27895021 Galilea Segundo El Reino de Dios y La Liberacion Del Hombre

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EL REINO DE DIOS

YLA

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SEGUNDO GALILEA

EL REINO DE DIOS Y LA LIBERACIÓN

DEL HOMBRE

EDICIONES PAULINAS

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ISBN 958-607-157-X

©1985 ADICIONES PAULINAS Calle 170 No. 23-31, Bogotá - Colombia

Presentación

Con sumo agrado presentamos a nuestros lectores esta nueva obra del insigne autor Segundo Galilea, cuya pluma se ha vinculado a Ediciones Paulinas desde hace muchos años. Su colaboración ha sido siempre oportuna y fecunda para la renovación teológica y pastoral del continente latinoameri­cano y de otros países.

En este último aporte el autor analiza con sorprendente originalidad, el problema de la liberación a la luz del Reino de Dios que irrumpe en la historia humana, tan llena de frustra­ciones y claroscuros, para decirnos que ese Reino está entre nosotros y que desde ya podemos saborear su eternidad.

La obra consta de cuatro partes: El Reino de Dios en el corazón del hombre, el Reino en las culturas, el Reino presente en la Iglesia y el Reino futuro, escatológico.

Con el Reino se hace presente en el mundo la misericordia y ésta, a su vez, reluce en la miseria humana. Esta miseria tiene varios aspectos: la material, o sea la pobreza y la espiritual, o sea el pecado. Hay además otra forma de miseria que consiste en la ceguera o la insensibilidad y luego la miseria del no evangelizado, sea porque no ha sido iluminado por la luz del

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evangelio, sea porque vive en una sociedad descristianizada. Frente a esta situación, la mística del Reino consiste en una actitud de misericordia frente a la situación de miseria.

Luego el autor fija su atención en las principales urgencias actuales; es necesaria una síntesis. Ante todo negativamente, síntesis significa rechazo de todo integrismo para dar cabida a un pluralismo rectamente entendido. Positivamente, la síntesis debe llevarse a cabo completando la teoría con la praxis. La teoría corresponde a la contemplación-oración y la praxis es la práctica de la misericordia. El autor insiste en aclarar la distinción entre el concepto de praxis de la teología oriental y la praxis marxista. Pasando a comentar el llamado de Cristo a hacer discípulos de todas las gentes, explica que "hacer discí­pulos" significa una opción por los pobres, trabajar para la justicia, sin pretender agotar los valores del Reino en la sola dimensión humano-social.

Finalmente se nos presenta el Reino de Dios escatológico, como plenitud, como finalidad última del quehacer humano. El Reino en la tierra es visto desde la perspectiva del Reino futuro. Y la Iglesia es considerada como lugar privilegiado del Reino.

Tal vez nunca como ahora el cristianismo ha sido tan consciente de la importancia de este tema que es como el eje de la renovación cristológica y eclesiológica del post-concilio, y que ha tenido una\vidente repercusión en la espiritualidad contemporánea.

Dios viene en su Reino poco a poco, discretamente, madu­rando y creciendo; es un Reino que no está sobrepuesto a lo humano, sino que es la infiltración de Dios en lo humano, y crece y actúa "en medio de nosotros" sin prisas pero sin pausas.

La liberación y humanización del mundo y la sociedad sólo tienen sentido en la perspectiva de una felicidad sin fin. La justicia, la paz, el progreso, el desarrollo de las ciencias y de la

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calidad de vida, no son todo ello una búsqueda permanente de vivir mejor, de vencer el mal, la enfermedad, el sufrimiento, y si se pudiera, la muerte? ¿No son una búsqueda impotente y persistente de felicidad total, y si se pudiera sin término? ¿Cómo interpretar esta búsqueda afanosa y a menudo implíci­ta, de un paraíso perdido, que al ser recobrado, nos permitiría vivir para siempre, sino en la perspectiva del Reino en la vida futura? Pero esa búsqueda de la humanidad por su liberación se da eminentemente en cada corazón humano y por eso la experiencia del Reino es siempre una experiencia personal, la felicidad y la eternidad es un don para cada uno y nuestro itinerario hacia la vida después de la muerte es un camino de liberación interior. Es necesario entonces, nos sugiere el autor, mirar el presente desde la plenitud del Reino, ¡o cual, lejos de ser una alienación, nos permite llegar a un alto grado de realismo y sabiduría humana.

La promesa de la vida y felicidad del Reino del cielo fue siempre una motivación, y una fuente de constancia y fidelidad en la vida de los santos y lo debe ser también para nosotros, sobre todo en el tiempo de tentación y de cruz. Esa es la virtud de la Esperanza, la cual nos dice que en el futuro la fe dará lugar a la visión y a la plenitud, y que permite que nuestro amor nunca desfallezca.

El sólo deseo de Ediciones Paulinas es que este bello aporte del P. Segundo Galilea contribuya a la expansión del Reino de Dios sobre todo en el corazón de cada hombre y que este esfuerzo represente un material valioso para cuantos están interesados y preocupados por la auténtica renovación teológi­ca y pastoral en América Latina.

Los EDITORES

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La irrupción del Reino

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1. UN REINO ESCONDIDO

La historia del hombre es la historia de una gran nostal­gia insatisfecha, y de grandes expectativas frustradas. Su desarrollo técnico desemboca en nuevas formas de servi­dumbre; sus grandes culturas terminaron en formas de deca­dencia y deshumanización; sus liberaciones sociales en nue­vas maneras de opresión del hombre por el hombre; su organización política en guerras permanentes y en el espec­tro nuclear. Con todo, el ser humano nunca ha sido derrota­do, y cada generación comienza de nuevo, a la espera de algo mejor y de una liberación total.

Las religiones saben que sólo Dios puede liberar al hombre de su impotencia y debilidad ante el mal, y por eso todas ellas ofrecen un camino de liberación y un futuro diferente: al buscar a Dios, el hombre encuentra su libera­ción. ^

El cristianismo participa igualmente de esta convicción, aunque como religión de plenitud en el conjunto de las religiones, sabe también que el hombre no puede buscar a

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Dios si Dios no lo busca a él antes, y que la humanidad no puede liberarse para siempre si Dios no se inclina sobre ella y la penetra y transforma con su gracia y su misericordia. A esta transformación liberadora la Biblia llama el Reino de Dios, que es el tema central y el hilo conductor del libro santo.

El Reino de Dios es Dios que quiere compartir nuestra condición humana y nuestra historia para liberarlas. La irrupción y presencia definitiva de este compartir de Dios es Jesucristo, que por lo mismo encarna para siempre el Reino entre nosotros. Y la Iglesia —que es lugar de Jesús y donde su Reino se revela y ofrece decisivamente— vive y actúa en función de ese Reino.

Posiblemente nunca como en las últimas décadas el cristianismo ha sido tan consciente de este hecho. El tema bíblico y teológico-pastoral del Reino es tal vez el más significativo y creativo de la temática cristiana post­conciliar. Es el eje de la renovación cristológica y eclesioló-gica en teólogos, evangelizadores, pastores y comunidades de base. Ha permitido mayor acercamiento entre católicos y protestantes. Ha inspirado las corrientes más sólidas de la teología de la liberación —la opción por los pobres y el trabajo por la justicia y los derechos humanos.

El tema del Reino está en el corazón del impulso misio­nero de la Iglesia actual y de la renovación de la misiología; ha sido tema central en las orientaciones del episcopado asiático de cara al diálogo de la Iglesia con las grandes religiones y culturas no cristianas.

Todo ello ha tenido evidente repercusión también en la espiritualidad contemporánea: el tema del Reino se ha con­vertido en una de las síntesis más logradas de la experiencia cristiana.

Veamos qué nos dice la Biblia y la tradición cristiana sobre esta síntesis, que nos es tan necesaria como discípulos del Reino y como sus evangelizadores.

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El Reino por venir

La diferencia fundamental entre el Antiguo y el Nuevo Testamento está en que el Antiguo anuncia y prepara al pueblo a un Reino por llegar, y el Nuevo anuncia y ofrece el Reino que ya llegó, aunque envuelto en la fe y no a la manera del poder y la gloria temporal.

Los profetas lo son del Reino por venir, y los Salmos expresan la espiritualidad de los que esperan ese Reino. El pueblo vive ya anticipaciones de ese Reino en la medida que es fiel a su Alianza con Dios y al reinado de Yahvé, que es el reinado de la Ley moral y de la justicia, y en la medida que espera al Mesías como el portador del Reino definitivo. La "pastoral" de los Profetas es mantener viva la anticipación expectante por el Reino, denunciando las tendencias a con­vertirlo en una empresa de poder humano y de falso bienes­tar temporal.

El Reino que irrumpe a escondidas

La transición entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, entre el Reino por venir y ya presente, es la profecía de Juan el Bautista. Su anuncio es que "el Reino está cerca" (Mt 3, 2; 4, 17). Ante la inminencia del Reino, Juan radicaliza tanto su carácter original y ajeno a las expectativas mundanas de Israel, como las condiciones para recibirlo: conversión y cambio de vida.

Con la predicación de Jesús, todo va a cambiar. La novedad que él introduce es que "el Reino ya llegó... está en medio de vosotros" (Mt 12, 28; Me 1, 14 y 15; Le 11, 20; 17, 21). Con esto Jesús se diferencia de todos los profetas bíbli­cos, que anunciaban tan sólo un Reino por venir.

El Reino de Dios ya presente va a ser en adelante el tema central de toda la predicación y actividad de Jesús (Mt 4, 23; 9, 35). Aquí también Jesús se diferencia no sólo de los

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profetas anteriores, sino de todos los fundadores religiosos que lo precedieron. Ellos hablaron básicamente de Dios y de la unión con Dios; Jesús no habla ni trabaja sólo para eso, sino que revela un Dios que tiene un proyecto histórico que es el Reino. Un Dios que quiere mejorar las cosas, liberar a la humanidad y cambiar el mundo y la miseria humana en Reino de Dios. Para Cristo, Dios y el Reino son insepara­bles.

El Dios de Jesús, y que es Jesús, es un Dios para el hombre. Quiere liberarlo para la eternidad; quiere hacer del hombre algo más que el hombre. Dios quiere infiltrarse en el tejido de la vida y de la historia humana para que una humanidad herida e impotente pueda alcanzar un destino que está irremediablemente fuera de su alcance, que es el Reino de Dios.

Este sueño de Jesús es para todas las épocas, todas las generaciones, todos los lugares y todas las culturas. Era inalcanzable para Jesús-hombre, sometido a la limitación del tiempo, del espacio y de la muerte; por eso Cristo, al mismo tiempo que trabajaba por el Reino en los desiertos y llanuras de Palestina, aseguraba el futuro del Reino: congre­gó y formó discípulos al servicio del mismo, y más tarde les envió su propio Espíritu para que ese servicio no se desvir­tuara jamás.

Los Apóstoles y demás seguidores del Señor reciben la misión de anunciar y promover, en primer lugar, el Reino de Dios. (Mt 10, 7). Como su Señor, ese es el núcleo de su mensaje y la razón de ser de sus vidas. Todos los relatos de los Hechos de los Apóstoles lo atestiguan.

Con ello Jesús introduce otra novedad en el cristianis­mo: adherir al Reino y trabajar por él es lo mismo. El discípulo es un misionero, y el misionero debe ser discípulo y amigo de Jesús. La llamada del Reino es a entregarse al Señor y a hacer de la causa de ese Señor la propia causa. "Jesús instituyó a los doce para que estuvieran con él y para

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enviarlos a predicar el Reino" (Me 3, 14). Y en el relato pascual a orillas del lago, Jesús vuelve a unir el seguimiento por amor a la responsabilidad por el Reino (Jn 21, 15 ss.).

El anuncio y servicio del Reino se llama la evangeliza-ción, la misión. Pero si el Reino ya está entre nosotros, desde que Cristo vino, la misión puede parecer inútil. ¿Para qué hablar y trabajar por lo que ya está firmemente instalado? Lo sorprendente es que el Reino, porque se da en forma de irrupción de Dios en lo que ya existe, es un Reino escondido. No lo encontramos en los titulares, ni en los medios de comunicación, ni aparece en los mapas, ni en las guías telefónicas. El Reino es como Dios mismo: es real pero invisible, está presente pero desapercibido; puede ser igno­rado y negado por toda una vida. Jesús mismo lo anunció a la manera de un acertijo misterioso: "La llegada del Reino de Dios no es algo que se pueda ver. No se va a decir: está aquí o está allá. Y sepan que el Reino de Dios está en medio de ustedes". (Le 17, 20 y 21).

Contradiciendo los prejuicios humanos que quieren ha­cer de Dios y de su presencia algo espectacular y fulgurante, de resultados inmediatos y maravillosos, Dios viene en su Reino poco a poco, discretamente, madurando y creciendo al modo que maduran y crecen los hombres y las realidades humanas. Pues el Reino no está sobrepuesto a lo humano, sino que es la infiltración de Dios en lo humano, y crece y actúa "en medio de nosotros" sin prisas pero sin pausa.

El misterio del Reino es la proyección del misterio de Dios en nosotros. Por eso la misión: evangelizar es revelar el Reino presente pero escondido "para los que no ven". Es rriostrarlo y ofrecerlo a los que caminan atientas buscándo­lo donde no está, seducidos por los reinos falsos "aquí o acá". Y cuando alguien encuentra señales y pistas del Reino, encuentra a Dios, y en ese encuentro misterioso y siempre inacabado va realizando su liberación.

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2. U N R E I N O EN CLAVE

El Reino de Dios, aun revelado y explicado por Jesús, queda para nosotros un misterio, porque nos sobrepasa como nos sobrepasa la plenitud del misterio de Dios. Ante él, la pura lógica y raciocinio son insuficientes, y las defini­ciones impotentes. Para nosotros, es paradójico, aparente­mente contradictorio e inabarcable. Podemos caminar ha­cia una síntesis, pero ello nos suele llevar toda la vida, al precio de errores, desequilibrios y cegueras.

