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24 CERVEZAS Colección de historias, plagios, luchas, asesinatos y víctimas de sus propios ensueños Fancine coordinado por Marcelo Ortega y Miguel Ventayol

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Colección de historias, plagios, luchas, asesinatos y víctimas de sus propios ensueños

Fancine coordinado por Marcelo Ortega y Miguel Ventayol

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El índice de 24 CERVEZAS

Miguel Ventayol LA AMENAZA, pág. 5 LOOKIN' FOR VENTAYOVSKI, pág. 19 ME ACOSTÉ CON UN TIPO BARBUDO, pág. 55 NOCHES TREMENDAS, pág. 59

Marcelo Ortega CARAMELOS TRAS EL VIAJE, pág. 11 28 MINUTOS PARA LLEGAR AL HELICÓPTERO, pág. 32 SEGUROS, pág. 56

Miles Kepler BIOGRAFÍA DEL GENERAL JACKSON, FRAGMENTO ALEATORIO NÚMERO 51, pág. 15 BIOGRAFÍA DEL GENERAL JACKSON, FRAGMENTO ALEATORIO NÚMERO 12, pág. 31 BIOGRAFÍA DEL GENERAL JACKSON, FRAGMENTO ALEATORIO NÚMERO 54, pág. 58

Charlie Clinton SERPIENTES DE PITÓN EN MI BAÑO, pág. 17

Lulú Travers LAS HISTORIAS DEL FIN DE SEMANA, pág. 38

Bernard Gluck SÍSIFO, EL AMIGO DEMASIADO LISTO, pág. 40

King Parker RETRIBUCIÓN, pág. 41

Also Starring 20 HAIKUS BIZARROS, pág. 60

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1º edición. Diciembre 2009

Todos los textos © de sus respectivos autores.

En serio.

24 CERVEZAS es un fanzine sobre todo de relatos, pero sobre todo de disparates, pero sobre todo de relatos, dirigido por Miguel Ventayol y Marcelo Ortega. Sed buenos. Este quizá sea su número 1, pero nunca se sabe. Os amamos a todos, ja, ja, ja. Colaboran, indistintamente, Lulú Travers, Bernard Gluck, Also Starring, Miles Kepler (que nos ha cedido una parte de la biografía del general Jackson), Charlie Clinton y Alberto López Aroca (que ha traducido un cuento inédito de King Parker, aparecido en Dios sabe qué revista americana que sólo él conoce). No sabéis dónde os estáis metiendo, cretinos. La portada es obra de Miguel V., pero el diseño de las botellas (que sirve de logotipo a este fanzine) lo ha realizado Juan Ventayol. ¿Sabéis lo que se siente cuando te disparan en el estómago? La contraportada se la ha man-gado Marcelo a algún ruso. Hay que tener muchos cojones para llegar hasta aquí, ¿no? El diseño de interiores (cosa que suena muy de chicas, pero no lo es necesa-riamente) es obra de Marcelo y del Profesor Scorpio, ambos en el punto de mira de la C.IA., no como Ventayol. Os va a doler mucho, mucho, mucho. Esta publicación aparece con motivo del V Reto Fanzine de Albacete, y se terminó de imprimir (o no) el día 23 de diciembre de 2009. Estáis perdidos. Printed in Spain.

Cabrones.

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La amenaza Miguel Ventayol

Sonó el despertador Sonó el despertador como un estallido. Con un leve gesto hizo una pirueta en la cama para evitar

que despertara su amante y cayó al suelo. Una sensación tibia le corrió por las plantas de los pies y se sintió confuso. A esas horas de la mañana el terrazo de su casa debería estar frío. En cierto sentido, notarlo cálido resultó agradable, como uno de esos presagios en los que ni creía ni confiaba, aunque el suelo debía estar frío. Es lo que uno espera y así deberían ser las cosas simples.

El sargento Ortiz, tras su primer contacto con el suelo y la realidad repasó por inercia los motivos que le condujeron a convertirse en el mejor investigador de la ciudad: era dema-siado temprano para esas cuestiones. Algunos pensamientos se cuelan en la mente de una persona y no concluyen; en otras ocasiones las ideas más geniales desaparecen cuando estás a punto de coger el lapicero y la servilleta para anotar-las.

Miró de reojo a su amante, dormía después de una noche de discusiones, gritos y sexo. Se preguntó si merecía la pena tanto esfuerzo por alguien que, como mucho, podía ofrecerle dos orgasmos diarios, y ni siquiera en noches consecutivas. Aunque, por otro lado, se convenció de que mejor así, y no verse obligado a perder el tiempo en busca de una amante nueva cada mes.

Sentía vértigo al pensar en el tortuoso proceso de cortejo, y sus implicaciones se le hacían insoportables: perder horas y horas de charlas, regalos, cenas, cines y conciertos.

“No está tan mal, después de todo”, supuso mientras se cepillaba los dientes y se miraba a los ojos reflejados en el

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espejo, tratando de asustarse a sí mismo, con una pose de dureza fingida que ensayaba de vez en cuando. Lo aprendió en alguna película estadounidense de gángsters, le hizo gra-cia, le pareció curioso y comenzó a ensayarlo, luego se con-virtió en un tic que aparecía solo.

Así es como deben ser las cosas simples. La cabeza se reconforta cuando las piezas del puzzle en-

cajan. Sobre todo a primera hora de la mañana, cuando no hay lapiceros, servilletas ni un compañero con quien des-ahogar las ideas geniales, las locuras y los disparates.

Notó bajo la chaqueta el hueco de la pistola, otro tic men-tal. Después del accidente decidió abandonarla en un cajón de su casa, bien alejado de los ojos de su amante, donde ni por casualidad, ni por curiosidad, las pudiera encontrar.

Un accidente A pesar del estruendo, el disparo apenas tuvo eco en el

vecindario. Sucedió un fin de semana en que buena parte de sus veci-

nos no se encontraban en casa y no complicaron la situación con llamadas curiosas, gritos ni preguntas. Aquello podría haber terminado con sus pies en una de las celdas donde solía mandar a decenas de tipos.

Eran otros tiempos, tiempos de mucho más coñac, de mu-cha más actividad, de muchas más mujeres por semana. Tiempos donde las mentiras valían el peso que costaban. Eran otros tiempos, desde luego, se podía sacar la pistola a la mínima amenaza, al menor contratiempo o la más leve sos-pecha.

Ortiz llevaba la pistola como seña de identidad y no eran pocas las ocasiones en que alardeaba de ella en la churrería, con los amigos, en el casino. Aunque no lo hacía con esa in-tención, en el subconsciente de más de uno se grababa que con Ortiz mejor no jugar ni bromear, el arma era la diferen-cia. Y la capacidad para utilizarla.

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Aquella mañana el café borboteaba y la pistola relucía en-cima de la mesa de la cocina, junto al azucarero y la bolsa de magdalenas. Encarna apareció medio desnuda con unas di-minutas bragas blancas, demasiado inocentes para la cara turbia y descompuesta de una mujer impresionante. Detrás de Encarna salió Lucía, vestida ya. El policía pensó que la anterior fue una de las mejores noches de su vida, ni en sue-ños hubiera imaginado una parecida. Aquello era lo que de-bía sentir Alfredo Landa en sus películas. Pero Ortiz no po-dría alardear de ello, demasiadas complicaciones.

La mejor noche seguida de la peor mañana. Encarna sonrió a Lucía, le dio un beso casto. Ortiz sonrió

al verlas. Aquellas dos mujeres llevaban una doble vida im-pensable en una pequeña ciudad de provincias.

La peor mañana de su vida, solía recordar pasado el tiempo. Encarna empezó a decir cosas como somos chicas policía,

nos llevas de patrulla, dónde está tu arma, hemos silenciado tu pistola, insensateces para romper el hielo, tonterías de prime-ra hora de resaca. Tonterías que no pasan de ahí, salvo cuan-do cruzan la barrera y el límite establecido.

La mujer medio desnuda descubrió la pistola junto al azucarero e hizo lo que nunca un inexperto debe hacer, co-gerla, acariciar el gatillo con un dedo tembloroso, apuntar a otra persona.

Antes de que dijera la cuarta tontería, la pistola se había disparado.

Antes de que gritara, Ortiz se la había arrebatado de las manos de manera brusca.

Antes de que le diera un sopapo, vieron que el balazo había penetrado de manera violenta e inmediata en la barri-ga de Lucía.

Lucía Carrasco, ojos negros, pelo lacio, señora de Ferrero, propietario de una tienda de cortinas. Lucía, perfecta amante, deliciosa mujer, un tiro en el estómago, las tripas al aire.

Encarna se desmayó al ver la sangre brotando del cuerpo

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de su amiga y empapar la cocina del policía. Ortiz la olvidó en el suelo, sabía que no se movería. Lo primero, lo urgente, era salvar a aquella desgraciada de cuerpo imponente y vida pública impoluta, misa diaria, paseo vespertino con su mari-do, dos hijos en el colegio. Inmaculada.

Salvo por el agujero en el pecho. Todavía recordaba al detalle las mentiras que se vio obli-

gado a contar, todavía recordaba la suerte que tuvo de en-contrar a Jacinto, compañero de salidas nocturnas y carnice-ro ocasional, sólo él sabía cómo reparar una tripa en aquellas circunstancias, experiencia no le faltaba de años que prefería alejar de su mente. Un favor desmesurado y a contrapié co-mo aquel le costó muchos tragos y lustros pagar. Una peni-tencia agradecida.

Una vez salvada la chica, afeitado el mentón, lavada la ca-ra y revisada la coartada, las mentiras se centraron en Ferre-ro, cortinas sin igual. El marido de Lucía aceptó que un policía visiblemente alterado le dijera cómo su mujer había sido agredida, al parecer por un asaltante nocturno disfrazado con un cuchillo oxidado y un sombrero ocultándole el rostro.

Aceptó la idea de que el atacante huyese, sin dejar más rastro ni señas de identidad, aceptó que no existieran más pistas hasta que no se interrogara a su mujer, herida de gra-vedad. Aceptó que su mujer no hubiera dormido en casa, aunque esta parte no se la contó al policía que resistía a des-mayarse en el rellano de su casa. Pero lo que no aceptaba era desconocer el paradero de su esposa, ¿por qué no le dijo el policía desde el primer momento en qué hospital la habían ingresado? ¿A qué esperaba para darle esa información? A fin de cuentas lo único que le importaba era conocer el esta-do de salud de su esposa. El hecho de que puntualmente se pasara por la piedra a algún jovencillo quedaba en segundo plano.

Asumió los pequeños detalles por una sencilla razón, no se atrevía a reconocer que su mujer había pasado otra noche

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fuera. Una pequeña ventaja para el policía que sin querer aprovechó. La mentira de que el atraco se produjo antes de la medianoche no le convenció, pero mantuvo silencio.

