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Volumen 68 Número 734 eca Estudios Centroamericanos

Editorial

2014 en la mira: ¿elecciones de qué?1. Normalidad electoral y gestión gubernamental

El 2 de febrero de 2014, una parte del electorado salvadoreño elegirá una vez más al presidente y vicepresidente de la República. Será la quinta elección presidencial desde aquellas de 1994 que fueron llamadas “las elec-ciones del siglo”. La novedad, entonces, se centraba en dos hechos: eran las elecciones fundacionales del nuevo régimen político salvadoreño y en ellas participaba, por primera vez, el FMLN que de frente guerrillero se había transformado, por obra y gracia de los Acuerdos de Paz de 1992, en partido político. Desde entonces, una cierta normalidad electoral se estableció en el país en donde sobresalían dos contendientes: Arena y el FMLN. Desde aquellos comicios, se han realizado cuatro elecciones presidenciales y siete elecciones de diputados y concejos municipales.

Las elecciones de febrero del próximo año forman parte de un nuevo ciclo electoral de quince años, definido por la ocurrencia simultánea de la competencia por todos los cargos de elección popular. Este ciclo comenzó en 2009 y terminará en 2024. La oferta partidista del ciclo anterior (1994-2009) estuvo dominada por Arena y el FMLN, lo cual daba la impresión de la existencia de un bipartidismo. Sin embargo, análisis más rigurosos distinguen una tendencia al bipartidismo en la competencia presidencial, mientras que observan una tendencia multipartidista en la competencia por los escaños legislativos. En la contienda por los gobiernos locales, coexistie-ron tres tendencias: bipartidista en unos municipios, multipartidista en otros, y de partido predominante en otros. Dos elecciones han tenido lugar ya en el nuevo ciclo iniciado en 2009 y parece estarse registrando cambios en las tendencias mencionadas, aunque todavía es temprano para darlas por consolidadas. La tendencia bipartidista, al menos como oferta, aparece en cuestión por la presencia de tres candidaturas fuertes para 2014. La tenden-cia multipartidista de las elecciones legislativas se mantuvo en 2012, aunque con modificación en la identidad del tercer partido: GANA sustituyó al PCN.

Por otra parte, las elecciones presidenciales de 2014 serán las segundas de un pequeño ciclo de tres elecciones que comenzó en 2012 y terminará en 2015. El presidente que resulte electo el próximo año tendrá que vérselas con tres legislaturas: la actual, que termina en 2015; la que se elegirá en ese año y terminará en 2018; y, finalmente, la nueva legislatura para el periodo 2018-2021. Esta situación no la enfrentaron ni el expresidente Saca ni el presidente Funes. Ambos llevaron adelante su gestión gubernamental frente a dos legislaturas cada uno (2003-2006 y 2006-2009, el primero; 2009-2012 y 2012-2015, el segundo). Como en el caso del primero, el nuevo presi-dente tendrá, dentro de su gestión, un periodo de tres años sin elecciones

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(de 2015 a 2018). Así que, por una parte y por puro calendario electoral, los apoyos legislativos para el nuevo presidente estarían sujetos a mayor variación. Y, por otra parte, el nuevo presidente contará con un periodo im-portante sin elecciones, donde se podría esperar que deba tomar decisiones estratégicas para toda su gestión, decisiones que tienen que ver, especial-mente, con las finanzas públicas y con la política monetaria.

2. Los contendientes: candidatos y partidos

Si los acontecimientos siguen el curso que hasta ahora han tenido, a juz-gar por las diversas encuestas de opinión que se han dado a conocer, tres serán las principales candidaturas para la presidencia: Norman Quijano, por Arena; Salvador Sánchez Cerén, por el FMLN; y Antonio Elías Saca, por Unidad. Si bien es cierto que los organismos de gestión electoral deben pro-curar, entre otras cosas, que ocurra una competencia en igualdad de condi-ciones para poder hablar de elecciones democráticas, las fórmulas anteriores en sí mismas no gozan de las mismas condiciones.

Arena no ha logrado superar la crisis interna provocada por su derrota electoral en 2009. Aunque su punto culminante fue la escisión del grupo de diputados que daría origen posteriormente a GANA, antes de 2012, la disidencia dentro del partido siguió y tuvo como nuevo punto de referencia emblemático la renuncia de Walter Araujo, magistrado del Tribunal Supre-mo Electoral propuesto por Arena en 2009. Estas divisiones han tenido su impacto en la fortaleza o debilidad del candidato Quijano. En un esfuerzo por apuntalar una candidatura así debilitada, la dirigencia arenera propuso como candidato a la vicepresidencia a René Portillo Cuadra, un académico de fuera de las filas del partido. Pero, al buscar nuevos electores fuera del partido, dentro del mismo siguieron las críticas y se selló la imposibilidad para que una mujer “de sangre arenera” fuera la compañera de fórmula de Quijano. Quienes se mantienen dentro de las filas del partido, a pesar de sus desavenencias, quizá lo hacen porque no tienen otra alternativa para intentar evitar un triunfo efemelenista. Evitar lo que para ellos sería un mal mayor, les lleva a tolerar el mal menor: la candidatura de Quijano. Es claro que esta dinámica interna no es la mejor condición para competir contra el FMLN y superar, a la vez, el desafío que Unidad significa para Arena: una candidatura alternativa en el espectro de la derecha.

Por el lado de la candidatura del partido de gobierno FMLN, las cosas parecieran estar en las mejores condiciones para la competencia. No hay expresión significativa de desacuerdos. Al contrario, la combinación Sánchez Cerén-Óscar Ortiz parece cubrir el espectro de electores tanto dentro como fuera del partido. Se trata de una fórmula unificadora que goza, además, de la ventaja que le da el control del Ejecutivo para la promoción de los su-puestos éxitos del Gobierno como éxitos del partido. Sin embargo, hay una cosa que llama la atención. Los candidatos no provienen de las filas del gru-po que controla el partido. La línea divisoria Partido Comunista-Fuerzas Po-pulares de Liberación está extrañamente presente en la fórmula, pues ambos candidatos provienen de la segunda organización. La designación de Óscar

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Ortiz como candidato a la vicepresidencia busca apuntalar la candidatura de Sánchez Cerén, como en el caso del partido Arena. En otras palabras, las candidaturas para vicepresidente parecen más fuertes que las candidaturas para presidente. Pero lo más extraño en la fórmula efemelenista es que Ortiz cuestionó la designación de Sánchez Cerén por parte de la cúpula. Aquel incluso llegó a pedir primarias para la selección de candidatos y quienes controlan el partido llegaron a manifestar opiniones adversas a Ortiz. Algo cambió, algo se negoció. Ortiz aporta un caudal de votos en el departamen-to de La Libertad importante para intentar ganar las elecciones. ¿Qué reci-bió a cambio Ortiz? De cara a la contienda electoral, lo importante es que el partido encontró una fórmula unificadora. No obstante, no hay que pasar por alto que esta fórmula facilitaría mantener el control del partido a los co-munistas dentro del FMLN en caso de una derrota. Bien puede decirse que el grupo que controla el partido no depende del control del Ejecutivo. Sus resortes políticos parecen estar más bien en el ámbito del Legislativo.

La tercera candidatura es la que presenta una situación extraña, pues se trata de un candidato que aparece fuerte, pero cuya maquinaria electoral es débil. Saca se ha convertido en una amenaza para las aspiraciones de Quijano, pero su movimiento Unidad no parece tener la fuerza de Arena. Al menos. es lo que se puede colegir a partir de los resultados electorales de 2012, donde Arena resultó el partido más votado y el caudal electoral de GANA más PCN y PES/PDC se quedó corto. La candidatura de Saca parece más mediática que partidista. Sin embargo, se trata de una candidatura que tiene el potencial de forzar una segunda vuelta para ganar las elecciones. Es muy probable que esta sea la apuesta de Saca para sacar ventaja, ya sea colándose en la segunda vuelta esperando aglutinar a todo el voto antiefe-melenista, o ya sea negociando apoyos electorales a cambio de cuotas de poder en caso de que Arena compita en la segunda vuelta. Cualquiera de estos dos resultados supondría una victoria para Saca, no solo en términos económicos, pues contará con una tajada de la deuda política (si bien —sea dicho de paso— no está claro cómo será el reparto entre GANA, PCN y PES/PDC, puesto que compiten con una sola bandera). También habrá posi-cionado de mejor manera una marca política para las elecciones legislativas de 2015, con lo cual tendría influencia sobre el Gobierno resultante en 2014 a partir del tamaño del grupo parlamentario. Unidad o GANA podrían cogo-bernar sin necesidad de estar en el Ejecutivo, tal como lo ha hecho durante la Administración Funes. Quizá este sea el escenario más probable, salvo la ocurrencia de un hecho político que coloque a Saca directamente en el con-trol del Ejecutivo.

3. ¿Desestructuración o reconfiguración del sistema de partidos?

Vistas estas candidaturas en perspectiva temporal, parecen ser sintomáti-cas de un cambio en el sistema de partidos salvadoreños. ¿En qué sentido? Se dice que las elecciones presidenciales tienen un componente personalista mayor que el de las elecciones legislativas. La razón de ello estriba en la concentración de la mirada de los electores en una sola persona: el candi-dato. Sin embargo, una serie de hechos vienen ocurriendo desde 2009, de

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tal manera que el elemento de personalización de la elección presidencial en 2014 aparece amplificado.

En primer lugar, el candidato presidencial del FMLN para 2009 no venía de las filas del partido. Se trataba claramente de un outsider, como lo fue el candidato de Arena en 2004. Como era de esperar, el Presidente Funes, una vez que tomó posesión, tomó distancia del partido. De allí, la frecuencia de desencuentros y las descalificaciones públicas a funcionarios del partido den-tro de su Gobierno. El FMLN tuvo que “tragar amargo” porque su dirigencia entendió pronto que debía apoyar a Funes pese a todo, pues estaba en jue-go su suerte electoral en 2012 y en 2014. Un posible fracaso de Funes arras-traría al partido hacia la derrota. De hecho, en buena medida, el descenso de los votos efemelenistas en 2012 expresa el desencanto con la gestión gubernamental de Funes y la percepción de que este no había cumplido con sus promesas de cambio.

En segundo lugar, la personalización del gobierno efemelenista se tradujo, en la Administración Funes, en una modificación frecuente en sus cargos de dirección. No fueron pocos los ministros, viceministros y secretarios que renunciaron o fueron desvinculados del Gobierno. Esto ocurrió más en la parte del Gobierno que no estaba bajo control del partido FMLN, sino en la de sus aliados: los amigos de Mauricio y el partido CD. La campaña per-manente en los medios de comunicación social, especialmente la televisión, también fue un ámbito donde se registró claramente la personalización. A menos de un año para que finalice su gestión, todavía se ven spots haciendo referencia a la Administración Funes como distinta a una Administración del partido FMLN.

En tercer lugar, la personalización avanzó hacia la competencia legislativa impulsada por la sentencia de la Sala de lo Constitucional, que declaró in-constitucional la lista cerrada y bloqueada. Luego de casi dos años de estira y encoge, la Asamblea Legislativa emitió un decreto temporal que contem-plaba el voto por rostro además del voto por bandera en los comicios legis-lativos de 2012. Esta modificación fue bien vista por organizaciones sociales, líderes de opinión y sectores de la ciudadanía. Se consideraba un avance en la democratización de la competencia electoral. Sin embargo, aunque no se dijera nada al respecto en los análisis, aquella modificación introducía justa-mente la personalización de las elecciones legislativas al dar la oportunidad al electorado para que marcara sus preferencias por personas a la vez que por partidos. Esto fue una novedad en el sistema electoral establecido desde 1993. Más recientemente, la emisión de un nuevo código electoral contem-pló la introducción definitiva del voto por rostro, aunque sin eliminar el voto por bandera. Esto hace esperar que la personalización de las elecciones le-gislativas se consolide en 2015. En esta medida, se puede esperar un cierto debilitamiento de los partidos en el control sobre quienes formarán parte de los grupos parlamentarios. Los partidos propondrán candidatos, pero la ciu-dadanía podrá tener la última palabra sobre quiénes resultarán electos.

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En cuarto lugar, llegados a la campaña electoral 2014, la personalización adquiere un rostro claro que no tiene que ver con la campaña en sí. Saca representa esta personalización, ahora no como un outsider, sino como un candidato fuerte sin maquinaria electoral fuerte. Es casi un candidato sin partido. Algo así como un gigante con pies de barro. Si Saca se convirtiera en presidente, también tendríamos un presidente sin partido y es probable que con problemas para integrar un gabinete partidista. En tales condicio-nes, habría que esperar una mayor rotación en los cargos de gobierno que la registrada en la Administración Funes. Pero además, sería un presidente con apoyos legislativos minoritarios, obligado a negociar tanto con el FMLN como con Arena al menos durante su primer año de gestión. Tendría que esperar las elecciones de 2015 para mejorar su fuerza legislativa.

Quizá las elecciones de 2014 no den para tanto y Saca no sea presidente. Pero el escenario planteado hace visible la tendencia a la personalización de la política salvadoreña. Un mayor protagonismo de los líderes políticos a costa de los partidos; un mayor peso de las posiciones mantenidas por aquellos sobre determinados asuntos de interés público a costa de los posi-cionamientos ideológicos de los partidos. Si la ideología opera como agluti-nante y factor identitario para los partidos, la disminución de su importancia debe tener algunas implicaciones para la competencia partidaria. Y, por esta vía, debe tener consecuencias para el sistema de partidos. Por eso es que se plantea la ocurrencia de una desestructuración del sistema que lleve a una mayor fluidez (menos estabilidad) de las alianzas legislativas, o bien, a una reconfiguración de la oferta partidista (y, por tanto, de la competencia) ma-nifestada en una mayor fragmentación o variabilidad entre los partidos que en la contienda.

4. ¿Un fraude electoral o una oportunidad para despartidizar al Tribunal Supremo Electoral?

Como ocurría durante el ciclo electoral 1994-2009, la sombra del fraude electoral se cierne sobre las elecciones de 2014. Esta vez es Arena quien lo advierte. Antes era el FMLN. Las advertencias actuales tienen asidero en un hecho político nuevo: el principal partido de oposición no tiene repre-sentante propietario al interior de la máxima autoridad en materia electoral. Esto se ha producido como consecuencia del conflicto entre el magistrado Walter Araujo y su otrora partido Arena. Sin embargo, esto no quiere decir que Arena esté en desventaja en quienes llevan a cabo la gestión electoral de manera directa: las Juntas Receptoras de Votos, las Juntas Electorales municipales y departamentales. Arena tiene derecho a integrarlas según el artículo 99 del Código Electoral. También tiene derecho a la vigilancia (artí-culo 121) y a acreditar representantes y vigilantes ante las Juntas Electorales departamentales y municipales, y ante las Juntas Receptoras de Votos res-pectivamente (artículo 123). Bajo este diseño de gestión electoral, basado en el principio de la desconfianza recíproca, Arena tiene garantizada su pre-sencia allí donde se deciden las elecciones. Entonces, no ha sido responsable que Arena haya intentado deslegitimar el proceso electoral con anticipación. Haberlo hecho solo puede justificarse porque no se ha asimilado la regla

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democrática de que, para ganar elecciones, se necesitan votos y que estos se obtienen por méritos propios.

Ahora bien, que Arena haya intentado “matar su chucho a tiempo” —y lo haya hecho ligándolo a la renuncia de Araujo al partido— plantea una oportunidad de oro: que Arena dé sus votos para una modificación constitu-cional de la integración del TSE y para la separación de sus funciones admi-nistrativas y jurisdiccionales. Arena debería iniciar la reforma constitucional y “arrastrar” a los otros partidos para la aprobación del acuerdo de reforma en esta legislatura. La nueva Asamblea Legislativa que salga de las eleccio-nes de 2015 podría ratificar el acuerdo, y un nuevo TSE tendría existencia a partir de las elecciones de 2019. No hacerlo es retrasar todavía más esta necesaria reforma. En estas condiciones, es difícil que el FMLN apoye una reforma en tal sentido. ¿Qué incentivos tendría para hacerlo? Sin embargo, justamente por estar en una posición privilegiada controlando la presidencia del organismo electoral, si tomara en cuenta que en algún momento puede perder esa posición, también podría impulsar una nueva forma de integrar el TSE para que, cuando sea partido de oposición, no esté en una situación de desventaja frente al partido de gobierno. En el largo plazo, al FMLN le pue-de resultar beneficiosa la reforma del TSE.

Tal vez sea mucho esperar una “ciudadanización” del TSE, especialmente si las funciones jurisdiccionales y administrativas siguen dependiendo de él. Habría que avanzar también en la separación de dichas funciones y, por tanto, en la creación de un nuevo organismo de gestión electoral dejando la función jurisdiccional a un nuevo TSE. El norte de la reforma, además de mejorar la calidad de la gestión electoral, es que los partidos no sean juez y parte a la vez como ocurre en la actualidad. En parte, la campaña adelantada es posible porque es tolerada por el TSE. Y es tolerada porque dicha campaña es de interés de los partidos representados en el Tribunal. Un nuevo TSE, si no despartidizado, al menos con una correlación a favor de los intereses no partidarios, la campaña adelantada, así como violaciones a otras disposiciones electorales podrían verse inhibidas. Y si todavía los partidos desconfían entre ellos, el nuevo organismo de gestión electoral podría integrarse de manera mixta con miembros partidarios y miembros no partidistas.

5. Promesas de campaña y debate electoral

El análisis de las campañas suele tomar en cuenta tres elementos que deben mostrarse coherentes: la imagen del candidato, la imagen del partido y el mensaje. Sobre los dos primeros, ya algo se dijo en los párrafos ante-riores. Toca aquí decir algunas palabras sobre el mensaje, es decir, sobre las promesas de campaña y las propuestas programáticas.

El ejercicio del Gobierno ha hecho que el FMLN no se diferencie de Arena. Esto es diáfano para cualquier analista. Con la alternancia en el control del Ejecutivo, se operó nada más un cambio de posiciones o en el ejercicio de funciones. El que antes era principal partido de oposición ahora experimentó ser partido de gobierno. Y quien antes era partido de gobierno

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ahora tuvo que ejercitarse como partido de oposición. Pero las prácticas para ejercitar el gobierno y la oposición no cambiaron. Esta continuidad se observa incluso en la continuidad del enfoque de las principales políticas públicas. Por más que el Gobierno diga lo contrario. En la medida en que parte de los discursos de campaña se refiere a la continuidad de varios de los programas gubernamentales, las diferencias entre los contendientes se difuminan. No es raro en este contexto que se enfaticen las diferencias entre los candidatos más que entre los partidos.

Por otra parte, la necesidad de llevar a cabo un debate entre los candi-datos presidenciales ha ganado terreno en la conciencia ciudadana. Algunos atisbos ya tuvieron lugar en programas de televisión dedicados a las eleccio-nes. Otros eventos promovidos por organizaciones o instituciones sociales han tenido lugar en hoteles. Todavía no ha sido posible juntar a los prin-cipales candidatos en un solo evento, pero tampoco se puede desechar su posibilidad. Incluso el TSE y algunas universidades han manifestado la con-veniencia de su realización. Mientras tanto, como alternativa, frecuentemente son entrevistados voceros de los partidos e, incluso, a los mismos candidatos en torno a sus propuestas. Los principales temas suelen ser, como era de esperar, seguridad y economía. Y la principal crítica que se hace a las res-puestas y mensajes respectivos radica en la superficialidad de las mismas, o bien, en su carácter abstracto y general. A los candidatos se les está pidiendo mayor concreción, incluso en términos financieros.

La situación crítica de las finanzas públicas también ha entrado a ser parte del debate electoral, todavía no entre los candidatos, pero sí entre ciu-dadanía y candidatos. En tal sentido, las promesas de continuidad, profun-dización o expansión de los programas sociales no parece creíble sin tomar medidas drásticas en materia fiscal. A la mayor relevancia de este tema con-tribuye la carga que supone para el Gobierno entrante la deuda pública y la financiación de las pensiones. Es claro que medidas fiscales como aumentar el IVA no serán tomadas en plena campaña electoral presidencial. Y es probable que tampoco lo sean al calor de la campaña electoral para 2015. Abordar la sostenibilidad de la dolarización también parece llevar el mismo camino. Al respecto, resulta curioso que hasta el FMLN, que otrora fuera un opositor, se ha convertido ahora en un defensor de la dolarización. Otra ra-zón para sostener que el FMLN con el ejercicio del gobierno se parece cada vez más a Arena.

¿Qué está en juego entonces con las elecciones de 2014? Las elecciones de 2009 se realizaron en el marco de grandes expectativas de cambio y de superofertas electorales. La gestión del Gobierno de Funes y el FMLN se en-cargó de mostrar la falsedad de las promesas de cambio; más bien, acentuó la continuidad en las principales políticas en materia de seguridad y econo-mía. ¿Qué base hay entonces para pensar que “esta vez sí” se cumplirán las promesas de campaña? El FMLN podría argumentar que “ahora será dife-rente” porque su candidato es de “sangre pura” y líder histórico del partido. Pero resulta que si Sánchez Cerén se convirtiera en presidente en 2014, su primer año de gobierno será más de continuidad. Sin otra correlación de

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fuerzas al interior de la Asamblea Legislativa, tendrá que contar con el veto de los otros partidos, al menos hasta 2015. Y no hay base racional para pensar que las cosas cambien en la nueva legislatura.

De cara a los grandes problemas en materia de seguridad, economía y política fiscal, el nuevo presidente estará obligado a tomar medidas impopu-lares si quiere evitar una mayor profundización de las respectivas crisis. En estas condiciones, pareciera que lo que está en juego en 2014 es quién será el responsable del manejo de la crisis. Una perspectiva tal debería llevar a los candidatos y partidos a un mayor realismo y honestidad en su comunica-ción hacia los electores. Un colapso en las finanzas públicas puede detonar una crisis económica traducida en mayor desempleo y alza del costo de la vida. Por este efecto, una profundización de la crisis de seguridad también podría ocurrir durante el siguiente gobierno. El escenario dibujado no es nada halagüeño y los candidatos y partidos no parecen caer en la cuenta de ello. En estas condiciones, la ciudadanía no debería quedarse nada más manifestando su inconformidad, insatisfacción o rechazo a la campaña elec-toral. Las partes más sensibles de la sociedad deberían trabajar, desde ya, en la creación o fortalecimiento de redes sociales que sirvan de colchón, de apoyo para los sectores más vulnerables, por si el nuevo Gobierno, indepen-dientemente de quienes lo conformen, nos conduce a la mayor crisis econó-mica, social y política de la historia salvadoreña del nuevo siglo.

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Balance actual de la filosofía de la liberación

*Héctor Samour

1. La filosofía de la liberación como un fenómeno complejo y plural

El movimiento de la filosofía de la libe-ración emergió en América Latina en una coyuntura histórica mundial, a finales de la década de los sesenta, marcada por una situación de crisis filosófica, cultural, política y económica (mayo francés, Tlatelolco en México, conferencia episcopal en Medellín, surgimiento de movimientos guerrilleros después de la revolución cubana y de diversos movimientos de liberación de carácter antico-lonialista en países del llamado Tercer Mundo, especialmente en África y Asia).

En el ámbito sociocultural, el contexto estaba marcado por una serie de matrices culturales entre las que destacaban la teoría de la dependencia1, la teología de la liberación2, la pedagogía de Freire, la nueva literatura lati-noamericana encabezada por Julio Cortázar, Alejo Carpentier, Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa, y el muralismo mexicano de Rivera, Orozco y Siqueiros3. A esto hay que agregar, en el ámbito filosófico, la polémica entre Leopoldo Zea y Agustín Salazar Bondy en torno a la autenticidad y originalidad de una filosofía latinoamericana4.

* Doctor en Filosofía Iberoamericana. Actual viceministro de Educación en El Salvador.1. La teoría de la dependencia, con todas las críticas que se le puedan hacer hoy, transformó las bases de

muchas de las interpretaciones dominantes sobre el desarrollo, especialmente, las que consideraban el desarrollo como un camino lineal, de seguimiento imitativo del trayecto recorrido por los países ricos occi-dentales, sin tomar en cuenta el carácter estructural y complejo de la pobreza y del subdesarrollo.

y excluidos, a partir de la praxis de las comunidades eclesiales de base, de las comunidades cristianas pobres conscientes de su opresión, y en diálogo con el marxismo.

, 65, 2006, p.199.La

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De acuerdo a Enrique Dussel, la filosofía de la liberación representó el surgimiento en la periferia de un pensamiento crítico que inició un proceso de descolonización epistemoló-gica del pensamiento de la filosofía misma, criticando la pretensión de universalidad del pensamiento moderno europeo y norteameri-cano situado en el centro del sistema-mundo5. Se trató de una toma de conciencia de la realidad del mundo periférico y dependiente en el que las ciencias, en general, y las ciencias sociales y la filosofía, en particular, tenían en lo fundamental un carácter colonial, de imitación y repetición del marco categorial y metodoló-gico de la ciencia europea6.

Sin embargo, en el momento de su naci-miento, ni sus creadores ni sus críticos tuvieron conciencia de este significado mundial, que cobra más sentido que nunca en estas primeras décadas del siglo XXI, “en el que por primera vez en la historia de la filosofía las diversas tradiciones, gracias al enorme desarrollo de los medios de comunicación, pueden abrirse a un diálogo auténtico y simé-trico que nos capacite para entender muchos aspectos desconocidos para nosotros, aspectos que pueden estar mejor desarrollados en unas tradiciones que en otras, superando así el eurocentrismo de la modernidad que prevalece en la actualidad, y que impide la creatividad

y a menudo oscurece los grandes descubri-mientos logrados por las otras tradiciones”7.

En realidad, nunca hubo una unidad metodológica, epistemológica y política en la filosofía de la liberación8. Lo que en un principio parecía un movimiento homogéneo y compacto fue dando lugar a una amplia heterogeneidad de puntos de vista que se mantiene hasta el presente. Si bien se atribuye el inicio de esta línea filosófica a un grupo de filósofos jóvenes argentinos que se reunieron en el II Congreso Nacional de Filosofía, en Córdoba (Argentina, 1971), así como en varios encuentros académicos de filosofía en la Facultad de Filosofía de Universidad del Salvador, en San Miguel, entre 1969 y 19739, en realidad, hay autores que sitúan los orígenes en tres núcleos diferentes: el mexi-cano (L. Zea), el peruano (A. Salazar Bondy) y el argentino10. La obra del filósofo mexicano, desde un contexto histórico diferente, confluye, en parte, con la de los filósofos argentinos, aunque desde premisas distintas11. En todos ellos, con sus peculiaridades y diferencias, la filosofía es entendida como un instrumento de liberación que debe contribuir a crear la conciencia de la situación histórica de América Latina y a orientar lo que debe hacerse en el plano teórico y práctico para alcanzar la libe-ración definitiva.

5. Enrique Dussel, “A New Age in the History of Philosophy: The World Dialogue Between Philosophical Tradi-

agosto de 2008.

(1300-2000),7. E. Dussel, 8. Cf. H. Cerutti, 9. Cf, C. Beorlegui, , Universidad de Deusto, Bilbao, 2004,

p. 668.

la Riega, A. Roig y J.C. Scannone. En 1973 publicaron el libro conjunto -

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2. Las diversas filosofías de la liberación

A pesar de expresar el intento de construir una filosofía con pretensiones liberadoras, son muy marcadas las diferencias entre los distintos autores a la hora de entender el sujeto de la liberación, el método de construirla, el objeto final de la liberación y la fundamentación teórica de cada propuesta filosófica. Por ello, es mejor hablar de diversas filosofías de la liberación que de filosofía de la liberación, como si fuera un movimiento compacto y homogéneo.

Horacio Cerutti ha destacado cuatro corrientes, que denomina ontologista, analéc-tica, historicista y crítica o problematizadora12. En la corriente ontologista se inscribirían R. Kusch, C. Cullen y Mario Casalla, entre otros. La corriente analéctica estaría represen-tada principalmente por J. C. Scannone, E. Dussel, O. Ardiles y H. Ortega. A la corriente historicista pertenecerían L. Zea, A. Roig y Arturo Ardao, que son intelectuales de una generación anterior. El cuarto grupo estaría compuesto por H. Cerutti, Severino Croatto,

Manuel I. Santos y Gustavo Ortiz, entre otros. Para Scannone13, en la interpretación y clasifi-cación de Cerutti, se juega la comprensión del “pueblo” pobre, entendido sobre todo desde las culturas y sabidurías populares14, desde la exterioridad al sistema15 o desde la opresión de clase, entendida en mayor o menor medida según la concepción marxista16. Raúl Fornet-Betancourt, a diferencia de Cerutti, pone el principio de diferenciación entre las distintas corrientes de la filosofía de la liberación en la mediación analítica preferentemente empleada para la reflexión filosófica desde y sobre la praxis liberadora. Así, este autor distingue entre dos principales enfoques: el ético-cultural (de Kusch, Cullen, Scannone, entre otros) y el que, sin ser marxista, estaría orientado por el marxismo (por ejemplo, Dussel)17.

A estos autores y corrientes hay que incluir las aportaciones de Ignacio Ellacuría18 y de Franz Hinkelammert19, que, a pesar de no haber participado en los momentos iniciales del movimiento, generaron propuestas teóricas de suma relevancia y actualidad, y han propi-ciado escuelas de pensamiento que se mani-fiestan en el presente.

12. Cf. H. Cerutti, -

, 15, 1989, pp. 65-83, Cerutti utilizó una -

-, vol. II, Ediciones Universidad Católica Silva Henríquez, 2005, p. 437.

14. C. Cullen, , Editorial Casta--

15. E. Dussel16. H. Cerutti, 17. R. Fornet-Betancourt, 18. I. Ellacuría, , UCA editores, San Salvador, 1990; H. Samour,

están:

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2.1. La filosofía ontologista (Rodolfo Kusch)

Los filósofos de la corriente ontologista defienden que el sujeto del filosofar liberador era el pueblo, entendiendo como tal al pueblo indígena, bajo el supuesto de que en la cultura de los pueblos originarios se encuentra la esencia auténtica de lo americano20. Desde esta perspectiva, contraponen la cosmovisión indígena y su modo de enfrentarse a la realidad (estar), y la cosmovisión europea racionalista, tecnocientífica y dominadora (ser).

Para Rodolfo Kusch, el indígena es capaz de reconocer en la dimensión del estar la emocionalidad, la presencia de lo absoluto, de las fuerzas sagradas con cuya relación se impregna toda su propia vida. Este reco-nocimiento le lleva a la práctica del ritual, mediante el cual se hace posible no solo el establecimiento de la relación con lo sagrado, sino, además, fundar sobre ella la continuidad de la vida de la comunidad21.

El estar implica así una visión dinámica de la realidad. Coloca en el primer plano un mundo configurado primariamente por circunstancias y sucesos, no por cosas. Ello lleva a la necesidad de asegurar la vigencia de un mundo en que la vida sea posible. Se trata, entonces, de ubicarse en el aquí y el ahora de un modo que asegure la supervi-vencia y la continuidad de la vida en medio de situaciones que amenazan a la vida en cada momento. Esto lleva a enfrentar el desgarra-miento en que siempre se halla el ser humano. No es posible el estar, sino como “estar con”. El estar es así radicalmente opuesto al indivi-dualismo del ser.

Desde que el pensamiento occidental enfrentó al ser humano con la naturaleza, transformada en colección de objetos, la tota-lidad se desgarró. El sujeto quedó despojado del reconocimiento de su dimensión más profunda, dejó de “estar no más” para crecer, para ser, y pasó a intentar ser alguien para separarse de los demás y tratar de imponerse a los otros22.

En este contexto, la misión de la filosofía debe plantearse como una indagación del sujeto fusionado con su mundo y detectar los núcleos de mayor densidad y consistencia, que establecen la coherencia del sentido del mundo en que habita. No se trata de una filosofía entendida como un análisis de lo ya acontecido al modo hegeliano, sino como una mirada hacia el futuro, y, en ese sentido, será una filosofía de la liberación que asuma modos de pensar lo americano desde la profundidad ética de sus culturas originarias23.

En definitiva, para Kusch, una filosofía con pretensiones liberadoras debe asumir esta dimensión profunda del estar de la culturas originarias para no caer en un pensar artificial e imitativo. Mientras la filosofía se base en la afirmación del ser y la exclusión de la contra-dicción, no podrá construir un pensamiento realmente liberador.

2.2. La filosofía historicista (Leopoldo Zea)

Los autores de la línea historicista buscan recuperar la herencia histórica de la filosofía latinoamericana como condición para realizar una efectiva función liberadora. Aquí solo me referiré a algunas tesis centrales del pensa-miento de Leopoldo Zea.

, Hachette, Buenos Aires, 1975;

119-158.

p. 141., p. 94.

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Volumen 68 Número 734 eca Estudios Centroamericanos

Para este pensador mexicano, es necesaria una filosofía de la liberación hoy, pero, según él, esto ha acontecido siempre en la historia de la filosofía latinoamericana, pues lo mejor de nuestra filosofía desde las guerras de emancipación fueron filosofías que pensaron procesos de liberación (momento asuntivo de las filosofías latinoamericanas del pasado en el presente). En este sentido, una filosofía de la liberación no es en realidad una novedad. Además, no se puede esperar a que la cultura latinoamericana se libere para después pensar filosóficamente la liberación (crítica a la postura de Salazar Bondy). Una filosofía de la liberación en la actualidad, según Zea, debe colaborar en la toma de conciencia de la necesidad de la liberación “del hombre”, del “hombre sin más”, universal. “Salazar Bondy, Dussel y Fanon y quienes como ellos pugnan por una filosofía de la liberación, hablan del hombre nuevo y de la nueva filosofía de este hombre… Pero ¿hablamos los no europeos del mismo hombre nuevo? Pienso que unos y otros hablamos, pura y simplemente del hombre… Y en este sentido toda la filosofía… ha sido una filosofía de la liberación”24.

En esta crítica, Zea hace generalizaciones criticables: en primer lugar, las liberaciones del pasado son iguales a la liberación del presente; en segundo lugar, los proyectos de liberación en cualquier época y lugar son igualmente idénticos: la liberación del ser humano gené-rico. Zea no analiza las causas concretas y diferenciales históricas de la particularidad de cada proceso de liberación que se ha dado o se puede dar en la historia y, por lo tanto, pasa por alto la forma concreta en que debe transformarse y articularse la filosofía con el proyecto de liberación que exige el estado actual de la región y del mundo. En ambos casos, L. Zea pasa sin mediaciones del caso

concreto a la universalidad, sin reparar en la especificidad de cada momento del proceso histórico, en las diferencias de forma y conte-nido de cada negatividad histórica25.

Por otro lado, Zea no se cuestiona los instrumentos metodológicos y categoriales de la nueva filosofía. Para Zea, la filosofía europea es la filosofía universal. Ciertamente los grandes filósofos europeos representaron momentos liberadores en diversas épocas de la historia europea, pero la función liberadora de su filosofía es cuestionable si se la quiere aplicar mecánicamente a otro contexto histó-rico o a otra época. La filosofía cartesiana representó un momento liberador respecto a lo que fue la cultura feudal, pero es el funda-mento ontológico de la dominación moderna y colonial, de la que debemos descolonizarnos. “Se piensa que con los instrumentos de la Ilustración podríamos realizar la tarea desco-lonizadora, no advirtiendo la necesidad de deconstruir radicalmente la filosofía moderna europeo-norteamericana hasta el presente, y construyendo, cuando la temática lo exija, y porque es distinta, un nuevo marco metódico y categorial adecuado para pensar la praxis de liberación descolonizadora ante el capitalismo tardío del centro”26.

Para otros filósofos del movimiento, a dife-rencia de Zea, la filosofía de la liberación no es un momento más de la tradición de la filosofía occidental ni de la filosofía latinoamericana. Dussel y Scannone hablan de ‘ruptura’, una ruptura que se produce en la historia “cuando se acaba una civilización, en nuestro caso, la así llamada occidental y cristiana; reconocer la ruptura no excluye la reinterpretación, el retomar esa tradición cultural desde un nuevo comienzo”27.

, pp. 32-47.., p. 408.

26. .27. J.C. Scannone, en A. Salazar Bondy, . , Fondo Editorial de la

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312 Balance actual de la filosofía de la liberación

L. Zea experimentó una evolución en su pensamiento, enfocándose en el análisis de la situación histórica latinoamericana y de la manera cómo esta situación puede transformar la historia de las ideas y desembocar en una filosofía de la liberación propia para la época actual28.

Después de la caída del muro Berlin, Zea reaccionó contra la interpretación que Francis Fukuyama hizo de la tesis hegeliana del “fin de la historia”. Según ella, después del derrumbe del estalinismo, la evolución ideológica de la humanidad ha llegado a su final y el “futuro” solo puede fundarse en la aplicación de la democracia liberal occidental. Para Zea, cuya filosofía está influenciada por la filosofía hegeliana y el circunstancialismo de Ortega y Gasset y José Gaos, la tesis de Fukuyama es la expresión de un pensamiento profundamente antidialéctico. Según Zea, Fukuyama oculta que los desvaríos totalitarios del siglo XX (fascismo, estalinismo y despotismos regionales de los Estados postcoloniales) fueron reac-ciones a las contradicciones del mismo capi-talismo cuyo triunfo luego se quiere celebrar29.

Sin embargo, Zea defendió el tratado de libre comercio (TLC) de México con Estados Unidos y Canadá, a partir de su concepción filosófica según la cual, contra las deforma-ciones eurocentristas, se puede reclamar el ideal moral de la modernidad a favor de una igualdad universal. En contraste con los críticos radicales del modelo neoliberal del desarrollo, Zea ve el futuro de Latinoamérica en una activa participación en la modernidad capitalista en condiciones de igualdad. En este proceso, las tradiciones culturales no deben ser ignoradas en el curso de la moder-nización de las sociedades periféricas, a pesar de que ellas provengan, como en el caso de

Latinoamérica, de la experiencia de siglos de dominación colonial. Una negación antidia-léctica y, por tanto, ahistórica del pasado –un signo de la primera Ilustración– fue para Zea la causa principal del fracaso de los proyectos modernizantes de orientación positivista en el siglo XIX, en base a los cuales los Estados lati-noamericanos buscaron extirpar las tradiciones indígenas y la herencia colonial española mediante un cambio radical del sistema educa-tivo y una activa política de inmigración30.

Según Zea, el TLC abre para México y, por extensión, para otros países latinoamericanos, una posibilidad especial para una integración honrosa en la sociedad mundial. Claro que Zea es consciente de que el TLC no surgió de un llamamiento moral hacia la igualdad universal, sino por los intereses económicos de los EE. UU, que necesitan nuevos mercados. Sin embargo, para Zea, el significado histórico del TLC va mucho más allá de los intereses de los conglomerados norteamericanos. El TLC puede llegar a ser precisamente el comienzo de una multifacética cooperación entre las dos “Américas”, con lo cual parece que se cumple otra de las esperanzas de la filosofía de la historia de Zea, aquella de la reconci-liación entre el espíritu católico-románico de Latinoamérica y la cultura protestante anglo-sajona de Norteamérica.

A la luz de este análisis impregnado por una perspectiva histórico-filosófica, Zea inter-pretó el levantamiento zapatista de 1994 como una simple provocación y una recaída en el romanticismo de formas de vida premodernas. En este planteamiento y en sus valoraciones acríticas sobre el Partido Revolucionario Institucional (PRI) de México, se percibe de manera completamente clara el flanco débil de Zea, concretamente su concepto de mesti-

en http://lit.polylog.org/1/esh-es.htm

313Balance actual de la filosofía de la liberación

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zaje, según el cual la cultura de los pueblos indígenas está (dialécticamente) “superada” (aufgehoben) en el nacionalismo mexicano31.

2.3. La filosofía analéctica (J.C. Scannone y Enrique Dussel)

Los filósofos de la corriente analéctica, especialmente Enrique Dussel32 y Juan Carlos Scannone33, apoyados sobre todo en la corriente filosófica judía (H. Cohen, Rozenweig, M. Buber, y en especial, E. Levinas) y en la hermenéutica filosófica (Heidegger, Gadamer y Ricoeur), descubrieron nuevas categorías y métodos muy diferentes del habitual en las escuelas filosóficas latinoa-mericanas. De esta forma, pudieron recuperar los símbolos del imaginario popular latinoa-mericano. También desarrollaron categorías, como las de totalidad y alteridad, que les permitieron un uso histórico y crítico de la tradición filosófica occidental: crítica a la racio-nalidad occidental, centrada en un yo pienso solipsista, racionalista y dominador, no respe-tuoso de la alteridad del otro, sean individuos, colectivos sociales o culturas; propuesta de una metafísica de la alteridad y una analéctica de la liberación que, analizando la realidad desde el lugar privilegiado de la alteridad del pobre y de las víctimas del sistema, les ilumine y acom-pañe en el proceso sociopolítico de liberación.

De esta forma, realizaron una ruptura epistemológica antieurocéntrica, antipatriarcal, anticapitalista y anticolonialista, pero no mera-mente negativa porque también desarrollaban un discurso positivo de transformación al analizar el proceso de liberación en diversos niveles: económico, político, cultural, pedagó-gico, género, familia, etc.34.

2.3.1. Juan Carlos Scannone

Según Scannone, desde sus primeros planteamientos, su filosofar intentó superar tanto la mera relación sujeto-objeto como la pura dialéctica opresión-liberación. Y lo hizo a partir de la exterioridad, alteridad y tras-cendencia ético-históricas del otro, del pobre, inspirándose en Lévinas, pero releyéndolo desde América Latina, en cuanto pensó el pobre no solo en forma personal y ética, sino también social, histórica, estructural, conflictiva y política35.

En el desarrollo del pensamiento de Scannone, se pueden distinguir dos momentos principales: la fundamentación ontológica del proceso de liberación, como aporte a la filosofía de la liberación, y el desarrollo de una línea histórico-cultural. El primero comienza desde el posicionamiento crítico del autor ante la realidad latinoamericana y los proyectos históricos que en ella se han instaurado. Al tomar distancia de ellos y anali-zarlos desde la experiencia personal y social en el proceso histórico (es lo que Paul Ricoeur ha denominado “vía larga”), busca analizar filosóficamente el modo de liberar al pueblo. Scannone plantea así un círculo hermenéu-tico cuya primera fase implica una lectura y discernimiento filosóficos de la realidad social usando la mediación de las ciencias humanas y sociales; y la segunda, una relectura de todos los grandes temas de la filosofía a partir del nuevo horizonte abierto por la opción prefe-rencial por los pobres. En ella, por tanto, se dan las mediaciones analítica (aportada por las ciencias humanas y sociales), hermenéutica (estrictamente filosófica) y práctica, con el fin

32. E. Dussel, , Sígueme, Salamanca, 1974; -

1975. 27,

28, 1972.., p. 412.

., pp. 436-437.

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314 Balance actual de la filosofía de la liberación

de delinear estrategias liberadoras que sean históricamente eficaces.36

En la segunda fase de su pensamiento, Scannone parte del imaginario popular y refor-mula el lugar hermenéutico desde el cual se puede plantear la pregunta filosófica. Scannone nos habla ahora de la sabiduría popular, hermenéutica que parte de la experiencia histórico-cultural del pueblo, que se constituye en un paso más allá de la mera negación de la negatividad que pesa sobre la víctima. Scannone afirma que el pueblo, antes de ser negado, se inscribe ya en una positividad: la sabiduría popular, que es el poder sapiencial del pueblo (sujeto comunitario de historia común) que se expresa en discursos simbólicos enunciados en los campos religioso, político y poético37. La elaboración y reelaboración de las categorías han de usarse para interpretar la sabiduría popular latinoamericana.

En coincidencia con los análisis de Cullen y Kusch, pero enriqueciendo sus plantea-mientos, Scannone considera que la clave o categoría fundamental de la sabiduría popular es el estar, frente al ser de la cultura griega y el acontecer de la bíblica38. Se trata de un nosotros estamos como primera forma de la sabiduría de los pueblos, experiencia inme-diata que no puede ser totalmente mediada por la reflexión autoconsciente, y que por ello resulta irreductible. “En cuanto arraigado en la ‘América profunda’ se distingue del ‘ego cogito’ y del ‘estar en el mundo’ de la tradi-ción filosófica europea; es sujeto comunitario del estar, del ser y de la historia, del pensar

sapiencial y del lenguaje simbólico que lo articula, y, por lo tanto, del filosofar que de allí debe partir”39. El “nosotros estamos” se cons-tituye así en trama intersubjetiva que, dejando al yo individual y abstracto, se abre a la comunidad como nos-otros, lo que implica no solamente al diferente dentro de la identidad, sino al distinto, siguiendo a Levinas.

El filosofar así definido se caracteriza por la eticidad del saber que sabe esa experiencia, que sabe la verdad en una relación ética intrínseca al nosotros, aunque ese saber no se reduzca al ethos. “Se trata de una verdad que tiene que ver con la justicia, de modo seme-jante al planteo bíblico; de una eticidad que no se reduce a la moralidad, sino que posee una dimensión política y geocultural –noso-tros como pueblo, comunidad orgánica–, sin prescindir de su dimensión trascendente y universal”40.

En una etapa posterior, Scannone incor-pora a sus reflexiones elementos de la racio-nalidad comunicativa y de la ética del diálogo de Apel y Habermas41. Pero si Scannone se adhiere a estos filósofos alemanes en el paso del sujeto trascendental kantiano al nosotros de la racionalidad comunicativa, se distancia de ellos desde su propuesta del nosotros ético-histórico, ya que para él tanto Apel como Habermas no hacen hincapié suficientemente en la singularidad del otro levinasiano de cada interlocutor. El nosotros de la situación ideal de diálogo de la ética discursiva sería para Scannone un colectivo demasiado impersonal y homogeneizador42.

36. Cf. J.C. Scannone, , 2ª parte:

37. J. C. Scannone, , .

, , p. 214.

40. p. 214-215. 43, 1987, pp.

393-397.., p. 207.

315Balance actual de la filosofía de la liberación

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Sobre esta base, para Scannone la tarea que le compete a la filosofía de la liberación sería construir estrategias de construcción de lo humano que rompan la lógica asimétrica de la dominación de las sociedades capitalistas actuales, y que contribuyan al diseño y crea-ción de instituciones justas, basadas en prác-ticas interpersonales e interculturales apoyadas en relaciones de gratuidad, respetuosas de la alteridad.

2.3.2. Enrique Dussel

En relación con los aportes teóricos de Enrique Dussel, hay que destacar que ha sido uno de los pocos filósofos de la liberación que ha ido modificando sus planteamientos originales de cara al fenómeno de la globali-zación43, y es quien se ha dedicado con mayor decisión, en los últimos treinta años, a elaborar un sistema filosófico original44.

En su primera fase, Dussel parte de una hermenéutica y una fenomenología que deriva de Heidegger. Los seres humanos no somos expresión de un cogito o yo puro, sino que somos seres finitos arrojados en un mundo, condicionados y limitados por múltiples factores, y desde el cual existimos. Estamos inmersos en cosmovisiones que determinan nuestras experiencias y actitudes existen-ciales. Las ideas no son categorías absolutas y abstractas, sino coagulaciones de la expe-riencia existencial e histórica. La experiencia conlleva ciertas pre-concepciones y, por lo tanto, no podemos comprender el mundo sin disponer de algo previo a la experiencia sobre él. Las formas de existencia o las rela-ciones sociales a las que pertenecemos nos imponen esquemas conceptuales o modos de dar sentido al mundo, que determinan nuestro modo de ser con los demás y en la relación con el mundo. Los conceptos y nuestro punto de vista sobre el mundo son extensiones de

una red de relaciones existenciales. Esto se puede expresar diciendo que la mente y el mundo, las ideas y las cosas, la conciencia y lo otro no son ontológicamente diferentes, sino partes de un continuo.

