22 Tercios vascongados
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El Mapa Político de España publicado por Torres Villegas en 1857 –que reproducimos más abajo- dividía los
territorios peninsulares de la Corona en “España uniforme ó constitucional, España incorporada ó asimilada y
España foral”. Sobre esta última decía “su unión a la monarquía española fue acompañada de tales exenciones y
privilegios, que no ha dado impuestos sino por vía de donativo voluntario y en corta cantidad” y “las contribuciones
pecuniarias y de sangre las satisfacen por los medios que las mismas estiman convenientes”. Aunque buena parte de
aquellos “privilegios” se habían reducido sustancialmente, estas afirmaciones ilustran como se veía desde el resto del
estado la situación administrativa de las provincias vascas.
Entre las normas forales que seguían en vigor estaban las
relativas al servicio militar, la llamada contribución de sangre.
Mientras en el resto del estado y en Navarra existía el servicio
militar obligatorio en forma de quintas, las Provincias
Vascongadas continuaban exentas. Es cierto que se les
asignaban cupos en cada reemplazo. Pero por simple
formulismo, porque no se cumplían. “Nunca ha sido hábito ni
ley de los vascongados prestar servicios de guarnición ni ser
soldados en épocas normales”, afirmaba el periódico Irurac-bat.
El gobierno de O’Donnell declaró la guerra a Marruecos el 22 de
octubre de 1859 y la maquinaria militar del estado se puso en
marcha para enviar 36.000 hombres al norte de África. El
Gobierno, las Cortes, la prensa y la opinión pública giraron la cabeza hacia Vizcaya, Guipúzcoa y Alava. ¿Qué
pensaban hacer las Provincias Hermanas?. Las diputaciones tenían, en principio, la intención de hacer sólo una
contribución económica y -como mucho- enviar a sus pequeños cuerpos de miñones y miqueletes. Pero las críticas
hacia la situación de privilegio de las Vascongadas arreciaron.
Los diputados generales de las tres provincias convocaron Conferencia urgente, conscientes de que de la respuesta
inmediata que ahora dieran podía depender el futuro de las tres instituciones forales. Con la idea de demostrar a la
Corona que el sistema foral era tan bueno –o mejor- que el reclutamiento obligatorio, lanzaron un órdago sobre la
mesa. La noche del 4 de noviembre de 1859 decidieron:
1. Poner a disposición del Gobierno un donativo de 4 millones de reales. Una auténtica fortuna.
2. Decretar el alistamiento general del país, con arreglo a fuero.
3. Crear una Brigada, compuesta de 3.000 hombres, equipada y armada por las Provincias.
Dejando claro que esta oferta debía entenderse sin perjuicio de los fueros, “como un acto espontáneo de
desprendimiento y sacrificio”. Es decir, que lo hacían sin estar obligados a ello. Esta decisión comunicada al Gobierno
aplacó por el momento los ánimos, a pesar de la coletilla final.
Pero llevar a la práctica la tercera decisión en tan poco tiempo iba a resultar tremendamente difícil. Desde 1839 ya no
existían las milicias forales movilizables, y las diputaciones no tenían almacenados ni equipos ni armamento. La
guerra ya estaba declarada, y más que correr tenían que volar para tener preparado un cuerpo militar partiendo de cero.
El día 10 de noviembre se convocó junta particular en Tolosa para ratificar el acuerdo. Hondarribia envió a esta junta
dos apoderados: D. Graciano Alejandro de Ariñez (alcalde) y D. Leandro de Souza Ladrón de Guevara que, junto a los
apoderados de las demás poblaciones guipuzcoanas representadas, votaron por aclamación a favor de la oferta
realizada por la Conferencia. El diputado general de Guipúzcoa Juan Manuel Moyua Adarraga, marqués de
Rocaverde, pronunció una encendida arenga, “¡Al Africa, pues, guipuzcoanos!”.
Cosas de Alde Zaharra 22
¡Ai, ai, ai mutilak!... la División Vascongada
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El alistamiento de los mozos debía ser voluntario y no obligatorio por sorteo, porque el sorteo podría asociarse a la
existencia de quintas. Para animar al alistamiento la Diputación ofrecía a cada voluntario 500 reales en el momento de
alistarse y 2.000 reales al volver de África, además de un sueldo diario. Ariñez y Souza volvieron a Hondarribia con
una primera tarea urgente: reclutar los 10,25 mozos que correspondían a la ciudad.