La suerte quiso que el disparo no afectase a ningún órga-no interno, lo que en las películas suelen llamar una herida limpia. La suerte quiso, además, que el ataque de cuernos de aquel comerciante le impidiese indagar, rebuscar, rastrear. Se conformó con las explicaciones fingidas de Ortiz y varias mentiras de su mujer, la perfecta casada desde aquel mismo instante. Pero fueron seis meses de convalecencia y temores que a Ortiz le impidieron volver a coger su pistola.

Encarna pasó varias veces más por la casa del policía, du-rante un par de años, hasta que uno de los dos se cansó de follar sin sacarse de encima aquella espina, aquella peniten-cia horrible que a punto estuvo de colocarlos a ambos en la más penosa de las situaciones.

La última vez que el policía se cruzó con los señores de Ferrero, caminaban al lado de dos mocetones de entre 15 y 18 años, retratos calcados de su madre pero con el aspecto serio y retraído de su padre, convertido en comerciante ejemplar, concejal del Ayuntamiento y vivo defensor de la seguridad ciudadana. Ortiz se acarició la axila, echando de menos la pistola, agacho la cabeza antes de cambiarse de acera de manera cobarde.

Pero aquellos tiempos habían pasado, ahora el presagio de un mal día le corría por la sangre. Sólo había una manera de sacudirse de encima los recuerdos: Márquez esperando en la calle, un carajillo ardiendo, y algún valiente entrometi-do con ganas de bronca.

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Caramelos tras el viaje Marcelo Ortega

“Aquél par de idiotas se estremecían al oír un disparo,

pero les encantaba escribir de gente que se ganaba la vida disparando”.

La breve quimera, Also Starring

Brentano era un buen chico. Es lo que estaba pensando mien-tras le esperaba en el halla del hotel Worlding. Le esperaba distraído, repasando con un bolígrafo un posavasos con el logotipo del hotel. Estaba en la letra D cuando Brentano en-tró por la puerta. Siguió esperando, tiempo en que se ocupó de no perder de vista la puerta, por si pudiera volver a salir. Había decidido que iba a ser más difícil fuera, pero tampoco podía elegir, y los planes podían deshacerse como una pasti-lla efervescente en un pantano. Hacía 12 minutos que Bren-tano había subido, así que pensó que era hora de subir él también. En el pasillo se cruzó con dos personas, a las que casi no miró. Sólo se preocupó de que la zona estuviera vacía cerca de la habitación 332. Llamó. Esperó. Volvió a mirar a los lados. Esperó. Se oyeron pasos tras la puerta. Cuando Brentano le abrió le metió dos tiros en la cabeza. Brentano había sido un buen chico, se dijo, mientras escapaba por la escalera de incendios.

Al día siguiente el señor Laurie estaba en casa. Después de toda la noche conduciendo estaba cansando, pero se de-cidió a no perder la rutina del domingo, y salió a cortar el césped. La calle se llenaba de vecinos que lavaban sus co-ches, colocaban algún accesorio o intentaban arreglar la bici-cleta de sus hijos, mientras las mujeres les gritaban desde dentro. Mujeres que empezaban a notar el peso de los años de matrimonio en una zona residencial muy aburrida. Chi-cas guapas que envejecían y veían envejecer a su marido, al que cada día querían menos, enfadándose con la vida cada

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24 horas. Al señor Laurie nadie le gritaba, aunque empezaba a estar un poco sordo. Llevaba seis años en la ciudad, y dos antes se había quedado viudo. Su esposa murió de un ataque al corazón, mientras veían el canal del tiempo. Era entonces la primavera de 1962, y el sol que vaticinó el presentador presidió el concurrido funeral. No les quedaban hijos, pero tenían muchos parientes que vinieron desde toda la costa oeste. El hermano del señor Laurie se ocupó de organizarlo todo y leyó el panegírico tras la distendida prosa del padre Gray. Tras el funeral, el señor Laurie pensó que también a él le había llegado la hora de dejar la gran ciudad, de mudarse a alguna zona de interior donde vivir de otra manera. Después de todo sabía volvería muchas veces a su principal lugar de trabajo, Nueva York.

En la nueva ciudad, el señor Laurie tenía la vida de un ju-bilado, fiel al béisbol, a los paseos matinales y a cocinar siempre para uno. Lo pasaba realmente bien, sobre todo ale-jado de los líos de la familia, a los que tenían que hacer frente

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su hermano. No había tenido demasiado trabajo hasta aquí, una vez cada año o cada dos. Los vecinos le veían pasar con su Chrysler gris, y le deseaban un buen viaje cuando iba a visitar a su hermano, quince años menor que él. Volvía tras dos o tres días, y siempre se acordaba de traer bolsas de ca-ramelos para los niños de Donnie Hughes, su vecino más cercano. Mantenían una buena relación desde el día que se vieron en el hipódromo y se reconocieron como vecinos. Los consejos del señor Laurie hicieron ganar a Donnie 190 dóla-res, y desde entonces apostaban juntos a menudo. Muchos días iban después a tomar una cerveza a uno de los bares de la calle Gilmore, o veían juntos el béisbol en la televisión. Un año Donnie invitó al señor Laurie a cenar con ellos el Día de Acción de Gracias, pero el viejo se iba a pasar una fecha tan señalada con su hermano, a la gran ciudad. Otra vez, casi por casualidad, Donnie se enteró de su fecha de cumpleaños, y le compró una pitillera de setenta dólares; además, sus hijos estuvieron dibujando para él, y le entregaron sendos dibujos donde se veía al señor Laurie jugando con ellos y con Marlon, el perro de los Hughes. Al señor Laurie le hizo mu-cha ilusión y agradeció las atenciones de su ‘otra familia’. Fue entonces cuando Donnie se dio cuenta que sabían muy poco de la verdadera familia del señor Laurie, la que iba a ver de vez en cuando.

En esa familia pensaba también el señor Laurie mientras cortaba el césped, aquella mañana de domingo. En que Frankie Brentano había sido un buen chico, y en que los tiempos tranquilos y apacibles se acababan una vez más. Él no tomaba parte de verdad, porque lo suyo era ejecutar ór-denes. La de Brentano había sido la cuarta en siete meses. Un peligroso registro. Una mala costumbre la de su hermano. Pero el señor Laurie no era su hermano, ni podía decidir por él.

También en eso pensaba el señor Laurie mientras cortaba el césped. Un recorrido hacia la izquierda y estaría listo.

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Unos retoques a las flores del seto, y podría ir dentro a sentar su trasero y beber una cerveza. El bullicio y los festivos in-sultos de las mujeres de toda Hill Street impidieron que el señor Laurie viera una furgoneta roja que se acercaba despa-cio. Cuestión de segundos. Tres o cuatro hombres disparan-do a la vez. El señor Laurie no pudo siquiera sacar su pistola. Intentó arrastrarse hacia la casa, pero seis balas pesan dema-siado. La séptima le atravesó la cabeza, y el señor Laurie dejó de moverse. El cortacésped siguió su recorrido, hasta que llegó al seto que dividía el jardín del jardín de los vecinos.

Donnie vio desde el final de la calle la luz de la ambulan-cia y los coches policiales, cuando regresaba del supermer-cado. Vio el tráfico cortado a la altura de su casa, distinguió a su mujer, y a varios grupos de curiosos mirando hacia la casa del señor Laurie. Conforme conducía pendiente abajo pensaba en cómo decírselo a los niños. Pensó en el señor Laurie, pensó en el béisbol y en los caballos de carreras. Se había acabado la buena racha en el hipódromo.

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Biografía del general Jackson, fragmento aleatorio número 51

Miles Kepler Declaraciones de Ari Mashanu, médico asistente que acompa-ñó al escuadrón del general Jackson en su epopeya por la lla-nura de un río sin nombre, al este de la montaña homónima:

“Tenía una idea aproximada de lo que era la medicina, más parecida a la brujería, aunque no era ciertamente un hom-bre supersticioso ni nada por el estilo. Recuerdo nuestro peor episodio, después de una batalla cruenta en un valle al este del condado. Debimos de tener doscientas bajas, después de luchar cuerpo contra cuerpo en el barro y bajo la lluvia. Cuando el general llegó a la enfermería yo lo te-nía todo dispuesto. El olor del barracón siempre me hacía pensar en el olor de los peores sitios de la tierra. Olor a en-trañas, a sangre, a cuerpos rígidos y fríos sacrificados por la causa del país. El general no parecía nunca disgustado, ni contento. No lo parecía en las derrotas, y no lo parecía en las pocas victorias. Ese día mi diagnóstico fue de lo más extraño. Me camuflé bajo mi libreta haciéndole creer que leía lo que le estaba relatando, pero él tuvo que saber que lo hacía para esconderme de sus ojos. Nunca en mi vida de médico de guerra había visto algo así, y así se lo expliqué al general: General, no sé a qué se debe, pero es curioso. Los muertos tienen todos el brazo izquierdo amputado; todos absolutamente. Los heridos, en cambio, tienen todos una pierna de menos, en su mayoría la pierna derecha. No ten-go una explicación que darle; algunos heridos sobrevivi-rán, si hay suerte. Otros no, mi general, necesitan cuidados que aquí no podemos dar. Usted dirá lo que hacer, pero yo en su lugar investigaría el asunto de los brazos y las pier-nas; quizá nos enfrentamos a algo más que hombres. El

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general no contestó. Me pareció escuchar un susurro entre dientes que sonó a algo parecido a entonces ha vuelto. Des-pués salió del barracón sin decir anda más. Fue a su tien-da, cenó solo, y no lo volví a ver hasta la mañana siguien-te. Entonces anunció la retirada”.

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Serpientes de pitón en mi baño Charlie Clinton

Una serpiente se ha colado por el retrete de mi casa a la hora de la cena. Sin apenas darnos cuenta se había sentado a la mesa exigiendo un trozo de tortilla de patata y un vaso de cerveza. “Postre no como, por la noche el melón me sienta mal”.

Con tal normalidad afrontamos las situaciones en casa. “¿Puede dormir en mi cama, papá?”, dijo mi mayor. “No,

hijo, en la habitación de invitados”, contesté yo. Y quiero remarcar que dispongo de habitación de invitados.

Pero a pesar de la naturalidad nos quedamos pensando de dónde habría salido la pitón dichosa que comía más que mi cuñado, así que me asomé un poco a su lugar de proce-dencia.

No recomiendo asomarse a un retrete porque corre uno el riesgo de perderse en las profundidades de las cloacas. Y yo convencido de que en Albacete no existe, sino sólo alcantari-

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llas que se mueven o se desbordan. “Ahora vengo cariño”, grité a mi señora antes de lanzar-

me en un impecable salto del Ángel. Lo que una persona puede encontrar en las cloacas de Al-

bacete lo dejo para la imaginación porque aquí estoy hablando de cosas serias y verdaderas, como que aparezcan serpientes de pitón en mi retrete.

Al fin salí sin manchas desagradables ni olores acres, con mi señora golpeando con la punta del pie el suelo del cuarto de baño, que vaya horas.

