295269_CHUECA Enseñar La Constitución
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ENSEÑAR LA CONSTITUCIÓN *
Por
RICARDO CHUECA RODRÍGUEZ Catedrático de Derecho Constitucional
Universidad de La Rioja
Revista General de Derecho Constitucional 9 (2010)
Fecha de remisión: 14/03/2010
Fecha de aceptación: 19/04/2010
Las páginas que siguen están -con certeza- destinadas a ser transgredidas. Entre la
enloquecida huída hacia no se sabe dónde y la convicción de que el presente es el mejor
de los mundos posibles -al cabo dos formas de pereza mental-, siempre tendremos el
fructífero mundo de la transgresión.
Transgredir no consiste en poner en duda o discutir las propuestas dominantes; ni en
proponer alternativas. Este tipo de acciones formaría más bien parte de lo que
podríamos denominar la rutina del discurso académico. Transgredir supone la renuncia
al modo de concebir lo existente y la búsqueda querida y consciente del desamparo
metodológico como pago anticipado de la incierta promesa del nuevo logro.
El logro intelectual resulta -según se sabe- más de la transgresión que del respeto de
las reglas académicas establecidas. Y enseñar es, desde luego, una actividad que
anticipa la transgresión, que la propicia en quien es capaz de sentirse seducido por ella.
* El lector debe saber que estas páginas pertenecen al género de lo que, a juicio del autor, sólo cabe escribir “si mediara provocación suficiente”. Pues bien, la Dirección de la Revista solicitó que las perpetrara. Ello deberá ser tenido como excusa suficiente para justificar lo escrito, que no obstante sostengo, pero que jamás hubiera hecho por propia iniciativa.
La redacción inicial se ha visto mejorada por las indicaciones de Amelia Pascual y Gonzalo Arruego. Y seguramente empeorada por discrepar de alguna de las sugeridas.
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Pero nuestra capacidad de transgresión, de los docentes digo, es necesariamente
limitada. En realidad cumple su función porque siempre acabamos negociando con el
pasado establecido; pero no claudicando ante él.
La función del maestro, tan irritante como necesaria para el discípulo, consiste en
ridiculizar respetuosamente -aunque no siempre- la capacidad de transgresión del
discípulo. Una tensión cabalmente dialéctica con frecuentes daños colaterales a veces
de carácter personal, según sabemos todos.
Esta negociación con el pasado podría plasmarse en un tópico de este cariz: “Un
maestro enseña; enseña lo que se debe hacer y se aprende de él lo que no se debe
hacer”. Pero claro está que la realidad no encaja en frases de tan bajo vuelo. A veces el
discípulo transgrede imitando…
Estas páginas, decía al principio, pretenden ser transgredidas. Pero no, claro es,
porque sean, o pretendan ser, magistrales (al cabo, el genuino magisterio no es
consciente). Estas páginas cuentan el pasado, el pasado con el que cada profesor, cada
maestro, inicia su propia y personal negociación, su propia y personal trayectoria de
transgresión siempre irresuelta e inacabada.
Enseñar
Más allá de lo que la moderna pedagogía proclama, y cuyos pormenores desconozco,
aunque no como timbre de gloria sino por la limitada capacidad de especialización del ser
humano, quizá podremos comenzar aceptando que el docente se configura en torno a un
componente necesario o, según el caso, imprescindible: un ego desmedido.
No entraremos en que, a fuer de desmedido, sea reprochable, pues es, a la postre,
necesario. Me refiero a ese poder personal proyectado que no sería normalmente
aceptado en las relaciones sociales normalizadas o comunes. Un ego, en definitiva,
socialmente desmedido que sólo porque lo es alcanza a proyectarse hacia el otro.
El profesor, quiero decir la imagen socialmente aceptada del profesor o maestro,
descansa en dos componentes que refuerzan y potencian el ego personal de modo
singularmente intenso. De un lado, el reconocimiento socialmente formalizado de la
posesión de unos conocimientos definidos como valiosos y singulares. De otro, el
reconocimiento de una especial habilidad, la capacidad de transmitirlos, es decir, de
conseguir que otros puedan hacerlos suyos propios. Todo ello resume un hecho singular
y característico de la especie humana, que no parece estar totalmente descartado en
otras, ni necesariamente garantizado en la nuestra: la capacidad para acumular, ordenar
y transmitir conocimientos a nuestros sucesores. Propiamente hablando este es el único
elemento cierto que abona la posibilidad o verosimilitud -no garantía, claro- de progreso
de la especie.