Vista norte de Hondarribia en 1863 (Didier Petit de Meurville)
El día 16 el Ayuntamiento de la ciudad nombró una comisión “para formar la lista con los mozos sorteables y no
sorteables, y de arreglar del mejor modo posible sin verificar el sorteo cubriendo el cupo que le corresponde a esta
Población del número de diez mozos y veinte y cinco céntimos”. Una curiosa forma de indicar que deberían ser
voluntarios, pero sin dejar clara constancia por escrito.
No fue fácil el alistamiento. No había costumbre de alistarse y en los primeros momentos hubo muy pocos
voluntarios. Las diputaciones y los municipios tuvieron que elevar sus “primas de enganche”, que llegaron a 4.000
reales en el caso de San Sebastián o a 5.160 en el de Rentería. El periódico Irurac-bat animaba al enganche afirmando
que, entre una cosa y otra, los voluntarios ganarían de media en pocos meses más de 5.000 reales, “una pequeña
fortuna, que no es cosa de perder”. Téngase en cuenta que el sueldo rondaba los 5 reales diarios. Así que se estaba
ofreciendo el sueldo de tres años.
Pero el Ayuntamiento de Hondarribia no tuvo que apoyar económicamente el alistamiento, quejándose la comisión de
alistamiento porque "esta Ciudad será quizás el único pueblo que no haya ayudado a los mozos". A pesar de ello -y
desechando los “veinte y cinco céntimos” de mozo- en pocos días tenía ya listo su cupo de diez voluntarios para
ofrecer a la Diputación. A estos diez habría que sumar los cinco que se alistaron en otros municipios y un oficial que
se ofreció voluntario. Así que en total fueron 16 los hondarribiarras alistados: 5 pescadores (Plácido Albistur, José
Ramón Goicoechea, Jose Mª Otegi, Gabriel Sistiaga y José Manuel Sistiaga), 2 labradores (Isidro Elizasu y José Mª
Larzabal), 2 tejedores (Manuel Izagirre y Angel Legorburu), 2 panaderos (José Albistur y Ceferino Elzo), 2
propietarios (Lesmes Echenagusia y Sinforiano Gonzalez), un zapatero (Julián Zulaika) y un escribiente (José Ramón
Usategi). Blas Iriarte, capitán retirado, se ofreció voluntariamente para servir en el tercio guipuzcoano.
Muchos municipios vascos, ante la falta de voluntarios propios, alistaron mozos foráneos a base de elevar su oferta
económica. En el caso de Hondarribia todos los alistados fueron naturales o vecinos de la ciudad, sin que el municipio
hiciera una especial oferta, y excediendo finalmente en número al cupo exigido por la Diputación. Un reflejo de la
mala situación económica que vivía la ciudad a mediados del siglo XIX. Había perdido sus privilegios económicos
como plaza fuerte y habría que esperar hasta el último cuarto de siglo para que la situación mejorara.
Mientras se desarrollaba el alistamiento se iba avanzando en otros temas. El 18 de noviembre una Real Orden nombró
Comandante General de la División Vascongada del Ejército de África al mariscal de campo Carlos María de Latorre
y Navacerrada.
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El general Latorre, nacido en Sevilla, era diputado liberal progresista y había
sido enviado el año anterior a Vitoria por el gobierno Narváez porque
“debido a sus avanzadas ideas estaba teniendo una influencia perjudicial y
potencialmente subersiva” en Aragón. El gobierno mataba así dos pájaros de
un tiro. Mandaba lejos a Latorre –al África- y colocaba al mando de la
División Vascongada a un militar nada sospechoso de asonadas carlistas.
Porque si algo temía el gobierno en aquel momento era que una
concentración de 3.000 vascongados armados pudiera dar la ocasión para un
alzamiento carlista. Como más tarde veremos, estos temores
gubernamentales no estaban del todo infundados.
El día 24, el general Latorre se reúne con los representantes de las tres
diputaciones. Se decide el uniforme que vestirá la división: boina roja,
poncho azul y pantalón rojo. La boina roja de los soldados llevaría una chapa
dorada con las iniciales “Y2” (Isabel II), y la de los oficiales una borla
dorada.