“Cariño, cuando uno se sumerge, se sumerge. Y no te imaginas la cantidad de cosas que he visto”.

“Cuenta, cuenta”, dijo curiosa. “Pues eso intento”, dije haciéndome el interesante.

Por cierto, la pitón acabó con las reservas de la despensa (porque mi casa dispone de despensa separada de la cocina) y se largó por donde había venido con cierto aire de desdén.

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Lookin’ for Ventayovski Miguel Ventayol

En la calle Con la misma ropa del día anterior y apenas despierto,

Ortiz cerró la puerta de su casa. No volvería a abrirla hasta las 9 de la noche. Si su amante se encontraba dentro o no, o si se había llevado su colección de discos de flamenco no le importaba: era el momento de preocuparse de lo que tenía por delante, su compañero, el trabajo, los músculos prepara-dos y la mente alerta. El reloj se deslizaba a lo largo de una hora demasiado temprana como para preocuparse de aque-llas otras cosas.

Márquez le esperaba acodado contra la puerta del coche, con su gesto impasible y duro, con medio cigarro en la boca y las manos en los bolsillos. Miraba con impaciencia a un lado y otro, miraba con impaciencia la puerta del apartamen-to de su colega aunque no llevaba esperando ni cinco minu-tos, la impuntualidad no caracterizaba a Ortiz. El resto del cigarrillo, en forma de ceniza, reposaba junto a los zapatos manchados de barro.

—¿Qué tal la noche? —preguntó sin ganas Márquez, a la espera de que el otro soltara un bufido o ni se molestara en contestar.

—Supongo que mejor que la tuya —contestó Ortiz sin preocuparle lo profunda que pudiera ser la herida de su vie-jo compañero. Sabía que su vida matrimonial llevaba años estancada.

Desde el momento en que su compañero soltó aquella fra-se en tono de broma y percibió las arrugas en la frente de Márquez, entendió que no estaba la mañana para juegos. Ya iría goteando el problema, los compañeros son el mejor an-siolítico, el mejor calmante y el mejor antidepresivo. Si no funciona, se recurre a armas mayores. Se aplastó contra el

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asiento del coche y esperó que las calles se los comieran a los dos, engullidos a primera hora de la mañana. No sin antes preguntar:

—¿Tenemos tiempo de un carajillete? —Sabía de sobra que sí, pero conocía la rutina de la respuesta.

—No. —Coño, un carajillo rápido —el juego debe ser como mar-

can las pautas, las reglas están para algo. —No —se hizo de rogar Márquez. Era su manera de pa-

garle la broma de mal gusto, aunque ambos eran conscientes de que con un poco más de insistencia terminarían en la chu-rrería de la Plaza.

—Venga, hombre, no me lo tengas en cuenta. Si te soy sincero esta noche he fingido mis tres orgasmos —su com-pañero no pudo evitar soltar una carcajada que eliminó la tensión de aquella hora temprana.

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—De verdad eres el tío más cabrón que conozco. Un cara-jillo, pero no nos liamos, que luego se tuerce la cosa y esta mañana tenemos un lío del copón.

—Entendido, un carajillo y punto. Pago yo —el juego había concluido de la manera esperada, un juego cotidiano.

—¿Acaso lo dudabas? —Y con aquellos breves comenta-rios siguieron camino de la plaza porque realmente era el camino que habían tomado desde el principio y la conversa-ción no fue sino un toma y daca entre compañeros. Dema-siados años juntos como para no saber que a esas horas de la mañana o bromeas o asesinas al primer borracho que se te cruza por el camino. Y más si llevas 8 meses sin follar, y tus hijos no aprueban en el colegio, ni pagando academias.

Al son de un buenos días desganado y tras observar que de los cuatro parroquianos sólo Merche, la churrera, les contes-taba con un pestañeo y un giro de los ojos, ambos entendie-ron que algo sucedía. El ambiente les decía que aquello que flotaba en el aire no era el aceite refrito de los churros.

—Dos chocolates y cuatro churros. Y si tienes la porra, me la pones, que esta mañana vengo con hambre. Y creo que el día va a ser de los buenos —dijo en voz alta Ortiz con los ojos perdidos en el espejo que hacía las veces de pared y donde reposaban el Anís del Mono, el coñac y diferentes fotografías de corte taurino y futbolístico. En dos bostezos mal simulados visualizó a las cuatro personas repartidas en 3 mesas aunque sin duda habían llegado juntos. Ninguno hablaba.

—Atento, chico, que algo se cuece —susurró Márquez rompiendo el pacto de silencio que la misma churrera había contraído con ellos. Un comentario que pasó desapercibido para el resto de personas que no podían saber que Ortiz y Márquez nunca desayunaban y como mucho tomaban dos carajillos, fumaban varios pitillos, ojeaban el periódico y se largaban. La churrera entendió el gesto y se sintió más segu-ra mientras disimulaba detrás de la barra y preparaba los

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chocolates y los churros. —Tú, pollo, ¿llevas fuego? Pues no va y se me olvida el

mechero en el coche —gritó Márquez a uno de los chavales que no paraba de dar vueltas a un café solo.

—No, no llevo —mintió de manera inocente rozando la estupidez. En el cenicero había dos colillas y en la mesa un paquete de tabaco rubio casi terminado.

—Pero hombre, si tienes ahí el tabaco. Venga, mira a ver si llevas el mechero en el bolsillo —volvió a tentar a la suer-te, consciente de que cuanto más lo molestase y más imper-tinente fuese con él, antes perdería los nervios. Hay determi-nados trucos que son tan de manual que parecen forzados, a Márquez eran los que más le gustaban, le hacía gracia reco-nocer su superioridad. Pero, sobre todo, le resultaba cómodo porque actuaba de memoria y sin esfuerzo.

—Tenga —gritó con sequedad otro tipo y le alargó un mechero con publicidad de una caja de ahorros. El mechero estaba nuevo y lleno. Ortiz, que se hacía el despistado en su taburete de la barra, controlaba la situación a través del espe-jo y comprobó quién llevaba la voz cantante de aquellos cua-tro ilusos. Márquez ni siquiera tuvo que mirar a su compa-ñero para saber que ambos lo habían apreciado.

Encendió el cigarro con mucha más tranquilidad de la ne-cesaria, le dio las gracias y sacudió un fuerte mamporro al hombro del chico del café solo sin azúcar. El chaval se vio tan sorprendido con el gesto que respondió como un buen gato acorralado y como los dos agentes esperaban. Lección dos del manual.

—Pero qué coño haces, viejo. ¿Estás jilipollas o qué te pa-sa? —mientras se levantaba para darle más énfasis a su co-mentario, sin darse cuenta de que estaba metiendo la pata. Puso su mentón a menos de quince centímetros de la barbilla del agente.

—Chico, tranquilo, tranquilo, que sólo quería fuego —contestó Márquez, haciéndose el tonto a la espera de la reacción que sabía

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vendría a continuación. —Pues la próxima vez te metes la mano en el culo, capu-

llo —y siguió mirando a los ojos de Márquez con plena in-tención de sacudir un mamporro al agente. Aquel chico des-conocía cómo podría volverse en su contra la situación pero, por otro lado, ¿por qué iba a saberlo si nunca antes le habían parado los pies?

—Mira, chaval, te acabo de pedir disculpas y me estás fal-tando, así que a lo mejor te meto una ostia que te arranco la cabeza —dijo Márquez mostrando sus cartas y acercando tanto la nariz a la nariz del chico que notó su miedo mal di-simulado. Nadie antes había hecho frente a aquel valiente de barrio. Ortiz vigilaba sin hacer nada, tranquilo, observando desde su taburete. Y se sorprendió pensando en que quizás después de aquella trifulca, o lo que saliera de ella, se come-ría los churros. Le animaba comprobar cómo su compañero se quitaría el mal humor familiar en las costillas de un im-pertinente.

En las mesas de al lado, los tres componentes del equipo se levantaron movidos por resortes invisibles en sus respec-tivos culos. Lección tercera.

—Aquí nadie le va a meter una ostia a nadie —sentenció el chico que antes había dado fuego a Márquez. Estaba claro quien llevaba la voz cantante. Su gesto se encontraba dema-siado relajado como para no convertirlo en el de un profe-sional, los agentes no lo pasaron por alto y cierto temor sur-gió en el espinazo de ambos.

Mientras se levantaban los otros tres chavales, Ortiz apre-ció detrás de una de las sillas una bolsa blanca de deportes bien llena, tal era el bulto que hacía. Se le había pasado el sueño y sus músculos le rogaban que saltase en plan felino y zanjase el asunto. Se le había olvidado hacer sus ejercicios matinales y aquella sería una buena manera de sacudirse las pulgas.

Pero ambos agentes tenían memorizado que mejor espe-

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rar, cuanto más cordel dieran a aquellos cuatro, más infor-mación obtendrían y más les dejarían meter la pata. El único riesgo era conocer el peligro y los huevos que tenían y hasta dónde eran capaces de llegar.

—Disculpe, agente, mi amigo ha dormido mal esta noche, no hay más que verle la cara. Además, su novia le dio un disgusto ayer —trató de dialogar el jefe de aquella pandilla. Ortiz y Márquez se vieron cazados por sorpresa, habían sal-tado de lección y no estaban preparados. Los compañeros de almuerzo del valiente permanecieron en pie hasta que el jefe les dio la orden de que se sentaran.

La pobre churrera, al comprobar que los policías no tení-an controlada la situación, dejó caer uno de los platos de churros con el más sonoro de los estruendos. Nadie hizo el menor comentario. Se agachó, los recogió y los colocó sobre el mostrador. El plato no se había roto, la tensión tampoco.

—Vale, ya sabes que somos polis. No sé cómo lo has adi-vinado ni me importa. Ahora dime qué coño hacéis aquí, y qué lleváis en la mochila —dijo Ortiz dejando claro que las bromas se habían terminado y que el menor movimiento terminaría manchando de sangre la churrería.

—Señor inspector —dijo el jefe— nosotros estábamos desayunando tranquilamente, ustedes han llegado con ganas de lío y han molestado a mi amigo. Y si se refiere a la mochi-la de Javi, no va a encontrar nada salvo ropa de fin de sema-na. Como mucho una caja de condones de doce, es que es de los optimistas —bromeó sin gracia, nadie en el local sonrió.

Márquez se rascaba el cinturón sin disimulo, sabía que su compañero no llevaba pistola y la suya hacía siglos que no se disparaba. Simulaba mentalmente a quién atizarle primero para acabar cuanto antes. Era importante saber a quién no-quear antes de comenzar una pelea en serio. Pero permitió que Ortiz, para eso era el jefe, llevase la voz cantante.

—Mira chico, puedes hacerte el gracioso o hacer el jilipo-llas, lo que prefieras, por tu aspecto sabes cómo funciona el

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asunto. Pero lo que puedes tener claro es que los cuatro, por tontos del culo y por tocarnos los güevos, os venís a comisa-ría YA. Allí se te van a quitar las ganas de hacer el gracioso y contar chistes —Ortiz había perdido los nervios, las cartas estaban sobre la mesa. Los cafés se habían enfriado, los cho-colates aún no.

