218 jodorowsky alejandroladanzadelarealidad

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Transcript of 218 jodorowsky alejandroladanzadelarealidad

1." e d i c i ó n : s e p t i e m b r e de 2001

2 ' e d i c i ó n : d i c i e m b r e de 2001

3 • e d i c i ó n : d i c i e m b r e de 2001

T o d o s los d e r e c h o s r e s e r v a d o s . N i n g u n a p a r t e d e esta p u b l i c a c i ó n

p u e d e ser r e p r o d u c i d a , a l m a c e n a d a o t r a n s m i t i d a en m a n e r a a l g u n a

n i p o r n i n g ú n m e d i o , y a sea e l é c t r i c o , q u í m i c o , m e c á n i c o , ó p t i c o ,

de g r a b a c i ó n o de f o t o c o p i a , s i n p e r m i s o p r e v i o del editor.

E n c u b i e r t a : A l e j a n d r o J o d o r o w s k y . F o t o : C . B e a u r e g a r d

D i s e ñ o g r á f i c o : G G a u g e r & J S i r u e l a

© A l e j a n d r o J o d o r o w s k y , 2001

© E d i c i o n e s S i r u e l a , S. A . , 2001

P l a z a de M a n u e l B e c e r r a , 15. «El P a b e l l ó n »

28028 M a d r i d . T e l s . : 91 355 57 20 / 91 355 22 02

Fax : 91 355 22 01

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Indice

L A D A N Z A D E L A R E A L I D A D

Infancia 13

Los a ñ o s oscuros 45

Pr imeros actos 77

El acto p o é t i c o 103

E l teatro como r e l i g i ó n 147

El s u e ñ o sin f in 221

Magos, maestros, chamanes y charlatanes 261

De la magia a la ps icomagia 333

De la ps icomagia al ps icochamanismo 379

A p é n d i c e : A c t o s p s i c o m á g i c o s

t r a n s c r i t o s p o r M a r i a n n e C o s t a

Breve epistolario p s i c o m á g i c o

L A D A N Z A D E L A R E A L I D A D

«Hay problemas que el saber no soluciona. Algún día llegaremos a entender que la ciencia no es sino una especie de variedad de la fantasía, una especialidad de la misma, con todas las ventajas y peligros que la especialidad comporta . »

El libro del Ello, Georg Groddeck

Infancia

N a c í en 1929 en el norte de C h i l e en tierras conquistadas a Perú y Bol ivia . Tocopi l l a es el n o m b r e de mi pueblo natal. Un p e q u e ñ o puerto situado, quizás no p o r casualidad, en el paralelo 22. El Tarot tiene 22 arcanos mayores. Cada uno de los 22 arcanos del Tarot de Marsella está d ibujado dentro de un rect á n g u l o compuesto de dos cuadrados. E l cuadrado super ior puede simbolizar el cielo, la vida espiritual , y el inferior puede simbolizar la tierra, la vida material . En el centro de este rectángulo se inscribe un tercer cuadrado que simboliza al ser humano, un ión entre la luz y la sombra, receptivo hacia lo alto, activo hacia la tierra. Esta s imbo log ía que se encuentra en los mitos chinos o en los egipcios - e l dios Shu, «ser vacío» , separa al padre tierra, Geb, de la madre c ie lo , N u t h - aparece t ambién en la mito logía mapuche: al comienzo el cielo y la tierra estaban tan apretados el u n o contra el otro que no dejaban sitio entre ellos, hasta la l legada del ser consciente, que l iberó al hombre alzando el firmamento. Es decir, estableciendo la diferencia entre bestialidad y humanidad .

En quechua Toco significa « d o b l e cuadrado sagrado» y Pilla « d i a b l o » . A q u í e l d iablo no es u n a e n c a r n a c i ó n del mal sino un ser de la d imens ión subterránea que se asoma por u n a ventana hecha de espír i tu y materia, el cuerpo, para observar el m u n d o y aportarle su conoc imiento . Entre los mapuches, Pi-

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llán es «a lma, espíritu h u m a n o llegado a su estado definitivo». A veces me pregunto si me dejé absorber por el Tarot la ma

yor parte de mi vida por la influencia que ejerció sobre mí el haber nacido en el paralelo 22, en un pueblo l lamado doble cuadrado sagrado -ventana por donde surge la conciencia- , o bien si nací allí predeterminado sin m á s para hacer lo que hice sesenta años más tarde: restaurar el Tarot de Marsella e inventar la Psicomagia. ¿Puede existir un destino? ¿Puede nuestra vida estar orientada hacia fines que sobrepasan los intereses individuales?

¿Es por casualidad que mi buen maestro en la escuela pública se apellidara Toro? Entre «Toro» y «Tarot» hay una s imil i tud evidente. E l me e n s e ñ ó a leer c o n un m é t o d o personal : me mos t ró un mazo de cartas donde en cada u n a estaba impresa una letra. Me pidió que las barajara, tomara al azar unas cuantas y tratara de formar palabras. La pr imera que obtuve - n o tenía yo más de 4 a ñ o s - fue O J O . Cuando la dije en voz alta, como si de pronto algo estallara en mi cerebro , así , de golpe, a p r e n d í a leer. El señor Toro, luc iendo en su rostro moreno el a lbor de u n a gran sonrisa, me fel icitó: « N o me e x t r a ñ a que aprendas tan ráp ido porque en medio de tu nombre tienes un ojo de oro» . Ydispuso así las cartas: «alejandr O J O D O R O wsky». Ese momento me m a r c ó para siempre. Pr imero , porque enalteció mi mirada o f rec iéndome el e d é n de la lectura y, segundo, porque me separó del mundo . Ya no fui como los otros niños. Me cambiaron a un curso superior, entre muchachos de más edad que, por no poder leer con mi soltura, se convirt ieron en enemigos. Todos esos niños , la mayoría hijos de mineros en paro - e l desplome de la bolsa norteamericana en 1929 había dejado en la miseria al 70% de los chilenos- , eran de pie l morena y nariz p e q u e ñ a . Yo, descendiente de emigrantes judío-rusos , tenía una voluminosa nariz curva y la p i e l muy blanca. Lo que bastó para que me bautizaran «P inocho» y me impidieran con sus burlas usar pantalones cortos. « ¡Patas de leche!» Qjii/ás por poseer un ojo de oro, para mitigar la horr ible falta de aniigui-tos, me enclaustré en la Biblioteca M u n i c i p a l , recién inaugurada. En aquellos años no presté atención al emblema que reina-

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ba sobre su puerta, un compás entrecruzado con una escuadra. La hab ían fundado los masones. Allí, en la fresca sombra, leí durante horas los libros que el amable bibliotecario me de jó tomar de las estanterías. Cuentos de hadas, aventuras, adaptaciones infantiles de libros clásicos, diccionarios de s ímbolos . Un día, escarbando entre las hileras de impresos, encontré un vol u m e n amarillento, «Les Tarots, par Etteilla». Por más que traté de leerlo, no pude. Las letras tenían forma extraña y las palabras eran incomprensibles . Tuve miedo de haberme olvidado de leer. El bibliotecario, cuando le c o m u n i q u é mi angustia, se puso a reír. « ¡Pero c ó m o vas a comprender: está escrito en francés, amiguito! ¡Ni yo lo ent iendo!» ¡Ah, cuan atraído me sentí por esas misteriosas páginas ! Las recorrí una por una, vi a menudo números , sumas, repetidas veces la palabra «Thot» , algunas formas geométricas . . . pero lo que me fascinó fue un rectáng u l o e n cuyo i n t e r i o r , sentada e n u n t r o n o , u n a p r ince sa , portando una corona terminada en tres puntas, acariciaba a un león que apoyaba la cabeza en sus rodillas. El animal tenía una expres ión de profunda inteligencia sumada a una dulzura extrema. ¡Era una fiera mansa! La imagen me gustó tanto que cometí un delito, del que aún no me arrepiento: a r ranqué la hoja y me la llevé a mi dormitor io . Escondida bajo una tabla del p iso, «LA F O R C E » se convirtió en mi secreto tesoro. C o n la fuerza de mi inocencia me e n a m o r é de la princesa.

Tanto pensé , soñé , imaginé esa amistad con una f iera pacíf ica , que la rea l idad me puso en contacto con un verdadero león. Ja ime, mi padre, antes de calmarse y abrir su tienda Casa U k r a n i a , h a b í a trabajado como artista de c i rco . Su n ú m e r o c onsist ía en hacer ejercicios en un trapecio y luego colgarse del pelo. En ese Tocopi l la , pegado a los cerros del desierto de Tarapacá , donde no hab ía l lovido durante tres siglos, el invierno caluroso se convertía en una irresistible atracción para toda clase de espectáculos . Entre ellos l legó el gran circo Las Águilas Humanas . Mi padre, después de la función, me llevó a visitar a los artistas, que no se hab ían olvidado de él. Yo tenía 6

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años cuando dos payasos, u n o vestido de verde con nariz y peluca del mismo color, el toni Lechuga , y el otro completamente naranja , el t on i Z a n a h o r i a , me p u s i e r o n en los brazos el leoncito que hacía pocos días pariera la leona.

Acaric iar a un león, p e q u e ñ o pero m á s fuerte y m á s pesado que un gato, de patas anchas, hoc ico grande, pelaje suave y ojos de una incomensurable inocenc ia , fue un placer supremo. Puse al animal i l lo en la pista cubierta de aserrín y j u g u é con él. S implemente me convert í en otro cachorro de l eón . Absorbí su esencia animal , su energ ía . Luego , con las piernas cruzadas me senté en el borde de la pista y el leonci l lo de jó de correr de un lado para otro y v ino a apoyar su cabeza en mis rodillas. Me parec ió quedarme así una eternidad. Cuando me lo quitaron estallé en un l lanto desconsolado. Ni los payasos, ni los otros artistas ni mi padre pudieron acallarme. Ma lhumorado, Jaime me llevó de la mano hacia la t ienda. Mi s lamentos cont inuaron durante un par de horas por lo menos.

Después , ya calmado, sentí que mis p u ñ o s tenían la fuerza de las anchas patas del cachorro. Ba jé a la playa, que estaba a doscientos metros de nuestra calle central y ahí , s in t iéndome c o n el poder de l rey de los animales, desa f ié al o c é a n o . Sus olas que venían a lamer mis pies eran p e q u e ñ a s . C o m e n c é a lanzarle piedras para que se enojara. Al cabo de diez minutos de apedreo las olas comenzaron a aumentar de vo lumen. Cre í haber enfurecido al monstruo azul. S e g u í l anzándole guijarros con la mayor fuerza posible. Las oleadas se pusieron violentas, cada vez m á s grandes . U n a m a n o á s p e r a detuvo m i brazo . « ¡Basta , n iño i m p r u d e n t e ! » E r a una mendiga que vivía junto a un vertedero de basuras. La l lamaban Re ina de Copas - c o m o el naipe de la baraja e s p a ñ o l a - porque siempre, llevando en la cabeza una corona de latón oxidado, se tambaleaba de borracha. « ¡ U n a p e q u e ñ a l lama i n c e n d i a un bosque, u n a sola pedrada puede matar a todos los peces ! »

Me d e s p r e n d í de su garra y desde mi e n c u m b r a d o t rono imaginario le grité con desprecio: « ¡ Sué l t ame , vieja hedionda! ¡ N o te metas c o n m i g o o te apedreo t a m b i é n ! » . R e t r o c e d i ó

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Yo, a los 6 meses, cuando a ú n el actor y el espectador

no estaban separados.

W asustada. Iba yo a recomenzar mis ataques cuando la Reina de f Copas, lanzando un ch i l l ido gatuno, indicó hacia el mar. ¡ U n a

mancha plateada, enorme, se acercaba a la playa... y, sobre e l la , s iguiéndola , una espesa nube oscura! De n inguna manera pretendo afirmar que mi infant i l acto fuera el causante de lo que sucedió , sin embargo es extraño que todos aquellos aconteci-

1 mientos se produjeran al mismo t iempo, const i tuyéndose en f una lección que n u n c a j a m á s se borrar ía de mi mente. Por u n a

misteriosa razón, millares de sardinas v in ieron a vararse en la playa. Las olas las arrojaban moribundas sobre la arena oscura, que poco a poco se cubr ió del plateado de sus escamas. B r i l l o que pronto desaparec ió porque el cielo, cubierto por voraces gaviotas, se tornó negro. La mendiga ebria, huyendo hacia su cueva, me gritó: « ¡ N i ñ o asesino: por martirizar al o c é a n o mataste a todas las sard inas ! » .

^ Sent í que cada pez, en los dolorosos estertores de su agonía, me miraba acusador. Me l lené los brazos de sardinas y las arrojé hacia las aguas. El o c é a n o me r e s p o n d i ó vomitando otro e jército m o r i b u n d o . Volví a recoger peces. Las gaviotas, c o n graznidos ensordecedores, me los arrebataron. Caí sentado en la arena. El m u n d o me ofrecía dos opciones: o sufría por la angustia de las sardinas, o me alegraba p o r la euforia de las gaviotas. La balanza se incl inó hacia la a legr ía cuando vi llegar a una mul t i tud de pobres, hombres, mujeres, niños , que con frenético entusiasmo, espantando a los pá jaros , recogieron hasta el ú l t imo cadáver. La balanza se inclinó hacia la tristeza cuan

ta do vi a las gaviotas, privadas de su banquete, picotear decep-w t tonadas en la arena u n a que otra escama.

| ^ E n forma ingenua m e d i cuenta d e que e n esa realidad - e n !a que yo, P inocho , me sentía extranjero- todo estaba comuni-(ado con todo por u n a espesa trama de sufrimiento y placer. No h a b í a n causas p e q u e ñ a s , cualquier acto p r o d u c í a efectos que se ex tend ían hasta los confines del espacio y del t iempo.

Me afectó tanto esa alfombra de peces varados que comen-( é a ver a la mul t i tud de pobres que se hacinaban en La M a n -

I ( hur r i a -gueto con chabolas de calaminas oxidadas, pedazos

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de cartón y sacos de patatas- como sardinas varadas y a nosotros, la clase alta formada p o r comerciantes y funcionarios de la C o m p a ñ í a de Electr ic idad, como ávidas gaviotas. Descubr í la caridad.

J u n t o a la puer ta de la Casa U k r a n i a h a b í a un cor to eje donde se incrustaba u n a manivela que servía para subir o baj a r la cort ina de acero. Allí venía algunas veces a frotarse la espalda e l Mosca rdón . Lo h a b í a n apodado así porque en lugar de brazos mostraba dos m u ñ o n e s que agitaba, s e g ú n los burlones, como alas de insecto. El pobre era u n o de los tantos mineros que en las oficinas salitreras hab ían sido víctimas de una exp lo s ión de d inamita . Los patrones gringos expulsaban sin piedad, con los bolsillos vacíos , a los accidentados. Se contaban por docenas los mutilados que se emborrachaban con alcoho l de quemar hasta perder la razón en un sórd ido a l m a c é n del puerto. Le dije al M o s c a r d ó n : «¿Quieres que te rasque la e spa lda? » . Me m i r ó con ojos de ánge l apaleado. « B u e n o . . . S i no le doy asco, caballerito.» A dos manos me puse a rascarlo. L a n z ó suspiros roncos semejantes a l ronroneo de un gato. En su rostro lacerado p o r el sol implacable del desierto se d ibu jó una sonrisa de placer y gratitud. Me sentí l iberado de la culpa de haber asesinado a las sardinas. Bruscamente surg ió de la t ienda mi padre y corr ió a patadas al manco. « ¡Roto 1 degenerado: no vuelvas por acá n u n c a m á s o hago que te metan preso !» Quise explicarle a J a ime que era yo qu ien le h a b í a propuesto al infeliz tan necesario alivio. No me permit ió hablar. « ¡Cállate y aprende a no dejar que se aprovechen de ti estos rotos abusadores! ¡ N u n c a te acerques a ellos, están cubiertos de piojos que transmiten el tifus!» Sí, el m u n d o era un tejido de sufrimiento y placer; en cada acto el mal y el b ien danzaban como u n a pareja de amantes.

Todavía no comprendo p o r q u é tuve este capricho: una ma-

1 En Chile, individuo generalmente analfabeto y de la clase más pobre.

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t ñ a ñ a me levanté d ic iendo que si no me compraban zapatos rojos no salía a la calle. Mi s padres, acostumbrados a tener un h i jo raro, me p id ie ron ser paciente. Ese calzado no p o d í a encontrarse en la exigua zapater ía de Tocopi l la . En Iquique, a c ien ki lómetros de distancia, era probable que se pudieran encontrar. Un vendedor viajero accedió a llevar a Sara, mi madre, en su automóvi l hasta el gran puerto. E l l a regre só sonriente trayendo en una caja de cartón un l indo par de botines rojos con suela de goma. Al p o n é r m e l o s sentí que en los talones me crecían alas. Corr í , dando ági les saltos, hacia el colegio. No me importó recibir el aluvión de burlas de mis c o m p a ñ e r o s , ya estaba acos tumbrado . E l ú n i c o que a p l a u d i ó m i gusto fue e l buen señor Toro. (¿Acaso ese deseo de zapatos rojos me llegaba directo del Tarot? En él lucen zapatos rojos el Loco , el E m perador, el Colgado y el Enamorado.) Carlitos, mi c o m p a ñ e r o de banco, era el m á s pobre de todos. D e s p u é s de asistir a la escuela, tenía que sentarse frente a los bancos de la plaza pública y, provisto de un cajoncito, ofrecer sus servicios de lustrabotas. Me daba vergüenza ver a Carlitos acucli l lado ante mis pies dando escobillazos, pon iendo tinta y betún, sacándole lustre al cuero sucio. S in embargo cada d ía lo hacía para darle la oportunidad de ganar unas monedas. Cuando c o l o q u é en su ca jón mis zapatos rojos, d io un grito de admirac ión y alegría . « ¡ O h , qué l indos son! P o r suerte tengo tinta roja y be tún incoloro . Te los d e j a r é c o m o de charo l . » Y durante casi u n a h o r a , lentamente, p ro fundamente , cuidadosamente , acar ic ió esos dos, para él, objetos sagrados. C u a n d o le ofrecí mis monedas, no las quiso aceptar. « ¡Te los de jé tan brillantes que p o d r á s andar i-n la noche sin necesidad de l interna!» Entusiasmado comen-i é a admirar mis esplendorosos botines corr iendo a lrededor del kiosco. Carlitos e n j u g ó con d i s imulo un par de l ágr imas . Murmuró : «Tienes suerte, P inocho. . . Yo n u n c a p o d r é tener un par as í» .

Sent í un do lor en e l inter ior del pecho, no pude dar un paso más . Me saqué esos zapatos y se los rega lé . El n iño , olvidando mi presencia, se los calzó apresurado y part ió corr iendo ha-

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cia la playa. No sólo me olvidó a mí sino t ambién a su ca jón . Lo g u a r d é pensando devolvérselo al d ía siguiente, en la escuela.

C u a n d o mi padre me vio l legar descalzo, se e n c o l e r i z ó . «¿Dices que se los regalaste a un lustrabotas? ¿Estás loco? ¡Tu madre viajó c ien k i lómetros de ida y c ien ki lómetros de vuelta para comprár te los ! Ese mocoso va a volver a la plaza en busca de su ca jón . Allí lo e s p e r a r á s el t i empo que sea necesario, y cuando llegue le quitarás , a golpes si es preciso, tus zapatos .»

J a ime usaba c o m o m é t o d o educat ivo l a i n t i m i d a c i ó n . E l miedo de que me golpeara con sus musculosos brazos de trapecista me hac ía transpirar. O b e d e c í . F u i a la plaza y me instalé en un banco. Pasaron c inco interminables horas. Ya estaba anocheciendo cuando avanzó un grupo de mirones corr iendo alrededor de un ciclista. El hombre , pedaleando lentamente, inc l inado como si un peso enorme le quebrara la espalda, traía en el manubr io , doblado en dos, semejante a u n a marioneta c o n los hilos cortados, el cadáver de Carlitos. Entre la ropa hecha j i rones bri l laba su p ie l , antes morena , ahora tan blanca como la mía . A cada pedaleo, esas piernitas lacias se balanceaban dibujando arcos rojos c o n mis botines. Tras la bicicleta y el grupo de consternados curiosos iba quedando un r u m o r c o m o invisible estela: «Fue a jugar entre las rocas mojadas. Las suelas de goma lo h ic ie ron resbalar. Cayó al mar, que lo azotó contra las piedras. Así fue c o m o el imprudente se a h o g ó » . Su i m p r u dencia , sí, pero antes que nada mi bondad lo hab ía matado. Al d ía siguiente fue toda la escuela a depositar flores en el lugar de l accidente. En esas rocas escarpadas manos piadosas hab ían construido u n a capi l la de cemento, en minia tura . Dent ro de ella se veía una foto de Carlitos y los zapatos rojos. Mi compañ e r o de curso, por part ir demasiado r á p i d o de este m u n d o , sin c u m p l i r la misión que Dios imparte a cada alma que se encarna, se h a b í a convert ido en « a n i m i t a » . Allí e s tar ía pr i s ionero dedicado a otorgar los milagros que el pueblo creyente le solicitaría. Muchas velas se e n c e n d e r í a n ante los zapatos mágicos , ayer dadores de muerte, hoy dispensadores de salud y prosper idad . . . Su f r imiento , consuelo. . . Consue lo , sufr imiento . . . La

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cadena no tenía f in. C u a n d o le entregé el ca jón de lustrabotas a sus padres éstos se apresuraron a depositarlo en las manos de L u c i a n o , el hermanito menor. Esa misma tarde el n i ñ o comenzó a lustrar zapatos en la plaza.

En real idad en aquella é p o c a , donde yo era un n i ñ o diferente, de raza desconocida -Jaime no se d e c í a j u d í o sino chileno hi jo de rusos-, aparte de los libros nunca nadie me habló . Mi padre y mi madre, encerrados desde las ocho de la m a ñ a n a hasta las diez de la noche en la tienda, confiando en mis capacidades literarias, dejaban que me educara solo. Y aquello que veían que yo no p o d í a hacer por mí mismo se lo encargaban al Rebe.

J a ime sabía muy b ien que su padre, mi abuelo A le j andro , expulsado de Rusia por los cosacos, al llegar a Chi le sin proponérse lo , ú n i c a m e n t e porque una sociedad caritativa lo embarcó en donde había sitio para él y su familia, hablando só lo yí-di sh y un ruso rud imentar io , por comple to desarraigado, se volvió loco. En su esquizofrenia creó el personaje de un sabio cabalista a quien , durante uno de sus viajes hacia otra d imens ión , los osos le devoraron el cuerpo . Fabr icando laboriosamente zapatos sin la ayuda de m á q u i n a s , nunca ce só de conversar con su amigo y maestro imaginario. Al morir , se lo l egó a Ja ime. Este, aun sabiendo que el Rebe era una a luc inación, se vio contagiado. El fantasma c o m e n z ó a visitarlo cada noche en sus sueños . Mi padre, fanático ateo, vivió la invasión del personaje como una tortura y, apenas pudo , trató de deshacerse de él e m b u t i é n d o l o en mi mente como si fuera real. Yo no me tragué el embuste. Siempre supe que el Rebe era imaginario , pero Ja ime, tal vez pensando que por l lamarme también A le jandro estaba yo tan loco como mi abuelo, me decía : « N o tengo t iempo para ayudarte a resolver esta tarea, p íde se lo al Rebe» , o b ien , la mayor parte de las veces, «¡Vete a jugar con el R e b e ! » . Eso le c o n v e n í a porque , ma l in terpre tando las ideas marxistas, hab ía dec id ido no comprarme juguetes. «Esos objetos son productos de la mal igna e c o n o m í a de consumo. Te en-

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señan a ser soldado, a convertir la vida en una guerra, a pensar que todas las cosas fabricadas, por tenerlas en versiones diminutas, son fuente de placer. Los juguetes convierten al infante en un futuro asesino, en un explotador, en fin, en un comprador compulsivo.» Los otros niños tenían espadas, tanques, sol-daditos de plomo, trenes, muñecos , animales de felpa, yo nada. Utilicé al Rebe como juguete, le presté mi voz, imaginé sus consejos, le dejé guiar mis acciones. Luego, habiendo desarrollado mi imaginación, expand í mis conversaciones animadoras. Le di voz a las nubes, al mar, a las rocas, a los escasos árboles de la plaza pública, al cañón antiguo que ornaba la puerta del ayuntamiento, a los muebles, a los insectos, a los cerros, a los relojes, a los viejos que ya nada esperaban sentados como esculturas de cera en los bancos de la plaza pública. Podía hablar con todo y cada cosa tenía algo que decirme. Pon iéndome en el lugar de lo que no fuera yo mismo, sentí que todo era consciente, que todo estaba dotado de vida, que lo que yo creía inanimado era una entidad más lenta, que lo que yo creía invisible era una entidad más rápida. Cada conciencia poseía una velocidad diferente. Si yo adaptaba la mía a esas velocidades pod ía entablar enriquecedoras relaciones.

El paraguas que yacía l leno de polvo en un rincón se quejaba amargamente: «¿Por qué me trajeron hasta aqu í si nunca llueve? Nací para protegerte del agua, sin ella no tengo sentid o » . «Te equivocas» , le dec ía yo, «s igues teniendo sentido; si no en el presente, por lo menos en el futuro. Enséñame la paciencia, la fe. Un día lloverá, te lo a seguro» . Después de esta conversación, por pr imera vez en muchos años descargó una tempestad y cayó durante un día entero un verdadero diluvio. Las gotas azotaban con tal fuerza que yendo yo a la escuela, con el paraguas por fin abierto, no tardaron en perforar su tela. Un viento huracanado me lo arrebató y, así desgarrado, lo hizo desaparecer en el cielo. Imaginé los murmullos placenteros que daba el paraguas, después de atravesar los nubarrones, convertido en barca, navegando feliz hacia las estrellas...

Sediento sin esperanzas de las palabras ca r iñosa s de mi

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Mis bisabuelos, rama paterna.

padre, me d e d i q u é a observar, co mo un viajero perteneciente a otro m u n d o , sus actos. E l , h u é r f a n o a los 10 años y teniendo que mantener a su madre, su hermano y sus dos hermanas, todos menores, tuvo que abandonar los estudios y ponerse a trabajar duramente . Apenas sab ía escribir, le ía con d i f icul tad y hablaba un e spaño l casi gutural . Su verdadero i d i o m a era la acc ión. Su terr i torio , la calle. A d m i r a d o r ferviente de Stal in, se de jó los mismos bigotes, con sus propias manos fabr icó la misma casaca de cuello cerrado e imitó esos mismos gestos bonachones encubridores de u n a inf in i ta agresividad. P o r suerte, mi abuelastro materno Moishe , que h a b í a perd ido su fortuna a causa de la crisis, tenía u n a m i n ú s c u l a compraventa de oro; por su carencia de dientes y cabellos, a m é n de unas orejas enormes, era semejante a G a n d h i , lo que equi l ibraba las cosas. H u y e n d o de la severidad del dictador me refugiaba en las rodillas del santo. «Ale jandri to , la boca no está hecha para decir frases agresivas, a cada palabra dura se seca un poco el alma. Te enseñaré a dulci f icar lo que hablas . » Y d e s p u é s de teñ i rme la lengua con p intura vegetal azul , tomando un p i n c e l de pelo suave de un cent ímetro de ancho, lo untaba en m i e l y h a c í a c o m o s i me estuviera p i n t a n d o el i n t e r i o r de la boca. «Ahora lo que digas t endrá el co lor de l b u e n cielo y el du lzor de la miel .»

P o r el contrario, para Jaime-Stalin, la vida era una implacable lucha . No p u d i e n d o matar a sus competidores , los arruinaba. La Casa U k r a n i a fue un carro de combate. C o m o la calle central 21 de Mayo - fecha de u n a his tór ica batalla naval, donde el h é r o e A r t u r o Prat h izo de su derrota por los peruanos un triunfo m o r a l - estaba l l ena de tiendas que ofrecían los mismos artículos que él, e m p l e ó una técnica de venta agresiva.

Se dijo: « L a abundancia atrae al comprador : si el vendedor es p r ó s p e r o eso quiere decir que ofrece los mejores art ículos» . L l e n ó las estanterías del local con cajas de cartón por donde asomaba la muestra de lo que contenían , una punta de calcetín, un pliegue de medias, un extremo de manga, el tirante de un sostensenos, etc. El negocio parec ía l leno de mercader í a , lo

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que era falso, porque las cajas, vacías, só lo contenían el pedazo que asomaba.

Para despertar la codic ia de los clientes, en lugar de vender a r t í cu los p o r separado, los o r g a n i z ó en lotes diferentes. En bandejas de car tón exhib ió conjuntos compuestos, por ejemplo , de un calzón, seis vasos de vidrio, un reloj , un par de tijeras y u n a estatuilla de la V i r g e n del Carmen . O bien un chaleco de lana, una a lcancía con forma de puerco, unas ligas con encaje, una camiseta sin mangas y una bandera comunista, etc. Todos los lotes tenían el mismo precio. Al igual que yo, mi padre h a b í a descubierto que todo estaba relacionado.

Puso frente a la puerta, en medio de la vereda, a exót icos propagandistas. Los cambiaba cada semana. Cada cual , a su manera, ensalzaba a voz en cuello la calidad de los artículos y lo baratos que eran, invi tando a los curiosos a visitar la Casa U k r a n i a sin compromiso . V i , entre otros, un enano con traje tirolés, un flaco maqui l lado de negra n in fómana , una Carmen M i r a n d a en zancos, un falso au tómata de cera golpeando con un bas tón el cristal desde el inter ior del escaparate, una terrorífica m o m i a y t ambién un «es téntor» que tenía tal vozarrón que sus gritos se o ían a ki lómetros de distancia. El hambre crea artistas: esos mineros cesantes inventaban con ingenio todo tipo de disfraces. C o n sacos harineros teñidos de negro fabricaban un traje de Drácu la o del Zorro ; con retazos extra ídos de los basurales hac ían máscaras y capas de luchadores; hubo u n o que l l egó con un perro sarnoso vestido de huaso que p o d í a danzar cueca alzado sobre las patas traseras; otro ofreció un nene que daba chil l idos de gaviota.

En esa é p o c a en que no había televisión y el cine sólo abr ía sus puertas s ábados y domingos, cualquier novedad atraía a la gente. Si a esto se agrega la belleza de mi madre, alta, blanca, de enormes senos, que siempre hablaba cantando, vestida con un traje de campesina rusa, se puede comprender por q u é Jaime les r o b ó los clientes a sus adormilados competidores.

E l d u e ñ o de la t ienda vecina, E l Cedro del L í b a n o , era para nosotros un « turco» . En vez de mostradores transparentes usa-

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ba toscas mesas de madera, no tenía escaparates que d ieran a la calle y se a lumbraba con u n a b o m b i l l a de sesenta vatios cagada p o r las moscas. De la trastienda surg ía un espeso aroma a fritanga. La esposa de d o n Ornar, h o m b r e corto de estatura, era u n a s e ñ o r a m e n u d a c o m o él pero de piernas elefantiási-cas, tan hinchadas que, a pesar de estar contenidas por vendas negras, parec ían prestas a derramarse y cubr i r c o n una superficie de carne el piso de madera agrisado por a ñ o s de polvo. Allí, la ausencia de clientes fue sustituida por u n a invasión de arañas .

Un día, sentado en un r incón de nuestro p e q u e ñ o patio, leyendo Los hijos del capitán Grant, e scuché unos desgarradores lamentos que provenían del patio del turco, separado del nuestro por un muro de ladrillos. Eran tan desoladores esos gritos, tratando de ser apagados por largos shhh femeninos, que la curiosidad me dio fuerzas para escalar el muro . Vi a la mujer de piernas gordas espantando moscas, con un abanico de paja, de las costras que cubrían casi todo el cuerpo de un n iño .

- ¿ Q u é tiene su hi jo , señora? - O h , parece una infección, vecinito, pero no . Lo que pasa

es que se ha pasmado. - ¿ P a s m a d o ? - M i mar ido , a causa de los malos negocios, está muy triste.

E l p e q u e ñ o confund ió esa tristeza c o n e l viento. C u b r i é n d o s e de costras, para i m p e d i r que el aire mal igno le tocara la p ie l , se p a s m ó . Para él, el t iempo no pasa. Vive en un segundo tan largo como la cola de l diablo.

Me d ieron ganas de llorar. Me sentí culpable por mi padre. C o n su crue ldad stal iniana h a b í a a r ru inado y entristecido al turco. Su hijo ahora estaba pagando la dolorosa cuenta.

Regre sé a mi cuarto, abr í la ventana que daba a la calle y salté de l segundo piso. M i s huesos resistieron el impacto , solamente p e r d í l a p i e l de las rodil las . Se f o r m ó un tumulto . La sangre me escurría por las piernas. L l e g ó Ja ime, apar tó c o n rabia a los curiosos, me felicitó por no l lorar y me llevó a la Casa U k r a n i a para desinfectar las heridas. A pesar de que el a l cohol

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p a r e c i ó quemarme, no grité . Ja ime, en su papel de guerrero marxista, viendo m i , para él, femenina sensibilidad, había dec id ido educarme a la dura . «Los hombres no l lo ran y con su voluntad d o m i n a n el dolor. . .» Los primeros ejercicios no fuer o n difíciles. C o m e n z ó por hacerme cosquillas en los pies c o n u n a p l u m a de buitre. « ¡T ienes que ser capaz de no reír!» Logré no sólo dominar las cosquillas de las plantas, sino las de las axilas y t ambién , t r iunfo total, permanecer serio cuando me hurgaba con la p l u m a en las fosas nasales. D o m i n a d a la risa me di jo: «Vas muy bien. . . Comienzo a estar orgulloso de ti . ¡Espera, digo que comienzo, no que lo estoy! Para ganarte mi admirac ión tienes que demostrar que no eres un cobarde y que sabes resistir el do lor y la humil lación. Te voy a dar de bofetadas. Tú me ofrecerás tus mejillas. Te go lpearé muy suavemente. Tú me pedirás que aumente la intensidad del golpe. Así lo haré , m á s y más , a medida que me lo solicites. Quiero ver hasta dónde l legas» . Yo, sediento de amor, para lograr la admirac ión de Ja ime fui p id iendo bofetadas cada vez más intensas. A medida que en sus ojos br i l l aba lo que interpreté c o m o a d m i r a c i ó n , u n a ebriedad iba nublando mi espíritu. E l car iño de mi padre era m á s importante que el dolor. Resistí y resistí. Al f inal escupí sangre y arro jé un pedazo de diente. Ja ime lanzó una exclam a c i ó n de sorpresa admirativa, me t o m ó entre sus musculosos brazos y corr ió conmigo hacia el dentista.

El nervio del premolar , en contacto c o n la saliva y el aire, me hac ía sufrir atrozmente. D o n Ju l io , e l sacamuelas, p r e p a r ó una inyección calmante. Ja ime me dijo al o í d o (nunca lo hab ía escuchado hablar en forma tan delicada): «Te has comportado como yo, eres un valiente, un hombre . Lo que te voy a ped i r no estás obligado a hacerlo, pero si lo haces, cons ideraré que eres d igno de ser mi hijo: rechaza la inyección. Deja que te curen sin anestesia. D o m i n a el do lor con tu voluntad. ¡Tú puedes, eres como yo !» . N u n c a en mi vida he vuelto a sentir un dolor tan atroz. (Miento , lo volví a sentir cuando la bruja Pachita, c o n un cuchi l lo de monte , me ar rancó un tumor del h ígado . ) D o n Ju l io , convencido por mi padre mediante la promesa del

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regalo de media docena de botellas de pisco, no dijo nada. Escarbó , apl icó su torturante maquin i l l a , me introdujo una amalgama a base de mercur io y por fin t a p o n ó el agujero. C o n sonrisa d e c h i m p a n c é e x c l a m ó : « ¡ L i s t o , m u c h a c h i t o , eres u n h é r o e ! » . ¡Catástrofe: yo, que h a b í a resistido la tortura sin un gemido, sin un temblor, sin u n a lágr ima, in te r rumpí el gesto de mi padre, que abr ía los brazos como las alas de un c ó n d o r triunfante, y me desmayé! ¡Sí, me desmayé, como una mujercita!

J a ime, sin ni s iquiera darme la mano , me condujo a casa. Yo, humi l l ado , con las mejillas hinchadas, me met í en la cama y d o r m í veinte horas seguidas.

No sé si mi padre se dio cuenta de que h a b í a querido suicidarme al saltar por la ventana. Tampoco sé si se dio cuenta de que cayendo «por azar» de rodillas ante El Cedro del L í b a n o (nosotros vivíamos en el segundo piso, justo encima) yo estaba p id iéndo le p e r d ó n al turco. Só lo dijo « B a b o s o , te caíste. Eso te pasa p o r estar siempre metido en los l ibros» . Es cierto, yo estaba siempre metido en los l ibros, a tal punto concentrado que cuando le ía y me hablaban no escuchaba ni u n a palabra; él, apenas llegaba a la casa, con una sordera semejante a la mía , se met ía en su colección de sellos; s u m e r g í a en agua tibia los sobres que le regalaban los clientes, despegaba cuidadosamente c o n unas pinzas las estampillas - s i p e r d í a n un dienteci l lo de l borde p e r d í a n también su valor—, las secaba entre hojas de papel poroso, las clasificaba y las guardaba en á lbumes que nadie tenía el derecho de abrir.

C o m o se formaron dos grandes costras, casi circulares, una en cada rodil la , mi padre las e m p a p ó con un a lgodón embebido en agua caliente y, cuando la materia se hubo reblandecido, con sus pinzas me las d e s p e g ó enteras, exactamente como lo hacía con sus estampillas. Por supuesto contuve mis gritos. Satisfecho, me untó con alcohol la carne roja, desollada, viva. Ya a la m a ñ a n a siguiente se formaban dos nuevas costras. De jármelas despegar sin quejarme se convirtió en un rito que me acercaba al Dios lejano. Cuando c o m e n c é a sentirme mejor y una nueva

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p ie l anunc ió con su rosado el fin del tratamiento, me atreví a tomar de la mano a Ja ime, lo llevé al patio, le p e d í que trepara conmigo a lo alto del muro , le mostré el niño pasmado y le ind i q u é mis rodillas. E l , sin necesidad de más gestos, c o m p r e n d i ó . En aquellos años Tocopi l la no tenía hospital. E l único méd ico era un gordo b o n a c h ó n llamado Ángel Romero. Mi padre desp id ió al gritón de turno - e n este caso un boxeador que le daba golpes a un maniqu í decorado con un gran $-, le pidió a d o n Ornar que le permitiera entrar a c o m p a ñ a n d o al doctor Romero en su visita al enfermo, p a g ó la consulta, ya con la receta viajó los c ien k i lómetros que lo separaban de Iquique, c o m p r ó los medicamentos, regresó y, provisto de los desinfectantes, las p inzas y la jofaina con agua caliente donde b a ñ a b a sus sobres, emp a p ó y ab landó las costras del pobre niño para, con delicadeza infinita , despegárse las una por una. Después de dos meses de asiduas visitas, el turquito recuperó su aspecto normal .

Hay que c o m p r e n d e r que todos estos actos acontec ieron en un lapso de diez años . Al narrarlos en bloque puede parecer que mi infancia estuvo atiborrada de hechos insólitos, pero no es así. F u e r o n p e q u e ñ o s oasis en un desierto inf in i to . El t iempo era caluroso, seco. De día, un si lencio implacable ca ía d e l c ie lo , se deslizaba p o r la m u r a l l a de cerros estéri les que nos empujaba hacia el mar, surgía de un suelo compuesto de piedrecil las sin una mota de tierra. Al ponerse e l sol no h a b í a pá j a ros que cantaran, ni árboles cuyas hojas el viento hic iera murmurar , ni metá l icos cantos de gr i l lo . A lgún que otro jote , los rebuznos de un burro lejano, aullidos de perro presintiendo la muerte, combates de gaviotas y el constante estallido de las olas marinas, que p o r su h ipnót i ca repe t i c ión terminaba p o r no ser escuchado. Y en la n o c h e fr ía m á s s i lencio a ú n : ocu l tando las estrellas, cuyo resplandor h a b r í a p o d i d o convertirse en s i n ó n i m o de mús ica , la camanchaca, espesa nebl ina, se acumulaba en la c ima de los cerros para formar un muro lechoso, impenetrable . Tocop i l l a p a r e c í a u n a cárcel l l ena de muertos. Ja ime y Sara se hab ían ido al c ine. Yo acababa de

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despertar transpirando aterrado. El s i lencio, rept i l invis ible , penetraba por debajo de la puerta y venía a lamer las patas de mi catre. Yo sabía que estaba en pel igro, el s i lencio quer í a entrar por mis fosas nasales, anidar en mis pulmones , borrar la sangre de mis venas. Para ahuyentarlo me p o n í a a gritar. E r a n alaridos tan intensos que los cristales de la ventana comenzaban a vibrar emit iendo zumbidos de avispa, lo que aumentaba mi pavor. Entonces llegaba el Rebe. Yo sabía que era una mera imagen, nada, su apar ic ión no bastaba para e l iminar la mudez universal . Necesitaba la presencia de amigos. Pero ¿cuáles? P i n o c h o , p o r n a r i g u d o , b l a n c o y c i r c u n c i s o , no t e n í a amigos. (En ese c l ima tórr ido la sexualidad era precoz. Al lado de nuestra t ienda se elevaba el cuartel de bomberos. En su gran patio, colgando de un alto m u r o , como cuerdas de un arpa gigantesca, se estiraban sogas que servían para sostener las mangueras, lavadas y puestas a secar d e s p u é s de los incendios . Los hijos del vigilante, más sus amigos, una pandi l l a de ocho picaros, me invitaron a trepar c o n ellos veinte metros de soga. Ya arriba, al abrigo de las miradas adultas, sentados formando un círculo, comenzaron a masturbarse, aunque la emis ión de esperma fuera una cosa legendaria. P o r mis ansias de comuni cación, los imité. Sus infantiles falos, con el prepucio cerrado, se elevaban como ojivas morenas. El m í o , pá l ido , mostraba sin d i s imulo su ampl ia cabeza. Todos notaron la d i ferencia y se pusieron a lanzar carcajadas. « ¡T i ene un h o n g o ! » H u m i l l a d o , rojo de ve rgüenza , me des l i cé cuerda abajo h i r i é n d o m e las palmas de las manos. La not ic ia se d i fundió por toda la escuela. Yo era un n i ñ o a n o r m a l , t en ía u n a « p i c h u l a » d i ferente . « ¡ L e falta un pedazo, es tá m o c h o ! » Saberme mut i l ado h i z o que me sintiera a ú n m á s separado de los seres humanos . Yo no era del m u n d o . No tenía sitio. Só lo m e r e c í a ser devorado por el silencio.) « N o te p r e o c u p e s » , me dijo el Rebe, es decir, me dije yo mismo ut i l i zando la imagen de aquel j u d í o antiguo, vestido de r ab ino . « S o l e d a d es no saber estar cons igo mismo.» Bueno, no quiero que se piense que un n iño de siete años puede hablar un lenguaje semejante. Yo c o m p r e n d í a las

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cosas, sí, pero no de m a n e r a rac iona l . E l Rebe, s iendo u n a imagen interna, depositaba en mi espíritu contenidos que no eran intelectuales. Me hac ía sentir algo que yo tragaba en la misma forma que el agui lucho, todavía con los ojos cerrados, traga el gusano que le depositan en el p ico . Luego , más tarde, ya adulto, he ido traduciendo en palabras lo que en aquella é p o c a eran, ¿ c ó m o p o d r í a explicarlo?, aberturas a otros planos de la realidad.

« T ú no estás solo. ¿Recuerdas cuando la semana pasada tuviste la sorpresa de ver crecer en el patio un girasol? Llegaste a la conc lus ión de que era el viento qu ien h a b í a transportado una semilla. U n a semilla, a l parecer insignificante, contenía en ella la flor futura. ¡Ese grano sabía de alguna manera qué planta iba a ser; y esa planta no estaba en el futuro: aunque inmaterial , aunque só lo un designio, allí mismo existía el girasol, f lotando en el viento, durante cientos de ki lómetros . Y no só lo estaba allí la planta, t ambién la adorac ión de la luz, los giros en pos de l sol, la misteriosa u n i ó n con la estrella polar, y - ¿ p o r q u é n o ? - una forma de conciencia. Tú no eres diferente. Todo lo que vas a ser, ya lo eres. Lo que vas a saber, ya lo sabes. Lo que vas a buscar, ya te busca, está en t i . Puedo no ser verdadero, pero el viejo que ahora vas a ver, aunque tenga la inconsistencia mía , es real porque eres tú, es decir, es el que serás.»

Todo esto no lo pensé ni lo oí , lo sentí. Y ante mí , junto a la cama, mi imag inac ión permi t ió que apareciera un caballero anciano, de barba y cabellera plateada, con ojos llenos de dulzura. E r a yo mismo convertido en mi hermano mayor, en mi padre, en mi abuelo, en mi maestro. « N o te preocupes tanto, te he a c o m p a ñ a d o y te a c o m p a ñ a r é siempre. Cada vez que sufriste creyéndote solo, yo estaba contigo. ¿Quieres un ejemplo? B ien , ¿ recuerdas cuando hiciste el elefante de mocos?»

N u n c a me había sentido tan abandonado, incomprendido , castigado injustamente como en aquella ocas ión. Moishe, con su sonrisa desdentada y su corazón de santo, le propuso a mis padres llevarme de vacaciones a la capital, a Santiago, durante

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un mes para que mi abuela materna me conoc iera . La vieja nunca me había visto, separada de su hija por dos m i l ki lómetros. Yo , para no decepcionar a Ja ime, ocul té mi angustia de ser separado del hogar. Mostrando u n a t ranqui l idad que era falsa, me e m b a r q u é en el Horacio, un p e q u e ñ o vapor que valseó tanto que l legué con el e s t ó m a g o vacío al puerto de Valparaíso. Luego, después de ser sacudido cuatro horas en la terce-> ra clase de un tren a c a r b ó n , me p r e s e n t é t ímido y verdoso ante d o ñ a Jashe, s eñora que no sabía sonreír ni m u c h o menos tratar con niños de mi enfermiza sensibil idad. El medio hermano de Sara, Isidoro, un muchacho gordo, afeminado, sádico, c o m e n z ó a perseguirme vestido de enfermero, amenazánd o m e c o n u n a b o m b a de insect ic ida . « ¡Te voy a p o n e r u n a inyección en el culo !»

Por las noches, en un cuarto oscuro, con una p e q u e ñ a y dura cama arrimada a la pared, sin l á m p a r a para leer, i l uminado por a lgún resplandor lunar que se filtraba a través de la exigua claraboya, me met ía el índice en la nariz, fabricaba pildoritas y las pegaba en la pared empape lada de celeste. Durante ese mes, poco a poco, con mis mocos, fui dibujando un elefante. No se d ieron cuenta porque n u n c a entraron a asear o hacerme la cama. Al cabo de un mes, el paquidermo estaba casi terminado . En e l m o m e n t o de la despedida - M o i s h e regresaba conmigo a Tocopi l l a - , mi abuela entró en el cuarto para recoger las sábanas que me hab ía prestado. No vio un hermoso elefante f lotando en el cielo inf ini to , vio u n a horr ib le colecc ión de mocos pegados en su precioso papel . Sus arrugas tomaron un tinte violeta, su espalda gibada se estiró, su vocecilla amable se convirtió en rugido de leona, sus ojos vidriosos se l lenaron de r e l á m p a g o s . « ¡ N i ñ o asqueroso, c o c h i n o , malagradecido! ¡Vamos a tener que empapelar otra vez! ¡Deberías morirte de v e r g ü e n z a ! ¡No qu iero un nieto as í ! » « P e r o , abuelita , yo no quer í a ensuciar nada, sólo hacer un bonito elefante. Me falta un co lmi l lo para terminarlo .» Esto la enfureció más aún . Creyó que me burlaba de ella. Agar ró un p u ñ a d o de mis cabellos y c o m e n z ó a darme tirones con la intención de arrancármelos .

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G a n d h i s e interpuso d e t e n i é n d o l a c o n f i rme del icadeza. E l odioso Isidoro, bur lón , a espaldas de Jashe, agitaba en mi direcc ión , hacia delante y hacia atrás , su b o m b a de insecticida como si fuera un falo violador. Me obl igaron a asistir al arrancamiento del papel , cosa que hic ieron protegiendo sus manos c o n guantes de goma. Luego co locaron los trozos en m e d i o del patio c o m ú n de ese conglomerado de casitas, los rociaron con a lcohol y me obl igaron a arrimarles fósforos hasta que ard ieron. Vi consumirse a mi querido elefante. G r a n cantidad de vecinos se asomaron por las ventanas. Jashe me untó la nariz y los dedos c o n las cenizas , y así , suc io , me l l evaron al t r en . C u a n d o la locomotora estuvo lejos de Santiago, Moishe , con su p a ñ u e l o blanco empapado en saliva, me l impió la cara y las manos. Se extrañó : «Pareces insensible, n iño . No te quejas ni l loras». Me e m b a r q u é en el Horacio, viajé tres días y desembarq u é en Tocopi l l a sin decir una palabra. C u a n d o aparec ió mi madre, corr í hacia el la y c o m e n c é a l lorar convulsivamente, hund ido entre sus enormes tetas. « ¡Mala ! ¿Por q u é me dejaste ir?» Apenas vi l legar a mi padre, que se h a b í a retrasado un cuarto de hora , retuve mis lágr imas , s e q u é mis ojos y mos t ré una falsa sonrisa.

«Yo estaba ahí, d á n d o m e cuenta de los límites mentales de esa gente» , me dijo el viejo Alejandro. «Veían el m u n d o material , los mocos, pero el arte, la belleza, el elefante mág ico , se les escapaba. Sin embargo alégrate de ese sufrimiento: gracias a él l legarás a mí. El Eclesiastés dice: "Quien a ñ a d e ciencia añade dolor" . Pero yo te digo, sólo quien conoce el dolor se acerca a la sabiduría . No puedo afirmarte que la he logrado, no soy más que una estación en el camino de ese espíritu que viaja hacia el f i n de l t iempo. ¿Quién se ré en tres siglos más? ¿Qué? ¿Cuáles formas me servirán de vehículo? ¿En diez millones de años todavía mi conciencia necesitará un cuerpo? ¿Deberé aún utilizar ó rganos sensoriales? ¿En cientos de mil lones de a ñ o s seguiré dividiendo la un idad del m u n d o en visiones, sonidos, olores, sabores, imágenes táctiles? ¿Seré un individuo? ¿Un ser

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colectivo? Cuando haya conocido el universo entero, o los uni versos, cuando haya llegado al fin de todos los tiempos, cuando la expans ión de la materia se detenga y yo con ella emprenda el camino de regreso al punto de origen, ¿me disolveré en él? ¿Me convertiré en el misterio que yace fuera del t iempo y del espacio? ¿Descubriré que el Creador es u n a m e m o r i a sin presente ni futuro? ¿Tú , n iño , yo, anciano, habremos sido só lo recuerdos, imágenes insustanciales, sin haber nunca hol lado la más m í n i m a realidad? Para ti no existo aún , para mí ya no existes, y cuando nuestra historia se cuente, el que la contará só lo será un collar de palabras escurridas de un m o n t ó n de cenizas.»

Se me hizo esencial por las noches, cuando despertaba solitario en la casa oscura, imaginar ese doble m í o proveniente del futuro. E scuchándo lo , poco a poco me calmaba y un s u e ñ o profundo venía a otorgarme el maravilloso olvido de mí mismo.

Durante e l d í a la angustia de vivir inapreciado, R o b i n s o n Crusoe en mi isla interior, no me desesperaba. Encerrado en la bibl ioteca , los amigos l ibros , con sus h é r o e s y aventuras, me ocultaban el s i lencio . O t r o que d e j ó de escuchar e l s i lencio por causa de los libros fue el gringo M o r g a n . Trabajaba, como todos los ingleses, en la C o m p a ñ í a de Electr ic idad, que surtía de energ ía a las oficinas salitreras y a las minas de cobre y plata. De tanto beber ginebra, le dio gota. Cuando le p roh ib ie ron la ingest ión de a lcohol , muerto de aburrimiento, se sumerg ió en la biblioteca, sección «esoter i smo» . Los masones habían legado estantes atiborrados de libros en inglés que trataban de temas misteriosos. The Secret Doctrine de H e l e n a Blavatsky, seg ú n Jaime, le per turbó el cerebro. Sol ía decir « ¡T iene la azotea l lena de moscas ! » . El gringo aceptó la existencia de unos invisibles Maestros Cósmicos y c o m e n z ó a creer fervientemente en la reencarnac ión del alma. De acuerdo con su escritora idolatrada dec laró a quien quisiera oírle que era una costumbre troglodita el venerar y enterrar los cadáveres , puesto que infectaban el planeta. H a b í a que incinerarlos, como en India. Vendió

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todo lo que tenía y con el d inero obtenido, más sus ahorros, abr ió un negocio de pompas fúnebres que l l amó «Orillas del Ganges, crematorio s agrado» . El lugar, adornado con collares de flores artificiales, dulces de pasta de a lmendra imitando frutas y exót icos dioses de yeso, algunos con cabeza de elefante, desembocaba en un largo patio cubierto de azulejos anaranjados en cuyo centro se elevaba un horno , semejante a aquellos para fabricar pan, donde p o d í a caber un cristiano. El cura, con sus diatribas contra tal monstruosidad sacrilega, quiso derribar u n a puerta abierta de par en par: ¿acaso los tocopil lanos habrían permit ido que quemaran a sus difuntos en una parrilla? Por supuesto que nadie deseaba que la silueta carnal de sus amados muertos se convirt iera en un m o n t ó n de polvo gris. M o r g a n , a qu ien ahora l lamaban «el Teóso fo» , alzó los hombros. « N o es nada nuevo, lo mismo le sucedió a d o ñ a Blavatsky y a su socio Olcot t en Nueva York; las costumbres ancestrales t ienen raíces profundas . » C a m b i ó el giro de su negocio: si el cura sostenía que, s egún la teología cristiana, los animales no tenían alma, entonces era muy recomendable quemar sus restos. El h o r n o e m p e z ó a funcionar: pr imero fueron perros, luego, gracias a los módicos precios, gatos; a lgún que otro ratón blanco y a lgún desplumado loro. Las cenizas eran entregadas en botellas de leche pintadas de negro, con un tapón dorado. Atra ídos p o r la humareda nauseabunda, mul t i tud de buitres comenzaron a posarse en los azulejos naranjas m a n c h á n d o l o s con sus excrementos blancos. Por m á s que el Teósofo los espantara a escobazos, tercos volaban en círculos que se convertían en espirales descendentes y volvían a aterrizar, graznando, defecando. La fetidez se hizo insoportable. El Teósofo cerró la funeraria y c o m e n z ó a pasar la mayor parte de su t iempo sen-lado en el respaldo de un banco de la plaza públ ica , prometiendo la reencarnac ión a quien quisiera aceptarlo por maestro. Allí fue donde -porque me dio pena verlo convertido en hazmerreír de todo el p u e b l o - entablé una amistad con él.

A mí no me p a r e c í a un orate, c o m o d e c í a mi padre. Sus ideas me gustaban. «Niño , con toda evidencia fuimos algo an-

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tes de nacer y seremos algo después de morir . ¿Me puedes decir qué?» Me froté las manos, balbucí , luego me q u e d é sin habla. Él se puso a reír. «¡Ven conmigo a la playa!» Lo seguí y, al llegar a la costa, me mos t ró unas torrecillas unidas por cables por donde se deslizaban carros de acero, al parecer llenos. Venían de los cerros, atravesaban la playa a lo largo y desaparecían entre otros cerros. Vi caer de uno de ellos un guijarro, en parte gris y en parte cobr izo . « ¿ D e d ó n d e vienen? ¿ A d o n d e van?» « N o lo sé, Teósofo.» «Vaya, no sabes de d ó n d e vienen ni adonde van, pero eres capaz de recoger u n a de sus piedras y guardarla como un tesoro... M i r a , muchachito , yo s í sé de q u é m i n a vienen y a q u é m o l i n o van, ¿pero q u é logro con decírtelo? Los nombres de aquellos sitios nada te dir ían porque nunca los has visto. Así es el a lma que transporta nuestro cuerpo: no sabemos de d ó n d e viene ni adonde va, pero ahora, aquí , la queremos y no deseamos perderla, es un tesoro. U n a conciencia misteriosa, infinitamente más ampl ia que la nuestra, conoce el or igen y el fin, pero no nos lo puede revelar porque no tenemos un cerebro lo bastante desarrollado para comprenderlo .» El gringo met ió su pecosa mano en un bolsi l lo y extraj o cuatro medallitas doradas. E n u n a h a b í a u n Cri s to , e n l a otra dos triángulos entrecruzados, en la tercera una media luna conteniendo una estrella y en la cuarta un par de gotas unidas, blanca y negra, formando un círculo. «Toma , para t i . Las cuatro son distintas y se d icen católica, hebrea, is lámica y taoís-ta. Creen simbolizar verdades diferentes, pero si las metes en un horn i l lo y las fundes, formarán una sola semilla del mismo metal. El alma es una gota del o c é a n o divino de la que somos, por muy corto t iempo, e l humi lde vehículo. Ha salido de Dios y viaja para regresar y disolverse en Dios, que es goce eterno. T o m a esta cuerda, amiguito y hazte un col lar con las cuatro medallas. Llévalo siempre para que recuerdes que un h i lo único, la conciencia inmorta l , las une a todas.»

L l e g u é ufano a la Casa U k r a n i a mostrando mi collar. Ja ime, más Stalin que nunca, tembló de furia. « ¡Teósofo cretino, mit igando el miedo de m o r i r con ilusiones! ¡Ven conmigo al retre-

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te!» Me arrancó las medallas. U n a por una las fue lanzando a la taza. « ¡Dios no existe, Dios no existe, Dios no existe, Dios no existe! ¡Te mueres y te pudres! ¡Después no hay nada ! » Y tiró de la cadena. El ruidoso chorro se llevó las medallas y con ellas mis ilusiones. « ¡Papá nunca miente! ¿A quién le crees, a mí o a ese tarado?» ¿A quién de los dos iba a elegir, yo, que tanto anhelaba la admirac ión de mi padre? Jaime sonrió un segundo, luego me miró severo como de costumbre. «Estoy cansado de tus greñas , ¡no eres una niña!»

Sara era h u é r f a n a de padre. Jashe se hab ía enamorado de un bailarín ruso no j u d í o , un goy, de cuerpo hermoso y cabel l e r a dorada . M i e n t r a s estaba enc in ta de o c h o meses, este abuelo se subió, para encender una l ámpara , en un barri l lleno de a lcohol . La tapa se quebró , él cayó en medio del l íquido inflamable y e m p e z ó a arder. Las leyendas familiares cuentan que salió corr iendo a la calle, que envuelto en llamas dio saltos de dos metros de altura y que mur ió bai lando. Cuando nací , l legué al m u n d o con cabellos tan abundantes y dorados como los del idolatrado danzarín. Sara nunca me acarició el cuerpo, pero pasó horas pe inando mi melena, h a c i é n d o m e rizos, neg á n d o s e a cortarla. Yo era su padre reencarnado. C o m o en esa é p o c a n ingún niño usaba el pelo largo, no cesaban de gritarme «mariqui ta» .

Mi padre, aprovechando que Sara d o r m í a la siesta, me llevó al peluquero. Se l lamaba Osamu y era j a p o n é s . En pocos minutos, recitando repetidas veces «Gate , Gate, Paragate, Para-samgate, B o d h i Svaha» 2 , me pe ló al rape y barrió, sin inmutarse, los rizos de oro . I n s t a n t á n e a m e n t e de jé de ser el muerto quemado y fui yo mismo. No pude contener unas lágrimas que me acarrearon un nuevo desprecio de mi padre. « ¡Alfeñique, aprende a ser un macho revolucionario y deja de aferrarte a esa pelambrera de puta burguesa ! » Qué equivocado estaba Jaime: que me quitaran la melena que tantas burlas me atraía era

'Mantra del Sutra del Corazón.