Por eso Jesús, que explicó el Reino reiterada y paciente­mente, y que hizo de su asimilación por sus seguidores el centro de su ministerio (ciertamente con poco éxito, como sucede con nosotros), tomó el único camino posible. Lo fue explicando poco a poco, como un largo proceso pedagógico de crecimiento, usando símbolos, comparaciones y parábo­las y no ideas o definiciones. Los símbolos y parábolas del Reino son aparentemente inconexas, y cada una es insufi­ciente y parcial: guiarse por una sola falsea el Reino, falsea el cristianismo y falsea la evangelización. Pero juntas constitu­yen como un mosaico sorprendente capaz de colocarnos en la verdadera perspectiva.

Lo extraño es que no todos ven el mosaico, aunque vean cada una de sus partes. Pasar de los símbolos al misterio, y de las piezas al mosaico, es como resolver un acertijo o descubrir un secreto, donde la competencia académica re­sulta inútil, pues sólo los "sencillos y humildes" (Mt 11, 25) y "los que se hacen como niños" (Mt 18, 23) lo descubren. Tal vez porque los transparentes advierten la transparencia de los símbolos y de los tesoros escondidos.

Las paradojas del Reino

En la simbología de Jesús, el Reino se nos presenta como Dios en el mundo. Dios se da, irrumpe en la humanidad; se ofrece como don. Son las parábolas que comparan al

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Reino con una semilla, y al Señor como el sembrador, v. gr. Me 4, 26 ss.: "El Reino de Dios se parece a un hombre que echa la semilla en la tierra; esté dormido o despierto, de noche o de día, la semilla brota y crece... la tierra da fruto por sí misma".

El Reino depende de Dios, es su obra exclusiva, y progre­sa con dinamismo propio. No depende de afanes y diligen­cias humanas, ni está sujeto a las políticas del hombre. El Reino no puede ser prohibido, ni perseguido, ni detenido, ni desarraigado por poderes o ideologías. Tampoco puede ser apresurado ni inyectado artificialmente por técnicas de pu­blicidad y propagación, por el activismo impaciente de los evangelizadores, o por la infiltración apresurada de los misioneros. El Reino es pura misericordia, pura gratuidad, y no depende de los méritos de los que son llamados a él.

Esto está también simbolizado en la parábola de los contratados a trabajar en la v„iña (Mt 20, 1-16). Unos son llamados al alba, otros al mediodía, otros a la hora undéci­ma. Al final todos reciben la misma paga, que es la plenitud del Reino, y que no guarda relación con el esfuerzo emplea­do y con los méritos acumulados "al soportar el peso del día y el calor". Porque el contrato y la paga son gratuitos. Además (y este es otro alcance de la parábola) el premio no es sólo lo que se recibe al fin del día, sino que es también paga y premio el mero hecho de haber trabajado en la viña del Señor; en este sentido los viñadores de la hora undécima no experimentaron la alegría y plenitud de vida de los que habían comenzado al alba.

Por otra parte, paradójicamente el Reino depende de nosotros. Los hombres también "construyen" el Reino; crean las condiciones que lo preparan y lo hacen posible. Es una de las dimensiones misteriosas del Reino el hecho que los hombres podemos frustrarlo.

Esta paradoja está igualmente señalada por Jesús en el símbolo de la semilla, particularmente en la conocida pará-

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bola del sembrador (Mt 13, 3 ss.). Aquí muchas semillas, ofrecidas gratuitamente y preñadas de las promesas del Reino, no fructifican. Otras producen frutos raquíticos, otras se secan. Sólo los que cooperan "con perseverancia" con la siembra del Reino, y están dispuestos a ser infiltrados por él darán fruto.

En la parábola de la semilla buena mezclada con la mala (el trigo y la cizaña), complementaria de la anterior (Mt 13, 24 ss.), el hombre no sólo es capaz de frustrar el arraigo del Reino, sino que además puede él mismo sembrar semillas de muerte y destrucción del Reino. El drama de la humanidad es que ella es impotente para propagar el reinado de Dios: tan sólo puede disponerse a él, colaborar con él y no ponerle obstáculos. En cambio es capaz de propagar las cizañas del anti-Reino que es el odio, la violencia, el egoísmo y la avaricia, y toda forma de injusticia y de pecado. Dios quiere propagar su Reino en una humanidad ya infiltrada por el mal. Esto nos muestra, desde otro ángulo, la necesidad de la misión: ésta no sólo anuncia y revela el Reino ya presente, sino que también identifica la cizaña y elimina los obstácu­los, siempre nuevos, para que el Reino pueda propagarse y crecer.

Segunda paradoja: el Reino "no es de este mundo" (Jn 18, 36), es decir, no participa de lo perecedero y relativo del mundo, no está condicionado por el mundo ni actúa según sus categorías, y trasciende todo lo mundano. Pero "está en medio del mundo", lo infiltra, actúa en la historia como la levadura en la masa y la sal en la tierra.

"No es de este mundo" sobre todo porque el Reino de Dios relativiza al mundo, es un absoluto, el único absoluto en el discurso de Jesús, ante el cual todos los valores munda­nos se subordinan. Es "el tesoro escondido" y "la perla de gran valor" (Mt 13, 44 y 45), cuyo hallazgo lleva a dejarlo todo y a venderlo todo para poseerlo. Este absoluto es irreductible a cualquier realidad mundana; tiene una identi-

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dad propia e históricamente verificable, como lo es un teso­ro o una perla. No es un Reino invisible.

Pero al mismo tiempo Jesús utiliza para el Reino símbo­los que sugieren indiferenciación con la humanidad, encar­nación e inserción total. Parecería que el Reino no tiene identidad propia, y sería sólo una dinámica de infiltración. Así Jesús lo compara con la sal (Mt 5, 13), cuya función es disolverse en los alimentos y darles sabor. Lo compara con la levadura que se mezcla con la masa para fermentarla (Mt 13, 33).

Así, la paradoja del Reino consiste en que es irreductible y encarnado, un absoluto idéntico sólo a sí mismo, pero identificado totalmente con las realidades humanas. Esto nos da la clave para entender, igualmente, las paradojas y las tensiones inherentes a la evangelización, que no siempre logramos superar en una síntesis. La misión debe mantener la originalidad y la identidad cristiana ("porque si la sal se hace insípida ya no sirve para nada", Mt 5, 13); la misión es mezclarse en "toda la masa, hasta que toda fermente". El Evangelio es absoluto e irreductible a cualquier cultura o modelo social; el Evangelio penetra todas las culturas y modelos sociales. La misión ha de poner igual cuidado tanto en la renovación y en la mística (identidad cristiana) como en la encarnación e inculturación. Todo al mismo tiempo; el Reino no se puede parcelar.

De aquí surge otra paradoja del Reino: este se ofrece a algunos invitados, y es una experiencia aparentemente ex­clusiva; de otra parte, todos son invitados y acuden a él, las gentes, grupos y culturas aparentemente más alejadas e incompatibles.

La paradoja está particularmente expresada en las pará­bolas del banquete y de sus invitados (Le 14,15ss.,etc). Por una parte está el símbolo del banquete, que es símbolo de alegría, de fraternidad, de fiesta y de intimidad entre los comensales. Por eso a un banquete van los que son invita-

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dos, pues la amistad y la comunión con el anfitrión es necesaria. Por otra parte, resulta que el banquete no es exclusivo ni está cerrado a nadie, y a él acuden no sólo los pobres, marginados y enfermos, sino los desconocidos que recorrían caminos y plazas, y más aún los extranjeros y los infieles, "los que ahora son los últimos" (Mt 8, 11; Le 13, 29).

Jesús mismo nos da una clave para interpretar esta paradoja, al decir (sin sacarnos por eso del misterio) "que son muchos los llamados y pocos los escogidos", es decir, que el banquete del Reino se ofrece a todos pero no todos quieren participar, y que los escogidos no lo son según los criterios de selección de la saciedad, de la cultura o de la historia, sino según criterios coherentes con la naturaleza humilde y gratuita del Reino. "Los hay que ahora son últimos y que serán los primeros, y en cambio los que ahora son primeros serán los últimos" (Le 13, 30).

3. L A C O N C E N T R A C I Ó N D E L R E I N O

El mosaico del Reino que nos dejó Jesús nos deja des­concertados. Parecería que el maestro ha querido complicar las cosas, que ha querido multiplicar las paradojas para dejarnos, al fin de cuentas, en el misterio.

Sucede que la naturaleza del Reino no es el producto de una voluntad arbitraria de Cristo, sino que es así porque no puede ser de otra manera. Si Dios nos sobrepasa y es un misterio, su irrupción en la historia participa necesariamen­te del mismo misterio. Y si sabemos que el origen de esa irrupción es la encarnación del Hijo de Dios, y que esta encarnación está en el origen del Reino —primero es Cristo y consiguientemente el Reino— no podemos sino convenir que entender el Reino sería como entender cómo el hombre-Jesús es también Dios. La primera paradoja del Reino, y la

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raíz de su misteriosa identidad, está en el misterio de la identidad de Jesús, Dios y hombre al mismo tiempo.

Porque Cristo mismo es el Reino. Es su origen y su concentración. Es su meta y su puerta de acceso. El Reino de Dios viene con Jesús, y sólo lo podemos reconocer y encon­trar en él, y lo vivimos en una relación con él. Cuando el Bautista afirmaba que el Reino era inminente, era porque la aparición pública de Jesús era inminente. Cuando Jesús declara que el Reino ya estaba en medio de las gentes, era porque él estaba en medio de ellos.

Esta es la paradoja radical del Reino: que es una Perso­na, y se construye a partir de esa persona y en torno a esa persona. Jesús es el Reino porque en él habita la plenitud de Dios que lo origina. Jesús es el Reino porque durante su vida histórica se constituyó como el modelo de la nueva forma de ser y estilo de vida propios de ese Reino. Jesús es el Reino porque resucitado y vivo para siempre es la fuente de la humanidad nueva que es el futuro del hombre. Jesús es el Reino porque para entrar y participar en él hay que creer en Cristo, aceptarlo y seguirlo, y conformarse con su ejemplo y enseñanza.

Jesús sintetiza las paradojas del Reino. Es el don de Dios que se nos da gratuitamente como la fuente inagotable del Reino; es el modelo histórico de cómo acoger y cooperar con el Reino. Jesús es el tesoro escondido y la perla preciosa que relativiza todo lo demás, ante el cual sus seguidores "dejan todas las cosas" (Mt 19, 27) y están dispuestos "a renunciar a todo lo que tienen" (Le 14, 33); Jesús es el fermento del mundo y la sal de la tierra, sentido de la historia y raíz de •todas las liberaciones.

La causa y el compromiso de Jesús es la causa y el compromiso por el Reino. "El que deja casas, hermanos, hermanas, padre, madre, hijos o propiedades por amor de Cristo" (Mt 19, 29) es lo mismo que dejarlos "a causa del Reino" (Le 18, 19). Los evangelistas usarán los dos términos

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indistintamente. El ministerio de Jesús es el ministerio del Reino, y a su vez nuestro ministerio cristiano es a causa de Cristo y de su Reino, simultáneamente.

Jesús es la concentración del Reino de Dios, y el origen de su presencia histórica. Antes de su muerte está presente en su humanidad; después de la resurrección está presente a causa de su Espíritu. Al ser Jesús arrebatado al cielo, el Reino continúa arraigado en Cristo y prosigue su presencia activa entre nosotros, aunque ahora de modo diferente: sacramental y por lo tanto multifacético. Es de máxima importancia para nosotros y para nuestra misión, así como lo fue para los cristianos de todas las generaciones, discernir dónde y cómo se expresa hoy el Reino de Dios en medio de nosotros.

4. LAS CUATRO EPIFANÍAS DEL REINO

Tomemos el mosaico de símbolos, parábolas y compara­ciones sobre el Reino que nos dejaron los evangelistas. Tomemos también la comprensión que tuvo del Reino la tradición Apostólica en los otros libros del Nuevo Testa­mento y en la conciencia de la iglesia hasta nuestros días, y podremos hacer una primera síntesis de "dónde está" el Reino hoy, en qué consiste, de qué maneras libera y redime a la humanidad.

La primera constatación es que este Reino que participa del misterio de Dios no se expresa ni se propaga de una sola manera. Es tan complejo como coherente. Ser fiel al Reino y trabajar por él no es una tarea simplista y unilateral. Olvidar estas cosas y perder la visión de conjunto desvirtúa el Reino, desvirtúa la misión, y ha sido una razón histórica importan­te de divisiones y conflictos en el seno de la cristiandad.

Según las fuentes bíblicas y de la tradición, el Reino es al mismo tiempo cuatro cosas, relacionadas entre sí, comple­mentarias e inseparables:

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—El Reino se hace presente en el corazón del hombre;

—el Reino se hace presente irrumpiendo en la sociedad y en las culturas;

—el Reino se hace presente en la Iglesia;

—el Reino se hará presente plena y eternamente en la vida futura.

El Reino está dentro de nosotros

"El Reino está dentro de vosotros": el crecimiento de los valores del Reino en el interior de cada ser humano es dimensión esencial del Reino bíblico. El hombre debe "cam­biar su vida y su corazón, convertirse y creer en la Buena Nueva del Reino" (Me 1, 14). Es el centro de la predicación de Jesús y los Apóstoles. Es la razón de ser del Reino: aplicarse a cada persona para arrancarlo de sus servidum­bres y pecados y liberarlo para su destino eterno. Más aún, el Reino produce una renovación radical de las personas, más allá de un mero comportamiento ético y estilo de vida. Es el mensaje de Jesús a Nicodemo: "En verdad te digo, nadie puede ver el Reino de Dios si no nace de nuevo de arriba... El que no renace del agua y del Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios..." (Jn 3, 3 ss.).

En esta misma línea Jesús multiplicó sus consejos, sus exigencias y advertencias para entrar en este Reino, que es la renovación radical de la persona. Ante la oferta del Reino hay que ser vigilantes, como las vírgenes prudentes (Mt 25,1 ss.); hay que ser diligentes y laboriosos según la parábola de los talentos (Mt 25, 14 ss.). Para Jesús la entrada al Reino es un camino, un proceso (la semilla que crece y el grano de mostaza que se convierte en árbol, Mt 3, 1; 13, 31...), que exige una decisión absoluta (parábola del tesoro y de la perla, Mt 13, 44-46).