—Creo que el que no entiende la situación es usted, señor —silabeó casi cantando aquel jefecillo de coleta lisa y mandí-bula afilada—. No queremos problemas, ustedes no nos los van a dar, vamos a coger la puerta y nos vamos a largar. —Volvió a sonreír deslizando palabras con suavidad—. Y ustedes no van a hacer otra cosa que comerse sus churros, beberse su chocolate y olvidarse de que nos han visto —sentenció con un tono que pare-ció salido de la misma cocinilla, donde el aceite crepitaba y la pri-mera rosca de churros luchaba por salir o quemarse.

Los cuatro tipos enfilaron la puerta al tiempo que Ortiz y Márquez se miraban estupefactos, miraban a los chavales pasando junto a ellos y volvían a mirarse entre ellos.

—Pero qué… mierda —dijo Márquez. Los chavales habí-an salido sin hacer el menor ruido. Los policías se encontra-ron frente a sus chocolates calientes, hablando de que aque-lla mañana iba a ser de las raras y mejor no comentar el im-previsto con nadie en comisaría.

Aparición Una situación como aquella no pasa desapercibida en la

mente de un policía. Pero, ¿cómo empezar a actuar, cómo reaccionar? Se vieron impedidos desde el primer instante por una fuerza que los ató y obligó. Se habían limitado a hacer lo que aquel chaval había ordenado, como en la mili. Los chavales desaparecieron. Por muchas indagaciones que los agentes hicieron a lo largo de la mañana, por muchas preguntas que dejaran caer, por muchas ostias que dieran a soplones y calienta esquinas, nadie conocía el paradero de cuatro tipos con aspecto normal. Aunque por otro lado, tam-

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poco tenían ningún dato concreto al que agarrarse, ni un atraco, ni un asesinato, sólo una mala mirada, una mala con-testación y un aspecto intrigante y sospechoso que resultaba de lo más amenazante.

A partir de aquel día, Ortiz soñó con el caso, el caso que no era tal; se despertaba a media noche, fumaba en el salón para no alterar el sueño de su amante, bebía una cerveza tranquilizadora, la apuraba, pensaba, daba vueltas a las po-sibilidades, abría una nueva cerveza y se iba a la cama antes de terminarla. El reloj amenazaba como nunca lo había hecho antes.

Era la certeza de la carencia de pruebas. Y eso dolía más que cualquier otra humillación. Mañana

tras mañana, y una mañana más. Su compañero esperaba en la puerta, rutinas, caras y co-

mentarios. Se dirigieron a tomar un café en la Churrería de la Plaza,

los resortes se les dispararon por décimo quinta vez desde el suceso. Pero en esta ocasión saltaron de manera desesperada cuando encontraron acodado en la barra a uno de los tipos, el más descarado y violento de los chicos de la mañana en cuestión. A otro lado al hipnotizador y en la mesa más cer-cana, un señor con aspecto anticuado, como salido de una novela del siglo XIX.

—Les estábamos esperando, han estado preguntando por toda la ciudad por mis chicos y he venido a aclarar la situa-ción antes de que se encuentren con algo que no pueden con-trolar y… —apenas le dio tiempo de terminar su inicio de discurso, cuando una pistola apuntándole a la cara, justo en medio de las gafas de sol, puso fin al monólogo.

—Ni una palabra, ni un gesto, ni un truco. Nada, o no sa-les de aquí. Y eso vale para los demás —vociferó sin aspa-vientos Márquez, sin apartar la mirada del tipo dieciochesco y asegurándose de que sus lacayos lo entendían.

Ortiz controlaba el interior de la churrería, ni un cliente,

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las roscas paradas en el fuego, los cafés esperando en la ba-rra. Pero las palabras de su compañero no provocaron ni el más leve efecto, ni una mirada, ni un gesto. El manual no hablaba al respecto de estas situaciones, sólo decía que mejor templar los nervios y no fiarse de los movimientos brus-cos…ni de los otros.

El jefe de la banda habló a pesar de la advertencia. Sus pa-labras fluyeron como gotas de lluvia templada, resonaron en el cerebro de los agentes, como si las silabearan para cada uno de ellos en concreto.

—Ustedes no van a hacer nada. Lo primero que va a hacer, señor Márquez, es dejar de apuntarme con la pistola. Y si la guarda mejor, podría usted hacerse daño —Márquez contempló impresionado cómo giraba su muñeca, se apun-taba a la boca, se metía el cañón entre los dientes y en menos de un segundo, para asombro de Ortiz, la deslizaba hacia su axila izquierda, bien recogida en la funda.

Los policías se miraron, la complicidad empezaba a ser vergonzosa, se volvieron a mirar…

—Siéntense, no traten de explicar lo inexplicable. No tra-ten de explicar algo que sus mentes ni comprenden ni podrí-an asimilar —continuó silabeando el anciano. Las palabras brotaban con suavidad de confesor, y así las escuchaban, directas al lóbulo frontal.

Los lacayos sonreían descarados, conocían el poder de su jefe y no lo disimulaban. En un rincón de la churrería, la dueña y su marido contemplaban la situación como si asis-tieran al cierre de un negocio de millones de euros.

—Lo primero de lo cual deben tener conciencia es de que van a olvidar lo que les voy a relatar. No sería bueno para su propia seguridad. Por otro lado también deben conocer que si tratan de investigar siquiera mi presencia o la de mis sir-vientes, no encontrarán nada, salvo quizás un final imprevis-to. No queremos eso, a nadie le gustan los finales inespera-dos. Para terminar, deben saber que el poder al que se en-

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frentan, mejor dicho, el poder que tienen delante, es incues-tionable e imparable. Enfrentarse a nosotros no es una op-ción.

Siguieron escuchando durante quince minutos, una histo-ria que se remontaba a las guerras napoleónicas y que des-pistó a los dos agentes si no hubiera sido porque apenas comprendían ni una coma. Un grupo secreto que actuaba en todos los ámbitos sociales, de manera sutil y muy cuidada. Un grupo que se extendía a lo largo de todas las capas influ-yentes de la sociedad europea y que cada cinco años organi-zaba un ritual, Albacete organizaba el de este año.

Ortiz supuso que, a pesar de los cuentos y el teatro de aquel individuo, detrás de su grupo se encontraban los políti-cos y empresarios que todo lo controlaban. Aparte del miste-rio, nada nuevo se cocía, reconoció que la investigación se había cerrado. Contempló de reojo a Márquez, obnubilado, pensativo, despistado. Algo no funcionaba en aquella situa-ción, como si de repente no escucharan las mismas palabras. Márquez lo miró, los ojos de Márquez se fijaron en él, no encontró otra manera de describirlo porque había desapare-cido el destello primario de la mirada de su compañero. Al-go no funcionaba. Lo conocía demasiado bien como para pasarlo por alto.

—Chino, oye, chino, ¿estás bien? ¿Qué coño te pasa? —dijo olvidando el protocolo marcado por aquel aspirante a mafio-so.

—Nada, nada, ¿por qué lo dices? —Sonrió su compañero al tiempo que sacaba la pistola y apuntaba al pecho de Ortiz. Apretó el gatillo.

Desembarco La voz al otro lado del móvil sonó tan ronca como las ór-

denes que acostumbraba a dar. “Todo solucionado”, le con-firmaron. “Uno de los polis se ha cargado a su compañero”. Del resto se encargan los testimonios de los dueños de la

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churrería. Ni una sospecha, ni el más mínimo error. Como usted ordenó, señor”, relató la voz. “Por supuesto señor, por supuesto, lo tendremos en cuenta”, seguía hablando por telé-fono.

El tipo de aspecto dieciochesco apagó el teléfono y lo pasó a uno de sus lacayos, que no paraba de sonreír.

—¿De qué te ríes, Milàks? —dijo escupiendo sus palabras. —Señor, sencillo. Disculpe mi osadía, no era mi intención

cuestionar el plan ni su desarrollo. Sabe que siempre estaré de su lado. Pero no deja de tener gracia el revuelo que ha causado un simple humano. Usted y yo sabemos que una persona sería incapaz de mover los cimientos. Cuando me-nos derruirlos.

—Milàks, llevas tiempo a mi lado, conoces el funciona-miento de la organización. Conoces cada detalle que yo co-nozco, confío en que me sucedas el día en que yo ya no pue-da encargarme de los asuntos de nuestra sociedad en esta región. Tienes razón, los amos están nerviosos, pero desco-nozco los motivos. No sé qué les da más miedo, si ser descu-biertos, si dejarse ver, o si rendir cuentas a los mismos que ahora les rinden cuentas a ellos —explicó con un leve tono desesperanzado el tipo que había sufrido años de oscuran-tismo y años de triunfos en idéntica proporción—. Pero lo del sargento Ortiz ha servido para recordar que no podemos bajar la guardia.

—Entendido, señor, entendido. No habrá más comentarios. Y, desde luego, no habrá más fallos —suspiró Milàks, com-prensivo con el hecho de que su superior en la jerarquía se encontrase agotado ante las batallas que la época moderna derivaba más a los despachos que al campo abierto.

—No hay fallos que recordar, sólo una mala casualidad —dijo más suspirando que hablando.

Ventayovski y Milàks siguieron su camino, el lacayo un paso por detrás de su amo, bajando por la calle Concepción hacia el Altozano sin aspavientos, sin levantar sospechas.

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Tenían una reunión urgente con los responsables de zona, su única responsabilidad fue encargarse de la sangre y las cabezas originarias en la reunión que se celebraba cada cinco años. Salvo un pequeño detalle sin más inconvenientes, el traslado y su custodia fueron óptimos. Apenas una mala casualidad zanjada como sólo sabían solucionar los miem-bros de la escala más elevada de la jerarquía alimenticia.

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Biografía del general Jackson, fragmento aleatorio número 12

Miles Kepler

...Cuando a Joseph Jackson le dirigió la palabra por primera vez un ser humano del género hembra, tardó más de seis se-gundos en reaccionar. No es que lo dejara quieto, parado, con el golpe del rayo, que diría un siciliano. Sólo que apenas la había oído, y pensó que quizá le molestaría tener que repetirlo. Apre-tó los puños, y al segundo número seis dijo no, con más ins-tinto que convicción. Aquél primer no apenas no lo recordaba. No era importante. Para nosotros sí. Vendrían otros noes que Joseph Jackson recordaba años después, cuando ya era gene-ral del Ejército. Los noes que recordaba nunca más salieron de su boca. Los pronunciaban seres humanos del género hembra, los dirigían contra él, y se le marcaban en la piel dejando do-lor y un número, como quien marca un ternero a los pocos días de nacer...

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28 minutos para llegar al helicóptero Marcelo Ortega

... No tenían en mente convertirse en Al Capone, sino en Flavio Briatore,

no en pistoleros, sino en hombres de negocios acompañados de modelos: querían llegar a ser empresarios de éxito.