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un enorme alivio... pero lloraba porque al perder los rizos perdía también el amor de mi madre.

De regreso a la tienda tiré al váter mi piedra cobriza, di un tirón de la cadena y corrí orgulloso hacia la plaza para burlarme del Teósofo, apoyando el índice en mi sien como única respuesta a sus fervientes palabras.

Podría pensarse que en mi infancia fui más inf luido por Jaime que por Sara. Sin embargo no es así. E l la , obnubilada por el carisma de mi padre, se hizo perro de su mente. Aprobaba y repetía todo lo que él decía . Si la severidad era la base de la educac ión que yo d e b í a recibir, por ser hombre y no mujer, desde que el j a p o n é s me cortó el pelo mi madre se e smeró en aplicarla. Prisionera todo el día en la tienda, poco o nada podía ocuparse de mí. Mis calcetines estaban agujereados en los talones y un bulto de carne surgía de cada uno de ellos. Por su forma redonda y su color, los niños lo comparaban con las papas peladas. Durante el recreo, si quer ía correr en el patio, mis crueles compañeros , seña lando hacia mis calcañares, gritaban insidiosos: « ¡Se le ven las papas ! » . Esto me humil laba y me obl igó a quedarme quieto, con los pies sumergidos en cualquier sombra. C u a n d o le dije a Sara que me comprara calcetines nuevos, refunfuñó:

-Es un gasto inútil, los rompes el mismo día en que los estrenas.

- M a m á , toda la escuela se burla de mí. Si me quieres, zúrcemelos por favor.

-Es tá bien, si necesitas que te demuestre que te quiero, lo voy a hacer.

T o m ó su costurero, enhebró una aguja y, con gran dedicación, reparó los agujeros most rándomelos perfectamente zurcidos.

- ¡ P e r o , m a m á , usaste h i lo color carne! ¡Mira, me los pongo y parece que todavía se me ven las papas! ¡Seguirán bur lándose de mí!

- L o hice adrede. Realizando el trabajo inútil que me pedía s

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te demostré que te quería . A h o r a tú me tienes que demostrar que posees un espíritu guerrero. La maldad de esos niños no te debe afectar. Exhibe orgulloso tus talones y agradece aquellas burlas porque te obligan a fortalecer el alma.

Es increíble la abundancia cultural que hab ía en esa pequeña ciudad perdida en el ár ido norte de Ch i l e . Antes de la crisis del 29 y la invención por los alemanes del salitre artificial, esa región, incluyendo Antofagasta e Iquique, era considerada como la afortunada cuna del «oro b l anco» . El inagotable nitrato de potasio, ideal para fabricar abonos y sobre todo explosivos, atrajo una mult i tud de emigrantes. En Tocopi l l a vivían italianos, ingleses, norteamericanos, chinos, yugoslavos, japoneses, griegos, españoles , alemanes. Cada etnia encerrada entre muros mentales altivos. S in embargo, fragmentariamente, pude disfrutar de esas diferentes culturas. Los españoles aportaron a la biblioteca diminutos y mágicos cuentos de Calleja, los ingleses p r o d i g a r o n tratados m a s ó n i c o s y rosacruces ; P a m p i n o Brontis, el panadero griego, para promover sus pasteles rellenos con mermelada de rosas, cada domingo por la m a ñ a n a invitaba a los niños a venir a escuchar su traducción en verso de la Odisea. Los japoneses se ejercitaban en la playa en el tiro al arco, i n o c u l á n d o n o s el amor a las artes marciales. De vez en cuando, en el salón munic ipa l las damas norteamericanas mostraban su generosidad, ofreciendo salchichas y refrescos a los hijos de aquellos a quienes sus maridos sumían en la miseria. Gracias a ellas me hice consciente de la injusticia social.

E l d í a en que mi padre a n u n c i ó a quemarropa « M a ñ a n a nos vamos de aquí . Viv iremos en S a n t i a g o » , me sent í mor i r . A m a n e c í con una urticaria feroz. Toda la p ie l se me hab ía cubierto de ronchas, la fiebre me hacía delirar ¡y el barco part ía tres horas más tarde! Jaime, terco, no quer ía postergar el viaje, a pesar de que el doctor Romero le di jo que yo debía quedarme por lo menos una semana en cama. Echando pestes contra la med ic ina occidental , mi padre corr ió hacia e l restaurante

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ch ino y, con sus dotes de vendedor, logró convencer a los propietarios de que le dieran el nombre y la dirección del m é d i c o que los curaba. No era sólo uno sino tres vetustos hermanos los que dominaban la ciencia del yin y el yang. Serenos como los cerros, con ojos de gato al acecho y p ie l del color de mi fiebre, calentaron sal gruesa, la repartieron en trozos de tocuyo, h i c ieron paquetillos y con ellos, casi q u e m á n d o m e , me frotaron el cuerpo, susurrando: «Te vas pero también aqu í te quedas. Si las ramas crecen quer iendo ocupar el cielo entero, las raíces n u n c a abandonan la tierra donde n a c i e r o n » . En media hora los chinos me curaron la p ie l , la fiebre y la pena, in ic iándome en el taoí smo.

Al verme repuesto, mis padres permit ieron que fuera a despedirme de mis c o m p a ñ e r o s de curso. Nadie en la escuela se sorprendió cuando anunc ié que me iba para siempre. Después de todo yo era el n iño que p o d í a desaparecer en un segundo. La leyenda provenía de un espectáculo al que asistí en el Teatro M u n i c i p a l . En ese local generalmente exhib ían pel ículas (allí tuve el supremo placer de ver a Charles Laughton en El jorobado de Notre-Dame, a Boris Kar lof f en Frankenstein, a Buster Crabbe en Flash Gordon conquista el Universo y tantas otras maravillas), pero a veces en el escenario que el telón blanco ocultaba se presentaban c o m p a ñ í a s extranjeras. Nos l legó Fu-Man-chú, un mago mexicano. Pidió a los adultos que obligaran a los niños a mantener los ojos cerrados y, con una gran sierra, proced ió a d iv id ir a una mujer en dos. C u a n d o la r e m e n d ó y la sangre fue l impiada, se nos permit ió ver el resto del espectáculo. Convirtió sapos en palomas, extrajo de su boca un cordón interminable del que colgaban parpadeantes bombillas eléctricas, le c a m b i ó diez veces el color a un p a ñ u e l o de seda, ba jó a la platea y de una gran tetera que hab í a l lenado con agua ver-lió en vasitos transparentes el l icor que los espectadores le pedían . A mi abuelo le d io vodka, a Ja ime aguardiente, a otros whisky, vino, cerveza, pisco. Al f inal mos t ró un armario rojo, con el interior negro, y p id ió la co laborac ión de un niño. Yo, impulsado por un deseo irresistible, sub í al escenario. Apenas

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puse los pies en ese piso, por pr imera vez me sentí bien ubicado. Supe que era c iudadano del m u n d o de los milagros. El prestidigitador me dijo solemne: «Niño , te voy a hacer desaparecer. Jura que nunca le contarás el secreto a nad ie» . Yo j u r é , extasiado de felicidad. Si me extirpaban de ahí iba a conocer por f in lo que había más allá de la dolorosa realidad. Me hizo entrar en el interior del armario, alzó su capa forrada de satén rojo y me ocultó un segundo, luego la bajó . ¡Yo había desaparecido! Volvió a alzar y bajar la capa. ¡Otra vez yo estaba ahí ! Grandes aplausos. Volví a mi asiento y por más que mis padres, mi abuelo y una gran cantidad de espectadores v inieron a preguntarme cuál era el truco, re spondí con toda dignidad: « H e jurado guardar el secreto para siempre y así lo haré» . G u a r d é tan celosamente ese secreto que hoy, por pr imera vez, de spués de m á s de sesenta años , me decido a revelarlo. No entré en otra d imens ión: cuando fui ocultado por la capa, unas manos enguantadas me hic ieron girar y me incrustaron en un r incón. U n a persona toda vestida de negro, en ese ca jón negro, no se veía. Le bastó cubrirme con su cuerpo para que yo desapareciera. ¡Qué profunda d e c e p c i ó n ! No existía un m á s allá. Los milagros eran simples trucos... Sin embargo a p r e n d í algo muy importante: un secreto guardado, aunque n u l o , daba poder. En la escuela declaré que hab ía estado en otro mundo , que conocía la llave para ir allá, que pose ía la facultad de desaparecer cuando me diera la gana. Y también insinué que tenía el poder de hacer desaparecer a cualquiera sin dejarlo regresar. A u n que mis amigos no aumentaron , vi d i s m i n u i r las burlas. Me aplicaron la ley del hielo: nunca más me dir ig ieron la palabra. Pasé de los insultos al silencio. E ran menos dolorosos los pr i meros.

El barco lanzó un suspiro ronco y a b a n d o n ó el puerto. En Tocopi l la se quedaba mi corazón de niño. De pronto me aband o n ó el Rebe, el anciano Ale jandro , la a legría . Entré bruscamente en el r incón oscuro. Desaparecí .

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Los a ñ o s oscuros

¿Encierran los nombres un destino? ¿Atraen ciertos barrios a personas cuyo estado emocional corresponde al significado oculto de esos nombres? La plaza Diego de Almagro , donde llegamos a vivir en Santiago de Chi le , ¿se volvió un sitio nefasto por culpa del nombre con que lo bautizaron, el de un conquistador español , o b ien el lugar era neutro pero yo lo sentí oscuro, triste, abandonado porque lo hice espejo de mi pesadumbre? En Tocopil la agradec ía a mi nariz, a pesar de detestarla por su curvatura, que me otorgara el olor del o c é a n o Pacífico, ampl ia fragancia que surg ía de las aguas gél idas para entremezclarse con el sutil perfume del aire en un cielo siempre azul. Allí, ver pasar una nube era un acontecimiento extraordinario. Por su blancura, los cúmulos se me antojaban carabelas t r a n s p o r t a n d o á n g e l e s c o l o n i z a d o r e s hac i a selvas encantadas donde crecían gigantescos árboles de azúcar. El aire de Santiago, bajo una bóveda cetrina, olía a cable eléctrico, gasolina, fritanga, aliento canceroso. El embriagador ruido de las olas era sustituido por el crujir de achacosos tranvías, boci-nazos incisivos, motores sin recato, voces inclementes. Diego de A l m a g r o fue un conqui s tador frustrado. P o r e n g a ñ o s o s consejos de su cómpl ice Pizarro, partió de Cuzco hacia las tierras inexploradas del Sur creyendo encontrar templos con tesoros fabulosos. Ávido de oro , avanzó cuatro m i l k i lómetros

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quemando chozas donde vivían abor ígenes que pensaban en guerrear y no en construir p i rámides , hasta llegar al desolado estrecho de Magallanes. El frío extremo y la ferocidad de los mapuches se encargaron de diezmar a la tropa. Volvió como alma en pena a Cuzco , donde su tra idor socio, no q u e r i e n d o compartir las riquezas robadas a los incas, lo hizo ejecutar.

Jaime a r rendó un par de cuartos en una casa de h u é s p e d e s , frente a la triste plaza. El albergue era un apartamento sombrío , con dormitorios semejantes a jaulas, donde en un escueto comedor nos servían, al a lmuerzo y a la cena, hojas de lechuga a n é m i c a , sopa c o n nostalgia de p o l l o , p u r é de papas arenoso, una lámina de caucho bautizada bistec y, como postre, un bizcocho lisiado cubierto con engrudo. Café sin leche y un bol i l lo por cabeza por la m a ñ a n a . Cambio de sábanas y toallas una vez cada quince días . S in embargo ni mi madre ni mi padre se quejaron. El porque, d e s p r e n d i é n d o s e de preocupaciones familiares, p o d í a dedicarse a buscar el local que necesitaba para recomenzar su combate -precisamente a la nueva tienda la l lamó El Combate y la d e c o r ó con un letrero donde dos bulldogs, cada u n o para su santo, tiraba de la p ierna de un calzón femenino, demostrando que el art ículo en cuest ión era i r rompib le - ; y ella porque Jashe, su querida madre, vivía a pocos metros de la plaza Almagro. . . En espera de inscribirme en la escuela pública , me dejaron preso en ese ámbi to inhóspi to encargado a la patrona, una viuda tan reseca como el p u r é cotidiano, que sin golpear entraba en el cuarto sólo para hacerme cómpl ice de sus improperios contra el gobierno del Frente Popular. Mientras Ja ime c o m í a empanadas en la calle y Sara tomaba mate en la casa de su madre, yo deglut ía con trabajo el m e n ú de la Gran-Pensión El E d é n de Creso. T í m i d o como era, h u n d í a mi rostro entre las p á g i n a s de las aventuras de J o h n Cárter en Marte . Frente a mí se sentaba una anciana con la espalda en forma de gancho, que había perdido todos los dientes menos un colmi l lo de la m a n d í b u l a inferior. Cada vez que le servían la sopa, escarbaba en su bolso sarnoso, con dis imulo

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extra ía un huevo y, con gesto tembloroso, lo quebraba contra su diente huér f ano para vaciarlo desde lo alto en el l íquido i n s íp ido , salpicando el mantel y mi l ibro . Yo imaginaba a la vieja acucli l lada en su cuarto, como una enorme gall ina desplumada, pon iendo cada d ía un huevo en lugar de defecar. Así como hab ía aprendido a vencer el dolor tuve que aprender a dominar el asco. Al final del almuerzo y la cena, se de sped ía de mí b e s á n d o m e las mejillas. Yo obligaba a mi boca a sonreír.

Por fin abrió la escuela. Me desperté a las seis de la m a ñ a n a y cuidadosamente o r d e n é mis cuadernos, lápices y libros. Temblando, por el frío y los nervios, en ayunas, bajé a la plaza y me senté a esperar que llegara la hora de correr hacia un lugar con niños de mi edad, que nunca sabrían que me apodaban Pinocho ni conocer ían mi hongo ni las patas de leche que ocultaban las piernas largas de mi mameluco. De pronto resonaron sirenas y br i l l a ron reflectores. D e s e m b o c ó un coche de pol ic ía seguido por una ambulancia. La plaza desierta se l lenó de mirones. Los carabineros , c o m o s i yo fuera un n i ñ o invi s ib le , arrastraron hasta mi banco a un mendigo muerto. Los perros vagos le habían destrozado la garganta y devorado parte de una pierna, los brazos y el ano. A juzgar por la botella de pisco vacía que encontraron jun to a él, se había dormido borracho sin desconfiar de la hambruna canina. C u a n d o vomité , enfermeros, policías y glotones ópticos parecieron verme por pr imera vez. Se pusieron a reír. Un bruto me espetó agitando un m u ñ ó n del cadáver: «¿Quieres comerte un pedazo, niñito?». Las burlas se disolvieron en el aire y el aire me q u e m ó los pulmones. L l e g u é al colegio sin ninguna esperanza: el m u n d o era cruel. Ante mí se presentaban sólo dos alternativas: o me convertía como los otros en un asesino de sueños , o me encerraba en mi mente transformándola en fortaleza. O p t é por lo segundo.

Un sol de rayos azumagados provocó un calor insoportable. La profesora no nos d io tiempo para deshacernos de nuestros pesados bolsones. Nos e m b a r c ó a todos en el autobús de la es-

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cuela. « ¡ M a ñ a n a comenzaremos los estudios, hoy nos vamos de e x c u r s i ó n a tomar aire p u r o ! » A l a r i d o s de entusiasmo y aplausos. Todos los niños se conoc ían entre ellos. Me senté en un r incón, en el asiento de atrás, y no d e s p e g u é mi nariz de l cristal de la ventanilla. Las calles de la capital me parecieron hostiles. Atravesamos calles s o m b r í a s . P e r d í e l sent ido de l t iempo. De pronto me di cuenta de que el au tobús avanzaba por un camino de tierra dejando tras de sí u n a cola de polvo rojizo. Los latidos de mi corazón se aceleraron. ¡Hab ía manchas verdes por todos lados! Yo estaba acostumbrado al siena opaco de los infecundos cerros del norte. E r a la pr imera vez que veía plantíos , filas ki lométricas de árboles al borde del camino , y sobre todo ello un intenso coro de insectos y pá jaros . Cuando llegamos a nuestro destino y desembarcaron mis compañeros , entremezclados en un clamoroso jo lgor io , para desvestirse y lanzarse desnudos a un cristalino arroyo, no supe q u é hacer. La profesora y el chofer me olvidaron en el asiento trasero. Tardé media hora en decidirme a bajar. En una roca plana había huevos duros. S i n t i é n d o m e sumergido en la misma soledad que la vieja del diente huér f ano , t o m é uno y me subí a un árbol . No hubo manera de que respondiera a las insistentes invitaciones de la profesora para que bajara de la rama donde p e r m a n e c í a sentado inmóvil, me desvistiera y nadara con mis compañeros . ¿Qué p o d í a saber ella? ¿ C ó m o decirle que era la pr imera vez que veía una corriente de agua dulce, la pr imera vez que me subía a un arrayán, la pr imera vez que sentía las fragancias de la vida vegetal, la pr imera vez que veía mosquitos dibujando c o n sus e téreas patas m a c r a m é s en la superficie de l agua, la pr imera vez que escuchaba el sacerdotal croar de los sapos bendic iendo al mundo? ¿Sabía ella que mi sexo sin prepucio semejaba un hongo blanco? Lo mejor que me p o d í a suceder era que me dejaran estar quieto en ese m u n d o ajeno, h ú m e d o , ba l sámico , en el que, por no conocerme, nadie podía establecer la diferencia. ¡Sí, antes de que se me rechazara era mejor que yo mismo, a i s l ándome, los negara!

M u r m u r a n d o «Es ton to» , me dejaron tranqui lo y pronto ,

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enfrascados en los juegos acuáticos, me olvidaron. C o m í lentamente el huevo duro y me c o m p a r é con él. Cortarme del exter ior me convenía , me daba fuerzas pero al mismo tiempo me volvía estéril. Tuve la sensación de estar de más en el mundo . Repentinamente una mariposa de alas iridiscentes vino a posarse en mi ceño . No sé lo que me sucedió entonces, mi visión parec ió extenderse, penetrando en el t iempo. Me sentí como el m a s c a r ó n de proa, presente, de una barca que era todo el pasado. Yo no estaba solamente en ese á rbo l mater ia l , s ino también en un árbol genea lóg ico . Quiero explicarme bien : e l t é rmino «genea lóg ico» me era desconocido y también la metáfora «familia-árbol»; sin embargo sentado en ese ente vegetal, imag iné a la humanidad como un transatlántico inmenso atiborrado de un bosque fantasmal, viajando hacia un futuro ineludible . Inquieto, de jé venir al Rebe. « U n día te darás cuenta de que las parejas no se encuentran por p u r o azar: una conciencia sobrehumana las une con obstinados designios. Piensa en las extrañas coincidencias que hacen que tú llegues al mundo. Sara es huér fana de padre. A J a i m e también se le muere el padre. Tu abuela materna, Jashe, pierde a J o s é , su hijo de 14 años , fallecido por comer una lechuga regada con aguas infectas, lo cual la perturba mentalmente para toda la vida. Tu abuela paterna, Teresa, pierde también a su hi jo preferido, ahogado en una crecida del Dniéper , a los 14 años , lo que la vuelve loca. La media-hermana de tu madre, Fanny, se casa con su pr i mo J o s é , vendedor de gasolina. La hermana de tu padre, también Fanny, se casa con un garajista. El otro medio hermano de Sara, Isidoro, femenino, cruel , solitario, terminará soltero viviendo con su madre en una casa que él mismo, como arquitecto, le diseña. Ben jamín , homosexual , cruel , solitario, vivirá en pareja con su madre, compartiendo el mismo lecho, hasta la muerte de aquél la y perecerá un a ñ o después de su entierro. Se diría que una familia es el reflejo de la otra. Tanto Jaime como Sara son niños abandonados persiguiendo sin cesar el inexistente amor de sus padres. Lo que a ellos les han hecho te lo están haciendo a t i . A menos que te rebeles, a los hijos que vas

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a tener has de hacerles lo mismo. Los sufrimientos familiares, como eslabones de una cadena, se repiten de generac ión en generac ión, hasta que un descendiente, en este caso quizás tú, se hace consciente y convierte su maldic ión en bendic ión.» A los diez años ya pude comprender que para mí la familia era una trampa de la que deb ía l iberarme o morir .

T a r d é m u c h o e n e n c o n t r a r l a e n e r g í a para r e b e l a r m e . Cuando la profesora le dijo que su hijo estaba gravemente depr imido , que quizás tenía un tumor en el cerebro o bien padecía los efectos de un intenso traumatismo debido a una pérdida de terr i tor io o un abandono familiar, J a ime, en lugar de preocuparse por mi salud mental , se o fendió . ¿ C ó m o esa flaca tonta, histérica, burguesa, osaba acusarlo, ¡a él! , de padre negligente y a su vastago de mariconcete débil? Inmediatamente me prohibió ir a la escuela y, aprovechando que había encontrado un local , se fue del E d é n de Creso sin pagar la úl t ima semana.

Sara, para ser b ien vista p o r su fami l ia , q u e r í a tener u n a tienda en el centro de la c iudad, pero Jaime decidió , impulsado por sus ideales comunistas, arrendar un sitio en un barrio populoso. Nos sumerg ió en la calle Matucana.

La zona comercial ocupaba tres cuadras solamente, por ella circulaba un enjambre de gente pobre, empleadas domést icas , obreros y mercachifles, sobre todo los s á b a d o s , d ía de paga. Junto a las barreras del tren, en cuclillas, se veían filas de vendedores de conejos. Los cadáveres colgando del borde de canastos, conservando la p ie l pero con el e s t ó m a g o abierto, dond e b r i l l a b a u n negro h í g a d o d e l t a m a ñ o d e u n a ace i tuna , formaban collares asediados por las moscas. Vendedores callejeros anunciaban jabones que el iminaban todas las manchas, jarabes buenos para la tos, la diarrea y la impotencia , tijeras tan poderosas que cortaban clavos... Muchachos delgados, con la máscara cetrina de la tuberculosis, ofrecían sus servicios de lustrabotas. No exagero. Los sábados se me hacía difícil respi-

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rar, tan espeso era el hedor a ropa sucia que surgía de la mult itud. En esos cuatrocientos metros, como enormes arañas som-nolientas, abr ían sus puertas tres tiendas de ropa hecha, una zapater ía , u n a farmacia, un gran a lmacén , una helader ía , un garaje, una iglesia. Además , bulliciosas, atestadas de parroquianos y desparramando efluvios avinagrados, siete cantinas. C h i le era un país de borrachos. Todas las actividades giraban en torno al a lcohol . Desde el presidente, Pedro Aguirre Cerda, al que por su mucho beber y su nariz abultada lo l lamaban « d o n T into» , hasta el miserable obrero que cada fin de semana, desp u é s de comprarle a su mujer ropa inter ior nueva y a su prole camisas y calcetines, se bebía el resto del sueldo y luego se paraba en medio de la vía férrea - e n Matucana pasaban, entre la calle y la vereda, largos trenes de carga- y desafiaba, p u ñ o s en ristre, a la locomotora. El orgullo v i r i l de los ebrios no tenía límites. U n a vez, me tocó pasar por la calle en el momento en que la m á q u i n a acababa de despedazar a un altanero. Los mirones jugaban, p a t e á n d o l o entre jocosos gritos, a lanzarse un trozo de carne humana.

Mi padre, emperrado en convertirse en el rey del barrio, para atraer a la plebe volvió a colocar ante la puerta gritones cada vez más extravagantes, payasos cirujanos reparando un m u ñ e co sangriento con el signo $ en la frente, «¡El Combate mejora los p r e c i o s ! » , o u n a gu i l lo t ina donde un mago decapitaba a gordos que representaban a comerciantes explotadores, o un enano con vozarrón enorme disfrazado de Hi t le r : « ¡Guerra a la carest ía !» , etc. A pesar del exceso de ladrones, colocó toda la mercadería amontonada en mesas, buscando siempre dar la idea de abundancia. Instaló un mostrador de madera que, en el medio , tenía una ranura y él mismo, delante de los clientes, con un afilado cuchi l lo y moldes copiados de ropa americana, cortó espesas capas de tocuyo para que los trozos de tela fueran ahí mismo cosidos por niñas obreras, confeccionando así ropa barata que iba directamente del fabricante al consumidor. Puso altavoces a fuerte volumen lanzando alegres melodías espa-

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ñolas que tenían letras siempre lascivas. «Échale guindas al pavo... que yo le echaré a la pava... azúcar, canela y clavo.» Los obreros, obnubilados, l lenaban el negocio. Muchos venían con canastos. Apenas yo, que tenía la obl igación después de terminar las tareas de ir al Combate a vigilar el conjunto de clientes, veía que un roto h a b í a escondido un chaleco de lana, unas enaguas, o cualquier prenda en el fondo de su canasto, le hacía una seña a mi padre. Jaime de un salto pasaba sobre el mostrador, caía sobre el caco y lo d e m o l í a a golpes. El pobre hombre , s int iéndose culpable, no se de fendía y aceptaba servil el castigo. Si era u n a l a d r o n a , le daba t remendas cachetadas y le arrancaba la falda para expulsarla a la calle, de una patada, con los calzones en los tobillos.

De n inguna manera aprobaba yo la violencia de mi padre. Se me anudaban las entrañas y me ardía el pecho cuando veía esas caras ensangrentadas aceptando el castigo como si fuera dado por los p u ñ o s de Dios. Para los hombres, un diente roto o una nariz quebrada era menos grave que el hecho, para las mujeres, de mostrar las nalgas desnudas con los calzones bajos, a veces agujereados, ante los ojos de una mul t i tud burlona. Po-brecil las , se quedaban paralizadas, agobiadas de v e r g ü e n z a , con las manos pegadas al pubis, incapaces de inclinarse hacia la prenda ínt ima y alzarla. A l g u i e n tenía que venir, un amigo, una parienta, y cubrir la con una chaqueta o un chai , para sacarla de ese círculo hostil . Cada vez que yo seña laba con el índice el canasto culpable, un gusto amargo invadía mi boca: no quer ía dañar a esa gente que robaba por hambre, pero tampoco deseaba traicionar a mi padre. El jefe sagrado me había dado u n a o r d e n y yo, a u n q u e s int iera que era a mí m i s m o a quien humil laban y her ían la carne, tenía que cumpl ir la . Después de cada paliza me encerraba a vomitar en el b a ñ o .

Mi cuerpo, que contenía tanta culpa, tantas lágrimas prohi bidas, tanta añoranza de Tocopi l la , c o m e n z ó a transformar la pesadumbre en grasa. A los 11 a ñ o s pesaba un poco m á s de c ien kilos. Agobiado, me costaba despegar los pies del suelo,

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avanzaba raspando la calle c o n las suelas seguido como p o r dos largos lamentos, respiraba con la boca entreabierta hac iendo esfuerzos para tragar un aire que me rechazaba, el pelo que antes fuera ondulado me caía lacio y opaco sobre la frente. H a b i e n d o olvidado que había un cielo sin fin, vivía con la cabeza inc l inada d á n d o m e c o m o ú n i c o hor izonte la grosera vereda de cemento.

Sara parec ió darse cuenta de mi tristeza. L l e g ó de la casa de su madre portando en los brazos una caja de madera barnizada de negro. «Ale jandro , pronto acabarán las vacaciones. En un mes más podrá s ir al l iceo y encontrar amigos, pero ahora tienes que entretenerte con algo. Jashe me ha regalado el vio-lín de su hijo J o s é , que en paz descanse. A ella le dar ía una alegr ía enorme que tú estudiaras y con este sagrado instrumento hicieras lo que mi pobre hermano no pudo hacer: tocarnos El Danubio azul durante las cenas familiares.»

Me vi obligado a tomar clases en la Academia Musical que u n a fanática socialista animaba en el só tano de la Cruz Roja. Para llegar ahí tenía que caminar por toda Matucana. El estuche negro, en lugar de tener costados con curvas siguiendo la forma de un violín, era recti l íneo como un a taúd . Los lustrabotas, al verme pasar, estallaban en risas sarcásticas. « ¡Lleva un muer to ! ¡ S e p u l t u r e r o ! » Yo , rojo de ve rgüenza , c o n e l rostro h u n d i d o entre los hombros , no p o d í a ocultar la funeral caja. Ellos tenían razón. El violín que llevaba dentro eran los restos de J o s é . Por no quererlo enterrar, la abuela me había convertido en su vehículo. Yo era una forma hueca a la que se utilizaba para transportar un a lma en pena. P e n s á n d o l o mejor, era e l enterrador de mi p r o p i a alma. La llevaba difunta dentro de ese horr ible estuche. Después de un mes de cursos donde las notas negras me parecieron de luto, me detuve frente a los lustrabotas y los miré sin decir palabra. Sus sarcasmos aumentar o n hasta convertirse en un coro ensordecedor. Lentamente bor ró la a lgarabía el piafar de una inmensa cucaracha mecánica del color de mi estuche. L a n c é el a taúd hacia la vía férrea, donde fue reducido por la locomotora a un m o n t ó n de astillas.

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Los andrajosos, sonrientes, recogieron los pedazos para hacer una fogata, sin preocuparse por mí , que seguía de pie frente a ellos sacudido por antiguos sollozos. Un anciano borracho salió de la cantina, me co locó una mano en la cabeza y con voz ronca susurró : « N o te preocupes, muchacho, una virgen desnuda a lumbrará tu camino con una mariposa que arde» . Luego se fue a orinar sumergido en la sombra de un poste.

Ese viejo, convertido en profeta p o r el v ino , c o n u n a sola frase me sacó del abismo. A u n q u e sepultado en el fondo del pantano, alguien me indicaba que desde ahí p o d í a emerger la poesía . Jaime, de la misma manera en que se había burlado de todas las religiones, se e n s a ñ ó t a m b i é n c o n los poetas. «Hablan de amar a la mujer, como ese tal Garc ía Lorca , pero son puros mar icones . » Luego e x t e n d i ó su desprecio a cua lquier forma de arte, literatura, pintura , teatro, canto, etc. Sólo bufones despreciables , p a r á s i t o s sociales, narcisistas perversos, muertos de hambre. En un r incón de nuestro apartamento, cubierta de polvo, vegetaba una m á q u i n a de escribir marca Ro-yal. La l impié cuidadosamente, me senté frente a ella y me puse a luchar contra el rostro de mi padre que, gigantesco, invadía mi mente. Me miraba con desprecio. « ¡Marica !» Transformando mi sumisión en revuelta d i sgregué con furia al dios bur lón para escribir mi pr imer poema. A ú n lo recuerdo:

La flor canta y desaparece, ¿ cómo podemos quejarnos ? Lluvia nocturna, casa vacía. Mis huellas en el camino se van disolviendo...

L a poes í a o p e r ó u n cambio fundamental e n m i conducta . De jé de ver el m u n d o por los ojos de mi padre. Tratar de ser yo mismo me estaba permit ido . S in embargo, para guardar el secreto, cada día fui quemando mis poemas. El alma, virgen desnuda, alumbraba mi camino con u n a mariposa en llamas.

Cuando pude escribir sin sentir vergüenza y sin pensar que

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c o m e t í a un cr imen, quise conservar mis versos y encontrar a quién leerlos. Pero el poder de mi padre, su culto al valor, su desprecio a la debi l idad y la cobardía , me causaban terror. ¿Cómo anunciarle que tenía un hijo poeta? Tarde en la noche, esp e r é que regresara de El Combate , d e c i d i d o a enfrentar su cansancio y su mal humor. L legó , como de costumbre, con un m o n t ó n de billetes envueltos en papel de diario. Lo pr imero que me dijo fue un agrio « ¡Tráeme el a lcohol ! ¡Hay que desinfectar esta peste !» . Vació en su escritorio un dinero arrugado, sucio, maloliente. Vaporizó sobre él u n a nube desinfectante y co locándose guantes de cirujano c o m e n z ó a ordenarlo y contarlo. Aveces , lanzando insultos, aplanaba billetes verdosos. Yo los veía como cadáveres de insectos marinos. «Ponte los guantes Ale jandro, no vayas a atrapar una asquerosidad, y ayúdame a contarlos .» Me atreví a comenzar mi confes ión. «Papá, tengo algo importante que dec i r te . » «¿Algo importante , tú?» « ¡S í , yo !» Y en ese «yo» traté de embut i r toda mi independencia : « ¡ N o soy tú, no veo el m u n d o como tú lo ves, re spétame!» . Pero como un billete traía costras, de barro, de sangre o de vómito, Ja ime me olvidó y, lanzando maldiciones, con una l ima de uñas c o m e n z ó a despegar la inmundic ia . Me preparé a gritarle por pr imera vez en mi vida: « ¡Imbécil , date cuenta de que existo! ¡No soy tu hermano Benjamín , el mar icón , soy yo, tu hi jo! ¡ N u n c a me has visto! ¡Por eso engordo, para que te des cuenta, si no de mi alma, al menos de mi cuerpo! ¡No me pidas que sea un guerrero, soy un n iño ! ¡No, un n iño no, porque tú lo has asesinado! ¡Soy un fantasma que quiere h u i r del cadáver adiposo que lo encierra para encarnarse en un cuerpo vivo, l ibre de tus conceptos y tus ju ic ios ! » . No pude pronunciar ni la pr i mera sí laba porque, anunciado por un tremendo rugido subterráneo, comenzó un temblor que a m e n a z ó convertirse en terremoto. Cuando el piso y las paredes vibran podemos pensar que por la calle pasa un camión de gran tonelaje, pero cuando las l ámparas se convierten en p é n d u l o , las sillas se pasean de un muro al otro, se desploma un armario y una lluvia de polvo cae del techo, nos convencemos de que la tierra se ha encole-

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rizado. Esta vez su furia parec ía convertirse en odio mortal . Teníamos que asirnos a los barrotes de una ventana para no desplomarnos, los muros se cuarteaban, el cuarto se convertía en una barca agitada por la tormenta. Desde la calle nos l legó el gr i ter ío de una m u c h e d u m b r e enloquecida . Ja ime me t o m ó de una mano y dando traspiés me condujo hacia el ba lcón. Se puso a lanzar carcajadas. « ¡Mira a esos santurrones, ja , j a , caen de rodillas, se golpean con un p u ñ o el pecho, se mean y se cagan, tan cobardes como sus perros ! » Efectivamente, los canes, sueltos de vientre, aul laban c o n los pelos erizados. Cayó un poste. Los cables de la luz se agitaron en el suelo dando latigazos chispeantes. La mul t i tud corr ió a refugiarse en la iglesia, cuya única torre se incl inaba de un lado para otro. Jaime, más y más alegre, en el b a l c ó n que amenazaba desplomarse, me mantuvo j u n t o a él i m p i d i e n d o que c o r r i e r a hac ia la cal le . « ¡Sué l tame, p a p á , la casa se puede derrumbar! ¡Afuera estaremos más seguros !» Me dio un cachete. « ¡Quieto, aqu í te quedas, j un to a mí ! ¡Tienes que tenerme confianza! ¡De n inguna manera acepta ré que seas un cobarde como los otros! No te hagas cómpl ice del temblor. El miedo aumenta los daños . Si le haces caso, la tierra se envalentona. Ignórala . No pasa nada. Tu mente es más poderosa que un es túpido terremoto .» Por suerte las sacudidas no siguieron aumentando. Poco a poco el suelo r e c u p e r ó su calma habitual. Jaime me soltó. C o n una sonris a d e s a t i s f a c c i ó n y a i re s d e h é r o e m e m i r ó de sde u n a inaccesible torre. «¿Qué querías decirme, P inocho?» « ¡ O h , papá , debe de haber sido algo sin importancia , el temblor hizo que lo olvidara!» Se sentó frente a su escritorio, se co locó sus tapones en las orejas y, como si yo hubiera dejado de existir, se dispuso a t e rminar de contar, l anzando sus acostumbradas maldiciones, los sucios billetes obreros.

Volví a mi cuarto sintiendo que sobre mi alma había pasado una aplanadora. La valentía de mi padre era invencible, su autoridad absoluta. El era el amo y yo su esclavo. Incapaz de rebelarme sólo me restaba obedecer, l iquidar mi actividad creadora, no tener existencia sin ser guiado: el imposible sentido

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de la vida era adorar al omnipotente Padre... Ot ra vez me dier o n ganas de saltar por la ventana, esta vez para ser arrollado por el tren que a cada hora de la noche pasaba por ahí debajo lanzando silbidos que atravesaban como inmensos alfileres la l ibélula de mis sueños . Un pensamiento me impid ió pasar a l acto. « N o me puedo m o r i r sin conocer el sexo de mi padre. Debe de tener un falo tan grande como el de un asno.»

E speré hasta las cuatro de la m a ñ a n a , hora en que los ronquidos de mis progenitores, tan potentes como el de las locomotoras, invadían el hogar. Avancé c o n la punta de los pies, tratando de no pensar, no fuera que alguna palabra hiciera vibrar mi mente más allá del c ráneo provocando crujidos en los muros, en el piso o en los muebles. Se me convirtió en una hora e l m i n u t o que d e m o r é en abrir la puerta de l dormi tor io . U n a oscur idad ranc ia me inmovi l izó . P o r m i e d o a tropezar con un zapato o con el or ina l l leno de orines, que cada mañana vaciaba mi madre mientras Jaime y yo t o m á b a m o s el desayuno, me q u e d é convert ido en estatua hasta que mis ojos se acostumbraron a la negrura . Me fui acercando al lecho. Me atreví a encender mi l interna. C o n ella, cuidando que n ingún rayo fuera a dar en sus rostros, recorrí los cuerpos. Era la época m á s calurosa del a ñ o . Tanto ella como él d o r m í a n desnudos. Ebrias por el penetrante olor, zumbaban algunas moscas l ibando entre los pelos de las axilas. La p ie l blanca de mi madre guardaba a ú n las huellas rojizas del corsé que la opr imía de la m a ñ a n a a la noche. Sus senos, dos p lá tanos inmensos, reposaban serenos j u n t o a sus flancos. Dormía , rol l iza diosa de la abundancia, con una marf i leña y menuda mano apoyada en el espeso vello pubiano de mi padre. Mi sorpresa fue tan grande que la lengua hinchada me comenzó a palpitar como si se hubiera transformado en corazón. Me d ie ron ganas de reír. No de a legr ía sino de nervios. Lo que estaba viendo daba un golpe demoledor a la torre mental en que la autoridad de Jaime me h a b í a encerrado. El calor de los dedos de Sara, tan cerca, le provocaba una erecc ión. P o r cierto, el miembro circunciso te-

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nía forma de hongo, pero, ¡ increíble! , era mucho más pequeño que el mío . Más que falo parec ía un dedo m e ñ i q u e .

De un solo golpe c o m p r e n d í el p o r q u é de la agresividad de Jaime, su vindicativo orgul lo , su eterno rencor al mundo . Me hab ía precipitado en la debi l idad, cons t ruyéndome solapadamente un carác ter de cobarde, de v íc t ima impotente , para sentirse poderoso. Se burlaba de mi nariz larga porque entre las piernas se sabía corto. Necesitaba probarse a sí mismo seduciendo a las dientas, dominando a mi enorme madre, ensangrentando a los ladrones. Su poderosa voluntad se h a b í a convertido en el complemento de su m í n i m a pol la . Se me des

b o r o n ó el gigante. Y, con él, el m u n d o entero. N i n g u n o de los sentimientos que me hab ían inculcado eran verdaderos. Todos los poderes, artificiales. El gran teatro del m u n d o , una forma hueca. Dios se hab ía ca ído del trono. La única fuerza auténtica con la que yo p o d í a contar era la escasa mía . Me sentí

p m o un ente sin esqueleto a l que le hubieran quitado las muletas. Sin embargo, n iá s .ml ía -^»a- ínfima- ve edad que u n a i n ciensa mentira.

Me habían inscrito en el L iceo de Aplicación, magníf ica escuela en un noble edificio, con profesores capaces y un ó p t i m o programa de estudios, pero con una inesperada dificultad: los alumnos eran simpatizantes de la A l e m a n i a nazi . Durante la guerra, quizás por causa de la fuerte inmigrac ión alemana o por la influencia de Carlos Ibáñez, dictador surgido de un ejército formado por instructores teutones, más del cincuenta por ciento de los chilenos eran germanóf i los y antisemitas. Bas tó que después de la clase de gimnasia yo tomara la obligatoria ducha colectiva para que mi hongo me traicionara. A los gritos de « J u d í o errante!» fui expulsado de todos los juegos que organizaban los estudiantes en los momentos de descanso. D u rante las clases se me conced ió el privilegio de sentarme solo en un banco: nadie quiso compart ir e l sitio doble conmigo. Al comienzo no c o m p r e n d í este extrañamiento . Jaime nunca me había d icho que per tenec ía a la raza j u d í a . Según él, mis abue-

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los eran rusos de pura cepa, comunistas, que habían huido de las iras zaristas. ¡Los j u d í o s , tanto como los cristianos, los budistas, los mahometanos y otros religiosos eran unos locos que creían en cuentos de hadas! Poco a poco, recibiendo un insulto tras otro, c o m p r e n d í que mi cuerpo estaba formado p o r u n a materia despreciable, diferente a la de mis c o m p a ñ e r o s . En el pr imer trimestre me vengué convirt iéndome en el mejor a lumno. No fue difícil: sin que mis padres me hablaran —una frase de m á s convertía su fatiga en exasperación—, y sumergido en el silencio al que me habían condenado los muchachos, el ú n i c o entretenimiento que me quedaba era estudiar horas y horas, d ía y noche, no por placer o deber sino como una droga que me i m p e d í a enfrentar la angustia. Por suerte ahí , en ese pantano sin fondo, surgían de pronto como flores de loto algunos cortos poemas.

Esto de sentirme cuerdo hasta el aburrimiento viendo pasar los enloquecidos carnavales agitando banderas procaces por las calles como si todos fueran muertos vestidos de dorado mientras yo hago de mi rincón un templo vacío...

Cansado de vivir c o m o u n a v íct ima traté de entrar en la compet ic ión de salto de altura. En medio del patio se ex tendía una fosa cuadrangular l lena de arena. U n a vara horizontal entre dos columnas m e d í a la altura de los brincos. Apenas sonaba la campana otorgando un recreo, los muchachos corr ían hacia el sitio para formar una larga cola. U n o tras otro intentaban dar saltos que sobrepasaran los de sus compañeros . No lo hac ían mal . La vara a veces alcanzaba el metro setenta. Cuando yo intentaba ubicarme en la cola, entre todos me empujaban fuera, murmurando sin mirarme: « G o r d o h e d i o n d o » .

Si desde p e q u e ñ o hab ía aceptado ser humil lado , sintiendo mi diferencia como una castración, ahora, que me sabía provisto de un sexo de mayor t amaño que el de mi padre, tuve ganas de demostrarles a mis enemigos que no me p o d í a n vencer.

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Entré en la of ic ina del Rector, lugar sacrosanto donde n i n g ú n a lumno se atrevía a asomar, le expuse mi p rob lema y le p e d í que me ayudara a sobrevivir aceptando aquel lo que deseaba proponerle . ¡Accedió! Al sonar la campana, los a lumnos de cada curso se formaban en los corredores de l p r i m e r y segundo piso, ante las puertas de las aulas, esperando la llegada del profesor. El patio, cuadrangular, con su arena para salto de altura, quedaba en el centro. En esos c inco minutos que duraba la espera, el Rector me permit ió que intentara saltar. P o r mi excesivo peso yo distaba de ser un atleta. Me propuse comenzar p o r un metro y medio. Al comienzo me resultó imposible sobrepasarlo. Entre las burlas generales, eran por lo menos quinientos a lumnos, yo corr ía hacia la vara, daba un b r i n c o c o n toda la energ ía que pod ía , como si en ello me fuera la vida, me elevaba en el aire, echaba abajo el palo y ca í a despatarrado en la arena. Estallaba un j o l gor io bur lón . S in hacer caso de las atronadoras risas, volvía a comenzar. Y así, sin cesar, c inco minutos seis veces por día , una y otra vez, fracaso tras fracaso, durante cuatro meses. Poco a poco fui adelgazando, de c ien kilos pa sé a ochenta ; aunque c o n t i n u é v i é n d o m e obeso, gracias a u n a nueva musculatura pude sobrepasar el metro sesenta. En los dos úl t imos meses logré bajar diez kilos m á s y, como el mejor, s o b r e p a s é la barra a la altura de un metro setenta. Un silencio rabioso c o r o n ó mi éxi to .

H a b í a t e r m i n a d o e l a ñ o escolar. De p ie en e l pat io , formando un grupo compacto, los a lumnos esperaban a que se abriera el por tón para salir a la calle en u n a caót ica estampida hacia el verano. Yo, a q u i e n h a b í a n relegado al fondo , sent í que antes de partir d e b í a ir a agradecer al Rector el favor que me h a b í a otorgado, y c o m e n c é a abr irme paso entre los estudiantes. Para l legar a la r ec to r í a ten ía que atravesar todo el grupo. Se apretaron cada vez m á s , creando un m u r o h u m a n o . E m p e c é a apartarlos a empujones. N i n g u n o daba un grito ni hac ía un gesto violento. Todo suced ía en un hipócr i ta s i lencio porque desde los pasillos altos v ig i laban los profesores. L l e -

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gando ya al centro de l patio, al alzar el brazo izquierdo para separar los hombros de dos oponentes, me parec ió recibir en e l b í ceps un p u ñ e t a z o . No me que j é . S e g u í tratando de avanzar. La sangre c o m e n z ó a gotear por mis dedos. La manga de mi camisa blanca se estaba tornando granate. U n a raja en la tela mostraba el sitio p o r donde hab ía entrado la cuchi l lada . A b r i e r o n e l p o r t ó n . La masa, lanzando un alarido, corr ió hacia e l exter ior y en un par de minutos q u e d é solo en med io de l cuadrado de arena. Al ver la mancha roja, los profesores c o r r i e r o n hac ia mí . P á l i d o , pero s in l l o r a r n i quejarme, les m o s t r é la her ida . « H a sido un accidente. Dos c o m p a ñ e r o s estaban jugando c o n un cortaplumas, p a s é j u n t o a ellos justo en el m o m e n t o en que u n o hac ía un gesto brusco. P o r suerte levanté un brazo, s i no la hoja se hubiera enterrado en mi corazón.»

L l a m a r o n a la Cruz Roja. La ambulancia me llevó a la clínica . Ans io sos p o r p a r t i r de vacaciones n i n g ú n profesor me a c o m p a ñ ó . Tras de mí cerraron las puertas del vacío liceo. Un enfermero rudo desinfectó y cosió la her ida con tres puntadas. « N o es nada, muchacho . Vete a tu casa, traga estas pastillas y duerme una siesta.» A soportar el do lor ya estaba acostumbrado; t ambién lo estaba al desinterés de los otros por lo que me pud iera suceder. Aparte de l imaginario Rebe y del no menos imaginar io Ale jandro anciano, nunca alguien me había acomp a ñ a d o . La soledad, como la venda de una momia , me o p r i m í a el cuerpo. Dentro de ese capullo de tela cor ro ída yo, oruga estéril, agonizaba. ¿Y si no levanto el brazo y la p u ñ a l a d a me perfora el corazón? ¿Habr ía muerto alguien? ¿Quién? ¡Alguno que no era yo! Mi verdadero ser nunca ha germinado. En e l cuadrilá tero de arena se hubiera desplomado sólo u n a sombra. S in embargo el azar hab ía ordenado que mi a lma muerta no desapareciera. Si esos designios misteriosos llamados destino deseaban que yo viviera, para hacerlo tenía p r imero que nacer.

Me encerré en e l cuarto que me h a b í a n dado en el fondo del oscuro apartamento. C o m o los inviernos tenían pocos días

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de gran frío, e l iminando estufas eléctricas o a gas, nos calentábamos con braseros. R e u n í todas mis fotograf ías y sobre esos carbones transformados en rubíes las vi convertirse en cenizas. Ya nadie, nunca, j a m á s , p o d r í a identif icarme con las i m á g e n e s de aquel que había dejado de ser. Yo, n iño , triste, en un banco de la plaza de Tocopi l la , disfrazado de Pierrot , soportando una vieja media negra por sombrero cuando Sara hab ía promet ido fabricarme un bonete puntiagudo, blanco, con pompones de gasa. En otra foto aparec í a yo, que siempre andaba con el pelo revuelto, alpargatas y mameluco de piernas largas, vestido a la inglesa, panta lón corto gris, chaqueta sal y p imienta , zapatos blanquinegros y casco de gomina , y posando tieso, enfurruñado, con las canillas desnudas (nadie p u d o obligarme a ponerme los calcetines de a l g o d ó n ) , para que le enviaran a la abuela una imagen que no era la mía . « ¡Qué vergüenza : Jashe nos va a despreciar . . . ! » Más tarde yo, ahogado en un grupo del l iceo , entre esos muchachos crueles, de los cuales a ú n recuerdo el apel l ido de dos con escalofríos de ira , Squella y Ubeda , gran-dotes abusadores que h a b í a n instaurado un juego envilecedor: cuando e s t á b a m o s d i s t r a ídos , se nos acercaban p o r d e t r á s y d á n d o n o s un golpe de pelvis en el culo proclamaban «¡Clavad o ! » . Los tres primeros años los tuve que pasar con las nalgas apoyadas contra una pared. P o r fin, a t ra ídos por mis gritos, los sorprendieron tratando de violarme en las letrinas y los expulsaron del colegio. En lugar de a g r a d e c é r m e l o mis c o m p a ñ e r o s r o m p i e r o n el silencio en el que me m a n t e n í a n con una sola e injuriosa palabra: « ¡ S o p l ó n ! » . S e g u í quemando otras fotografías, creí que habían ardido todas, pero no : en el fondo de la caja de zapatos donde guardaba mi co lecc ión , quedaba una . En ella me vi posando j u n t o a u n a muchacha de pulposa boca y grandes ojos claros c o n u n a expre s ión de arrogante melanco l í a . L a a r r o j é a l brasero. A l ver la arder, d e p r o n t o m e d i cuenta de que tenía u n a hermana.

Puede parecer irreal que alguien, desde su nacimiento, conviva con una hermana dos años mayor que él, creciendo en la

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misma casa, comiendo en la misma mesa y sin embargo se sienta hi jo ún ico . Hay una real idad densa, construida por la presencia de los cuerpos, que si no va a c o m p a ñ a d a de una realidad ps íquica , se hace invisible. No es que yo tomara el sitio de mi hermana , no es que el la fuera u n a pa loma sacrificada, no es que el centro de la a tención, por ser hombre , se me concediera. M u y al contrario, sin que hasta ese momento me diera cuenta, el borrado había sido yo. Generalmente el hijo varón, el esperado, aquel que va a asegurar la c o n t i n u i d a d del ape l l ido paterno, es el preferido. A la niña se la relega al m u n d o de la seducc ión y del servicio. En mi caso fue todo lo contrario. Cuando ella nació , lo o c u p ó todo. Yo, desde mi pr imer vagido fui un intruso. ¿Por qué? Aún hoy no me lo explico con certeza. Tengo varias hipótesis , todas me convencen pero n inguna logra satisfacerme. N u n c a vi a mi padre usar su apell ido. Su f irma ban-car ia era un escueto Jaime. Es m á s , en su carnet de l Par t ido Comuni s t a a p a r e c í a c o m o J u a n Araucano . A veces me dec ía : «Lees mucho, tal vez un d ía cometas la estupidez de querer ser escritor. Si firmas Jodorowsky nunca triunfarás, usa un seudónimo chi leno» . Parece ser que mi abuelo Alejandro lo había desilusionado. C o n rencor secreto, casi no lo n o m b r ó , nunca contó acerca de él una anécdota , sólo permit ió saber que era un zapatero r e m e n d ó n con ínfulas de santo. P o r consejos de su Re-be, la mayor parte de lo que ganaba -que era m í n i m a porque a sus zapatos y reparaciones no les p o n í a precio, el cliente daba lo que le dictaba su buena voluntad, que siempre era t a c a ñ a - se iba en l imosna para los pobres. De tanto sufrir por ellos, mur ió relativamente joven, c o n el corazón carcomido. «¿Qué clase de santo es ese que le quita el pan a su familia para ofrecerlo a bocas a jenas?» Al fallecer de jó una mujer y cuatro niños en la m i seria. La co lonia j u d í a , emigrantes preocupados ellos mismos por sobrevivir, les cerró las puertas. Mi padre, sacrificando sus ambiciones - h a b r í a quer ido estudiar para convertirse en un teór ico super ior a M a r x - , se puso a trabajar en lo que p u d o -cargador, vendedor de carbón , minero, c i rquero- tratando de dar una vida decente a sus hermanas (que, según él, se convir-

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t ieron en putas), y lograr que Ben jamín , el menor, se l icenciara como dentista. No obtuvo los agradecimientos de nadie: su hermano, en lugar de darle trabajo como mecán ico dental - é s e era el pacto; Jaime, habiendo heredado la habi l idad manual de su padre, p o d í a fabricar excelentes dientes-, se e n a m o r ó de un jovenzue lo de tez m o r e n a e h i z o soc iedad c o n él . Teresa, mi abuela, a p r o b ó los devaneos de B e n j a m í n y aceptó vivir con él y su (para Jaime) vergonzoso amante.

Creo que la culpa de todo aquello mi padre se la i m p u t ó al zapatero. En el antiguo Egipto , cuando quer í an e l iminar a un faraón, en lugar de condenar lo a morir , se preocupaban de borrar su nombre de todos los papiros y estelas. Así, ex t i rpándo lo de la memor ia colectiva, lo condenaban a la verdadera muerte que es el olvido. Cuando un hombre odia a su padre, no se reproduce - p a r a i m p e d i r que el ape l l ido se m u l t i p l i q u e - o se cambia de nombre . Supongo que Ja ime perc ib ió a mi hermana como hija única . Yo l legué dos años d e s p u é s por sorpresa: nadie me había deseado, el sitio que mi cuerpo ocupaba en el m u n d o era usurpado, un abuso mi presencia. Traía yo en los genes la amenaza de la sobrevivencia del odiado apell ido. O t r a hipótes is , que no niega la pr imera , me hace pantalla de proyección del odio que Jaime le tenía a B e n j a m í n : su puter ío , su traición, la aprop iac ión de la madre, cosas difíciles de tragar. Tenía que vomitar ese resentimiento, desquitarse con alguien. Me crió cobarde, débil ; b u r l á n d o s e de ella desarrol ló mi sensib i l idad femenina: con su violento ejemplo me hizo detestar las actitudes machistas. C o m o su hermano vivía en una casa atestada de libros - e n general historias de amor y temas de sexual idad solapada-, me hizo amar la lectura inscr ib iéndome en la Bibl ioteca M u n i c i p a l y de spués , en lugar de juguetes, me dio la l ibertad de comprar los v o l ú m e n e s que quisiera. T e r m i n é viviendo rodeado de muros cuajados de libros, como mi tío. Jaime nunca m e m o r i z ó b ien mi nombre y a menudo , cuando dec i d í a n o l l a m a r m e P i n o c h o , m e d e c í a , c o m o p o r e r r o r , Benjamincito. Incontables veces a f i rmó: «Eres el ú l t imo Jodo-rowsky», i n o c u l á n d o m e de manera sutil la esterilidad. Hipóte-

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sis... Me ignoró debido a mi nariz curva. Le molestaba ser ruso - l l e g ó a Chi l e con 5 a ñ o s - y más aún ser j u d í o . Quería raíces. En ese Chi le donde los Guggenheim se hab ían apoderado de las minas de salitre y cobre y luego de los bancos, medrando gracias a la miseria obrera, el antisemitismo p r e n d i ó como fuego en un pajar. A la m e n o r cont ienda pol í t ica , comerc ia l , o s implemente p o r u n a d i s cus ión cal lejera, se le p o d í a gr i tar « J u d í o de mierda! ¡Despatr iado!» . Para él, que tenía la suerte de poseer u n a nariz recti l ínea, el que yo hubiera nacido con ese p romontor io curvo en medio de la cara, era una denuncia constante. Quizás por eso no tengo recuerdos de haberme paseado, de haber entrado en u n a dulcer ía o en un cine solo con él. Siempre que sa l íamos , él iba en el centro y del brazo, entre mi madre y mi hermana, y yo atrás... y yo en el r incón más oscuro de la mesa del restaurante... y yo en la galería del circo, lejos del palco de ellos j u n t o a la pista. En real idad mi familia era un tr iángulo padre, madre e hija, más un intruso... Hipótesis . . . Ja ime, h u é r f a n o de padre a los 10 años , p o r el trauma se queda n i ñ o , n u n c a crece emocionalmente , tampoco crece su pene. Nadie lo ha querido nunca . Teresa, la madre ideal, a la que asp i ra desde que toma el sitio del padre, lo traiciona. En las mujeres adultas ya no puede confiar. La prueba: después de la noche de bodas con Sara, no aparecen huellas de sangre en las sábanas . Le han dado gato p o r l iebre, la novia no era virgen. Ja ime, sin un peso en los bolsillos, abandona a su esposa, que ha quedado p r e ñ a d a , y se larga a trabajar como minero a u n a empresa salitrera. Un a ñ o m á s tarde, a ese lugar agobiante, donde la sal devora todos los colores, lo va a buscar Sara, con las llaves de una tienda en Tocopi l la y una n iña en los brazos. Ja ime, al ver a su hija, ve a su propia alma. P o r pr imera vez se siente amado. Esos inmensos ojos verdes son un espejo que perfecc iona las i m á g e n e s devaluadas de sí mismo. Raquelita , para siempre virgen, sólo suya, de nadie más , p o d r á verlo valiente, poderoso, bel lo, triunfador... Sara, con su dote en forma de llaves, será otra vez aceptada, aunque nunca perdonada: u n a traidora como Teresa, casada a la fuerza con él, pero ena-

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morada de otro, a lgún imbéci l cuya única cual idad sería la de tener un pito grande... Mi madre acep tó sumisa ser relegada a segundo término - t r a í a la o r d e n de Jashe de servir y obedecer a su mar ido , por muy despreciable que ese ind iv iduo fuera- , para no tener que avergonzarse ante l a c o l o n i a j u d í a . En la pr imera noche del reencuentro, Ja ime la poseyó c o n la misma furia c o n que deseaba castigar a Teresa, con ese rencor, c o n ese odio . Un esperma lanzado como escupitajo me e n g e n d r ó . Pobre Sara, tan blanca, tan humi l l ada , s in t iéndose , c o m o yo, u n a intrusa en la v ida . Su padre se h a b í a quemado vivo. En Moisésv i l le , e l p u e b l o a rgent ino d o n d e de sembarcaron los emigrantes creyendo llegar a la nueva Palestina, en verdad un terreno inhóspi to , al ver esa hoguera que br incaba por la calle dando aullidos de socorro, cerraron puertas y ventanas. Jashe, encinta de seis meses, p o r u n a m i r i l l a de los postigos vio convertirse a su rubio mar ido en un esqueleto negruzco. Pasados tres meses, se casó con Moisés (vendedor ambulante de corbatas), d io a luz a Sara y, en los dos años siguientes, a Fanny e Isidoro . Fanny nació tan morena que la apodaron La Negra. C o n el pelo motudo, el labio infer ior b e m b ó n y las orejas tan grandes como las de su padre, creció miope , desgarbada, orgullo-s á m e n t e fea. Astuta, se a p o d e r ó de la a tenc ión , de l poder. Poco a poco esgr imió el cetro de la decencia, haciendo imperar la apariencia recatada, la mora l rabínica , la reverencia untuosa ante las exigencias de l q u é d i rán . C a r c o m i ó la poca v i r i l idad de Isidoro, convirt iéndolo en su blando paje y, plantada en el centro, expul só a Sara hacia la periferia de la famil ia a punta de burlas, sarcasmos y críticas. La Saruca era rara, un caso extremo, no sabía medirse, lívida como un cadáver no p o d í a dej a r de l l amar la a t e n c i ó n , daba v e r g ü e n z a ajena, t e r m i n a r í a mal . La prueba: mientras que el la se casaba con un p r i m o hermano para que no entraran ex t raños en la familia, Sara se había enredado con un comunista , un p o b r e t ó n , un asimilado, por poco un goy. Mi madre, acostumbrada desde n iña a luchar ( p e r d i e n d o s iempre) para o b t e n e r e l c a r i ñ o de su m a d r e , identificó a Raquel c o n Fanny, a j a i m e c o n su Jashe y se trenzó

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en u n a re lac ión tr iangular donde e l amor era sustituido p o r los celos. Re ta rdó lo m á s posible la m a d u r a c i ó n de su hija. Hasta los 13 años la obl igó a cortarse el pelo dejando la nuca desnuda , le p roh ib ió usar collares, aros, anillos, prendedores, as í c o m o barniz de uñas , colorete, lápiz labial , ropa inter ior f ina. Un día , ayudada h ipócr i tamente por Ja ime, Raquel p r o c l a m ó su revolución, l legando con falda corta, un atrevido escote, un par de medias de seda, la boca roja y pes tañas postizas. Sara, fur i b u n d a , enloquec ida , le a r ro jó hacia la cabeza u n a p l ancha caliente. P o r suerte Raquel la esquivó, perd iendo sólo un pedazo de lóbulo . Al ver correr la sangre, Ja ime le p r o p i n ó a mi madre un puñetazo en el ojo. E l l a se d e s p l o m ó re torc iéndose c o m o epi lépt ica , l l amando a gritos a su Jashe... C o m e n z ó u n a nueva etapa que sólo pude observar de muy lejos, como desde otro planeta: la belleza de Raquel f loreció, mientras que Sara se encer ró en un mutismo agudo. Ja ime, a mi hermana - u n a h e r m a n a que nunca me dirigía la palabra, mirando a través de mí , como si mi cuerpo fuera invisible- , le c o n c e d i ó muchos caprichos. Yo tenía derecho a un traje, un par de zapatos, tres camisas, tres calzoncillos, cuatro calcetines, un chaleco de lana y basta. Mi hermana se creó un guardarropa con una impresionante h i lera de vestidos, docenas de botines y cajones l lenos de toda clase de mudas. La cabellera, abril lantada por champ ú s importados , le l l egó hasta la c intura . Maqu i l l ada , se veía tan bel la como las actrices de Hol lywood , a quienes hab ía tom a d o por modelo . Ja ime apenas p o d í a dis imular sus miradas de deseo. C o m o por casualidad, repetidas veces, en la tienda, al cruzarse con ella en el estrecho pasillo que dejaban los mostradores, le rozaba los senos o el trasero. Raquel protestaba, furiosa. Sara enrojec ía . A partir de los 14 años , ante la belleza de Raquel , los j ó v e n e s comenzaron a asediarla con llamadas telefónicas . T a m b i é n comenzaron los celos delirantes de Ja ime. Le p r o h i b i ó hablar por teléfono (del que h a b í a cambiado el número) , ir a fiestas, tener amigos. A mí, en el mayor de los secretos, me e n c a r g ó la tarea de vigilarla a la salida del l iceo, seguir la cuando iba de compras, espiarla en todo momento . Yo,

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en mi afán de ser tomado en cuenta, me convertí en un feroz detective. Raquel, condenada a la soledad, tuvo que encerrarse en su cuarto, el más grande de todos, y leer revistas femeninas en medio de sus muebles blancos, craquelados estilo algún rey de Francia, o tocar C h o p i n en su piano de media cola, igualmente blanco y craquelado. Jaime le había dado una jaula disfrazada de palacio. C o m o los muchachos esperaban en enjambre a las niñas cuando salían del colegio, mi padre d e c i d i ó gastar más inscribiendo a Raquel en una escuela particular tipo mediointernado. Las alumnas comían y dormían allí c inco días y salían del encierro, cargadas de tareas, viernes, s ábado y domingo. Así mi padre se sintió seguro, nadie le robaría a su adorada. Error. . . La famil ia Gross, j u d í a , se había dedicado desde 1915 a la educación como negocio. Isaac, el padre, profesor de historia, depresivo, suicida, fue sustituido por su hijo mayor, Samuel, dejado cojo por la poliomielitis . Las clases de inglés las daba Esther, la viuda, t ambién coja, pero de nacimiento. Las dos hermanas, Berta y Paulina, enormes, obesas, igualmente cojas, por problemas óseos , se encargaban de los cursos de gimnasia y bordado. El único que marchaba correctamente era el otro hijo, Saúl, profesor de matemáticas, semi-calvo, maniático del orden, 45 años. . . Raquel, que acababa de cumpl ir 15, quizás para liberarse del asedio de su padre, declaró estar enamorada de Saiil Gross, quien se preparaba para venir a pedir su mano. Es más, reveló que estaba encinta. Sara, invocando la vergüenza del escándalo, escándalo que causaría la muerte de su madre, insistió para que la boda se realizara con la mayor brevedad posible. Jaime, anonadado, aceptó recibir al futuro novio. Cuando Saúl vino en visita oficial, acompañado por su familia, la escalera re tumbó bajo el sonido de tantas muletas y bastones. En esa reunión se habló sobre todo de dinero. El profesor se compromet ió a comprar un apartamento en el centro de Santiago e instalarse con Raquel dándole los lujos a los que ella estaba acostumbrada. Por su parte, Jaime se compromet ió a correr con todos los gastos de la boda. La cerem o n i a se real izaría en un inmenso sa lón cercano a la plaza

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Diego de A l m a g r o , es dec i r p r ó x i m o a d o n d e vivía Jashe. Así sería m á s fácil para la anciana desplazarse. U n a semana antes del magno acontecimiento, ya las n iñas obreras hab ían confecc ionado un traje de novia , con cola de tres metros, para Raquel . Ja ime quiso hablar en privado c o n Saúl . Yo, deformado por mis actividades detectivescas, c o l o q u é un o í d o en el ojo de la cerradura y pude escuchar lo que ambos se dec ían . Mi padre, tajante, con la voz infectada por un amargo rencor, le di jo:

- U s t e d va a formar parte de nuestra familia. Tenemos que l imar asperezas. D í g a m e , ¿ c ó m o puedo confiar en su decencia si usted, siendo un h o m b r e ya maduro , todo un profesor, se atrevió a fornicar c o n una a lumna, m e n o r de edad, virgen, en este caso mi hija?