Los jalones de ese camino del Reino, que nos indican cómo entrar y progresar por él, están marcados por las

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Bienaventuranzas (Mt 5, 3 ss.). Por ellas sabemos que al Reino nos disponemos con un corazón pobre y confiado ante Dios, y con un espíritu humilde. Sabemos que el Reino se nos da en la medida que lo deseamos, y que ello coincide con la santidad y justicia de vida. Sabemos que el Reino se da por la misericordia con el prójimo, que es solidaridad y reconciliación, y que así el Reino crea una relación y expe­riencia nueva con los hermanos. Sabemos que se da en la visión contemplativa de Dios y en la oración, y que así también el Reino crea una relación y experiencia nueva de Dios. Sabemos, en fin, que el Reino se da de manera especial en las cruces y persecuciones a causa del bien.

En la tradición cristiana, esta epifanía del Reino como liberación interior se llama espiritualidad, cuyo eje es una experiencia renovada de Dios y del prójimo, basada única­mente en el amor (Le 10, 25 ss.).

En fin, esta dimensión primordial del Reino en cuanto camino de liberación personal, es esencial en las metas de la evangelización. Es insustituible, por muy urgentes que sean otras tareas de la misión, que hoy se traducen en la lucha por promover el Reino en las sociedades. Evangelizar es llamar a la conversión permanente y ofrecer y exigir los medios espirituales que la hacen posible: la Palabra, los sacramen­tos y la práctica de las Bienaventuranzas.

El Reino que irrumpe en la sociedad

La novedad del Reino es "hacer nuevas todas las cosas" y "nos hace esperar, confiados en la promesa del Señor, en un cielo nuevo y una tierra nueva, en que habite la justicia" (2Pe 3, 13). Como todas las dimensiones del Reino, este "cielo y tierra nuevos" "ya está en medio de nosotros", aunque siempre precaria, e imperfectamente. Así como la epifanía del Reino irrumpe ya en nuestros corazones por la liberación interior, así también su novedad mundana irrum­pe en la sociedad por la justicia y la fraternidad. Pues la

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novedad del corazón no puede sino crear un nuevo modo de relación de los hombres en la sociedad: en la familia, en la economía, en la política, en el trabajo y en la cultura. El Reino que irrumpe en el tejido de la sociedad, al modo del fermento y del grano de mostaza, va transformando las relaciones de odio, egoísmo, discriminación y explotación, en relaciones de amor, solidaridad, justicia y paz.

El camino del Reino es un camino de liberación interior y social, al mismo tiempo y el uno por el otro. Evangelizar el Reino es llamar al mismo tiempo a la conversión del corazón y al cambio en las relaciones familiares, económicas y socia­les que conducen a la liberación de los que padecen toda forma de servidumbre social. Esta irrupción liberadora del Reino se da de tres modos, que corresponden a otras tantas formas de liberación social. Primero, por la caridad solida­ria, que libera de miserias presentes. Segundo, por la promo­ción humana, que capacita a los pobres y oprimidos a liberarse a sí mismos, y a ser sujetos de su propia historia. Tercero, por el reordenamiento de la sociedad (cambio de estructuras), que prepara liberaciones futuras. Todo avance en caridad, promoción y reordenamiento para la justicia y la paz, es un crecimiento de ese "fermento en la masa" que es "el Reino de Dios en medio de nosotros".

La liberación humanizadora de los pobres y oprimidos de la tierra es la irrupción más significativa del Reino en la sociedad, como lo atestiguan el discurso de las Bienaventu­ranzas (Le 6, 20 ss., que ofrece el Reino preferencialmente a los pobres, hambrientos y sufrientes), y las señales que acompañaban el anuncio de la venida del Reino en la misma predicación y actividad de Jesús: "los pobres son evangeli­zados" (Le 4, 14 ss.; 7, 19 ss.). En la liberación de las servidumbres sociales se revela la presencia del Reino de la misericordia de Dios con la misma credibilidad y autentici­dad con que se revela en la liberación de las servidumbres del corazón humano.

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El Reino latente en las culturas

En la irrupción del Reino en el "hombre social" hay una dimensión que por su radicalismo —por estar en la raíz de los cambios de las relaciones e instituciones humanas— merece una atención especial. Es la presencia del Reino en las culturas.

La cultura, como mentalidad, valoraciones y modos de vivir de un grupo humano, es como el alma de una sociedad. Y las instituciones y relaciones sociales son como las cristali­zaciones de una cultura a través del tiempo. El Reino de Dios —sus valores y su sentido del hombre, de la vida y de la muerte— está llamado a ir impregnando las culturas, corri­giendo y liberándolas de sus deshumanizaciones, y promo­viendo sus valores. A ello la Iglesia llama la "evangelización de las culturas". Esta acción del Reino en la cultura, como el fermento en la masa, es una forma de presencia que está en la intersección de la liberación interior (el Reino en noso­tros) y la liberación social (el Reino como justicia): la con­versión interior influye en los cambios sociales y sobre todo en una nueva manera de relación entre los hombres, a través de una humanización de las mentalidades y usos culturales.

Pero el Reino no sólo es el futuro de las culturas, sino que está presente en ellas desde siempre, como expectativa de Cristo aún no anunciado. En todas las culturas, aún de modo limitado, insuficiente y siempre ambiguo, laten semi­llas del Reino, como el trigo entre la cizaña y como granos de mostaza a la espera del crecimiento por la Palabra. Un modo eminente de esta presencia a modo de semilla y de desarrollos parciales se da en las expresiones religiosas de las culturas.

El Reino está latente de manera particular en las religio­nes no cristianas, que para millones de seres humanos (más de la mitad de la humanidad) es su camino pre-cristiano de encuentro con Dios y de liberación personal. La religión es

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el área privilegiada de encuentro del Evangelio con las culturas; en la experiencia religiosa se manifiesta más clara­mente la acción de Dios y su designio de salvación universal. Por eso la evangelización de las religiones ha de darse en forma de diálogo. Diálogo no sólo de persona a persona, sino de religión a religión. De Reino latente a Reino explíci­tamente presente. Y al convertirse a la fe, una comunidad no cristiana no sólo descubre en el Reino una plenitud y no el despojo de sus tradiciones válidas, sino que enriquece al cristianismo con estas tradiciones, que no eran otra cosa que el Reino oculto en ellas.

El Reino que está envuelto en la Iglesia

La renovación de los espíritus y las sociedades y culturas revela el Reino como dinamismo e irrupción; la Iglesia revela al Reino como fuente de este dinamismo y como su concreción histórica más perfecta. La Iglesia es el "hogar" del Reino en medio de nosotros; es su instrumento de expan­sión privilegiado. De una manera misteriosa, la Iglesia "contiene" el Reino y "es" el Reino.

La experiencia de la Iglesia, comunidad y ministerio, palabra y sacramento simultáneamente, es la experiencia privilegiada de la liberación interior. Es la experiencia privi­legiada de la irrupción del Reino en el tejido social: la fraternidad cristiana que ella está llamada a testimoniar es el signo más patente y esperanzador de que la superación del pecado social es posible.

Como Cristo, del cual es su prolongación histórica por el Espíritu, la Iglesia también condensa el Reino. Así, es en la Iglesia donde se aplican primeramente las parábolas del Reino. La Iglesia, comunidad y ministerio, es el fermento de la sociedad y la sal de la tierra. La Iglesia es el grano de mostaza que comienza modestamente hasta hacerse árbol robusto y capaz de acoger a todos los pueblos y culturas (Mt

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13, 32) y transmitir al mundo la luz de la fe (Mt 5,15). Pero a diferencia de Cristo, la Iglesia puede obscurecer el Reino a causa de la fragilidad de sus miembros. Así, la Iglesia es la red con peces buenos y malos y es el campo donde se mezclan el trigo y la cizaña hasta el fin de los tiempos, pues al igual que en el corazón humano, en la Iglesia junto a la santidad del Reino se encuentran semillas de corrupción.

La Iglesia es el banquete al cual todos son llamados, especialmente los pobres y los enfermos, pero donde de hecho la participación en este banquete está limitada a las exigencias del Reino. La Iglesia es la perla preciosa y el tesoro escondido, por cuya adhesión "se vende todo", pues la experiencia de la Iglesia es el lugar privilegiado de la experiencia de Cristo y de su Reino, y a pesar de sus pecados y deficiencias humanas, se aplican a la Iglesia las palabras de Pedro a Jesús "Señor ¿a quién iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna. Nosotros creemos y sabemos que tú eres el santo de Dios..." (Jn 6, 68 y 69).

Esto nos indica que la expansión del Reino por la evan-gelización coincide con la expansión de la Iglesia, así como coincide con la conversión de las gentes y con su irrupción en la sociedad. Evangelizar y construir el Reino es también crear comunidades de Iglesia, acompañar su crecimiento y expansión. Una vez más las tres dimensiones históricas del Reino —conversión interior, humanización de la sociedad y presencia de la Iglesia— se muestran inseparables y se re­fuerzan una a la otra. Sin Iglesia las conversiones y libera­ciones (de las que la Iglesia no tiene ni pretende el monopo­lio ni el protagonismo) quedan insuficientes y precarias: la Iglesia es la consolidación del Reino y la síntesis de todas sus experiencias.

El Reino es la vida futura

La cuarta epifanía del Reino es de un género diverso de las anteriores. La Iglesia, la conversión y la liberación son

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las expresiones temporales del Reino; son el Reino anticipa­do en la historia pero limitado y obscurecido por ella. Aquí el Reino se da en plenitud, sin ambigüedades; se realiza más allá del tiempo y de la historia, realizando "la visión del Cielo Nuevo y de la Nueva Tierra, pues el primer cielo y la primera tierra ya pasaron" (Apoc 21, 1).

A esta epifanía del Reino se refirió a menudo Jesús, como la clave para comprender su naturaleza misteriosa: "Les preparo un Reino como mi Padre me lo ha preparado a mí. Ustedes comerán y beberán en mi mesa en mi Reino..." (Le 22, 29). A este Reino futuro convergen las tres anteriores dimensiones del Reino, y en él se funden para siempre. En el Reino futuro la Iglesia será "sin mancha ni arruga, ni nada parecido, sino santa e inmaculada" (Ef 5,27); "embellecida como una novia engalanada en espera de su prometido... la morada de Dios entre los hombres" (Apoc 21, 2 ss.). Así mismo la conversión y liberación de la condición humana será plena e irreversible, pues en el Reino futuro enjugare­mos todas nuestras lágrimas "y ya no existirá ni muerte, ni duelo, ni gemidos, ni penas porque todo lo anterior ha pasado" (Apoc 21, 4).

El Reino futuro radicaliza las parábolas del Reino y resuelve sus paradojas. Como tesoro escondido y perla pre­ciosa adquiere valor absoluto, y ante él "de nada sirve al hombre ganar todo el mundo" (Mt 16,26), pues es preferible entrar al Reino ciego y lisiado, que quedar fuera de él con el cuerpo intacto (Mt 5, 30). En el Reino futuro el fermento transforma definitivamente la masa, y la sal la tierra. En el Reino futuro el grano de mostaza termina su crecimiento para siempre; se arrancará definitivamente la cizaña que corrompía el trigo, y de la red se arrojarán los peces malos que contaminaban a los buenos.

En el Reino futuro la luz que se colocó en el candelera (Mt 5, 15), iluminará para siempre a todas las naciones que caminaron hacia ella, "ya que allí no hay noche" (Apoc 21,

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23 ss.). Y los participantes "al banquete que ofrece Dios" (Apoc 19, 17), al que nunca más "entrará nada manchado" (id. 21, 27), "recibirán gratuitamente el agua de la vida futura" (Apoc 22, 17).

En el Reino futuro la irrupción de Dios en la historia se confundirá con su misma fuente.

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II La irrupción de la misericordia

1. LA MISERIA HUMANA

¿Por qué Dios toma la iniciativa del Reino? ¿Por qué la encarnación del hijo de Dios para hacer posible el Reino, hasta entregarse a la muerte para asegurar nuestra libera­ción total? Hacerse estas preguntas es interrogarse sobre las motivaciones de Dios, o más precisamente sobre las motiva­ciones de Cristo a causa del Reino, pues el corazón de Dios nos es accesible sólo a través del corazón de Cristo y de los motivos que impulsaban la humanidad de Jesús. ¿Cuál es el espíritu que animaba a Jesús liberador, como sacramento total de Dios mismo al irrumpir en la historia humana?

Si la Biblia es una indicación de este espíritu, diríamos que la motivación central de la espiritualidad de Jesús es la misericordia. Ella es el motor del anuncio y presencia libera­dora del Reino entre nosotros. "Al bajar Jesús de la barca, vio mucha gente y se movió a misericordia por ellos, pues eran como ovejas sin pastor, y se puso a enseñarles larga­mente... Y partió los panes... y repartió los dos pescados entre todos. Comieron hasta saciarse" (Me 6, 34, 41).

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Por misericordia Jesús evangelizó a los pobres y abando­nados y los liberó de sus miserias humanas; por misericordia convirtió a los pecadores, acogió a los leprosos y margina­dos, arrancó a las gentes de su ceguera, ofreció el Reino a todos y a cada uno de los grupos de su tiempo: soldados, publícanos, samaritanos, fariseos, ricos y pobres, creyentes y alejados. El Reino ofrecido era la misericordia misma de Dios actuante en la historia, y Jesús aparece en medio de los hombres como la encarnación de esa misericordia; Jesús es la misericordia de Dios hecha humanidad.

Ello respondía por lo demás a la experiencia religiosa de los creyentes. Para el pueblo de Israel, ya desde el Antiguo Testamento, la misericordia era el rasgo del Dios revelado que más los impresionó. Para ellos es el atributo más típico y más cercano de Dios, como lo atestiguan los Profetas y los Salmos, que son la anticipación de la experiencia espiritual cristiana. Dios es rico en misericordia porque perdona inde­finidamente y porque es eficazmente solidario con todas las liberaciones de la servidumbre humana.

Jesús encarna esa misericordia, de la cual el Reino es su expresión. Por misericordia Jesús ha venido a liberar de toda miseria, a humanizar más allá de lo imaginable, a traer vida en abundancia. Todo lo que deshumaniza, toda forma de mal, toda servidumbre humana atrae la misericordia de Jesús, con tanta más fuerza cuanto más fuerte es la miseria.