Gomorra, Roberto Saviano

El juego. Guido, ya convertido en el coronel Smith del videojuego,

muerde la tercera barrita del Kit Kat. Conoce todos los soni-dos que van a aparecer en su cabeza en la próxima media hora, así que sube el volumen del Ipod, donde escucha a Beyoncè, para no oír los ruidos de los otros en la habitación contigua. Se ha conjurado para acabar con éxito la misión después de tres días de fracasos, interrumpidos con algunas misiones resueltas, esta vez sí, con sobresaliente eficacia. A pesar de tres días perdidos, aprende. Sabe que tendrá que esconder a sus hombres en las rocas, reuniendo el comando uno por uno. Sabe que tiene que sincronizar su movimiento con el vigía del paso del puente, la infraestructura enemiga que es el objetivo de la misión. Sin desperdiciar ni una bala de larga distancia. Hacen falta para abatir al soldado de la ametralladora fija, a quien es imposible acercarse sin ser vis-to. Luego poner la carga, en el menor tiempo posible, porque apenas hay 28 minutos para hacer todo el trabajo, y después correr sin detenerse mientras el puente vuela en pedazos y saltan todas las alarmas. Correr hasta el helicóptero con todo el comando, y una carnicería a sus espaldas. Siete misiones más por delante. Los malos son los nazis, unos tipos que existieron de verdad, recuerda Guido, aunque sabe poco más. En su vida real importa poco las cosas que ocurrieron muchos años antes.

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El otro juego. “Apireta el culo Smith, han dado el soplo”. Es la voz de

Santo, desde la otra habitación, llamando a Guido porque hay que ponerse en marcha. El apodo de Smith se lo han colocado más por Hannibal, el líder del Equipo A, que por el coronel Smith del videojuego. Claro que quien lidera este comando real y distinto del videojuego no es Guido-Smith, sino Santo. Él es quien recibe las instrucciones, y quien deci-de cómo actuar cuando los planes cambian sobre la marcha. Este comando de carne y hueso no tiene helicóptero para desplazarse. Usan un Fiat Panda aparcado dos manzanas más abajo, en el cruce de via Cutolo con via Taormina. Junto a Santo y Smith, Alessio, el más joven, se recoge el pelo con una goma y se coloca el tercero, después de asegurar que los hierros funcionan. Bajan a la calle, caminan decididos hasta el Panda, y Alessio conduce hacia el norte de la ciudad po-niendo cuarta, esquivando coches, mientras el tiempo pasa, dando al enemigo la oportunidad de huir. Santo repasa el mensaje al móvil que ha dado el aviso. “Annuziata, princi-pal, plásticos Gabili”. No hay nada que explicar. En 16 minu-tos llegan al lugar. En 40 minutos conducen de vuelta. El olor de la pólvora hace que Alessio conduzca mareado. Todo sale bien una vez más.

El jugador. Acabada la misión real, Guido vuelve al televisor y en-

ciende la pantalla. Esta noche pondrán las noticias, para sa-ber de su hazaña y saber si ha habido otros trabajos contra el enemigo. El comando de Santo ha quemado a cuatro esta vez. 17 en la lista, desde el primer lunes de la guerra. Guido repasa sus cuentas mientras pone la batería cargada al Ipod. Serán varios días hasta que vuelvan a la calle. Ideal para terminar la misión del puente y continuar avanzando niveles en el videojuego. El comando del coronel Smith sigue acu-mulando récords. El comando real escondido en via Cutolo

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también. Guido ya piensa en el final de esta forma de vida, un día que no estará muy lejos una vez pasen dos semanas más y hayan acabado con todos. La calle volverá ser tranqui-la y no quedará ninguno cerca para vengarse. Sólo ellos, y sólo tipos como él para subir niñas a sus flamantes coches, piensa, porque si continúan en esto es cuestión de que en un año pueda tener su propio deportivo. Unas cuantas misiones más, las que sean necesarias, y los jefes del comando real heredarán la calle.

Los otros jugadores. Santo y Alessio están contentos. Se han quitado el mono

de disparar, después de 11 días sin trabajo. Ahora siguen en televisión la Liga de Campeones, haciendo burla a los juga-dores del equipo inglés. Santo y Alessio no prestan atención a Guido, en su videojuego, como siempre. Ese es un juego para niños, piensan, mientras cambian de canal e intentan adivinar una película y un director en La Ruleta de la Suerte. El peludo Alessio es tan nuevo en esta guerra como Guido. Pequeño, con pendiente, gafas sobre el pelo, tatuaje de Ma-radona y un chaleco de plumas. La moda, lo normal. Lo justo

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para pasar una temporada en el apartamento de via Cutolo. Santo es el más veterano. Ha hecho trabajos serios antes de esta guerra, aunque ha cumplido los 30 años dos días antes. Ese día el mensajero que les trae la comida le dejó también un regalo de los jefes: Un rólex de 500 euros, nuevecito, con una tarjeta en la que el gran jefe le recuerda su bautismo de sangre. Hace dos años de aquello, cuando el gran jefe se dejó acompañar por Santo para limpiar a dos bufones que sisaban dinero del clan. Santo recuerda ahora aquel día mirando el reloj, donde van a dar las diez de la noche. Es la hora de ver las noticias, piensa, mientras el tipo del concurso resuelve el panel y gana 3.000 euros. Pobre diablo, dice Santo en voz alta, mientras cambia de canal porque empieza el telediario local.

La televisión. “Un nuevo episodio en la guerra de clanes del centro his-

tórico de la ciudad. Cuatro personas han sido halladas muer-tas en el interior de una industria de plásticos, en la circun-valación a la altura de Porto Nuovo. Los hombres presenta-ban varios impactos de bala, y la policía les ha identificado como pertenecientes al Clan Villorio, quien desde hace va-rias semanas libra una batalla en las calles contra los expo-nentes del clan Mazarino. Con estos asesinatos son ya 26 los muertos de esta nueva guerra en la ciudad, donde operan al menos 19 clanes que se disputan el control de los negocios ilícitos”.

El juego. El día siguiente. Una explosión de aúpa, sirenas, y llegar

hasta el helicóptero. Todo hecho con tres minutos de adelan-to. Guido ha sido el único en levantarse antes de las 11, y antes de las 11,25 guarda la partida. Mientras da bocados a un kit kat comienza a sondear la nueva misión, un nivel más difícil. El coronel Smith y sus hombres lo tienen complicado

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esta vez, piensa, porque el objetivo es asesinar a un oficial de las SS. Lo complicado es que a la menor señal de que el co-mando está allí el oficial nazi se va, y la misión finaliza, te-niendo que volver a reiniciar. A Guido no le gusta, aunque no signifique hacer trampa, pero quiere llegar hasta el final sin errores y por sí mismo. Por eso no usa los trucos que un amigo le dejó cuando le grabó el videojuego. Difícil, dice Guido, mientras piensa el primer movimiento a realizar por el coronel Smith y sus hombres. Casi son las 12, la hora a la que llega el mensajero con la comida. Pocos minutos después escucha la señal convenida tras la puerta, mientras termina el Kit Kat. “Hay que comer”, dice Alessio, que va a abrir la puerta. Guido no tiene hambre ahora. El chocolate le ha qui-tado el apetito.

El otro juego. No habrá nada para comer. Alessio cae de espaldas de va-

rios disparos en el pecho. Guido tiene tiempo de girarse y se tira al suelo. Estruendo en toda la habitación. Cuatro tiros caen sobre el televisor, donde desaparece la pantalla del jue-go. Santo dispara desde la otra puerta, y se hace una pausa mientras, cubiertos tras el sofá, los malos recargan munición. Guido busca cómo llegar hasta la otra habitación, porque está desarmado. Imposible, así que sigue esperando a que Santo caiga en la cuenta y le tire la suya, o a que él solo pue-da quitarse de en medio a los malos. Cuando el jefe dispara sobre ellos Guido levanta la mirada y ve aparecer a un tercer malo en la puerta. El ojo izquierdo de Santo recibe una bala, el agujero se vuelve rojo y se hace más grande, mientras la bala sigue su curso y vuelve a salir por detrás de la oreja. La segunda bala le da en el hombro, y cuando cae su arma los dos malos del sofá abren fuego. Santo deja de moverse. Gui-do intenta la jugada de pasar sobre él y meterse en la habita-ción, donde están las armas. El comando de via Cutolo ya no es sino un hombre desarmado, que depende de la suerte que

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pueda tener para que ninguna de las balas de tres malos dis-parando le acierten en el cuerpo. Guido se arrastra por el suelo y se impulsa para saltar hasta donde Santo se desan-gra, pero una bala del tercer hombre le deja a medio camino. Cae sobre la pared, con el tiempo justo para acordarse de buscar el botón de reiniciar partida. El tercer hombre aprieta el cañón de su pistola sobre su cuello y aprieta el gatillo cuando Guido va a decir algo. Nadie habla, y nadie le hubie-ra escuchado.

Game Over. Nada más, ningún ruido en todo el edificio. Ningún veci-

no se ha movido de donde estuviera, y los tres hombres sa-len a la calle por el patio interior, saltando hasta el edificio contiguo. La misión ha terminado, poniendo tres cadáveres más en la cuenta de los malos. Esta noche las noticias darán cuenta del número de víctimas de la guerra de las calles. No hay nada que temer, piensan los tres artífices de la última matanza. Ningún helicóptero les espera al final de la calle, sólo un Golf blanco, arrancado, a punto para huir en cuarta esquivando los coches del sur de la ciudad.

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Las historias de fin de semana Lulú Travers

A pesar de lo que pueda parecer en el título, no es una histo-ria de amor y sexo, ni se acerca. Así que, deja de leer. A veces uno adquiere (o compra, en su defecto), literatura que cree haber leído, o leyó de jovencísimo, y de repente cobra un sentido nuevo. A mí me ha pasado este último mes con H.G. Wells, ese vidente con ideas socialistas.

Empecé por casualidad, con un libro reencontrado en al-gún rincón, La isla del Dr. Moreau, y me fui a la isla semide-sierta a sufrir por si los lobos y los animales enfurecidos me desgarraban los ropajes. Pero conseguí escapar.

El siguiente fin de semana fue El hombre invisible, ¿por qué? Por cercanía en el estante. Imaginé lo que supondría desaparecer sin irse del todo, y soñé unos minutos en verme descalzo por la ciudad, desnudo. Recordé el traje nuevo del emperador y pensé que esta novela, si hubiera transcurrido en España, hubiese tenido consecuencias distintas. Debo recordar que para el hombre invisible el frío y la humedad eran un serio inconveniente.

Lo curioso es que me venían a la cabeza cientos de imá-genes de películas en blanco y negro que disfruté de peque-ñísimo y cuyos títulos nunca recuerdo (aunque tengo amigos que lo hacen por mí). Terminaron las aventuras del científico egoísta y enloquecido y comenzaron las del viajero en el tiempo. Eso sí que es soñar. ¿Dónde ir primero? Son historias de fin de semana que duran toda la vida, las películas, los sueños, las imágenes perdidas que circunstancialmente se recuperan. ¿Dónde ir primero?