- P e r o ¿qué me está d i c i endo , d o n Jaime? ¿De d ó n d e saca t a m a ñ a monstruosidad? ¡Para mí , Raquel i ta es u n a diosa, i n maculada, pur í s ima! Aún hoy, a una semana de l matr imonio , no conozco el sabor de sus labios.

-Pero . . . entonces... ¿mi hija no es tá encinta? - ¿Enc inta? ¿Ver a Raquel c o n el vientre h inchado , andando

c o m o un pato, convertida en una hembra vulgar? ¡ N u n c a ! No está en mis planes tener hijos. Para cojos basta c o n mi madre , mi hermano y mis hermanas. No tenga miedo , d o n Jaime. Raquel cont inuará siendo lo que siempre fue. No seré yo qu ien vaya a hol lar a tan sagrada doncel la .

Ja ime se q u e d ó m u d o un buen momento . Supongo que su rostro se puso granate. E x p u l s ó de vxn e m p u j ó n a su futuro yerno, se encerró dando un portazo, lanzó un frenético « ¡Mentirosa !» y estalló en sollozos de rabia.

El casamiento fue grandioso. Me compraron un panta lón a rayas, una chaqueta negra, u n a camisa de cuel lo d u r o y una corbata gris. Así vestido me sentí r idículo, pero n inguno de los trescientos invitados se fijó en mí . Sara, exh ib iendo su fel ic idad ficticia ante cada invitado, vigi lando que los pollos asados no fueran servidos secos, que el pescado re l leno estuviera fresco, as í como el p u r é de h í g a d o s y la pasta de huevos duros mo-

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lidos, probando la buena cal idad del dulzor salado de la sopa de remolacha, en fin, d á n d o l e consejos a la orquesta de veinte maestros, no p o d í a pensar en mí . Ja ime, i n c ó m o d o en su esm o q u i n arrendado, se ocultaba en el sa lón para fumadores beb iendo un vodka tras otro. La concurrencia , j u d í o s comerciantes, a los que n i n g ú n lazo amistoso p r o f u n d o l i gaba a los novios, ya antes de la ceremonia nupc ia l hab ían acabado con un bufé entero. Un rabino jo robado aul ló , más que cantó , e l texto hebreo. Bajo el to ldo ceremonia l , él y el la d i e r o n el sí. Saú l , tembloroso, p i só un vaso que n i a l p r i m e r ap las tón n i a l segundo ni a l tercero se q u e b r ó . Al cuarto, por f in reventó permi t iendo que la orquesta estallara en un freilaj, zarabanda que hizo bailar envarados a j ó v e n e s y viejos, todos s int iéndose culpables de agitar las piernas ante la siniestra inmovi l idad de los cojos Gross. Raquel lanzó su ramo de rosas de papel hacia las dos engalanadas cuñadas que, parecidas a h i p o p ó t a m o s furiosos, se lo disputaron, h a c i é n d o l o añicos . (Berta, un mes m á s tarde, se a r ro jó desnuda al mar, cerca de Valparaíso . La encont raron pierniabierta en la playa c o n un « ¡ F e a ! » escrito en su vientre. El sexo estaba l leno de cicatrices de quemaduras de ci-garillo.) De pronto , mientras las mujeres y los n iños devoraban enormes trozos de pastel, los hombres corr ían hacia un r incón del sa lón y, t ranspor tándolo en grupo cerrado, ocultaron a Jaime en el vestuario. Me a c e r q u é a ellos. «¿Qué le pasa a mi papá?» « N o es nada, n iño , no es nada. C o m o Ja ime no está acostumbrado a beber, el a lcohol , más la fel icidad, se le ha subido a la cabeza .» Alcancé a oír la voz de mi padre: « ¡ D é j e n m e salir, le voy a romper la cara a ese l adrón ! ¡ N o se la m e r e c e ! » Siguier o n unos g ruñidos . Manos tensas le tapaban la boca. Luego silencio . S iguió la f iesta. Sara se levantó para ofrecer un brindis y, en lugar de hablar, lanzó teatrales lamentos. Jashe la t o m ó en sus brazos y la conso ló . Fanny dio tres aplausos, gri tó «¡Basta, u n a boda no es un ent ie r ro ! » , p id ió otro freilaj , rescató a

Jashe y se puso a bailar con ella, seguida por los trescientos i n vitados, sin importarle la pena, fingida o no , de su hermana . Todos se agitaron s in recato porque el g rupo de cojos h a b í a

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partido. También Raquel y Saúl . D e s p u é s de br incar media hora, b a ñ a d o s en sudor, los invitados se fueron yendo. Quedó Sara, en un extremo de la devastada mesa, comiendo bolitas de azúcar plateadas, ú l t imos restos del inmenso pastel de novios..-y yo, en el otro extremo, i n c l i n a d o , ba lanceando mi corbata como s i fuera un p é n d u l o . Los ronquidos de Ja ime a c o m p a ñ a ban al ú l t imo pasodoble de la orquesta.

Mi padre, c o n ese casamiento, se a r r u i n ó . Pasó meses rabiando, mendigando p r ó r r o g a s a los fabricantes, p id iendo dinero prestado a usureros, economizando en los gastos. Durante un t iempo nos alimentamos principalmente de pan con queso y café con leche. C o m o por milagro, Ja ime so luc ionó sus problemas e c o n ó m i c o s en e l m o m e n t o en que R a q u e l r e g r e s ó . C u a n d o Saúl v ino a buscarla, mi padre, sacando a re luc ir sus fuerzas de cirquero, lo corr ió a patadas. El matr imonio fue anulado. Parece ser, lo supe por una empleada, que el mar ido resultó más celoso que Ja ime. Raquel h a b í a salido de las brasas para caer en las llamas. Tan grandes eran los celos de Saúl que obligaba a mi hermana a usar faldas hasta los tobillos, sombreros alones ocul tándole el rostro y faja que le disimulara los senos. Podía salir breves momentos a la calle, medidos por cronómetro, sólo para hacer las compras del día . Raquel , sin poder tener vida social, para a c o m p a ñ a r s e , adquir ió un pol l i to . El aveci l la la seguía por todo el apartamento, t o m á n d o l a por su madre. U n a m a ñ a n a , cuando r e g r e s ó del mercado, e n c o n t r ó a l pol lo ahorcado con un c o r d ó n de zapatos. O t r o día, Saúl , pensando que su esposa le daba demasiada importancia al p iano, aprovechando que ella hab ía bajado en busca de aspirinas a la farmacia, le serruchó u n a pata al noble instrumento, tumbándolo de costado. Luego le exp l icó a Raquel que las hormigas hab ían corro ído esa extremidad. Cuatro meses después de l matr imonio , mi hermana aún conservaba su h imen . Saúl pretextaba que no tenía erecc ión a causa de las almorranas y exigía que su mujer le untara cada noche pulpa de p lá tano en el ano.

Ja ime emerg ió del pantano, p a g ó sus deudas, c o m p r ó deli-

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ciosos víveres y volvió a contratar gritones para que atrajeran clientes. Sara en cambio c o m e n z ó a marchitarse, le d io por encerrarse en el b a ñ o a fumar a escondidas o pasar horas fabricando pasteles rellenos con fresas para enviárselos a su madre. Raquel , atr incherada en su habitación, hab ía decido dedicarse para siempre a la poes ía .

¿ C o n tantos acontecimientos , q u i é n p o d í a precuparse de mi persona? Ni para Raque l , n i para Sara, n i para Ja ime , yo existía. Supe, siempre por la sirvienta, que Sara, d e s p u é s de mi nacimiento , se hab ía hecho ligar las trompas declarando « ¡La s trompas son t rampas ! » .

C u a n d o ya no me q u e d ó n i n g u n a fotograf ía que quemar, t o m é un p u ñ a d o de cenizas, las disolví en un vaso de vino y bebí esa mezcla gr i sácea . Se me acabaron las dudas. H a b í a sepultado el pasado en mí mismo.

C o m p r e n d í entonces los abusos a los que me somet ió la fami l i a . Vi con exactitud la estructura de la trampa. Me acusaban de ser culpable de cada her ida que me hab ían infer ido. N u n c a d e j ó el verdugo de declararse víctima. Por un hábil sistema de negaciones, p r i v á n d o m e de la i n f o r m a c i ó n - n o hablo de i n formac ión oral sino de experiencias en su mayor parte no verbales-, se me d e s p o j ó de todos los derechos, se me trató como un mendigo desprovisto de territorio al que se le otorgaba por d e s d e ñ o s a bondad un fragmento de vida. ¿Sabían mis padres lo que estaban comet iendo? De n i n g u n a manera . Faltos de conciencia , me hac ían a mí lo que a ellos les hab ían hecho. Y así , repi t iendo la fechor ía emocional de g e n e r a c i ó n en generac ión, e l árbol famil iar acumulaba un sufrimiento que duraba ya varios siglos. Le p r e g u n t é al Rebe: « T ú que pareces saberlo todo, d ime q u é puedo pretender en esta vida, q u é es lo que se me debe, cuáles son mis derechos esenciales» . I m a g i n é lo que el Rebe me contestaría :

-Antes que nada, deber ía s tener el derecho a ser engendrado por un padre y una madre que se amen, durante un acto se-

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xual coronado por un mutuo orgasmo, para que tu alma y tu carne obtengan como raíz el placer. Deber ías tener el derecho a no ser un accidente ni una carga, sino un individuo esperado y deseado con toda la fuerza del amor, como un fruto que ha de otorgar sentido a la pareja, convirt iéndola en familia. Deberías tener el derecho a nacer con el sexo que la naturaleza te ha dado. (Es un abuso decir « E s p e r á b a m o s un hombre y fuiste mujer » , o viceversa.) Deber ías tener el derecho a ser tomado en cuenta desde el p r imer mes de tu gestac ión. En todo momento la embarazada deber í a aceptar que es dos organismos en vías de separac ión y no uno solo que se expande. De los accidentes que ocurran en el parto nadie te puede acusar. Lo que te sucede dentro de la matriz nunca es culpa tuya: por rencor a la vida, la madre no quiere parir y, a través de su inconsciente, te enrol la el c o r d ó n umbi l ica l alrededor del cuello y te expulsa, incompleto, antes de t iempo. Porque no se te quiere entregar al mundo , ya que te has convertido en un tentáculo de poder, se te retiene más de nueve meses, s ecándose el líquido amniót ico y tu p ie l siendo quemada; se te hace girar hasta que tus pies y no tu cabeza comienzan el deslizamiento hacia la vulva, así van al n icho los muertos, con los pies para delante; se te engorda más de la cuenta para que no puedas pasar por la vagina, siendo sustituido el a lumbramiento feliz por una fría cesárea que no es parto sino ext irpación de un tumor. Negándose a asumir la creación no colabora con tus esfuerzos y solicita la ayuda de un m é d i c o que te opr ime el cerebro c o n su fórceps ; porque padece una neurosis de fracaso, te hace nacer semiahogado, azulado, o b l i g á n d o t e a representar la muerte emocional de quienes te engendraron.. . Deber ías tener el derecho a una profunda colaborac ión: la madre debe querer par i r tanto como el n iño o la n iña quieren nacer. El esfuerzo será mutuo y bien equil ibrado. Desde el momento en que este universo te produce es tu derecho tener un padre protector que esté , durante tu c rec imiento , s iempre presente. As í c o m o a una planta sedienta se le da agua, cuando te interesas por alguna actividad tienes derecho a que te ofrezcan el mayor nú-

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mero de posibilidades para que, en el sendero que elegiste, te desarrolles. No has venido a realizar el p l an personal de los adultos que te i m p o n e n metas que no son las tuyas, la pr inc i pal felicidad que te otorga la vida es permitirte llegar a ti mismo. Deber ías tener el derecho a poseer un espacio donde poder aislarte para construir tu m u n d o imaginario, a ver lo que quieras sin que tus ojos sean limitados por morales caducas, a oír aquello que desees aunque sean ideas contrarias a las de tu famil ia . No has venido a realizar a nadie sino a ti mismo, no has venido a ocupar el sitio de n ingún muerto, mereces tener un nombre que no sea el de un familiar desaparecido antes de tu nacimiento: cuando llevas el nombre de un difunto es porque te han injertado un destino que no es el tuyo, u surpándote la esencia. Tienes p leno derecho a no ser comparado, n i n g ú n h e r m a n o o h e r m a n a vale m á s o vale menos que tú, el amor existe cuando se reconoce la esencial diferencia. Deberías tener el derecho a ser excluido de toda pelea entre tus familiares, a no ser tomado como testigo en las discusiones, a no ser r ecep tácu lo de sus angustias e c o n ó m i c a s , a crecer en un ambiente de confianza y seguridad. Deber ías tener el derecho a ser educado por un padre y una madre que se rigen por ideas comunes, habiendo ellos en la int imidad aplanado sus contradicciones. Si se divorciaran, deber ía s tener el derecho a que no te obl iguen a ver a los hombres con los ojos resentidos de u n a madre ni a las mujeres con los ojos resentidos de un padre. Deber ías tener el derecho a que no se te arranque del sitio donde tienes tus amigos, tu escuela, tus profesores predilectos. Deber ía s tener el derecho a no ser criticado si eliges un camino que no estaba en los planes de tus progenitores; a amar a qu ien desees sin necesidad de aprobac ión ; y, cuando te sientas capaz, a abandonar el hogar y partir a vivir tu vida; a sobrepasar a tus padres, ir m á s lejos que ellos, realizar lo que ellos no pud ieron , vivir más años que ellos. En f in, deber ías tener el derecho a elegir el momento de tu muerte sin que nadie, en contra de tu voluntad, te mantenga en vida.

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Primeros actos

Si Matucana se me presentaba como u n a agobiante cárcel , mi cuerpo también. P o r sentirme mal en la carne, h a b í a h u i d o hacia el intelecto. Vivía encerrado en mi c r á n e o , levitando a algunos metros sobre un degol lado que me era ajeno. T e n í a conciencia de mí mismo como una mul t i tud de pensamientos desordenados, pensamientos que al final p e r d í a n sentido convir t iéndose en amasijos de palabras huecas, sin raíces que se al imentaran de mi esencia. Siendo un pozo seco, las frases flotaban formando un tejido angustioso. Sab ía que yo estaba en alguna parte detrás de mi frente, pero me era imposible decir qu ién o q u é era ese yo. El frío, el calor, el hambre, los deseos, el dolor, las penas surg ían a lo lejos, como en el cuerpo de un extranjero. Lo ún ico que me manten ía en la vida era la capacidad de imaginar. Vivía s o ñ a n d o con aventuras en países exóticos, triunfos colosales, vírgenes dormidas con una perla en la boca, elixires que c o n c e d í a n la inmorta l idad . De todas maneras, cualquier cosa que deseara obtener se re sumía en una sola palabra: «cambiar» . La cualidad esencial para amarme era llegar a ser lo que en ese entonces no era. Yo esperaba, como un sapo a la princesa, a que un alma superior y compasiva, venciendo su asco, se acercara para darme el beso del conocimiento. P o r desgracia sólo contaba con dos amigos irreales, el Rebe y Ale jandro anciano. Para lo que deseaba lograr necesitaba al-

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go más que un par de fantasmas. Decidí ayudarme yo mismo.

Después de meditaciones que me parecieron eternas no logré disolver mi intelecto en el cuerpo. Salirme de la cabeza me resul tó tan imposible como escapar d e l in te r io r de u n a caja fuerte. Imposible cederle a la carne la s u p r e m a c í a de mi identidad. Decidí entonces seguir el camino contrario: ¡ya que no p o d í a descender, har ía que todas mis sensaciones ascendieran! Puro intelecto, c o m e n c é a absorber mi forma física, luego i n c o r p o r é las necesidades, los deseos, las emociones . E x a m i n é q u é era lo que sentía, y luego c ó m o me sentía sintiendo aquel lo . C o m p r e n d í que la l l amada « r e a l i d a d » era u n a construcción mental . ¿ C o m p l e t a i lusión? Imposible saberlo. Pero con toda evidencia lo que hab ía de real en mí n u n c a lo percibir ía en su total idad. S iempre e l inte lecto me p r o p o r c i o n a r í a un fantasma incompleto , deformado por la falsa conciencia de mí mismo, aquella que me inculcara la famil ia . «¡Vivo, mal , dentro de un loco! ¡Mi barca racional navega en la d e m e n c i a ! » Lo que al comienzo me parec ió una pesadilla, poco a poco se convirtió en esperanza. Puesto que todo lo que se presentaba como «mi ser» eran i m á g e n e s ilusorias, no diferentes de las de un sueño , me era posible cambiar la sensac ión de mí mismo.

C o m e n z ó un largo proceso. Concent ré mi a tención en los pies. Los sentí pesados, insensibles, lejanos, sin capacidad de equ i l ib r io certero. C o m e n c é a imaginarlos ligeros, afinados, sensibles, seguros, sus dedos extendidos entrando in t rép idos en los caminos de la vida. Me imag iné con los pies de Cristo, atravesados p o r un m i s m o clavo a d h i r i é n d o l o s a l d o l o r d e l m u n d o , agujero sangrante ofreciendo una ascens ión al lamento, convertido en plegaria. Imag iné que las heridas que padecía no eran las mías sino las de la humanidad y que, a través de ellas, absorb ía el sufrimiento ajeno para hacerlo c ircular p o r mi sangre, que era un b á l s a m o , t r a s fo rmándo lo en fel ic idad.

D e s p u é s me c o n c e n t r é en mis huesos, los s en t í u n o p o r

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u n o . ¡Qué olvidada estaba esa h u m i l d e estructura! La h a b í a acarreado como un s ímbolo de muerte, sin darme cuenta de su fuerza vital. Recreé mi esqueleto o t o r g á n d o l e una materia fuerte y flexible como el acero de las espadas, huesos casi i n grávidos, con una m é d u l a de lava hirviente, semejantes a aquellos que confieren su realeza al vuelo del águila . De pronto me di cuenta de que hab ía creado un esqueleto de bailarín. El esqueleto de mi abuelo materno. Entonces sentí, sin que mi voluntad interviniera, formarse alrededor de esa luminosa estructura de músculos alargados y potentes, visceras indestructibles y u n a cabellera abundante, dorada, cayendo hasta los hombros como una aureola l íquida. C o m p r e n d í que, durante mi gestación, Sara no cesó de querer recrear a su padre, el mítico danzarín convertido en antorcha ardiente. Esos deseos se infiltrar o n en mis cé lu la s , c o m o u n a o r d e n contrar ia a l desarrol lo natural , h a c i é n d o m e nacer dando gritos de insatisfacción. Yo era yo, ¡qué pecado!, y no el gigante de dos metros veinte, hércules solar casi ingrávido. Para ser amado, tenía que convertirme en aquel mito. El muerto ardiente era mi ideal de perfecc i ó n . . . Me d i e r o n ganas de d e s h a c e r t o d o ese t r aba jo e imaginarme otro cuerpo ideal . S in embargo, por más que lo in tenté , fui incapaz de e l iminar lo . R e c o n o c í que llevaba ese mode lo embutido en los genes, cada célula de mi cuerpo aspiraba a ser él. Seguir luchando para cambiar de efigie hubiera sido e n g a ñ a r m e a mí mismo. Quizás durante siglos, de ancestro en ancestro, la natura leza estaba t ratando de p r o d u c i r aquel ente. ¿Por q u é no obedecer? ¿Y si aquello, en forma metafórica, me convertía en padre de mi madre, por q u é no? E l l a s o ñ a b a con ser hija de un hombre fuerte pero sensible, un artista. C ie r t a vez, ver t iendo muchas l á g r i m a s , Sara me c o n t ó que su padre, A l e j a n d r o Prullansky, mientras avanzaba danzando por la calle, convertido en una rosa de llamas, en lugar de quejarse, gritaba poemas hasta desmoronarse en cenizas.

Sent irme viviendo en ese gracioso cuerpo imaginar io me o t o r g ó movimientos que hasta entonces nunca hab ía conoci-

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do. El espacio, que antes me parec ía un pavoroso abismo, me rodeó como un abrigo tierno, me mostró caminos, se convirtió en alfombra y en techo protector, se a largó hacia el horizonte como un arpa, se alzó frente a mí o f rec i éndome infinitas ventanas. Por pr imera vez me sentí b ien en el m u n d o . Desapareció la sensac ión de divergencia . Invisibles e incontables filamentos me unían al fondo de la tierra, al paisaje, al cielo. El planeta entero, lamiendo la planta de mis pies, me impulsaba a danzar, a saltar cada vez más alto, a ir más allá de las estrellas, hasta el fondo del firmamento.

Esto que estoy contando puede parecer absurdo. ¿Qué ut i l i dad tendr ía tal a u t o e n g a ñ o ? Puedo responder que, en aquel entonces, cuando era un joven que luchaba p o r escapar de l peso de la depres ión , imaginarme potente e ingrávido fue un salvavidas que me permit ió no ahogarme en la trampa familiar y emprender el trabajo liberador. Pero, sin n ingún guía , ¿por d ó n d e comenzar? A veces, en el desamparo más grande, cuando nos sentimos definitivamente abandonados, aparece un signo d o n d e menos lo esperamos que nos i n d i c a e l c a m i n o . Aquellos que osan, sin esperanzas, avanzar en la oscuridad, al f ina l encuentran una meta luminosa. En la p á g i n a arrancada de un l ibro , que un viento de o t o ñ o trajo hasta mis pies, leí un texto que tuvo la v ir tud de indicarme que iba por buen camino: «El iniciado que se lanza de buena fe al asalto de la Verdad, para sólo encontrar, en todos lados, la inexorable barrera que lo rechaza hacia el " tumulto ordinar io" , escucha al Maestro decirle: " ¡Atención, hay un muro ! " . "Pero, este m u r o , ¿es provisional?", pregunta el a lma inquieta, " ¿ d e b o franquearlo o demolerlo? ¿Es un adversario? ¿Es un amigo?". " N o te lo puedo decir. Tienes que descubrirlo tú mi smo . " » .

¿Quién había escrito estas l íneas que un papel, revoloteando por la calle como u n a mariposa sucia, transportaba hacia mí? ¿Se me quer ía decir que mi despreciado ser merec ía que el mág ico azar se ocupara de él? ¿Que no era un ente vacío, que en mí existía el poder para atravesar o demoler el muro por-

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que era yo quien lo h a b í a construido? Al decirle « ¡Atención, hay un m u r o ! » el Maestro expresaba que el discípulo, por distracción, no lo veía. Quizás confundía la barrera con la realidad, haciendo de sus límites mentales la naturaleza del m u n d o . M e s e n t í re t ra tado : desde n i ñ o m e h a b í a n q u i t a d o l a l ibertad, mi mente estaba rodeada por u n a valla que le impedía la expans ión . Cerré los ojos. Me vi sumergido en una esfera negra. Ese era el muro . Apenas pegaba los p á r p a d o s , me enc o n t r a b a c o m p r i m i d o d e n t r o d e u n c r á n e o o s c u r o . Y a l sentirme ciego se me escapaba la posibi l idad de ser. Perder la visión de l m u n d o exter ior era perderme a mí mismo. Si me h u n d í a los índices en las orejas, la soledad aumentaba. Separado de la luz y el sonido, mi miserable cond ic ión , mi falta de sentido, mi nada, se manifestaba con implacable crueldad. En real idad esta negrura es impalpable, me dije. Y si es impalpable, puede no ser una barrera espesa sino un espacio inf ini to . ¡Eso es! Voy a imaginar, cuando cierre los ojos, que mi conciencia se encuentra flotando en medio del cosmos.

E m p e c é a sentir que penetraba hacia delante. Viajé y viajé, un t iempo considerable, siempre más allá, por una extens ión sin término . Poco a poco, en el inf in i to negro, empezaron a br i l l ar puntos de luz y acabé avanzando a través de un firmamento estrellado. Después de gozar con la inmensidad que se me ofrendaba, e m p r e n d í la misma experiencia hacia atrás, como si tuviera ojos en la nuca, en seguida hacia el lado izquierdo y el derecho, como si poseyera ojos en las sienes. Luego desc e n d í por un pozo de circunferencia inf ini ta sin nunca tocar fondo. Tanto avancé que p e r d í la sensación de bajar y terminé con la ca ída convertida en ascensión. Más allá, más allá, siempre m á s allá. Volví a mi centro e hice crecer la esfera hacia todos los puntos al mismo tiempo. A l rededor de mí el espacio se e x p a n d í a sin cesar. Después c o m e n c é a contraerlo. Adelante , atrás, izquierda, derecha, arriba, abajo, se concentraron en mí. Me nutr í de astros vo lv iéndome cada vez más intenso. A c a b é con la distancia. F u i un punto de luz. ¡Ah, q u é concentrac ión ! ¡Atención, a tención, a tención, es todo lo que yo era! La mente

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se me convirtió en un receptáculo transparente donde las palabras ordenadas en frases sin comienzo ni f in - r e b a ñ o s i m personales sin m á s u t i l idad que su be l l eza- desfilaban c o m o nubes barridas por el viento.

Permit í que la sensación de mi cuerpo se hiciera presente. Concentré mi atención en las diferentes partes del organismo. Me di cuenta de lo que sentía. Cada viscera, cada miembro , cada reg ión , tenía algo que decirme. Al p r i n c i p i o eran quejas, a c u s á n d o m e de abandonarlos, de no confiar en ellos, seguidas luego por eufóricas declaraciones de amor. Descubr í que mis brazos, mis piernas, mis orejas, la p ie l , los múscu los , los huesos, los pulmones , los intestinos, el cuerpo entero estaba impregnado de la inmensa alegría de vivir. Me h u n d í en el cerebro y entré en la mítica g lándula pineal . Imag iné ser un diamante reinando en un trono en medio de reverentes c ircunvoluciones... Luego navegué en la corriente de la sangre. El calor de ese l íquido espeso me parec ió provenir de un pasado remoto. Me entregué al flujo y reflujo, yendo y v iniendo del centro a la periferia y de la periferia al centro, como desde el estallido del punto creador hasta los confines del universo, una inconmensurable rosa que se abre y cierra eternamente.

Gracias a estos ejercicios pude extender mi reducido espacio mental . Cada vez que u n a idea aparec ía , encerrada en su collar de palabras, estallaba en m i l ecos que se iban transformando como nubes. N u n c a más volví a pensar en l ínea recta sino en complejas estructuras, laberintos donde a veces el efecto era anterior a la causa. La superficie de mi c ráneo se convirtió en inter ior y mi conciencia , como la pu lpa de un durazno alrededor de su cuesco, en un exterior que se u n í a en forma indisoluble con el f irmamento.

Estas sensaciones se convirt ieron en mi secreto. Ni mis padres ni mi hermana se d i e ron cuenta de esa t rans formación . De todas maneras, aunque hubiese dejado de disimular, como se fijaban en mí muy poco, me habr ían visto igual, es decir, un ente invisible. S in amigos, sin ternura familiar, desde que regresaba del l iceo me sentaba en mi sillón de madera c o n los

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pies paralelos, firmemente apoyados en el suelo, abiertos a la anchura de los hombros, las manos extendidas sobre mis muslos, palmas hacia arriba, la co lumna vertebral recta sin apoyarla en el respaldo y, con los ojos cerrados, me entregaba durante horas a mis ejercicios. Mi mente era un terreno inmenso y desconocido y me dedicaba a explorarla. Así lo hice hasta los 19 años . Fu i avanzando por etapas. Al pr inc ip io , para ayudarme y no dejar que pensamientos parás i tos me invadieran, repet ía u n a palabra absurda: « ¡Cocodr i lo ! » . Conquistado el espacio , dec id í cambiar mi sensac ión de l t iempo. Para lo cua l e l iminé la idea de muerte. « U n o no muere, sino que se transforma. ¿En qué? ¡No lo sé ! Pero fui algo antes de nacer y seré algo de spués de que mi cuerpo se disuelva.» Me imaginé con diez a ñ o s más , con treinta, c incuenta, c ien , doscientos años . S e g u í avanzando hacia e l futuro, a u m e n t é mi edad vertiginosamente. «Así seré cuando tenga m i l años , treinta m i l , c incuenta mil.. .» Imag iné los cambios en mi morfo log ía . En un millón de a ñ o s empezar í a a dejar de poseer forma humana.. . En dos millones de años mi materia se haría transparente. En diez mi l lones de años sería un ángel inmenso, viajando con otros ángeles, en eufór ico tropel , a través de las galaxias, en una danza có smica , ayudando a la c reac ión de nuevos soles y planetas. C incuenta millones de años más tarde, ya no tendría cuerpo, se r í a u n a ent idad invis ible. M i l mi l lones de a ñ o s más tarde, fundido en las energ ías y la totalidad de la materia, sería el universo mi smo . Y m á s lejos a ú n , cada vez m á s p ro fundo en la eternidad, acabar ía convertido en el punto-conciencia, raíz absoluta de lo existente, donde todo está en potencia, donde la materia es sólo amor. Al fin, después de la explos ión e implos ión de incontables universos, los astros se d i so lv ieron y mi mente se inmovilizó. C o m e n c é a retroceder, hasta llegar otra vez a mí . Entonces me dirigí al pasado, me hice n iño , feto, imag iné mult i tud de vidas, cada vez más primarias, bestias oscuras, insectos, moluscos, amibas, minerales, u n a roca vagando p o r el cosmos, un sol, un punto en continua explos ión, para, a través de este úl t imo, sumergirme en el impensable, inimagina-

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ble, in f in i to , eterno mister io , a l que, incapaces de de f in i r lo , l lamamos Dios.

C u a n d o surgía de la medi tac ión y me veía otra vez como un ser humano , todos los problemas me parec í an insignificantes. Salía a la calle y con u n a altivez que distaba poco del de l i r io de grandezas veía a la gente sumerg ida en su estrecho espacio mental , aceptando en forma absurda la brevedad de sus vidas, mucho más cercanos al animal que al ángel . C o m o no me hab ían amado, no sab ía amarme a mí mismo y p o r eso, no pu-diendo amar a los otros, los miraba c o n vindicativa crueldad.

Pensé que p o d í a hacer de la mente lo que yo quisiera. Si nadie se dignaba formarme, ser ía mi p r o p i o arquitecto. Se me pre sentaron m u c h o s caminos . La f i lo so f í a fue u n o , e l arte otro. Entre la inte l igencia y la i m a g i n a c i ó n e leg í la imaginación. Antes de ponerme a desarrollar ese que entonces consideraba e l poder supremo d e l e sp í r i tu , me i n t e r r o g u é sobre cuál era mi objetivo cumbre. « ¡ P o d e r crearme un a lma !» ¿Y el objetivo de la humanidad? No uno , sino tres: conocer la totalidad del universo, vivir tantos años como vive el universo, convertirse en la conciencia de l universo.

Me di cuenta de que la imag inac ión bás ica ( ¿por q u é no llamarla «primitiva»?) c o r r e s p o n d í a a las cuatro primeras operaciones de las matemát icas : sumar, restar, mul t ip l i car y dividir. C o n la suma, equivalente a agrandar, revisé mis recuerdos: la literatura y el cine h a b í a n usado hasta el cansancio esa técnica. Un simio que se convierte en K i n g K o n g , un largarto en Godzil la , o un insecto en M o t h r a , mariposa tan grande que el movimiento de sus alas provoca huracanes. Inspirado por esto, un terrón de azúcar se a la rgó hasta ser u n a pista de aterrizaje de navios c ó s m i c o s . Mi abuela fue capaz de alargar u n o de sus brazos para que, dando la vuelta al m u n d o , viniera a rascarle la espalda. A un santo, el corazón se le h i n c h a tanto que hace estallar su pecho y sigue aumentando de vo lumen hasta ser grande como un rascacielos. Los pobres vienen por mil lones a vivir

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a lrededor de él. Se nutren cortando pedazos de la viscera que, cuando la mut i lan , gime c o n placer.

La segunda técnica, restar, disminuir, p o d í a encontrarla en los cuentos de hadas: allí abundaban enanos, gnomos, h o m brecillos. A l i c i a come el pastel que la e m p e q u e ñ e c e . Jonathan Swift envía a su h é r o e al país de L i l iput .

A p l i c a n d o esta técnica, imag iné que el ani l lo de bodas de un casado insatisfecho se achicaba hasta cortarle el dedo. Eva, expulsada del para í so , lo busca durante siglos entre los h o m bres preguntando p o r su ub icac ión . N a d i e sabe reponder le . Desesperada, se queda muda . Entonces, como d iminuta vegetación, el para í so le crece en la lengua. U n a locomotora, arrastrando vagones llenos de turistas japoneses, recorre los lóbulos cerebrales de un f i lósofo cé lebre .

O t r o aspecto del d i sminuir es restar partes de un todo, e l i m i n á n d o l a s o h a c i é n d o l a s independientes . P o r e jemplo, en u n a pel ícula , las manos de un asesino, separadas de su cadáver e injertadas en un pianista que ha p e r d i d o en un accidente esas preciosas extremidades, adquieren voluntad propia y obl igan al artista a asesinar. En Alicia un gato se hace invisible menos su sonrisa, que queda flotando en el aire. Drácula carece de reflejo en los espejos...

Las ventanas de un rascacielos, quer iendo conocer el m u n do, se desprenden de la fachada y se van volando. Bandadas de gaviotas diminutas vienen a anidar en las cuencas vacías de un mar inero ciego. La sombra se desprende de un hombre santo y parte a vivir sus aventuras fornicando c o n las sombras de todas las mujeres que encuentra. . .

O t r a técn ica bá s i ca era l a de m u l t i p l i c a r : u n a p i n t u r a de Breughe l representa la invasión de millares de esqueletos; u n a de las siete plagas es la invasión de langostas; para probar que Rahu la es su hi jo, B u d a le da su ani l lo . Le dice «Tráemelo» y se m u l t i p l i c a en miles de seres idént icos a él. El hi jo , sin parar mientes en los falsos Budas va directamente hacia su padre y le entrega el ani l lo .

I m a g i n é un desfile por las calles de R o m a formado por c ien

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m i l Cristos cargando cada u n o u n a cruz. En África cae u n a l luvia de niños albinos. La estatua de la L iber tad aparece negra una m a ñ a n a por estar cubierta de moscas... El emperador jap o n é s corta las lenguas de sus dos m i l concubinas y las ofrece en forma de suchi a su ejército triunfador. Mi l lones de rabinos ennegrecen las calles de Israel protestando contra su Mesías porque, después de ser esperado durante miles de años , ha decidido llegar con la forma de un puerco.

Terminé de desarrollar estas técnicas simples visualizando la m á s ingenua de todas: el injerto. Se une una parte de rumiante, más otra de león, m á s otra de águi la m á s un rostro humano y se obtiene u n a esfinge; se pega un torso de mujer a la mitad inferior de un pez y se obtiene u n a sirena; se le agregan alas de pá jaro a un a n d r ó g i n o y aparece un ángel . ¿Y por q u é un ángel , en lugar de largos cabellos, no p o d r í a tener f inís imos arco iris? Tronco de hombre m á s cuerpo de caballo: un centauro. ¿Y por q u é no el mismo tronco de hombre injertado en un caracol, en una piedra, como la proa viviente de un barco, como la parte consciente de un cometa? Los aztecas mezclan un repti l y un águi la y obtienen a Quetzalcóatl , la serpiente emplumada, mientras en la sombra de las quebradas queda arras trándose un águi la cubierta de escamas. Si el Dios Anubi s tiene cabeza de chacal también la puede tener de elefante, de cocodri lo , de mosca, o de m á q u i n a registradora. ¿Y por q u é no pensar que el misterioso rostro de M a h o m a es un un espejo o un reloj?

O t r a técn ica p r i m a r i a era l a de transformar u n a cosa en otra: un gusano se convierte en mariposa, un hombre en lobo, otro en vampiro, un robot en navio interplanetario, un hada buena en bruja, un dios en d e m o n i o , u n a rana en princesa, una puta en santa. En el Quijote los mol inos se hacen agresivos gigantes, la posada se transforma en palacio, los odres de vino en enemigos, Dulc inea en noble dama, etc.

A n d a n d o por la c iudad imagino que las casas se convierten en inmensas cabezas de lagarto, al industrial la bi l letera se le transforma en cuervo, las perlas del collar de la diva de pronto

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son p e q u e ñ a s ostras que g imen como gatas agónicas . Mi madre me abraza p r i m e r o con dos, luego con seis y p o r ú l t imo con ocho brazos: ahora es una tarántula.

De transformar pa sé a petrificar: las hijas de L o t se convirt i e ron en estatuas de sal, la hi ja del rey Midas en estatua de oro , los aventureros que mira ron a la Medusa en estatuas de piedra . El t iempo cesa de transcurrir, planetas, ríos, gente, todo se paraliza para siempre. El universo es un museo que nadie visita; las golondrinas, transformadas en granito, caen como l luvia mortal del cielo.

Ap l iqué a mi m u n d o imaginario la idea de un ión , p e n s é en un lazo invisible c o n capacidad de e x t e n s i ó n in f in i t a y lo vi atravesar el tercer ojo de los seres humanos hasta reunir a todos los pobladores del planeta en un collar viviente; el poeta se une con una humi lde piedra, descubre que ella es su ancestro y que lo que recita no es m á s que la lectura de un amor inscrito en la materia desde el comienzo de los tiempos; me u n o a los enfermos y a los pobres, me doy cuenta de que su dolor y su hambre son míos ; me uno a los campeones del deporte, ellos son mis propios triunfos; me uno a la totalidad del dinero, lo hago m í o : esa energ í a me invade como un torbel l ino, me da salud, me impulsa a dejar de pedir y a comenzar a invertir, me hace comprender que de cazador debo pasar a sembrador. Yo mismo me identifico con el cordón unidor, me siento canal, lo que tengo lo estoy recibiendo y en el mismo instante de recib i r lo lo voy dando, nada para mí que no sea para los otros. Si el n iño en el desierto cierra la mano, obtiene para él un p u ñ a d o de arena, si la abre, todo el desierto puede pasar por ella... Me u n o a la poes ía chi lena, los poetas se van esfumando mientras sus palabras se funden:

En la noche cuando fantasmas agrietan el poco de tierra que perdura en mi cuerpo mientras duermo mi corazón sería capaz de negar su pequeña crisálida

y esas pavorosas alas que le asoman emergiendo de la nada.

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¿Quién eres? Alguien que no eres tú canta tras el muro. La voz que ha contestado viene de más allá de tu pecho.

Anduve como vosotros escarbando la estrella interminable y en mi red, en la noche, me desperté desnudo única presa, pez encerrado en el viento.

Anduve por todos los caminos preguntando por el camino sin itinerario ni línea, ni conductor, ni brújula buscando los pasos perdidos de lo que no existió nunca contemplándome en todos los espejos rotos de la nada. Oh abismo de magia, abrid las puertas selladas, el ojo por donde debo volver otra vez al cuerpo de la tierra ¿ Qué sería de nosotros sin el quehacer sin luces sin el doble eco hacia el que tendemos las manos ?

(Humberto Díaz Casanueva, Vicente Huidobro, Pablo Neruda, Pablo de Rokha, Rosamel del Valle)

Me di cuenta de que el deseo de un ión lo llevaba en cada célula de mi cuerpo, en cada manifestación de mi espíritu. Ya no se trataba de imaginar lazos, sino de darse cuenta de que ellos existían: estaba amarrado a la vida y u n i d o a la muerte , amarrado al t iempo y un ido a la eternidad, amarrado a mis límites y u n i d o al inf ini to , amarrado a la tierra y un ido a las estrellas. U n i d o a mis padres, a mis abuelos, a mis ancestros, uni do a mis hijos, a mis nietos, a mi futura descendencia, u n i d o a cada animal , a cada planta, a cada ser consciente. U n i d o a la materia bajo todas sus formas, yo era lodo, diamante, oro , plomo, lava, piedra, nube, onda magnét ica , estallido eléctrico, huracán, océano , p luma. Amarrado a lo humano, u n i d o a lo divin o . A n c l a d o en e l p r e s e n t e , u n i d o a l pasado y a l f u t u r o . Anc lado en la oscuridad, u n i d o a la luz. Atado al dolor, u n i d o a la euforia delirante de la vida eterna.

Después de unir así, me propuse ver a qué me conduc ía se-j parar: la voz del padre muerto resonando durante años por toda

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la casa; de las monedas de medio dólar se elevan millones de peq u e ñ a s águilas plateadas que vuelan hacia la estratosfera para devorar satélites; la piel de tigre que ha perdido al Buda que solía meditar sobre ella, le propone a un asesino que la convierta en su capa; en el país de los descabezados, el último sombrero es quemado públicamente. . . Cuando perecen todos los seres vivos, los caminos gimen, sedientos de huellas.

Me propuse materializar lo abstracto. El odio: cuerno de la abundancia dentro de un cofre del que hemos perdido la llave. El amor: camino donde las huellas en lugar de seguirnos nos preceden. La poesía : excremento luminoso de un sapo que se ha tragado a una luciérnaga. La traición: persona sin piel que avanza saltando de una pie l a otra. La alegría: río l leno de h ip o p ó t a m o s abriendo sus hocicos azules para ofrecer diamantes que han extra ído del barro. La confianza: danza sin paraguas bajo una l luvia de puñales . La libertad: horizonte que se despega del o c é a n o para volar formando laberintos. La certeza: una hoja solitaria convertida en el refugio de un bosque. La ternura: virgen vestida de luz empollando un huevo morado.

Así, me d e d i q u é durante mucho t iempo a imaginar técnicas para desarrollar mi imaginac ión. C ó m o , por ejemplo, vencer las leyes naturales (volar, estar en dos o m á s sitios a la vez, sacar agua de la piedras); invertir las cualidades (el fuego enfría, el agua quema, la sal endulza) ; humanizar plantas (un árbol vende boletos de loter ía ) , animales (un gori la llega a ser decano de la Facultad de Fi losof ía) y cosas (un tanque de guerra se enamora de una danzarina de ballet); agregar lo que se ha perd ido (darle tentáculos de pulpo a la Venus de M i l o , cabeza de mosca a la V i c t o r i a de Samotracia, un ojo de elefante c o m o cúsp ide a la p i rámide de Giza) ; extender la particularidad de un ser o de una cosa a todos los seres o cosas (un leño en llamas, una nube en llamas, un corazón en llamas, un saxofón en llamas, un j u i c i o mora l en llamas).

U n a noche, buscando enriquecer mi mirada, usada mayormente en el plano horizontal , eché la cabeza hacia atrás, tanto

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como pude, para sentir q u é me p r o d u c í a ver en l ínea vertical. Me distrajo la visión de una te laraña en la l ámpara . En el centro de ella, esperaba agazapada la tejedora. Alrededor , revoloteaba una mosca. En lugar de compadecerme de mí mismo, constatando el abandono en que se tenía a mi cuarto -aseado a regañadientes por Sara una vez por mes para satisfacer la mirada crítica de su madre cuando, q u e j á n d o s e del hedor de Ma-tucana, venía de visita-, imag iné los diferentes grados de una historia, organizándolos en una escala que iba de menor a mayor conciencia. En e l p r imer grado, no concib iendo cambiar, es forzándose por seguir siendo siempre lo que creen que son, la mosca pasa su vida tratando de evitar a la a r aña en tanto que la a r aña pasa su vida tratando de cazar a la mosca. En un escalón m á s alto, la mosca, perc ib iendo el deseo carnívoro de la a raña como un aporte de energ ía , pierde el miedo , acepta que es al imento y se sacrifica. La araña , por su parte, aprende a ponerse en el lugar de la mosca y decide renunciar a cazarla, aunque aquello le haga m o r i r de hambre. En tercer lugar, la mosca, que voluntariamente ha entrado en la pegajosa trampa, al ser devorada por la araña , invade sus células , su alma y la transforma en un ente luminoso. Los dos animales, amalgamados, son un nuevo ser, que no es mosca ni a r aña sino las dos al mismo tiempo. En cuarto lugar, l a araña-mosca , d á n d o s e cuenta de que la luz que la habita no es de su propiedad, de que ella es una servidora y la inagotable energ ía impersonal su dueña , se desprende de la tela y, a tra ída por la luz, asciende hasta sumergirse en el sol. En quinto lugar, semejante al p r imer grado, la a r aña en su tela espera que venga a pegarse u n a mosca. Sin embargo ahora la a r aña no está agazapada, se muestra abiertamente, sin voracidad, y la mosca, sin angustia ni revoloteos innecesarios, se dirige en l ínea recta hacia la telaraña. El cambio, la t ransmutación y la adorac ión le han dado a la amenazadora real idad un b a ñ o de a legr ía . La cacer í a se ha convert ido en una danza donde la muerte cont inua va a c o m p a ñ a d a de un nacimiento continuo.

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De pronto , sin que ni un movimiento de patas lo anunciara, la a r aña pendiendo de un largo h i lo , se de jó caer hacia mí. Di un grito de miedo, esquivé, el sillón se volcó y caí de espaldas en e l suelo. Me c o l o q u é los zapatos c o m o guantes y de un aplauso aplasté al inocente b icho. Sent í pena, no por él s ino p o r mí mismo. Gracias al abandono en que se tenía a mi cuarto, pude darme cuenta de que, a pesar de esos goces imaginativos, emocionalmente no me sentía mejor. Las imágenes que creaba p o d í a n ser joyas, pero el cofre donde las guardaba, es decir mi persona, no tenía valor. Estaba usando la imag inac ión en forma l imitada. Me h a b í a dedicado a crear representaciones mentales. Técn ica que por cierto abr ía senderos onír icos , indicaba ideales sublimes, daba elementos para fabricar obras de arte, pero no cambiaba la manera incomple ta en que me perc ib ía a mí mismo. El cuerpo se me presentaba como un pavoroso enemigo, n i m á s n i menos un n ido donde habitaba la muerte y tenía miedo de usarlo en toda su extens ión. Mi sexo se embargaba de vergüenza , para dis imular el miedo a crear. Mi c o r a z ó n se s u m e r g í a en l a m a l d a d y l a i n d i f e r e n c i a d e l m u n d o , para prohibirse desarrollar sentimientos sublimes. Mi mente invocaba a la debi l idad humana, para ignorar su poder de cambiar al m u n d o . Todos los infinitos, si b ien los p o d í a imaginar, visceralmente me daban pavor. Mi parte animal q u e r í a un espacio reducido, u n a madriguera, un t iempo corto, « só lo d u r a r é lo que dure mi o rgan i smo» , una conciencia opaca, conf o r m á n d o m e con vivir en la penumbra evitando responsabilidades, u n a v ida invariable defendida p o r só l idos hábi tos , e l cambio considerado como un aspecto dis imulado de la muerte. D e c i d í entonces l iberarme de las i m á g e n e s , f iesta menta l que disfrazaba una h u i d a de mi naturaleza orgánica , para i n vestigar una forma de creac ión mediante mis sensaciones. Pensé : « C u a n d o recibo u n a noticia triste, no tengo ganas de moverme; me siento pesado, denso. P o r el contrar io , cuando la nueva es agradable, tengo ganas de danzar; me siento l iviano, ágil. Los hechos que conozco por medio de palabras o de imágenes visuales, no me cambian el cuerpo pero sí la sensac ión

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que tengo de él. ¡Debe ser posible transformar a voluntad la percepc ión de mí m i s m o ! » .

C o m e n c é una intensa serie de ejercicios. En la noche, cuando cesaban los insultos, y a veces los golpes, entre mi padre y mi madre , cuando mi h e r m a n a cesaba de tocar en su p i ano blanco los estudios de C h o p i n y el si lencio se ex tend ía c o m o bá l s amo sobre u n a llaga, me sentaba desnudo en mi sillón de madera y comenzaba a descontraer mis múscu los para concentrarme y meditar. Desgraciadamente las locomotoras, varias veces durante la noche, se de ten ían justo bajo mi ventana, lanzando un ensordecedor p i t ido . Este lanzazo llegaba como un tajo sangriento hasta el centro de mi espíritu. L u c h é durante varias semanas para no defenderme, dejarlo atravesar mi conciencia sin retenerlo, no prestarle a tenc ión y seguir el ejercicio. C u a n d o lo logré pude sumergirme en mis meditaciones sin n i n g u n a a p r e h e n s i ó n . V e n c í t a m b i é n a las moscas, que eran m á s molestas que los trenes. A pesar de cerrar las cortinas y sumerg i rme en la o scur idad , esos insectos no cesaban de zumbar y revolotear, i r r i tando mi pie l c o n sus paseos. Agregúese a esto que, no teniendo el apartamento en que vivíamos ni aire acondicionado ni calentadores, el calor y el frío se me hacían agobiantes. Todas estas dificultades favorecieron mi capacidad de concentrac ión .

S i q u e r í a desarrol lar mi i m a g i n a c i ó n sensorial , antes que nada d e b í a l iberar la de la t i ranía de l peso. P o r su fuerza de atracción, el planeta estaba siempre presente en el cuerpo di-c i é n d o m e «Eres mío , de mí vienes y a mí l legarás» . Sent í que lo que m á s pesaba era la sombra. Me l lené de ella, u n a materia densa, dolorosa , agobiante. C o l m é mis pies c o n su negrura , luego las piernas y el resto del cuerpo. C u a n d o fui una p ie l rel lena de alquitrán, inspiré lo más profundo que pude y esp iré el magma de mis pies re l l enándolos esta vez de luz. Vacié mis piernas, mis brazos, mi tronco, mi cabeza y fui un pellejo colmado de resplandeciente energ í a . Me sentí l iv iano, cada vez m á s l iviano. Me parec ió que si daba un paso iba a saltar veinte

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metros. La ausencia de sensac ión de peso me l lenó de alegría , de ansias de vivir, me hizo respirar profundo. Ya no tenía el esp ír i tu invadido p o r desperdicios p s i co lóg icos , dolorosas serpientes de sombra. Tuve ganas de vestirme y salir a caminar. Así lo hice. E r a n las cuatro de la madrugada. El barr io obrero, c o n sus faroles vacíos (los cacos robaban los focos), estaba casi sumido en las tinieblas. S in t i éndome tan luminoso como la luna , m a r c h é d a n d o de vez en c u a n d o agradables saltos. De pronto vi aproximarse a tres individuos de mala catadura. Pru^ dente, c ambié de vereda. Ellos, al ver el movimiento defensivo, se abr ieron en abanico. U n o sacó una macana, el otro un cu-> ch i l lo y el tercero una pistola. Me lancé a correr hacia la calle San Pablo, arteria central del barrio por donde pasaban tranvías y h a b í a la pos ib i l idad de encontrar un bar a ú n abierto. « ¡ D e t e n t e , h u e v ó n ! » , gr i taron. L a n c é u n a l lamada de auxi l io que s o n ó como un ch i l l ido de puerco en e l matadero. ¡Ninguna ventana se abr ió ! ¡N inguna puerta! Allí iba yo, el ex ingrávido, galopando m á s pesado que un paquidermo, bajo el indiferente firmamento, luc iendo en mis pantalones la huel la fecal de l miedo . C o n e l do lor de la d ignidad pulverizada, depos i té mis esperanzas en l legar a la calle central . ¡A diez metros de el la vi que estaba oscura! Entonces, vencido, entregado, temblando, me detuve y e speré a los bandidos. ¡L legaron j u n t o a mí y de un puñetazo en el vientre me lanzaron al suelo! C o n ca lma a g ó n i c a les r o g u é que no me mataran, que se l levaran todo, porque yo era un poeta. Me registraron los bolsillos, extrajeron un arrugado billete y mis papeles de estudiante. Desp u é s de observarlos c o n minucios idad me los devolvieron, j u n to c o n el d i n e r o , s a ludaron y se f u e r o n d i c i e n d o que e ran pol ic ías , que me h a b í a n confundido con un l adrón . « J o v e n , para otra vez no huya porque se hace so spechoso ! » A d o l o r i d o , en cuerpo y alma, l legué a San Pablo. ¡Allí, a la vuelta de la esqu ina , en u n a cafetería , a lumbrado por u n a l á m p a r a de gas, un grupo de personas jugaba a las cartas! ¡Con unas cuantas zancadas h a b r í a estado a salvo! ¡Si h u b i e r a n sido en verdad asaltantes, p o d r í a n haberme degollado por entregarme así, co-

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mo u n a res, a unos pasos de la salvación! ¡En ese mismo instante j u r é que siempre m a n t e n d r í a mi esfuerzo hasta que no me quedara una gota de energ ía y que nunca a b a n d o n a r í a u n a obra empezada hasta haberla terminado!

Apenas regresé a mi cuarto c o n t i n u é mi trabajo. Acababa de encontrar el terror, una sensac ión de ahogo paralizante que me había convertido en animal . En ese reino, donde los unos se devoran a los otros, el miedo es el elemento esencial de la sobrevivencia . A s c e n d e r de l a n i m a l a l h o m b r e es p e r d e r e l m i e d o . ¿Qué miedo? Las bestias no t i e n e n e l c o n c e p t o de muerte, se conocen c o m o u n a materia. Su miedo esencial es perder la forma corporal . Sent í como nunca la amenaza de mi organismo. La carne p r o m e t í a envejecer, enfermarse, m o r i r ; necesitaba ser a l imentada , proteg ida . J u n t o c o n el m i e d o a perder la forma surgía la necesidad de poseer u n a guarida. Yo, descendiente de j u d í o s , n ó m a d e s durante siglos, no tenía tierra ni raíces ni madriguera. ¿ C ó m o deshacerme de esa angustia? ¿Imitar a Buda , rechazando la v ida terrenal , desidentif ic á n d o m e del cuerpo, t ambién de mi « e g o » para, volviendo a la impersonal idad de la energ í a or ig inal , l iberarme de la cadena de las reencarnaciones? A q u e l l o , por el a te í smo que Ja ime me había inculcado, me parec ió un cuento de hadas, una fuga cobarde. « L a espada que todo lo corta no te corta cuando te conviertes en la e spada . » Pensando así , dec id í convertirme en lo que causaba mis terrores.