La División Vascongada constará finalmente de 3.010 hombres divididos en
cuatro Tercios. El primero lo compondrán los hombres aportados por la
diputación de Alava; el segundo los de Gipuzkoa; el tercero los vizcainos; y
el cuarto será mixto: mitad Vizcaya y mitad Guipuzcoa. Aunque por el
número de efectivos era en realidad una brigada, finalmente se le llamó
división porque Latorre era general de división. Cosas de la milicia.
Las diputaciones pidieron que los Jefes y Oficiales fueran naturales del país y conocedores de la lengua vascongada
“en la cual necesariamente tendrán que explicarse con los tercios, pues que su considerable mayoría hablará tan solo
el vascuence”. Latorre aceptó que fueran vascongados de Subteniente para abajo, afirmando que se haría lo posible
para que lo fueran también de aquí para arriba.
En cuanto a las órdenes en combate, Latorre fue tajante. Como en todo ejército moderno se utilizarían cornetines de
órdenes. Pero no existían cornetines en Vascongadas y nadie sabía tocarlos. Así que se tomó la decisión de enviar una
comisión a Burgos a comprar 33 cornetines, dejando para más adelante la necesaria instrucción de los que fueran a
tocar los instrumentos.
El gobierno quería que los voluntarios fueran enviados a Ceuta en pequeñas partidas, “sin dar ocasión de formar los
Tercios en las mismas Provincias”. Estaba presente el temor a “que agentes carlistas pudieran aprovechar una gran
concentración de estas tropas para intentar un levantamiento”. Las diputaciones se opusieron porque estos pequeños
grupos se parecían demasiado a las quintas, iban en contra de la tradición foral y resultarían muy impopulares. El
gobierno aceptó que los tercios se concentraran en territorio Vascongado, pero cada tercio por separado. El 1er Tercio
se reunió en Vitoria, el 2º en Tolosa, el 3º en Bilbao y el 4º en Durango. Los voluntarios hondarribiarras quedaron casi
todos encuadrados en la 2ª compañía del 2º tercio. Estaban bien situados, porque Blas Iriarte era el capitán de la
compañía, Sinforiano Gonzalez era Sargento 2º, José Ramón Usategi Cabo 1º y José Ramón Goicoechea –que debía
tener buenos pulmones- era corneta.
Se había intentado sin éxito comprar las armas en Placencia de las Armas. Los emisarios enviados por la diputaciones
tampoco estaban pudiendo comprarlas en Bélgica, Francia e Inglaterra. Por una razón o por otra, la mala suerte –o una
gran mano negra con muchas influencias- parecía dispuesta a que las diputaciones vascongadas no dispusieran otra
vez de armas de guerra propias. Así que los tercios acabarían embarcando hacia África sin fusiles ni bayonetas.
El 11 de enero de 1860 sale por fin el segundo tercio de Tolosa hacia Pasajes. Al pasar por San Sebastián, aplaudido
por una gran multitud, su charanga se arrancó con una pieza muy popular en el país, el “Ai, ai, ai mutilak”, ante la
cara de susto de muchos presentes. Porque a la prevención que sentían las autoridades ante el hecho de que una
concentración de vascongados armados pudiera provocar una carlistada, no fue ajena la reaparición de esta vieja
El general Latorre en 1859
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coplilla. Desde el primer momento del reclutamiento el “Ai, ai, ai mutilak”, que se había convertido en himno carlista
en la guerra anterior, surgió otra vez con fuerza y se cantaba por todas partes con variaciones en la letra como “Ai, ai,
ai mutilak, biba bizkaitarrak; ai, ai, ai mutilak, muera marruekuak”, y con versiones en castellano como “Ay, ay, ay
marroquí, que vamos contra ti”. Latorre sabía perfectamente lo que tocaba la charanga y cantaba la tropa porque
había peleado en aquella guerra veinte años antes, pero a él estas cosas le importaban bien poco.