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Sísifo, el amigo demasiado listo Bernard Gluck

Cogí el primer libro que vi en la estantería del pasillo: Robert Graves, Mitos Griegos. He abierto a la inglesa, al azar y apa-rece Sísifo, ese listillo.

¿De qué sirve leer de vez en cuando mitos griegos? Pri-mero porque despeja mucho la mente. Segundo, corrobora lo que ya sabemos: los griegos lo inventaron todo, lo escribie-ron todo.

Este listillo en concreto burló varias veces a la muerte, Hades (que era un tío).

Burlar a la muerte tiene su mérito, pero hacerlo varias ve-ces es para descubrirse.

Cuando Sísifo retiene a Hades (la muerte) un par de días, maniatado se dio una situación imposible, las muerte no podía actuar, las personas no morían.

Y en aquella época de forzudos, valientes, guerreros, y lu-chadores no podía ser: ¡Dos días sin morir nadie!

Así que vino el jefe de la guerra, Ares, la delicia de las chicas, y solucionó la cuestión porque era malo para su ne-gocio.

A Sísifo le imprimieron el castigo eterno, subir la piedra y que vuelva a rodar. Todo por pasarse de listo y esquivar la muerte (que era un tío).

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Retribución King Parker

Retribution (1955) Trad. de Alberto López Aroca

EL CADÁVER DE Rhoda estaba tendido en la cama, en mitad del dormitorio. Por la habitación había pasado un huracán con pistolas, a juzgar por los agujeros distribuidos entre las piernas, los brazos y el pecho de la chica. Las sábanas se habían teñido de sangre, las puertas del armario empotrado estaban abiertas de par en par, los vestidos, los pantalones, las bragas y los calzoncillos, todo estaba esparcido por el suelo. Los cajones de la mesita de noche se encontraban en el otro extremo de la habitación, volcados, y la cómoda se había convertido en un montón de astillas.

Blood se agachó junto a la cama para recoger la pata de una silla con la que habían golpeado el rostro de Rhoda has-ta desfigurarlo por completo. Después se dirigió al cuarto de baño del dormitorio. Por la puerta salía un charco de agua procedente de la cisterna rota, arrojada de cualquier manera a la bañera.

Los azulejos del enlucido tras el retrete estaban en el sue-lo, hechos añicos, y habían dejado al descubierto una oque-dad de seis o siete pulgadas en la pared.

Blood estaba seguro de que Rhoda les habría dicho dónde estaba el dinero sin necesidad de torturas, pues Rhoda no soportaba el dolor. No obstante, ellos se habían ensañado con ella tanto como habían podido. Y después se habían lle-vado el dinero.

Salió del aseo, sacó la almohada de debajo de la cabeza de Rhoda, le quitó la funda de tela azul y con ella envolvió la pata de la silla.

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A continuación, se marchó de allí en busca de Kramer Krap y sus muchachos para matarlos a todos.

WILL BILLINGS, EL chivato que ayudaba a la banda de Kramer y ofrecía pistas falsas a la pasma, tampoco soportaba bien el dolor. Precisamente por ese motivo trabajaba para Kramer.

—¡Espera! ¡Espera! —gritó Will, su espalda pegada a la pared del callejón.

Blood se estaba acercando a él con lo que parecía una es-pecie de bate de baseball fantasma en la mano derecha. Gol-peó con fuerza el brazo izquierdo de Will, y el chivato mau-lló como un gato.

—¡No tienes por qué hacer esto! —dijo Will—. ¡Voy a hablar, tío! ¡Te diré lo que quieras!

Blood le golpeó de nuevo, esta vez en el otro brazo. Repi-tió los golpes en las costillas y luego en ambas piernas. A sus espaldas, al otro extremo del callejón, la gente iba y venía, y no se metía donde no la llamaban. Se escuchó la sirena de un coche patrulla a lo lejos, pero Will Billings no se sintió espe-ranzado por ese sonido. Parecía que a Blood le importaba un bledo si en ese momento aparecía toda la policía de North Havenbrook.

—¡Por el amor de Dios, Blood! —gritó Will—. ¿Es por Kramer? ¡Te lo diré todo! ¡Te diré dónde se encuentra!

Blood se detuvo un instante y dijo: —Sé que lo harás. Y siguió golpeando a Will durante un rato.

EN LA ENTRADA trasera del garito, Con Sheridan estaba lim-piándose las uñas con la navaja del difunto “Patillas” Fritz. “Patillas” había sido compañero de Sheridan en los tiempos en que los muchachos se dedicaban a reventar las cajas de las cabinas telefónicas, justo cuando habían dejado aquello de asaltar a los borrachos a la puerta de los bares. Las cabinas telefónicas eran una cuestión de arte para el difunto “Pati-

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llas” Fritz, cosa que en verdad, a Con Sheridan le daba bas-tante igual. “Patillas” no hacía nada con un destornillador que Sheridan no hubiera podido hacer dando una buena patada.

Ahora, “Patillas” había andado tonteando con Carol, la chica de Kramer Krap, y Con le había tenido que meter un destornillador en las tripas. Doce veces.

Con Sheridan creía que eso era lo que los tipos listos lla-maban “justicia poética”.

Cuando Blood dobló la esquina que daba a la entrada de Rosen’s, el garito de Kramer, Con Sheridan seguía hurgán-dose las uñas con la navaja del “Patillas”. Con no lo vio ve-nir, y recibió el primer golpe de abajo hacia arriba, en la mandíbula. La navaja saltó de sus manos, y Con se desplomó contra la puerta y se escurrió lentamente hasta el suelo.

Pero no estaba inconsciente. —¿Está Kramer en casa, Con? Con miró hacia arriba y vio lo que le había golpeado: un

bate de baseball que sujetaban con fuerza las enormes manos de ese tipo que había llegado hacía unas semanas a North Havenbrook. Con sabía quién era, entre otras cosas porque esa misma tarde había estado en su apartamento, en compa-ñía de Kramer y un par de los muchachos, y habían matado a la fulana de ese tipo. La habían molido a palos, habían co-gido la pasta que la parejita escondía en el aseo, y después habían cosido a balazos la chica.

A Con le dolía horrores la mandíbula, y por un momento, había olvidado por completo el nombre de ese individuo. Pero ahora lo recordaba.

—Te vamos a destrozar, Blood —le dijo—. Te voy a arrancar la piel con mis propias manos. Y Kramer te hará algo más.

—¿Está en casa? —repitió Blood. —Claro que sí, idiota. Blood levantó la pata de silla y remató la faena.

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Con gritó un par de veces, y después guardó silencio. La puerta del Rosen’s se abrió y aparecieron dos tipos que blandían sendos revólveres. Blood los conocía de vista: uno de ellos, el más bajito, se llamaba Derek no sé qué y llevaba un S&W; el otro, un tipo viejo, espigado y con la cabeza en forma de bala, era un tal Carter. Le estaba apuntando tam-bién con un S&W.

—Mierda —dijo Derek—. Se ha cargado a Con. Blood soltó la pata de la silla y dijo: —Me habéis pillado.

KRAMER KRAP TENÍA sentada en sus rodillas a Carol, que era una de esas coristas rubias que de cuando en cuando llega-ban a North Havenbrook rebotadas desde la gran ciudad. Carol había salido de algún lugar de Illinois, en mitad del cinturón de maíz de los Estados Unidos, y como buena cam-pesina, sabía tratar bien a su hombre. Y su hombre, por su-puesto, era el gángster local Kramer Krap.

A Kramer le gustaba lucir a su rubia en el Rosen’s, donde nadie habría osado tocarle un pelo a Carol —nadie salvo ese idiota de “Patillas” Fritz; pero eso ya era historia—, y tam-bién la llevaba a los locales de algunos amigos.

En los últimos tiempos, Kramer estaba haciendo muchas amistades. Y no sólo en los bares de copas y en las casas de mala reputación, sino también en algunas joyerías, bancos, y otros negocios respetables de North Havenbrook. Eran esa clase de amigos especiales, esos que te dan dinero a cambio de evitar que a sus negocios les sucedan cosas imprevistas. Cosas malas. Por ejemplo, lo que le había sucedido a ese buen amigo de Kramer que se llamaba Jim Spano, un pres-tamista de la calle 9 al que un tipo le había birlado cuarenta y dos de los grandes. Spano, que había encajado un balazo en el hombro, se había quejado a Kramer, y Kramer, que pre-sumía de cumplir en los negocios, le había prometido a Spa-no que recuperaría al menos una cuarta parte del botín.

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—Menos es nada, ¿verdad, amigo? —le había dicho a Spano, que sabía lo que iba a suceder con los otros tres cuar-tos de su dinero. Y Spano, que de esa manera especial era un amigo de Kramer Krap, no replicó. Y no lo hizo porque sabía que Kramer se tomaba las cosas muy en serio. De hecho, Spano se alegraba de no estar en el pellejo del imbécil que había irrumpido en su despacho con un revólver y una bolsa vacía y le había pegado un tiro.

Cuando Kramer se enteró de que el tipo que había lim-piado a Jim Spano era ese forastero con pinta de chulo que se había tomado unas copas en su propio local, en compañía de una morena que a Kramer, a decir verdad, le había parecido una cosa seria, decidió que había que darle una buena lec-ción. Fue Billings el chivato quien corrió a contárselo, pues por suerte, Will Billings conocía sus obligaciones: cualquier cosa interesante que sucediera en la ciudad, Kramer debía saberla antes que ese hatajo de inútiles de la Policía de North Havenbrook.

Billings le había contado que el forastero se hacía llamar Blood, que su zorra aún no tenía nombre, pero que lo averi-guaría, y que habían alquilado un apartamento en el West.

Con esa información, y el pensamiento puesto en tres cuartas partes de cuarenta y dos mil dólares, Kramer cogió a Sheridan, a Mick y a Moss, y se marchó a hacerle una visita a ese ladronzuelo de tres al cuarto. Sin embargo, cuando se encontró con que ese tipo había dejado allí a su fulana, Kra-mer decidió pasar un buen rato y ya puestos, dejar el listón bien alto.

La chica les había dicho dónde estaba la pasta —la habían ocultado tras la cisterna del retrete, en un agujero practicado en la pared—, pero Kramer no estaba por la labor de pasar por alto el asunto. Por eso, él y los muchachos se emplearon a fondo. Estaba seguro de aquello haría que el tal Blood, si es que se llamaba así, se largara de la ciudad a toda prisa.

Por eso se sorprendió tanto al verlo allí, en la trastienda

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del Rosen’s, encañonado por Derek y Carter. —Ha matado a Con —anunció Derek, y le lanzó a Kramer

el improvisado bate de baseball. La tela azul estaba mancha-da de sangre por un extremo.