Err-mis.ejercicios precedentes c o m e n c é poj:jmaginarme_lk> no de un magma negro, al que- expul sé para que la luz me_ habí tara. Pero al d r a g ó n m i t o l ó g i c o , i n m o r t a l , no se le puede vencer a se s inándo lo sino s e d u c i é n d o l o , aceptando ^er su alimento . Volví a imaginar mis piesHenos~cTe ese nefasto alquitrán. Luego, en lugar de identif icarme c o n ellos, me hice u n o c o n la mater ia negra. Yo era la amenaza, yo era el dador de muerte, yo era la nada con sus ansias carnívoras. Sub í por las piernas, l lené la pelvis, el tronco, los brazos, la cabeza, b o r r é todo residuo de mora l , fui p o r completo una espesa maldad .

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H a c i e n d o un esfuerzo fenomenal a b a n d o n é el apego a mi forma h u m a n a y d e s b o r d é . S a l i é n d o m e del recipiente carne, crecí hacia todas las direcciones como una masa voraz, c o m e n c é a invadir la casa, la c iudad , el pa í s , el planeta, la galaxia, hasta co lmar el universo y cont inuar la expans ión inf inita . En mí habitaban los astros, los monstruos del espacio, los demonios, las entidades ambiguas, los insidiosos fantasmas, los asesinos dementes, las ratas, las v íboras , los insectos venenosos... Luego i m a g i n é sentir lo inverso: la amenaza inf inita , la sombra mortal , c o m e n z ó a invad i r el espacio desde todos los puntos , e i n u n d ó el cosmos avanzando hacia mí . Se t r agó las galaxias, nuestro sistema solar, el planeta, el continente sudamericano, C h i l e , Santiago, el barr io Matucana, mi casa, mi cuarto y por f in se concent ró en mi cuerpo. Al mismo t iempo que yo ocupaba el universo, el universo se acumulaba debajo de mi p ie l . Me sentí invencible, yo era el mal , nada p o d í a aterrarme, ni siquiera mi padre. A esas horas de la avanzada noche, desnudo como estaba, c o m e n c é lentamente a recorrer el apartamento. Lo hice avanzando agazapado, c o m o u n a f i e r a hambr ienta . M u y r á p i d o mis ojos se acostumbraron a la oscuridad, aumentaron mis percepciones auditivas, pude oír los m á s leves crujidos y desde lejos sentí la respiración profunda de Jaime, Sara y Raquel . T a m b i é n mi olfato percibió , como nunca antes lo hab ía hecho, los diferentes olores que l lenaban el hogar: el azucarado de las sábanas h ú m e d a s , el rancio de las tablas del suelo , el azufrado del aire, el salobre de los muros . Ent ré en el cuarto de mi hermana. A causa de las ventanas cerradas, por miedo a los ladrones, el calor la hac ía d o r m i r desnuda con las piernas abiertas. A c e r q u é mi nariz a unos cent ímetros de su sexo y olí... Fue tanto mi placer y mi odio que la negrura de mi c o r a z ó n parec ió transformarse en tarántula . Me imag iné viol ándo la y luego des t rozándole el vientre con mis colmillos para devorar sus tripas. S a b o r e é largos minutos la visión de esa boca p r o h i b i d a y luego me desl icé hacia el dormi tor io matr imonia l . Allí estaba mi madre, pegada a la espalda de mi padre. Dorm í a n tan profundamente que parec ían estatuas de cera. Me in-

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vadió u n a cólera gigantesca. Estuve seguro de que de un mordisco p o d í a destrozarles la yugular. Sara m e r e c í a mi od io porque en su necia pasividad era cómpl ice de Ja ime. S in mover un dedo d e j ó que mi padre se complaciera en aterrarme. E r a él quien, por vencer los problemas con su hermano homosexual , obligado a afirmar u n a h o m b r í a dudosa, se hab ía esmerado en convert irme en un cobarde. Me llevaba a la playa, me h a c í a meter las piernas en pozas donde sabía que habitaban pulpos. Se hacía el distraído, dejaba que u n o de esos viscosos animales enrol lara sus tentáculos en mis tobillos, me dejaba chi l lar un buen rato y luego llegaba r iendo, despegaba las ventosas de mi p ie l , azotaba al animal contra las rocas y d e s p u é s , introduciendo la mano por la raíz de los tentáculos , daba la vuelta, delante de mis narices, a la capucha del monstruo, d e j á n d o l a al revés. « ¡ S o n inofensivos, no chilles como una mujercita, aprende a ser valiente!» Pero ¿ c ó m o un n iño de c inco años p o d í a ser valiente cuando el adulto lo obligaba a acostarse en su espalda y prenderse de su cue l lo , mientras cor r í a hac ia las olas de un o c é a n o enfurecido? Allí, aferrado a mi padre como una lapa, cerrando los ojos, arrugando la nariz y apretando las mand íbulas, soportaba que éste, dando rugidos leoninos, se lanzara u n a y otra vez contra la base de las gigantescas olas para atravesarlas justo cuando comenzaban a estallar. A pesar de ser un n i ñ o yo sabía que si me soltaba perecer í a ahogado. El agua fría del o c é a n o Pacífico parec ía convertir mi carne en hielo. Los dedos se me agarrotaban. La fuerza de las olas no t a rdar ía en desprenderme de la poderosa espalda. Me p o n í a a lanzar alaridos. Ja ime, furioso, escupiendo u n a y otra vez la palabra « ¡Cobarde ! » me depositaba en la playa sin reparar en que esos labios que l lo raban , estaban t eñ idos de azul p o r e l f r ío . « ¡ D e j a de temblar, mariquita! ¡Tienes que aprender a vencer el m i e d o ! » Pues b ien , ahora lo hab ía vencido. Allí estaba la pareja culpable, indefensa, a la merced de mi odio . T o m é un macetero lleno de tierra h ú m e d a - d o n d e , en lugar de germinar las semillas de clavel que Sara enterrara, se hab ían criado gusanos—, c o n una delicadeza fel ina trepé en la cama y, p o n i é n d o m e en cu-

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clillas, lo vacié entre las entrelazadas piernas. M u y cerca de sus sexos vi retorcerse paquetes de vermes. El demonio que protege a los habitantes de la noche hizo que no se despertaran. Volví a mi cuarto, feliz como nunca lo hab ía estado, y me dormí sabiendo que al despertar la realidad ya no sería la misma... Ni Ja ime n i Sara nunca comentaron e l incidente. ¿Por qué? E l acontecimiento era tan extraño , tan imposible, que sus mentes lo borraron como a un mal sueño .

Poco a poco fui comprendiendo que el ser que yo perc ib ía no era exactamente el ser que yo era. Más aún , la conciencia que perc ib ía no era exactamente mi conciencia sino una deformac ión de ella, causada por mi familia y mi educac ión escolar. Me perc ibía como mis padres y profesores me habían perc ib ido . Me veía con la mirada de los otros. El cerebro del n iño , c o m o un trozo de cera, era esculpido s e g ú n e l j u i c i o ajeno. Me concent ré en mi nariz ganchuda. Revisé l a memor ia que e l la conten ía : desprecios, burlas, sobrenombres , « P i n o c h o » , « P i p o » , «Nar izón» , «Albacora» , «Buitre» , « Jud ío errante» . Luego, las miradas despreciativas de Jaime y Raquel , tan orgullosos de sus narices rectas. Y por fin, la indi ferencia de mi madre, qu ien , de spués de que me raparan la cabellera rubia y me crecieran en su reemplazo unos pelos oscuros, me había borrado de su alma. «Sí, la siento fea, horr ible , grandí s ima , monstruosa, esta nariz huesuda que no es mía , no la quiero, me invade, es un vampiro pegado a mi cara.» U n a vez que delimité exactamente esta sensación de disgusto, c o m e n c é a cambiarla. La forma de gancho que se me i m p o n í a tuvo que ser vencida. Reb l andec í sus límites, la convertí en una masa dúctil y maleable, la p e r f u m é , la l lené de amor, de luz, de bondad y por úl t imo le o t o r g u é u n a belleza sublime. Belleza que poco a poco e x p a n d í por mi cara, mis cabellos, mi cabeza y luego, como un agua lus-tral, por mi cuerpo, lavándolo de las miradas crueles para otorgarle la hermosura que se merec ía . E n c e n d í la radio, encontré u n a mús ica de Berl ioz. Dejando caer complejos de fealdad como si fueran harapos, me puse a bai lar pe rmi t i endo que mi

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cuerpo h ic iera movimientos elegantes, delicados, hermosos. S e n t í que esa be l leza f o r m a l me i n u n d a b a el a lma. A l g o se abrió en mi conciencia y me di cuenta de que esa belleza asum i d a era como u n a f lor derramando su aroma hacia e l m u n d o .

Lo mismo hice con la fuerza. La mirada paterna me había sumergido en el corsé de la debi l idad. E scog í como punto de partida mis testículos y los l lené de u n a energ ía que luego fui e x p a n d i e n d o p o r m i organ i smo. C u a n d o estuve completamente habitado, quise eyectar esa fuerza por los dedos de mis manos y de mis pies y con esos veinte rayos transfixiar al mundo, plegando su negatividad para hacerlo positivo, pero me encontré con candados. En mi alma hab ía prohibiciones de ser yo mi smo , ex ig i endo que conservara e l c o n d i c i o n a m i e n t o , o b l i g á n d o m e a vivir s egún las normas recibidas a través de una anquilosada tradición. « N o debes comer puerco, no debes casarte con una católica, el matr imonio es para toda la vida, el d inero se gana sufriendo, si no eres perfecto no vales nada, debes ser y hacer como todo el m u n d o , si no obtienes diplomas fracasarás en la vida.. .» Al m e n o r intento de transgredir esas ideas locas aparec ían los guardianes familiares b landiendo espadas castradoras. « ¿ C ó m o te atreves? ¿Por q u i é n te tomas? ¿Quién eres tú para cambiar las reglas? ¡Si así lo haces, te morirás de hambre! ¡Nos avergonzaremos de t i ! ¡Estás loco, recupera la cordura! ¡Todos te rechazarán , te desprec iarán , te dest r u i r á n ! ¡Vas a p e r d e r nues tro c a r i ñ o ! » Me s e n t í c o m o un perro l leno de pulgas. Me di cuenta de que en todos los planos mis padres habían abusado de mí . En el p lano intelectual, con sus palabras mordaces, agresivas, sarcásticas , me cortaron los caminos que conduc ían al inf ini to , hac iéndose pasar por clarividentes y omnipotentes, o b l i g á n d o m e a ver al m u n d o a través de sus lentes de color. Abusaron de mí emocionalmente , me h ic ieron sentir con toda crueldad que pre fer ían a mi hermana, creando con ella un trío só rd ido de dependencia , celos y amorodio. Comerc iaron con mi car iño: «Para que te amemos tienes que hacer esto o lo otro, tienes que ser así o asá, tienes que comprar ese afecto que te damos a un alto p rec io» . Abusa-

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r o n de mí sexualmente, mi madre porque cubrió con un espeso velo de vergüenza todas las manifestaciones de la pas ión, hac iéndose pasar por santa. Y luego mi padre, seduciendo a sus dientas , delante de mí , mediante insinuaciones procaces disfrazadas de chiste. Abusaron de mí materialmente: no recuerdo que mi madre me cocinara un plato, siempre lo hizo u n a empleada. No recuerdo que me acariciaran, no recuerdo que me sacaran a pasear, no recuerdo que me celebraran un cumpleaños , no recuerdo que me regalaran un juguete, no recuerdo que me dieran un cuarto agradable; d o r m í en sábanas viejas y r e m e n d a d a s , tuve cor t inas o r d i n a r i a s t e ñ i d a s de un insoportable color vino, no hubo en mi techo una bella lámpara, mis bibliotecas fueron tablas viejas extendidas sobre ladrillos, siempre fui inscrito en desastrosas escuelas públicas y adem á s , todos los s á b a d o s , e l d í a en que los otros m u c h a c h o s reposaban de la escuela yendo a fiestas, yo, para «pagar» lo que me daban, tenía que quedarme en la tienda vigilando la mercancía de la codicia de los ladrones... Y ahora ese n iño abusado, me abusaba a mí, tratando a cada instante de reproducir aquello que lo hab ía traumado. Si se bur laron de mí , me obligaba a buscar c o m p a ñ í a s que me despreciaran. Si no me quisieron, me obligaba a entrar en relación con gente que nunca p o d r í a quererme. Si r id icul izaron la creatividad, me obligaba a dudar de mis valores, s u m i é n d o m e en la depres ión . Si no me d i e r o n facil idades materiales, me obl igaba a ser enfermizamente t í m i d o i m p i d i é n d o m e así entrar en u n a t ienda para c o m p r a r aquel lo que me era necesario. Me convert ía en un rencoroso pris ionero de mí mismo. «Me despreciaron, me castigaron, entonces ahora no hago nada, no valgo nada, no tengo derecho a existir.» Incapaz de sentirme en paz, estaba acosado p o r una j a u r í a de rancias rabias. C o m e n c é a sacudirme como si arrojara esos viejos dolores, esas cóleras infantiles, esos rencores, esos candados, lejos de mi cuerpo. ¡Basta ya! ¡Esto no soy yo, esta depre s ión no es mía , no me han vencido, no me i m p e d i r á n hacer lo que quiero hacer! ¡Fuera, pulgas invasoras! ¡El universo in te r io r me pertenece, tomo p o s e s i ó n de él , lo

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ocupo, extermino lo superfluo! ¡Me abro a las energ ías mentales, las recibo del fondo de la tierra y las proyecto hacia el firmamento , a l mi smo t i empo las rec ibo d e l f o n d o de l i n c o n mensurable espacio y las proyecto hacia el centro del planeta, soy un canal receptor y transmisor! Lo m i s m o hago c o n las energ ías emocionales, sexuales y corporales. Las sumerjo en el vacío insondable. . . Cada idea, sentimiento, deseo, necesidad llega al a lma dic iendo « ¡Eres Yo!» . Son entidades usurpadoras. El ser vacío, pud iendo contener al universo, no sabe qu ién es, pero vive, crea, ama.

Más o menos al alba de c u m p l i r los 19 años , acontec ió u n a querella familiar que, a pesar de su monstruosidad, me reveló otro aspecto de la c r e a c i ó n : hasta entonces h a b í a trabajado con i m á g e n e s y sensaciones, pero no había explorado una técnica compuesta de objetos y acciones. S u c e d i ó así: Todos los días, entre la una y las tres de la tarde, mis padres cerraban El Combate para venir a almorzar al apartamento. Ja ime se sentaba en la cabecera que daba a la ventana (así se apropiaba, recib iéndo la por la espalda, de la luz que venía de l c ielo) . Junto a él, a su derecha, ubicaba a mi hermana. A mí d e s d e ñ a b a otorgarme, un poco más alejado, el lado izquierdo. Y en el otro extremo, lejos, en su isla emocional , reinaba mi madre, comiendo siempre con las pupilas de los ojos dirigidas hacia el techo para expresar el asco que le daba la ruidosa manera de comer de mi padre. Ese día , enervado por el acumulamiento de deudas, Ja ime devoraba el a l imento que le h a b í a servido nuestra fiel empleada, ensuc iándose los labios y la camisa m á s que de costumbre. De pronto Sara lanzó un sordo gemido y m u r m u ró: «Este hombre parece un puerco, me da ganas de vomitar» .

Detrás de mi madre, en la pared, colgaba un cuadro pintado a l ó l eo por un artista comerc ia l de la m á s baja ca tegor ía . Era el consabido paisaje cord i l lerano , a lumbrado por la roja luz de u n a puesta de sol. A el la le gustaba p o r ser su madre qu ien le hab ía ins inuado comprar lo . Mi hermana y yo lo encont rábamos r idículo. Ja ime lo odiaba porque le hab ía costado

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caro. C u a n d o escuchamos las inesperadas palabras de Sara, Raquel y yo enmudecimos de terror. Generalmente , en estos casos, Ja ime se levantaba para propinar le un puñetazo en u n o de sus hermosos ojos. Esta vez no fue así: el hombre se puso pál ido , levantó lentamente el plato, tal como un sacerdote alza el cáliz, y lanzó sus huevos fritos hacia la cabeza de mi madre. Ésta los esquivó y fueron a dar en el cuadro. Las dos yemas, en medio del cielo, se quedaron pegadas como soles. ¡Y, oh revelac ión , p o r p r i m e r a vez esa vulgar p i n t u r a me parec ió bel la ! ¡De un solo golpe, hab ía descubierto el surrealismo! Más tarde no me costó nada comprender la frase de l futurista Marinett i « L a poe s í a es un ac to» .

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E l acto p o é t i c o

Las def in ic iones son ú n i c a m e n t e aprox imac iones . C u a l quiera que sea el sujeto, su predicado es siempre la totalidad del universo. En esta impermanente realidad, aquello que imag inamos c o m o la verdad absoluta se nos hace impensab le . Nuestras f lechas n u n c a pueden dar en e l centro del b lanco p o r q u e es i n f i n i t o . Los conceptos que la r azón emplea son ciertos para mí, aquí , en esta fecha precisa. Para otro, allá, más tarde, pueden ser falsos. Por esto, a pesar de haber sido criado en el más tenaz a te í smo , dec id í elegir entre dos creencias la que fuera más útil, aquel la que me ayudara a vivir. Antes de aparecer en el m u n d o fui u n a forma de voluntad que eligió al que iba a ser su padre y a la que iba a ser su madre, para que en contacto con los límites mentales de esos dos emigrantes, p o r el sufrimiento y la rebeldía , mi espíritu se desarrollara. ¿Y por q u é nac í en Chile? No tengo la menor duda: es mi encuentro con la poes ía lo que justifica mi apar ic ión en ese país .

En los a ñ o s cuarenta, y a comienzos de los c incuenta , en C h i l e se vivía p o é t i c a m e n t e c o m o en n i n g ú n otro sitio d e l m u n d o . La poes ía lo impregnaba todo: la enseñanza , la política, la vida cultural y la amorosa. Cuando en las continuas fiestas, u n a cada día, la gente beb ía vino sin limitarse, no faltaba un ebrio que recitara versos de Neruda , de Gabrie la Mistra l , Vicente H u i d o b r o y otros magníf icos poetas. ¿Por qué tan líri-

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ca a legr ía? En esos años en que la h u m a n i d a d p a d e c í a la segunda guerra mundia l , en el lejano Chi l e , separado del resto del planeta por el o c é a n o Pacífico y la cordi l lera de los Andes , el encuentro entre los nazis y los aliados era vivido como un partido de fútbol. En cada casa, en un mapa clavado en la pared, con alfileres provistos de banderitas, entre innumerables br indis y apuestas, se s egu ían los avances y retrocesos de los ejércitos contrarios. Para los chilenos, su largo y angosto país , a pesar de los problemas internos, era una isla paradis íaca , preservada por la distancia de los males del m u n d o . Mientras en Europa imperaba la muerte, en Chi l e reinaba la poes ía . Siendo el al imento abundante - los cuatro m i l k i lómetros de costa p roduc ían deliciosos moluscos y peces-, el c l ima excepcional y el vino un néctar barato - u n l i tro de rojo valía menos que u n o de leche- , en todas las clases sociales, de pobres a ricos, lo que m á s importaba era la f ies ta . La mayor ía de los burócra t a s vivían correctamente hasta las dieciocho horas. U n a vez fuera de la of ic ina, se emborrachaban y cambiaban. A b a n d o n a b a n su personalidad gris para asumir una ident idad mágica . ( U n digno notario, desde las seis de la tarde, e m b o r r a c h á n d o s e en los bares, se hacía l lamar «El terrible tetas negras» . M u c h o se celebraba la manera que tuvo de abordar a una parroquiana: «Señora , yo también he sido mujer: hablemos de vaca a vaca» . ) El país entero, al atardecer, era presa de una locura colectiva. Se festejaba la ausencia de solidez del m u n d o . ¡En Chi l e la t ierra temblaba cada seis d ías ! El suelo mismo era, por dec i r lo así, convulsivo. Esto hacía que todos estuvieran sujetos a un temb lor existencial . No habitaban en un m u n d o macizo reg ido por un orden racional sino en u n a real idad temblorosa, ambigua. Se vivía precariamente tanto en el p lano material como en el relacional. N u n c a se sabía c ó m o terminar ía la noche de par randa : la pareja casada a m e d i o d í a p o d í a deshacerse a l amanecer y encontrarse en la cama con otros; los invitados podían arrojar los muebles por la ventana; etc. Los poetas, esencialmente trasnochadores, vivían con eufórica desmesura. Ne-ruda, f renét ico coleccionista , construyó u n a casa-museo c o n

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forma de castillo, congregando en torno a él una aldea entera. H u i d o b r o no se contentó con escribir «Por qué cantáis la rosa, ¡oh Poetas! H a c e d l a f lorecer en e l p o e m a » s ino que c u b r i ó con tierra fértil los pisos de su casa y p lantó un centenar de rosales. Teófilo C i d , hijo de r iquísimos libaneses, renunciando a su fortuna, conservó como todo bien una subscripción al diar io francés Le Mondey, ebrio día y noche, c o m e n z ó a vivir en un banco de l Parque Forestal . Allí lo e n c o n t r a r o n muer to u n a m a ñ a n a , cubier to p o r las hojas de su p e r i ó d i c o . H u b o otro poeta que sólo aparec ía en públ ico cuando iba a los velorios de sus amigos para saltar sobre el a taúd. El exquisito Raúl de Veer no se b a ñ ó durante dos años para que su hedor designara a los verdaderos interesados en oír sus versos. Todos ellos h a b í a n comenzado a salir de la literatura para participar en los actos de la vida cot idiana con u n a postura estética y rebelde. Para mí , como para muchos otros jóvenes , eran ídolos que nos mostraban una hermosa y demente manera de vivir.

Al celebrarse las bodas de oro de Jashe con Moishe, la famil ia dec id ió celebrar tan magno acontecimiento con una f iesta, inaugurando al mi smo t iempo la nueva casa que Isidoro, arquitecto, había d i señado para su madre: un gran cajón del que surg ía otro ca jón, m á s p e q u e ñ o , equi l ibrándose sobre un par de columnas. Al evento asistieron parientes cercanos y lejanos, venidos de Argent ina . La mayoría de ellos, jubi lados rechonchos, en contraste con su pie l morena, lucían orgullosos sus cabellos blancos, colmados de la viscosa satisfacción de pertenecer a esa anodina famil ia sefardita. Sara, entre risas nerviosas y lágr imas azucaradas, iba de un pariente a otro lanzando exagerados elogios motivados por la angustia de hacerse querer. P o r desgracia, siendo entre tanto pato feo el cisne bonito, se hizo acreedora a todos los desprecios. Particularmente el de la envidiosa Fanny, que se permit ió bromas crueles sobre la blancura de su p ie l y el sobrepeso, c o m p a r á n d o l a con un saco de harina. Ja ime, por tener u n a tienda en un barrio obrero, también fue despreciado. C o m o signo de gran condescendencia lo invi-

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taron a jugar a las cartas y, conspirando entre ellos, le extirpar o n una fuerte cantidad de d inero . De mí, nadie se o c u p ó . Parecieron no verme. Estuve sentado varias horas, sin comer, en un r incón del oscuro patio. ¿Qué tenía yo que ver con ellos? ¿Era u n a vida digna verse obligado a hacer m i l reverencias, como mi madre , para ser aceptado a medias en ese m e d i o c r e purgatorio o dejarme esquilmar como mi padre para demostrarles que no era un pobre tón? Verlos así, en manada, me llenó de furia. Junto a un grueso ti lo, el ún ico árbol que engalanaba el j a rd inc i l lo , se apoyaba un hacha. Impulsado p o r un deseo irresistible, la tomé y c o m e n c é a dar feroces tajos en el tronco. Muchos años más tarde me di cuenta del c r imen que hab ía cometido. Para mí, en aquel momento , cuando aún no me sentía ligado al m u n d o ni veía a las familias como árboles genea lóg icos , ese vegetal no era un ser sagrado sino un s ímbolo oscuro que catalizaba mi dese sperac ión y mi odio. A u m e n t é la intensidad de mis hachazos, perdiendo la noc ión de todo lo que me rodeaba. Desper té media hora más tarde, dando golpes en una herida que abarcaba ya la mitad del tronco. Shoske, mi tía abuela, lanzaba alaridos de horror, « ¡ B a n d i d o ! , ¡deténganlo, está cortando el t i lo!». Jashe, provista de una l interna y seguida por todos sus parientes, i r rumpió en el pat ini l lo . Tuvieron que sostenerla para que no cayera desmayada. Isidoro se precipi tó hacia mí . Solté el hacha y le di un puñe tazo en el vientre. Cayó sentado aplastando las margaritas con su gran trasero. Todo se paral izó. Los convidados, jueces severos, me miraban convertidos en estatuas de cera. Entre ellos, Sara, roja de vergüenza. Jaime, detrás del grupo, se hacía el desentendido. El tronco recto y grueso del tilo lanzó un cruj ido amenazando quebrarse. Moishe vació una botella de agua minera l en la tierra, tomó p u ñ a d o s de barro y, de rodillas, sollozando, com e n z ó a re l lenar e l enorme hoc ico de madera mientras mi media tía, con los negros cabellos erizados, estiraba un índice vengador m o s t r á n d o m e el camino de salida. « ¡Vete de aqu í , salvaje, y no regreses nunca más ! » Me e m b a r g ó una e m o c i ó n intensa. Tuve m i e d o de p o n e r m e a sol lozar c o m o el seudo-

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G a n d h i . C o n sat is facción creciente me vi estallar en carcajadas. Sal í a la calle y c o m e n c é a correr respirando con felicidad. Sab ía que ese acto atroz marcaba para mí el comienzo de una nueva vida. Más precisamente, el comienzo, por f in, de mi vida.

Al cabo de un t iempo, me detuve. Sent í pasos que venían hacia mí . El aire enrarecido y la oscuridad me impid ie ron dist inguir qu ién me seguía . «Si es Fanny» , me dije, « t ambién le daré un puñetazo» . Pero no era ella sino Bernardo, un p r i m o lejano, estudiante de arquitectura, unos años mayor que yo, alto, huesudo, miope , con grandes orejas y cara de mico , pero voz aterciopelada, románt ica .

-Ale jandro , estoy maravillado. Tu acto rebelde es d igno de un poeta. Só lo lo puedo comparar a aquel de R imbaud cuando p intó con sus excrementos las paredes de un cuarto de hotel. ¿ C ó m o se te pudo ocurr i r algo semejante? Sin decir nada, lo dijiste todo. ¡Ah, si yo pudiera ser como tú! Lo único que me interesa es la pintura , la literatura, el teatro, pero mi familia, la tuya, es decir aquella que acabas de abolir, me lo impide. Tendré que ser arquitecto como Isidoro, para satisfacer a mi madre... En fin, p r imo , ¿te atreves a dormir en tu casa esta noche? Me han dicho que Ja ime es un hombre feroz...

Mi encuentro con Bernardo fue providencial y a él le debo mi entrada en el m u n d o poét ico , aunque m á s tarde me decepc ionara hasta la m é d u l a . La admirac ión que al parecer tenía por mi talento, resultó banal: s implemente se había enamorado de mí . Después de muchos titubeos -sabiendo que recibiría un rotundo n o - , se dec id ió a confesármelo en las letrinas de la Academia Literaria , m o s t r á n d o m e , con los ojos enrojecidos, su sexo en erecc ión como si fuera una mald ic ión divina. Esa noche, pretextando u n a amistad pura, me llevó a d o r m i r donde las hermanas Cereceda.

¿Eran huérfanas? ¿Millonarias? Tenían una casa de tres p isos sólo para ellas. N u n c a las vi trabajar ni tampoco vi a sus padres. La puerta de la calle p e r m a n e c í a sin cerrojos para que los amigos artistas pudieran entrar a cualquier hora del d í a o de la

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noche. H a b í a libros por todos lados con reproducciones de los mejores cuadros y también discos, un piano, fotografías , objetos hermosos, esculturas. C a r m e n Cereceda, p intora , era u n a mujer musculosa, de espesa cabellera, ensimismada en un silencio preco lombino . Su cuarto estaba decorado, paredes, suelo y techo, con un mura l , entre Picasso y Diego Rivera, cuajado de mujeres de gruesas piernas y s ímbolos pol í t icos . Verónica Cereceda, frágil, hipersensible, de palabra fácil, con un c r á n e o cubierto por una escasa pelusa, poetisa y futura actriz. Ambas hermanas a m a b a n el arte sobre todas las cosas de la v i d a . Cuando l legué con Bernardo, me rec ibieron sonrientes.

- ¿ Q u é haces, Alejandro? - m e p r e g u n t ó Verónica . -Escr ibo poemas. - ¿ T e sabes alguno de memoria? - E l Ser es algo que se c o n s u m e / echando llamas desde el

s u e ñ o - rec i té , rojo hasta la punta de las uñas . Verónica me dio un beso en cada meji l la .

- V e n , hermano.. . -y t o m á n d o m e de la mano me llevó a u n a pieza adornada c o n motivos mapuches , d o n d e h a b í a un peq u e ñ o lecho, una mesa con u n a m á q u i n a de escribir, una resma de papel y una l á m p a r a - . En este lugar me encierro cuando quiero crear mis poemas. Te lo presto, el t iempo que te sea necesario. Si tienes hambre baja a la cocina: encontrarás frutas y barras de chocolate, eso es lo ún ico que comemos. Buenas noches.

Allí me q u e d é encerrado varios días sin que nadie me molestara. A veces u n a sombra golpeaba la puerta y depositaba ante ella un par de manzanas. C u a n d o vencí mi t imidez, salí a trabar conocimiento c o n el grupo, que no exced ía una veintena. Compositores musicales, poetisas, pintores, un estudiante de filosofía. En la casa, aparte de mí, que era el m á s joven, las Cereceda alojaban a una muchacha lesbiana, Pancha, que hacía grandes m u ñ e c a s de trapo, a Gustavo, el amigo ínt imo de C a r m e n , pianista, y a Drago, un dibujante tartamudo. Al ver que el d inero escaseaba en esa casa, las frutas y los chocolates eran aportados por los integrantes de l grupo, c o m p r e n d í que

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mi aceptac ión era un verdadero sacrificio. Verónica, idealista, c o m p a r t i ó c o n m i g o su enorme cul tura y lo poco que p o s e í a s implemente porque amaba la poes ía . En mi recuerdo ha quedado como un ángel . . . Cada vez que en este m u n d o tan l leno de violencia alguien me defrauda, recuerdo a esas hermanas y me consuelo pensando que también hay seres sublimes. Para un j o v e n , e l e n c u e n t r o c o n otras personas es fundamenta l : ellas pueden cambiar el curso de su vida. Algunas son comparables a los aerolitos, trozos opacos que pueden en a lgún mom e n t o chocar c o n t r a la T i e r r a causando enormes d a ñ o s , y otras son como cometas, astros luminosos que pueden aportar elementos vitales. Tuve la suerte providencial de encontrar en esa é p o c a seres que me enriquecieron la vida, benéficos cometas. Pude ver también a otros, que merec ían tanto como yo un destino creativo, caer en c o m p a ñ í a de rapaces que los conduj e r o n al fracaso y a la muerte, aerolitos. Bueno, quizás no fue solamente la suerte: por u n a desconfianza de n iño her ido yo hab ía desarrollado el talento de esquivar. En el boxeo no gana sólo el que golpea más fuerte, sino también el que elude mejor los golpes. Siempre rehu í los contactos negativos y busqué amigos que pudieran ser mis maestros.

Un día , a las seis de la m a ñ a n a , Verónica me despertó . «Basta de trabajar sólo c o n tu mente. Las manos, tanto como las palabras, t ienen m u c h o que expresar. Te voy a enseñar a fabricar títeres.» En la cocina me mostró c ó m o , hirv iendo papel de diar io cortado en finas tiras, e s t ru jándolo y d e s m e n u z á n d o l o , para luego mezclarlo c o n harina, se obten ía una pasta muy fácil de modelar . Sobre u n a pe lota h e c h a c o n u n a media vieja y unos p u ñ a d o s de a serr ín pude esculpir cabezas de m u ñ e c o s que se endurec ieron al ser secadas al sol. Carmen me mos t ró luego c ó m o pintarlas. Pancha cosió los trajes donde introduje mis manos como si fueran guantes para mover y hacer hablar a los personajes. Drago me fabricó un teatrito, especie de b iombo plegable, detrás de l cual p o d í a animar a mis muñecos . Me e n a m o r é de ellos. Me encantaba ver que un objeto que yo mis-

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mo h a b í a fabricado, se me escapaba. Desde el m o m e n t o en que met ía la mano en el títere, el personaje empezaba a vivir de una manera casi a u t ó n o m a . Yo asistía al desarrollo de u n a personalidad desconocida, como si el m u ñ e c o se valiera de mi voz y de mis manos para tomar una ident idad que ya le era propia. Me parec ía realizar un oficio de servidor m á s que de creador. ¡F inalmente , tenía la impres ión de estar siendo dir ig ido , manipu lado por e l m u ñ e c o ! P o r otra parte, en cierta forma, los títeres me hic ieron descubrir un aspecto importante de la magia, la transferencia de una persona a un objeto. C o m o mi contacto con Jaime y Sara hab ía sido casi nu lo , igual que con el resto de mi familia, fui para todos un mutante incomprensible , las más de las veces invisible y, cuando visible, despreciado. S in embargo, el alma, para desarrollarse, necesita el contacto familiar. Dec id ido a entablar u n a re lac ión profunda, esculpí muñecos que los representaban, retratos caricaturescos, pero muy exactos. Así pude hacer hablar a d o n Jaime, a d o ñ a Sara y a todos los demás . Mis amigos, viendo estas representaciones grotescas, reían a carcajadas. S in embargo, a med ida que mis manos se fundían con los personajes, ellos comenzaron a existir con vida propia . Apenas les prestaba mi voz, dec ían cosas que nunca hab ía pensado. Pr incipalmente se justif icaban, consideraban mis críticas injustas, insistían en que me amaban y al final se quejaban exigiendo que yo, por haberlos decepcionado, I m p i d i e r a p e r d ó n . Me di cuenta de que mis quejas eran egoístas. Me lamentaba porque no q u e r í a perdonar . Es decir, no quer ía madurar, ser adulto. Y el camino del p e r d ó n "exfgfa re-conocer que, a su manera, toda la familia , padres, tíos, abuelos, eran mis víctimas. H a b í a defraudado sus esperanzas, esperanzas para mí por cierto negativas, absurdas, pero para ellos, para su nivel de conciencia , legít imas. Les p e d í sinceramente p e r d ó n . « P e r d ó n a m e Jaime por no haberte dado la oportunidad de vencer tus complejos sociales, s iguiendo u n a carrera universitaria. Que yo obtuviera un d ip loma de m é d i c o o abogado o arquitecto, era la única opor tunidad que tenías de ser respetado por la comunidad. . . P e r d ó n a m e , Sara, por no haber

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sido la r e e n c a r n a c i ó n de tu padre.. . P e r d ó n a m e Raquel p o r haber nacido con el falo que tú hubieras debido tener... Perd ó n a m e abuela por haber cortado el t i lo, por haber renunciado a la rel igión jud ía . . . P e r d ó n a m e tía Fanny por encontrarte tan fea... Y sobre todo tú, gordo Is idoro, p e r d ó n a m e p o r no comprender tu crueldad: nunca creciste, fuiste siempre un gigantesco nene. Cuando l legué a visitar a tu madre, me trataste como a un rival peligroso, no como a un niño.» A su vez, todos los m u ñ e c o s m e f u e r o n p e r d o n a n d o . Y o t a m b i é n , u n o p o r uno , derramando lágr imas , los p e r d o n é .

Ex t rañamente , quizás la magia de los títeres funcionaba, la actitud de mis padres hacia mí, cuando dec id í reanudar las relaciones, se t o r n ó m á s comprens iva y ca r iñosa . T a m b i é n mi abuela, sin volver a mencionar el incidente del árbol , me invitó a tomar té con ella y por pr imera vez me hizo un regalo: un reloj de pulsera que tenía, en lugar de agujas, un elefante marcando con su trompa los minutos y con su cola las horas. ¡Milagro! Me lo explico así: la imagen que tenemos del otro no es el otro, es una representac ión . El m u n d o que nos i m p o n e n los sentidos depende de nuestra forma de verlo. Para nosotros, en cierta manera, el otro es lo que creemos que es. Por ejemplo, cuando hice el m u ñ e c o de Jaime, lo m o d e l é de la manera en que yo lo veía, le di u n a existencia l imitada. Al animarlo en e l teatrillo, otros aspectos que no había captado se deslizaron vin iendo desde mi oscura memor ia y transformaron su imagen. El personaje, enriquecido por mi creatividad, evolucionó hasta llegar a un mayor grado de conciencia; de feroz y obcecado pasó a ser amable, p leno de amor. Quizás mi inconsciente individua l estaba estrechamente u n i d o al inconsciente familiar. Si mi real idad variaba, t ambién variaba la de mis parientes. En cierto modo , al retratar a un ser, se establece un nexo entre él y el objeto que lo simboliza. De tal manera que, si se producen cambios en el objeto, el ser que dio or igen a lo que lo representa, también cambia. Años más tarde, estudiando la bru jer ía y la magia en la E d a d Med ia , vi que aquello se util izaba para

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dañar a enemigos. En un collar se colocaban cabellos o u ñ a s o trozos de vestimenta de la futura víctima y se p o n í a en el cuel lo de un perro que luego se asesinaba. Grabando el nombre del enfermo en la corteza de un árbol , se hac ían incantaciones para trasladar la enfermedad hacia el vegetal. Este p r i n c i p i o se conserva en la brujer ía popular en forma de fotos o representaciones en estatuillas de cera que se atraviesan con alfileres. Me l l amó también la a tenc ión la creencia de la transferencia de personalidad por el contacto físico. Tocar algo o a alguien significaba en cierta manera convertirse en ello o él. Los médicos medievales para curar a los caballeros d e s p u é s de los torneos colocaban sus u n g ü e n t o s curativos en la espada que había inf l igido la herida. En aquella é p o c a no hab ía o ído hablar de este tema pero, intuitivamente y de u n a manera positiva, lo ap l iqué .

Me dije: si los m u ñ e c o s que esculpo cobran vida y me transmiten su ser, ¿por q u é no, en lugar de caracteres quesdesprecio u odio , eli jo personajes que me puedan transmit ir íun saber que no poseo? En aquellos años Pablo N e r u d a se presentaba como el poeta m á x i m o , pero yo, como la mayoría de los jóvenes, por espíritu de contrad icc ión , me negaba a ser su seguidor fanático, De pronto , surg ió un nuevo poeta, N i c a n o r Parra, que, r e b e l á n d o s e centra ese genio tan visceral-y- tan comprometido pol í t icamente , publ icó unos versos inteligentes, humorísticos, distintos a todo lo conocido, que bautizó como «antip o e m a s » . M i e n t u s i a s m o fue d e l i r a n t e . P o r f i n - « n a u t o r de scend ía del O l i m p o románt ico para hablar de sus angustias cotidianas, de sus neurosis, de sus fracasos sentimentales. Sobre todo un poema, La Víbora, me m a r c ó . Allí no se hablaba, comV en los sonetos de Neruda , de u n a mujer ideal , s ino de una v e í d a d e r a br ibona.

Durante largos aim&^stwve condenadoja-adorar a una mujer despreciable,

Sacrificarme por ella, sufrir humillaciones y burlas sin cuento, Trabajar día y noche para alimentarla y vestirla,

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Llevar a cabo algunos delitos, cometer algunas faltas, A la luz de la luna realizar pequeños robos Falsificaciones de documentos comprometedores So pena de caer en descrédito ante sus ojos fascinantes.

¡ C ó m o envidié, no habiendo aún hecho e l amor con mujer a lguna , a N i c a n o r Parra p o r conocer a u n a h e m b r a tan tremenda !

Largos años viví prisionero del encanto de aquella mujer Que solía presentarse a mi oficina completamente desnuda Ejecutando las contorsiones más difíciles de imaginar...

De inmediato fabr iqué mi pasta y me puse a modelar un títere que representaba al poeta. El per iód ico no había publicado n i n g u n a foto de él, pero por contrastre con Neruda , que era un tanto calvo, rechoncho, con aires de Buda , lo esculpí f ino , de mejillas hundidas, ojos inteligentes, nariz agui leña y cabellera leonina. Encajonado en mi teatrillo, m a n i p u l é durante horas al m u ñ e c o Nicanor , hac iéndo lo improvisar antipoemas y, sobre todo, contar sus experiencias con las mujeres. Agobiado por mi castidad, habiendo tenido u n a madre con e l tronco enfundado en un corsé , a quien la más leve m e n c i ó n sexual la hac ía enrojecer, la mujer se me presentaba como el misterio m á x i m o . . . Ya b i e n compenetrado de l espír i tu de l poeta, me sentí capaz de encontrar u n a musa, de preferencia igual a la Víbora. . .

En el centro de la c iudad, el café Iris abr ía sus puertas a las doce de la noche. Allí, i luminados por crueles tubos de n e ó n , los noc támbulos beb ían cerveza de pres ión o un barat í s imo vino que a cada trago les provocaba tiritones. Todos los camareros, vestidos con uni forme negro, eran ancianos que caminaban sin apuro de mesa en mesa dando pasos cortos.

Gracias a esa calma, el t iempo parec ía fijarse en un instante eterno donde no cabían ni penas ni angustias. Tampoco u n a

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gran fe l ic idad. Se b e b í a en s i lencio c o m o en un purgator io . Allí nada nuevo p o d í a pasar. S in embargo, la misma noche en que me decidí a ir al café Iris para encontrar la mujer que sería mi musa feroz, l legó allí Stella Díaz V a r i n . ¿ C ó m o poder describirla? Estamos en 1949, en el país m á s lejano, allí donde nadie quiere ser diferente de los d e m á s , donde es casi obligatorio vestirse con tonos grises, tener los hombres el pelo b ien recortado y las mujeres un peinado quitinoso del salón de belleza, cuarenta a ñ o s antes de que aparezcan los p r imeros punks . Cuando acabo de instalarme frente a u n a taza de café, Stella (a quien acaban de expulsar del diario La Hora por su art ículo sobre la tala de árboles , industria que m á s tarde devastó el sur del país) se me acerca agitando su increíble cabellera roja, una masa s anguínea que le llega más abajo de la cintura, compuesta no de cabellos sino de crines. No exagero, n u n c a más en toda mi vida encontré una mujer con cabellos tan gruesos. En lugar de empolvarse la cara, como es costumbre en las chilenas de aquel la é p o c a , se la ha p intado de violeta p á l i d o usando u n a acuarela. Sus labios son azules, cubre los p á r p a d o s u n a gran onda verde y las orejas, brillantes, lucen doradas. Es verano , p e r o sobre u n a corta fa lda y u n a camiseta s in mangas, d o n d e se d i s t inguen sus arrogantes pezones , l leva un viejo abrigo de p ie l , probablemente perruna, que le llega hasta los talones. Bebe un l i tro de cerveza, fuma p ipa y, sin fijar su atención en nadie, encerrada en su O l i m p o personal , escribe en una servilleta de papel. Se le acerca un hombre ebrio, le dice algo al o ído . E l l a abre su abrigo, alza la camiseta, le muestra sus abundantes senos y luego, con la rapidez del r e l á m p a g o , le asesta un puñetazo en el m e n t ó n que lo hace recular tres metros y caer en el suelo desmayado. U n o de los viejos servidores, sin inmutarse mayormente, le vierte un vaso de agua en la cara. El hombre se levanta, le pide humildes excusas a la poetisa y va a sentarse en un r incón de la sala. Parece que no ha pasado nada. La mujer sigue escribiendo. Yo me enamoro.

Mi encuentro con Stella fue fundamental . Gracias a ella pu-

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de pasar de l acto conceptua l , c reac ión mediante palabras e imágenes , al acto poét ico , poemas resultantes de una suma de tareas corporales. Stella, desafiando los prejuicios sociales, se comportaba como si el m u n d o fuera u n a materia dúctil que ella p o d í a modelar a su antojo. Le p regunté al viejo barman si la conoc ía .

- P o r supuesto joven, ¿quién no? Viene a q u í muy a m e n u d o a escribir y tomar cerveza. Antes fo rmó parte de la pol icía secreta, donde a p r e n d i ó a dar golpes de kárate . Luego se h izo periodista, pero la corr ieron por contestataria. A h o r a es poetisa. El crítico de El Mercurio nos dijo que era mejor que Gabriela Mistral . Probablemente se acostó con ella. Tenga cuidado joven, esa fiera le puede quebrar la nariz.

Temblando, la vi terminar un segundo l i tro de cerveza, llenar febri l varias hojas de su cuaderno y por fin, altiva, salir a la calle. C o n el mayor dis imulo posible, la seguí . Me di cuenta de que ella andaba con los pies desnudos, teñidos de varios colores fomando un arcoiris que iba del rojo de las uñas hasta llegar, en los tobillos, al violeta. T o m ó un autobús que recorr ía la ancha Alameda de las Delicias rumbo a la Estación Central . Subí y me senté delante de ella. Sentí su mirada en la nuca pene-t r á n d o m e como un estilete. La noche se convirtió en e n s u e ñ o . Ir en el mismo vehículo con esa mujer era como avanzar hacia nuestra a lma c o m ú n . De pronto, de spués de una parada, cuando el autobús se puso en marcha, corrió hacia la puerta y se bajó en marcha. Yo, sorprendido, le r o g u é al chofer que se detuviera, cosa que hizo doscientos metros más lejos. Avancé hacia e l punto donde Stella hab ía descendido. Vi con sorpresa que se d i r ig ía hacia mí h a c i é n d o m e señas de que me detuviera. C o n el corazón latiendo aterrado, me q u e d é inmóvil. Cerré los ojos y e speré el feroz puñetazo . Sus manos comenzaron a palparme el cuerpo, sin sensualidad. Luego me abrió la bragueta y e x a m i n ó mi sexo, tal como un médico . Suspiró .

- ¡ A b r e los ojos, mocoso! ¡Se ve que eres casto! Soy m u c h o para t i . Un avestruz no puede empol lar un huevo de paloma. ¿Qué quieres?

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- M e han d icho que usted escribe. Yo también . ¿Podr ía tener el honor de leer sus poemas? - s o n r i ó . Vi que tenía un inc i sivo con un trozo quebrado, lo que le daba un aire de caníbal .

- ¿ S ó l o te interesas en mi poes ía? ¿Y mi culo y mis tetas, qué? ¡Hipócrita! ¿Tienes un poco de plata?

Escarbé en mis bolsillos. Encont ré un billete de cinco pesos. Se lo mostré . Me lo arrebató .

- Junto al cine A l a m e d a hay un café abierto toda la noche. V e n . Tengo hambre . C o m e r e m o s un sandwich y beberemos una cerveza.

Así lo hicimos. Abr ió su cuaderno y, mascando pan con salch ichón, los labios blanqueados por la espuma de la cerveza, c o m e n z ó a leer. Recitó durante u n a hora que para mí fueron diez. N u n c a hab ía escuchado una poes í a así. Sent ía cada frase como un navajazo. Esos versos se transformaban, en el instante mismo en que los oía , en heridas profundas pero placenteras. Escuchar a esa auténtica poetisa, l iberada de la r ima, de la métrica, de la moral , fue u n o de los momentos m á s conmovedores de mi juventud. El lugar era sucio, feo, a lumbrado p o r focos crueles y los p a r r o q u i a n o s an imalescos , s ó r d i d o s . S i n embargo, ante aquellas palabras sublimes, se t rans formó en un palacio habitado p o r á n g e l e s . Tuve all í l a p r u e b a de que la poes ía era un milagro que p o d í a cambiar la visión del m u n d o . Y al cambiar la visión cambiaba también al objeto perc ib ido . La revolución poét ica me parec ió m á s importante que la revolución política. De aquella lectura me queda en la memor ia , como un precioso resto de naufragio: « L a mujer que amaba a las palomas en éxtasis de virgen y amamantaba lirios por la noche con su pezón dormido , s o ñ a b a adosada a la pared y todo parec ía bello sin ser lo» . Cer ró bruscamente el cuaderno y, sin querer escuchar mis palabras de admirac ión , se levantó, salió a la calle, me tomó del brazo y me condujo hacia la esquina próx ima, cerca del Instituto Pedagóg i co . U n a puerta estrecha era l a entrada de l a p e n s i ó n d o n d e l e a r rendaban un p e q u e ñ o cuarto. Me sentó de un e m p u j ó n sobre e l p e l d a ñ o de p iedra que estaba ante la puer ta , se a r r o d i l l ó j u n t o a mí y c o n sus

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dientes afilados me a t rapó la oreja derecha. Así p e r m a n e c i ó , parecida a una pantera que mantiene a la presa en el hoc ico antes de t r i turar l a . M i l e s de pensamientos a c u d i e r o n a mi mente. « P u e d e estar loca, puede ser antropófaga , me somete a una prueba, quiere ver si soy capaz de sacrificar un pedazo de oreja para obtenerla a ella.» Y bien, dec id í sacrificarlo: conocer a esa mujer b ien valía tal mut i lac ión . Me c a l m é , de j é de contraer mis múscu los , me entregué al placer de sentir el contacto de sus labios h ú m e d o s . El t iempo p a r e c i ó solidificarse. E l l a no hizo a d e m á n de soltarme. Por e l contrario, apre tó un poco m á s los dientes. Traté de recordar cuál era la farmacia de turno para correr, d e s p u é s de perder el pedazo, a comprar alc o h o l para desinfectar la her ida y evitar una hemorragia. M i l a grosamente fui salvado por un exhibicionista. Pasó ante nosotros, cubr iéndose la cara con un per iód ico abierto, mostrando fuera de su bragueta un voluminoso falo. Stella me soltó para ahuyentarlo a patadas. El hombre , corr iendo a todo lo que daban sus piernas, se disolvió en la noche. La poetisa, r iendo, se sentó a mi lado, de un palmetazo l impió el sudor de u n a de mis manos y a la luz de un fósforo e x a m i n ó mis líneas.

- T i e n e s talento, m u c h a c h o . Nos vamos a entender b i e n . V e n a mear.

H i z o que la a c o m p a ñ a r a a una iglesia cercana. Junto al portón hab ía una escultura de San Ignacio de Loyola .

- H a z l o sobre el santo - m e dijo a r r e m a n g á n d o s e la falda-. O r i n a r y rezar son dos actos igualmente sagrados.

No tenía calzones y su cabel lera p u b i a n a era abundante . Así, de pie j u n t o a mí, lanzó un grueso arco amaril lo que fue a mojar e l pecho de p iedra del monje. Yo , con un chorro m á s delgado pero que llegaba más lejos, b a ñ é la frente de la estatua.

- Y o le calenté el corazón, tú lo coronaste, muchacho. A h o ra vete a dormir . Te espero m a ñ a n a , a medianoche, en el café Iris.

Me d io un ráp ido pero intenso beso en la boca, me encaminó hacia la Estación Centra l y cuando le di la espalda me pro-

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pino un puntap ié en el trasero. S in oponer resistencia, me dejé impulsar, d i cuatro pasos rápidos , r ecuperé mi marcha normal y muy digno, sin voltear la cabeza, me alejé de ella.

Al d í a siguiente d e j é pasar las horas, sin que n i n g u n a de ellas me importara . Inmóvil iba yo avanzando a través de un tiempo plano, gris, un túnel vacío donde al f inal bri l laba como u n a esplendorosa joya la ansiada medianoche. L l egué al café Iris a las doce en punto, trayendo escondido en el pecho el títere de Nicanor Parra. Regalo para Stella... Pero mi amada aún no hab ía llegado. P e d í u n a cerveza. A las doce y media p e d í otra. A la una, otra; a la una y media, otra; a las dos, otra y otra a las dos y media. Ebr io y triste la vi entrar, ufana, a c o m p a ñ a d a por un hombre más bajo que ella, con cara de boxeador y expres ión socarrona c o m ú n a esos rotos descendientes de soldado español e ind ia violada. L a n z á n d o m e una mirada desafiante se s e n t ó c o n , supuse, su amante , f rente a m í . E l l a y él , satisfechos, sonre ían . Me puse furioso. Metí mi mano bajo e l chaleco, extraje el m u ñ e c o y lo lancé en la mesa. « ¡Que este Nicanor Parra sea tu maestro! Merecer ías andar con un poeta de esa d imens ión y no envilecerte con piojentos como el que ahora te a c o m p a ñ a . Si lees su genial poema La Víbora encontrarás tu retrato. Adiós para s iempre .» Y dando tropezones, enr e d á n d o m e en las patas de las sillas, b u s q u é la salida. Stella corrió detrás de mí y me devolvió a la mesa. Creí que el boxeador insultado iba a darme de puñetazos , pero no. C o n una sonrisa me tendió la mano y me dijo: «Te agradezco lo que has d icho. Soy Nicanor Parra y la mujer que me inspiró La Víbora es Stella». Si b ien es cierto que los rasgos de mi títere no se parec ían a los del gran poeta, tuve la certeza de que, gracias a esa escultura, me había encontrado con él. El milagro era uno de los h i los con que estaba tejido el m u n d o . Parra, gentilmente, me dio su n ú m e r o telefónico, me hizo entender con una sola mirada que la poetisa no era su amante y que yo tenía muchas posibilidades de serlo, y se desp id ió de nosotros.

Frente a esa extravagante y hermosa mujer me q u e d é mudo .

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La borrachera se me h a b í a dis ipado c o m o p o r encanto. E l l a me observó con intensidad de tigre, aspiró el h u m o de su p ipa y lo sop ló en mi cara. Me puse a toser. L a n z ó una ronca carcaj ada que atrajo la a tención de todo el m u n d o , luego se puso seria y con tono acusador a f i rmó: « ¡ N o lo niegues, tienes un cuch i l lo ! ¡Dámelo ! » . Avergonzado, no quer iendo contradecir la , e scarbé en un bolsi l lo y s a q u é un modesto cortaplumas. E l l a lo tomó, lo abrió , e x a m i n ó la semioxidada hoja y p r e g u n t ó cuál era mi nombre . C o l o c ó su mano izquierda abierta apoyada en la superficie de la mesa y con el cortaplumas en la derecha se hizo tres heridas en el dorso que formaron una sangrante A. L a m i ó la hoja para l impiar le el plasma y empapada de su saliva me la entregó . C o n rapidez vertiginosa calculé: « L a A está formada por tres l íneas rectas, lo que facilita los cortes. Si me tallo una S t e n d r é que hacerme un her ida sinuosa y larga, puedo cortarme una vena, no tengo una p ie l grasa como ella. ¿Qué hago? Me está sometiendo a u n a prueba. Voy a quedar como un tonto cobarde. Tengo que encontrar una solución elegante». T o m é su mano y l amí la herida , c inco , diez, infinitos mi nutos, hasta que ya no salió una gota de sangre más . Le ofrecí mi boca teñida de rojo. E l l a me besó con pas ión.

- V e n - m e di jo- . Ya no nos vamos a separar más . Dormiremos de d ía y viviremos de noche, como los vampiros. A ú n soy virgen. Haremos de todo menos la penet rac ión . Mi h i m e n lo guardo para un dios que ba jará de las montañas .

Al salir a la calle me p id ió de nuevo el cortaplumas. Se lo pasé temblando: con toda seguridad mi acto galante no hab ía bastado para equil ibrar los cortes de su mano. C o n voz perentoria me dijo que metiera mi mano en el bolsi l lo izquierdo del panta lón y sacara el forro. Así lo hice. E l l a , c o n gran destreza, cortó los hilos del fondo del bolsi l lo. Luego lo introdujo otra vez en el inter ior de mi panta lón . Metió allí su mano derecha y con firme delicadeza me e m p u ñ ó los testículos y el pene.

-Desde ahora, cada vez que caminemos juntos tendré emp u ñ a d a s tus partes secretas.

Así avanzamos por la A l a m e d a de las Delicias , rumbo a su

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guarida, sin decirnos una palabra. Comenzaba a amanecer. El ú l t imo frío de la noche, en su agonía , se hizo más intenso. S in embargo el calor que me comunicaba su mano, la misma que escribía tan admirables versos, invadía no sólo mi pie l sino que, entrando a lo más profundo, encendía mi alma. Los pá jaros comenzaban a cantar cuando llegamos a la puerta de la pens ión.

- Q u í t a t e los zapatos. Los jub i l ados d u e r m e n hasta tarde. C u a n d o un ru ido los despierta lanzan gritos de tortuga agonizante.

La escalera cruj ía , los escalones cruj ían, el piso apol i l lado de l pasillo crujía. La puerta del cuarto, al abrirse, lanzó un gem i d o f ú n e b r e que fue coreado largamente p o r las tortugas, luego silencio.

- N o vamos a encender la luz. Or feo no debe ver desnuda a su amada, que yace en los infiernos.

En tres segundos me despo jé de la ropa. E l l a lo hizo lentamente. Oí el plaf pegajoso de su abrigo de p ie l de perro aplast ándose en el suelo. Luego el susurro de su p e q u e ñ a falda desl i z á n d o s e p o r las p i e rnas . D e s p u é s e l frote aceitoso de su camiseta y entonces, maravilloso recuerdo, la vi c o m o si u n a l á m p a r a de qu in ientos vatios la i l u m i n a r a . E l b l a n c o r de su p ie l era tan intenso que vencía a la oscuridad. Estatua de márm o l , con sus grandes pezones rosados, su n i m b o de crines rojas y por sobre todo esa rosa que le estallaba en el pubis. Nos abrazamos, nos dejamos caer en el lecho y, sin preocuparnos de los ruidos de a c o r d e ó n enfermo que emitía el somier, nos estuvimos acariciando durante horas. Al llegar el día , el cuarto se l lenó de una luz pr imero roja, luego anaranjada. Los ruidos de la calle, pasos, voces, tranvías , au tomóvi l e s , m á s un zumbar de moscas, trataron de disipar nuestro encantamiento. Pero el deseo iba en aumento. La vagina, tanto como el ano y la boca, estaban vedados. En el inter ior de la sibila sólo p o d í a entrar el dios de las m o n t a ñ a s . Nos quedaban las caricias, que eran cont inuac ión , avanzando siempre, sin recordar d ó n d e las h a b í a m o s empezado, sin desear alcanzar un final. Stella se fue p o n i e n d o tensa y, de pronto , en lugar de lanzar el grito del pla-

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cer, apretó tanto los dientes que comenzaron a crujir. A u m e n tó ese ruido a tal punto que creí sentir que todos los huesos de su cuerpo estallaban. Así, c o m o coro lar io de u n a tempestad pasional, viniendo del fondo de un o c é a n o de carne, e m e r g í a la estructura ósea, como un antiguo navio naufragado. E l la , satisfecha, me m u r m u r ó en la oreja: « U n esqueleto se ha sentado en mis pupilas y entre sus dientes me está mord iendo el alm a » . L u e g o , antes d e d o r m i r s e i n c r u s t a d a e n m i p e c h o , suspiró: «Le hemos dado un orgasmo a mi m u e r t e » .

Así c o m e n z ó y así s iguió nuestra relación. Nos acos tábamos a las seis de la m a ñ a n a , nos acar i c i ábamos por lo menos tres horas, d o r m í a m o s pro fundamente , yo a causa de la tens ión nerviosa que me provocaba tan intensa mujer y ella por efectos de la m u c h a cerveza. Nos levantábamos a las diez de la noche. C o m o el dinero era un s ímbolo nefasto e l iminado por la poetisa, mi tarea era alimentarla. Sal ía a la calle, tomaba el tranvía que iba hacia la avenida Matucana, usando mi llave penetraba en la casa de mis padres y, asegurado por el r i tmo cont inuo de sus tremendos ronquidos, robaba alimentos de la despensa, un poco de dinero de la cartera materna y otro de los bolsillos paternos. Regresaba a la pens ión , donde devorábamos todo, hasta las migas. El menor resto atraía una invasión de hormigas y cucarachas. Aveces Stella, adrede, dejaba en el suelo los platos grasosos, que al poco rato eran visitados por docenas de bichos negros. E l l a los atravesaba con un alfiler y los clavaba en el muro. A la mancha compacta de cucarachas le hab ía dado la forma de una Vi rgen . Un falo alado, también hecho con cucarachas, v in iendo de las m o n t a ñ a s , volaba hacia la santa. «Es la anunciac ión a María» , me dijo orgullosa de su obra c lavándole en el rostro, a manera de ojos, dos co leópteros verdes que nunca supe d ó n d e los hab ía conseguido.