Embarque del 1ero
y 2º tercios en Pasajes. (Museo
San Telmo)
La tardanza de la División Vascongada estaba levantando recelos y comentarios despectivos. Se les había empezado a
llamar “el jardín de dalias”, porque vistos en formación y desde la distancia –con sus boinas rojas y sus chapas
isabelinas doradas- parecían realmente un campo de dalias. Ahora se les empezaba a llamar las “dalias de la paz”,
porque su llegada sería como un ramo de flores para celebrar el final de la guerra. El periodista Pedro Antonio de
Alarcón escribía ante la llegada del pequeño contingente de voluntarios catalanes, “¡Afortunados aventureros! más
felices que los Tercios Vascongados, a quienes en balde estamos esperando desde que principió la campaña”. Por si
fuera poco, para referirse a ellos se estaba empezando a cantar “Mambrú se fue a la guerra, no sé cuando vendrá”. El
asunto no hacía aquí ninguna gracia.
La travesía daría para una novela, pero la resumiremos diciendo que el día 11 de enero los tercios estaban ya
preparados para embarcar y no consiguieron llegar a Cádiz hasta el 10 de febrero. Todo un mes. Ese día llegaron los
tercios 1º, 3º y 4º, mientras el 2º tercio seguía sin encontrar un barco para embarcar. Dos días después recibieron del
arsenal de San Fernando fusiles nuevos para comenzar, por primera vez, la instrucción con armamento. Los oficiales
de Latorre les someten a largas horas de instrucción. Todo va funcionando, pero con un considerable retraso. Porque
ya se han perdido la gran batalla de Tetuán, que se produjo el 4 de febrero. Inmediatamente después comenzaron las
conversaciones de paz entre O’Donnell y los mandos marroquíes. Si llegaba la paz, los tercios llegaban tarde.
El tercio guipuzcoano llegó a San Fernando el día 21 -¡mes y medio después!-. Y el día 25 partió la División
Vascongada hacia África. Así que el 2º tercio va a llegar a la playa de Tetuán casi sin haber recibido instrucción real
con armas. El día 27 de febrero a las 13 horas, “el ejército español oyó hurras extraños, un conjunto de gritos
discordantes que solo pechos bascongados pueden lanzar”. Los Tercios desfilaron ante el resto de las tropas, mientras
las tres charangas de la División tocaban al unísono una música alegre. No era otra que el “Ai, ai, ai mutilak”, que ya
se había convertido en el himno de los tercios. La mayoría de los jefes y oficiales conocían muy bien el tema musical,
porque habían combatido a uno u otro lado en la última guerra civil. El convenio de Bergara les había llevado a pelear
juntos en esta guerra de África.
Los cronistas decían: “El aspecto que presentaban aquellas cuatro masas de hombres, en general de elevada estatura,
con boina encarnada y su traje nuevo, producía muy buen efecto. De lejos parecía un vasto cuadrilongo de
amapolas”. Habían pasado de dalias a amapolas. O’Donnell les pasó revista, y considerando que estaban aún faltos de
instrucción ordenó que continuaran con ella en el campamento de la Aduana, en la costa de Tetuán. Según la prensa
vascongada, O’Donnell tenía toda la intención de dejar en el campamento a la División Vascongada. Habían llegado
tarde –cuando ya estaba avanzado el proceso de paz-, sin la instrucción mínima necesaria y como una operación
política para defender unos fueros en los que O’Donnell –que además de jefe del ejército era presidente de gobierno-
no tenía el más mínimo interés. Hasta el momento los tercios sólo le habían dado problemas.
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Latorre seguía forzando la maquinaria de su división con ejercicios continuos de instrucción, mientras torturaba a
O’Donnell instiéndole en la necesidad de que los tercios tuvieran una actuación “de más empeño”, y le aseguraba una
y otra vez “que respondía personalmente de su comportamiento en el campo de batalla”.
El objetivo de las autoridades vascongadas había sido llegar a tiempo para participar en la batalla de Tetuán, porque se
presumía que podía ser la última de la guerra, y a punto estuvo de serlo. De haberse firmado la paz, la División
Vascongada habría vuelto a casa sin haber disparado un solo tiro en el campo de batalla, y tanto esfuerzo por defender
las instituciones forales no habría servido para nada. El diputado donostiarra Fermín de Lasala escribía a la primera
autoridad guipuzcoana "es una explosión de pasiones contra nosotros. Si la toma de Tetuán fuese la paz, yo aseguro
sin temor de equivocarme que sería un golpe fatal para nuestros fueros”. Ante la ruptura de las conversaciones de
paz, el marqués de Roca Verde escribió con alivio al general Latorre, “por más que se nos tache de inhumanos, hemos
celebrado con júbilo la noticia de que los enemigos no aceptaban las condiciones de paz”.