Este continuo es siempre un círculo de sentido (circulo hermenéutico), que se plasma en la cultura de un pueblo. La cultura ha de ser tratada como un sedimento geológico, acumulaciones de capas de sentido. Con estas ideas, Dussel inició el descubrimiento y recu-peración de la simbología de la cultura latinoa-mericana que generaría en sus investigaciones las capas de sentido acumulado por los siglos de la experiencia existencial latinoamericana.

Pero la perspectiva hermenéutica de inspi-ración heideggeriana la cuestionará Dussel, ya que para él tal modelo interpretador solo es apto para la hermenéutica de una cultura, pero no tanto para el enfrentamiento asimé-trico entre varias culturas (una dominante y las otras dominadas, como lo es la cultura latinoamericana). Existencial, hermenéutica y culturalmente, Latinoamérica ocupa un lugar en la historia del mundo que no puede asimi-larse a los modelos europeos de desarrollo ni siquiera de explicación.

Por influencia de Levinas, Dussel crítica ahora a toda la filosofía occidental, repre-sentada ejemplarmente por Hegel, Husserl y Heidegger, en cuanto dicha filosofía postula una totalidad basada en lo idéntico, en la permanencia del ser; una totalidad sistemática que lo integra todo sin diferencias. Es una filosofía de carácter dogmático, no respetuosa de la alteridad, de lo Otro, sean individuos, pueblos o culturas. El sistema niega la alte-ridad y la filosofía se convierte en una filosofía de lo mismo, donde el “otro” es lo “analógico”, expresión o manifestación de lo Mismo. El paradigma de este pensar occidental es la

43. Cf. E. Dussel, Desclée, Bilbao, 2001.

44. Cf. D. Sánchez Rubio, , Desclée, Bilbao, 1999, p. 117.

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316 Balance actual de la filosofía de la liberación

dialéctica hegeliana, en la cual todo ya está dado y donde todo es expresión de un Ser o Espíritu Absoluto45.

Frente a la “dialéctica” de la Totalidad, que constituye un movimiento cerrado a la novedad, Dussel construye un nuevo método; el ana-léctico o ana-dialéctico, como camino o método de realización de una filosofía de la liberación. El método ana-dialéctico significa más allá de la totalidad y de cualquier sistema. El otro es el diferente a mí. Lo universal lleva a un pluralismo que no es solucionable en una unidad superior, como lo propone la dialéctica. El “otro” es exterior al sistema. Es una crítica a la ontología occidental, a una filosofía que está siempre viciada, en la que siempre triunfa el universal en detrimento del particular, de la individualidad y del “otro”. Es una ontología bipolar en la que el otro queda integrado en la totalidad como momento de ella, producto de la diferenciación interna de la misma tota-lidad. Esto implica que la diferencia dentro de la unidad es fruto del conflicto, y lleva a la muerte del otro, a la integración de la parte en el todo, de lo diferente en la unidad. La totalidad ontológica expresa y justifica así una exclusión de una alteridad, del otro: en la polis griega, de las mujeres, los esclavos y los bárbaros; en la cristiandad medieval, de las mujeres, los ateos y los herejes; en la época moderna, con el surgimiento del capitalismo liberal, los pueblos conquistados y colonizados, y todas las víctimas que se han producido en su desarrollo hasta el presente.

Por lo tanto, lo que hay que hacer es vincularse al otro (tradición semita), donde la relación con el otro es la relación constitutiva (religación con el otro, que es lo diferente y lo diverso). Se establece así una filosofía de

la diferencia, una filosofía interpersonal. El planteamiento de Dussel es una crítica a todas las filosofías logocéntricas (que arrancan desde Parménides). Se basa en algo que está más allá del discurso y la representación, y esto lo encuentra Dussel en la vida. La vida no excluye lo corporal, y esto supone partir de lo concreto. El método de la ana-dialéctica pone en primer plano la facticidad, las experiencias empíricas de contenido, la experiencia de la vida concreta.

En una comunidad de vida concreta, el otro es sujeto asimétrico, expoliado, victimi-zado. Dussel no asume un punto de partida neutral como lo hace la hermenéutica gadameriana. Lo más universal es el sujeto oprimido, el sujeto marginado. Debemos pensar, oír, ver, sentir y saborear el mundo desde el punto de vista del otro, y sobre todo del otro oprimido y excluido. Este es el momento analéctico. Y una filosofía que trate de pensar una alternativa a la exclusión, la opresión y la guerra, desde la perspectiva de la alteridad del otro, es una filosofía de la liberación y no solo una hermenéutica o fenomenología radical. La filosofía al servicio de la liberación y producida desde y para la experiencia de la liberación46.

De aquí surgen las bases para una ética de lo material. Hay que reproducir la vida humana y todo aquello que libere al oprimido y al marginado. Se trata de elaborar una ética que vaya en la línea de generar proyectos que originen vida. Aquí hay un replanteamiento del trabajo de Marx por parte de Dussel. Se trata de un Marx reinterpretado en el que el trabajo aparece como el trabajo vivo del sujeto, que es un sujeto oprimido47.

45. Cf. E. Dussel, , 46. Cf. E. Dussel, , 47. Cf. E. Dussel,

-

317Balance actual de la filosofía de la liberación

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Según Dussel, el conocimiento filosófico y metodológico central en el trabajo de Marx es que la fuente de valor, la que es apropiada como valor excedente y que concede a las mercancías su capacidad para generar valor que se acumula en el capital, es trabajo vivo. El sistema capitalista no produce valor. El valor es extraído y apropiado de la corpora-lidad viva del trabajador. Las mercancías, los productos de consumo y de intercambio, son una coagulación, una cristalización del trabajo vivo. Este reconocimiento de la vida del otro, como trabajo vivo del trabajador, es lo que hace que el Método de Marx no sea hege-liano sino schellingiano, y podría añadirse, levinasiano.

Para Dussel, el Marx realmente humanista es aquel que hallamos en El capital, donde nos encontramos no una ciencia económica, sino con una crítica de la economía política, que produce un sistema para la expropiación de la vida del trabajador. El capital es menos un tratado científico y más uno ético. En este sentido, El capital es una prima philosophia que describe una ética. En resumen, Dussel descubre a una Marx ético que ha sido trai-cionado y eclipsado por décadas de ontologi-zación y hegelianización de su opción funda-mental por la creatividad de la corporalidad viva del trabajador.

Así, las totalidades metafísicamente criti-cadas de la primera fase de su pensamiento se convierten ahora en los sistemas de explota-ción desenmascarados en clave marxiana. La historia, según Dussel, no es solo la sucesión de totalidades ontológicas, que encubren y justifican la exclusión del otro, sino también una sucesión de sistemas de explotación, expropiación y extracción de valor del trabajo vivo de los trabajadores.

Esta explotación y expropiación se ha localizado en niveles regionales, nacionales y continentales. Y este es el modo en que la totalidad y trascendentalidad (la alteridad del otro) se han traducido en Dussel en las catego-

rías de centro y periferia. Dussel se reinscribe en los conceptos desarrollados mediante la teoría de la dependencia. En la década de los setenta y comienzos de los ochenta, la cuestión central de Dussel fue el desarrollo del subdesarrollo a un nivel global. Durante este período, el análisis que hace Dussel de la realidad sociopolítica es más económico, en el sentido de que dichos análisis están plagados de minuciosos estudios sobre el flujo del capital (valor acumulado) de un continente a otro (de AL a Europa, y de AL a Estados Unidos). La categoría de “dependencia” expresa las relaciones sociales de dominación de unas naciones sobre otras, y se basa en la transferencia de plusvalor entre capitales industriales ya constituidos, aunque tengan diferentes niveles de composición orgánica y salarios. Dicha dependencia o transferencia de plusvalor se realiza por múltiples meca-nismos, entre los cuales están el intercambio desigual y la fijación de precios de las materias primas, según las conveniencias del capital global, precios altos de los bienes importados por los países periféricos, pago de la deuda externa, y la transferencia de plusvalor por las multinacionales.

La crítica de Dussel de la economía política imperial del sistema mundial converge con las críticas desarrolladas por I. Wallerstein y Samir Amin. Según Dussel, cualquiera que quisiera hablar de pobreza y miseria, conflictos, guerras y hambre, debe hablar de capitalismo e impe-rialismo global y de acumulación mundial de riqueza para una minoría y expropiación empobrecedora de una mayoría.

Dussel pasa, así, de una crítica a la filosofía occidental como ontología a una crítica de las teorías políticas y económicas que legitiman y contribuyen a la preservación y extensión del sistema de inequidad masiva y global. Las necesidades materiales básicas son negadas por la facticidad de la sociedad y de las rela-ciones sociales, lo cual hace necesario trans-formar la realidad material. Se trata de partir del sufrimiento de las víctimas excluidas.

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318 Balance actual de la filosofía de la liberación

De aquí surge un renovado proyecto de ética y política de liberación, que marca una nueva fase en la evolución de la filosofía de la liberación de Dussel. Se trata de construir un discurso de liberación y de propiciar una praxis de liberación de las víctimas de cual-quier sistema.

En esta fase del pensamiento de Dussel, asistimos a una transformación de la ética del discurso (Apel, Habermas) a una ética material48; de una ética formal (basada en la acción comunicativa y en la comunidad ideal de comunicación) a una ética de la libera-ción (basada en la reproducción de la vida humana). De la pragmática a la económica. Hay que superar una filosofía de la conciencia, convertir una filosofía pragmática en una filo-sofía de la ética material.

Esto es lo que se plasma en Ética de la liberación, en la época de la globalización y de la exclusión (1998). Se trata de una ética construida desde el punto de vista de las víctimas, desde los perdedores de la historia y de todos los oprimidos y excluidos de las decisiones que marcan el rumbo de los acon-tecimientos, y en especial de los oprimidos y excluidos del sistema hegemónico neoliberal, el sistema-mundo (Wallerstein), que domina este momento histórico en que nos encon-tramos y pretende extenderse y globalizar toda la superficie de nuestro planeta.

La cuestión que según el autor tenemos que plantearnos es cómo construir una ética universal desde la situación del sistema-mundo actual, que pretende imponer a todo el planeta la uniformización de parámetros culturales y éticos. Ante este reto, Dussel intenta desen-mascarar las pretensiones de la cultura norat-lántica, base del neoliberalismo imperante, que pretende presentarse ante la opinión pública universal como la única poseedora de los parámetros desde los que definir el bien y el mal, lo recto y lo humano, el modelo único para la realización individual y colectiva.

Para criticar esta pretensión de la cultura occidental, Dussel se ha esforzado siempre por recuperar los períodos históricos de culturas diferentes a la europea y occidental, y situar la historia de Europa dentro de un contexto más omniabarcante y universal. Y dentro de tal contexto, se advierten dos realidades, que Dussel quiere resaltar: la primera se refiere a la apreciación de que la filosofía y la cultura griega, en general, que desde la óptica de los europeos suele ser el inicio de su historia cultural y se interpreta como un fenómeno que surge casi de cero, ex novo, no es tan creativa y fontanal, sino fruto de aportaciones medulares de las culturas limítrofes, como la egipcia, y las múltiples del Oriente próximo. Y, en segundo lugar, destacar que la llamada cultura occidental o modernidad, convertida en la hegemónica en la actualidad, surge más bien a partir del s. XVI, con la conquista de América, y no tanto con la Ilustración francesa y alemana, siendo hasta ese momento una cultura periférica del imperio y entorno cultural musulmán.

Para Dussel el sistema-mundo cultural europeo-occidental es uno más de los que se han producido en la historia, y tiene que demostrar racionalmente, y no solo a través de su dominio fáctico, mediante imposiciones económico-políticas y militares, sus preten-siones hegemónicas y universalistas.

Dussel intenta, por lo tanto, construir su ética de la liberación buscando liberarse del eurocentrismo para que se convierta en una ética realmente mundial, desde la afirmación de su alteridad excluida, para analizar ahora deconstructivamente su “ser-periférico”. La filosofía hegemónica ha sido fruto del pensa-miento del mundo como dominación. No ha intentado ser la expresión de una experiencia mundial, y mucho menos de los excluidos del “sistema-mundo”, sino exclusivamente regional, pero con pretensión de universalidad (es decir, negando la particularidad de otras tradiciones culturales).

48. Cf. E. Dussel,

319Balance actual de la filosofía de la liberación

Volumen 68 Número 734 eca Estudios Centroamericanos

La tarea frente a esta mistificación está en liberar a la filosofía occidental, que se presenta como la única filosofía existente, de sus preten-siones hegemónicas y construir una nueva filosofía y ética, liberadora y de la liberación, que oriente su reflexión precisamente desde la perspectiva de los excluidos y de las víctimas del sistema dominante.

Con estos supuestos, Dussel configura una arquitectónica de seis principios, articulados en dos grupos, y que van a configurar las dos partes de su libro. La primera parte está encaminada a presentar los tres principios que configuran los fundamentos de la ética. Son los principios que Dussel denomina material, formal y de factibilidad. La segunda parte de la obra, encaminada a un apuntalamiento y complementación de los principios de la primera parte, comprende la visión crítica de la ética, a través de tres principios que comple-mentan los tres formulados en la primera parte, y que denomina Dussel el principio crítico, el de validez anti-hegemónica y el de praxis de liberación.

De los seis, el que fundamenta la arquitec-tónica es el primero, el que tiene que ver con la vida humana y su reproducción. La vida humana es el contenido de la ética, y la afir-mación de esta ética de contenido material se hace desde la perspectiva del proyecto de ética de Dussel que afirma la dignidad negada de la vida de la víctima, del oprimido o excluido.

La afirmación de la vida humana como contenido de la ética no se hace porque se desee fundamentar una ética material darwi-nista o naturalista, o de tipo similar, sino porque la afirmación de la vida se hace como punto de partida crítico frente a todos los sistemas en los que se niega la corporalidad y dignidad del otro. Toda la crítica emerge del reconocimiento del sufrimiento ajeno, y este

sufrimiento es siempre primariamente material y corporal.

Para Dussel la política no es extraña a la ética. La política se convierte en el horizonte para la realización de lo ético49. Dussel ha afirmado que la ética de la liberación tiene como complemento lógico y conceptual una política de liberación. En Política de la libe-ración50, se subsumen los principios éticos en el campo político propiamente dicho. En la “arquitectónica” (vol. 2), se describen los tres niveles de lo político (los actos estratégicos, las instituciones y los principios normativos políticos. En la “crítica” (vol.3), se elaboran temas como la acción antihegemónica o libe-radora, la transformación de las instituciones (de la transformación parcial a la revolución), y los principios normativos críticos de la liberación política.

2.4. El proyecto de filosofía de la liberación de Ignacio Ellacuría

Definir lo propio y original del pensa-miento filosófico de Ignacio Ellacuría, más allá de lo que pueda haber de la filosofía de Xavier Zubiri, no es una tarea fácil porque, a diferencia de su producción teológica o de su producción en el campo del análisis sociopolítico, la mayor parte de su producción estrictamente filosófica permaneció inédita durante mucho tiempo, lo que dificultaba enormemente cualquier intento de sistematizar y caracterizar con propiedad su filosofía.

Esto provocaba la impresión de que no había realmente un corpus filosófico cohe-rente y original, sino más bien una serie de trabajos eventuales, más o menos originales y sugerentes, pero dedicados fundamentalmente a divulgar la filosofía zubiriana. Incluso se generaba la apariencia de que Ellacuría era más teólogo que filósofo. Se hacía también

49. Cf. E. Dussel, , Descleé de Brouwer, 2001;

50. E. Dussel,

Volumen 68 Número 734 ecaEstudios Centroamericanos

320 Balance actual de la filosofía de la liberación

difícil ver la conexión y la unidad teórica entre sus últimos artículos, en los que expresaba su intención de constituir una filosofía de la liberación de cara a la realidad latinoameri-cana, y sus escritos más zubirianos de los años anteriores. Parecía, entonces, que su proyecto filosófico de liberación era una ocurrencia afortunada de Ellacuría, muy influenciada por la teología de la liberación, pero sin ninguna vinculación teórica relevante con la filosofía de Zubiri.

Todo esto empezó a modificarse con la publicación póstuma de su Filosofía de la realidad histórica en 1990. Este trabajo, que Ellacuría había redactado como borrador en 1976 nos revela la coherencia y sistemati-cidad de su esfuerzo filosófico, que comenzó a gestarse desde 1965, cuando terminó y defendió su tesis doctoral en la Universidad Complutense de Madrid (La principialidad de la esencia en Xavier Zubiri). Dicha tesis repre-senta el punto de partida del esfuerzo filosófico maduro de Ellacuría y cuya expresión máxima lo constituye la ya mencionada Filosofía de la realidad histórica51.

En esta obra, Ellacuría asume y utiliza posi-tivamente las tesis epistemológicas, antropoló-gicas y metafísicas de la filosofía zubiriana en orden a fundamentar el concepto filosófico de praxis histórica, pero a la vez con el objetivo político de pensar e iluminar una adecuada praxis histórica de liberación en el contexto latinoamericano frente a otras formas de praxis política, que se desarrollaban en el Continente, en aquella época, y que a los ojos de Ellacuría resultaban parciales e insuficientes por cuanto dejaban de lado aspectos esenciales de la realidad histórica que, como tal, es una unidad estructural, dinámica y abierta, según lo postula la metafísica intramundana de Zubiri.

Toda la realidad forma una sola unidad, y la envolvente principal de esa realidad es la historia. Esta, al ser el ámbito donde se

da más plenamente la realidad, se convierte en el único acceso concreto a lo último de la realidad y, por tanto, en el objeto de la filo-sofía. Esta tesis es la clave para entender todo el planteamiento ellacuriano y el tránsito que realiza desde la filosofía de la realidad zubi-riana a una filosofía de la realidad histórica con intención liberadora.

Se pueden distinguir cuatro etapas en la evolución del pensamiento filosófico de Ellacuría.

Una primera etapa de 1954 a 1962, carac-terizada principalmente por su esfuerzo de construir una filosofía más allá de los moldes escolásticos en los que se había formado. Ellacuría busca construir una filosofía menos intelectualista, menos abstracta y con un profundo sentido ético; una filosofía que exprese el compromiso vital y existencial del filósofo con la búsqueda de la verdad y con su realización en la vida histórica de los seres humanos. El modelo de filósofo escolástico le parece demasiado especulativo y dogmático, incapaz de dar cuenta de la realidad concreta y existencial de la realidad humana y de los problemas que le obstaculizan su potencia-ción. Por otro lado, si bien ve con simpatía las modernas corrientes existencialistas y vitalistas, por cuanto intentan expresar vitalmente la problemática existencial del hombre contem-poráneo, les recela su poco y cuestionable basamento metafísico y en algunos casos, como el de Sartre y de Heidegger, su ateísmo.

En esta línea, Ellacuría pretende construir una filosofía a la altura de los tiempos, a partir de la síntesis de lo antiguo y lo moderno; una nueva filosofía que afronte con autenticidad los temas capitales y dolorosos del ser humano actual, aprovechándose de las expresiones y aportes del pensamiento filosófico contem-poráneo, pero que, a su vez, sea una filosofía “sin tiempo” que, a fuerza de ahondamiento profundo en la realidad, esté alimentada con

51. I. Ellacuría, ,

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lo permanente y universal de los mejores filó-sofos clásicos. Este intento se concretará en el esfuerzo por sintetizar el pensamiento esco-lástico y el raciovitalismo de Ortega y Gasset.

En esta época, Ellacuría está influenciado por la neoescolástica, sobre todo en lo que tiene de deseo de síntesis y de enriqueci-miento con lo más valioso de la filosofía contemporánea. Por esta vía, Ellacuría estudia el neokantismo y autores como Jaspers, Heidegger, Sartre, Bergson y Blondel, de quienes hace abundantes referencias en sus escritos filosóficos juveniles52. En este contexto, especial mención merece el neotomismo alemán, el círculo de filósofos cristianos más o menos influidos por Heidegger; entre ellos J.B. Lotz, K. Rahner, M. Müller, G. Siewerth, B. Welte y H. Krings. Rahner, en particular, quien fue uno de los profesores de Ellacuría durante sus estudios de teología en Innsbruck de 1958 a 1962, influirá enormemente en su pensamiento, especialmente en relación con el tema de la apertura y la historicidad esencial del ser humano53.

La importancia de esta etapa radica en que en ella se encuentran las raíces de la filosofía madura de Ellacuría, así como los temas e intereses filosóficos que estarán a la base de su búsqueda filosófica posterior y que le llevarán a asumir la filosofía de Zubiri como base de su reflexión filosófica. Entre ellos se encuentran: la necesidad de una fundamentación filosófica de la apertura humana a la transcendencia, la visión del ser humano como naturaleza e historia, la búsqueda de una visión unitaria y abierta de la totalidad de la realidad y la orientación hacia la historicidad como lugar de revelación y plenificación de la realidad. Por otra parte, ya desde aquí Ellacuría desa-rrolla una serie de ideas y tesis que casi no

experimentarán variación en su evolución filosófica. La filosofía como forma de vida, la filosofía como saber sistemático, radical y último, el carácter liberador de la filosofía y la importancia metafísica de la historicidad son todos logros de esta etapa que permanecerán como una constante en el desarrollo de su pensamiento.

Una segunda etapa de 1963 a 1971, caracterizada por su profundización en la filosofía de Zubiri y por sus investigaciones en el campo de la historia de la filosofía. En la filosofía de Zubiri, descubre las potencialidades para construir una metafísica de la realidad, superadora del idealismo de la filosofía moderna y del realismo de la filosofía clásica, como fundamento para formular un “realismo materialista abierto o transcendente”, término que alude al intrínseco carácter material pero a la vez abierto de la totalidad de la realidad cósmica cuya máxima realización y manifesta-ción se concreta en la realidad humana en su proceso social e histórico54. La vida humana, en su biografía y en su historia, es así la realidad en su última concreción y totalidad dinámicamente considerada55.

Ellacuría es consciente, desde el principio, de que esta consideración de la realidad no recae en el naturalismo porque no intenta explicar la realidad desde la naturaleza, sino fundamentar metafísicamente la realidad humana como forma suprema de realidad intramundana; una realidad que es intrín-secamente dinámica y que responde a un orden transcendental físicamente abierto. No se trata, por tanto, de una filosofía de la naturaleza ampliada a la materia histórica, pero dependiente de las ciencias naturales, como ocurre en el materialismo dialéctico de Engels, sino de una conceptuación de la

52. Cf. I. Ellacuría, , UCA Editores, San Salvador, 1996.53. Cf. J. Sols Lucia, 54. Cf. Las conclusiones de su tesis doctoral , pp. 1032-1083.

, Sociedad de Estudios y Publica-

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unidad dinámica de la realidad material que la entiende desde su última aparición en su forma histórica. Ellacuría crítica principalmente al materialismo dialéctico y no al materialismo histórico, en el cual, a su juicio, lo real como historicidad cobra un rango metafísico de primer orden, muy superior a lo que puede dar de sí aquel, atrapado todavía en el hori-zonte de la naturaleza56. Pero tampoco es una nueva forma de hegelianismo, aunque sea Hegel quien está más cerca de esta concep-ción dinámica y transcendental de la realidad en la que desaparecen zonas de realidad para convertirse el todo dinámico en el objeto de la metafísica. Y es que no se trata de un monismo idealista ni de un macrosujeto que deviene, sino de un carácter físico de realidad, que se va realizando en las distintas realidades estructuradas del universo57.

Una tercera etapa de 1972 a 1981, en la que se produce una radicalización del plan-teamiento anterior que se concreta en su propuesta de una filosofía política cuyo objeto y punto de partida sería la historia por cuanto esta es la reveladora de la realidad total58. Ellacuría reflexiona sobre la politicidad de la filosofía con el objetivo de hacerla más efectiva en el cambio sociohistórico de América Latina. La correcta politización de la filosofía consis-tiría en que esta contribuyera desde su propia especificidad a la transformación del mundo en la que está situada históricamente, con el fin posibilitar una liberación paulatina de la naturaleza y una mayor vida personal.

La filosofía sería producto de un logos histórico –un logos de la historia– que busca saber crítica y radicalmente sobre su objeto

(logos contemplativo) con el fin de iluminar y dirigir su transformación hacia una mayor humanización y a la plenificación de la realidad (logos práxico). En estas tres dimen-siones, el logos histórico es el principio sinte-tizador del logos contemplativo y del logos práxico. El logos histórico es quien más real-mente se pone en contacto con la totalidad de la realidad concreta y en el lugar privilegiado de aparición de la realidad, pero necesita de la dimensión contemplativa y de la dimen-sión práxica y las sintetiza en cuanto busca una comprensión unitaria de la historia en su realización, que es un hacer y un hacerse realidad59.

La filosofía así entendida encuentra en Sócrates el modelo de lo que debe ser la realización óptima de su intrínseca dimensión política60. Desde estos presupuestos, Ellacuría orienta prioritariamente sus esfuerzos filo-sóficos a la elaboración de una filosofía de la historia (o mejor, de la realidad histórica) a partir del diálogo de la filosofía de Zubiri con aquellas filosofías que han tematizado la historia como la zona de máxima densidad de lo real, especialmente con las de Hegel y Marx61. Estos esfuerzos culminan, en esta etapa, con la propuesta de la realidad histórica como objeto de la filosofía62.

Una cuarta etapa de 1982 a 1989, caracte-rizada principalmente por la formulación explí-cita de su proyecto de filosofía de la liberación sobre la base de su filosofía de la realidad histórica. Ellacuría pretende ahora constituir una auténtica filosofía en su nivel formal en relación con la praxis histórica de liberación y desde los oprimidos como substancia de esa

, UCA Editores, San Salvador, 2009.

1970, p. 522.

-

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praxis63. La realidad histórica entera forma un todo complejo desplegado en el tiempo y en ella se articulan, estructural y dinámicamente, todas las demás realidades. La realidad histó-rica es así la realidad radical desde el punto de vista intramundano.

Esta realidad entendida como totalidad dinámica es praxis64. Esta praxis es una tota-lidad activa inmanente porque su hacer y resultado quedan dentro de la misma totalidad una en proceso. La filosofía es un momento teórico específico de la praxis histórica; es una ideología que puede orientarse hacia una reflexión crítica y sistemática o hacia un puro reflejo de la praxis misma (ideologización). La filosofía puede degradarse en ideologización, pero por su propia naturaleza puede orientarse por la otra vía, haciendo de la ideología una reflexión crítica, sistemática y creadora. Para ello tiene que ser fiel a su propio estatuto epis-temológico intentando constituirse en función liberadora, tanto en el aspecto crítico como en el aspecto creador, y participando en praxis históricas de liberación.

Separada de estas praxis es difícil que la filosofía sea liberadora y que realmente contri-buya a la liberación. La filosofía no puede pretender instalarse de un salto en la totalidad de la praxis histórica para superar su nega-tividad y sus parcialidades. Como la praxis histórica en su forma actual es una praxis divi-dida y conflictiva, el modo histórico de situarse en la totalidad es el de incorporarse reflexi-vamente en una de las partes contrapuestas para reasumir la contraposición y lograr así superarla. La pretensión de salirse del conflicto supone la pretensión de salirse de la historia

cuando no el aumentar indirectamente el poder de una de las partes del conflicto.

Como momento ideológico de la praxis liberadora, la filosofía debe relacionarse debi-damente con el sujeto de la liberación, quien es idealmente en sí mismo la víctima mayor de la dominación, el que realmente carga con la negatividad de la historia. La existencia de mayorías populares y de pueblos oprimidos es la verificación histórica del mal, de la nada que aniquila y hace malas a las cosas y a los seres humanos, pero que en razón de ello puede dar paso a una vida nueva a través de un proceso histórico de liberación que tiene caracteres de creación.

La producción filosófica de Ellacuría quedó interrumpida violentamente con su asesinato en 1989, pero su línea filosófica sigue siendo continuada por algunos de sus discípulos en la Universidad Centroamericana de San Salvador65. También se han realizado varias tesis sobre su pensamiento filosófico y teoló-gico en universidades españolas, mexicanas y norteamericanas, y se han realizado congresos y coloquios en los que se ha intentado poner al día sus tesis filosóficas y teológicas66.

2.5. El pensamiento crítico de Franz Hinkelammert

La producción intelectual de Franz Hinkelammert está muy vinculada a su trayectoria vital, y por eso es muy difícil entender la evolución de su pensamiento sin hacer referencia a las condiciones históricas de producción de sus textos más importantes67. En última instancia, su reflexión intenta dar

435-436, 1985.64. Cf.

Santander, 1999. H. Samour, , .; H. Samour, ,

, Actas del Congreso Internacional,

, ., pp, 117-132.

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324 Balance actual de la filosofía de la liberación

cuenta de la articulación entre la imagen del mundo (formalización) y organización material del mundo, entre condiciones materiales de existencia y formas de conciencia. Para él, las explicaciones científicas o teológicas que los intelectuales producen se hallan condicionadas por las condiciones materiales de existencia y por sus compromisos políticos. Se trata, por tanto, de dar una respuesta a los problemas de un mundo organizado según los criterios de la racionalidad instrumental. La teorización/formalización dominante responde a la orga-nización real de un mundo que ha olvidado los valores de uso para sumergirse en la lógica abstracta del intercambio, poniendo en peligro la vida humana concreta68. Así, asumiendo como criterio la preservación de la vida humana concreta, se pueden distinguir cuatro grandes etapas en su evolución intelectual. La primera, en la década de los setenta, marcada por su experiencia del ascenso de Allende a la presidencia de Chile y por su convivencia con el exilio latinoamericano, colaborando en la formulación de la teoría de la dependencia. Aquí sostiene una aguda crítica al desarro-llismo como ideología dominante69.

La segunda etapa, en la década de los ochenta, Hinkelammert sostiene una discusión sistemática sobre la cuestión de la utopía y la democracia. Dentro de la lógica propia del neoliberalismo, los regímenes democráticos actuales realizan una escisión entre derechos ciudadanos y condiciones materiales de existencia, entre economía y política, entre derechos y garantías. Esto conduce a una representación deformada de la democracia, basada en esa dislocación entre los derechos proclamados idealmente y la negación en la realidad concreta del ejercicio efectivo de esos mismos derechos para la mayoría de los ciudadanos y para los que se atreven a reivin-dicarlos. A la vez que se alimenta la utopía del

acuerdo total, el otro disidente es condenado a la exclusión y la represión70.

En relación a la utopía, Hinkelammert toma como punto de partida la no factibilidad de la eliminación definitiva de la desigualdad y de la sociedad perfecta. Mantiene la idea de una sociedad sin clases como criterio teórico y como guía para la acción, aun cuando no crea en la posibilidad de su concreción. Por lo tanto, no se trata de creer en la utopía reali-zada, sino de mantener la idea trascendental de una sociedad de iguales, con el fin de disponer de criterios para evaluar críticamente las sociedades actuales en su capacidad para la reproducción de la vida humana71.

Para Hinkelammert, las ideologías políticas de la modernidad, en virtud de la autonomi-zación de la racionalidad formal, tienen una particular estructura categorial, en la que se concibe la relación con lo imposible a partir de la hipótesis de la aproximación asintótica hacia la meta, y al colocar en el centro la noción de progreso. Con ello tienen la convicción de que el tiempo, un tiempo orientado hacia el futuro, permitirá la realización plena del ideal, de la utopía. Esta ilusión trascendental choca en el presente con la crisis de la fe en el progreso tecnológico-productivo ilimitado, a partir de la constatación de los males generados por el desarrollo industrial y de los límites ecoló-gicos del modelo de desarrollo vigente en el contexto de la civilización del capital.

En los años noventa, Hinkelammert criticará de forma enérgica la organización del nuevo orden mundial, la globalización neoliberal y sus efectos devastadores sobre los países pobres y sobre medio ambiente del planeta, enmascarando su dominación con el mensaje ideológico de estar diseñando el mejor de los mundos posibles. También criti-

68. , p. 120., EDUCA, San José, 1970; -

, Editorial DEI, San José, 1987., Editorial DEI, San José, 1990.

325Balance actual de la filosofía de la liberación

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cará el formalismo apeliano, y posteriormente al pensamiento posmoderno72.

La última etapa se inaugura con Hacia una crítica de la razón mítica (2008), que culmina su crítica epistemológica del marco categorial de las ciencias sociales de la modernidad, dando un nuevo paso a la crítica del horizonte mítico en el que se mueven dichas ciencias, como por ejemplo la idea de progreso.

3. Las filosofías de la liberación en cuestión

En el ámbito latinoamericano, la filosofía de la liberación ha sido criticada por algunos autores pertenecientes a dicho movimiento y se ha proclamado, por autores de otras corrientes, su agotamiento y su inutilidad para responder a las necesidades presentes de América Latina73.

Horacio Cerutti ha estado expresando la idea de superación de una filosofía de la liberación desde 197974. Cerutti ha sido el autor más crítico respecto de las corrientes “populistas” de la filosofía de la liberación, por considerarlas poco conscientes de sus supuestos epistemológicos75. Además, sostiene que, si existe una filosofía de la liberación, no se parece en lo más mínimo a la desarrollada por dichas corrientes76. Para Cerutti, es prácticamente imposible hablar hoy de una filosofía de la liberación, pues el contexto ha cambiado y se están desarrollando diferentes frentes desde los que se aborda el complejo fenómeno de la

liberación. Antes de hablar de una filosofía de la liberación, Cerutti prefiere referirse a múltiples expresiones filosóficas que abordan el tema de la liberación, no a una sola. Con ello quiere dejar claro que, dentro del ámbito filosófico, hay varias modalidades desde las cuales se puede abordar el concepto de liberación. En esto coincide con la propuesta de Ofelia Schutte, quien prefiere hablar más de tipos de teorías sobre la liberación que de una filosofía de la liberación, rechazando así la propiedad del título a un solo tipo de actividad filosófica, aquella que se autodeno-mina como tal y que coincide con la filosofía de Enrique Dussel y Juan Carlos Scannone. Engloba, en dichos tipos, a las teologías de la liberación, a las perspectivas marxistas latinoamericanas, a las teorías sobre la iden-tidad nacional o cultural, a distintas filosofías críticas y a la “teoría del género” o pensa-miento feminista77.

Cerutti pide una actitud más modesta y autocrítica, que considere que una filosofía que se pretenda liberadora podrá aspirar solo a acompañar e iluminar praxis de liberación, esto es, que sea una filosofía para la liberación. Y es que, en definitiva, no son las filosofías las que liberan, sino el conjunto de los procesos sociales colectivos con sus filosofías para acompañarlos, radicalizarlos, autocriticarlos78.

Una filosofía para la liberación propia del siglo XXI tiene que configurarse con presu-puestos diferentes de aquellos en los que se apoyó el núcleo original de los años setenta del siglo pasado. En primer lugar, tiene que

, DEI, San José, 1991; El DEI, San José, 1996; , DEI, San José, 1998.

, nº 92, 2003, pp. 211-250.-,

75. Cf. H. Cerutti, , segunda edición, FCE, 1992, p. 292.-

77. Cf. D. Sánchez Rubio, , p. 110., nº 65, p. 255.

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326 Balance actual de la filosofía de la liberación

partir de las abismales diferencias sociales en las que vive gran parte de la humanidad y desenmascarar la ideología neoliberal que pretende encubrir esta injusta realidad. Esto implica acercarse con mirada crítica a la historia de las ideas y a la realidad de América Latina, enfrentándose a las trampas academi-cistas, para colaborar y entroncarse al proceso de liberación de los seres humanos, aportando a un proceso dialógico, crítico y autocrítico, y ayudando a resolver la tensión utópica que se da entre la realidad y el ideal79. Pero esta tarea no la hará el filósofo más que dialogando críticamente con otros, en equipos interdiscipli-nares, escapando a las rigideces académicas y estando abierto a las exigencias y las voces de los colectivos sociales excluidos.

Ignacio Ellacuría señala, en su artículo “Función liberadora de la filosofía” (1985), que la filosofía de la liberación latinoameri-cana, a pesar de tener un propósito original y liberador, no ha logrado constituir una filosofía propia con validez y reconocimiento universales, tal como ha ocurrido en otras disciplinas, como ha sido el caso de la teología de la liberación, la sociología, la literatura y el arte latinoamericanos. Una de las razones principales que explicaría este fenómeno radi-caría en que “en todos esos discursos distintos, se da el rasgo común de haberse insertado en una praxis liberadora desde el lugar que representan las mayorías populares como hecho universal y básico de nuestra realidad histórica”. Esto no ha sido claro que haya ocurrido con la filosofía. “Los diversos intentos de filosofía latinoamericana o de filosofía nacionalista no han enlazado debidamente con la praxis correcta y no han entendido de modo adecuado la posible función liberadora de la filosofía”80. Aunque Ellacuría critica, principalmente, la tendencia de la filosofía de

la liberación más preocupada por la identidad cultural de América Latina y que concibe la liberación como la recuperación de una iden-tidad perdida o alienada81, su crítica alcanza también a los filósofos de las otras tenden-cias. Para Ellacuría, una filosofía latinoame-ricana, más que centrarse primariamente en el problema de la identidad cultural y del sentido de la historia latinoamericana, debe ser pensada desde la realidad y para la realidad histórica latinoamericana y al servicio de las mayorías populares que definen esa realidad tanto cuantitativa como cualitativamente. Es esto justamente lo que, a juicio de él, le puede dar a una filosofía latinoamericana origina-lidad, universalidad y eficacia liberadora82.

Por su parte, Raúl Fornet-Betancourt ha realizado una crítica intercultural a las distintas filosofías de la liberación. Considera que a la filosofía latinoamericana, en especial, a la filosofía de la liberación, le falta todavía asumir con seriedad el giro intercultural. Los autores hispanoamericanos que desde el momento de la emancipación política intentaron construir una filosofía americana auténtica, como paso para conseguir la segunda emancipación, la cultural, solían filosofar casi siempre desde un horizonte cultural criollo, sin ser conscientes del entramado intercultural que constituye a la realidad latinoamericana. Fornet concluye que, a pesar de los esfuerzos que los filósofos de la liberación están realizando para asimilar el giro intercultural que se está proponiendo, no han tomado plena conciencia que ese proceso de contextualización de su filosofar exige la aper-tura de la filosofía a la diversidad cultural que configura la realidad de los contextos de vida en América Latina, lo cual supone encarar ese diálogo entre las culturas presentes en el continente como un desafío de transformación radical de la filosofía latinoamericana83.

., p. 62.

186. p. 46.

83. Cf. R. Fornet-Betancourt,

327Balance actual de la filosofía de la liberación

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Desde otra perspectiva, H. Schelkschorn señala que lo que en último término tienen en común las distintas tendencias de la filosofía de la liberación, a pesar de todas sus divergencias, es su posición ambivalente entre la “despe-dida postmoderna” de los grandes relatos y la continuación acrítica de la modernidad: por una parte, en principio, sostienen, frente a un relativismo postmoderno, el proyecto de una liberación de la humanidad, es decir, de una sociedad humana mundial, basada en el respeto y la igualdad de todos los pueblos y culturas. Sin embargo, por otra parte, en nombre de las diferencias culturales y de la alteridad, someten a una crítica radical el euro-centrismo de la modernidad ilustrada. Como en el clima postmoderno de la filosofía contem-poránea es muy dificultoso defender y justificar principios universales, la filosofía de la libera-ción tiene que emprender la tarea de intentar una fundamentación de una ética universalista desde la perspectiva de los empobrecidos y los excluidos (especialmente en el caso de Enrique Dussel). Pero con ello, la misma filosofía de la liberación pasa a ser objeto de la impugnación global del pensamiento ilustrado que realiza la postmodernidad84.

Es este carácter “moderno” de la filosofía de la liberación el que choca en los últimos tiempos con la crítica y el escepticismo post-modernista. En este sentido el trabajo más importante es la colección de ensayos Crítica de la razón latinoamericana del colombiano Santiago Castro-Gómez.85 Allí en un primer momento se aprecian los aportes de la filo-sofía de la liberación, sobre todo la crítica al concepto eurocentrista de razón de la moder-nidad, la valoración positiva de las propias culturas, la relación entre filosofía y las luchas sociales contemporáneas, en síntesis: su aporte a la construcción de una filosofía propia. Castro-Gómez no ignora que la filosofía de la

liberación, con su llamamiento a favor de la diferencia, anticipa una de las más importantes intuiciones del postmodernismo europeo. Sin embargo –según el diagnóstico de Castro Gómez– la filosofía de la liberación se queda enredada en tesis modernas que después de Foucault y Lyotard no se pueden sostener más. Estas son algunas de las deficiencias que detecta Castro Gómez86.

En la defensa de la alteridad cultural contra la homogeneización de la modernidad occi-dental, la filosofía de la liberación construye una identidad latinoamericana en la cual se procesan de una manera moderna las dife-rencias a favor de una cultura popular, un mestizaje, un pueblo, una nación homogéneos. Por eso, la filosofía de la liberación, en la defi-nición de la cultura latinoamericana, reproduce exactamente esa identidad forzada que ella critica a la modernidad occidental.

La identidad moderna se construye prin-cipalmente con referencia al recuerdo y la historia. También de esta forma la filosofía de la liberación, sobre todo la historia de las ideas que en alguna medida ha sido muy influenciada por Leopoldo Zea, ha diseñado una “historia latinoamericana” en la cual, comenzando con la ilustración criolla del siglo XVIII, pasando por la visión panamericana de Simón Bolívar, la América nuestra de José Martí, hasta las luchas actuales de liberación, se perfila como un proceso continuo de toma de conciencia de la identidad latinoamericana. Sin embargo, como Castro-Gómez lo señala críticamente, allí regresan las características del concepto moderno de historia que Foucault puso al descubierto: la historia aparece como un proceso continuo, lineal, orientado hacia un telos en el cual un sujeto trascendental llega a ser consciente de sí mismo. En otras palabras: surge un metarrelato de la razón latinoameri-

polylog.org/1/esh-es.htm, Puvill libros, Barcelona, 1996.

.

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328 Balance actual de la filosofía de la liberación

cana en el cual las discontinuidades y fracturas se suprimen sistemáticamente.

En el discurso de la liberación, los filósofos reciben la función privilegiada de la interpre-tación de la identidad latinoamericana. El intelectual se convierte en la voz, en el caudillo del pueblo, de los pobres, de la nación. Con ello, según Castro-Gómez, la filosofía de la liberación cae en la trampa de un intelectual universal (Foucault) que, al descifrar la verda-dera historia de los pueblos periféricos, repre-senta el interés liberador de la humanidad. El “lugar” sociohistórico de los intelectuales latinoamericanos permanece por el contrario en la penumbra.

Por último, la filosofía de la liberación privi-legia, en el mejor estilo de la modernidad, al Estado como lugar de la autodeterminación colectiva, en detrimento de la sociedad civil. La lucha de liberación es por ello al mismo tiempo la lucha para definir el poder político. Con ello –según Castro-Gómez– se soslaya el dispositivo de poder (Foucault) del Estado moderno, que penetra en todos los poros de la vida social y controla toda la vida del indi-viduo. La confianza excesiva en el Estado y la proclividad hacia la violencia fueron, junto a la ortodoxia marxista, motivos centrales del fracaso de numerosos movimientos de libera-ción en las últimas décadas del siglo pasado, en América Latina.

Desde el punto de vista de los distintos filósofos de la liberación, en la Crítica de la razón latinoamericana, de Castro-Gómez, se pueden comprobar, con toda seguridad, malentendidos, generalizaciones impertinentes y deformaciones de las verdaderas intenciones y de tesis centrales de su pensamiento. En primer lugar, de manera clara, Castro-Gómez deja en la sombra el “lugar” contingente de su propio discurso. Además, es problemático que retome sin mayor crítica tesis postmo-dernas como, por ejemplo, la critica anar-quista de Foucault al Estado. La mayoría de Estados latinoamericanos no se caracterizan precisamente porque sus ciudadanos estén

permanentemente sometidos a una red apre-tada de instituciones de la seguridad social, sino porque ellos son dejados sin amparo al arbitrio de la modernización capitalista y la dinámica del mercado. El hambre y la pobreza, como lo han demostrado estudios sociales, se pueden superar solo mediante un sistema estatal de salud y educación que funcione. Pero mientras los grupos oligár-quicos bloqueen las reformas sociales, la cues-tión del poder estatal tiene que ser planteada también en el futuro por los movimientos sociales, por muy ambivalentes que sean los instrumentos del Estado.

A pesar de todas las críticas y reparos que se le puedan hacer a la Crítica de la razón latinoamericana de Castro-Gómez, no hay duda de que le atina a problemas centrales de la filosofía de la liberación. Si una filosofía latinoamericana, que de alguna manera quiera seguir respondiendo a una perspectiva libe-radora, puede tener algún futuro, tiene que procesar los problemas teóricos y prácticos planteados por la postmodernidad, pero sin recaer en el relativismo y en la renuncia a la búsqueda racional de alternativas a la situa-ción de injusticia imperante en el actual orden mundial, es decir, sin renunciar al espíritu crítico de la modernidad ilustrada.

4. Situación actual de las filosofías de la liberación

En la actualidad, los autores más represen-tativos de la filosofía de la liberación cuentan con un pensamiento maduro, especialmente en el caso de Enrique Dussel, J. C. Scannone, Horacio Cerutti y Franz Hinkelammert. Hay representantes de esta filosofía en casi toda América Latina, así como en otros continentes. Han entrado en diálogo con los autores de movimientos filosóficos actuales, como por ejemplo, el diálogo con la ética del discurso, la hermenéutica y la postmodernidad.

En 2003, la mayoría de los firmantes del manifiesto de 1973 se reunieron para sostener un diálogo renovado, a pesar de las confron-

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taciones entre las distintas corrientes. De dicho diálogo quedaron acordados los siguientes puntos: 1) La vigencia y actualidad del movi-miento; 2) el acuerdo en cuestiones metodoló-gicas y temáticas fundamentales; 3) una crítica filosófica renovada a la situación agravada de los pobres en el mundo y en América Latina, así como a la ideología y prácticas neolibe-rales; 4) la contribución teórica –desde la filosofía– a alternativas viables de liberación.

Consecuencia de ese diálogo fue el nuevo Manifiesto de Río Cuarto (2003). Allí se dice: “Asumimos, como filósofos, la opción ética-política que implican estas declaraciones y manifestamos que la filosofía de la liberación tiene un aporte específico que dar a estos desafíos históricos”.

En realidad, la propuesta de una filosofía crítica y liberadora es hoy en día tan actual como obsoleta. Es actual en tanto que, bajo las condiciones de la globalización, se abre más la brecha entre pobres y ricos y que, en vista de las crecientes desigualdades, las relaciones dominantes requieren de crítica. Por otro lado, las condiciones de la crítica han cambiado. Independientemente de la creciente aceptación que encuentran las argu-mentaciones relativas a los derechos humanos, hoy en día es mucho más difícil fundamentar la crítica social que hace cincuenta, sesenta o setenta años, y con el final del socialismo realmente existente y el fracaso o la desviación de diversos movimientos de izquierda en las últimas décadas parece haber muy escasas alternativas viables a la estructura funda-mental capitalista de la modernidad. A esto hay que agregar el cuestionamiento radical que hacen hoy el postmodernismo filosófico y la hermenéutica al concepto de crítica, en

el sentido de la imposibilidad de encontrar un punto de vista universal desde el cual criticar y evaluar normativamente las situaciones fácticas concretas en orden a su transformación.

Dadas las características del nuevo contexto mundial y la profundidad de la crisis, no es suficiente proclamar la actualidad y la vigencia de la filosofía de la liberación apelando a la persistencia de la pobreza y de la exclusión que sufren las mayorías latinoamericanas87; o afirmar que, pese a todos los cambios ocurridos en los últimos treinta años, los problemas manifestados por este pensamiento liberacionista permanecen latentes y sin solución, aduciendo que hay más pobreza y mayor dependencia aunque el contexto haya cambiado88.