La misericordia es relativa a la miseria, y si no hubiera miseria humana no habría misericordia; por eso la miseri­cordia de Dios es una cualidad tan atrayente para el hom­bre: ésta existe a causa de él, y puramente en su beneficio. Esto explica las predilecciones de Jesús, y las orientaciones que toma su Reino al irrumpir en los hombres y en la sociedad: el Reino es atraído por las formas más notorias de la miseria humana.

La miseria es tal porque deshumaniza. Lo que deshuma­niza se opone al plan de Dios, que es una nueva humanidad

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que coincide con el destino humano; impide al hombre crecer como tal, ser lo que debe ser. Por lo mismo la deshu­manización descristianiza; impide vivir como hijo de Dios, al modo de Cristo que es el modelo de la plenitud humana. Una situación que pueda ser considerada superficialmente como "miseria", pero que de hecho no es deshumanizante ni se opone al crecimiento de la experiencia de los hijos de Dios (la experiencia de la imitación de Cristo y la experiencia del prójimo como hermandad), no es realmente miseria. Podrá ser considerada como tal por motivos culturales o ideológi­cos, a partir de ideas de humanización basadas en modelos de desarrollo material o de niveles de vida sumamente discu­tibles, que hoy suelen presentarse como la antítesis de la miseria por los países ricos.

Una de las dificultades de la propagación del Reino en nuestros días es la de confundir el "atraso", la austeridad y las valoraciones culturales que no corresponden a las nor­mas dominantes, con la miseria y la deshumanización. Y es propio del anuncio del Reino el revelar qué es realmente la miseria para los ojos de Dios y para los del hombre realmen­te liberado.

La palabra y la actitud de Jesús, sin constituir un "trata­do" sobre la humanización y la miseria, nos permiten sin embargo superar los mitos de nuestro tiempo y descubrir la miseria —por lo tanto las tareas del Reino de la misericor­dia— ahí donde realmente está.

La miseria material: el pobre

La deshumanización puede venir por varias vías; puede ser más o menos aparente o apreciada; admite diversos grados; puede ser más o menos permanente o más o menos ocasional. Su liberación, siempre posible desde la llegada del Reino, puede ser más o menos difícil; más o menos parcial. En fin, los deshumanizados y miserables de esta tierra pueden tener más o menos conciencia de su condición,

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y la experiencia nos indica que más a menudo que menos, suelen no tenerla.

Jesús se preocupó por las formas más permanentes y habituales de la deshumanización, cualesquiera que fueran sus causas. Una de ellas es la pobreza.

La pobreza es una deshumanización que adviene por razones de carencia material. Por eso es la más visible, la más aparente y la más aceptada como tal. El ser humano requiere una integridad física y material para crecer como tal; la carencia permanente de esos medios —que es la miseria material o la pobreza— lo deshumaniza. Por eso esta pobreza es un mal, agravado cuando es el producto de la opresión, el abuso y la explotación. La injusticia y el contraste hacen de la miseria un mal moral y una indignidad para los que la sufren y para los que la causan.

Las condiciones de vivienda, de trabajo, de salud, de alimentación, de salario o de educación no son cuestiones puramente sociales y "materiales". Su carencia deshumani­za; la miseria es una cuestión filosófica y moral-teológica: es también descristianizante. Si los pobres corren el peligro "de perder la única riqueza que les queda, que es Dios" (Puebla), no es porque la miseria material sea incompatible con "lo religioso" (a menudo lo refuerza), sino más bien porque condiciona el crecimiento de la fe cristiana y su purificación de todas las ambigüedades o aberraciones que le impiden ser liberadora y seguir todas las dimensiones del Reino. La extrema inseguridad y necesidad de bienes vitales predispone a la religión "rentable" y de necesidades prima­rias.

El pobre es el materialmente deshumanizado. No es el no-rico, el austero, el que lleva una vida simple por opción o por cultura. Esto último ya no es miseria humana, por mucho que las ideologías dominantes digan lo contrario. Más aún, la pobreza que no deshumaniza es una condición

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de humanización; es una condición de cristianización si se asume como un valor, pues de estos pobres "es el Reino de los cielos" (Mt 5, 3).

Por consiguiente el problema del progreso, del desarro­llo y de la liberación social son problemas relativos a un humanismo; la miseria sí hace un mal en la medida que oprime el corazón del hombre y no por índices de nivel de vida y de consumo.

La miseria moral: el pecador

La naturaleza espiritual y ética del ser humano significa que éste también puede perder su libertad y su capacidad de crecimiento por carencia de bienes morales. A esta miseria, cuando se hace forma de vida la llamamos inmoralidad, y en lenguaje religioso, pecado. Estos deshumanizados son los pecadores. El egoísmo, la injusticia, la avaricia, el odio y la idolatría del placer, deshumanizan —aunque de otro modo— como el hambre, la ignorancia y la explotación económica.

La miseria moral y la miseria material tienen importan­tes diferencias. La miseria moral es intrínsecamente descris­tianizante, pues implica una actitud consciente de aversión a los valores del Reino, lo cual no sucede en la miseria mate­rial: el pobre en cuanto tal es víctima, y no el pecador. Por eso la deshumanización del pecado es la más radical de todas, y también la más grave. Lo cual no quiere decir que sea la más aparente y la más temida por todos. La pobreza es habitualmente más temida y reconocida como miseria hu­mana, pues para apreciar la gravedad de la miseria que viene del espíritu, hay que vivir "según el espíritu y no según la carne" (San Pablo) a no ser que la miseria moral tenga consecuencias externas (enfermedades, repercusiones psico­lógicas que vienen de ciertos vicios o adicciones).

Los pobres son sociológicamente identificables (admi-

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tiendo muchas relativizaciones), pero los pecadores no lo son: no sólo no son identificables por los análisis de las ciencias humanas, sino que no quedan limitados por ningu­na categoría social, económica o cultural. El pecador se encuentra en todas ellas: entre los ricos y entre los pobres. La miseria de la pobreza y la del pecado no son excluyentes. Lo que se opone al pobre es el rico (no el pecador), y lo que se opone al pecador es el santo (no el pobre ni el rico).

Pero las dos formas de miseria están relacionadas. La pobreza es consecuencia de las inmoralidades y pecados de los injustos; a su vez la pobreza suele ser causa a su vez de incapacidad para vivir la moral del Evangelio. Que ello sea culpable o inculpablemente ya es otra cosa, pero objetiva­mente hablando la miseria material dificulta la humaniza­ción moral y "la práctica de la virtud", como ya decían los teólogos medievales.

La miseria del ciego

El hombre crece no sólo desarrollando sus potencialida­des (contra la pobreza) y sus valores morales (contra el pecado), sino también conociendo la verdad, los valores, su destino auténtico y el camino-de ese destino. Ante la libera­ción que significa buscar la verdad y recorrer su caminó hasta encontrarla, el hombre puede errar, puede equivocar el camino y los valores de su verdadera liberación. El error es una forma de servidumbre y miseria, que en lenguaje religioso se suele denominar como "tinieblas u obscuridad, y en el lenguaje de la espiritualidad cristiana "ceguera de corazón o de espíritu".

La ceguera, sin embargo, no se refiere sólo a estar errado en cuanto a las grandes cuestiones y valores que afectan el destino humano, sino también a la propia condición moral. El ciego es aquel que no sabe discernir en cuanto a lo que debe hacer en su vida moral. Es aquel que no sabe cuál es su verdadera realidad, necesitada de liberación, ni distingue

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sus servidumbres y pecados. El ciego cree que está bien cuando en realidad está mal; se cree moral y no lo es; busca la felicidad donde ésta no está; confunde lo que es valor con lo que no lo es.

El origen de la ceguera como miseria humana, y en cada persona, es complejo. Por una parte la ceguera es incons­ciente, a lo menos en parte: el desorientado en metas y actitudes no lo es siempre por una opción deliberada; como el pobre, su miseria no es necesariamente culpable, pero no por ello menos real. Sin embargo, por otra parte, la verdad y el bien no son fácilmente separables en el hombre, donde el corazón y la cabeza se influyen mutuamente. En este sentido hay relación, no siempre fácilmente discernible, entre la ceguera y los pecados, entre las tinieblas de la mente y la corrupción de la voluntad: aunque la ceguera y el error no son habitualmente queridos como tal, están contenidos co­mo consecuencia prevista en los egoísmos, las injusticias, la avaricia y el hedonismo. Para los místicos cristianos, uno de los efectos de los pecados, "apegos" y defectos es ensuciar y obscurecer la mente y el corazón.

La ceguera es de las miserias que más preocuparon a Jesús, y que más se oponen a la percepción de los valores de su Reino, y esta ceguera es tanto más preocupante cuanto más profunda, esto es, cuanto más insensibles los hombres son a ella a causa de su insensibilidad moral. Para Jesús la ceguera ante los valores del Reino (que son los valores radicalmente humanizantes) es una grave miseria; es estar en el ámbito de las tinieblas, que son siempre una forma de mal. "Ustedes dicen que ven, por eso su pecado permane­ce... la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz" (Jn 9, 41; 3, 19).

La miseria típica de la ceguera es para Jesús nuestra propia insensibilidad ante ella, que es una forma de servi­dumbre humana: "Tú piensas, soy rico, tengo en abundan­cia, nada me falta. ¿No ves~cómo eres un infeliz, un pobre,

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un ciego, un desnudo que merece compasión?... Pídeme un colirio que te ponga en los ojos para ver..." (Ap 3,27,28). Y que esta insensibilidad no es ajena a la rectitud y bondad de nuestra vida está explicitado igualmente en la tradición bíblica: "El que obra mal odia la luz y no viene a la luz, no sea que su maldad sea descubierta y condenada" (Jn 3, 20).

La miseria del no-evangelizado

El no-evangelizado es el carente de fe en Jesucristo; es el que está más allá de las fronteras de la experiencia cristiana. Mayoritariamente en los grandes pueblos de Asia, pero también en África y en las multitudes post-cristianas de las grandes ciudades de Occidente.

El no-evangelizado no es necesariamente peor que otros, ni es responsable por su carencia de fe. Su ignorancia de Cristo y de los valores de su Reino viene por razones geográ­ficas, históricas, culturales o políticas, o simplemente por falta de oportunidad. El no-evangelizado participa por otra parte de su propia experiencia religiosa (islam, hinduísmo, etc.), que es su forma de vivir la experiencia de la salvación, la experiencia de Dios y de su Reino, aunque implícita y parcialmente. El no-evangelizado no es un pecador; no es un ciego con respecto a "su" verdad humana y religiosa; pero es un ciego del modo más radical: no ha encontrado a Jesús, como plenitud de la verdad, del bien y la libertad que él ya vive de alguna manera en su conciencia (Jn 9, 35 ss.).

La ausencia de esta plenitud de Dios y del ideal humano que es Jesucristo es una privación muchas veces inculpable pero no por ello es menos deshumanizante: la falta de fe en el evangelio cercena la capacidad normal para llegar a las formas más humanizantes y liberadoras de la experiencia de Dios y del prójimo, tal como son ofrecidas por Jesús. Si el Reino es el futuro del hombre ya anticipado, una limitación tan seria de este Reino como es la ignorancia de Aquel que es su fuente y sentido último no puede dejar de afectar el

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crecimiento humano. No sólo la pobreza, el pecado y la ceguera deshumanizan, sino también la falta explícita de fe en el Dios de Jesús. Se reconozca o no, el error o la deforma­ción en cuanto a Dios, afecta la raíz y la orientación más profunda del ser humano. Ello se puede verificar por el hecho que aun en las religiones no cristianas se dan las formas más radicalizadas de las ambigüedades y alienacio­nes propias de toda degradación religiosa.

Todo esto justifica la urgencia, siempre vigente, de la misión "ad gentes" y la necesidad de evangelizar todos los pueblos (Mt 28, 19 y 20). La misión no sólo es un servicio a las religiones para que accedan a la experiencia plena de la verdad y del Reino ya en esta vida; es también un servicio a la humanización y liberación cultural de esos pueblos, que padecen las servidumbres y cegueras de la carencia de la esperanza cristiana.

Un caso especial y emergente del no-evangelizado son los post-cristianos (los que fueron evangelizados y se des­cristianizaron casi completamente) y las culturas post-cristianas de Occidente (laicistas, capitalistas, marxistas...). Los humanismos agnósticos o ateos. Históricamente ya son comprobables sus efectos profundamente deshumanizan­tes, disimulados en sociedades opulentas, poderosas y "mo­dernizantes".

El no-evangelizado post-cristiano sufre la miseria de un humanismo ilusorio. Al menospreciar e ignorar la experien­cia cristiana ha reducido el sentido de la vida y del destino humano, y una tan grave insuficiencia no puede sino tener electos degenerativos en toda la condición humana. El fan­tasma de la guerra, el crecimiento de la pobreza sin solución, el monopolio del poder y de la técnica en torno a algunos privilegiados, el colapso de la ética en la vida política y económica, el fracaso de las ideologías, la disolución de la ética familiar y social, son rasgos típicos de las culturas post-cristianas. Ello ha creado formas nuevas de deshuma-

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nización y de pobreza, donde lo económico ya no es lo prevalente: inseguridad y frustración radical, formas de neurosis, angustia y soledad, multiplicación de los vicios de "escape".

De ahí un renovado interés por lo místico y religioso, pero que a menudo queda atrapado en la deshumanización cultural y social: incremento de sectas, esoterismo, místicas exóticas, alejadas todavía de la mística liberadora del Reino.

La fe como experiencia de Jesucristo no es un lujo. No es una forma alternativa de humanismo. No puede ignorarse impunemente y al mismo tiempo pretender el cultivo del amor y la solidaridad, de la justicia, la paz y la liberación del hombre. La no-evangelización será siempre una fuente de miserias, y el Evangelio del Reino una fuente indispensable de humanización.

2. LAS OPCIONES DE LA MISERICORDIA

La evangelización no es otra cosa que la irrupción de la misericordia de Cristo entre los hombres, por mediación de la Iglesia.

En la Iglesia y en los evangelizadores, seguidores de Jesús, la misericordia ha de ser el motor de su acción ("tengo misericordia de estas multitudes porque son como ovejas sin pastor", Me 6, 34). La misericordia además ha de ser la actitud predominante que acompaña esa acción.