Voluntario y Subteniente de la División Vascongada. En el
centro, voluntario catalán
El día 21 de marzo se rompieron las conversaciones de paz, y O’Donnell decidió terminar con aquella guerra por la
vía rápida atacando directamente la ciudad de Tánger. Hasta entonces las tropas españolas habían combatido
siguiendo la línea de costa mediterránea entre Ceuta y Tetuán, apoyadas por la artillería naval y los suministros
aportados por los buques de la Marina. Atacar desde Tetuán directamente a Tánger implicaba atravesar por las zonas
montañosas del Pequeño Atlas sin las ventajas tenidas hasta ahora.
El día 23 a las 8 de la mañana se puso en marcha el ejército. Ante la dificultad de poder recibir suministros, cada
soldado cargaba en su mochila las raciones de agua y comida para seis días, un mínimo de 70 cartuchos –que era lo
establecido por el reglamento-, su manta y su tienda/poncho embreada. Un peso enorme.
O’Donnell cedió a las presiones de Latorre, y decidió que los tres primeros tercios participaran en la acción, mientras
el cuarto tercio mixto (guipuzcoano/vizcaino) quedaba de guardia en la Aduana de la playa de Tetuán. Consciente de
su bisoñez, les hizo avanzar por donde menos enfrentamientos esperaba. Ordenó que subieran a las alturas de Samsa y
avanzaran por las montañas resguardando desde allí el movimiento del grueso del ejército. Así que acompañados por
el batallón de cazadores de Tarifa fueron los primeros en salir del campamento para darles tiempo a ascender a las
zonas altas. Pero las cosas salieron totalmente al revés.
El líder marroquí Muley el Abbas tenía informaciones sorprendentemente exactas sobre la poca preparación de la
División Vascongada y sobre el lugar que iban a ocupar en el avance. Así que decidió ocultar una gran cantidad de
tropas en esa zona de montaña y atacar al flanco más débil. Al principio los tercios avanzaron sin obstáculos, pero al
llegar a las montañas de Wad-Ras se encontraron con tropas marroquíes muy superiores en número que les atacaban
de todas partes, poniéndoles en situación muy comprometida. Y aquí fue cuando los tercios se transformaron.
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Cierto es que no tenían experiencia en combate, pero eran hombres muy fuertes y muy habituados a moverse en zonas
de montaña. Conscientes de que las castañas del fuego las tenían que sacar ellos mismos, trepaban, corrían, vadeaban
arroyos, y aprovechaban cualquier espacio para ocultarse, actuando en forma de guerrillas, ante la sorpresa de los
marroquíes, mucho más habituados a pelear en el llano en grandes unidades.
Primero tuvieron que conformarse con aguantar y seguir vivos, pero poco a poco empezaron a avanzar. Fueron
desalojando al enemigo de cada hueco, de cada roca, de cada altura. Todavía no disparaban muy bien, pero esto no era
primordial en aquel especial campo de batalla. El combate era cuerpo a cuerpo. Cuando cargaban sobre el enemigo
sólo tenían tiempo para realizar un único disparo y cargar a la bayoneta. Y demostraron que la instrucción les había
enseñado muy bien la esgrima con bayoneta. Las tropas de Muley el Abbas estaban acostumbradas a hacer mucho más
uso de sus espingardas desde lejos, y utilizar sus gumías cuando había que entrar al cuerpo a cuerpo. A corta distancia
el fusil con bayoneta era muy superior.
La División Vascongada –el
cuadrilongo de amapolas- luchando
monte arriba en Wad-Ras (Museo San
Telmo). En primer plano, el corneta
transmitiendo órdenes
Los tercios habían empezado a combatir a las nueve de la mañana. Agotados por el esfuerzo, muchos de ellos
arrojaron las pesadas mochilas para poder seguir en pie. A las tres de la tarde se les vio descender al valle para
ascender a las montañas del lado contrario y, según las crónicas, el resto del ejército “prorrumpió en aclamaciones
por su heroico proceder durante la crítica y peligrosísima mañana de Wad-Ras”. Poco después los marroquíes
iniciaron la retirada y O’Donnell ordenó el alto el fuego.