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Quienes cultivamos tan noble actividad como la transmisión de conocimientos,
tendemos a una deformación tan comprensible como reprochable. Creemos que es
nuestro poderoso ego el que soporta la acción de enseñar, hasta tal punto que tendemos
a perder -en la práctica diaria- la conciencia de que se trata de eso, de una relación que
por tanto supone dos o más sujetos.
En realidad el ego docente así visto es un ego incompleto; hasta yermo. Es
absolutamente inviable sin la agonía compartida con esos congéneres, a quienes sólo
administrativamente podríamos calificar de alumnos, y con quienes se comparte una
peripecia frecuentemente crítica. Porque la relación de enseñar es definitivamente
interactiva. Ambos sujetos de la relación enseñan y aprenden a la vez. El ego del
docente se disuelve en la relación que, ya digo, es agónica e interactiva. El maestro
deviene así ego interactivo, una suerte de nodo en la actividad de comunicar
conocimiento pero también de recibirlo. La aceptación, el mero descubrimiento o incluso
un incipiente barrunto de esta complejidad y su lucha con ella, marca la frontera del
iniciado, de quien comienza a enseñar...y a aprender.
Claro que la acción de enseñar puede percibirse de modo más sencillo. E incluso
concebirse. Pero a algunos no nos parecería atractiva como actividad si, a base de
simplificarla, dejara de ser humana.
Los lenguajes
Deberé comenzar avisando del uso que se propone aquí de la palabra: me refiero a los
códigos que utilizamos para comunicar conocimientos. Es seguramente el factor agónico
por excelencia. Pretendemos transmitir unos conceptos para los que el receptor no posee
el lenguaje -el sistema de códigos- adecuado pues, según se sabe, el pensamiento es el
lenguaje. Y es precisamente nuevas ideas y nuevas configuraciones y estructuras de
comprensión lo que se pretende que adquieran. De ahí que, siquiera inicialmente, profesor
y alumnos tienden a balbucear. La construcción de los códigos precisos es una actividad
altamente especializada, dura y penosa, para la que no hay atajos. Aunque todos
conozcamos a algún colega que invierte su vida entera en buscarlos. Cuando las tensiones
y balbuceos dejan paso a mensajes comúnmente codificados, es decir compartidos, nace
eso que podemos llamar complicidad o feeling.
Y se trata de una importante condición porque sin complicidad no hay comunicación
de conocimientos posible. Hay otras cosas, que frecuentemente hacemos pasar por
enseñanza, pero no hay que engañarse…
Contrariamente a lo que pensamos, o tendemos a pensar, los jóvenes veinteañeros
con quienes pasamos unas horas a la semana, habitualmente en ese espacio físico que
denominamos clase o aula, están perfectamente preparados en su mayoría para
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certificar -o no- la existencia de la materia prima precisa para que surja la complicidad
que puede fundamentar acciones y objetivos comunes. El fundamento, el punto de
partida, es siempre la honestidad que perciban. O quizá sería más preciso hablar de
autenticidad. Están casi genéticamente dotados para detectar la agonía, el duelo
esforzado y sincero del profesor.
No se trata de que los nuevos jóvenes propongan ahora una idea de honestidad
superior o distinta a la que siempre ha caracterizado las fases juveniles de la existencia.
No es eso. Ni de que se encuentren mejor, o más conformes, con valores tenidos
socialmente como ejemplares. En esto tiendo a creer que son cada vez más libres y
menos incautos. Se trata solamente de que siempre saben ante quién se encuentran.
Esta habilidad se entenderá muy fácilmente: bastará con reconstruir nuestro pasado
propio y recordar la precisión con que reconocíamos a nuestros profesores. El pasillo, los
compañeros de cursos superiores y la personal capacidad de constatación convierte a
cada alumno, a los escasos días de clase, en un experto entomólogo de la variadísima
gama de colegas, que concluye con una clasificación y catalogación de todos nosotros.
Enormemente precisa por cierto, aunque no necesariamente justa; pero esa es otra
historia que no viene a cuento, ni es relevante para lo que ahora nos ocupa.
Si el profesor convence e involucra, compromete. Comienza a ser posible la gran
aventura de iniciar el tránsito por una actividad dura y ardua: aprender no es una
actividad cómoda, pero sí posible a partir de cierta complicidad conscientemente
compartida.