La evaluación de las posibilidades de una filosofía liberadora tiene que partir de la radical impugnación que hoy se hace del espí-ritu no solo ilustrado, sino de toda la cultura occidental desde sus orígenes griegos, y de los retos que plantea la postmodernidad filosófica, especialmente la hermenéutica89. En la medida en que la filosofía de la liberación, por algunas de sus características y por su propósito funda-mental, participa de varios supuestos de la Modernidad, ella misma se ve involucrada en la crisis de dicho modelo y se hace objeto de la deconstrucción postmoderna.

Ciertamente, la situación actual del mundo, y en especial de los países periféricos, reclama una filosofía crítica y liberadora, pero esta tiene que reconstituirse teórica y prácticamente en claves distintas de las que han sido hasta ahora las vigentes en la mayoría de discursos de la filosofía de la liberación latinoamericana, que —a pesar de sus rigurosas construcciones

www.afyl.org/scannone.pdf.88. D. Sánchez Rubio, , ., p. 33. El autor sostiene que

,aunque pareciera que el concepto de liberación ha pasado a un segundo plano, este sigue latente en el actual contexto latinoamericano, debido al carácter excluyente y empobrecedor del modelo económico neoliberal y al carácter elitista de las democracias de fachada que se han instaurado en la mayoría de los países del subcontinente.

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330 Balance actual de la filosofía de la liberación

teóricas y su crítica radical a la modernidad capitalista eurocéntrica— no han logrado tener eficacia liberadora ni mucho menos incidencia en la dinámica de la realidad histórica contem-poránea de América Latina y de otras regiones de la periferia capitalista. No se han vinculado a praxis liberadoras, requisito fundamental para que se constituya el carácter liberador

de una filosofía, tal y como lo reclama Ignacio Ellacuría, y, por lo tanto, no han logrado convertirse en efectivos acompañantes críticos de los distintos procesos y prácticas de resis-tencia y emancipación llevados a cabo por diversos movimientos sociales, de distinta naturaleza y objetivo, que han emergido en las últimas décadas y en el presente.

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332 La implementación de políticas públicas: caso salas de nivelación

I. Exordio

Referirse a los procesos de implementa-ción de políticas públicas no es un tópico de pacífica cognición en casi todas las partes del mundo y de modo particular no lo es en América Latina. Y cuando dicho proceso polí-tico intenta responder o atender un fenómeno social como el trabajo infantil, profundamente enraizado en nuestro medio, la situación se torna doblemente ensombrecida.

En efecto, la temática del trabajo infantil concita variadas reacciones, que se traslucen en un continuo en el que transitan tesis u opiniones desde las que reprochan de manera absoluta la ejecución de actividades laborales por niñas, niños y adolescentes (NNA), consi-derándolas como deshumanizantes o degra-dantes, hasta aquellas que consideran que el trabajo los dignifica, los ayuda a sobrevivir y a generar buenos hábitos, estimándolas como convenientes para el desarrollo biopsicosocial de estas personas1. Por esa razón, son inarmó-nicas las posturas referidas a la comprensión conceptual de trabajo infantil, o si todo trabajo infantil debe ser tratado como un problema social y, por tanto, debe ser erradicado.

En este trabajo, propongo adscribirnos a la concepción del trabajo infantil proscrito como todo aquel esfuerzo remunerado o no que priva a niños, niñas y adolescentes de su infancia, su potencial y su dignidad, y que es perjudicial para su desarrollo físico y mental (OIT/IPEC)2, reconociendo la franja de edad validada internacionalmente para identificar a

los NNA trabajadores que es la de entre los 5 y 17 años de edad.

Además, con frecuencia se escuchan voces de insatisfacción por la ineficacia o ineficiencia de los programas ejecutados por los Gobiernos en turno, sin tener un claro diagnóstico que muestre con exactitud y precisión las razones del aparente fracaso de tales intervenciones, lo que inicialmente evidencia un conocimiento fraccionado, incompleto o limitado de la fase de implementación de una política pública, así como de su importancia en la construcción de los procesos de democratización.

Estudios han permitido comprobar3 que no es de rara ocurrencia que el déficit en el cumplimiento de los objetivos de una política pública o de un programa derivado de ella descansa en la ejecución de las actividades específicas que el street level bureaucrats4 realiza en el desempeño de sus responsabili-dades, así como en los rasgos que presenta el programa de intervención como determinantes para el cumplimiento de sus objetivos, las características organizacionales de las enti-dades rectoras de las políticas o programas, o el marco regulatorio –normativo y no norma-tivo- que disciplina la actuación de los actores y su interrelación para el cumplimiento de lo proyectado, entre otros aspectos.

Con estos párrafos intento prefigurar al lector la importancia de los elementos recién mencionados a la luz del Programa Salas de Nivelación5, una apuesta del Ministerio de Educación para erradicar el trabajo infantil que

2. Postura adoptada por la institucionalidad que trata a nivel internacional este fenómeno de la realidad, enfo--

nuestro medio, la investigación de esta fase del denominado ha sido muy limitada hasta nues-tros días.

4. Expresión que alude a los operadores del nivel más bajo en la escala jerárquica de cada organización, cuya

5. Es mi deber transparentar que, en determinados puntos y por razones metodológicas, el estudio extrajo sus resultados -esencialmente los referidos al nivel operativo- de las salas de nivelación ubicadas en el muni-cipio de Izalco.

333La implementación de políticas públicas: caso salas de nivelación

Volumen 68 Número 734 eca Estudios Centroamericanos

tuvo vigencia entre los años 2007 y 2010, y que, según la apreciación de los actores invo-lucrados, dejó un agradable aroma de éxito mientras duró. Tales elementos quedan dibu-jados en un marco analítico que propongo en un doble sentido: primero, como premisa para el análisis de la implementación de toda inter-vención pública; y, segundo, pueden ser leídos como una plataforma de condiciones que el formulador y el implementador debieran utilizar como prismas para garantizar la buena marcha de la misma6.

La línea expositiva de estos renglones transitará, en un primer momento, presen-tando de forma sintética el estado del trabajo infantil en El Salvador, prosiguiendo con un apartado que permita proyectar al lector los rasgos más importantes del Programa Salas de Nivelación: su naturaleza y funcionamiento. A continuación, exteriorizaré las principales nociones de la fase de implementación de una política pública, enunciando finalmente aquellas categorías analíticas sustraídas de la literatura especializada en la materia, que a mi juicio son esenciales para efectuar un análisis sobre dicha fase evidenciando los resultados del estudio desarrollado en tal programa.

Quiero dejar constancia de la dedicación de este trabajo a todos los niños, niñas y adolescentes trabajadores de nuestro país, especialmente a aquellos a quienes se les ha impedido formarse académicamente a causa de la situación económica de sus realidades.

II. Trabajo infantil en El Salvador

Pese a que el programa Salas de Nivelación se desarrolló entre los años 2007-2010, me permito introducir datos sobre el trabajo infantil en nuestro país de la

última Encuesta de Hogares de Propósitos Múltiples publicada por la Dirección General de Estadísticas y Censos, del Ministerio de Economía, con el interés de situar al lector en la realidad socioeconómica registrada más recientemente respecto al fenómeno estudiado.

De acuerdo con la Encuesta de Hogares de Propósitos Múltiples de 2011 (EHPM 2011), la población general en el rango de edades entre los 5 y los 7 años es de 1 805 189 y representa aproximadamente el 29,1 % de la población total del país. Ese mismo estudio revela que, en El Salvador, se registraron 188 343 niñas, niños o adolescentes trabajadores. De ellos, un 61.2 % se ubicó en el área rural, mientras que en el área urbana un 38.7 %. Según la misma fuente, el fenómeno social mencionado es más recurrente en los niños y adolescentes del sexo masculino que en las niñas y adolescentes del sexo femenino: del total de NNA registrados como trabajadores, un 70.33 % son niños o adolescentes de sexo masculino, frente a un 29.67 % que son niñas o adolescentes de sexo femenino.

Al efectuar una introspección en la relación existente entre las edades del rango mencio-nado y su segmentación porcentual sobre el trabajo realizado, se ha encontrado que esta es directamente proporcional al incremento de edad en tal rango. En efecto, conforme con lo registrado en la EHPM 2011, en el grupo etario comprendido entre los 5 y 9 años de edad, el porcentaje de población NNA traba-jadora ha sido del 3.27 %; en la franja entre los 10 y14 años de edad, el porcentaje se incrementa sustantivamente al 41.82 %; en el sector ubicado entre los 15 y 17 años de edad se ubica el mayor porcentaje de población de NNA trabajadora, con 54.91 %, tal como se observa en el gráfico I.

6. Creo que el panorama analítico que se propone no constituye un haz obligatorio de reglas que seguir; antes

los programas o políticas que les conciernan y aplicar todas, algunas o solamente una de las dimensiones acá sugeridas.

335La implementación de políticas públicas: caso salas de nivelación

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III. Salas de nivelación: ¿qué fueron?, ¿cómo funcionaron?

Con frecuencia, se ha sostenido que el trabajo infantil se encuentra vinculado a la transferencia intergeneracional de la pobreza7. Por ello, se ha identificado la inversión en educación, ampliando su cobertura y mejo-rando su calidad, como una medida universal que tiende a la ruptura de ese círculo vicioso. Esto ha generado beneficios para la sociedad

en la creación de igualdad de oportunidades de bienestar y superación de la pobreza; de equidad entre los géneros; de cambios favora-bles en la salud, nutrición, estructura familiar, movilidad y autonomía social; de consecución de un trabajo decente; y de capital humano para el individuo y para el colectivo social. (OIT IPEC, 2005: 1, citado por Góchez, 2008).

Siendo esa la filosofía de su creación, las salas de nivelación fueron definidas como

un espacio educativo alternativo, cuya función primordial es complementar la función peda-gógica de la escuela, intentando reforzar las actividades desarrolladas por el docente, situa-ción que permite mantener el mayor tiempo posible a los niños en la escuela, reduciendo de esta forma el tiempo que podrían dedicar a la realización de las actividades laborales, en tanto se alterna con la jornada de clases. (MINED, 2007:12)

Con Góchez (2008: 6) podemos afirmar que no se trataba de una escuela o aula para-lela, sino de un programa complementario que

buscaba fortalecer las posibilidades de éxito escolar mediante la retención de los niños y las niñas trabajadores o en riesgo, que, además, presentaran deficiencias educativas.

La estrategia de las salas de nivelación, según MINED (2007: 12), no tenía por obje-tivo principal el rendimiento académico ni la excelencia; antes bien, buscaba

a. hacer que los niños permanezcan en la escuela;

b. disminuir los factores de riesgo en materia de deserción, repitencia y ausentismo;

c. mantener al niño en un estándar “medio” de rendimiento, considerando su estatus de “niño trabajador” buscando la persis-tencia escolar; y

d. erradicar el trabajo infantil, particularmente sus peores formas.

La decisión política de intervenir con estrategias educativas la prevención o erradi-cación del trabajo infantil y sus peores formas procedió del Ministerio de Educación; sin embargo, dicha entidad no ejecutó directa-mente las acciones subyacentes, sino que designó —a través de convenios de subven-ción— a un organismo de carácter privado para la implementación de la intervención, esto es, la Fundación Salvadoreña para el Desarrollo Humano (FUSAL)8.

Según Góchez (2008), las salas de nivela-ción se instalaban en los centros educativos

7. Deberá entenderse por tal, aquel círculo sociológico expresado en la relación bidireccional que existe entre pobreza y trabajo infantil: ambos son causas y efectos recíprocos en su relación. Así, se dice que la

condición de pobreza.

educativos.

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336 La implementación de políticas públicas: caso salas de nivelación

ubicados en las zonas geográficas identificadas como de mayor incidencia del trabajo infantil y, en particular, de algunas de las denomi-nadas peores formas de trabajo infantil. La instalación implicaba un proceso de gestión y sensibilización para lograr el apoyo del director del centro educativo, los docentes, los líderes comunitarios, padres y madres de familia cuyos hijos e hijas están involucrados en las actividades laborales.

Los niños y las niñas que asistían a las sala de nivelación podían estar inscritos o no en el centro escolar donde esta funcionaba, y eran atendidos por un responsable que se le deno-mina facilitador o promotor, el cual, por lo general, era una persona joven que ha logrado completar sus estudios de educación básica o de bachillerato (Góchez, 2008).

Cada sala de nivelación atendía un cupo de aproximadamente 25 niños y niñas en cada uno de los turnos —por la mañana y por la tarde—, siendo en total un aproximado de 50 niños por día los que se beneficiaban con la ejecución de esta estrategia. Tal forma de trabajo permitía que, por regla general, los alumnos que asistían por la mañana al aula regular fueran por la tarde a la sala de nivelación y viceversa. De esta forma, el niño permanecía todo el día en la escuela, logrando de esta manera que disminuyera sus horas de trabajo o que se retirase de la actividad laboral (FUSAL, s/a: 7).

Las salas de nivelación atendían los doce meses del año, iniciando a principios de enero y cerrando aproximadamente el 15 de diciembre por el periodo de Navidad. Los centros escolares clausuran el año escolar a fines de octubre o a inicios de noviembre, por

lo que en este lapso las actividades cambian e introducen más manualidades, deportes, arte y juegos al aire libre. (FUSAL, s/a).

IV. Implementación: ¿qué y para qué?

Para transitar en torno a este punto, propongo partir de una premisa básica: enten-deremos llanamente como política pública todas las acciones y decisiones de entidades de gobierno destinadas a solucionar problemas incorporados en la agenda gubernativa como públicos9. Al proyectarnos hacia el estudio de la implementación, parece ineludible presentar una explicación de dicha categoría conceptual. Para ello, es inevitable referirse a la herramienta intelectiva propuesta por Jones (1970, citado por Meny & Thoenig, 1992) nominada policy cycle o ciclo de las políticas públicas; herramienta que —en palabras de Meny & Thoenig (1992: 104)—, por su faci-lidad de manejo, constituye uno de los instru-mentos heurísticos ofrecidos por la literatura que facilita el descubrimiento de los hechos pertinentes.

En efecto, dicho instrumento analítico permite descomponer la política pública en una serie de fases secuenciales, que como Miranda Baires (2009: 22) lo advierte, facilita la simplificación de la realidad política —de suyo compleja— y puede ser utilizado para el análisis de cualquier política pública. De esta forma, se parte de la presentación escalonada de los siguientes elementos:

a. Identificación del problema.b. Formulación de soluciones.c. Toma de decisiones políticas.d. Implementación de la política.e. Evaluación de la política.

impactos mediáticos. De esta forma se logrará discernir que no todos los problemas tratados políticamente, es decir, a través de decisiones de gobierno, constituyen los problemas más sentidos en un colectivo social.

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338 La implementación de políticas públicas: caso salas de nivelación

organización y la complejidad de las acciones– una estratificación intermedia que conecte las acciones y decisiones de ambos grupos.

Intentar exponer todas las nociones plan-teadas en torno a la fase de implementación parece una tarea inasequible en este trabajo. El propósito de este apartado no es agotarlas, sino generar una plataforma básica de enten-dimiento. En tal sentido, me parece apropiado recomendar que cuando nos referimos a la implementación de una política pública no deben obviarse al menos las siguientes ideas clave:

La implementación de una política pública es un proceso de ejecución de actividades operativas que tienden a concretar el ejercicio del poder público en un orden social determinado. Dada su naturaleza procesal, debe comprenderse —con Stein, Tommasi, Echebarría, Lora & Payne (2006)— que de la calidad de su ejecución, es decir, de la forma en que se coordinen todas las decisiones y acciones que la componen, dependerá la calidad de sus resultados. De ahí que se tenga por fundamental para el éxito de una política pública la adecuada ejecución de las acciones operativas de cualquier programa o proyecto que de ella se derive.

Con Subirats et al. (2008: 185), puede decirse que dicha fase está dirigida por su naturaleza a los actores externos del subsistema político administrativo, es decir, aquellos a quienes el problema colectivo afecta; ella constituye el nexo tangible que permite comprobar la efectividad de la teoría de cambio11 que envuelve toda intervención pública.

La implementación no debe idearse como una fase de carácter técnico, sino con un contenido esencialmente político. En este aspecto coincido con Roth Deubel (2006) y Elmore (1978), entre otros, dada la existencia de un carácter conflictivo presente casi siempre entre los distintos actores que intervienen en este proceso y, en ocasiones, entre los mismos opera-dores que laboran para determinada organización vinculada con la ejecución. Meny & Thoenig (1992: 166) fortalecen dicha noción al sostener que la implemen-tación de cualquier política pública está impregnada de “Presiones, negociaciones, regateos”. Y sentencian: “La ejecución es la continuación de la lucha política bajo formas específicas”.

En consecuencia, todo analista de la implementación de un programa de política pública debe considerar la interacción entre los actores, la cantidad y calidad de los recursos financieros y no financieros que disponen, la estructura organizacional de la que se encuentre dotada la entidad implementadora, las condiciones del entorno, la complejidad del problema que se pretende solucionar, entre otras variables que en definitiva contribuirán a determinar el grado de éxito o fracaso de dicho programa o –visualizados como una plataforma de actuación– las condiciones para alcanzar el resultado pretendido.

V. Dimensiones de análisis de la implementación de una política pública. Resultados en caso de estudio

Luego de estudiar algunas obras refe-ridas al proceso de implementación de las

-

realidad, cuyo contenido se explica a través de una teoría que vincula los objetivos del programa, la “tratabi-

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Volumen 68 Número 734 eca Estudios Centroamericanos

políticas públicas, e inspirado esencialmente en los enfoques bottom up12 e implementa-tion game13, soy de la convicción de que la descomposición analítica, el estudio porme-norizado de cualquier proceso de implemen-tación de una política pública, debe abordarse mediante las siguientes dimensiones:

a. dimensión programática;b. dimensión reguladora;c. dimensión de actores;d. dimensión organizacional.

En efecto, en el análisis del Programa Salas de Nivelación, fueron consideradas tales cate-gorías analíticas, concretadas a través de una serie de componentes y variables de análisis que me permitieron alcanzar una aproxima-ción más objetiva a su proceso de implemen-tación. A continuación, expongo el contenido de cada una de esas dimensiones, así como los resultados obtenidos en la investigación realizada.

V.1. Dimensión programática

La dimensión programática se encuentra vinculada con los rasgos esenciales presentes en los programas de política pública que, según la literatura, condicionan el cumpli-miento de sus objetivos. Tiene correspon-dencia, por tanto, con la noción de eficacia14 y se relaciona íntimamente con una visión basada en el enfoque racional, por cuanto

expresa y explica los factores que se vinculan con el cumplimiento de los objetivos de los programas, previamente señalados por los funcionarios formuladores.

Bajo esta categoría cognoscitiva, para poder deducir la mayor proximidad al fenó-meno, creo conveniente apreciar los siguientes elementos:

i) Recursos

Van Meter & Van Horn (1975) y Rein & Rabinovitz (1978) nos recuerdan que el concepto recursos no está referido exclusiva-mente a las disponibilidades monetarias de los programas o de la organización que los implemente, sino también a todas aquellas fortalezas y capacidades que la entidad rectora de la implementación del programa y el resto de actores intervinientes pueden utilizar a favor de sus intereses, armonizándolos con los objetivos del programa. Scartascini, Spiller, Stein y Tommasi (ed.) (2010: 12) renuevan la importancia de los recursos en el cumplimiento de los actos de implementación cuando expresan que “la calidad de dicho proceso […] dependerá de la medida en que los políticos [para nuestro caso, los actores] tengan incen-tivos y recursos para invertir en sus propias capacidades”15.

Sin ánimo de proponer un catálogo númerus clausus, considero que los principales

análisis de implementación está en el estrato más bajo de la escala jerárquica de las organizaciones y –en contraposición del clásico enfoque racional o – cuestiona explícitamente el supuesto de que

ocurre durante el proceso de implementación.

15. Interlineado propio.

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340 La implementación de políticas públicas: caso salas de nivelación

recursos con incidencia directa en el cumpli-miento de los objetivos de un programa son los siguientes: a) la cantidad de dinero del que dispone; b) la saturación o descongestión en la prestación de los servicios; c) los incentivos16 que pueda aplicar a los actores intervinientes para facilitar la implementación; d) la oportu-nidad o disociación entre autorización, asigna-ción y desembolso de los recursos monetarios; e) la credibilidad y la capacidad de imposición; f) la existencia de controles17; g) un plazo determinado para generar resultados.

Así, estudiando la implementación del Programa Salas de Nivelación en cuanto a esta dimensión, debe decirse que para su opera-ción contó con un monto de US$600 000 por año, a través de dos desembolsos de US$300 000, previa comprobación de condiciones de otorgamiento de los convenios de subsidio18. Se logró evidenciar, además, que no existieron aportes de agentes cooperantes en el periodo analizado (2007-2010), salvo aquellos que la misma FUSAL, con cierta regularidad, entregaba como valores agregados19 a las acciones del programa que por convenio quedaba obligada.

Con todo, parece ilusorio creer que esa cantidad era suficiente para cumplir a nivel nacional con la finalidad del programa. Para

el año 2010, se reportaron 177 070 NNA trabajadores a nivel nacional: el programa fue concebido para atender únicamente a 6700 NNA trabajadores en los lugares identificados como de mayor incidencia de trabajo infantil. Expuesto de esa forma, como lo expresó algún informante clave a quien acompaño en esta frase, “la cantidad de dinero era suficiente para la aplicación del programa… hasta donde se le definió políticamente”20. Por esa misma razón, el programa no presentó saturación en la prestación de sus servicios, pues la correcta delimitación de los alcances del programa, aunque insuficientes para modificar la situación a nivel nacional, sí permitía focalizar los esfuerzos en las partes de mayor sensibilidad.

En ocasiones, la aportación de los montos dinerarios procedentes del MINED no fue la más oportuna21, lo que en principio pudo afectar la adecuada implementación; pero existió un mecanismo alterno para evitar los efectos nocivos de estos percances: sin que taxativamente se reconociera como obliga-ción dentro de los convenios, era la instancia implementadora quien debía sostener la continuidad de las acciones en caso de retraso en la entrega de los fondos, para no limitar, entorpecer u obstaculizar el desarrollo del programa.

16. Con Scartascini

-temporales.

-dimientos de ejecución son saludables para el cumplimiento de los objetivos del programa, porque permiten ir desenmascarando la conformidad o disconformidad de las acciones del nivel operativo con los objetivos del programa.

--

tidas en los mismos.

que no estaba obligado a brindar conforme a la normativa que reguló la vida del programa.

ejecución del programa.21. Dicha situación fundamentalmente ocasionada por los trámites administrativos connaturales a las eroga-

341La implementación de políticas públicas: caso salas de nivelación

Volumen 68 Número 734 eca Estudios Centroamericanos

En cuanto a los incentivos, pudo consta-tarse que constituyeron un recurso importante con los que contó el programa. Especial signi-ficado tiene el caso de FUSAL, de quien se dijo tuvo particular interés de sumergirse en el sistema “institucionalizado-formal”22. No es vano decir, por otra parte, que la entidad implementadora mantuvo credibilidad frente a la entidad rectora de la intervención23y que los controles para medir el camino de las interven-ciones estaban definidos y delimitados en la normativa que reguló la vida del programa24.

En resumen, los recursos que bordeaban la aplicación del programa erigieron una plata-forma suficiente para que, en su proceso de ejecución, el Programa Salas de Nivelación no tuviera mayores contratiempos en cuanto al cumplimiento de sus objetivos.

ii) Eficiencia comunicacional

Con Van Meter & Van Horn (1975: 120), aparece este elemento como un componente consustancial a la dimensión programática. Es claro que, para la buena marcha de un programa en ejecución, es primordial la comprensión exacta y fiel de sus normas y objetivos por las personas a quienes compete su aplicación.

Sobre la importancia de la comunicación, Canel (2006: 18) ha sostenido que es esencial en todo proceso político –ya ha quedado dicho que la implementación de una política está revestida de esta connotación per natura–, entre otros aspectos, porque es básica para que las medidas políticas y ejecutivas deci-didas, expresadas claramente en los objetivos y normativa de los programas, sean vincu-lantes en todos los niveles.

Siempre orientado por la literatura espe-cializada, decidí explorar este componente a través de los siguientes elementos: a) la claridad con que los objetivos han sido formu-lados, elemento que según Rein & Rabinovitz (1978) es cardinal para que el programa no degenere en ambiguo, simbólico o poco importante; y, b) la exactitud con que son comunicados los objetivos del programa, dado que, en ocasiones, al transmitir los mensajes hacia los niveles inferiores de una organización –o de una organización a otra, cuando son varias las involucradas en la implementación– los comunicadores los distorsionan voluntaria o involuntariamente, lo que puede ocasionar profusos problemas en la implementación de las acciones.

De la investigación se reflejó que los obje-tivos habían sido claramente formulados. Asimismo, se constató que los lineamientos administrativos25guardaron relación con el establecimiento de aquellos, situación que evidentemente se convirtió en una pieza básica para la adecuada ejecución de actividades intermedias. La reflexión, en este sentido, tanto para los formuladores como para los implementadores de nivel decisorio, descansa en intentar concretar tales características como condiciones positivas que garanticen el fiel y libre tránsito de la información y las órdenes emanadas de la intervención pública.

iii) Condiciones del entorno

No cabe duda de que las variantes económicas, sociales y políticas ejercen una influencia determinante en el cumplimiento de los objetivos de cualquier programa de política pública, tornando más complejo o más factible el tratamiento del problema abordado.

programa hasta que este llegó a su conclusión.

25. Directrices emanadas de los funcionarios de mayor nivel jerárquico de la entidad implementadora.

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342 La implementación de políticas públicas: caso salas de nivelación

Sobre esa base, y a la luz de lo expuesto por Van Meter & Van Horn (1975: 127), creo insustituibles los siguientes elementos como variables de análisis de los procesos de imple-mentación: a) las condiciones socioeconómicas prevalecientes; b) la opinión pública frente al problema, en la medida en que es influen-ciada y a su vez influye en la agenda de los medios de comunicación, y por el resguardo de los réditos políticos, puede ser determinante al momento de orientar las acciones; c) la posición política de la organización u orga-nizaciones encargadas de la implementación, en la medida en que, según se presenten las circunstancias políticas, el hecho de poseer determinada tendencia ideológica o no poseerla, o que en su defecto la organización no se adscriba a ninguna de las corrientes predominantes en un concierto político, puede generar valores o costes agregados a la imple-mentación de un programa.

Ya en el marco de los resultados de la investigación, en cuanto al primer punto seña-lado en el párrafo precedente, muchos autores y estudios26 no dudan en afirmar la íntima relación de la pobreza con el trabajo infantil, y que esta, en efecto, incide en la intensidad y magnitud de dicho fenómeno. Pese a ello, ningún instrumento de medición de la opinión pública cursado por las casas encuestadoras reveló al trabajo infantil como uno de los prin-cipales problemas de la población.

En lo concerniente a la posición política de la entidad implementadora, sin duda que esta afectó el curso del programa en una doble perspectiva: mientras se mantuvo en el Ejecutivo un partido político de tendencia conservadora, la dinámica del programa se vio beneficiada, dinamizada; el cambio de gobierno degradó la calidad de las relaciones entre entidad rectora (MINED) y el organismo

implementador (FUSAL) hasta llegar a la supresión del programa.

Al efectuar una ponderación sobre el impacto de tales condiciones en el proceso de implementación, considero que las caracterís-ticas descritas generaron un efecto “poco esti-mulante” –particularmente la posición política de FUSAL– sobre la ejecución del programa, debilitándolo al grado de suprimirlo bajo el ropaje de “insuficiente” o de ser “excluyente” de otros sectores poblaciones que, además de la NNA, trabajadora constituyen grupos pobla-cionales con necesidades especiales27.

iv) Complejidad o “tratabilidad”28 del problema

Sabatier & Mazmanian (1981:331) nos introducen en este componente que considero fundamental para el análisis del proceso de implementación de cualquier intervención pública. La “tratabilidad”, según dichos autores, se refiere a los aspectos específicos del problema que afectan la capacidad de las agencias encargadas de la ejecución para lograr los objetivos previstos. Más explíci-tamente, a través de este componente, se consideran las características intrínsecas del fenómeno atendido por la política y sobre esa plataforma se discierne sobre las posibilidades reales de obtener el cambio social pretendido por aquellas.

En ese contexto, los principales elementos o variables que deben abrigar la investigación de la complejidad del fenómeno atendido son: a) dificultades en el manejo del cambio, que se refiere a las dificultades para medir los cambios en la gravedad de ciertos problemas, así como para relacionar esos cambios con las modifi-caciones deseadas en el comportamiento de los grupos objetivo y para desarrollar la tecno-

entre otros.

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logía adecuada que permita capacitar a los grupos objetivos en el establecimiento de tales cambios; b) diversidad del comportamiento prohibido, planteado en torno a la hipótesis siguiente: mientras más difícil sea la diversidad del comportamiento, más difícil será la formu-lación e implementación de las soluciones; c) magnitud de las modificaciones requeridas en el comportamiento, que se determina por el número absoluto de personas que forman parte de los grupos objetivo fundamentales y de la cantidad de cambios que se les demanda. La hipótesis es, pues, que a mayor cantidad de cambios requeridos en el comportamiento, más difícil será lograr una implementación exitosa.

En el estudio efectuado sobre el Programa Salas de Nivelación, no se logró identificar un mecanismo gubernamental articulado de medición de la variabilidad o gravedad del fenómeno del trabajo infantil. Solamente a través de la Encuesta de Hogares de Propósitos Múltiples, desde el año 2005, se logra tener un acercamiento al fenómeno y se conoce el número de niños y niñas trabaja-dores y algunas de sus características de vida. En lo concerniente a la diversidad del compor-tamiento prohibido, esto es el trabajo infantil, con franqueza debo decir que no incidió en el proceso de implementación, pues el programa fue diseñado para atender el trabajo infantil sin considerar todas las variantes de trabajo identificadas en las zonas atendidas; tampoco afectó la magnitud de las modificaciones requeridas, pues la teoría del cambio se enfi-laba por encontrar una ruta que facilitara que los NNA trabajadores dejaran de desarrollar dichas actividades, acción con la cual existió un encuentro de posturas entre beneficiarios y gestores.

Puedo decir, entonces, que la “complejidad cualitativa” del fenómeno atendido no dejó su impronta en la ejecución del programa, como sí lo hizo la “complejidad cuantitativa”, por cuanto el número de niños atendidos por las salas de nivelación fue escasamente trascen-dente a nivel nacional.

Al efectuar un balance general de las condiciones encontradas en el programa sobre las variables que se integran en la dimensión programática, puedo sintetizar que los datos relativos a los componentes de eficiencia comunicacional y de recursos (con la puntua-lización de la decisión política abordada y del mecanismo alterno para salvar las dificultades en la disociación entre autorización y desem-bolsos), así como la existencia de controles y la adecuada planificación del número de beneficiarios, constituyeron verdaderos baluartes en el proceso de implementación del Programa Salas de Nivelación, condiciones, insisto, que deben garantizarse desde el plano en que se encuentre el actor político para asegurar la eficacia y el impacto positivo de las intervenciones.

V.2. Dimensión reguladora

La dimensión reguladora es aquella cate-goría analítica que incluye componentes y variables relacionados con el conjunto de elementos normativos y no normativos que regulan las actuaciones de los actores intervi-nientes, así como su interrelación.

Para el adecuado análisis de los programas de política pública en el marco de esta dimen-sión, considero irremplazable estudiar los siguientes componentes:

i) Grado de rigidez del marco regulatorio para el cumplimiento de los objetivos

Componente analítico referido al nivel de flexibilidad que la normativa vinculada con el problema atendido o el programa público permite a los operadores. Tratándose de un procedimiento de implementación, la intros-pección de tal categoría se inclina a visualizar la regulación de los procedimientos internos que regulan las operaciones dentro de la organización implementadora, con la idea de que cuanto menor espacio de discrecionalidad exista, mayores son las posibilidades de encon-

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trar o de que se generen inconvenientes en la ejecución de acciones concretas29.

En este sentido, habrá que decir que la flexibilidad puede razonarse bajo una bifurca-ción: a) flexibilidad para la actuación e interre-lación entre las organizaciones intervinientes en la implementación; y, b) flexibilidad para el cumplimiento de acciones concretas por el personal operativo.

Sobre el primer aspecto, de la investigación efectuada en el Programa Salas de Nivelación resultó ser que las actividades administrativas –financieras y contraloría especialmente– se encontraban reguladas con explicitud –y con significativo nivel de rigidez– en el marco normativo del programa30, por lo que, salvo el caso de mecanismo alterno para solventar los retrasos en los desembolsos de los fondos públicos, las organizaciones intervinientes tenían un exiguo espacio de maniobra en sus operaciones.

Sin embargo, en lo concerniente a las acciones concretas del personal operativo, se descubrió un importante margen de discre-cionalidad en lo referido a la utilización de herramientas o estrategias metodológicas para el proceso “enseñanza-aprendizaje”, que en definitiva incidieron de forma capital en la buena marcha del programa, pues a través de ellas los promotores educativos –street level bureaucrats– lograban aplicar las acciones

educativas pertinentes para logar, en primer lugar, la motivación de los beneficiarios y su impacto en la asistencia y persistencia dentro del programa; y, en segundo lugar, disminuir la brecha académica existente entre la NNA atendidos y el promedio nacional, constitu-yendo así las pequeñas “vueltas de tuerca” que –entre otros elementos– volvieron factible la ejecución de las salas de nivelación.

De lo evidenciado, pareciera ser que la flexibilidad normativa es aconsejable para actividades de naturaleza esencialmente opera-tiva, pues dota de capacidad de reacción a los niveles subordinados ante las circunstan-cias que regularmente afrontan y que por su variedad no pueden ser incluidas de forma taxativa en los ordenamientos normativos; sin embargo, esta característica podría constituir un riesgo en aquellas decisiones estratégicas que se vinculen con la orientación macro de los programas y de las organizaciones rela-cionadas con su implementación, las cuales deberán estar provistas de parámetros de certeza como una garantía del respeto a la naturaleza pública de la intervención en la que se involucren.

ii) Capacidad de la ley31 para estructurar el proceso de implementación

De la lectura de Sabatier & Mazmanian (1981: 340-343), se descubre la necesidad de analizar el grado en que la ley estructura

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raron la vigencia y desarrollo del programa.30. Así queda previsto en las cláusulas cuarta, quinta y octava de los convenios de subvención y en los Linea-

Programa de Educación Inclusiva31. En este caso, entenderemos ley no en un sentido formal, sino en sentido material. Una ley en sentido

formal es aquella que, para su plena vigencia, ha transitado por todo el cauce constitucional del proceso

de voluntad soberana emanada del órgano constitucionalmente establecido para cumplir con tal función: la Asamblea Legislativa. Una ley en sentido material es todo cuerpo normativo que, teniendo plenitud y fuerza normativa, para su entrada en vigor no ha cursado los canales constitucionales antes expresados, sino que su aprobación, por facultad derivada, corresponde a otros órganos diferentes al Legislativo. Tal es el caso

instructivos del Ejecutivo, para citar algunos ejemplos.

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coherentemente el proceso de implemen-tación. Para descifrar tal estructuración, fue necesario auxiliarse de las siguientes variables: a) integración jerárquica dentro y entre las entidades intervinientes, lo cual es necesario para identificar la presencia o no de uno de los principales obstáculos que pueden aparecer en el proceso de implementación de cualquier intervención pública con varios actores: la difi-cultad de coordinar las acciones; b) reglas de decisión de las instituciones encargadas, en el sentido de que una ley puede influir más fuer-temente en el proceso de implementación si formula las normas de decisión que las depen-dencias encargadas de la implementación deberán respetar en casos imponderables; y c) asignación de responsabilidades a las agencias externas al programa y grado de compromiso de los empleados operativos con los objetivos normativos, pues, estableciendo la existencia de tales condiciones, se parte del supuesto de que el camino de una buena implementación se ve allanado y fortalecido.

Es evidente que el enfoque top down de las políticas públicas –por estar fundamentado esencialmente en los patrones demarcados en la ley o normativa– tiñe el anclaje de este componente de modo que, interpretado aisla-damente, puede conducir a conclusiones defi-cientes o insuficientes sobre el éxito o fracaso de una intervención pública.

Con esta salvedad, parto diciendo que la jerarquía entre los organismos intervinientes en el programa analizado fue claramente fijada en la normativa, quedando expuesta la relación de entidad rectora y entidad implementadora, esta última subordinada a aquella en el cumplimiento de las directrices y objetivos. En tal sentido, puede interpre-tarse que el Programa Salas de Nivelación no registró mayores problemas de coordinación de acciones a causa de la jerarquía de las enti-dades formales intervinientes. Sin embargo, desde esta óptica legal, dicha virtud y sus consecuencias pudieron ponerse en riesgo a causa de que la normativa presentaba un espacio limitado para la participación de

agentes externos y para la solución en casos de acontecimientos no ponderados, situación que los especialistas han identificado y regis-trado como un riesgo para el avance de las acciones.

Me parece necesario llamar la atención sobre el siguiente punto: pese a que la ley no prefiguró las responsabilidades del personal operativo, el compromiso de estas personas con los objetivos del programa resultó ser la piedra angular de su implementación. En efecto, se produjo una expresión unísona en torno a que los promotores educativos supe-raron las expectativas en el cumplimiento de sus obligaciones, tanto en la calidad como en cantidad, lo que se debió a la entrega e ilusión con que estos actores del nivel más bajo de la escala jerárquica desarrollaron su tarea.

De ahí que los formuladores y analistas de las políticas debemos detenernos a reflexionar sobre la validez de los postulados normativos en los que estas se insertan, cuando no se precian elementos tan capitales como la gene-ración de condiciones propicias para su ejecu-ción, como es el caso del valor adicional que toman los niveles “de a pie” o los empleados “de ventanilla” dentro de la escala jerárquica. Y de esta forma, resuena una vez más lo dicho por Van Meter & Van Horn (1975): “Los operadores de los niveles inferiores pueden ejercer un poder que no corresponde con el asignado a sus posiciones formales dentro de la organización”, uno que, a lo mejor, ni ellos imaginan.

V.3. Dimensión de actores

Basados en la teoría de juegos, podemos afirmar con Scartascini et al. (2010) que la calidad de la implementación de cualquier política estará supeditada a la calidad del proceso de su producción, el que a su vez será condicionado por el juego entre los actores protagonistas e intervinientes en el mismo.

Scartascini et al. (2010) conciben el proceso de implementación como un proceso

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de negociaciones e intercambios entre actores políticos con la finalidad de obtener ciertos réditos particulares, intercambios que pueden ser consumados instantáneamente o como una promesa frente a actuaciones futuras. Bajo esta arista, existe un rol fundamental en el proceso de implementación desarrollado por los distintos actores que intervienen en él, situa-ción que refuerza el interés de todo analista de una política pública para desentrañar sus interacciones.

Desde ese marco, dos son los componentes que nos permiten un acercamiento al conte-nido de esta dimensión: estabilidad coopera-tiva y complejidad de la acción conjunta.

i) Estabilidad cooperativa

La invariabilidad, persistencia, perma-nencia o fijeza de los acuerdos adoptados en ese marco de interacciones entre dos o más actores involucrados en la ejecución de un programa de política pública son importantes para encaminar una buena ejecución de las acciones. De la obra editada por Scartascini et al. (2010), se vislumbra la importancia que tal componente guarda bajo la lógica siguiente: a mayor estabilidad cooperativa, mayores posi-bilidades de éxito en el cumplimiento de los objetivos de la política. Por eso, las variables obtenidas de la literatura que nos permitieron conocer el contenido de este componente en el programa analizado han sido: a) la existencia de decisiones consensuadas; b) la unidad de acción y jerarquía entre los actores, considerándose a ambos como un respaldo a la buena implementación.

Al respecto, debe decirse que la existencia de un rango jerárquico entre las instancias involucradas, no excluyó –por su naturaleza misma– la existencia de decisiones tomadas en consenso (como la formación de los planes de trabajo, calendarización de actividades, atención de determinados contextos sociales, etc). Y esto acaso debe observarse como una buena práctica de implementación, pues justa-mente las capacidades que confieren las enti-

dades implementadoras –en el caso de inter-venciones como la presente, una especie de anticipo de asocios público-privados– deben generar una apreciación de las acciones y su actuación debe encaminarse a la potenciación de sinergias con las entidades rectoras de las políticas.

ii) Complejidad de la acción conjunta

De la obra de Pressman & Wildawsky (1998), es fácil advertir la siguiente premisa: la intervención de muchos actores en el proceso de implementación es uno de los principales riesgos operativos en esta fase. A juicio de estos autores, cuantos más intervinientes existan, mayores son las posibilidades de que se presenten inconvenientes en el proceso de implementación. Aguilar Villanueva (2000: 49) agrega que la complejidad de la coope-ración es el determinante de que no sucedan –o sucedan fuera de tiempo y sin impacto– las acciones que era previsible y esperable ocurrieran, porque eran congruentes con las condiciones iniciales.

Para definir el contenido de dicha categoría analítica, de la mano de Aguilar Villanueva (2000) y de Rein & Rabinovitz (1978) se valoraron los siguientes aspectos que pueden alterar los procesos de implementación:

a) Multiplicidad de participantes y perspec-tivas. Siguiendo al autor mexicano, cuando esta circunstancia se presenta, existirán variadas observaciones y propuestas en torno a las acciones por adoptar, y, aunque estas no recaigan fuera del marco global de la orien-tación y de la instrumentación de la política, sus especificaciones suelen generar conflictos, malos entendidos, confusiones o retrasos.

b) Multiplicidad de puntos de acuerdos o claros. Siguiendo a la letra a Pressman & Wildavsky, Aguilar Villanueva plantea (2000: 51): “Cada vez que se requiere un acto de acuerdo para que el programa pueda seguir adelante, se le llamará ‘punto de decisión’. Cada punto en el que se requiere que un parti-

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cipante por separado dé su aprobación, se le llamará ‘claro’”. Dicho de otro modo, en todo proceso de implementación se presentan deci-siones de acción colectiva, y existen puntos en los que uno o varios actores tienen poder de vetar la forma, el contenido o el tiempo de la decisión cooperativa. En ese contexto, a juicio del autor, si no se obtiene el consenso de cada uno de los actores participantes en torno de la decisión tomada, el proceso de implementa-ción no puede seguir adelante.

c) Amplitud o brevedad del circuito entre decisor e implementador. Coincidiendo con Pressman & Wildavsky, Meny & Thoenig (1992) consideran que, en la medida en que existan más intervinientes entre quien toma las decisiones y quien las ejecuta, existirán mayores posibilidades de que el proceso de implementación se distorsione o se complique.

En el caso concreto, la investigación reveló que los componentes analizados dentro de esta dimensión se erigieron como otras de las fortalezas en la implementación del Programa Salas de Nivelación. Afirmo tal premisa con ocasión de la moderada presencia de actores intervinientes —esencialmente MINED, FUSAL, sus respectivos niveles organizativos de recurso humano, directores de centros escolares y líderes comunales, sin obviar a sus beneficiarios directos— y su exigua presencia en la escala formal: únicamente la entidad rectora y la implementadora. La característica en mención facilitó el ascenso de acuerdos cuando el disenso pudo existir, generó lazos comunicacionales breves y relativamente poco formales, que agilizaron la toma de deci-siones y la ejecución de acciones, entre otras ventajas que la naturaleza de este trabajo no me permite advertir.

V.4. Dimensión organizacional

Todo análisis de la implementación de una política pública no debe apartar un enfoque o encuadre organizacional por el cual se revelen la estructuración de las entidades encargadas, sus sistemas de control, el régimen regulatorio

de los recursos humanos, entre otros aspectos, pues tales elementos son un prisma del cumplimiento de las finalidades de las organi-zaciones y de las actividades en las que estas se involucren, para el caso, la implementación de un programa de políticas públicas.

He creído apropiado abordar esta dimen-sión de estudio a través de los siguientes componentes:

i) Cultura de acatamiento

Van Meter & Van Horn (1975) plantean el concepto de acatamiento como una base para la comparación de las organizaciones. En su opinión, este elemento permite comparar muchas de las características de las organiza-ciones complejas, como las metas que persi-guen, sus estructuras, sus mecanismos de moti-vación, el poder y la interacción que ejercen sus élites y los tipos de consenso que logran y sus sistemas de comunicación y socialización.

En tal sentido, la variable que consideré conveniente adoptar para aproximarme a este componente ha sido el poder coactivo (Van Meter & Van Horn, 1975: 108). Este se refiere a la capacidad de aplicación o amenaza de aplicación de sanciones, lo que puede ser necesario en determinados casos para alcanzar la adhesión a las reglas y objetivos de la organización. Con certeza, se puede sostener que el poder coactivo de cada orga-nización estará estrechamente relacionado con la disposición de un estatuto regulatorio de las conductas organizacionales –o laborales, si se prefiere– al cual el nivel operativo se encuentre subordinado.

Según lo recabado, el reglamento interno y el manual de ética de FUSAL constituyeron valiosos elementos de estructuración de la capacidad sancionatoria de dicho organismo. Tales construcciones normativas constituyen un fragmento destacado del soporte básico que la entidad implementadora –como cualquier otra organización– se atribuyó para garantizar sus finalidades, aunque, por regla general, en

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el marco del programa fueron de innecesaria aplicación. En suma, puede decirse que la presencia de esta variable –pese a que no se recurrió a ella– otorgó a FUSAL una condición importante para la buena marcha de la imple-mentación de toda actividad que emprendiera, incluyendo, por supuesto, la gestión ejecutora del Programa Salas de Nivelación.

ii) Poder de los funcionarios de niveles inferiores

Como ya fue señalado, los operadores de los niveles inferiores pueden poseer consi-derable espacio de poder fáctico que no corresponde con el que formalmente les ha sido adscrito dentro de la escala jerárquica de la organización. De esta manera, se suele decir que el control jerárquico dentro de una organización nunca es perfecto y que en la construcción de las redes de interacción ad intra, pueden generarse posicionamientos de poder en los niveles más bajos de la escala jerárquica.

Por eso, consideré importante —junto a Van Meter & Van Horn (1975)— observar como variables de análisis de esta fracción de la realidad: a) el nivel de discrecionalidad de los operativos; y, b) el grado de conocimiento de los funcionarios de las actividades de sus subalternos.

En el Programa Salas de Nivelación, como se dijo previamente, la discrecionalidad de los promotores educativos fue muy limitada, aunque el escaso margen que se les concedió fue operado en un tema álgido para el éxito de esta clase de estrategia educativa: la motivación de los beneficiarios y el fortale-cimiento de sus capacidades académicas, a través de las herramientas pedagógicas que el promotor considerara apropiadas. Sobre sus actuaciones, existía un programa de visitas periódicas y aleatorias dispuesto para ser

ejecutado conjuntamente tanto por funciona-rios de MINED como FUSAL, razón por la que el diseño organizativo, en este punto, puede calificarse como pertinente y aconsejable para una adecuada implementación.

iii) Características de las instancias responsables de la implementación

Se parte de la reflexión efectuada por los especialistas de la política burocrática en cuanto que las características de las agencias administrativas influyen en su desempeño político, considerando tanto los rasgos estruc-turales formales de las organizaciones como los atributos informales de su personal.

Profundizar en tal aspecto supuso investigar las percepciones de los actores clave alrededor de las características de las organizaciones que pueden tener efectos diversos en su capa-cidad para implementar una política, entre las que incluimos: a) competencia del personal y tamaño de la agencia implementadora; b) recursos políticos32 de la agencia implemen-tadora; c) nexos formales o informales de la agencia implementadora con el grupo encar-gado de la elaboración de la política.