La prensa cambió radicalmente sus crónicas: “los Tercios Vascongados se portaron como héroes (…) la primera vez
que entraron en batalla, arrollaron al enemigo y lo acometieron á la bayoneta”, “harto compensó aquel día los
muchos que habían tenido que esperar”. El mismo O’Donnell cambió diametralmente de idea al ver su
comportamiento y ordenó el día 24 que los tercios pasaran a la posición de vanguardia. Al día siguiente se acometería
el paso de Fondack, el último gran punto de resistencia de las tropas del sultán en el camino hacia Tánger. Y
correspondería a los vascongados desalojar a las fuerzas enemigas de las zonas altas.
Pero no fue necesario. El día 25, y cuando los tercios empezaban su avance en vanguardia, apareció en persona el
kalifa Muley el Abbas dispuesto esta vez a firmar el tratado y terminar con la guerra. Conocida la noticia en
Hondarribia se festejó con repique de campanas y lanzamiento de cohetes.
Los sucesos inmediatamente posteriores en la península demostraron que el miedo del gobierno a una asonada carlista
estaba más que justificado. Una semana después de la batalla de Wad-Ras estalló la carlistada de San Carlos de la
Rápita. La asonada fracasó en sólo tres días. Pero los documentos encontrados demuestran que el general Ortega
estaba en relación con personas que, desde las Vascongadas, participaban también en ella. En carta fechada el 1 de
enero de 1860 un remitente llamado Ormaechea comunicaba que estaban intentando “que los tercios vascongados se
sublevaran proclamando Rey a D. Carlos VI”, pero “que dichos tercios de los que tanto se esperaba, fueron
trasladados de acuartelamiento, sin que se encontrara momento propicio para emplearlos por estar desarmados y
cuidadosamente vigilados”. Estos Tercios “un buen día se hicieron a la mar, camino de Marruecos, y todos los
planes que alrededor de ellos se habían forjado, se vinieron abajo”.
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Firmado el tratado de paz el día 26 de abril, comenzó de inmediato la repatriación de las tropas. O’Donnell pretendió
que las últimas tropas en llegar –batallón de cazadores de Tarifa y División Vascongada- quedaran en Tetuán como
garantes de la paz. Las diputaciones pusieron el grito en el cielo afirmando “que de acuerdo a la tradición foral y a
sus antiguos usos y costumbres los vascongados no prestaban servicio militar en tiempo de paz, sino exclusivamente
en las ocasiones bélicas”. Si se había firmado la paz, la guerra había ya terminado.
Los Tercios Vascongados en la jornada de Wad-Ras
(Nuevo Mundo, 1909)
O’Donnell aceptó la inmediata vuelta a casa de los Tercios, entregando las armas en Cádiz –que es donde las habían
recogido-. Nueva discusión. “Sería un espectáculo más honroso y digno su regreso a Vascongadas con las armas en
la mano”. Aunque esto generaba una nueva situación de peligro para el gobierno, se aceptó, pero con la condición de
que entregaran las armas en cuanto desembarcaran, y se dispersara de inmediato a las unidades.
El tercio guipuzcoano hizo su entrada triunfal en San Sebastián el 11 de mayo con todo tipo de celebraciones seguidas
por numerosísimo público. Terminado el desfile hicieron entrega de sus armas, y cada uno volvió a su lugar de origen
con uniforme pero sin armas. Entraron en Hondarribia ante el sonido ensordecedor de los aplausos, campanas y
cohetes. El Ayuntamiento de la ciudad echó la casa por la ventana invitando a una comida a las tropas bidasotarras que
habían participado en la guerra: las tropas regulares del regimiento Castilla con base en Irún, y los voluntarios de
Hondarribia e Irún que habían formado parte de la División Vascongada.
Se les ordenó entregar al Ayuntamiento sus ponchos, mantas, mochilas y cananas "reservándose para sí las demás
prendas y efectos, como un recuerdo de los servicios que han tenido la gloria de prestar". Muchos no lo hicieron,
porque tiempo después la Diputación seguía exigiendo la devolución del equipo y algunas bayonetas que nunca
aparecieron.
