadía con un espíritu predispuesto para los celos y el prejuicio. Mas su informe de 1768 refleja, con toda seguridad, su admiración por todo lo que vio y experimentó. El Abad de Salem, de esmerada educación y magnífico mecenas del arte y las ciencias, fue honrado con el título de «Excelencia», como cabeza de un territorio inmediatamente subordinado al Emperador (Reichsunmittelbar). A su llegada, el visitante fue conducido al refectorio, donde se maravilló por el espléndido servicio y la música vocal e instrumental bien ejecutada para su entretenimiento. Paseándose por el magnífico edificio, admiró el tesoro de la sacristía, especialmente una enorme custodia valorada en 60.000 florines, las catorce campanas de la torre y la colección única de la biblioteca, cuyo bibliotecario dominaba siete idiomas. Elogiaba la precisa perfección del canto gregoriano y los oficios litúrgicos, el fausto de una misa mayor solemne, pero estaba mucho más impresionado por el edificante recogimiento de los monjes. «Allí, mientras observaba tan exacta disciplina regular», escribía el Padre Bartolomé, «tuve la impresión con gran consuelo de mi corazón, que estaba viendo Claraval en la época de nuestro Padre san Bernardo. Había setenta monjes en la casa, pero, aunque pasamos varias veces por los corredores, no encontramos a ninguno. Esto no sucede por casualidad; estaban absortos en sus estudios y el hábito de soledad había penetrado en su propia naturaleza. Aunque el monasterio posee muchos recursos, los monjes sobresalen por su gran pobreza. El material de sus hábitos es sencillo, y no usan ropa interior de lino, sino de lana. En materia de disciplina monástica siguen al pie de la letra la reforma constitucional de Alejandro VII».

La influencia de la ilustración dentro de los monasterios cistercienses germanos tuvo vida corta y superficial, y afectó sólo a monjes concretos. La famosa abadía bávara de Kaisheim nos proporciona de ello un ejemplo característico. Allí, durante la década de 1770, la joven generación de clérigos estuvo influenciada por el eminente profesor Ulrico Mayr, graduado en la Universidad de Ingolstadlt y un entusiasta de la filosofía «ilustrada». «Estoy contento de ser monje», escribió a un amigo, «porque.creo que, por su profesión, el monje puede servir a los ideales de la filosofía cristiana. Es un hombre que vive en soledad silenciosa, libre de las cargas domésticas, rodeado de amigos cultos, y es siempre un virtuoso filántropo».

¡Oh, cuánto podría contribuir al bienestar general! Aceptó complacido la abolición de la Compañía de Jesús, así como las medidas del emperador José contra las comunidades contemplativas, mientras que puso todo su empeño en conformar su monasterio a las pautas «ilustradas». Sin embargo, la oposición de la mayoría creció poderosamente y, en 1785, dejó con gran tristeza Kaisheim por una parroquia rural. La reacción conservadora contra la Ilustración fue igualmente fuerte entre todos los cistercienses de Baviera; en los círculos «ilustrados» de Würzburg eran llamados «los jesuitas blancos».

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Por razones obvias, en su examen de la historia de la Orden debe prestarse especial atención a Francia. Por su lado, la mitad de las abadías que sobrevivieron a la Reforma estaban situadas dentro de las fronteras de Francia. Luego, seguían residiendo en Cister los organismos de administración central, el Capítulo General y el abad general. Estas eran otras características que también habrían apartado a los cistercienses franceses de sus hermanos de cualquier otro punto de Europa. Ya hemos hablado de la aparición de la Estricta Observancia como institución predominantemente francesa. La persistencia del sistema comendatario fue otra característica de la vida monástica francesa, que redujo aún más los resultados beneficiosos de la renovación litúrgica universal, tan espectacular en otros lugares. En Francia, se hicieron sentir más agudamente los perniciosos efectos de la interminable disputa entre el abad general y los cuatro protoabades, así como la interferencia gubernamental en la administración y legislación de la Orden, en constante aumento. Para concluir, las profundas incursiones de la Ilustración socavando la posición social de las órdenes contemplativas, preparando a la opinión pública para los acontecimientos de la Revolución, eran allí más evidentes.

Aun la Estricta Observancia fue incapaz de eliminar las pretensiones y las presiones fiscales de los abades comendatarios. Se llegó a un compromiso: la disciplina y la administración interna quedaban confiadas al prior conventual, nombrado por los superiores monásticos, mientras que el manejo de los bienes abaciales constituía un derecho del abad comendatario. A pesar de esto, el problema crucial había sido siempre la división de las rentas monásticas. La usanza legal, establecida a comienzos del siglo XVII por cierto número de decretos cortesanos, requería una distribución tripartita del ingreso bruto. El primer tercio (mensa abbatialis), era pagado al abad; el segundo (mensa conventualis), se dejaba aparte para proveer de alimentos y ropa a un número estipulado de monjes. Esta suma, dividida entre los monjes, se llamaba con frecuencia «pensión». El tercero (tiers lot), se reservaba para los gastos de manutención, incluida la reparación de los edificios. Los términos de la distribución eran aceptados por medio de un contrato formal. No obstante, el abad rehusaba frecuentemente entrar en cualquier relación contractual o ignoraba sus términos. En ambos casos, continuaba sacando lo más que podía de los bienes monásticos, sin tener la menor consideración con las más elementales necesidades de los monjes. Pleitos interminables por tales causas llenan páginas incontables de las crónicas monásticas.

Una de las primeras y peores consecuencias del sistema comendatario fue el gran descenso del número de monjes. A los ojos de las personas nombradas por el rey, que recibían sus abadías como recompensa material a variados servicios, la presencia de monjes había sido siempre una gravosa carga financiera. Hicieron todo lo posible por reducir el número de monjes al mínimo absoluto; si la abadía era víctima de la guerra u otro desastre, rechazaban reconstruirla y repoblarla. Aun en el mejor de los casos, cuando el contrato especificaba las obligaciones financieras del abad, se fijaba el número más bajo posible de monjes y de «pensiones», sin esperanza alguna de acrecentar el número de miembros o de mejorar la situación económica. El descenso del número y el bajo nivel del personal no se deben en forma alguna a una disminución general de vocaciones, sino a una limitación malsana y artificial que escapaba al control de la Orden.

Donde el número de monjes había sido fijado ya por contrato, algunos abades comendatarios concentraron sus esfuerzos para forzar la admisión de sus propios protegidos para las plazas vacantes. Si el candidato no era aceptable para la Orden, se originaban nuevas disputas y los comendatarios se desquitaban impidiendo la admisión de novicios.

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En comunidades donde las «pensiones» eran muy reducidas, los mismos monjes sintieron una fuerte inclinación a mantener bajo el número de miembros y mejorar las condiciones aprovechando el dinero destinado a las plazas vacantes.

En cierto número de casas, la presencia de un único monje era simplemente una formalidad legal; quedaron todavía más monasterios completamente vacíos, o que fueron perdidos por la Orden por distintas causas. Cuando el Capítulo General de 1667 arregló las cosas para la visita de todas las casas de Francia, la lista de monasterios, tanto de la Estricta como de la Común Observancia era sólo de ciento cuarenta y nueve comunidades, lo que significaba que, cerca de cincuenta casas a fines prácticos estaban vacías. En 1683, el número de monasterios para ser visitados había aumentado hasta 164, pero el desarrollo territorial de Francia fue el mayor responsable del incremento.

Sin embargo, debe señalarse con toda justicia que la mayoría de los comendatarios estaban de hecho forzados a contribuir con parte de sus rentas a la reconstrucción de los edificios, mientras que la recuperación moral fue promovida eficazmente por distintos organismos de la Orden. En 1600, un monasterio con miembros disciplinados, posesiones bien administradas y edificios conservados era una excepción rara; hacia 1700, en cambio, la mayoría de las casas cistercienses sobrevivientes poseían por lo menos lo más esencial para una vida religiosa ordenada, y ya no eran frecuentes los casos de negligencia o desorden total.

Donde fue posible la reconstrucción material y se podía garantizar el mantenimiento de una comunidad algo grande se seguía la recuperación moral, casi espontáneamente. Por el contrario, cuando la falta de celo y disciplina eran crónicas, el número de miembros era generalmente reducido y la pobreza en aumento. Dado que el control sobre factores económicos decisivos estaba en muchos casos más allá del poder de la Orden, la uniformidad quedó sólo en deseo, pero nunca se logró. A la sombra de magníficas abadías, con monjes ejemplares, subsistían simplemente casas pequeñas, en lucha constante, dominadas por problemas sin solución.

La afiliación a la Estricta Observancia fue, con certeza, un poderoso factor en el proceso de recuperación de una tercera parte de las casas francesas. No obstante, el movimiento tuvo un éxito más espectacular en los casos donde la introducción de la reforma estaba unida al retorno de los abades regulares, o realizada con el apoyo total del abad comendatario. La simple adquisición de un monasterio por la Estricta Observancia raramente dio por resultado mejoras apreciables. Aunque es muy posible que el promedio de las casas de la Estricta Observancia estuviera en un plano moral y económico más alto que sus similares de la Común Observancia, se debe considerar también el mayor, porcentaje de abadías regulares en la Estricta Observancia. En el máximo de su expansión, la reforma contaba con casi la tercera parte de las casas cistercienses pobladas, incluyendo la mitad de las abadías regulares.

La tarea de restauración dentro de la Común Observancia fue inculcada por el Capítulo General y promovida por fervientes visitadores, pero, en última instancia, su éxito se debe a la constitución apostólica In suprema de Alejandro VII, de 1666. Sobre la base de este documento, se había logrado hacia fines de siglo un grado razonable de disciplina interna en todos los monasterios.

En lo relativo a la administración central, el recrudecimiento de la lucha enconada entre Cister y los cuatro protoabades debe reconocerse que constituyó el problema clave durante el resto del Ancien Régime. Cuando, después de décadas enteras de ardua lucha, la Estricta

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Observancia se vio forzada a someterse, los protoabades se prepararon para reasumir su oposición a Cister, sólo para descubrir que gozaban de muy poca simpatía en el gobierno de Luis XIV. El régimen absolutista no podía apoyar a súbditos rebeldes contra una autoridad establecida, que, en el caso de Cister, aseguraba una efectiva influencia francesa sobre poderosas congregaciones extranjeras. Por esta razón, el abad Juan Petit (1670-1692), victorioso tanto contra la Estricta Observancia como contra sus cuatro antagonistas, llegó casi a establecer un control monárquico sobre la Orden Cisterciense.

Los sucesores de Petit se esforzaron por mantener la misma prominente posición en el puesto de control de la Orden. Conscientes de que el Capítulo General y el definitorium eran los únicos tribunales donde los humillados protoabades podrían exponer sus motivos de queja, los abades de Cister se volvieron cada vez más reticentes para convocar a Capítulo, a pesar de que la In suprema establecía sesiones trienales. Nicolás Larcher (1692-1712) reunió sólo una de esas asambleas en 1699. Bajo Edinundo Perrot (1712-1727), no hubo ningún Capítulo. Perrot, como sus antecesores, descansaba en el apoyo brindado por sus colegas germanos en su batalla contra «ese viejo dragón de cuatro cabezas». El portavoz alemán Esteban Jung (1698-1725), abad de Salem, formuló una clásica expresión representativa de su posición, sacando del olvido el argumento de la generación precedente. Aludiendo al dicho popular francés une foi, une loi, un roi (una fe, una ley, un rey), escribía a Luis XV: «Así como tenemos un solo Dios y una sola fe, así nuestra Orden tiene una única cabeza», y agregaba una antigua amenaza: «si no se puede hallar otro remedio en un futuro cercano, nosotros, los alemanes, estamos decididos a elegir un General especial para Alemania, acción que perjudicaría enormemente al Reino de Francia».

Andoche Pernot (1727-1748) se vio obligado a convocar un Capítulo en 1738 bajo fuertes presiones, pero su maquiavelismo por asegurar el apoyo de la asamblea a su política sólo aumentó la hostilidad de los protoabades, y acentuó la determinación de éstos de asentar un contragolpe apenas se les presentara la oportunidad. Entretanto; los cambios en el ambiente social y político del siglo XVIII comenzaron a favorecer lentamente a los protoabades. Durante la primera mitad del siglo XVIII, los miembros de la nobleza francesa, reducidos por el «Rey Sol» al impotente papel de cortesanos, lograron una notable renovación. Compartieron en mayor escala el poder político y reforzaron sus antiguos privilegios. Al mismo tiempo, una filosofía política popular, cada vez con mayor auge, denunciaba los gobiernos absolutistas, y volviendo sus ojos envidiosos al otro lado del Canal, exigían una administración más representativa y el equilibrio e interdependencia de los tres poderes gubernamentales.

Como exteriorización visible de tales aspiraciones, la nobleza recobró su monopolio sobre las sedes episcopales, y trató de forzar la sumisión de las órdenes monásticas exentas, la exención había sido, sin duda, un privilegio muy criticado durante siglos, pero el hecho de que, en el siglo XVIII, casi todos los abades pertenecían a una burguesía en rápido ascenso, rica e influyente, agregaba al crónico antagonismo entre obispos y abades el matiz de una lucha de clases. En esencia, la mayoría de los ataques al poder del abad de Cister puede tildarse de trivialidades, pero el plan obvio de obligar al superior de la Orden – que había sido de otro estamento –, a volver a su propio lugar dentro de la escala social, transformó cada disputa en una lucha de principios.

Durante esas querellas que se prolongaron décadas enteras, los protoabades libraron una batalla constante contra Cister, que estaba a favor de la vuelta a la actividad y el mantenimiento del Colegio de San Bernardo en Toulouse. Larcher y sus dos sucesores

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inmediatos hicieron repetidos esfuerzos por insuflar nueva vida a la decadente institución, y presionaron a las abadías vecinas para que apoyaran el Colegio, tanto moral como financieramente. Al mismo tiempo, los protoabades nunca cesaron de señalar que el motivo real oculto tras la idea era la ambición de poder del Abad General, y su explotación de los monasterios.

El Capítulo General de 1738 proporcionó al abad Pernot una victoria pírrica, por cuanto sus humillados colegas salieron más determinados que nunca a resarcir sus motivos de queja. Su sucesor en Cister, Francisco Trouvé, fracasó en el intento de lograr la reconciliación en 1748. El nuevo General, un natural de la Champaña de origen burgués, por entonces un hombre relativamente joven, de 37 años era doctor en La Sorbona y prior de la Clarté-Dieu, un monasterio pequeño de la diócesis de Tours. Su personalidad, sus pulidos modales y su erudición se unían a un agudo sentido de su nueva dignidad y a una firme decisión de defender o aun fortalecer su encumbrada posición. La nueva disputa alcanzó su clímax en un proceso judicial iniciado por los protoabades ante el Grand Conseil el 12 de marzo de 1760. Durante los meses subsiguientes un sinfín de panfletos y memorias, firmados por ambos bandos, trataban de influenciar a los jueces, lo mismo que al público interesado. Los protoabades atacaban, alegando que, durante los últimos cuarenta años, había tenido lugar una «revolución» organizada por los abades de Cister, «para cubrirlo todo con el manto de su opresivo poder». Ya no tenían sentido los Capítulos, porque estaban cambiando un gobierno de corte aristocrático, basado en el derecho, por otro monárquico, donde todo quedaba en manos del Abad de Cister. Trouvé replicó en forma cortante que había planeado repetidas veces la convocatoria de un Capítulo, pero no pudo hacerlo por circunstancias adversas o por el rechazo inesperado de los poco propicios protoabades. Más aún, proseguía el General, la administración de la Orden no podía depender de un «senado» aristocrático convocado sólo en raras ocasiones. Tal asamblea, si es que iba a ofrecer asistencia significativa al Abad de Cister, debería estar, por lo menos potencialmente, en sesión permanente.

El 14 de marzo de 1761, el Grand Conseil publicó la tan esperada decisión, favorable en líneas generales a los protoabades. Invalidaba un cierto número de decretos aprobados por el Capítulo de 1738, conjuntamente con los nombramientos subsiguientes y las medidas administrativas tomadas más recientemente por Trouvé. El mismo arrêt recalcaba que todas esas disposiciones tendrían que ser elaboradas consultando a los protoabades reunidos en capítulo. Trouvé apeló el veredicto de inmediato, dirigiéndose directamente al rey, pero era evidente que no se podía diferir por mucho tiempo la convocatoria del Capítulo General. Sin embargo, ante el cambio operado, un Capítulo ofrecía más ventajas a los protoabades que a Cister.

El Capítulo se inició el 5 de mayo de 1765 después de larguísimas preparaciones, en presencia de Antonio Juan Amelot de Chaillou, intendente de Borgoña, representante del gobierno real. Asistieron a la sesión únicamente sesenta miembros con derecho a voto, divididos en dos facciones casi iguales. La mayoría de los abades franceses apoyaban a los protoabades, mientras que los extranjeros, especialmente los alemanes, se alinearon sólidamente detrás del General.

No obstante, antes de que pudiera discutirse nada de importancia, surgió de nuevo el problema de la constitución y autoridad del definitorium. Dado que los protoabades podían controlarlo fácilmente, Trouvé insistía en la preeminencia de la sesión plenaria del Capítulo. Después de algunos días de altercados inútiles, el Capítulo General se disolvió en desorden, más o menos como había ocurrido en 1672.

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Las dos partes en pugna se dirigieron al Parlamento de Dijon, para alcanzar justicia. Cuando ese tribunal, bajo presión de los alemanes, falló a favor de Trouvé, los protoabades apelaron ante el Consejo real. Por ese entonces (1766), se había establecido bajo auspicio del rey la «Comisión de Regulares» encabezada por Étienne-Charles de Lomérie de Brienne, arzobispo de Toulouse. De aquí en adelante, todos los problemas importantes tendrían que ser solucionados por medio de este cuerpo de oficiales eclesiásticos y estatales.

Tal como se estableciera inicialmente, el propósito de la Comisión era la reforma de las órdenes religiosas. Las oportunidades en que debía intervenir específicamente, y los medios con que contaba fueron indicados sólo posteriormente por medio de una serie de decretos reales. Esas reglamentaciones señalaban con gran detalle la determinación de la edad y otras cualidades de los candidatos, la organización de los noviciados y una serie de cuestiones administrativas y disciplinarias. Los artículos esenciales de la reforma eran la exigencia de una revisión y una nueva publicación de las constituciones monásticas y el establecimiento de un mínimo de miembros en cada casa. Como es lógico, este último requisito podía satisfacerse únicamente reduciendo el número de comunidades pequeñas; más aún, en el caso que, medidas tan agudas no produjeran las mejoras deseadas, estaba proyectada la secularización de toda la Orden. En realidad, durante el período de trabajo de la Comisión, se cerraron más de cuatrocientas cincuenta casas religiosas, y se secularizaron nueve órdenes enteras.

Aunque se repitiera hasta el cansancio y se asegurara solemnemente que la única intención de la Comisión era promover una sana reforma, y de esta forma contribuir al bienestar de la Iglesia, no pudieron silenciarse las críticas ni vencerse la activa oposición. El hecho de que los más ruidosos agitadores a favor de una reforma fueran los mismos individuos que tramaron la expulsión de los jesuitas, confirmaba las sospechas de los que creían firmemente que la nueva organización era en realidad un instrumento para la destrucción del monacato. Por desgracia, el carácter y la personalidad de Loménie de Brienne no podían ser garantía para la honrada ejecución de las metas propuestas por la Comisión. No sólo su vida privada estaba muy por debajo del mínimo exigible a los eclesiásticos, sino que aún su fe en la existencia misma de Dios era muy cuestionada.

La Comisión trató de enfrentarse con los problemas de cada orden con una flexibilidad poco común. En el caso de los cistercienses, las tácticas de la misma fueron en extremo refinadas. Brienne explotó simplemente las agrias disputas periódicas entre las fracciones rivales de Cister y los protoabades. Se admite comúnmente que podría haberse llegado a un arreglo más satisfactorio revisando la constitución de la Orden. En el sentido estricto de la palabra, no había ninguna constitución actualizada. El documento que másse le parece, el breve In suprema de 1666, firmado por Alejandro VII, aunque era de naturaleza amplia, se refería especialmente al problema de las observancias. Siempre se había planeado una colección sistematizada de leyes, pero nunca había llegado a materializarse. De esta manera, el propósito principal de la Comisión, la reforma constitucional, no se lograría por presiones externas, sino mediante la amplia cooperación de ambas partes, guiando simplemente la actividad del Capítulo General en la dirección deseada. Dado que los distintos elementos especiales de la reforma proyectada podrían ser incorporados con facilidad a la nueva constitución, no se ejercía presión alguna sobre la Orden para que aceptara exigencias concretas, y aun la supresión de pequeñas comunidades quedaba diferida hasta la ratificación final de la nueva constitución.

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El Capítulo General de 1768 se dedicó por entero a los preliminares de la reforma constitucional. Entre los cincuenta y cuatro miembros con derecho a voto, los partidarios del General tenían neta mayoría. Sin embargo, dos comisionados reales, el ya mencionado Amelot de Chaillou y Juan Armando de Roquelaure, obispo de Senlis, actuando de acuerdo con las instrucciones recibidas de Brienne, dominaron las sesiones. Dado que la intención de Brienne era democratizar el gobierno de la Orden, otorgando mayor influencia a los protoabades, el partido de Trouvé tenía pocas posibilidades de triunfar.

La sesión se inició el 2 de mayo con la puesta en circulación de un cuestionario de cien preguntas preparado por la Comisión de Regulares y concerniente al gobierno de la Orden. Brienne anticipó evidentemente una amplia gama de respuestas, pero simplemente se redujeron a dos grupos que apoyaban líneas partidarias estrictas: treinta y uno favorecieron la posición del General y veintitrés la de los protoabades. Como no se pudo llegar a ninguna conclusión durante cinco días consecutivos de acaloradas discusiones, el borrador del texto preliminar fue confiado a un comité abacial, en el cual estaban representados los dos bandos.

Después de tres años de labor, el Comité, tal como podía preverse, no pudo zanjar las diferencias, y el resultado fue la aparición de dos propuestas de constitución en lugar de una. La tarea del Capítulo General de 1771, que duró desde el 2 de septiembre hasta el 2 de octubre, la sesión más larga que se haya registrado jamás, era debatir los textos en conflicto, y llegar a una posible decisión en materia tan compleja. Sobre el total de sesenta y cuatro participantes con derecho a voto, el partido del General estaba de nuevo en amplia mayoría, gracias a la presencia de veintitrés abades extranjeros. A pesar de la constante intervención de Roquelaure, el inevitable resultado fue la constitución que representaba el punto de vista de Trouve, y que por consiguiente era totalmente inaceptable para Brienne.

El próximo paso fue el nombramiento de un subcomité compuesto por cuatro miembros de la Comisión de Regulares encargado de la redacción del tan buscado texto de compromiso que pudiera ser aceptado por las facciones en disputa. Esta tarea resultó a todas luces imposible, y los puntos claves quedaron sin decidir por más de una década.

Los acontecimientos trágicos en el Imperio austríaco, que aislaron a Trouvé de sus leales defensores, cortaron el nudo gordiano y dieron ventaja decisiva al partido de los protoabades. Mientras que en Francia disminuía gradualmente la campaña contra los monjes, el gobierno imperial iniciaba un ataque devastador contra las abadías ricas y poderosas, dentro de su esfera de influencia. La prosperidad de los monasterios «inútiles» era una tentación a la cual no podían resistir los déspotas «ilustrados». Mantener correspondencia con superiores extranjeros, mandar fondos al exterior, concurrir a capítulos más allá de las fronteras, se habían hecho cada vez más difícil, aun durante los últimos años de la muy religiosa María Teresa. Su hijo y sucesor, José II, asestó ahora un golpe mortal. Un decreto imperial del 12 de enero de 1782 disolvió todos los establecimientos monásticos que no sirvieran directamente al interés público. Durante los años subsiguientes, fueron secularizadas casi todas las abadías dentro del territorio de los Habsburgo. Las pocas que se las ingeniaron para sobrevivir, estaban paralizadas por el temor constante. De pronto, en tal atmósfera, los problemas de la nueva constitución o la victoria de Trouvé sobre sus oponentes llegaron a ser irrelevantes. Casi exclusivamente abades franceses concurrieron a las dos últimas sesiones del Capítulo General, antes de la Revolución. Mostraron todavía un grado de vitalidad sorprendente, pero trabajaron bajo la grave amenaza de su inminente ruina.

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Frente al cambio de situación, podía ignorarse con toda tranquilidad la oposición de los poderosos abades extranjeros. Por eso, el subcomité redactó el tan esperado texto de la nueva Constitución, decidiendo todas las cuestiones a favor de los protoabades. El nuevo documento trataba únicamente de los organismos legislativos y administrativos de la Orden y postergaba lo relativo a disciplina y liturgia. El anteproyecto constitucional contenía las previsiones básicas que siguen: Los futuros Capítulos Generales serían convocados cada tres años, y debían comenzar siempre en la misma fecha: el lunes de la cuarta semana después de Pascua. El General debía publicar su indictio (convocatoria), por lo menos tres meses antes de abrirse la sesión. Si no lo hiciera, todas las personas en condiciones de participar irían directamente a Cister, aun sin invitación. Si se declaraba al General inhabilitado para presidir, su lugar sería ocupado por el abad más antiguo entre los presentes. Los abades titulares (in partibus) estaban excluidos expresamente de toda participación activa. Al formar el definitorium, el general podía rechazar a sólo uno de los cinco nombres presentados por cada uno de los cuatro protoabades. Cada tema que no contara con el voto unánime del Capítulo sería transferido al definitorium. El Capítulo General tenía facultades de veto parcial sobre las decisiones de este cuerpo, que a su vez podía no ser admitido por los definidores. Al año siguiente de cada Capítulo General, debían realizarse capítulos intermedios con la participación del general, los protoabades, visitadores, vicarios generales de congregaciones y los dos procuradores generales. Este cuerpo sólo podría adoptar, sin embargo, medidas de emergencia que serían aceptadas o rechazadas por el próximo Capítulo General. El abad general tenía jurisdicción directa únicamente sobre las filiales de Cister, y cada uno – de los protoabades gozaba de la misma autoridad sobre sus propias hijas, sin la intervención del General. Esta autoridad no sólo incluía el derecho de visita, sino también el de nombrar priores y otras autoridades en casas in commendam. El mismo documento establecía un mínimo de nueve monjes, incluyendo el superior local, para cada monasterio. En lo referente a la explotación de los bienes monásticos, venta de propiedades, impuestos y otras contribuciones financieras, préstamos o resortes similares de la administración fiscal, se daba una supervisión por parte de las distintas oficinas del gobierno real, que hasta podían ejercer con frecuencia el veto final.

El texto de la constitución fue presentado al Capítulo General de 1783, dominado por cinco comisionados reales. Los treinta y ocho participantes, entre los cuales sólo se encontraban cuatro alemanes, no tuvieron otra alternativa que aceptar el texto propuesto, aunque en realidad sugirieron un cierto número de modificaciones. El General y sus reducidos leales expresaron su disconformidad por medio de la resistencia pasiva.

Después de algunas correcciones de última hora, el Capítulo de 1786 aceptó el texto final. La validez legal de la nueva constitución dependía obviamente de la sanción real y papal, pero este documento trascendental de la historia cisterciense nunca recibió la aprobación de dichas autoridades. El gobierno real, ya sentenciado a muerte, no tenía ya tiempo ni interés para dedicarse a tales asuntos. ¿Fue esta constitución una obra legislativa viable? Nunca se comprobó su valor práctico. Siempre será problemático hacer un juicio definitivo sobre sus méritos. En realidad, fue una trágica ironía del destino que la promulgación de esta importante ley coincidiera con la extinción casi total de la Orden en el caos de la Revolución.

La prisa por lograr la reforma constitucional no fue en modo alguno el único interés de la Comisión de Regulares. La investigación de evidencias que pudieran fundar planes para una reforma más amplia de todas las órdenes religiosas necesitaba reunir datos estadísticos de todo el país. Sobre la base de esa fuente de material poco común, el investigador puede esbozar una imagen global de la Orden cisterciense en Francia, en vísperas de la Revolución.

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Dentro de los límites de Francia en el período pre-revolucionario había en conjunto 237 instituciones cistercienses, incluyendo nueve prioratos titulares y tres colegios. Sólo treinta y cinco abadías estaban gobernadas por abades regulares cistercienses, todas las otras estaban in commendam.

La determinación del número exacto del personal monástico es mucho más difícil. Tal cifra, aunque abultada, probó no ser digna de confianza. La cifra total más aproximada debe haber estado entre 1.800 y 1.900, lo que deja como promedio ocho monjes por institución. Esas cifras permanecen notablemente constantes durante todo el siglo XVIII, y no cambiaron incluso en los cálculos de las autoridades revolucionarias en 1790. En muchos casos, las comunidades concretas eran demasiado reducidas para una vida monástica significativa. La razón fundamental de esa situación realmente deplorable no era sin embargo la falta de vocaciones, sino la disminución de ingresos que hizo imposible mantener comunidades grandes.

En efecto, el valor real de los bienes de las abadías cistercienses era elevado, pero, contrariamente a la propaganda revolucionaria posterior, los ingresos disponibles eran, en la mayor parte de los casos, modestos. Claraval era, con mucho, la más rica, con una entrada de alrededor de 100.000 libras anuales, pero también era la más poblada, con cincuenta o sesenta profesos que había que alimentar y vestir. Parece que la mayoría de las comunidades habían aprendido a vivir de acuerdo con sus posibilidades, porque las crónicas no mencionan deudas insuperables.

De acuerdo con los mismos registros, casi todas las abadías estaban en buen estado de conservación; muchas habían sido reconstruidas y remodeladas durante el siglo XVIII. Sin embargo, el esplendor barroco de los monasterios alemanes tuvo pocos imitadores en Francia. Pudo servir de escarmiento la bancarrota de Châlis a causa de un proyecto de edificación en extremo ambicioso a comienzos del siglo. Las grandes ampliaciones de Cister y Claraval, aunque monumentales, fueron austeras en comparación de Ebrach o Fürstenfeld.

La Comisión de Regulares estimuló a los obispos franceses a informar sobre la condición moral de las abadías dentro de sus diócesis, pero son pocos los comentarios interesantes. Sólo sesenta y siete establecimientos cistercienses fueron objeto de ese estudio episcopal, de los cuales recibieron alabanzas ilimitadas treinta y dos; muchos otros fueron descartados como «inútiles». Solamente diecisiete casas fueron censuradas por irregularidades o escándalos declarados, pero diez de las mismas estaban ubicadas en dos diócesis, cuyos obispos eran enemigos declarados de los monjes.

Aunque registros tan abundantes se presten a variadas interpretaciones, sigue en pie el hecho de que las órdenes monásticas eran impopulares entre vastos sectores de la jerarquía y sufrían los ataques del mismo grupo de intelectuales «ilustrados» que había logrado la destrucción de los jesuítas. Sin embargo, parecía que los cargos de relajación eran usados simplemente para justificar los ataques, cuyo objeto real no eran los abusos, sino la existencia misma del monaquismo.

Según el juicio de los críticos «ilustrados», esa institución medieval no encajaba en una sociedad que necesitaba de un cambio radical. Estaban en lo cierto cuando señalaban que muchas comunidades religiosas no habían logrado vivir de acuerdo con sus antiguos ideales, pero los mismos detractores no comprendieron que la sociedad de su época no les ofreció el mismo medio ambiente apto y comprensivo del siglo XII. Ninguna organización religiosa

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podría mantener indefinidamente normas que han sido descartadas por la sociedad tiempo atrás. Los impacientes forjadores de un nuevo mundo vieron incluso a las casas bien disciplinadas como reliquias inútiles del pasado, desesperadamente estancadas y sin ningún rasgo de «ilustración», que estorbaba el progreso, y estaban por lo tanto destinadas a la supresión.

La mayoría de las casas cistercienses a fines del siglo XVIII no estaban carcomidas por la decadencia moral, pero fracasaron en adaptarse a tiempo a los nuevos ideales de un mundo que cambiaba con rapidez. Los autores modernos que retratan al monacato anterior a la Revolución como una institución en progresiva decadencia sufren el mismo espejismo que el pasajero de un vagón de ferrocarril, a gran velocidad, que ve rezagarse los postes telegráficos.

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Al borde de la extinción

Hacia mediados del siglo XVIII, las órdenes religiosas se encontraban en una posición ambigua. Todavía contaban con el apoyo de las masas básicamente devotas y ligadas a la tradición, pero estaban expuestas a la crítica despiadada de los intelectuales «ilustrados», que analizaban exhaustivamente cada institución del pasado a la luz de la utilidad social. Mientras la propaganda anti-religiosa quedó circunscripta a la élite intelectual, las órdenes religiosas no estuvieron en peligro inmediato. La amenaza se hizo realidad, sin embargo, cuando «déspotas ilustrados», entre ellos José II, se hicieron eco de esas críticas y se volvieron contra los monjes.

Los dirigentes de las órdenes contemplativas se alarmaron, y trataron de asegurar la supervivencia de sus organizaciones comprometiendo a sus monjes en actividades de palpable significado social. La expresión más natural de esta tendencia fue una actividad pastoral en incesante aumento, compartida por gran número de abadías cistercienses. Aquellas abadías que contaban con suficientes miembros bien instruidos se interesaron en la enseñanza, considerada por mucho tiempo un campo legítimo de la actividad monástica.

Entre todos los esfuerzos educacionales del siglo XVIII, la escuela establecida en la abadía de Rauden, en Silesia, bajo la inspiración del gobierno «ilustrado» de Federico II, fue probablemente la primera, pero con toda seguridad la de más éxito. En 1743, durante la Guerra de Sucesión en Austria, cuando la provincia quedó aislada de otros centros educativos, la abadía abrió una escuela de latín, que pronto evolucionó hacia un instituto completo de enseñanza secundaria o gimnasio. El número de alumnos, en su mayoría pensionistas, creció rápidamente, y por el año 1788, el monasterio alojaba a doscientos cuarenta y tres estudiantes. La enseñanza era gratis; por el pensionado se cobraba una pequeña suma. El colegio gozó de amplia reputación en todo el país y sobrevivió a la disolución de la abadía en 1810. Durante los sesenta y siete años de administración cisterciense, esta escuela graduó a dos mil estudiantes, de los cuales la cuarta parte llegaron a ser sacerdotes.

La supresión de la Compañía de Jesús en 1773, dejó sin dirección numerosas instituciones educativas. La crisis representó una buena oportunidad para cierto número de comunidades cistercienses, que cerraron la brecha y salvaron los gimnasios abandonados. Tal fue el caso de Gotteszell en Baviera, donde, poco después de 1773, los monjes se hicieron cargo de la escuela de Burghausen, anteriormente dirigida por los jesuítas. Idénticas circunstancias indujeron a los monjes húngaros de Pásztó a aceptar el instituto jesuíta de Eger en 1776. Su ejemplo fue seguido por otras abadías de la región, y su reputación como «orden educativa» quedó sólidamente establecida.