La competencia del personal operativo fue señalada –junto con su compromiso– como las claves de la buena implementación del programa. Casi sin exclusiones, la mayoría de los promotores contaba con capacidades suficientes para el desarrollo de las tareas que les eran asignadas. Por otra parte, dado que estos actores eran convocados con frecuencia a capacitaciones como parte del diseño operativo del programa, existía un mecanismo institucio-nalizado para la consolidación o incremento de esas capacidades. Se adujo que el número del personal operativo fue el apropiado para el logro de sus objetivos, según el diseño del programa: un promotor educativo para cada 25 niñas, niños o adolescentes atendidos.

32. Propongo que entendamos por tal concepto los apoyos de los actores políticos (diputados, alcaldes, minis-

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En lo que respecta a los recursos políticos de FUSAL, puede decirse que estos fueron decisivos para la implementación en la diná-mica siguiente: en la medida en que tuvo los apoyos de determinados actores públicos, el programa marchó sin inconvenientes; una vez se desvanecieron tales apoyos, dadas las circunstancias políticas, la funcionalidad del programa se atenuó. No obstante ese pano-rama, los nexos informales que surgieron entre los niveles técnico gerenciales de la agencia implementadora y del organismo rector, mantuvieron “a flote” la nave hasta donde les fue posible.

iv) Actitud de los encargados de la implementación

Al ser el brazo mecánico para la ejecución de las acciones concretas de una política pública, para el análisis de la implementa-ción de las salas de nivelación, resultó crucial enterarse de la actitud de los empleados de nivel operativo. Al efecto, siguiendo los pasos proporcionadas por Van Meter & Van Horn (1975: 109) se estimó preciso profundizar en los siguientes aspectos: a) conocimiento de la política33 por el personal operativo y su posi-ción frente a una posible colisión de intereses entre lo que la política persigue y sus creencias personales; b) orientación e intensidad de su respuesta frente a la política, refiriéndonos a la aceptación, neutralidad o rechazo que los empleados del nivel inferior tienen frente a la política, dado que los encargados de la imple-mentación –según la teoría administrativa– pueden hacer fracasar su ejecución cuando rechazan los objetivos contenidos en ella o favorecer el potencial de una ejecución exitosa si los aceptan.

La política de difusión y capacitación de FUSAL como parte de sus obligaciones en la ejecución del programa permitió que los promotores educativos conocieran todos los plexos de la intervención pública. Respecto del segundo aspecto mencionado en el párrafo

precedente, según se dijo, dada la connotación social de las finalidades del programa, no se encontraron ni oposiciones ni colisión de inte-reses por parte de los promotores. Al contrario, ha quedado sentenciado que su compromiso frente a la operación del programa fue un baluarte de su buena operación.

v) Rigidez burocrática interna de la organización

Meny & Thoenig (1992: 163) plantean que cualquier esfuerzo por mejorar la calidad de las políticas deberá pasar por un proceso de implementación en el que se reconozca como natural la rigidez burocrática de las organi-zaciones y, a partir de esa premisa, construir alternativas de viabilización. Van Meter & Van Horn (1975: 113), postulan –a partir de Kaufman– que es más probable que la imple-mentación sea efectiva cuando no se le exige a la dependencia implementadora ninguna reorganización drástica.

Por eso, ha sido importante, para exponer el contenido de dicho componente, considerar la magnitud del cambio requerido por la orga-nización, a causa de la implementación del programa, mediante la cual se trasluce si la entidad encargada de la implementación ha sufrido alguna reorganización como conse-cuencia de su intervención en dicho proceso o si la implementación ha alterado sus funciones y valores o los de su personal.

Al respecto, es significativo subrayar que la estructura y dinámica organizativa de FUSAL, quiero decir, su estructura, sus componentes, su funcionamiento, sus funcionarios entre otros elementos, no sufrieron alteraciones a causa de la implementación del programa. Al contrario, los indicadores encontrados pare-cieron sugerir que esa base de organización fue apreciada cuando el MINED decidió confe-rirle la “concesión”. Sí debe mencionarse que la alteración “sufrida” por la entidad imple-mentadora se acusó casi exclusivamente en el

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incremento del personal operativo contratado para ejecutar las acciones a nivel nacional, pues debe recordarse que, antes de la exclu-siva operación del programa por parte de esta agencia, cuando el programa era financiado y regenteado por la Organización Internacional del Trabajo (2003-2006), ya FUSAL era la encargada de una treintena de salas de nivelación.

VI) Epílogo

Quiero finalizar reafirmando mi creencia en que la implementación de una política pública no puede ser idealizada como una etapa técnica, mecánica, desprovista de conflictos, esto es, como una etapa de simple ejecución de los acuerdos políticos expre-sados, por lo general, en su formulación. La implementación, como se dijo replicando a Roth Deubel, es la continuación de la lucha política con otros medios y en otros escenarios o, al menos, por la naturaleza misma de las relaciones humanas e intereses corporativos que en ella se ciernen, entraña un germen de conflicto que puede alterar los objetivos de una política disminuyendo su impacto, desviando sus resultados o convirtiéndoles en expresiones simbólicas, aunque estos gocen de altas dosis de tecnicismo en su confección y coherencia con la realidad.

Bajo esa orientación, me atrevo a sugerir que, cuando el formulador toma “lápiz” y empieza a darle forma a una intervención pública, debe reconocer la importancia de los factores descubiertos en este trabajo como plataformas para maximizar la correcta imple-mentación. En otros términos, el legislador, el actor político, cualquiera sea el “apellido” que adopte el formulador, debe comprender que una política pública no concluye con la sola emisión de una ley, decreto o de una orden de alto contenido político, suponiendo que el mundo administrativo no tiene nada que decir o aportar a sus decisiones y que en este ámbito se acatarán sin réplicas sus postulados.

El caso de las salas de nivelación puede tenerse como un programa exitoso, bastante bien estructurado e implementado, que tuvo su crepúsculo por causas ajenas a una deficiente gestión. Así, al efectuar una ponderación global de la implementación de este programa, acaso una catarsis, resulta ineludible señalar como baluartes o fortalezas, sin ánimo de agotar sus elementos favorables, que deben entenderse como una carta de “buenas prác-ticas” los siguientes puntos:

a. La actuación de los promotores educa-tivos: su compromiso con el programa y sus valores, así como sus capacidades para la ejecución de las tareas encomen-dadas sentaron, sin duda alguna, pilares muy importantes en el proceso descrito. Me atreveré a afirmar, en ese contexto, que esta ventaja no ha sido producto de la casualidad, sino que ha sido construida deliberadamente mediante los procesos de reclutamiento, selección, inducción y aprendizaje profesional que la implemen-tadora desarrolló previamente y durante la ejecución del programa.

b. El moderado número de actores inter-vinientes, su estabilidad cooperativa y la brevedad de los circuitos comunica-cionales: características que permitieron mayor fluidez en la toma de decisiones, en los puntos de acuerdos y resolución de los desacuerdos y en la comunicación inter e intraorganizativa.

c. Los controles existentes facilitaron la comprobación y verificación del cumpli-miento de los objetivos programáticos a través de la supervisión de las acciones del personal operativo.

d. El claro establecimiento de la jerarquía entre las instancias intervinientes, que a su vez facilitó la adopción de las decisiones en los casos en los que existieron posturas divergentes.

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e. Los mecanismos alternos para la solución de los retrasos financieros fue un elemento crucial para evitar el retraso e incluso la descomposición de algunas de las acciones del programa.

Quizá los principales sesgos que presentó el programa fueron su limitado alcance a escala nacional, lo que produjo un débil impacto en el fenómeno social atendido –aspecto que no es propio de un análisis de implementación, sino de las fases de formulación y evalua-ción– y, por supuesto, la marcada vinculación que se hizo de la entidad implementadora con determinadas organizaciones políticas, lo cual determinó, en gran medida, el ocaso del programa.

Finalizo externando mi esperanza de que en el futuro las decisiones de gobierno –quiero decir, todos los estratos de poder público– no sean adoptadas y abordadas como una reac-ción frente a las coyunturas sociales o comu-nicacionales –lo que generalmente provoca un descuido de la comprensión o reunión de una plataforma de garantías para el éxito de esas decisiones–, sino que sean construidas de forma articulada, considerando a los actores implicados, especialmente a los beneficiarios o perjudicados, y sobre esa base se generen las condiciones de realización y garantía que se han señalado.

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Una revisión crítica de algunos presupuestos sobre la democracia a propósito del caso salvadoreño

Carlos Iván Orellana*

Resumen

Este escrito tiene por objetivo exponer una serie de críticas hacia la democracia en tanto fenómeno político y en cuanto objeto teórico de estudio. Para ello se realiza un somero repaso de las características generales que adoptaron los procesos de transición política y de consolidación de la democracia ocurridos en El Salvador, en los cuales se verifican al menos dos aspectos llamativos: el estanca-miento de las libertades civiles y la ausencia de la faceta social de la democracia; y, en un nivel teórico, el recurso explicativo para dar cuenta del proceso democratizador salvado-reño responde al paradigma de la transitología. El escenario anterior es el que da la pauta para reunir y exponer un conjunto de críticas a la democracia que, se cree, suelen ser poco consideradas en los análisis contemporáneos al uso, a saber: la innovación conceptual apare-jada a la posible obsolescencia del paradigma de las transiciones y el carácter ideológico de la democracia. La crítica hacia la democracia, en tanto objeto de lo real y como entelequia académica, debe ser considerada como un ejercicio académico pertinaz si lo que se busca es el mejoramiento y la profundización de sus propias aspiraciones como sistema sociopolítico.

* Doctor en Ciencias Sociales. Docente del Departamento de Psicología de la Universidad Centroamericana

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356 Una revisión crítica de algunos presupuestos sobre la democracia

Y si ese improbable curioso insiste en esa actitud tan científica que es la duda ante una afirmación que no puede comprobar por sí mismo, no tardará en encontrarse con algún espíritu crispado que le espete: “¿Pero tú qué quieres?, ¿destruir la ciencia?, ¿volver a la barbarie?”. La misma crispación que asal-taba a los teólogos ante la irreverencia de los libertinos, la misma crispación que asalta a los creyentes en la democracia ante las críticas a su creciente impopularidad.

Emmánuel Lizcano, Métaforas que nos piensan

1. La democracia en El Salvador: procesos y vicisitudes

1.1. La transición hacia la democracia (política)

Con poco más de dos décadas de anda-dura, la democracia salvadoreña puede catalogarse como un régimen político joven. Su aparición se adscribe al marco general del fenómeno global que fue la tercera ola de democratización (Huntington, 1994). Entendiendo una transición política, en los términos de la sencilla formulación de O’Donnell y Schmitter (1986), como el lapso que existe entre un régimen político y otro sin que se tengan garantías del punto de llegada, es claro que la celebración de elecciones mien-tras se desarrollaban conflictos armados, y cuando aún el ejército contaba con un amplio control sobre diversos aspectos de la organi-zación social, constituyó un momento transi-cional o cuando menos un momento de libe-ralización o apertura del régimen autoritario, pero un indicio claro al fin de una tendencia democrática en ciernes (Torres-Rivas, 2007a; 2007b). Artiga-González (2002) es quien mejor perfila este período predemocrático para el caso salvadoreño. Justamente el autor se remonta al período del conflicto armado para empezar a dibujar la transición salvadoreña y asigna a 1992, cuando se firman los Acuerdos de Paz, el final de la misma. Artiga-González, en consonancia con Montobbio (1999),

sostiene que la transición política habría comenzado con el golpe de Estado producido el 15 de octubre de 1979 y habría llegado a su término con la firma e implementación de los Acuerdos de Paz entre los años de 1992 y 1994. Con el golpe de Estado de 1979, se produce una conmoción en el orden de las cosas, de tal manera que las reglas del juego se ven modificadas; asimismo, de ese evento surgirá a la postre un nuevo marco normativo, una nueva Constitución Política. Pasando por la firma de la paz, “las nuevas reglas de acceso al poder” habrían sido marcadas por la puesta en marcha de los comicios celebrados en 1994, los cuales no en vano fueron deno-minados en su momento como “las elecciones del siglo”, debido a que se constituyeron en los primeros eventos electorales en los que participó la izquierda a través del sistema de partidos políticos como una fuerza política respetuosa de los inciertos resultados de la democracia.

Efemérides aparte, para Zamora (2001) es posible probar que la transición finalizó en El Salvador a partir de la superación del estado de violencia política aguda (el cese definitivo y exitoso de la lucha armada) y por la supe-ración del militarismo (una característica deci-siva del régimen salvadoreño hasta la década de los ochenta del siglo pasado); y en tercer lugar, debido a la introducción de reformas importantes en el aparato institucional del Estado a la par de la puesta en marcha de prácticas políticas nuevas. Lo que se abrió al final de la transición con los Acuerdos de Paz fue nada menos que la reforma política más importante de la era contemporánea de El Salvador. Córdova, Ramos y Loya (2007) precisan que los Acuerdos aportaron de forma sustantiva, primero, el éxito y la irre-versibilidad de los procesos en marcha. Más de fondo, impulsaron una profunda reforma política que sentaría las bases para institucio-nalizar las elecciones e instaurar un régimen democrático sobre la base de tres medidas principales: la desmilitarización del Estado, que implicaría la transformación institucional de la Fuerza Armada y sus prerrogativas; la

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institucionalización de la democracia electoral como único medio legitimo para acceder al poder del Estado (se creó el Tribunal Supremo Electoral y el nuevo Código Electoral, y se incorporó la guerrilla como partido político volviendo inclusiva la competencia política); y por último, se crearon condiciones para la vigencia del Estado de Derecho (creación de la Procuraduría para la defensa de los Derechos Humanos; mejora el respeto a los derechos humanos y en particular, los derechos civiles y políticos; la autonomía de los órganos del Estado fue fortalecida y se profundizó la reforma judicial). En suma, los Acuerdos inau-guran un proceso de modernización y flexi-bilización del régimen político para volverlo más inclusivo, para sentar bases de igualdad en la contienda política y para prescindir de la violencia como forma de dirimir el conflicto político (Whitehead, Guedán, Villalobos y Cruz, 2005).

Sin embargo, no se trata de una serie de procesos y acontecimientos exentos de factores capaces de condicionar la calidad del proceso democratizador en curso. Según Artiga-González (2002), los Acuerdos de Paz se llevaron a cabo como una negociación fundamentalmente política y habrían sido el producto de la incidencia de diversos actores, tanto internacionales (como Estados Unidos y la Organización de las Naciones Unidas) como nacionales, en particular las élites y las masas (el demos), pero ambos desempeñando roles de muy distinta naturaleza. En última instancia, y este es un punto muy importante, se considera que los actores políticos nacio-nales que “hicieron” la transición fueron las élites. Como resultado, las necesidades de las cúpulas, y no las del demos, habrían sido las que coparon la agenda de las transforma-ciones en curso. En este escenario es que el autor califica la situación que se va fraguando al final de la transición como elitismo compe-titivo, es decir, una situación de disputa elec-toral y de intereses entre élites que deja al margen de las decisiones a la gran mayoría de la población. Siguiendo a Burton, Gunther y

Higley (1992), desde el punto de vista polito-lógico, una élite puede entenderse como una agrupación que, en virtud de su posición estra-tégica en organizaciones poderosas (políticas, económicas, profesionales, medios de comu-nicación, etc.), cuenta con la capacidad de incidir en los procesos y productos de la vida política nacional de forma regular y sustancial.

Por otro lado, igualmente con el período transicional se produjeron diversos fenómenos que hablaban de los reacomodos sociales que se estaban produciendo. Las migraciones masivas hacia el exterior y en el interior del país marcarían la pauta de la expresión popular y en afinidad con ésta, algunos sectores de la población habrían optado por el progresivo desinterés en la política, lo que acentuaría la distancia entre las elites y las masas. Indicadores de este fenómeno serían la tendencia a la baja en la participación en los comicios electorales de la primera década del siglo, así como el progresivo fortalecimiento de la percepción ciudadana de que la política y los políticos no representan las necesidades del pueblo (Cruz, 2001). Abandonar el país y alejarse de la política constituyen síntomas del desencanto, una importante manifestación de la cultura política que, se cree, se ha acen-tuado, al menos, debido al mismo devenir de la democracia, por influjo de la crisis econó-mica internacional y de la difícil situación socioeconómica del país.

Una fotografía general del proceso demo-cratizador que se ha esbozado antes, donde se incluya la transición política, la incidencia de los Acuerdos de Paz y el inicio de la progresiva institucionalización de la democracia electoral hasta las elecciones de 1994, puede perfilarse a partir del monitoreo longitudinal que sobre derechos políticos y libertades civiles realiza la organización Freedom House. Según esta organización, a grandes rasgos, el monitoreo de derechos y libertades se apoya en criterios básicos derivados de secciones relevantes de la Declaración Universal de Derechos Humanos, y su pesquisa se fundamenta en

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el presupuesto de que la libertad se alcanza mejor en sociedades democráticas liberales1. Asimismo, la valoración de Freedom House sobre la situación de los derechos políticos en un país incluye aspectos referidos a la calidad del proceso electoral (si los cargos principales son elegidos por medio de elecciones libres y limpias o si el proceso se desarrolla apegado a la ley); a la existencia de pluralismo político y participación (existencia de diversidad ideoló-gica partidaria, de oposición política, ausencia de coerción por parte de grupos poderosos nacionales o internacionales o el respeto de los derechos de minorías); y a la evaluación del funcionamiento del Gobierno (si los funcionarios elegidos son los que finalmente toman las decisiones, si existe o no corrup-ción, transparencia y rendición de cuentas).

Por su lado, la valoración sobre la calidad de los derechos civiles incluye estimaciones sobre la existencia de libertad de expresión y de creencias (libertad de prensa, libertad acadé-mica, etc.); el derecho de asociación (libertad de reunión, de demostración o discusión, entre otras); la vigencia del Estado de derecho (independencia del sistema de justicia, protec-ción contra la tortura o el encarcelamiento injustificado, por ejemplo); y la posibilidad de autonomía personal y derechos individuales (existencia de libertad de desplazamiento, libertades sociales como igualdad de género o la ausencia de explotación económica). Como puede apreciarse en la tabla 1, entre 1979 y 1994, El Salvador experimentó una evolución significativa, especialmente en cuanto a la ampliación de derechos políticos.

1. En el sitio electrónico de Freedom House (www.freedomhouse.org -norizada sobre la historia del monitoreo, la metodología empleada y los presupuestos de base que sirven

evolución que ha experimentado su respectiva situación de derechos políticos y libertades civiles.

Tabla 1: Situación de derechos políticos y libertades civiles durante la transición política salvadoreña

Año Derechos políticos Libertades civiles Estatus

1979 5 5 Parcialmente libre1980 5 4 Parcialmente libre1981 5 5 Parcialmente libre1982 4 5 Parcialmente libre

1983-84 4 5 Parcialmente libre1984-85 3 5 Parcialmente libre1985-86 2 4 Parcialmente libre1986-87 3 4 Parcialmente libre1987-88 3 4 Parcialmente libre1988-89 3 3 Parcialmente libre1989-90 3 4 Parcialmente libre1990-91 3 4 Parcialmente libre1991-92 3 4 Parcialmente libre1992-93 3 3 Parcialmente libre1993-94 3 3 Parcialmente libre1994-95 3 3 Parcialmente libre

Fuente: Elaboración propia según datos de www.freedomhouse.org. Freedom in the World: Country Scores, 1973 – 2013. Los puntajes de derechos y libertades oscilan entre 1 y 7: entre 1.0 y 2.5 el país se considera libre; entre 3.0 y 5.0 el país se considera parcialmente libre; entre 5.5 y 7.0 el país se califica como carente de libertades.

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Durante el período transicional, El Salvador fue considerado como un país parcialmente libre. Según Freedom House, un país con dicho estatus es aquel donde existe un respeto limitado por los derechos políticos y las libertades civiles. Estados con libertad parcial podrían llegar a verse sometidos a problemas diversos, tales como la corrupción, un endeble estado de derecho, persecución a minorías, un escenario donde un solo partido domina, a pesar de existir un aparente plura-lismo, limitaciones en el funcionamiento de los partidos políticos y de los grupos opositores, así como la existencia de influencia extranjera o militar en el funcionamiento de la política2. Lo que refleja la tabla 1 es nada menos que la llamada situación protodemocrática común a Centroamérica (Torres-Rivas, 2007a), es decir, primero, la celebración de elecciones con guerra y, luego, el proceso de finalización de la misma. Muestra como la evolución de los derechos políticos se amplían progresivamente (es decir, decrecen los puntajes asignado) y eso concede cierto alivio a las libertades civiles en algunos tramos del proceso, pero estas últimas, en una situación de guerra desatada, difícilmente seguirían el mismo ritmo liberali-zador. Los primeros años del período transi-cional (1979-80) encuentran a juntas civiles-militares en el poder. Pero en 1982, Álvaro Magaña accede a la presidencia provisional-mente. Se trataba de un civil proveniente de la entonces fortalecida Democracia Cristiana, y entonces mejoran los indicadores de liber-tades (pasan de 5 a 4). Estados Unidos busca la legalización de los procesos en marcha y el régimen provisional convocará a elecciones para elegir una asamblea constituyente. Sin embargo, también en estos años, la guerra

lleva recorrido y con ella un período caracte-rizado por altos niveles de represión (Martín-Baró, 1992). El cambio en sentido favorable a la democracia electoral se vería aún más reforzado, primero, en 1983 con la promulga-ción de una nueva Constitución Política, y en 1984, cuando José Napoleón Duarte accede a la presidencia en unas elecciones limpias (Torres-Rivas, 2007a).

Entre 1984 y 1986, se experimenta el momento más alto en cuanto al respeto a los derechos políticos y, por primera vez, se produce una inflexión en las libertades civiles también. Entre 1986 y 1994, con bastante seguridad con el enraizamiento del conflicto armado, igualmente se entramparía la evolu-ción de derechos y libertades. Aunque se celebrarían elecciones también en 1989, en las que se consolidaría la hegemonía del partido de derecha Alianza Republicana Nacionalista (ARENA) iniciada en el mismo decenio, esa década terminaría como empezó: con un período de recrudecimiento de las acciones bélicas, de la represión y por las acciones y reacciones derivadas de una intensa ofensiva guerrillera. El gradual proceso de pacificación homologará las calificaciones de libertades y derechos al final de la transición (1992-1994) sin que El Salvador pueda desembarazarse aún del estatus de país parcialmente libre: las reglas de juego están apenas por estrenarse y los actores aún deben mostrar que las respetan, mientras que la violencia política –en la forma de escuadrones de la muerte, grupos paramilitares y atentados y amenazas a personalidades públicas– aún persistirá hasta ya pasada la mitad del decenio de 19903 (Amnistía Internacional, 1996). Dicho

un país es una cuestión de grado, por lo que dos países bajo la misma categoría pueden diferir en su situa-

3. En un documento de 1996 titulado , Amnistía internacional

anteriores, se consigna la persistencia de asesinatos, atentados y secuestros por motivos políticos.

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de otra manera, la violencia política en El Salvador, con las expresiones que la identi-ficaron durante la guerra, fue decreciendo hasta ya empezada la fase de consolidación democrática e incluso llegó a coexistir con la violencia social que iba cobrando auge. No se puede asegurar el grado en que la violencia política alimentó la violencia social, pero sí se puede afirmar que fenómenos derivados de su ejercicio, como la impunidad o la exacer-bación de la punitividad social, constituyen en este momento una pequeña muestra de que el cambio de régimen trascendía el carácter meramente político con el que suele leerse el período transicional. Las transformaciones políticas, por su radicalidad pero también por sus omisiones y deficiencias, conllevaban correlatos sociales importantes. Llegados a este punto de la discusión, conviene resaltar cinco aspectos que surgen de estas reflexiones.

En primer lugar, se considera que la transi-ción a la democracia en El Salvador concluyó al inicio de la última década del siglo pasado, a medio camino entre la firma de los Acuerdos de Paz y la celebración de las elecciones de 1994 con la participación de la guerrilla ahora convertida en partido político.

En segundo lugar, para el caso salvadoreño y para otros países del istmo centroamericano en general, la instauración de la democracia tuvo un carácter estratégico, tanto para los endémicos intereses estadounidenses en la región como para los de ciertos grupos en el poder al interior de cada nación. Se coincide pues con que, desde el inicio, se trató de una democracia implantada y que prevaleció la conclusión que dictaba que era más costosa la guerra que la paz y, luego, que la democracia (Leogrande, 1995; Torres-Rivas, 2004, 2007a).

En tercer lugar, es evidente, a partir de los datos de la tabla 1, la correspondencia que existe entre el mejoramiento de dere-chos políticos y el de las libertades civiles. La democracia electoral constituye una conquista histórica enorme, más aún cuando despunta en tiempos de guerra; nunca se reduce a

un proceso simple ni a un mero cúmulo de procedimientos: puede ser, sobre todo, la base del goce posible de condiciones de ciudadanía plena. No obstante, la misma imbricación entre derechos y libertades en el período tran-sicional muestra que una transición política, dista de ser un proceso exclusivamente político (ver Orellana, 2012). La delimitación teórica de períodos históricos se ve sobrepasada por la realidad misma, pues con los cambios y la puesta en marcha de nuevos procedimientos políticos, también concurrieron problemas de otra índole, propios de la coyuntura que se cerraba (violencia política, atraso económico, migraciones, etc.) que se vieron traslapadas junto con otras vicisitudes novedosas que pondrían a prueba las transformaciones acae-cidas. En otro lado (Orellana, 2012) ya se ha apuntado que, como mínimo, poco antes del inicio de la transición política, igualmente se produjo una transición económica al imple-mentarse el nuevo modelo económico de corte neoliberal, el cual derivó en el manteni-miento o el agravamiento de la desigualdad social, al tiempo que puede identificarse una transición social con el cambio de la violencia bélica de la guerra a la cronificación de la violencia criminal.

En cuarto lugar, el carácter esencialmente político de los Acuerdos de Paz, con su exitosa rapidez para poner fin al conflicto armado y la puesta en marcha de las nuevas reglas de juego, tuvo el costo de excluir de su agenda transformadora problemas esenciales en una nación con agudas carestías sociales y econó-micas. Con ello se configura así un escenario paradójico en el que confluye la activación de cambios radicales y acelerados en ámbitos políticos, económicos y socioculturales, pero donde persisten y se agravan condiciones que riñen con la efectiva implementación y asimilación de dichas transformaciones, en términos institucionales, procedimentales y socioculturales. Así, al haberse gestado el fin de la guerra, pero no haberse diseñado la paz venidera, varios problemas pretéritos, especialmente los referidos la violencia y la desigualdad, persistirán y se profundizarán.

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Por último, en quinto lugar, el carácter estric-tamente político del proceso y su disociación de las necesidades y de los problemas sociales existentes se ve originado y reforzado por su carácter elitista, como lo identificara Artiga-González. En esta tesitura, la subsiguiente fase de consolidación de la democracia que se inaugura en la mitad de los años noventa encontrará un país en condiciones de hacer avanzar su proceso democratizador pero que enfrentará serias dificultades para crecer más allá de su versión electoral.

1.2. La fase que se espera conduzca a la consolidación de la democracia

La consolidación democrática nunca está garantizada, pero es el destino feliz al que apunta una transición desde un gobierno auto-ritario. Según O’Donnell y Schmitter (1986), la transición puede darse por finalizada cuando la normalidad –de reglas, medios, procedi-mientos y criterios– se convierte en un atributo esencial de la vida política y todos los actores confían en que propios y extraños respe-tarán las reglas fijadas, es decir, el régimen instituido. En la misma línea, Burton et al. (1992) afirman que una democracia conso-lidada implica un régimen que reúne todos los criterios procedimentales de la democracia y en el que todos los grupos políticamente significativos aceptan las instituciones políticas establecidas y se adhieren a las reglas demo-cráticas del juego. Significa que, si se inicia un cambio de régimen –transición–, al menos teóricamente, la fase de consolidación o insti-tucionalización se abre como posibilidad, y la habituación al “juego democrático” sería el último y definitivo paso sin el que el régimen democrático no puede llegar a ser una realidad. Después de una transición, lo que espera a un régimen político es un período de democratización o de aplicación y refina-miento de los procedimientos diseñados en la etapa transicional (O’Donnell y Schmitter, 1986). A diferencia de la transición, es más complicado dirimir cuando finalmente se ha producido la consolidación; no existe consenso sobre este aspecto entre los autores, especial-

mente por el ritmo y las características parti-culares de cada sociedad y de cada sistema político (Azpuru, 2007).

En buena medida, cuando se habla del “juego democrático” o de sus reglas de juego, se está aludiendo al proceso eleccionario en el que los resultados no se dirimen con anticipa-ción y menos con el recurso de la imposición o la fuerza, como sí ocurre en un régimen no democrático. De hecho, el factor esencial que caracteriza el paso a la democracia, según Przeworski (1986), es el de la incertidumbre. Esto es así porque, en contraste, en un régimen autoritario existe un considerable grado de control, ya que el funcionamiento del sistema se encuentra sujeto a los desig-nios de ciertos grupos (el Ejército, la Junta de Gobierno, etc.) en función del beneficio de sus propios intereses, mientras que la incerti-dumbre es privativa solo de algunos sectores (la oposición, por ejemplo). La democracia, por su parte, supone la “institucionalización de la incertidumbre” porque, sin importar si los desenlaces son perjudiciales para los propios intereses, ningún grupo puede intervenir para beneficiarse o revertir los resultados. La acep-tación de los procedimientos y los resultados es vital, pues “es precisamente la enajenación del control de los resultados de los conflictos lo que constituye el paso decisivo hacia la demo-cracia” (Przeworski, 1986, p. 96). Y en este juego de nuevos procedimientos y de incerti-dumbres pactadas, como fue mencionado, las élites y las masas juegan papeles diferenciales.

Con anterioridad, Artiga-González (2002) confirmaba el carácter eminentemente elitista de la generalidad del proceso salvadoreño de democratización. Burton et al. especifican que, en una democracia consolidada, las élites y las masas despliegan características que las identifican. Las élites respetan los códigos y las reglas de conducta y la funcionalidad de las instituciones, al tiempo que cuentan con redes formales e informales que les permiten ejercer influencia en la toma de decisiones para así defender sus intereses “de manera pacífica”. Dahl (1991) reconoce que es esperable que

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sobre todo dirigentes y activistas cuenten con sistemas más ricos y complejos de creencias políticas, lo que incluye los procedimientos o las reglas del juego. Este mayor interés y el conocimiento político fungen como guías de acción que se cristalizan en un involucramiento mayor en sucesos políticos, especialmente cuando se trata de aquellos vinculados con la estabilidad o con posibles transformaciones de la situación imperante. De las masas, por su parte, se esperaría que contaran con sistemas de creencias más rudimentarios y hasta que manifestaran apatía. Rasgos como los descritos refuerzan la noción de que el papel esencial de las mayorías es participar en procedimientos diversos, especialmente aque-llos de cariz electoral. Principalmente, pues, las masas votan, lo que perfila mucho de la democracia procedimental. Desde el punto de vista politológico, la existencia de élites y de masas, así como el diferencial de roles y bene-ficios que cada sector puede obtener parece ser un aspecto inherente a la democracia. Solo así se explica que las facetas complementarias entre las élites y el demos posibiliten que las democracias consolidadas sean estables, que ganen posibilidades de pervivir en el tiempo y que acrecienten su resistencia ante los desafíos que les toque enfrentar. Volviendo al contexto que aquí interesa, no está demás señalar que el énfasis estrictamente político-procedimental de los eventos que se han descrito, la natura-leza incierta de la democracia y el rol asignado a las élites y las masas permiten evidenciar que lo que se va enraizando con el fin de la transición política en El Salvador es una democracia política, y que la consolidación de la democracia tendrá como fundamento y constatación, especialmente, la celebración de elecciones.

Era necesario describir la democracia antes de definirla y este punto es propicio para hacerlo. Aunque la democracia es un fenómeno que esquiva la definición sencilla y consensuada, aquí partiré, provisionalmente, de la premisa que sostiene que los rasgos de la democracia salvadoreña la califican con suficiencia, primero, como una democracia

delegativa en los términos de O’Donnell (1994). Para este autor, en trazos generales, en una democracia delegativa, el ganador de las elecciones tiene amplia potestad sobre las decisiones concernientes al país, y hasta se sitúa por encima de los partidos y los inte-reses mayoritarios; solo se ve limitado por las reglas del juego que se imponen (por ejemplo, el límite de su mandato). En este tipo de democracia, en contraste con una de carácter representativo, aspectos como la rendición de cuentas a otras instituciones es deficiente o inexistente, las elecciones cobran un alto cariz emocional y, luego de las mismas, el electorado –los delegadores– destaca por su pasividad y por brindar apoyo a las acciones del gobernante. El Gobierno se vuelve tecno-crático (sobre todo en materia económica) y, aunque existen libertades, se considera que existe un déficit liberal y las críticas suelen aislar aún más a quien gobierna, con lo que se solidifica el carácter delegativo del régimen. Un perfil amplio de la democracia delegativa muestra su oscilación entre la omnipotencia y la impotencia: se promete la superación de todos los problemas, pero dada la inefecti-vidad institucional y el personalismo de quien gobierna, rápidamente se adoptan medidas tan apresuradas como infructuosas, con el consiguiente agravamiento o preservación de los problemas y el descrédito político que recibe el Gobierno de turno por parte de la ciudadanía.

Asimismo, no es muy difícil advertir que varios autores (Artiga-González, 2007; Azpuru, 2007; Cruz, 2001; O’Donnell, 1996) encuentran útil, como criterio comparativo para hablar de consolidación o de la exis-tencia de una democracia en marcha, la noción de poliarquía de Robert Dahl (1991). Con frecuencia, antes de llegar a este punto mínimo de acuerdo, los autores suelen pagar el “derecho de piso teórico” reconociendo que el fundamento que permite definir qué es una democracia es la noción schumpeteriana o “mínima” de democracia: democracia como un entramado institucional-procedimental que permite la celebración de elecciones competi-

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tivas; luego, ya se puede acceder a nociones diversas y más amplias, como la de poliarquía.

La categoría de poliarquía se refiere a un orden político real mientras se relega la categoría de democracia a un ideal que se considera actualmente irrealizado. Etimológicamente, el término alude al “gobierno de muchos”, que se distingue, por ejemplo, de monarquías (gobierno de uno) u oligarquías (gobierno de pocos). De acuerdo con Dahl (1991), lo distintivo de la poliar-quía radica en contar con dos características amplias: la extensión de la ciudadanía a una proporción comparativamente alta de adultos y, en segundo término, el derecho ciudadano de contravenir y de poder obligar a quienes gobiernan a abandonar el poder a través del voto. A su vez y de manera más precisa, una democracia podrá considerarse –definirse– como poliárquica si presenta las siguientes “instituciones” (p. 267): Funcionarios electos: el control de las decisiones en materia de polí-tica pública corresponde, según lo establece la constitución de cada país, a funcionarios electos; elecciones libres e imparciales: dichos funcionarios son elegidos mediante el voto en elecciones limpias que se llevan a cabo con regularidad y en las cuales rara vez se emplea la coacción; sufragio inclusivo: prácticamente todos los adultos tienen derecho a votar en la elección de los funcionarios públicos; derecho a ocupar cargos públicos: prácticamente todos los adultos tienen derecho a ocupar cargos públicos en el gobierno, aunque la edad mínima para ello puede ser más alta que para votar; libertad de expresión: los ciudadanos tienen derecho a expresarse, sin correr el riesgo de sufrir castigos severos, en cuestiones políticas definidas con amplitud, incluida la crítica a los funcionarios públicos, el gobierno, el régimen, el sistema socioeconómico y la ideología prevalente; variedad de fuentes de información: los ciudadanos tienen derecho a procurarse diversas fuentes de información, que no sólo existen sino que están prote-gidas por la ley; autonomía asociativa: para propender a la obtención o defensa de sus derechos (incluidos los ya mencionados), los

ciudadanos gozan también del derecho de constituir asociaciones u organizaciones rela-tivamente independientes, entre ellas partidos políticos y grupos de interés. Por si fuera necesario evidenciarlo, la noción de poliarquía y sus instituciones abarca dos dimensiones amplias, una relativa a la celebración de elec-ciones y el respeto de derechos políticos con las primeras cuatro instituciones, mientras que las restantes dan cuenta del respeto de ciertas libertades civiles.

Conviene aclarar ahora que en este trabajo se considera que la noción de poliarquía es la definición mínima que mejor caracte-riza qué es o a qué aspira una democracia política consolidada y sería el reflejo actual más fidedigno del ordenamiento político salvadoreño. Y aunque puede discutirse la calidad de la poliarquía, como suele decirse, en comparación con el período de la guerra, el avance democratizador es incontestable. Dahl (1991), asimismo, especifica que la exis-tencia y desarrollo de una poliarquía es más probable si cuenta con ciertas condiciones favorables, como la concentración y control de la coacción violenta o lo que es lo mismo decir, el control civil y no militar de la política; una sociedad moderna, dinámica y pluralista, que lleva a pensar cuando menos en una clase media cuyas condiciones de vida rela-tivamente homogéneas son caldo de cultivo propicio para la emergencia de valores demo-cráticos; pluralismo subcultural con expresiones de negociación y mutualidad entre otros aspectos; la inexistencia de un poder extran-jero contrario al impulso democratizador; y por último, lo que denomina la creencia de los activistas políticos, lo que alude a aspectos de cultura política.

Ahora, si las anteriores definiciones abarcan con suficiencia el espectro de posi-bilidades de una democracia procedimental, y de la democracia en El Salvador en particular, surge la duda de si la democracia tiene algo que ver con condiciones que trasciendan la política. Por ejemplo, no solo el desempeño de las organizaciones políticas influye en la cultura

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política de las personas. Siguiendo a Cruz (1999, p. 96), “la percepción de un entorno social caótico y amenazante puede tener graves consecuencias para el desarrollo de la transición política, en la medida en que se comienzan a crear y articular repuestas psicosociales funda-mentadas en actitudes antidemocráticas o autoritarias”. Estas respuestas serían entonces, en buena medida, el resultado de la vivencia de una realidad avasalladora y decepcionante y su manifestación, además, una respuesta esperable al tiempo que adaptativa. El problema con este tipo de respuestas subjetivas, claro está, es que no fortalecen una cultura política demo-crática, sino una claramente antidemocrática, porque se pierden las razones para apoyar a la democracia o se abre la posibilidad para preferir una alternativa autoritaria. Inglehart (1988) establece que en aquellas sociedades en las que no existe satisfacción por la vida, satisfacción política, confianza interpersonal y apoyo para el orden social, resulta más difícil adoptar y preservar instituciones demo-cráticas. El paralelismo de esta situación con la de El Salvador es evidente. No obstante, Mainwaring (1992) sostiene que muchos casos latinoamericanos ponen de manifiesto que la demanda popular fundamental para otorgar legitimidad a la democracia no es substantiva sino procedimental. Dicho de otra manera, que lo que la gente pide es protección de los dere-chos humanos, de las minorías, rendimiento de cuentas del Gobierno (transparencia de la gestión pública) y la oportunidad de deshacerse de aquellos gobernantes que hayan perdido el apoyo popular. Para Mainwaring, entonces, la legitimidad que requiere toda democracia puede llegar a sostenerse incluso sin un buen desempeño económico, es decir, para que el sistema tenga legitimidad es necesaria la eficacia política, no la económica. Es posible. Sobre todo si la democracia es entendida solo como un régimen político por los académicos, si predominan concepciones normativas sobre la misma en la ciudadanía y si se produce una autonomía de la legitimidad (credibilidad) respecto de la eficacia (solución de problemas).

Sin embargo, queda la duda de si la satisfacción económica o aspectos no polí-ticos no inciden en la legitimidad. Entre 1996 y 2009 y con la crisis económica en su apogeo, la brecha de apoyo a la demo-cracia en Latinoamérica se abrió en 19 puntos porcentuales específicamente entre aquellos ciudadanos con mayor y con menor educación, o dicho de otra manera, respec-tivamente, entre quienes se vieron menos y más afectados por la situación económica (Latinobarómetro, 2009). ¿Será que el factor económico es secundario cuando se desciende a la especificidad de la situación de desigualdad histórica en un país como El Salvador? ¿Puede y es conveniente para un país como El Salvador conformarse con una democracia esencialmente política? Se trata de un debate –democracia procedimental vs. democracia sustantiva– que ya trasciende el pequeño espacio de estas reflexiones y que, como muchos fenómenos actuales, se presenta de distintas formas a nivel global. Movimientos como los del 15-M en España, donde miles de personas se tomaron las calles, constatan que la democracia contem-poránea entendida como un mero sistema de reglas resulta altamente insatisfactoria cuando se vacía de contenido y los políticos mienten descaradamente, si no brinda soluciones a la precariedad laboral de los jóvenes, a la usura hipotecaria y el desalojo o cuando se recorta aún más la inversión social. Antes de cerrar este apartado, volvamos al monitoreo de Freedom House para ver cómo después del año 1994, con el período transicional superado, la situación de derechos políticos y de libertades civiles llevan a El Salvador a alcanzar, finalmente y hasta hoy, el estatus de “país libre”. Pero esta mejora, como se aprecia en la tabla 2, acusa un fenómeno de gatopardismo histórico respecto al período antes analizado en lo que a libertades civiles se refiere.

En consonancia con la argumentación que recién se cierra sobre la transición, un primer

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aspecto llamativo de la tabla 2 es que, aun con la celebración de las elecciones del siglo en 1994 y el respeto general de las reglas del juego electoral que entonces hubo, no se produjo una mejora en la calificación de derechos políticos. El Salvador siguió siendo considerado como un país parcialmente libre hasta que el índice de derechos políticos mejoró, entre el período de 1997 y 2000, lo que podría explicarse por la celebración de dos elecciones legislativas (1997, 2000) y una presidencial (1999), misma en la que resultó electo Francisco Flores, nuevamente del partido de derecha ARENA. Luego vendrían comicios legislativos en 2003, 2006 y 2009, y elecciones presidenciales en 2004 y de 2009. Estas últimas constituirían una verdadera prueba de fuego para el régimen político salva-doreño al ganar la presidencia de la república el partido de izquierda Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), con el

candidato de profesión periodista, Mauricio Funes. Por supuesto, lo relevante de este último proceso eleccionario, en consonancia con los criterios, los procedimientos y la incer-tidumbre propia de la democracia política, es la alternancia del poder: la derecha salvado-reña aceptó dejar la máxima magistratura del Estado después de haber permanecido en ella durante cuatro períodos consecutivos, nada menos que veinte años. Dicho de otra forma, la institucionalización de la rutina electoral, con el concomitante refinamiento de procedi-mientos e instituciones, observación nacional e internacional y el refrendado respeto de las partes por los procedimientos en curso hasta producirse un emblemático traspaso de gobierno, explicarían el alcance del estatus de país libre que El Salvador ostenta hasta ahora (gracias a un 3 que cambia a 2, en la clasificación de derechos políticos de Freedom House).

Tabla 2: Estado de derechos políticos y libertades civiles en la fase de consolidación democrática

Año Derechos políticos Libertades civiles Estatus

1995-96 3 3 Parcialmente libre1996-97 3 3 Parcialmente libre1997-98 2 3 Libre1998-99 2 3 Libre1999-00 2 3 Libre2000-01 2 3 Libre2001-02 2 3 Libre2002-03 2 3 Libre2003-04 2 3 Libre2004-05 2 3 Libre2005-06 2 3 Libre2006-07 2 3 Libre2007-08 2 3 Libre2008-09 2 3 Libre2009-10 2 3 Libre2010-11 2 3 Libre2010-12 2 3 Libre2012-13 2 3 Libre

Fuente: Elaboración propia según datos de www.freedomhouse.org. Freedom in the World: Country Scores, 1973 – 2013. Los puntajes de derechos y libertades oscilan entre 1 y 7: entre 1.0 y 2.5 el país se considera libre; entre 3.0 y 5.0 el país se considera parcialmente libre; entre 5.5 y 7.0 el país se califica como carente de libertades.

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Pero –y es un “pero” importante–, según la clasificación de Freedom House, la situación de derechos civiles se mantiene invariable desde 1992, cuando se firman los Acuerdos de Paz. Es decir, dos décadas después, El Salvador acusa una frágil situación de liber-tades civiles que le ha impedido merecer una calificación y un estatus mejor durante mucho tiempo. ¿Cómo se explica esta situación de estancamiento en materia de libertades civiles? El sitio electrónico de Freedom House ofrece reportes para El Salvador4 donde aparecen pistas claras de los problemas que lastran la calidad de la democracia salvadoreña en la última década. Una revisión general de dichos reportes muestra, primero, acontecimientos coyunturales en estos años ligados al mercado internacional, la vulnerabilidad ambiental o la celebración de elecciones (por ejemplo, los terremotos de 2001, la baja del precio del café o los problemas de la economía norteame-ricana, el triunfo de ARENA en los comicios presidenciales de 2004 y luego los del FMLN en 2009, etc.).

Pero lo realmente importante en los informes de este período es un inventario de problemas que se mantienen constantes a lo largo de los años consignados: el incre-mento de la criminalidad; la constatación del inefectivo sistema de justicia (y los recientes conflictos entre la Corte Suprema de Justicia y la Asamblea Legislativa); la corrupción a distintos niveles y especialmente de las élites en el poder; la complejización del fenómeno de las pandillas (mediado por las sucesivas políticas de mano dura hasta llegar a la triste-mente célebre “tregua”), casos de brutalidad policial y el surgimiento de grupos de limpieza social como reminiscencia de los escuadrones de la muerte; el aumento de la pobreza y la inefectividad de los tratados de libre comercio

para contrarrestarla; la precaria situación laboral y de informalidad de la mayoría de la población; el aparecimiento de las extor-siones a particulares y en especial al sistema de transporte; las condiciones infrahumanas y la saturación que padece el sistema carcelario; la violencia entre simpatizantes de partidos políticos y aquella dirigida contra periodistas y activistas; el tráfico de personas; el alto nivel de violencia y explotación que persiste contra las mujeres y los niños; entre otros5. En pocas palabras, el lastre histórico del proceso de democratización salvadoreño y donde –lite-ralmente– existe un estancamiento es en el ámbito civil y social. Se trata de los históricos problemas del acceso a la justicia y la impu-nidad, la violencia y la exclusión con sus múlti-ples caras. Inevitablemente, surge la duda por la preocupación casi exclusiva que en un país como este recibe la faceta política de la demo-cracia, es decir, el conjunto de instituciones y procedimientos, y, en especial, la celebración de elecciones.

Es claro que un proceso político había cambiado la organización sociopolítica del país, pero poco había hecho por otras facetas importantes de la vida nacional que supuestamente van aparejadas a los derechos políticos. Si una parte crucial del “sistema de libertades”, como gusta decir a muchos polí-ticos y personajes identificados con la derecha salvadoreña, asociada a la ciudadanía política, se mantiene débil hasta hoy, ¿qué se puede esperar de la magnitud y las consecuencias actuales de problemas que la transición polí-tica relegó a segundo plano por sus caracte-rísticas, como la desigualdad, o que no supo contener y anticipar, como la violencia y la criminalidad? ¿No será que, como suele ser por estos lados, la copia o la imposición de modelos debido a los intereses foráneos y los

http://www.freedomhouse.org/report/freedom-world/freedom-world-2013. En la parte inferior de la página , es posible acceder a la descripción de la

5. En coincidencia con Freedom House, y en un período coincidente con la cronología de la tabla 2, también distintos informes de Amnistía Internacional corroboran y pormenorizan la ocurrencia de algunos de los casos concretos y las situaciones que aquí se han listado de manera general (ver www.amnesty.org

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de las élites nacionales pasaron por alto las necesidades más perentorias de la población, al tiempo que no se pudieron avizorar las demandas que la democracia experimentaría saliendo de una guerra y con una persistente situación de inequidad social a cuestas?