Kramer se quitó de encima a la rubia Carol de un azote, y a continuación se puso en pie. Miró de arriba abajo al recién llegado, como si no pudiera creer que fuera el mismo tipo al que había visto unos días atrás en su club.

—Tú eres Blood. Blood no respondió. —Dime, Blood, ¿por qué demonios estás en mi local y no

de camino a cualquier otra parte? —Porque antes de marcharme de aquí quiero recuperar

mi dinero y matarte a ti y a tus hombres. —Blood miró a Carol, que se había repantigado en un sillón, al otro lado de la mesa donde había un puñado de billetes, un par de copas y un mazo de cartas—. Y creo que también me llevaré a la chica.

Kramer se volvió hacia Carol, que acababa de encenderse un cigarrillo, y después regresó con Blood.

—¿Estás hablando en serio? —le dijo—. ¿Has venido para vengarte de mí porque nos cargamos a tu furcia?

—No venganza —respondió Blood—. Retribución. —¿Retribución? —Mi dinero. Una chica. Todos vosotros muertos. —Está bien —dijo Kramer, y sacó un diminuto revólver

del bolsillo de la chaqueta—. Muchachos, sujetadlo. Derek y Carter cogieron a Blood por los brazos, y Kramer

le golpeó tres veces en la cabeza con la culata del arma. Las rodillas de Blood se doblaron.

—Llevadlo al sótano —ordenó a los muchachos, y des-pués dijo a Carol—: Y tú, ve a la barra y dile a Tricky que te dé el soplete y una botella de whisky. Y tráelo todo abajo.

—Sí, Kramer —respondió la chica.

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TRICKY FREDERSEN VIO entrar por la puerta principal del Ro-sen’s a los hermanos Mick y Moss Guzik, y pensó que aque-llos dos eran capaces de oler la sangre a millas de distancia. Era imposible que supieran lo del tipo del sótano, pero ahí estaban. Tricky les hizo señas para que se acercaran a la ba-rra.

—¿Qué pasa? —preguntó Mick, que era gordo y volumi-noso como una alambique casero.

—Kramer está abajo —les dijo—. Me ha pedido el soplete. Moss soltó un gruñido, alargó el brazo por encima de la

barra y cogió una botella de Pitman’s que Tricky había deja-do tras el mostrador.

—Venimos de devolverle su pasta a Jim Spano —dijo Mick, sonriendo. Su hermano Moss debía pesar la mitad que Mick, y rara vez decía una palabra comprensible—. ¿Quién es el afortunado?

—Ni idea, chicos. —Ojalá sea el idiota que limpió a Spano, ¿verdad, Mossie?

—dijo Mick. Moss engulló un trago directamente de la botella y soltó

un par de ruidos guturales. Tricky tradujo mentalmente: “Sí, Mick”.

—¿Bajamos a echar una mano, Tricky? —preguntó el más gordo de los Guzik.

—Vosotros mismos. Mick hizo ademán de largarse hacia la trastienda, pero

Moss lo agarró por la solapa, soltó otro de sus gruñidos y le tendió la botella de ginebra a su hermano.

—Está bien, echemos un trago —dijo Mick—. No todo va ser diversión.

Tricky no se molestó en sacar vasos para esos dos anima-les.

EN OTRO TIEMPO, Inge Carter había sido un cotizado torpedo en Detroit. Le había dado el paseo a más tipos de los que

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podía recordar, y en una ocasión había participado con los restos de la banda de Dion O’Banion en un atentado contra el mismísimo Al Capone en Chicago. A su manera, Inge Car-ter había sido un tipo importante, y se había codeado con la crema de su profesión, pero ahora no era más que un viejo discreto y silencioso que se paseaba por un pueblucho lla-mado North Havenbrook con un revólver en el bolsillo, y bebía vodka con zumo de tomate en el club de su jefe, Kra-mer Krap. Rara vez tenía ocasión de disparar contra alguien —para eso estaban los jóvenes como los hermanos Guzik o su amigo Derek—, y lo cierto es que no sabía muy bien por qué Kramer lo había acogido como a uno más. Carter creía que era por su reputación, y porque de algún modo, le inspi-raba confianza a Kramer.

—Dame fuego, Carter —le dijo Kramer Krap, y Carter le tendió una caja de fósforos.

Carter miró al tipo que había matado a Con Sheridan. Esta-ba sentado en una silla, sus manos atadas al respaldo y las piernas sujetas a las patas delanteras. Derek, que había servido en la Marina durante la guerra, había hecho esos nudos que tanto le gustaban: a veces, mientras tomaban una copa en el bar, Derek sacaba un cordón del bolsillo y hacía nudos. Nom-braba las lazadas y las vueltas como si estuviera recitando un poema, y al terminar, decía el nombre del nudo: “cabotaje”, y cosas así. A Carter le parecía que Derek era un buen chico.

Sin embargo, ese forastero al que Kramer iba hacer pasar un mal rato no le parecía en absoluto un buen chico. A Car-ter le resultaba familiar, aunque no era capaz de situarlo. Por lo que sabía, el tipo no era más que un ladrón de tres al cuar-to, pero que lo ahorcaran si no había visto aquel rostro de piedra en alguna otra parte.

Decían que se llamaba Blood, pero Inge Carter estaba se-guro de que ese no era su verdadero nombre.

—Despierta a ese montón de carne, Carter —le ordenó Kramer.

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Carter se volvió a la pila, que estaba junto a un estante re-pleto de cajas, botes de pintura vacíos y algunas herramien-tas, cogió un cubo de metal y lo llenó de agua. Después fue hacia la silla donde estaba ese tipo.

—Estoy despierto —dijo Blood. —No importa, amigo —dijo Kramer—. Carter, tírale el

cubo de agua. Va a agradecer estar fresquito ahora, porque dentro de un momento va a tener mucho, mucho calor.

Carter obedeció y arrojó el agua contra el tipo de la silla. Blood soltó un bufido, escupió agua y le echó a Carter una

mirada que al viejo torpedo no le gustó un pelo. —¿Por qué no nos lo cargamos de una vez, Kramer? —dijo

Inge Carter, y sacó su revólver—. Si quieres, yo mismo puedo hacerlo.

—¿Qué mosca te ha picado? —dijo Kramer—. No tene-mos ninguna prisa. Pienso darle a este entrometido lo que se merece.

—Es sólo que me ha parecido una buena idea, Kramer. —Deberías hacer caso al viejo —dijo Blood. Kramer lo miró, encendió un fósforo y lo acercó a la punta

del soplete, que soltó un fogonazo. —Si crees que te vas a librar de esto, vas listo, amigo —le

dijo Kramer—. Quitadle los zapatos. Derek y Carter se miraron. —¿A qué estáis esperando, muchachos? Derek señaló a la escalera, y Kramer vio allí a su chica con

la mano apoyada en la barandilla. —Lárgate, Carol —dijo Kramer—. ¿O es que quieres ver

el espectáculo? —¿Es que no puedes pegarle un tiro, Krap? —respondió

la chica—. ¿Tienes que hacerle esas cosas? —Vaya, ¿os habéis puesto todos de acuerdo? —dijo Kra-

mer—. ¿Os cae bien este bastardo? ¿O es que queréis que os caliente también a vosotros? ¿Eh, Carol? ¿Te apetece que te depile las piernas? —Abrió un poco más la espita del soplete

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y salió una larga llamarada. El viejo Carter se dirigió al pie de la escalera, tomó por el

brazo a Carol y la empujó hacia arriba. —Vete a tomar una copa, cariño —le dijo Carter al oído—.

Aquí no hay nada que quieras ver. Blood observó toda la escena en silencio, y se hizo una

idea bastante clara de qué tipo de líder era Kramer: Había encontrado a muchos hombres como él, hombres brutales que en realidad no eran más que unos peleles. Días antes, cuando había visitado el Rosen’s con Rhoda, había visto a los matones que trabajaban para Kramer, y los reconoció como lo que eran, unos paletos acostumbrados a robar en las cabi-nas de teléfonos y cosas así. El único que parecía un profe-sional era el viejo, pero Kramer lo trataba como si fuera un inútil. El viejo era el único que tenía su arma en la mano, y por tanto, era el único del que Blood debía cuidarse.

El otro, el muchacho al que llamaban Derek, parecía un tipo serio: había hecho un buen trabajo con los nudos, pero no se había dado cuenta de que Blood estaba despierto todo el tiempo, sus músculos tan tensos como cuerdas de violín. Además, la silla donde lo habían amarrado había visto sus mejores tiempos durante la Prohibición: era de madera, y la humedad del sótano había empezado a pudrirla.

Desde el momento en que había visto el cadáver de Rho-da, Blood había sabido que un individuo tan innecesaria-mente cruel como Kramer no podía ser cuidadoso.

Y ahora, todos estaban demasiado ocupados con sus ton-terías para escuchar los crujidos de la madera. Sobre todo Kramer.

Carol desapareció escaleras arriba. —Los zapatos y los calcetines, fuera —ordenó Kramer—.

Vamos. Derek y Carter guardaron sus armas y se agacharon a los

pies de Blood. —¿Es que este tipo te importa algo? —susurró Derek.

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Inge Carter no respondió, y se limitó a hacer lo que le habían ordenado. No estaba mirando el zapato que tenía en la mano, sino el otro, el que Derek había desatado con gran facilidad, cuando sintió el puntapié en el rostro. Nadie escu-chó el sonido de las astillas.

Un instante después, el sótano bajo el Rosen’s Club se había convertido en un manicomio.

CUANDO VIO A los hermanos Guzik acodados en la barra, Carol deseó tener un momento de inspiración y decirle algo ofensivo e ingenioso a ese par de cerdos. Pero no había sen-tido nada semejante desde la última vez que había hecho pruebas de voz para uno de esos horribles musicales de Broadway.

—Buenas tardes, Carol —dijo Mick, y su saludo sonó a pura lujuria.

Moss Guzik ni siquiera se molestó en decir “hola”, cosa que a Carol le dio exactamente igual, pues no lo habría en-tendido bien. Moss se limitó a mirarle los pechos, y después le echó un largo trago a la botella de Pitman’s.

—¿Necesita Kramer ayuda allí abajo? —preguntó Mick. —Por supuesto —respondió Carol—. Seguro que necesita

a tres o cuatro como vosotros para quemar vivo a un hombre atado a una silla.

Moss se echó a reír y escupió una bocanada de ginebra en sus zapatos. Mick se acercó a Carol y le dijo:

—¿Así que tres o cuatros como nosotros? —Por lo menos. —¿Y para hacerte algo a ti, cuántos como nosotros hacen

falta? Quizá sólo nosotros dos, ¿eh, Mossie? —dijo, y Moss volvió a reír y a escupirse el alcohol encima.

El camarero Tricky Fredersen se acercó a ese rincón de la barra.

—Eh, vosotros dos —le dijo a los Guzik—, ¿es que ya os habéis olvidado del Patillas?