El Capítulo General de Cister, apremiado por las exigencias de la comisión de Regulares se interesó en varios esquemas, todos esbozados para demostrar la «utilidad» de la Orden. Sin embargo, fue durante el Capítulo General de 1786 cuando surgió un ambicioso plan apuntado a un objetivo triple, basado en una reorganización profunda del Colegio de San Bernardo en París. El plan de estudios, así como el personal docente y el conjunto de estudiantes de esa institución debían ser ampliados y desarrollados; la amenaza de supresión de casas despobladas podía ser eliminada transfiriendo sus ingresos al colegio; y para probar la utilidad social de la Orden, sería establecido un cierto número de escuelas gratuitas con pensionado, dirigidas por maestros formados en la institución parisina.

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La idea, sugerida por el preboste del Colegio, Santiago Francisco Frennelet, fue bien recibida, y el abad general Trouvé sometió el estudio de sus detalles a una comisión, llamadas con toda propiedad «oficina de utilidad». Empero el proyecto no constituía una novedad. La organización de pensionados fue propuesta originalmente, algún tiempo antes, por Antonio Chautan, abad de Morimundo, quien en la misma sesión del Capítulo General declaró estar preparado para abrir de inmediato tres instituciones de ese tipo dentro de sus propias filiales en Francia; cada una podría albergar 20 niños mayores de 9 años, elegidos «entre las filas de la nobleza y de los plebeyos pobres, pero capaces», estos últimos serían educados en forma gratuita.

En las discusiones posteriores, Antonio Desvignes de la Cerve, abad de La Ferté, insistió en que los cursos dictados en el Colegio Parisino debían incluir la teología Moral, y así los monjes podrían ser más eficaces en la cura pastoral, cuando se requirieran sus servicios. Este mismo abad probablemente propuso que en el Colegio de San Bernardo de París se establecieran a perpetuidad quince becas de 100 pistoles (1 pistole = 10 libras turnesas) per capita, financiadas por los recursos de casas pequeñas unidas al colegio. Los becarios debían ser elegidos entre los miembros de los monasterios pobres, mientras se contaba con que las casas más ricas enviarían a París estudiantes adicionales pagados con sus propios fondos. El Abad General no sólo aprobó el proyecto, sino también reveló que ya había señalado especialmente dos casas para que se unieran al colegio de París, aunque las crónicas del Capítulo no identifican a esos monasterios por sus nombres. Al mismo tiempo, se autorizaba a la administración del Colegio para negociar un préstamo de 100.000 libras para la necesaria ampliación y remodelado de los edificios, que no pudo llevarse a cabo por razón de los acontecimientos de 1788.

Los repetidos golpes dirigidos contra comunidades contemplativas se dieron en primer lugar dentro del dominio de los Habsburgo. En 1782, José II (1780-1790) ordenó el cierre de todas las instituciones religiosas que consideraba «inútiles». La cura parroquial se aceptaba como causa de excepción. La mayoría de las abadías cistercienses cayeron víctimas del decreto imperial, y sólo pudieron escapar aquellas casas donde la ejecución de la ley no había sido completada antes de la muerte prematura del emperador. Tal fue el caso de Bélgica, donde la firme resistencia local retrasó a las autoridades impacientes. De este modo, los catorce monasterios y los treinta y un conventos de monjas de la Orden prolongaron sus vidas por otra década, únicamente para ser consumidas en el incendio devastador de la Revolución. Francia fue el país donde las fuerzas de la destrucción adquirieron mayor magnitud, listas para asestar un golpe mortal al monacato, no sólo dentro de sus fronteras, sino en todas partes de la Europa continental, siguiendo el camino de las huestes victoriosas de Napoleón.

La trágica cadena de acontecimientos se inició con el cambio de las reglas para la elección de los delegados destinados a representar al «primer Estado», el clero, en los Estados Generales de mayo de 1789. Luis XVI, para satisfacer al clero secular, declaró que en las asambleas electorales locales los cures debían emitir su voto individualmente, mientras cada monasterio estaba habilitado para un solo representante y un voto único. El resultado fue inevitable: sobre doscientos noventa y seis diputados por el primer Estado, sólo veintitrés representaban a las abadías, y aún este modesto número estaba formado por abades comendatarios, cuyo conocimiento e interés por los asuntos monásticos eran extremadamente limitados. Entre los delegados regulares, el único cisterciense fue Claudio Francisco Verguet, prior de Relecq, monje que había hecho su primera profesión en Cister y representaba a la diócesis de Saint Poldë-León. Cuando en junio la mayoría del clero secular decidió fundirse con el tercer Estado, llegó a su final dramático la largamente gestada revuelta de los curés. En la nueva

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Asamblea Nacional, las órdenes religiosas no tenían virtualmente representantes, y así desapareció el clero francés como entidad autónoma. Les quedaban unos pocos amigos, en cambio, el número de enemigos declarados crecía de día en día.

Las noticias aterradoras de los sangrientos sucesos del 14 de julio, que culminaron con la destrucción de la Bastilla, repercutieron en todo el país y provocaron el gran pánico, que fue seguido por la violencia generalizada contra las propiedades y viviendas de las clases privilegiadas. Muchas abadías compartieron el mismo destino de los palacios de la nobleza. Sin embargo, parece que fueron atacadas pocas casas cistercienses y, aun en esos casos, la furia de la plebe se dirigió contra los archivos monásticos, que se suponía contenían los documentos relativos a los impuestos u obligaciones feudales.

Presionada por las condiciones alarmantes que imperaban en todo el país, la Asamblea decretó, entre el 4 de agosto y los días subsiguientes, la abolición de todos los privilegios del clero y la nobleza, incluyendo servicios, rentas, diezmos y toda otra fuente de recursos de origen «feudal». Se expresó repetidas veces la esperanza de una compensación y previsiones para el mantenimiento de las instituciones religiosas, pero no se tomó ninguna medida. Los monasterios comenzaron a sentir inmediatamente los resultados. Por falta de fondos, Sept-Fons se vio obligada a despedir en agosto a quince de sus treinta y seis novicios, en noviembre partió otro grupo y, en febrero de 1790, sólo quedaban dos novicios en la casa.

La constante crisis financiera sirvió de justificación a la Asamblea del 2 de noviembre, para declarar que todos los bienes y propiedades de la Iglesia en Francia debían estar «a disposición de la Nación». Antes de que se pudiera reglamentar la confiscación legal, la plebe se sintió libre de servirse de todo lo que pudiera encontrar en los dominios monásticos. Aunque se había establecido que los bosques serían propiedad estatal, éstos se convirtieron en los objetivos principales para el despojo, porque la madera siempre podría convertirse en dinero efectivo. Mientras tanto, los monasterios estaban expuestos de continuo a la persecución y vejamen de los auto-proclamados comités locales. Los monjes, que siempre habían tenido algo que compartir con los pobres de la vecindad, comenzaron a sufrir hambre y privaciones extremas. Al llegar la primavera de 1790, las condiciones en algunos monasterios se volvieron a todas luces intolerables. En marzo, un grupo de abadías situadas en Champaña, entre ellas Cheminon, Trois-Fontaines, Montier, Haute-Fontaine, Boulancourt y Ecurey, enviaron una carta conmovedora al presidente de la Asamblea diciendo que si «él, en su sabiduría no podría hallar modo de remediar la situación, debería promulgar pronto la fecha para la evacuación de las casas, de lo contrario los religiosos se verían forzados a abandonar los monasterios para salvar sus vidas».

El organismo de la Asamblea Nacional encargado de las órdenes religiosas era el Comité Ecclésiastique, establecido en agosto de 1789. Lo integraban quince legisladores, la mayoría laicos, y estaba dominado por el rapporteur, Juan Bautista Treilhard (1742-1810), un abogado muy trabajador, pero librepensador, futuro regicida y conde napoleónico. Sus convicciones religiosas se manifestaron claramente con su decisiva actuación en la legislación contra las órdenes monásticas, y su influencia en la redacción de la Constitución civil del clero.

Trece cluniacenses que vivían a disgusto en Saint-Martin-des-Champs, en París, encontraron una excusa para intervenir directamente en los asuntos monásticos, y el 25 de septiembre presentaron una carta a la Asamblea ofreciendo su casa a la Nación, a cambio de pensiones anuales, expresando además «sus deseos de gozar de la libertad como cualquier otro francés». La Asamblea respondió el 28 de octubre suspendiendo las profesiones monásticas.

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Después de la decisión del 2 de noviembre, se sobreentendía que la venta de la propiedad monástica comenzaría con la secularización de los monasterios. En consecuencia, el asunto fue girado al Comité Eclesiástico, donde Treilhard tomó la iniciativa. El 17 de diciembre de 1789, presentó un proyecto que detallaba paso a paso la abolición de las órdenes monásticas, aunque una gran oposición evitó su discusión posterior. No obstante la decisión fue sólo pospuesta hasta que Treilhard lograra copar su Comité con otros anticlericales similares a él. De esta forma, entre el 11 y el 12 de febrero de 1790, se asestó el golpe después de acalorado debate. Fueron rechazados los alegatos en defensa de los cartujos, La Trapa y Sept-Fons. En realidad, la severidad del texto final, excedía a las propuestas iniciales de Treilhard. De acuerdo con sus términos, quedaban definitivamente prohibidas las profesiones religiosas y todos los monjes serían interrogados sobre sus intenciones. A los que eligieran abandonar los monasterios, se les prometía una pensión, aunque su montante, que oscilaba entre 700 y 1.200 libras, fue determinado más tarde. Para los que decidieran continuar en la vida monástica, se reservaba ciertas «casas de unión», pero no se añadían más detalles. En marzo, se ordenó a todas las casas religiosas presentar un informe con los nombres y edad de sus miembros; en abril, se hicieron inventarios por parte de las autoridades municipales y la administración de la propiedad monástica pasó a manos del estado; en mayo, magistrados locales tomaron declaración individual a los monjes sobre sus planes para el futuro. Aunque la mayoría de los religiosos eligieron las pensiones, muchos otros permanecieron indecisos. Por lo tanto, se llevaron a cabo nuevos interrogatorios en noviembre. Por entonces, la perspectiva de continuar una vida monástica auténtica se había reducido tan drásticamente, que muy pocos voluntarios ingresaron en las «casas de unión». Estas tétricas instituciones demostraron que no tenían ningún sentido. Una ley promulgada el 4 de agosto de 1792 declaró que todas las casas religiosas todavía existentes debían estar clausuradas al 1.0 de octubre del mismo año, con excepción de las comunidades vinculadas a hospitales y otras instituciones similares de caridad. Pocos días después, se prohibió el uso de hábitos o uniformes religiosos.

A diferencia de la disolución del monacato inglés en el siglo XVI, en la supresión ordenada por la Asamblea Nacional Francesa, jamás se trató de exponer la corrupción monástica generalizada como motivo de la secularización. Las fuerzas que triunfaron finalmente contra los monjes, no fueron en modo alguno provocadas por faltas de los individuos o comunidades. Se originaron en los principios, y no dirigieron su furia contra los abusos, sino contra el monaquismo como un ideal, una forma de vida. A los ojos de los reformadores «ilustrados», el monaquismo aparecía como un símbolo del oscurantismo medieval, y sin posibilidades de salir de su estancamiento, y por consiguiente estaba destinado a ser quitado del paso si se quería alcanzar el progreso. Durante el debate decisivo en la Asamblea, el 12 de febrero de 1790, Barnave declaró con franqueza brutal: «las órdenes religiosas son incompatibles con el orden social y el bienestar público. Debéis destruirlas todas, sin restricción alguna». Pétion, hablando en el mismo tono, no se fundaba por cierto en la supuesta condición decadente de los monasterios, cuando añadía la exhortación de que «la conservación de algunos prepararía el renacimiento de todos».

La venta de la propiedad monástica comenzó a fines de 1790, y se completó durante el curso de 1791. Los infortunados monjes ni siquiera podrían gozar de sus pensiones por mucho tiempo, ya que éstas estarían bien pronto condicionadas al juramento de fidelidad a la Constitución Civil del Clero. Los ex-religiosos que rehusaron obedecer la ley, no sólo perdieron sus pensiones, sino que se convirtieron en «sospechosos» expuestos a una persecución encarnizada.

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La parte técnica de la disolución y venta de la propiedad monástica estuvo a cargo de oficiales locales, que respondían a instrucciones recibidas de París. En mayo de 1790, se hicieron los inventarios y se interrogó a los monjes de Cister. El viejo y atribulado abad general Francisco Trouvé anunció valientemente que él quería «vivir y morir como religioso». Su ejemplo fue seguido por el prior y los priores anteriores. Once monjes y conversos hicieron declaraciones similares, con la salvedad de que su preferencia por la vida monástica se refería exclusivamente a Cister. Veintinueve, en su mayoría monjes jóvenes, desearon trocar la vida monástica por pensiones; otros dos tomaron sus decisiones condicionalmente.

La mayoría de los monjes dejaron la abadía en septiembre, y en enero de 1791, los pocos que quedaban tuvieron que partir, porque la venta de la misma era ya inminente. El edificio conventual, con las 800 hectáreas de tierra adyacente, fue vendido el 24 de marzo por un total de 482.000 libras. El saqueo se había generalizado tanto, antes y después de esa fecha, que las autoridades, preocupadas, pidieron ayuda al ejército. Incluso enviaron una compañía de artillería desde Auxonne al escenario de los hechos, bajo el mando de un joven teniente llamado Napoleón Bonaparte.

El octogenario abad general Trouvé fue uno de los últimos monjes en abandonar Cister. En su última comunicación a los cistercienses del extranjero, autorizó a sus vicarios en Alemania y Bélgica a conducir los asuntos de la Orden en sus respectivos países con plenos poderes. El 1 de abril, delegó sus poderes como abad general en el procurador romano de la Orden, Alanus Bagatti, abad de Santa Croce. Este documento ya estaba fechado en Vosne, donde Trouvé se retiro a vivir en casa de un sobrino. En la misma Vosne, cerca de Cister, falleció el Abad General el 1797.

Procedimientos semejantes se llevaron a efecto casi simultáneamente en toda abadía de la Orden en Francia. Los documentos que se han rescatado, especialmente las declaraciones de los monjes relativas a sus intenciones de permanecer como tales o aceptar las pensiones, resultaron muy significativos.

En su intento de probar la moral generalmente baja que imperaba entre los monjes de la época, los historiadores han señalado una y otra vez que, en 1790, la inmensa mayoría de ellos deseaba cambiar la vida del claustro por las pensiones y la libertad de establecerse en cualquier lado. Tales conclusiones revelan, sin embargo, la más completa tergiversación de la situación en que se encontraban los mismos. Cuando, en mayo de 1790, fueron obligados a elegir entre las pensiones o continuar la vida monacal, esto último era ya imposible. La disolución de las órdenes monásticas ya había sido decretada. La única alternativa aparente era ingresar en las «casas de unión», donde los monjes de varias comunidades serían apiñados hasta su extinción total. En esta coyuntura no se habían especificado ni la ubicación, regla, normas o demás detalles relativos a los nuevos establecimientos, razón por la cual los monjes tenían todo el derecho a suponer que se asemejarían más a prisiones o asilos de mendigos que a monasterios.

Más aún, el sentido común obligaba a aceptar las pensiones, que no constituían ninguna falta contra sus votos. En un sentido legal, los votos monásticos no exigen la dedicación de toda una vida a un ideal abstracto, ni aun adherirse a un tipo particular de conducta, sino la estabilidad en un monasterio específico y la obediencia a un superior legítimo. Dado que, a comienzos de 1790, la secularización de las casas y comunidades estaba ya resuelta, los vínculos legales entre las abadías y los monjes concretos también habían sido rotos, dejando a

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éstos en libertad para elegir entre las alternativas razonables. Si su elección no fue heroica, no por eso significa una traición a sus votos, y menos una apostasía.

Un examen imparcial de los documentos muestra la imagen de seres humanos profundamente turbados, confundidos y perplejos, en un intento desesperado de conciliar las exigencias de su conciencia con los dictados del sentido común. Los que, sin importarles nada, aprovecharon la ocasión y aceptaron las pensiones sin más, fueron una excepción, como también los que decidieron continuar la vida monástica sin condiciones. Cuando la estructura de la Orden comenzó a desintegrarse, saliendo a la luz los diversos individuos, con sus incontables problemas y ansiedades, expresadas con toda claridad en sus declaraciones, muchos de los inclinados a abandonar el monasterio y aceptar la pensión, se afanaron en justificar su decisión, mientras la gran mayoría de aquellos que eligieron seguir siendo religiosos hacían tal promesa sólo bajo ciertas circunstancias. Un número considerable de monjes rechazó simplemente hacer cualquier elección, indicando que no podían distinguir bien las alternativas. La diversidad de las respuestas hacen casi imposible la generalización y sería erróneo cualquier intento de clasificar el contenido de las declaraciones reduciéndolas a simples fórmulas.

La persecución de los sacerdotes que se negaron a jurar lealtad a la Constitución Civil del Clero se desató con increíble crueldad, poco después de la expulsión de los monjes. Siguiendo la información proporcionada por el abad de Wettingen (Suiza), sólo un tercio de los que habían sido cistercienses obedecieron la ley. Para la mayoría no hubo otra elección que fugarse al exterior o hacer frente a la prisión, deportación y aun la muerte. No hay registros exactos de los juicios posteriores; sin duda alguna grandes contingentes encontraron albergue temporal en las casas cistercienses de los Países Bajos, Alemania, Suiza y Estados Pontificios, pero muchos de ellos murieron en condiciones inhumanas en las prisiones francesas o en el penal de la Guayana Francesa.

Los refugiados no pudieron gozar de una hospitalidad duradera de sus hermanos extranjeros. Las tropas francesas victoriosas invadieron bien pronto los países limítrofes imponiendo por las armas sus doctrinas revolucionarias. Los Países Bajos, su primera víctima, fue tratada con especial severidad. Los monasterios fueron visitados, se hicieron detallados inventarios, se gravó arbitrariamente a las abadías, y los religiosos fueron incesantemente molestados. Finalmente, las leyes de 1796 decretaron que todos los bienes monásticos deberían ser confiscados. Una vez más la negativa a prestar el juramento de lealtad a la constitución revolucionaria se convirtió en pretexto para la persecución de sacerdotes. Más aún, en represalia por la resistencia generalizada, un decreto de 1798 sentenciaba a todo el clero flamenco a ser deportado. El decreto se llevó a cabo sólo en forma parcial, pero centenares cayeron víctimas de la tiranía, entre ellos treinta y siete cistercienses.

La penetración francesa en Italia trajo la destrucción de la mayoría de los monasterios allí establecidos. Los procedimientos legales contra los monjes diferían de estado a estado; pero los ejércitos franceses no respetaban derechos ni privilegios. En algunas abadías, el saqueo se agravó con los asesinatos. En Casamari, fueron muertos seis monjes en 1799 cuando trataban de evitar la profanación del Santísimo Sacramento. Entre 1806 y 1808, se suprimieron por decreto la mayoría de los monasterios supervivientes.

Después de la instalación de la República Helvética en Suiza (1798), respaldada por Francia, los bienes monásticos quedaron bajo control del gobierno y se prohibió la recepción de novicios. Sin embargo, las tres abadías cistercienses escaparon de la supresión formal. Más

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aún, después de la secularización de las abadías alemanas en 1803, las abadías de Wettingen, Hauterive y Saint Urhan, completamente aisladas, formaron la Congregación Cisterciense Suiza, independiente, que también incluía once conventos de monjas de la misma Orden. Las tres abadías se alternaban en la dirección de la nueva organización, eligiendo un «abad general» por el término de tres años. Pío VII aprobó su Constitución en 1806, pero la vida de la Congregación siempre fue precaria. Después de las guerras napoleónicas, un gobierno suizo cada vez más liberal reanudó la legislación anticlerical. En 1830, se renovó la prohibición de recibir novicios y la propiedad monástica volvió a estar bajo supervisión. La supresión de Wettingen se llevó a cabo en 1841, seguida por la secularización de Hauterive y Saint Urban en 1848.

La próspera Congregación de la Alemania superior fue presa de la voracidad de los príncipes germanos. La Paz de Lunéville (1801), que les fuera impuesta por Napoleón, confiscaba sus posesiones en el margen occidental del Rhin, pero los autorizaba a buscar una compensación a expensas de las propiedades eclesiásticas. La secularización general se hizo ley en 1803, sancionando la confiscación de todos los bienes monásticos y acordando sólo una pensión modesta a los monjes expulsados. Sin embargo el decreto no se ejecutó de inmediato en todos los estados germánicos. En Prusia se hizo efectivo en 1810; en Austria, donde José II no había dejado mucho por secularizar, las pocas abadías sobrevivientes continuaron su existencia. No obstante, fueron expropiados cuarenta y seis monasterios, y ochenta y tres cenobios cistercienses de monjas en toda Alemania. La fabulosa riqueza de las grandes iglesias, los objetos de arte de incalculable valor y todas las bibliotecas fueron vendidos o malgastados, mientras que los edificios eran demolidos, o se los adaptada a fines seculares.

Después del desmembramiento final de Polonia (1795), tanto las autoridades rusas como prusianas suprimieron las abadías cistercienses dentro de sus respectivos territorios, y sólo dos casas polacas sobrevivieron, bajo control austríaco.

La suerte corrida por las tres casas lituanas revelan un desarrollo bastante peculiar. Después de la repartición de Polonia, las órdenes religiosas bajo régimen ruso quedaron completamente aisladas y, en 1803, benedictinos y cistercienses formaron una Congregación unificada a la que posteriormente se unieron los camaldulenses y cartujos. Todo el conjunto estaba formado por ocho monasterios encabezados por un presidente elegido por tres años. En 1832, después de aplastar la insurrección polaca de 1830-1831, el gobierno ruso abolió las órdenes religiosas en Lituania; sólo escapó a esa medida la casa cisterciense de Kimbarowka, pero se le prohibió que aceptara novicios. También este monasterio fue suprimido en 1842; pero se permitió a los monjes permanecer hasta 1864, cuando, en represalia por una nueva revuelta polaca, la Iglesia Ortodoxa tomó posesión de la propiedad y el último prior y sus siete monjes fueron deportados a Siberia.

Con la entrada en España de las tropas de Napoleón estaba echada la suerte de las órdenes religiosas. El rey Fernando VII fue obligado en Bayona a abdicar en favor de José Bonaparte, hermano del emperador. El «rey intruso» dispuso la secularización de las casas religiosas, pero la resistencia del pueblo español, que luchó sin tregua contra el invasor, no permitió que tal disposición fuera cumplida del todo. Derrotados los franceses, en 1814 regresó el rey Fernando VII de su destierro y con él fueron restablecidas todas las abadías. En 1820 una revolución disolvió nuevamente los conventos, aunque en 1823 con la entrada de los «Cien Mil Hijos de San Luis», fueron restablecidos el trono y las órdenes religiosas. Fallecido el soberano en 1833, dos años más tarde tuvo efecto la llamada «desamortización» (1835), después de un baño de sangre que salpicó a varios conventos. El decreto de la supresión

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afectó a 814 monjes de la Congregación de Castilla repartidos en 47 abadías, y en la Congregación de Aragón a 396 religiosos, repartidos en 16 monasterios. Muchos cenobios fueron saqueados, profanados y mutilados y todos abandonados. Los monjes en su mayoría adoptaron marchar al extranjero o servir en algún obispado como clero diocesano.

En Portugal, se produjo un desarrollo paralelo. La guerra de la Península librada contra Francia devastó todo el país; la gran Alcobaça fue saqueada en 1811. La restauración de una auténtica vida monástica resultó imposible, aun después de la guerra. Durante los siguientes veinte años, el país se convirtió en escenario de guerras civiles intermitentes entre las fuerzas liberales y conservadoras. Como en España, terminaron por imponerse los liberales, y un decreto de mayo de 1834 secularizaba toda la propiedad monástica. El destino de los monjes y los edificios fue el mismo de sus semejantes en España.

Así, el torbellino engendrado por la Revolución Francesa demolió casi totalmente los establecimientos monásticos en Europa, y dejó detrás suyo a unas pocas comunidades aisladas, completamente desmoralizadas por la violencia liberal y anticlerical. En condiciones favorables, los escombros de la destrucción física hubieran podido ser removidos con facilidad y reemplazados por nuevas iglesias y claustros, pero la hostilidad de un mundo apartado de las tradiciones religiosas, frustraba el inquebrantable deseo de sobrevivir de los monjes.

Aún más perturbadora fue la desaparición de Cister, la muerte del último abad general y la imposibilidad de mantener capítulos generales, dejando a los restos de la Orden desorganizados y sin dirección por medio siglo. La supervivencia aislada de algunas abadías atestigua, con seguridad, la vitalidad de sus moradores, pero las líneas de ese desarrollo independiente no pudieron converger. Esto hizo extremadamente problemática la restauración de la Orden como institución con un gobierno central y orgánicamente coherente.

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La restauración del siglo XIX: los Trapenses

Pocos fenómenos históricos son más asombrosos que el poder regenerativo de las órdenes monásticas. Independientemente de la naturaleza o frecuencia de los desastres, los monjes siempre han estado ansiosos de reunir todas las piezas dispersas y recomenzar sus vidas en una nueva casa de Dios.

Todavía no se habían extinguido las llamas de la Revolución, cuando algunos cistercienses heroicos ya estaban dispuestos a trabajar duro. Sin embargo, las comunidades que aparecían a comienzos del siglo XIX no podrían ser consideradas como simples sobrevivientes o continuadoras de las tradiciones monásticas del siglo XVIII. Rescataron mucho del pasado, pero deseaban aprender. Después de la Revolución Francesa, el mundo había cambiado en forma tan radical, que ninguna institución del orden social derrumbado podría ser reincorporada simplemente dentro de la nueva estructura. Los monjes no alimentaban ilusiones vagas a este particular. El humilde lugar que los cistercienses consiguieron asegurarse en las condiciones cambiantes, contrastaba mucho con la posición privilegiada que la Orden había gozado antes; pero la pérdida de la pompa externa no dejaba de ofrecer atractivas compensaciones.

La reforma cisterciense del siglo XII comenzó como un movimiento de renovación espiritual, pero creció inevitablemente hasta convertirse en un factor importante en la vida económica y aun política de la Europa del Medioevo y comienzos de la Edad Moderna. Luego, la violenta tormenta que azotó al continente por más de veinte años acabó con la cubierta protectora de las abadías medievales. El monje que surgió de las ruinas ya no era un ser privilegiado, reverenciado y seguro de sí mismo por pertenecer a una gran Orden; era sencillamente un pobre hombre a la búsqueda de Dios, rodeado por una sociedad que perseguía metas muy diferentes.

La Orden Cisterciense del siglo XIX no podía gozar ya de un papel prominente en la nueva sociedad o en su vida económica o política. Mientras que, aun la más insignificante investigación sobre la civilización medieval debe dedicar algunas páginas al monacato, el lector de un libro voluminoso de historia contemporánea buscaría en vano una referencia a los monjes, que repudiados por los arquitectos del nuevo orden, fueron obligados a retornar a su misión original, ofreciendo asistencia a unos pocos elegidos y tratando de alcanzar la perfección cristiana en medio de un mundo no cristiano.

Pero, no fue sólo la Orden como organización la que tuvo que enfrentarse al desafío del medio ambiente poco propicio. La vocación religiosa como materia de elección individual quedó también expuesta al ataque. Los votos de pobreza, castidad y obediencia constituían un abierto desafío a los nuevos ideales de libertad absoluta y de búsqueda incansable de riqueza y placer. La vida monástica era altamente deseable en el Antiguo Régimen y, por consiguiente, las vocaciones se estimulaban y ocasionalmente se forzaban por parte de los padres u otros factores externos. El deseo de ser monje no era común en la atmósfera materialista del siglo XIX y por tanto, la realización de tal deseo exigía una cuidadosa reflexión y una voluntad firme para vencer obstáculos formidables. Por tales razones, la superpoblación de las viejas abadías incluía muchas veces un buen número de elementos inadaptados, y que causaban problemas disciplinares crónicos. En cambio, el nuevo monje era en verdad un voluntario, probado a causa de su idealismo. Su presencia en la comunidad elevaba la observancia monástica a un nivel ejemplar. De esta forma, mientras los cistercienses habían perdido su

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riqueza, posición prestigiosa y florecimiento numérico, lograron asegurarse el éxito de una regeneración puramente interior.

Tampoco fue el clima de comienzos de ese siglo totalmente hostil a la renovación monástica. La desilusión por el fracaso de la Ilustración dio origen al romanticismo, desplazando a la razón y otorgando un papel más importante al corazón humano. El romanticismo fue primitivamente un movimiento literario y artístico, inspirado en un retorno al pasado, en especial al período formativo de las grandes naciones europeas, el Medioevo. El estudio de esa época condujo inevitablemente a una mejor inteligencia del cristianismo, comprendiendo el verdadero mérito de los monjes, los primeros maestros de los jóvenes bárbaros. La difusión del interés por todo lo antiguo, la resurrección de la arquitectura gótica, la moda de las novelas históricas y la reincorporación del canto gregoriano a la liturgia, fueron todos resultados favorables de la nueva tendencia. También fue la época en que las «románticas» ruinas de los claustros olvidados provocaban la curiosidad de un número de errabundos caminantes por los bosques europeos, e inspiraba a poetas y pintores, todos intrigados por el temperamento misterioso que una vez animó los enjambres de encapuchados habitantes. Es difícil evaluar hasta qué punto este interés renovado por el monaquismo pueda estar relacionado con el éxito del renacimiento de La Trapa. Sin embargo, es innegable que la comprensiva actitud de la nueva generación de intelectuales, facilitó considerablemente las primeras etapas de la reconstrucción cisterciense.

Cuando se hizo evidente que todo estaba perdido en Francia, el único esfuerzo organizado por salvar un núcleo cisterciense viable para el futuro salió de La Trapa. Fue un grupo de monjes generosos y rígidamente controlados que, después de un cuarto de siglo de tentativas, volvieron a su patria y comenzaron a propagar la Orden con un éxito poco común. El hecho de que todos fueran seguidores entusiastas del abad Rancé, el gran reformador de La Trapa, tuvo una importancia capital y decisiva en la historia futura de la Orden. Antes de la Revolución, la observancia particular de La Trapa estaba restringida a unas pocas comunidades. Después de 1815, la influencia de Rancé se convirtió en fuerza dominante del renacimiento cisterciense en todas partes de Francia y doquiera que el vigor de la expansión empujara a los Trapenses, nombre popular que en esos países se convirtió en sinónimo de «cistercienses».

Las circunstancias extraordinarias exigen personalidades a la altura de las mismas. El último maestro de novicios de La Trapa, Agustín de Lestrange (1754-1827), constituyó uno de esos caracteres extraordinarios. Actuando con la autorización de último momento, del Abad General Trouvé y de Luis María Rocourt, abad de Claraval, padre inmediato de La Trapa, Lestrange reunió alrededor de veintiún monjes de su comunidad y huyó a Suiza. Las autoridades del cantón de Friburgo les brindaron hospitalidad y les concedieron La Valsainte, una cartuja abandonada, donde el 1 de junio de 1791 comenzó a desarrollarse uno de los capítulos más notables de la vida cisterciense.

En su deseo ardiente de ofrecer sacrificios en reparación por los crímenes del terror revolucionario, los monjes, guiados por el autoritario Lestrange, rivalizaban unos con otros en introducir mortificaciones cada vez mayores, hasta que llegaron a los límites de la resistencia humana. En La Valsainte se desconocía cualquier medio de calefacción. Los monjes dormían sobre el suelo desnudo, usando únicamente una almohada rellena con paja y una sola manta. Su dieta se limitaba a pan, agua y legumbres hervidas. Estos nuevos atletas de la mortificación dormían únicamente unas seis o siete horas, ocupaban 5 o 6 en arduo trabajo manual y dedicaban el resto del tiempo a la oración, que en las grandes festividades podía llegar a durar

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hasta doce horas. En 1794, se hizo un intento de introducir la laus perennis, es decir, el servicio divino ininterrumpido en la iglesia.

Lestrange estaba deseoso de regular la vida diaria de los monjes hasta el menor detalle. Sólo podía hacerse aquello que figurara en la regla, o fuera autorizado por el superior. Los reglamentos fueron aumentando hasta constituir un libro de gran tamaño debidamente publicado en Friburgo en 1794. Animadas por el deseo ardiente de crear para los monjes una vida de penuria, esas prescripciones tan elaboradas iban mucho más allá de la Regla de San Benito, de los primeros estatutos de Cister y aun sobrepasaban en severidad al código de Rancé para los monjes de La Trapa. Aunque parezca extraño, el ascetismo sin precedentes de La Valsainte no fue ningún obstáculo para acobardar vocaciones. El número de monjes comenzó a crecer, y Pío VI autorizó a la comunidad a elegir un abad, hecho que tuvo lugar en 1794. La elección recayó, naturalmente, en Agustín de Lestrange, que continuó con vigor renovado un programa de expansión, que se vio obligado a frenar porque el Senado de Friburgo había limitado la población de La Valsainte a veinticuatro miembros.

El lema del Abad Lestrange fue «la santa voluntad de Dios», y estuvo fuertemente inclinado a suponer que todo lo que se le ocurría era, en verdad, voluntad divina, y debía llevarse por consiguiente a la práctica con todo celo. Sus incesantes esfuerzos en pro de nuevas fundaciones fueron más impulsivos que realistas, ejecutados en la forma más heterodoxa. Enviaba a tres o cuatro monjes por vez, sin mayor preparación preliminar, confiando en que la Providencia cuidaría de los detalles. Algunas de esas fundaciones fueron puramente fortuitas: en 1793, después de recibir noticias sobre las oportunidades que brindaba Canadá, Lestrange despachó sin pérdida de tiempo a dos monjes y un hermano lego, entre ellos el Padre Eugenio de Laprade. Pero Inglaterra estaba en guerra con Francia y los tres hombres se encontraron varados en Amsterdam. Mientras esperaban una oportunidad, el obispo de Amberes los animó para que se establecieran en su diócesis, en una granja cerca de Westmalle. Lestrange accedió, pero sin abandonar su proyecto canadiense. En 1794, otro grupo de tres dejó La Valsainte para cruzar el Atlántico. Fueron más afortunados que sus antecesores, pero no pudieron ir más lejos de Inglaterra, donde recibieron un ofrecimiento de tierra para un establecimiento permanente en Lulworth en Dorsetshire. Esto también fue aceptado, aunque por ese entonces Westmalle ya no existía. El avance del ejército francés había obligado a la colonia de Laprade a trasladarse a Westfalia, donde en 1795 encontraron un hogar en Darfeld. Mientras tanto, se hicieron otras fundaciones libradas a su suerte en Italia y España y estaban listos los planes para Hungría y Rusia.