Nuevas reglas de juego, progresiva habi-tuación, roles y posibilidades diferenciales de élites y de masas y una curiosa y preocupante situación invariable de libertades civiles, perfilan los rasgos esenciales de la democracia que se espera se consolide de forma gradual. Llegados a este punto, es menester intentar ver más allá de la aparente lógica y relativo consenso teórico sobre las denominaciones, las secuencia y las características de un proceso de democratización como el salvadoreño. Por ello, la discusión obliga ahora a abrir una suerte de paréntesis crítico sobre algunos de los mismos argumentos revisados.

2. Una revisión crítica de algunos presupuestos sobre la democracia

El esbozo descrito, donde el régimen auto-ritario se agrieta lo suficiente para dar paso a la liberalización y llega a permitir –o verse obligado a– la transicional celebración de elec-ciones, para tender luego hacia una situación de probable consolidación democrática, consti-tuye el esquema explicativo básico de la “tran-sitología”. Como bien sintetiza Artiga-González (2007), en cuanto las nuevas democracias surgidas de la tercera ola de democratización a principios de 1990 comenzaron a mostrar que no guardaban semejanza con las “viejas” democracias –desarrolladas, occidentales y con un fuerte Estado de derecho–, la teoría política pronto se enfocó en determinar qué tipo de democracias habían surgido, y el interés en la consolidación democrática cedió ante la preocupación –y la evidencia– por “la calidad de la democracia”. La dificultad ahora residía

en establecer “el grado” de democratización de los regímenes políticos. Quiere decir que el análisis más superficial o el más pormeno-rizado sobre la democracia en algunos países cuya democracia pertenece a la tercera ola democratizadora encuentra, en ocasiones, la dificultad de dirimir si lo que existe de facto es una democracia, si aún está en proceso de serlo o si lo que requiere el análisis de turno es examinar la calidad de la democracia, lo que implícitamente es reconocer que se está frente a una democracia, a pesar de las posibles falencias que la misma pueda exhibir. Si la sustancia democrática era difícil de distinguir, no menos dificultoso será nombrarla y la ambi-güedad se veía perpetuada. Consideraciones como estas son las que justifican realizar una revisión crítica sobre algunos aspectos de la democracia que atañen tanto al caso salvado-reño como a la democracia en tanto supuesta realidad exclusivamente política y progresiva. Se pasará revista a dos críticas generales: la innovación conceptual y los problemas de la transitología, y el carácter ideológico de la democracia.

2.1. La innovación conceptual y la transitología en disputa

No deja de ser interesante que, al aden-trarse en los entresijos de las ciencias políticas, el hijo predilecto de sus cavilaciones –la demo-cracia–, muestre semblantes tan difusos. Pero es así. Superando ciertos mínimos, la demo-cracia es, en buena medida, lo que el teórico de turno dice que es la democracia. Collier y Levistky (1996)6 visibilizaron la proliferación de “democracias con adjetivos”, variantes nominales de democracias que acompañadas de calificativos diversos pretenden identi-ficar expresiones particulares de este tipo de régimen político. Los autores realizan un análisis sobre definiciones principalmente procedimentales y registran modalidades

está haciendo referencia al esta primera versión se explaya con más información, referencias y esquemas.

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que se mueven en un espectro que va de un extremo electoral hasta un extremo “maxima-lista”, donde se consideran aspectos como, por ejemplo, la igualdad socioeconómica. El análisis final arroja hasta 550 subtipos de democracias donde la cantidad de moda-lidades identificadas llega, curiosamente, a sobrepasar la cantidad de países analizados.

Tres mecanismos explicarían esta tendencia a la innovación conceptual a propósito de la democracia. En primera instancia, se tiende a precisar o contextualizar la definición de democracia añadiendo atributos esenciales. Se aplica un concepto estándar de democracia pero considerando algún factor singular del contexto que se analiza (aspectos económicos, subordinación militar al poder civil, etc.). Segundo, se cambia el concepto general con el que se asocia la democracia. Es decir, el término democracia adjetiva otro concepto amplio (“régimen democrático”, “Estado democrático”, “situación democrática”, etc.) y, con ello, se hace énfasis en algún aspecto del caso analizado. Finalmente, los teóricos han incrementado las maneras de nombrar la democracia proponiendo nuevos subtipos. Esta última constituye la estrategia más impor-tante de innovación conceptual y es la que apunta directamente a la democracia con adje-tivos (democracia “social”, democracia “elec-toral”, democracia “delegativa”, etc.), pero se encuentra que incluso un mismo término puede ser empleado de distintas maneras por varios autores. Sin duda, algunas caracteriza-ciones de la democracia habrán recibido más apoyo que otras por su grado de aplicabilidad, pero es claro también que existe un enorme riesgo de convertir la democracia en una entelequia academicista debido a procesos excesivos de atomización, resignificación, nominalización e interpretación discrecional.

Nadie duda de que la democracia constituye un objeto de estudio complejo y dinámico, y eso nunca facilita las cosas. Pero de intentar reconocer la complejidad de un fenómeno a incurrir en el error del cuento del elefante y el grupo de ciegos, quienes por tocar una parte

diferente del animal pensaron que se encon-traban ante realidades diferentes, hay solo un pequeño paso. Similar conclusión puede inter-pretarse del exhaustivo análisis que lleva a cabo Artiga-González (2007) sobre las formas en que se ha abordado la democracia (y la goberna-bilidad) en El Salvador, ya que encuentra una importante diversidad de definiciones y ejerci-cios de operacionalización, disensos e impre-cisiones según quién proponga de qué trata la democracia o qué dimensión de la misma le interesa. En lo que a nuestros contextos se refiere, parte del problema parece encon-trarse en el acomodamiento a la inercia de esquemas conceptuales concebidos en y para realidades bastante disímiles. En otras palabras, el problema tal vez radica tanto en emplear las estrategias de análisis y conceptualización disponibles desde los centros dominantes de pensamiento así como en esperar los mismos resultados ocurridos en otros lugares cuando son precisamente las especificidades históricas de cada caso las que deberían conducir a anti-cipar resultados muy diferentes.

Asimismo, precauciones que cuestionan tanto la conformidad académica tácita con el disenso existente sobre aquello que es o que incluye la democracia y los supuestos de la transitología pueden encontrarse en los argu-mentos de varios autores, aun cuando algunos puedan incurrir en la tendencia de innovación conceptual a la que antes se aludió. Así, Karl y Schmitter (1991) ya advertían, en un período cercano al fin de la transición política salva-doreña, que existían problemas de compa-rabilidad entre circunstancias diferentes. Las dificultades aparecían al intentar contrastar los casos de Europa meridional y algunos de Suramérica con respecto a los casos centroamericanos debido a que los procesos transicionales del istmo se vieron condicio-nados por factores externos y no solo domés-ticos, y porque experimentaban un proceso complejo y simultáneo de revolución social, económica y política. Esto llevó a los autores a preguntarse si no se trataba de diferencias de género y no solo de diferentes subespecies de procesos similares.

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Con posterioridad, Karl (1997), a partir de pensar los casos latinoamericanos, llega a cuestionar el presupuesto de que las democracias, para su instauración, requieren ciertas condiciones previas. Según la autora, existe evidencia que discute las nociones que sostienen que el desarrollo de la democracia amerita invariablemente contar con cierto nivel de desarrollo capitalista, con sus supuestos concomitantes de educación, urbanización, etc.; el que sea menester también la existencia de una cultura política a favor de la demo-cracia; que se dependa de las formas en que se dieran y resolvieran condiciones y configu-raciones históricas nacionales (modernización, manejo del conflicto entre grupos de poder, etc.); y por último, también pone en tela de juicio el peso que se le otorga a la influencia externa –especialmente la de Estados Unidos– en la conformación de la democracia, pues, entre otras cosas, de hacerlo, se justificaría de manera ideológica la dependencia y la tutela externa.

Estos señalamientos llevan a Karl (1997) a subrayar la peculiaridad de los casos latinoa-mericanos y a proponer que la alternativa a la búsqueda de ambiguas condiciones previas, causas suficientes o inexistentes leyes generales de la democratización, sea el estudio de las democracias atendiendo al contexto particular de cada caso. Asimismo, la autora considera más útil suponer que lo que siempre fue consi-derado como una variable independiente o “condiciones previas” (como el crecimiento económico o una cultura cívica), tal vez sean variables dependientes futuras: el mismo proceso de democratización debería procurar generar condiciones que le sean propicias para su pervivencia como ordenamiento socio-político (también Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo [PNUD], 2004). Al ejemplo, Fleury (2004) sostiene que la gran paradoja latinoamericana que atenta contra la gobernabilidad democrática reside en la exis-tencia simultánea de un orden jurídico y polí-tico que sostiene la igualdad básica entre los ciudadanos, mientras persisten altos niveles de desigualdad en el acceso a la distribución de

la riqueza y los bienes públicos. En la actua-lidad, nos encontraríamos en una etapa de democracia sin desarrollo donde la democracia representativa absolutiza los aspectos proce-dimentales mientras ignora el bien común, la igualdad y la participación ciudadana activa.

Las consideraciones previas enmarcan la peculiaridad de la democratización de casos como el salvadoreño (y de otros casos centroamericanos también). La singularidad de base, sin duda, la constituye su gestación en un período de conflictos armados (Zamora, 2001). En la misma línea se pronuncia Torres-Rivas (2004) cuando afirma que las demo-cracias centroamericanas se ven precedidas de situaciones absurdas y ambiguas. Como fue revisado antes, los regímenes políticos dejan de ser dictaduras sin llegar a conver-tirse en democracias, celebran elecciones en momentos de intensa confrontación armada y antes de alcanzar la paz. Sobrevendrá luego una “implantación” de la democracia que consistirá más en la puesta en marcha de nuevas instituciones –lo que resulta más fácil y más rápido– antes que en el fortalecimiento de prácticas ciudadanas. Asimismo, con la creciente integración internacional y dado el movimiento universal hacia la democracia, esta habría dejado rezagado el mejoramiento de las condiciones socioeconómicas locales, por lo que cualquier modernización debe considerarse como política y formal. En suma, Torres-Rivas afirma que “la democracia y su ejercicio en América Central tienen que ser considerados como experiencias históricas particulares” (p. 153).

Montobbio (1999), coincidiendo con Torres-Rivas, se suma a la consideración de la peculiaridad de los procesos democratiza-dores del istmo y señala una serie de hechos que comprueban la atipicidad del caso salva-doreño que lo distancia de otras formas de transición a la democracia; estos hechos son: la ausencia de incertidumbre que los Acuerdos de Paz habrían procurado al señalar los pasos, las responsabilidades, las negociaciones y la agenda general del proceso; una fuerte movi-

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lización social durante la guerra que, en lugar de hacer crecer el clamor por el cambio, es objeto de represión hasta volverla una enorme rebelión armada; el enfrentamiento del pasado y la búsqueda de reconciliación, especialmente por el informe y la labor desarrollada por la Comisión de la Verdad; la imposición de términos y no la negociación con la institución castrense, que conduce a su reconfiguración y la remoción del militarismo del poder político; y la dimensión internacional del proceso en el que se vieron inmiscuidos diversos actores (especialmente Naciones Unidas). Pero es Thomas Carothers quien, a mi entender, hace el cuestionamiento más agudo y pone en evidencia las fallas de las herramientas inter-pretativas que hasta ahora se han utilizado para analizar casos como los de los procesos de democratización salvadoreña. Por ello, vale la pena revisar, con cierta amplitud, los argu-mentos principales de este autor.

Inicialmente, Carothers (1997) advertía ya, en un momento bastante cercano al estreno de la fase de consolidación de la democracia salvadoreña, sobre el enfriamiento que acusaba la llamada revolución democrática mundial surgida de la tercera ola. Golpes de Estado, elecciones fraudulentas y erosión del respeto por los derechos humanos eran algunas manifestaciones de “estancamiento” o “contracción” que mostraban las hasta hacía poco nuevas democracias; especial-mente, este fue el caso de la antigua Unión Soviética, África y el Oriente Medio. Para los casos latinoamericanos, el autor señalaba que la preocupación no pasaba por saber si las democracias resistirían en forma, sino si podían crecer en sustancia. Salvo países con tradición democrática, como Costa Rica, Chile o Uruguay, en otros países severas deficiencias marcaban la vida política: debilidad institu-cional, corrupción generalizada, irregular y hasta arbitraria aplicación de leyes, endeble desarrollo de patrones de representación y participación, y grandes mayorías ciudadanas marginadas. Entre otras consecuencias, el supuesto movimiento democratizador universal unificado que se identificaba al inicio de 1990

en realidad estaba dividiendo el mundo entre las naciones vinculadas –quizás sería más preciso hablar de naciones dependientes– al mundo de las democracias industrializadas occidentales (donde se incluye Latinoamérica) y las relacionadas con el mundo de las democracias no occidentales. El desarrollo que seguía la democracia pulverizaba las suposiciones sobre el desarrollo democrático acumuladas por décadas, pues las transiciones a la democracia se dieron en lugares impre-vistos y aparentemente dependiendo muy poco de condiciones esperadas. En palabras de Carothers, “en el lapso de unos cuantos años, la democracia parece haber pasado del equivalente político de una fe religiosa arcana, asequible solo después de un estudio labo-rioso, a convertirse en una religión pop dise-minada por tele-evangelización y bautismos masivos” (p. 92). El estancamiento de los procesos democráticos devolvía a la realidad a los esperanzados en las transiciones o en democracias instantáneas y, aunque no se podía afirmar que esta tendencia constituía una contraola democrática, sí señalaba la necesidad de considerar los factores sociales, políticos y económicos vinculados con la democratización, aun cuando no se pueda decir que existen precondiciones absolutas para lograr la democracia.

Carothers (2002) vuelve a la carga unos años después para reforzar algunos argu-mentos y cuestionar, de manera definitiva, el paradigma de las transiciones, pues, en la línea de lo dicho en su trabajo anterior, hay países que se consideran en transición cuando no están transitando hacia la democracia o no siguen el modelo esperado. Algo se dijo antes de la transitología con Artiga-González (2002). Amplío ahora el argumento con Carothers añadiendo que, bajo este paradigma, el esquema específico que seguir supone: a) salir de un régimen autoritario como inicio de la transición; b) seguir una secuencia de acuerdo a ciertas etapas (transición, consoli-dación, etc.); c) la celebración de elecciones como punto crucial; d) considerar como secundarias las condiciones estructurales de

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los países para los resultados futuros (lo único necesario, pues, sería el impulso de las élites en favor de la democracia); e) se presupone que la tercera ola de democratización se desa-rrolla en naciones con Estados funcionales. La realidad, según el autor, es que muchos países en transición han caído en una “zona política gris”, en la cual, si bien se muestran atributos propios de la democracia (elecciones regulares, constituciones democráticas, etc.), se padece de “déficits democráticos” tales como la pobre capacidad de representación de los políticos, participación bastante limitada en las votaciones, frecuente abuso de la ley por parte de funcionarios, elecciones con legitimidad incierta y niveles bajos de rendimiento y de confianza institucional. Aquí cobra sentido la proliferación de democracias con adjetivos de Collier y Levistky (1996), pues todos los supuestos “tipos” de democracia, más que variantes, constituyen casos: se trataría de países estancados en una zona gris y no nece-sariamente en alguna fase —muchas veces falsamente esperanzadora— de consolida-ción democrática. Entre estas supuestas fases se pueden incluir los conocidos regímenes híbridos. Digamos algo al respecto.

Cae por su peso por qué los adjetivos o tipos de democracia pueden crecer exponen-cialmente, y a propósito de la amalgama que surge de la utilización de los presupuestos de base de la transitología, la recurrente adjetiva-ción que sufre la democracia como fenómeno de estudio y las peculiaridades de cada caso en cuestión, aparecen los llamados regímenes híbridos. Por ejemplo, Weffort (1993) dirá, de los procesos de transición y de las nuevas democracias, que son regímenes mixtos, ya que funcionan con una mezcla de instituciones democráticas que nunca pudieron eliminar por completo el pasado autoritario, situación que se vería agravada por condiciones de crisis socioeconómica y desigualdad creciente. Supuestamente, en casos como el salvadoreño, las características de su proceso de transición llevarían a pensar que lo esperable es que germine alguna forma restringida de demo-cracia y, al mismo tiempo, que esto influya

en el tipo de democracia que se consolide finalmente. La transición salvadoreña sería una de “baja intensidad”, es decir, un proceso que conduciría a lograr niveles parciales, débiles, excluyentes y conflictivos de democratización, al grado de poner en duda una consolidación democrática y de abrir las probabilidades para una regresión autoritaria (A.S., 1995; Karl y Schmitter, 1991). Al inicio de la primera década del siglo, Zamora (2001) consideraba que el escenario sociopolítico salvadoreño estaba poniendo en una encrucijada a la sociedad, siendo sus posibilidades futuras la consolidación democrática, una regresión autoritaria y, por último, un régimen híbrido. Zamora consideraba que este era la trayec-toria que la democracia salvadoreña estaba siguiendo, es decir, un régimen con rasgos autoritarios que, adheridos a formas demo-cráticas, conseguía niveles de ejercicio real de la misma. Atendiendo a esta posibilidad, el reto era en ese entonces combatir no tanto un posible retorno al autoritarismo militar, sino los resabios del viejo autoritarismo que, presentes en la transición, condicionaban la democracia y, coexistiendo con ella, podían llegar a esta-bilizarse funcionalmente.

Al inicio del 2000, la posibilidad de un régimen híbrido me parecía atractiva y lógica (Orellana y Santacruz, 2003) para explicar la situación salvadoreña. La transición apenas finalizaba y se constataban entonces ciertas manifestaciones que calificaban con facilidad como autoritarias, tanto a nivel objetivo como subjetivo (atentados a la libertad de expresión, reconcesión de prerrogativas a la Fuerza Armada, falta de concertación, actitudes autoritarias, etc.). Sin embargo, el paso de los acontecimientos y la reflexión actual sugieren descartar esta opción, porque la noción misma, aunque intuitiva, es nomi-nalmente ambigua; porque constituye una manera de categorizar sin explicar demasiado y, según lo dicho, por asumir la discutible progresión hacia la democracia que propone la transitología. El estudio reciente de Morlino (2008) confirma algunas de estas impreci-siones. Este autor, en su estudio de elocuente

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título “¿Regímenes híbridos o regímenes en transición?”, reflexiona sobre la situación política de un grupo de países a partir de las calificaciones de derechos políticos y libertades civiles de Freedom House para determinar si califican en alguna de las categorías que conforman el título del estudio. Según el autor, los regímenes híbridos pueden definirse como “aquellos que han adquirido algunas de las instituciones y procedimientos característicos de la democracia, pero no otros, y, al mismo tiempo, conservan algunos rasgos autorita-rios o tradicionales, o han perdido algunos elementos de la democracia y generado otros autoritarios” (p. 7). El factor crucial para que un régimen sea o no híbrido sería la ruptura o la limitación del pluralismo y la calidad de sus instituciones en el momento en que se analiza, y se infiere de las reflexiones del autor, que el piso mínimo para hablar de democracia lo constituyen criterios que coinciden fácilmente con las instituciones de la poliarquía. La aspi-ración, en consonancia con los criterios de Freedom House, es llegar a constituir demo-cracias liberales desde el estado actual de este tipo de regímenes que calificarían solo como democracias electorales.

Morlino (2008), en el afán de “simplificar” la terminología, propone la suya propia. Para él los regímenes híbridos pueden dividirse en democracias protegidas, democracias limitadas y democracias sin ley. El problema de cada una de estas categorías, cuyas especificidades son en este momento irrelevantes, es que se reconocen coincidentes con algún tipo de democracia ya sugerido por alguien más. La pregunta cae por su peso: ¿para qué rebautizar lo que ya existe y que ya ha sido nominalizado hasta la saciedad, por muchos matices que se le introduzcan? En el caso de Centroamérica, la propuesta de clasificación de Morlino designa a Guatemala, Honduras y Nicaragua como regímenes híbridos, específicamente como democracias sin ley, es decir, regímenes con funcionamientos deficientes en su estado de derecho, los procesos electorales y el funcionamiento del Estado. A esta conclusión llega atendiendo a una ventana de “estabiliza-

ción” de unos quince años en dicha situación (según los criterios de Freedom House); bajo este supuesto, estos tres países se encontrarían en una especie de “transición permanente”. Es curioso –y confuso– también que, en este ejer-cicio, El Salvador se considere a la vez como un país en “transición a la democracia” o que ya se “habría estabilizado como democracia” y el régimen híbrido que era está ya en transi-ción a la democracia. Ni siquiera vale la pena profundizar en la magnitud del contrasentido que supone considerar que algo se ha estabi-lizado en un estado, pero está en transición hacia ese mismo estado. El autor resalta, entre algunas recomendaciones metodológicas, el fuerte rol potencial que Gobiernos y organi-zaciones internacionales tienen a la hora de ayudar a fortalecer instituciones democráticas en aquellos países que encuentran dificultades para lograrlo por su propia cuenta.

La ambigüedad a la que esta categoría conduce por ser un intento más de clasi-ficar la escurridiza evolución democrática es bastante clara. Primero, régimen híbrido, como categoría, corresponde a lo que Collier y Levistky (1996) entienden, desde hace más de quince años, como una manera de excluir el sustantivo democracia, pero de crear un “subtipo disminuido de democracia”. Es decir, régimen híbrido es al final otra forma amplia de nombrar algún tipo o varios tipos de democracia, lo cual, por lo dicho, no preci-samente abona a la claridad del tema; menos lo hace el renombrar tipos de democracia ya identificados y aumentar la polisemia exis-tente. Luego, las clasificaciones remarcan que la democracia es, ante todo, procedimientos e instituciones electorales. Esa es la preocu-pación esencial de los autores, lo que queda claro cuando se constata que para Morlino el caso salvadoreño está aún en transición, lo cual, a juzgar por los argumentos que se han venido exponiendo, no se sostiene. Pero más importante aún, atendiendo a los datos de la tabla 2 y a propósito de la centralidad que reciben los derechos políticos por parte de los autores, no se puede obviar que en El Salvador el apartado de libertades civiles se ha

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mantenido estancado por dos décadas, pero se sigue considerando un país libre. Entonces, ¿por qué esta “estabilización” no es relevante máxime cuando sobrepasa con suficiencia el criterio temporal de Morlino? Visto lo visto, si las libertades civiles parecen ser secunda-rias en los análisis, no extraña que hablar de ciudadanía social sea tan infrecuente o irrele-vante. Por otro lado, a pesar de los problemas de la transitología y del papel ambiguo de los agentes externos en la democratización, Morlino vuelve a la carga sobre la sucesión de etapas propia de la transitología para alcanzar el estado de hibridez y termina sugiriendo la necesidad de la ya cuestionada (Karl, 1997) ayuda externa. Retomo la obra de Carothers para reforzar algunas de las críticas que nos ocupan.

Hibridez y zona política gris podrían ser sinónimos y, por tanto, pueden ser términos igualmente ambiguos. De ahí que sea necesario extraer regularidades para que el esfuerzo clasificatorio sea de utilidad. Por ello Carothers (2002) aplica un ejercicio de síntesis a la maraña de propuestas existentes y de ellas extrae lo que denomina “dos grandes síndromes políticos”, que más que tipos de democracias deben ser comprendidos como patrones políticos regularizados, es decir, consolidados, estabilizados o que no están experimentando una supuesta e interminable transición. En pocas palabras, un síndrome político equivale a lo que realmente hay de democracia en un país determinado, y las características que se desprenden del mismo son las que deberían ocupar el análisis o la intervención de turno. Por sus características, el síndrome político aplicable al caso salva-doreño7 se denomina “Pluralismo incompe-tente o irresponsable” (Feckless Pluralism).

La claridad y la abundancia del autor al describir el síndrome invita a citarlo en extenso para conocer a cabalidad las características de este síndrome político. Entonces, según Carothers (2002, p. 10), aquellos países signados por el pluralismo incompetente

tienden a contar con dimensiones significativas de libertad política, elecciones periódicas y alternancia en el poder entre agrupaciones polí-ticas genuinamente diferentes. Aún con estos rasgos positivos, sin embargo, la democracia permanece inhibida y turbada. La participación política, aunque amplia en períodos elecciona-rios, se extiende muy poco más allá de votar. Las élites políticas pertenecientes a los partidos mayoritarios son ampliamente percibidas como corruptas, centradas en sus propios intereses e inefectivas. La alternancia en el poder solo parece traer y llevar los mismos problemas nacionales de un infortunado sector a otro (...), las élites son percibidas como desho-nestas y que no trabajan en serio por su país. La población muestra una seria desafección respecto a la política, y aunque todavía puede estar apegada a la creencia en un ideal de democracia, es muy infeliz respecto a la vida política del país. En general, la política es vista como decadente, corrupta, regida por una élite dominante que trae poco beneficio al país y que genera poco respeto. Y el Estado continúa persistentemente débil. La política económica es con frecuencia pobremente diseñada y ejecu-tada, y el desempeño económico es frecuen-temente malo o calamitoso. Las reformas políticas y sociales son igualmente tenues, y los Gobiernos sucesivos no logran avanzar en la mayoría de los grandes problemas que enfrenta el país, desde el crimen y la corrupción hasta la salud, la educación y el bienestar de la pobla-ción en general.

oposición política y al menos la mayoría de las instituciones básicas de la democracia. Sus características centrales son dos: el dominio del sistema por parte de una agrupación política (un partido, una familia o un

-soria que supuestamente divide al Estado y la agrupación en el poder.

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La cita anterior, sin duda, justifica su extensión. Logra capturar la situación actual de democracias “en consolidación” como la salvadoreña y, sin escatimar a la hora de reco-nocer las bondades políticas de la democracia política, señala, sin embargo, sus deficiencias en cuanto a la calidad de su desempeño, el decepcionante papel de las élites, la inefi-ciencia del Estado y la persistencia de graves problemas sociales que afectan a la nación, incluyendo la criminalidad. Carothers (2002) afirma que un síndrome político tiende a estabilizarse y aunque entre la diversidad de países podrán existir matices, en los que existe pluralismo irresponsable siempre aparecerá un factor común: el carácter de la clase polí-tica, de las élites, que, aunque se muestran plurales y competitivas, se manifiestan profun-damente alejadas de la ciudadanía, lo que convierte la vida política en un ejercicio vacío e improductivo.

La dirección de la discusión precedente vuelve poco sorpresivo que la noción definitiva de democracia que se asume en este estudio sea la que describe el síndrome político de Carothers (2002), el pluralismo irresponsable. La misma no rivaliza con la noción de poliar-quía de Dahl y la de democracia delegativa de O’Donnell, con las que igualmente es posible concordar. Por tanto, se reconoce la impor-tancia de los procedimientos e instituciones de la democracia, la necesidad de un piso de libertades civiles y la tendencia formal, cultural-personalista y las consecuencias sociales y políticas que la delegación conlleva. Asumo pues, que en El Salvador hay una democracia, que se trata de un orden socio-político siempre perfectible y que por ello más que interminables tránsitos o consolidaciones, teniendo la idea de pluralismo incompe-tente presente, considero que la democracia (salvadoreña) ya está en cierto estado, con calidad variable según las coyunturas y los acontecimientos que la conducen a experi-mentar en distintas áreas procesos constantes de democratización y desdemocratización, de avance y retroceso, como sostiene Charles Tilly (2007). Para este pensador norteameri-

cano, la democracia en tanto régimen, puede interpretarse como una relación entre el Estado y la ciudadanía y existirá democracia en la medida en que esta tienda al mantenimiento de procesos de consulta inclusivos, igualita-rios (sin distingos de etnia o condición social, por ejemplo) protegidos contra las arbitra-riedades (incluyendo el crimen) y recíprocos (donde nadie obtenga beneficios que otros no puedan obtener). La desdemocratización implicaría una tendencia inversa: el estrecha-miento de los procesos de consulta volvién-dolos excluyentes, desiguales, vulnerables al abuso y asimétricos en beneficio de quienes pueden influir más en el Estado para su propio beneficio.

La idea de incompetencia o irresponsa-bilidad que califica al pluralismo en cuestión merece un comentario adicional. Bajo este adjetivo interpreto dos connotaciones inte-rrelacionadas: primero, un tenor valorativo, una insinuación ética que permite afirmar que la democracia debe “responder o mostrar cierto desempeño”, que va más allá de hacer funcionar sus propias reglas de juego. Creo que también supone procurar el cuido de sus ciudadanos ante problemas diversos. En segundo lugar, la irresponsabilidad o la ineficiencia señala que las instituciones, y especialmente el Estado, constituyen enti-dades que deben ser refuncionalizadas para llevar a cabo este fin. La irresponsabilidad está cercanamente emparentada con una forma cínica de hacer política, y el Estado ha sido el lugar donde los intereses privados, la cooptación y la corrupción han subsistido. En estas condiciones, es esperable que una democracia perviva, pero que sea útil para unos e ineficiente para la mayoría. En palabras de Torres-Rivas (2007b, p.526), “el Estado centroamericano es enclenque e incompetente, con escaso poder de democratización, excepto los derechos políticos relativos al sufragio y las instituciones electorales. Con un Estado débil, la democracia solo alcanza para ejer-citar su versión electoral”. Y en este contexto, este autor recuerda que ni el Estado llega a todas partes ni logra, por lo mismo, cubrir los

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derechos civiles, sociales y políticos esenciales. Con ello se produce un serio problema de democratización y de inequidad, por lo que él mismo se pregunta cuánta desigualdad aguan-tará la democracia centroamericana. Con un Estado débil, una democracia es una fuente constante de desdemocratización (Tilly, 2007).

2.2. La democracia política como construcción ideológica

Lo político siempre puede mejorar pero, por lo visto, parece ser un ámbito bastante encaminado en El Salvador, como muestran los análisis, los indicadores de Freedom House y hasta la histórica alternancia en el poder de 2009. Pero estas afirmaciones deben estar cargadas de precaución y realismo, pues como afirma Rojas (2010), el golpe de Estado en Honduras cuestionó la historia de progreso que todos nos habíamos creído, pues el bombo y platillo de los cambios en el istmo centroamericano siempre dejó intacto el poder económico y político, determinantes últimos de las posibilidades de la democracia en la región y de las mismas condiciones de vida de las grandes mayorías. Estas continuidades históricas, capaces de socavar el desarrollo democrático, muchas veces parecen no contar en los análisis, pero es claro que su impor-tancia obliga a una perseverante visión crítica que siempre considere su decisiva influencia.

De lo contrario, es nada menos que el delicado tema del poder el que queda ausente en muchos de los análisis al uso. Montero (1997), desde la psicología política, sostiene que, en el estudio de los objetos políticos los procesos vinculados con el trauma (tortura, exilio, etc.), el terrorismo político o el papel de las minorías suele no ser considerado por la academia dominante. Una visión científica que se precie de crítica debe sospechar de la ausencia o la exclusión de temáticas parti-culares, pues la reiteración de una agenda de pensamiento implica la connivencia con ciertos presupuestos, estructuras políticas, situaciones sociales, así como determinados intereses en juego y las consecuencias que

para la sociedad acarrean el conjunto de estos aspectos. La autora sugiere que una agenda crítica mínima para el estudio de la política podría incluir un enfoque “deconstruccionista” de la democracia. Es decir, incluir el estudio de lo ausente en los procesos de democratiza-ción. Que se cuestione, por ejemplo: por qué el pluralismo de la democracia no conlleva el estudio o la aprobación de distintas formas de acción política; cómo generar acción política más allá del acto de votar; el papel de la ideología en tiempos de democracia; la acción política de las élites, pero también el engañosamente homogéneo demos con los distintos actores sociales que en realidad esta categoría esconde; cuestionar el conocimiento establecido y sus inercias analíticas; y por último, considerar el carácter político de las acciones públicas pero también las privadas. Cabría añadir la relación de la desigualdad socioeconómica, la violencia y el miedo con la democracia.

Por lo anterior resulta crucial identificar la omisión de los importantes presupuestos ideo-lógicos que subyacen a la teoría. Por ejemplo, según Crouch (2004), el trabajo clásico de los politólogos estadounidenses del decenio de 1950 –como el estudio seminal de Almond y Verba–, que se ha constituido en antecedente obligado para diversas investigaciones sobre la democracia, solía adaptar sus definiciones de democracia a las prácticas reales de los sistemas políticos estadounidenses y británicos sin cuestionar los defectos de sus instituciones políticas. Se trataba de un esfuerzo interesado permeado por la ideología de la Guerra Fría antes que el fruto de una mera reflexión cien-tífica. No menos curioso es que la insalvable crítica que recibe el marxismo por augurar el final del capitalismo o el advenimiento de un utópico y desdibujado futuro comunista, rara vez conduzca a aplicar el mismo escep-ticismo futurista a la no menos quimérica expectativa por la llegada o el tránsito hacia la democracia prometida.

Algo similar ocurre con el estudio de las creencias ciudadanas sobre la democracia.

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Estudios de cultura política desarrollados en El Salvador y el resto de Centroamérica en 2007 (al ejemplo, ver Córdova, Cruz y Seligson, 2007) muestran que las personas tienden a entender mayoritariamente la democracia como un conjunto de procedimientos. Ahora, ¿esta tendencia de respuesta se debe a que eso es la democracia, a las opciones que conforman las preguntas del investigador o a que esa es la representación que se ha incul-cado a la ciudadanía sobre la democracia? (Baviskar y Malone, 2004). La pregunta es pertinente si se considera que, en el mismo estudio, un 43 % de los salvadoreños entre-vistados tienen concepciones “vacías” de la democracia (no saben qué es o no tiene sentido para ellos). Si los procesos de tran-sición democrática “a la centroamericana” constituyeron pactos esencialmente políticos para implementar democracias políticas y liberales, quizás esa es la idea de democracia que ha sido inculcada a la ciudadanía, pero esto también conduce a formular al menos dos preguntas: ¿qué papel juega la educación en la formación ciudadana, cuál es el vínculo de fondo entre educación y el apoyo a la demo-cracia entendida como medios o procedi-mientos? Y también, ¿quién dicta la agenda de estudio de la democracia: las élites o el bene-plácito teórico-empírico de los académicos con definiciones “prácticas” de la democracia? Es verdad que la ciencia avanza con base en necesarios recortes de la realidad, pero cuando el recorte de la realidad coincide con la tijera y la porción recortada que resulta conveniente a los grupos de poder político y económico, la academia debe ser cuestionada8.

Igualmente, llama la atención la conni-vencia o al menos la omisión del signo ideo-lógico y el alto costo humano que en muchos casos ha supuesto implantar las democracias. Quizás el embotamiento de los dictados de la

transitología con sus “esperables” y asépticas etapas hace perder de vista que los procesos de democratización liberales han constituido muchas veces verdaderas carnicerías y hasta la ruina de algunos países (a veces, durante y después de la llegada de la democracia). Santiago Alba (2010), pensador imprescin-dible para comprender los tiempos cínicos que corren, nos recuerda que en todo el siglo XX cuando la izquierda ganó las elecciones y pretendió seguir siendo izquierda, un golpe de Estado subvirtió el orden constitucional (España, 1936; Guatemala, 1954; Indonesia, 1965; Chile, 1973; Haití, 1991; etc.). También Suárez (2006) corrobora este hecho histórico al tiempo que constata que el fin de la Guerra fría tampoco supuso el fin del uso de la fuerza para imponer intereses políticos y econó-micos. Es decir, la deseable “precondición” de la democracia que sostiene Dahl (1991), según la cual el impulso democratizador es más factible en la ausencia de un poder extranjero contrario al mismo, no constituye una valoración neutral. Antes bien, la inter-vención de una potencia extranjera contra la democracia si esta conduce al derrocamiento de un gobierno de izquierda, históricamente se ha asumido como legítima o al menos se ha visto beneficiada con un silencio complaciente por parte de la academia. En esta línea es que Fernández C., Fernández P. y Alegre (2007) nos recuerdan que la experiencia histórica nos termina enseñado que somos libres de votar a la derecha o a la izquierda, siempre y cuando esta última gobierne con programas de derecha; pormenores aparte, el golpe de Estado en Honduras, con la silente compli-cidad de Estados Unidos (y su democracia), muestra la amenaza que se mantiene agaza-pada sobre los regímenes del istmo cuando giran “demasiado” hacia la izquierda (ver Torres-Rivas, 2010). Realidades como esta son las que permiten a Alba “sugerir” la existencia

empleado indicadores de Freedom House pero podría recurrirse al índice de desarrollo democrático para -

una concepción de la democracia procedimental, alejada de facetas sustantivas.

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de otro “tipo” de democracia, si se quiere, otra democracia adjetivada: él llamará a la demo-cracia “la pedagogía del millón de muertos” y esta democracia surge de comprobar que, más o menos cada 30 o 40 años, se produce el aniquilamiento de buena parte de una población para que, luego, sobrevenga la celebración de elecciones donde participan los sobrevivientes escarmentados.

Entre toda la información revelada por WikiLeaks9, en 2010 apareció lo que la organi-zación llegó a considerar como la mayor filtra-ción de documentos militares de los Estados Unidos. Se trata de la descripción de acciones militares desarrolladas durante la guerra y la ocupación de Irak, entre el 2004 y el 2009. El informe detalla el encubrimiento norteameri-cano de numerosos casos de tortura por parte de las fuerzas iraquíes, además de ocurrir 109 032 muertes en Irak en este período. La mayoría de estas muertes (66 000, arriba del 60 % del total de muertes) corresponden a “no combatientes”, o lo que es lo mismo, se cumplió una razón de 31 civiles muertos por día durante el período consignado. No es nada difícil encontrar entre la retorcida, mentirosa (recuérdense las supuestas armas de destruc-ción masiva), vengativa y mesiánica retórica de la entonces administración Bush, las infal-tables justificaciones de lo que luego sería el linchamiento de la nación iraquí amparadas en la “promoción de la democracia” en ese país. Según Barber (2004), hoy en día, Estados Unidos apoya dictaduras en países que consi-dera amigos, intenta imponer la democracia a punta de pistola a los enemigos derrotados,

cree que los mercados privatizados y el consu-mismo agresivo irrestricto forjan la democracia y piensa que esta última puede instaurarse súbitamente importando instituciones que tardaron siglos en formarse. Con mayor frecuencia de la que suele reconocerse, la democracia también se ha implantado a través del fuego de metralla, a base de bombar-deos, con obedientes dictadores y represivos cuerpos de seguridad mientras las olas democratizadoras han constituido en realidad devastadores tsunamis.

En este contexto, se puede afirmar que muchos análisis confinados en los presu-puestos de la transitología se han asemejado a pregones políticamente correctos de agoreros y videntes, mismos que, curiosamente, sí se hacen de la vista gorda con los errores congénitos y las posibilidades reales de las democracias liberales –a veces llamadas demo-cracias de libre mercado–, las que en la prác-tica, según lo dicho antes, procuran ser más liberales que democráticas, empezando por su elitismo consustancial. ¿Cómo esperar en estas condiciones un ejercicio real de inclusión, participación y la emergencia de una ciuda-danía plena? En sociedades como la salvado-reña, cuya gestación como proyecto de nación no puede explicarse sin la consolidación y las alianzas tempranas de grupos oligárquicos, pasando por las míticas 14 familias, hasta llegar a la conformación en la historia reciente de un poder económico acaparador capaz de doblegar a la política y al Estado (Torres-Rivas, 2007a; Withehead et al., 2005), no se puede entender esta omisión10.

9. .

en El Salvador existen 145 personas con una fortuna equivalente a $ 20 000 millones. ¿Habrá alguien que piense que para alguna de estas personas, sus allegados o sus intereses, el Estado de derecho, la justicia,

Bilderberg local, si se lo propone o lo requiere, seguramente también puede suspender a su antojo las reglas de la democracia como lo hace en sus reuniones ocasionales su poderosa contraparte internacional.

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Élites plurales tal vez, pero incompetentes o irresponsables en términos democráticos, y las consecuencias saltan a la vista. Según Montero (1997), en la actualidad la relación entre las élites y las masas puede ser equipa-rada al vínculo que establecen los actores y su audiencia: los actores esperan reverencia, aten-ción, aplauso y especialmente silencio mientras desarrollan su acto, así como adoración cada vez que se repite la función. El demos sería estudiado con una perspectiva similar a la que se usa al estudiar animales salvajes, pues este sería visto como mero agregado estadístico en tiempos de encuestas, como “masa” irracional, ignorante incluso de sus propias necesidades que, por ende, requiere alguien que tome decisiones por ellos. ¿Será que esta forma de verticalismo seminal de las democracias es inherente a ellas o será que la democracia apoya, reproduce y refuerza las configura-ciones desiguales de una sociedad dada? Mi opinión es que la legitimación de la demo-cracia como régimen político igual conlleva la legitimación regímenes sociales, de coreogra-fías sociales e institucionales que reproducen el elitismo y la desigualdad (Orellana, 2012). Según Montero, los procesos verticalistas básicos de la democracia traen consigo, al menos, dos consecuencias muy particulares. A nivel macro, suelen configurar identidades nacionales autodenigrantes (con sus conse-cuentes apelativos: “tercer mundo”, “países en desarrollo”, “masa”, etc.); y a nivel micro, se produce la formación política de individuos que se asumen como incompetentes, alienados al considerar que la política constituye un mundo lejano y ajeno a ellos y cuya gestión más bien corresponde a incuestionables “polí-ticos profesionales” y a personas “poderosas”, o adineradas, para ser más precisos.

Este carácter elitista de la política adquiere un vigor renovado en la actualidad atendiendo a la faceta liberal de la democracia, misma que ha experimentado una evolución y una sofisti-cación importante desde su nacimiento hasta marcar de manera decisiva a la democracia. Siguiendo a Held (1996), como tradición de pensamiento político, el liberalismo puede

caracterizarse como un esfuerzo por garantizar en términos políticos la libertad individual. Se concibe a cada persona como un individuo libre que debe definir su vida (y a la sociedad como una mera agrupación de individuos), lo que, como puede intuirse, implica un programa político y un arreglo institucional particular que garantice esta libertad. Con sus variantes, la tradición liberal defenderá un estado constitucional no interventor, la propiedad privada y la competencia en el mercado como mecanismo de coordinación individual. La democracia liberal es la forma dominante de democracia desde el siglo XIX y aunque en su desarrollo aparecen nociones cruciales de las democracias contemporáneas (derechos, separación de poderes, vigilancia y resistencia a los gobernantes, transitoriedad de los cargos, etc.), no se puede obviar que la libertad del liberalismo se fundamenta en una base utilitarista que, haciendo eco de la economía clásica, propugna la noción de libertad negativa cuyo germen había surgido siglos atrás (especialmente con Locke): lo polí-tico debe orientarse y configurarse en procura de la supresión de todo obstáculo que se inter-ponga para el ejercicio de la libertad individual y el goce de la vida privada.

Esta concepción de la libertad por parte del liberalismo progresivamente habría desactivado el problema de la igualdad social para sustituirla por una igualdad jurídica, misma que, si bien está llamada a proteger a todos por su condición ciudadana, igual-mente la hace consonante con el avance de la economía capitalista, lo que instaura una contradicción de base: la igualdad jurídica convive con la desigualdad de riqueza y, en este contexto, el que tiene más hace valer mejor sus derechos y libertades (ver Fleury, 2004). Pero solo quienes son iguales pueden someterse a las mismas leyes: desde los griegos, en su particular concepción de demo-cracia, la política como marco de participación era definida porque ensombrecía y sometía a la economía, y al mismo tiempo, sin resolver la vida económica, la ciudadanía era imposible. Es decir, la libertad depende de la isonomía (la

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igualdad, la ciudadanía) que se despliega en la polis subordinando la oikonomía (la economía, lo privado) con el fin de aspirar a la eudai-monía, la exigencia de virtud y la posibilidad de perseguir la vida plena (Farrés, 2010). Este rasgo excluyente y, como puede atestiguarse en la actualidad, la primacía irrestricta de la libertad negativa del liberalismo es condición, pero también obstáculo, para la construcción de ciudadanía. La crítica incombustible a la tradición política que constituyen las democra-cias liberales es que son débiles en términos de capital social, el cuerpo social que generan es enclenque y poco interesado en proyectos que conciernen a la colectividad (Camps, 2010).

La estructura intelectual del liberalismo en su desarrollo se vio fortalecida a través de una filosofía utilitarista cristalizada en el hedonismo (Held, 1996). Con base en esta postura, toda actividad humana se orienta a la búsqueda de la máxima felicidad posible y esta, a su vez, se puede encontrar en la posesión de bienes materiales, en la riqueza y el poder. Este afán hedónico cuenta con una impronta hobbesiana, pesimista de la naturaleza humana, de ahí que sea necesario normar el comportamiento egoísta y los intereses contra-puestos de los individuos. Por eso fue crucial el refinamiento del aparato gubernamental, pero, de manera especial, el sistema penal, pues el aparato político, simultáneamente, debía procurar la satisfacción de necesidades individuales y fungir como un simple árbitro, mientras que debía detener a aquellos que “cuestionaran” la seguridad de la propiedad, la sociedad y las relaciones de mercado, o “desorganizaran” las relaciones e instituciones sociales. No debe extrañar entonces que el Estado democrático liberal haya dado paso a la democracia liberal con los rasgos que contemporáneamente la hacen reconocible.

¿Cuál es el escenario presente? Como explica Crouch (2004), en la actualidad asis-timos a lo que denomina la posdemocracia, un momento histórico donde la democracia exhibe rasgos inéditos que contradictoriamente le hacen revivir defectos propios de momentos

predemocráticos. Este sociólogo británico sostiene, primero, que lo liberal de la demo-cracia encuentra una impronta norteamericana y, bajo este ropaje, la democracia destaca por la participación electoral como la prin-cipal actividad política ciudadana, la amplia libertad que se concede a grupos de presión en especial si están vinculados con las grandes empresas y por educar a una comunidad política que no interfiere con la economía capitalista. En la democracia liberal, el debate constituye un espectáculo mediático manejado por profesionales de la persuasión y el manejo de la imagen, la ciudadanía es pasiva, apática y respondiente y los problemas de fondo se arreglan tras bambalinas, entre el gobierno de turno y las élites que principalmente repre-sentan a los intereses empresariales. Estos rasgos contemporáneos de la democracia son los que la degradan en calidad –de ahí el prefijo pos– y hacen emerger características predemocráticas objetivas, cristalizadas en la consolidación o el traspaso de privilegios que antes tuvieron militares o dictadores hacia minorías poderosas que rompen e impiden la igualdad y la inclusión jurídica y material; igual-mente, la posdemocracia resucita y suaviza la imposición autoritaria de decisiones, la que ya no realiza de la mano de la represión violenta, sino recurriendo a la sutil manipulación de la opinión pública con estrategias propias del marketing. A nivel subjetivo, la posdemocracia deviene —cómo no— en aburrimiento, frustra-ción, alienación y desilusión.

En pocas palabras, el liberalismo que cali-fica —y condiciona— a la democracia, en su evolución hasta nuestros días, ha requerido para su funcionamiento la libertad de unos, la restricción de otros y un aparato político restrictivo y en creciente simbiosis con la lógica del mercado que funciona en favor de dicha configuración sociopolítica desigual (Montero, 1997). Cada sociedad forja un tipo de actor social; y una sociedad liberal capitalista conlleva una serie de valores que se plasman en la vida política y social cotidiana de las personas (ver Martín-Baró, 1983). Según Serrano (2011), en la actualidad el capitalismo

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se nos presenta como sinónimo de demo-cracia; y décadas de inculcación por diversos agentes (gobernantes, sistema educativo y de cultura, medios de comunicación, etc.) han conseguido que el ciudadano común pierda el espíritu crítico necesario para identificar las “aberraciones, injusticias y desigualdades” que constituyen el núcleo del sistema que se hace pasar por democracia.