Como motor, la misericordia impulsa al evangelizador a exiliarse en la miseria humana, privilegiando en su acción las formas más graves de deshumanización (miseria). Por eso la evangelización participa de la preocupación y predi­lección de Cristo por los pobres, para liberarlos de sus servidumbres y deshumanizaciones y para defender y acre­centar su fe, esperanza y caridad amenazadas por su deshu­manización material y por los atentados a su dignidad.

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Por eso la evangelización participa de la preocupación de Cristo por los pecadores (miseria ética y espiritual), a quienes Jesús buscó, llamó y ofreció su misericordia cons­tantemente (Mt 9, 12; Le 19, 10; Le 15, etc.). La liberación de las miserias del espíritu es el rasgo más "milagroso" y significativo de la liberación de Jesús; más que las liberacio­nes materiales, revela toda la fuerza del Reino de Dios presente en Jesús y más tarde envuelto en la Iglesia. (Es más difícil convertir un corazón corrompido que mejorar las condiciones sociales).

La liberación interior es el efecto más específico y origi­nal de la evangelización; donde el cristianismo se revela imprescindible y eficaz. De cara a las liberaciones sociales, la contribución del Evangelio puede frustrarse por el peso de condiciones culturales, políticas y económicas que no están al alcance de la Iglesia superar. Además, el cristianismo no ofrece modelos sociológicos o antropológicos de liberación. Pero sí ofrece caminos concretos y eficaces de liberación interior, que si se frustran no es ya incompetencia o insufi­ciencia del cristianismo, sino por la dureza de los corazones.

En esta misma línea, la evangelización participa de la preocupación de Cristo por los no-evangelizados: la misión hacia los alejados y los no-cristianos constituye una forma eminente de misericordia. Ha de motivarse e interpretarse como un servicio humanizador y liberador, y no de expan­sión o proselitismo.

Lo mismo hay que decir de la preocupación de Jesús por esa miseria que hemos llamado la ceguera, y que también constituye una dimensión preocupante de toda evangeliza­ción. Como al pecador, Jesús cuestiona severamente al ciego (al rico, al poderoso, al farisaico): los "ayes" de las malaventuranzas y las lamentaciones sobre los ricos (Mt 19, 23 ss.) están motivados porque su ceguera los aleja del Reino y de la solidaridad con sus hermanos. El rico ha perdido el verdadero rostro de Dios, y se ha creado un ídolo, y ha

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perdido también el rostro de su hermano. Por eso para Jesús el rico es digno de compasión y de tristeza; la riqueza y el poder son una desgracia y no un privilegio o un valor a desear y envidiar; al revés de los criterios actuales.

A partir del criterio bíblico, el rico y poderoso (más aún si es injusto) es digno de pena y compasión, y podrá re­encontrar el rostro de Dios y del hermano si él mismo practica la justicia y la misericordia. (Zaqueo, en Le 19, 8: "Daré la mitad de mis bienes a los pobres, y si en algo defraudé a alguien le devolveré cuatro veces"). Y en Isaías 58, 10: "Cuando renuncies a oprimir a los demás y destierres de ti el gesto amenazador y la palabra ofensiva; cuando compartas tu pan con el hambriento y sacies la necesidad del humillado, brillará tu luz en las tinieblas y tu obscuridad será como el mediodía".

Esta severidad de Jesús con el rico y otros deshumaniza­dos por la ceguera, sin embargo, está inspirada y envuelta en pura misericordia (no en odio, agresividad o amargura), y por eso puede ser liberador y eficaz. (Los Evangelios atesti­guan de la transformación de ricos y poderosos como Za­queo, Nicodemo, José de Arimatea, Lázaro y otros).

La evangelización del ciego es probablemente la que requiere de más paciencia y misericordia, a semejanza de la del pecador. Porque requiere denunciar, y crea resistencia y conflicto. Denunciar con misericordia es más difícil que anunciar la misericordia; la denuncia no penetra en el cora­zón del ciego si el evangelizador que denuncia no lo ama con misericordia, aunque sea su enemigo. Lo que se critique o denuncie sin entrañas de misericordia, aunque sea verdad, puede-ser estéril.

Todas estas grandes opciones de la misericordia van "construyendo" el Reino en el corazón de las miserias hu­manas. Son capaces de dar dignidad y esperanza a los pobres, luz a los ciegos y obsecados, y de ofrecer un camino de humanización y liberación interior a todos.

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La mística del Reino

La misericordia es la actitud predominante —la mística o espiritualidad— de los constructores del Reino a partir de las miserias humanas. La espiritualidad del evangelizador es la espiritualidad de la misericordia, no tanto por las obras que pone, sino por la actitud con que las pone. Los actos no siempre revelan una espiritualidad, las actitudes sí.

El acto de comer puede ser realizado correctamente y de la misma manera por un creyente "espiritual" y por un no creyente. Para el no creyente será un acto biológico, y también de convivencia social. Pero para el creyente es también una experiencia espiritual, por su actitud: al comer dará gracias a Dios por la vida y el alimento que le mantiene la vida, se hará más cercano y fraterno con los que carecen de comida, reafirmará su decisión de compartir los bienes de la tierra con los desposeídos. La espiritualidad no está en comer, o trabajar o aun servir, sino en la actitud con que se vive y actúa.

La actitud de misericordia marca el espíritu con que abordamos la condición humana, particularmente las mise­rias, y la actitud con la cual trabajamos por superarlas. Según la enseñanza bíblica, la actitud de la misericordia y su práctica correspondiente deberían ir unidas, pues la miseri­cordia no es sólo una actitud, sino la práctica eficaz del amor fraterno en cuanto es liberador de miserias. ("Jesús se mo­vió a misericordia (actitud) y se puso a enseñarles largamen­te, etc." (práctica). (Me 6, 34). Ni la misericordia es sólo la práctica eficaz de liberación de miserias sin espíritu de amor y compasión (San Pablo en I Cor 13, 1 ss.: "Aunque repar­tiera todos mis bienes, y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo caridad (misericordia) nada me aprovecha").

¿Cómo discernir que los actos de liberación de miserias que llamamos evangelización y liberación, son misericordia cristiana y están arraigados en el espíritu de Jesús misericor­dioso y no en actitudes parciales o ajenas a este espíritu?

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Un primer criterio de discernimiento parece ser el que la práctica de la misericordia (que incluye siempre la justicia como su exigencia primaria, pues la injusticia es fuente de toda clase de deshumanizaciones), vaya más allá de la pura justicia. Que la misericordia vaya más allá de la pura justicia significa que vaya impregnada de actitudes de compasión, de tolerancia y comprensión, de perdón y de búsqueda de reconciliación y fraternidad. (Mt 18, 21-24; Mt 6, 12; Le 23, 34; Mt 5, 20: "Si vuestra justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los cielos").

Se podría practicar la pura justicia sin espíritu de miseri­cordia, y sin forma alguna de espiritualidad, pero parece difícil practicar el perdón y el amor eficaz al enemigo sin la espiritualidad de la misericordia. Y sin embargo, esto último no es un lujo espiritual, sino que es necesario para practicar aun la verdadera justicia. La misericordia nos hace com­prensivos de lo que hay en el hombre y en sus injusticias de debilidad y miseria, de ceguera y de inconsciencia. No hace­mos justicia a los demás si no tomamos en cuenta lo que tiene todo hombre de miseria y servidumbre a redimir y liberar.

Aun más, la misericordia que llega hasta el perdón es la única actitud capaz de liberar de la miseria del odio, que es la peor deshumanización, aun cuando el odio parezca justi­ficado. La "justicia sola" es compatible con el odio, y por eso no es plenamente liberadora; la misericordia es incom­patible con el odio y el rencor, por eso es un camino tanto de liberación de miserias humanas, como de liberación interior para el que la ejerce al igual que para el que la recibe. Sin misericordia el Reino de Dios no irrumpe ni en los corazo­nes ni en las relaciones humanas.

Un segundo criterio de discernimiento del auténtico es­píritu de misericordia es saber tener misericordia con uno mismo. Eso significa que reconocemos que nosotros mis-

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mos estamos llenos de miseria, y somos objeto de la miseri­cordia de Jesús y de los demás.

Somos miseria. Siempre podemos rezar en primera per­sona, y como protagonistas, el "miserere" (Salmo 50: "Se­ñoreen misericordia de mí..."). Esta conciencia, que es uno de los fundamentos de toda espiritualidad, y la puerta de entrada de toda liberación interior, requiere, sin embargo, una dosis de humildad. No hay práctica evangélica de la misericordia sin humildad. El evangelizador es un miserable que evangeliza a otro miserable con la riqueza del Reino, que él recibió gratuitamente. La liberación se da igualmente de un miserable a otro; por eso los dos se enriquecen.

Si la miseria es parte experimentable de nuestro ser, también percibimos que no podemos sacudirnos esta mise­ria por nuestra propia cuenta. La experiencia de esto tam­bién forma parte de la humildad que es la verdad. Necesita­mos ayuda, necesitamos misericordia, necesitamos a Dios, que es el único misericordioso, que ejerce su misericordia a través de la misericordia de nuestros hermanos. Sólo Dios puede humanizar y redimir de forma inequívoca y definiti­va, aunque siempre actúe a través del Reino que es histórico, y por mediaciones humanas: la Iglesia, las relaciones socia­les y culturales y la purificación del espíritu. Somos dignos de misericordia y recibimos continuamente misericordia, lo reconozcamos o no.

Solemos no admitir esto, pues el orgullo de la condición humana se resiste a ser amado gratuitamente y a recibir la vida —toda forma de vida— y las liberaciones presentes y futuras como puro don. El síntoma más profundo de esta actitud es la falta de misericordia con uno mismo: somos más disponibles a la misericordia con el otro que con noso­tros, pues eso sería reconocer a la vez nuestra miseria y la necesidad que tenemos de amor gratuito y sanante.

La capacidad de misericordia con uno mismo es así la actitud base de una práctica evangélica de la misericordia,

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pues aquella es incompatible con el desamor radical que es el pecado, y con la ceguera radical que es no percibir a la vez la propia miseria, y la acción de Dios en nosotros liberándonos de ella y trasladándonos a la novedad del Reino.

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III

Las miopías del Reino

1. LA URGENCIA DE LA SÍNTESIS

En América Latina, y creo que también en el resto de la Iglesia, necesitamos completar, y en algunos casos elaborar, una síntesis cristiana, que como tal sea más profunda que las síntesis anteriores y que esté abierta al futuro, a síntesis todavía mejores. En las últimas décadas, particularmente a partir del Concilio y luego Medellín, la Iglesia clarificó prioridades y líneas de acción, redescubrió o acentuó valo­res y asumió ciertas opciones. Las ciencias humanas como auxiliares de la teología y de la pastoral (especialmente las ciencias de la sociedad) tomaron gran importancia. Los cristianos vivieron este proceso con intensidad, redescu­briendo, optando y redefiniendo su propia identidad y su misión en un mundo cambiante y conflictivo.

Es necesario mantener estas adquisiciones que sin duda alguna han revitalizado la Iglesia (la solidaridad con los pobres y la justicia unida a la evangelización, el acceso de los humildes a un protagonismo en las comunidades eclesiales, la inculturación de la misión, etc.), a pesar de exageraciones

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y ambigüedades que hayan aparecido. Para ello es necesario integrar y sintetizar todos los factores válidos y todas las opciones y valores que los cristianos adquirimos última­mente. Esta síntesis, profundamente renovada si la compa­ramos con el pasado reciente, requiere al mismo tiempo integrarse en la auténtica tradición cristiana, y en el centro de su identidad, que es el seguimiento de Jesús y de su Reino en la Iglesia. Esta síntesis no solo justifica y consolida las renovaciones y búsquedas actuales, sino que evitará que éstas queden limitadas a una generación de cristianos, tran­sitoria, o a términos o consignas atrayentes y a veces de moda, que se transmiten por contagio superficial llegando a hacerse repetitivos.

La elaboración de una síntesis es una gestación ardua que no conviene apresurar ni simplificar. La síntesis ha de integrar todos los valores evangélicos en curso, no cualquier cosa, pues no todo cabe en una síntesis cristiana. La sínte­sis no debe asumir sólo un valor —por muy importante que sea— y reducir todo lo demás a ese valor, pues ningún valor evangélico representa por sí solo la identidad cristiana, que sólo se da en la globalidad del Reino de Dios. Ni la oración, ni la opción por los pobres, ni la comunidad, ni el trabajo por la justicia, ni el trabajo por la unidad pueden establecer­se por sí solos como síntesis, sino como los valores indispen­sables de la síntesis, que los integra en una unidad novedosa y generadora de un nuevo espíritu. Cada nueva síntesis cristiana es al mismo tiempo simple y asequible (como es simple y asequible la revelación de Dios) y también comple­ja, como es compleja la irrupción de Dios en la historia, que llamamos el Reino.

Es decir, en toda síntesis teológico-pastoral, pasada, presente o por venir, deben aparecer explícitamente las dimensiones fundamentales del Reino: la liberación inte­rior, las liberaciones temporales, el protagonismo de la Iglesia, y la vida futura. Y en toda síntesis pastoral deben

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integrarse explícitamente las grandes opciones de la miseri­cordia del Reino: el pobre, el pecador, el ciego, el no cristia­nizado.

La falta de síntesis, o su insuficiencia, constituye para el cristiano una "miopía de espíritu", que se proyecta como miopía para percibir la integralidad del Reino, y el modo de su servicio. Reducir este servicio del Reino, aun práctica­mente, a una liberación interior, sería "esplritualismo"; a las liberaciones sociales, sería "ideología"; a la mera cons­trucción y propagación de la Iglesia sería "clericalismo"; y sería una forma de "escapismo" el hacer de la vida futura toda la síntesis cristiana.