El infatigable Lestrange, como auténtico producto de su época que era, deseaba probar al mundo que su concepción del momento tenía gran utilidad social. Reunió a cierto número de muchachos en La Valsainte y abrió una escuela para ellos. Algunos de los maestros provenían de aquellos que, ante las privaciones de la abadía, eran incapaces de perseverar para profesar. Otros eran laicos piadosos unidos informalmente a La Valsainte. En 1796, Lestrange congregó a monjas refugiadas de distintas órdenes en el cantón suizo de Valais, y las estimuló para abrir una institución educativa semejante para niñas. Bautizó a las dos escuelas, con sus maestros y cuerpo supervisor, como la «Tercera Orden de La Trapa», otra innovación revolucionaria en la historia cisterciense.

Pero los tiempos eran muy poco propicios para iniciar una empresa que pudiera persistir y continuar. Las tropas victoriosas de Napoleón invadieron Suiza en 1798, y Lestrange tuvo que comprender que La Valsainte estaba en peligro mortal. Lo más grave era que las autoridades lo culpaban, con cierta justificación, porque la desbordante población de la abadía incluía a un

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cierto número de evadidos del alistamiento y desertores del ejército francés. Pero los porfiados monjes no tenían intención de dispersarse, y Lestrange aceptó la invitación del Zar Pablo 1, para buscar asilo en Rusia.

Con santo abandono, el abad Lestrange dio órdenes de marchar a su fiel rebaño, que incluía a sus monjes, a las monjas, y a su «Tercera Orden», que contaba con unos 60 niños y 40 niñas, en conjunto 254 personas. Todas ellas dejaron La Valsainte el 1798, y comenzaron la famosa «odisea monástica». Durante casi dos años hicieron funcionar una verdadera abadía sobre ruedas, una proeza logística que se dice dejó estupefacto aun al gran Napoleón. Para reducir los problemas de encontrar víveres y albergue, la extraña peregrinación se dirigía al este en tres columnas. Después de una travesía azarosa de seis meses a través de Austria y Polonia, llegaron finalmente a la Rusia Blanca, pero por entonces Lestrange estaba muy desilusionado de la hospitalidad rusa, y había fijado sus ojos en América. Con esa meta en su mente, el intrépido Abad se retiró de Rusia y el 26 de julio de 1800 pudo embarcarse con todo su pintoresco grupo en el puerto de Danzig.

La intervención de fuerzas superiores frustraron de nuevo su esfuerzo. Una tormenta obligó a los barcos a buscar refugio en Lübeck, donde monjes, monjas y niños se desparramaron buscando albergue. Por fortuna, a la victoria de Napoleón en Marengo, sucedieron algunos años de paz relativa. Una de las primeras fundaciones, la de Darfeld, pudo ser revitalizada sin grandes problemas; las autoridades suizas permitieron la restauración de La Valsainte y, por último, una pequeña colonia guiada por Urbano Guillet alcanzaba en 1803 las costas de América en Baltimore. Más aún, la firma de un concordato con Pío VII cambió la actitud de Napoleón hacia los trapenses. Como emperador recién coronado, apoyó personalmente varias fundaciones, entre ellas una casa en los altos Alpes, en Mont-Genèvre, para servir de lugar de descanso a los soldados heridos o enfermos de paso entre Francia e Italia. Pero la paz tan frágil que el concordato parecía asegurar no duró por mucho tiempo.

La ocupación francesa de los Estados Papales (1809) y la excomunión de Napoleón que causaron el arresto y exilio de Pío VII, expusieron a las jóvenes fundaciones trapenses a una nueva violencia. El mismo Abad Lestrange se convirtió en un fugitivo. Fue arrestado, pero pudo escapar y, después de un viaje lleno de aventuras a través del Atlántico, concluyó en Nueva York. Allí adquirió, con miras a una fundación, el terreno donde fue emplazada posteriormente la Catedral de San Patricio. La caída de Napoleón (1814) cambió la idea de Dom Agustín y quedó en suspenso el plan de un establecimiento en América. Lestrange y sus monjes volvieron a Europa con la firme determinación de retornar a Francia y restaurar La Trapa.

Ninguna de las muchas fundaciones realizadas durante los años de exilio persistió (aunque Westmalle fue restaurada en 1814), pero el retorno de los trapenses a Francia en 1815 significó el comienzo de una expansión realmente notable, gracias a la afluencia de un gran número de vocaciones. Al restablecimiento de La Trapa por Lestrange siguieron en rápida sucesión Port-du-Salut, Aiguebelle, Bellefontaine, Bellevaux y Melleray. Esta última fue restaurada por Antonio Saulnier de Beauregard, abad de Lulworth, cuya comunidad se vio obligada a emigrar de Inglaterra en 1817 por una serie de razones, una de las cuales fue la inflexible de Lestrange de permitir que sus monjes rezaran por el rey «hereje» Jorge III. Los monjes franceses de Darfeld volvieron a ocupar la antigua abadía cisterciense en Notre-Dame-du-Gard en 1816, mientras que los miembros alemanes que quedaban abandonaron Darfeld y se mudaron en 1835 a Clenberg, en Alsacia. La visita regular a las casas francesas hecha por el Abad Saulnier en 1825 reveló que, en el plazo de una década, los prolíficos

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trapenses se habían arreglado para fundar o dar nueva vida a once casas para monjes y cinco para monjas, al mismo tiempo que mantenían dos establecimientos para la «Tercera Orden», uno para la educación de varones y otro para mujeres. La más poblada era Melleray, con ciento setenta y cinco miembros profesos, seguida por Port-du-Salut, Aiguebelle y Notre-Dame-du-Gard, cada una con cerca de ochenta monjes. Sin embargo, en cada casa, la mayoría estaba constituida por hermanos legos, ocupados en trabajos de agricultura a gran escala.

La expansión trapense continuó durante todo el resto del siglo XIX, no sólo en Francia, sino en el resto de Europa, lo mismo que allende el Océano. En 1855, los monjes poblaban veintitrés abadías, incluyendo cuatro casas en Bélgica, dos en los Estados Unidos, una en Irlanda, una en Inglaterra y una en Argelia. Por ese mismo tiempo, las casas afiliadas de monjas habían aumentado a ocho. Hacia fines de siglo (1894) ese número, ya de por sí importante, se había duplicado y aún más, agregándose a los países habitados por los trapenses Alemania, Italia, Austria, Hungría, Holanda, España, Canadá, Australia, Siria, Jordania, Sud África y China; cincuenta y seis monasterios en conjunto, que albergaban un total de tres mil monjes, seiscientos de ellos sacerdotes.

El éxito de la fundación americana permaneció dudoso por mucho tiempo. En 1814, se abandonaron los intentos por lograr una instalación permanente, cuando todos los monjes menos uno volvieron a Europa. El único monje francés que quedó, el Padre Vicente’ de Paul Merle, lo hizo por un accidente fortuito. Mientras estaba comprando víveres en el puerto canadiense de Halifax su barco partió, dejándole en tierra. Vivió como misionero entre los indios por una década, hasta que, en 1825, con la ayuda de un grupo reducido proveniente de Bellefontaine, estableció el Pequeño Claraval en Nueva Escocia. Durante muchos años, los monjes lucharon por sobrevivir, y finalmente, después de dos desastrosos incendios, encontraron un nuevo hogar cerca del pueblo de Lonsdale, en el estado de Rhode Island, Estados Unidos, donde en 1900 construyeron el monasterio de Our Lady of the Valley. Es esta misma comunidad, la que después de otro incendio en 1950 se trasladó a Spencer, Massachusetts, donde establecieron Saint Joseph’s Abbey.

Entre todas las tentativas trapenses en los Estados Unidos, tuvieron éxito Gethsemaní, en Kentucky, y Nueva Melleray, en Iowa. La primera fue fundada en 1848 por monjes de la abadía francesa de Melleray; la segunda, unos meses más tarde, fue poblada por Mount Melleray de Irlanda. Ambas casas americanas experimentaron dificultades crónicas por razones financieras, al mismo tiempo que por falta de vocaciones locales. La Guerra Civil creó problemas adicionales, en particular a Gethsemaní, pero ambas casas alcanzaron pronto el rango de abadía, y continuaron defendiéndose hasta fin de siglo.

Mientras los líderes trapenses podrían sentirse confortados y estimulados por el alto nivel moral alcanzado, el aprecio popular y vigoroso crecimiento de la Orden, varios problemas quedaban sin resolver, creando dificultades constantes, que por momentos llegaron a ser muy serias. Una de ellas fue la cuestión de las observancias.

Pronto se hizo evidente para muchos refugiados trapenses, que las normas de Lestrange tal como se practicaban en La Valsainte, iban más allá de la capacidad normal de resistencia humana y eran incompatibles con las genuinas tradiciones cistercienses. La oposición se alineó alrededor de Eugenio de Laprade (1764-1816), quien silenciosamente abandonó en Darfeld las reglas de Lestrange y, contando con la aprobación papal, volvió a los reglamentos de Rancé, escritos para La Trapa. La división se acentuó posteriormente, cuando después de 1815 ambos abades se mostraron muy activos en la restauración de los monasterios franceses

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y representaban puntos de vista antagónicos en materia de disciplina. Esto dio por resultado que, en 1825, seis de las once abadías francesas todavía se mantenían fieles a Lestrange y La Valsainte, mientras que las otras cinco habían vuelto a las reglamentaciones de Rancé. El abad Lestrange, que por entonces controlada La Trapa, estaba amargamente resentido por lo que significa un desafío a su autoridad, pero era incapaz de obtener la tan deseada aprobación papal para su extremadamente severo código monástico.

Cuando murió Lestrange en 1827, la Congregación Romana de Obispos y Regulares nombró al abad Saulnier de Melleray como «superior y visitador general» de todas las abadías trapenses de Francia, con la esperanza de que, bajo el nuevo liderazgo, pudiera efectuarse la unión de las dos observancias trapenses. No obstante, esto no fue posible antes de 1834, cuando un decreto promulgado por la misma autoridad unía a todas las abadías francesas en una Congregación (Congregatio Monachorum Cisterciensium Beatae Mariae de Trappa) y les impuso la «Regla de San Benito y las constituciones del Abad Rancé».

Sin embargo, el documento no pudo eliminar la tensión entre ambos grupos. Por lo tanto, Pío IX anuló en 1847 el decreto de 1834, y aceptó la formación de dos congregaciones trapenses autónomas, cada una regida por códigos disciplinares diferentes. Dado que no se consideraba un retorno a las observancias de La Valsainte, las abadías primeramente bajo la autoridad de Lestrange constituyeron la «Nueva Reforma», y, dirigidas por el Abad de la Gran Trapa, juraron lealtad a la Carta de Caridad y a los usos primitivos de Cister. El otro grupo de abades, que una vez siguieron a Laprade, continuaron fieles a las reglamentaciones de Rancé, aceptaron el liderazgo de Sept-Fons y se auto denominaron la «Antigua Reforma». En 1864, estos últimos contaban ocho abadías con cuatrocientos ochenta y tres monjes; la «Nueva Reforma» contaba por ese mismo año con quince abadías con un conjunto de mil doscientos veintinueve profesos.

La cuestión de las observancias se complicó aún más a causa de problemas estrechamente vinculados entre sí e igualmente espinosos: el gobierno central efectivo y las relaciones legales con las comunidades de la antigua Común Observancia, que habían sobrevivido y se multiplicaban de forma sostenida.

Para mayor seguridad, el abad Lestrange gobernó a sus monjes con mano de hierro y rechazó someterse tanto al Vicario general de la Congregación de Alemania Superior, que todavía funcionaba, como al Procurador general en Roma, que había asumido las funciones del Abad general después de la disolución de Cister. Pero una nueva situación se creó en 1814, cuando Pío VII retornó a la Ciudad Eterna y, con su ayuda, volvieron a la vida algunas abadías cistercienses diseminadas en toda Italia. No parecía oportuno la creación de un «Abad general», pero la Santa Sede otorgó el título de «Presidente general» al Abad de Santa Croce, que fue considerado cabeza titular de la Orden, incluyendo a los trapenses y a la Común Observancia.

La intención de la Santa Sede quedó expresada con toda claridad, porque al Presidente general se le otorgaba el derecho de confirmar las elecciones abaciales dentro de toda la Orden, «de tal forma que su unidad e integridad quedaran intactas para siempre». Por desgracia, no se especificaron sus demás funciones en la Orden, una omisión que dio lugar a muchos malentendidos en materia de jurisdicción. En 1827, el Abad Saulnier fue nombrado directamente visitador trapense en Francia por la Congregación de Obispos y Regulares, e interpretó puntualmente ese nombramiento como el reconocimiento de su independencia; más aún, esperaba que «la Reforma de La Trapa estaría separada por completo de la Orden de

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Cister». La ambigüedad de esta relación persistió, y el decreto de unión de los trapenses en 1834 repetía simplemente que «la confirmación de cada abad constituía el derecho y el deber del Moderador General de la Orden cisterciense». El mismo principio fue reiterado en 1836, cuando las abadías trapenses de Bélgica formaron su propia congregación. Por otro lado, el decreto de 1834 otorgaba autoridad absoluta al Vicario general trapense para gobernar su congregación, y autorizaba a los abades a convocar capítulos anuales. Además, después de 1838, los trapenses mantuvieron a su propio Procurador general en Roma y gozaban también de la distinción de tener un Cardenal protector propio.

La separación de 1847, aumentó simplemente las complejidades legales. De nuevo había no sólo dos observancias, con netas diferencias entre sí, más cuatro grupos autónomos de abadías alineables en las «Nueva» y «Vieja» reformas, la Congregación belga bajo Westmalle, y Casamari, una fundación trapense del siglo XVIII en Italia, que no tenía filiación clara con ninguna de las tres organizaciones.

Mientras la Común Observancia, desorganizada y condescendiente, no estuvo en condiciones de oponerse a la virtual independencia de los trapenses, la maraña legal, confusa como era, no creaba problemas urgentes. Pero la necesidad de una solución definitiva se hizo patente de forma bien notoria en 1869. En ese año, Teobaldo Cesari, abad de San Bernardo en Roma y Presidente General, consiguió convocar el primer Capítulo General desde 1786, para el cual fueron invitados únicamente los abades de la Común Observancia. Aun más perturbador fue el hecho de que el mismo Capítulo General decidió elegir un Abad General, pero de nuevo, sólo monjes de la Común Observancia eran elegibles para este puesto, que implicaba también jurisdicción sobre los trapenses.

Otro acontecimiento que creó malestar dentro de la Orden fue la apertura del Concilio Vaticano I en 1869. De acuerdo con los reglamentos referentes a la participación de institutos religiosos, se establecía que los jefes de congregaciones independientes debían ser invitados a ocupar un lugar en el Concilio. Esta disposición autorizaba al recién elegido Cesari como Abad general cisterciense, pero desautorizaba a los vicarios de las congregaciones trapenses, los dirigentes de la rama más numerosa de la Orden. La intervención personal de Pío IX, en el último momento, dispuso dos lugares para los Vicarios de la «Nueva» y «Antigua» congregaciones trapenses.

Estas desagradables experiencias convencieron a los abades trapenses de mayor influencia, de que, a menos que se resignaran a un papel subordinado en la Orden, deberían zanjar su división interna y esforzarse por formar una organización completamente independiente.

Durante la década del 70, varios capítulos trapenses se ocuparon de esos temas. En 1876, el capítulo reunido en Sept-Fons decidió pedir al Papa el nombramiento de un abad general trapense. La sesión de 1877 trabajó acerca de la proyectada unión de las congregaciones trapenses. En 1878, el plan estaba más adelantado y se hacían preparativos para convocar una asamblea general para todas las congregaciones trapenses en 1879, con miras a la elección de un superior general independiente.

Aunque el abad Timoteo Gruyer de La Trapa expresó serios reparos acerca de la oportunidad de una unión que implicaría uniformidad en las observancias, a fines de 1878, fue sometido el proyecto a la Congregación de Obispos y Regulares para su aprobación final. El examen de la petición fue tarea del consultor de la Congregación, el dominico Raimundo Bianchi. Su detallado análisis señalaba los muchos inconvenientes que acarrearía un cisma definitivo e

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irreversible dentro de la Orden cisterciense, por lo cual la Congregación rechazó el plan. No obstante, Bianchi admitió que un punto de la propuesta trapense merecía considerarse con toda atención: la unificación de las cuatro diferentes congregaciones bajo un mismo vicario general y con un representante en Roma, quienes reconocerían al Abad General como cabeza de toda la Orden. Esta organización unificada, concluía Bianchi, no excluía la posibilidad de conservar ambas observancias básicas, para que se las practicara del mismo modo que antes de la unión. En resumen, el informe sostenía que, mientras era deseable la unión trapense, no debía forzarse una uniformidad en las observancias, y debía evitarse un cisma dentro de la Orden cisterciense.

Analizando en forma retrospectiva es difícil negar el buen criterio del informe Bianchi, pero los dirigentes trapenses de la época, especialmente los de la Congregación de Sept-Fons estaban contrariados. La presión en pro de los mismos objetivos continuó bajo el liderazgo de Sebastián Wyart (1839-1904), un ex-oficial del ejército papal y héroe condecorado de la guerra franco-prusiana. Entró en los trapenses como vocación tardía, fue ordenado sacerdote en 1877, pero se le permitió que continuara sus estudios hasta que obtuvo el título de doctor en teología. A su erudición excepcional y firmeza de carácter se añadían sus valiosas conexiones en Roma: tanto Pío IX como León XIII le profesaban una alta estima personal. Cuando, en 1887, Wyart fue elegido abad de Sept-Fons, convirtiéndose de este modo en vicario de la «Antigua Reforma», se reabría la puerta para la independencia trapense.

Después de informarse de cerca de los problemas, León XIII convocó un capítulo extraordinario, que debía reunirse en Roma en octubre de 1892, con la participación de representantes de las cuatro congregaciones trapenses, incluyendo hasta a Casamari. Esta asamblea tenía un triple propósito: la fusión de las congregaciones; la elección de un superior general, y el acuerdo acerca de las observancias comunes. Aunque los tres representantes de Casamari habían decidido mantener su independencia y guardar las distancias, hubo casi unanimidad al tratar el primer tema; y los trapenses unidos asumieron pronto una nueva denominación: «Orden de los Cistercienses Reformados de Nuestra Señora de La Trapa». Tampoco hubo disensiones significativas en cuanto a la necesidad de tener un superior general, aunque hizo reflexionar la posible relación de un tal superior con el Abad General de la Común Observancia. Sin embargo, pronto se decidió que una simple congregación autónoma no era suficiente, y la independencia total exigía un Abad general independiente. En la elección, que se realizó pocos días después, Wyart recibió veintiocho votos, sobre un total de cincuenta y uno escrutados.

Pero, sobre la cuestión de las observancias, las opiniones estaban, como siempre, divididas. En principio, la adhesión a la Regla de San Benito recibió amplio apoyo, pero quedaba abierta la puerta para introducir modificaciones a ciertos detalles de la jornada. Durante los infructuosos debates sobre los méritos relativos a los horaria de San Benito y de Rancé, la atmósfera se volvió tan densa que Wyart, para evitar una votación fatalmente divisoria, propuso que ese tema fuera remitido al arbitraje de la Santa Sede. La moción fue aceptada de mala gana, pero la Congregación declinó el desafío, aconsejando simplemente al Capítulo general que difiriera la decisión para una fecha posterior, cuando se pudiera considerar una solución de compromiso cuidadosamente estudiada. A despecho de tales contrariedades, el capítulo todavía podría estar satisfecho de haber establecido una rama totalmente independiente de la familia cisterciense, lo cual recibió la aprobación solemne de León XIII por medio de un Breve el 17 de marzo de 1893.

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Sobre la base de un trabajo preparatorio realizado por un comité, el Capítulo general de 1893, reunido en Sept-Fons, resumió el debate sobre el horarium en disputa. El punto neurálgico de la disensión se relacionaba con el horario, número y calidad de las comidas monásticas. Aunque la solución dada por la Regla tenía una ligera mayoría, la forma habilidosa con que Wyart manejó a la exhausta asamblea terminó por asegurar la prevalencia de las regulaciones de Rancé. La nueva constitución, dando preeminencia a los principios básicos de la Carta de Caridad y las primitivas costumbres cistercienses, según la interpretación de Rancé, pudo ser publicada en 1894.

Antes de finalizar el siglo, una importante donación hizo posible que los trapenses adquirieran las ruinas de Cister (1898) e infundieran nueva vida a la antigua abadía. El mismo Wyart asumió el título abacial. El cambio simbolizaba la sinceridad de la nueva organización en su esfuerzo por retornar a las genuinas tradiciones cistercienses. Este logro tan notable fue solemnemente reconocido en 1902, cuando, en una nueva constitución apostólica, omitió el Papa el nombre de La Trapa y llamó a la rama del viejo árbol «Orden de los cistercienses reformados, o de la Estricta Observancia», auténticos herederos de todos los derechos y privilegios cistercienses.

Si bien es cierto que el crecimiento numérico sostenido, la expansión territorial y la unión real de las casas trapenses eran signos inequívocos de un vigor interior, la vida diaria de algunas comunidades presentaba problemas económicos gravosos durante toda la centuria.

Aunque los monjes y muchos de los conversos de las fundaciones nuevas o resurgidas volvieran al tipo de vida agrícola, tradicionalmente cisterciense, el modesto campo de acción de sus operaciones era insuficiente para proveer los fondos requeridos para la expansión física y aún para que sus familias monásticas vivieran sin sobresaltos. A comienzo de siglo, era frecuente que los monjes se vieran obligados a mendigar de puerta en puerta. Ya en 1835, el capítulo reunido en La Trapa, aunque todavía toleraba tales prácticas, admitía que «pedir por caridad era completamente ajeno a la mentalidad de nuestros padres». En 1839, se decidió que no podían hacerse colectas abiertamente, a la vista del público, sino por intermedio de amigos laicos de confianza. El mismo enfoque fue aprobado por el capítulo de 1847. Entretanto, los capítulos recomendaban encarecidamente a los abades que sólo admitieran el número de monjes que podían sustentar. Se permitían nuevas fundaciones sólo si se probaba que contaban con fondos suficientes para respaldarlas.

Para aliviar la constante presión económica, se autorizó a las comunidades a recibir donaciones de los futuros novicios, incluyendo pensiones o anualidades prometidas por parientes pudientes. La falta de mano de obra en las granjas y talleres monásticos justificó que se aceptara la ayuda libre de laicos piadosos, aunque se dejó de lado la idea de establecer para ellos una «tercera orden». Con todo, continuaron siendo empleados ayudantes laicos, como «oblatos», en alguna abadía. Hasta 1850 se alquilaban frecuentemente habitaciones o departamentos en las abadías a individuos con los cuales los monjes sostenían relaciones amistosas; sin embargo después de esa fecha se prohibieron estancias de «huéspedes» por más de dos meses. Los estipendios de las mismas constituían una fuente de ingresos firme y substancial, aunque el número relativamente reducido de sacerdotes limitaba tales servicios. En ciertas ocasiones, misas a largo plazo producían grandes sumas; por ejemplo, en 1871 Chambarand aceptó 25.000 francos por misas a que debían rezarse diariamente durante 100 años a intención del donante.

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Dado que la agricultura era frecuentemente poco lucrativa, algunas abadías comenzaron a vender productos alimenticios u otros artículos de la industria doméstica. Se fabricaron cerveza, vino y bebidas alcohólicas, aunque no se vendieron en locales monásticos. La propaganda a nivel nacional de un licor vendido por Grace-Dieu bajo el nombre de «Trappistine» originó tales complicaciones que el capítulo reunido en Sept-Fons en 1863 prohibió ese y todas las formas similares de promoción. La horticultura y fruticultura estaban igualmente difundidas. La fabricación de queso ayudó a casi una docena de abadías francesas; la calidad del queso de Port-du-Salut les valió a los monjes fama universal. Westmalle, como otras abadías, tenían imprentas bien equipadas donde se publicaban todos los libros litúrgicos cistercienses.

Generalmente, se consideró incompatible con la vocación contemplativa el sostener instituciones educacionales o de asilo, lo mismo que ejercer el ministerio pastoral, pero circunstancias locales hicieron que se asumieran con frecuencia tales responsabilidades. De esta suerte, las instituciones de la «Tercera Orden» iniciada por el Abad Lestrange, continuaron funcionando hasta mitad de siglo. La abadía de Notre-Dame des Neiges tuvo, por poco tiempo, un hospital para epilépticos (1870-71). En 1872, el Abad du Désert recibió autorización para abrir un orfanato. En 1876, se permitió a la floreciente Mariastern, en Bosnia, que aceptara una suma considerable para una fundación en Austria, con la obligación a perpetuidad de educar doce huérfanos. Aunque esta fundación nunca se materializó, durante unos veinte años la propia Mariastern cuidó de ciento treinta y dos niños. Mount Melleray y Gethsemaní tuvieron escuelas primarias. La Trapa educó oblatillos, y hasta contó con dos parroquias atendidas por monjes. En Sudáfrica, Mariannhill diversificó su actividad asumiendo tareas misionales entre los nativos.

El trabajo intelectual, desaprobado por Rancé, no fue alentado durante todo el siglo XIX. Muchos monjes trapenses reconocidos por su erudición se unieron a la Orden después de haber completado su carrera universitaria. Los ideales ascéticos de las comunidades trapenses no daban ningún énfasis especial al sacerdocio y, en realidad, los sacerdotes constituían sólo una minoría en el total de miembros. Los sacerdotes que eran ordenados como trapenses recibían únicamente instrucción privada en sus propias abadías con éxito diverso. El Capítulo de 1861, reunido en La Trapa, discutió el problema de la instrucción inadecuada para el sacerdocio que evidentemente había desencadenado críticas adversas. Los padres se quejaban de que tenían muy pocos sacerdotes con instrucción suficiente, que pudieran ser confesores, directores espirituales o superiores. En consecuencia proponían que se establecieran seminarios en La Gran Trapa y Aiguebelle, aunque a las casas que tuvieran por lo menos «un profesor capaz» se les permitía educar a sus propios sacerdotes.

Otra fuente de problemas fue un legado de la espiritualidad de Rancé: considerar a los monjes en primer lugar como «penitentes». La idea imperante de que las abadías trapenses eran «refugio de pecadores» dificultaba la selección de los novicios. El capítulo de 1843 se vio obligado a tomar una posición contraria a esas creencias populares, e insistía en el examen cuidadoso de las vocaciones antes de su admisión. Por la misma razón, se convirtió en práctica general la prolongación del año de prueba. El capítulo de Sept-Fons fue más lejos aún, en 1847, sugiriendo que la duración del noviciado «se extendiera dos años o más» en casos de necesidad. La actitud cauta del capítulo de 1835 sobre la comunión frecuente de los novicios, y también frente al hecho de que a los sacerdotes novicios no se les permitiera decir misa, fue considerada posteriormente como reliquia anacrónica del rigor del siglo XVII.

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La fama de la piedad y ascetismo de las abadías trapenses se mantuvo bien alta durante todo el siglo XIX. Una vida contemplativa estrictamente apartada y protegida de compromisos políticos de dudoso valor; aunque de ninguna forma quedaron inmunes de los ataques anticlericales. Cuando, en 1832, Melleray fue injustamente acusada de simpatizar con el levantamiento legitimista acaudillado por el Duque de Berry, los monjes fueron dispersados durante varios años. Sin embargo, la calamidad se transformó en bendición. En 1832, miembros de la comunidad original de Lulworth establecieron en Irlanda Mount Melleray, y el mismo grupo volvió a Inglaterra, fundando en 1835 Mount Saint Bernard. La Kulturkampf de Bismark en la década de 1870 hizo peligrar las dos fundaciones trapenses en Alemania y, por lo menos temporalmente (1875-1887), los monjes de Mariawald tuvieron que buscar refugio en Holanda. En 1880, una campaña anticlerical amenazó en Francia la existencia de varias abadías y produjo una interrupción de la vida religiosa en Sept-Fons por ocho años. Estas penosas experiencias sirvieron como poderoso incentivo para acelerar el programa de fundaciones en países donde el futuro del monacato parecía ser más seguro.

Debido quizás a razones de inestabilidad política y a la vinculación superficial que unía a los trapenses con el Presidente General en Roma, un decreto de 1834 ponía a todas las casas francesas bajo jurisdicción episcopal y, en 1837, Gregorio XVI calificaba los votos hechos en las mismas comunidades como «simples» en lugar de «solemnes». Los monjes, ofendidos, consiguieron no obstante restaurar sus privilegios: en 1868, se volvieron a introducir los votos solemnes, mientras que, en 1892, se reconoció la exención completa.

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La restauración del siglo XIX: la Común Observancia

Los regímenes conservadores que volvieron al poder después de 1815 no eran contrarios a la religión. En algunos países, la cooperación voluntaria con la Iglesia se acercó a una nueva alianza entre «trono y altar». A pesar de esto, las órdenes monásticas no gozaron de la cordialidad oficial. Era todavía evidente la aversión de los ilustrados hacia las «inútiles» abadías; tampoco se podía permitir la reorganización de las comunidades disueltas sin poner en peligro los bienes de los nuevos dueños de las propiedades monásticas confiscadas; y por último, en una tensa atmósfera de nacionalismo, recaía la sospecha de deslealtad o antipatriotismo sobre las órdenes religiosas que tenía conexiones internacionales o superiores extranjeros. Estas fueron sólo algunas de las razones por las cuales las abadías cistercienses que sobrevivían en Europa Central fueran incapaces de lanzar una campaña vigorosa de renovación y se vieron condenadas a subsistir durante décadas enteras en absoluto aislamiento.

Los Estados Papales fueron el único país donde no pudieron prevalecer esas condiciones. En realidad, los primeros pasos para la restauración, no sólo de monasterios individuales, sino también de la Orden Cisterciense como organización, se dieron en Roma, bajo los auspicios papales. El papa Pío VII restableció Casamari en 1814, siguiendo el mismo camino en 1817 dos antiguas abadías romanas: Santa Croce in Gerusalemme y la que fuera casa fuliense de San Bernardo alle Terme. Pronto, unos pocos monasterios sirvieron nuevamente, y los representantes de seis casas pudieron reunir un capítulo en 1820. Tomaron el nombre de «Congregación Italiana de san Bernardo», adoptaron la constitución de la desaparecida Congregación de Lombardía y Toscana, convocaron capítulos congregacionales cada cinco años y eligieron un «Presidente general», por el término también de cinco años.

Debe darse un significado particular a la iniciativa italiana, porque la Santa Sede consideraba al «Presidente general» de la Congregación heredero legítimo del Abad General de Cister. El primero en ostentar este título fue Raimundo Giovannini, al que sucedieron Sixto Benigni y José Fontana. Todos ellos ejercieron el derecho de confirmar elecciones abaciales, aun entre los trapenses, e hicieron repetidos, aunque infructuosos intentos, para establecer relaciones más amistosas con las abadías cistercienses fuera de Italia. El más notable de estos esfuerzos fue el acercamiento de Fontana a la Congregación Suiza en 1825, proponiendo la reanudación de las relaciones legales entre ambas Congregaciones. Sin embargo, los abades suizos declinaron el ofrecimiento, temiendo represalias de su gobierno. Una campaña anticlerical posterior, que puso fin a la vida cisterciense en Suiza, justificó ampliamente la precaución de los abades.

La revolución de 1830 separó a Bélgica de Holanda, y el nuevo gobierno belga, a diferencia del régimen anterior, mostró mucha mejor voluntad hacia la Iglesia Católica. Los supervivientes de los cistercienses de Lieu-Saint-Bernard sin casa ni hogar, que permanecían organizados bajo los sucesores del último abad legítimo, no podían volver a ocupar su abadía. En 1833, encontraron un hogar adecuado en Bornem, que fue reconocido como sucesor de Lieu-Saint-Bernard dos años más tarde. Al año siguiente, se restauró allí la vida monástica del todo.

El último monje sobreviviente de Val-Dieu, Bernardo Klinkenberg, readquirió las ruinas de su abadía en 1840 y, con la ayuda de Bornem, pudo restaurar la vida comunitaria en 1844. Las dos abadías formaron el «Vicariato de Bélgica», y aceptaron como estatuto básico la In

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Suprema, promulgada por Alejandro VII en 1666. A la cabeza de la organización figuraba el «Vicario general», elegido por cinco años. Cada cinco años se reunían capítulos que representaban a ambas comunidades. Después de la restauración, los primeros novicios belgas fueron educados en Santa Croce, en Roma, pero, de acuerdo con sus propios estatutos, aprobados por la Santa Sede en 1846, las abadías conservaban su independencia.

El resurgimiento de la Común Observancia en Francia fue iniciado como un esfuerzo personal de un piadoso sacerdote diocesano, el abbé León Barnouin, quien, en honor de la Inmaculada Concepción (dogma definido en 1854), restauró la vida monástica en la antigua abadía cisterciense de Sénanque, en la diócesis de Aviñón, en 1855. El abbé Barnouin recibió el nombre de María Bernardo, concluyó su noviciado en Roma, y la nueva Congregación permaneció afiliada a la Congregación de San Bernardo en Italia por algún tiempo. Pero la floreciente comunidad se independizó pronto y formó la Congregación de Sénanque en 1867. En un breve lapso, la abadía restableció otros tres monasterios abandonados, entre ellos el famoso centro del monacato pre-benedictino francés de Lérins (Provenza), que posteriormente se transformó en centro de toda la Congregación. Éste fue el único grupo en la Común Observancia que retenía un tipo de vida de carácter puramente contemplativo. Sin embargo, su disciplina no era tan estricta como la de los trapenses, razón por la cual frecuentemente se hace referencia a esta Congregación como la «observancia media» (observancia media).

El grupo de abadías que se salvaron del desastroso reinado del emperador José II podrían haber iniciado un movimiento de restauración a una escala verdaderamente impresionante. Quedaban ocho abadías en Austria, dos en Bohemia, dos en la zona de Polonia ocupada por Austria y una en Hungría, trece monasterios en total, la mayoría de los cuales muy poblados, en posesión de sus antiguos claustros y de buena parte de sus propiedades del siglo XVIII. La política oficial que prevalecía en la monarquía de los Habsburgo hasta 1850, llamada Josefinismo, el triste legado de José II, impidió que los monjes tomaran iniciativa alguna dirigida a una reconstrucción auténtica. Esta política estaba basada en la premisa de que la Iglesia era un departamento gubernamental encargado de inspeccionar la moral de los ciudadanos. Las comunidades monásticas, que el gobierno terminó por tolerar, debían probar su utilidad ejerciendo un ministerio pastoral activo, enseñando o realizando otras obras de caridad. Pero se abolió la exención monástica, se prohibió cualquier contacto con el Papado o superiores extranjeros y, dado que los monjes eran considerados como simples auxiliares en el ministerio pastoral, todas las abadías quedaron bajo la estricta supervisión de los obispos diocesanos. El férreo control gubernamental sobre la educación de los clérigos, tanto regulares como seculares, aseguró una nueva generación convenientemente adoctrinada en el espíritu del josefinismo, y capaz de llevar a cabo las tareas sacerdotales en concordancia con tales instrucciones por tiempo indefinido.