Más o menos a medianoche, caminando sin que ella dejara de ir jun to a mí con la mano en mi bolsi l lo, l l egábamos al café Iris. El cacareo de los borrachos se in terrumpía . Stella se ma-

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qui l laba en forma diferente cada vez, siempre espectacular. No faltaba un impert inente que se acercara, sin dignarse darme derecho a la existencia, para intentar seducirla mediante audaces manoseos. El puñe tazo en el m e n t ó n cumpl í a su cometido. Los mozos se llevaban al insensato y lo devolvían a su mesa. Apenas se despertaba, curado de la borrachera, el hombre nos enviaba una botella de vino haciendo discretas señas de disculpa. U n a vez dada la lección de la fiera, los hombres dejaban de lamerla con los ojos, para sumergirse en discusiones que nada tenían que ver con la razón. Continuamente se alzaba alguien y recitaba medio cantando un poema. Stella me met ía algodones en las orejas, me obligaba a quedarme quieto, como un mode lo posando para u n a pintora , y con los ojos fi jos en los míos , sin mirar hacia el cuaderno, escribía a velocidad vertiginosa u n a pág ina tras otra.

U n a noche, cansado de esta inmovi l idad le propuse un juego: observar íamos gente desconocida y, sin decirnos nada, cada uno en una hoja de papel escribiría el oficio de la persona, su carácter, su nivel social, su situación económica , su grado de inteligencia, su capacidad sexual, sus problemas emocionales, la constitución de su familia, sus posibles enfermedades, la muerte que le cor re sponder ía . Gran cantidad de veces nos dedicamos a este juego. H a b í a m o s llegado a tal amalgama espiritual que las respuestas eran iguales. Esto no significa que acertáramos a hacer un retrato exacto del desconocido, eso no lo pod í a m o s comprobar. Pero por lo menos sab íamos que entre nosotros dos había una comunicac ión telepática. Al cabo de cierto t iempo, cada vez que es tábamos en presencia de alguien, bastaba que nos d iéramos una fugaz mirada para saber c ó m o actuar.

T o d o lo que es diferente atrae la a t enc ión de l c iudadano c o m ú n y también su agres ión. U n a pareja como la nuestra i n quietaba, era un imán para los destructores, envidiosos de la fel icidad ajena. El ambiente del café Iris se fue tornando insoportable. Los parroquianos comenzaron m á s y más a lanzarnos pullas, alabanzas agresivas, pensamientos socarrones, miradas embebidas de sexualidad grosera.

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-Se a c a b ó el Iris. Buscaremos un nuevo sitio - m e di jo Ste-11a.

- P e r o ¿ a d o n d e vamos a ir? Es el único café abierto toda la noche.

- M e han d icho que hay un bar en la calle San Diego, El L o ro M u d o , que no cierra hasta el alba.

- ¡ E s t á s loca Stella, es un lugar l ó b r e g o , d o n d e va la peor gente! Dicen que hay por lo menos u n a pelea a cuchillazos cada noche - n o la pude convencer.

- ¡ S i Orfeo seduce a las fieras, nosotros podremos hacer cantar misa a ese loro m u d o !

Pasada la medianoche, el v ino hab ía sumergido a los patibularios parroquianos de aquel tenebroso lugar en una torpeza vacuna. Mi llegada, l levando prendida del brazo a la poetisa maquil lada más extravagante que nunca , no provocó n inguna reacción. Stella era tan diferente de las putas gastadas que allí varaban, un ser de otro planeta, que s implemente no fueron capaces de verla . S i g u i e r o n , c o m o s i nada , b e b i e n d o . E l l a , ofendida en su exhibic ionismo, dec id ió beber de pie, j u n t o a la barra. Yo, vestido normalmente , c o m e n c é poco a poco a ser notado. Al cabo de media hora , cuando la poetisa, habiendo terminado el pr imer l i tro de cerveza, p e d í a un segundo, se me acercaron cuatro individuos. H i c e lo que pude para dis imular el miedo que me embargaba, obl igando a mi rostro a convertirse en una m á s c a r a inexpresiva. Arro jé un bil lete arrugado sobre el m e s ó n y dije, con un tono natural pero lo bastante alto como para que el cuarteto me escuchara: «Cóbrese . Es el últ imo que nos q u e d a » . De jé el vuelto, unas cuantas monedas, en un plati l lo. Los cuatro curiosos, con todo cinismo, las tomar o n y las sepultaron en sus bolsillos.

- ¿Y usted, joven, de d ó n d e es? -Soy chi leno, como ustedes. Lo que pasa es que mis abuelos

fueron emigrantes, v in ieron de Rusia. - ¿Ruso? ¿Camarada? - m u r m u r a r o n socarrones-. ¿Y en q u é

trabaja? - B u e n o , no trabajo, soy artista, poeta...

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- ¡ A h , poeta, como el panzón Neruda ! ¡Vamos, beba una copa con nosotros y recítenos un poema!

Stella seguía siendo invisible para ellos. Las miradas lúbricas se dirigían hacia mí . Tenían sexualidad de presidiarios. Un joven de p ie l blanca los excitaba. Tragué la copa de vino ác ido . Me dispuse a improvisar unos versos. Los parroquianos fijaron su a tenc ión en mí.. .

Donde hay orejas pero no hay un canto en este inundo que se desvanece y el ser se otorga a quien no lo merece soy mucho más mis huellas que mis pasos.

En medio de mi recitado vi que todos los ojos se desviaban hacia Stella, ya nadie se preocupaba de escucharme. Dec id ida a robarme el públ ico , con el gran alfiler de un prendedor de pelo que hab ía sacado de su cartera forrada de lentejuelas, mi amiga se estaba atravesando el brazo. Sin hacer un gesto de dolor e m p u j ó la aguja lentamente hasta que salió por otro lugar. Yo también estaba fascinado. No sabía que la poetisa tenía dotes de faquir. C u a n d o estuvo segura de haber capturado la a t e n c i ó n de los parroquianos , c o m e n z ó a recitar un poema d á n d o l e un tono insultante a l mismo t iempo que mi l ímet ro p o r mi l ímetro se iba alzando la camiseta.

¡Yo soy la vigilia, ustedes son los hombres castigados los labradores de gestos oblicuos que al engendrar falsos surcos la semilla huyó despavorida!

Mostró sus perfectos senos, acusando con los erguidos pezones, en un provocador movimiento semicircular, a los ofendidos borrachos. Si alguna vez en mi vida sentí que iba a defecar de m i e d o fue en aque l la o c a s i ó n . C o m o un vo lcán que comienza una desvastadora erupc ión , esos hombres oscuros se iban levantando, h u n d i e n d o sus manos en los bolsil los para

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buscar el cuchi l lo que siempre llevaban. A ese od io se mezclaba un deseo bestial. E s t ábamos a punto de ser violados y destripados. Stella, que tenía una voz gruesa, masculina, inspiró u n a gran bocanada de aire y lanzó un atronador grito que paral izó por un instante a todo el m u n d o . «¡Alto, macacos, respeten a la vagina vengadora ! » Yo aproveché el desconcierto para arrastrar la de un brazo y hacer la saltar c o n m i g o p o r la ventana abierta. Corr imos hacia las i luminadas calles del centro c omo liebres perseguidas por una j a u r í a furiosa.

Llegamos hasta la A lameda de las Delicias. A esas horas de la noche no se veía un alma. Apoyamos la espalda en el tronco de u n o de los grandes árboles que se alineaban en el paseo, para recuperar el aliento. La poetisa, atacada de risa, se sacó del brazo el alfiler. Yo t ambién , contagiado, c o m e n c é a estremecerme lanzando carcajadas. La a legr ía de pronto se desvaneció. Nos dimos cuenta de que una sombra ex t raña nos cubría . Levantamos la vista. Sobre nuestras cabezas, colgando de una rama, hab ía una mujer ahorcada. La luz de un letrero de n e ó n teñía de rojo la cabellera de la suicida. Vi en ello un signo... Por la muerta ya no p o d í a m o s hacer nada, nos alejamos rápidamente de allí para no tener líos con los carabineros. Al llegar a la puerta de la pens ión me d e s p e d í de Stella.

-Necesito estar solo un t iempo. Me siento como un náufrago sin salvavidas en tu inmenso o c é a n o . Ya no sé qu ién soy. Me he convertido en un espejo que sólo refleja tu imagen. No puedo seguir habitando en el caos que fabricas. La mujer que se co lgó del árbol la inventaste tú. Cada noche te asesinas porque sabes que vas a renacer, semejante a ti misma. S in embargo puede que un d ía te despiertes siendo otra, en un cuerpo que no te mereces. Te lo ruego, permite que me recupere, dame unos días de soledad.

- B i e n -d i jo con una inesperada voz de n iña- , nos veremos a las doce en punto de la noche, dentro de veint iocho días , un ciclo lunar, en el café Iris... Pero, antes de irte, a c o m p á ñ a m e a or inar sobre San Ignacio de Loyola .

En esos veintiocho días , pretextando un agotamiento ner-

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vioso, a l i m e n t á n d o m e sólo con frutas y chocolate, no salí de l cuarto que me prestaron las Cereceda. Me sentía vacío. No pod í a escribir, ni pensar, ni sentir. S i me hub ie ran preguntado qu ién era, mi respuesta habr ía sido: «Soy un espejo quebrado en m i l pedazos » . Durante horas, durmiendo muy poco, fui pegando los fragmentos. Al cabo de ese ciclo lunar me sentí reconstruido. S in embargo, me di cuenta, no me hab ía encontrado a mí m i s m o , era o t ra vez el espejo de aque l l a m u j e r terrible.

C o m o un drogado necesitando su dosis, l legué al Iris. A las doce en punto de la noche, a pesar de que sabía que ella era capaz de llegar con horas de retraso. No fue así. Me esperaba, de pie j u n t o a una ventana, con un sobrio abrigo mil itar y sin maquillaje. Así, desprovista de máscara , seguía conservando su belleza, pero ahora la expres ión de su rostro deslavado era la de u n a santa. C o n u n a voz tan suave que me recordó la de mi madre cuando venía a cantarme a la cuna, me dijo: «Soy una pa loma mensajera entre tus manos. D é j a m e ir. El dios que estaba esperando ha bajado de las m o n t a ñ a s . Ya no soy virgen. Estoy segura de que llevo en el vientre el n iño perfecto que el destino me había p r o m e t i d o » . Me mostró una aguja enhebrada con uno de sus largos cabellos. No pude impedirme lagrimear mientras me cosía el bolsi l lo. Cerré los ojos. Cuando los abr í Stella h a b í a desaparecido. La volví a ver c incuenta a ñ o s m á s tarde, pr i s ionera en otro cuerpo , u n a p e q u e ñ a y dulce abuelita de corta cabellera gris.

Se me cayó el mundo . Volví a la casa de Matucana. Mis padres no me preguntaron nada. Jaime me pasó unos billetes. «A partir de ahora te voy a dar un sueldo semanal. La única obligac ión que tienes es la de ayudarme en la tienda los sábados , cada d ía hay más ladrones . » Mi madre me p r e p a r ó un b a ñ o caliente y luego me sirvió un copioso desayuno. Vi en sus ojos la angustia de no comprenderme. Si yo era incomprensible , siendo parte de ellos, eso significaba que el m u n d o que tan sólidamente hab ían construido tenía una falla, un terreno poblado de locura que no coincidía con sus esquemas de la « rea l idad» .

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Les era absolutamente necesario considerar mi forma de actuar como un delir io. Para su propio equi l ibrio tenían que hacer entrar al loco en la camisa de fuerza de la «vida norma l » . Cuando se d ieron cuenta de que no me p o d í a n doblegar, trataron de seducirme i n s p i r á n d o m e pena. Y me la d ieron . D u rante varias semanas me sentí culpable, d u d é de la poes ía , me promet í no frustrar sus esperanzas, continuar mis estudios universitarios hasta obtener un dip loma. Pero una noche, soñando, vi un alto muro en el que se f o rmó una frase: « ¡Suel ta la presa, león, y emprende el vuelo !» . E m p a q u e t é unos cuantos libros, mis escritos, la poca ropa que tenía y regresé donde las Cereceda.

Me absorbí en la fabricación de mis muñecos . C o m o un ermitaño, pasaba el d ía encerrado en el cuarto dialogando con ellos y, sólo a altas horas de la noche, cuando mis anfitrionas y sus amigos dormían , iba a la cocina a comer un pedazo de chocolate. Cierta m a ñ a n a l l amaron a mi puerta, los golpes eran cortos, discretos, delicados. Me dec id í a abrir. Vi u n a muchacha de baja estatura, con cabellos color á m b a r y una expres ión de ingenuidad que me conmovió profundamente. Sin embargo le pregunté con falsa brusquedad c ó m o se llamaba.

- L u z . - ¿Qué quieres? - D i c e n que haces unos m u ñ e c o s muy lindos, ¿me dejas ver

los? -se los mostré con gran placer. E r a n cincuenta. E l l a se los calzó en las manos, los hizo hablar, r ió- . Tengo un amigo p intor al que le encantará ver lo que haces. Por favor, ven conmigo a mostrarle tus personajes.

Lo que sentí por L u z no tenía nada que ver con el amor o el deseo. Supe que para mí ella era un ángel , el polo opuesto de la luciferina Stella; en lugar de partir el venenoso m u n d o en m i l pedazos, veía un caos de trozos sagrados a los cuales tenía el deber de juntar para reconstruir una p i rámide . L u z venía a sacarme de mi encierro oscuro, conduc i rme al m u n d o l u m i noso y, una vez allí, desaparecer. Así fue. L u z y Stella eran dos visiones opuestas del mundo . A u n q u e ambas se sentían extran-

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jeras, fuera de él, una lo veía con lazos celestes, la otra le daba ra íces en el in f ierno . U n a deseaba mostrar las bondades hac iéndose espejo de ellas, la otra, con igual actitud, quer ía reflejar las fallas. Las dos eran de una sola pieza, consecuentes c o n ellas mismas, cobras encantadoras de hombres , una deseando inocular el veneno de l inf in i to , la otra el e l ix ir de la eternidad.

El amigo de L u z , c o n toda evidencia enamorado perdidamente de ella, era un pintor maduro, con aspecto de profeta, melena larga y barba hasta medio pecho, l lamado André Racz. Vivía en un viejo taller, m u c h o más largo que ancho, de por lo menos trescientos metros cuadrados. Se llegaba a él por un largo y oscuro pasadizo con piso de cemento en donde se oxidaban unos rieles, lo que daba al sitio la apariencia de una m i n a abandonada. Las pinturas y los grabados de Racz estaban basados en los Evangelios. El Cristo, con la misma fisonomía que el artista, predicaba, hacía milagros y era crucificado en la é p o c a c o n t e m p o r á n e a , en medio de automóviles y tranvías. Los soldados que lo torturaban vestían uniformes estilo a lemán. U n o de ellos le daba con su pistola un tiro en el costado. La virgen María era siempre un retrato de Luz .

Fu i sacando de la maleta mis títeres, u n o por uno. C o n la atención atrapada por la belleza de su amiga, apenas los miró. Luz , sin parecer darse cuenta de la molesta situación, sonreía, como esperando un milagro. ¡Y e l milagro sucedió ! Un muñeco, al que yo le había dado el papel secundario de vagabundo b o r r a c h o , vestido c o n un abr igo pa rchado , larga m e l e n a y abundantes barbas, al surgir en aquel ambiente, l leno de cuadros religiosos, reveló su verdadera personalidad: era un Cristo. Y lo más sorprendente: con rasgos muy similares a los de André Racz. El pintor, entusiasmado como un n iño , lo movió dialogando consigo mismo. L u z tomó las manitas del m u ñ e c o y comenzó a valsear con él. Racz, como una sombra, la siguió por todo el taller. Vi en su mirada perruna que deseaba que mi títere fuera de él para poder regalárselo a ella. Inmediatamente le dije: «Es un obsequio. T ó m e l o » . E l , muy emocionado, me respon-

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dio: «Muchacho, eres un mensajero divino. No has llegado hasta aqu í por casualidad. Sin conocerme hiciste mi retrato. Acabo de comprar un boleto de avión para i rme a Europa . Necesito poner una distancia abismal entre L u z y yo. Podría ser su abuelo. La estoy encadenando a un viejo. Sé que ella, mientras me recuerde, dormirá con el m u ñ e c o . Así será más fácil la ruptura. Este es mi taller, en el pasé momentos inolvidables. Te lo regalo. No quiero abandonarlo en manos vulgares. A h o r a vete, deseo despedirme a solas de mi Virgen» . Salí a la calle como si emergiera de un sueño. Me pareció imposible que me regalaran, así de pronto, un taller en el que podr ía vivir como se me antojara. Pero era verdad: a l d í a s iguiente, L u z p a s ó a buscarme, me a c o m p a ñ ó al taller, me dijo con cierta tristeza: «André me regaló todos sus cuadros, sin querer darme su nueva dirección» , me entregó las llaves del local y se fue. N u n c a m á s láfvolví a ver.

Así, de la noche a la m a ñ a n a , en la calle Vi l lavicencio , número 340, me e n c o n t r é propie tar io de un inmenso espacio, quizás el local de una antigua fábrica, que por encontrarse en el extremo de un túnel largo de cien metros, estaba aislado de los vecinos. Allí, l ibremente, se p o d í a hacer todo el ru ido que se quisiera. Pensé que la finalidad suprema del artista era convertirse en creador de f iestas . Si la vida cot idiana parec ía un i n fierno, si todo se r e s u m í a en dos palabras, « p e r m a n e n t e i m p e r m a n e n c i a » , si el futuro que se nos p r o m e t í a era el tr iunfo de los verdugos, si Dios se h a b í a convert ido en un billete de dólar, había que acatar lo que dec ía el Eclesiastés: « N o hay cosa mejor para el hombre sino que coma y beba y que su alma se a legre» . Las «Fiestas del Tal ler» , una p o r semana, se h i c i e ron muy conocidas. Venía gente de todas las clases sociales. En la puerta estaba escrita la frase de El lobo estepario, de Hesse: «Teatro mág ico . La entrada cuesta la razón» . Al lado de ella, un ex mendigo , el Patas de H u m o , que acostumbraba d o r m i r en el túnel y a quien yo le hab ía dado el cargo de asistente, le pasaba un vaso l leno de vodka, un cuarto de l i t ro , a cada invitado. Si no lo beb ía de golpe, no p o d í a entrar. Si aceptaba ese gran tra-

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go, que lo emborrachaba de inmediato, el Patas de H u m o tenía la mis ión de admit ir lo d á n d o l e una car iñosa patada en el culo , fuera hombre o mujer, joven o viejo, obrero o diputado. Ya u n a vez adentro, no se b e b í a más , só lo se conversaba y se bailaba, pero no mús ica popular sino clásica. La que más gustaba era El lago de los cisnes. En ese espacio tan l leno como un autobús a la salida del trabajo, se improvisaban grupos que imitaban con una gracia tremenda los gestos mecánicos de los ballets rusos. El encuentro de artistas con profesores universitarios o boxeadores o representantes de c o m e r c i o , daba u n a mezc la explosiva. C o m o el trago estaba l i m i t a d o s ó l o a ese cuarto de l i tro in ic ia l , no había violencia y la fiesta se convertía en un juego paradi s íaco . De vez en cuando, casi sin proponérselo, naturalmente, alguien se subía en una silla y se convertía en el centro. E r a n cortas intervenciones, pero por su intensidad se hac ían inolvidables. Un joven a lumno de la Escuela de Leyes, a voz en cuello declara que su padre, un abogado famoso que vive recluido en su inmensa biblioteca, nunca le ha permit ido leer u n o de esos preciosos tratados, dejando siempre su cuarto de trabajo cerrado con llave.

-Pues bien, antes de venir a esta fiesta veo que mi padre está d o r m i d o frente a su escritorio, de bruces sobre unos papeles. Ent ro por pr imera vez en el recinto sagrado y con e m o c i ó n intensa tomo u n o de sus libros, y entonces... ¡Vean! -y el muchacho saca de la moch i l a que lleva en su espalda un lomo de l i b r o - . ¡Todos los vo lúmenes eran falsos: una colección de lomos , n a d a m á s , o c u l t a n d o a rmar io s l l enos de botel las de whisky! - luego se pone a gr i tar- : ¿Quiénes somos nosotros? ¿ D ó n d e estamos nosotros? -para dejarse caer con los brazos en cruz entre su públ ico .

Más tarde, un hombre maduro hace subir con él en la silla a una seductora jovencita. Declara, con lágr imas en los ojos:

- L a e speré toda mi vida. Por f in la he encontrado. Quisiera cubr i r la de caricias pero... - c o n la mano izquierda se quita la mano derecha, que es artificial, y la agita-: la p e r d í cuando era n iño . Me acos tumbré tanto a mi mano falsa que crecí sin dar-

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me cuenta de que era manco. Hasta el d í a en que Margar i ta me o f rendó su cuerpo. Y yo, acariciador a medias, quisiera ten e r dos, tres, cuatro, o c h o , inf ini tas manos para des l i zar ía s eternamente sobre su p ie l .

Veinte hombres levantan sus manos y c o l o c á n d o s e en compacto grupo detrás del manco se hacen u n o con él. La muchacha se deja acariciar por los doscientos c inco dedos... O t r o cab a l l e r o , de aspecto p u l c r o , voz grave y gestos mesurados , dando un sorpresivo grito se sube en los hombros de un joven , pide a tención, cuando la obtiene se arranca la corbata y clama:

- ¡ L l e v o veinte años casado, allí están mi mujer y mis dos h i jos! ¡Estoy cansado de ment ir ! ¡Soy m a r i c ó n ! ¡Y el j o v e n que me carga sobre sus espaldas es mi amante!

En 1948, sin saberlo, al considerar la creación de fiestas como la e x p r e s i ó n s u p r e m a d e l arte, estaba d e c u b r i e n d o los pr incipios del «e f ímero pán ico» , al que d e s p u é s los artistas l lamaron « h a p p e n i n g » .

En cierta ocas ión un joven de mi edad, 19 años , de mirada inteligente, cuerpo altivo y delgado, voz de bar í tono africano, manos de aristócrata, se sub ió en la silla de las confesiones y ba l anceándose como un m e t r ó n o m o , d e s p u é s de colocarse un espejo oval como máscara , se puso a recitar un largo poema. Era Enr ique L i h n . Ya a esa edad estaba habitado por el genio de la poes ía . Su talento desper tó en mí u n a gran admirac ión . Obtuve por unos amigos comunes su dirección y fui a buscarlo a la casa donde habitaba con sus padres, en el barrio Providencia, que en ese entonces era considerado como muy alejado del centro de la c iudad. Las calles estaban bordeadas de frondosos árboles y las casas eran p e q u e ñ a s , de un solo piso, c o n patios donde crecían árboles frutales. Nervioso, hice resonar la mano de cobre que servía de l lamador en la puerta. Me abr ió e l poeta. C o n e l c e ñ o f runcido, g r u ñ ó :

- ¡ A h , el organizador de fiestas! ¿Qué quieres? -Quie ro ser tu amigo. - ¿ E r e s homosexual?

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- N o . -Entonces , ¿por q u é quieres ser mi amigo? - P o r q u e admiro tu poes ía . - C o m p r e n d o , yo no cuento, lo que te interesa son mis ver

sos. Entra . Su cuarto era p e q u e ñ o , su cama estrecha, su armario ena

n o . S in embargo a q u e l l o estaba c o n v e r t i d o en un pa lac io : L i h n , c o n letras menudas , llenas de á n g u l o s , h a b í a cubierto las paredes y el techo de poemas. T a m b i é n los postigos y los cristales de la ventana, los muebles , la puerta , las tablas de l sue lo , el p e r g a m i n o de la l á m p a r a . Y a esto se agregaban montones de hojas manuscritas , versos c u b r i e n d o el b lanco de los l ibros; billetes de tranvía, boletos de cine, servilletas de papel , conteniendo a duras penas sus versos. Me sent í sumergido en un compacto mar de letras. D o n d e posaba mi m i r a d a surg ía un canto torturado pero hermoso.

- ¡ Q u e lást ima, E n r i q u e , esta obra maravil losa se va a perder!

- N o i m p o r t a : los s u e ñ o s t a m b i é n se p i e r d e n y nosotros mismos, poco a poco, nos disolvemos. La p o e s í a , sombra de un águi la que vuela hacia e l sol, no puede dejar huellas en la t ierra. La o rac ión que m á s complace a los dioses es el sacrificio. Un poema l lega a su p e r f e c c i ó n , cual ave Fénix , cuando arde...

Al borde del vér t igo c o m e n c é a ver las letras caminar p o r las paredes como un e jérc i to de hormigas . Le propuse a L i h n que sa l i é ramos a caminar.

El poeta t o m ó dos sombreros de su padre, estilo M a u r i c e Chevalier, y un par de bastones, por si acaso nos ag red ían los cacos, y así, ensombrerados y embastonados, marchando enérgicamente, descendimos por la avenida Providencia . No puedo dejar de pensar que los nombres que el azar ofrece t ienen un profundo mensaje. Nos topamos con un robusto árbol que crec ía en med io de la vereda. S in ponernos previamente de acuerdo, como si fuera la cosa m á s natural del m u n d o , trepa-

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mos por el tronco y nos sentamos codo a codo sobre una gruesa rama. Allí nos quedamos conversando y discutiendo hasta el alba. Comenzamos p o r constatar que e s t á b a m o s de acuerdo en que e l lenguaje que nos h a b í a n e n s e ñ a d o t ransportaba ideas locas. En lugar de pensar correcto p e n s á b a m o s torcido. H a b í a que darles su verdadero sentido a los conceptos. Pasamos m u c h o rato hac iéndo lo . Recuerdo algunos ejemplos:

En vez de « n u n c a » : muy pocas veces. En vez de « s i empre» : a m e n u d o . «Inf inito» : ex tens ión desconocida. « E t e r n i d a d » : f in impensable . «Fraca sar» : cambiar de actividad. «Me desilusion ó » : lo imag iné e r r ó n e a m e n t e . «Yo sé» : yo creo. «Bel lo , f eo» : Me gusta, no me gusta. «Así eres» : así te percibo. « L o m í o » : lo que ahora poseo. « M o r i r » : cambiar de forma. . . Luego , pasamos revista a las definiciones y llegamos a la conclus ión de que era absurdo def inir af irmando. En cambio era justo def inir negando. «Fe l ic idad» : estar cada d ía menos angustiado. « G e n e r o s i d a d » : ser menos ego í s ta . «Valent ía» : ser menos cobarde. « F u e r z a » : ser menos débi l . Etc. Llegamos a la conc lus ión de que, a causa de ese lenguaje torcido, la sociedad entera vivía en un m u n d o p lagado de s i tuaciones grotescas. G r o t e s c o , aparte de su def inición en el diccionario como r idículo, extravagante o grosero, sería también una incomunicac ión inconsciente. Por ejemplo, el Papa creía estar en comunicac ión directa c o n un dios en verdad ciego, sordo y m u d o . Un ciudadano, mientras era apaleado por los carabineros, pensaba que el Estado lo estaba protegiendo. Llevaban veinte años de matrimonio hablando, sin darse cuenta, un lenguaje él y otro lenguaje ella. Las peores situaciones grotescas: creerse conocer, creer saberlo todo sobre un tema, pensar haber juzgado c o n absoluta imparcia l idad, creer amar y ser amado para siempre. En u n a conversación la gente pensaba una cosa y al tratar de comunicarla dec í a otra cosa. Su interlocutor escuchaba una cosa, pero c o m p r e n d í a otra. Al contestar, no contestaba a aquello que el otro h a b í a pensado pr imero , ni siquiera a lo d icho , sino que contestaba a aquello que hab ía comprendido . Total: una conversación de sordos que ni siquiera sabían escucharse a sí mis-

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mos... Propuse, como solución a la c o m u n i c a c i ó n grotesca, el acto poé t i co . S igu ió u n a encarnizada d i scus ión que t e r m i n ó con el impacto de los primeros rayos solares. H a b í a dos formas de poes ía : la escrita, que d e b í a ser secreta, una especie de diar i o í n t i m o que necesitaba u n m í n i m o n ú m e r o d e lectores , creada para beneficio solamente del poeta, y la p o e s í a de actos, que deb ía realizarse como un exorcismo social ante numerosos espectadores. El discutir estos temas sentados en la rama de un árbol les d io una importanc ia fundamental . Desde ese d ía Enr ique y yo comenzamos a vernos muy a menudo y realizamos, durante tres o cuatro años , una gran cantidad de actos poét icos que formar ían , sin yo saberlo entonces, la base de la terapia ps icomágica .

Lo pr imero que nos propusimos en esa c iudad donde las calles a menudo se torcían en ángulos caprichosos, fue concertar una cita y llegar a ella andando en l ínea recta, sin desviarnos para nada. No digo que siempre tuvimos éxito. A veces encontramos o b s t á c u l o s in f ranqueab le s o pe l igrosos , c o m o , p o r e jemplo, aquella vez que penetramos p o r el c amino descendente de un estacionamiento para automóviles . No hicimos caso del letrero «Recinto particular, p roh ib ida la entrada» . Avanzábamos , en éxtasis poét ico , por la h ú m e d a penumbra cuando una j a u r í a de perros bravos se lanzó hacia nosotros dando aterradores ladridos. De jando de lado toda d ign idad , nos echamos a correr seguros de salir de allí con los pantalones destrozados. No sé por q u é d iv ina insp irac ión a L i h n se le ocur r ió ponerse a ladrar con más ferocidad que los canes, mientras galopaba a cuatro patas. El terror le o t o r g ó un vo lumen de voz descomunal. No tardé en imitarlo. En un instante, de perseguidos, pasamos a formar parte del grupo perseguidor. Los canes,

Nieconcertados , no in tentaron mordernos . Salimos de l tenebroso s u b t e r r á n e o , sacudidos p o r carcajadas nerviosas pero con una sensación de triunfo. Esta aventura nos hizo comprender que ident i f i cándonos con las dificultades p o d í a m o s convertirlas en aliados. No resistir ni h u i r del problema, entrar en él, hacerse parte.de él, u sa r lo^omo elemento ríe la l iberación.

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En algunas ocasiones nos insultaron porque, si en nuestro camino h a b í a un coche, nos e n c a r a m á b a m o s y c a m i n á b a m o s por su techo. Un propietario furioso nos-pers iguió lanzándonos piedras. Srnembargo, muchas veces tuvimos la fel icidad de lograr la l ínea recta. Frente a una casa, l l amábamos al t imbre, p e d í a m o s permiso, e n t r á b a m o s por la puerta y sa l íamos p o r donde p o d í a m o s , aunque fuera por u n a estrecha ventana. Lo importante era, con actitud de flecha, seguir la l ínea recta. Tuvimos la suerte de que en ese entonces C h i l e fuera un país poético. Dec i r « S o m o s j ó v e n e s poetas en acc ión» era provocar u n a sonrisa hasta en los rostros más severos. Muchas amables señoras nos a c o m p a ñ a r o n en la travesía de su hogar y nos h ic ieron salir por la puerta trasera. Siempre nos ofrecieron un vaso de vino. . . Esta travesía de la c iudad en l ínea recta fue para nosotros u n a experiencia fundamental , porque nos e n s e ñ ó a vencer los obs tácu los h a c i é n d o l o s part ic ipar en la obra de arte. E r a como si, u n a vez decidido el acto, la realidad entera danzara con él.

Poco a poco , fuimos comet iendo actos que invo lucraban m á s participantes. Un día , metimos gran cantidad de monedas en u n a caja de galletas agujereada y recorrimos el centro de la c iudad, de jándola s caer. ¡Era extraordinario ver a la gente b ien vestida, olvidando su d ignidad, agacharse febri l a nuestro paso, la calle entera con la espalda doblada! También decidimos crear nuestra propia c iudad imaginaria j u n t o a la c iudad real. Para ello teníamos que proceder a inauguraciones. Nos coloc á b a m o s al pie de una estatua o de cualquier monumento célebre, previamente cubierto, entero o en parte, por algunas sábanas, y e fec tuábamos una ceremonia de inaugurac ión s e g ú n los dictados de nuestra fantasía. Al descorrer la tela aplaudíamos y le d á b a m o s al monigote un sentido diferente al de su historia real. Por ejemplo, aplaudimos a l h é r o e naval A r t u r o Prat porque, al saltar al abordaje y recibir en la cabeza el machetazo que le diera el cocinero del barco enemigo, se h a b í a i l u m i n a d o e inventado en su a g o n í a la receta de las empana-

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das al horno . De otro padre de la patria se alababa el que hubiera vencido al e jército enemigo usando como arma el amor, enviando al invasor u n a horda de expertas prostitutas entre las cuales, por idealismo patr iót ico, se contaban sus hermanas, su madre y sus dos abuelas. Así, con estas jocosas inauguraciones nocturnas, regadas por abundante vino, les dimos otro sentido a los bancos, a las iglesias, a los edificios gubernamentales. Le cambiamos el nombre a una gran cantidad de calles. L i h n decía habitar en «Mal de A m o r e s » esquina c o n «Avenida del Dios Que En Mí No C r e e » . C u a n d o otros amigos se sumaron a los actos poét icos presentamos una gran expos ic ión de perros, suplantando a los canes por cualquier objeto. Un poeta desfilaba, por ejemplo, arrastrando una maleta y af irmando, para hacer valer a su «an imal» , que al no tener patas no p o d í a clavarse espinas, lo que economizaba m u c h o gasto veterinario. En e l desfile vimos al perro- lámpara (puedes leer toda la noche j u n to a él sin peligro de que te or ine) ; el perro-calzoncil lo de piernas largas (mejor que un galgo); el perro-tarro de basuras (en lugar de hacer i n m u n d i c i a s las r ecoge ) ; e l pe r ro-ca rab ina (muy buen g u a r d i á n ) ; el perro-billete de banco (es muy simpá t i co y nos atrae muchos amigos) ; etc. O t r a vez dec id imos que el d inero p o d í a ser transformado. En lugar de monedas usar í amos camarones hervidos. C u a n d o le pusimos en la mano al revisor que nos cobraba el billete de l au tobús u n o de estos rojos animales, no supo c ó m o reaccionar y nos de jó viajar sin problemas. Para entrar en un salón de baile pagamos la entrada con una concha marina . Muchas veces íbamos al Museo de Bellas Artes, nos p a r á b a m o s ante los cuadros e imi tábamos las voces de los personajes, a tr ibuyéndoles toda clase de discursos absurdos. Adqui r imos tanta per fecc ión en esta actividad que al final fuimos capaces de hacer hablar a una p intura abstracta. A veces L i h n y yo nos fijábamos objetivos que, por su simpleza, se h a c í a n ex t raños : cuando nos h a r t á b a m o s de la Univer s idad , íbamos a Valparaíso en tren, decididos a no regresar hasta que una anciana nos invitara a tomar una taza de té. En busca de esta anfitriona, que c o m p a r á b a m o s a las magas de los cuentos

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de hadas, r ecor r í amos las abigarradas calles de los cerros de l puerto. F ing iendo un cansancio extremo, c a m i n á b a m o s apoyados el u n o en el otro, recitando poemas. No faltaba una señ o r a que nos ofreciera un vaso de agua. La convenc íamos de que era mejor darnos un té. Conseguido el objetivo, regresábamos triunfantes a la capital.

O t r o día , a c o m p a ñ a d o s de cuatro poetas, todos muy b ien vestidos, entramos en un restaurante francés . Pedimos filetes a la p imienta . C u a n d o nos los trajeron, nos frotamos c o n ellos los trajes, e m p a p á n d o l o s en salsa. Terminada la operac ión pedimos lo mismo y repetimos el acto. Y así , seis veces, hasta que todo el restaurante trepidaba, presa de una especie de pán ico . Cada u n o de nosotros, sacando una cuerda del bolsi l lo, se hizo un collar de seis filetes. Pagamos y salimos tranquilos, como si lo que h a b í a m o s hecho fuese la cosa m á s natural de l m u n d o . Un a ñ o d e s p u é s volvimos al mismo establecimiento y el jefe de los camareros nos dijo: «Si piensan hacer como el otro día , no los podemos a d m i t i r » . El acto lo h a b í a impres ionado de tal m o d o que, a pesar de haber transcurrido tanto t iempo, le parecía que nos hab ía visto la semana anterior... O t r a vez decidimos anunciar la l legada de un sabio sufí , al que bautizamos Assis Namur . Repartimos panfletos que dec ían : « M a ñ a n a , a las c inco de la tarde, a los pies de la virgen del cerro San Cristóbal , el santo Assis Namur-el-pobre, de spués de un supremo esfuerzo, l legará a la indi ferencia» . Tomamos el funicular, nos sentamos a los pies de la gigantesca V i r g e n . L i h n , enrol lado en u n a sábana , en pos ic ión de medi tac ión, c o n un lápiz para cejas, se escribió un rotundo « ¡ N o ! » en la frente. Esperamos horas. No l legó nadie. S in embargo, al d ía siguiente, aparec ió un pequeño ar t ículo en el Diario de la Tarde, re latando que el famoso sheik Assis N a m u r hab ía visitado Santiago de C h i l e .

C o n nuestros actos poét icos pre tend íamos poner en evidencia la cualidad imprevisible de la realidad. En una reunión de la A c a d e m i a L i terar ia , L i h n y yo comenzamos, dando gritos de horror, a sacarnos de todos los bolsillos carne picada para bom-

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bardear con ella a los dignos asistentes. Se f o r m ó un p á n i c o colectivo. Para nosotros la poes í a era una convulsión, un terremoto. Deb ía denunciar las apariencias, desenmascarar la falsedad y cuestionar los convencionalismos. Frente a una terraza de un café, vestidos de mendigos, sacamos un violín y una guitarra como si fuésemos a tocar. Rompimos los instrumentos musicales estrel lándolos contra la acera. Le dimos una moneda a cada parroquiano y nos fuimos. En la conferencia de un profesor de l i teratura, en el salón central de la Universidad de Chi le , c o n tra

jes de explorador, nos acercamos gateando a la mesa del orador y, con melodramát icos quejidos de sed, nos peleamos por beber el agua de la clásica botella. Disfrazados de ciegos y l lorando a gritos, hicimos cola para entrar en un cine. En un acto de homenaje a las madres, el 10 de mayo, vestidos de esmoquin cantamos una canción de cuna d e r r a m á n d o n o s en la cabeza varias botellas de leche. El entusiasmo juveni l , sin embargo, nos hizo cometer algunos graves errores. Fuimos a la Facultad de M e d i cina y, con la compl ic idad de amigos estudiantes, robamos los brazos de un cadáver. L i h n uno y yo el otro, nos los metimos en una manga del abrigo. Luego nos dedicamos a saludar a la gente dándo le s la mano muerta. Nadie se atrevía a comentar que estaba dura y fría porque no quer ían enfrentarse al hecho bruto de ese miembro muerto. Cuando terminamos el juego macabro, arrojamos los brazos al río M a p o c h o sin pensar en las consecuencias y sin respetar al ser humano que los hab ía p o s e í d o . Este sentimiento de l ibertad nos condujo al cr imen. En las or illas del río Mapocho , en aquel entonces agrestes, una co lonia de hormigas había fabricado su escultural ciudad. Enr ique y yo citamos en esas laderas a un grupo de artistas p romet iéndo le s una « c o m e d i a e jemplar» . Pusimos sillas plegables alrededor del h o r m i g u e r o . L legamos vestidos de soldados. Avanzamos haciendo resonar las botas con el paso del ganso, saludando a la manera nazi , y pisoteamos el n i d o hac iendo u n a matanza de millares de insectos. Estos, enloquecidos, se extendieron c o m o una mancha negra bajo los pies de los espectadores que, asqueados, comenzaron a zapatear. Si b ien es cierto que todos com-

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prendieron lo bien fundado de nuestro mensaje, no por eso dej á b a m o s de ser unos crueles asesinos de hormigas. Nos sentimos afectados por esta experiencia y eso hizo que nos interrog á r a m o s seriamente. ¿Cuál es la definición de un acto poét ico? Debe ser bello, impregnado de una cualidad onírica, prescindir de toda justif icación, crear otra realidad en el seno mismo de la rea l idad ord inar ia . Permite trascender a otro p lano . A b r e la puerta de una d imens ión nueva, alcanza un valor purificador... Por ello, al proponernos realizar un acto diferente de las acciones ordinarias y codificadas, era necesario que mid iéramos de antemano las consecuencias. Debía ser una fisura vital en el orden petrif icado que perpetuaba la sociedad, no la manifestación compulsiva de una rebel ión ciega. E r a esencial desconfiar de las energías negativas que p o d í a l iberar un gesto insensato. Comprend imos por q u é A n d r é Bretón se hab ía excusado tanto después de declarar, cediendo al entusiasmo, que el verdadero acto surrealista consistía en salir a la calle blandiendo un revólver para matar a cualquier desconocido... El acto poét ico , gratuito, d e b e r í a permit i r manifestar con bondad y belleza energías creativas normalmente reprimidas o latentes en nosotros. El acto irracional era una puerta abierta al vandalismo, a la violencia. Cuando la mult i tud se enardece, cuando las manifestaciones degeneran y la gente incendia automóviles y rompe cristales, se asiste también a una l iberación de energías reprimidas. Pero aquello no merece el nombre de acto poét ico. . . Un ha iku j a p o n é s nos dio una clave: el a lumno le muestra al maestro su poema:

r Una mariposa:

/) le quito las alas. ' ¡Obtengo un pimiento!

La respuesta del maestro es inmediata. - N o , no es eso. Escucha:

i

( Un pimiento:

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le agrego unas alas. ¡Obtengo una mariposa!

La lección era clara: el acto poét i co deb ía ser siempre positivo, buscar la construcc ión y no la destrucción.

Pasamos revista a los actos que h a b í a m o s ejecutado. M u chos de ellos no eran sino reacciones rencorosas hacia u n a sociedad que c o n s i d e r á b a m o s vulgar, o simulacros m á s o menos torpes de un acto d igno de llamarse poét ico . V i m o s claramente que el d ía que invadimos la t ienda de mi padre -perseguidos por Assis N a m u r que clamaba que Ja ime era santo porque vendía un precioso v a c í o - para abrir una caja y mostrar que no contenía nada, h u b i é r a m o s debido llegar en proces ión c o n un saco de calcetines y l lenarla , para que su s u e ñ o de comerciante se hiciera realidad. En lugar de poner tierra c o n lombrices entre las piernas de mis padres, hubiera tenido que l lenar la cama con monedas de chocolate. En lugar de observar en la oscuridad, como una f iera , e l sexo de mi hermana d o r m i d a , con inmensa delicadeza deber í a haber colocado entre esos labios una perla. En lugar de cortarle los brazos al muerto, debimos pintarlo de dorado, vestirlo con una túnica violeta, ponerle melena y barba y agregarle una corona de focos eléctr icos para convertirlo en un Cristo. Debimos colocar j u n t o a l h o r m i guero una virgen de yeso untada de mie l para que las h o r m i gas la cubrieran d á n d o l e una pie l viviente...

D e s p u é s de esta toma de conc ienc ia no tuvimos remord i mientos. El error es disculpable, mientras se cometa una sola vez y en una sincera b ú s q u e d a de conocimiento . Aquellas atrocidades nos hab ían abierto la vía del verdadero acto poét i co . Decidimos crear uno para el consagrado Pablo Neruda . Se sab ía que regresar ía de E u r o p a en una fecha muy precisa, durante la primavera. H a b í a m o s c o n o c i d o a un cabal lero cuya pas ión era cultivar mariposas. C o n o c í a a fondo las costumbres de esos insectos y sabía criar sus larvas. Lo hicimos cómpl i ce de nuestro acto. Fuimos c o n él a Isla Negra , playa donde el poeta

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hab ía construido un refugio uniendo varias casas, entre las que e m e r g í a una torre. L i h n , con aire de mago, introdujo en la antigua chapa una llave vieja, al parecer un recuerdo de su abuela, y sin hacer el m e n o r esfuerzo la hizo girar. ¡Se abr ió la puerta d e l an t ro sagrado! A pesar de que s a b í a m o s que en esa é p o c a allí no habitaba nadie, entramos andando sobre la punta de los pies, con miedo de despertar qu ién sabe q u é musa terrible . Los cuartos estaban llenos de hermosos y extraños objetos: colecciones de botellas de todos los tipos, mascarones de proa con rostros encendidos por el de l i r io , piedras estrafalarias, enormes conchas de mar, libros antiguos, bolas de cristal, tambores primitivos, cajas moledoras de café, todo tipo de espuelas, m u ñ e c o s folklóricos, autómatas , etc. E r a un museo encantador formado por el n iño que habitaba en el a lma del poeta. C o n respeto religioso no tocamos nada. Nos movimos poco, más que andar nos deslizamos esquivando los objetos. El cultivador de mariposas, cargando sus paquetes, tieso como una estatua, apenas se atrevía a respirar. De pronto Enr ique fue pose ído por u n a energ ía angél ica que le hizo perder gran parte de su peso. C o m e n z ó a saltar sin el m e n o r esfuerzo, entonando u n a canc ión compuesta de sonidos ininteligibles, que sonaban entre á rabe y sánscrito. Lo vimos bailar como si su cuerpo h u b i e r a p e r d i d o los huesos, sus equi l ibr ios eran fantást icos , m á s y m á s osados, m á s y m á s cerca de los preciosos objetos. C u a n d o l legó al paroxismo se agitaba tan r á p i d o que parec ía tener cientos de miembros. No r o m p i ó nada. Todo permaneció en su sitio. Terminada la danza, nos arrodil lamos meditando mientras el caballero colocaba en rincones estratégicos sus larvas. Terminada su tarea, emprendimos el regreso a Santiago. El cultivador nos a s e g u r ó que, cuando N e r u d a entrara en su casa, de todos los r incones surg i r ían nubes de mariposas.

Antes de lanzar en 1953 mi l ibreta de direcciones al mar, tomar un barco en Valparaíso , cuarta clase en dormitor io colectivo, y partir hacia París con sólo cien dólares en el bols i l lo , dec i d i d o a n u n c a m á s regresar, no porque no amara C h i l e o a

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mis amigos (me dol ió profundamente cortar todos los lazos), sino para vivir a fondo la idea de que el poeta debe ser un árbo l que convierte sus ramas en raíces celestes, realicé dos actos poét icos , uno en c o m p a ñ í a de L i h n y el otro solo, que afectar o n profundamente mi carácter.

En una librería que no por azar se l lamaba Déda lo , Enr ique y yo presentamos una obra de títeres de Federico García L o r c a en nuestro teatrillo, que llamamos El Bululú. D o m a r a mi amigo poeta para que ensayara, s acándo lo de los brazos de Baco, fue una tarea c ic lópea. Por suerte fuimos alentados p o r nuestras novias y sus hermanas, que pacientemente cosieron todos los trajes. El d ía de la representac ión, el públ ico , la mayoría españoles refugiados de la guerra civil , l lenó el lugar y no escatimó sus aplausos. A pesar de que el precio de la entrada era módico nos tocó una buena cantidad de dinero. Eufóricos por el éxito, después de repetidos brindis, decidimos alquilar uno de esos coches abiertos tirados por un caballo, llamados «victoria», como hacían las parejas románticas y los turistas. Le preguntamos al cochero q u é recorr ido har ía a cambio de la suma que hab íamos ganado. Nos propuso un paseo de cinco ki lómetros por las calles más bellas de l centro y sus alrededores. Aceptamos, pero en lugar de viajar c ó m o d a m e n t e sentados, corrimos detrás de la victoria. (Es decir, perseguimos a la fama.) En los últimos trescientos metros, la alcanzamos y terminamos el recorr ido sentados y alzando los brazos como si fuéramos campeones... En forma intuitiva h a b í a m o s descubierto que el inconsciente acepta c o m o reales hechos que son m e t a f ó r i c o s . Ese acto, al parecer absurdo, excéntr ico , era un contrato que hacíamos con nosotros mismos: invertiríamos nuestra energ ía en la obra, nos dar íamos el trabajo de perseguir la victoria, no seríamos perdedores sino ganadores. Enr ique L i h n dedicó toda su vida al arte, per fecc ionó su obra sin cesar, falleció a los 59 años . Es considerado como uno de los grandes poetas chilenos. El último verso que escribió, en su lecho de enfermo, fue: «...desovi-¡ l ia el ovillo de la muerte con sus manos que se dirían de ánge l » .

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El segundo acto poét ico , cuando estaba p r e p a r á n d o m e para partir y la despedida que me ofrecían mis amigos en el Café de l Tango, frente a la A lameda de las Delicias, se prolongaba, o í m o s un creciente rumor, algo así como si se aproximara una ola gigantesca. Nosotros, los j óvenes artistas, que vivíamos aislados en nuestra esfera idealista, sin que nos importara para nada la vulgar polít ica, no nos h a b í a m o s dado cuenta de que el pa í s estaba votando para elegir a un nuevo presidente. El candidato popular, en esa votación democrát ica , absurdo f enómeno histórico, era el ex dictador mil i tar Carlos Ibáñez del Campo . Y ahora , p o r segunda vez, y p o r su p r o p i a v o l u n t a d , el pueblo le hab ía dado el mando. La marejada atronadora estaba compuesta por unos cien m i l individuos que subían desde la p a u p é r r i m a Estación Centra l hacia los barrios encopetados proc lamando el tr iunfo. E r a un oscuro r ío de hormigas eufóricas y borrachas que invadía la ancha avenida. Picado no sé p o r q u é b icho , me levanté de un salto y l leno de una a legr ía incontenible corr í hacia la Alameda , me p a r é en medio de ella y esp e r é que llegara hasta mí la marabunta. C u a n d o tuve a pocos metros la pr imera l ínea de vociferantes me puse a gritar a voz en cuel lo , sin pensar un segundo en las peligrosas consecuencias: « ¡Muera Ibáñez !» . Ya no era David contra Goliat , era u n a pulga contra K i n g K o n g . ¿ C ó m o se me pudo ocurr i r enfrentarme a c ien m i l individuos? En estado de éxtasis, extranjero a mi cuerpo y por lo tanto al miedo, grité y grité , hasta enronque-cer, insultando al nuevo presidente. El r ío no reacc ionó . Mi acto era tan insensato que se les hizo impensable. S implemente me integraron al t r iunfo . Yo era u n o de ellos, un c iudadano m á s que vitoreaba a su nuevo mandatario. En lugar de «muera» oyeron «viva». Mientras el torrente h u m a n o pasaba alrededor de mí, yo, ahí , de pie, parecido a un sa lmón desafiando a la corriente, me di cuenta de que no estaba hac iendo aquello porque quer ía morir , sino, bien al contrario, porque, sobre todo , q u e r í a vivir, es decir , sobrevivir s in ser tragado p o r ese m u n d o prosaico. S in embargo e l tal m u n d o prosaico, p o r lo i r rac ional , tiene destellos surrealistas. La gente que avanzaba

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no iba gritando «Viva Ibáñez» sino «Viva el Caba l lo» . El candidato ganador hab ía comenzado su carrera como oficial de cabal lería y porque hablaba poco y tenía unos dientes anormalmente grandes, el pueblo lo l lamaba el Caballo. Quizás por eso g o b e r n ó el país a coces.

Mis amigos, que al p r inc ip io creyeron que hab ía corr ido a vomitar al b a ñ o , se inquietaron por mi desapar ic ión , salieron a buscarme a la calle y me divisaron parado vociferando contra todos en medio del desfile. Pálidos, l legaron hasta mí y me sacaron en andas. Me d e s p l o m é en el café sobre u n a mesa, c o n el resuello cortado. El cuerpo me dol ía entero, como si me hubieran dado una paliza. Luego me acomet ió una risa nerviosa y un temblor intenso. Me calmaron l a n z á n d o m e en el rostro el agua de una jarra . El Ale jandro que se ca lmó ya no era el mismo. Se hab ía despertado en su inter ior una fuerza que le permitiría remontar muchas corrientes adversas. A ñ o s m á s tarde ap l iqué esta exper iencia a la terapia: no se puede sanar a alguien, sólo se le puede enseñar a sanarse a sí mismo.

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E l teatro como r e l i g i ó n

Antes de 1929, el norte de Chi le atraía aventureros de todo el m u n d o . A ú n los alemanes no habían inventado el salitre sintético, y al salitre natural se le l lamaba oro blanco. Los barcos extranjeros ven ían a cargar mil lares de ki los de esa mater ia ambigua, doble , a n d r ó g i n a , que por un lado, en su cual idad de potente abono, era aliada de la vida y por otro, el más codiciado, sirviendo para fabricar explosivos, aliada de la muerte. En ese m u n d o de mineros corría el d inero a raudales. En Iqui-que, Antofagasta y Tocopi l la , prosperaban los bares, los barrios de prostitutas y los artistas. En las aldeas mineras se construían enormes teatros. Todo tipo de c o m p a ñ í a s visitaban esa nueva Cal i fornia . V i n i e r o n grandes cantantes de ópera , bailarinas como A r m a Pavlova o lujosos espectáculos de variedades. Justo al nacer yo, no sólo se d e r r u m b ó la Bolsa en Estados Unidos , sino que el salitre s intét ico c o m e n z ó a venderse a m u c h o menos prec io que el de la r e g i ó n nor teña . Las minas y las ciudades que se al imentaban de ellas entraron en una lenta agonía . S in embargo, a pesar de la crisis e c o n ó m i c a , por una especie de i n e r c i a , algunas c o m p a ñ í a s , por supuesto m á s modestas, sigu ieron visitando esas salas que, por falta de cuidados, poco a poco se iban desmoronando. El Teatro M u n i c i p a l de Tocopil la , transformado en cine, de t iempo en t iempo, sobre todo en i n v i e r n o , e s tac ión idea l p o r la ausencia de lluvias, alzaba la

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pantal la blanca dejando al descubierto un ampl io escenario. Muchos espectáculos se presentaron allí. Cada uno me e n s e ñ ó algo. No digo que c o n mi cerebro infanti l tradujera este conocimiento en palabras. Mi intuición lo absorb ió como semillas, que lentamente, con el transcurso de los años , fueron desarrol l ándose , cambiando mi p e r c e p c i ó n del m u n d o , guiando mis acciones y, al fin, mani fe s tándose en la Psicomagia. Aparte de Fu-Manchú, el prestidigitador que describí en un capí tulo precedente, pude maravillarme viendo a T i n n y Griffy, una inmensa gr inga de por lo menos trescientos kilos, que cantaba, actuaba y bailaba zapateando vestida c o m o Shir ley Temple . El escenario, cor ro ído por el ambiente salino, no resistió tal peso y la gorda se hund ió . Un grupo compacto de hombres, como hormigas cargando un escarabajo, la sacaron en andas y la depositaron en el taxi que la llevaría al hospital de Antofagasta, a c i en k i l ó m e t r o s de dis tancia . T i n n y Griffy, para caber en e l asiento trasero, tuvo que sacar por u n a ventanil la sus dos piernas, semejantes a inmensos jamones. A p r e n d í que entre nuestros gestos y el m u n d o hay una estrecha relación. Si se sobrepasa la resistencia de l medio , éste , al ser destruido, al mi smo t iempo nos destruye. Lo que le hacemos al m u n d o nos lo hacemos a nosotros mismos. T a m b i é n l legó un e s p e c t á c u l o de perros. Canes de todas las razas y en gran n ú m e r o , vestidos como seres humanos: la muchacha buena, su novio, el malo, la seductora, el payaso, etc. Durante hora y media vi un universo donde los perros hab ían suplantado a la raza humana , imagin é , quizás diezmada por una peste. Cuando salí de l teatro, la calle me parec ió poblada de animales vestidos con ropas humanas. No sólo perros, t ambién tigres, avestruces, ratas, bu i tres, ranas. A esa temprana edad se me hizo evidente la pel igrosa parte a n i m a l d e cada p s i q u i s m o . . . V i n o t a m b i é n e l maravilloso L e o p o l d o Frégoli . El hombre interpretaba a toda una c o m p a ñ í a , c a m b i á n d o s e vertiginosamente de trajes. P o d í a ser gordo o flaco, mujer u hombre , sublime o r idículo. Su espec tácu lo me hizo comprender que yo no era uno , sino varios. Mi alma semejaba un escenario donde habitaban incontables

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personajes luchando por apoderarse de l mando . La personalidad era un asunto de e lección. P o d í a m o s elegir ser lo que quis iéramos . V i n o una famil ia , padre y madre más catorce hijos. E r a n italianos. Los niños , tan domados como los canes, bailaban, h a c í a n acrobacias, equi l ibr ios , malabarismos, cantaban. El que m á s me gustó fue un niño de 3 años vestido de pol icía que les daba de macanazos a culpables e inocentes. Gracias a ellos pude comprender que la salud de u n a famil ia consiste en realizar una obra en c o m ú n , que no hay un foso que separe a las generaciones, que la revuelta de los hijos contra los padres debe ser suplantada p o r l a a b s o r c i ó n de un c o n o c i m i e n t o siempre, claro está, que la generac ión precedente se dé el trabajo de expandir su conciencia y transmitir lo adquir ido. P o r otra parte, viendo a esos p e q u e ñ o s disfrazados de adultos, pude darme cuenta de que el n i ñ o nunca muere , de que cada ser h u m a n o , si no ha hecho su trabajo espiritual, es un n iño disfrazado de adulto. Es maravilloso ser n iño cuando se es n iño y terrible que en la temprana edad se nos obligue a ser adultos. T a m b i é n es terrible ser n iño cuando se es adulto. Madurar es colocar al n iño en su sitio, dejarlo vivir en nosotros pero no como amo sino como seguidor. El nos aporta el asombro cotidiano , la pureza de la intención, el juego generador, pero en n i n g ú n caso debe convertirse en tirano.

Creo también que la fascinación por e l teatro entró en mi a lma gracias a tres acontecimientos que marcaron profundamente mi alma infanti l . Participé en el entierro de un bombero , vi un ataque epi lépt ico y e scuché cantar al pr ínc ipe ch ino .