Es un hecho de la historia de la Iglesia que toda auténtica renovación y reforma cristiana terminó por elaborar una nueva síntesis integrando el profetismo de la novedad con los grandes valores permanentes. (Según la enseñanza de Jesús sobre los discípulos del Reino, que "se parecen a un padre de familia que de sus reservas va sacando cosas nuevas y cosas antiguas". (Mt 13, 52). De otra parte, toda nueva síntesis auténtica genera una renovación en la misión y en la pastoral, en el pensar teológico y cristiano, y muy decisiva­mente en la mística y en la espiritualidad. En cada cristiano que trabaja por una síntesis renovada, la experiencia espiri­tual es al mismo tiempo el vínculo de todos los elementos de la síntesis, y la condición para que ésta sea integralmente evangélica. Sin un profundo arraigo en la experiencia de Cristo vivida en la Iglesia; sin arraigo en la fe y en la contemplación, la síntesis queda inaccesible o insuficiente. La mística cristiana es garantía de síntesis, como es garantía de unidad e integración de todos los aspectos y valores de la vida de un creyente.

La síntesis evangélica no es conformista, ni implica el cese de una búsqueda, pues ninguna síntesis es definitiva ni es la mejor, y debe estar abierta a nuevas ideas y perspectivas a integrar. La naturaleza provisoria e "itinerante" de toda

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experiencia cristiana no excluye la solidez de una síntesis y de una "posesión", así como la conversión permanente no excluye el sacramento, que celebra la conversión ya realiza­da. Pues el ser humano, y sobre todo el creyente, que debe siempre estar abierto a la novedad y a un camino a recorrer, no puede estar permanentemente en lo provisorio y una desintegración interior, que son deshumanizantes.

En tiempos de opción y compromiso, la síntesis puede parecer poco eficaz. Se tiende a simplificar y reducir. Las simplificaciones en los planteamientos y la reducción de valores facilitan los liderazgos y las movilizaciones. El líder de masas suele simplificar las realidades y las soluciones. Esto lo saben bien las ideologías. Pero las simplificaciones que sacrifican los datos de la realidad o la complejidad de la verdad, y con ello la síntesis necesaria, a la larga no funcio­nan, no obtienen los resultados prometidos, ni pueden hu­manizar integralmente. Más aún, las simplificaciones en vista de la eficacia, que en un momento parecen novedad y avance, se hacen rápidamente anacrónicas y distantes de las verdaderas realidades.

Así, la búsqueda de síntesis es coherente y coincidente con la búsqueda de la verdad. Y la verdad es siempre ardua de encontrar, nunca se posee totalmente, es muy compleja y suele estar soterrada en las apariencias. Como el Reino, que es la verdad en la historia, está hecha de aparentes parado­jas y contradicciones, y se suele llegar a ella por contraposi­ción de valores.

El desafío de hacer síntesis es aun más exigente en los pensadores cristianos y en los agentes de pastoral y anima­dores de Comunidades. Ellos requieren más que nadie una integración mínima, por su responsabilidad de conducción, por aquello de que a tal Pastor tal Comunidad, y a tal maestro tal discípulo, con la variante que a menudo el discípulo es la caricatura del maestro. Una vasta experiencia eclesial nos revela que los agentes de la evangelización no

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son inmunes a las diversas formas de "miopías del Reino", y que estas persisten y se ahondan con el tiempo, en lugar de enriquecerse con una síntesis. Estas miopías son a veces difíciles de percibir y de identificar, pues se basan en valores; además no provienen de mala voluntad o de cegueras cons­cientes, sino que van unidas a una gran generosidad y a una búsqueda de autenticidad, aunque poco sensible a la bús­queda ardua de la verdad y de la totalidad evangélica. Generosidad y verdad, santidad y síntesis no siempre van juntas.

Las trampas de la síntesis

Decíamos que las miopías cristianas no provienen de mala voluntad o de cegueras conscientes (lo cual tampoco habría que excluir), sino a menudo de una caricaturización de la verdad misma; según el dicho "demasiada verdad llega a ser mentira".

Si nos ponemos a analizar las causas psico-espirituales más comunes de estas miopías, podríamos ensayar una cierta tipología:

Una primera fuente de miopía del Reino es la "conver­sión absorbente". El convertido es el que descubre un valor y se entrega a él, teórica y prácticamente. Es propio del recientemente convertido el no asimilar inmediatamente ese valor, integrándolo en una síntesis; esto es más bien propio de una maduración posterior. (La asimilación de los valores bien integrados es propio de la persona madura). Ahora bien, en tiempos de renovación de valores cristianos, y de opciones y compromisos (como son los que han marcado las últimas décadas latinoamericanas), se producen muchas "conversiones" en el sentido dicho. Se redescubren valores y compromisos antes eclipsados u olvidados, a lo menos en la formación cristiana de esas personas.

La intensidad y fascinación de la conversión, a veces es

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capaz de crear una miopía ante otros valores y consideracio­nes, y ante la misma integralidad cristiana (la complejidad del Reino). Esta actitud espiritual suele persistir hasta com­pletar el proceso de maduración de la "conversión", donde ese descubrimiento evangélico absorbente se va a asimilar en una síntesis renovada.

Por ejemplo, muchos creyentes han redescubierto la oración y el papel del Espíritu Santo en ella. Eso es propio de algunos grupos de oración. Esta "conversión" puede subra­yar de tal manera la oración en el Espíritu y la renovación interior (el Reino de Dios en cada uno de nosotros), que lo haga absorbente y omnipresente, hasta el punto de dificultar la visión (miopía) e integración de otros valores evangélicos, sobre todo aquellos que son complementarios o dialécticos con aquellos que han sido asumidos. En el ejemplo mencio­nado, se puede eclipsar el Reino que irrumpe en las realida­des humanas y sociales, o los compromisos temporales del cristianismo, como elementos también esenciales de la vida de fe. La experiencia de la plegaria según el Espíritu ha de ser asimilada en el conjunto de la síntesis del Reino.

Para otros ha sido un redescubrimiento.y una conver­sión como tardía la preferencia y el compromiso por los pobres. En la primera formación eso no fue suficientemente subrayado ni integrado. Al asumirse como valor y al hacerse experiencia cristiana, esta opción puede hacerse absorbente y totalitaria, a veces en la medida en que la conversión al pobre ha sido tardía o había sido antes un valor débil. Aquí también se pueden producir miopías, donde, sin negar las otras dimensiones del Reino y de la misericordia cristiana, estas no se valoran en la práctica, ni aparecen en la síntesis personal. Aquí, como en otros ejemplos, este valor no inte­grado ni asimilado se ha constituido por sí solo en una "síntesis" (o pseudo-síntesis), y tendrá la tendencia a consti­tuirse en referencia única y dominante, mientras no se avan­ce en la maduración y no se la asimile en una síntesis coherente con otros valores evangélicos también esenciales.

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Una segunda fuente de miopía pueden ser las ideologías. En efecto, la referencia fundamental de la síntesis que nos ocupa es el Reino. Pero la idea cristiana del Reino puede ideologizarse, en la medida que la persona no se ha liberado de la fascinación de una ideología. La interferencia de la ideología con el Reino produce miopía.

La cuestión es sutil y requiere discernimiento, pues de suyo las ideologías y las utopías sociales son legítimas y buenas (dentro de una concepción humanista sana). Ellas son necesarias en la acción política, y de gran utilidad a tener en cuenta en la acción pastoral y en los discernimientos y elaboraciones teológico-pastorales. Pero sería miopía cris­tiana el identificar o poner como referencia de la construc­ción del Reino una ideología o utopía. En otras palabras, no se puede renovar una síntesis en torno al eje de una utopía ideológica, sino en torno a las categorías cristianas del Reino. De cara a las dimensiones sociales del Reino —que es donde más inciden las ideologías— las ideologías no son sólo transitorias, o insuficientes, sino que dependen de valo­res superiores (la justicia, el servicio al pobre, la solidaridad fraterna, etc.). Estos valores superiores son los que hay que integrar en la síntesis del Reino, y no las ideologías, que aunque válidas, son sólo las mediaciones socio-políticas de esos valores del Reino.

Hacer la síntesis cristiana privilegiando una ideología es frustrar la síntesis, y caer en la trampa de una miopía del Reino, y por lo tanto de la evangelización. Sería como hacer la síntesis de la espiritualidad cristiana en torno a la psicolo­gía: el resultado sería desastroso para la espiritualidad, pues la clave de síntesis de la mística cristiana es la fe, la esperanza y el amor, y no la psiquis. La psicología es tan sólo una auxiliar muy válida de la espiritualidad, como lo socio-político lo es de la evangelización.

La miopía sería aun más grave si la ideología que se integra en la síntesis es en sí misma ambigua. Sucedería con

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la visión del Reino y la evangelización lo que sucedería con la espiritualidad cristiana si esta se .elaborara en torno, por ejemplo, a la psicología freudiana —que viene a ser una ideología psicológica: la síntesis espiritual no puede ser sana, como tampoco sería sana una síntesis del Reino de Dios basada en la ideología liberal o marxista...

Otra fuente de miopía es hacer la síntesis a partir de nuestra sola experiencia personal, por muy válida que esta sea. Hay quien "se encierra" en su formación, o en su experiencia vivida, con lo cual se priva de los valores e ideas nuevas a integrar periódicamente, con lo cual resulta una incapacidad para hacer nuevas síntesis más ricas que la anterior. La madurez consiste en no encerrarse en las viven­cias personales, haciendo de ellas norma y criterio, y en abrirse a otras experiencias válidas, llegando así a una sínte­sis más compleja, rica, y sobre todo objetiva y verdadera.

Cuando la propia formación y experiencia se constituye en la síntesis total y definitiva, tenemos los casos de miopías cristianas denominadas "integrismos".

La miopía aguda del integrismo

El integrismo no es más que un caso grave de miopía del Reino. Consiste en cerrarse, en un momento dado, sobre la propia síntesis adquirida, sin admitir ulterior enriqueci­miento, evolución o posibilidad de una síntesis mejor. Des­de el punto de vista psico-espiritual, el integrismo es una forma de inmadurez, que implica inseguridad; también pue­de implicar auto-complacencia o conformismo. Es pensar que se ha llegado a la integridad de los valores en síntesis, sin percibir la necesidad de mejorarlos y purificarlos permanen­temente.

El antídoto del integrismo es la conciencia de la imper­fección de toda síntesis, su necesidad de enriquecimiento, y la aceptación del pluralismo de síntesis.

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En efecto, las síntesis cristianas válidas son al mismo tiempo plurales. Tienen matices, acentos, claves y constela­ciones de valores diferentes según las personas o las "escue­las" de pensamiento. Estas síntesis son válidas en la medida que articulan todas las dimensiones del misterio del Reino, y son plurales por la diversa espiritualidad, o vocación, o vivencias, de las personas y las comunidades. Para usar términos corrientes sin implicar prejuicio, hay síntesis más a la "derecha" o más a la "izquierda". Hay síntesis más "misioneras" y las hay más "contemplativas"; que acentúan más la liberación interior o las liberaciones humanas. Hay "líneas" diferentes. Cuando éstas son convergentes, o no se excluyen en la pluralidad de síntesis, hay pluralismo en la unidad fundamental del Reino. Cuando las "líneas" son divergentes, o se absolutizan constituyéndose en la síntesis única y total, hay integrismo. Todo integrismo es cerrado; los pluralismos son abiertos, por muy fuertes que sean sus líneas u opciones.

El integrismo puede afectar cualquier ideología o cual­quier postura cristiana o eclesial. Es decir, hay integrismos de "derecha", de "izquierda", o de "centro". Todos ellos son igualmente formas de miopía, y fuente de conflicto: los conflictos en la Iglesia (y a menudo en la sociedad) no tienen por causa el pluralismo (síntesis plurales enriquecen el con­junto), sino el integrismo (síntesis parciales que se hacen totales). El punto esencial entonces, de cara a la convivencia y a evitar las divisiones, es si se es "abierto" o "cerrado" en su postura, cualquiera que esta sea dentro del pluralismo, y no si se es de "derecha" o de "izquierda", "conservador" o "progresista". Hay "conservadores" abiertos, como hay "progresistas" abiertos, y con ellos se puede trabajar, y pueden enriquecerse entre ellos. Hay "conservadores" o "progresistas" cerrados, y con ellos es difícil trabajar, aun­que su ideología parezca atrayente: sus respectivas síntesis, siempre insuficientes, están cerradas, y no admiten los apor­tes del pluralismo.

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Si el integrismo afecta la evangelización, o a responsa­bles de la evangelización, la miopía entonces es muy grave, pues puede generar Comunidades o Movimientos integris-tas. Toda Comunidad cristiana viene a ser un acontecimien­to del Reino, en cuanto que objetivamente debe expresar todas sus dimensiones, por ser la Comunidad un hecho de Iglesia, sacramento del Reino. Cuando la Comunidad es integrista, expresa sólo un sector del Reino; lo mismo sucede cuando su síntesis está reducida a valores parciales y selec­cionados. Esto implica ciertas cautelas para el evangeliza-dor y el animador de Comunidad: él o ella no pueden imponer su síntesis personal o su línea (siempre perfectibles) a la Comunidad. Ello iría en desmedro de la vocación de la misma Comunidad, que es la de toda Iglesia reunida, a expresar la síntesis integral del Reino.

En suma, cuanto más rica en pluralismo es la Comuni­dad cristiana, más rica es su síntesis del Reino, a condición que sus miembros sean abiertos y no integristas, y de que reconozcan que la síntesis del conjunto es siempre mejor que cualquier síntesis personal.

2. LA SÍNTESIS POR LA -TEORÍA" Y LA "PRAXIS"

Si el Reino es inseparable de Jesucristo, así como a Cristo, debemos contemplarlo y seguirlo. Contemplación y seguimiento son las actitudes fundamentales que nos rela­cionan con Dios y con su Reino. El Reino es recibido como don (contemplado) y realizado como tarea (seguido). Este también es el camino de una síntesis, y el no recorrerlo genera nuevas formas de miopías del Reino.

La antigua espiritualidad cristiana de Oriente llamó a estos aspectos del Reino y de la experiencia cristiana "teo­ría" y "praxis". La "teoría" es todo lo que atañe a la

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contemplación de un Dios que ha de ser amado por sí mismo, y por su misericordia que lo lleva a ofrecernos el Reino. La "praxis" (siempre en la antigua terminología cristiana) es lo que atañe a nuestra práctica de la misericor­dia con los demás (reflejo de la misericordia de Dios). El binomio "teoría" (contemplación) y "praxis" (práctica de la misericordia) quedó clásico como síntesis de la experiencia cristiana.