Es fácil prever el impacto de esta política en la vida interna de cada comunidad, y queda bien ilustrado con el ejemplo de Zirc, en Hungría, una casa que dependía originariamente de Heinrichau, en Silesia. Después de la supresión de esta última abadía en 1810, Zirc fue independiente. En 1814, el emperador Francisco 1 nombró al abad de Pilis y Pásztó, recién unidas, como nuevo abad de Zirc. De esta forma los tres monasterios húngaros quedaban unificados de forma permanente bajo una sola cabeza, el abad de Zirc. Mas, en pago por el favor imperial, los monjes debieron asumir la dirección de dos gimnasios, anteriormente a cargo de los jesuítas, a más de otro en Eger, que ya estaba regido por los monjes de Pásztó. Tales tareas aumentaron considerablemente la carga que ya significaba atender a casi una docena de parroquias.

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Debido a que el abad disponía de unos treinta y cinco sacerdotes, prácticamente todos los monjes capacitados estaban empleados en trabajos pastorales o de enseñanza, quedando en la abadía de Zirc sólo los novicios y el personal administrativo absolutamente necesario. En tales circunstancias, no se podían observar ni el horarium tradicional, ni los estatutos del siglo XVIII. El oficio divino recitado en común se redujo a las horas del día, y todas las demás observancias monásticas sufrieron una reducción similar.

Zirc, incapaz de establecer contacto con las altas autoridades de la Orden, cayó bajo la jurisdicción del obispo de Veszprém. Éste realizó visitas periódicas a la abadía y, en 1817, les dio una serie de reglas adaptadas a las nuevas circunstancias. En 1822, una conferencia episcopal húngara emprendió la recopilación de nuevos Estatutos para los monjes, pero el texto nunca recibió aprobación gubernamental y pronto cayó en el olvido. Por consiguiente, hasta la década de 1850, la vida de los monjes estaba basada puramente en costumbres locales, que satisfacían las necesidades sacerdotales elementales, pero ignoraban las tradiciones monásticas.

En las otras doce abadías austro-húngaras imperaban condiciones similares. Habían desaparecido los conversos, pero cuatro o cinco abadías tenían cada una alrededor de cincuenta sacerdotes, con un número adecuado de nuevas vocaciones para asegurar su continuidad. Las cargas, sin embargo, eran pesadas. Stams, en el Tirol, tenía a su cargo dieciocho parroquias, y las otras no le iban a la zaga. En 1854, las trece abadías tenían a su cargo un conjunto de ciento treinta y ocho parroquias, a las que se sumaban otras cuarenta y cinco iglesias no parroquiales, y capillas atendidas por los monjes. Casi todas las parroquias tenían escuela primaria. Neukloster y Ossegg tenían a su cargo gimnasios, y otras cinco abadías preparaban a cierto número de profesores para escuelas secundarias de la vecindad. Zwettl mantenía un asilo para treinta mendigos, y otras cinco abadías sostenían instituciones similares, aunque más pequeñas. Heiligenkreuz, Zwettl y Lilienfeld organizaron pensionados para niños cantores. En ese mismo año (1854), el número total de sacerdotes en las trece comunidades era de cuatrocientos treinta y tres. Por consiguiente, es innecesario destacar que, después de cumplir con sus tareas externas, los monjes no tenían ni tiempo para entregarse a sus obligaciones monásticas con celo y devoción. En realidad, sólo en Rein, Stams, Ossegg y las dos casas polacas de Mogila y Szcszyrzyc se recitaba el Oficio divino completo en comunidad. En otros lugares el oficio comunitario quedaba notablemente reducido. En Neukloster, los monjes sólo podían cumplir con la Pretiosa (una parte de Prima) a las 7 de la mañana.

Se necesitaba dar a los monjes una educación apropiada, para que pudieran ocuparse intensamente en la enseñanza y el trabajo pastoral. Durante el régimen de José II, miembros de ambos cleros, regular y secular, se vieron forzados a concurrir a «seminarios generales» recién organizados, para poder ser educados en el espíritu del josefinismo. En 1790, se permitió de nuevo a las comunidades religiosas proveer independientemente a la educación de sus miembros, siempre y cuando tuvieran profesores con títulos expedidos por el gobierno y aceptaran el uso de textos impuestos en forma obligatoria. Heiligenkreuz organizó una escuela de Teología de acuerdo con estas normas, al cual concurrían también clérigos de otras cuatro abadías. Stams abrió una institución similar, pero los otros monasterios enviaban a sus estudiantes de teología a los seminarios diocesanos más cercanos. La duración del curso de estudios era de cuatro años, aunque en el tercero se permitía a los clérigos hacer los votos solemnes, si tenían veintiún años, edad mínima prescrita por el gobierno. Los maestros empleados en los gimnasios, además de los estudios ya mencionados, debían obtener el título de habilitación en una Universidad estatal.

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Por otro lado, las reglamentaciones gubernamentales, impuestas con todo rigor, no sólo impedían que las abadías cistercienses establecieran relaciones legales con el Presidente general en Roma, sino que hicieron también que la cooperación organizada entre ellas, dentro del imperio de los Habsburgo, fuera extremadamente difícil y aun arriesgada, porque una organización de ese tipo les podría hacer aparecer como sospechosos a los ojos de las autoridades. El Procurador cisterciense en Roma pudo recoger alguna información de las condiciones imperantes en Austria, únicamente a través de cartas informales o de noticias traídas por viajeros. En 1846, Alberico Amatori, el Procurador general romano, dirigió una carta al abad de Heiligenkreuz, en la cual le confesaba su ignorancia de la situación, hasta del número de casas cistercienses en Austria, y le pedía información. Urgía al abad para que explorara la posibilidad de una cooperación más íntima con Roma, y le ponía el ejemplo de la Congregación Belga recién organizada.

El Procurador no recibió ninguna respuesta optimista de Heiligenkreuz, pero las revoluciones de 1848-1849 hicieron tambalear los fundamentos de la monarquía y dieron por resultado un cambio fundamental en las relaciones Iglesia-Estado. La nueva constitución de 1849 reconoció la autonomía de la Iglesia en Austria y la subsiguiente Conferencia episcopal en Viena comenzó a aprovechar tal concesión. En 1850, el joven emperador Francisco José abolió el placet (consentimiento) imperial, quedando libres de este modo las comunicaciones con Roma. Por último, el concordato de 1855 rompió definitivamente con el josefinismo, con lo cual el clero de Austria volvió a ser de nuevo parte de la Iglesia universal.

En ese clima político profundamente cambiado, surgió la posibilidad de una asamblea abacial en 1851. La agenda propuesta incluía: la formación de una provincia cisterciense austríaca: la restauración de la exención monástica; el establecimiento de relaciones con el Presidente General en Roma; los reglamentos para la administración de escuelas y parroquias y, por último, la reforma de la disciplina monástica.

Dado que ninguno de los abades había pertenecido a una organización de esa índole, la iniciativa fue tomada por algunos de ellos en forma privada. La reacción inmediata de los otros fue cauta en extremo. A pesar de sus temores de provocar la ira episcopal, los abades llevaron a cabo sus asambleas de forma casi clandestina, en Baden, cerca de Viena, a fines de octubre de 1851.

Entre los numerosos problemas, recibió atención especial el de la exención, pero los tímidos abades se limitaron a esperar a que la Santa Sede tomara la iniciativa en la materia. No se hizo nada en los otros campos, excepto la resolución de encontrarse nuevamente en un futuro cercano; el esbozo de una constitución provincial y el establecimiento de relaciones directas con Roma.

Para preparar ese segundo encuentro, varios abades visitaron al Nuncio Apostólico en Viena, oportunidad en que escucharon por primera vez que todos los problemas relativos a las órdenes religiosas en Austria serían decididos por medio de una visita apostólica. Se les informó también de que la iniciativa había sido tomada en la Conferencia episcopal de 1849, cuando los obispos se quejaron del decadente estado de la disciplina monástica en toda la monarquia, y pidieron la intervención de la Santa Sede en un asunto tan delicado.

Estas sorprendentes noticias redujeron en gran parte el significado de la asamblea programada, aunque los abades se reunieron en Viena a mediados de mayo de 1852. Inmediatamente decidieron preparar un informe detallado a la Santa Sede sobre el estado

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dificultoso y triste por el que atravesaba la Orden en Austria. En un documento muy franco, los abades admitían espontáneamente que durante el siglo pasado «la disciplina se había debilitado, había disminuido la regularidad y las virtudes monásticas habían desaparecido en gran parte», pero hacían recaer toda la responsabilidad en la política anti-religiosa del gobierno. La patética representación contenía sólo tres peticiones específicas: el nombramiento de un cardenal protector; la autorización para tener un procurador en Roma; y la organización de una provincia cisterciense austríaca bajo la autoridad del Abad General.

El documento fue entregado al Nuncio en Viena, quien, a su debido tiempo, lo remitió a Roma. La respuesta de Pío IX estaba dirigida al Abad de Rein. El papa elogiaba la solicitud y buena voluntad de los abades para realizar una reforma, pero todas las decisiones finales dependían del resultado de la visita apostólica.

El 25 de junio de 1852, el Papa eligió a Federico Cardenal Schwarzenberg, arzobispo de Praga, para el cargo de Visitador. En Hungría se otorgó la misma autoridad al Arzobispo de Esztergom. Sin embargo, como sólo había una abadía cisterciense en dicho país, la visita a los cistercienses, incluida Zirc, fue responsabilidad de Schwarzenberg. El Cardenal era un prelado con vastos conocimientos y gran celo, que cumplió su tarea con seriedad, aunque delegó la visita efectiva de cada abadía al obispo Agustín Hille. Fue este último el que llamó a la puerta de las abadías cistercienses acompañado en su viaje por Salesius Mayer, un monje piadoso y erudito, perteneciente a Ossegg, en Bohemia, que después prestó servicios como profesor de teología moral y rector de la Universidad de Praga, y terminó su vida (1876) como abad de Ossegg. El infatigable Padre Mayer influyó poderosamente en la naturaleza, alcance y éxito de la visita a las abadías cistercienses.

Como preparación de la visita, se pidió a cada casa que presentara un informe completo sobre todos los aspectos de su vida monástica, incluyendo una copia de los reglamentos observados en la comunidad. Cosa característica de las condiciones imperantes, únicamente Ossegg pudo mostrar sus estatutos. Todos los otros monasterios vivían sin reglamentos valederos, siguiendo simplemente costumbres transmitidas por generaciones anteriores de monjes.

La visita a las abadías cistercienses se llevó a cabo entre 1854 y 1855, seguida por la promulgación de cartas constitucionales especiales para cada comunidad. Esos documentos estaban basados en una declaración de principios formulados por el Cardenal, pero se adaptaban a las condiciones locales. Como broche de todo el proceso, el 12 de agosto de 1856, Schwarzenberg envió a Roma un informe detallado de la visita y recomendaciones.

Los padres visitadores, establecía el Cardenal, fueron recibidos en todas partes «con los más grandes honores y aperturas de corazón» y la mayoría de los monjes mostraron «amor por la Orden y deseo de progreso». Sin embargo, «la disciplina estricta que hizo una vez que la Orden de san Bernardo se distinguiera, y que todavia es practicada en la Estricta Observancia de los trapenses, está ausente de los conventos austríacos, y considerando los actuales monjes y las condiciones presentes, no puede ser introducida». En verdad, como el Cardenal observaba, mientras que la mitad, o incluso un porcentaje mayor de miembros vivieran fuera de la abadía en forma permanente, realizando tareas pastorales o docentes, era completamente imposible introducir una disciplina uniforme. Hizo todo lo que pudo para dar énfasis a los elementos esenciales de la vida monástica, pero sólo esperaba mejoras sustanciales después de un notable aumento de los miembros de las comunidades y una reducción gradual de las tareas externas. También afirmaba el Cardenal, que el primer paso hacia el mejoramiento sería la organización de una provincia cisterciense autónoma. Los detalles prácticos de la reforma

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quedarían sometidos a un capítulo provincial, donde conjuntamente con la nueva constitución debía surgir un libro básico de Estatutos uniformes.

La asamblea tan anunciada, y preparada con tanto cuidado, fue inaugurada en Praga por el cardenal Schwarzenberg, el 30 de mayo de 1859. Todos los monasterios cistercienses estuvieron debidamente representados, y aun los cenóbios de monjas afiliados enviaron a sus capellanes como delegados; en total concurrieron veintiocho personas. También apareció por primera vez el prior de Mehrerau, en nombre de la comunidad Suiza de Wettingen, exiliada, que en 1854 pudo encontrar un nuevo hogar en Mehrerau, una abadía benedictina abandonada en Austria.

En cuanto a los temas de importancia, la conferencia estaba muy lejos de la unanimidad. Las diferencias de opinión en materia de disciplina monástica estaban muy acentuadas por el orgullo nacionalista. Después que las revoluciones de 1848-1849 fueran sofocadas en forma sangrienta, los polacos, checos y en especial los húngaros, tenían sus propios motivos de quejas y se mostraban habitualmente desconfiados hacia cualquier movimiento que implicara dominación austríaca. Fue una coincidencia desafortunada que el hermano del cardenal Schwarzenberg, Félix, como primer ministro de Austria (1848-1853) fuera odiado a muerte como opresor. No obstante, después de unas semanas de ardua labor se alcanzó el propósito de la reunión: se aceptó un libro nuevo de Estatutos, se construyó el marco legal para una Congregación autónoma, y hasta se eligió al primer Vicario General.

El conjunto de reglamentos, los llamados «Estatutos de Praga», alcanzaron a formar un folleto de cuarenta y cuatro páginas que pronto fue publicado. Se supuso generalmente que el texto era obra de Salesius Mayer, pero sus elementos más importantes se basaban en los estatutos de la provincia cisterciense de Bohemia y Moravia, del siglo XVIII, que a su vez eran adaptación de la In Suprema de Alejandro VII, promulgada en 1666. Mientras que, por un lado, eran manifiestos los honestos esfuerzos por mantener la continuidad de las tradiciones cistercienses, por otro se prestaba la debida atención a las exigencias contemporáneas. La recitación o canto de todo el oficio canónico debía estar precedida por el oficio de la Santísima Virgen, y eran absolutamente obligatorios en todas las abadías. Se dio nuevo énfasis a los ejercicios espirituales, tales como la meditación diaria, la lectura espiritual y los retiros espirituales, lo mismo que las reglas de ayuno y abstinencia. Aunque el carácter de las reglas estaba muy lejos de la severidad de la de los trapenses, los Estatutos de Praga, si hubieran sido observados, habrían restaurado la disciplina monástica a un nivel respetable.

La constitución provincial exigía un Vicario General electo por todos los abades por un término de seis años. Debía ser ayudado en sus tareas por tres Asistentes elegidos en forma similar. El Capítulo provincial debía ser convocado cada tres años. De igual modo, la visita a cada abadía realizada por el Vicario General debía efectuarse trienalmente. Los reglamentos también pedían un Procurador general en Roma, y dejaban la puerta abierta para el nombramiento de un futuro Abad General y Capítulo General, que volverían a entrar en funciones en una fecha posterior. La fructífera asamblea concluyó con la elección del primer Vicario general de la nueva Congregación, en la persona de Luis Crophius, abad de Rein.

El Cardenal Schwarzenberg aprobó los nuevos Estatutos el 5 de abril y los envió conjuntamente con toda la documentación pertinente a Roma, para su ratificación final por la Congregación de Obispos y Regulares. El hecho de que los Estatutos de Praga nunca recibieran esa sanción, redujo considerablemente su efectividad, pero todavía en 1859 constituían un paso decisivo en la historia de la Común Observancia. Un pasado lleno de

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sinsabores había quedado atrás, y se abría el camino hacia una mejor organización externa, un desarrollo más rápido y una espiritualidad más profunda.

Mientras tanto, la condición de la Iglesia en Austria había cambiado, estimulando al Presidente General en Roma a hacer otro intento para lograr una cooperación más íntima con sus hermanos cistercienses de allende los Alpes. Cuando Angel Geniani, abad de Santa Croce, estuvo a punto de convocar un Capítulo para la Congregación Italiana en 1856, envió una invitación a los abades de Bélgica y Austria, y los estimuló para que concurrieran. Como todavía se estaba desarrollando la visita en Austria, y no quedaba claro si se les invitaba para participar activamente, o para ser simples espectadores, la contestación fue negativa en ambos países.

El sucesor inmediato de Geniani, Teobaldo Cesari, continuó con el mismo ímpetu y presionó en favor de un Capítulo General, usando su influencia en la Curia en beneficio de dicho proyecto. Siguió con gran interés la evolución de la reunión de Praga, donde también se discutió la función del Abad General, aunque los abades austríacos fracasaron en llevar hasta las últimas consecuencias este tema. En 1856, renovó la invitación de su predecesor para concurrir a un Capítulo General, pero infructuosamente. En 1863, Cesari hizo otro intento, esta vez por medio del Nuncio en Viena, que se había convertido en entusiasta sostenedor de la idea. Las miras del plan apuntaban a una sesión plenaria del Capítulo General, a la cual hasta se invitó a los abades trapenses. Por desgracia, ese proyecto tan prometedor no recibió apoyo de Austria, y fue igualmente rechazado por Estanislao Lapierre, abad de Sept-Fons y Vicario de la «Antigua Reforma».

No queda completamente clara la razón de la frialdad de los austríacos hacia la iniciativa de Cesari, pero se puede suponer, por lo menos, que una de las razones de sus preocupaciones era la constante tensión política entre Italia y Austria, que desembocó en abiertas hostilidades en 1859 y 1866. Esta suposición parece estar corroborada por el hecho de que el infatigable Cesari se valió de los húngaros, mucho más amistosos, para sus sucesivos intentos. Sin embargo, expresó simplemente en 1865 su deseo de visitar informalmente las abadías austríacas, y pidió al abad de Zirc que explorara la actitud de sus colegas respecto a la misma. El comienzo de la guerra austro-prusiana (1866) y, como consecuencia, la entrada de tropas italianas en Venecia, estropeó el plan. Pero, en 1867, Cesari hizo una visita en Bélgica de las dos abadías del país, y en su viaje de retorno visitó algunas comunidades austríacas y la húngara de Zirc, que le impresionaron muy favorablemente, y llegó a la convicción de que era la época apropiada para convocar el muy postergado Capítulo General.

A comienzos de 1868, Cesari envió sus planes a la Congregación de Obispos y Regulares y la respuesta fue rápida y favorable. El 27 de marzo, la Congregación promulgó un documento reconociendo a Cesari como General de ambas Congregaciones, la belga y la austríaca autorizándolo a convocar «tan pronto como fuera posible» un Capítulo General. Cesari no perdió el tiempo, e invitó a todos los abades de ambas Congregaciones a reunirse el próximo septiembre en Roma. A petición de los sorprendidos abades, el Capítulo se diferió, sin embargo, hasta el 6 de abril de 1869, y ésta es la fecha en que se inició la asamblea en la abadía de San Bernardo alle Terme.

La tan anunciada reunión resultó a todas luces poco propicia. Aunque invitada, la Congregación de Sénanque no envió ningún representante; tampoco lo hizo Mogila, de Polonia. Sin contar a Cesari, que presidía, se hicieron presentes sólo cuatro italianos, quienes al ver que las discusiones se referían casi exclusivamente a problemas austríacos, se retiraron

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después de la tercera sesión. Tomando en consideración el hecho de que los trapenses ni siquiera fueron invitados, surgió repentinamente la duda de si la reunión podía calificarse de Capítulo General o era simplemente una asamblea especial de los abades austríacos y belgas. Nunca se explicó oficialmente la negativa actitud hacia la Estricta Observancia. Con certeza, una razón fue el propio rechazo de los trapenses, que ya estaban considerando la posibilidad de formar su propia organización independiente. Otro motivo – quizá el principal – fue el temor de que una gran cantidad de representantes trapenses pudiera dominar por completo a una Asamblea, por otra parte modesta.

A despecho de problemas tan importantes, después de diez días de intensas negociaciones, el Capítulo pudo decidir, por lo menos, sobre dos puntos de su agenda: el Abad General, y la reorganización del Capítulo General. Se resolvió que el Abad General debía residir en Roma, ser abad de la Común Observancia y elegido en forma vitalicia por todos los otros abades de la misma observancia en una sesión especial del Capítulo General. El abad Cesari fue aceptado como primer General, en honor a su previo nombramiento por parte de la Congregación. Las tareas principales del General consistían en visitar las abadías cada diez años, la convocación del Capítulo General y la presidencia del mismo. Debía ser ayudado por un Procurador General elegido, pero en problemas que involucraran a abadías concretas, debía actuar sólo por la mediación del abad afectado.

El Capítulo General debía reunirse en Roma cada diez años, aunque, en caso de muerte del Abad General, el Procurador General debía convocar a una sesión especial para la elección de un nuevo General. Constituían un grave problema el número de miembros y el derecho a votar, en vista de la gran desigualdad numérica entre las Congregaciones. Se pidió a la Congregación de Obispos y Regulares que arbitrase en la diferencia, porque la conferencia era incapaz de llegar a una decisión unánime. Sobre la extensión de la jurisdicción capitular, no se llegó a una decisión específica, pero todos estuvieron de acuerdo en el principio que no tenía autoridad para cambiar las constituciones congregacionales aprobadas por la Santa Sede. Los abades decidieron pedir de nuevo la rápida aprobación de los Estatutos de Praga por la Congregación. En otras materias, tales como la observancia uniforme del voto de pobreza y la posibilidad de abrir un colegio de teología común en Roma, no se tomó decisión alguna.

Ni los abades austríacos, ni la Congregación de Obispos y Regulares consideraron que los problemas que quedaron pendientes después del Capítulo tuvieran importancia vital. Cuando murió el Abad General Cesari en 1879, los Estatutos de Praga todavía estaban esperando ser aprobados y, dado que el Capítulo general de 1880 no se preocupó por el asunto, todo fue tranquilamente olvidado. El único hecho notable del Capítulo fue la elección del nuevo General en la persona de Gregorio Bartolini, abad de Santa Croce en Roma. Sin embargo, el Capítulo se realizó en Viena, porque el gobierno se había apoderado de ambas abadías romanas de la Orden y las había convertido en cuarteles. El mismo Bartolini tuvo que vivir en un pequeño departamento adyacente a su iglesia titular.

El Capítulo de 1891 se reunió también, por la misma razón, en Viena y hubo de topar con la misma emergencia. Bartolini murió en 1890, y por consiguiente, debía elegirse un sucesor. Sin embargo, el factor perturbador lo constituía el hecho de que no había ningún abad italiano vivo y ninguna abadía italiana disponible donde el nuevo General pudiera establecer la casa generaliza, y eso creaba un nuevo problema. En consecuencia, la Orden se dirigió a la Santa Sede para pedir que el nuevo General, que presumiblemente no sería italiano, pudiera vivir y actuar fuera de Roma. La petición fue otorgada, y la elección del Capítulo recayó en el abad

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de Hohenfurt, Leopoldo Wackarz, Vicario general de la congregación austríaca, un venerable octogenario.

Hechos más memorables ocurrieron en 1891, en relación con el octavo centenario del nacimiento de san Bernardo. Los trapenses tomaron parte en gran número de reuniones y celebraciones realizadas en toda Francia, y como recuerdo permanente, reeditaron la importante colección de fuentes conocida como el Nomasticon cisterciense. La Común Observancia encontró apropiado honrar al Santo por medio de una serie de publicaciones monumentales de gran erudición. Con toda seguridad la más sobresaliente fue Origines Cistercienses, una lista de todos los monasterios cistercienses a lo largo de la historia, obra de un estudioso monje de Zwettl, Leopoldo Janauschek, que todavía resulta indispensable en la actualidad. El mismo Janauschek editó en cuatro volúmenes la Xenia Bernardina, que incluía la bibliografía Bernardina completa. En 1889, la iniciación de la Cistercienser – Chronik por Gregorio Müller señala un jalón para el estudio del pasado cisterciense. Una empresa similar en lengua francesa y respaldada por la Congregación de Sénanque y editada en Hautecombe, L’Union Cistercienne, duró desgraciadamente sólo cuatro años. El Padre Imre Piszter de Zirc, publicó en dos volúmenes su obra magna Vida y Obras de san Bernardo, que coincidió con la aparición de la famosa biografía del Santo escrita por Vacandard. Otro miembro distinguido, profesor de Historia de la Universidad de Budapest y futuro abad de Zirc, Remigio Békefi, comenzó una serie de monografías en varios volúmenes cubriendo la historia cisterciense en Hungría.

La única sombra proyectada en la festiva escena era la inminente ruptura dentro de la Orden – todavía una nominalmente entre los trapenses y la Común Observancia. No era algo sorprendente, pero el editor de la Cistercienser – Chronick calificaba el hecho como «grave en sus consecuencias», que «llenaría de pena» los corazones de todos los cistercienses. El Padre Müller, autor de la breve comunicación, que había trabajado más que ningún otro para despertar entre las filas de la Común Observancia una valoración más profunda de las tradiciones cistercienses, admitió pronto que el Abad General y el Capítulo General de su observancia no habían prestado a los trapenses la debida consideración, pero creía aún que la ruptura era innecesaria, y terminaría por perjudicar a ambas ramas de la Orden.

Esas ideas no eran raras tampoco entre los padres trapenses. En vísperas del octavo centenario de la fundación de Cister, el Capítulo General de la Estricta Observancia (1898) dio pasos tendientes a la reunión de las ramas separadas de la Orden sobre la base de la constitución trapense aprobada recientemente. Por medio de ciertas conexiones romanas se hizo llegar la propuesta al Capítulo General de la Común Observancia, reunido en Hohenfurt. Sus términos, según interpretaron los abades en Hohenfurt, implicaban la práctica absorción de la Común Observancia por los trapenses, y por lo tanto el ofrecimiento no pudo ser considerado como un acercamiento práctico hacia tal meta. Se lo rechazó diplomáticamente.

Una de las mayores diferencias que separaron durante el siglo XIX a las dos ramas de la Orden fue el grado y significado de la uniformidad y control central. Cada abadía, como componente de la Congregación trapense, estaba estrechamente supervisada y se suponía que seguiría los Estatutos comunes con rígida uniformidad. La consecuencia final de esa política fue la eventual fusión de las congregaciones, la eliminación de la variedad de observancias y la aparición de la Orden de la Estricta Observancia unida. En 1893, se logró la uniformidad y la dominación completa por el Capítulo General trapenses con un grado mayor de efectividad que en cualquier otra época de la historia cisterciense.

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A lo largo de la misma centuria, en agudo contraste, las abadías pertenecientes a la Común observancia retuvieron en gran parte su autonomía. El «pluralismo» prevalecía con más frecuencia entre las antiguas abadías del Imperio Austro-húngaro. Esas comunidades se habían ejercitado en el difícil arte de sobrevivir durante varias décadas, y se habían vuelto desconfiadas ante una posible intervención extranjera, de cualquier origen o naturaleza. El retorno a controles efectivos, mediante capítulos congregacionales o generales, no les parecía de vital importancia, y la observancia de un código de disciplina uniforme les resultaba menos deseable aún. Es verdad, que terminaron por crear un Abad General y restauraron el Capítulo General como organismos convenientes para su representación o publicidad, pero les cercenaron cuidadosamente la autoridad, mientras conservaban con orgullo sus costumbres específicas y su organización interna.

Juzgar del éxito de la Común Observancia de acuerdo con el grado de centralización lograda, sería completamente utópico, a la vez que falso. El progreso puede ser únicamente valorado, si se consideran a fondo otros aspectos de la vida monástica. La evidencia más simple es el crecimiento numérico. Considerando a la provincia austríaca en conjunto, las cifras son particularmente expresivas. En 1854, el total de miembros ascendía a cuatrocientos noventa y nueve, e incluía a cuatrocientos treinta y tres sacerdotes. En 1898, las cifras habían aumentado a quinientos ochenta y uno para el total, del cual cuatrocientos ochenta y tres eran sacerdotes. Mientras tanto, los italianos sufrían grandes pérdidas debido a la secularización de sus casas, y las dos comunidades belgas se mantenían igual, sin ningún cambio importante en ninguna dirección. La Congregación de Sénanque, por su parte, de un puñado de fundadores en 1853, alcanzó un total de ciento cincuenta y siete monjes en 1899, incluyendo cuarenta y nueve sacerdotes, veintinueve clérigos, trece novicios y sesenta y seis conversos; era pues, la única Congregación dentro de la Común Observancia donde la reaparición de los hermanos legos era significativa. Mehrerau, fundada por unos pocos refugiados suizos en 1854, constituyó otro éxito. En muy poco tiempo, Mehrerau no sólo se convirtió en una comunidad considerable, sino que, en 1888, los padres pudieron reorganizar la antigua abadía alemana de Marienstatt, fundando con ella una nueva «Congregación suizo-alemana». En 1898, los miembros de ambas abadías alcanzaban a ciento veinticuatro, de los cuales cincuenta y tres eran sacerdotes, veinticinco clérigos, siete novicios y treinta y nueve conversos.

Sin embargo, el desarrollo más espectacular pertenece a Zirc, en Hungría, que triplicó sus miembros y, en 1898, había alcanzado el impresionante total de ciento treinta y ocho, contándose entre ellos ciento tres sacerdotes. Este éxito hizo posible que, en 1878, los monjes pudieran hacer frente a la carga financiera que significaba San Gotardo, dependiente de Heiligenkreuz (Austria), y abrir al mismo tiempo su cuarto gimnasio, añadiendo el quinto en los primeros años del siglo siguiente, en Budapest.

Es, en realidad, poco corriente que, en 1898, el número de sacerdotes en la Común Observancia fuera de seiscientos cuarenta y cuatro, más alto que la cifra correspondiente en las estadísticas de la Estricta Observancia. La enorme disparidad entre las dos ramas de la Orden en lo que se refiere al número total de miembros está dado por el hecho de que, mientras la Común Observancia tenía sólo ciento cuarenta y seis hermanos legos, los trapenses contaban con cerca de dos mil conversos.

La abnegada dedicación al duro trabajo, en especial en el campo de las actividades educativas y pastorales, puede demostrarse mediante cifras estadísticas recogidas en 1898. Cerca de la mitad de los sacerdotes realizaban trabajos parroquiales, teniendo a su cargo, en conjunto, más de un cuarto de millón de almas. Del resto de los sacerdotes, ciento dieciocho estaban

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empleados como profesores en los gimnasios de la Orden, que gozaban del crédito público y oficial. La mayoría eran instituciones por ocho años, que ofrecían cursos universitarios preparatorios desde el quinto al duodécimo año. Los aranceles eran mínimos, pero las escuelas estaban dedicadas a la educación de la élite intelectual, y como tales, eran consideradas entre las mejores, especialmente las húngaras. La mayoría de los novicios de Zirc, que crecía vertiginosamente, se reclutaban en los colegios cistercienses.

Se hicieron grandes esfuerzos por dotar de instrucción apropiada a cada miembro de la Orden; por lo tanto, se requería para la admisión capacidad intelectual. A excepción de aquellos pocos que deseaban ser conversos, cada miembro profeso debía recibir una preparación formal en Filosofía y Teología, y aquellos destinados a la enseñanza debían alcanzar grados avanzados en las distintas artes y ciencias. Entre ellos, veinticuatro monjes eran doctores en Teología, veintidós doctores en filosofía, tres doctores en Leyes. El número de publicaciones eruditas aumentó de forma sostenida durante toda la centuria. El hecho de que Cistercienser – Chronick fuera una revista mensual, editada y escrita por y para los monjes de Austria y Hungría, puede ser citado como una prueba más del amor al estudio que imperaba.

La Italia unificada fue un país donde, después de 1860, la Orden estuvo expuesta a vejámenes sin límites. El gobierno anticlerical se apropió de los edificios monásticos, especialmente para usos militares, y sólo se dejaron las iglesias para beneficio de los feligreses. Tal fue el destino que tuvieron en 1871 las dos grandes abadías romanas, perdieron ambas al mismo tiempo sus valiosísimas bibliotecas. Para asegurar su supervivencia, los monjes desalojados adquirieron en 1876 una modesta residencia en Cortona, donde, después de 1883, comenzaron a recibir novicios.

En un intento de realizar una reseña de los logros de la Común Observancia en el siglo XIX, se puede señalar que, aunque las observancias monásticas estaban reducidas a lo esencial, la Orden progresó significativamente en número, nivel de erudición, servicios pastorales y educativos, y aseguró a los cistercienses una alta reputación en todos los niveles de la sociedad contemporánea.

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Los Cistercienses en el siglo XX

El relato histórico de la Orden cisterciense durante las primeras tres cuartas partes del siglo XX no se puede reducir a la enumeración de unas pocas tendencias dominantes. Aunque el nuevo siglo comenzó como una continuación normal de la época precedente, el estallido de la Primera Guerra Mundial introdujo una era de violencia y destrucción, tanto física como moral sin precedentes, que llegó a su clímax en el holocausto de la Segunda Guerra Mundial. Después de treinta años de agonía se ha acallado el estruendo de las bombas, pero no se ha conseguido la consolidación de la paz anhelada. No son sólo la prolongada guerra fría, la confrontación entre las fuerzas del comunismo y la democracia, los que evitan el restablecimiento de una condición que ha sobrevivido en las memorias de la vieja generación como «normalidad». Hacia mediados del siglo, se hizo evidente que las bases éticas, los valores sobre los cuales podría reconstruirse el equilibrio al estilo antiguo, estaban hechos añicos sin remedio. El cuestionamiento profundo de todas las normas heredadas continuó a lo largo de toda la década del 60, sin encontrar una base para un nuevo consenso. Finalmente, surgió la idea de una «sociedad pluralista», en la cual podían coexistir conceptos variados y hasta contradictorios. Esto parecería conducirnos a admitir que las preguntas han sobrepasado a las respuestas posibles, y no hay ya esperanza de encontrar un nuevo credo por el que valga la pena morir. Para cualquier que haya estudiado la historia de las instituciones y civilizaciones, esta suposición plantea otras cuestiones fundamentales: ¿puede una «Iglesia pluralista» servir como núcleo de una nueva civilización? ¿Puede concebirse una civilización fuera de un contexto firme de valores absolutos, sin una convicción bien arraigada en la autoridad?

El estudio de una orden religiosa dividida, dentro de un mundo siempre turbulento, es una tarea arriesgada, dado que el mismo cronista es forzosamente parte. Las disputas decisivas sobre valores

y principios llegaron hasta las grandes abadías, que se habían mantenido en el siglo XIX como remansos de paz, fuera del alcance del tiempo. Dado que algunas preguntas fundamentales quedan todavía sin respuesta, no hay posibilidad de examinar el pasado inmediato a partir de un punto de vista realmente objectivo. Con el afán de reducir los errores de juicio al mínimo, será suficiente que sólo presentemos un bosquejo de los eventos externos más importantes.