C o m o la Casa U k r a n i a estaba al lado del cuartel de los bomberos, mi padre, para matar su aburr imiento , no tardó en inscribirse en la Pr imera C o m p a ñ í a . En ese pueblo tan p e q u e ñ o , los incendios eran escasos, a lo más u n o por a ñ o . Ser bombero entonces se convertía en una actividad social, un desfile cada aniversario de la fundac ión de la C o m p a ñ í a , algunos bailes benéf icos , ejercicios públ icos para probar los equipos, campeonatos de fútbol in tercompañía s (había tres) y presentac ión de

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su orquesta los domingos en el kiosco de la plaza. C u a n d o reun ieron los fondos para comprar un flamante carro, los bomberos vistieron su traje de parada, panta lón blanco y chaqueta roja c o n u n a es tre l la de c i n c o puntas sobre e l c o r a z ó n , y se sacaron una fotografía en grupo. Mi padre me propuso como mascota. La idea fue aceptada y yo me vi , a los 6 años , convertido como por arte de magia en bombero . Por esa cont inua danza de la realidad, apenas estalló el fogonazo que inmortal izar ía a la C o m p a ñ í a , estalló en el barrio de los pobres un incendio . Así, con los uniformes de lujo, cubr iendo el c a m i ó n c o n un rac imo blanquirro jo par t ió la C o m p a ñ í a hacia e l siniestro. S in que nadie me invitara, me colé entre ellos. No a p a g u é n i n g u n a l lama pero se me e n c o m e n d ó la sagrada tarea de vigilar las hachas porque la p o b l a c i ó n ind igente era capaz, mientras los bomberos luchaban por salvarlos de l fuego, de robar no sólo las hachas sino t ambién las ruedas, las escaleras, las mangueras, las tuercas y los tornillos de la lujosa máqu ina . C u a n d o acabaron de extinguir al enemigo, se d ieron cuenta de que faltab a e l c o m a n d a n t e d e l a C o m p a ñ í a : l o a r r a n c a r o n d e los escombros convertido en algo negro. Velaron ese cadáver en el cuartel, dentro de un a taúd blanco cubierto de flores anaranjadas y rojas que s imbolizaban las llamas. A media noche lo sacaron de allí para llevarlo, en un solemne desfile, hacia el cem e n t e r i o . N u n c a u n e s p e c t á c u l o m e h a b í a i m p r e s i o n a d o tanto, sentí orgullo de participar, pena por los deudos y, sobre todo, terror. Era la pr imera vez que me paseaba a esas horas de la noche por la calle. Ver a mi m u n d o cubierto de sombras me reveló el lado oscuro de la vida. A q u e l l o que era amigo, ocultaba un aspecto pel igroso. Me aterraron los habitantes que se amontonaban en las aceras, re lumbrando en sus siluetas oscuras el blanco de sus ojos, para vernos pasar dando trancos lentos, deslizando los pies sin doblar las rodillas. Pr imero iba la orquesta tocando u n a desgarradora m a r c h a f ú n e b r e . L u e g o venía yo, solo, p e q u e ñ i t o , ocul tando c o n un rostro de guerrero mi inconmensurable angustia. Después avanzaba el ostentoso coche por tando el f é re t ro y p o r fin, d e t r á s de él, las tres

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C o m p a ñ í a s con sus trajes de parada, cada bombero a lzando una antorcha. D j ; c o m ú n acuerdo todas, las luces deJIocopilla_ estaban apagadas. La sirena no cesaba de sonar. Las llamas de las teas creaban sombras que se agitaban como buitres gigantescos. Resistí desfilar así unos tres k i lómetros , luego me desmayé. Jaime, que iba en el carromato al lado del chofer, se bajó de un salto y me r e c o g i ó . D e s p e r t é en mi cama c o n u n a fiebre muy alta. Me parec ía que las sábanas estaban llenas de cenizas. El olor de las coronas, con flores traídas de Iquique, se me hab ía pegado a las fosas nasales. Me pa rec í a que los buitres de sombra anidaban en mi cuarto dispuestos a devorarme. Jaime no encontró m á s forma de calmarme, mientras me p o n í a toallas h ú m e d a s en la frente y en el vientre, que decirme: «Si hubiera sabido que eras tan impresionable, no te invito al entierro. P o r suerte te recog í apenas caíste. No te preocupes, nadie se dio cuenta de tu c o b a r d í a » . Durante m u c h o t iempo soñé que la estrella del uni forme se me adher í a como un animal en el pecho, succionando mi voz para impedi rme gritar, mientras iba encerrado en un a t aúd blanco rumbo al cementerio. . . Más tarde esta angustiosa exper ienc ia me permit i r ía util izar, para las curaciones ps icomágicas , el funeral metafór ico : un impresionante ritual donde se sepulta la personalidad enferma.

En los l ímites de T o c o p i l l a , d i r e c c i ó n Iquique , l a f ami l i a Prieto había construido un balneario públ ico . La ampl ia piscina, cavada en las rocas al borde del mar, era l lenada p o r las olas. No me gustaba nadar allí porque uno p o d í a encontrarse con peces y pulpos. El lugar era muy concurr ido . En algunas ocasiones vi correr gente hacia una playa vecina pues allí, levantado una nube de arena, se retorcía , presa de un ataque de epilepsia , e l Cuco , un h o m b r e calvo en paro. La gente, que s iempre estaba d i s t ra ída b a ñ á n d o s e o b e b i e n d o botellas de cerveza por docenas, se enteraba porque el enfermo comenzaba a emit ir g ruñidos roncos que iban aumentando de intensidad hasta convertirse en atronadores alaridos. En m e d i o de u n a nerviosa alharaca, el grupo se lo llevaba cargando hacia

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un sa lón cubierto, a la sombra, mientras no cesaba de agitarse y aullar lanzando espuma por la boca. El e scánda lo duraba un hora , t iempo que el ataque del C u c o necesitaba para desaparecer. C o n orgul lo de haberlo salvado a tándo le las manos, los pies y met i éndo le un mango de p lumero en la boca, los mirones hac ían una colecta y le ofrecían una empanada y una cerveza. Él c o m í a y beb ía , con cara de perro triste, y luego se iba, agachando la cabeza. A mí , como a muchos otros, supongo, me daba u n a gran pena. . . Ese d o m i n g o por la m a ñ a n a , mom e n t o en que el balneario estaba repleto, c o m e n c é a oír, antes que nadie, los resuellos del calvo. Corr í hacia la playa y lo vi c ó m o d a m e n t e sentado en una piedra, e s m e r á n d o s e en i r elevando el vo lumen de su lamento. No me vio llegar. C u a n d o le t o q u é el h o m b r o y me vio, se levantó de un salto l a n z á n d o m e u n a mirada furiosa. Agar ró un guijarro, amenazador. « ¡Lárgate de aquí , n iño de m i e r d a ! » Salí corr iendo, pero apenas sentí que me ocultaban las rocas me detuve para observarlo. Cuando , a t ra ídos por sus alaridos, los bañistas comenzaron a correr hacia él, se met ió un pedazo de j a b ó n en la boca, se tendió en el suelo y c o m e n z ó a retorcerse y echar espuma. ¿Quién iba a creerme que el C u c o era un actor redomado, tan sano como aquel los que a c u d í a n a salvarlo? C u a n d o se r e t o r c í a en ese suelo l l eno de piedrecillas puntiagudas, se her ía dolorosamen-te la p ie l ; los salvadores, nerviosos, al levantarlo lo estrellaban contra las rocas; la empanada que le daban era mediocre y la cerveza una. ¿Valía la pena darse ese tremendo trabajo por tan poco? Me di cuenta de que lo que ese pobre hombre perseg u í a era la a tención de los otros. Más tarde c o m p r o b é que todas las enfermedades, hasta las más crueles, eran u n a fo rma de e spectácu lo . En la base había u n a protesta contra u n a carencia de amor y la prohib ic ión de cualquier palabra o g e s t ó que evidenciara esa falta. Lo no d icho , lo no expresado, el secreto, p o d í a llegar a convertirse en enfermedad. El a lma i n fant i l , ahogada por la prohibic ión, e l imina las defensas orgán i c a s p a r a p e r m i t i r l a e n t r a d a d e l m a l q u e l e d a r á l a opor tun i dad de expresar su desolac ión. La enfermedad es u n a

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metáfora . Es la protesta de un n i ñ o convertida en representación.

En el edificio de bomberos, segundo piso, h a b í a un gran salón que nadie util izaba. A J a i m e se le ocurr ió que la C o m p a ñ í a p o d í a explotar ese espacio a r r e n d á n d o l o para f iestas . El tiempo pa só y, probablemente por la crisis, no se p r e s e n t ó n i n g ú n cliente. Mi padre a f i rmó que no era p o r falta de d inero sino por inercia ; nadie quer í a darse el trabajo de cambiar sus viejas costumbres. Las grandes fiestas, bodas, entrega de premios, se hac ían en el salón de patinaje de l balneario de los Prieto y basta... «Vamos a darles un e j e m p l o » , di jo y, h a c i é n d o s e cl iente de l restaurante El Puente de Jade para obtener del d u e ñ o que fuese su intermediar io , ofreció gratis el espacio bomber i l a la c o l o n i a c h i n a , c o m p r o m e t i é n d o s e é l m i s m o a organizar les una kermes animada por las orquestas de las tres C o m p a ñ í a s . Las familias asiát icas ba i l a ron tangos tocados p o r los instrumentos de viento, apostaron en las tómbola s , c o m i e r o n churrascos y beb ie ron v i n o c o n aguardiente , duraznos y fresas. Esa fiesta, para ellos exót ica , les gus tó tanto que le d i e ron un d i p l o m a a mi padre d e c l a r á n d o l o amigo de la co lon ia ch ina . Roto el h ie lo racial , algunos chinos v i n i e r o n a nuestra casa, por la noche, a jugar al mah- jongl Entre ellos, el más asiduo fue un hombre joven , de p ie l mate c o n tinte amari l lo , sin u n a mancha, sin un vello, con las u ñ a s largas y pulidas, el pelo tup ido y negro recortado con prec i s ión m a t e m á t i c a y el rostro tan b ien dibujado como una figurilla de porcelana. Sus trajes de casimires finos, cortados a la p e r f e c c i ó n , sus camisas de cuello ampl io , sus corbatas de un gusto exquisito, sus zapatos de charo l lanzando destellos, sus calcetines de seda, colaboraban armoniosamente con sus gestos distinguidos. Ja ime lo llamaba el Pr íncipe . Yo, que nunca hab ía visto tal belleza mascul ina , lo miraba extasiado t o m á n d o l o p o r un gran juguete. É l

'Juego chino, emparentado con el dominó, en el que se utilizan 144 fichas de madera.

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sonre í a f i jando en mí sus ojos rasgados. Luego , con un r i tmo hipnót ico , me dec í a cosas en ch ino que, aunque yo no las pod ía comprender , me hac ían reír... U n a tarde, Sara Fe l ic idad , muy emocionada, me dijo: «Tengo una not ic ia maravillosa: e l Pr íncipe esta noche nos va a cantar ópera , al estilo de su pa í s » . C o m p r e n d o por q u é mi madre estaba tan conmovida : cuando era j o v e n h a b í a q u e r i d o ser cantante de ó p e r a , pero su padrastro y su madre le qui taron la vocac ión a palos. A las diez de l a n o c h e l l egó e l hermoso c h i n o . Ven ía a c o m p a ñ a d o de dos mús icos vestidos c o n faldas sobre pantalones de raso. U n o cargaba un raro instrumento de cuerda, e l otro un tambor. El Pr ínc ipe , portador de u n a maleta, p id ió que se le concediera u n a h o r a para vestirse y maquillarse en la sala de baños . Mi s padres esperaron impacientes j u g a n d o al d o m i n ó . Yo , acost u m b r a d o a acos ta rme t e m p r a n o , c o m e n c é a d o r m i r m e . C u a n d o el Pr ínc ipe se p r e s e n t ó ante nosotros, se me h e l ó el bostezo en la boca, Sara Fel ic idad luchó por atajar una tos nerviosa, Ja ime abr ió los ojos con tal fuerza que parec ió que n u n ca iba a poder volverlos a cerrar. El amigo c h i n o se hab ía convert ido en u n a bel la mujer. Dec i r bel la es decir poco. Al son la s t imero d e l i n s t r u m e n t o de cuerdas y a l r i t m o f é r r e o d e l tambor, dando r á p i d o s y cortos pasos, p a r e c i ó deslizarse flotando. Su bata, de seda y satén, lucía colores brillantes, rojo, verde, amar i l lo , azul , cuajados de incrustaciones de v idr io y metal . P o r las anchas mangas surgían sus p e q u e ñ a s manos p intadas de blanco c o n las uñas cubiertas de laca, agitando un aéreo p a ñ u e l o . En su espalda, a manera de alas, vibraban unas cuantas varillas portadoras de banderas. El rostro, convertido en m á s c a r a de diosa, t a m b i é n blanco, movía unos p e q u e ñ o s labios parecidos a los de l congrio . El Pr ínc ipe , o m á s b ien la Princesa, estaba cantando. No era una voz humana sino el lam e n t o de un insecto mi l enar io . Frases largas, sinuosas, agudas, de otro m u n d o , interceptadas p o r bruscas detenciones que subrayaban los dos instrumentos.. . Ca í en trance. Olvidé que estaba v iendo a un ser h u m a n o ; ante mí , l legado de un cuento de hadas, un ente sobrenatural c o m p a r t í a el tesoro de

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su existencia. Sara Fe l ic idad no pa rec í a sentir lo mismo. C o n el rostro granate y la resp irac ión entrecortada, f runcía el c e ñ o como si asistiera a un acto insano. Se veía que no p o d í a soportar que un hombre jugara a convertirse en mujer. Ja ime, al cabo de un tiempo, parec ió comprender el significado profundo de la representac ión : estaba viendo a un payaso oriental . Todo aquello era una broma que le jugaba su amigo. Se puso a reír a carcajadas. La apar ic ión in te r rumpió el canto, hizo u n a profunda reverencia, entró al b a ñ o y treinta minutos más tarde salió e l Pr ínc ipe , impecable como de costumbre. C o n u n a altiva d ignidad descend ió la escalera, seguido por sus dos acólitos , y salió a la calle para perderse en la noche y nunca más volver.

Pensando una y otra vez en esta tensa s i tuación, que me dejó un recuerdo imborrable , me di cuenta de que todo acto extraordinario abate los muros de la razón. Quiebra la escala de valores y remite al espectador a su prop io j u i c i o . Actúa como un espejo: cada cual lo ve con sus límites. Pero esos límites, al manifestarse, pueden provocar una inesperada toma de conciencia. «El m u n d o es como yo pienso que es. Mi s males vien e n de mi visión torc ida . Si qu ie ro sanar no es al m u n d o a

i quien debo tratar de cambiar sino a la op in ión que tengo de k él.»

Los milagros son comparables a las piedras: están por todas-' partes ofreciendo su belleza y casi nadie les concede vaiat~Vi-

' v imos en u n a rea l idad d o n d e a b u n d a n los prod ig io s , p e r o ellos son vistos solamente por quienes han desarrollado su per-

x cepc ión . S in esa sensibi l idad todo se hace banal , al aconteci-f m i e n t o maravi l loso se le l l a m a casual idad, se avanza p o r t e l ! m u n d o sin esa llave que es la gratitud. C u a n d o sucede lo ex

traordinario se le ve como un f e n ó m e n o natural , del que, como parás i tos , podemos usufructuar sin dar nada en cambio . Mas el milagro'exige un intercambio: aquello que me es dado debo hacerlo fructificar para los otros. Si no se está un ido no

ise capta el portento. Los milagros nadie los hace ni los provo-

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ca, se descubren. C u a n d o aquel que se cre ía ciego se quita los anteojos o icüros , ve la luz. (Esta oscuridad es la cárcel racionaf.

Cons idero que fue un gran milagro la llegada a Santiago de C h i l e , huyendo de la A lemania nazi , del coreógra fo K u r t J ó o s , a c o m p a ñ a d o por cuatro de sus mejores bailarines. O t r o milagro fue que el gobierno chi leno lo acogiera y le br indara u n a subvenc ión que le permi t ió instalar u n a escuela con amplios salones y recrear todos sus ballets expresionistas. En el centro de la c iudad se e r g u í a el M u n i c i p a l , un teatro estilo i tal iano, hermoso, ampl io , construido antes de la crisis, que a lbergó la mayor parte de las grandes c o m p a ñ í a s extranjeras que vinier o n en esa época . C o n mis amigos poetas h a b í a m o s descubierto, en la parte trasera del edificio, una puerta de servicio que no tenía cerrojo. Nos bastaba esperar que comenzase la func ión para sacarnos los zapatos e introducirnos , atravesando la penumbra , hasta llegar a los costados del escenario y desde allí observar el espectáculo . Mis amigos vieron La mesa verde, Pavana y La gran ciudad, sólo un par de veces. Yo vi por lo menos un centenar de representaciones. E r a tanta mi devoción que contemplaba de rodil las esas excepcionales coreogra f í a s . En La mesa verde, a lrededor de un rectángulo de este color, un grupo de d ip lomát icos hipócritas discutían sobre la paz, para al final declarar la guerra. Aparec ía la Muerte , vestida de dios Marte , interpretada con gran br ío por un danzar ín ruso, mos t rándonos los horrores del conflicto. En Pavana, una n iña inocente era aplastada por el r i tual de la corte. En La gran ciudad, dos adolescentes idealistas llegaban a Nueva York y en su afán de t r iunfo eran destruidos p o r los vicios de la implacable u r b e / P o r pr imera vez vi u n a técnica que empleaba con sab idur ía el cuerpo para que expresara una ampl ia gama de sentimientos e ideas. Los ballets que habían visitado el país dejaron un fastidioso legado: escuelas de la l lamada danza clásica que encerraban en un molde c o m ú n a todos los cuerpos, d e f o r m á n d o l o s en aras de u n a belleza hueca y obsoleta. J ó o s , escenif icando c o n su técnica sublime los m á s urgentes problemas, polít icos y

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sociales, p lantó la semilla que m á s tarde se desarrol ló en mi espíritu: la J inal idad d ^ l arte es r i i r a r SLeJ ar.tejM>.sana.n^ e« vpr-

. dadero. ( OH O' CU W & J O <~ Pude caer en el error de l imitarme a un arte preocupado só

lo de afirmar doctrinas políticas pero, por suerte, otro milagro se produjo. El bailarín pr incipa l , Ernst Uthoff, entró en conflicto con el genial coreógrafo y dec id ió crear su propio ballet, recuperando elementos de la danza clásica. Dejando de lado los problemas del m u n d o material, queriendo quizás olvidar los sufrimientos de la guerra, escenificó un cuento fantástico: Copelia. Aún recuerdo el nombre de la bailarina que encarnó a la muñeca que su creador iba a tratar de volver humana, robándo le el alma a un joven enamorado: V i rg in i a Roncal , una mujer que o f r e n d ó su vida a la danza. N i n g u n a belleza excepcional , peq u e ñ a de estatura, pero un talento gigantesco. La pr imera vez que la vi levantarse de la mesa donde yacía el cuerpo inánime del hombre al que le habían robado el alma, dar sus r ígidos pasos de autómata para poco a poco ir sintiendo la invasión de la vida y por último, en una especie de frenesí , desprenderse de los movimientos mecánicos y danzar como una verdadera mujer, y luego, al descubrir al j oven inanimado y darse cuenta de que esa alma no era suya, por honestidad, por amor, haciendo un esfuerzo supremo, devolver en un beso aquella vida que no le per tenecía y recuperar sus movimientos de autómata , me h i c i e ron l lorar . C o m p r e n d í que el arte no só lo d e b í a sanar_eJ , cuerpo sino también el alma. Todas las finalidades se re sumían en una sola:,realizar las potencialidades humanas para después . , trascenderlas. Sacrificar lo personal para llegar a io impersonal: nada es para mí que no sea para los demás.]

Fue tanta la a d m i r a c i ó n que me d e s p e r t ó Copelia que me acerqué a la escuela de Utho f f para ver si me admit ían. Allí me encandi ló una bailarina de espesa cabellera crespa, fuerte como un roble y grande como una yegua mágica . Tuve la suerte de gustarle. Me absorbí en ella. C o n o c í la danza a través de sus movimientos en el amor. U n a noche que se cortó la luz eléctri-

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ca, nos acariciamos sobre el escritorio donde dibujaba A n d r é Racz. Un sudor pegajoso nos fue cubriendo el cuerpo. No nos preocupamos, enardecidos como e s t ábamos por e l placer. La luz volvió de golpe. Nos encontramos con toda la pie l teñida de negro. Nuestros movimientos entusiastas habían hecho volcarse una gran botella de tinta china. N o r a vio en aquello un signo: el goce de sus movimientos me hacía olvidar mi talento de bailarín. No quiso ser culpable de aniquilar una vocación que para ella era sagrada. Me canceló sus encantos y me presentó a la yugoeslava Yerca Lucs ic , u n a apasionada maestra de baile moderno. Sus cursos eran intensos, en ellos se creaba sin cesar. A p r e n d í a moverme según los nueve caracteres del e n e á g o n o de Gurdjieff, a imitar a todo upo de animales, y también a parir y dar de mamar, s intiendo lo que era la maternidad, frente a mujeres que danzaban imitando la erección y la eyaculación de un falo. Investigamos la expres ión de las heridas del Cristo. Tuve que bailar el lanzazo en el costado, la corona de espinas y los clavos de los pies y manos. La danza se convirtió en una actividad que me permit ía conocer lo que yo era, más lo que yo no era. Yerca deseaba sobrepasar los límites. Y a causa de esto, murió. C o n sus ahorros había comprado una casita frente al océano en u n a playa cercana a la capital. Allí iba a pasar los fines de semana. F o r m ó pareja con un pescador. Es decir, con un hombre bello pero inculto. En lugar de educarlo, lo indujo a la afirm a c i ó n de sí mismo. Lo vistió de pescador l impio , y así, con un albo traje de tocuyo a lmidonado , un p a ñ u e l o rojo a l rededor de l cuello y los pies desnudos, lo presentó a sus amigos que venían a pasar allí el fin de semana. Eran bailarinas, artistas, profesores y alumnos universitarios, gente de la clase alta. La pareja fue muy celebrada. E l l a hablaba sin cesar, mientras él, mudo , servía los tragos. Un día la esperamos, pero Yerca no vino a darnos clase. Ni ese d ía ni toda la semana. Por los per iódicos nos enteramos de que el pescador la había asesinado cortando su cuerpo, con un alicate y un cuchil lo , en pedacitos. Cuando lo tomaron preso, denunciado por sus camaradas, ya había usado como carnada la mitad del cuerpo de mi maestra.

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Los actos criminales, a pesar de su horror, a veces nos provocan la misma fascinación que los actos poét icos . Por eso los aprendices de psicomagos deben tener m u c h o cuidado. Todo acto debe ser creativo y terminar c o n un detalle que afirme la vida y no la muerte. El pescador destruyó el cuerpo de la bailar ina . Yerca destruyó el espíritu del pescador. Si en lugar de eso se hubiera preocupado de hacerlo participar en su m u n d o creativo al mismo t iempo que el la a p r e n d í a a pescar, él no la habr ía asesinado y ella, quizás , habr ía creado un hermoso ballet sobre la pesca.

L i h n , al verme frustrado por mi carencia de cursos, me propuso que d ié ramos un recital de danza. « ¿ C ó m o , d ó n d e , c o n q u é música?» Me r e s p o n d i ó : « D e s n u d o s , c o n sólo un taparrabos para que no nos l leven presos. Junto a la fábrica de electricidad de la embajada. Los motores serán nuestra mús i ca» .

Frente al Parque Forestal, la embajada de Estados U n i d o s , c o n potentes motores, fabricaba su p r o p i a e lectr ic idad, para que los continuos temblores, al afectar a la Centra l Eléctrica, no la sumieran en la oscuridad. C o m o a las diez de la noche, todos los días y durante una hora, resonaban sus m á q u i n a s con un r i tmo regular. Allí citamos a nuestros amigos y, cuando com e n z ó el r i tmo bronco , nos desvestimos y nos pusimos a danzar c o m o locos. P r o n t o los espectadores s i gu ie ron nuestro ejemplo. C o m p r e n d í que todo p o d í a ser danzado. Que la realización artística era el resultado de apasionadas elecciones. Se nos o frec ía e l pastel, no t e n í a m o s m á s que verlo, tomar u n a porc ión y comerlo . E r a la galleta de A l i c i a : al comerla , el la se agrandaba o e m p e q u e ñ e c í a . Así era la vida, el arte, un asunto de visión y elección. Y en lo negativo, a cabé por comprender, suced ía lo mismo. El espíritu de autodes t rucc ión le presentaba al i n d i v i d u o un m e n ú c o n todas las enfermedades , f í s icas y mentales. El indiv iduo e leg ía su prop io mal . Para curarlo hab ía que investigar q u é lo hab ía inc l inado a elegir este problema y no otro.

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Si b ien es cierto que la realidad nos ofrecía un pastel no por eso d e b í a m o s esperarlo inmóviles y con la boca abierta. Para realizarnos, en lugar de ped i r que se nos d ieran oportunidades, p o d í a m o s también nosotros, los artistas, al parecer pequeños , ofrecer oportunidades a los poderosos. Es as í c o m o me p r e s e n t é , l levando un canasto l leno c o n mis m u ñ e c o s , en las oficinas de l p r ó s p e r o Teatro Exper imenta l de la Univers idad de C h i l e , organismo gubernamenta l que o f rec ía grandes esp e c t á c u l o s y m a n t e n í a u n a escuela. Me rec ib ie ron D o m i n g o Piga y Agust ín Siré , los directores generales. Les dije de golpe: « ¡ Q u i e r o d i r i g i r e l Teatro de T í te re s de l T E U C H ! » . Me resp o n d i e r o n que e l T E U C H no tenía teatro de títeres. Abr í mi canasta y volqué los m u ñ e c o s en su escritorio: « ¡Ahora lo tien e ! » . De inmediato me d ie ron un cuarto abandonado que estaba detrás del reloj que ornaba la fachada de la Casa Centra l . Los poetas y sus c o m p a ñ e r a s me ayudaron a l impiar el polvo acumulado durante medio siglo y allí c o m e n z ó a crecer El Bululú. U n a actividad donde se mezclaron los goces artísticos con los placeres amorosos. Nos unimos al coro de la Univers idad, el gobierno puso a nuestra d i spos ic ión un barco de guerra y juntos , el coro de sesenta personas y nosotros los t i t ir iteros, seis hombres y seis muchachas, recorr imos dando funciones por todo el norte de Chi le . E r a una actividad muy bella, esencialmente a n ó n i m a . Ocultos , con los brazos en alto manipulando a esos héroes , aprendimos a sacrificar el exhib ic ioni smo indiv idual . Supimos ponernos al servicio de los m u ñ e c o s y de l públ i co . ¿Qué diferencia hab ía entre nosotros, sumidos en la sombra, dando la energ í a a personajes que evolucionaban en lo alto y u n a c o n g r e g a c i ó n de monjes concentrados en sus oraciones exaltando a Dios? Después de una función para los n i ños de los mineros , E d u a r d o Mat te i , u n o de los muchachos que mejor manejaba a los m u ñ e c o s , me dijo: «Me siento como un sapo l leno de amor recibiendo los destellos de la luna llen a » . Ocul té una sonrisa sarcástica, su frase me había parecido cursi . C o m p r e n d í lo sincero que era cuando, al terminar la gira, se de sp id ió de nosotros y se hizo monje benedict ino. En el

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monasterio de Las Condes, en la ceremonia donde el abad le lavó los pies, para darle de spués su nuevo nombre , Frater M a u -rus, estuvimos todos los titiriteros. Eduardo , gracias a su trato con los muñecos , hab ía encontrado la fe.

En otra ocas ión volví a visitarlo. Frater Maurus, vestido con su hermoso háb i to de benedic t ino , se veía feliz. Le dije que pensaba irme de C h i l e para estudiar en Europa . Me respondió : «Te van a enseñar una ciencia de vacíos, te van a mostrar d ó n d e no hay. Para eso son expertos: como los buitres, detectan a la perfección los cadáveres , pero son incapaces de saber d ó n d e están los cuerpos vivos. ¡Hay innumerables formas de romper un vaso, pero una sola de hacer lo ! » . Respeté su sentir. E ra una posición opuesta a la mía: yo quer ía cortar mis raíces para abarcar e l m u n d o entero. El dec id ió encerrarse allí, en ese monasterio, al pie de la cordi l lera , para cantar gregoriano toda su vida. Decis ión tanto más heroica porque yo sabía que estaba enamorado de una de nuestras actrices. ¿Era necesario para su entrega a Dios e l iminar a la mujer, a la familia? La profunda vocación de Eduardo me reveló el carácter sagrado del teatro. Yo que hab ía sido criado ateo ¿pod ía aspirar a la santidad? Cada religión tiene sus santos, Frater Maurus no tardar ía en convertirse en santo católico, pero también estaban los santos musulmanes, los santos j u d í o s llamados « justos» , los santos budistas o i luminados, etc. Las religiones se habían apropiado de la santidad. Ser santo significaba respetar los dogmas. ¿Qué nos quedaba a nosotros, los no abanderados t eo lóg icamente ; aquellos a quienes la naturaleza animal nos hacía desear unirnos a una hembra? E r a imposible pensar que Dios hab ía creado a la mala mujer sólo para tentar a los buenos hombres. Si ellas eran tan sagradas como nosotros, la cópu la t ambién era sagrada y si ese acto conduc ía al orgasmo, éste d e b í a ser aceptado y gozado como un d o n divino. Pensé que se p o d í a llegar a ser un santo civil : la santidad no tenía que estar necesariamente ligada a la castidad o a la renuncia del placer sexual, base de la familia. Un santo civil p o d í a no entrar j a m á s en un templo, y tampoco necesitaba venerar un dios con nombre e imagen de-

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f inidos . Este hombre , c o n conciencia no só lo social, no só lo planetaria, sino t ambién cósmica , hab iendo sobrepasado los intereses exclusivamente personales, era capaz de actuar en provecho de l m u n d o . S a b i é n d o s e u n i d o , los dolores de los otros eran sus dolores, pero también las a legr ías de los otros eran su alegría. Sab ía compadecer y ayudar al necesitado, tanto como aplaudir al triunfador, siempre que éste no fuera un explotador. El santo civil se hacía poseedor del planeta: el aire, las tierras, los animales, las aguas, las energ ías de base, eran suyas y actuaba como su d u e ñ o , cuidando con esmero de no dañar esa propiedad. El santo civil era capaz de generosos actos a n ó n i m o s . A m a n d o a la humanidad había aprendido a amarse a sí mismo. Sabía que el futuro de la raza humana d e p e n d í a de parejas capaces de llegar a una relación equil ibrada. El santo civil luchaba no sólo por que los niños fueran bien tratados sino también los fetos, a quienes se deb ía proteger de la pareja neurót ica que los hab ía engendrado, modif icando la venenosa industria de los partos. Y luchaba también por liberar la medicina de las grandes empresas industriales, fabricantes de drogas m á s d a ñ i n a s que la enfermedad. L legar a la b o n d a d de l santo c ivi l - a lgu ien ajeno a toda secta, dulcemente impersonal , capaz de a c o m p a ñ a r a una mor ibunda , de la que no conoce su nombre , con la misma devoción con que lo har ía si fuese su hija, su hermana, su mujer o su m a d r e - me pareció imposible. Pero in sp i rándome en algunos cuentos iniciáticos donde los héroe s son simios o loros o perros, todos ellos animales que pueden imitar, dec idí emplear esa técnica. De copia en copia, l legaría un día a la acción auténtica.

Pensar en la imitación de la santidad civi l , le dio una justificac ión a mi vida. Sin embargo, tratando de aplicar lo que en aquellos a ñ o s só lo eran teorías , comet í grandes errores. P o r ejemplo la desvirginización de Consuelo. Al café Iris, invitada por su hermana pintora , l legó esa jovencita de cuerpo desgarbado pero de sensuales curvas, con un rostro de boca grande, ojos hundidos y orejas despegadas que le daban un s impát ico

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aire simiesco. C u a n d o me la presentaron y se sentó a conversar conmigo en una mesa aparte, a l mi smo t iempo que pe inaba sus cabellos cortados al estilo varoni l , me ac laró que era lesbiana. La mayor ía de las relaciones sexuales que hab ía tenido era con mujeres casadas que se negaban a abandonar a sus maridos para irse a vivir con ella. C o m o Consuelo se interesaba en la literatura, iniciamos una amistad donde se comportaba como muchacho . Todo iba muy b ien , t e n í a m o s gran placer en a c o m p a ñ a r n o s para recorrer l ibrerías o tomar un café en alg ú n sitio de moda , cuando mi deseo de imitar la santidad civi l v ino a entremezclarse. Le p r e g u n t é s i a ú n conservaba su h i -m e n . « ¡Por supues to ! » , me dijo con orgul lo . Embargado p o r e l deseo de hacer el b i en en f o r m a desinteresada, le r e s p o n d í : « A m i g a mía , sé que la p e n e t r a c i ó n fálica no te interesa para nada, pero es lamentable que una futura gran poeta como tú tenga que envejecer siendo virgen. Mientras conserves esa telil l a n u n c a serás adul ta , t a m p o c o s a b r á s p o r q u é rechazas e l m i e m b r o v i r i l : l e t e n d r á s m i e d o , lo sent i rás acecharte en la sombra como un enemigo irreduct ible . Demués t ra te a t i misma que eres fuerte. Te propongo lo siguiente: d é m o n o s cita en mi taller a una hora precisa. Yo h a b r é conseguido que me presten u n a mesa de operaciones, en el teatro de la Univer s idad hay u n a que han usado en u n a obra . L l e g a cubier ta c o n un abrigo, debajo del cual vendrás vestida c o n un pi jama de hospital . Yo estaré disfrazado de cirujano. Sin que pensemos ni un segundo en acariciarnos, te acuesto en la mesa, imi to que te anestesio, te quito los pantalones, te abro las piernas, tú imitas que duermes y entonces, con precis ión y delicadeza extrema, realizo e l acto puramente m e d i c i n a l de penetrarte. U n a vez perforado el h i m e n , me ret iraré c o n la misma delicadeza que entré . No habrá e l m e n o r goce, habiendo sido excluido todo frote repetido. Será una amistosa o p e r a c i ó n quirúrg ica , nada más . Terminado este acto p o é t i c o , te vas a vivir tu vida, l ibre del engorroso h i m e n » . A ella le parec ió b ien mi idea. Fijamos la hora del encuentro y realizamos la o p e r a c i ó n s iguiendo al pie de la letra lo planeado. Consuelo , feliz de no haber sufrido

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n ingún traumatismo, me agradec ió la impecabi l idad de mi actuación, y con el rostro resplandeciente por haberse l iberado de un detalle molesto, se fue a ver a sus amigas. S in embargo, al d ía siguiente, por la noche, controlando su ebriedad, me vino a confesar que hab ía sentido una forma de placer que quería investigar. Li teralmente me arrastró hacia el taller, me arrojó en la cama y me absorb ió con frenesí. A u n q u e no era el t ipo de mujer que me excitaba, gracias a la energ í a de mi edad, resp o n d í a sus caricias. Terminado el acto, lo único que deseé fue estar lo m á s lejos posible de la apasionada muchacha. Por desgracia, a partir de ese d í a c o m e n z ó u n a per secus ión feroz. A donde yo iba, ella llegaba. Si en una fiesta se me acercaba u n a muchacha, Consuelo la hac ía h u i r a insultos y empujones. No servía de nada que le dijera que no la amaba, que no era mi tipo de mujer, que recordara su lesbianismo, en fin que me dej a ra tranquilo. L loraba , amenazaba c o n suicidarse, lanzaba imprecac iones . . . La v i d a se me h i z o i m p o s i b l e . H a b l é c o n su hermana y le r o g u é que se hic iera cómpl ice de mi plan. Dándose cuenta de la gravedad del del ir io de Consuelo, la p intora acep tó . Me encerré en el taller sin salir durante una semana. Enr ique L i h n te le foneó a Consuelo y p id ió visitarla en su casa, porque tenía una not ic ia grave que darle. Cuando l legó a la cita, vestido de negro y apesadumbrado, le c o m u n i c ó a la m u chacha que yo h a b í a muerto atropellado por un autobús . La hermana mayor, estallando en falsos sollozos, le dijo a Consuelo que ella estaba enterada de ese fatal accidente pero que no le h a b í a d icho nada por miedo a causarle un dolor atroz. C o n suelo cayó al suelo presa de un ataque de nervios. Su hermana se la llevó de reposo a una casa que tenían en Isla Negra. Allí p e r m a n e c i ó tres meses. Cuando volvió a Santiago y me encontró sano y salvo sentado en el café Iris, me p r o p i n ó una bofetada. Luego se puso a reír, y de spués c o m e n z ó a besar con pas ión a u n a amiga. N u n c a más volvió a importunarme. Por mi parte, decidí , durante un largo t iempo, dejar de imitar la santidad civi l .

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Me atrajo otra idea: La rea l idad, amorfa en un p r i n c i p i o , desde que se le propone un acto, de la naturaleza que sea, positivo o negativo, se organiza en torno a él y le agrega inesperados detalles. Pensando así , d e c i d í realizar u n a acc ión, c o n el mayor dis imulo posible, para ver si o b t e n í a u n a respuesta. F u i a una tienda especializada en fabricar calzados para artistas y me hice fabricar unos zapatos de payaso de cuarenta cent ímetros de largo. Los p e d í de charol , c o n las puntas rojas, los talones verdes y los lados dorados. Ex ig í a d e m á s que en las suelas les colocaran unos pitos para que, al ser aplastados, lanzaran un maul l ido . Vestido con un correcto traje gris, camisa blanca y corbata discreta, c a m i n é por las calles de l centro, a mediodía, hora en que se l lenaban de gente. E r a el momento de la pausa d e l café o de l aperit ivo. D a n d o un m a u l l i d o tras otro avancé entre ellos. Nadie pa rec ió considerar anormales mis zapatos. Echaban una mirada fugaz hacia mis pies y s egu ían de largo. Decepcionado me senté en u n a terraza a beber un refresco, cruzando u n a p ie rna para elevar un zapato, c o n muy pocas esperanzas de provocar una reacc ión . Se me acercó un caballero b ien vestido, de unos 60 años , rostro serio, voz amable.

- ¿ M e permite, joven, que le haga u n a pregunta? - P o r supuesto, señor. —¿Dónde cons iguió esos zapatos? - M e los hice fabricar, señor. - ¿ P o r qué? -Antes que nada, para l lamar la a tención, in t roduc iendo en

la realidad algo insólito. Y segundo, porque me gusta el c irco, sobre todo los payasos.

- M e alegra oírle hablar así: ésta es mi tarjeta - e l s eñor me ofreció un cartonci l lo donde estaba escrito con letras pequeñas su nombre y c o n letras grandes, co lor naranja: T O N I Z A N A H O R I A .

- ¡ O h , q u é incre íb le sorpresa, y o l o c o n o c í e n T o c o p i l l a , cuando era n iño! Usted me puso en los brazos un cachorro de león.

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- ¿ C ó m o te llamas, muchacho? - cuando p r o n u n c i é mi apel l ido , sonr ió - . A h o r a comprendo , eres de los nuestros. Tu padre trabajó conmigo . Fue el p r imer hombre que se co lgó del pelo, antes sólo hac ían eso las mujeres. La cabra tira al monte : estos zapatos ind ican tus deseos de volver al m u n d o al que perteneces. Y este encuentro no es casual. Estamos actuando en el teatro Coliseo. Hay artistas internacionales y un grupo de cómicos, yo (el burro pr imero ) , y el toni Lechuga , el toni Cha lupa y el payaso Pir ipipí . El toni Chupete anda, como decimos entre nosotros , c o n e l h o c i c o ca l iente . Va a beber durante unos quince días . Lo queremos mucho y tememos que los empresarios lo despidan. Si tú, que tanto pareces amar el circo, te decides a tentar la experiencia , sin que nadie lo note, puedes ponerte el traje, la peluca y la nariz de nuestro amigo y reemplazarlo el t iempo que dure su borrachera. Las rutinas son fáciles, no hay m u c h o que hacer. Me darás un falso hachazo en la cabeza, cacarearás bombardeando con huevos de madera al toni Chalupa , y part ic iparás en el concurso del pedo más fuerte, lanzando chorros de talco por un tubo oculto en los fondillos de tu panta lón . Si llegas un par de horas antes de la primera f u n c i ó n te e n s e ñ a r é lo f u n d a m e n t a l , e l resto lo p o d r á s improvisar.

- N o creo que sea capaz de hacerlo. - S i a ú n te queda algo de n iño en el alma, podrá s . Te voy a

dar un ejemplo: cuando me preguntes con voz de falsete « ¿En q u é se parece un toro vivo a un toro m u e r t o ? » , yo te responderé: «Muy fácil: el toro vivo embis te» , y tú e n c a d e n a r á s : «¿Y el toro m u e r t o ? » , y yo exc l amaré : « ¡En bistec !» . Y el públ ico se reirá y aplaudirá . Es tan fácil como eso. ¿Te decides?

Me vestí con el traje de l toni Chupete en el p e q u e ñ o apartamento que el toni Zanahor ia arrendaba frente al Coliseo. Si b ien mi amigo hab ía d i s e ñ a d o su personaje copiando los colores del tubérculo , Chupete se hab ía construido como un gran b e b é : un r idículo p a ñ a l sobre un ca lzonci l lo largo, un gorro c o n orejas de conejo y un b iberón en la mano. De la roja nariz

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falsa p e n d í a una gruesa gota de lana imitando un moco.. . Fue impresionante asistir a la ceremonia de transformación del caballero decente que me hablara en la terraza del café en payaso anaranjado. Tuve la s e n s a c i ó n de estar v iendo el renacimiento de un antiguo dios. Ese personaje mítico me ayudó a vestirme y maqui l larme. A medida que entraba en el disfraz, mi persona se iba esfumando. Ni mi voz p o d í a ser la misma, ni mis movimientos. Tampoco p o d í a pensar de la misma manera. E l m u n d o había recuperado su esencia: era un chiste total. Mi aspecto exterior disuelto en ese grotesco n iño me otorgaba la l ibertad de actuar sin repetir las conductas impuestas que se habían convertido en mi identidad. ¿Qué edad era la de C h u pete? Nadie p o d í a saberlo. Mezc la de infante, hombre adulto y también mujer, a q u í estaba la úl t ima y miserable manifestación de l a n d r ó g i n o esencial . C u a n d o se es j o v e n , p o r debajo de nuestra a legría vital se extiende u n a inmensa angustia. Al convertirme en Chupete, me q u e d ó sólo la euforia, la angustia se desvaneció j u n t o con mi persona. Me di cuenta, una vez más , de que aquello que yo creía ser era una de formac ión arbitraria, una máscara racional f lotando en la inf ini ta sombra interna no explorada. Más tarde c o m p r e n d í que las enfermedades no son nuestras sino de aquel que creemos ser. Se alcanza la sal u d venciendo las prohibiciones , sa l iéndonos de caminos que no nos pertenecen, dejando de perseguir ideales impuestos, hasta llegar a ser uno mismo: la conciencia impersonal que no se autodefine. Cuando cruzamos la calle rumbo a la puerta de los artistas, Zanahoria me llevaba tomado de una mano, como si fuera su hijito. A pesar de que m a r c h á b a m o s con dignidad, nos s iguió un grupo de niños , r iendo a carcajadas. Entré en la pista, mezclado en el grupo de payasos. Nuestra tarea consist ía en l lenar el lapso que demoraban los empleados en desmontar los trapecios y las redes de seguridad. Las rutinas eran simples y con mi experiencia de t it ir itero no tuve dif icultad en realizarlos. S in embargo me impres ionó ese teatro circular l leno de públ ico que nos rodeaba. En los títeres se actuaba hacia delante. U n a fo rma de e s p e c t á c u l o que c o r r e s p o n d í a a la cabeza

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eencuentro en C h i l e , cuarenta a ñ o s m á s tarde, con e l on i Chupe te . E l payaso que antes era n i ñ o , ahora se ha ;onvert ido en su madre.

humana , con sus ojos dir igidos hacia el frente y la oscuridad detrás . Me di cuenta de que desde n iño me hab ía acostumbrado a ver el m u n d o desde fuera: yo espiaba los acontecimientos, a veces iba hacia ellos, la mayor parte de las veces ellos se d i r i g ían hacia mí. Al estar rodeado por e l públ ico , inmediatamente, en lugar de mirar desde el exterior, uno pasaba a ser el centro. Para que una acc ión fuera vista por todos, hab ía que girar constantemente. Esto nos hermanaba con los planetas. No estábamos fuera de la humanidad , é r a m o s su corazón. No veníamos como extranjeros a l m u n d o , e l m u n d o nos p roduc ía . No é r a m o s e l ave migrator ia , s ino el f ruto que o f rec ía e l á r b o l . Pensando así, se me ocurr ió un chiste que propuse a mi amigo Zanahoria . C o n mucha amabi l idad dec id ió estrenarlo esa misma tarde.

-A ver, payaso, d í g a m e q u é es usted. —¡Soy extranjero, señor ! - ¿Y de q u é país viene? —¡De Extranja! Este absurdo d iá logo no provocó risas. Me sentí muy aver

gonzado. Se me acercó el payaso Piripipí, invi tándome a su camar ín . E r a un personaje distinto de los otros. Fuera de la pista, hablaba con un marcado acento a l emán . C u a n d o salía ante e l públ ico , sin decir una palabra, r e s p o n d í a a todo lo que se le dij e ra tocando diferentes instrumentos. Al f ina l de su n ú m e r o , donde lo a c o m p a ñ a b a n su esposa y su hija, de spués de haberse peleado por obtener una gran suma de d inero y ser acusado de avaro, para demostrar su des interés , comenzaba a lanzar sus monedas hacia un rec tángulo de madera que yacía en el suelo. Cada moneda , al chocar allí, daba u n a nota musical. Pir ipipí se entusiasmaba y arro jando as í las piezas p r o d u c í a un vals, al cual se agregaban las dos mujeres tocando acordeones y toda la orquesta del circo. Entré en el camar ín , muy nervioso. Su esposa me sirvió mate, en una calabaza c o n b o m b i l l a de plata. Era argentina. Piripipí, vestido con un terno de buen corte, camisa y corbata, conservaba su maquillaje.

- N o se sorprenda - m e d i jo - . Hace algunos años p e r d í mi

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rostro humano. No vivo disfrazado. Esta máscara de payaso es mi verdadera cara. La antigua se q u e d ó en Alemania : mi famil ia , j u d í a , se la llevó con ella hacia el campo de concentrac ión . Yo era un director de orquesta bastante conoc ido . Gracias a unos f ie les admiradores, pude en H a m b u r g o esconderme en las bodegas de un barco de carga que me depos i tó en Argent i na. En otra ocas ión le contaré c ó m o me convertí en el payaso Piripipí. Me gustó su chiste. Es diferente. Permite interpretaciones profundas. No debe importarnos que a veces el púb l i co no ría. Ya lo ha visto usted: cuando hago sonar mis monedas los rostros se p o n e n serios y algunos hasta l lo ran . La_cormci-^ dad ve rdade ra p e r mi te-ríiucho s niveles de interpretac ión . Se comienza por la risa y de spués se llega a la c o m p r e n s i ó n de la belleza, que es el resplandor de la impensable Verdad. Todos los textos sagrados son cómicos en su pr imer nivel . D e s p u é s los sacerdotes, que carecen por completo de sentido del humor , borran la risa de Dios. En el Génesis , cuando Adán , creyéndose culpable por haber desobedecido, se esconde al sentir «los pasos de J e h o v á » estamos ante algo jocoso. Dios no tiene pies, es una energ ía inconmensurable . Si crea el ruido de pasos, no podemos dejar de imaginarnos que sus zapatos son de payaso. « ¿ D ó n d e estás?» , clama hac iéndose el que busca. Si Dios lo sabe todo, ¿ c ó m o puede preguntarle a un p e q u e ñ o ser h u m a n o d ó n d e está? Esta b r o m a se transforma en l e c c i ó n in ic iá t ica cuando el « ¿ D ó n d e estás?» se interpreta como: ¿ D ó n d e estás dentro de ti? Yo, por no estar en n inguna parte, por no tener patria, no existo como ser humano. Soy un payaso. Un ser imaginario que vive en un universo onír ico: el circo. Sin embargo, los s u e ñ o s son reales como s ímbolos . El e spec tácu lo se desar ro l l a en una pista circular, un m á n d a l a , u n a repre sentac ión del m u n d o , del universo. La misma puerta es a la vez entrada y salida. Eso quiere decir que la meta es el or igen. Interpreta esto como quieras. Sales de la nada, llegas a la nada.

» C u a n d o vemos trabajar en la pista hermosos caballos, ele-' fantes, perros, p á j a r o s y toda clase de fieras, comprendemos que la conciencia puede domar nuestra animal idad, no repri-

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m i é n d o l a , sino d á n d o l e opor tun idad de realizar tareas sublimes. La bestia, al saltar a través de un aro en llamas, vence el temor a la per fecc ión divina y se sumerge en ella. La fuerza del elefante se pone al servicio de la c o n s t r u c c i ó n . Los fe l inos aprenden a colaborar. El lanzador de cuchil los nos e n s e ñ a que sus hojas metálicas, s ímbolos de l verbo, son capaces de c ircundar a la mujer atada en el blanco, s ímbolo del alma, sin herirla. Las palabras son dominadas para e l iminar de ellas la agresiv i d a d y p o n e r l a s a l s e r v i c i o d e l e s p í r i t u : l a f i n a l i d a d d e l lenguaje es mostrar el valor del alma, valor que es entrega absoluta. El tragador de sables nos muestra en q u é manera total, sin ofrecer n ingún obs tácu lo , se acata la vo luntad divina . La m e n o r opos i c ión causa heridas mortales. La obed ienc ia y la entrega son la base de la fe. El hombre que escupe llamas simboliza a la poes ía , lenguaje i luminado que viene a incendiar al inundo. . . Los contorsionistas nos e n s e ñ a n c ó m o liberarnos de nuestras formas mentales anquilosadas: no se debe aspirar a nada permanente. H a y que construir con valentía en la impermanencia , en el cambio cont inuo. Los trapecistas nos invitan a elevarnos de nuestras necesidades, deseos y emociones para conocer el éxtasis de las ideas puras. Ellos evolucionan hacia lo .celestial, es decir la mente sublime. Los prestidigitadores nos d icen que la vida es u n a maravil la: no hacemos los milagros,

-aprendemos a verlos. Los equilibristas muestran cuan peligrosa es la distracción: lograr el equi l ibr io significa estar por completo en el Presente. En fin, los malabaristas nos e n s e ñ a n a respetar los objetos, c o n o c e r l o s p r o f u n d a m e n t e , u b i c a n d o e l interés en ellos y no en nosotros mismos. Es la a r m o n í a en la coexistencia. Gracias a nuestro afecto y ded icac ión , aquello at~ parecer inanimado, nos puede obedecer y e n r i q u e c é i s

Al cabo de veinte días , y cuando ya me parec ía que iba a ser payaso para siempre, aparec ió el verdadero toni Chupete. Traía la cara hinchada . El toni C h a l u p a lo fue a buscar al bar para cortarle la borrachera a golpes. Los cómicos agradecieron mi co laborac ión y por cortesía me dejaron dar una úl t ima repre-

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sentac ión, cosa que hice l lorando verdaderas lágrimas, al mismo t iempo que lanzaba otras falsas de tres metros de largo. Esa noche, cuando los artistas se habían ido a cenar al restaurante de l teatro, Piripipí me llevó hacia el centro de la solitaria pista y_nre p a s ó unas tijeras.

-Recor ta las uñas de tus pies y manos, t ambién un m e c h ó n de tus cabellos - levantó la alfombra y me most ró una grieta en el suelo-. Deposita a q u í esa parte tuya. Así tu alma sabrá que tienes una raíz en el circo.

H i c e c o m o me d e c í a , y mientras tanto Pir ip ip í tarareaba u n a canción:

Entre los diez mandamientos uno sólo es para mí: ser tan libre como el viento conservando la raíz.

- A h o r a que tus u ñ a s y pelos forman parte de la pista te quedarás para siempre en el m á n d a l a -trajo la caja de terciopelo donde guardaba sus monedas y las puso en mis manos-. Lánzalas al suelo. Si respetas su orden y el r i tmo que te iré dando, o b t e n d r á s e l vals - a s í lo hice. La m e l o d í a no re sonó con perf e c c i ó n , pero , p o r muy coja que resultara, tuvo el p o d e r de emocionarme- . A m i g o , te lo dice alguien que en un doloroso m o m e n t o lo p e r d i ó todo para d e s p u é s darse cuenta de que gracias a ello se hab ía encqntrado a sí mismo, no te dejes aterrar por una falsa concepc ión del dinero. Gána lo siempre con actividades que te den placer. Si eres artista, vive del arte. Si no vas a ser profesor de filosofía, ¿para q u é quieres ese diploma? A b a n d o n a la universidad, no pierdas allí tu t iempo. La vida está compuesta p o r el pasatiempo dist into de cada i n d i v i d u o . Juega tu juego. Verás que cuando seas abuelo y lleves a tus nietos al c irco, un payaso estará dic iendo «Soy extranjero, de Ex-tranja» . ¿Ves? Has dejado aqu í tu huel la para siempre.

S e g u í al pie de la letra las enseñanzas del toni Piripipí, re-

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n u n c i é a la facultad de Fi losof ía , donde h a b í a padec ido tres años , y me inscribí en los cursos del Teatro Exper imenta l de la Univers idad de C h i l e . Poco d u r é allí como a lumno porque el manejo de los títeres me h a b í a convertido en un buen actor. Me d ieron la opor tunidad de actuar en La guarda cuidadosa de Cervantes, Don Gil de las calzas verdes de Tirso de M o l i n a y Vive como quieras de George Kaufman y Moos Hart . D e l T E U C H , pasé al T E U C , Teatro de Ensayo de la Univers idad Catól ica . Allí figuré en La loca de Chaillot de G i r a u d o u x y El águila de dos cabezas de Cocteau. Tuve bastante éxito. Se me propuso entonces actuar en el teatro profesional j u n t o al mít ico Ale j andro Flores, el m á s conoc ido de los actores chilenos. Ya no se trataba de ser aplaudido por la f lor y nata, part ic ipando en u n a función viernes, s ábados y domingos , sino de presentarse ante un públ i co popular, la semana entera, dos funciones diarias y tres los domingos. Un trabajo agotador pero exaltante. La obra se l lamaba El depravado Acuña. En aquellos años hab ía conmovido a la p o b l a c i ó n un v io l ador de mujeres que se ape l l idaba Acuña . Ale jandro Flores andaba ya p o r los setenta años , alto, delgado, de rostro noble , gestos elegantes, largas manos pálidas, u n a voz cál ida c o n caja de resonancia en su p lexo solar, mirada socarrona e inteligente. No sé si era un gran actor, pero s í u n a personalidad magnét i ca . En todos los papeles en que lo hab ía visto, fuera el estilo de obra que fuera, no cambiaba. Y esto es lo que hac ía del irar a su públ ico . Iban a verlo a él y nunca eran defraudados. Flores les e n s e ñ a b a que un hombre del pueblo, nacido en la m á s h u m i l d e de las cunas, p o d í a comportarse como un pr ínc ipe .

A u n q u e en nuestro p r i m e r encuentro se mos t ró altivo, mir á n d o m e desde una gloriosa le janía , apenas me dirigió la palabra se convirtió en mi maestro.

-Joven tocayo, éste no es un teatro de aficionados. A q u í de nada valen las teorías , Stanislavsky y sus compinches no nos sirven. Nadie te va a decir c ó m o hablar, moverte, maquil larte o vestirte. Te las tienes que batir por ti solo. En escena el que tiene m á s saliva traga m á s pan seco. No trabajamos para pasar a la

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A L E J A N D R O F L O R E S " < Premio Nacional te Arte

Olía 1 «r aftar y dirirtor , M i .a actriz

RAFAEL FRONTAURA ' '" MANOLITA FERNANDEZ Premio Nat, de Arte

Actuad ,m especial <¡c la 1.a aririx v

M A R I A M A L U E N D A J O D O R O W S K Y (Gentileza «leí T. Ki.perlinyntal de la II. de Chile) Creador úet Tentro Mímico

A flor fitrniro Actriz do <Mrkt\úr J O R G E S A L L O R E N Z O D E L F I N A F U E N T E S

Tarde a las 6,45 - J U N I O 1 953 - Noche a las 10

historia sino para ganarnos el bistec, no para que nos admiren sino para que se diviertan un par de horas. Es tu deber entretenerlos y si no puedes hacerlos reír, por lo menos debes lograr que sonrían. No buscamos la per fecc ión sino la efectividad. ¿ C o m p r e n d e s ? La vanidad no te servirá de nada. Lo ún ico .que se te exige es que te aprendas el texto de memoria . A texto sabido no hay c ó m i c o malo. Si el públ ico te aplaude, terminas con nosotros la temporada. Si no logras gustar, te cambiamos por otro al s ép t imo día . Pero como veo que me escuchas con el respeto que se debe, te voy a dar un consejo, el único . O r d e n a r é que por las m a ñ a n a s te abran el teatro. A esas horas nadie viene. El aseo comienzan a hacerlo d e s p u é s de almorzar. Hay una luz de trabajo que te i m p e d i r á estar en la oscuridad. Paséate no sólo por el escenario sino también por la ga ler ía y la platea. Siéntate en cada butaca. Absorbe el espacio, el suelo, las paredes. Párate en el centro del tablado, abarca con la mirada todos los ángulos , que n ingún detalle se te escape. Integra la sala en tu memoria . N u n c a te olvides de esto: el cuerpo de un actor comienza en su corazón , se extiende más allá de su

.piel y termina en las paredes del teatro. C u a n d o comenzaron las funciones pude ver su efectividad.

Hablara con el actor que hablara, lo hac ía de frente al públ ico , nunca volteando la cabeza, c o n la actitud de una cobra h ipnotizando a una manada de simios. C o m o una mariposa nocturna, a cada cambio de luz, sin que el texto lo justificara, se desplazaba hacia el área i luminada , de tal manera que siempre sus ojos d e s p e d í a n destellos. Si un actor hablaba bajo, él sub ía el vo lumen de su voz. Si alguien recitaba con demasiada fuerza, él bajaba el volumen hasta frasear m u r m u r a n d o . N u n c a dejaba que otro se convirtiera en el centro de la a tención, él era el patrón y en todo m o m e n t o lo demostraba. Si a lguien ten ía un texto largo, él se las arreglaba para atraer la a tenc ión entrechocando unas monedas en su bolsi l lo, o luchando por arreglarse el nudo de la corbata como si en ello le fuera la vida o s implemente teniendo un ataque de tos. Todo esto realizado en forma s impática, elegante, sin n inguna groser ía . Era un he-

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cho indiscutible que la gente venía a verlo exclusivamente a él. A Flores le gustaban las cosas indiscutibles. Recuerdo una de sus pintorescas frases, lanzadas durante las conversaciones en los camarines: «El tonto, cuando no sabe, cree que sabe. El sa-_ b io , cuando no sabe, sabe que no sabe. Pero cuando el sabia, sabe, sabe que sabe. En cambio el tonto, cuando sabe, no sabe que sabe» . C o m o se hab ía quedado calvo, usaba un p e l u q u í n . El objeto no era de muy buena calidad. Antes de que entráramos en escena noté que unas mechas se le h a b í a n separado dej a n d o ver un pedazo de c ráneo desnudo. Se lo c o m u n i q u é . E l , con esa ejemplar seguridad en sí mismo, no hizo a d e m á n de retocar su peinado. Me dijo: « N o te preocupes, muchacho: todo Chi l e sabe que soy calvo». No sé si esa calma que siempre lo embargaba era natural. Cada día, antes de que se levantara el telón, venía un hombre fornido , de unos 50 años , c o n cara de ex boxeador, trayendo un malet ín de doctor. Se encerraba unos minutos c o n A l e j a n d r o Flores en su c a m a r í n . « S o n mis vitamin a s » , d e c í a e l d ivo . «E s m o r f i n a » , c h i s m o r r e a b a n los otros actores. ¿Quién dec ía la verdad? ¡Qué importaba! D e s p u é s de la inyección, aunque el teatro se derrumbara , el p r imer actor cont inuar ía e n s e ñ a n d o su agradable y beata sonrisa. Recuerdo que el d í a del estreno todos a n d á b a m o s preocupados porque no e n c o n t r á b a m o s ciertos objetos, necesarios para el desarrol lo de la obra. Flores se encog ió de hombros . «El teatro es un mi lagro cont inuo . Si falta un segundo para que comience la obra con un grupo de embozados y no hay capas, cuando se levanta el t e lón , aparecen los actores perfectamente embozados . »

Al f inal de l p r imer acto, se s u p o n í a que el depravado, desde la sombra, le pegaba un tiro. Flores d e b í a desplomarse d á n d o le al púb l i co la idea de que lo hab ían asesinado, para reaparecer vivo y vendado en el segundo acto. En una representac ión , el revólver no f u n c i o n ó p o r falta de balas de fogueo. Flores, que se estaba poniendo las botas, e speró unos momentos el estallido y, como vio que no llegaba, exc l amó : « ¡Acuña me ha envenenado la bota ! » y se d e s p l o m ó . « L a vida es un camino gris:

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n u n c a nada es absolutamente malo, n u n c a nada es absolutamente b u e n o » , otra de sus frases. C o m o el p ú b l i c o p o p u l a r ap laud ió mis apariciones, Flores me conced ió el h o n o r de visitarlo en su camarín. Lo pr imero que me l lamó la a tención fue una cubierta de taza de escusado, que colgaba de un clavo en la pared.