3. Conclusión

En suma, la idea de países en “transición a la democracia” ha sido, al menos, imprecisa. Los síndromes políticos muestran vías alter-nativas que no necesariamente se concretan en etapas previas a la instauración definitiva de una democracia liberal. Las secuencias y las etapas se ven desmentidas por procesos de avance y retroceso que rara vez muestran un patrón estable. Algo similar ocurre con las supuestas precondiciones para la instauración de la democracia, mismas que en la práctica ceden ante la evidencia de considerar, en cambio, condiciones estructurales propias de cada país (Carothers, 2007). Las elecciones, como criterio esencial para determinar la existencia de la democracia y sus avances, pierden solidez ante una participación limitada en las votaciones y ante una clase política que apenas rinde cuentas de sus acciones, al tiempo que se mantiene y se percibe lejana por la población. Además, el cuestiona-miento de la transitología igualmente pone en evidencia que el funcionamiento del Estado no se puede dar por sentado, y su ejercicio actual, errático y débil, es crucial para dimensionar las dificultades que enfrentan los procesos de democratización.

Según Carothers (2002), y a diferencia de Morlino (2008), estos aspectos señalan retos para los países, pero también para las agencias de cooperación y las naciones que promueven la democracia, pues su acción se basa en los dudosos supuestos de la transitología. Para contrarrestar el síndrome del pluralismo irresponsable, la atención debe enfocarse en mejorar la calidad y la variedad de los actores

políticos, y en cerrar la brecha que separa a aquellos y al sistema político en general, de la ciudadanía. Asimismo, la ayuda a la demo-cracia debe partir del síndrome particular que define la vida política del país en cuestión para procurar cambiarlo, y en este esfuerzo, se vuelve esencial superar la separación que existe entre ayuda para la democratización y aquella enfocada en el desarrollo econó-mico y social. Democratización y bienestar socioeconómico, pues, se encuentran fuerte-mente imbricados (PNUD, 2004; Tilly, 2007). Antes que precondiciones, la discusión actual sugiere la necesidad de considerar el papel de las circunstancias económicas, sociales y polí-ticas subyacentes, las estructuras y los legados históricos que enfrenta una transición política si quiere llegar a buen puerto; inclusive, dado el desarrollo de los casos centroamericanos, en algunos contextos, hasta es posible que la rápida celebración de elecciones en su momento pudo haber resultado contraprodu-cente o menos urgente mientras no se solu-cionaban otros problemas más apremiantes. Significa que la visión secuencialista de la transitología habría desestimado factores más allá de la política (la desigualdad, la violencia) o sobreestimado como panacea otros (el papel de agentes externos), y especialmente, el peso de las elecciones como productor simple de cambios políticos complejos y fundamentales (Carothers, 2007; Orellana, 2012).

No obstante, se puede ratificar la utilidad del esquema de la transitología para delinear los rasgos más prominentes de la democracia salvadoreña. Se trata de la explicación que por antonomasia emplean los distintos analistas y este trabajo, como se ha mostrado en su primera parte, no disiente con dicho reco-nocimiento. Lo que sí han querido subrayar las reflexiones anteriores son algunas de las inercias de los análisis al uso, desde la misma proliferación nominal, los presupuestos incuestionados de la transitología y algunas de sus consecuencias, hasta las construcciones e implicaciones ideológicas que arrastra la instauración de la democracia. Así, concuerdo con que el núcleo de la democracia reside en

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la instauración de sus procedimientos, en la puesta en marcha de ciertas instituciones que garanticen determinadas reglas de juego. Pero es preocupante y discutible que dicho esfuerzo pueda soslayar los recursos que se emplean para facilitar dicha empresa, como puede ser el ejercicio de la violencia para promover el color político-ideológico de un Gobierno o el ignorar las difíciles condiciones socioeco-nómicas de una nación. ¿No será que el que hasta ahora constituye un límite insalvable para la democracia salvadoreña, es decir, pasar de una democracia electoral a una “de ciudadanos y ciudadanas” o –si se quiere– a una de corte liberal, pero que conceda la importancia que se merece a las condiciones contextuales, sociales y económicas, se funda-mente justamente, para este caso en particular, en esta escisión?

Con toda lógica, Artiga-González (2007) sugiere que, a la hora de acercarse a la demo-cracia, hay que distinguir entre las condiciones, la democracia en sí y sus productos, pero en la práctica lo que aparece como una constante se asemeja más a un ejercicio de abstracción, de reflexión política solipsista o ahistori-cista donde las condiciones y los productos parecen ser irrelevantes. El PNUD (2004) se pronuncia en esta línea cuando cuestiona la comprensión limitada de la democracia como régimen porque implica que se puede contar con pobres derechos sociales y económicos, que las políticas públicas se segmenten para ámbitos interrelacionados y que se ignoren aspectos como las reformas del Estado o las reformas estructurales de la economía. Mientras, el avance de la democracia parece persistir en dar palos de ciego. Hasta los mismos análisis de Freedom House, organiza-ción de la que no se puede dudar su filia (neo)liberal, confirman que la “libertad” en un país se ve comprometida por facetas no políticas, civiles al menos, según sus propias pesquisas, pero sociales de fondo, a poco que se revisen los propios informes de la organización. Las reconocidas peculiaridades de casos como el salvadoreño permiten e impelen a pensar fuera de la caja de las concepciones usuales.

Emplazar lo poco frecuente con que se consideran las peculiaridades del contexto o los problemas más apremiantes que enfrenta la población, el demos, ese que después parece que solo importa según se acerque o no a votar cada cierto tiempo, es una tarea nece-saria. Todo análisis político, por adentrarse en los intersticios de la vida cotidiana, encuentra siempre implicaciones y derivaciones referidas a ámbitos diferentes al político (sociológicas, psicosociales, culturales, etc.). Concebir una transición como un proceso exclusivamente político puede ser analíticamente viable y correcto, pero constituye una visión restringida de un proceso multidimensional y complejo. Se ha querido dejar constancia del aferra-miento a ambiguas e interminables clasifica-ciones y, sobre todo, a una concepción teleo-lógica de la democracia que, cuando menos, no parece ser muy fiable. La democracia tiene problemas fácticos pero si atendemos a las opiniones especializadas, igualmente aqueja un desorden de “personalidades múltiples”, no tanto por su complejidad inherente, sino por la florida creatividad de quien analiza, cómo la describe y cómo sugiere nombrar el caso en cuestión. Por eso decía al inicio que el problema es tomar esquemas preconcebidos y además esperar resultados similares a partir de condiciones disímiles y peculiares. Usualmente, el punto de referencia de los estudiosos son las democracias occidentales, con reconocidas tradiciones institucionales y de larga data. Es normal en estos análisis, por ejemplo, que la criminalidad o la violencia social y las condi-ciones apremiantes de vida de las personas no sea objeto de preocupación o una “precondi-ción” usual identificada; el impacto de la actual crisis económica, con el remate del estado de bienestar, el incremento de la xenofobia y del crimen, podría cambiar esta opinión y las teorías venideras.

La democracia tiene una deuda pendiente con el desarrollo —y viceversa—, máxime cuando se considera que el pacto político-elitista que ha sido el proceso democratizador en estos lados olvidó darle mejores condi-ciones de vida al demos. La democracia

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entraña una dimensión ética pues lo que la democracia es no puede separarse de lo que debe ser (Sartori, 1988). Y aspectos como la inclusión, la participación, el conocimiento y la demanda de derechos, difícilmente se desarrollan en una ciudadanía atenazada por la precariedad, el hambre o el miedo. No solo la incertidumbre de los resultados propios de la democracia, sino también una verdadera incertidumbre vital es la que ha acompañado el desarrollo de la democracia y la esperan-zada forja de demócratas en El Salvador. La incertidumbre ya no de los procedimientos, sino aquella enquistada en la vida cotidiana, la que hace crecer el desencanto y la tendencia a buscar justicia por cuenta propia o a abandonar el país. Las críticas y las omisiones podrían multiplicarse. El debate teórico —y ético— sobre la democracia dista de poder concluirse. Pero queda señalado que existen presupuestos que la academia poco o nada cuestiona sobre las democracias y, especialmente, que los retos postergados y urgentes también parecen ser otros: son de carácter civil y social. Nuestra democracia se asemeja demasiado a esas familias que se mantienen unidas a condición de tener solo pláticas superficiales. El dilema radica, entonces, en afrontar, en la práctica y desde la academia, los aspectos oscuros y menos explorados que lastran el fondo de nuestro sistema sociopolítico o seguir cultivando esa capacidad de mentirnos a nosotros mismos que nos sumerge en una cómplice y adormece-dora autocomplacencia.

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388 Propuesta de un modelo para el análisis

1. Introducción

En este artículo, se realiza un análisis comparado de las políticas nacionales de gestión de riesgos (PNGR) de los países centroamericanos. El análisis trata de iden-tificar los factores que contribuyen a reducir la brecha o déficit de implementación de una política pública y, para ello, como primer paso, es necesario definir un marco analítico o modelo conceptual que sirva como referente común sobre el cual se pueda realizar un diagnóstico de la situación de cada una de las PNGR de los países de la región. A partir de este modelo se construyen tres índices (imple-mentación, cambio social y estructuración) que se utilizan para el estudio comparado de las políticas. Como datos de entrada al modelo, se utilizan el conjunto de actos formales de cada país (leyes, decretos, reglamentos, textos marcos u orientadores, entre otros) que surgen como salidas del proceso de formación y diseño de una política pública y que expresan la decisión política de los diversos actores políticos sobre cómo abordar la solución de un problema considerado como público. En nuestro caso, este problema público o tópico sustantivo de estudio es la gestión de riesgos en cada uno de los países de la región.

Se entenderá como “gestión de riesgos” las actuaciones que tienen por finalidad alcanzar el objetivo político de reducir el riesgo de desastres (RRD)1. Esta gestión se realiza de manera correctiva (abordando los riesgos existentes), prospectiva (evitando la construc-

ción de riesgos a través de una buena plani-ficación), compensatoria (seguros y la trans-ferencia de riesgos) y, por supuesto, a través de las medidas tradicionales de gestión de riesgo de desastres, como son la preparación, la respuesta a la emergencia y la recuperación. En general, la decisión política de los dife-rentes actores (gobiernos nacionales y locales, sector privado y sociedad civil en general) para reducir el riesgo de desastres se formaliza a través de acuerdos institucionales, marcos orientadores y legislativos (llamados actos formales de la política) los cuales incluyen, a su vez, mecanismos y procesos que fortalecen la gobernanza del riesgo (EIRD/ONU, 2011, p. 10).

1.1. La historia de desastres en Centroamérica y las políticas para reducir el riesgo de desastres

La historia de desastres de Centroamérica indica presumiblemente que esta zona se encuentra entre las más vulnerables del mundo. Por ejemplo, el registro de desastres de EM-DAT2 (Centre for Research on the Epidemiology of Disaster, CRED) muestra que los diez desastres3 de mayor impacto —en número de muertos, número de personas afectadas y pérdidas económicas— para cada uno de los países de la región arroja un consolidado de: 136 276 muertos, 22 462 514 afectados y 19.55 billones de dólares en pérdidas económicas Sin embargo, el impacto de los desastres en cada país tiene sus particu-laridades: Costa Rica y Panamá han tenido el

1. El o evento que sobrepasa la capacidad local, que necesita de asistencia externa nacional o internacional; un

2. Base de datos de desastres a nivel global desarrollada por Centre for Research on the Epidemiology of

), mantiene la base de datos mundial de

-

desastre se incluya en la base de datos, debe cumplir al menos uno de los siguientes criterios: 10 o más personas reportadas muertas, 100 o más personas reportadas como afectadas, declaración del estado de emergencia, y el país solicita ayuda internacional.

389Propuesta de un modelo para el análisis

Volumen 68 Número 734 eca Estudios Centroamericanos

menor impacto; Guatemala ha tenido la mayor cantidad de muertos y afectados, seguido de Honduras y Nicaragua; mientras que El Salvador4 ha tenido la mayor cantidad de pérdidas económicas por desastres seguido de Honduras, Guatemala y Nicaragua.

De acuerdo a la Política Centroamericana de Gestión Integral del Riesgo a Desastres —PCGIR— (CEPREDENAC, 2010, pág. 5), los desastres en la región muestran una tendencia al aumento en los últimos años: “Entre 1998 y 2008, más tormentas azotaron la región, a menudo el doble de la media de los últimos cincuenta años [....]. Un ejemplo concreto de esta realidad lo sufrió Centroamérica en octubre de 1998, cuando el paso del huracán Mitch provocó la muerte de más de nueve mil personas y afectó direc-tamente a más tres millones”. Así mismo, el documento Estado de la región (Programa Estado de la Nación en Desarrollo Humano Sostenible, 2011, pág. 364), en sus hallazgos referidos al cambio climático, señala que:

Centroamérica es señalada como el “punto caliente” más vulnerable al cambio climático entre las regiones tropicales del mundo.

D ive r sos es tud ios iden t i f i can a Centroamérica entre las regiones del mundo con mayores problemas de segu-ridad alimentaria ante el cambio climático.

Frente a esta realidad, los países centroamericanos han reconocido la relación entre desastres y desarrollo; es decir, que la ocurrencia de desastres frena y limita las posibilidades de desarrollo de la región y, a su vez, que un mal desarrollo aumenta las vulne-rabilidades y, por ende, el riesgo a desastres. El reconocimiento de este problema colectivo por parte de los países de la región los ha impulsado a concretar decisiones políticas

en gestión de riesgos en dos direcciones: 1) La adopción de instrumentos y mecanismos internacionales y regionales para reducir el riesgo de desastres y; 2) El fortalecimiento de las instituciones nacionales responsables de la gestión de riesgos.

El presente estudio se enmarca dentro del análisis de las Políticas Nacionales de Gestión de Riesgos (PNGR) de cada uno de los países de Centroamérica, las cuales tienen como marcos regional a la PCGIR y como internacional al Marco de Acción de Hyogo para 2005-2015: Aumento de la resiliencia de las naciones y las comunidades ante los desastres. En enero de 2005, las Naciones Unidas organizaron la Conferencia Mundial sobre la Reducción de los Desastres (realizada Kobe, Hyogo, Japón). En dicha conferencia, se reconoce que las pérdidas (tanto en víctimas5 como económicas) que ocasionan los desas-tres van en aumento y, por lo tanto, ponen en peligro los avances logrados en el desarrollo por parte de los países. Así mismo, se reco-noce que el riesgo de desastres surge de la interacción entre las amenazas, los factores de vulnerabilidad (físicos, sociales, económicos, culturales, ambientales y otros) y la exposi-ción física. En tal sentido, como acuerdos de la Conferencia se estableció el Marco de Acción de Hyogo (MAH) para 2005-2015: Aumento de la resiliencia de las naciones y las comunidades ante los desastres, que señala la existencia de deficiencias y retos particulares —para todos los países— en cinco ámbitos o componentes: gobernanza, esto es, marcos institucionales, jurídicos y normativos; identifi-cación, evaluación y vigilancia de los riesgos y alerta temprana; gestión de los conocimientos y educación; reducción de los factores de riesgo subyacentes; y preparación para una respuesta eficaz y una recuperación efectiva.

Dado que el interés de este estudio está en analizar las políticas nacionales de gestión

4. Los diez desastres de mayor impacto en El Salvador han dejado alrededor de US$6.5 billones en pérdidas económicas.

Volumen 68 Número 734 ecaEstudios Centroamericanos

390 Propuesta de un modelo para el análisis

de riesgos de los países de la región, aquí se discute con mayor detalle lo relacionado con la gobernanza: marcos institucionales, jurí-dicos y normativos que menciona el MAH. Al respecto, dentro de las prioridades de acción (Naciones Unidas, 2005, pág. 12) de este componente se reconoce que:

Los países que elaboran marcos normativos, legislativos e institucionales para la reducción de los riesgos de desastre y que pueden elaborar indicadores específicos y mensurables para observar el progreso tienen más capacidad para controlar los riesgos y concitar el consenso de todos los sectores de la sociedad para participar en las medidas de reducción de los riesgos y ponerlas en práctica.

En términos generales, el MAH es un conjunto amplio de acciones que deben poner en marcha cada uno de los países para fortalecer su gobernanza del riesgo. La EIRD/ONU publica cada dos años el informe GAR (Global Assessment Report), el cual mide el progreso de las acciones del MAH en cada una de los países. El último reporte realizado es el Informe de evaluación global sobre la reduc-ción del riesgo de desastres: revelar el riesgo, replantear el desarrollo (GAR 2011) y muestra avances en los cinco componentes del MAH para todos los países del mundo.

Ahora bien, las PNGR de cada uno de los países se encuentran normadas en un conjunto de actos formales que se presentan en la tabla 1.2 y que constituyen los datos de entrada al modelo de evaluación de la brecha de imple-mentación propuesto en este estudio.

Tabla 1.2. Actos formales de las políticas nacionales de gestión de riesgos de los países centroamericanos

País Actos formales de la PNGR

Nicaragua Política Nacional de Gestión Integra del Riesgo de la República de Nicaragua (PNGIR-NIC) (borrador)Ley creadora del Sistema Nacional para la Prevención, Mitigación y Atención de Desastres (SINAPPRED), sus Reglamentos y Normas Complementarias. Ley 337.Plan Nacional de Gestión del Riesgo 2010-2015.Plan nacional de respuesta del SINAPRED, componente del Proyecto “Reducción de la Vulnerabilidad ante Desastres en Nicaragua”, financiado mediante crédito AIF/3487- NI con el Banco Mundial.

Guatemala Política nacional para la reducción de riesgo a los desastres en Guatemala. Aprobada en acta 03-2011 según acuerdo 06-2011.Acuerdo número 06-2011. SE-CONRED.Ley de la Coordinadora Nacional para la Reducción de Desastres. Decreto número 106-96. Organismo legislativo, Congreso de la República de Guatemala. Plan nacional de respuesta (PNR). CONRED

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Costa Rica Plan nacional para la gestión del riesgo 2010-2015.Ley nacional de emergencias y prevención del riesgo. Decreto legislativo número 8488. Publicado el 11 de enero de 2006.Reglamento a la Ley Nacional de Emergencias y Prevención del Riesgo. Decreto número 34361-MP.

391Propuesta de un modelo para el análisis

Volumen 68 Número 734 eca Estudios Centroamericanos

País Actos formales de la PNGR

Panamá DECRETO EJECUTIVO N.º 177, de 30 de abril de 2008. Se reglamenta la Ley de 11 de febrero de 2005.Política Nacional de Gestión Integral de Riesgo de Desastres, noviembre de 2010.Gaceta Oficial Digital. Año CVII Panamá, R. de Panamá, miércoles 12 de enero de 2011, N.º 26699-B.

Honduras Ley del sistema nacional de gestión de riesgos (SINAGER). Decreto 151-2009. Tegucigalpa, M. D. C. 28 de agosto de 2009.Reglamento de la ley del sistema nacional de gestión de riesgos (SINAGER). Acuerdo legislativo número 032-2010.Plan Nacional de Gestión Integral de Riesgos, Honduras. Borrador 2012.Ley de Contingencias. Decreto número 9-90 E.

Fuente: Elaboración propia.

1.2. Metodología de la investigación

La metodología de esta investigación es de tipo descriptiva basada en el análisis bibliográ-fico de tipo documental. Se parte de estudiar los marcos internacional y regional de gestión de riesgos, tales como el MAH (Naciones Unidas, 2005) y la PCGIR (CEPREDENAC, 2010). Esta revisión se complementa con el análisis de las bases de datos de desastres (Centre for Research on the Epidemiology of Disaster CRED) y de evaluación de avances en Gestión de Riesgos (EIRD/ONU) de los países de la región centroamericana dispo-nibles para consulta en línea, junto con las recomendaciones del informe GAR 2011 (EIRD/ONU, 2011). Todo esto contribuye a una mejor comprensión del tópico sustantivo o problema colectivo de la política que tiene que ver con la identificación de mecanismos que contribuyen a la reducción del riesgo de desastres (RRD) desde un enfoque integral de gestión de riesgos.

Luego de conocer el problema colectivo o tópico sustantivo —como lo llaman algunos autores— y los marcos orientadores para la gestión de riesgos, se procede al diseño del modelo conceptual. Para ello, se estudia la literatura especializada en políticas públicas, principalmente autores que tienen un enfoque de análisis de la implementación de tipo top-down, tales como Sabatier y Mazmanian (La implementación de la Política Pública: un marco de análisis, 2000) y Pressman y Wildavsky (Implementación: Cómo grandes

expectativas concebidas en Washington se frus-tran en Oakland, 1998). Esto se complementa con el estudio de los aportes de políticas públicas del clásico libro de Meny y Thoenig (Las políticas públicas, 1992) y los aportes recientes de Subirats et al. (Análisis y gestión de políticas públicas, 2008). Para la formación conceptual y cuantificación de variables e índices, se utilizan los conceptos teóricos sobre este tema para la ciencia política desarrollados por Sartori (Malformación de los conceptos en política comparada, 2012) y el enfoque práctico de análisis del servicio civil de Longo, desarrollado para el BID (Marco analítico para el diagnóstico institucional de Sistemas de Servicio Civil, 2006). Todo esto junto con otros documentos, informes y artículos hicieron posible la elaboración del modelo conceptual propuesto en esta investigación.

Finalmente, se estudiaron los actos formales de las políticas nacionales de gestión de riesgos (PNGR), de la tabla 1.2, que —como datos de entrada al modelo— sirvieron para elaborar un diagnóstico de la situación de la gestión de riesgos de los seis países de la región. Para cada país, se calculan tres índices que, en conjunto, ayudan a evaluar la capacidad de los actos formales para reducir la brecha de implementación de cada uno. Estos resultados se utilizan, desde una perspectiva comparada, para hacer recomendaciones, las cuales se espera contribuyan a la reducción del déficit de implementación. Estas recomenda-ciones se conocen en el campo de las políticas públicas como policy-settings.

Volumen 68 Número 734 ecaEstudios Centroamericanos

392 Propuesta de un modelo para el análisis

2. Esquema de análisis

2.1. El análisis de las políticas públicas

2.1.1. Definición de políticas públicas y enfoques para el análisis de la implementación

El estudio comparado de las políticas nacionales de gestión de riesgos de los países de Centroamérica requiere, para su abordaje, que se definan algunos conceptos básicos de políticas públicas. Como introducción, es perti-nente mencionar que los análisis de políticas públicas surgieron en la década de los años cincuenta, del siglo anterior, a propuesta de Harold Lasswell6, quien sugirió a la comu-nidad científica que se realizaran este tipo de análisis desde la Ciencia Política. En los años siguientes, este tipo de estudios se fueron consolidando de tal forma que Dunn (citado por Fischer, Miller & Sidney, 2007, pág. 19) definió el análisis de políticas públicas como sigue: “[Se trata de] una disciplina de las ciencias sociales aplicadas que utiliza múltiples métodos de investigación y de argumentación para producir y transformar la información relevante de la política en ajustes (policy-settings) que permitan resolver los problemas de política”. Así mismo, para el interés de este estudio se consideran dos definiciones de políticas públicas: la primera debida a Dye (en Subirats et al. (2008, pág. 38)), que la define como “todo aquello que los gobiernos deciden hacer, o no hacer” y, la segunda, de Subirats et al. (2008, pág. 38) que define a la política pública como:

una serie de decisiones o de acciones, intencio-nalmente coherentes, tomadas por diferentes actores, públicos y a veces no públicos —cuyos recursos, nexos institucionales e intereses varían—, a fin de resolver de manera puntual un problema políticamente definido como

colectivo. Este conjunto de decisiones y acciones da lugar a actos formales, con un grado de obligatoriedad variable, tendentes a modificar la conducta de grupos sociales que, se supone, originaron el problema político que resolver (grupos-objetivo), en el interés de grupos sociales que padecen los efectos negativos del problema en cuestión (beneficiarios finales).

Considerar estas dos definiciones de polí-ticas públicas nos permite señalar y reafirmar que en las decisiones y acciones (incluso inac-ciones, como establece Dye) tomadas para resolver el problema colectivo está presente una autoridad pública —de hecho, las polí-ticas públicas son consideradas como salidas o productos del sistema político—; y además, estas decisiones y acciones se concretan en actos formales7 que adquieren la forma de leyes, reglamentos, decretos, acuerdos de implementación y directrices administrativas, documentos marcos u orientadores y otros. Estos actos formales persiguen cambiar la conducta de grupos sociales que se supone son los causantes del problema colectivo (se les llama grupos objetivo) en beneficio de otros grupos sociales o actores.

Tradicionalmente los estudios de políticas públicas dividen su análisis en etapas y casi siempre siguen el esquema propuesto por Jones (1984), que reduce el proceso a cinco etapas: identificación del problema, formulación de la solución, toma de decisiones, implementación y evaluación. Para el propósito de este estudio, se considerará el ciclo de Jones, pero reducido a tres etapas: 1) formación y diseño de la política (que incluye las etapas de identificación del problema, formulación de la solución y toma de decisiones), 2) implementación y 3) evalua-ción. De manera más específica, este estudio se sitúa en el punto de conexión entre la etapa de formación y diseño de la política, y la etapa de implementación.

393Propuesta de un modelo para el análisis

Volumen 68 Número 734 eca Estudios Centroamericanos

El interés principal se centra en cómo asegurar una implementación efectiva8 de una política pública una vez que el sistema político ha establecido un conjunto de actos formales (ley, una regla, un estatuto, un decreto, un reglamento o una orden) para darle solución al problema colectivo. En otras palabras, el estudio trata de explicar cómo “si se decide hacer X se obtiene Y”, y se realiza con el propósito de entender y comprender la dinámica del proceso de formación-diseño e implementación para hacer recomenda-ciones (policy settings) que contribuyan a formulaciones exitosas de políticas públicas. Esta diferencia, distancia, brecha o déficit que existe entre la decisión (X) y lo que ocurre en la realidad (Y) se conoce en la literatura como brecha de implementación (Implementation Gap), un término propuesto por primera vez por Dunsire (Meny & Thoenig, 1992, pág. 162).

Uno de los primeros estudios sobre la implementación de políticas públicas fue el realizado por Pressman y Wildavsky y que fue publicado en el libro Implementation: how great expectations in Washington are dashed in Oakland, del año 1973, el cual, si bien recibió diversas críticas, abrió las posibilidades de planificar la implementación no solo a través del enfoque top down —que ha sido común en la administración pública—, sino que a través de otros enfoques como el bottom up y el enfoque híbrido basado en comunidades o redes de política, para citar algunos. El enfoque adoptado en este estudio es el top-down, el cual parte desde los actos formales de la política para identificar una teoría general de la implementación que permita hacer predicciones acerca de si la legislación decidida será implementada con eficacia (opti-mizando los recursos y los resultados); y que además reduzca la brecha de implementación.

2.1.2. Aspectos básicos del enfoque del análisis top-down

Dado que el enfoque top-down ha sido ampliamente estudiado en la literatura, me limitaré en este apartado a destacar algunos elementos fundamentales que son conve-nientes para este estudio y que ya han sido tratados antes por diversos autores. Así por ejemplo, Meny & Thoenig (1992, págs. 159-160) consideran a la implementación como una “secuencia lineal que desciende desde el centro a la periferia”, en donde se transforman los objetivos en medios, se susti-tuye a la política por la técnica y desaparece el conflicto para dar paso a las racionalidades gestionarias, es decir, aquellas que buscan alcanzar el principio de eficiencia basado en la optimización de los recursos y de los resul-tados9. En este sentido, para Meny & Thoenig (1992, pág. 159) implementar significa que:

quien decide asigna al ejecutor una tarea sobre la base de criterios técnicos, impersonales, de competencia y de legalidad;

la política pública se comunica y confía al ejecutor bajo la forma de interacciones especí-ficas detalladas, procedimientos operacionales y programas de actividad;

el ejecutor pone en práctica las instrucciones conforme a los objetivos y las indicaciones dadas por el ejecutor.

Para Sabatier (Revuelta V., 2007, pág. 144) el enfoque top-down debe analizar el logro de los objetivos, el comportamiento de los grupos objetivo y la burocracia en relación a la polí-tica pública y, además, se deben identificar los principales factores que afectan los resultados de la política. Entre estos últimos factores se tienen los siguientes: a) para aumentar las

8. Es decir, que produzca los resultados esperados.9. También se conoce como enfoque de la administración racional.

Volumen 68 Número 734 ecaEstudios Centroamericanos

394 Propuesta de un modelo para el análisis

posibilidades de éxito de la política pública es necesario crear escenarios, estrategias y meca-nismos de participación de diversos actores; b) la ampliación de las instancias de coordi-nación y de negociación en diferentes niveles (local, regional, nacional y supranacional) y sectores dificulta alcanzar los resultados deseados; c) el enfoque parte del supuesto de la existencia de objetivos claros y consistentes, algo que no siempre se encuentra en una polí-tica pública. Por su parte, otros autores como Van Meter y Van Horn en (Revuelta V., 2007, pág. 150) consideran importante estudiar el nivel de cambio y de consenso requerido para lograr un mayor éxito en la implementación de la política. Estos autores parten de la idea de que, si una política introduce pequeños cambios y goza de un gran consenso entre los diversos actores, tiene más posibilidades para ser exitosa.

2.2. Modelo conceptual para el análisis de la política pública

Para el desarrollo del análisis comparado de las políticas nacionales de gestión de riesgos de los países de Centroamérica, son necesa-rios tres elementos: 1) seleccionar un enfoque de análisis; 2) crear un modelo conceptual; 3) establecer un método que permita la opera-cionalización de las variables y los índices del modelo conceptual, con fines de comparación.

El primer elemento, referido al enfoque de análisis, fue abordado en la sección 2.1.1., en donde se seleccionó al enfoque top-down modificado para este fin, principalmente porque su objetivo de análisis —predicción/recomendaciones sobre la política— coincide con los intereses de este estudio. Obviamente, para poder hacer predicciones y recomenda-ciones, es necesario desarrollar un modelo teórico de la implementación, el cual se desa-rrollará en esta sección bajo el nombre de “modelo conceptual”. El tercer elemento para

el estudio se refiere a la operacionalización de las variables e índices del modelo, que se desarrolla en la sección 2.3.

El modelo utilizado se construye con base en la definición de implementación de Meny & Thoenig. Estos autores la definen como “la fase de una política pública durante la cual se generan actos y efectos a partir de un marco normativo de intenciones, de textos o de discursos” (Meny & Thoenig, 1992, pág. 158), la cual se divide en dos partes que estos autores llaman el análisis del sistema de acción en dos ámbitos: el proceso y la estructura10.

El “marco normativo de intenciones, de textos o de discursos” pertenece al ámbito del proceso o de la prescripción, en donde la autoridad pública decide, define y fija los contenidos y objetivos de la política pública, establece los problemas que se van a resolver, los criterios de priorización y los procedimientos requeridos para lograr el cambio social esperado. Por lo tanto, el ámbito del proceso se desarrolla en “el campo social deseado, afectado o proyectado” y se concreta, en lo que llama los actos formales de la política. La “generación de actos y efectos” pertenece al ámbito de la estructura, en donde se realizan los fenómenos (los hechos de la política) de manera concreta a través del conjunto de interacciones y juego político de los actores en un escenario en donde se viven los problemas y se aplican las decisiones.

Los ámbitos del proceso y de la estructura son parte del sistema de acción de la imple-mentación de la política pública e interactúan entre sí de manera circular, de tal forma que los actos y efectos de la estructura pueden cambiar el marco normativo de intenciones, de textos y de discursos, principalmente por el proceso de aprendizaje del decisor (la autoridad pública) que surge del traslado del sistema de acción a la estructura (o a la ejecu-

395Propuesta de un modelo para el análisis

Volumen 68 Número 734 eca Estudios Centroamericanos

ción). Este sistema de acción circular entre proceso y estructura se apoya en una teoría de cambio social de la política pública. Esta teoría no siempre se encuentra establecida de manera explícita, por lo que hay que recurrir a información clave de la política pública para identificarla. Meny & Thoenig sugieren investigar sobre los objetivos enunciados, el tiempo de la implementación para obtener los resultados, los actores afectados y benefi-ciados, entre otros para identificar esta teoría de cambio social. O como lo establece Roth (2009, pág. 116) “… es necesario que, de una parte, se indique lo que se desea obtener como objetivo final por medio del cambio de comportamiento de los destinatarios y, de otra parte, se especifiquen los medios por los cuales se puede obtener el cumplimiento de estos cambios por parte de los destinatarios”. Este marco analítico descrito en los párrafos anteriores se presenta como un modelo conceptual en la figura 2.1.

La red de acción pública que opera en la estructura está compuesta por tres grupos de actores: la autoridad pública, los grupos objetivos y los grupos beneficiarios. Como resultado del sistema de acción en la estruc-tura surgen adicionalmente los grupos terceros (de afectados o beneficiados) que tenderán a formar coaliciones con los grupos objetivo y de beneficiarios. Aquí es importante notar que los grupos objetivos son aquellos actores cuya conducta se considera como la causa directa o indirecta del problema colectivo que la política pública quiere resolver; y los beneficiarios finales son aquellos a los que el problema colectivo afecta de manera adversa y cuya situación se desea mejorar (Subirats, Knoepfel, Larrue, & Varonne, 2008, págs. 63-65). En este modelo, la distancia entre

el campo social deseado y el real es lo que se conoce como la brecha o déficit de imple-mentación. Contribuir a reducir este déficit es uno de los objetivos centrales de este estudio y, para ello, se trabajará únicamente con el sistema de acción identificado en el modelo como “el proceso”. Es decir, no se considerará en este estudio, de manera directa, lo que sucede en la estructura.

2.2.1. Modelo teórico de estudio: el proceso

Una vez seleccionado el proceso como objeto de estudio, es necesario identificar sus elementos constitutivos, ya que son estos los que se utilizaran para los diagnósticos de las políticas de cada país y para la obtención de sus índices.

En primer lugar, hay que situarnos en nuestro objeto de investigación, que de acuerdo a Meny & Thoenig consiste de un “marco normativo de intenciones, textos o discursos” que fueron producto de las primeras tres etapas del ciclo de Jones (iden-tificación del problema colectivo, formulación de la solución y tomas decisión) y que para este estudio se resume en una sola etapa: la de formación y diseño de la política. Este marco normativo de decisiones e intenciones ha sido expresado por el sistema político en una serie de actos formales que podrían incluir diversos documentos tales como una ley, un decreto, un reglamento, un texto orientador o una orden.

Los elementos constitutivos pertenecen a tres marcos del modelo: el normativo, el programático y el burocrático. Cada uno de estos marcos se explica a continuación:

397Propuesta de un modelo para el análisis

Volumen 68 Número 734 eca Estudios Centroamericanos

elementos adicionales que juntos constituyen lo que en este estudio se denomina el marco programático. El primer elemento tiene que ver con la identificación del campo social deseado, es decir, la solución prevista para resolver el problema colectivo con la imple-mentación de la política. Este campo social deseado se encuentra generalmente en la defi-nición de los objetivos de la política escritos en los diferentes actos formales y constituyen un elemento fundamental de análisis dentro del proceso. Tal como lo expresa Subirats et al. (2008, pág. 155) los objetivos “definen el estado que se considera satisfactorio y que se pretende alcanzar a través de la solución adoptada”.

Así mismo, a partir de los objetivos, los diseñadores de la política (policy-makers) conciben los instrumentos de intervención pública que en los actos formales de una polí-tica se identifican usualmente con el nombre de ejes de intervención. Estos instrumentos de intervención pública constituyen el segundo elemento de análisis dentro del marco norma-tivo y se utilizan para alcanzar los objetivos de la política. Los instrumentos de intervención se relacionan con los cambios esperados de los grupos objetivo con relación al problema colectivo de la política. Una definición precisa de estos cambios facilita que la política pública genere los resultados deseados. Tal como lo expresa Subirats et al. (2008, pág. 157) en la política se “determinan los derechos y obli-gaciones que directamente se les confieren [a los grupos objetivo], así como el grado, tipo, amplitud y calidad de las intervenciones públicas previstas”. Para este autor, la acción sobre los grupos objetivo es “condición sine qua non para convertir en efectiva una política pública” (2008, págs. 157-158).

De esta forma, la caracterización de los grupos objetivo constituye el tercer elemento de análisis dentro del marco programático. En este marco se ha incluido lo que en el modelo de implementación se conoce como “teoría del cambio social” (ver figura 2.2), que incluye a las hipótesis causal y de intervención, es decir,

la relación estrecha entre objetivos, grupos objetivo e instrumentos de intervención.

2.2.1.3. Marco burocrático

Finalmente, se considera al marco burocrá-tico. Como sucede en la mayoría de los casos, es la burocracia la encargada de la ejecución de las decisiones de la política pública y, por lo tanto, constituye un elemento de análisis fundamental dentro del proceso. Contrario a lo establecido por Weber de que la burocracia actúa de manera neutral, imparcial y con criterios técnicos e impersonales, en la ejecu-ción de una política pública, cada vez es más evidente que las burocracias influyen grande-mente en todo el ciclo de las políticas públicas. De hecho, diversos autores atribuyen el fracaso de las políticas públicas al comportamiento de las burocracias en la implementación. Este es el caso de kaufman (en (Revuelta V., 2007, pág. 142), que identifica tres variables de la burocracia como determinantes del fracaso de la implementación: el proceso de comunicación, las capacidades y las actitudes hacia la política. De manera similar, autores como Bailey y Mosher (1968) y Pressman y Wildavsky (1973) consideran las relaciones intergubernamentales como el principal asunto que afecta la implementación (Revuelta V., 2007, págs. 142-143).

Así mismo, Rein y Rabinovitz (1978) iden-tifican, en su modelo de análisis, tres impe-rativos que ejercen influencia en el proceso de implementación: legal, organizacional (burocrático-racional) y consensual. Y cuando se refieren al imperativo burocrático-racional, mencionan que “la ley podrá ser aplicada solo si parece ser razonable y justa para los burócratas” (Revuelta V., 2007, pág. 143). La burocracia se analizará en este estudio a través de varios aspectos, tales como: el tipo de actores, la coordinación horizontal, la coor-dinación vertical, la centralidad en los actores clave, la politización, el contexto y la relación con otras políticas públicas y la apertura de la política a la participación de diversos actores. En la figura 2.2, se resumen los elementos de

Volumen 68 Número 734 ecaEstudios Centroamericanos

398 Propuesta de un modelo para el análisis

análisis para el modelo teórico de estudio (el proceso). Es decir, estos elementos se conver-tirán en las variables de análisis del proceso.

2.2.1.4. Índices que calcular en el modelo conceptual

Como se mencionó antes, el objetivo de este estudio es desarrollar un modelo de análisis de política pública sobre el cual puedan ser evaluadas las distintas políticas de gestión de riesgos de los seis países de Centroamérica: Guatemala, El Salvador, Honduras, Nicaragua, Costa Rica y Panamá. Hasta este momento, se han identificado los cinco elementos básicos para el análisis del proceso; faltaría ahora definir los índices sobre los cuales se realizaría el análisis comparado. Pero antes, es pertinente aclarar a qué tipo de análisis comparado nos referimos en este estudio.

Dado que se trata de un análisis compa-rado, el método de investigación se basará en casos “comparables” —para nuestro caso las políticas de Gestión de Riesgos (PGR)— que Juan Linz (citado por Lijphart, 1971, pág. 689) define como: “La comparación de aquellos sectores [políticas públicas, en nuestro caso] de dos o más sociedades que tienen un gran número de características en común, pero que a la vez difieren en algunas que son cruciales y que podrían ser más fructíferas …”. Es decir, si bien las políticas de gestión de riesgos comparten muchas características comunes —las cuales es nece-sario identificar—, el énfasis se realizará sobre aquellos aspectos diferentes que logran reducir la brecha o déficit de implementación. Así mismo, este estudio se apoya en el análisis de contenido documental sobre los actos formales

generados para este tipo de políticas en cada uno de los países de Centroamérica.

Es decir, en este estudio se trata de inves-tigar, en los actos formales de la política, aquellos aspectos que podrían contribuir a la disminución de las disfunciones en la imple-mentación prevista. Luego, a partir de las mediciones de los elementos constitutivos del modelo (llamadas variables del modelo), se procederá a construir índices que nos indiquen en qué grado los actos formales están en la capacidad de disminuir la brecha o déficit de implementación. Para ello se construyen tres índices: el índice de implementación, el índice de cambio social y el índice de estructuración. Las razones de por qué estos índices son del interés en este estudio se explica a continua-ción: el primer índice que construir es el índice de implementación, que indica el grado en que las condiciones de partida —establecidas en los actos formales— contribuyen a dismi-nuir el déficit de implementación.

Ahora, para la selección de los otros dos índices de este estudio, se considera la reco-mendación de Sabatier y Mazmanian (en Revuelta V., 2007, pág. 144)):

De acuerdo con nuestra visión, el rol crucial de los análisis de implementación es identificar los factores que afectan el logro de los objetivos estatutarios a través de todo su proceso. Estos pueden ser divididos en tres amplias categorías: 1) la tratabilidad del problema contemplado en el estatuto; 2) la habilidad del estatuto para estructurar favorablemente el proceso de imple-mentación; y 3) el efecto neto de la variedad de variables políticas en el balance de apoyo para los objetivos estatutarios.

Volumen 68 Número 734 ecaEstudios Centroamericanos

400 Propuesta de un modelo para el análisis

2.3. Metodología para operacionalizar las variables y los índices del modelo conceptual

2.3.1. Método de cálculo

El proceso para operacionalizar las varia-bles y los índices del modelo se basa en dos nociones fundamentales: la cuantificación y la formación de conceptos. Como indica Sartori (2012, pág. 36), la cuantificación se realiza a través de la medición, el tratamiento estadístico y la formalización matemática; sin embargo, Sartori comenta que en la «Ciencia Política, la mayor parte de la cuantificación es del tipo de medición y consiste de una de estas tres operaciones: la atribución de valores numéricos (medición pura o simple), el rank ordering, esto es, la determinación de posi-ciones en una escala (escalas ordinales), la medición de distancias o intervalos (escalas de intervalos)”.

Para el caso de este estudio, se realiza la medición de las variables, leyes y reglamentos, objetivos, grupos objetivo, instrumentos de intervención y burocracia (elementos consti-tutivos del modelo) y, a partir de estas medi-ciones, se construyen los índices de imple-mentación, cambio social y estructuración. Es decir, el estudio se queda al nivel de medición y no se realizan tratamientos estadísticos ni se avanza hacia la formalización matemática mediante modelos matemáticos. De igual manera las operaciones que se utilizan aquí son dos: la medición pura o atribución de valores numéricos y el rank ordering, princi-palmente para los índices.

Ahora bien, tal como lo establece Sartori (2012, págs. 38,40), “la formación de conceptos es anterior a la cuantificación” y enseguida expresa que “ los conceptos de cualquier ciencia social no son solo elementos de un sistema teórico, sino que también son, de la misma manera, contenedores de datos. Lo que definimos como datos no son más que información distribuida en y refi-nada por contenedores conceptuales”. Para

Sartori, el concepto incluye tanto al elemento conceptual como también una serie de elementos llamados proposiciones. De esta manera, cuando Sartori habla de formación de conceptos se refiere tanto a la formación de proposiciones como a la resolución de problemas. Y considera pertinente hablar de una estructura conceptual compuesta de dos partes: “a) los términos de observación (términos obtenidos de cosas observables) y b) la disposición vertical de estos términos a lo largo de una escala de abstracción” (Sartori, 2012, pág. 45). De tal forma, que “se hace más abstracto y más general un concepto reduciendo sus propiedades o atributos y, viceversa, un concepto se hace más especí-fico mediante la adición o el despliegue de calificaciones, es decir, mediante el aumento de sus atributos o propiedades” (Sartori, 2012, pág. 48).

El detalle completo de este proceso se describe en Marroquín, 2013, (págs. 24-50), en donde se presentan las 67 proposiciones para las distintas variables utilizadas en este estudio. Así mismo, se explica el cálculo de los índices de implementación, de cambio social y de estructuración. A continuación, se presenta brevemente la metodología para la operacio-nalización de las variables y de los índices del modelo de este estudio:

a) Formación del concepto. Para cada variable se desciende en la escala de abstracción, es decir, se hace más específica agregando más características y atributos al concepto. Estas propiedades se obtienen de la literatura especializada en políticas públicas y se describen mediante el uso de proposiciones. Estas proposiciones tomadas en conjunto caracterizan a una variable; es decir, contribuyen a la formación del concepto de la variable. Además, las proposiciones se definen como valores óptimos en el sentido de que la asignación de un valor contribuye a un mayor o menor acercamiento al concepto, en otras palabras el valor indicaría qué tanto está presente una proposición (característica o atributo) en la variable o índice que se analiza.

401Propuesta de un modelo para el análisis

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b) Valoración y ponderación. Cada una de las proposiciones correspondientes a una variable se valora con una escala de cuatro posiciones, con valores de 0 a 3, siendo 3 la posición más próxima al óptimo expresado por la proposición que sirve de análisis, y 0 la posición más alejada de dicho óptimo. La escala de valoración es similar a la adoptada por Longo (2006, pág. 48). Cada proposición tiene asignado un peso (o ponderación) que puede ser 1, 2 o 3 e indica la importancia de la proposición dentro de la definición del concepto. Para cada proposición se define el valor máximo de referencia (VMR), que es simplemente el producto del valor máximo que puede tener la proposición (3, en nuestro caso) por su peso en la definición del concepto. Una vez encontrado el valor para cada una de las proposiciones, se procede a cuantificar la variable en la escala de 0 a 1, para ello se multiplica cada valor de una proposición por su peso y se suman todos los resultados y, luego, este resultado parcial se divide por la suma de los VMR de cada una de las proposiciones.

c) Cálculo de los índices. Los índices son instrumentos de cuantificación del modelo y concentran un conjunto básico de dimen-siones de análisis —en nuestro caso tres: implementación, cambio social y estructura-ción— para facilitar la tarea de comparación. Cada índice tiene una definición conceptual que se obtiene de la literatura especializada en políticas públicas y se describe mediante el uso de proposiciones. Pero a diferencia de las variables (cuyos valores son asociados por criterio de experto), los valores de las propo-siciones de los índices se obtienen a partir de la identificación de las proposiciones de las variables del modelo que contribuyen al valor óptimo de cada proposición del índice. (El cálculo del valor de un índice cualquiera se explica en Marroquín, 2013, págs. 26-28).

3. Diagnóstico de la situación de las políticas nacionales de gestión de riesgos (PNGR) en relación a sus capacidades para reducir el déficit de implementación.

3.1. Análisis comparado de las PNGR de los países centroamericanos

Como casos de estudio en esta investiga-ción, se analizaron los actos formales (ver tabla 1.2) de las políticas nacionales de gestión de riesgos de los seis países de Centroamérica: Guatemala, Honduras, El Salvador, Nicaragua, Costa Rica y Panamá. Cada uno de los actos formales de estos países fue revisado de manera exhaustiva y, luego, se procedió a la operacionalización de las variables del modelo según el método de cálculo explicado en la sección 2.3.1 (ver ejemplo del caso de Nicaragua en anexos A.7 (Marroquín, 2013, pág. 162),). Para ello se preparó una hoja de cálculo en Excel con las 67 proposiciones para cada uno de los elementos constitutivos del modelo teórico que se describen en la tabla 2.20 (2013, pág. 46). Los resultados de este proceso de cuantificación para cado uno de los países se presentan en la tabla A.1 (2013, pág. 149) de los anexos. Esta información se utilizó para realizar un diagnóstico de la situa-ción de las políticas nacionales de gestión de riesgos de cada uno de los países en relación a sus capacidades para reducir el déficit de implementación.