Esto nos lleva a un aspecto de nuestra actividad, que todos sabemos que existe, pero
que nos resistimos a verbalizar. Los profesores somos actores. Una clase es una
representación donde el profesor representa un papel en base a unos códigos que, si
son compartidos en el sentido antedicho, logran esa interactividad en la que toda
práctica docente noble se basa. La sinceridad del profesor posee, vista así, otra
naturaleza y otra finalidad. El rigor en la representación, construyendo el espacio de
lenguaje propicio y preciso, y el rigor en los contenidos es la sinceridad de que
hablamos. Un difícil arte que además es física y sicológicamente extenuante.
Especialmente porque sólo el ego del docente, mellado creciente e inexorablemente por
el cruel dejá vu de la práctica rutinaria, es capaz -o debe serlo- de reproducir de modo
originario y singular una función cuyo guión conoce hasta la náusea.
Se trata, como se ve, de una extraña forma de comunidad. Porque en realidad la
sintonía, la complicidad, lo es desde la desigualdad a todos los niveles. De hecho
profesor y alumnos están, generalmente, contentos con su posición y sólo
circunstancialmente se cambiarían por el otro. Desigualdad y diferencia, mas ausencia
de poder proyectado hacia los otros, son condiciones igualmente necesarias. Se trata de
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condiciones meramente fácticas siempre presentes. Pero uno y otros frecuentemente
pueden caer en la tentación de la apariencia de poder. Algo que, si disculpable en los
alumnos, resulta imperdonable en un profesor. El profesor es un rey desnudo cuyo
ropaje se va incorporando a su cuerpo si es capaz de ver reconocida su autoridad. La
autoridad, entre docentes, no se posee ni mucho menos se presume, sino que se crea
en la mutua relación de enseñar.
A una relación sincera, es decir auténtica u honesta en el sentido ya aludido, ayuda
mucho la presencia de un telón de fondo sobre el que se debe desarrollar nuestra
representación.
Un telón que se teje de dos hebras que nunca deben quedar en absoluto
postergadas.
Uno. El alumno es un cliente: nos paga por nuestros servicios. De acuerdo que a
nosotros nos mantiene y sostiene el poder público (salvo en el caso de las universidades
privadas), pero los recursos son del pueblo: sí, del pueblo, de ese mismo pueblo que los
constitucionalistas invocamos como titular de la soberanía. Son recursos públicos
allegados con instrumentos frecuentemente constrictivos de la voluntad personal de
nuestros conciudadanos y puestos a nuestra disposición, pero a su servicio (el de los
alumnos).
Dos. Los profesores no somos servidores de los alumnos. Lo somos del Estado; lo
que no es lo mismo.
La Constitución
Enseñamos la Constitución. Pero ¿qué constitución?. No se trata de una pregunta
retórica, claro. Y mucho menos si reparamos en que somos constitucionalistas recién
llegados, aunque quizá nos encaje mejor el intraducible calificativo de latecomers. Y
además sin tradición constitucional, aunque sí con pasado constitucional, aunque
escasamente ejemplar. 1
Quizá tenga algún sentido aludir aquí a la experiencia singular de los
constitucionalistas que hemos estudiado la Constitución, y la ciencia del Derecho
Constitucional, sobre la marcha. No para invocar la nostalgia heroica, sino para que nos
comprendan un poco más, a nosotros y a nuestra obra, los jóvenes colegas. Hemos visto
nacer la Constitución y hemos nacido con ella. Y se nos nota todavía el barro del campo
de batalla en que nos batimos por dotarnos de nuestra norma fundamental.
1
Sobre el particular, deberá leer el lector, si todavía no lo ha hecho, el lúcido escrito de Javier
Jiménez Campo, “Principio de una tradición”, Claves de la razón práctica, nº 120, 2002, pp. 20-24
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Pero se nos nota sobre todo que somos unos constitucionalistas…, que nunca hemos
estudiado la Constitución. No me refiero al acto de negarse a estudiarla una vez
promulgada, que también se dio algún caso, sino a que no pudimos estudiarla en su
momento, es decir, en la ocasión propicia y adecuada para nuestra correcta formación
como juristas. Nosotros hemos sobrepuesto nuestros conocimientos expertos sobre los
adquiridos en estudios iniciáticos de un derecho groseramente anticonstitucional.
Aceptemos que estas cosas se notan.
Un Derecho Constitucional concebido como ciencia que tiene por objeto la
constitución vigente es cosa que, en sentido propio y general, podemos comenzar a
percibir ya en los noventa del siglo pasado. Pero no antes, por más que podamos hablar
de pioneros y poderosos movimientos en esa dirección. Y conviene también recordar
que, quienes entonces la enseñaron, y hasta quienes lideraron las posiciones que se
generalizarían rápidamente, tampoco la habían estudiado en el sentido antedicho.