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—Sólo estaba bromeando, Tricky —dijo Mick—. No hemos ofendido a Carol, ¿verdad que no, preciosa?

Moss dijo algo ininteligible y le tendió la botella de Pit-man’s a la muchacha, que la rechazó con un gesto.

—Ponme una copa, Tricky —dijo Carol, y le dio la espal-da a los hermanos Guzik—. Si no es Kramer, algún otro se encargará de estos dos algún día.

Entonces se dieron cuenta de que la puerta de la trastien-da, la que llevaba también al sótano, se estaba abriendo.

LOS DOS OJOS de Derek saltaron fuera de sus órbitas y queda-ron colgando, uno de ellos sobre la mejilla. En todo este tiempo, Kramer Krap le había hecho toda clase de perrerías a un montón de bastardos, pero nunca había visto que a al-guien se le salieran los ojos de un apretón en el cuello.

Era algo nuevo. Debía de doler muchísimo, pero Derek apenas podía emitir un gemido ahogado.

En el suelo, Inge Carter estaba intentando atrapar su S&W con la mano derecha, mientras que con la izquierda trataba de taponarse la nariz, que sangraba a chorro. Pero Blood ya había abandonado a Derek, y se dispuso a patearle la cara a Carter con los pies desnudos otra vez. La S&W de Carter salió disparada y cayó al suelo; Kramer Krap soltó el soplete ardiente y se arrojó encima de ella. Ni siquiera pensó en el diminuto e inofensivo revólver que llevaba en el bolsillo de la chaqueta.

Pero no tuvo tiempo de hacer nada con la pistola, pues los puños de Blood cayeron sobre el rostro de Kramer una y otra vez. No tuvo problemas para arrebatarle el arma.

El viejo torpedo Carter, apenas consciente, vio la manio-bra del hombre del rostro de piedra, y se dijo dos cosas: que aquello era magia, y que sí, había visto a ese tipo antes en algún otro lugar, hacía mucho tiempo. Pero Carter se desva-neció antes de poder recordarlo.

—Bastardo —comenzó a decir Kramer, y Blood le propinó

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un puntapié en la boca. Kramer sintió cómo se le rompían un par dientes.

Blood se acercó a la mesa, donde Kramer había dejado la pata de silla envuelta en la funda azul de la almohada. Se acercó al cuerpo jadeante de Derek y le aplastó la cabeza de un certero golpe. Después hizo lo propio con el viejo e in-consciente Carter, y se entretuvo un poco más con Kramer Krap.

—¡Espera, te diré dónde está el dinero! —dijo Kramer, que aún esperaba salir con vida de aquel atolladero.

—Ya lo buscaré yo —respondió Blood. Y le machacó la cabeza hasta matarlo.

—EH, ÉSE ES el tipo que le robó a Jim Spano —dijo Mick Gu-zik, y una bala le estalló en la cara.

Moss arrojó la botella de Pitman’s sobre el individuo que acababa de salir de la trastienda, pero falló y recibió dos dis-paros en mitad del pecho. Antes de caer del taburete ya esta-ba muerto. La ginebra se desparramó, igualita que el cadáver de Moss Guzik.

Tricky Fredersen miró hacia la escopeta de cañones recor-tados que tenía justo delante, bajo la barra, pero se lo pensó dos veces y puso las manos con las palmas hacia arriba sobre el mostrador.

Blood no dejó de apuntar con su arma hacia el camarero, que estaba junto a Carol.

—El dinero —le dijo Blood a la chica. —Está ahí detrás, en la caja fuerte. Blood pareció meditar un par de segundos. —Conoces la combinación —dijo. No era una pregunta. —Sí. —Tráelo. —¿Todo? —Sí. Carol se levantó y se dirigió hacia el cuartito de la tras-

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tienda, donde estaba el despacho de Kramer. —¿No cree que la chica puede volver con un arma y pe-

garle un tiro por la espalda? —preguntó Tricky, que estaba un poco nervioso.

—No —respondió Blood. —Pero ella es la chica de Kramer —dijo Tricky. —Por eso. Carol reapareció arrastrando un par de bolsas muy abul-

tadas. —¿Has echado un vistazo al sótano? —preguntó Blood. —No. —Bien. Tú —le dijo al camarero—, si no quieres que el lo-

cal arda por los cuatro costados, baja y apaga el soplete. —¿Ya? —Espera a que nos marchemos. Blood le indicó a la muchacha que saliera delante de él

por la puerta principal, pasando por encima de los Guzik, y la siguió sin dejar de apuntar a Tricky.

En cuanto los vio salir por la puerta, Tricky Fredersen co-rrió hacia el sótano y bajó las escaleras a toda prisa. Encontró los tres cadáveres desfigurados y el soplete encendido en el suelo.

Por suerte para todos, nada se había quemado. A Tricky le pareció que el cuerpo de Kramer soltaba una

bocanada de aire. Tricky le asestó una patada en el costado, a la altura de los riñones, y tras unos minutos ya no escuchó ninguna otra señal de vida.

Entonces subió al Rosen’s, cogió el teléfono y marcó el número de la policía de North Havenbrook.

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Me acosté con un tipo barbudo Miguel Ventayol

Oxigenarse significa llenar los pulmones hasta decir basta, en la intención, sana o no, de despejar la mente, estirar el cuello y comenzar a mirarlo todo de nuevo con el pecho re-pleto de optimismo.

Más o menos. Ayer me fui a la cama con Jules Verne, un tipo barbudo

que cuenta historias aceptables. Pensé que sería buena idea, me dormiría, me oxigenaría la cabeza y un nuevo día apare-cería ante mí sin más, como quien no quiere la cosa (expre-sión tan poco literaria, tan amplia y descriptiva). El tipo bar-budo me dijo que mejor soñara, que era el momento de des-lizarme a los mundos de Morfeo: vamos, que me quedé ro-que. No soñé nada. El oxígeno se había apoderado de mí y se convirtió en el somnífero ideal para que mi mente dejase de funcionar las horas suficientes como para abandonar el mundo, aunque el mundo estaba esperando.

El libro del tipo barbudo se cayó al suelo en mitad de la noche, pensé que sería mi hijo que lloraba pero no, esta no-che mi enano no descansaba conmigo, y lo eché de menos: sus llantos, sus gritos a medianoche, sus lágrimas desconso-ladas.

Me fui al café con el tipo barbudo y pensé que era una magnífica manera de amanecer.

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Seguros Marcelo Ortega

La historia es más o menos así: un tipo entra en una oficina de seguros, camina por entre las mesas sin saludar a nadie, va hasta el despacho del fondo, y entra sin llamar. Una vez de-ntro saca un revolver y dispara al tipo que ocupa el despacho. Tres disparos, dos en el pecho y uno en la cabeza. Guarda el revolver. Cuando sale a las oficinas nadie se ha movido de su sitio. Continúa el trabajo. Por un segundo piensa en si quizá no ha hecho nada todavía. Vuelve al despacho, ve la sangre sobre el sillón. Ahora está seguro de haber disparado tres ve-ces. Nota la pistola bajo la chaqueta. Los oídos todavía tienen dentro el estruendo de las detonaciones. Vuelve a salir y ob-serva las veinte o treinta personas que siguen su trabajo. Sor-prendido, va a la mesa donde pone escrito 'Tesorería General', intenta recomponerse, y pregunta:

—Oiga, por favor, ¿quiere decirme por qué nadie parece haber oído tres disparos? ¿Usted los ha oído? ¡He matado al director general, por el amor de Dios!

El tipo que ocupa la mesa de la Tesorería General apenas aparta la vista de sus papeles, no le mira, y tarda unos se-gundos en hablar:

—Lo siento, caballero, querrá decir que ha matado usted al director general de hoy. La compañía está en todo, amigo mío. Nuestros jefes no están detrás de ninguna puerta. Ha matado a usted a alguien a quien se le ha pagado para recibir disparos dirigidos a los superiores. No ponga esa cara, es normal. Ahora, si hace el favor, dispare usted contra sí mis-mo. Un suicidio podemos cubrirlo y su esposa quedará asis-tida con nuestra excelente póliza. Disculpe. Que tenga usted muy buenos días.

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Biografía del general Jackson, fragmento aleatorio número 54

Miles Kepler

Declaraciones de Stanley Boorman, miembro del batallón del general Jackson cuando éste todavía tenía dignidad:

“Volviendo de un pueblo que ahora no recuerdo, el general quiso reposar, descansar un rato, cambiar el caballo por al-go más amable. No sólo era un hombre temido, y eso se lo digo yo. Recuerdo bien aquella tarde, porque llegamos a un bar delicado, de esos en los que uno tiene que saber compor-tarse. El general Jackson podía ser duro, pero también tenía su corazón, créanme. Tenía un don especial para el amor, y eso no es algo que yo haya visto en tipos de su calaña. Por eso recuerdo aquella noche, porque todas las chicas del bar le pedían el doble de dinero por la mitad de tiempo que a no-sotros. Lo que yo les decía; un don para el amor”.

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Noches tremendas Miguel Ventayol

¿Por qué casi todos los padres primerizos tienen ojeras y cara de dormir poco?

A eso de las once de la noche mis ojos se cierran, poco a poco, mecidos por el calor de julio en un lugar ecológica-mente insostenible: mi casa.

Me deslizo a la cama sin saber cómo cuando de repente: un grito, dos gritos, tres gritos y mi enorme bebé demanda atención.

¿Qué hacer? Más te vale conocer cientos de canciones in-fantiles, sonatillas, cuentos inventados y unas espaldas fuer-tes para mecer, mecer, mecer, mecer.

Él dice no, no llora pero tampoco se duerme, así que em-piezas a pensar si el cuento que tienes entre manos es ideal para un nuevo libro.

Surgen un par de ideas geniales pero como estoy reven-tado, al despertar no me acordaba, pero mi hijo encantador, descansaba como un bendito y se ríe de mí mientras me marcho a trabajar. Y me digo: es hijo mío

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20 Haikus bizarros Also Starring

El bar, destino ahora

de nuestros pasos

Neón amigo tu luz dice

que está abierto

Invierno. La barra se llena

de abrigos

Perdona. Dos cervezas,

Mahou

Mi amigo me cuenta su vida

otra vez

Suena Fortunate Son,

qué bueno

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Un escote. Dejo de escuchar

tu charla

Escucha cuando puedas

dos birras

Ebriedad ya estás aquí

otra noche

Viaje al baño; “a cambiar el agua”

lo llamas

Apura y pido otras.

“Dos más, oye”

Mira ahora, es Gram Parsons

quien canta

Las tres. Hora temprana

para volver

¿Te cobras? Seis cervezas

¿Cuánto?

No importa, nunca importa

quién paga

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Loquillo. La canción merece

otro trago

“Dos Mahous”. El botellero nos increpa

Última ronda;

ya no nos sirven. Cabrones

Billetes

en la caja. Bolsillos vacíos

Vámonos,

¿y el abrigo? Cabrones

Las cinco.

¿Han abierto ya Los Corzos?

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