En el proceso de occidentalización de la espiritualidad oriental, estos vocablos se perdieron, aunque no totalmente. Sorprendentemente, el cristianismo contemporáneo ha re­cuperado el término de "praxis", de ahí que sea pertinente usar ahora este binomio. Aunque la idea actual de "praxis" habría que precisarla y purificarla en nuestro lenguaje teoló­gico, pastoral y espiritual, ya que esta idea ha vuelto a tomar vigencia no a partir de la mejor tradición cristiana (la ya mencionada de Oriente), sino a partir de las ideologías, en particular el marxismo. En el marxismo, "praxis" tiene un sentido ambiguo para un cristiano, y no siempre unido a la práctica eficaz del amor (misericordia), que es su sentido genuino. La "praxis" en las ideologías es la práctica de la revolución social, o la transformación de un sistema social, u otras formas eficaces de cambios sociales, que no necesa­riamente implican justicia y misericordia, ni necesariamente expresan la irrupción del Reino en la sociedad.

En las primeras síntesis cristianas de la teología del Reino, "praxis" es toda acción que realiza el Reino, simboli­zado esto en la práctica de la misericordia que lleva a liberar a los hermanos de toda forma de miseria. Y según la misma tradición cristiana, la fuente de la "praxis" está en la "teo­ría", por la que contemplamos y nos identificamos con Cristo como liberador de miserias.

La simplicidad de esta síntesis cristiana ha servido siem­pre (con términos y lenguajes diversos) para iluminar la relación, siempre precaria, entre la contemplación —la ora-

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ción— y la acción. En efecto, si la contemplación (oración) es auténtica, ella irá llevando progresivamente a una identi­ficación no con Dios a secas o con cualquier divinidad, sino con el Dios que es misericordia y que quiere establecer un Reino de liberación de miserias. El fruto de la oración cristiana es "hacernos misericordiosos como nuestro Padre celestial es misericordioso"; la contemplación nos impulsa a la misericordia liberadora (la "praxis"). De otra parte, si esta "praxis" es auténtica, esa experiencia de misericordia liberadora nos ayuda a comprender mejor al Dios del Reino y de la misericordia, y por lo mismo purifica nuestra oración y nuestra contemplación (la "teoría").

Así, para la gran tradición mística cristiana la misericor­dia es la experiencia que sirve de enlace entre la oración y la acción, o entre la contemplación y el compromiso; e igual­mente es la clave de la síntesis entre el Reino como don de la misericordia de Dios, y el Reino como tarea liberadora por misericordia. En este sentido es verdad lo que dice la teolo­gía latinoamericana de que la "praxis" es lugar teológico, o lugar de la verificación de la experiencia de la fe, en cuanto que la "praxis", en su genuina raíz cristiana, es el amor eficaz, que contempla y que practica la misericordia que nos libera a nosotros y a los demás. En esta doble liberación (la interior y las de nuestra condición social) se da la síntesis del Reino, que ya los antiguos percibieron que estaba vinculada a la experiencia y a la realización de la misericordia.

Otras formas de "praxis" sin misericordia, pervierten el logro de la liberación y de la construcción del Reino, y por lo tanto su síntesis. Así como tampoco es liberadora la "teo­ría" que lleve a contemplar a un Dios donde la misericordia no sea la clave esencial de su comprensión.

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3. MIOPÍAS EN LA MISIÓN

Algunas miopías corrientes en nuestros días:

Hacer discípulos... Optar por los pobres

¿Cuál es el objetivo unificante de la Misión, o del anun­cio del Reino? Parecería haber dos tendencias en conflicto. Los que acentúan la transmisión de la fe, o la educación de la fe; los que acentúan la opción preferencial por los pobres y su liberación integral. El envío a los no-evangelizados, o el envío a los pobres.

En regiones de cultura cristiana, como América Latina, la cuestión ha llegado a ser polémica en los "misioneros", o aun en la pastoral corriente: ¿el misionero viene a fortalecer la vida cristiana,o a comprometerse con los pobres?

Aquí se requiere una vez más la síntesis, porque no es "o una cosa... u otra...". Habría que distinguir en la Misión, en primer lugar, entre su esencia u objetivo fundamental, y sus cualidades y preferencias. Parece claro que el objetivo esen­cial de la Misión no puede ser una categoría sociológica, sino teológica encarnada en realidades. Este objetivo con­siste en hacer discípulos de Jesús en la Iglesia, según el texto misionero clásico: "Vayan y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos" (Mt 28, 19). Así la esencia del envío es el discipulado. (El no creyente, el alejado, el no incorporado a la Iglesia), y no tanto el ya convertido (ya discípulo), o el pobre, pues éste muchas veces ya es cristiano. Si el pobre fuera el criterio esencial del envío, habría que excluir de la Misión, por ejemplo, extensas áreas no cristianas del Oriente, que no son particularmente pobres, pero sí priori­tarias en la Misión (Japón, Corea, tal vez China en el futu­ro...).

Pero al mismo tiempo la predilección por los pobres y el envío a ellos es una condición esencial del anuncio del Reino. Habría que unir entonces las dos cosas, sin oponerlas

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o excluirlas, y concluir que el objetivo unificante de la Misión es el no-discípulo, pero que este objetivo se lleva a cabo prefiriendo en él a los más pobres, y desde una postura misionera de solidaridad con su justicia y liberación inte­gral. En principio, la Misión ideal es donde el no-discípulo coincide con el más pobre, y en esta situación se facilita la síntesis y el anuncio del Reino.

Evangelizar las culturas... Trabajar por la justicia

El aparente dilema ha sido objeto de polémicas en la Igle­sia iberoamericana. Se plantea más o menos así: si en la evangelización preferencial de los pobres hay que trabajar sobre sus valores (y contra-valores) culturales, en torno a su religión popular, en torno a la promoción y educación popular, o hay que trabajar para que se liberen de sus opre­siones e injusticias. Los primeros serían los "culturalistas"; los segundos los "Hberacionistas".

La exclusión, o peor la oposición de ambas tareas pas­torales implica una miopía con respecto al Reino, que está llamado igualmente a irrumpir en la sociedad y en las cultu­ras, y donde ambos aspectos han de darse en todo grupo humano, que debe cambiar y mejorar su mentalidad colecti­va (cultura) y al mismo tiempo sus relaciones sociales (jus­ticia).

La síntesis se da por el hecho de que la relación entre el tejido social y la cultura de las comunidades humanas es tan estrecho, que los problemas sociales (trabajo por la justi­cia) y culturales (evangelizar esa cultura) son complemen­tarios y hay que sintetizarlos continuamente.

Más precisamente, aun antes de promover la justicia, hay que preguntarse si esa "justicia" de que se habla es auténtica, o no está en su raíz dañada .por prejuicios y con­tra-valores culturales. Es decir, la idea que un grupo se hace de la justicia es a menudo cultural, y no evangélica; es la justicia de mentalidades colectivas ancestralmente defor-

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madas, y no la justicia de un humanismo objetivo. Por eso purificar y cuestionar (evangelizar) esos presupuestos cul­turales es condición necesaria en la promoción de la justicia y en la liberación de los pobres; es ya una dimensión de esa promoción y liberación. Ello se puede constatar por el hecho de que en muchas sociedades la desigualdad, los contrastes y la miseria han llegado a ser factores culturales de esas sociedades; algo que más o menos se da por supues­to y que tiende a ser aceptado por la mentalidad predomi­nante.

La síntesis también se da porque un elemento importan­te de la liberación cristiana de los pobres consiste en su defensa contra las alienaciones fascinantes de la "moderni­dad". (La visión secularista del hombre y de su liberación; el ideal del bienestar y del consumo; el desprecio por la auste­ridad y la pobreza voluntaria; la desconfianza por lo religio­so; etc.)... Estas alienaciones disfrazadas que llamamos "modernidad" son antes que nada cuestiones culturales, de mentalidad colectiva, que de no superarse (evangelizarse), hacen que cualquier cambio hacia la justicia quedará iluso­rio, en la medida que se haga dentro de esas normas cultura­les ambiguas.

En fin, la síntesis también se da por el hecho de que la primera condición de toda justicia y liberación es el recono­cimiento y el servicio de la dignidad de todos, especialmente de los más pobres. Y el problema de la dignidad humana y de la dignidad del pobre es al mismo tiempo social y cultu­ral; es cuestión de mentalidad, y de sistemas sociales, políti­cos y económicos.

Religiosidad popular "alienante"... o "movilizadora"

Esta forma de miopía misionera a veces es una variante de la cuestión anterior. En efecto, la devoción popular es una dimensión muy importante en la cultura de las clases pobres, o populares. De ahí el dilema: esta religiosidad ¿es

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alienante o movilizadora en la aspiración y luchas de los pobres por la justicia?

El dilema es una forma de miopía en su mismo plantea­miento: parecería que la religiosidad popular (o cualquier religión para el caso) es más o menos válida tan sólo a partir de su facultad de movilización socio-política. La misma miopía lleva a instrumentalizar políticamente la religión, o a condicionarla únicamente a las cuestiones sociales.

La verdad es que la religión vale por sí misma, y es más o menos válida por criterios que le vienen en primer lugar de sí misma, de su misma naturaleza. Es verdad que la religión impregna todas las condiciones y dimensiones humanas, y que por supuesto tiene una función social, cultural, política y económica. Pero básicamente la religión tiene una auto­nomía, y trasciende sus eventuales funciones. Para evaluar una religiosidad hay que evitar esas miopías y evaluarla primeramente según lo que la religión es en sí misma (y muy especialmente el cristianismo): religión es esencialmente experiencia de Dios. Dios es de suyo liberador y humaniza-dor (no obstante aberraciones religiosas), y lo que habría que probar en los casos ambiguos es que "esa religión es alienante, y no viceversa. De modo que, salvo en casos de deformación, la religiosidad popular es potencialmente un factor positivo en las liberaciones humanas, como es siempre positiva la auténtica experiencia de Dios. Digo "potencialmente" o como dinamismo, pues para que la religión realice su función social apropiadamente, hará siempre falta una orientación o explicitación. (Lo cual sucede en todas las aplicaciones históricas de toda experien­cia religiosa). Esta orientación y explicitación, forma parte de la "catequesis", que en buenas cuentas es desarrollar todas las virtualidades del Reino que están implícitas en la experiencia de Dios que es la religión.

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IV El Reino y el futuro del hombre

1. NUESTRA VIDA FUTURA COMO PLENITUD DEL REINO

El Reino es la mediación certera e irrevocable que comunica el amor liberador de Dios, su misericordia infini­tamente humanizadora, a cada hombre y a la humanidad. Esta mediación subsiste en la Iglesia, sacramento e instru­mento eficaz de esta Misericordia que nos quiso humanizar por sobre la medida del hombre, haciéndonos partícipes de su plenitud. En esta plenitud que nos aguarda después de la muerte, el Reino deja de ser mediación para hacerse nuestra misma vida futura.

Mientras peregrinamos en la tierra, caminando a tientas en el claroscuro de la fe, en la insatisfacción del amor y en la búsqueda de la felicidad que nos elude y que añoramos como "paraíso perdido", nuestra vida, sin embargo, ha dejado de ser puramente intramundana, pues la vida futura "ya está en medio de nosotros", y podemos saborear la eter­nidad en las mediaciones históricas del Reino. Toda prácti­ca auténtica de humanismo, que encuentra su cúspide en la

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mística cristiana; todo comportamiento ético en la verdad y el amor, nos arranca de la experiencia meramente mundana y nos hace anticipar, en la noche de la esperanza, la plenitud infinita de nuestra vida futura.

Vivir para siempre con plenitud y felicidad infinitas, es la realización total del Reino de Dios inaugurado en Jesu­cristo. Esta vida futura es el Reino por antonomasia, la síntesis donde convergen todas las demás realizaciones del Reino con que Dios irrumpió en la historia, para liberarla y llevarla a su plenitud. El Reino anticipado en el corazón humano, en la fraternidad social, y en la Iglesia fuente de esta anticipación, es transitorio, como transitoria es "la fi­gura de este mundo que pasa" (I Cor 7, 31). En cambio, la única realidad humana definitiva y absoluta, es nuestra vida futura en el Reino definitivo.

Esta realidad está en la esencia del radicalismo y la nove­dad de la fe cristiana: porque Cristo resucitó, nuestra vida futura está asegurada, y será plena: no sólo nuestro espíritu, sino todo nuestro ser, nuestra condición y nuestra comu­nión humana, pues la resurrección de cada uno no sólo inaugura nuestra vida perdurable, sino que la inaugura en forma de Reino. Vivir convencido de "mi" vida futura como una realidad más fuerte que las realidades intra-mundanas que percibo cada día, está en la esencia de la fe religiosa. Es el tema crucial que verifica la experiencia reli­giosa, aun la creencia en Dios, pues esta sería vana sin la convicción de la vida después de la muerte. Por otra parte, la firme esperanza de que esta vida futura no se da tan sólo como supervivencia del alma, o como "fusión en la divini­dad", o como reencarnación, sino como plenitud del Reino de Dios, es lo que diferencia la escatología cristiana de otras religiones. La vida futura se da como plenitud del Reino: esto es, asume todas las realidades humanas (por la resu­rrección); se da en la comunión inagotable y siempre nueva del amor fraterno (parábolas del Reino como banquete); y es capaz de satisfacer plena y eternamente la sed de felicidad

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que sólo "el manantial de la vida eterna" puede saciar (Jn 4, 12, Jesús a la samaritana).

El Reino futuro es la única clave para entender el Reino ya presente, así como la vida futura es la única clave para entender el misterio de nuestra vida presente. La realidad absoluta es el Reino futuro, y lo relativo son sus anticipacio­nes históricas, que si son ya Reino, es porque la eternidad y la Vida plena ya irrumpieron en la historia.

Mirar el Reino presente desde el Reino de la vida futura

Solemos visualizar el Reino de la vida futura a través de las experiencias del Reino presente en la historia. En las liberaciones humanas experimentamos algo de la liberación total; en la superación del mal por el bien experimentamos el hombre y la humanidad nuevos; en el olvido de nosotros mismos y en la entrega al amor experimentamos lo que hay de eternidad en nosotros; en la oración saboreamos algo del agua viva que quita la sed para siempre...