Es en la década de los noventa donde comienza a abrirse paso un corpus doctrinal
diferenciado que deja atrás un constitucionalismo campamental con ciertos tintes -
todavía- de lucha diaria por el Estado de Derecho.
Así que la Constitución se ha ido imponiendo. No de modo sencillo ni ausente de
tensiones. Los bandazos metodológicos de muchos docentes de la mayor parte de las
ramas jurídicas son, o pueden ser vistos, como reajustes de las placas tectónicas tras el
gran seísmo de la constitución normativa. Sería incurrir en una superficialidad muy
reprochable sostener que los grandes ajustes han terminado. Quedan algunos, algunos
pocos, pero que presiento sonados.
La Constitución que enseñamos sigue pues asentándose. Y lo sigue haciendo con
resistencias institucionales y normativas; larvadas desde luego, ocultas por
inconfesables, pero resistencias. Porque importa recordar que los constitucionalistas
hemos estudiado la Constitución de un modo, digámoslo así, inexcusable: para
enseñarla al menos.
Pero no ha sido esta la tónica entre otros juristas, tanto docentes como prácticos,
tanto particulares como servidores del estado a todos los niveles. Si el lector levanta un
momento la cabeza de este texto, y mira en derredor, oteará, y hasta verá, operadores
jurídicos cuya edad y producción jurídica delata una renuente resistencia,
frecuentemente de naturaleza estrictamente intelectual, a la misma idea de constitución y
a sus consecuencias. Encontrará en ellos, alternativamente, cierto aire de derecho
rancio. No me refiero a normas inconstitucionales, ni derogadas, sino a ese vago aroma
que delata un irreprimible deseo de vivir en un pasado inexistente, en un tiempo varado.
Este tipo de tesitura sólo se disuelve por el hecho estrictamente biológico; carece de otra
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solución, porque es parte del pago que el pasado, nuestro pasado, nos reclama.
También esto nos está ocurriendo por primera vez.
Sin embargo, estos perfiles tan anodinos e irritantes para quienes tenemos derecho a
vernos como ajados constitucionalistas de trinchera, vienen a compensarse con un
fenómeno que corre parejo y que provoca la sonrisa cómplice de quien se sabe un poco
vencedor: la Constitución se nos escapa de las manos; de todas las manos. También en
esto estamos viviendo nuestra primera vez.
Enseñar la Constitución durante los primeros años ochenta era una cosa tan cómoda
como agradable; en cierto modo, digo. Basta ver el tamaño, textura y ambición de los
manuales de entonces. Pero, desde aquella inevitable glosa han transcurrido ya tres
décadas, a lo largo de las cuáles la Constitución ha cobrado vida propia. Ha ido calando
las instituciones y el ordenamiento, sutilmente en ciertos casos, con brusquedad en
otros; irreversiblemente siempre.
Una doctrina científica, espoleada drásticamente por un inicial Tribunal Constitucional
que hacía restallar la normatividad de la Constitución, se vio estimulada y en parte
procreada con sorpresiva rapidez. Las prisas se notaban, aunque fuera lo de menos,
pues merced a todo aquello los constitucionalistas somos más. Y somos otros.
Pues bien, la cohorte de docentes que se autorreconoce en estos rasgos tan
someramente descritos, ha sentido durante estos años un pálpito extremadamente difícil
de describir. El pálpito de que la Constitución que invocábamos al enseñarla era a un
tiempo la misma y…otra distinta, crecientemente compleja y pronto inabordable en su
integridad. Este ha sido el vértigo del docente, nuestro vértigo.
Las nuevas generaciones no son ya víctimas de ello, pues nunca la vieron pequeña y
entera. Son ya otros tiempos. Para bien.
Enseñar la Constitución, hoy
En el preciso instante en que escribo estas líneas las leyes vigentes en nuestro
ordenamiento son 13216. Aunque no cuando el lector las lea. Y puede que tampoco
cuando termine de escribir este párrafo. Probablemente serán más. Y seguramente no
serán menos. Pero esto tampoco nos asusta. Nos hemos acostumbrado.
Lo que realmente impresiona es poder conocer exactamente (quiero decir con la
precisión boba de la estadística) el número exacto de leyes vigentes. Los juristas hemos
vivido durante siglos en la creencia de que el derecho numéricamente cierto nunca se
podría saber. Ahora tampoco lo sabemos, por supuesto, pero actuamos -como juristas-
como si lo pudiéramos saber. Quiero decir que hemos pasado del mundo de los códigos
al de la recopilación electrónica. Hoy es imposible averiguar el derecho válido aplicable -
a ciencia cierta- a base de recopilaciones en papel. O, si no es imposible, es poco
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probable y desde luego nada seguro. El propio Boletín Oficial del Estado ha abandonado
el papel hace unos meses. Ha pasado a refugiarse en el mundo de lo virtual.