La Estricta Observancia

Los cistercienses de la Estricta Observancia entraron al siglo XX en medio de una vigorosa expansión territorial, aunque no todas las nuevas fundaciones resultaron duraderas. El Capítulo General Trapense contestaba con una generosidad sin reserva a la mayoría de las peticiones de los obispos pidiendo monjes. Pero, al tomarse esas decisiones, se tenía más en cuenta el personal disponible que los problemas de clima, medio ambiente, recursos materiales o implicaciones políticas.

El primer establecimiento en África, Staouéli, en la Argelia francesa, se inició en 1843 con la ayuda masiva del gobierno, y la abadía se convirtió pronto en la más rica de la Orden. Pero confiar en la buena voluntad de las autoridades civiles demostró ser un riesgo peligroso, tan pronto como los elementos anticlericales dominaron la situación en París. Temerosos ante la amenaza de supresión, los padres vendieron el solar y, en 1904, se mudaron a Maguzzano en

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Italia, a orillas del Lago de Garda. Una aventura aún más prometedora en Sudáfrica, Mariannhill, en Natal (1882), peligró pronto por diferentes razones. Los monjes atrajeron gran número de vocaciones nativas, especialmente como conversos, pero fue tan grande el hambre de las almas por la palabra de Dios, que la comunidad se vio envuelta en un trabajo misionero cada vez más exigente. El Capítulo General no pudo pasar por alto y, en 1909, con la aprobación de la Santa Sede, la comunidad se separó de la Orden para continuar funcionando como una organización independiente de misioneros. Una fundación de Westmalle en el Congo Belga tuvo que ser abandonada en 1925 por razones similares.

El clima inhóspito y el medio ambiente extraño y frecuentemente hostil causaron el fracaso de varias fundaciones en el Pacífico. Un establecimiento de 1874 en la isla de Nueva Caledonia debió ser transferido después de dieciséis años de estériles esfuerzos a Australia (Beagle Bay), sólo para encontrar allí problemas todavía mayores, que obligaron a poner fin a la heroica empresa en 1903. Por el mismo tiempo, sufrió idéntico destino un establecimiento en Nueva Bretaña, al este de Nueva Guinea, por entonces colonia. Una fundación en Brasil, apadrinada por Sept-Fons a comienzos de siglo, llegó a su fin en 1927.

Canadá ofreció a los monjes emprendedores un medio ambiente mucho más propicio. Al éxito de Notre-Dame du Lac en la provincia de Quebec en 1881, le siguieron otras dos en 1892: Mistassini y Our Lady of the Prairies, en Manitoba.

En el Extremo Oriente, una fundación en Japón, Phare (1896) se iba arraigando firmemente. Por otro lado, la inestabilidad política y la amenaza de la guerra hizo que dos nuevas tentativas en el Cercano Oriente fueran precarias desde el comienzo.

El entusiasmo por realizar tantas fundaciones extranjeras en Ultramar, a comienzos de siglo, puede tener su justificación en las condiciones políticas de Francia, donde a consecuencia del famoso «Caso Dreyfus», las riendas del gobierno se deslizaron a manos de inveterados enemigos de la Iglesia.

Desde 1901, se sucedían las leyes anticlericales y, en dos años, todas las casas religiosas debieron enfrentarse con el peligro de la disolución inmediata. Fueron clausuradas unas mil quinientas, pero Dom Juan Bautista Chautard (1858-1935), abad de Sept-Fons, defendió con éxito la supervivencia de los monasterios trapenses y, sólo dos casas pequeñas, Fontgombault y Chambarand, tuvieron que ser evacuadas. Esta última fue restablecida, con todo, como convento de monjas trapenses.

La Primera Guerra Mundial constituyó una severa prueba para los cistercienses franceses, porque ni los sacerdotes ni los religiosos quedaron exentos del servicio militar activo. Muchos monjes murieron en defensa de su patria y algunas abadías, como Olenberg, Mont-des-Cats e Igny sufrieron graves daños materiales. Después de su reconstrucción, Igny fue transferida a las monjas trapenses. La fundación en Siria, Akbés, tuvo que ser abandonada en 1919, después de ser totalmente devastada. En el mismo año, el nuevo gobierno de Yugoslavia se incautó de Mariastern, en Bosnia, comunidad predominantemente alemana.

Las condiciones de la postguerra hicieron peligrar la posición de las fundaciones trapenses en China, que databan de 1883. Nuestra Señora de la Consolación, que prosperaba cerca de Pekín, fue saqueada durante el ataque japonés de 1937. Lo que aún podía salvarse fue aniquilado diez años más tarde por los comunistas, que asesinaron a unos treinta de los monjes sobrevivientes. La fundación más joven, Liesse, fue más afortunada. La abadía tuvo

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que ser evacuada, pero la comunidad pudo encontrar refugio y nuevo hogar en Lantao, dentro del territorio de Hong-Kong.

En España, país de vigorosa expansión trapense en la década de los 20 (La Oliva, Huerta, Osera), los monjes se vieron pronto en medio de la sangrienta guerra civil de 1936-1939. Muchas casas lograron evitar daños muy serios, pero Viaceli, cerca de Santander, no sólo fue saqueada y bombardeada por los republicanos, sino que perdió diecinueve monjes alevosamente asesinados por una banda de anarquistas en los últimos meses del año 1936.

La ascensión al poder del gobierno nazi hizo precaria la existencia de las casas alemanas. Pocos años más tarde la Segunda Guerra Mundial pondría en peligro a cada abadía cisterciense a todo lo largo y lo ancho de los países beligerantes de Europa.

Engelszell, en Austria, fue secularizada en 1939. Mariawald, en Renania, suprimida en 1941, fue duramente dañada en 1945. Olenberg sufrió una devastación casi total en las postrimerías de la contienda. Maria-Erlösung (María-Zwijezda) en la Estiria yugoeslava, fue expropiada por el ejército alemán en 1941 y los monjes transferidos a Mariastern, que bien pronto se vio amenazada por el régimen de Tito, cuando confiscó todos los latifundios monásticos bajo pretexto de la reforma agraria.

Como consecuencia de la declaración de guerra de 1939, muchos de los monjes jóvenes de las abadías francesas fueron llamados a las armas. La fulminante invasión germana de 1940 produjo relativamente pocas bajas, pero un gran número de monjes soldados cayeron prisioneros de guerra. Bajo la ocupación germana, todas las abadías francesas pudieron seguir su ritmo, pero las que estaban situadas en Bélgica y Holanda lo hicieron sólo a costa de grandes dificultades. Scourmont fue evacuada dos veces, y la mayoría de sus edificios ocupados por la Luftwaffe alemana. Echt y Achel fueron expropiadas por completo por los nazis y sus monjes dispersados. Tegelen quedó casi totalmente destruida en la lucha, hacia fines de 1944.

La invasión aliada de Normandía involucró a muchas abadías francesas, alguna de las cuales, como Notre-Dame des Dombes y Timadeuc tomaron parte en forma más o menos activa en la resistencia. Esta última comunidad fue condecorada con la «Cruz de la Resistencia». La abadía belga de Orval se destacó en forma similar por ofrecer ayuda al «Ejército secreto» de los patriotas de ese país.

En Italia, Frattocchie, cerca de Roma se encontró entre 1943-1944 en la línea de fuego, y terminó seriamente dañada.

Al concluir la contienda, el trabajo de recuperación fue rápido, probando de nuevo la extraordinaria vitalidad de la Orden. A despecho de los daños muy considerables, en 1947 la Estricta Observancia contaba sesenta y cuatro casas, con un total de casi cuatro mil monjes. Comparando estas cifras con las de 1894, la ganancia neta a todo lo largo de la mitad más turbulenta del siglo llegaba a ocho monasterios y casi ochocientos monjes.

Sin embargo, la expansión más espectacular se alcanzaría durante la década del 50, cuando se hicieron una docena de fundaciones y el número de monjes se acercó a cuatro mil quinientos. En los Estados Unidos, solamente entre 1844 y 1956, el número de establecimientos trapenses creció de tres a doce, mientras los miembros aumentaban de trescientos a mil.

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Hacia la mitad de la década del 60 la Orden comenzó a perder vocaciones en forma considerable, sobre todo entre los conversos, aunque se hicieron varias fundaciones, especialmente en África negra. De acuerdo con las estadísticas del 31 de diciembre de 1972, la Estricta Observancia controlaba ochenta y cuatro establecimientos, que albergaban a tres mil noventa monjes de coro y novicios, de los cuales mil seiscientos ochenta y cinco eran sacerdotes, los que sumados a trescientos veinticinco hermanos conversos dan un total de tres mil cuatrocientos quince.

El sorprendente desarrollo y la igualmente inesperada disminución de miembros dentro de la misma década constituye un problema intrigante para todo estudioso de la historia religiosa. La gran atracción por la vocación monástica que sintieron los veteranos de guerra es un hecho innegable, que puede encontrar explicación en la desilusión de esos millones de seres forzados a ser instrumentos de la destrucción suicida de una civilización grande, pero básicamente materialista. El monaquismo, como una nueva valoración del cristianismo en su aspecto más genuino y exigente, llenó sin dificultad el vacío espiritual, cuando cayeron convertidos en un montón de cenizas los ídolos de esa generación. La búsqueda de Dios por parte de miles de almas terminó en una abadía cisterciense, donde encontraron amor comprensivo, respuestas inmediatas, una forma de hacer penitencia por su penoso pasado, y la posibilidad de comenzar una vida nueva dedicada exclusivamente a la contemplación divina. La estructura monolítica de la Orden, su liturgia y disciplina, que en su rutina incambiable parecía trascender el tiempo, debían haber aumentado en cada novicio el sentimiento de seguridad de haber arribado al puerto de perpetua serenidad, de gozar por anticipado el sabor del cielo.

Aquellas vocaciones cuya formación descansó principalmente sobre la experiencia de la seguridad espiritual, fueron rudamente conmovidas por los abrumadores desafíos que quedaron como secuela del Concilio Vaticano II. La experiencia de nuevas formas litúrgicas, distintos conceptos de disciplina e ideas modernas de gobierno, dividieron inevitablemente a las comunidades monásticas. Aquellos que dejaron la guerra para encontrar paz dentro del claustro, se sintieron profundamente perturbados y muchos partieron desilusionados. No pueden clasificarse con facilidad los motivos personales, pero los datos estadísticos son por sí mismos reveladores. Durante las décadas que examinamos (1951-1971), salieron seiscientos noventa y seis profesos de votos solemnes, sin contar con los que vivían fuera de sus monasterios en estado de «exclaustración». En el primer período de cinco años de esas dos decenas, abandonaron cielito veintiún monjes; en el segundo período de cinco años, ciento cincuenta y uno; en el tercero, ciento ochenta y seis; en el cuarto, doscientos treinta y dos. En realidad, resultó erróneo el concepto de Estricta Observancia como fortaleza y custodia de tradiciones monásticas inmemoriales. Durante el siglo XIX, se produjo un alejamiento gradual de las ideas de Lestrange y, por último, hasta de las de Rancé, y la misma tendencia continuó en forma más acelerada después de la fusión de las Congregaciones trapenses en 1892. Un mojón significativo en el camino que conducía hacia el retorno a las tradiciones genuinamente cisterciense, fue la publicación en 1910 de una versión revisada del Directorio Espiritual trapense preparado por Dom Vital Lehodey (1857-1948), abad de Bricquebec. El autor expone todo su amplio conocimiento sobre oración mental (Los caminos en la oración mental, 1908), a la cual debía darse preeminencia sobre las observancias de ascetismo externo en cualquier vida monástica auténtica. Los méritos del nuevo Directorio radican en la liberación progresiva de un pesimismo algo riguroso, característico de la atmósfera trapense del siglo anterior, que abrió la brecha hacia el retorno a las tradiciones clásicas del misticismo.

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El nuevo Código de Derecho Canónico, promulgado en 1917 bajo los auspicios de Benedicto XV, sirvió de poderoso incentivo para la modificación de las antiguas Constituciones en 1925, seguida por la revisión del Libro de Usos en 1935. Esas tareas fueron llevadas a cabo con la colaboración de una nueva generación de eminentes eruditos como Anselmo Le Bail, Columbano Bock y José Canivez, todos miembros de la abadía belga de Scourmont. Dom Le Bail, que finalmente llegó a ser abad de la comunidad, introdujo la lectura y el estudio sistemático de los primitivos autores cistercienses, siendo maestro de novicios. A su iniciativa se debe la aparición de la primera publicación especializada de los trapenses: la Collectanea Ordinis Cisterciensium Reformatorum. El culto secretario del abad Le Bail, Columbano Bock, fue un colaborador infatigable de la nueva revista; eminente canonista y miembro activo de la comisión litúrgica trapense, su trabajo sobre derecho cisterciense (Les codifications du droit cistercien), sigue siendo todavía una introducción indispensable a la materia. La publicación de los Estatutos del Capítulo General, desde los comienzos hasta la Revolución Francesa, por José Canivez, en ocho volúmenes, aparecidos entre 1933 y 1941, fue, sin duda alguna, la empresa intelectual cisterciense de más enjundia del siglo. Este trabajo, por sí solo, hubiera podido ser suficiente para revitalizar los estudios monásticos, tanto dentro como fuera de la Orden.

El creciente interés en los estudios monásticos y en las tradiciones cistercienses dio origen en 1950 a otra revista de importancia, Cîteaux in de Nederlanden, cuyo título fue simplificado posteriormente: Cîteaux. Mientras la Collectanea continúa concentrada en la espiritualidad, la nueva publicación emprendió la promoción de los estudios históricos y, de esa forma, atrajo a un cierto número de colaboradores distinguidos, que de otro modo no estarían vinculados con la Orden. La nueva casa de estudios en Roma, Monte Cistello, tenía el propósito de promover la formación profesional en Filosofía y Teología, y se estableció en 1958 conjuntamente con la nueva residencia del Abad General, cercana a la antigua abadía de Tre Fontane. En el año escolar de 1959 a 1960, sesenta y ocho monjes jóvenes, veintiuno de los cuales eran estadounidenses, concurrieron a la nueva institución y podían asistir libremente a las clases de cualquiera de las grandes universidades de Roma. Este grupo de la generación joven fue el que respondió con entusiasmo a la llamada del Concilio Vaticano II para la «renovación» de la vida religiosa y, en especial los americanos más progresistas, promovieron una serie de cambios revolucionarios.

La creciente importancia de los americanos dentro de la Orden no puede ser explicada sin tomar en consideración la influencia de Thomas Merton (1915-1968). Cuando ingresó en Gethsemaní en 1941, sólo parecía ser uno de los tantos intelectuales jóvenes y desilusionados, que buscaban a Dios en el «desierto» de Kentucky. Pero su biografía, un best-seller (La montaña de los siete circulos), publicada en 1948, resultó el comienzo de una carrera literaria fecunda, que le dio fama y popularidad especialmente entre los jóvenes. Sin duda alguna fue el imán que atrajo a centenares a una u otra de las comunidades trapenses en rápida multiplicación.

Aunque Merton. – el «Padre Luis» para los monjes de su abadía – declaró siempre ser un contemplativo, su carácter complejo y su íntimo contacto con el «mundo» y todos sus problemas candentes, difícilmente pueden calificarlo como típicamente trapense. A través de todas las etapas de su itinerario espiritual e intelectual, cada una ilustrada por el constante fluir de sus escritos, se convirtió en guía y modelo de sus entusiastas lectores. Dado que él mismo poseía una mente ampliamente receptiva, abierta a los cambios y a la variedad de nuevos enfoques del monaquismo contemporáneo, su profunda influencia contribuyó con toda seguridad a reforzar los esfuerzos reformistas.

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Pero la demanda por un cambio distó de ser universal dentro de la Orden. Las antiguas abadías europeas preferían ir a paso más lento. No habían experimentado ni el boom de las vocaciones, ni la dramática crisis vocacional de fines de la década del 60 con la misma intensidad de sus hermanos más jóvenes de allende el Atlántico. Muchas de ellas siguieron sin convencerse de la necesidad de reformas radicales e inmediatas.

El Capítulo General aceptó el desafío y comenzó a luchar a brazo partido por solucionar una amplia gama de problemas fundamentales, sobre muchos de los cuales aún existen opiniones divergentes. Dado que se hizo evidente que todos los aspectos de la vida cisterciense debían volver a examinarse, la Orden tuvo cuatro Capítulos Generales especiales sucesivos (1967, 1969, 1971, 1974), dedicados exclusivamente al problema de la renovación. Cada uno de ellos duró varias semanas, y cada uno de ellos también motivó pesados volúmenes de discursos, estudios preparatorios, informes de comisiones, actas de discusiones, conferencias y consultas con expertos sobre los diversos temas en estudio.

Se adoptó la decisión fundamental de abandonar un gobierno centralizado y una uniformidad en las observancias, en la esperanza de encontrar «una vida monástica más auténtica gracias a una legítima diversidad». En realidad, los padres capitulares percibieron el pluralismo como «un acto de fe en los valores monásticos fundamentales. Precisamente en la experiencia de esos valores esenciales se funda la unidad».

Los primeros y más llamativos cambios pertenecían a la Liturgia. El latín y el canto gregoriano se transformaron en materia de opción, que pocas comunidades eligieron, al mismo tiempo que se abría a experimentación la estructura completa del oficio divino. En cuanto al misal, prevaleció el rito romano, permaneciendo sólo algunas particularidades cistercienses de menor importancia. Quedaron sin fijarse ciertos detalles y, dentro de las normas, se permitía también la posibilidad de adaptación a la situación local.

Se tomó otra decisión de igual trascendencia con respecto a los hermanos legos. Se abolió la distinción entre los hermanos y los monjes de coro, tanto en lo externo, como en el status legal; se otorgó a los hermanos voto efectivo en las elecciones monásticas y se los estimulaba a participar activamente en las oraciones litúrgicas de la comunidad. Como se ha señalado, el abandono del latín tiene obvia justificación en el hecho de que, sin el cambio a la lengua vernácula, los hermanos no podrían participar por entero en la Liturgia.

Se ha iniciado una cabal revisión de las Constituciones antiguas, aunque el proceso no llegó a su fin y la redacción de una Constitución pedirá años probablemente. Sin embargo, se han adoptado generalmente algunos principios. Tales son la descentralización y el fortalecimiento de la autonomía local, a los que se agrega la exigencia de una amplia consulta en el momento de tomar decisiones. Se puede ejercer la autoridad únicamente después de considerar los deseos de la comunidad afectada. Se busca sólo la unidad, y no la uniformidad, y aun esto en lo absolutamente básico. En todos los detalles, «el pluralismo permitirá a cada comunidad e incluso a cada monje descubrir su verdadera identidad en Cristo», afirmaba el Capítulo General de 1969.

De acuerdo con esta postura, el Capítulo General no se reuniría ya anualmente. Por otro lado, conferencias regionales, hasta ahora informales, organizadas sobre bases nacionales o lingüísticas, pueden convertirse en acontecimientos anuales, a los que se confía funciones tan importantes como la valoración de las experiencias comunitarias en cada abadía de la región.

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El tradicional Definitorio, con su autoridad algo reducida, ha sido rebautizado como Consejo Permanente, con funciones de asesoramiento del Abad General.

El recién organizado Consejo General (Consilium Generale), en el cual cada región (doce en total) tendría una participación adecuadamente equilibrada, constituye la acertada expresión de un gobierno representativo. El proceso legislativo no se ocuparía en adelante de los detalles de las observancias, sino que velaría con más propiedad por la integridad del espíritu de la Regla de san Benito, y los principios de la Carta de Caridad.

El muy debatido tema de la duración del abadiato ha cambiado el concepto tradicional vitalicio y los abades, incluyendo al Abad General, serán elegidos por tiempo indeterminado, o sea, mientras puedan ser realmente útiles para el bien de la comunidad. La duración del mandato podría decidirse mediante periódicos votos de confianza. Mientras tanto, como «experimento», cada comunidad podría elegir abades por un término fijo de seis años.

En el campo de las costumbres, usos y observancias, los últimos cuatro Capítulos de renovación adoptaron una actitud flexible y, en ese proceso, cayeron en desuso instituciones antiguas como el capítulo de faltas. Sin mitigar el espíritu de penitencia se otorgaron concesiones relativas a la comida y al vestido, considerando las circunstancias locales, y hasta la obligación de dormir en dormitorios comunes ha sido abolida y se ha concedido libre opción para construir celdas individuales. En forma similar, aunque han recibido nuevo énfasis las normas relativas al silencio y separación del mundo, se han levantado muchas de las antiguas tradiciones sobre comunicaciones.

El alcance universal y el carácter radical de los cambios que se han efectuado entre los cistercienses de la Estricta Observancia, una Orden que se enorgullecía con justicia de su fidelidad a tradiciones monásticas inmemoriales, no tiene paralelo en la historia fuera de esa década turbulenta. Aunque en la perspectiva del desarrollo bosquejado en las últimas páginas, las novedades sean sorprendentes, han sido bien preparadas por fenómenos que evolucionaron en forma gradual.

La extensión geográfica de la Orden mucho más allá de los confines de Europa tendió a disminuir la firmeza del control ejercido por las casas-madres francesas. En realidad desde hacía tiempo se hizo evidente que eran inevitables ciertos ajustes a las costumbres en abadías situadas en climas tropicales. La rigidez de una rutina diaria, que dominaba una liturgia larga y compleja, ha sido cada vez más discutida por aquellos que están en favor de una atmósfera más propicia para la contemplación. Las diferencias existentes entre los hermanos legos, con frecuencia profesionales instruidos, demandó se les diera una mayor participación en el gobierno monástico, y sirvió de justificación para introducir el idioma vernáculo en la Liturgia. El mayor énfasis en el estudio socavó gradualmente la tradición de simplicidad rústica y transformó a las comunidades, volviéndolas más receptivas a las corrientes contemporáneas. Y, por último, el rápido crecimiento del número de vocaciones creó serios problemas para la formación clásica de los candidatos, mientras el equilibrio se inclinaba a favor de los jóvenes, quienes por naturaleza se sentían mejor dispuestos hacia los cambios que los mayores, generalmente más tradicionalistas.

Si este estilo y estructura de vida religiosa, nuevo y valiente, conducirá o no realmente hacia la tan deseada renovación espiritual, es una pregunta que solamente los monjes de la próxima generación podrán contestar.

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La Común Observancia

También para la Común Observancia, el siglo XX comenzó como una era de expansión y de insospechadas adversidades. En Francia, se repitió en cierto modo la historia del abbé Barnouin. Un sacerdote rico y devoto, Bernard Maréchal, que previamente fuera miembro de la Congregación del Santísimo Sacramento, estaba buscando una comunidad deseosa de respaldar su plan de fundar un monasterio contemplativo, dedicado especialmente a la adoración perpetua al Santísimo Sacramento. Fontfroide, de la Congregación de Sénanque, aceptó la idea. Dom Maréchal se unió a los cistercienses y, en 1892, construyó un monasterio costeado de su peculio particular en Pont-Colbert, cerca de Versalles, convirtiéndose en el primer abad del nuevo establecimiento. Pero la vida monástica no transcurrió pacíficamente. La persecución de las órdenes religiosas, entre 1900 y 1904, interrumpió la vida de Sénanque, de Fontfroide y también de Pont-Colbert. Algunos de los monjes buscaron refugio en Italia, otros en España, pero la comunidad de Pont-Colbert pudo encontrar un nuevo monasterio en Onsenoort (Marienkroon) en Holanda, en 1904. Después de la Primera Guerra Mundial, fueron readmitidos en Francia los dispersos cistercienses y volvieron a la vida monástica en Sénanque y Pont-Colbert, mientras la comunidad de Fontfroide, ante le imposibilidad de recobrar su antiguo hogar, se estableció en 1919 en los Pirineos, en un antiguo monasterio benedictino abandonado, Sant Miquel de Cuixá. Onsenoort continuó su vida como afiliada a Pont-Colbert, hasta que en una época más reciente se unió a la Congregación Belga.

En 1898, Mehrerau reorganizó la antigua abadía cisterciense de Sittich (Sticna) en Eslovenia (fundada en 1135 y suprimida en 1784), como su segunda casa filial. El fin de la Primera Guerra Mundial enfrentó a esta comunidad floreciente con un problema crucial. Dado que la abadía quedaba dentro de los límites del nuevo estado de Yugoeslavia, era conveniente que los monjes de habla alemana abandonaran el país. Encontraron asilo temporal (1921-1931) en Alemania, en Bronnbach (Baden), que fuera anteriormente una abadía cisterciense y por ese entonces pertenecía a la familia del Príncipe Löwenstein; posteriormente adquirieron el convento cisterciense abandonado de Seligenporten (Alto Palatinado), donde se reanudó la vida monástica en 1931. Sticna infundió nueva vida al monasterio polaco de Mogila, que a su vez sirviera como casa de estudios a la Congregación Polaca y cuya comunidad había disminuido considerablemente después de un largo período in commendam. Gracias al trabajo realizado por los monjes eslovacos, se unió a la Congregación de Mehrerau.

Causas similares aumentaron la familia de Mehrerau. Su nuevo miembro fue esta vez la renaciente Himmerod, una de las abadías más grandes de la Alemania medieval, suprimida el 1802. Los miembros del monasterio trapense de Mariastern en Bosnia (Yugoeslavia), incapaces de continuar su vida bajo el nuevo régimen, habían adquirido las ruinas del antiguo monasterio de Himmerod en 1919. Ante la insistencia del Arzobispo de Tréveris de que los miembros del nuevo establecimiento debían cooperar activamente en tareas pastorales – condición inaceptable para los trapenses-, los monjes se dirigieron a la Común Observancia para recibir asistencia. Marienstatt aceptó apadrinar la fundación y en un breve plazo surgió de las ruinas un nuevo y magnífico monasterio. Marienstatt se convirtió en abadía-madre de otra casa cisterciense restaurada en Hardehausen (Westfalia). Cuando el régimen nazi confiscó su propiedad en 1938, los monjes hallaron refugio temporal en la ciudad de Magdeburgo hasta el fin de la contienda. Mehrerau restauró también para la Orden, en 1939, la antigua abadía suiza de Hauterive, suprimida el 1848.

Las operaciones bélicas de la Primera Guerra Mundial dejaron los establecimientos de la Común Observancia intactos, a excepción de las casas polacas. Los tratados de paz

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consecutivos condujeron a una reagrupación de las Congregaciones existentes. La división del Imperio Austro-húngaro debilitó los vínculos entre los miembros de la Congregación Austríaca. Hohenfurt y Ossegg, al caer dentro de los límites de la nueva Checoslovaquia, formaron la Congregación del Inmaculado Corazón de María en 1920. Zirc y sus afiliadas constituyeron la tan deseada Congregación Húngara en 1923. Mehrerau ya había reunido sus propias fundaciones en una Congregación independiente desde 1888, mientras las casas austríacas que quedaban se unieron formando la Congregación del Sagrado Corazón de Jesús.

Más importante que esos cambios administrativos fue la fusión, en 1929, de Casamari y sus tres casas afiliadas con la Común Observancia. Este grupo, que en sus comienzos estaba más cercano a la disciplina de los trapenses, había rechazado la unión en 1892, quedando independiente. Unida con la Común Observancia demostró su fuerza real al fundar ocho casas nuevas en Italia, en un lapso de veinte años, y doblar el número de sus miembros. La Congregación de san Bernardo en Italia contribuyó también a la expansión general, reorganizando la primera casa española desde la secularización, la importante abadía medieval de Poblet, en la provincia de Tarragona, que fue restaurada en 1940. La renovación de Boquen, en Bretaña, realizada en 1936 fue obra de Dom Alexis Presse (1883-1965), anteriormente abad trapense de Tamié, pionero destacado de la renovación monástica previa al aggiornamento. Después de su alejamiento de Tamié, Dom Alexis vivió cierto tiempo como ermitaño en medio de las ruinas de Boquen, luego congregó a un puñado de almas afines y comenzaron a reconstruir el claustro del siglo XII. En 1950, su pequeña comunidad fue recibida dentro de la Común Observancia, aunque siguió siendo esencialmente contemplativa. Por desgracia, Dom Alexis sólo sobrevivió unos pocos meses a la consagración de su iglesia de Boquen, en 1965, que había sido restaurada con tanto esmero.

El Capítulo General, reuniéndose cada cinco años, reanudó la rutina de su trabajo de administración central, aunque estuvo muy limitado por el hecho de que, ni la asamblea, ni el Abad General tenían residencia permanente, despacho apropiado, o adecuado cuerpo de colaboradores. Por esta razón, el Capítulo de 1900 se reunió en Roma, los de 1905 y 1910 en la abadía de Stams en Austria, y en 1920 convergieron en Mehrerau. Cuando, en 1900, Àmadeo de Bie, abad de Bornem, fue elegido cabeza de la Orden como sucesor del abad Wackarz, decidió residir en Roma, por un tiempo como invitado de Santa Croce, y luego en un apartamento alquilado. Después de su muerte en 1920, el nuevo Abad General, Casiano Haid, abad de Wettingen-Mehrerau, aceptó la elección a condición de poder permanecer en su amado Mehrerau. Su deseo fue respetado, pero, dado que la Congregación de Religiosos exigió nuevamente la necesidad de establecer los organismos centrales de la Orden en Roma, Casiano Haid dimitió en 1927 y un Capítulo extraordinario eligió a Francisco Janssens, abad de Pont-Colbert, que debía procurar una residencia permanente en la Ciudad Eterna. Ese mismo año la Orden adquirió una casa en Monte Gianicolo (Villa Stolberg) que sirvió como residencia del Abad General hasta 1950, cuando se terminó un nuevo edificio, mejor ubicado, que podía albergar a los miembros del gobierno central y servir a la vez de Casa General de estudio para toda la Orden.

La definición satisfactoria de simples tecnicismos no solucionó otro problema de importancia vital: el eficaz funcionamiento de la Orden como unidad orgánica. Los monasterios, aunque sobrevivieron a la Revolución Francesa y a la secularización de comienzos del siglo XIX, perdieron su cohesión real. Las abadías del imperio de los Habsburgo y de Italia, como restos de congregaciones más o menos independientes, cada una con sus costumbres y privilegios inmemoriales, restablecieron voluntariamente el cargo de Abad General y el Capítulo General, pero la idea de disciplina generalizada, control y dirección estricta ejercida desde

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afuera, nunca consiguió arraigarse firmemente. El tema principal de discusión de todos los Capítulos desde 1900 en adelante fue la definición precisa de poder y autoridad del Abad General y del Capítulo General. Una actitud paciente y comprensiva del problema asumida por todas las partes interesadas consiguió por último el fin propuesto. Después de varios intentos previos y a través de años enteros de experimentación, el Capítulo General de 1933 redactó una Constitución para el gobierno central de la Orden, que al año siguiente fue aprobada por la Congregación de Religiosos. Escrita siguiendo las pautas del nuevo Derecho Canónico, demostró ser una sabia combinación de las tradiciones cistercienses con las necesidades modernas.

Una prueba excelente de la eficiencia del revitalizado Capítulo General por un lado y del espontáneo vigor de la Orden por el otro, fue la iniciación de una activa obra misionera, y por su intermedio la rápida expansión fuera del continente europeo. El Capítulo de 1925 apoyó sin reservas el programa de misiones exteriores en gran escala propiciado por el Papa Pío XI, y bosquejó también cómo una comunidad monástica podría realizar actividad misionera sin sacrificar sus características básicas. Los cistercienses, en lugar de poner a simples monjes en puestos de misiones aisladas, iban a establecer comunidades bien organizadas y, por medio del ejemplo de su vida y de la actividad educativa, promoverían y profundizarían la auténtica vida y cultura cristiana.

Esta difícil tarea encontró a un promotor diligente en el abad Aloysius Wiesinger de Schlierbach, cuyo monasterio se convirtió bien pronto en el centro del movimiento. El abad informó al Capítulo General extraordinario de 1927 sobre el resultado de sus investigaciones, relacionadas con América del Norte y del Sur, y el trabajo comenzó de inmediato. Himmerod, que todavía estaba luchando contra los inconvenientes de un difícil comienzo mandó sus pioneros a Itaporanga (São Paulo, Brasil). Mientras los sacerdotes se encargaban de tareas pastorales, los hermanos se adaptaron con éxito a los métodos locales para cultivar la hacienda y en 1939 proyectaron la fundación de un nuevo monasterio. En nuestros días, la floreciente comunidad alcanzó ya el rango de abadía, y paralelamente al trabajo parroquial los monjes se ocupan de la agricultura.

La donación de una gran extensión en Jequitibá (Bahía, Brasil) posibilitó una fundación realizada por una misión proveniente de Schlierbach en 1938. Hacia 1945, habían terminado una parte considerable de su programa de construcciones y, al lado de las normales actividades misioneras, ejercían otras en el campo de la educación en forma muy activa. En 1950, este monasterio fue elevado también al rango de abadía. Una tercera fundación brasileña, la de Itatinga, fue llevada a cabo en 1951 por la comunidad de Hardehausen, que quedó sin monasterio después de la supresión de 1938. En 1952, la Santa Sede reconoció a Itatinga como la sucesora legal de la abadía de Hardehausen. En 1961, las tres casas brasileñas formaron la Congregación Brasileña de la Santa Cruz.

A requerimiento del papa Pío XI, la Congregación de Casamari había estado preparando en su propio seminario para vocaciones monásticas desde 1930, a gran número de jóvenes africanos nativos de Eritrea, por entonces colonia italiana. Después de concluir sus estudios, fueron enviados a su país, donde surgió en 1940 un nuevo y floreciente monasterio cisterciense cerca de Asmara. En su liturgia seguía el rito etíope, pero afiliados a la Congregación de Casamari.

En la Indochina francesa (Vietnam), un sacerdote misionero, Enrique Denis, fundó en 1918 un establecimiento para vocaciones contemplativas de los nativos en Phuoc-Son. En 1933, la comunidad solicitó ser admitida en la Común Observancia y el Capítulo General del mismo

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año se pronunció en forma favorable. En 1935, la desbordante población de Phuoc-Son estableció otra casa en el norte, Chau-Son. La guerra civil que desgarró al país después de 1945 obligó a esta última comunidad a huir al sur, encontrando refugio en 1953 en Phuoc-Ly. En ese mismo año, hasta Phuoc-Son se vio obligada a trasladarse al sur, restableciendo la vida comunitaria en Thu-Duc. A pesar de la conmoción causada por la guerra incesante, los cistercienses vietnamitas experimentaron un crecimiento constante y formaron su propia Congregación (1964), bajo el nombre de la Sagrada Familia, uniendo así a cinco comunidades. La victoria final de las fuerzas comunistas a comienzos de 1975 ha comprometido, sin embargo, hasta la misma subsistencia de la vida cisterciense en esa región, que tanto ha sufrido.