- M u c h a c h o , por muy encumbrado que esté el rey, necesita posar sus nalgas en la miserable taza. La higiene, en la mayor ía de los teatros donde actúo , no es muy de fiar. Mi fiel cubierta siempre me a c o m p a ñ a . De la misma manera que un actor respeta su nombre , debe respetar su culo.

Me fijé entonces en que junto a ese ín t imo objeto, sobre u n a banqueta alta, hab ía u n a escultura de bronce constituida p o r quince gruesas letras de treinta cent ímetros de alto, formando u n reluciente A L E J A N D R O F L O R E S .

- N o se sorprenda , j o v e n tocayo: aunque c o m o escultura son un amasijo vulgar, esas letras merecen que yo las venere. Hoy en d ía el públ ico no viene atra ído por el paquete de huesos que es mi cuerpo, sino p o r mi nombre . Si b ien es cierto que al comienzo yo lo inventé y en él puse mi energ ía , así como lo hace un padre con su hi jo, ahora él se ha convertido en mi padre y en mi madre. Ale jandro Flores es un sonido-amuleto que l lena los teatros. Cuando me muevo en el escenario el públ ico no escucha, por ejemplo, « B u e n o s días» sino «Alejandro Flores dice buenos días» . Mi nombre es el que habla y el que existe. Yo no soy más que el propietario a n ó n i m o de un tesoro. He sabido que en India la gente tiene en las casas esculturas de sus dioses a las que ofrecen flores, frutas de azúcar e incienso, es decir convierten las estatuillas en ídolos , otorgándoles con su fervor el poder de hacer milagros. Así trato yo a este conjunto de letras, como a un ídolo. Cada d ía les saco bril lo y las perfumo. Las flores que recibo se las ofrendo. C u a n d o tengo la mente cansada, apoyo en ellas mi frente y me recupero. Si los negocios van mal , las froto largamente con mis manos y pronto los billetes l legan. Si necesito u n a mujer para pasar las angustias de la noche, apoyo mi corazón en ellas. N u n c a

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fallan. Elegí un nombre de 15 letras porque ése es el n ú m e r o de la carta del Tarot «El Diablo» , un s ímbolo potente de la creatividad. El diablo es el pr imer actor en el drama cósmico : imita a Dios. Nosotros los actores no somos dioses sino diablos.

E r a la pr imera vez que alguien me indicaba que si exaltábamos nuestro nombre se convertía en el más poderoso de los amuletos. Jaime, queriendo integrarse en Chi le , ser igual a los d e m á s , odiando la exclus ión, nunca f i rmaba con su apel l ido. Sus cheques luc í an un escueto J a ime . E l polaco-ruso Jodo-rowsky le molestaba. C o n los años c o m p r e n d í que el nombre y el apel l ido encierran programas mentales que son como semillas, de ellos pueden surgir árboles frutales o plantas venenosas. En el árbol genea lóg ico los nombres repetidos son vehículos de dramas. Es pe l igroso nacer d e s p u é s de un h e r m a n o muerto y recibir el nombre del desaparecido. Eso nos condena a ser el otro, nunca nosotros mismos. Si la muchacha recibe el nombre de una antigua amada de su padre, se ve condenada a ser su novia para toda la vida. Un tío o u n a tía que se ha suicidado convierte su n o m b r e , durante varias generaciones, en vehículo de depresiones. A veces es necesario, para cesar con esas repet ic iones que crean destinos adversos, cambiarse el nombre . El nuevo nombre puede ofrecernos una nueva vida. En forma intuitiva así lo comprendieron la mayoría de los poetas chilenos, todos ellos llegados a la fama con seudónimos .

Le p e d í al actor que me concediera el gran h o n o r de pulirle el nombre cada m a ñ a n a . Se negó , rotundamente.

- N o , muchacho. Sé que tus intenciones son buenas, que me admiras, p e x a p a r a &ex tienes que aprender a no desear ser el Otro^Pul iendo mis letras, en cierta forma me robarías poder. Te llamas Ale jandro , como yo. Tu devoción está condenada a convertirse en des t rucc ión . Un d ía t endrá s que cortarme e l cuello. En las culturas primitivas, los discípulos siempre termin a n devorando al maestro. Vete a inseminar tu prop io nombre, aprende a amarlo, a exaltarlo, a descubrir q u é tesoros encierra . Tienes 19 letras. Busca la carta de l Tarot l lamada «El So l» .

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S igu ieron las funciones . E l p ú b l i c o l lenaba e l teatro. F u i m e j o r a n d o mi a c t u a c i ó n , p r o v o c a n d o cada vez m á s risas y aplausos. El día en que una admiradora me lanzó un ramo de flores, el divo me l l amó una vez más a su camar ín .

- L o siento m u c h o , j o v e n tocayo, hasta a q u í no m á s llegamos. Te doy los siete días. Tengo que reemplazarte.

-Pero , d o n Ale jandro, el teatro se agota a cada representación, recibo aplausos, buenas críticas, todos mis chistes hacen reír.

-Eso es lo malo. Te destacas demasiado. Piensas só lo en ti mismo y no en el conjunto de la obra, y a q u í el único que tiene derecho a pensar sólo en sí mismo soy yo. U n a rueda soporta un eje, no más . Es a mí a quien vienen a ver. Todo debe girar alrededor de mí . Fíjate b ien: soy m á s alto que tú. Y también más alto que los d e m á s actores. N a d a m á s contrato gente de menor estatura. Así me destaco. Y eso es lo justo. C u a n d o participas en un juego, debes respetar sus leyes o el arbitro te expulsa de la cancha. Has ido aumentando la comic idad de tus escenas. Obl igado a conservar el equi l ibr io global , a cada rep r e s e n t a c i ó n debo batallar para opacarte. Si esto c o n t i n ú a , pronto tendré una crisis cardíaca . M i r a , muchacho a _áÍj i ie-hice actor fue pr incipalmente p o r f lojera: no me gusta trabajar, ni hacer grandes esfuerzos. Sobre todo no me gusta pelear para . defender lo que es mío. . . Y no me mires así, con cara de pensar que soy un inmenso egoí s ta . No tengo por q u é darte lo que

•> conseguí con mi prop io esfuerzo, sin que nadie me ayudara. El públ ico que viene a este lugar, que no por azar se l lama Teatro Imperio, es m í o y de nadie más . Tú no tienes que r o b á r m e l o e scudándote en la creencia hipócri ta de que, porque eres joven, el viejo triunfador debe darte sus secretos y cederte lo que una vida de esfuerzos le ha costado. De todas maneras, la gente que viene a q u í corresponde a mi nivel , h u m a n o , cul tura l . N u n c a te c o m p r e n d e r á n : su gusto ordinar io va a limitarte. Vete a crear tu prop io mundo . . . si eres capaz. Para ello tendrás que encadenar a tu n i ñ o inter ior , aquel que teme inver t i r y que todo el t iempo está p id iendo que le den.

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- P e r o , d o n Ale jandro , ¿quién va a poder reemplazarme en siete días? En cierta manera, por supuesto que después de usted, yo sostengo la obra.

-Eres ingenuo, tocayo. En mi c o m p a ñ í a , todos son necesarios pero n inguno es imprescindible , excepto yo.

Recibí la lección de mi vida: cuando asistí, con una sonrisa sarcástica, a la p r imera representac ión de mi sustituto, vi aparecer, grotescamente vestido con un traje que mal imitaba el que yo hab ía creado para mi personaje, nada menos que al ex boxeador, el asistente de las inyecciones. Ese hombre , torpe, de p é s i m a dicción, menos actor que una piedra, b a ñ a d o en sudor, hac iendo lo que malamente p o d í a , me produjo piedad. P e n s é : «Aqu í se a c a b ó la obra. Al terminar, la gente no va a aplaudir y Flores se d a r á por fin cuenta de lo que yo apor taba» . Tuve la sorpresa de ver que el públ ico a p l a u d í a con el mismo entusiasmo de siempre. Siete veces o m á s se cerró y abrió el telón . El divo, con sus largos brazos abiertos, en med io de sus modestos actores, recibió las ovaciones de costumbre. El depravado Acuña l legó al final de la temporada con el teatro l leno. R e c o r d é una fábula de Esopo: Un mosquito llega y se instala en la oreja de un buey. Proclama: « ¡ H e l l egado ! » . El buey sigue arando. Al cabo de un t iempo, e l mosquito decide irse. Proclama: « ¡Me voy!». El buey sigue arando. ^

Intenté crear mi prop ia compañía , pero muy pronto p e r d í el entusiasmo. Me di cuenta de que no me gustaba el teatro imitador de la realidad. Para mí, esa clase de arte era una expres ión vulgar: pretendiendo mostrar algo verdadero, recreaba la d imens ión más aparente, también la más vacua, del mund o , t a l c o m o e r a p e r c i b i d o e n u n es tado d e c o n c i e n c i a l imitada. Ese «teatro realista» me parec ía desentenderse de la d i m e n s i ó n o n í r i c a y m á g i c a de la existencia . . . Todav í a sigo pensando lo mismo: en general los comportamientos humanos es tán motivados p o r fuerzas inconscientes , cualesquiera que puedan ser las explicaciones racionales que les atribuyamos luego. El m u n d o no es h o m o g é n e o , sino una amalgama

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de fuerzas misteriosas. No retener de la rea l idad m á s que la apariencia inmediata es traicionarla. Detestando corno detestaba esa l imitada forma teatral, e m p e c é a sentir repuls ión por la noc ión de autor. No quer ía ver a mis actores repetir como loros un texto escrito previamente. Lo que hac ía de ellos creadores, y no intérpretes , era todo aquello que no era expre s ión ora l : sus sent imientos , deseos, necesidades y los gestos que adoptaban para expresarlos. Me propuse entonces formar una c o m p a ñ í a de teatro m u d o , para lo cual c o m e n c é a estudiar el c u e r p o , sus re lac iones c o n el espacio y la e x p r e s i ó n de sus emociones. Vi que todas ellas part ían de la pos ic ión fetal, la i n tensa depres ión , la extrema defensa, la hu ida del m u n d o , para llegar a lo que l lamé «el eufór ico cruci f icado» , la a legr ía de vivir expresada con el tronco erecto y los brazos abiertos como tratando de abarcar el inf in i to . Entre estas dos posiciones se situaba toda la gama de emociones humanas , a s í c o m o entre una boca firmemente cerrada y una boca abierta al m á x i m o se ubicaba todo el lenguaje h u m a n o ; as í c o m o entre una mano cerrada y una mano abierta se iba de l e g o í s m o a la generosidad, de la defensa a la entrega. El cuerpo era un l ibro vivo. En el lado derecho se expresaban las ataduras con el padre y sus antepasados. En el lado izquierdo con la madre. En los pies estaba la infancia. En las rodillas, la expres ión carismática de la sexualidad v i r i l . E n las caderas, la expres ión del deseo femenino. En l a nuca, l a voluntad . En e l m e n t ó n , l a vanidad. En l a pelvis, el valor o el miedo . En el plexo solar, la a legr ía o la tristeza... No es el momento de describir a q u í todo aquello que en esa é p o c a pude descubrir. Para profundizar este conoc imiento hice lo que muchos hacen, c o m e n c é a enseñar lo que no sabía . I n a u g u r é un curso de teatro m u d o . Y , e n s e ñ a n d o , a p r e n d í enormemente . (Años m á s tarde l l egué al convencimiento de que el terapeuta que no está enfermo no puede ayudar a su paciente. Tratando de curar al otro se cura a sí mismo.) Mi mejor a lumno fue un profesor de inglés de un internado para j ó v e ~ nes, con un físico monstruoso pero extraordinario, delgado al extremo, con la cabeza c o m o aplastada por los costados; su c a -

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ra, aun vista de frente, p a r e c í a un p e r f i l . Se l l amaba D a n i e l E m i l f o r k . H a b í a sido un e x i m i o ba i lar ín . P o r motivos sentimentales intentó suicidarse a r ro jándose a un tren, salvó su vida pero p e r d i ó un ta lón. La danza se le n e g ó . En su apartamento , para algunos selectos admiradores , bailaba al son de discos de Bach y Viva ld i , apoyado en su pie sano, moviendo el tronco, los brazos y la p ie rna destalonada. Unos amigos me llevaron a verlo. Caí en éxtasis , allí estaba el actor perfecto para mi teatro m u d o . Le propuse asociarse conmigo . D a n i e l , c o n seriedad melodramát i ca , me dijo: « H e sufrido el mart ir io lejos de la escena. Si me propones actuar en la forma que me describes, llegas como un ánge l a cambiar mi vida. A b a n d o n a r é el internado y me ded icaré en cuerpo y a lma a seguir tus indicaciones. S in embargo es necesario que sepas que soy homosexual . No quiero que haya malentendidos entre nosot ros» . En esos días l legó a Ch i l e la pel ícula francesa Los hijos del Paraíso. Al verla me di cuenta de que yo hab ía inventado algo que existía desde hac ía m u c h o t iempo: la pantomiraa. Inmediatamente-te baut icé al futuro grupo «Teatro Mímico» y c o m e n c é a buscar b e l l a s l ñ u c h a c h a s para que i n t e g r a r a n l a c o m p a ñ í a a l mi smo t iempo que satisficieran mis necesidades sexuales. Al comienzo , todo avanzó muy bien. Pero al cabo de cierto tiempo vi c o n es tupefacc ión que las mujeres, u n a tras otra, dejaban de venir. Descubr í , consternado, que D a n i e l , al parecer enamorado de mí , por celos, las estaba echando. Le p e d í aclaraciones que comenzaron como vino dulce pero que pronto se t o r n a r o n v inagre : t e r m i n é e x p u l s á n d o l o d e l a c o m p a ñ í a . . . Emi l fork , decidido a continuar toda su vida en el teatro, p idió que los directores de l Teatro de Ensayo de la Univers idad Católica le concedieran una audic ión. Acced ie ron al urgente ped i d o porque la fama de su talento se e x t e n d í a por todos los c írculos culturales. La cosa se e fectuó en el p e q u e ñ o teatrito de la escuela. Frente a veinte butacas, se elevaba un escenario de madera crujiente, rodeado de cortinas hechas c o n tela de yute. Los directores, e scenógra fos y actores de ese grupo eran aficionados pertenecientes a la clase alta. Vestían temos grises,

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corbatas discretas y sus cabellos luc ían severamente ordenados. Le propusieron a Emil fork que se tendiera como si estuviese muerto y que, poco a poco, interpretara el nacimiento de la vida. Mi ex amigo, sin que nadie tuviera t iempo de impedírselo, se d e s n u d ó y se lanzó al suelo. Así como cayó, así se quedó . Inmóvil, semejante a una piedra, al parecer sin respirar. Pasó un m i n u t o , dos, c inco , diez, qu ince y D a n i e l amenazaba quedarse cadáver para siempre. Los examinadores comenzaron a agitarse en las sillas. A los veinte minutos cuchichearon entre ellos, temiendo que al actor le hubiera dado un ataque al c o r a z ó n . Estaban p o r levantarse c u a n d o e l pie derecho de Emil fork exper imentó un leve temblor que, creciendo de más en más , se e x t e n d i ó por todo el cuerpo. La re sp i rac ión , hab i e n d o t a m b i é n a p a r e c i d o c o n d i s i m u l o , fue c r e c i e n d o y a h o n d á n d o s e hasta convertirse en un resuello de fiera. A h o r a , Danie l , como en un ataque de epilepsia, se arrastraba por todos los rincones, lanzando al mismo tiempo aullidos ensordecedores. La energía que lo pose ía no cesaba de aumentar, parecía no tener límites. C o n los ojos echando llamas y el sexo erecto, comenzó a dar enormes saltos, trepando por las cortinas, que no tardaron en desprenderse de sus varillas. Emi l fork entonces sacudió las paredes de madera que rodeaban el tablado. Las hizo trizas. Después , con fuerza inaudita, e m p e z ó a desclavar las tablas del suelo para agitarlas como armas. Saltó a la platea. Los honorables miembros del Teatro de Ensayo, lanzando chil l idos ratoniles, huyeron del lugar, dejando al enloquecido actor encerrado allí. Se oyeron por todo el edificio sus alaridos durante una hora. Luego se fueron calmando. S iguió un largo silencio seguido por unos golpecillos discretos en el inter ior de la puerta. La abr ieron temblando. Surg ió D a n i e l Emil fork , vestido muy en orden, bien peinado, calmo, con sus habituales gestos de pr ínc ipe ruso. Miró al grupo desde las alturas de un profundo desprecio. « B a n d a de tías, ustedes nunca sabrán lo que es la vida y por lo tanto lo que es el-verdadero teatro. No me merecen. Retiro mi sol icitud de ingreso .» Y se fue, no só lo de allí s ino t a m b i é n de C h i l e . D e s e m b a r c ó en

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Francia, nunca más hab ló e spañol y no cesó de vivir exclusivamente del teatro y del cine, pasando m i l y una privaciones, hasta alcanzar la celebridad.

La ida de Emi l fork a Francia nos conmovió a todos. Quien más , quien menos, se sentía ahogado en Santiago de Ch i l e . Todavía no se comercializaba la televisión y allí, en esa c iudad tan lejana de Europa , rodeada por un carcelario ani l lo de montañas , se tenía la sensac ión de que nada nuevo p o d í a suceder. Siempre la misma gente, siempre las mismas calles. A h o r a yo s ab ía que en F r a n c i a ex i s t í an grandes mimos , E t t i e n n c De-croux, Jean Louis Barrault y, sobre todo, M a r c e l Marceau . Si quer ía perfeccionar mi arte, d e b í a hacer como Emi l fork : abandonarlo todo y partir. Pero lazos con nudos muy estrechos me ataban. Pr imero que nada, mis amigos y novias, mis compromisos con el Teatro Mímico , que ya hab ía dado exitosas representaciones, luego la a m b i c i ó n de p robar en gran escala la efectividad del acto poét ico y por úl t imo, muy en el fondo de mis sombras, el deseo de vengarme de mis padres, refregarles por el rostro el sufrimiento que me habían causado por su inc o m p r e n s i ó n . D e s c u b r í que e l r e n c o r ataba tanto c o m o e l amor. Entré en un p e r í o d o nebuloso donde era incapaz de tomar decisiones; una inerc ia profunda se había apoderado de mi alma. Pasaba los días encerrado en el taller, leyendo. Excur

/sé este matar el t iempo d i c i é n d o m e que para conocer un autor ¿ había que leer sus obras completas. A una velocidad forzada leí

\odo Kafka, todo Dostoievsky, todo Garc ía Lorca , todo A n d r é Bretón, todo H. G. Wells, todo Jack L o n d o n y, aunque parezca fraro, todo Bernard Shaw. L legaron u n a noche mis amigos poetas, ebrios hasta casi no poder tenerse en pie, vestidos de negro, portando una corona fúnebre con mi nombre . Encendier o n velas y se sentaron a mi a l r e d e d o r s i m u l a n d o l lantos y bebiendo aún más vino. La realidad volvió a danzar... A las dos de la m a ñ a n a , a lguien g o l p e ó la puerta con frenesí . Le abrimos. Entró mi padre, descalzo, enarbolando una l ámpara .

- ¡A le j andro , se nos q u e m ó la casa!

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- ¿ L a casa de Matucana? - ¡ S í , mi casa, tu casa, con los muebles, la ropa, el piano de

Raquel , todo! - ¡ O h , mis escritos! - ¡ M e cago en tus escritos! ¡Piensas en unas inmundas hojas

de papel y no en mi d inero , el que guardaba dentro de la caja de zapatos en el armario, en mis á lbumes de sellos, veinte a ñ o s c o l e c c i o n á n d o l o s , en mis zapatos de ciclista, en la vajilla de porcelana que tu madre conservaba desde que se casó, no tienes corazón, no tienes nada, ya no sé quién eres, p e n s á b a m o s venir a d o r m i r aquí , pero esto es un nido de borrachos, iremos a un hote l !

Y se fue lanzando g r u ñ i d o s de e x a s p e r a c i ó n mientras los poetas, eufóricos con la noticia , danzaban en ronda. Hicimos_ una colecta para arrendar tres victorias. E m p r e n d i m o s viaje hacia Matucang. El paso cansino de los caballos, le daba una voz metá l ica a la noche que mor ía . Sobre el r i tmo de las herraduras fuimos improvisando elegías a la casa quemada. Cuando llegamos ya no hab ía bomberos. No hab ía nadie. Apretujado entre dos feos edificios de cemento, mi hogar d o r m í a como un ave negra . Los bardos se ba jaron de los coches y d a n z a r o n frente a los restos celebrando el fin de un m u n d o y el renacimiento de otro. Escarbaron entre los escombros en busca del gusano rojo en que se hab ía convertido el ave Fénix. Sólo encontraron la faja renegrida de mi madre. ¡Ah, mi pobre Sara Fel ic idad! A causa de todos esos años sin hacer ejercicios, parada diez horas diarias detrás del mostrador, hasta el punto de tener los codos llenos de callos de tanto apoyarse en esas superficies frías, y t ambién p o r comer con angurr ia para compensar el afecto que le faltaba - m i padre, convertido en «el picaflor de barr io» , so pretexto de ventas a domic i l io , iba en su bicicleta fornicando a diestra y siniestra con sus dientas- , eng o r d ó , perd ió las formas, se sintió ahogar dentro de un magma de carne.. . Para encontrar límites que le aseguraran que era un ser vivo, que al m u n d o lo regían leyes infalibles, que no estaba abierta como un arroyo ante el hocico sediento de cual-

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quier rapaz, se e n f u n d ó en un cor sé , provisto de varillas de acero, que la encerraba de los senos hasta med io muslo . Lo pr imero que hacía al levantarse era gritar para llamar a la sirvienta, que a c u d í a r e f u n f u ñ a n d o c o m o de costumbre , para que la ayudara a tirar de los cordones. Sal ía del cuarto tiesa pero con forma, la an imal idad c o m p r i m i d a : u n a s e ñ o r a segura de sí misma que dejaba sin pudor que los ojos de los otros la escudr iñaran. P o r la noche, de regreso de la tienda, con los pies hinchados y los ojos enrojecidos por la luz de n e ó n , l lamaba otra vez a la sirvienta para que la sacara del cepo. Esto lo hac ía en el momento en que todos d e b í a m o s estar en la cama. Yo sabía que no iba a poder dormirme de inmediato. Mi madre comenzaba a rascarse con sus largas uñas siempre pintadas de roj o . Su pie l seca por tantas horas de encierro, la tela de lona le i m p e d í a transpirar, p r o d u c í a un quejido de papel que se rasga, insidioso, penetrante. El concierto duraba media hora. Yo sabía, por los chismes de la criada, que Sara Fel ic idad calmaba la p icazón untándose del cuel lo a las rodillas con su propia saliva. Esa gordura, esos callos en los codos, esos pies tumefactos, esa p icazón, yo siempre los había visto con cierto sarcasmo, como si mi madre fuera culpable de tal fealdad, fealdad que d e b í a ocultar en una faja. A h o r a , v iendo a los poetas patear carcaj e á n d o s e esa horma renegrida, sentí por ella una tristeza profunda. Pobre mujer, sacrificando con ingenuidad su vida sólo p o r falta de conc ienc ia . Miopes , e l mar ido , la madre , e l padrastro, los mediohermanos , los pr imos , incapaces de ver su maravillosa blancura, de cuerpo y de alma. Viv iendo como una niña castigada, considerada intrusa desde que era un feto, par ida con desgano, recibida en una cuna fría, cisne entre patos orgullosos... Estaba brotando el alba. La real idad volvió a danzar. Pasó un vendedor de globos rojos en forma de corazón . C o n un grito severo detuve a los poetas futbolistas. Pagué las tres victorias y con el resto le c o m p r é sus globos al vendedor. Amarré el corsé al conjunto volátil y lo solté. Se elevó muy alto, hasta convertirse, en medio del cielo rosado, en una p e q u e ñ a mancha negra. Esa subida la c o m p a r é a la Asunción de la V i r -

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gen María . Tuve que beber un largo trago porque me puse a toser. Quizás entonces c o m p r e n d í la estrecha unión que efectúa el inconsciente entre las personas y sus objetos íntimos. Para mí , l iberar la faja de mi madre, enviarla al fondo del cielo transportada por globos en forma de corazón , fue como permitir le salir de su cárcel cotidiana, de su insulsa vida de mujer de comerc i an te , de su miser ia sexual , de sus anteojeras de h u é r f a n a indeseada, en fin, de su absoluta carencia de amor. Yo h a b í a pasado todos esos a ñ o s q u e j á n d o m e de su falta de a tención, de car iño, pero había sido incapaz de darle un mínimo de afecto, enceguecido como estaba por el rencor. C o m o a ella, pris ionera de su estrecha conciencia , poco p o d í a darle, le o f rendé mi amor a su faja, convirt iéndola en ángel .

La casa quemada p a r e c í a decirnos que un m u n d o estaba terminando y que otro se aprestaba a nacer de sus ruinas. Esto co inc id ió con el fin del invierno y el comienzo de la primavera. Nos d imos cuenta de que en C h i l e hac ía m á s de veinte a ñ o s que no se celebraba un carnaval. Nos propusimos hacer renacer la Fiesta de la Primavera. Fuimos tres los que parimos esta idea: Enr ique L i h n , J o s é Donoso (que luego sería conocido como novelista: El obsceno pájaro de la noche) y yo. Comenzamos todos los días , a las seis de la tarde, hora en que la gente salía del trabajo y l lenaba las calles, a salir disfrazados para comenzar a crear un entusiasmo colectivo. L i h n se vistió de diablo; un diablo flaco, eléctr ico, re torc iéndose como un tallarín escarlata, agitando una cola dura terminada en punta de f lecha, interrogando a los paseantes con solapada intel igencia sobre sus íntimas depravaciones. Donoso , vestido de negra, por supuesto n in fómana , con dos pelotas de fútbol como senos, agrediendo sensualmente a los hombres , los cuales se escapaban de sus asaltos en medio de carcajadas colectivas. Y yo, vestido de Pierrot, b lanco de los pies a la cabeza, proyectando una tristeza amorosa universal, r e p l e g á n d o m e en los brazos de las mujeres para que me acunaran como niño herido. . . Otros poetas y un grupo de estudiantes universitarios s iguieron nuestro ejemplo

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y a diar io , en el centro de la c iudad, los t ranseúntes v ieron un espectáculo de eufór icos disfrazados. Algunos comerciantes astutos se apoderaron de la idea y organizaron un baile en el Estadio Nacional . Fue un éxito sin precedentes. La cancha se llen ó , t ambién las g r a d e r í a s , luego los terrenos exteriores y las calles adyacentes. Esa noche bai ló , se e m b o r r a c h ó y a m ó un mil lón de personas. Nosotros, los pr imeros disfrazados, tuvimos, como los d e m á s , que pagar la entrada. Nadie nos lo agradeció . Pasamos a formar parte de l anonimato general. Disgustados, sabiendo que algunos mercaderes se hab ían h i n c h a d o de d inero , nos fuimos a pasar la pena en un bar cercano a la estación Mapocho . Allí se beb ía bajo el encanto de la estridencia de los trenes. Aún no ten íamos la sab idur ía del Bhagavad Gitá: «Piensa en la obra y no en el fruto» . Nos molestaba que no se nos hubiera reconocido. . . Años mas tarde a p r e n d í con ciertos bodhisattvas a bendecir en secreto todo aquello que abarcaba mi mirada. Esa noche h a b r í a m o s quer ido ser felicitá71os7"«Gra-cias a ustedes, una fiesta maravillosa ha renacido. Merecen un p r e m i o , u n a copa, un d i p l o m a , cuando menos un abrazo o b ien la entrada gratuita a todas las fest ividades». Nada obtuvimos, ni siquiera una sonrisa. Decidimos hacer una ce lebrac ión al estilo mapuche: pusimos las sillas sobre la mesa y nos sentamos en el suelo, con las piernas cruzadas, formando un círculo. Cesamos de hablar y cada uno beb ió con un r i tmo funerar io largos tragos de su botel la de r o n hasta acabarla. Un l i tro de a lcohol por cabeza. En si lencio, mis amigos se fueron desp lomando . Yo me sentí morir . El exceso de a lcohol me ahoga

b a . Sal í corr iendo a la calle, vomité j u n t o a un farol , m a r c h é /con los brazos abiertos mi rando hacia el cielo y por fin me sen-

/ té en la cuneta de una esquina solitaria. La tristeza del Pierrot c o m e n z ó a invadirme. ¿Quién era yo? ¿Qué finalidadtenía mi existencia? Así estaba r u m i a n d o mis ideas, atravesado p o r el frío del alba, cuando sentí un golpetear aterciopelado. Alcé la cabeza que manten ía h u n d i d a en mi pecho y vi acercarse al perro . No digo u n , digo al , porque lo he visto, revisto, repasado tantas veces en mi m e m o r i a que se ha convertido en un ejem-

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piar arquet íp ico que algo tiene de divino. E r a de t a m a ñ o mediano , c o n una pe lambrera quizás blanca, que las vicisitudes de la vida habían tornado gris y costrosa. Cojeaba de la pata delantera derecha. En resumen, un perro miserable, c o n ese orgul lo doloroso mezclado de h u m i l d a d que cargan los canes sin a m o . Se a c e r c ó m i r á n d o m e c o n u n a in tensa neces idad de c o m p a ñ í a . Su corazón latía tan recio que e scuché el tamborileo. La cola, luc iendo cicatrices de dentelladas, se agitaba feliz. Al llegar ante mí, con gran delicadeza de jó caer de su hocico u n a p iedra blanca. Sus ojos revelaban un amor tan profundo, yo nunca hab ía recibido u n a muestra de afecto tal, que me h i c ieron ver de golpe lo poco que en la vida se me hab ía querido. A y u d a d o por la borrachera , que aba t ió los muros de mi vergüenza , me puse a llorar. El animal dio un par de saltos torpes, se a le jó corr iendo unos metros, se detuvo, regresó y lamió la piedra. C o m p r e n d í . Tenía ganas de jugar. Me estaba p idiendo que la lanzara a lo lejos para perseguirla, recogerla en su hocico y traérmela . Lo hice así. Varias veces. Por lo menos veinte. Pasó un ciclista. El can se lanzó corr iendo detrás de él. A m bos desaparecieron en la curva de una esquina. Ya no volvió. Q u e d é solo frente al guijarro blanco. Esa p iedra era mi ancestro. Vie ja de millones de años , hab ía s o ñ a d o con hablar y ah í estaba yo, P ierrot , tan albo c o m o el la , convert ido en su voz. ¿Qué es lo que quer ía decir? Esperé recibir el m á s hermoso de los poemas, dictado por ese pedrusco ca ído del hocico de un~-perro . ¡Recibí en la mente algo que sólo puedo comparar a un < mazazo! ¡Ella iba a durar m á s que yo! C o m p r e n d í c o n lucidez alucinante que yo era un ser mortal . Mi cuerpo, aquel con e l _ que estaba tan profundamente identi f icado, iba a envejecer,,, podrirse, disgregarse. A mi memoria se la iba a tragar la nadaT t M !

M i s palabras, mi conciencia , todo lo m í o , a l pozo negro del o l « vido. T a m b i é n iban a desaparecer las„casas, las calles, la totalidad de los seres vivientes, el planeta, el sol, la luna , las estrellas, el universo entero. Arro jé lejos la p iedra blanca, como si fuera u n a bruja: me hab ía inyectado una angustia que durar í a toda la corta vida que un azar indiferente me hab ía otorgado... De

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mi padre no recibí aspirinas metafísicas. N u n c a inculcó en mi mente de n iño un m á s allá, una esperanza de reencarnac ión , un dios clemente, un a lma eterna, todos esos mitos que tan bien saben proclamar las religiones para consolar a los mortales... Me lancé a correr por las calles lanzando aullidos. Nadie se sorprendió de ver a ese payaso, pensando que era un úl t imo resto del baile de carnaval. L l e g u é al taller y me de jé caer en el suelo, para dormirme como un pedazo de materia inanimada.

Esta angustia de m o r i r me durar ía hasta los 40 años . Angus-I tia que me obl igó a recorrer el m u n d o , estudiar las religiones, / la magia , el esoterismo, la a l q u i m i a , la cabala. Me h izo fre

cuentar grupos iniciáticos, meditar al estilo de numerosas escuelas, contactar con maestros, en fin, buscar sin límites* donde fuera, aquello que p o d í a consolarme de mi fugacidad. S i n o vencía a la muerte, ¿ c ó m o p o d í a vivir, crear, amar, prosperar? Me sentí separado no sólo del m u n d o sino también de la vida. Los que creyeron conocerme sólo conoc ieron las máscaras de un muerto. En esos insoportables años todas las obras que realicé, más los amores, fueron anestés icos que me ayudaron a soportar la angustia que corro ía mi alma. Sin embargo, en lo m á s ínt imo de mi ser, en forma nebulosa, sabía que ese estado de a g o n í a permanente era u n a enfermedad a la que tenía que cu-

Nrar, convir t iéndome en mi prop io terapeuta. En e l fondo no se /trataba de encontrar el f i l tro m á g i c o que me impid iera m o r i r

i sino, sobre todo, de aprender a m o r i r con fe l ic idatL

J u n t é de m i l ingeniosas maneras (entre otras venderme un par de noches a una vieja millonaria) el d inero para comprar un pasaje en un barco italiano, el Andrea Doria, cuarta clase, camarote c o m ú n de veinte camas, escalopes resecos, vino hecho con agua y polvos, tomates insulsos, rumbo a Francia. Rega lé todo lo que tenía: libros, títeres, dibujos, cuadernos con poemas, decorados y ropajes del Teatro Mímico , unos pocos muebles, mi ropa. C o n sólo un traje, un abrigo, más un par de calcetines, un calzoncil lo y una camisa de na i lon, que lavaría cada noche;

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sin maleta, con cien raquíticos dólares en el bolsillo, después de arrojar mi l ibreta de direcciones al mar, part í en un viaje que durar ía cinco semanas, subiendo por el o c é a n o Pacífico hasta el canal de P a n a m á y de allí a Cannes, para desembarcar en te-i r itorio francés sin saber una sola palabra de ese idioma.

El acto de arrojar la l ibreta fue para mí fundamentalmente necesar io . Esas hojas c o n s t i t u í a n mi u n i ó n c o n e l pasado. Unión tanto más fuerte por cuanto hab ía sido agradable. No abandonaba mi país como un expulsado pol í t ico o como un Iracasado o como alguien detestado por la sociedad. Me estaba vendo de un país que me hab ía aceptado como artista, de u n á ^ c o m p a ñ í a de veinte mimos que ya tenía un sól ido repertorio,^ de gentiles amigos, muchos de ellos grandes poetas, de apasionadas muchachas, con una de las cuales p o d r í a haberme casado. Me estaba yendo también , de cuajo, de mi familia: n u n c a -más los volví a..ver. Tampoco a mis amigos: cuando regresé a Ch i l e , cuarenta años más tarde, todos hab ían muerto, segados por el tabaco, el a lcohol o Pinochet. . . Fue una forma de suicid io , desaparecer, deshacerme de los nudos emocionales, dejar de ser ese ente nacido de raíces dolorosas, para convert irme en otro, un ego virgen que me permitiera un día, padre y madre de mí mismo, llegar a ser lo que yo quer í a y no lo que la fami l i a , la sociedad y el pa í s me i m p o n í a n . Ese 3 de marzo de/ 1953, a los 24 años , al arrojar mi l ibreta de direcciones al m a r ^ morí . Cuarenta y dos a ñ o s más tarde, t ambién un 3 de m a r z o / 1995, mi adorado hijo Teo, de 24 años , en p lena fiesta, murió_V repentinamente. C o n él, desaparec í una vez más .

L legar a París sin hablar f rancés , c o n d inero apenas para subsistir treinta días , sin n ingún amigo, quer iendo triunfar en el teatro, es una locura. El p intor Roberto Matta, con m u c h o humor, dijo en u n a ocas ión: «Triunfar en París es muy fácil, sólo los primeros cincuenta años son difíciles». Yo, con una ingenua confianza en mí mismo, creí que llegaba a Europa como un salvador. Lo p r i m e r o que hice, apenas ba jé del tren a las dos de la madrugada, fue l lamar a A n d r é Bre tón , cuyo teléfo-

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no me sabía de memoria . (En Santiago, el ferviente grupo surreal ista L a M a n d r a g o r a m a n t e n í a re lac iones c o n e l poeta , quien estaba casado con una pianista chi lena , Elisa, a qu ien le clavó la tapa del p iano, por odio a la música . ) Me contes tó c o n una voz pastosa:

- O u i ? - ¿ H a b l a usted e spañol? - S í . - ¿ E s A n d r é Breton? - S í . ¿Quién es usted? -Soy Ale jandro Jodorowsky y vengo de Ch i l e a salvar al Su

rrealismo. - A h , bueno. ¿Me quiere ver? - ¡ I n m e d i a t a m e n t e ! - A h o r a n o , es m u y tarde, ya estoy acostado. V e n g a a mi

apartamento m a ñ a n a a las doce del día . - ¡ N o , m a ñ a n a no, ahora! - L e repito: éstas no son horas para visitas. Venga m a ñ a n a y

c o n mucho gusto conversaré con usted. - U n verdadero surrealista no se g u í a p o r e l reloj . ¡Ahora ! - ¡ M a ñ a n a ! - ¡ E n t o n c e s nunca ! E i n t e r r u m p í la c o m u n i c a c i ó n . S ó l o siete a ñ o s m á s tarde,

a c o m p a ñ a d o por Fernando Arraba l y Topor, asistí a una de las / reuniones que pres id ía en el café La Promenade de Venus, y

j tuve el placer de conocerlo. . .

En esos primeros meses en París terminaron de derrumbarse mis ilusiones. Tuve que ganarme la vida haciendo toda clase de trabajos miserables, como pedir en los apartamentos periódicos viejos para ir a venderlos por kilos a un armenio que surtía a una fábrica de papel, salir a ofrecer en las terrazas de los cafés mis dibujos, pegar sellos en cerros de sobres, empaquetar supositorios contra una epidemia de gripe, etc. C o n gran trabajo r e u n í e l d i n e r o suf ic iente para e s tud iar tres meses c o n Ett ienne Decroux . La pan tomima se me h a b í a convert ido en

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una religión. Estaba dispuesto a darle mi vida. Consideraba que la colección de elogiosos artículos de prensa y fotografías mostrando mis creaciones, me daba derecho a la admirac ión d e l ^ maestro. Después de todo es tábamos luchando por imponer el mismo arte, considerado como una decadente curiosidad histórica. N u n c a me imag iné que ese mítico creador del moderno lenguaje mímico , un hombre de cuerpo ancho, manos gruesas y rostro adocenado, tuviera tal crueldad, tal amargura, tal envidia del éxito ajeno. Supe que ese a ñ o se hab ía presentado con sus alumnos en Londres , al mismo tiempo que Marceau. El espectáculo de Marceau fue declarado el mejor del año , y el de Decroux el peor de a ñ o . Lo que pasaba es que con su técnica implacable, inhumana , que exigía increíbles esfuerzos para rea-l i /ar cada movimiento, aburr ía a los espectadores. En cambio la fineza de Marceau, su ingenuidad, sus gestos aéreos que suge^ rían todo sin n ingún esfuerzo, encantaban al públ ico. Decroux / bara jó mis fotos con un ostentoso desprecio, me pidió que me desvistiera y, tomando como testigo a su hijo Pepe, proced ió a examinar mi cuerpo, clasificando sus defectos con frialdad médica. « C o m i e n z o de escoliosis, cuerpo semita con nalgas salidas, debi l idad de los músculos abdominales: en pocos años tend r á u n v ientre c a í d o . » M e p i d i ó que m e mov ie ra . Tra té d e hacer gestos bellos. Conc luyó : «Se mueve sacando los codos: mal gusto expres ionis ta» . Luego, l a n z á n d o m e para siempre al o lvido, a b a n d o n ó el exiguo cuarto donde rec ibía a sus a lumnos. Pepe, con u n a sonrisa cruel , me tend ió una factura p o r lies meses de cursos adelantados... Al salir, recog í un programa. Allí leí que el maestro, en c o m p a ñ í a de su esposa y su hijo, só lo para cuatro espectadores,' hacía dos años que cada noche estaba dando un recital en ese p e q u e ñ o apartamento. ^

La pr imera lección fue una paradoja, semejante a un koan: « L a pantomima es el arte de no hacer movimientos» . Para expl icar aquel lo , se nos di jo: « L a tortuga, debajo de su caparazón, es f e l ina» , « L a mayor fuerza es la fuerza que no se emplea» , «Si el m i m o no es débil , no es m i m o » , « L a esencia de la

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vida es la lucha contra el p e s o » . Durante interminables horas estudiamos el mecanismo de la marcha, la expre s ión del hambre, de la sed, del calor, del frío, del exceso de luz, de la oscur idad, de las diferentes actitudes de un pensador y, por úl t imo, todas las gamas del sufrimiento físico: dolores.£ausadji^a©£-eíi=v fermedades, por q u e b r a z ó n de huesos, p o r heridas (en la espalda, en el pecho, en el costado, en las extremidades} , p o r quemaduras, por ác ido , por asfixia, etc.

U n a vez por semana, nos r e u n í a m o s en el gran gimnasio de una escuela. Decroux, c o n una lubr ic idad de anciano, h izo colocarse a las mujeres delante, « L o s hombres no me interesan» , y a nosotros detrás . (Lo que me de sper tó el antiguo do lor de saber que Ja ime sólo tenía ojos para Raquel.) C u a n d o daba sus ejemplos se arremangaba los anchos pantalones y a m e n u d o , como si no se diera cuenta, exh ib ía sus testículos. O d i a b a las imitaciones chaplinescas. La Mímica d e b í a ser un arte tan severo como el ballet clásico. Lo ún ico que cambiaba era la conciencia del peso. «Só lo los idiotas se elevan sobre la punta de los pies .» Anal izamos las leyes de l equi l ibr io , los mecanismos del cargar, tirar, empujar. Estudiamos la manipu lac ión de objetos imaginarios. A p r e n d i m o s , c o n las manos planas, a crear diferentes espacios... El conoc imiento que se nos transmit ía era otorgado por gotas, lentamente, como a regañad iente s . A pesar de hacernos pagar muy caro las clases, nos daba la sensación de que lo r o b á b a m o s . Para just i f icar esta act i tud citaba u n a frase de Bretón : « U n mal escritor es como una mancha de agua sobre el papel , se extiende r á p i d o pero no tarda en evaporarse. Un buen escritor es como una gota de aceite: cuando cae hace una mancha p e q u e ñ a , pero con el t iempo se va ext e n d i e n d o hasta l l e n a r toda la ho ja . Los cursos q ú e T e s ' d o y ahora , les serv i rán d e n t r o de diez a ñ o s » . T e n í a r a z ó n . Esa crueldad de bisturí, que e l iminaba toda relación afectuosa, me obl igó a ser juez de mí mismo, sin esperar confirmaciones ajenas. Para resistir el desprecio, la d e m o l i c i ó n , semejante a un pescador que se sumerge en el oscuro o c é a n o y luego emerge portando una perla, tuve que buscar y encontrar mis valores.

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A p r e n d í que no p u e d e h a b e r c r e a t i v i d a d efect iva s i no la ) .»( o m p a ñ a una buena técnica. T a m b i é n que la técnica, sin arte, h' destruye a ]a vida. ——-^_J[

A la llegada de M a r c e l Marceau, seis meses d e s p u é s , mi des-t ino teatral se puso en marcha . El m i m o , tras un m i n u c i o s o examen, me acep tó en su c o m p a ñ í a , d á n d o m e un papel mínimo para demost rarme que s i en mi p a í s yo era a l g u i e n , en Francia era un d o n nadie. Poco a poco g a n é su aprecio y obtuve el grado más alto que conced ía a un colaborador: sostenerle los letreros anunc iando sus pantomimas. Así lo a c o m p a ñ é en sus giras por muchos países . Mientras mi amigo d o r m í a hasta tarde, fatigado por la representac ión de la víspera, yo me levantaba temprano y visitaba cuanto maestro y lugar sagrado p o d í a encontrar . C o m o no ten ía l a o p o r t u n i d a d de real izar mis ideas, dec id í dárse las a Marceau. Escribí para él El fabricante de máscaras, La jaula, El devorador de corazones, El sable del samurai, Bip vendedor de porcelana, etc., pantomimas que le d i e r o n a su carrera un nuevo i m p u l s o . H a b i e n d o d e c i d i d o que no quer ía terminar mi vida haciendo gestos de m u d o c o n un maquillaje blanco sobre mis arrugas, me d e s p e d í de M a r c e a u y, otra vez en paro, ya c o n el peso de u n a joven esposa, tuve que aceptar un trabajo de p in tor de brocha gorda. P o r esa danza de la realidad, el jefe de la empresa, J u l i e n , era m i e m b r o de un grupo de Gurd j i e f f y su colaborador , A m i r , un f i lósofo sufí . Pintar con ellos u n a casa entera en las afueras de París se convirtió en u n a exper ienc ia míst ica . E l p rop ie ta r io de l a mansión, seudo aristócrata, c o n toda evidencia impotente, se dec í a p intor abstracto y escultor. En grandes telas, perpetraba manchas golpeando con un látigo untado en pintura . C o m o escultor, impr imía sus nalgas en un molde y fabricaba sillas de plást ico. Lo bautizamos «el F u r i o s o » . Su mu je r t en ía hermosos ojos verdes y Ju l i en se e n a m o r ó de ella. U n a noche, como espectáculo exót ico , nos invitaron a cenar con sus amigos en un p a b e l l ó n p intado de dorado , azul y rojo , colores que, s e g ú n ellos, usaban los reyes de Francia. Bebimos mucho vino. Poseí-

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do por un furor poé t i co , improvisé versos compuestos exclusivamente de insultos. Los invitados se aterraron y comenzaron a irse. C u a n d o se quedaron a solas c o n nosotros, el desbocado «trío o b r e r o » , temblando nos co locaron delante tres botellas de vino y subieron al entresuelo para acostarse. C o n la euforia de romper los límites, al poco rato subí al dormi tor io y, sin sacarme los zapatos, me acos té entre ellos. Antes de d o r m i r m e , p e n e t r é a la esposa, muy brevemente, como un saludo de buenas noches.

Temprano en la m a ñ a n a , d e j é a mis patrones r o n c a n d o y fui a trabajar. El Furioso l legó a m e d i o d í a , me sonr ió y se puso a pintar sus telas a latigazos como si no hubiera pasado nada. J u l i e n , p o r el contrar io , no d i s imuló sus malas pulgas. Ind icó hacia mi abundante cabel lera y g r u ñ ó : « C o n esa m e l e n a de "artista" para ellos no eres real . Te t o m a n p o r un b u f ó n . S i quieres r o m p e r las convenciones , conviértete en un h o m b r e normal , como nosotros, para que aprendas a saborear las consecuencias de tus actos. Esta gente es peligrosa, tiene el poder de su lado, prác t i camente nuestras vidas están en sus m a n o s » . Y acto seguido, esgrimiendo unas tijeras, me cortó el pelo, casi al rape. Luego me envió a l impiar un techo l leno de telarañas , sabiendo que le tenía fobia a esos bichos. «Ni los pobres, ni los seres conscientes, tenemos derecho a las fobias .» C u a n d o fui a la p a n a d e r í a , manchado de yeso y p intura , mi nuevo aspecto atrajo a muchas s eñora s b i en vestidas. Me deseaban, confun

d i é n d o m e c o n u n h o m b r e s o c i a l m e n t e i n f e r i o r , a l m i s m o t iempo que f ingían rechazarme. Me di cuenta de que el m u n do no estaba compuesto ú n i c a m e n t e de artistas, ínf ima mino-r/ía, sino de mil lones de seres a n ó n i m o s , destinados al olvido.

/ E n ellos las creencias, los sentimientos, los d e s e o v a d q u i r í a n extrañas formas. A l g o andaba mal . Mi visión de la vida era lamentable . No estaba preparado a ú n para soportar la tal cual era. Necesitaba refugiarme en un teatro, d o r m i r y comer en el escenario, no leer los per iód icos , volver a dejarme c r e c e r á pelo . Tuve la sorpresa de ver llegar un lujoso automóvil , c o n los

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asientos forrados de p ie l de leopardo. El chofer, luc iendo un uni forme azul estilo H o l l y w o o d , ent ró en la casa y p r e g u n t ó por mí. Me pre senté cubierto de costras de pintura . «El señor Maurice Chevalier quiere hablarle .» Lo seguí , subí en el Rolls Royce y me encont ré frente a frente c o n el cé lebre cantante, que en aquella é p o c a ya sobrepasaba los setenta años . «El empresario de su trío, el señor Canetti , que también es empresar io m í o , me lo ha recomendado m u c h o (mientras trabajaba con Marceau yo hab ía hecho una incurs ión en e l music-hall d i -i igiendo a unos cantantes, Los tres Horac ios ) . Se trata de que usted me ayude a p o n e r buenos gestos en mis canc iones y montar un par de pantomimas cómicas . D e s p u é s de un largo eclipse voy a regresar a las tablas y quiero sorprender al público c o n cosas nuevas. Si es un verdadero artista y no un p in tor de brocha gorda, venga conmigo . » Tuve un corto t iempo para despedirme de J u l i e n , A m i r y los d u e ñ o s de la casa que, boquiabiertos, me vieron alejarme para siempre.

E l c é l e b r e viejo v i n o tres veces p o r semana, durante un mes, a mi cuarto de empleada, dos metros de ancho por tres de largo, para ensayar c o n gran discipl ina. Canetti , por su parte, me hab ló en secreto: «Chevalier ya está pasado de moda. Su éxito no me interesa, lo creo imposible. En cambio cuento c o n un joven mús ico genial , M i c h e l Legrand : me aprovecharé del e spectácu lo para lanzarlo. Le voy a contratar una orquesta de c ien mús icos , algo n u n c a visto. T e n d r á un tr iunfo arrollador. La A l h a m b r a (así se l lamaba el teatro) se l lenará gracias a él. Te p ido que con tu escenif icación acentúes su pre senc ia» . En u n a ancha escalera, c o l o q u é a los c ien mús icos formando un m u r o de fondo, cada u n o con un traje de co lor diferente, siguiendo un cuadro de Paul Klee. Legrand estaba vestido de blanco. En verdad sus arreglos de me lod ía s populares eran excepcionales. S in embargo, él, sus c ien mús icos y el m o n u m e n t a l ru ido de los instrumentos, pasaron a segundo plano cuando el viejo entró, vestido de atorrante, con la nariz roja y una botella de vino en la mano, cantando « M a p o m m e » . ¡Éxito delirante! Hasta tal punto que el e spectáculo , que se creía que iba a permanecer

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en cartelera un mes, d u r ó un a ñ o . Al teatro se le c a m b i ó de nombre y se le puso «Alhambra Maurice Cheval ier» . El cantante a r r e n d ó un apartamento, que estaba enfrente, para observar cada d ía las enormes letras luminosas que fo rmaban su nombre .

Desde aquel m o m e n t o no cesé mis actividades teatrales y poéticas . Contar todo lo que viví en ese entonces sería motivo de otro l ibro . Marceau, porque su sostenedor de letreros se había enfermado, me p id ió que, como favor especial, lo sustituyera durante la gira por México . Así lo hice. Me e n a m o r é del país y allí me q u e d é , fundando el Teatro de Vanguardia para montar cerca de c ien e spec tácu lo s en diez años . Trabajaron conmigo las más grandes actrices y actores del momento ; estrené , entre muchas otras, obras de Str indberg , Samuel Bec-kett, Ionesco, Arraba l , Tardieu, Jarry, L e o n o r a Carr ington , autores mexicanos y m í a s ; a d a p t é a G ó g o l , Nie tz sche , Ka fka , W i l h e l m Reich y también un l ibro de Er ic Berne, El juego que todos jugamos, que aún treinta y tantos años d e s p u é s se sigue representando, y para lo cual tuve que imponerme , luchar contra la censura y en una ocas ión ir tres días a la cárcel . Padec í que me clausuraran las obras, que miembros de la extrema derecha asaltaran el teatro donde ac tuábamos , lanzando botellas con ác ido . Tuve que escaparme en la oscuridad, acostado en el fondo de un automóvil , para que no me l incharan cuando, en el Festival de Acapulco , es trené mi p r imer filme, Fando y Lis, etc. Poco a poco, entre éxitos, fracasos, e scándalos y catástrofes, una profunda crisis mora l fue demol iendo la admirac ión fanática que le tenía al teatro. Ese oficio se caracteriza por un despliegue de los vicios de l carácter que los ciudadanos no artistas tratan por todos los medios de ocultar. Los egos de los actores se muestran a p lena luz, sin vergüenza , sin autocensura, en su exagerado narcisismo. Son ambiguos, son débi les , son heroicos, son traidores, son fieles, son mezquinos, son generosos. Pelean por su crédito , quieren su nombre más grande que el de todos y que encabece el cartel sobre el título de la obra.

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Carte l de mi obra de teatro Zaratustra ( M é x i c o , 1976) . • De izquierda a derecha (detrás), H e n r y West ( m ú s i c o ) ,

H é c t o r B o n i l l a (actor) , Mickey Salas ( m ú s i c o ) con su hi jo , Carlos Á n c i r a (actor) , Isela Vega (actr iz) , Jorge Luque (actor) y Alvaro C a r c a ñ o (actor) con su hi jo ; •(delante) Luis U r í a s ( m ú s i c o ) , Brontis Jodorowsky, V a l é r i e Trumblay (en su vientre, T e o Jodorowsky) , El G r e ñ a s (vendedor de los programas de la obra) , A le j andro Jodorowsky con Axe l C r i s t ó b a l Jodorowsky y Susana C a m i n í (actriz) con su hi jo .

Si todos ganan el mismo sueldo, exigen que se les deslice en el bolsil lo un sobre conteniendo unos pesos más , se saludan con grandes abrazos y por detrás de las espaldas dicen horrores los unos de los otros, tratan con desesperac ión de tener más l íneas de texto, se roban las escenas l lamando la atención de manera solapada, e s t án l lenos de o rgu l l o y v a n i d a d pero al m i s m o tiempo no tienen n inguna seguridad en ellos mismos, quieren ser el centro de la a tención, no cesan de competir, exigen ser vistos, o ídos y aplaudidos en todo m o m e n t o , aunque tengan que prostituirse en anuncios publicitarios. Só lo saben hablar de sí mismos o bien de problemas humanitarios, una hambruna, una peste, un genocidio, siempre que sean ellos los l íderes promotores de una superficial solución. Para aumentar su popularidad, s e c a r e n pasar por devotos, a c o m p a ñ a n d o a un Papa o un Dalai Lama . En fin, son adorables y asquerosos, porque muestran a plena luz lo que su públ ico oculta en la sombra.

Me p r e g u n t é : ¿sería posible que el teatro prescindiera de los actores? ¿Y por q u é no del públ ico? El edificio del teatro me parec ió l imitado, inútil, anticuado. Se p o d í a crear un espectáculo en cualquier sitio, en un autobús , en un cementerio, en un árbol . Interpretar un personaje era inútil. El actuante - n o actor- no deb ía darse en espectáculo para escapar de sí, sino para restablecer el contacto con el misterio interior. El teatro dejaba de ser u n a dis tracción para convertirse en instrum e n t o de a u t o c o n o c i m i e n t o . Sjastituí la c r e a c i ó n de obras escritas por lo que l lamé un «e f ímero» .

En la representac ión, el actor tenía que fundirse totalmente en el «per sona je» , mentirse a sí mismo y a los demás , con tal d o m i n i o que l legaba a extraviar su « p e r s o n a » para volverse otro, un personaje con límites concisos, fabricado a punta de elucubraciones. En e l e f ímero , e l actuante d e b í a e l iminar a l personaje para intentar alcanzar a ser la persona que era o estaba siendo. En la vida cotidiana, los ciudadanos llamados normales caminaban disfrazados interpretando un personaje inculcado por la familia, la sociedad o b ien que ellos mismos se

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hab ían fabricado, una m á s c a r a de dis imulos y fanfarronadas. La mis ión del e f ímero era hacer que el ind iv iduo dejara de interpretar un personaje frente a otros personajes, que acabara e l iminándo lo para acercarse de golpe a la persona verdadera. Este «otro» que despertaba en la euforia de la actuación l ibre , no era un fantoche hecho de mentiras, sino un ser con l imitaciones menores. El acto e f ímero c o n d u c í a a la totalidad, a la l i berac ión de las fuerzas superiores, al estado de gracia.

Esa exp lorac ión del enigma ínt imo fue para mí, sin darme cuenta, el comienzo de un teatro terapéut ico que me llevaría más tarde a la creación de la Psicomagia. Si no la imag iné en aquel entonces fue porque p e n s é que lo que estaba hac iendo era un desarrollo del arte teatral. Antes de que en Estados U n i dos comenzaran a surgir los happenings, m o n t é espectáculos que sólo p o d í a n ser dados u n a sola vez. Introduje en ellos cosas perecederas: h u m o , frutas, gelatinas, des t rucc ión de objetos, b a ñ o s de sangre, explosiones , quemazones, etc. En u n a ocas ión nos movimos en un escenario donde piaban dos m i l pollos y en otra serruchamos un contrabajo y dos violines. Proced ía así: buscaba que me prestaran un lugar, el que fuera, salvo un teatro: una academia de pintura , un asilo para enfermos mentales, un hospital. Luego convencía a un grupo de conocidos, de preferencia no actores, para que participasen en u n a manifes tac ión públ ica . Muchas personas llevan en el a lma un acto que las condic iones ordinarias no les pe rmi ten realizar, pero apenas se les ofrece la posibi l idad de expresar en circunstancias favorables aquel lo que duerme en ellas, es muy raro que duden . Para mí, un e f ímero tenía que ser gratuito, c o m n una fiesta: cuando la ofrecemos no cobramos a los invitados las bebidas o los alimentos. Todo el d inero que p o d í a ahorrar lo invertía en esas presentaciones. Le preguntaba al participante q u é tenía ganas de exponer y luego le daba los medios para hacerlo. El p intor M a n u e l Fe l guérez dec id ió ejecutar ante los espectadores una ga l l ina para confeccionar allí mismo un cuadro abstracto con las tripas de l animal mientras, a su costado, su esposa L i l i a Carr i l lo , t ambién pintora , vestida c o n uni forme

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de soldado nazi , devoraba un pol lo asado... U n a joven ac t r i z ,^ lamosa de spués , M e c h e Car reño , quiso bailar desnuda al son de un r i tmo africano mientras un hombre barbudo le cubr ía el -cuerpo con chorros de espuma de afeitar. O t r a quiso aparecer como una bai lar ina clásica, con un tutu pero sin braga, y or i nar mientras interpretaba la muerte del cisne. Un estudiante de arquitectura dec id ió llegar con un m a n i q u í para golpearlo v io lentamente y sacar d e l pubis aplastado varios metros de chorizo . O t r o estudiante aparec ió vestido de profesor universitario portando u n a canasta l lena de huevos. A medida que recitaba fórmulas algebraicas, se estrellaba un huevo tras otro en la frente. Ot ro , vestido de charro, l legó con una tinaja de cobre y varios litros de leche. Acostado en pos ic ión fetal dentro del recipiente, se puso a recitar un poema incestuoso dedicado a su madre mientras vaciaba, tragando, las botellas de leche. U n a mujer de larga cabellera rubia aparec ió caminando apoyada en muletas y gritando a pleno p u l m ó n : « ¡Mi padre es inocente, yo n o ! » . Al mismo t iempo sacaba de entre sus senos trozos de carne c r u d a que lanzaba sobre el p ú b l i c o . L u e g o se sentó sobre u n a silla de n iño y se hizo rapar por un peluquero negro. Frente a ella h a b í a una cuna l lena de cabezas de m u ñ e ca, s in ojos n i pe lo . Ya c o n e l c r á n e o desnudo , l a mujer com e n z ó a lanzar las cabezas al públ ico chi l lando: « ¡Soy yo !» . Un muchacho, vestido de novio, e m p u j ó hacia el t inglado una t ina de b a ñ o l lena de sangre. Lo seguía u n a bel la mujer vestida de novia. Él c o m e n z ó a acariciarle los senos, el pubis y las piernas, para acabar, cada vez m á s excitado, por sumergirla, con su ampl io traje blanco, en la sangre. Se puso inmediatamente a frotarla con un gran pu lpo mientras ella cantaba un aire de ópera. U n a mujer de enorme cabellera roja, de p ie l muy pá l ida y c o n un vestido dorado que le moldeaba e l cuerpo , a p a r e c i ó con un par de tijeras grandes en las manos. Varios muchachos morenos se arrastraron hacia ella, o f rec iéndo le cada u n o un p lá tano que ella cortó r i éndose a carcajadas.