Aunque todos los voluntarios hondarribiarras volvieron a casa, no todos volvieron igual. Bien por el cólera, que fue el
azote de ejército en África, o bien por heridas de guerra –no constan las razones- tuvieron que ser hospitalizados José
Albistur, Ceferino Elzo, Manuel Izagirre, José Ramón Usategi y José Ramón Goicoechea. Éste último, corneta de la 2ª
compañía, recibió una herida en Wad-Ras que le dejó incapacitado, cobrando de por vida una pensión diaria de 2
reales. En julio de aquel año Ceferino Elzo, haciendo valer la norma tradicional que daba preferencia en los trabajos
públicos a los voluntarios de los tercios forales, solicitó –y obtuvo- la plaza de guarda de pesca del río Bidasoa.
Sinforiano Gonzalez fue condecorado con la cruz de M.I.L. (María Isabel Luisa), que entonces se daba al mérito
militar. Volveremos a encontrar a Sinforiano en la segunda guerra carlista como teniente al mando de la Compañía de
Voluntarios de Fuenterrabía que defendió la plaza ante las tropas carlistas.
La ciudad olvidó pronto aquella guerra, hasta el punto de olvidarse también de pagar el último plazo de 31.380 reales
que le correspondía abonar “por las atenciones creadas por la guerra de Africa”. Los sucesivos diputados generales
solían recordarlo en sus escritos a la ciudad.
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El general Carlos Mª de Latorre tuvo siempre una excelente relación con la tropa, que llamaba “gure jenerala” a
aquel sevillano que consiguió dirigirse en la lengua vascongada a sus soldados, con un marcado acento andaluz.
Terminada la campaña de África, Latorre participó en cuantas conspiraciones progresistas se le pusieron por delante.
En noviembre de 1867 hizo público en Bruselas un manifiesto que en su primer punto afirmaba “que el objeto y
bandera de la revolución en España es la caída de los Borbones”, por el que fue condenado a muerte en rebeldía.
Tras participar en la Revolución Gloriosa -que puso fin al reinado de Isabel II- partió para Filipinas donde fue capitán
general y gobernador civil. Puso en marcha una política progresista de reformas considerada por el sector conservador
como “imprudente y peligrosa para el orden público y el dominio español de las islas”, siendo cesado en 1871. A
partir de aquí se pierde su pista. No se sabe dónde murió ni cuándo…genio y figura.
El general Latorre y los oficiales de la plana mayor de la
División Vascongada, fotografiados tras la batalla de Wad-
Ras en 1860 (Museo San Telmo)
Latorre probablemente está fumando uno de los 1.200 puros
habanos que la isla de Cuba envió como regalo a la División
Vascongada
El objetivo de la participación vascongada en esta campaña –conocida por muchos como “la guerra olvidada”- se
había cumplido. En el norte de África quedaron enterradas 120 vidas y una fortuna económica difícil de calcular, pero
con esta peripecia las diputaciones vascas consiguieron retrasar veinte años más la implantación del servicio militar
obligatorio y la abolición definitiva de los Fueros.
Tetxu HARRESI, 12 de febrero de 2014
Fuentes:
Torres, F.J. (1857), Cartografía hispano-científica ó sea los mapas españoles en que se representa á España (….), 2º Ed., Ballone, Madrid
Ventosa, E. (1860), Españoles y marroquíes. Historia de la Guerra de África, Manero, Barcelona
Alarcón, P.A.(1860), Diario de un testigo de la guerra de África, Gaspar y Roig, Madrid
Lavigne, G. (1890), El País Basco juzgado por los extraños. Los Tercios Bascongados en África, Euskal-Erria, T.23, 2º semestre 1890
Zavala, A. (1977), Afrika’ko gerra (1859-1860), Auspoa Liburutegia, Tolosa
Albisu, P. (2011), La Guerra de África 1859-1860. La División Vascongada (el 2º Tercio), Autor-editor, Rentería
Cajal, A. (2012), La participación de los tercios vascongados en la guerra de África (1859-1860), Revista de Historia Militar, nº 122
Cajal, A. (2013), La cuestión foral vasca y el gobierno O’Donnell durante la guerra de África, Historia Contemporánea, Vol. 46, nº 1
Prensa de la época y Archivo Histórico de Hondarribia (A-1-189 y E-5-II-14-3)