El Abad General Janssens demostró un agudo interés por la expansión de la Orden en América del Norte. Por su iniciativa personal y estímulo constante se adquirieron cuatro propiedades entre 1928 y 1932, con el propósito de realizar dos fundaciones en Canadá, y otras antas en los Estados Unidos. Pero el momento no era adecuado. La depresión económica mundial convirtió en muy precarias las bases financieras de las instituciones nacientes y la Segunda Guerra cortó el vínculo entre Europa y América. Rougemont, una de las fundaciones canadienses en Québec, sobrevivió bajo la tutela de Lérins (Francia), y demostró ser un miembro próspero de la Congregación de Sénanque, rebautizada como Congregación de la Inmaculada Concepción. En 1950, Rougemont fue promovida a abadía.

En los Estados Unidos, Nuestra Señora de Spring Bank, en Wisconsin, fue poblada por monjes austríacos en 1928, que bien pronto se encontraron con graves dificultades financieras, agravadas por las leyes de inmigración, que impedían a los hermanos legos transformarse en residentes permanentes del país. La pequeña comunidad sobrevivió, pero por bastante tiempo su futuro fue incierto. La segunda fundación americana, en el estado de Mississippí, denominada Nuestra Señora de Gerowval (1935) no pudo elevarse más allá del nivel de una pequeña residencia que funcionaba como parroquia misionera.

Durante el curso de la Segunda Guerra Mundial pocas casas de la Común Observancia en Europa sobrevivieron sin haber sufrido daños materiales considerables y, en Alemania y Austria, donde los monjes no fueron eximidos del servicio militar activo, algunos murieron en los distintos campos de batalla, mientras otros pasaron años de cautiverio como prisioneros de guerra. Mucho más trágico aún fue el pacto de postguerra que aseguró a los comunistas el control de los países situados detrás del «Telón de Acero». Las dos florecientes comunidades de Checoslovaquia (Hohenfurt y Ossegg) fueron secularizadas, y dispersados los monjes. En Hungría, se llevó a cabo la misma política (1948-1950) y terminó con la vida de Zirc y todas sus casas y escuelas afiliadas. Muchos monjes, incluso el abad Vendelino Endrédy (†), fueron encarcelados; otros fueron obligados a encontrar empleos seculares. Sólo una fracción de sus casi doscientos cincuenta miembros pudo huir al extranjero.

En Polonia, aunque todas las instituciones religiosas cayeron bajo un régimen de control estatal, la Orden ha sobrevivido. Las vocaciones jóvenes posibilitaron a la Congregación Polaca obtener y repoblar varias casas antiguas de la Orden y, de acuerdo con los últimos cálculos, un total de seis monasterios albergan a ciento diez cistercienses.

Un contingente considerable de refugiados húngaros pudo encontrar nuevas oportunidades en los Estados Unidos. Al principio, ayudaron a revitalizar la despoblada Spring Bank, Wisconsin, luego, en 1956, la mayor parte participó en la fundación de la Universidad de Dallas, donde pronto erigieron su nueva abadía de Our Lady of Dallas, y su propio colegio

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secundario para muchachos. Después de la partida de los húngaros, Spring Bank admitió a un pequeño grupo de ex-trapenses. Este mismo grupo fundó en 1967 un priorato en New Ringgold, Pennsylvania, cerca de Allentown. En el ínterin, monjes de la suprimida Ossegg pudieron reagruparse en Rosenthal, cerca de Dresde, y en Langwaden, cerca de Düsseldorf. En 1958, la abadía de Hohenfurt se unió a la abadía austríaca de Rein.

Durante los difíciles años de la posguerra, Casamari demostró ser la congregación más vigorosa dentro de la Común Observancia y, entre 1950 y 1974, no sólo aumentó el número de casas afiliadas, sino que el total de sus miembros se elevó de ciento cincuenta y uno a doscientos seis. Esta Congregación incluye Our Lady of Fatima, una pequeña comunidad americana fundada en 1967 en Moorestown, Nueva Jersey.

La crisis vocacional de la década del 60 resultó fatal para varias comunidades europeas. En 1967 tuvo que ser suprimida, por falta de vocaciones, Seligenporten, en Alemania. En Francia, la Congregación de la Inmaculada Concepción (Sénanque) se vio obligada a abandonar Sant Miquel de Cuixá, luego Pont-Colbert y hasta Sénanque para asegurar monjes suficientes a Lérins. Otra pérdida importante fue Boquen, que después de la muerte del Abad Alexis Presse se convirtió en una «domus experimentorum» de renovación para la juventud, perdió su carácter monástico y fue suprimida por consiguiente en 1973. Por otro lado, Poblet fundó una segunda casa en Catalunya en 1967: Solius, en la comarca de la Selva.

Dentro de la Común Observancia, la exigencia de «renovación» no creó una revolución comparable con la ocurrida entre las filas de la Estricta Observancia. La idea de «pluralismo» – autonomía local-, respuesta positiva a las necesidades de la Iglesia contemporánea y una fructífera interacción entre el monasterio y el mundo se practicaban desde hacía tiempo en la mayoría de las Congregaciones de la Común Observancia. A pesar de lo cual, el Capítulo General dedicó dos sesiones especiales para considerar las nuevas exigencias, una en 1968 en Roma, y en 1969 la otra, en la abadía alemana de Marienstatt.

Fruto de esas asambleas fue la publicación de una Declaración detallada (cincuenta y dos páginas impresas) sobre la misión del monaquismo cisterciense en el mundo moderno y una nueva Constitución para el supremo gobierno de la Orden.

La nueva constitución define a la «Orden Cisterciense» (O. Cist), en ciento nueve artículos, como «una unión de congregaciones» gobernadas por un Capítulo General bajo la presidencia de un Abad General. Sumados a todos los abades, los miembros del Capítulo General incluyen a delegados de cada casa o congregación, proporcionales al número de monjes. El Capítulo debe ser convocado cada cinco años, para legislar sobre la Orden en conjunto. El Abad General debe ser elegido por el Capítulo General por un término de diez años, aunque siempre sigue siendo reelegible. Debe residir en Roma, y está ayudado por un consejo de cuatro miembros, también elegido por el Capítulo. El histórico definitorium, que ha sido rebautizado como «Sínodo», debe incluir al Abad General, al Procurador General, a los Presidentes de cada congregación y a otros cinco miembros elegidos por el Capítulo General. El Sínodo debe reunirse al menos año por otro, y debe tratar los asuntos urgentes que se susciten entre las reuniones del Capítulo General.

La reglamentación de la vida monástica a nivel local reservada a las Congregaciones autónomas, cada una bajo un Abad Presidente y un «Capítulo congregacional» que regulan temas tan importantes como el tiempo de duración del abadiato, la posición legal de los conversos, la reforma litúrgica y las observancias monásticas. La tarea primordial de cada

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Abad Presidente es la visita trienal a cada casa de su congregación. Su propia abadía es visitada por el Abad General.

El Capítulo General de 1974, reunido en Casamari, contó con la participación, por primera vez, de algunas abadesas cistercienses como observadoras. La asamblea confirmó, con ligeras variantes, el trabajo de las sesiones extraordinarias previas de renovación y consideró, entre otras cosas, asuntos litúrgicos y la persistente crisis vocacional.

Las estadísticas compiladas para esta sesión del Capítulo demostraron que la disminución de miembros durante la década pasada no ha sido tan acentuada, a despecho de las pérdidas trágicas e irreparables tras el «Telón de Acero». En 1950, el total de miembros alcanzaba a mil setecientos veinticuatro, en 1974 era de mil quinientos cuarenta y siete, un descenso algo mayor del 10%. El número de novicios no mostró gran fluctuación. Era llamativo el alto porcentaje de novicios que han salido: de seiscientos veintitrés novicios de coro admitidos entre 1961-1965, sólo perseveraron doscientos sesenta y cuatro, y la proporción de deserciones es aún mayor entre los novicios para hermanos legos. Entre 1966 y 1970, fueron admitidos menos novicios de coro (quinientos veinticinco), pero un porcentaje relativamente mayor (doscientos cuarenta y siete) alcanzó a hacer la primera profesión.

Otro elemento en la general disminución del número de miembros ha sido los que dejaron la Orden después de la profesión solemne. Entre 1964 y 1968, catorce monjes pidieron dispensa de sus votos antes de la ordenación; veinte sacerdotes fueron secularizados; trece recibieron autorización para vivir en forma permanente fuera del monasterio; dos sacerdotes pasaron al estado laical. Entre 1969 y 1974, las cifras para las mismas categorías y en el mismo orden habían aumentado a 20, 31, 12 y 30. Es particularmente notable el gran incremento de las reducciones al estado laical.

Los que buscan consuelo en el hecho de que la disminución dentro de la Orden ha sido mucho más baja que en otros institutos, fueron advertidos por los abades austríacos, quienes señalaron la alarmante desproporción entre jóvenes y viejos. En 1974, sobre un total de trescientos veintinueve monjes y novicios austríacos, más del 19% contaba más de 70 años de edad y sólo el 10% menos de 30. El grupo que acusaba netamente un mayor porcentaje (26,3%) reunía a aquellos cuyas edades oscilaban entre 60 y 70 años. En realidad, sólo el aumento muy reciente del número de novicios mantiene alguna esperanza de un apreciable desarrollo de la Orden en un futuro cercano.

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Vida diaria y costumbres

Hasta la corriente actual del aggiornamento, el rasgo más durable y sobresaliente de la vida monástica tradicional fue el horarium diario. La propia Regla delineó la rutina de los monjes, basada en el «número sacro de siete» horas para el Oficio Divino: Laudes, Prima, Tercia, Sexta, Nona, Vísperas y Completas. El hecho insólito de levantarse a medianoche para Maitines (o vigilias) encontró su justificación, además de su valor ascético, en las palabras del Salmo 118, donde el salmista dice: «A medianoche me levanté para darte gracias».

De acuerdo con la misma tradición inmemorial, los intervalos entre las horas del Oficio se rellenaban con trabajo manual y lectura espiritual. Todas las actividades de la jornada habían de completarse entre la salida y puesta del sol.

En realidad, este astro fue el principal reloj que tuvieron los monjes antes de que comenzaran a usarse los de péndulo, en el siglo XVIII. Esta disposición daba por resultado más horas de trabajo en verano y mayor tiempo para descansar en las largas noches de invierno. Siempre resulta difícil circunscribir el horario monástico medieval a la estimación moderna del tiempo, debido especialmente a que a la diferente duración del día en las diversas estaciones se añaden modificaciones producidas por la situación en distintos grados de latitud geográfica. Teniendo en cuenta estos problemas, la tabla que presentamos a continuación puede dar una idea aproximada de cómo transcurría el día de los monjes entre junio y mediados de diciembre.

Junio Diciembre Levantarse 1.45 1.20 Maitines (Vigilias) 2.00 1.35 Fin de Maitines 3.00 2.35 Intervalo

Laudes 3.10 7.00(Comienza a la aurora). Misas privadas y missa matutinalis.

Intervalo Prima 4.00 8.00 Capítulo.

En invierno la secuencia era la siguiente: Prima, Misa, Tercia, Capítulo.

Trabajo 5.00 Tercia 7.45 9.20 Misa 8.00 Lectura 8.50 Sexta 10.40 11.20 Almuerzo 11.00 13.35

Siesta En invierno Nona se decía antes del almuerzo, al cual seguía un período de lectura.

Nona 14.00 Trabajo 14.30 Vísperas 18.00 15.30 Cena 18.45 En invierno no había cena.Completas 19.30 16.00 Acostarse 20.00 16.30

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Sin contar el tiempo de la misa, el Oficio Divino exigía entre tres y cuatro horas diarias según el rango de las fiestas. En verano, dedicaban casi seis horas al trabajo manual, que se reducían a menos de dos en invierno. Durante esta última estación, pasaban más tiempo meditando y leyendo, especialmente en el largo intervalo entre Maitines y Laudes. En pleno verano, el descanso nocturno era algo inferior a las seis horas, compensado con una siesta después del almuerzo. En invierno, no había necesidad de eso, porque los monjes gozaban de un descanso ininterrumpido de más de ocho horas.

El horario de los conversos difería completamente. Se levantaban después que los monjes terminaban maitines, pero pasaban mucho más tiempo trabajando, excepto los domingos y fiestas, cuando participaban en algunos de los oficios de los monjes.

Como siempre fue difícil calcular las horas nocturnas, existieron diversas costumbres para determinar el tiempo exacto de levantarse. El Capítulo General de 1429 trató de lograr uniformidad completa, ordenando que en cada abadía el sacristán diera la señal de levantarse a las dos durante todo el año y a la una los domingos y festividades. De acuerdo con Capítulo General de 1601, la hora de levantarse los días de semana debía retrasarse hasta las tres. El Capítulo de 1765 otorgó mayores concesiones a comunidades de hasta seis miembros, a los que se les permitía comenzar su jornada a las cuatro. Por entonces, en La Trapa, y posteriormente en todas las abadías de la Estricta Observancia, se siguió, hasta la década de 1960, el horarium cisterciense original.

Un hecho importante en la rutina diaria de las abadías lo constituía el «capítulo» (capitulum) realizado generalmente después de prima, en la sala capitular, ubicada al lado de la sacristía en el ala oriental del claustro. Estaban presentes todos los miembros profesos de la comunidad; los novicios y conversos mantenían capítulos separados. Se trataba de que la reunión fuera, a la vez, una oportunidad para la dirección espiritual, y una ocasión para tomar decisiones administrativas, si era necesario.

Primero, se leía el martirologio conmemorando todos los santos que se celebraban ese día. Luego seguía la Pretiosa, una breve oración monástica matutina, y la lectura de un capítulo de la Regla de san Benito, con un comentario o aplicación realizada por el abad o prior que presidía. Los domingos – y festividades se leía y explicaba el Libro de los Usos o los estatutos del Capítulo General.

Una parte menos formal y más vivida comenzaba con el requerimiento del superior a todos los presentes que dieran un paso adelante y se acusaran de sus faltas públicas y transgresiones a las numerosas reglas y reglamentos de la Orden. En casos de notoria reticencia, se permitía a los otros monjes acusar al miembro en cuestión. A cada infractor se le daba una penitencia, que consistía de ordinario en actos de humillación, ayuno, remoción del cargo o imponiendo la disciplina regular. Por delitos muy graves, los castigos consistían en excomunión, prisión o expulsión, pero se permitía siempre apelar de dichas sentencias ante las autoridades superiores.

Aunque la Regla no las mencionara, las penas de prisión eran medidas punitivas monásticas ampliamente difundidas en otras órdenes. Tal es el caso de Cluny. Pero aparecieron apenas en Cister en las actas del Capítulo General de 1206, permitiendo simplemente que se construyeran cárceles en cada abadía. En 1230 se lo ordenaba, y el estatuto insistía en que tenían que ser «sólidas y seguras». Dado que las fechas coinciden con brotes de cierta indisciplina en algún monasterio por parte de los conversos, se puede suponer que estas

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medidas, tomadas de la justicia secular, eran adoptadas por las autoridades de la Orden con el fin de reprimir tales indisciplinas. Los archivos del Capítulo General proporcionan detalles sobre tales hechos.

El Capítulo diario era también la ocasión para anunciar acontecimientos importantes, nombramientos o elecciones de colaboradores, y el momento en que el prior asignaba a los monjes sus trabajos o tareas particulares. En ocasiones más festivas se esperaba que el abad pronunciara un sermón alusivo. También se llevaban a cabo durante el capítulo la admisión de los novicios, tomas de hábito y profesiones. La sesión terminaba con el recuerdo de los miembros fallecidos de la comunidad y la recitación del Salmo 129, el De profundis, y sus preces finales. La importancia y frecuencia del capítulo disminuyó mucho en el siglo XV, como sucedió con otras costumbres, pero fue completamente restaurada dentro de la Estricta Observancia.

El trabajo manual dependía por completo de las estaciones: más pesado en verano, más ligero en invierno. Las tareas habituales de las granjas estaban a cargo de los conversos, pero en época de arado y cosecha todos los monjes que estuvieran en condiciones participaban del trabajo en el campo el tiempo que fuera necesario. En esas ocasiones, se rezaba la misa matutinal a una hora temprana, y toda la comunidad marchaba llevando los aperos a los campos, donde pasaban el resto del día, rezando y comiendo en el lugar de trabajo. En esos casos, se suspendía la ley del ayuno y se servía mayor cantidad de bebida. Los Ecclesiastica officia especifican la distribución de unos 700 gr. de pan y una mezcla de leche y miel para beber.

Con el arriendo progresivo de la tierra monástica disminuyó en gran parte la necesidad de trabajar los campos. Las huertas cercanas a las abadías, que todavía tenían que ser cuidadas fueron asignadas a los hermanos legos que quedaban. El problema de un trabajo significativo para los monjes de coro quedó como un problema debatido y básicamente sin solución hasta la Revolución Francesa.

Citando la Regla de san Benito, tanto los Capítulos como los padres visitadores castigaban sin compasión la ociosidad, pero ambos fracasaron en prescribir el remedio realmente adecuado. No podía pensarse en el retorno a una actividad agrícola extensa y organizada, cuando la mayoría de las fincas monásticas eran cultivadas por arrendatarios libres. Una actividad pastoral de cierta intensidad iba en contra de la tradición monástica y de los intereses del clero secular. El trabajo intelectual habría requerido organización, disponibilidad de bibliotecas y constante aliento, todo lo cual faltaba entre los cistercienses. Cuando los Capítulos Generales de los siglos XV y XVI intentaban organizar los archivos y mantener las bibliotecas querían satisfacer simplemente necesidades prácticas, pero no abrigaban ningún anhelo de facilitar la investigación. ¿Qué podían hacer los monjes, cuando no estaban ocupados en sus tareas religiosas o ejercicios de piedad?

La naturaleza de esta situación bastante patética quedó al descubierto con toda crudeza, cuando el Capítulo de 1601 ordenó que «para evitar la ociosidad, todos deberían estar ocupados a ciertas horas en el estudio concienzudo de las letras y lectura espiritual u otros actos de piedad, y si hubiera monjes poco inclinados al estudio, debía asignárseles otros trabajos, tales como pintar, tejer en telares, remendar ornamentos litúrgicos, encuadernar libros y otras actividades similares, ocupándolos siempre en algo, no sea que el demonio, buscando a quién devorar, los encuentre ociosos». Por supuesto, todo esto no era sustitutivo para el trabajo organizado e institucional que había logrado que el monacato fuera próspero y

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reverenciado en siglos más felices. Tampoco resultó de gran ayuda que el mismo Capítulo confiara la limpieza del monasterio a los miembros más jóvenes de la comunidad todos los sábados y vigilias. Finalmente, se ordenó que todos los monjes realizaran trabajos físicos dos veces por semana. Indudablemente debió ser muy edificante ver la fila de religiosos marchando a realizar algún trabajo de mantenimiento o jardinería. Sigue siendo dudoso, con todo, si tales ocupaciones proporcionaban campo suficiente para las energías creadoras o daban el grado de satisfacción que es indispensable para una vida religiosa sana. Sin embargo, el problema no se sintió tan agudamente en el Antiguo Régimen como en la actualidad, ya que grandes sectores de las clases altas, incluyendo al clero, disfrutaron habitualmente de una vida cómoda, mantenidos por pensiones y prebendas.

Cuando los legisladores monásticos abordaron el tema de la alimentación, dieron el debido énfasis a las virtudes de la templanza y mortificación. Aunque la Regla de san Benito muestra un grado sorprendente de moderación, desde el 14 de septiembre (fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz) hasta Pascua, permitía comer una sola vez al día, y prescribía abstinencia total y perpetua de carne durante todo el año.

Ambas prescripciones seguían simplemente la tradición del ascetismo primitivo, que se convirtieron por medio de la Regla en rasgos característicos del monaquismo medieval. Una línea de autores cristianos, que comprende sin interrupción desde los primeros Padres hasta los últimos escolásticos, compartía la convicción de que un cuerpo mortificado aumentaba la vigilancia espiritual, y de que la abstinencia era un escudo efectivo contra los deseos carnales. La actitud cisterciense está perspicazmente resumida por san Bernardo en uno de sus sermones sobre el Cantar de los Cantares (n. 66): «Me abstengo de la carne, porque sobrealimentando el cuerpo, también alimento los deseos carnales; trato de comer aun el pan con moderación, no sea que mi estómago pesado me impida levantarme para orar».

Santo Tomás de Aquino, en cambio, con su aguda percepción, afirma: «La Iglesia en materia de ayuno, se atiende a lo más general. Y no hay duda de que ordinariamente agrada más comer carne que pescado, aunque haya excepciones. A esa ley común se atiende la Iglesia cuando prohibe la carne… Además, entre los ayunos, tienen preferencia los cuaresmales, ya porque se imita a Jesucristo, ya porque nos preparan a la devota celebración de los misterios de nuestra redención. No hay, pues, porqué extrañarse de la prohibición de carnes en cualquier ayuno».

Las costumbres cistercienses, siguiendo la Regla, permitían que en la comida principal se sirviera una generosa porción de pan, dos clases de legumbres cocidas y, como tercer plato, fruta del tiempo. Cuando se cenaba se servían verduras y fruta con la porción de pan que quedaba. En ocasiones de fiestas, se agregaba a la comida principal una «pitanza», tal como pan blanco, pescado y quesos. Fundaciones para misas de aniversario incluían con frecuencia pitanzas para la comunidad, de forma que tales comidas llegaron a ser semanales, o más frecuentes todavía. Sin embargo, no se podían servir pitanzas durante tres días consecutivos ni durante las sesiones del Capítulo General. En Adviento y Cuaresma, las restricciones de la dieta alcanzaban a los huevos, el queso y la grasa animal. Los viernes de Cuaresma, los monjes ayunaban a pan y agua. En la preparación de los platos, se podía usar sal, y sólo hierbas aromáticas cosechadas en el monasterio.

A los miembros más jóvenes de la comunidad, se les permitía tomar un desayuno (mixtum), antes o después de la Sexta, franquicia que se extendía a algunos más, a causa de sus enfermedades. Al comienzo, no era más que un poco de pan mojado en vino, y aun esto se

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suspendía en Cuaresma. Sin embargo, en siglos posteriores se daba el desayuno a todo el mundo y, en el siglo XVIII, muchas abadías ofrecían la ración habitual de leche, té o café, agregando a veces hasta un plato de sopa.

Otra costumbre primitiva y ampliamente aceptada era servir una bebida (biberes) después de Nona, especialmente en verano. Podía ser vino, o si éste no abundaba, cerveza o sidra. La cerveza se producía habitualmente en tres calidades diferentes, con mayor o menor contenido alcohólico. La mejor era privilegio de la mesa del abad, o se servía en el refectorio en ocasiones solemnes.

El abad habitualmente no comía con su comunidad. Tenía su propia mesa que, de acuerdo con las instrucciones de la Regla, debía compartir con los huéspedes, cuya presencia era casi habitual. En el caso excepcional de que faltaran, el abad tenía libertad para invitar a dos monjes, aunque, en todos los casos, tanto el abad como los huéspedes debían seguir las mismas reglas alimenticias que el resto de la comunidad.

Antes de entrar en el refectorio, los monjes debían lavarse las manos en una fuente-lavabo, con frecuencia primorosamente decorada, donde fluía constantemente el agua a través de un cierto número de orificios. Luego, ocupaban sus lugares en el lado externo de largas mesas dispuestas en forma de u. Encontraban ya el alimento servido. Después de la bendición en latín se sentaban, pero no comenzaban a comer, hasta que el prior, que presidía, descubría el pan.

Había silencio total durante toda la comida, mientras un monje leía en voz alta pasajes selectos de la Biblia Latina. En siglos posteriores, se elegía un párrafo de la Biblia, y luego se leía un libro edificante en idioma vernáculo. El lector usaba un atril situado sobre una plataforma elevada, pegada a la pared. En el comedor del abad, se seguía la misma pauta, aunque pudiera acortar la lectura en beneficio de los huéspedes, y dar oportunidad a una conversación edificante. Muchas abadías terminaron por adoptar esta práctica también en el refectorio de los monjes. Por entonces, la lectura durante toda la comida se había convertido en signo especial de austeridad, practicada generalmente en las casas de la Estricta Observancia.

En los países donde se podían cultivar viñas, la bebida era el vino, que había sido aprobado con cierta reticencia por san Benito. De acuerdo con la Regla, la cantidad diaria de vino que un monje podía beber era una hemina, que está calculada como 0,275 l. Se colocaba en un jarro de barro cocido frente a cada monje, pero la misma cantidad debía alcanzarle, si desayunaba y cenaba. En climas más fríos, en donde no se produce vino, se tomaba cerveza o sidra. Se evitaba en lo posible el consumo de agua, dada a veces la conocida insalubridad de la mayoría de los suministros y conducciones.

El correcto comportamiento de los monjes estaba sujeto a minuciosas reglamentaciones, dando a la ocasión un carácter semilitúrgico. La urbanidad cisterciense en la mesa exigía que los monjes tomaran las tazas para beber con ambas manos, que se sirviera la sal con la punta del cuchillo, y se frotaran los cubiertos con un pedazo de pan y no con la servilleta. Las comidas se concluían con una acción de gracias, durante la cual toda la comunidad marchaba en procesión a la iglesia, donde terminaba la ceremonia.

Como ocurrió en otras áreas de la disciplina, la regla de la alimentación tendió hacia una gradual mitigación, especialmente en materia de abstinencia perpetua. El proceso comenzó en

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la enfermería del monasterio, donde se permitía comer carne a los enfermos hasta que recuperaran sus fuerzas. La fácil admisión en la enfermería dio ocasión de comer carne. El Capítulo General de 1439, aprobando silenciosamente esta costumbre, insistía simplemente en que, en cualquier caso, por lo menos los dos tercios de la comunidad debía seguir la dieta regular en el refectorio, y que nadie debería comer carne más de dos veces por semana.

A comienzos del siglo XIV fueron otras causas las exigencias de la hospitalidad y la dificultad de obtener legumbres. En un cierto número de casos, las dispensas papales otorgadas a abadías particulares habían debilitado la ley de abstinencia en tal grado, que aun la bula de reforma de Benedicto XII, la Benedictina de 1335, no sólo fracasó en hacer cumplir las observancias primitivas, sino que eximió de la abstinencia perpetua a los abades dimisionarios y a los comensales de la mesa del abad.

Hacia el año 1473, las prácticas locales de abstinencia eran tan divergentes, que el Capítulo General decidió dirigirse a la Santa Sede para nuevas reglamentaciones. La aclaración de este tema, entre otras cosas de mayor importancia, fue confiada a la delegación de abades con tanta frecuencia mencionada, que se envió a Roma en 1475. Una bula promulgada por Sixto IV el 13 de diciembre de 1475 no otorgó dispensa absoluta, pero facultaba al Capítulo General y al Abad de Cister para adoptar la ley de abstinencia a las circunstancias modificadas. Incluso se multiplicaron las concesiones del Capítulo en favor de un cierto número de abadías de forma tan rápida, que, en el plazo de diez años, la abstinencia perpetua llegó a ser del pasado. Los términos de la autorización dada a la casa alemana de Eberbach, en 1486, sirvieron como nueva norma de observancia: podían comer carne tres veces por semana, los domingos, martes y jueves.

En Whalley, Inglaterra, la administración de su último abad, de trágico destino, Juan Paslew (1507-1537) fue una era de magnificencia y abundancia, disfrutada por toda la comunidad. En 1520, los monjes gastaron alrededor de las dos terceras partes de su presupuesto anual en comida y bebida, y su mesa se caracterizaba por servir en ella, higos, dátiles, y dulcería. Los hermanos hasta pagaban abultadas cifras por entretenimientos, cantores, y espectáculos con osos.

La vuelta a la abstinencia perpetua se convirtió en la exigencia principal de la Estricta Observancia en el siglo XVIIi. La Constitución Apostólica de Alejandro VII In Suprema de 1666, elogiaba la intención de los «abstinentes», pero permitía comer carne al resto de la Orden tres veces por semana, es decir, aprobaba la dispensa difundida y practicada desde antiguo. No obstante, el movimiento de reforma reintrodujo un cierto número de austeridades de la primera época. El delegado de Bohemia en el Capítulo General de 1664, el abad Lorenzo Scipio de Ossegg, relataba las comidas en Cister con franca desaprobación por tales mortificaciones: «en el momento de comer, que siempre era muy regular, la lectura proseguía sin benedícite (signo de concluir la misma), y toda la comida se terminaba en menos de una hora. Nunca se servían más de dos platos, a lo sumo tres, todos preparados en el miserable estilo borgoñón, prácticamente sin especias. Pero el vino era bastante bueno, y si alguien prefería, podía mezclarlo con agua».

En el siglo XVIII, mientras la Estricta Observancia continuaba fiel a la abstinencia perpetua, la Común Observancia, sin relajarse lo más mínimo en la austeridad monástica, y obligada, en muchos casos, por la superior carestía del pescado, tomaba carne algunos días de la semana. De acuerdo con los libros de cuentas del Colegio de San Bernardo, en Tolosa de Languedoc, la comunidad (una docena de monjes) y sus huéspedes consumieron en 1755 una cantidad

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considerable de carne, de gran variedad de animales: vaca (80 kg.), carnero (120 kg.), ternera (90 kg.), caza, cerdo (40 kg.), gallinas (214), palomas (138), codornices (50), pollos (228), pavos (15), gansos (6), patos (14). El hecho de que el pescado (300 kg.) y los huevos (7.422) fueran los dos elementos de mayor consumo en la lista parecería indicar que la comunidad todavía seguía prefiriendo la dieta monástica tradicional. Era característica de la localidad conseguir con facilidad frutas del Mediterráneo, que los monjes encontraban con frecuencia en sus mesas: naranjas, limones, castañas, aceitunas, higos y pasas. El café, por entonces una rareza, se servía sólo en ocasiones festivas. Por otro lado, la comunidad bebía vino con la moderación habitual. En el año lectivo de 1753-1754, diez monjes, con sus sirvientes y huéspedes ocasionales, consumieron quince barriles de vino común, pero téngase en cuenta de que el Colegio era una residencia de estudiantes y no un monasterio propiamente dicho. A veces los monjes salían de su frugalidad cotidiana, especialmente en fiestas señalas como la de san Bernardo que coincidía con la terminación del año académico. Después de la misa solemne, con un predicador de nota, la comunidad acompañada de amigos se sentaba en la mesa, aquel día mejor aderezada que de costumbre en donde se servía una comida extra.

Hasta el siglo XVII, el horario diario cisterciense no incluía recreación. Esto no quiere decir que los monjes no pudieran abrir sus corazones unos a otros, en especial si la conversación tenía una motivación espiritual que la justificara. En esta línea, el Capítulo General de 1232 estableció con claridad que, «para evitar conversaciones ilícitas, se ordena que, cuando el «guardián del orden» (una autoridad monástica de menor rango) estimulara a los monjes para hablar, la conversación debía girar sobre los milagros de los santos, objetos de santificación y temas relativos a la salvación de las almas, excluyendo siempre detracciones, controversias y otras vanidades».

La carta de visita regular de 1523 para el colegio de san Bernardo de París permitía excursiones anuales a la campiña cercana bajo estricta supervisión. El Capítulo General de 1601 aprobó caminatas para recreación, al decir que «cuando fuera conveniente salir del claustro para tomar aire fresco o recreación, las caminatas realizadas con dicho propósito no deben llegar muy lejos, ni durar más de dos o tres horas y (son permitidas) únicamente cuando toda la comunidad, conducida por el prior, pueda salir». Períodos diarios de conversación después de las comidas aparecen en los horarios del Colegio Parisiense en la década de 1630. Es probable que disposiciones similares fueran bastante comunes también en otras casas, excepto aquellas bajo control de la Estricta Observancia. Una costumbre monástica peculiar, impuesta por la regla de silencio estricto, fue el uso de un lenguaje de signos. El abad Odón (926-942) lo introdujo en Cluny, y se difundió entre las congregaciones reformadas de los siglos XI y XII. Cister no dictó reglas obligatorias para su aplicación, pero adoptó probablemente el lenguaje de señas que se practicaba en Molesme. Los signos, formados con dedos y brazos, no debían ser usados para desarrollar una conversación, y estaban ideados simplemente para transmitir mensajes e instrucciones. Un manuscrito de Claraval que ha llegado hasta nosotros contiene un «diccionario» de doscientos veintisiete signos, correspondientes al mismo número de palabras o términos latinos. En otras partes, usaban para expresarse una cantidad más o menos similar. Distintas reglamentaciones restrictivas dictadas por el Capítulo General parecen indicar que el lenguaje de señas era usado con frecuencia para bromear, en lugar de favorecer el espíritu de silencio y recogimiento. La relajación gradual de la regla de silencio estricto eliminó los motivos del lenguaje de señas, que fue restaurado posteriormente por la Estricta Observancia.

En sus dormitorios los monjes del Cister primitivo hicieron un valiente esfuerzo por seguir las sugerencias de la Regla de san Benito. En concordancia con la misma, los monjes, no importa

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cuán numerosos fueran, debían dormir en el mismo dormitorio común y acostarse completamente vestidos en sus duros lechos. La «cama» era un simple catre provisto de un colchón de paja, una almohada y una manta. La prohibición cisterciense de tener cualquier fuente de calor en los dormitorios, constituía otra penuria. En los climas nórdicos, donde el viento húmedo y helado penetraba en esas salas inhóspitas desde fines de noviembre y apenas cedía a comienzos de la primavera, en abril, la noche exigía a causa del frío tanta resistencia de los monjes como el duro trabajo diario.

No es de extrañar que el Capítulo General se viera pronto envuelto en una batalla en dos frentes en la que llevaba las de perder: tratando de rechazar los esfuerzos constantes para proveer de alguna calefacción a los dormitorios de los monjes; evitar la partición de los dormitorios comunes en celdas pequeñas, que el creciente énfasis por los estudios y el deseo de aislamiento hicieron más deseables. Ya en 1194, el Capítulo castigó al abad de Longpont por tener un dormitorio construido «irregularmente». Durante todo el siglo XIII, aumentaron las irregularidades de tal manera, que en 1335, la Benedictina tuvo que aceptar el desafío y reforzar la antigua ley con la autoridad papal. Aun así, la bula otorgó excepciones a favor de los enfermos en la enfermería, y a un número no especificado de «oficiales, que no podrían dormir convenientemente en el dormitorio». Mas aún, se permitía a los priores y subpriores construir celdas individuales en los dormitorios comunes, aunque todas las otras celdas dentro de .los mismos debían ser destruidos en tres meses, bajo pena de excomunión. De acuerdo con una interpretación posterior de la bula, se designaba con el término de celda una habitación con una puerta provista de cerradura; por consiguiente, podía tolerarse la simple separación por medio de paredes que no tuviera puertas. De cualquier modo, el Capítulo General de 1392 permitió a un monje de Boulbonne cerrar su habitación con una puerta.