En la tabla 3.1, aparece un cuadro resumen de estos diagnósticos de situación junto con el cálculo de los índices de imple-mentación desarrollados en este estudio. Para las 11 variables de los marcos programáticos, normativos y burocráticos de cada uno de los seis países estudiados (66 datos en total), se estableció una clasificación ordinal de deficiente, bueno y sobresaliente, en donde

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402 Propuesta de un modelo para el análisis

la demarcación en la escala son los percen-tiles 25 y 75 de los 66 datos; es decir, si el 25 % de los datos está por debajo del percentil 25 (cuyo valor obtenido fue de 0.61), se considera deficiente; si el 25 % de los datos está por encima del percentil 75 (cuyo valor obtenido fue de 0.8075), se considera como sobresaliente; y el 50 % de los datos contenidos entre los percentiles 25

y 75 se consideran en la escala de bueno. Las evaluaciones de esta escala en los datos se muestran también en la tabla 3.1. Si bien, en todas las variables deben hacerse ajustes de acuerdo a las formaciones conceptuales del modelo debido a que no llegan al valor normalizado de 1.0, se considera que los países deben priorizar aquellas variables en que sus datos están en la escala deficiente.

Tabla 3.1. Diagnóstico de la situación de las PNGR para reducir el déficit de implementación

Costa Rica El Salvador Guatemala Honduras Nicaragua PanamáMarco programático Objetivos 0.56 0.72 0.69 0.46 0.61 0.72 Deficiente Bueno Bueno Deficiente Bueno BuenoGrupos objetivo/hipótesis causal 0.67 0.67 0.37 0.53 0.8 0.5 Bueno Bueno Deficiente Deficiente Bueno DeficienteInstrumentos de intervención 0.58 0.71 0.63 0.54 0.71 0.63 Deficiente Bueno Bueno Deficiente Bueno BuenoMarco burocráticoTipo de actores: mono o plural 0.71 0.76 0.62 0.67 0.86 0.57

Bueno Bueno Bueno Bueno Sobresaliente DeficienteGrado de coordinación horizontal: integrada versus fragmentada

0.79 0.77 0.71 0.79 0.85 0.42

Bueno Bueno Bueno Bueno Sobresaliente DeficienteGrado de coordinación vertical: integrada versus atomizada.

0.92 0.83 0.67 0.88 0.92 0.63

Sobresaliente Sobresaliente Bueno Sobresaliente Sobresaliente BuenoEl grado de centralidad de los actores clave: centralizado versus igualitario

0.87 0.87 1 0.87 0.93 0.67

Sobresaliente Sobresaliente Sobresaliente Sobresaliente Sobresaliente BuenoEl grado de politización: politizado versus burocrático

0.93 0.67 0.4 0.67 0.67 0.6

Sobresaliente Bueno Deficiente Bueno Bueno DeficienteEl contexto que fijan las otras políticas públicas: homogeneidad versus heterogeneidad

0.67 0.8 0.93 0.73 0.67 0.33

Bueno Bueno Sobresaliente Bueno Bueno DeficienteEl grado de apertura: abiertos versus cerrados

0.9 0.52 0.57 0.81 0.86 0.57

Sobresaliente Deficiente Deficiente Sobresaliente Sobresaliente DeficienteMarco normativo Leyes y reglamentos 0.62 0.66 0.52 0.66 0.9 0.61 Bueno Bueno Deficiente Bueno Sobresaliente BuenoÍndicesÍndice de implementación 0.704 0.717 0.635 0.664 0.782 0.579Índice de cambio social 0.659 0.691 0.466 0.570 0.747 0.582Índice de estructuración 0.736 0.721 0.609 0.676 0.835 0.616

Fuente: Elaboración propia.

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406 Propuesta de un modelo para el análisis

Tabla 3.3. Categorías y proposiciones que conforman el índice de implementación

N Categoría Proposición1 Programación en tiempo En la política pública, se establece el horizonte de tiempo disponible, la duración y

el calendario previstos para obtener sus resultados2 Acceso a recursos Se prevé que, en la política, el acceso a los recursos será suficiente -ni demasiado ni

poco- y que la disponibilidad de recursos será adecuada.3 Teoría de cambio social Tal como está redactada la política pública existe conformidad en la teoría de cambio

social sobre la que descansa la concepción de la política; es decir, sobre el hecho de que exista realmente una relación entre las consecuencias esperadas y las interven-ciones públicas.

4 Un solo ejecutor Para una política pública hay un solo ejecutor, claramente designado y con libertad de movimientos.

5 Comprensión de objetivos La buena comprensión y el acuerdo personal de los ejecutores en cuanto a los obje-tivos que se han de promover. Esta es una condición necesaria para su motivación.

6 Procedimientos y tareas La existencia de procedimientos y de tareas bien especificadas y organizados según una secuencia correcta.

7 Comunicación y coordinación

Existe una comunicación y una coordinación perfectas entre los ejecutantes

8 Obediencia perfecta la obediencia perfecta, es decir, la ausencia de los ejecutores frente a la autoridad que decide.

9 Claridad programas-objetivos A la política que se va a ejecutar no le faltan claridad y precisión en la formulación de los programas concretos destinados a alcanzar los objetivos deseados.

10 Incentivos a la burocracia A los ejecutores se les ofrecen estímulos positivos para el éxito.11 Opinión publica La política no desencadena reacciones hostiles de la opinión pública o veleidades de

captación en intereses particulares, frente a los cuales los ejecutores se encuentran desarmados.

Fuente: Elaboración propia.

Tabla 3.4. Valoraciones para las categorías/proposiciones del índice de implementación

N Categoría Costa Rica El Salvador Guatemala Honduras Nicaragua Panamá1 Programación en

tiempo Deficiente Deficiente Deficiente Deficiente Deficiente Deficiente2 Acceso a recursos Bueno Bueno Bueno Bueno Bueno Bueno3 Teoría de cambio

social Deficiente Bueno Bueno Bueno Bueno Bueno4 Un solo ejecutor Bueno Sobresaliente Sobresaliente Sobresaliente Sobresaliente Deficiente5 Comprensión de

objetivos Sobresaliente Bueno Bueno Bueno Bueno Bueno6 Procedimientos y

tareas Bueno Sobresaliente Bueno Bueno Sobresaliente Bueno7 Comunicación y

coordinación Sobresaliente Bueno Bueno Sobresaliente Sobresaliente Bueno8 Obediencia perfecta Sobresaliente Deficiente Deficiente Bueno Bueno Deficiente9 Claridad

programas-objetivos Bueno Sobresaliente Sobresaliente Bueno Bueno Sobresaliente10 Incentivos a la

burocracia Bueno Deficiente Deficiente Bueno Sobresaliente Deficiente11 Opinión pública Sobresaliente Bueno Deficiente Bueno Bueno Deficiente

Fuente: Elaboración propia con base en datos de la tabla A.2 (Marroquín, 2013, págs. 154-155) y tomando como percentiles 25 y 75 los valores de 50 y 80 respectivamente.

407Propuesta de un modelo para el análisis

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3.1.2. Índice de cambio social para cada una de las PNGR de los países de la región

El índice de cambio social indica la capa-cidad de los actos formales de la política en el logro de sus objetivos, a través de incidir en el cambio de comportamiento de los grupos objetivo, que lleve a la solución del problema colectivo de la política. El valor de este índice para cada uno de los países se muestra en la tabla 3.1 y, de manera gráfica, se presentan en la figura 3.2 (b). Los resultados completos se presentan en la tabla A.3 de los anexos (Marroquín, 2013, págs. 155-156).

En la figura 3.2 (b), se observa que los países con mayores capacidades —de

acuerdo a sus actos formales— para incidir en el cambio de comportamiento de los grupos objetivos son Nicaragua, El Salvador y Costa Rica. Para facilitar el análisis, en la tabla 3.5 se han introducido categorías que engloban cada una de las proposiciones que conforman el índice de cambio social. Las categorías en las que los países obtienen valoraciones deficientes se convierten en recomendaciones de mejora para los actos formales. Y una vez superadas, se debe proceder con las valoraciones buenas. Así por ejemplo, Honduras debe mejorar en sus actos formales las categorías: horizonte de tiempo, diversidad de comportamiento y porcentaje de la población. Por su parte, Nicaragua debe mejorar la categoría: horizonte de tiempo.

Tabla 3.5. Categorías y proposiciones que conforman el índice de cambio social

N Categoría Proposición

1 Características de la burocracia

Las características de las agencias encargadas de la implementación. Ejecutores movilizados.

2 Objetivos enfocados Los objetivos deben ser enfocados en contraposición a simplemente enunciados.

3 Horizonte de tiempo

El horizonte de tiempo cubierto.

4 Grupos objetivo Los administrados afectados.

5 Dificultados de cambio

Dificultades en el manejo del cambio. Existen dificultades para medir los cambios en la gravedad de ciertos problemas, para relacionar estos cambios con las modificaciones deseadas en el comportamiento de los grupos objetivo y para desarrollar la tecnología que permita capacitar a los grupos objetivo en el establecimiento de tales cambios.

6 Diversidad de comportamiento

Diversidad del comportamiento prohibido. Cuanto mayor sea la diversidad del comporta-miento que se desea regular, más difícil será formular reglamentos claros y, por lo tanto, será menos probable la consecución de los objetivos normativos.

7 Porcentaje de la población

Porcentaje de la población en una jurisdicción política cuyo comportamiento necesita ser modificado.

8 Apoyo externo El apoyo que existe en el ambiente político hacia las políticas.

9 Alcance del cambio Alcance de las modificaciones en el comportamiento de los grupos objetivo. A mayor cantidad de cambios requeridos en el comportamiento, más difícil será lograr una implementación exitosa.

Fuente: Elaboración propia.

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408 Propuesta de un modelo para el análisis

Tabla 3.6. Valoraciones para las categorías/proposiciones del índice de cambio social

N Categoría Costa Rica El Salvador Guatemala Honduras Nicaragua Panamá1 Características de la

burocraciaSobresaliente Sobresaliente Bueno Sobresaliente Sobresaliente Bueno

2 Objetivos enfocados Bueno Sobresaliente Sobresaliente Bueno Bueno Sobresaliente3 Horizonte de tiempo Deficiente Deficiente Deficiente Deficiente Deficiente Deficiente4 Grupos objetivo Bueno Sobresaliente Bueno Bueno Sobresaliente Bueno5 Dificultados de cambio Sobresaliente Bueno Bueno Bueno Bueno Bueno6 Diversidad de

comportamientoBueno Bueno Deficiente Deficiente Bueno Deficiente

7 Porcentaje de la población

Deficiente Bueno Deficiente Deficiente Bueno Deficiente

8 Apoyo externo Sobresaliente Deficiente Bueno Bueno Sobresaliente Bueno9 Alcance del cambio Bueno Sobresaliente Bueno Bueno Sobresaliente Bueno

Fuente: Elaboración propia con base en los datos de la tabla A3 (Marroquín, 2013, págs. 155-156) y tomando como percentiles 25 y 75 los valores de 42.361 y 68.056 respectivamente.

3.1.3. Índice de estructuración para cada una de las PNGR de los países de la región

El índice de estructuración muestra la habilidad del marco normativo de la política para estructurar adecuadamente el proceso de implementación. Sabatier y Mazmanian (2000, págs. 336-345) al preguntarse cómo la ley estructura el proceso de implementación encuentran tres aspectos: a través de la selec-ción de las instituciones responsables; a través de la influencia que pueda ejercer sobre la orientación política de los funcionarios de las dependencias; y mediante la regulación de las oportunidades de participación que otorgue a actores no pertenecientes a las agencias. El valor de este índice para cada uno de los países se muestra en la tabla 3.1 y, de manera gráfica, se presentan en la figura 3.2 (c). Los resultados completos se presentan

en anexos en la tabla A.4 (Marroquín, 2013, págs. 156-157).

En la figura 3.2 (c), se observa que los países que mejor estructuran en sus marcos normativos el proceso de implementación para reducir la brecha de implementación son Nicaragua, El Salvador y Costa Rica. Las categorías en las que los países obtienen valoraciones deficientes se convierten en recomendaciones de mejora para los actos formales. Y una vez superadas se debe proceder con las valoraciones buenas. Así por ejemplo, Panamá debe mejorar en sus actos formales las categorías: participación de actores externos y la interacción jerár-quica. Guatemala debe mejorar las catego-rías: influencia política, participación actores externos, validez de la teoría causal, recursos financieros, funcionarios comprometidos y participación favorable.

409Propuesta de un modelo para el análisis

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Tabla 3.7. Categorías y proposiciones que conforman el índice de estructuración

N Categorías Proposición

1 Selección de instituciones Selección de instituciones adecuadas y responsables.

2 Influencia política Influencia sobre la orientación política de los funcionarios de la burocracia.

3 Participación actores externos Regulación de las oportunidades de participación que otorgue a actores no perte-necientes a las agencias (burocracia).

4 Jerarquización de objetivos Presión y jerarquización de los objetivos normativos.

5 Validez de teoría causal Validez de la teoría causal incorporada a la ley.

6 Recursos financieros Recursos financieros disponibles para la instancia encargada de la implementación.

7 Interacción jerárquica Grado de interacción jerárquica dentro y entre las instituciones encargadas de la implementación.

8 Normas de decisión Grado en que las normas de decisión de las instancias responsables prestan apoyo o se ajustan a los objetivos normados. Es necesario formular las normas de decisión que las dependencias encargadas de la implementación deberán acatar.

9 Funcionarios comprometidos Asignación del programa a las agencias y funcionarios comprometidos con los objetivos normativos.

10 Participación favorable Grado en el que las oportunidades de participación otorgadas a actores externos favorecen a los partidarios de la ley.

Fuente: Elaboración propia.

Tabla 3.8 Valoraciones para las categorías/proposiciones del índice de estructuración

N Categoría Costa Rica El Salvador Guatemala Honduras Nicaragua Panamá1 Selección de instituciones Bueno Bueno Bueno Bueno Sobresaliente Bueno2 Influencia política Sobresaliente Bueno Deficiente Bueno Bueno Bueno3 Participación actores

externos Deficiente Deficiente Deficiente Deficiente Sobresaliente Deficiente4 Jerarquización de

objetivos Bueno Sobresaliente Bueno Deficiente Sobresaliente Bueno5 Validez de teoría causal Bueno Bueno Deficiente Deficiente Bueno Bueno6 Recursos financieros Bueno Bueno Deficiente Bueno Bueno Sobresaliente7 Interacción jerárquica Sobresaliente Bueno Bueno Sobresaliente Sobresaliente Deficiente8 Normas de decisión Sobresaliente Sobresaliente Bueno Sobresaliente Sobresaliente Sobresaliente9 Funcionarios

comprometidos Sobresaliente Bueno Deficiente Bueno Bueno Bueno10 Participación favorable Bueno Deficiente Deficiente Bueno Bueno Deficiente

Fuente: Elaboración propia con base en los datos de la tabla A.4 (Marroquín, 2013, págs. 156-157) y tomando como percentiles 25 y 75 los valores de 59.320 y 81.624 respectivamente.

Volumen 68 Número 734 ecaEstudios Centroamericanos

410 Propuesta de un modelo para el análisis

3.1.4. Metodología para ajustes de política (policy-settings) en cada una de las PNGR de los países de Centroamérica

En la tabla 3.9, aparece un total de 30 categorías asociadas a las proposiciones que se utilizan en la formación conceptual de los

índices de implementación, cambio social y estructuración junto con las valoraciones de deficiente, bueno y sobresaliente para cada uno de los países de la región. Esta clasifica-ción fue obtenida usando los percentiles 25 y 75 de cada conjunto de datos de las categorías que definen a cada índice, según se explican y calculan en las secciones 3.1.1, 3.1.2 y 3.1.3.

Tabla 3.9. Recomendaciones generales para el ajuste (policy-settings) a las PNGR de los países de Centroamérica.

N Categoría Costa Rica El Salvador Guatemala Honduras Nicaragua Panamá1 Programación en

tiempoDeficiente Deficiente Deficiente Deficiente Deficiente Deficiente

2 Acceso a recursos Bueno Bueno Bueno Bueno Bueno Bueno3 Teoría de cambio

socialDeficiente Bueno Bueno Bueno Bueno Bueno

4 Un solo ejecutor Bueno Sobresaliente Sobresaliente Sobresaliente Sobresaliente Deficiente5 Comprensión de

objetivosSobresaliente Bueno Bueno Bueno Bueno Bueno

6 Procedimientos y tareas

Bueno Sobresaliente Bueno Bueno Sobresaliente Bueno

7 Comunicación y coordinación

Sobresaliente Bueno Bueno Sobresaliente Sobresaliente Bueno

8 Obediencia perfecta

Sobresaliente Deficiente Deficiente Bueno Bueno Deficiente

9 Claridad programas-objetivos

Bueno Sobresaliente Sobresaliente Bueno Bueno Sobresaliente

10 Incentivos a la burocracia

Bueno Deficiente Deficiente Bueno Sobresaliente Deficiente

11 Opinión publica Sobresaliente Bueno Deficiente Bueno Bueno Deficiente12 Características de

la burocraciaSobresaliente Sobresaliente Bueno Sobresaliente Sobresaliente Bueno

13 Objetivos enfocados

Bueno Sobresaliente Sobresaliente Bueno Bueno Sobresaliente

14 Horizonte de tiempo

Deficiente Deficiente Deficiente Deficiente Deficiente Deficiente

15 Grupos objetivo Bueno Sobresaliente Bueno Bueno Sobresaliente Bueno16 Dificultados de

cambioSobresaliente Bueno Bueno Bueno Bueno Bueno

17 Diversidad de comportamiento

Bueno Bueno Deficiente Deficiente Bueno Deficiente

18 Porcentaje de la población

Deficiente Bueno Deficiente Deficiente Bueno Deficiente

19 Apoyo externo Sobresaliente Deficiente Bueno Bueno Sobresaliente Bueno20 Alcance del

cambioBueno Sobresaliente Bueno Bueno Sobresaliente Bueno

411Propuesta de un modelo para el análisis

Volumen 68 Número 734 eca Estudios Centroamericanos

N Categoría Costa Rica El Salvador Guatemala Honduras Nicaragua Panamá21 Selección de

institucionesBueno Bueno Bueno Bueno Sobresaliente Bueno

22 Influencia política Sobresaliente Bueno Deficiente Bueno Bueno Bueno23 Participación

actores externosDeficiente Deficiente Deficiente Deficiente Sobresaliente Deficiente

24 Jerarquización de objetivos

Bueno Sobresaliente Bueno Deficiente Sobresaliente Bueno

25 Validez de teoría causal

Bueno Bueno Deficiente Deficiente Bueno Bueno

26 Recursos financieros

Bueno Bueno Deficiente Bueno Bueno Sobresaliente

27 Interacción jerárquica

Sobresaliente Bueno Bueno Sobresaliente Sobresaliente Deficiente

28 Normas de decisión

Sobresaliente Sobresaliente Bueno Sobresaliente Sobresaliente Sobresaliente

29 Funcionarios comprometidos

Sobresaliente Bueno Deficiente Bueno Bueno Bueno

30 Participación favorable

Bueno Deficiente Deficiente Bueno Bueno Deficiente

Fuente: Elaboración propia.

Cada país debe ajustar sus actos formales partiendo de las categorías en las que se encuentra deficiente y luego entrar en un proceso de mejora continua con las valora-ciones de tipo bueno y finalmente con las tipo sobresaliente.

Una metodología que puede ayudar en este proceso se ilustra con el siguiente ejemplo: El Salvador está deficiente en la categoría “participación de actores externos” (categoría 23, tabla 3.9) que se asocia a la proposición Regulación de las oportunidades de participa-ción que otorgue a actores no pertenecientes a las agencias (burocracia), que corresponde a la proposición 3 del índice de estructuración de la tabla 3.7. Una vez identificada la propo-sición del índice, se obtienen las proposiciones del modelo que se utiliza para construirlo en la tabla 2.19 del índice de estructuración. En este caso, son las proposiciones 19 y 56, las cuales corresponden a las proposiciones del modelo (ver tabla 2.20 en Marroquín, 2013, págs. 46-50): “Se identifican en la política instrumentos de intervención incentivadores” y “la ley, regula de manera adecuada las opor-

tunidades de participación a actores que no pertenecen a las agencias públicas”, respecti-vamente. Estas dos proposiciones y sus valores (proposición 19: 2 y proposición 56: 1 en la tabla A.1 de Marroquín, 2013, págs. 149-151) ya nos orientan acerca de que en El Salvador se deben mejorar las intervenciones o acciones públicas de incentivos a agentes externos en los actos formales y, además, los mecanismos de participación se deben formalizar a través de modificaciones de ley, decretos o regla-mentos según corresponda en cada país. Un buen ejemplo de comparación u apoyo para El Salvador sería la revisión del marco norma-tivo de Nicaragua, país que en esta categoría tiene una evaluación sobresaliente (tabla 3.9). La metodología para realizar el policy settings se presenta en los siguientes pasos:

1. Para el país seleccionado, identificar la categoría de análisis en la tabla 3.9.

2. Identificar la proposición para la cate-goría en las tablas 3.5, 3.6 o 3.7, según corresponda al índice de implementación, cambio social o de estructuración.

Volumen 68 Número 734 ecaEstudios Centroamericanos

412 Propuesta de un modelo para el análisis

3. Identificar los códigos de las proposiciones que construyen la proposición del índice en las tablas 2.17, 2.18 o 2.19.

4. Obtener los valores de las proposiciones del paso 3 en la tabla A.1, fila: número de la proposición; columna: valor. Y sus definiciones en la tabla 2.21.

5. Hacer recomendaciones a la política o policy settings.

4. A manera de epílogo. Una discusión sobre el modelo presentado

El aporte esencial de este estudio ha sido el desarrollo metodológico de cómo pasar de definiciones conceptuales teóricas a la elabo-ración de un modelo práctico, el cual a través de procesos de formación conceptual y cuan-tificación, permitiera realizar un diagnóstico de la situación de la política a través de los cinco elementos constitutivos del modelo: objetivos, grupos objetivo, intervenciones públicas, leyes y reglamentos y la burocracia. Este modelo se aplica a los actos formales obtenidos después de la fase de formación y diseño de la política, que incluye a las primeras tres etapas del ciclo de Jones que se refieren a la identificación del problema, la formulación de la solución y la toma de decisiones. A través de un proceso de cuantificación de variables e índices del modelo, se produce y transforma la informa-ción relevante de la política en un propuesta de ajustes (policy-settings) que permitan mejorar los actos formales de la política. La metodología del policy-settings se desarrolló y discutió en la sección 3.1.4 de esta investiga-ción. A continuación, se presenta una breve discusión del modelo y su aplicación a las PNGR de los seis países de Centroamérica:

Dificultades encontradas para la aplicación del modelo

[1] La principal dificultad para la aplicación del modelo a las PNGR fue la identificación de los grupos objetivo, ya que en los actos formales de estas políticas no son identifi-

cados con claridad. De igual manera, dado que estas políticas son de reciente creación —han sido desarrolladas luego del huracán Mitch en 1998— la mayoría de los esfuerzos de los países ha estado en desarrollar actos formales que contribuyan al fortalecimiento de las mismas instituciones o agencias públicas encargadas de la implementación. Esto ocasiona un problema a la hora de aplicar el modelo, debido a que las mismas agencias públicas ejecutoras se definen en las políticas como grupos objetivo, es decir, como respon-sables del problema colectivo: la gestión de riesgos.

[2] En cuanto a los índices desarrollados (de implementación, de cambio social y de estructuración), la principal dificultad que se encontró está en el cálculo del índice de cambio social, debido a la poca información en los actos formales para identificar con claridad a los grupos objetivo. Esto conduce a una vaga definición de los instrumentos de intervención pública en las políticas, porque no es posible asociar acciones con cambios esperados en los grupos objetivo. Este es un problema en la formación y diseño de las PNGR de todos los países de la región centroamericana.

Potencialidades del modelo

[1] El modelo permite hacer una evalua-ción rápida del déficit de implementación de una política pública toda vez que se dispongan de los actos formales que se obtienen, a partir de los acuerdos del sistema político, durante la fase de formación y diseño de la política. La operacionalización de las variables es sencilla, dado que se utiliza una escala de cuatro posi-ciones {0, 1, 2, 3}.

[2] Para el proceso de recomendaciones o ajustes a la política pública (policy-settings) se ha diseñado una metodología sencilla de recorrido hacia atrás que se describe en la sección 3.1.4. Esta metodología consiste en que, a partir de las categorías de los índices en los que la política es deficiente, se identifican

413Propuesta de un modelo para el análisis

Volumen 68 Número 734 eca Estudios Centroamericanos

hacia atrás las proposiciones del modelo en las que hay que realizar mejoras para disminuir la brecha de implementación.

Limitaciones del modelo

[1] Es posible que algunas proposiciones del modelo contribuyan muy poco a la defini-ción conceptual de una variable o un índice. Si este fuera el caso, habría que eliminarlas, pero para ello es necesario hacer un análisis estadístico de las proposiciones, algo que quedó fuera del alcance de este estudio. Así mismo, es necesario mejorar la redacción de algunas proposiciones para facilitar su proceso de cuantificación por parte de los expertos.

[2] Una limitante del modelo es la escala amplia de trabajo. Si bien se obtiene un diag-nóstico rápido del déficit de implementación de la política, los ajustes recomendados a los actos formales se deben manejar con cuidado. Un punto de decisión en esta investigación fue el de la escala de trabajo que utilizar en el proceso de cuantificación {0, 1, 2, 3} contra una escala más detallada que utiliza el BID para el cálculo de las dimensiones de análisis del servicio civil de los países de Latinoamérica, es decir, la escala {0, 1, 2, 3, 4, 5}. Se optó por usar la escala más simple porque en la metodología se utilizaron única-mente los documentos de la política (actos formales), y no era posible realizar visitas y entrevistas a expertos (más información sobre la política) de cada uno de los países que podría facilitar una cuantificación más fina. Es decir, para el nivel de información que se obtiene de los actos formales de las políticas, se consideró que era suficiente utilizar cuatro posiciones para la cuantificación.

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418 Ritmos de crecimiento, reestructuraciones sociales y enfrentamiento político

A pesar de los recientes avances en las investigaciones históricas sobre El Salvador, el estudio acerca de la formación del capi-talismo ha permanecido como una cuestión eludida en nuestro país. Fueron los trabajos pioneros de David Browning1 y Rafael Menjívar2 los que claramente vincularon el tema con la organización de la economía cafetalera y la sustitución del régimen ejidal y comunitario por un sistema generalizado de propiedad privada hacia finales del siglo XIX, planteando con ello los términos sobre los que se originaron los trabajos de renovación historiográfica llevados a cabo por Hector Lindo-Fuentes y Aldo Lauria-Santiago a partir de la siguiente década3. En muchos sentidos, estos nuevos trabajos abordaron la cuestión asumiendo posiciones contrapuestas a las de Browning y Menjívar. Así, para Lindo-Fuentes, estos cambios no hay que observarlos como una súbita imposición hecha por unas élites liberales afincadas en el Gobierno a partir de 1871, sino más bien como un proceso gradual de apertura interna hacia el mercado exterior suscitado, fundamentalmente, por las innovaciones en los sistemas de transporte que afectaron a toda la región centroamericana a partir de la segunda mitad del siglo. Por el otro lado, Aldo Lauria ha puesto de relieve el nivel de participación que tuvieron las comunidades campesinas locales en la formación de esta economía cafetalera. Lauria ha sido muy enfá-tico en señalar que las reformas institucionales

de la década de 1880 no fue un proceso mani-pulado por una élite que terminó arrebatando las tierras a los campesinos.

A partir de entonces, como si todo lo que pudiera decirse sobre el tema estuviera ya dicho, no se han continuado las investiga-ciones enfocadas en el análisis de los cambios político-sociales producidos por el café y el régimen de tenencia de la tierra, privilegiando los estudios culturales desvinculados de lo que se ha entendido como el “corsé del econo-micismo”. No obstante, en la última década, autores como Steven Topkin, Elizabeth Dore, Erick Langer, John Tutino, Marshall Eaking, Erik Van Young, entre otros4, nos han recor-dado el carácter abierto de la cuestión sobre la formación histórica del capitalismo en Latinoamérica, y han planteado la necesidad de no olvidar el análisis económico y la impor-tancia de las explicaciones más amplias e integrales en el estudio de las transformaciones sociales

En nuestro caso, hay que hacer notar, en primer lugar, que el énfasis dado por Lindo-Fuentes a las continuidades derivadas de los cambios regionales en los sistemas de transporte a mediados del siglo XIX como aspectos más determinantes que las “súbitas” rupturas políticas de la década de 1880, le ha restado importancia a la agencia y al conflicto político social interno, por lo que su relato

. San Salvador: Dirección de Publicaciones e Impresos. San José: Educa.

. San Salvador: Dirección de Publica-ciones e Impresos.

. Hispanic American

, Journal of Latin

-

50, Number 1, págs. 231-245.

419Ritmos de crecimiento, reestructuraciones sociales y enfrentamiento político

Volumen 68 Número 734 eca Estudios Centroamericanos

termina haciendo excesiva abstracción de las diferentes condiciones y dinámicas que operaban hacia mediados del siglo XIX, gene-rando con ello la impresión de que la forma en cómo se implementó un programa liberal severo de cambio institucional en la década de 1880 fue hasta cierto punto la salida necesaria de esa apertura originada décadas atrás. Al afirmar que la generación de nuevas oportu-nidades comerciales con el exterior provocó, sin más, una respuesta favorable por parte de los agentes locales, pareciera ser que se está retratando la existencia de una racionalidad económica universal y un sentido progresista de la historia que le dio vida a esa transforma-ción institucional de escala nacional.

Por el otro lado, la reticencia de Lauria por considerar el papel de las élites, enfocándose exclusivamente en la agencia de los grupos campesinos en el proceso de formación de la economía del café también ha llevado a dibujar una idea homogenizada de la sociedad rural salvadoreña de finales del XIX, sin tomar en consideración sus jerarquizaciones previas. Delimitando el análisis del cambio institucional ocurrido sobre el régimen de tenencia de la tierra en la década de 1880, a la cuestión de si los campesinos fueron o no despojados de la tierra, y sobre la incorporación de muchos de estos a la producción del café, poco se ha dicho sobre la forma desequilibrada en la que los diferentes grupos sociales terminaron vinculándose, y cómo, a partir de ese desequi-librio, el desenvolvimiento histórico posterior de la sociedad fue acentuando mucho más las diferencias y desajustes antes que alcanzar condiciones generales de igualdad social.

A partir de ello, lo que interesa ahora es conectar las perspectivas de contingencia política y pluralidad cultural con la redefini-ción de las estructuraciones económicas e

institucionales en las que se fue reorganizando la sociedad salvadoreña a partir del último cuarto del siglo XIX dentro de un proceso que podemos catalogar como de formación histó-rica de un Estado capitalista. Partiendo de la idea que ni por Estado ni por capitalismo se deben entender modelos acabados y cerrados de organización político-económica en los que idealmente se pueden absorber todas las posi-bles experiencias históricas, sino un proceso hegemónico de organización de la vida social.

En este sentido, resulta útil hacer una aproximación al capitalismo más allá de la constatación de ciertas caracterizaciones esen-cialistas, como los niveles de proletarización o el carácter despersonalizado de los mercados, y planteárselo en la línea propuesta por Eric Wolf, esto es, como un complejo sistema de jerarquización que incorpora un amplio espectro de regiones que exhiben diferentes combinaciones de modos de producción y los condiciona por una lógica de acumulación de capital que los atraviesa5. Esta postura, conceptualmente más abierta, nos da oportu-nidad de comprender cómo diversas formas sociales se pudieron llegar a vincular de múltiples y desiguales maneras en la cons-trucción de particulares redes de acumulación de capital, así como en la composición de ciertas estructuras de dominación que vinculan aspectos de clase con género y etnia. De igual manera, las experiencias de estatalidad no se pueden circunscribir a las idealizaciones legadas por la modernidad europea que permanentemente hacen referencia al papel de una racionalidad burocrática, al mono-polio de la violencia y del poder simbólico, y la homogeneidad social como características distintivas de los Estados modernos. Como bien notan autores como Marta Irurozqui, Jeremy Adelman o Wolfgang Knobl6, esta limitación conceptual ha llevado a muchos

. Pág. 359.. Instituto de Estudios Peruanos. Docu-

en . University of Pittsburgh,

en

Volumen 68 Número 734 ecaEstudios Centroamericanos

420 Ritmos de crecimiento, reestructuraciones sociales y enfrentamiento político

teóricos a asumir una perspectiva teleológica sobre el Estado, afirmando la noción anacró-nica de una estatalidad o modernidad fallida para explicar la divergencia de las experiencias latinoamericanas de organización política con respecto a las de Europa occidental y Estados Unidos, en lugar de tratar de entenderlas dentro de los contextos propios de su desen-volvimiento histórico.

Por tanto, la cuestión de cómo, a partir de las condiciones previas de fragmentación, jerarquización y lucha, la transformación de los marcos institucionales de uso de la tierra terminó dándole una forma particular al espacio colectivo salvadoreño sigue siendo un problema por estudiar. En el presente artí-culo se pretende hacer una aproximación al asunto, resaltando precisamente la pluralidad de experiencias de vida social, económica y política que existían en el país hacia mediados del siglo XIX, planteando que esta diversidad de experiencias hace imposible trazar una línea homogénea y con sentido progresista que nos lleve sin más a ver la transformación de los marcos institucionales de la década de 1880 como el producto de un consenso social generalizado. Para ello, se estudian los dife-rentes informes de Gobernación publicados en el Diario Oficial de El Salvador entre 1860 y 1880 que proporcionan amplias descripciones del comportamiento de los pueblos del país.

Por la extensión del artículo, este se encuentra dividido en dos partes: en la primera, se hace un panorama de las diná-micas de organización social de la segunda mitad del siglo XIX y la forma como estas fueron problematizadas por las élites políticas; en la segunda, se hace referencia a la debi-lidad del Gobierno para controlar la movilidad social y se indica cómo la amplia libertad social se terminaba expresando en diferentes modos de organización económica cuya carac-terística común fue la falta de una lógica de acumulación que generara una dinámica de crecimiento en esos espacios.

Disrupción social en un período de crecimiento

Como se ha dicho, tanto Lindo-Fuentes como Aldo Lauria han considerado que la redefinición institucional y económica que se presentó en las llamadas reformas liberales de la década de 1880, más que implicar el súbito quiebre político impuesto por una élite, supone la consolidación de un proceso de cambio generalizado que comenzó a operar desde la segunda mitad del siglo XIX.

En la consideración de Lindo-Fuentes, este cambio se originó a partir del reconocimiento que a mediados del XIX hicieron las élites de los “sueños destrozados” de la República Federal de Centro América, y la percepción que tuvieron del mercado exterior como el único camino posible para construir un Estado y una civilización. A su vez, Lauria manifiesta que, hacia la segunda mitad del XIX, nuevos factores comenzaron a transformar el tipo de estructura social que había existido durante el período independentista y de las guerras regio-nales que le siguieron, período caracterizado por una ruralización casi total, y una enorme dispersión poblacional y política, donde, como ya se ha mencionado, la formación de poderes locales tenía un papel fundamental, sobre todo para el control y manejo de los regímenes comunitarios de la tierra. Lauria encuentra el punto de inflexión en una nota registrada por el diplomático E. G. Squier, quien realizó una serie de viajes a la región centroamericana durante la década de 1850, y que en 1855 publicó un libro titulado Notes on Central America; particularly the states of Honduras and San Salvador. Aquí Squier hace una descripción sucinta de la geografía humana que encontró en El Salvador:

Considerando que [el Estado de San Salvador] no tiene en el interior de sus fronteras grandes ciudades capitales como México o Lima, es sin duda más populoso que cualquier otra región de Hispanoamérica. El viajero, no obstante, podría no percibir esto, considerando que un número

421Ritmos de crecimiento, reestructuraciones sociales y enfrentamiento político

Volumen 68 Número 734 eca Estudios Centroamericanos

comparativamente pequeño de la población vive fuera de los numerosos pueblos que se encuen-tran esparcidos por el estado en todas direc-ciones. Los habitantes de estos pueblos tienen sus pequeñas parcelas de tierra a una distancia de entre una y cinco millas de su residencia y no les pesa recorrer esa distancia por la mañana para trabajar en ellas, y volver por la noche.7

A partir de ello, Lauria afirmó que, para esa misma década, las poblaciones dispersas se comenzaron a concentrar, “ya fuera como resultado de las políticas del Estado, de una expansión demográfica, o de cambios econó-micos locales”8. Ahora bien, lo que a mí me gustaría señalar sobre esto es que, si bien desde esta época se irán produciendo impor-tantes patrones de cambio social derivados de una dinámica política marcada por el quiebre del proyecto federalista, un incremento pobla-cional, y el ya referido crecimiento económico asociado a la intensificación del comercio con el exterior, estos patrones de cambios en realidad no apuntaban aún hacia una dirección clara o única. Y ello era así tanto porque el incremento poblacional aún fue muy restringido hasta por lo menos la primera mitad de la década de 1880 (ver cuadro 1) como por el hecho de que el crecimiento económico no llevaba un ritmo parejo ni estaba implicando dinámicas socioeconómicas homogéneas, fundamentalmente, porque se estaba produciendo desde las condiciones de fragmentación social legadas por la experiencia independentista y las guerras regionales, y, por tanto, se experimentaba de manera distinta, de acuerdo a los particulares escenarios locales que constituían espacios de mucha vitalidad política y social.

El mismo Lauria indica que estos cambios marcaron dos tendencias fundamentales. Por un lado, la expansión de los antiguos pueblos, que suponía un esfuerzo por incrementar el

tamaño de las tierras ejidales o comunales, y, por el otro, la formación de nuevos pueblos, que implicaba la constitución de nuevas admi-nistraciones ejidales. Si bien ambas tendencias estaban asociadas a unos impulsos generales, si se observa con cuidado, se notará que cada una de ellas alude a procesos sociales distintos. Así, no hay que perder de vista que, en este punto, la composición de nuevos patrones de organización poblacional son resultado de complejas trayectorias de reestructuración en que se combinan tensiones entre diferentes escalas de poder sobre el control y uso de recursos, así como de otros aspectos de índole política, cultural y económica.

Cuadro 1: Crecimiento demográfico 1821–1892

Año Población Tasa de crecimiento anual

1821 250 000 —

1855 394 000 1.3 %

1878 554 785 1.5 %

1882 664 513 4.6 %

1892 703 000 0.6 %

Fuente: Rodolfo Barón Castro, La población de El Salvador, p. 467, citado por Lindo Fuentes, Héctor (1991), Weak Foundations: The Economy of El Salvador in the Nineteenth Century 1821-1898. The University of California Press, Berkeley. Pág. 84.

La institución de los ejidos, de herencia colonial, obligaba a que el Gobierno le reconociera, a un determinado pueblo, una cantidad mínima de tierra para garantizar su subsistencia. Lindo-Fuentes señala que, como indicativo de la importancia que iba ganando el uso comercial de la tierra, el famoso caudillo “liberal” Gerardo Barrios, quien ocupó la Presidencia entre 1859 y 1863, emitió un ley en 1862 que eliminó dicha obligación estatal y estableció que, si un asentamiento poblacional quería constituirse como pueblo, tendrían que ser sus miembros los que tuvieran que

8. Lauria Santiago, A. . Pág. 84.

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422 Ritmos de crecimiento, reestructuraciones sociales y enfrentamiento político

comprar sus propias tierras ejidales9. Sin embargo, Lauria señala que, luego del derro-camiento de Barrios, esa ley no se cumplió, y que solo entre las décadas de 1860 y 1870 se formaron diecinueve pueblos nuevos a los que el Gobierno les otorgó una administra-ción ejidal, seis de ellos desmembrados de la extensa municipalidad de Cojutepeque, en la zona central del país, después de una gran revuelta que se produjo en 1872 con una importante participación de la comu-nidad indígena de la región. Al menos dos de estos nuevos pueblos establecieron sus tierras ejidales a expensas de propiedades pertene-cientes a comunidades indígenas locales10.

El aspecto, que en todo caso resalta como un factor común a cada una de estas dinámicas, es precisamente que la agencia política que les daba vida se expresaba en un espectro cultural que reconocía y legitimaba la centralidad de la institución ejidal y comunal. Siguiendo al antropólogo e historiador William Roseberry, que destaca el carácter dinámico y procesual de las hegemonías, al considerarlas no como meras asunciones que pasivamente hacen los sectores subalternos sobre las repre-sentaciones que constituyen un poder simbó-lico producido y controlado por unas élites políticas, sino como “las imágenes, símbolos, organizaciones, instituciones y movimientos usados por sectores subordinados para discutir, comprender, confrontar, acomodarse o resistir a su dominación y darle forma al proceso de dominación en sí mismo”11. Esto igualmente lo advirtió E. P. Thompson algunos años antes, cuando indicó que había que ver en las costumbres de las sociedades su “retórica de legitimación”, tomando en cuenta que la

tradición, lejos de tener una permanencia fija es “un campo de cambio y de contienda, una palestra en la que intereses opuestos hacían reclamaciones contrarias”12. En este sentido, puede afirmarse que si hay una instituciona-lidad hegemónica o una amplia costumbre social que pautaba las complejas y conflictivas tendencias de reorganización político-social era precisamente la de la validez de los ejidos y comunes, así como la reproducción de poderes locales.

Por tanto, hay muy poca evidencia, entre las décadas de 1850 y 1860, que sugiera que estos movimientos necesariamente conducían a una disolución de los marcos institucio-nales dentro de los que se producían, y a la generalización de unos nuevos que pivotaran sobre la visión exclusivista de la propiedad privada, toda vez que la mayor parte de las poblaciones de la región aún guiaban sus proyectos de formación de espacios sociales pensando más en términos de ejidos, comunes o tierras “libres”, así como de la legitimidad de la intermediación política sobre el control y uso de estas tierra, antes que en términos de propiedad individual y de la despolitiza-ción de su control y uso. Precisamente, como diría Thompson, esta peculiar praxis política corresponde al “sentido común” de las socie-dades “tradicionales” de la época, su deseo de sobrevivir los conducía a “arreglárselas con el mundo tal como, de hecho, está mandado”13; a jugar de acuerdo a sus propias reglas.

Es necesario observar, entonces, el juego político implicado tanto en la expansión de los antiguos pueblos como en la formación de nuevos, en el que intervenían actores posi-

9. Lindo-Fuentes, H. pág. 90.10. Lauria, A. . Pág. 77.

en

Pág. 80.. Barcelona: Crítica. Pág. 19. Sobre el estudio procesual de

-

13. Thompson, E.P. . Pág. 24.

423Ritmos de crecimiento, reestructuraciones sociales y enfrentamiento político

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cionados a diferentes escalas: local, regional y estatal14. El modo por el cual una comunidad buscaba que se le reconociese la ampliación o la constitución de una administración ejidal requería la negociación entre los líderes de las comunidades locales y los gobernadores, que eran designados por el que figuraba como presidente para asumir el control del conjunto de dinámicas políticas que operaban en una circunscripción regional específica, así como del apalancamiento que estos gobernadores podían hacer sobre las élites posicionadas en el Gobierno. Por el otro lado, las mismas élites regionales, dentro de su particular juego de luchas facciosas por el control del Gobierno, usualmente empleaban la carta del reconoci-miento de solicitudes para expansión o forma-ción de nuevas administraciones ejidales con el propósito de granjearse apoyos populares.

Esta mecánica se puede percibir en la correspondencia que existía entre las visitas de los presidentes o gobernadores a los pueblos, su reunión con los vecinos nota-bles que controlaban estas administraciones con el propósito de “escuchar sus necesi-dades”, las medidas dictadas por el Gobierno reconociendo algunas de sus solicitudes, y, posteriormente, las manifestaciones de gratitud emitidas por las redes locales de poder para con el gobernador o presidente. Estas manifestaciones tenían un peso mayor si involucraban alguna participación en un acto insurreccional o en las movilizaciones para una contienda electoral. El vencedor usualmente exhibía nuevas manifestaciones de felicitación y respaldo de los pueblos, lo que a su vez lo comprometía a conservar esas redes clientelares15.

Además, hay que tomar en cuenta que el reconocimiento de un asentamiento pobla-cional como municipio permitía incorporar a un nuevo conjunto social dentro de las redes de control en las que las élites gubernamen-tales trataban de ocupar una posición central. Basta recordar que, por ejemplo, una de las prácticas políticas en que se ocupaban con mayor atención estas élites era en la formación de ejércitos en base a los cuerpos de milicias. Para ello, se basaban en esta red de clientes que iban del Gobierno a los gobernadores y de los gobernadores a las autoridades munici-pales. Las autoridades municipales estaban en la obligación de remitirles a los gobernadores una cantidad específica de los miembros de su comunidad para que compusieran el cuerpo armado de su circunscripción política. En ese sentido, un nuevo pueblo garantizaba y formalizaba una nueva fuente para engrosar la fuerza militar de determinada red.

Otras implicaciones derivadas del papel que jugaba la política en el acceso y el uso de la tierra tenían que ver con las dinámicas locales e incluso con las micro-locales. De acuerdo a las leyes municipales, se requería que un asentamiento poblacional tuviera una cantidad mínima de personas para que se le pudiera otorgar el estatuto de pueblo y concederle una administración municipal. En 1867, se emitió un nuevo Código Político y Municipal que fijó la cantidad de doscientas personas para otorgar la representación política mínima: un alcalde, dos regidores, un síndico, un juez de Paz propietario y un suplente16. Ello significaba que, si una población formada en un área no tenía esta cantidad, en principio se consideraría que se

1840-1940. PhD. Dissertation University of California, Santa Barbara.15. Curiosamente, este juego político va a seguir funcionando con normalidad luego de la instalación de los

de transformación institucional que estos ejecutaron. Lauria indica que las cesiones de tierra por parte del

-

Santiago, A. . Pág. 80.

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424 Ritmos de crecimiento, reestructuraciones sociales y enfrentamiento político

encontraba ubicada dentro de los ejidos de una municipalidad mucho mayor y, por tanto, sometida a la jurisdicción de la autoridad municipal correspondiente. Sin embargo, hay que considerar las posibilidades reales para que ello funcionara siempre de esa manera. Primero, porque la constitución y funciona-miento de estos poderes locales seguía una tónica muy personalizada que condicionaba fuertemente la gestión de sus recursos y servi-cios. En el caso de los pueblos más grandes y más antiguos, este funcionamiento estaba en manos de unas cuantas familias con larga tradición en la ocupación de cargos públicos. No es raro encontrar, en los informes de los gobernadores, indicaciones y quejas sobre las irregularidades con que operaban estas admi-nistraciones, así como la poca efectividad que tenía tanto el Gobierno central o las familias más débiles para hacer frente a esta situación.