Solemos concebir la vida y felicidad futuras —de las que aún no tenemos experiencia— como plenitud de todo lo bueno que experimentamos en la vida presente. Pero la ri­queza y plenitud del Reino futuro, revelado por Jesús como único absoluto e infinitamente deseable en sí mismo, no puede quedar únicamente disuelto en sus presencias históri­cas, ni experimentado tan sólo a través de ellas. La vida futura ya está fecundando la condición humana (como el fermento a la masa, Mt 13, 33), pero es en sí misma un abso­luto, (Mt 13, 44 ss.) ya existente como liberación total de esa condición humana, y que en la experiencia humana de Jesús se revela como una realidad de más certidumbre que la pre­cariedad de la vida presente. En la paradoja evangélica, la verdadera realidad es la eternidad y la vida futura, y no la vida presente en sí misma.

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¿Por qué entonces no acostumbrarnos más, en la lógica de la fe cristiana, a ver la historia, las realidades humanas y las manifestaciones del Reino en la tierra, desde la perspec­tiva del Reino futuro? ¿Por qué no mirar desde la plenitud a lo provisorio, desde lo eterno a lo temporal, y desde la felici­dad inexpresable a las búsquedas y aspiraciones humanas? Veamos en nuestra vida futura no sólo una promesa y un punto de llegada, sino una realidad que, a causa de nuestra Esperanza, es el centro natural de perspectiva para la vida presente.

Esa era la perspectiva de Cristo, y esa es (lo veremos en seguida) la perspectiva que da sentido a la sacramentalidad de la Iglesia, que además, como su Señor, habla de la vida eterna y del Reino futuro como una realidad absoluta, y presente.

No entendemos la ética de Jesús, ni su humanismo, ni su filosofía de la vida, ni sus parábolas del Reino, si no consi­deramos que su visión de las realidades humanas partía desde el Reino definitivo. "Lo que yo hablo al mundo es lo que yo vi en mi Padre" (Jn 8, 26). En esta perspectiva de Jesús, las realidades mundanas son vanidad, si se substraen a la realidad del Reino futuro (Jn 8, 23; 14, 17). Arraigado en la visión de su Padre y de su Reino pleno, el Hijo de Dios encarnado ha sido el único ser humano que ha visto el hombre y la historia tal cual son. Y al inaugurar el Reino entre nosotros, y al dejar la Iglesia como instrumento, Cristo ya resucitado no hace otra cosa que ir inyectando esa plenitud de visión en cada persona, y en el mundo social para su liberación total: "En él estaba toda la plenitud de Dios, y todos recibimos de él, gracia tras gracia" (Jn 1, 16).

En efecto, la liberación y humanización del mundo y la sociedad sólo tiene sentido en la perspectiva de una vida de felicidad sin fin. La justicia, la paz, el progreso, el desarrollo de las ciencias y de la calidad de vida ¿no son todo ello una búsqueda permanente de vivir mejor, de vencer el mal, la enfermedad, el sufrimiento, y si se pudiera, la muerte? ¿No

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son una búsqueda impotente y persistente de felicidad total, y si se pudiera, sin término? ¿Cómo interpretar esta búsque­da afanosa y a menudo implícita de un paraíso perdido, que al ser recobrado nos permitiría vivir para siempre, sino en la perspectiva del Reino de la vida futura? "Afánense no por la comida de un día, sino por otra comida que permanece y da vida eterna" (Jn 6, 27). La "t ierra" se explica por el "cielo"; para entender el misterio del hombre y del mundo, hay que estar como Jesús, en alguna medida, arraigado en la experiencia del Reino futuro. "Vengo a proclamar lo que he visto. Si les hablo de cosas de la tierra y no me creen ¿cómo me van a creer si les hablo de cosas del cielo?" (Jesús a Nicodemo, Jn 3, 11, 12).

Pero el drama y la búsqueda de la humanidad por su liberación total y por la felicidad sin sombra, se da eminen­temente en cada corazón humano. Por eso la experiencia del Reino es siempre una experiencia personal, la felicidad y la eternidad es un don para cada uno, y el itinerario hacia la vida después de la muerte es un camino de liberación inte­rior, en el cual Cristo nos ha precedido, y Cristo mismo será nuestro término. "Donde yo voy no pueden seguirme ahora, pero me seguirán después... Después que yo vaya a prepararles un lugar, volveré a buscarlos, para que donde yo estoy estén también ustedes" (Jn 13, 36 y 14, 3). "A los que me siguen, yo les doy vida eterna. Nunca morirán" (Jn 10, 27).

De alguna manera, la perspectiva de Cristo de mirar el Reino inaugurado desde el Reino de la vida futura, y mirar las realidades presentes a la luz de la vida después de la muerte, ha sido también la perspectiva y la experiencia de la mística cristiana. Los grandes místicos miran el presente desde la plenitud del Reino, lo cual, lejos de ser una alienación, les permite llegar a un alto grado de realismo y sabiduría humana. En esa perspectiva está el secreto que los anima a seguir a Jesús y vivir para los demás, heroicamente.

La promesa de la vida y felicidad del Reino del cielo fue

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siempre una motivación y una fuente de constancia y fidelidad en la vida de los santos. Lo es también en la vida de muchos cristianos, sobre todo en el tiempo de tentación y de cruz. Esa es la virtud de la Esperanza, que nos dice que en el futuro la fe dará lugar a la visión y a la plenitud, y que per­mite que nuestro amor nunca desfallezca.

No sé si vivimos y anunciamos suficientemente y explíci­tamente la certeza de la vida plena después de nuestra muer­te, como lo hacía Jesús. A menudo ello está demasiado implícito y dado por supuesto en la evangelización. Existe la sospecha de que la búsqueda del Reino definitivo por sobre todas las cosas (Mt 6, 33) pueda restar seriedad y compro­miso en la construcción de un mundo más humano, y en la lucha por la justicia y la felicidad aquí en la tierra. Pero eso sería, una vez más, una miopía del Reino. Sería olvidar el Reino ya presente en el tiempo y en la historia, que debe­mos anunciar y promover con todas nuestras fuerzas, es viable sólo porque hay un futuro de plenitud. La esperanza que tenemos en la posibilidad de hacer un mundo mejor, y que nos hace no decaer y recomenzar continuamente en este empeño, viene precisamente de la perspectiva cristiana de mirar los desafíos del presente desde la Esperanza en la vida futura.

Todavía más. El. hambre y la convicción del Reino de la liberación total y de la vida verdadera, por ser la perspecti­va de Cristo y de su Evangelio, es la raíz de una perspectiva evangélica, y por lo tanto humana y liberadora, de las reali­dades del hombre y del mundo. En ella vemos la historia, la sociedad y las condiciones humanas como realmente son, y en vista de su auténtica plenitud. Eso significa mirar las realidades de hoy a partir de los sufrientes, de los pobres y oprimidos, y de los que padecen a causa de la justicia; la perspectiva de los pobres y humillados no tendría sentido ni base si el Reino de la liberación total y de la felicidad inex­tinguible no fuera Buena Nueva en primer lugar para ellos, y si este privilegio no fuera el fundamento de su dignidad y

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de la semilla de liberación y eternidad que Cristo inauguró en ellos.

Las Bienaventuranzas, que nos obligan a mirar las cate­gorías y valores humanos de modo radicalmente diferente, son la aplicación práctica y la consecuencia necesaria de una visión del mundo a partir del Reino futuro y de la vocación del hombre a vivir para siempre.

Los pobres, los sufrientes, los perseguidos, los humil­des, los misericordiosos y los puros son bienaventurados a causa de que las promesas del Reino (la misericordia, la filia­ción, la visión de Dios...) son especialmente para ellos. Esto no tiene suficiente explicación en la pura experiencia histó-* rica y mundana. Esta parece aun contradecirlo. Pero desde la visión de Dios, que evalúa la condición humana desde su vocación a la vida eterna, el camino de la felicidad pasa por esas promesas, y no por los espejismos de promesas tan sólo presentes.

2. LA IGLESIA COMO EL AMANECER DE LA VIDA FUTURA

La Iglesia es la epifanía privilegiada del Reino en la his­toria. La Iglesia es el lugar de síntesis de todas las libera­ciones humanas; es el sacramento del Reino de la vida futu­ra. Colocada en la precariedad del tiempo y de las tareas humanas, pero habitada por el Espíritu de la Vida perdura­ble, la Iglesia es también el puente entre el mundo presente y el mundo futuro. En ella experimentamos la limitación humana y aun el pecado, pero a causa de ese Espíritu expe­rimentamos sobre todo el sabor de la eternidady la gloria de Dios comunicada a los hombres.

En la Iglesia, el anuncio de la palabra, que es hecho por hombres y al modo humano, se hace Palabra de Dios, que nos arraiga en la Esperanza de nuestro futuro y nos hace capaces de cambiar nuestro presente. En su liturgia, realida-

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des del mundo presente se convierten en símbolos en que experimentamos el mundo futuro, y por eso la Iglesia tiene una naturaleza sacramental: un sacramento es un gesto humano que al estar habitado por el Espíritu nos permite experimentar algo de la vida eterna. Esta vida es incom­prensible para nuestros sentidos y nuestra inteligencia, y sólo puede ser intuida por el amor apoyado en la fe: de cara al misterio de Dios, el amor es un modo superior de cono­cer. Y como lo propio de los gestos simbólicos y sacramen­tales es hablar al corazón y a la contemplación del amor, es en ellos donde la Iglesia nos ofrece la experiencia de la Vida de Dios como futuro del hombre, aunque todavía en el claroscuro de la Esperanza.

Así, si tuviéramos realmente fe y mucho amor, el agua de la liturgia ya no es sólo agua, sino "manantial de vida perdurable" (Jn 4, 12). El cirio encendido ya no es sólo luz, sino la claridad de una plenitud que amanece entre noso­tros. El pan ya no es pan ni el vino sólo vino, sino la Vida de Dios que se nos comunica para nuestra felicidad total. Ya que la Eucaristía no es sólo una comida fraterna en que se ora, sino el anticipo de la felicidad compartida de la vida futura (Le 22, 16). La Eucaristía es la experiencia humano-religiosa en que la fusión entre el Reino presente y el Reino eterno llega a su plenitud. (Jn 6, 32 ss.).

Este amanecer de la vida plena en la sacramentalidad de la Iglesia constituye la quintaesencia del ser de la Iglesia. No es su única dimensión —la Iglesia es también misión, servi­cio, testimonio, estructura ministerial y social, etc.— pero es su dimensión más rica.

No debemos engañarnos. La Iglesia es en primer lugar el lugar de la experiencia de Dios y de la plenitud de su Reino; es antes que nada el lugar de la auténtica experiencia reli­giosa compartida.

Cualquier otra interpretación de la Iglesia escamotea su identidad y su función principal. La Iglesia podrá tener

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también significación cultural, social y política, y como ins­tancia moral. La tentación de las culturas secularizadas es reducir la Iglesia a eso, y evaluarla según su función —posi­tiva o negativa según diversas ideologías o coyunturas—en la sociedad. Ello conduce a apreciaciones insuficientes o deformadas; se ve sin ver y se oye sin escuchar; se pasa de largo a través de una experiencia de Vida y Liberación que es imposible encontrar en otra parte.

Aunque la Iglesia es también militante y debe buscar la eficacia de la evangelización como algo también esencial a su ser, de igual manera ello no debería tampoco hacer olvidar que la evangelización es posible porque la Iglesia que la genera es el lugar de la experiencia del Cristo que se anuncia, y del sabor anticipado de la felicidad eterna que el Evangelio ofrece al hombre.

Tal vez nuestra espiritualidad moderna, que tiende a privilegiar la acción, lo racional y lo ético, tenga alguna dificultad en integrar esta dimensión mística de la Iglesia como epifanía de la eternidad. En ver en los sacramentos no sólo una inyección de la gracia como fuerza, sino sobre todo la irrupción de la Vida y la experiencia de Dios entre noso­tros. Y de ver en la liturgia no sólo una celebración común que refuerza la fraternidad y la misión, sino también la contemplación de la gloria de Dios que ya amanece. La Igle­sia no es sólo la mediación que Dios nos ofrece para huma­nizar el mundo y construir el Reino, sino que es muy esen­cialmente la mediación donde podemos experimentar el anticipo de la vida futura. Y esta experiencia es en sí misma humanizante y liberadora.

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índice

Presentación 5

I. LA IRRUPCIÓN DEL REINO 9

1. UN REINO ESCONDIDO 9 El Reino por venir 11 El Reino que irrumpe a escondidas 11

2. UN REINO EN CLAVE 14

Las paradojas del Reino . . . •. 14

3. LA CONCENTRACIÓN DLL REINO 18

4. LAS CUATRO EPIFANÍAS DEL REINO 20 El Reino está dentro de nosotros 21 El Reino que irrumpe en la sociedad 22 El Reino latente en las culturas 24 El Reino que está envuelto en la Iglesia 25 El Reino es la vida futura 26

II. LA IRRUPCIÓN DE LA MISERICORDIA 29

1. LA MISERIA HUMANA 29

La miseria material: el pobre 31 La miseria moral: el pecador 33 La miseria del ciego 34 La miseria del no-evangelizado 36

2. LAS OPCIONES DE LA MISERICORDIA 38

La mística del Reino 41

III. LAS MIOPÍAS DEL REINO 45

1. LA URGENCIA DE LA SÍNTESIS 45

Las trampas de la síntesis 49 La miopía aguda del integrismo 52

2. LA SÍNTESIS POR LA " T E O R Í A " Y LA " P R A X I S " 54

3. MIOPÍAS EN LA MISIÓN 57

Hacer discípulos... Optar por los pobres 57 Evangelizar las culturas... lYabajar por la justicia . . . . 58 Religiosidad popular "al ienante" o "movil izadora" 59

IV. EL REINO Y EL FUTURO DEL HOMBRE 61

1. NUESTRA VIDA FUTURA COMO PLENITUD DEL REINO 61

Mirar el Reino presente desde el Reino de la vida futura 63

2. LA IGLESIA C O M O EL AMANECER DE LA VIDA FUTURA 67