Mientras tanto, la rápida disminución del número de monjes y la orientación cada vez más intelectual de muchas comunidades hicieron que los anticuados dormitorios comunes fueran prácticamente insostenibles. El Capítulo de 1494 autorizó a los abades a dispensar de los dormitorios comunes «por una causa justa» prácticamente a todo el mundo, aunque el decreto insistía todavía en que las estufas debían ser retiradas de los dormitorios comunes. En 1530, la abadía de Poblet recibió autorización para dividir el dormitorio en celdas privadas. El Capítulo de 1573 trató simplemente de evitar la construcción de celdas fuera de los viejos dormitorios. El Capítulo de 1601 generalizaba el uso de celdas individuales, porque permitía a los monjes estudiar en sus propios cuartos. La destrucción de las chimeneas se ordenó por última vez en 1605, aunque este decreto fue tan ineficaz como las incontables medidas anteriores. Por último, la In Suprema de 1666, aprobó las celdas individuales amuebladas con moderación, «por el bien de una mayor modestia y honestidad de vida». La Trapa y la Estricta Observancia del siglo XIX volvieron a los dormitorios comunes y en esas casas, como en el Cister antiguo, y el único cuarto con hogar era el calefactorio. Después del Concilio tienen celdas particulares.

Las fuentes de que disponemos ofrecen únicamente escasa información sobre la higiene personal de los monjes. Sin duda no tenían ni tiempo ni oportunidad para lavarse antes de Maitines, y el único lugar para hacerlo sería la fuente-lavabo a la entrada del refectorio. El mandatum o lavatorio de pies de los monjes todos los sábados a la noche, desde Pascua hasta el 14 de septiembre, tenía con toda probabilidad un fin práctico, aparte de su carácter litúrgico. En los Ecclesiastica officia se lo menciona por primera vez, y aparece todavía en los estatutos del Capítulo General de 1601.

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Al comienzo sólo se permitía bañarse a los enfermos en la enfermería. Todos los demás que se atrevían a frecuentar lugares donde corría naturalmente el agua eran hasta censurados y castigados por el Capítulo General. Un estatuto de 1188 juzga que todos aquellos que dejen sus monasterios buscando «baños calientes», no debían ser readmitidos. En 1202, fue depuesto el abad de san Giusto, en Toscana, porque comió en compañía secular y, como dice el texto lacónicamente, «gustó de bañarse sin su hábito fuera de la abadía». En 1212, se llamó la atención a un monje de Hautecombe por haber comido carne y haberse bañado.

Como primera indicación de un deshielo en la materia, el Capítulo de 1437 estableció que «a las personas sanas, no se les debía permitir más de un baño por mes». Un estatuto de 1439 parece implicar que por entonces ya estaba institucionalizado el bañarse. Todavía insistía en que el baño era una condescendencia mensual, pero agregaba que no debía ser ocasión para un «comportamiento frívolo» y que los bañistas debían contentarse con los servicios de hasta dos servidores. ¿Dónde estaba situado el baño? Quizá en la enfermería. Por último, el Capítulo General de 1783 permitió hasta que se frecuentaran lugares donde corría naturalmente el agua, si lo justificaban prescripciones médicas.

Al comienzo, era costumbre afeitarse y hacerse la tonsura monástica siete veces al año, en las vigilias de las fiestas principales. En 1257, el Capítulo General aumentó las ocasiones a doce, y un estatuto de 1297 ordenó afeitarse dos veces al mes. La In Suprema de 1666 prescribía todavía lo mismo, aunque el texto ponía más énfasis en la prohibición de usar una barba acicalada, a la usanza de la época.

Las sangrías periódicas (flebotomía) a los monjes obedecían a una combinación de razones médicas y ascéticas. Se le hacía a todo miembro de las comunidades monásticas cuatro veces al año, si no estaba enfermo, de viaje o realizando algún trabajo pesado. Se creía generalmente, durante todo el medioevo y comienzos de la Edad Moderna, que la sangría, aparte de su resultado benéfico en determinados casos médicos, era un requisito indispensable para mantener una buena salud, y un medio efectivo contra el apetito sexual. En la primitiva legislación cisterciense, aparece bajo el término minutio, y su práctica continuó hasta el siglo XIX. Se hacía en el calefactorium. o en la enfermería y a los pacientes se les hacía descansar varios días y se les daba comida y bebida extra.

El espíritu de la más profunda consideración prevaleció en el cuidado de los enfermos y ancianos. Toda planta monástica con. taba con una enfermería espaciosa, construida un poco apartada del claustro. La sala principal de la enfermería de Cister medía 55 metros de largo por 20 metros de ancho, dividida en tres pasillos por dos hileras de delicadas columnas soportando la elegante bóveda gótica. La enfermería de Ourscamp, que todavía se conserva, sirve hoy de iglesia parroquial. Esta última construcción incluye un piso superior provisto de celdas individuales para los enfermos graves. Pero hasta las construcciones más pequeñas incluían comodidades para los enfermeros, y estaban equipadas con una farmacia, cocina y amplia chimenea.

Aunque se suponía que los enfermos posibilitados para caminar concurrían a los oficios en las iglesias, con frecuencia se agregaba una capilla donde se pudiera decir misa y administrar los sacramentos. Se suponía, que tanto los pacientes como el personal de servicio debían respetar la regla de silencio, pero las leyes sobre alimentación estaban en suspenso de acuerdo con la gravedad de cada caso. El comedor de la enfermería se llamaba con frecuencia misericordia, porque allí, por conmiseración, se permitía a los miembros delicados comer carne.

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La asistencia dada en la enfermería no excedía en general de las medicaciones y remedios caseros. Si algunos de los monjes que las atendían habían tenido alguna experiencia en Medicina, era pura coincidencia. Sólo desde el Renacimiento, muchas abadías prósperas emplearon a un seglar como clínico o cirujano residente, que estaba a cargo de la sangría regular de los monjes y pudo haber acompañado al abad y su comitiva en los largos viajes de visitas regulares. De acuerdo con las reglamentaciones del Capítulo General de 1189, no se permitía que los monjes enfermos buscaran cura fuera de sus abadías, y fue sólo mucho tiempo después cuando se permitió a los cistercienses concurrir a reputados centros de salud.

Cuando un monje estaba próximo a morir, el tañido de las campanas llamaba a todos sus hermanos al lado de su lecho, para ser testigos de los últimos sacramentos y de su feliz partida. En estas ceremonias, se sacaba el colchón de la cama y se depositaba en el suelo, sobre una capa de cenizas. Después de que exhalara su último aliento, la comunidad se retiraba y el cuerpo era llevado a una cámara adyacente y depositado sobre una tabla de piedra. Luego era despojado de sus vestiduras, y lavado con agua caliente de la cabeza a los pies. Esto era un acto simbólico de una tradición cristiana inmemorial, pero también podría haber sido una autopsia primitiva que revelaba los estragos visibles de su enfermedad mortal y tal vez la causa de su muerte. Caso de tratarse de la defunción de un monje notable por su austeridad, es posible que esta ceremonia despertara deseos de comprobar para personal edificación si había en el cuerpo del muerto señales de mortificaciones. La piedra de la cámara mortuoria de Claraval donde fue lavado el cuerpo de san Bernardo se convirtió en objeto de veneración. Algunos visitantes devotos aseguraban haber visto la marca del cuerpo del Santo sobre la piedra pulida.

Si se puede dar crédito a la extraordinariamente inverosímil historia que narra Cesáreo de Heisterbach en el Dialogus miraculorum, fue justamente en esa ocasión que los monjes de Schönau descubrieron que el «Hermano losé», que había muerto como novicio, era en realidad una chica. Su nombre verdadero era Hildegunda, hija de un honrado ciudadano de Neuss del Rhin, que había fallecido de regreso ambos de Tierra Santa. Después de increíbles penurias, Hildegunda fue admitida en la abadía de Schönau donde nadie advirtió su sexo. Su muerte ocurrió el año 1188. Cuando Cesáreo contó su historia parece que estaba en vías de convertirse en «santa» para ser tenida así parte de la Edad Media.

Después del lavado ceremonial, el cuerpo del monje fallecido, vestido con el hábito y la cogulla cisterciense habituales, era llevado en procesión a la iglesia y se colocaba sobre un féretro en medio del coro. Si todavía había tiempo para una misa de funeral, el sepelio se realizaba el mismo día. De lo contrario, los monjes velaban el cuerpo toda la noche y se disponía la misa y el entierro para la mañana siguiente. Después de las exequias, se transportaba el cuerpo a través de la puerta en la pared norte del crucero hacia el cementerio adyacente. El cadáver, sin ataúd, era bajado a la tumba, y el lugar se dejaba sin señalar. Después del siglo XVII, se colocaba sobre cada tumba una cruz de madera con el nombre del monje y el año de su muerte. En los cementerios de las abadías muy pobladas, como Claraval y Orval, siempre había una fosa abierta recién cavada, esperando a su ocupante, quizás inesperado.

Los abades eran enterrados bajo el claustro, entre la sala capitular y la iglesia, a veces también en la sala capitular, o en una cripta bajo la iglesia. La situación de los cuerpos de los abades estaba señalada por lápidas, más o menos decoradas, encastadas en el piso del claustro o colocadas en la pared.

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Una vida monástica, altamente ritualista, ordenada con tal rigidez que prácticamente no deja lugar a la iniciativa individual, aparecería como antinatural, hasta inhumana a los ojos de los lectores modernos. Sin embargo, hay que tener en cuenta que muchas grandes abadías albergaron a cientos de individuos, cada uno con su temperamento, grado de inteligencia y posición social diferente; todas sus vidas transcurrieron en lugares demasiado estrechos, sin las ventajas del aislamiento que el hombre de nuestros días consideraría indispensable. En tales circunstancias, una coexistencia armoniosa y una creatividad comunitaria significativa hubieran sido imposibles de no haberse impuesto reglamentos estrictos, asignando a cada individuo su propio lugar y limitada función, reduciendo de este modo los roces producidos por voluntades antagónicas e intereses en conflicto.

Esta organización inteligente y reglamentada logró que la vida monástica dejara su indeleble impacto en la sociedad cristiana. Aun el espectador de mente más simple quedaría impresionado por el éxito descollante de los monjes en todos los campos de sus múltiples actividades. Los logros espirituales e intelectuales, la monumental arquitectura, la eficiencia en la economía y los beneficios de la seguridad personal, prueban con elocuencia la superioridad de una vida basada en la aceptación voluntaria de la disciplina, dedicación al trabajo duro y sumisión a la autoridad religiosa. La creencia inquebrantable del mundo occidental de que hasta el trabajo manuales ennoblecedor, de que «la ociosidad es enemiga del alma» y, de que, por consiguiente, el trabajo es la única fuente moralmente aceptable de bienestar, constituyen elementos del noble legado del monaquismo cisterciense.

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Monjes y sociedad

Aunque los cistercienses del siglo XII no deseaban más que la soledad de los «desiertos» que ellos mismos habían elegido, el éxito rotundo de la Orden puede explicarse únicamente por la interacción fructífera entre aquellas abadías del desierto y el medio ambiente. Los ideales ascéticos y religiosos de los monjes hicieron resonar un eco latente en cada elemento de la sociedad contemporánea. Nobles, clérigos seculares, estudiosos y burgueses se sintieron atraídos por las primitivas casas cistercienses, con la misma intensidad que gran número de campesinos engrosaron las filas de los conversos. Los que no tuvieron el valor ni la oportunidad de unírseles siguieron la heroica vida de los monjes con profundo interés, y contribuyeron materialmente al crecimiento de la Orden.

El hecho de que las abadías de clausura albergaran a los hijos, y en algunos casos a los padres, de aquellos que aún permanecían fuera, constituyó un enlace vital entre los monasterios y el medio ambiente secular. Con frecuencia, la aceptación como novicio estaba estipulada en actas de donación, haciendo caso omiso de la clase o valor del regalo. De esta forma, el donante y su familia deben haber experimentado un sentimiento de identificación con los monjes, mientras que éstos respondían con un sentido de responsabilidad hacia aquellos que los habían ayudado. Los numerosos casos posteriores de donaciones compensadas, que obligaron a las abadías a asegurar la subsistencia del donante mediante anualidades, pensiones, comida o ropa, no deben ser considerados como una simple transacción comercial. Reflejaban la atmósfera envolvente de confianza e interdependencia mutuas.

También era frecuente que aquellos que necesitaran algo más que una ayuda económica fueran aceptados dentro de la comunidad monástica brindándoseles amparo, e incluso prestándoseles servicios personales. Hacia el año 1200, un hombre al que le habían sacado los ojos siendo rehén, otorgó sus tierras a los monjes de Margam, en Gales, después de lo cuál, fue aceptado como hermano lego en el monasterio, donde «vivió con mayor seguridad todos los días de su vida». Otros fueron recibidos como «corrodians», caso éste el de Juan Nichol, admitido en Margam en 1325. Donó sus tierras a los monjes, y a su vez, fue empleado como «escudero libre», con derecho a tres hogazas de pan, un galón diario de la «cerveza fuerte» de los monjes y otros beneficios, mientras viviera.

En la abadía catalana de Poblet, la clase de pequeños donantes o benefactores, los donats, constituyeron un grupo especial dentro de la misma. Vivían en casas aparte, fuera de la clausura. Después de la muerte de sus esposas, podían optar a ingresar como hermanos conversos. Si el donat fallecía antes, el monasterio mantenía a su esposa e hijos.

Estos donati, familiares, en ocasiones oblati, aparecen en tantos cartularios, que su número y papel debió haber sido importante en la mayoría de las abadías. Las referencias que se encuentran en las primeras crónicas de los Capítulos Generales son algo ambiguas, pero se desprende con facilidad, por la legislación posterior (1213, 1233), que su admisión se transformó pronto en un acto de cierta solemnidad. Renunciaban ante el abad al derecho de retener cualquier propiedad, prometían obediencia y, a cambio, se les prometía la misma comida, bebida y ropa de los monjes y se los acomodaba en un dormitorio separado. Debían ayudar a los hermanos en los trabajos manuales o en el cuidado de las fincas del monasterio. Llevaban una vestimenta distintiva, y hasta alguna forma de tonsura.

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La importancia de los familiares creció proporcionalmente con la desaparición de los conversos, hacia fines del siglo XIII, su número había aumentado tanto, que llegaron a crear problemas disciplinarios en varias comunidades. El Capítulo General de 1293 ordenó que, «debido a la confusión que causaba frecuentemente el excesivo número de tales personas… no se les debe permitir en modo alguno (a los familiares) el uso del hábito y la participación de los bienes materiales, sin el permiso especial del susodicho Capítulo». La institución sobrevivió a la Edad Media, aunque con frecuencia se los designó como «prebendados».

A pesar de que los cistercienses no desearon desempeñar ningún papel en las instituciones feudales, parece que, en algunos casos en que era evidente el bien de los campesinos vecinos, algunos abades asumieron la responsabilidad de protector o abogado. El caso de Acey, fundado por Cherlieu en 1136 en el Franco Condado, es interesante. Poco después, un tal Girard de Rossillon dio su casa, con el resto de su propiedad, a la abadía, pero simplemente siguió el ejemplo de otros catorce miembros de la misma comunidad rural, quienes ofrecieron todo lo que tenían al abad Guido de Cherlieu en un acto aparente de «encomienda», este último devolvió de inmediato la tierra a sus donantes, con su promesa de protección. Es evidente que esto constituía un procedimiento de rutina feudal, por el cual propietarios libres de tierra alodial reconocían el señorío del abad aunque se desconocen las razones que motivaron tal acto, y las verdaderas obligaciones derivadas del mismo. Sin embargo, parece cierto que la comunidad campesina actuó libremente, como una expresión de preferencia por un protector monástico, y de aprecio hacia la abadía recién fundada.

Después de la virtual desaparición de los conversos y de la gran reducción en el número de monjes, las abadías dependieron cada vez más de la ayuda de los seglares, ya sea como trabajadores o encargados. Las estadísticas que nos han llegado, relacionadas con nueve casas cistercienses inglesas en vísperas de la Disolución, muestran que, mientras el número total de los monjes profesos era solamente de 108, empleaban a casi 300 laicos. Entre las nueve abadías, Biddlesden sola tenía cincuenta y un sirvientes, y Stoneleigh daba trabajo a cuarenta y seis. En la mayoría de los casos, la lealtad de los empleados seglares siguió inquebrantable hasta el final. Cuando el Conde de Sussex investigaba el grado de intervención de la abadía de Whalley en la «Peregrinación de la gracia», se quejaba de que no le era posible reunir pruebas, debido al «gran número de hombres mantenidos por el abad».

En Inglaterra, como en el resto de Europa, al finalizar el medioevo, el personal del monasterio se reclutaba en las ciudades vecinas, y entre la clase media local que conservaba un agudo interés por los asuntos de los monjes, especialmente cuando se realizaban elecciones abaciales. Las dos últimas elecciones en Furness antes de la Disolución, por ejemplo, fueron decididas por la vigorosa intervención laica. Décadas de intrigas sucedieron a la elección de Alejandro Banke en 1497, y sus oponentes trataron de despojarlo de su cargo. En un momento dado, dicho abad se vio obligado a defender su posición con un ejército privado de trescientos partidarios. No es de extrañar, que haya dejado como estela una deuda importante, agravada por pensiones, anualidades o sobornos manifiestos, dados a un cierto número de oficiales reales y potentados locales.

La hospitalidad, tradicional servicio monástico, constituyó otro eslabón entre las abadías cistercienses y la sociedad. La primitiva legislación de la Orden recalcaba esta virtud, especialmente en beneficio de los monjes y clérigos de viaje, aunque a los viajeros laicos se les ofrecía comida y albergue con la misma generosidad. Muchas abadías tenían una hospedería para visitantes, algo apartada de los edificios conventuales. De acuerdo con los libros de cuentas de la casa inglesa de Beaulieu, era raro que ésta no tuviera huéspedes.

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Estaba cuidadosamente especificada la calidad y cantidad de la comida que se les servía, así como las tareas de los hermanos encargados de atenderles. A los familiares de los monjes se les permitía realizar tres o cuatro visitas al año, de dos días cada una. El gasto para alimentarlos debió haber sido elevado, porque se estableció que si los huéspedes quisieran permanecer por más tiempo, debían alimentarse por sí mismos.

Las visitas de los reyes o de otros potentados de la sociedad civil o religiosa resultaban particularmente gravosas. En tales ocasiones, se servía comida y bebida con liberalidad, aunque, por lo menos hasta mediados del siglo XV, los huéspedes, cualesquiera que fuera su posición, debían observar la regla de abstinencia perpetua. A petición del abad de Maulbronn, en Alemania, el Capítulo General de 1493 le permitió específicamente servir carne «sin escrúpulos de conciencia, porque, como establecía el Capítulo, la abadía recibía con frecuencia huéspedes distinguidos, hombres de letras, nobles y magnates, que no sólo honraban al susodicho monasterio, sino a toda la Orden». Es fácil comprender, por estas observaciones, que los visitantes de rango y posición social elevada recibían mayor atención y mejor aposento que los caminantes ordinarios.

Se hicieron regalos o se otorgaron fondos para las hospederías, como reconocimiento de los servicios y de los sacrificios económicos que significaban. En 1269, el obispo Hermann de Schwerin otorgó cuarenta días de indulgencia a todos aquellos que hicieran donaciones para mantener la casa de huéspedes de la abadía de Doberan, «dado que los monjes llevan una carga muy pesada de gastos a causa de los huéspedes y viajeros». En 1233, la abadía de Saint Mary, en Dublín, separó algunas rentas eclesiásticas «para uso de los pobres y para la manutención de los huéspedes». El abad de Basingwerk, en Gales, se excusaba en 1346 ante Eduardo III, por no haber pagado un subsidio exigido, refiriéndose a la situación del monasterio cerca de un camino muy transitado, circunstancia que determinaba grandes gastos en concepto de hospitalidad. En vísperas de la Disolución, se apeló a Enrique VIII por parte de la abadía de Quarr que, de acuerdo con la petición, debía ser conservada como hospedería para viajeros y marineros pobres. Al mismo tiempo, se decía de la abadía irlandesa de Saint Mary que era como «un albergue común» de todos los que buscaban hospitalidad, mientras que se referían a los monjes «como administradores» de beneficios, «que ayudaban a muchos pobres, estudiantes y huérfanos».

Además de la buena acogida habitual, muchas abadías cistercienses mantenían hospitales, en especial para los enfermos pobres de la vecindad, aunque normalmente los monjes no practicaran la medicina más allá de administrar los remedios caseros comunes. Ya por el año 1197 Zwettl, en Austria, sostenía un «hospital para pobres». En 1218, el establecimiento se mudó a un edificio espacioso, cerca de la portería de la abadía, que contaba con una capilla. El hospital estaba espléndidamente dotado, con capacidad para albergar a treinta enfermos necesitados, bajo el cuidado de diez empleados. El conde Sigfrido de Blankenburg instituyó un fondo para el hospital de la abadía alemana de Michaelstein en 1208. El Capítulo General de 1218, no sólo aprobó el hospital «para el cuidado de los pobres», sino que insistió también en que debía permanecer bajo la administración del propio personal de la abadía. Himmerod mantenía en 1259 un «hospital para pobres», financiado con fondos y donaciones especiales. Además de los aldeanos y peregrinos enfermos eran aceptadas también algunas personas ancianas, como un viejo soldado, a quien el abad invitó a pasar allí el resto de sus días, por el año 1300. De acuerdo con los datos recopilados por Franz Winter, en un cierto número de abadías cistercienses alemanas, entre ellas Pforta, Altzelle, Chorin, Volkenrode, Kamp, Reifenstein y Walderbach, funcionaron instituciones similares durante el siglo XIII.

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Un número similar de abadías inglesas se ocuparon de cuidar a los enfermos y desamparados. El libro de cuentas de Beaulieu hacía referencias, hacia fines del siglo XIII, a una enfermería, donde se atendía, entre otros, a los servidores enfermos de la abadía. Los pobres que fallecían eran enterrados por los monjes, que disponían también de sus magras pertenencias. Meaux, durante el abadiato de Michael Brun (1235-1249), recibió una donación importante para «el mantenimiento de un hospital para seglares», aunque el benefactor exigía que se le regalara un par de guantes blancos cada Pascua, sumados a cierta compensación monetaria. El hospital de Newminster recibió una cierta cantidad de donaciones importantes, algunas específicamente «a fin de conservar la lámpara que está ardiendo en la enfermería de los seglares, para comodidad de los pobres de Cristo allí internados». Otras abadías de Inglaterra, tales como Fountains, Furness, Holmcultram, Pipewell, Rieval, Robertsbridge, Sawley, Sibton y Waverley, mantuvieron hospitales similares.

En Escocia, Melrose, Cupar y Kinlos regentaron hospitales que podían albergar entre ocho y diez internados. En el siglo XIII, la abadía galesa de Strata Florida tenía una hospedería bajo el cuidado de los monjes, en «las zonas de los leprosos». El cartulario de la casa francesa de Gimont nombraba en 1187 a un monje, Arnaldo, enfermero en la hospedería de la abadía. En 1206, otro monje, Guillermo, ejercía como «enfermero de los pobres». En 1222, un tal Antonio de la Crose hizo una donación, mientras se encontraba enfermo «en el hospital de la abadía de Gimont». Villers, en Brabante, tenía un bien provisto «hospital para pobres», bajo la dirección de un converso, en el siglo XIII.

Entre los estatutos del Capítulo General de 1490, se encuentra una referencia muy posterior a un hospital. La abadía sajona de Buch anunciaba que el hospital regentado por los monjes atravesaba graves dificultades económicas, porque los fondos que habían sido destinados «para mantener a cierto número de pobres» ya no era suficiente, a la vez que las reducciones provocaban las ruidosas quejas de los pacientes necesitados. En respuesta, el Capítulo nombró para una investigación a tres abades de monasterios vecinos, quienes tenían amplios poderes para adoptar las medidas que juzgaran convenientes.

Por último, la posibilidad de recibir atención médica en las ciudades en desarrollo disminuyó la importancia de los hospitales monásticos, aunque algunas abadías continuaron regentando centros sanitarios hasta la Revolución Francesa.

La antigua enfermería de la próspera Orval (después de 1715 bajo el régimen austríaco) fue reemplazada en 1761 por una estructura espaciosa, con tres salas: una para los monjes profesos, otra para los conversos y la tercera para los numerosos servidores y empleados seglares de la casa. Tenía capilla y cocina propias, un clínico residente y dos asistentes proporcionaban atención médica, y podía cubrir las necesidades de unas ciento veinte personas.

Sin embargo, Orval debe su reputación como centro de salud a su famosa farmacia, atendida por el legendario Hno. Antonio Périn (1738-1788), médico profesional que estudió en París; sus servicios alcanzaron a personas que vivían mucho más allá de los límites de la propiedad abacial. Cultivaba un jardín de hierbas medicinales, y seleccionaba personalmente muchas de las raíces, hierbas y flores que necesitaba; otras las adquiría, generalmente en Lieja. Todo se preparaba en su laboratorio; sus productos más divulgados eran pociones y tinturas, entre ellas el «agua de Orval», que se suponía efectiva en un número prodigioso de enfermedades, tanto mentales como físicas. Su fama creció extraordinariamente, gracias a su éxito en 1777, cuando luchaba contra una epidemia de fiebre tifoidea muy difundida. Los negocios de la

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farmacia eran muy prósperos. Solamente en el año 1788, se vendieron a personas de fuera 5.638 florines en concepto de medicinas, mientras 506 florines de remedios se repartieron gratuitamente entre los pobres.

Durante toda la Edad Media, la ayuda a los pobres fue una tarea reconocida de la Iglesia, y de acuerdo con todas las indicaciones, la Orden cisterciense aceptó gran parte del peso que significaba aliviar a los que sufrían necesidades materiales. La distribución de limosnas se realizaba en la portería de cada abadía, bajo la mirada vigilante del portero. Siempre tenía a su disposición pan y otros comestibles con tal fin, pero, de acuerdo con el Capítulo General de 1185, también se distribuía entre los necesitados ropa y calzado usados. Hasta Gerardo de Gales, crítico acerbo de los cistercienses, reconoció la generosidad de la Orden con los pobres. Decía que «los monjes, aunque sean de lo más sobrio para sí mismos, exceden a todos los demás en su caridad desbordante hacia los pobres y los viajeros». Citaba como ejemplo a la abadía galesa de Margam, que en 1189 envió un buque a Bristol en procura de trigo «para una gran multitud de mendigos».

El formulario de Pontigny del siglo XIII, que ofrece ejemplos de cartas de visita, insistía en que el portero debía tener siempre a mano limosnas para distribuirlas entre los pobres, incluyendo ropa usada y, por lo menos, cien hogazas de pan, que la panadería de la abadía enviaba diariamente. El mismo documento exigía que, en un edificio separado, hubiera siempre un cierto número de camas disponibles para los pobres que necesitaran alojarse allí.

El libro de cuentas de Beaulieu de fines del siglo XIII detallaba las obligaciones del portero, relativas a la distribución de las limosnas. Parece que la atención de los pobres estaba bien organizada, y que los necesitados sabían de antemano no sólo el horario, sino también la clase de ayuda que podían esperar. La distribución de alimentos tenía lugar tres veces por semana y, todas las noches, trece pobres eran acomodados para pernoctar en la hospedería de la abadía, mientras otros tres eran tratados como huéspedes del abad. El Jueves Santo se agregaba un penique a las limosnas acostumbradas. Durante la cosecha, se hacía trabajar en los campos a todos los pobres que estuvieran en condiciones de ganar su pan. El monje a cargo del guardarropa de la abadía tenía la misión de reunir la ropa usada para los necesitados.

En Meaux, durante los siglos XIII y XIV, varios talleres de la abadía contribuían regularmente al alivio de los pobres. El maestro de la tenería debía proporcionar cada año veinte cueros de buey o de vaca, bien curtidos, para su calzado. En el taller donde se trabajaba la lana se separaba tela completamente terminada por valor de 18 chelines, con propósito similar, mientras que, diariamente, se distribuía entre ellos la décima parte del queso recibido de la vaquería de Felsa.

Aunque no parece haber sido una excepción la contribución de las abadías inglesas para mantener a los necesitados, Whalley, en 1535, distribuyó en limosnas un total asombroso de 122 £, que significaban el 22% de los ingresos de los monjes. De esta cifra, se gastaron 41 £ para mantener a veinticuatro menesterosos dentro del monasterio, 63 £ se separaban para la distribución semanal de granos, y 18 £ se repartían por Navidad y jueves Santo. Por el mismo tiempo, Furness cuidaba a trece necesitados y otorgaba limosnas semanales a ocho viudas pobres; Stanley albergaba a siete mendigos; y Garendon mantenía a seis personas incapacitadas. Un documento sin fecha del cartulario de Newminster combinaba una donación con la obligación de que los monjes dieran limosnas anualmente a los pobres para la fiesta de Santa Catalina, repartiendo a cada uno «dos tortas de avena y dos arenques».

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Villers era muy notable por su generosidad, que se veía facilitada por las abundantes donaciones que recibía a tal fin. Durante el siglo XIII, el panadero de la abadía proveyó semanalmente de 2.100 hogazas de pan, que se distribuían diariamente entre los necesitados, congregados en gran cantidad en torno a la portería. Muchas donaciones por misas de aniversario en Villers y otras casas incluían sumas especiales para ser distribuidas entre los menesterosos en dichas ocasiones. En el siglo XIII, un donante en la abadía suiza de Hauterive, Humberto de Fernay, aportó 45 libras de Lausanne, con las cuales los monjes debían adquirir pan y queso para distribuirlo en la ciudad de Romont, entre 366 personas necesitadas, el lunes de Pentecostés. El rey Roberto I de Escocia legó 100 £ anuales a Melrose. Una parte estaba destinada a mejorar la dieta de los monjes, y otra para que el día de san Martín repartieran veinte trajes a otros tantos pobres, que ese día debían compartir la mesa de los monjes.

En hambres u otras calamidades los monjes compartían todo lo que tenían con los vecinos muy necesitados. En 1147, Morimundo alimentó a toda la vecindad por tres meses, hasta que pudieran recoger la cosecha. Se dice que, en 1153, Sittichenbach, en Alemania, salvó del hambre a 1.800 habitantes de la región. En 1316, Riddagshausen, también en Alemania, alimentó diariamente a 400 personas, salvándolas de morir de inanición. Algunos de tales incidentes quedaron para la memoria de la posteridad como hazañas legendarias de heroísmo. Por lo tanto, no siempre se puede confiar en las cifras referentes a la cantidad de personas mantenidas por los monjes. Es fácil que esto haya ocurrido en Melrose, en 1150; cuando se supone que los monjes distribuyeron diariamente alimentos durante meses entre 4.000 hambrientos, mientras las despensas seguían estando milagrosamente repletas.

Una costumbre inmemorial entre las abadías cistercienses fue el tricenarium, de los hermanos fallecidos. Esto significaba que los alimentos del monje recién fallecido se separaba durante treinta días consecutivos, y las porciones se daban a las personas necesitadas. Todos los años, un gran tricenarium seguía al cierre de la sesión anual del Capítulo General, el día de san Lamberto (17 de septiembre), cuando en todas las abadías de la Orden se daba comida a varios indigentes durante treinta días. Al lavatorio de los pies de los doce pobres, realizado por el abad el Jueves Santo, seguía también una comida para ellos.

La llegada a Cister de los abades participantes de las sesiones anuales del Capítulo General, constituía una ocasión especial para dar limosnas a gran escala. En esos días, los caminos que conducían a Cister estaban prácticamente obstruidos por los mendigos, reales o fingidos, que suplicaban monedas de los abades. Hacia 1240, la multitud se había vuelto tan ingobernable, que el Capítulo prohibió la distribución de limosnas a 3 km. de Cister. Por la misma causa, se desterró por completo la costumbre en 1260. En su lugar, el Capítulo instó a los abades a depositar sus donaciones dentro de una caja puesta cerca de la entrada de la sala capitular.

De acuerdo con todas las pruebas que poseemos, la repartición de limosnas fue algo natural en todas las abadías cistercienses, aunque hay que destacar que los monjes eran muy respetados como honestos distribuidores de las mismas, canalizando por lo tanto numerosos regalos y fundaciones destinadas a este fin. Por la misma razón, lo que se entregaba en las porterías monásticas reflejaba no sólo la caridad de los monjes, sino la generosidad de los benefactores. Siempre ha estado en discusión el porcentaje de las limosnas, considerado el total de los ingresos monásticos. En épocas de prosperidad para los cistercienses, puede haber llegado al 10%, aunque una cifra cercana al 5% parece ser una estimación más segura. Durante los siglos XVI y XVII, cuando los propios monjes experimentaron grandes penurias, tenían muy poco para destinar a la caridad.

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Los cistercienses del siglo XII evitaron resueltamente verse involucrados en el cuidado pastoral de las comunidades campesinas vecinas, aunque los sacerdotes de la Orden administraron siempre los sacramentos a los conversos y jornaleros que trabajaban en las granjas monásticas. Las primeras aceptaciones «ilegales» de iglesias, no significaban necesariamente que fueran atendidas por sacerdotes cistercienses. La abadía se convertía simplemente en el patrón de la iglesia, obligada a contratar un sacerdote secular, y pagarle su salario. En algunas fundaciones, no obstante, fue inevitable desde el comienzo la implicación directa en el trabajo pastoral. San Galgano, en Monte Siepi (diócesis de Volterra), había sido un santuario popular, mucho antes de 1201, cuando los monjes de Casamari hicieron la fundación cisterciense.

El abad de Poblet recibió en 1221 de Honorio III el status cuasi-episcopal de nullius, que implicaba una extensa actividad pastoral a causa de su situación fronteriza y su jurisdicción sobre un número de aldeas. Circunstancias locales deben haber impuesto también actividades pastorales a un cierto número de abadías, porque, en 1234, el Capítulo General repitió con energía la prohibición de que los monjes trabajaran en parroquias, y ordenó su in mediante retorno a los monasterios. Al año siguiente, se repitió la misma reglamentación, con el añadido de que las capillas que ya estaban en posesión de una abadía debían ser atendidas a base de sacerdotes seculares. En 1236, el Capítulo volvió otra vez al mismo tema, declarando que las abadías que habían administrado capillas antes de unirse a la Orden, podían retenerlas, siempre y cuando los abades contrataran clérigos seculares para su atención. No obstante, en el mismo estatuto se establece una excepción para Les Dunes y Ter Doest – «ambas con capillas en varias islas en el mar» –, donde debido al completo aislamiento, los fieles contaban exclusivamente con el ministerio de los monjes. De acuerdo con esto, se nombraron tres sacerdotes cistercienses en cada capilla, para servir «a gran número de hermanos legos y personas seglares».

Es probable que esta concesión estuviera inspirada en permisos papales previos a abadías concretas. En 1232, Gregorio IX permitió a los monjes de Cwmhir (Gales) administrar los sacramentos a sus servidores y arrendatarios, porque debido a la localización montañosa de la abadía, no podía llegar allí ningún sacerdote secular. Holy Cross (establecida en 1180 en Irlanda) fundó varias capillas en sus propios terrenos y, del siglo XIII en adelante, la mayoría de las parroquias vecinas fueron atendidas por los mismos monjes. La actividad pastoral recibió nuevo impulso cuando, a consecuencia de la cruzada de Ricardo I, se depositaron en la abadía reliquias de la Santa Cruz, transformando la modesta casa en uno de los santuarios más visitados del país.