Un ejemplo de este fenómeno lo podemos encontrar en el examen efectuado por Carlos Gregorio López sobre la gestión municipal en una de las ciudades más antiguas de El Salvador, la ciudad de San Vicente. Este fue un asentamiento formado por unas cuantas familias españolas a principios del siglo XVII, y que a finales del siglo siguiente adquirió un gran dinamismo por su vinculación a la comercialización, financiamiento y producción del añil. En su trabajo, Carlos Gregorio López muestra las redes de poder formadas por los vecinos notables que controlaron las diferentes posiciones del concejo municipal entre 1850 y 1870, en la que sobresalía la de secretario del juzgado, que era la más estable por no estar sometida a procedimiento eleccionario alguno, y describe a partir de ahí las tensiones que estos individuos tenían con los representantes del Gobierno. Durante este período, estos fueron censurados en múltiples ocasiones por los gobernadores debido a las irregularidades que encontraban en el ejercicio de su admi-nistración. Un informe de 1852 indicaba que

el alcalde segundo, Santiago Reyes, se había apropiado de unos fondos con complicidad del secretario Domingo Zayas, quien “se presta con ellos a todo lo que quieren porque unos y otros son cobertores de sus maldades y manejos impuros en los juzgados y fondos municipales”17.

En este sentido, no es de extrañar que la administración de estos poderes locales diera lugar a muchos conflictos entre familias o grupos, provocando escisiones de parte de aquellos que no querían someterse al control de las directrices derivadas de los poderes constituidos o que simplemente eran margina-lizados en el uso de los recursos disponibles, viéndose en la necesidad de formar nuevos asentamiento en otras tierras distantes de la esfera de poder de estas familias. Así, un informe del gobernador de San Vicente en 1862 mencionaba esta situación en varios pueblos del departamento. “[En el pueblo de Guadalupe] Tienen terrenos comunales por compra de sus mayores que dividieron con sus hermanos de Santo Domingo, pero no han satisfecho todavía los Señores muni-cipales á las preguntas que se les ha hecho sobre la distribución; y se cree se reparten con bastante desigualdad, siendo pocos los aprovechados”. Luego, haciendo referencia al pueblo de San Esteban decía: “No se pudo obtener una exacta noticia del oríjen (sic) de unos terrenos que llaman del pueblo y de ejidos, ni tampoco del modo que estaban divididos, escepto (sic) un terreno que se daba en arrendamiento á una sola persona que se mandó repartir a los labradores; pero habién-dose pedido tales datos, habrá que trabajar después en el particular. Este pueblo produce granos, azúcar y añil, pero sufre una emigra-ción grande sin duda por la falta de terrenos ó por mala distribución de ellos”. Sobre la administración ejidal de San Lorenzo, que el Gobierno había reconocido hacía apenas 32 años sobre los terrenos ejidales de otro pueblo

- En

I, pág. 11.

425Ritmos de crecimiento, reestructuraciones sociales y enfrentamiento político

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mayor llamado Istepeque, informaba: “Es admirable como, a la fecha, media población pagaba un tributo muy oneroso por alquileres de sus mismos terrenos, maderas y leñas, lo que demuestra que si las Municipalidades continúan en el error de que deben tolerar los traspasos del derecho de posesión que dan en arrendamiento, en un término de 50 años causarían la desmembración casi completa de sus pobladores labradores”18.

Como se puede notar de lo expresado por el gobernador, estas dinámicas políticas y sociales suponen un panorama mucho más complejo que el de la mera concentración o sistematización política y poblacional experi-mentada por el crecimiento de ciudades, ya que, paralelo a esta, también fue operando una tendencia a la disgregación poblacional y a la multiplicación de los procesos de estructuración social. Así, para 1878, un ilus-trado hacendado de la misma ciudad de San Vicente llamado Esteban Castro elaboró, por encargo del Consejo municipal, un estudio estadístico muy completo de dicha región. En este informe, Castro indicó que, de acuerdo al censo de 1871, el número de habitantes de la ciudad había sido de 16 617, pero que en ese año de 1878, apenas si llegaban a los 9957, lo que indicaba un descenso de casi 1000 habitantes por año. Incluso él llegó a señalar que estos datos parecían muy exagerados. Sin embargo, haciendo uso de otra información paralela, como la cantidad de consumo de reses en los últimos veinte años o el número de nacidos y fallecidos en los últimos dos años, se evidenciaba una declive secular de la población desde la segunda mitad del siglo XIX.

Aunque el dato de 1878 solo se había recogido hasta la mitad del año, el mismo Castro indicó que, en todo caso, esa cantidad había sido inferior a la de 1876 para el mismo tiempo. Según el informe de Castro, esta disminución demográfica se debía a la pobreza en la que se encontraba sumida la ciudad, lo

que había provocado muchas emigraciones y había impedido la atracción de inmigrantes.

Cuadro 2: Consumo de reses por año en el departamento de San Vicente

1856-1878

Año Número de reses consumidas

1856 1411

1864 1249

1865 1103

1876 1036

1878 465*

* En seis meses

Fuente: Castro, Esteban. Estadística de la jurisdicción municipal de San Vicente. Diario Oficial de El Salvador, 2-29 de abril de 1881

Por el otro lado, en la descripción del paisaje interior, el informe presenta una recom-posición y dispersión de diversos núcleos poblacionales que se iban extendiendo por los valles fuera del radio de la ciudad sin ningún control aparente. De acuerdo con el informe, a la jurisdicción distrital de San Vicente le correspondían seis pueblos: ciudad de San Vicente, Guadalupe, Verapaz, Tepetitán, San Cayetano e Istepeque, aunque se indica que el último se había extinguido recientemente a causa de la caída de su población. Junto a estos pueblos, el informe menciona que había una “multitud de villorrios” que “solo como la tercera parte” estaba bajo jurisdicción distrital de la ciudad, pero que, sin embargo, él incluía en su descripción para no romper la unidad del paisaje. Una mirada a la distribución territorial de la población en el interior de la jurisdicción municipal de San Vicente (cuadro 3) da muestra de la irregularidad y la preca-riedad con la que se estaban produciendo los distintos procesos de reestructuración de los asentamientos poblacionales. Por ejemplo, en el extinto pueblo de Istepeque, ubicado dos millas al oeste de la ciudad de San Vicente,

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426 Ritmos de crecimiento, reestructuraciones sociales y enfrentamiento político

aún existía un asentamiento compuesto por 184 habitantes organizados en 18 casas de teja y 18 de paja. El asentamiento contaba con una iglesia. Sus pobladores se habían ganado cierta fama por el tabaco que producían en tierras arrendadas cerca de la población y que comercializaban en la ciudad de San Vicente, aunque, por el declive comercial que indica Castro y la escasez de tierra, seguramente habían comenzado a tener problemas para el abastecimiento de alimentos, obligando a muchos a abandonar el poblado. Muy distinta a esta era la dinámica que habían seguido los miembros de la comunidad de San Bartolo Ichanmico, en la otra dirección del valle. Este poblado se encontraba situado unos veinte kilómetros al sudeste de ciudad de San Vicente. La comunidad estaba compuesta de 74 personas que habitaban en trece casas de teja y quince de paja. De las 2880 hectáreas que Castro le adjudicaba a todo el cantón, indicaba que 415 eran adecuadas para la producción de añil, aunque no servían para granos básicos. Para cultivar sus alimentos, los habitantes ocupaban las faldas del cerro de Chanmico, alrededor del cual habían construido sus casas. De esta manera, los pobladores podían combinar la producción de añil que comercializaban en la ciudad de San Vicente, con la producción de alimentos.

Otro aspecto implicado en la expansión de estos procesos de disgregación social y de las distintas dinámicas de estructuración que le acompañaban fue el incremento de los centros de poder que se derivaba de la falta de dispositivos efectivos de control poblacional, tanto de parte de los gobiernos locales como del Gobierno central. Esto no solo impedía controlar los desplazamientos, sino además hacer valer determinadas jurisdicciones. A la postre, incluso podría resultar más fácil o más conveniente para los gobernantes reconocerle un ámbito de autonomía a un nuevo asen-tamiento poblacional, por muy pequeño que

fuera o por muy pocos recursos que tuviera, antes que tratar de hacer respetar las jerar-quías jurisdiccionales que tenían que operar en las diferentes escalas formalizadas por las leyes. Por tanto, lejos de estarse reduciendo, parecía que las redes de interacción política que asociaban al Gobierno central con cada uno de estos núcleos se iban ampliando. A su vez ello incrementaba las tensiones entre los distintos núcleos que componían esa red, sobre todo en lo que respectaba al control de recursos.

Este fenómeno se fue intensificando a lo largo del período, y lo podemos notar en casos como el conflicto de traspaso de linderos que afectó a la comunidad de Chalchuapa con respecto a los productores de Santa Ana que ocuparon parte de estas tierras para expandir sus cultivos de café19; o en los conflictos que tuvieron los pequeños grupos de agricultores comerciales ladinos de los municipios de Masahuat, Nahuilingo, Izalco y Juayúa, en el departamento de Sonsonate, con los terrenos de las comunidades indígenas asentadas en dichas regiones20. A su vez, este problema no era exclusivo de la zona occidental del país, que se caracterizaba por ser la más densamente poblada, sino que también se presentaba en la formación de nuevos poblados en el centro y oriente, donde la densidad demográfica era mucho más baja. Por ejemplo, la población de San Fernando, en el extremo nororiental del país, esperaba, en 1866, que el Gobierno central le adjudicara como terrenos ejidales una parte de los que en común poseían las corporaciones de Perquín y Arambala. El informe del gobernador de San Miguel daba cuenta de cómo estas organi-zaban sus prácticas agrarias con esa dispersión que precisamente dejaba grandes cantidades de tierra aparentemente sin utilizar. En su descripción, el gobernador decía que ambas eran comunidades de indígenas entregados a la agricultura y con costumbres similares.

en

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428 Ritmos de crecimiento, reestructuraciones sociales y enfrentamiento político

los hábitos tradicionales de las de los indígenas de Arambala y Perquín, como sí sucedía, por ejemplo, en el caso ya citado de los comer-ciantes de Nahuizalco y Juayúa que estaban queriendo introducirse al exitoso negocio del café y no podían porque la mayor parte de las tierras estaban bajo control de las comu-nidades indígenas que tenían otros sistemas de producción. De acuerdo al informe del gobernador de San Miguel, la necesidad de que a los de San Fernando se les reconociese un control sobre aquellas tierras era para poder efectuar las siembras de sus granos de primera necesidad. De tal manera que, si el Gobierno no les hacía este reconocimiento, “se hallarían en el caso de abandonar su hermosa población”22.

Los que nos muestra este panorama es que, dentro de un mismo marco general de crecimiento poblacional y de los circuitos comerciales, si bien es cierto que en algunas regiones se estaban formando importantes procesos sociopolíticos de concentración, esto sucedía fundamentalmente en las áreas en que la dinámica comercial se originaba en la producción del café, como era el caso de las ciudades de Santa Ana, Ahuachapán y Nueva San Salvador, donde se constituyeron unos espacios de intensa revigorización cultural, económica y política. Sin embargo, en la mayor parte del país, sobre todo en el centro y oriente, aún se estaban potenciando nuevos proceso de disgregación social y de multipli-cación de los ámbitos de poder. Estos se iban abriendo hacia afuera del radio de acción de los centros tradicionales que se encontraban en las ciudades o pueblos más antiguos. Ello tanto valía para el caso de los asentamientos de familias identificadas como criollas o ladinas, como para las identificadas como comunidades indígenas, las cuales habían probado ser sumamente estables. Por tanto, no hay que perder de vista que los cambios del período no llevaban una única dirección hacia el establecimiento de un sistema social generalizado, más bien estaban cobrando vida

múltiples estructuraciones. Esta expansión, no obstante, trató de mantenerse bajo el control del Gobierno, que iba ganando fuerza por medio del incremento de la recaudación fiscal propiciada por el crecimiento del comercio y de la población. El Gobierno trató de canalizar esta expansión a través del juego de relaciones que existían entre los diferentes pueblos y los principales focos de comercialización e inter-cambio de una región determinada, donde fue fijando las circunscripciones políticas en las que posicionó a los gobernadores, cuya impor-tancia fue en aumento durante el período. De cualquier manera, estas relaciones siguieron siendo muy laxas e irregulares, en algunas partes eran más rigurosas y efectivas que en otras; además, siguieron condicionadas bási-camente por las dinámicas clientelares que unían a los agentes locales, con los regionales y estatales, en la compleja interacción de las distintas formas de organización económico-social operantes en cada región.

Aún más, es necesario extender la vista más allá de las fronteras trazadas por las redes que propiamente podían reconocer las autoridades del Gobierno e incluso las de las administraciones locales, y notar la exis-tencia de una gran cantidad de asentamientos poblacionales o microaldeas que operaban en un “basto interior”, pero que, por ser tan pequeños, no se encontraban sometidos al control de ninguna autoridad formal y, más bien, desarrollaban patrones de vida social intersticiales. Esto es lo que se puede observar en el paisaje rural descrito por Esteban Castro. Y si bien es cierto que él se refiriere a muchos de estos asentamientos como cantones, estos en realidad carecían de un control significativo de parte de las autoridades. La posibilidad de hacer de los cantones unas circunscripciones administrativas sometidas a un control por parte del consejo municipal no será algo más o menos efectivo hasta avanzado el siglo XX.

Como ya se ha indicado, de acuerdo a las diferentes leyes que regularon la organi-

22. .

429Ritmos de crecimiento, reestructuraciones sociales y enfrentamiento político

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zación poblacional durante el siglo XIX, los pequeños asentamientos tenían que estar bajo el control de las autoridades municipales. Sin embargo, los gobernadores y las autoridades del Gobierno constantemente se quejaban de estas minúsculas composiciones que se consi-deraba vivían en “despoblado”, tomándolas como latentes amenazas al orden, ya fuera porque su falta de control directo podía dar lugar a prácticas consideradas por ellos como inmorales o ilegales, como por el mismo hecho que suponían una disminución a los recursos de los municipios y del mismo Gobierno, sobre todo a la hora de llevar a cabo los objetivos “progresistas” que las élites gobernantes les imponían a los pueblos y que dependían de la capacidad de acción de concejos municipales bastante fuertes.

Una disminución de la población sometida al control de las autoridades municipales impli-caba una disminución de la base tributaria que se construía fundamentalmente sobre el cobro anual por el uso de los terrenos ejidales, así como de la fijación de algunos impuestos sobre prácticas económicas realizadas en la localidad, como el destace de ganado, entre otros. En 1881, en plena embestida liberal por generalizar el proceso de transformación de los marcos institucionales del país, el ministro de Gobernación y Fomento indicó con claridad los efectos contraproducentes que estaba ocasionando la política gubernamental de reconocer nuevos pueblos a la hora de querer hacer que estos lograran significativos avances en la implementación de las políticas de fomento y desarrollo.

Sucede en el mayor número de casos que al segregar un caserío para formar una nueva población, no se hace más que debilitar el municipio a que pertenecía, dejándole incapaz de promover su propio engrandecimiento, en tanto que la nueva entidad municipal es de todo punto nula, ya porque carece del personal indispensable para ejercer los cargos públicos en provecho de todos, ya porque, careciendo

de rentas que formen su erario, no cuenta con otros elementos que los que el Ejecutivo le conceda a costa del Tesoro Nacional, lo que nunca es conveniente, y no siempre es posible.23

El análisis del ministro era agudo al consi-derar que estos procesos de disgregación social, que en muchos casos terminaban en el reconocimiento político de nuevas muni-cipalidades, suponían un factor de debilidad en la formación de una estructura general de dominación, ya que estaban impidiendo hacer avanzar el ritmo de cambios proyectado por las élites enquistadas en el Gobierno. Sin embargo, se equivocaba en valorar el papel que este tenía en la construcción de dicho proceso. Como anteriormente se ha indi-cado, estas dinámicas de disgregación social tenían raíces muy complejas, y pocas veces eran el resultado directo de una decisión del Gobierno. La mayor parte de las ocasiones, los gobernantes se habían limitado a reco-nocer estos patrones de desplazamiento por razones de mera conveniencia coyuntural, ya fuera por ganar nuevos respaldos, como por la necesidad de establecer algunos controles sobre poblaciones que no estaban sometidas a jurisdicción alguna. De cualquier manera, el informe del gobernador daba buena cuenta de la enorme importancia que tenía, para el proyecto político de estas élites, la consolida-ción de las distintas comunidades, situación que pasaba inevitablemente por evitar la expansión de los procesos de dispersión.

Esta problematización no era algo nuevo, durante toda la segunda mitad del siglo XIX se pueden encontrar numerosos llamamientos a las autoridades municipales para que se ocuparan de los grupos sociales dispersos y los redujeran a los poblados que pudieran controlar. Muchos de estos llamamiento servían para hacer una estigmatización sobre esta clase de estructuraciones sociales, ya que usualmente se expresaban en un discurso asociado fuertemente a nociones de moralidad

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430 Ritmos de crecimiento, reestructuraciones sociales y enfrentamiento político

pública en que las élites presentaban a estos sectores subalternos como potenciadores del vicio, el alcoholismo, la vagancia, el juego, el contrabando, el bandolerismo social, y, cada vez más, la falta de espíritu de empresa.

Ya para 1847, las autoridades del Gobierno habían emitido órdenes a los alcaldes para obligar a quienes vivieran en despoblado a que se avecindaran en los pueblos o en los cascos de las haciendas24. En 1862, el gobernador de San Vicente ordenó, a las autoridades del municipio de Apastepeque, que observaran mayor policía y purgaran de “holgazanes” los lugares llamados Paso Colorado, San Lázaro, “y otros así célebres que llegan hasta el [río] Lempa”25. De la situación social en el pueblo de San Sebastian decía: “Sobre la [policía] rural se recomendó el zelo (sic) posible no obstante deberse dictar providencias más directas por los informes que últimamente he obtenido sobre varios hechos de habitantes de los despoblados”26.

La estigmatización y criminalización “liberal” del movimiento social

Ni siquiera en los años de 1876-1885, que fueron de expansión política e incremento de los dispositivos de control social montados por el gobierno liberal, se dieron muestras de controlar efectivamente el fenómeno de la enorme movilidad social. En 1878, el Ministerio de Hacienda y Guerra emitió un decreto en el que expresaba el deseo del Ejecutivo por mejorar el sistema de vigilancia sobre los malhechores, ebrios y vagos que se encontraban en las poblaciones o en despo-

blados. El decreto no solo les recordaba a las autoridades locales las obligaciones que les imponían las leyes al respecto, sino que al mismo tiempo prevenía a los gobernadores departamentales para que cuidaran del debido cumplimiento de dichas obligaciones, impo-niéndoles multas a las autoridades subalternas morosas en caso de ser necesario. Además, extendía la responsabilidad de vigilancia y control a los inspectores de Hacienda para que persiguieran y pusieran a disposición de la autoridad “a los transeúntes sospechosos, criminales, ebrios y vagos, jornaleros fallidos que se encuentren en los caminos y case-ríos de su respectiva jurisdicción”27. Un año después, en 1879, el Gobierno emitió una Reglamento de la Renta del Aguardiente que no solo incrementó la cantidad de agentes, sino que mejoró su organización y sistemati-zación a lo largo de todo el país. Así, se formó a los inspectores como verdaderos cuerpos de vigilancia social, quedando obligados a recorrer cada mes los caseríos y lugares de su comprensión, “especialmente los sospe-chosos”. De acuerdo al artículo setenta y tres del reglamento, no solo era el problema del daño a la fiscalidad pública provocado por las actividades de contrabando que ejercían estos habitantes de despoblados lo que preocupaba a las autoridades, sino fundamentalmente la posibilidad que tenían de vivir y actuar fuera de cualquier tipo de control28. Por ello indicaba que en los caminos, valles, caseríos, haciendas y despoblados, los inspectores debían perse-guir a los autores, cómplices o encubridores de robos, hurtos, usurpaciones, defraudaciones o daños calificados de tales por el título 13 del Código Penal, así como a toda clase de delin-

24. Citado por Luria Santiago, A. . Pág. 121.

26. Pág. 4.

en 1862, por intervención del gobernador, acordó ejecutar a los vecinos residentes en los tablones del

control: “… al no tener interés ninguno en esta, solo los guía el vivir con una libertad absoluta, sin servir ni a

431Ritmos de crecimiento, reestructuraciones sociales y enfrentamiento político

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cuentes, vagos, ebrios o jugadores de juegos prohibidos. A pesar de que esta ley expresaba un significativo incremento en la capacidad de control social de parte del Gobierno, apenas tres años después, a petición de uno de los gobernadores departamentales, se reprodujo en el Diario Oficial el citado artículo, debido a las muchas quejas sobre “hechos ilícitos come-tidos en caminos, valles, caseríos, haciendas y en despoblado”29. De acuerdo a las autori-dades, ello se debía a que la mayor parte de funcionarios veía con “indolencia” el cumpli-miento de las obligaciones que el mencionado artículo les imponía.

La razón por la que me interesa llamar la atención sobre este fenómeno es por la conexión que existía entre el extendido fenó-meno del bandolerismo, el contrabando, la vagancia, y, en un sentido más extenso, entre toda esta gama de modos de vida que las autoridades calificaban como “corrupción moral y social” por encontrarse fuera de los cauces que componían sus particulares visiones sobre la organización del medio social expresadas en un discurso acerca del orden público, y un tipo de prácticas agrarias que no por el hecho de ser irregulares y producirse fuera de los espacios más formalizados de poder dejaban de tener un peso importante en la realidad. Concretamente, hay que tener en cuenta cómo determinadas prácticas agrarias se formaban a partir de una cultura popular, y al mismo tiempo contribuían a darle forma a esa misma cultura que se oponía a la de las élites comerciales. Nuevamente, para entender esta situación sería útil recordar las considera-ciones de E. P. Thompson sobre la vida rural inglesa del siglo XVIII, a la que definió como una “cultura plebeya” por oposición a la “cultura patricia”, en la medida en que servía más a los intereses del propio pueblo, que se había apropiado de las tabernas, las ferias y mantenía las cencerradas como medios de autorregulación. Así, Thompson explicaba: “No se trata de ninguna cultura tradicional,

sino de una peculiar. No es, por ejemplo, fatalista, ofreciendo consuelos y defensas en el transcurso de una vida que se halla absolutamente determinada y constreñida. Es más bien picaresca, no solo en el sentido obvio de que más personas son móviles, se hacen marineros, se los llevan a la guerra, experimentan los peligros y las aventuras de la guerra, experimentan los peligros y las aventuras del camino: “La vida misma avanza por un camino cuyos peligros y accidentes no pueden prescribirse ni evitarse por medio de la previsión”30. Era esta discontinuidad o “falta de sentido profético del tiempo”, que inhibía a los sectores populares planificar la forma-ción de un proyecto de vida a largo plazo, al que tuvieran que invertirle mucho esfuerzo y tiempo, lo que más chocaba con la cultura burguesa y su espíritu empresarial.

En nuestro caso, hay que observar que, en su conjunto, estas prácticas se imbricaban en un tipo de dinámica intersticial con respecto al resto de estructuraciones socio-económicas que, por depender de la formación de unas relaciones más extensas y estables sobre el control y uso de los recursos, fundamental-mente de la tierra, asumían un carácter más sedentario y, por tanto, más controlable por las autoridades que las veían con buenos ojos. Sin embargo, la posibilidad de que junto a estas existieran otras formas de uso menos estables y más escurridizas se derivaba precisamente de la ausencia de una generali-zación de instituciones basadas en un control riguroso, exclusivo y extensivo de la tierra y la fuerza de trabajo, permitiendo la formación de grandes corredores en los que se podían combinar diferentes prácticas de vida, algunas permitidas y otras no tanto. Ciertamente, por su carácter “picaresco”, resulta más difícil su aprehensión como objeto de estudio, sobre todo si queremos ir por ellas de forma directa. Sin embargo, existe un buen conjunto de refe-rencias paralelas con las que podemos acceder a ellas de forma indirecta. Estas referencias

30. Thompson, E. P. Ob. cit. Pág. 25.

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432 Ritmos de crecimiento, reestructuraciones sociales y enfrentamiento político

consisten en las mismas censuras que las autoridades hacían sobre tales prácticas, y de las acciones que emprendían en sus intentos de impedirlas.

Uno de estos conjuntos de referencia lo podemos encontrar en el lenguaje y el uso de conceptos esgrimidos por las autoridades para referirse con una diferenciada carga moral a esta variedad de prácticas. En ese sentido, la mera categorización que las autoridades cons-truían sobre las dinámicas sociales presentes en el entorno nos da cuenta de la posición que se les asignaba dentro del marco ideoló-gico de orden público y de su función dentro de sus proyectos políticos de organización del espacio social. Por ejemplo, el término de agricultor usualmente se utilizaba para signi-ficar las formas de producción más estables e implicadas en la actividad comercial de tipo empresarial, lo que obviamente comportaba un enorme grado de honorabilidad. Por otro lado, se calificaba como labradores a aquellos individuos que ejercían una práctica agraria orientada mayormente a la producción de subsistencia o un tipo de producción comercial con escasa vocación empresarial; por consi-guiente, estos tenían una valoración menor que la que tenían los agricultores. Un ejemplo de este contraste en el uso del lenguaje lo podemos encontrar en un informe emitido por el gobernador de Sonsonate en 1865 en el que se refería a las costumbres de la población del departamento. En esa ocasión, el gobernador manifestaba que una de las costumbres más extendidas era la censurada práctica del alcoholismo. Sin embargo, la manera como inserta una sutil diferenciación entre los sectores que veía como más involu-crados en este mal hábito es muy significativa: “Se nota que algunos ladinos de los pueblos y los indígenas tienen inclinación a las bebidas fuertes, particularmente en las poblaciones menos agricultoras”31.

Nótese, para empezar, que. si bien toda la masa de indígenas aparece tachada como alcohólica, solo una parte de los ladinos es acusada de lo mismo. Hay que tener presente entonces el contexto de lucha política que tenía enfrentados a los diferentes sectores sociales en esa región, y cómo esta acusación formaba parte del arsenal de combate de parte de las élites comerciales. Como ya se indicó, y se verá más adelante con mayor atención, la zona del departamento de Sonsonate en el occidente del país representaba un enorme bolsón de comunidades indígenas que estaban organizadas en torno a diferentes estructuras sociales y desplegaban una enorme variedad de prácticas agrarias, sobre todo centradas en la subsistencia y la producción comercial de algunas manufacturas menores. Al lado de estas comunidades se había formado una minoría de productores desvinculados de las redes de control manejadas por estas comunidades indígenas y por ello eran consi-derados como ladinos. De entre estos ladinos, sobresalía un pequeño grupo de comerciantes involucrados en la producción de tipo empre-sarial cuyas perspectivas chocaban con el resto de prácticas agrarias. Por consiguiente, en ese mismo informe, el gobernador daba cuenta de los efectos perniciosos que este conflicto social, cuyo origen se adjudicaba al comportamiento de los indígenas, tenía sobre la expansión de formas agrícolas empresariales: “Estas causas impiden el adelanto general de aquellos pueblos, atrasándose la agricultura y produ-ciendo escasez de fondos”32.

La idea de una agricultura “atrasada” la concebían aquellos individuos que realizaban una práctica agraria distinta, que de acuerdo a sus propias perspectivas era más “adelantada” “progresista” o “racional”. Esta división entre agricultura “atrasada” y “adelantada” era arbi-traria y se había trazado usando como refe-rencia el patrón expansivo que se notaba en

32.

433Ritmos de crecimiento, reestructuraciones sociales y enfrentamiento político

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las regiones más al occidente: ciudad de Santa Ana y de Ahuachapán, donde iba creciendo el cultivo del café. En ese sentido, cuando las autoridades empleaban las concepciones de “población agricultora” y de la misma “agricul-tura” hacían referencia a actividades empresa-riales construidas a partir de una racionalidad calculadora y emprendedora que buscaba la maximización de las ganancias y que no se correspondían con esas formas menos inten-sivas y sistemáticas de uso de la tierra, que generaban menos beneficios económicos y se asociaban a lo que las élites consideraban la cultura “alcohólica” de los “indios”. Otro informe del ministro de Gobernación hacía uso de ese juego lingüístico entre el concepto de agricultor y labrador para distinguir diná-micas agrarias, que muestra cómo el primero comportaba, precisamente, ese carácter indus-trioso y progresivo, mientras el segundo hace referencia a una condición de vida precarizada o poco redituable.

[De la agricultura:] Hace muy poco que entre nosotros era desconocida la inmensa impor-tancia de esta industria. El modesto título de agricultor era visto con indiferencia, y de aquí que nuestra principal fuente de engrandeci-miento permaneciese rezagada, envuelta en añejas ruinas; y si bien era suficiente para llenar las necesidades del labrador, gracias al fértil suelo que cultivaba, no lo era para dar incremento a la riqueza nacional; ó cuando más llenaba este objeto muy lentamente.33

Luego de estos dos, se encontraban la figura del jornalero, con que se identificaba a aquellos que desempeñaban trabajos en las fincas o haciendas de los agricultores. El carácter estacional de la mayor parte de esta fuerza de trabajo, así como las constantes quejas que los mismos finqueros hacían sobre la falta de mano de obra disponible o de la frecuencia con que los jornaleros rompían sus compromisos de trabajo, provocaba que una sombra de sospecha acompañara constante-

mente a todo aquel que se identificaba como tal. De hecho, la noción de jornalero fallido o quebrador aludía, precisamente, a aquellos que habían recibido un pago adelantado por sus servicios en alguna finca, sin cumplir sus obligaciones.

De cualquier manera, el significado de este concepto era mucho más complejo, porque si bien aludía a una posición de subordinación dentro de una relación económica en la que un sujeto se podía colocar en determinada parte del año, bajo esa misma categoría se subsumían otras dinámicas que formaban parte de la vida de este sujeto, y que se encontraban más allá de esa relación de poder dentro de la finca. Es decir, que bajo estas condiciones de facilidad en el acceso a tierras y falta de una economía a escala, un indi-viduo identificado como jornalero combinaba perfectamente la producción de granos básicos e inclusive cierta producción comercial en pequeña escala con los trabajos de temporada. La falta de una coacción económica o polí-tica significativa le permitía inclusive romper contratos de trabajo a voluntad e irse en cual-quier momento que deseara, con la ventaja de llevarse salarios adelantados. La capa-cidad que tenían para subvertir en cualquier momento esa dominación era precisamente una de las principales razones por las que los jornaleros eran vistos con mucha desconfianza. En 1882, un informe del director de la Escuela Modelo de Agricultura ubicada en el departa-mento de San Vicente decía:

Una de las dificultades mayores con que tropiezo es el cambio constante de peones. No se puede contar con tener los mismos, dos semanas seguidas; y es bien sabido que un peón constante en un fundo hace más trabajo y lo ejecuta más que dos peones recién entrados. Se desanima uno de tratar de enseñarles a ejecutar ciertas operaciones y a manejar instru-mentos nuevos, por la probabilidad que hay de que á la semana siguiente no vuelvan a la Finca. Esa movilidad que parece innata en ellos

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434 Ritmos de crecimiento, reestructuraciones sociales y enfrentamiento político

no les permite tomar interés en lo que hacen, ni es posible formar de ellos buenos trabajos.34

Peor aún, la mayor parte de las ocasiones esta combinación se desplegaba siguiendo patrones de gran movilidad, sobre todo cuando el jornalero era joven y soltero. Sin embargo, también podía funcionar con pequeños núcleos familiares que acompa-ñaban a los líderes del grupo en sus despla-zamientos. Esta situación daba lugar a la formación de asentamientos temporales en los valles o “despoblados” que precisamente preocupaban a las autoridades por la amplia libertad que daba a sus ocupantes.

La mayor parte de los bandos de buen gobierno o las directrices emitidas por los gobernadores exigían, a las autoridades encar-gadas de ejercer las funciones de policía, que quemaran las casas abandonas que se encon-traran en los valles. Un informe citado por Carlos López muestra el caso de un inspector de policía que en 1862 fue destacado en el margen oriental del río Lempa, en el departa-mento de San Vicente, por considerarse que esta zona era albergue de malhechores. Luego de una de sus rondas, el inspector expuso: “Al pasar por la hacienda de Umaña reduje a cenizas cinco o seis casas solas que había en el camino real por haberse trasladado sus habi-tantes a la hacienda contigua de Santana… no podían servir más que para guarida de hombres holgazanes y criminales”35.

Como puede verse, la línea que separaba al labrador del jornalero36, o del vago, del holgazán, o peor aún, del criminal, era muy delgada, sobre todo tomando en cuenta que cada vez más la vagancia, la holgazanería y el vicio eran conductas que rayaban con el delito. Un bando de buen gobierno emitido en 1881 en la ciudad de San Vicente fijó una pena de

quince a veinte días de trabajo forzado en obras públicas a todo aquel individuo que fuera encontrado en estado de ebriedad en las calles o lugares y establecimientos públicos. En caso de que fueran encontrados en alguna taberna en horas de trabajo, se les impondría la tercera parte de la misma pena. La norma-tiva prohibió a las personas tener reuniones nocturnas en las calles y, a los hombres, que detuvieran mujeres en los caminos, márgenes de los ríos y demás lugares públicos, con el propósito de “conversar” con ellas. La infrac-ción a la disposición se penaba con una multa de cinco a veinticinco pesos. Las personas que no tuvieran un modo “honesto de vivir cono-cido”, o que no ejerciera diariamente algún oficio “lícito”, serían castigadas con quince días de obras públicas por la primera vez, treinta por la segunda y sesenta en los demás casos. Inclo se llegó a regular la manera como los individuos hacían uso de ciertos espacios públicos, como los ríos y quebradas que cruzaban los valles, y donde no había control alguno37. De acuerdo a esta normativa, sería la policía municipal la encargada de recoger a los individuos que en los días de trabajo se encontraran formando corrillos en las calles o en las márgenes de los ríos, para imponerles las penas establecidas.

De igual forma, si estudiamos las conside-raciones que las autoridades tenían sobre el contrabando, podemos encontrar otras referen-cias a prácticas agrarias irregulares. Desde la independencia, la fiscalidad con que las élites trataron de alimentar sus proyectos políticos se basó, fundamentalmente, en la regularización de las actividades productivas y comerciales de ciertos bienes de consumo social como el tabaco y el aguardiente, entre otros. Estas prácticas, de origen colonial, suponían que tanto la producción del tabaco como la de la caña de azúcar, usada para manufacturar

35. López Bernal, C. . Pág. 18

seguramente por la imposibilidad de encasillar a un solo individuo como lo uno o como lo otro.

435Ritmos de crecimiento, reestructuraciones sociales y enfrentamiento político

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el aguardiente, estaban controladas por la demanda que hacían los agentes autorizados por el Gobierno para su venta. No obstante, la cantidad masiva de reportes que dan las autoridades sobre el contrabando de estos productos dan cuenta que existían importantes circuitos de tráfico que operaban fuera de los márgenes de la ley. Knut Walter indica que la producción clandestina de tabaco estaba tan extendida, sobre todo para el consumo domés-tico, que en la década de 1850 el estanco se suprimió porque había llegado a representar más una carga que un beneficio38. Por el otro lado, el estanco del aguardiente llegó a ser tan importante para la fiscalidad del país que inclusive hacia finales de la década de 1870 aún constituía la primera fuente de ingresos públicos, siendo desplazado de dicha posición solo en la década siguiente por los ingresos obtenidos por el impuesto a la importación39. Lo interesante de esta cuestión es que, en la misma medida en que aumentaba la cantidad de controles sobre la producción y comercia-lización de aguardiente, aumentaba también su contrabando. En realidad esto no es de extrañar toda vez que, como se ha indicado, uno de los hábitos que las autoridades más censuraban en los pobladores era el alcoho-lismo. Precisamente, con el paradójico ánimo de controlar este “mal social”, constantemente se incrementaban los precios de las conce-siones de los asientos o se fijaban impuestos adicionales sobre la venta. La idea que justifi-caba este control de precios era, precisamente, la restricción del consumo. No obstante, en la práctica, en lugar de disminuir su consumo aumentaba la producción clandestina. ¿En qué condiciones se realizaba esta producción clan-destina? ¿Qué tanto un contrabandista no solo estaba implicado en la etapa de procesamiento de la caña, sino en su cultivo también? ¿En qué medida un contrabandista de aguardiente ejercía al mismo tiempo la labranza de sus propios cultivos? Es difícil afirmarlo a ciencia

cierta porque no se dispone de informes claros sobre este asunto, pero tomando en cuenta la relativa facilidad con que un contrabandista podía disponer de un terreno tanto para proveerse su propia caña como de granos básicos, seguramente estas actividades a menudo iban juntas.

En la práctica, todas estas actividades constituían una amalgama que daba forma a las trayectorias de vida de una gran parte de la población. Si algo tenían en común, como indica Thompson, era su oposición a las acti-tudes requeridas para establecer una empresa económica organizada con rigurosidad y con proyección a largo plazo, como las que se necesitaban para participar exitosamente en el negocio cafetalero. Eso lo tenían muy presente las autoridades, y de hecho muchas de sus políticas expresaban esas diferenciaciones. Véase por ejemplo la manera en la que se construía la política de formación de mili-cias. Desde que se empezaron a formular las políticas de fomento comercial, se estableció como medida general dejar exentos de los reclutamientos a los que tuvieran organizadas empresas agrícolas a largo plazo, como la siembra de determinada cantidad de árboles de café o de cacao. De igual manera, las auto-ridades encargadas de hacer los reclutamientos usualmente las realizaban sobre aquellos que presentaban las formas de subsistencia más inestables. Esto generaba importantes efectos a largo plazo. Tomando en cuenta la manera como funcionaba el sistema de milicias y el extendido rechazo en la población, se produ-cían muchas deserciones. El desertor, a su vez, se convertía en prófugo de la autoridad, lo que finalmente reforzaba los patrones irregulares de movilidad y uso de la tierra. En 1855, la pena básica por deserción eran doscientos palos. Además, al fugado con útiles de guerra o vestuario se le embargaban y subastaban los bienes que tuviera. Carlos López relata el

. San Salvador: Dirección de Publicaciones e Impresos. Págs. 143-177.

39. .

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436 Ritmos de crecimiento, reestructuraciones sociales y enfrentamiento político

caso del desertor J. Rodríguez, quien se había llevado consigo una mudada y unas fornituras valoradas en seis pesos. No obstante, los únicos bienes que se le encontraron fueron una cosecha de maíz de manzana y media. Esta cosecha Rodríguez la cultivó junto a Encarnación Ayala con quien se repartiría los frutos. Una vez se realizó el embargo, Ayala se presentó solicitando se le devolviera lo que le correspondía. J. Rodríguez no pudo ser capturado40.

En la medida en que crecía esa menta-lidad de orden público ajustada a una parti-cular visión sobre la manera más adecuada de estructurar el conjunto de las relaciones sociales de toda la región, en función de un ideal de progreso y enriquecimiento, se fueron incrementando las políticas de control y regula-rización de estos otros modos de vida que eran refractarios a tales esquemas. Sin embargo, antes de implicar la supresión de estas prác-ticas que tenían raíces muy profundas en esa historia de fragmentación política, social y económica que venía desde los años de la independencia, lo que se terminó generando fue su criminalización.

En enero de 1879, se fugaron 25 reos del Juzgado de Primera Instancia de Suchitoto, en la región central del país. Habían sido proce-sados por diversos delitos como homicidios, lesiones, robos, hurtos y atentados contra la autoridad y contra particulares. De estos 25, solo tres de ellos no aparecían identificados como labradores o jornaleros. De ninguno se conocía el paradero41. Posteriormente, en mayo de ese mismo año, el gobernador del departamento de Chalatenango presentó su informe al Ministerio de Gobernación, manifestando que, en lo que respectaba a la “industria agrícola”, había “dos plagas que enervan y aún paralizan en la actua-

lidad el cultivo de la tierra: la langosta y los operarios ó peones incumplidos”. De acuerdo al gobernador, esto debilitaba “el espíritu de empresa”, no solo por el hecho de que los jornaleros recibían por adelan-tado pagos de servicios que luego no pres-taban, sino porque la asiduidad con la que esto ocurría terminaba enemistando a los mismos hacendados que se peleaban por ellos42. Los jornaleros tenían una gran faci-lidad para burlar a las autoridades porque podían migrar a otras partes con mucha libertad, continuando “su sistema de fraudes y enredos que trasmiten y legan a sus descendientes, quienes, educados bajo tan mal régimen, dilatan los embarazos y daño de la agricultura y mantienen y prolongan la desmoralización de los jornaleros”43. De tal manera, a su consideración, la única vía para darle un sentido diferente a la forma como se estructuraban las relaciones sociales era por medio del incremento de los dispositivos de control sobre esta clase de sujetos. Sobre todo porque, teniendo en mente la fuga de labradores y jornaleros que había sucedido hacia unos meses apenas treinta kilómetros al sur de la ciudad de Chalatenango, para él existía probablemente una asociación entre estos jornaleros y muchos de los bandidos que cometían hechos delictivos con gran libertad.

Cinco años antes, Esteban Castro había presentado un documento a las autoridades indicando cuatro puntos por los que la región de San Vicente no tenía una prosperidad económica semejante a la que se observaba en Santa Ana, a pesar de la gran fertilidad de sus tierras y de haber sido durante el siglo uno de los mayores centros de producción de añil. Uno de estos puntos tenía que ver preci-samente con el carácter irregular con el que se comportaban los jornaleros/labradores: “Estos

40. López Bernal, C., . Pág. 19

43

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sacan lo que llaman una tarea en las horas de la mañana (no es posible hacerlos trabajar más) y pasan el resto del día en la vagancia y la olgazanería (sic)”. Castro proponía que se reglamentaran las horas de trabajo, ya que de esa forma, “se hará un gran servicio a la agricultura, a la moral y a los jornaleros, pues el agricultor aprovechará el tiempo, tesoro inestimable y aquellos ganaran el doble y aun el triple si se quiere, empleando todo el día sus fuerzas en labrar la riqueza pública”44. El bando de buen gobierno emitido en 1881 en la ciudad de San Vicente al que me he referido antes es una muestra de cómo las autoridades se tomaron en serio las quejas de este hacendado.

Este proceso de criminalización de la vida social que se suscitaba en los márgenes de estas redes de poder se intensificó durante el período de reformas liberales. Con la promo-ción del cultivo de café, la generalización de la propiedad privada, el control de las obliga-ciones de los jornaleros, sus desplazamientos irregulares, y el uso de la tierra que estos desplazamientos implicaban, se volvieron puntos centrales en la política normativa del Gobierno. En 1879, se emitió una ley que ordenó a las autoridades municipales que confirieran título de propiedad privada a aquellos vecinos que dentro de los terrenos ejidales tuvieran una finca con al menos una cuarta parte sembrada con café, cacao, u otras plantas de larga vida. Esta fue precisamente la ley que generalizó la propiedad privada en las grandes regiones cafetaleras del país en ese momento: las ciudades de Santa Ana, Ahuachapán y Nueva San Salvador, donde se habían formado las fincas de café en terrenos ejidales. Como era de esperar, en la medida en que se consolidaba la institución de la propiedad privada, tenía que fortalecerse su protección. Así, el artículo ocho de la misma normativa aseguró que, si se cometía el delito de usurpación o de daño, el alcalde tendría

que capturar al agresor y dar cuenta a la autoridad competente, para su juzgamiento y castigo. El alcalde que no prestara el auxilio mencionado sería acreedor al pago de una multa y a los daños que ocasionare; si aún insistía en no proporcionar ningún auxilio, se le juzgaría criminalmente. Ese mismo año, el ministro de Gobernación presentó el dictamen emitido por una comisión formada por el Gobierno para revisar el estado de toda la legislación del país. Sobre las inconsistencias de las leyes criminales, el Ministro indicaba, como uno de los puntos más preocupantes, que: “El usurpador de cuantiosas propiedades raíces tiene una pena menor al que hurta un objeto mueble cuyo valor excede diez pesos”45. Como ya se indicó, el artículo 73 del Reglamento de la Renta de Aguardientes, que también se emitió en 1879, fijó como obligación de los inspectores el perseguir y capturar a los usurpadores. En febrero de 1884, dos años después de haberse emitido los decretos que ordenaron la disolución total de los regímenes comunales y ejidales, el Ejecutivo emitió una “Ley de Garantías de la Propiedad Raíz”46, argumentando que hasta ese momento no se había tenido una normativa especial “contra los ocupantes que sin ánimo de adquirir se establecen en tierras de particulares y se niegan sin razón alguna a reconocer la posesión o dominios legítimos”. De acuerdo al considerando de la ley, estos hechos eran tan “frecuentes y numerosos”, generando grandes dificultades para que los propietarios pudieran disponer de lo suyo, lo que evidenciaba la falta de efectividad de los procedimientos ordinarios. La ley reco-noció el derecho a “los dueños y poseedores legales” de las fincas en las que se encontraran ocupantes “ilegítimos”, para recurrir a la auto-ridad pública.

En este caso, el interesado se tenía que presentar ante el alcalde del lugar donde la finca se encontrara, exhibiendo sus

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títulos registrados de propiedad o posesión y pidiendo el amparo. El alcalde seguiría la información de testigos para resolver y, considerando que los supuestos de la ley estaban cumplidos, declararía el derecho del solicitante para ser amparado. La ley fue hábil al incorporar en el procedimiento soluciones al problema de la falta de brazos agrícolas, disponiendo como deber del ampa-rado presentar una nómina de los intrusos de la finca que hubiera que expulsar y de los que pudieran quedarse en la condición de colonos. Por consiguiente, los primeros serían prevenidos a que salieran de las tierras en un plazo que variaría según estuvieren o no pendientes las cosechas que tuvieran. Si transcurrido el término los ocupantes no se retiraban, serían expulsados y el producto de esas cosechas sería destinado a la instrucción pública. A los que fueran a ser ocupados como colonos se les daría quince días impro-rrogables para “pactar” con el poseedor o dueño las condiciones del contrato, bajo la misma pena impuesta a los anteriores. A unos y otros, se les prohibió hacer nuevas rozas o siembras y toda clase de mejoras sin permiso escrito del amparado, bajo pena de perderlas en beneficio de la instrucción pública. La ley fue tan dura para con los ocupantes que, para evitar sus reacciones violentas, previó que estos solo pudieran reclamar las mejoras o cosechas si la autoridad los consideraba “ocupantes de buena fe”. Eran de mala fe, aparte de los comprendidos en el Código Civil, los ocupantes que desatendieran las órdenes o prevenciones de la autoridad pública para reconocer la posesión o dominio del ampa-rado y los que hubieran causado daño en las fincas después de tener conocimiento de los derechos del amparado. Esta ley retrata clara-mente cómo, hacia mediados de la década de

1880, una práctica que había llegado a ser tan normal entre una gran cantidad de individuos, de pronto se había vuelto ilegal, transformán-dose en un delito. Era el carácter exclusivo de la propiedad privada y de las empresas agrícolas permanentes que este tipo de forma de uso de la tierra comportaba lo que ahora se imponía sobre las otras formas de labranza que no seguían tales patrones.

Como se ha indicado antes, ello no quiere decir que estas simplemente hubieran desaparecido. La capacidad efectiva para ejecutar estos controles organizados por el Gobierno dependía de las administraciones locales y de los recursos con que contara cada municipalidad. Como se ha podido observar en las leyes a las que se ha hecho referencia, las autoridades del Gobierno eran conscientes de la dificultad de que las autori-dades locales acataran las directrices que se les imponía. Las élites consideraban que este incumplimiento se debía sobre todo a la indo-lencia de los administradores municipales, con lo que no dudaron en fijar multas y sanciones fuertes para las autoridades que no cumplieran tales obligaciones. No obstante, no hay que olvidar que la mayor cantidad de administraciones locales correspondía a ese tipo de estructuraciones socioeconómicas poco rigurosas, dándole vida a este tipo de dinámicas políticas que permitían la disper-sión y daban lugar a la formación de estas otras prácticas sin control. Como se ha visto, esto provocaba que las administraciones no contaran con muchos fondos y recursos, y que, en la mayor parte de casos, fueran los alcaldes quienes tuvieran que asumir la responsabilidad directa para ejercer estos controles por medio de rondas semanales sobre los territorios del municipio.

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