Quien estime que esto es un fenómeno puramente adjetivo para los juristas creo
honestamente que está espectacularmente equivocado. Y quien se preste a colocar
etiquetas valorativas a todo este fenómeno desde el deber ser, desde cualquier deber
ser, podrá seguramente ilustrarnos, pero…
Seguramente lo que está, nos está pasando, es más complejo de lo que todavía
percibimos. Por un lado está la evidencia de la expansión del mundo del derecho. Que
los últimos diez años se haya incrementado un 25% el número de abogados colegiados
en nuestro país, hasta rozar los 120.000, no sólo hace sospechar que existe una
sobreoferta, sino también una respuesta a una demanda social de servicios jurídicos. Lo
que a su vez guarda directa relación con una serie de factores sociales y económicos de
crecimiento. Y, desde luego, con una mayor presencia de la cultura de los derechos y del
derecho. Hay una explosión del derecho al que no es en absoluto ajena la Constitución
de 1978. La cultura constitucional se proyecta a lo largo del ordenamiento y las
consecuencias de todo ello las tenemos en este espectacular crecimiento de los actos,
normas y conflictos jurídicos. Por supuesto que no podemos detenernos a precisar la
importancia que en este crecimiento ha tenido el desarrollo de un ordenamiento complejo
y plural con dos injertos ordinamentales tan poderosos como el europeo-comunitario y el
derivado de la configuración autonómica del Estado constitucional de 1978. O el
despliegue de un estado de bienestar altamente sofisticado y esencialmente
prestacional.
La cuestión, la gran cuestión, es en qué medida quienes iniciamos a los nuevos
juristas somos conscientes, no sólo de la expansión del mundo jurídico descrita y de sus
consecuencias, sino también, y principalmente, de la implosión -no controlada- que
nuestro mundo ha experimentado.
Para lo que a los constitucionalistas nos afecta de modo inmediato, podremos quizá
compartir algunos diagnósticos, a sumar a las consideraciones ya vertidas.
Así, parece evidente que la Constitución está proponiendo un nuevo equilibrio
estructural, de dificultosa descripción aquí. Si hubiera que resumirlo de algún modo, algo
tosco, podríamos decir que la parte orgánica pierde proyección frente a otras zonas
normativas que, por su propia naturaleza, están irrevocablemente llamadas a dinamizar
el ordenamiento de modo permanente, especialmente el sistema constitucional de
fuentes y el despliegue de principios y derechos. La constitución ha ido incrementando
su papel, presencia e importancia en la crecientemente compleja “construcción” del
ordenamiento jurídico. Lo que convive con un proceso de redefinición del “espacio
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político” de la norma fundamental de 1978, aunque sería más problemático precisar
hacia dónde camina dicho proceso.
De otro lado, el derecho de la constitución es, cada vez más, un derecho de
derechos. Un derecho que es derecho positivo, pero paulatinamente menos positivista,
con una función creciente de la argumentación jurídica y una deseable y esperada
incorporación de componentes teóricos y especulativos que, estando presentes en la
norma, han vivido postergados frente a la urgente y perentoria formalización jurídico-
normativa, tan necesaria.
Estamos inmersos en un proceso de reconstrucción del arsenal instrumental del
jurista docente, del que podría ser indicativa la importancia creciente e insoslayable de la
enseñanza a través del caso. Una benéfica consecuencia de una constitución normativa
que ya nadie prevé como pasajera…
Nos debemos una necesaria reflexión colectiva sobre la determinación del espacio
propio, y el impropio, para los recursos instrumentales informáticos. Y de los
audiovisuales. Sin olvidar que sigue siendo cierto en ambos casos que el medio es el
mensaje.
Más allá de estas modestas indicaciones, dirigidas a sumarse a otras, no estimo
aconsejable ir. Ni tampoco avanzar mucho más en la pretensión de describir una
situación tan fluida como la presente. Pero es nuestra obligación tener unas respuestas
de emergencia que nos permita seguir enseñando. Que nos permita situar la enseñanza
y la transmisión de conocimientos jurídico-constitucionales en un escenario que, como
siempre, ni siquiera conocemos a ciencia cierta.
En ello estamos…