En Saint Urban (Suiza), la actividad pastoral comenzó alrededor de 1280, con la adquisición del Santuario de Freibach. Hacia comienzos del siglo XVI, la abadía tenía derechos de patronato sobre diez iglesias parroquiales y buen número de capillas, la mayoría de las cuales estaban atendidas por el clero secular, pero en las cuatro iglesias más cercanas a la abadía los propios monjes cuidaban de la feligresía.

Meaux, bajo el abad Roger (1286-1310), recibió una importante donación para misas de aniversario y una capilla en Ottringham. Sus condiciones estipulaban oficios solemnes y perpetuos en beneficio de los miembros difuntos de la familia del donante. El abad aceptó el regalo, y envió siete monjes a la capilla mencionada, que se establecieron en un lugar llamado posteriormente «Monkgarth». Pero esta casa retirada se vio envuelta en incidentes motivados por escandalosas faltas de disciplina, con tanta frecuencia, que sus habitantes tuvieron que ser llamados de nuevo a la abadía. Durante el siglo XIV, varias abadías renanas emprendieron

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con tanta intensidad trabajos pastorales, que el Capítulo General decidió intervenir. En 1393, el abad de Morimundo, en su visita regular, halló que muchos monjes de Camp, Altenberg y Heisterbach vivían en parroquias, y ordenó su inmediato retorno a las abadías.

A pesar de las frecuentes protestas del Capítulo, los monjes continuaron con el servicio pastoral directo de los fieles, especialmente, cuando razones económicas exigían esos servicios. Tal fue el caso de Silesia, donde todas las abadías cistercienses quedaron tan devastadas durante la guerra de los husitas, que resultaron incapaces de albergar y alimentar a sus propios miembros. Muchos monjes sólo pudieron encontrar una subsistencia segura en las parroquias. En la segunda mitad del siglo XV, las seis abadías de Silesia proveían todas con su propio personal a las parroquias y, entre ellas, Leubus y Kamenz contaban diez iglesias cada una.

Por último, en 1489, hasta el Capítulo General llegó a aceptar la costumbre inevitable. Aunque un nuevo estatuto repetía que los monjes no deberían comprometerse en la «cura de almas», se otorgaba permiso para atender a iglesias y capillas ya incorporadas por las abadías.

Austria fue el país donde el trabajo pastoral terminó por absorber las energías de un número importante de monjes sacerdotes. Ya en el siglo XIII, la mayoría de las once abadías austríacas poseían iglesias y, en el siglo XIV, gozaban de todos los derechos de patronato sobre las mismas. Bonifacio IX permitió en 1399 a Zwettl instalar a cistercienses como párrocos perpetuos en las iglesias de la abadía. La tendencia prosiguió y, hacia el siglo XVII, la mayoría de las iglesias cistercienses estaban atendidas por monjes de la Orden. En 1758, sobre un total de trescientos diecisiete sacerdotes en la provincia austríaca, setenta y cinco se ocupaban activamente en tareas pastorales. Hacia 1780, el número de parroquias cistercienses en ese país había aumentado a setenta y tres. Entre 1780 y 1790, bajo la presión del gobierno de José II, la Orden tuvo que asumir las responsabilidades de cuarenta y cinco iglesias adicionales.

Además de los trabajos de rutina del cuidado pastoral, a partir del siglo XIII, muchas abadías cistercienses formaron y dirigieron variedad de confraternidades y sociedades piadosas. La organización comenzó con una lista de benefactores con derechos a compartir ciertos beneficios espirituales de la Orden, tales como misas de aniversario y oficios especiales por los difuntos. Himmerod, en el siglo XIII, tuvo dos listas de nombres, uno para los donantes más prominentes en una «confraternidad plenaria» y la otra de benefactores menos importantes, que formaban la «confraternidad común». Al comienzo, ambas listas estaban constituidas en forma predominante por miembros de la nobleza, pero su composición tomó finalmente su carácter cada vez más burgués. Ser miembro de la «confraternidad plenaria» implicaba la transferencia de todos los bienes del donante a la abadía (aunque retenía el usufructo de los mismos de por vida), a la vez que prometía no volverse a casar después de la muerte de su esposa, y si era soltero, continuar en el celibato hasta el resto de sus días. Después de 1440, existió en Himmerod una cofradía de los Hermanos Difuntos (Totenbruderschaft), a cuyos miembros se prometía un cierto número de misas después de su muerte y una participación en los méritos de las oraciones de los monjes. Sus miembros hacían sus devociones en una capilla especial, bajo la guía de un monje, que servía de maestro. Se responsabilizaban de la decoración de los altares, y proveían de determinada cantidad de candelas. Por el mismo tiempo, existía en Kamp una organización similar, pero más amplia.

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En muchas abadías, el número de misas de aniversario creció hasta alcanzar cifras prodigiosas, que imponían una pesada carga a los sacerdotes del monasterio. En 1448, el Capítulo General prohibió la ulterior aceptación de misas perpetuas de aniversario sin la autorización del Capítulo, «no sea que los monasterios estén sobrecargados o las almas de los muertos sean, de alguna forma, defraudadas».

En 1144, un pastor tuvo una visión de catorce personas rodeando y adorando al niño Jesús en un predio de la abadía bávara de Langheim. Tres años más tarde, se erigió en ese sitio un santuario en honor de los «Catorce Santos Auxiliadores en la necesidad» (Vierzehnheiligen). La comunidad cisterciense se vio pronto involucrada en esta devoción tan popular, que era compartida por otras casas de la Orden, tales como Raitenhaslach, Waldsassen, Kamenz, Neuzelle, Heinrichau y Grüssau. En dichas abadías, cediendo a la demanda popular, se dedicaron capillas y altares a los catorce santos, y se rezaban misas en su honor. Durante la Guerra de los campesinos de 1525, Langheim y Vierzehnheiligen fueron destruidas, pero el santuario ganó nueva popularidad en el siglo XVII. Centro de peregrinaciones, la magnífica iglesia barroca diseñada por el gran Baltasar Neumann y consagrada en 1772, atestigua todavía el vigor del movimiento piadoso que apadrinaban los cistercienses.

En Suiza, Saint Urban fue otro centro de devoción popular. En 1231, se organizó para los benefactores la Confraternidad de San Bernardo y, en el siglo XVII, la Sociedad del Escapulario. Freibach centró también una confraternidad piadosa fundada por el gremio de los herreros de Emmental y Oberaargau. En la primera mitad del siglo XVII, unos setenta maestros del gremio participaban en las peregrinaciones anuales a Freibach.

En 1226, Fürstenfeld, otra gran abadía bávara, recibió la aldea de Inchenhofen y, con ella, el santuario que honraba a san Leopardo. Sacerdotes de la comunidad se hicieron cargo de la iglesia, cuya popularidad aumentó cada vez más durante el siglo XIV. En 1401, Bonifacio IX autorizó a diez cistercienses de Fürstenfeld a confesar en el santuario. La misma abadía erigió en 1414 otro santuario honrando a san Willibaldo, al mismo tiempo que promovía la veneración de la Santa Cruz en una parroquia de su propiedad.

En los siglos XV y XVI, el Capítulo General apoyó gustosamente las sociedades piadosas que eran tan populares en Francia como en Alemania. En 1491, dio su bendición a la Confraternidad de san Sebastián, patrocinada por el abad de Theuley, cerca de Besançon, prometiendo a sus miembros compartir los méritos de las oraciones de los monjes y de las buenas obras realizadas en todas las abadías de la Orden. En 1494, se otorgaron beneficios similares a la Confraternidad de los Siete Gozos de la Santísima Virgen, organizada por La Ferté. En 1520, se favoreció de igual modo a una sociedad devota que honraba a santa Margarita, san Antonio y san Leonardo, en la abadía alemana de Schönthal.

Bajo el abad Nicolás Wydenbosch (Salicetus), la casa alsaciana de Baumgarten se convirtió en un floreciente centro de devoción. A petición del abad, el Capítulo General de 1488 otorgó a todos los miembros de la confraternidad de la Inmaculada Concepción el derecho de participar del tesoro espiritual de la Orden. Muchos miembros de la Confraternidad pertenecían al círculo de devotos burgueses de Berna, ciudad natal del abad.

Las reformas monásticas del siglo XVII, incluyendo la Estricta Observancia, miraban con recelo la actividad pastoral de los monjes fuera de sus abadías. Su desaprobación halló eco en el Capítulo General de 1672, que presentó una apelación a la Santa Sede, rogando a las autoridades que no confiaran a los cistercienses ningún título o posición que significara un

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ministerio activo. El Capítulo de 1683 deliberó sobre el mismo tema, y propuso retirar a todos los cistercienses que trabajaran en parroquias. Pero, a la sazón, tales tareas estaban tan profundamente arraigadas en las tradiciones de muchas abadías, especialmente las ubicadas en países de habla alemana, que no se podía esperar ningún cambio notable.

Las tendencias devocionales del barroco pusieron nuevo énfasis en las sociedades piadosas y las peregrinaciones, lo que dio por resultado una actividad pastoral cisterciense cada vez mayor. Bajo el abad Roberto de Namur (1647-1652), los monjes de Villers se ocuparon de la dirección espiritual de trece monasterios femeninos afiliados. Unos veinticinco monjes estuvieron ocupados en éste y otros tipos de actividad pastoral hasta el final del siglo XVIII. Bajo la influencia de Aldersbach, en Baviera, el culto de la Santísima Virgen se difundió en cuatro santuarios, que llegaron a ser muy populares en los siglos XVII y XVIII (Kösslarn, Rotthalmünster, Sammerei, Frauentödling).

Dentro del territorio de los Habsburgo, la veneración de san José logró gran popularidad, a causa de que el santo era patrón de la familia imperial. En 1653, se fundó una confraternidad de san José bajo los auspicios de la casa austríaca de Lilienfeld, que gozó de la más amplia expansión y de la mejor reputación hasta su disolución en 1781. Entre sus miembros, no sólo se encontraban masas de humildes pobladores rurales e incontables burgueses piadosos,. sino muchos miembros de la familia de los Habsburgo y encumbrados personajes de la jerarquía. Hacia 1755, el registro de la Confraternidad contaba con 215.000 nombres.

La Hermandad de san José, fundada en 1688 por Grüssau, en Silesia, ganó popularidad semejante. En ella se alistaron tanto individuos como comunidades, de tal manera que, al concluir el siglo, estaban inscritos en los registros de la asociación no menos de 43.000 nombres. Las reglas exigían oraciones diarias al Santo, comunión mensual y dedicación de obras de caridad a pobres y enfermos.

Mientras que la educación de niñas en casas femeninas cistercienses fue una costumbre ampliamente aceptada, los primitivos estatutos del Capítulo General habían excluido a los niños de los monasterios masculinos. No obstante, parece que los talleres de muchas abadías prósperas atrajeron a un cierto número de adolescentes, que no tenían intención de convertirse en monjes, pero estaban interesados en aprender de los hermanos algún oficio. Estas costumbres eran toleradas, inclusive en el siglo XII, y el Capítulo de 1195 insistía simplemente en que los adolescentes admitidos como aprendices en los «talleres de tejedores, sastres y curtidores» tuvieran, por lo menos, doce años de edad.

El Capítulo de 1205 prorrumpió en invectivas contra ciertos abades de Frisia, cuyos nombres no se especifican, «que habían admitido para su instrucción niños menores de quince años». De acuerdo con las estrictas reglas de la Orden (esos abades), merecían ser depuestos; sin embargo, suponiendo que todavía no pudieron recibir las definiciones (pertinentes), están, por el momento, absueltos». La misma admonición se hizo al abad de Ile-en-Barrois, cerca de Toul, y fue repetida «en forma irrevocable» en 1206. Una de esas abadías «delincuentes» pudo haber sido Adwert, en Frisia occidental, que en el siglo xlv mantenía una «Escuela Roja» (Schola rubea) para niños. Debió haber estado muy concurrida, porque a causa de la Peste Negra, en 1350, murieron allí veintinueve estudiantes. En la época de la Reforma, la misma institución gozaba de merecida fama en todo el país. De acuerdo con algunas indicaciones, otros monasterios de los Países Bajos, como Nizelle, Boneffe y Moulins, contaban también con establecimientos educativos antes de la Reforma.

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En el siglo XV, Saint Urban, en Suiza, creció hasta convertirse en un centro renombrado de estudios humanistas. El abad Nicolás von Hollstein (1441-1480), natural de Basilea, fundó la «Escuela abacial», que alcanzó su total desarrollo bajo el abad Sebastián Seemann (1534-1557), cuando empleó a algunos de los mejores maestros de su país. En la visita regular de 1579, el abad general Nicolás Boucherat I halló en la abadía a «doce adolescentes, que recibían instrucción en gramática».

En Inglaterra, antes de la Disolución, Furness tenía una escuela de gramática y de canto para niños (schola cantorum), que eran pupilos dentro de la abadía; y Biddlesden alojó nueve niños en circunstancias similares. Newminster tenía cuatro niños de coro; mientras Waburn albergaba a tres con su maestro. En Ford, un tal Guillermo Tyler, maestro de arte, disfrutaba de casa, comida y una anualidad respetable por enseñar gramática a los adolescentes que vivían en la abadía, y clases de Biblia para los monjes.

Zwettl, en Austria, formó un coro de niños en el siglo XV. Esta institución sobrevivió la Reforma y las guerras religiosas y, bajo el abad Bernardo Link (1646-1671), el número de niños, que estaban allí como pupilos y recibían instrucción en forma gratuita, alcanzó a treinta. La tradición se ha continuado hasta el presente: los «Zwettler Sängerknaben» (Niños Cantores de Zwettl) gozan de una bien merecida fama internacional.

Siempre había sido excepcional que los cistercienses mantuvieran instituciones educativas antes del siglo XVIII. La generalizada actitud prohibitiva se transformó, sin embargo, en un intenso interés bajo el impacto de la filosofía utilitaria de la Ilustración. La abadía silesa de Rauden fundó un seminario y escuela de Latín en 1743, bajo la benévola mirada de Federico II. La mayoría de los estudiantes eran pupilos en el monasterio, donde la formación para el sacerdocio era la principal preocupación de los monjes. Antes de la supresión de la abadía en 1810, los registros de la escuela incluían 2.000 estudiantes, de los cuales cerca de 500 llegaron a ser sacerdotes. También en otras abadías alemanas cistercienses fueron bastante comunes instituciones similares.

La supresión de la Compañía de Jesús en 1773, constituyó un poderoso incentivo para que los cistercienses dirigieran escuelas abandonadas por los jesuitas. Gotteszell, en Baviera, que, antes de esa época, mantenía un modesto establecimiento educativo, tomó a su cargo el gymnasium de Burghausen, que anteriormente perteneciera a los jesuitas. El mismo desafío indujo a muchas abadías en el Imperio de los Habsburgo a dedicarse a la educación, que se convirtió durante el siglo XIX en la ocupación dominante de la mayoría de sus miembros.

Las operaciones bancarias fueron un servicio social un tanto inesperado, prestado por muchas abadías cistercienses medievales. La forma más común era el depósito de dinero o la custodia de objetos valiosos confiados a los monjes por seglares. El Capítulo General no formuló objeciones, pero pronto sintió la necesidad de reglamentar el limite de las responsabilidades a asumir. Un estatuto de 1183 decretó que debía haber tres testigos cuando se aceptaran sumas mayores de 100 sueldos. Aunque se tomaran todas las precauciones para la seguridad del depósito, los monjes no se harían responsables en caso de pérdidas. De acuerdo con otro estatuto promulgado en 1195, debían ser expulsados los monjes o conversos que no administraran los fondos honradamente.

La frecuente reinversión como préstamos del dinero depositado fue signo de las condiciones económicas cambiantes. El Capítulo de 1209, empero, prohibió terminantemente estas prácticas, a menos que las permitiera el propio depositante.

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La historia llena de color de las abadías galesas pueden darnos algunos ejemplos concretos de ello. Dore y Margam operaban en gran escala. En 1187, un tal Guho de Hereford pidió prestada una gran suma para pagar su liberación del cautiverio. En éste, como en otros casos similares, los monjes exigieron garantías, tales como joyas, hasta que la suma fuera devuelta. Las dos abadías actuaron también como recaudadoras de impuestos en el siglo XIV, recibiendo y custodiando diezmos, ya sea en nombre del clero o de la tesorería real. Dore recaudó y retuvo entre 1328 y 1329, 700 £, gastadas finalmente en la manutención de la reina Isabel, madre de Eduardo III. En 1320, Margam pidió ser excusada de dichas responsabilidades, porque la abadía no tenía medios para guardar el dinero en forma segura.

Estos servicios tenían sus peligros e inconvenientes. En Inglaterra, durante el reinado de Eduardo II (1307-1327), los monjes de Stoneleigh aceptaron la custodia de grandes sumas de los Despenser, poderosa familia que gozaba del favor real. Un grupo de sus enemigos, dirigido por el Conde de Hereford, se enteró de las transacciones, irrumpió en la abadía y se llevó 1.000 £ en efectivo, a más de oro y plata por valor similar.

Poblet se encontró con frecuencia convertida en banquero real. La abadía comenzó a prestar sumas de dinero a los reyes de Aragón, hacia la década de 1170. Al comienzo, esos créditos sirvieron para financiar las guerras contra los moros, pero posteriormente, en el siglo XIII, Jaime I (1213-1276) recibió préstamos cuando estaba por atacar a Mallorca y Valencia. En 1258, la abadía otorgó 40.000 solidi de Barcelona a Pedro el Grande para organizar las defensas contra una esperada invasión francesa.

A partir de 1257, y casi durante un siglo, San Galgano proveía de conversos que actuaban como supervisores en la administración de la ciudad de Siena. Todavía se conservan los libros de cuentas de la ciudad, ricamente ilustrados, donde se ve con frecuencia la figura encogullada de los hermanos como elemento decorativo. Los abades cistercienses, como administradores de grandes extensiones de tierra en la época feudal, debieron actuar con frecuencia como jueces en casos que involucraran a sus servidores. Perteneció siempre al abad la jurisdicción criminal sobre monjes y hermanos legos, y el Capítulo General siempre defendió en forma enérgica este privilegio. Por otro lado, el mismo Capítulo se oponía firmemente a que las abadías tuvieran jurisdicción sobre seglares, aun cuando éstos fueran empleados de la misma. El Capítulo de 1206 declaraba terminantemente que «ningún abad podía ejercer la jurisdicción secular por medio de monjes o hermanos, porque tales incidentes traen aparejado gran escándalo para toda la Orden». Presumiblemente, el «abogado» secular o episcopal de la abadía dispensaba justicia criminal para los seglares ocupados por la misma.

Sin embargo, en aquellos lugares donde las granjas primitivas se habían transformado en aldeas habitadas por arrendatarios seglares, resultó problemática la renuncia completa de la jurisdicción abacial sobre los procesos. El Capítulo General de 1240 habló sólo sobre los casos en que correspondiera pena capital, cuando establecía que: «a ningún (abad) se le permite ejercer jurisdicción que involucre derramamiento de sangre realizado por los monjes o hermanos; debemos dirigirnos a la justicia secular para poder sortear la amenaza de ladrones y malhechores».

Por último, e inevitablemente, los abades se convirtieron en responsables del mantenimiento de cortes de justicia señoriales, aunque un baile o mayoral terminó por presidir casos concretos. La jurisdicción de algunas abadías importantes, tales como Pontigny, se extendía a los delitos capitales y, a partir del siglo XV, se condenaba a muerte con frecuencia. Tintern, en Gales, también ostentaba derechos para «ahorcar y condenar a muerte o mutilación».

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Alrededor del 1200, Walter Map, atacando a la abadía, repetía el chisme acerca de un hombre al que los monjes habían «ahorcado y enterrado en la arena», después de haberlo encontrado robando sus manzanas. Basingwert mostraba una picota, una carreta y otros instrumentos de castigo, aunque la pena que se infligía con mayor frecuencia era una multa.

En 1348, un privilegio confirmó el derecho de Mellifont (Irlanda) a ejercer toda la jurisdicción criminal, incluyendo la pena capital, dentro de sus extensos dominios. En el mismo país se consideraba al abad de Holy Cross, como el «conde» del condado de la Cruz. El rey Juan reconoció el alto rango del abad, quien a menudo era invitado a sentarse en el Parlamento. Dado que cada condado tenía dos tribunales, la «corte del rey» estaba a cargo del fuero criminal, mientras que la «corte del conde», en este caso el abad, tenía jurisdicción civil sobre todos los individuos dentro del condado de la Cruz. La jurisdicción civil del abad permaneció sin ser cuestionada hasta la Disolución, bajo Enrique VIII.

Hacia fines del siglo XIV, el abad de Salem, en Suabia, ejercía autoridad judicial sobre nueve aldeas de la vecindad. Originariamente, su jurisdicción alcanzaba sólo a los delitos menores, mientras que los «cuatro grandes casos» (asesinato, robo, incendio premeditado y hurto), pertenecían al tribunal de los condes de Heiligenberg. Al mismo tiempo, unas pocas abadías alemanas, tales como Waldsassen y Doberan, ejercían la «alta justicia» en toda su extensión, la pena capital inclusive. La autoridad de Salem no se limitaba a la justicia criminal. El abad también tenía autoridad para promulgar órdenes, reglamentos y prohibiciones para las aldeas bajo su jurisdicción, especialmente en materia de industria, comercio y la regulación de los mercados locales. El Emperador Federico III le permitió, en 1470, recaudar impuestos y tributos a sus súbditos, lo mismo que exigirles prestaciones de trabajo y el servicio militar. El papel gubernamental de Salem descansaba en gran parte en su condición de «abadía imperial» (Reichsabtei) otorgada por el Emperador Carlos IV en 1354. En virtud de este privilegio, la abadía quedó bajo la autoridad inmediata del emperador, y el abad de Salem gozaba de los mismos derechos que los príncipes del imperio. El proceso de independencia administrativa alcanzó su plenitud en 1637, cuando se transfirió a la abadía la jurisdicción sobre crímenes capitales.

Quizá sea innecesario aclarar que la relación entre las abadías cistercienses y la sociedad circundante no transcurrió sin tensión y hostilidad ocasionales. Aparte de la validez de los cargos específicos, el mismo rápido crecimiento de la Orden provocó fuertes críticas entre todos aquellos que se veían amenazados, o por lo menos desfavorablemente afectados, por el éxito de los monjes. Los cistercienses continuaron adquiriendo tierra durante el siglo XIII, pero a un ritmo menos intenso, y esto coincidió con un notable crecimiento de la población rural, que a su vez producía un aumento en la demanda de tierras. Las grandes abadías tenían firmemente en sus «manos muertas» gran parte de la escasa tierra. Como su valor iba en constante aumento, había de provocar inevitablemente la desaprobación de los contemporáneos. La imagen de vastas posesiones monásticas en medio de una extensión de tierra, que iba disminuyendo en forma gradual, fue la principal responsable de los distintos cargos formulados contra los cistercienses durante el siglo XIII.

La envidia de los Monjes Negros y de otras organizaciones religiosas antiguas levantaron la primera ola de protestas. A ella se unieron luego los obispos, que objetaban contra la exención cada vez más amplia y las inmunidades fiscales de la Orden. Por último, muchas abadías cistercienses se encontraron rodeadas de grandes estados laicos, cuyos poderosos dueños utilizaron todos los medios para contener la expansión de las mismas.

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Sumándose al primitivo antagonismo entre los Monjes Blancos y Cluny, alrededor de 1130, un canónigo de la catedral de Chartres, Payen Bolotin, dirigió un ataque demoledor contra todos los reformadores monásticos, pero en especial contra aquellos que «vestían el hábito blanco». Su obra era un poema satírico, en el que usaba de todas las libertades del género literario para proferir un aluvión de denuncias contra la avaricia, hipocresía, autoglorificación jactanciosa y vano deleite en las novedades por parte de los monjes. Según el encolerizado canónigo, todos esos vicios habían sembrado confusión en – la Iglesia, en tal grado, que uno se sentía forzado a mirar a los nuevos monjes como a falsos profetas apocalípticos.

La inmunidad respecto del pago de diezmos, unida a la efectiva adquisición de iglesias y los pedidos de exención, destruyeron pronto la primitiva relación amistosa entre las abadías cistercienses y los obispos vecinos. Las voces de crítica de la jerarquía encontraron eco vigoroso en Roma, y aun grandes amigos de la Orden, como Alejandro III, no dudaron en emplear un duro lenguaje para recordar al Capítulo General su misión de mantener la observancia de los primitivos ideales de Cister.

Una carta de Inocencio III al Capítulo General de 1214 contiene el catálogo más completo de los cargos en boga contra la Orden: debido a la falta de pago de diezmos, muchas iglesias parroquiales se habían arruinado; abadías ávidas de tierras habían hecho tan miserable la vida de sus vecinos, que éstos se vieron obligados a vender sus propiedades a los monjes; la Orden, a despecho de sus propias leyes, se ocupaba de comprar artículos de consumo para venderlos a mayor precio; ciertos monasterios, contra los ideales que profesaban, habían aceptado iglesias y desarrollaban actividad pastoral; y finalmente, las personas ricas podían comprar el derecho de ser enterradas en las iglesias cistercienses. Todas estas transgresiones, denunciaba el Papa, «estaban contra vuestros estatutos originales, que habéis relajado en éstos y en otros aspectos en tal grado, que a menos que se los restaure inmediatamente en . toda su integridad, se puede temer un desastre inminente para vuestra Orden».

El Capítulo General reaccionó a los cargos con una serie de reglamentaciones restrictivas, pero las críticas clericales no podían ser acalladas con una simple manifestación de buenas intenciones. Casi un siglo después (1284), el arzobispo John Pechan de Canterbury, un franciscano, adversario reconocido de los monjes, protestaba vivamente ante Eduardo I contra la transferencia de Aberconway a Maenan, argumentando que «el párroco ‘del lugar, lo mismo que muchas otras personas, experimentaban gran temor por la proximidad de los susodichos monjes. Porque, aunque ellos sean buenas personas, si Dios gusta, son los peores vecinos que puedan tener prelados y párrocos. Porque, donde apoyan el pie destruyen aldeas, quitan diezmos, y cercenan con sus privilegios todo el poder de los prelados».

La Orden sufrió una considerable pérdida de prestigio cuando estaba todavía en un proceso de vigorosa expansión, a causa de los cargos de los clérigos, inferiores en rango, pero más poderosos para influir en la opinión pública. Pertenecían a una nueva clase de propagandistas bien ilustrados y versátiles, que no vacilaban en sacar las mejores ventajas de sus habilidades literarias, nutridas en Horacio, Juvenal y Marcial, para atacar a sus enemigos, reales o imaginarios. Entre ellos, el mejor conocido fue Gerardo de Gales († 1223), un crítico acerbo de los monjes. Aunque fue huésped asiduo de los abades galeses, estaba convencido de haber sido menospreciado, y en desquite, recopiló anécdotas perjudiciales sobre ellos. Cinco de sus víctimas fueron cistercienses. Gerardo no estaba ciego a las virtudes de la Orden, pero repetía con vehemencia los cargos de avaricia, el habitual baldón usado por los rivales incapaces contra los monjes industriosos y frugales. Pensaba que los cistercienses franceses, en contraposición a sus cofrades ingleses, habían conservado mejor el espíritu inicial de la

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Orden. Los hábitos de estos últimos «se habían vuelto negros como hollín, con manchas que resistían a la habilidad del batanero, y a la fuerza de la lejía más poderosa».

Un contemporáneo y compatriota suyo, Walter Map († 1210) experimentaba un intenso desagrado por los cistercienses, en gran parte porque había sido perjudicado por los monjes de Flazley. También acusaba a la Orden de vergonzosa avaricia, pero sus cargos hicieron más daño porque pertenecía al círculo de allegados al séquito personal de Enrique III. Al siempre repetido pecado de avaricia, agregaba otros, tales como la crueldad con los habitantes de las aldeas destruidas por los monjes y la falsificación de títulos, por medio de los cuales los monjes violaban los límites de las propiedades legales de otras personas. No le causaron ninguna impresión el trabajo duro y la vida simple de los cistercienses, y sostenía que el habitante de las tierras altas de Gales llevaba una experiencia más austera y laboriosa.

Un tercer contemporáneo, Nigel Vireker († hacia 1207), monje de Christ Church, reproducía una versión más moderada de las críticas existentes en su satírico Espejo de Tontos (Speculum Stultorum). Estaba dispuesto a reconocer la laboriosidad y frugalidad de los Monjes Blancos, pero los fustigaba por su avaricia, por no tolerar vecinos, y no estar nunca satisfechos de su abundancia. Lo mismo que los otros críticos, hacía innumerables chanzas de pésimo gusto.

El equivalente francés de los satíricos ingleses, Guiot de Provins, se lamentaba, alrededor de 1205, de la expansión sin freno de las posesiones cistercienses, donde manadas de cerdos pastaban en cementerios profanados, y los vecinos enloquecían por el incesante tintinear de los cencerros. A sus ojos, los monjes aparecían como hipócritas vagabundos y falsos ermitaños.

Las críticas mordaces produjeron por sí mismas consecuencias tangibles, quedando la Orden profundamente preocupada. Hacia 1230, el abad Esteban Lexington recomendaba a sus monjes no hacer ostentación de riqueza, «porque en estos días, nuestra Orden tiene muchos detractores astutos». El Capítulo General de 1248 hizo sonar la misma alarma, «porque en estos días de creciente malicia, nuestra Orden está expuesta en muchas partes del mundo a vejámenes frecuentes, a causa de nuestros privilegios e inmunidades; es necesario, por consiguiente, que nuestros hermanos se apoyen a otros, de tal forma que (nuestra Orden) pueda sobrevivir, como una ciudadela fortificada».

La referencia a la Orden como una plaza fuerte no era, por desgracia, una figura literaria. Los años que siguieron al Concilio Lateranense IV (1215) fueron especialmente penosos para los cistercienses franceses. Las propiedades de las abadías eran constantemente hostilizadas por vecinos poderosos, tanto seglares como eclesiásticos. Los pleitos de jurisdicción degeneraban con frecuencia en incursiones armadas, especialmente en el noroeste del país. Entre otros monasterios que sufrieron conflictos similares, la abadía de Longpont fue atacada repetidas veces por hordas devastadoras contratadas por el obispo de Soissons, en la década de 1220. El propio Cister tuvo que soportar muchos apremios de sus celosos vecinos, y sus apuros financieros fueron en gran parte resultados de las vandálicas incursiones contra la propiedad monástica. El recurso habitual, recurrir a la protección papal, produjo una serie de amonestaciones, investigaciones y, en ocasiones, hasta excomuniones a los delincuentes, medidas que en su mayoría resultaron ineficaces.

Poblet, favorecido por los reyes de Aragón, había acumulado hacia el fin del siglo XII vastas posesiones, lo que despertó la envidia de sus vecinos, que rivalizaban por el botín que se

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lograba con la Reconquista. Se multiplicaron las disputas sobre límites. Aunque los monjes eran vindicados en los tribunales papales y reales, tales garantías quedaban sólo sobre el papel ante el número de enemigos siempre creciente. Para evitar los pleitos costosos e inútiles se llegó a una inteligencia mediante negociaciones privadas. Hacia mediados del siglo XIII las compras de títulos impugnados se hicieron frecuentes y así se logró la consolidación de las propiedades lejanas, comprando o permutando fincas.

Entretanto, no hay indicio de que las masas rurales se volvieran contra la Orden. Los disturbios populares afectaban a las abadías sólo en forma esporádica, principalmente con los brotes de la Peste Negra. En Inglaterra, tales ataques ocurrieron después de la promulgación del estatuto de los Trabajadores en 1351, que rechazaban las peticiones de salarios más elevados en beneficio de la muy disminuida gente del campo. La agitación entre los siervos de Waghen, aldea de la abadía de Meaux, reconoce el mismo trasfondo. Bajo el abad Roberto Bererley (1357-1367), los aldeanos trataron de lograr su completa libertad respecto de la abadía, sosteniendo que sus antepasados habían pertenecido a un feudo real. La abadía ganó el caso después de mucho litigar, pero evidentemente a expensas de la popularidad de los monjes. También es innegable que el papel de recaudador de impuestos, que algunos abades desempeñaron, no mejoró en absoluto su imagen pública.

La Reforma atacó por primera vez los ideales esenciales del monaquismo. Las cáusticas críticas de los reformadores dirigidos contra los monjes fueron acompañadas por una secularización total en todas las regiones donde prevaleció el nuevo credo. El final de las prolongadas guerras de Religión encontró a la Orden cisterciense seriamente diezmada, pero con una resistencia sorprendentemente vigorosa. El éxito de la recuperación debe atribuirse, en gran parte, a un nuevo resurgir de la aprobación popular, motivada por el reavivamiento de un ascetismo estricto, o por un mayor ministerio pastoral, que prevalecía especialmente en las tierras germanas.

La campaña antimonástica de los filósofos ilustrados que precedió a la revolución francesa no contó con amplio apoyo popular, pero revitalizó la siempre latente rivalidad entre clero secular y regular. La jerarquía francesa fue testigo indiferente del desmembramiento de antiguas instituciones monásticas, mientras que la ola de la secularización en marcha era manipulada a lo largo del continente por intereses económicos y políticos, que hacían caso omiso a la adhesión, todavía manifiesta, a muchas de las grandes y prósperas abadías.

Sin este sentimiento de cariño, profundamente arraigado y ampliamente compartido hacia los cistercienses, la reconstrucción de la Orden en el siglo XIX jamás podría haberse logrado. El número de miembros no alcanzó a sobrepasar las cifras anteriores a la Revolución, pero en todos los demás aspectos, la alta reputación de la Orden en ambas observancias, reflejaba el apoyo público, que con su espontaneidad sincera y desinteresada superaba en mucho el clima formalista del Antiguo Régimen. Las vocaciones eran absolutamente libres, pero poco abundantes, atraídas a la Orden sin otro aliciente que su devoción. Desapareció la pesada carga de administrar posesiones inmensas, y los monjes pudieron concentrar todas sus energías en lograr objetivos religiosos. No hay duda de que la disciplina monástica dentro de la renacida Estricta Observancia sobrepasó a la alcanzada por la Orden desde las primeras décadas del siglo XII. Los tenaces miembros de la Común Observancia, dedicados al servicio desinteresado de su medio ambiente seglar, lograron para sí un envidiable prestigio a causa de la excelencia de sus tareas educativas, la investigación y el ministerio pastoral, asimismo se ha experimentado un nuevo resurgir de la vida monástica sine addita.

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Mientras exista una saludable interacción entre cistercienses y sociedad, y la Orden pueda ser ejemplo de un ideal de perfección cristiana que despierte admiración, habrá siempre un nuevo capítulo que añadir en la historia de los Monjes Blancos

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