Todos estos actos, verdaderos delirios, fueron imaginados y realizados por personas consideradas normales en la vida real .

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f Las energías destructivas, que cuando permanecen estancadas I nos carcomen por dentro, pueden liberarse gracias a una ex-' pres ión canalizada y transformadora. La a lquimia del acto lo

grado transmuta la angustia en euforia.

Los ef ímeros pánicos se realizaron sin publ ic idad, d á n d o s e la dirección y la hora en el últ imo momento . Por este sistema de boca a oreja, asistían por término medio unas cuatrocientas personas. N ingún artículo, por suerte, se publ icó en los periódicos. La oficina de espectáculos dependiente del gobierno, al m a n d o de un infame burócra ta l lamado Peredo, ej[ej^ia_iiua-censura imbéci l . Recuerdo que en u n a obra teatral me hizo ocultar e l ombl igo de un personaje. En otra, e l actor Carlos A n c i r a se colocaba una capa terminada en dos bolas t a m a ñ o pelota de fútbol , e l turb io l i cenc iado c o n s i d e r ó que h a c í a n alusión a testículos y nos las hizo cortar. Pudimos , por la discreción y gratuidad de nuestros e f ímeros , llegar a expresarnos sin n ingún problema. La reacc ión fue muy diferente cuando se me ocurr ió realizar uno en la televisión nacional .

Mi labor en el Teatro de Vanguardia me había conquistado la admirac ión de un escritor y periodista, Juan L ó p e z Moctezuma, que l legó a ser presentador de un programa cultural . Le d ie ron una h o r a que no c o n s e g u í a anunciadores porque en un canal vecino había una serie americana que atraía a la mayoría de los espectadores. Juan me propuso hacer lo que quisiera durante esos sesenta minutos . Me c o n c e n t r é profundam e n t e y supe c o n p r e c i s i ó n e l ac to e f í m e r o que q u e r í a realizar: lo que más od ié en mis años oscuros fue el piano de mi hermana. Ese instrumento me mostraba, con la risa sarcás-tica de sus dientes blancos y negros, la preferencia que mis padres tenían por Raquel . Todo para ella, nada para mí. ¡Decidí destruir ante las cámaras un piano de cola! La expl icación que di al público en ese entonces fue la siguiente: «En México, como en España , el toreo es considerado un arte. El torero, para realizar su obra, emplea un toro. Al f inal de la l id ia , cuando gracias a él ha expresado su creatividad, lo mata. Es decir, destruye

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Cruci f icado en los restos del p iano. su instrumento. Así mismo lo quiero hacer yo. Voy a ofrecer un concierto de rock y luego voy a asesinar a mi p iano» . Encontré , gracias a los anuncios de un per iódico , un viejo piano de cola que vendían a un precio asequible a mi bolsil lo. Lo hice enviar al estudio donde se iba a realizar el programa cultural en directo. Contraté también un grupo de rock de jóvenes aficionados. Cuando comenzó la emisión, después de recitar mi texto, dando orden al grupo para que se lanzara a tocar, s aqué de u n a maleta un combo y c o m e n c é , con grandes golpes, a demoler el piano. Tuve que emplear toda mi energía , que se multiplicó por la rabia que llevaba acumulada tantos años . Romper un piano de cola a combazos no es fácil. Avancé en mi demol ic ión sin cejar, pero lentamente. Los pocos espectadores l lamaron a sus familiares y amigos. C o m o una inundac ión incontenible la noticia se expand ió : ¡un loco, en el canal tres, estaba rompiendo un piano de cola a martillazos! Al cabo de med i a h o r a , l a m a y o r í a de los espectadores mexicanos h a b í a abandonado su programa predilecto para ver lo que el marciano estaba cometiendo. Las llamadas telefónicas aumentaron de cien a m i l , a dos m i l , a cinco m i l . Protestaban las asociaciones de padres de fami l ia , el C l u b de Leones , el minis tro de E d u c a c i ó n y muchos otros notables. ¿ C ó m o era posible que'' hab iendo tantos n iños pobres se destrozara ante sus ojos (a esas horas los nenes d o r m í a n ) tan prec io so ins t rumento? ¿Quién había permit ido mostrar ese escandaloso acto de violencia? (el programa americano que pasaba a la misma h o r a era un sangriento espectáculo de guerra). Cuando terminé mi obra, acostado entre los escombros con un par de pedazos sobre mí, como una cruz, de la que saqué lastimeras notas, el esc á n d a l o hab ía adquir ido proporc iones nacionales. Al d ía siguiente todos los per iódicos hablaban del ef ímero. De manera brutal yo había desvirginizado el arte mexicano. Se me admiró por la audacia al mismo tiempo que se me consideró un artista maldito. Satisfecho de la enorme notoriedad que había alcanzado, d e c l a r é que en e l p r ó x i m o p r o g r a m a de J u a n L ó p e z Moc t ezu ma iba a entrevistar a una vaca para demostrar que

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ella sabía más de arquitectura que los profesores de la universidad. La televisión dec la ró que el programa no se har ía porque «a los estudios no entra n inguna vaca» . R e s p o n d í : « N o es verdad: hay muchas vacas haciendo telenovelas» . Nuevo escándalo en la prensa. Los alumnos de la Escuela de Arqui tec tura me ofrecieron el anfiteatio de su facultad para que entrevistara a la vaca. Allí me presenté , ante dos m i l alumnos, con mi bov ino , a l que previamente un veter inar io h a b í a inyectado un calmante. Presenté a l an ima l c o n el trasero hacia e l p ú b l i c o c o m p a r á n d o l o a una catedral gótica. La conferenciawdwó- dos horas donde las carcajadas fueron aumentando hasta que llegó un grupo de fornidos empleados a comunicarme que al decano le complacer í a que yo, con mi c o m p a ñ e r a vaca, abandonara para siempre esos dignos lugares. """"

Estos efímeros me mostraron el enorme impacto que producían, mucho más que el teatro habitual. En esos años de formación yo creía que, para lograr una mutac ión de la mental idad colectiva, había que agredir a la sociedad en sus conceptos fósiles. No se me ocurría pensar que a un enfermo no se le agrede sino que se le sana. Aún no concebía el acto terapéutico social.

V i n o mi regreso a París, el encuentro c o n Arraba l y Topor, los tres años que asistimos a las reuniones de l grupo surrealista. Bretón, a escasos años de su muerte, era ya un Sumo Pontífice viejo y cansado, rodeado de acólitos sin talento, más preocupados de la política que del arte. Fue entonces cuando fundamos el grupo pánico . Lo inauguramos con un ef ímero de cuatro horas que ya he descrito en otro l ibro. Este espectáculo cerró una etapa de mi vida. En él me castré s imból icamente , me hice rapar, azotar, le abrí el vientre a un rabino gigantesco sacándole visceras de puerco, nací a través de una vulva enorme entre un río de tortugas vivas... Salí de aquello enfermo, agotado, exangüe . A pesar de su éxito, la revista Plexus lo l l amó «le mei l leui h a p p e n i n g q u ' o n ait vu á Par í s » y los poetas beatniks A l i e n Ginsberg, Lawrence Ferlmghett i y Gregory Corso lo aplaudieron e incluyeron en su revista City Lights Journal, yo no estaba

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E f í m e r o p á n i c o ( P a r í s , 1974). Me someto a una tortura para desprenderme de mi narcis i smo f í s i c o . La verdugo me da latigazos hasta ensangrentarme. Foto : Jacques Prayer.

satisfecho. Veía merodear a mi alrededor el espectro de la des-11 ucción tenebrosa y sentía, más que nunca, que el teatro tenía que ir en el sentido de la luz. En busca de una acción positiva, arrojé por la borda toda actividad teatral exhibicionista con sus deseos de reconocimiento, premios, críticas o menciones en los medios de comunicación y comencé a practicar el teatro-consejo.

Si alguien deseaba expresar los residuos psíquicos , serpientes de sombra, que lo ro í an por dentro , le comunicaba la siguiente teoría: «El teatro es una fuerza mág ica , una experiencia personal e intrasmisible. Pertenece a todo el mundo . Basta c o n que te decidas a actuar en otra forma que la cotidiana para que esa fuerza transforme tu vida. Ya es hora de que rompas con los reflejos condicionados, los círculos hipnóticos , las autoconcep-ciones erróneas . La literatura le concede un gran lugar al tema del "doble" , alguien idéntico a ti que poco a poco te expulsa de tu propia vida, se apropia de tu territorio, de tus amistades, de tu familia, de tu trabajo, hasta transformarte en un paria e i n cluso tratar de asesinarte... Te debo decir que en realidad eres el "dob le " y no el or ig ina l . La ident idad que crees la tuya, tu ego, no es más que una copia pál ida, una aprox imac ión de tu ser esencial. Te identificas con ese doble tan irrisorio como i lusorio y de pronto aparece el auténtico. El amo del lugar vuelve a tomar el sitio que le corresponde. En ese momento tu Yo l i mitado se siente perseguido, en pel igro de muerte, lo que es cierto. Porque el ser auténtico terminará por disolver al doble. Nada te pertenece. Tu única posibil idad de ser es que aparezca^ el otro, tu naturaleza profunda, y te e l imine. Se trata de un sa-jcri f icio sagrado en e l cua l d e b e r á s entregarte p o r entero a l amo, sin angustia^. Puesto que vives preso en tus ideas l o c a s ^ serttimientos confusos,_deseos artificiales, necesidades inútiles, , ¿por q u é no adoptas puntos de vista totalmente distintos? P o r e jemplo, m a ñ a n a serás un inmorta l . C o m o un inmorta l te levantarás y te cepillarás los dientes, como un inmorta l te vestirás y pensará s , como un inmorta l recorrerás la ciudad.. . Durante una semana, veinticuatro horas al día, y para n ingún cómpl ice

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espectador salvo tú mismo, serás el hombre que nunca morirá , actuando cual otra persona con tus amigos y conocidos, sin darles n inguna expl icac ión. Logrará s ser un autor-actor-espectador, presentándote no en un teatro sino en la vida».

A u n q u e d e d i c a r a l a mayor parte de mi t i e m p o a l c i n e , creando filmes como Fando y Lis, El Topo, La montaña sagrada o Santa sangre, actividad que me otorgó experiencias que necesitarían un l ibro entero para narrarlas, seguí desarrollando el arte del teatro-consejo. Establecía una serie de actos para realizar en un tiempo dado: cinco horas, doce horas, veinticuatro... Un prog iama elaborado en función del problema que acarreaba el consultante, destinado a romper el personaje con el que se había identificado para ayudarlo a restablecer los lazos con su naturaleza profunda. «Ajjuel que se deprime o alucina o fracasa, no eres tú.» A un ateo le hice adoptar durante semanas la personalidad de un santo. A una mujer, que sufría p o r odiar a sus hijos, le as igné el deber, por contrato escrito y fumado con^ una gota de su sangre, de imitar durante cien años el amor ma-

* terno. A un juez, preocupado del poder que tenía de castigar en nombre de una ley y una moral que le ofrecían dudas, le di la tarea de disfrazarse de vagabundo para ir a mendigar frente a la terraza de un restaurante, y de sus bolsillos deb ía extraer p u ñ a d o s de ojos de m u ñ e c a . A un hombre enfermizamente celoso, de dudosa vir i l idad, le hice llegar a una reunión familiar vestido de señora.

De este modo creaba sobre el personaje una persona desti-\nada a visitar la vida cotidiana y mejorarla. En esa etapa mi bús

queda teatral fue adquiriendo una dimensión terapéutica. De autor y director, me transformé en consejero, dando instrucciones a las personas para que se liberaran del personaje y se comportaran como seres auténticos en la comedia de la existencia. La vía que Ies ofrecía era la de la imitación. El joven inexperto, que creyendo imitar a un santo civil se había aprovechado se-xualmente de una pobre muqhacha, ya estaba superado. A h o r a el proceso se fundaba en un deseo real de cambiar. ¿Si un buen

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' i 1 ?

católico practicaba la imitación de Cristo, por qué un ateo harto de su incredul idad no comenzar í a a imitar a un sacerdote? ¿Aeaso un débil, s int iéndose impotente, con los testículos p intados de rojo, no p o d í a imitar la fuerza viril? ¿Acaso - uim majer. a quien la familia e d u c ó como un hombreci l lo , para vencer su esteril idad no p o d í a meterse una a lmohad i l l a bajo el vestido imitando que estaba encinta? Yo mismo, imitando aquello que más me faltaba, la fe, me di cuenta de lo lejos que estaba de creer en Dios, en el ser humano , en lo que fuera. D u d é del arte.

/ ¿ P a r a qué sirve? Si es para entretener a gente que teme desper-\ tarse, no me interesa. Si es un medio de triunfax~ecaojárnica-j mente, no me interesa. Si es una actividad adoptada^poxjaai ego

/ para ensalzarse, no 'me interesa. Si debo ser el bufón de aque-\ líos que tienen el poder, jrue envenenan al planeta y que ham-

, brean a millones, no me interesa. ¿Cuál entonces es la finalidad del arte? Después de una crisis tan profunda que me hizo^aen-sar en el suicidio, l legué a la conclus ión de que la finalidad del arte era Sanar. <*Si el arte no sana, no es arte» , me dije y dec id í un i r en mis actividades el arte y la terapia. No quiero que se me entienda mal . La terapia que yo conoc ía era realizada por espíritus científicos, que se enfrentaban al caót ico inconsciente y trataban de darle un orden; extraían de los sueños un mensaje racional. . . Yo no llegaba de la ciencia a la terapia, sino del arte. Mi meta, por el contrario, era enseñar le a la razón a hablar el lenguaje de los sueños . No me interesaba el arte que se hacía terapia sino la terapia convertida en arte.

Esta entrada profunda en la expres ión de la fuerza inconsciente, que si se la escucha no es nuestro enemiga, sino nuestra aliada, se la debo a Ejo Takata, qu ien fue mi maestro zen durante cinco años . S in saber muy bien en lo que me met ía , acepté formar parte de un grupo que medi tar ía durante siete d ías completos d u r m i e n d o s ó l o veinte minutos cada noche . L l e n o de valor, me arrodil lé con las nalgas apoyadas en un coj í n , c rucé las manos, j u n t é los pulgares con una m í n i m a pres ión, como si sostuviera entre ellos un papel para cigarril los,

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estiré la co lumna vertebral, me sent í anclado en el suelo, un i do al centro de la tierra mientras mi c ráneo trataba de llegar al cieloT^e^scoñtraje los m ú s c u l o s faciales y luego el resto de ellos, e l iminé de mi m'ente toda palabra y s in t iéndome poseedor de una técnica perfecta me dispuse a quedarme allí, inmó-^ vi l , c o m o un Buda , u n a semana entera. Apenas pa só un par de h o r á s f c o m e n z ó la tortura. Me dol ieron las rodillas, las piernas, la espalda, el cuerpo entero. Si me movía un poco, el g igantón mexicano que se paseaba con el palo me daba una zurra en los hombros . Si hac ía u n a mueca porque las moscas me andaban por la cara, e l maestro lanzaba un grito d e m o n í a c o . La imaginac ión se me desató , la cólera también. ¿Qué hacía yo ahí , en m e d i o de esos a lumbrados y rapadas, sufr iendo sin n i n g u n a necesidad? En un r incón veía mis zapatos, como bocas abiertas, inv i tándome a enfundarlos y partir lejos de ese infierno. . . Al son de un gong, ten íamos que correr al comedor e ingurgitar en dos minutos un bo l de arroz, casi hirviente, sin dejar un solo grano en el tazón. Volvíamos a meditar con el vientre h inchado. Comenzaba un concierto de eructos y una pedorrera general. C o n rabia, con vergüenza , veía que los otros, y sobre todo las otras, resistían m á s que yo. A medianoche nos tirábamos como perros en el suelo para d o r m i r esos divinos veinte minutos . Nos despertaban a gritos e insultos y t e n í a m o s que correr a sentarnos para continuar la medi tac ión . Se nos permitía u n a vez por día ir a defecar, en una letr ina c o m ú n , donde una h i lera de hoyos sobre un pozo artesiano invitaba a h o m bres y mujeres a perder por completo la in t imidad . Resistí y resistí, m á s que por misticismo, por orgullo. Takata se puso a tocar el tambor cantando el Sutra del Corazón . L u z María , u n a fornida lesbiana, que también tocaba el tambor, frente a él, tuvo un acceso de furia y se lo arro jó a la cabeza. El monje hizo un m o v i m i e n t o m í n i m o , se inc l inó unos cen t ímet ro s , de tal m a n e r a que el pesado ins trumento p a s ó a m i l í m e t r o s de su oreja y se estrelló contra el muro dejando un agujero. Ejo, sin inmutarse en lo m á s m í n i m o , siguió cantando el sutra. N u n c a se c o m e n t ó esa agres ión. Ya al quinto día , convertido en un es-

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p a n t a p á j a r o s , con las rodil las hinchadas y sangrantes, c o n el vientre l leno de gases, los ojos lagrimeando y un dolor en el pecho, fui arrastrado por dos agresivos alumnos, a las tres de la madrugada, a un cuarto donde el maestro iba a p roponerme una adivinanza, un koan. Yo estaba obligado a luchar y defenderme, mientras el par de fanáticos me cubr ía de golpes. Me arrastraron por las escaleras y me sentaron frente a la cort ina del cuarto sagrado. «Me duele el pecho. Creo que me va a dar un in far to . » « ¡ R e v i e n t a ! » , me contes taron, y se f u e r o n . Un gong me indicó que deb ía entrar. Así lo hice. Allí estaba Ejo transfigurado: vestía un hábito de ceremonia que le daba el aspecto de un santo. Me miró con u n a objetividad que interpreté como desprecio y me dijo, a mí, que estaba de rodillas ante él con la frente tocando el suelo: « N o comienza, no termina, ¿qué es?» . Yo estaba preparado para responder a u n a adivinanza clásica c ó m o «Este es el sonido de dos manos, ¿cuál es el son i d o de u n a m a n o ? » . A lo cual h a b r í a levantado mi diestra abierta, r e spond iéndo le con una ampl ia sonrisa: « ¿Escuchas?» . O «¿El perro tiene también la naturaleza de B u d a ? » , a lo cual yo habría respondido berreando: « ¡ M u u u ! » . Pero ante esa pregunta tan simple, tan ingenua, tan obvia, sólo pude tartamudear: « ¿E jo , q u é quieres que diga? ¿Dios? ¿El universo? ¿Yo? ¿Tú? ¿Todo esto?» . El monje t o m ó un mazo y g o l p e ó el gong, lo que significaba que todo el z e n d ó 4 se enteraba de que yo había fracasado. Me incl iné, humi l l ado , y c o m e n c é a salir. Entonces Ejo me gritó: « ¡ Intelectual , aprende a mor i r ! » . Esas palabras, dichas con un atroz acento j a p o n é s , me c a m b i a r o n la vida. Bruscamente c o m p r e n d í que todo lo que hab ía buscado hasta entonces, todo lo que había realizado, lo hice con un cobarde intelecto que no quer iendo m o r i r se aferraba a los barrotes de la razón... Se comenzaba a existir cuando-e4-ye-ac4er dejaba de identificarse con el yo-observador. EnrxjéjdjLgGlpejen el m u n d o de los sueños .

4 Recinto o sala en donde se practica zazén, meditación budista zen.

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E l s u e ñ o sin f in

A los 17 a ñ o s h a b í a tenido , sin darme cuenta , mi p r i m e r s u e ñ o lúc ido. C o m o no estaba preparado para tan importante acontecimiento, sentí un profundo terror y me cons ideré sumergido en una anomal ía . . . En la pr imera parte del sueño estaba en un cine en el que se proyectaba una pel ícula de dibujos animados. Un paisaje con grandes rocas que poco a poco se iban poniendo blandas hasta chorrear arroyuelos oscuros que comenzaron a salir de la pantalla para caer en la sala. Entonces me vi sentado en el centro de ese vasto lugar como único espectador. Supe de manera indudable que estaba s o ñ a n d o , es decir, me desper té dentro del sueño . Esto de saber que todo lo que veía era irreal , de saber que mi prop ia carne allí no existía, que esa lava de rocas derretidas, que iba t ragándose fila tras fila las butacas, era pura i lusión, me angust ió . El peligro, a pesar de ser un s u e ñ o , me espantaba. Quise huir , pero p e n s é : «Si cruzo esa puerta, entraré en otro m u n d o y n u n c a más p o d r é volver a l m í o , quizás mor i ré» . ¡Entonces sentí pán ico ! Mi única posibi l idad de salvación era despertarme. Me parec ió imposible. Tan imposible como si tú, lector, en este momento levantaras tu mirada del l ibro y te dijeras: «Estoy s o ñ a n d o , debo desper tar» . Me sentí atrapado en un m u n d o monstruoso que iba a tratar de no soltarme. H i c e inmensos esfuerzos p o r salir del s u e ñ o , me sentí paralizado, no p o d í a mover ni los brazos ni las

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piernas, la lava iba l legando a mi sitio. Pronto me sepul tar ía . S e g u í intentando c o n dese sperac ión despertarme. A s c e n d í de las profundidades hacia mi verdadero cuerpo que, c o m o un trasatlántico, d o r m í a estirado en la superficie. Me re integré a mi envoltura y de sper té empapado en sudor, con el corazón lat iendo apresuradamente. C o n s i d e r é que este s u e ñ o , en realidad un regalo, era una enfermedad. A partir de entonces, cada noche al acostarme para d o r m i r me cre ía amenazado. T e n í a miedo de que el m u n d o onír ico me tragara para siempre.

Este miedo me i m p u l s ó a leer l ibros sobre los s u e ñ o s , sus mecanismos, sus cualidades, la manera de interpretarlos. H a bía diferentes clases de sueños , sexuales, angustiosos, agradables, y t a m b i é n t e rapéut i co s . En la a n t i g ü e d a d los enfermos iban al templo esperando soñar con una diosa que los curara. Se consideraba a los s u e ñ o s como profét icos . F reud les d io la misión de mostrar nuestros residuos ps íquicos , los deseos frustrados, las pulsiones amorales, atr ibuyendo s i s temát icamente un significado s imból ico a tal o cual imagen. S e g ú n J u n g no se trataba de explicar los acontecimientos onír icos sino de seguir viviéndolos, mediante el análisis, en estado de vigil ia, a fin de ver a d ó n d e nos c o n d u c í a n , q u é mensaje nos estaban dando. S in embargo todos estos m é t o d o s interpretativos cons ideran que el sueño es algo que recibimos con el objeto de que lo hagamos actuar en el m u n d o racional . Son s ímbolos , no realidades. A menudo un consultante nos dice «Tuve un s u e ñ o » , n u n ca «Visité un s u e ñ o » . La etapa siguiente, situada más allá de la interpretación racional , consiste en entrar en el s u e ñ o lúc ido , en el que sabemos que estamos s o ñ a n d o ; conoc imiento que nos da la posibi l idad de trabajar no sólo sobre el contenido del s u e ñ o sino también sobre nuestra misteriosa identidad.

Cuando A n d r é Bre ton me r e c o m e n d ó la lectura de Les rêves et les moyens de les diriger, escrito por Hervey de Saint-Denis en 1867, c o m p r e n d í lo esencial de la cuest ión: todos actuamos como víctimas de los sueños , como s o ñ a d o r e s pasivos, creyendo

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que no podemos intervenir en ellos. A m e n u d o dentro del sueño tenemos atisbos de que estamos s o ñ a n d o pero por miedo, ignorancia, de inmediato rehuimos esta sensac ión y nos deja-mo,s_atrapar por el m u n d o onír ico. Hervey de Saint-Denis ex-^ plica su m é t o d o para d ir ig ir los sueños . No tiene una f inal idad muy extraordinaria, no se propone ahondar en los profundos^ misterios del ser, s implemente desea «ahuyentar las imágenes desagradables y favorecer las ilusiones fel ices».

D e s p u é s de la lectura de este documento , de jé el temor de lado y me lancé a la aventura de domar mis pesadillas, como pr imer escalón en l a conquista del m u n d o onír ico . Un s u e ñ o lúcido no se obtiene por voluntad, hay que partir a la caza de él, y para lo cual debemos prepararnos no ing i r iendo a lcohol u otros excitantes como té, café o drogas; cenar l igero y no exponerse a un bombardeo de imágenes c inematográf icas o televisivas; convencerse de que es posible en medio de un s u e ñ o darnos cuenta de que estamos s o ñ a n d o y buscar un elemento, un gesto, algo que nos indique que no actuamos en el m u n d o que l lamamos real. Al comienzo, cuando no dis t inguía b ien los dos mundos , al preguntarme ¿estoy despierto o estoy soñando?, me apoyaba con las dos manos en el aire, como en una tabla invisible^y me daba un impulsp. Si a scend ía era porque estaba s o ñ a n d o . Daba un giro en el aire y trataba, hasta lograrlo, no de verme volar sino de sentirme volar. Luego me p o n í a a trabajar en mi sueño . No quiero decir que éste es el ún ico método: cada s o ñ a d o r lúc ido debe encontrar el suyo. Pienso que, dada la inmensa cantidad de neuronas que forman nuestro cerebro , lo sabemos todo pero sin darnos cuenta. Necesitamos que a lgu ien nos lo revele. Recuerdo e l cuento de l l e o n c i l l o que, hab iendo p e r d i d o a sus padres, fue adoptado p o r u n a oveja que lo crió en medio de la manada. Crec ió pacíf ico, asustadizo, lanzando, para comunicarse, p e q u e ñ o s maull idos. Un d ía un viejo l eón cazó a una de las ovejas, y c o m e n z ó a devorarla a l mismo t iempo que m a n t e n í a pr i s ionero bajo u n a de sus patas al joven león asustadizo.

-Deja de temblar, amiguito y come conmigo un buen bocado.

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A la idea de devorar carne cruda, el fe l ino vomitó , pero sin embargo se sintió p o s e í d o de una angustia extraña . No p o d í a dejar de temblar, mas no era de miedo. U n a energ í a desconocida le sacudía el cuerpo. La fiera se lo llevó j u n t o a un manso arroyuelo.

- M i r a tu reflejo y d ime: ¿Ves una oveja? - e l j oven n e g ó con la cabeza-. ¿Qué ves?

- V e o u n león. - ¡ E s o es lo que tú eres! El joven felino lanzó por pr imera vez en su vida un atrona

dor rugido y c o m e n z ó a devorar los restos del herbívoro. Antes de que sepamos que podemos soñar lúc ido, tal activi

dad no se nos plantea. U n a vez que se nos revela el tema, comenzamos , p r i m e r o lentamente y luego c o n m á s y m á s frecuencia, a pensar en él durante el d ía y a prepararnos para la noche. El s o ñ a d o r tiene memor ia , se recuerda lo que se propuso durante la vigi l ia y es muy posible que lo realice. F u i poco a poco, con una paciencia inagotable, durante años , conquistando el m u n d o onír ico . No le doy al t é rmino «conquis tar» e l sentido de ganar u n a batalla o un territorio. Conquistar para mí es vivir en su p leni tud el m u n d o de los sueños , que no tiene f in. En esta conqui s ta se presentan d i f icul tades , y t a m b i é n trampas, en las que u n o puede caer y quedarse allí durante años , sin avanzar. Se declaran p e r í o d o s de sequía , en los que el inconsciente se niega a brindarnos la lucidez onír ica . S o ñ a m o s sin cesar durante la noche y nos despertamos sin recordar na-

r d a . Paciencia. Fe. De pronto , como una f lor que se abre, nos ^/encontramos otra vez lúcidos viviendo en el otro m u n d o . Estos

sueños nos e n s e ñ a n , nos muestran a q u é nivel de concienc ia ^heraos llegado, nos dan la a legr ía de vivir.

Pr imero tuve que vencer a las pesadillas. Mi s sueños estaban poblados de amenazas, de sombras, de persecuciones asesinas, de hechos y objetos asquerosos, de ambiguas relaciones sexuales, que me excitaban al mismo t iempo que me culpabi l i-zaban. Ahí era yo un personaje infer ior a mi nivel de concien-

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< ía en el m u n d o real, capaz de realizar fechorías que en la vigilia j a m á s me permitiría.JVLe~repetí muchas veces, como una especie de letanía,_«Soy yo el que sueña , tal como me conozco despierto, y no un n iño perverso y vulnerable. Los sueños suceden en mí , son parte mía . Todo aquello que aparece es yo mismo. Esos monstruos son aspectos míos no resueltos. No son mis enemigos. El inconsciente es mi aliado. Debo enfrentarme con las i m á g e n e s terribles y transformarlas» . Frecuentemente tenía la misma pesadilla: estaba en un desierto y desde el hor i zonte surgía , como una inmensa nube de negatividad, un ente ps íquico decidido a destruirme. Me despertaba gritando y empapado en sudor. De pronto me cansé de esta indigna h u ida y dec id í ofrecerme en sacrificio. En e l apogeo del sueño , en un estado de terror lúc ido, dije: « ¡Basta ya, voy a dejar de querer despertarme! ¡Abominación, des t ruyeme!» . El ente se acercó , amenazador. P e r m a n e c í quieto, calmo. Entonces, esa inmensa amenaza se disolvió. Desper té unos segundos y volví a dormirme, p l á c i d a m e n t e . C o m p r e n d í que era yo mismo el que alimentaba mis terrores. Supe que aquel lo que nos a t e m o r i z a pierde toda su fuerza e n e ! momento en que dejamos de c o m batir lo : C o m e n c é un largo p e r í o d o en el que, cada vez que soñ a b a , en lugar de huir , me enfrentaba a mis enemigos y les preguntaba q u é quer ían decirme. Poco a poco las imágenes se transformaron delante de mí y se me ofrecieron como un presente, a veces era un ani l lo , otras una esfera de oro o un par d e -llaves. Purle comprobar que, así como todo demonio es un án-^. gel que ha ca ído , todo ángel es un demonio que ha^subido. ¿

C u a n d o me habi tué a no tener miedo , a convertir las amenazas en mensajes útiles y los monstruos en aliados, pude emprender otras búsquedas . Al encontrarme en lugares desconocidos, me elevaba en el aire para constatar que s o ñ a b a y me dedicaba a recorrerlos en busca de tesoros espirituales. Se me presentaban obstáculos , un gran m u r o , u n a m o n t a ñ a infranqueable, un mar tormentoso. Me pude declarar vencido unas cuantas veces, pero luego me di la facultad de atravesar la ma-

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teria. N i n g ú n obs táculo entonces p u d o detenerme. P o r ejemplo , me lancé en el o c é a n o embravecido dispuesto a ahogarme. Me hundí , pero pronto , en medio del agua, e n c o n t r é un túnel que me condujo a la playa. Viajé p o r el inter ior de u n a m o n t a ñ a hasta su c ima, una vez allí me arro jé al vacío, caí, me estrellé en el suelo e inmediatamente me encont ré de pie viendo el cadáver reventado de alguien que no era yo. C o m p r e n d í que para el cerebro la muerte no existía. Cada vez que yo mismo o un enemigo me e l i m i n a b a se p r o d u c í a u n a i n m e d i a t a reencarnac ión .

Venc ida la materia c o m e n c é a encontrar personajes misteriosos, amenazantes, burlones, a los que no me atrevía a acercarme, como si fueran dioses poseedores de secretos que no

><"fríerecía saber. Me dije: «Así como he desafiado a las pesadillas, debo también enfrentarme a los seres sublimes, hablarles sin

/ turbarme por sus mofas, establecer contacto c o n ellos, cono-/ cer esos secretos que pienso me son vedados. Pero, para lograr

Ttque l lo , debo antes convencerme de que yo también soy fuer-, te, de que d o m i n o esa d imens ión , de que soy el amo, de que soy un m a g o » . C u a n d o me despertaba dentro del s u e ñ o , p e d í a cosas. P o r ejemplo: qu iero que p o r esta avenida desfi len m i l leones. Mi deseo no se realizaba inmediatamente . Pasaba un corto t iempo y entonces veía desfilar los leones. «Quiero ir a África y ver elefantes.» Iba al África y veía elefantes, de allí me transladaba al polo norte entre osos blancos y p ingü inos . Otras veces eran espectáculos de circo, ópera s , visitas a ciudades formadas de rascacielos de formas barrocas. Visité enorme^bata-llas de otros tiempos, o museos donde vi centenares de cuadros y esculturas. Cuando ya adqu i r í este poder de t rans formación, me sentí tentado de realizar experiencias eróticas. Creé mujeres Sensuales, mitad humanas mitad bestias, o r g a n i c é org ías , me transformé en mujer para dejarme poseer, me hice crecer un

Zfalo descomunal , visité un harem oriental , d i latigazos, a m a r r é colegialas... Pero, en cuanto me entregaba al placer, inevitablemente el s u e ñ o me ab sorb í a y se transformaba en pesadilla. El

- deseo, al apoderarse de mí, hac ía que perdiera la lucidez y que

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los acontecimientos escaparan a mi controL Olvidaba que estaba s o ñ a n d o . Me pasaba igual con la riqueza. C u a n d o me atra- "* paba la fascinación del d inero , mi s u e ñ o dejaba de ser lúcido. Cada vez que trataba de satisfacer mis pasiones, olvidaba que estaba s o ñ a n d o . C o m p r e n d í f inalmente que, en la vida como en el s u e ñ o , para permanecer lúcido es necesario distanciarse^ controlar la identif icación. Descubr í que, aparte de la fascina-f c ión sexual y e c o n ó m i c a , me atraía como un imán el deseo de^ adquir i r fama, ser aplaudido, dominar ajas multitudes. Expul-f sé de mis sueños estas tentaciones.

Volví a trabajar en mi levitacíón. Me di cuenta de que cada vez que me elevaba en el aire me mostraba orgulloso, vanidoso. Estaba real izando u n a h a z a ñ a que los otros no lograban, era d igno de admirac ión . Vencí ese pel igro. Trans formé el vuelo en algo normal , útil, que me servía, no sólo para viajar por el planeta sino también para salir de él. C o m e n c é a ascender. Exper imenté un terror enorme. E l mismo que sentí en mi pr imer s u e ñ o lúc ido cuando no me atreví salir de l cine en el que estaba encerrado. Sent í que un lazo vital me ataba al planeta tierra. Me desper té con el corazón palpitando fuerte. Durante e l d ía i m a g i n é muchas veces mi cuerpo atravesando la estratosfera para hundirse en el cosmos. Por la noche, s o ñ a n d o , logré lo que quer ía . Vencí el miedo a morir , la sensac ión de peso, de ahogo y c o m e n c é , c o n la velocidad de un cometa, a viajar entre las estrellas...

Avanzar en esa calma inmensidad, donde las grandes masas planetarias y los astros incandescentes se mueven en una ordenada danza, s a b i é n d o m e invulnerable, descarnado, forma pura y consciente, fue una experiencia inolvidable. Es difícil explicar esto con palabras: de alguna manera el cosmos me encerraba, como u n a ostra a su perla, como si yo fuera una cosa preciosa; me cuidaba como a una l lama que no deb ía apagarse; yo representaba a la conciencia que esa materia hab ía demorado mi l lones de a ñ o s en crear. E l cosmos era mi madre m u r m u r a n d o una canción de cuna para hacerme crecer. Las palabras que yo p^Ua j j ronur ig i a r noexariJMÍas.áno la voz de esos astros. El sen-

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t imiento de f lotar en un espacio inf inito rodeado por su amor total me hizo despertar henchido de felicidad.

No pretendo que se crea que este proceso iniciático a través de los sueños lúcidos se realizó en un t iempo corto. En mi caso esos sueños no dependen de mi voluntad, se me presentan en la m u l t i t u d de s u e ñ o s ordinar ios c o m o un verdadero regalo. He pasado a veces un a ñ o entero sin tener esa clase de experiencias. Tampoco progre sé en el o rden en que lo describo, a veces investigué en un tipo de real idad onír ica , luego en otro, para volver después a cont inuar el pr imero . En el m u n d o onírico no existe un orden racional , causa y efecto son abolidos. A veces surge pr imero un efecto y este efecto es seguido p o r su causa. De pronto todo existe en forma s imul tánea y el t iempo adquiere una sola d i m e n s i ó n que no es obl igatoriamente un presente como la razón lo concibe. No hay un m u n d o sino una f ímul t ane idad de dimensiones. Lo que a q u í la razón l lama vi-»tia, allá tiene otro sentido. Me propuse, mientras vagaba desp ier to dentro del s u e ñ o , entrar en la d i m e n s i ó n de los muertos.

D e s p u é s de atravesar en u n a p e q u e ñ a barca un o c é a n o furioso, d e s e m b a r q u é en la isla donde estaba la puerta de l re ino de los muertos. H a b í a filas de postulantes ansiosos de entrar. Un tétrico portero los palpaba y dec id ía q u i é n e s m e r e c í a n o no franquear el ú l t imo umbra l . Los que el ujier rechazaba se iban desolados por tener que seguir viviendo. El portero me p a l p ó y me dec laró difunto. Apenas pa sé la puerta me encontré en un paisaje de colinas verdes. Las personas muertas, parientes, amigos, personajes famosos, no se me acercaron, a pesar de mirarme con agrado, como esperando un acto m í o que les probara mis buenas intenciones. L a n c é al aire sobres de papel vacíos que cayeron llenos de golosinas y objetos preciosos. Se los rega lé a los difuntos... Desper té muy feliz, d i c i é n d o m e : « A h o r a sé que en e l p r ó x i m o s u e ñ o l ú c i d o p o d r é conversar c o n ellos. Me han a c e p t a d o » .

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*-A todos los que no han realizado estas experiencias puedo afirmarles que en alguna reg ión del cerebro, si el cerebro es verdaderamente la sede de l e sp í r i tu , existe u n a d i m e n s i ó n donde los difuntos que hemos amado y tarnBién aquellos que nos conciernen, pero que no conocimos y no pudimos por eso mi smo amarlos , es tán vivos, s iguen d e s a r r o l l á n d o s e y t ienen un inmenso placer en comunicarse con nosotros. Se me puede contestar que esa vida es pura i lusión, que en mi m u n d o psíquico sólo existo yo. Es cierto y no lo es. P o r una parte, los cerebros humanos p u e d e n estar conectados entre ellos, y p o r otra, estar conectados con el universo, que a su vez puede estar conectado c o n otros universos. Mi m e m o r i a no e s só lo m í a , forma parte de la m e m o r i a cósmica . Y en a lgún sitio de esa memor ia , los muertos siguen viviendo.

S o ñ é con Bernadette L a n d r u , l a madre de mi hijo Brontis . E l l a me a m ó , yo nunca . Se fue c o n el rec ién nacido a África y desde allí, cuando tenía 6 años , me lo envió . Yo me o c u p é de é l desde entonces. Su amor por mí convert ido en odio , e l la s igu ió su camino. Su gran intel igencia la condujo a la pol í t ica , a l comuni smo m á s extremo. Fue líder. En 1983, en E s p a ñ a , a l despegar el avión que iba a llevarla a un congreso revolucionar io en C o l o m b i a , j u n t o c o n destacados intelectuales mar-xistas, Jorge I b a r g ü e n g o i t i a , M a n u e l Scorza y otros, e s ta l ló . A ú n hoy creo que no fue un accidente sino un c r imen de la C I A . L a m e n t é que pereciera en forma tan violenta sin haber t en ido l a o p o r t u n i d a d de entablar u n a c o n f r o n t a c i ó n que , p o r el b i e n de Bront i s , nos condu je ra a u n a reconci l iac ión-amistosa. Gracias a un s u e ñ o lúc ido , pude encontrar la en la d i m e n s i ó n de los muertos. Fue en un p e q u e ñ o pueblo semejante a los de l norte de Francia . Nos sentamos en el banco de u n a plaza púb l i ca y comenzamos a hablar. P o r pr imera vez la v i ca lma , amable , l l e n a de amistad. A c l a r a m o s p o r f i n que amar apasionadamente a a lguien no significaba que el o tro ob l i ga to r i amente d e b í a c o r r e s p o n d e m o s . T a m b i é n aclaramos que si en los pr imeros seis años de la v ida de Brontis fui un padre ausente, irresponsable, esa deuda la h a b í a pagado

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o c u p á n d o m e de él el resto de su infancia y adolescencia. En f in, nos abrazamos c o m o buenos amigos. E l l a me di jo: «Políticamente s iempre te c o n s i d e r é n u l o porque vivías en tu is la menta l separado de la miseria de l m u n d o . A h o r a que has dec id ido que el arte só lo vale cuando sana a los otros, ya te puedo ayudar. La pol í t ica es mi especialidad. Consu l ta c o n m i g o cuando qu iera s » . H o y en d ía , antes de tomar pos ic ión frente a acontecimientos mundia les que me parecen graves, consulto c o n Bernadette.

Í' "En la misma d imens ión me encuentro en c o m p a ñ í a de Te-esa, mi abuela paterna, a la que, por desavenencias familiares,

ho tuve ocas ión de conocer. Es u n a mujerci ta de contextura gruesa y frente ancha. En el s u e ñ o , me doy cuenta de que, en realidad, no nos conocemos, de que no hemos paseado juntos ni una sola vez. Le digo: « ¿ C ó m o es posible que tú, mi abuela,

Inunca me hayas tenido en brazos?» . C o m p r e n d o que esto es ; u ñ a falta de t ino y rectificar «Me jor d icho , ¿ c ó m o es posible, abuela, que yo, tu nieto, nunca te haya dado un beso?» . Le propongo dárse lo ahora y ella acepta. Nos abrazamos y nos besamos. Despierto con un nítido recuerdo del s u e ñ o , contento de haber recuperado este arquetipo familiar.

Gracias a esos s u e ñ o s lúc idos , puedo encontrar otra vez a Denisse, mi p r imera esposa, una mujer delicada, intel igente, afectada por la locura. C u a n d o la instalé en u n a casa para enfermos mentales en C a n a d á , su pa í s de o r i g e n , se d e d i c ó a construir una mesa de veinte patas. Al mismo t iempo regaba una planta seca que estaba en un macetero en la ventana de su cuarto. Un día , en el tallo reseco, c rec ió u n a hojita verde. A Denisse le parec ió que ese vegetal, al parecer muerto , q u e r í a agradecerle sus cuidados. « C o m p r e n d í por f in lo quejera el amor: es el agradecimiento al otro por ejystifc..». Junto c o n ella es tá E n r i q u e L i h n , que sigue escr ibiendo y dando conferencias, y Topor, que habiendo atravesado el misterio de esa muerte que no lo dejaba apreciar la vida, ahora dibuja i m á g e n e s llenas de fe l i c idad ; y mi h i jo Teo, que este 14 de j u l i o de l a ñ o 2000, h a b i é n d o m e dejado a los 24 años , cumpl ió 30 en medio

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Cartel de mi obra Opéra Panique, ou l'éloge de la quotidienneté (Paris, 2001). Foto: Alberto Garcia Alix. De izquierda a derecha (detrás), Edwin G é r a r d , Jade Jodorowsky, A d á n J., Brontis J., V a l é r i e Crouzet, Marianne Costa, Kazan, C r i s t ó b a l J. y Marie Riva; (delante), D a m i á n J., Rebeca J., Alma J., Alejandro J., Dante J. e Iris J.

l à

de su incomparable euforia vital. En esa d i m e n s i ó n conoc ió a su abuela, Sara Felicidad. . .

C u a n d o l ancé mi l ibre ta de d i recc iones a l mar, c o r t é de cuajo mi árbol genea lóg ico . A mi madre n u n c a m á s la volví a ver. U n a noche, habiendo yo cumpl ido 50 años , aparec ió en mi sueño . Pr imero oí su voz, aquella que creía olvidada, transportando palabras levemente cantadas. «Entra , no temas.» Me di cuenta de que estaba en un hospital. Abr í la puerta y la v i , muy tranquila, reclinada en su lecho. Me senté j u n t o a ella y hablamos un largo rato, tratando de arreglar nuestros problemas.

' Me expl icó por qué se había encerrado tanto en ella misma y yo le exp l iqué mi silencio de todos esos años . Al final nos abrazamos como nunca antes lo h a b í a m o s hecho. Entonces se tendió , cerró los ojos y m u r m u r ó : «Ya puedo m o r i r t ranqui la» . Me

\desperté triste y convencido de que ese encuentro era un sueño profét ico: mi madre se estaba m u r i e n d o . Le escribí de i n mediato una carta a mi hermana, cuya d irecc ión consegu í gracias al poeta A l i e n Ginsberg , que por azar e n c o n t r é en París

' (lo habían expulsado de C u b a porque en u n a entrevista radiof ó n i c a di jo que h a b í a s o ñ a d o que h a c í a e l amor con e l C h e Guevara), y la envié a Perú, donde ella vivía con mi madre. Le dije: «Raquel , no sé si Sara Fel ic idad está a ú n en condiciones ¿|e leer u n a carta mía . S in embargo, aunque parezca no oír, léele las palabras que le escribo. Su a lma las captará» . La carta l legó dos días después del fal lecimiento de mi madre. G u a r d é u n a copia de ella:

«Quer ida Sara Fel ic idad: lamento no estar j u n t o a ti en estos momentos difíciles. Si el destino así lo quiere, alcanzaremos avernos antes del gran viaje final. Nacimos en circunstancias trágicas y quedamos marcados para toda la vida. El do lor que tuvimos y los errores que cometimos v in ieron en su mayor parte del m u n d o que otros seres humanos crearon a nuestro alrededor. Me costó años darme cuenta de que el do lor que tuvimos en esa famil ia que trataste de construir fue producto de nuestra falta de raíces , de nuestra raza que de tanto ser per-

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seguida se hizo extranjera en todos los sitios. Si algo negativo hubo entre nosotros, lo he perdonado. Y si pequé de ingratitud hacia ti, te ruego que lo perdones. Hicimos lo que pudimos tratando de sobrevivir. Sin embargo quiero que estés tranquila: tu ser esencial, tu gran fuerza, tu voluntad inquebrantable, tu espíritu de lucha, tu orgullo real, tu sentido de la justicia, tu desbordante emocionalidad, tu gusto por la escritura, tQdo,£so me ha sido un legado precioso y ha pasado a ser parte de_.rni .ser, por lo que te estoy infinitamente agradecido. Recuerdo de aquella época la importancia que dabas a la forma de los ojos, las manos, las orejas; cómo odiabas los alimentos enlatados, la luz artificial; el cariño que le tenías a las flores, tu generosidad para repartir comida, tu deseo fundamental de orden y limpieza, tu sentido moral, tu capacidad para trabajar horas y horas, tu corazón lleno de ideales. Sí, sufriste mucho en este mundo y lo comprendo. Hace unos días soñé contigo. Estabas enferma. Sin embargo te veía tranquila. Conversamos como nunca lo habíamos hecho. Tú y yo nos propusimos comunicarnos. Me di cuenta de que habías recibido muy poco amor en tu paso por la Tierra. Entonces te expresé mi cariño de hijo y te bendije para que cesaras de sufrir. Fuiste exactamente la madre que yo necesitaba para encaminarme en la vía del desarrollo espiritual que me era necesario. La verdad es que, sin ti, me hubiera perdido en el camino. Y ahora quiero decirte que estoy a tu lado, que te acompaño y que sé que conocerás por fin la felicidad que indica tu nombre. Confía en la voluntad del Misterio, entrégate a sus designios. Los milagros existen. Todo esto es un sueño y el despertar será magnífico... Tu hijo de siempre.»

En la dimensión de los muertos, éstos viven gracias a la energía de la memoria. Aquellos a los que estamos olvidando se pasean con siluetas esfumadas, casi transparentes; aparecen en áreas cada vez más lejanas. Los que recordamos surgen nítidamente cerca de nosotros, hablan, hay en ellos una alegría agradecida. Pero en la oscuridad yacen siluetas de antepasa-

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dos que vivieron hace varios siglos. No porque no los conozcamos dejan de estar allí. Basta avanzar hacia sus ámbi tos para que se d ibu jen c o n m á s c l a r idad y nos h a b l e n en lenguajes que quizás desconozcamos, s iempre c o n un enorme ca r iño . Quienes no conocen esta experiencia , se h a b r á n dado cuenta de que a los familiares, y a los amigos, les es muy importante que les demostremos que no nos olvidamos de ellos, felicitándolos por sus aniversarios, enviándoles tarjetas postales si estamos de viaje, l l amándolos por te lé fono, etc. Sabemos que, en la medida , que los otros nos recuerden, vivimos. Si nos olvidan, nos sentimos morir . Exactamente pasa esto en el m u n d o onír ico . Si el inconsciente es colectivo y el t iempo eterno, se p o d r í a decir que cada ser que ha nacido y muerto ha quedado grabado en esa m e m o r i a c ó s m i c a que todo i n d i v i d u o porta . Me atreveré a a f i rmar que cada muerto espera en la d i m e n sión onír ica que por fin una conciencia in f in i ta se acuerde de él. Al f inal de los tiempos, cuando nuestro espír i tu haya alcanzado su m á x i m o desarrollo y abarque la total idad de l T i e m p o , no h a b r á un solo ser, por insignificante que parezca, que sea olvidado.

T a m b i é n e x p l o r é la d i m e n s i ó n de los mitos. Allí viven los dioses antiguos, los animales m á g i c o s , los héroe s , los santos, las v írgenes cósmicas , los arquetipos poderosos. Antes de ser aceptados por ellos, debemos vencer u n a serie de obs táculos que son en real idad pruebas iniciáticas. Se presentan en forma mal igna, nos atacan, se bur l an de nosotros o parecen i n sensibles, dormidos , indiferentes. J u n g cuenta-en mi autobio-" graf ía que tuvo un s u e ñ o en el que e n c o n t r ó en u n a caverna, a un B u d a dormido , su dios interior. No se atrevió a despertarl o . S in embargo , s i conservamos la c a l m a , s i no h u i m o s , s i reaccionamos con fe, si somos valientes y osamos enfrentarlos o despertarlos, los monstruos se transforman en ánge le s , los abismos se convierten en palacios, las llamas en caricias, el Bu-da abre los ojos s in reduc i rnos a cenizas c o n su mirada . P o r el contrario , nos comunica todo e l amor de l m u n d o , obtenemos

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aliados que podemos invocar en cualquier pel igro. Ei.s.ueño_ l ú c i d o nos. e n s e ñ a que en n i n g ú n m o m e n t o estamos solos, que la acc ión ind iv idua l es i lusoria. El pensamiento, preso en las redes de la rac ional idad , intenta rechazar los tesoros d e l m u n d o onír ico . Pero sin cesar es asediado p o r fuerzas que vie- " nen de las profundidades de la m e m o r i a colectiva. En la v ida real, los dioses destronados se han convertido en payasos, en estrellas c inematográ f i ca s , en futbolistas legendarios, en hé-\ roes p o l í t i c o s , en misteriosos m u l t i m i l l o n a r i o s . Queremos.' crearnos con ellos aliados potentes, pero no t ienen consisten-^ cia: con gran celeridad se deshacen en el olvido. En la d imen- I sión onír ica encontramos a las verdaderas entidades, con ra í^ ees milenarias. Allí, he pod ido en muchas ocasiones ver a los arcanos j i e l Tarot, encarnados ya sea en personas, en anima-l e v e n objetos o en astros; los s í m b o l o s son entidades vivas que hab lan ^ t r a n s m i t e n s u sab idur ía . A l comienzo , c u a n d o trataba de contactar con las divinidades, sin estar preparado para el lo, tuve este s u e ñ o :

En el salón de mi casa he preparado una mesa redonda, para cenar con los dioses y conversar de igual a igual con ellos. A pesar de no ser una deidad, el pr imero que l legó fue Confuc io , un imponente y en igmát ico ch ino , tranqui lo , inmutable. Apenas se sentó , surgió un joven h indú , de p ie l azul, vestido c o n telas brillantes y joyas, elegante, poderoso: era Maitreya. Luego, jus to frente a mí , se sentó Jesucristo. Un gigante de tres metros de altura, tan potente que c o m e n c é a inquietarme. Se d e l i n e ó detrás de él otro ser, Moisés , m á s alto, más recio, de u n a severidad que verdaderamente me a terró . Sent í que detrás de l profeta comenzaba a gestarse la inconmensurable f i gura de J e h o v á . El salón se l lenó de tan incomprensible energ í a que l legué al p á n i c o : ¿ C ó m o yo, débi l e ignorante, h a b í a osado proponerme conversar de igual a igual con esos dioses? Traté de despertar. Confuc io , lentamente, se d i sgregó . M i e n tras Moisés y J e h o v á se disolvían en una sombra torva que iba l lenando el lugar, preso en el m u n d o onír ico , p e d í p e r d ó n a Maitreya y Jesucristo, sonrieron, se amalgamaron, se h i c i e r o n

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uno, t rans formándose en un caballero vestido con traje de calle, tan bueno como un abuelo sabio y, sonriendo, me ofreció una taza de té. El l íquido sombr ío se hizo luz. Desper té c o n los cabellos erizados.

El encuentro con los arquetipos divinos, s i no nos hemos preparado previamente, es muy peligroso. No excluyo de este peligro un paro cardíaco . B u s q u é en los textos de a lquimia un gu ía para preparme a tan arriesgado encuentro. Un tratado escrito en latín en la pr imera mitad del siglo XIV, Rosarium philo-sophorum, p u d o insp i rarme c o n sus e n i g m á t i c o s textos. « L a c o n templac ión de la verdadera cosa que perfecciona a todas las cosas es la contemplac ión p o r los elegidos de la p u r a sustancia de l mercur io . » Antes de intentar u n i r el yo indiv idual a la fuerza universal, es necesario contemplarla , sentirla, identificarse con ella, aceptarla como esencia, desaparecer en su infinita ex tens ión . Esa fuerza debe actuar en nuestro intelecto como disolvente. Cuando , en el sueño , el dios amable me ofrece un té, me está indicando que soy el terrón de azúcar que debe disolverse en el l í q u i d o h i rv iente , es decir , su amor. « L a obra, muy natural y muy perfecta, consiste en engendrar un ser semejante a lo que es u n o mismo.» C o m p r e n d í que la mayor parte del t iempo no somos nosotros mismos, vivimos man e j á n d o n o s como títeres, presentando a los otros una l imitada caricatura. El ser igual al que verdaderamente somos, debemos crear lo en nosotros mismos , c o m o un m o d e l o , descubr iendo sus designios, las ó r d e n e s que, en tanto que semilla, lleva impresas. Un árbol en formación trata de crecer para llegar a convertirse en el vegetal-patrón que lo guía . El engendramiento del semejante no es desdoblamiento sino transformación: uno mismo, para permit ir que se realice la obra natural , debe transformarse en el Yo impersonal-patrón, es decir, en el más alto nivel de perfeccionamiento. Así nos hacemos guías de nosotros mismos. «Eucl ides nos ha aconsejado no realizar n i n guna operac ión si el sol y el mercur io no están reunidos . » En todo momento el Yo indiv idual y el Yo impersonal , intelecto e

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inconsciente, deben actuar juntos . P o r eso en mi s u e ñ o M a i -treya y Jesucristo se h ic ie ron uno .

Tuve l a o p o r t u n i d a d de c o n o c e r en Par í s a l a l q u i m i s t a E u g é n e Canseliet, quien publ icó las obras del misterioso Ful-canell i . Recuerdo que me dijo: «El atanor es el cuerpo. El corazón , l a redoma. La sangre, l a luz. La carne, l a sombra. La sangre viene del corazón, que es activo, y va a la carne, que es pasiva. El corazón es el sol, el cuerpo la luna. Lo positivo está en el centro. Lo negativo alrededor del centro. Ambos forman la u n i d a d » . Si pensamos que el universo tiene un centro creador, nosotros, que somos un miniuniverso, también debemos tenerlo. Pasados ya los c incuenta años , gracias al s u e ñ o lúcido, dec id í intentar el encuentro m á x i m o : ver a mi dios interior .

Estoy en u n a cena familiar, con mi mujer, con mis hijos. Comemos en la terraza, a lrededor de una mesa rectangular. Es de noche y en el cielo re lumbran las estrellas. En un plato con forma de cruz, Crist ina, la sirvienta que tan b ien se o c u p ó de mí en la infancia, nos sirve un cabrito asado. «Estoy soñando . » Coloco planas las manos en el aire, me apoyo en ellas y levito. H a b lo , desde arr iba , a mis seres quer idos . «Voy a salir de este m u n d o . » Ellos sonr íen con compl ic idad y comienzan a desaparecer. Me embarga una profunda pena. Ese do lor lancinante me obliga a quedarme, pero aparece Crist ina agitando unas tijeras de podar árboles con las que da cortes en el aire. « ¡Vete! ¡Si subes eres ángel , si bajas eres d e m o n i o ! » Al iv iado, l ibre, comienzo a ascender. Me veo flotando en el cosmos. Las estrellas b r i l l an m á s que nunca . Deseo salir de la d i m e n s i ó n c ó s m i c a para entrar en aquella donde reina mi conciencia . Bruscamente todos los astros desaparecen: me encuentro en un espacio que al parecer se extiende hasta el inf ini to . Ese vacío oscuro, en forma intermitente, con el r i tmo de los latidos de un corazón humano , es atravesado por ondas de luz circular semejantes a aquellas que se producen en un lago cuando cae en sus aguas tranquilas u n a piedra. Veo en la le janía el centro. Es u n a

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masa de luz, como un sol sin llamas, que vibra y late, p roduciendo ondulaciones iridiscentes. Ese t a m a ñ o colosal, comparado c o n él soy menor que un á t o m o , me l lena de terror. Quiero despertar, pero me contengo. «Esto es un sueño . N a d a me puede pasar .» « ¡Te equivocas, si la exper iencia es demasiado intensa causará tu muerte en la vida real, nunca m á s despertarás !» « ¡Atrévete! Recuerda lo que te dijo Ejo Takata: ¡Intelectual, aprende a morir !» Dec ido correr el riesgo, vuelo con celer idad hacia ese tremendo ser de luz y me arrojo en él. En el momento de hund i rme en esa materia, porque el fulgor es tan denso que lo puedo sentir en mi p ie l , exper imento la inconmensurable vastedad de su poder...

Para que se me c o m p r e n d a mejor debo recordar a q u í un momento crucial que los actores y yo vivimos durante el rodaje de La montaña sagrada: d e s p u é s de dos meses de p reparac ión , encerrados en una casa sin salir a la calle, d u r m i e n d o sólo cuatro horas diarias y hac iendo ejercicios iniciát icos el resto de l t iempo, m á s cuatro meses de intenso rodaje, viajando por todo M é x i c o , ya h a b í a m o s p e r d i d o l a re l ac ión c o n l a rea l idad. E l m u n d o c i n e m a t o g r á f i c o h a b í a tomado su lugar. Yo, p o s e í d o por el personaje del Maestro, u n a especie de Gurdj ief f injertado con el mago Merlín, me hab ía convertido en un tirano. A toda costa quer ía que los actores lograran la i luminación. No e s t á b a m o s hac iendo un f i lme , e s t á b a m o s f i lmado una exper iencia sagrada. ¿Y quiénes eran esos comediantes que, atrapados t a m b i é n p o r la i lus ión , aceptaban ser mis d i s c ípu lo s ? A uno , un transexual, lo hab ía encontrado en un bar de Nueva York, el otro era un ga lán de telenovelas, y luego mi mujer, cargando su neurosis de fracaso, y un admirador americano de Hit ler , y un mi l lonar io deshonesto que h a b í a sido expulsado de la Bolsa, y un homosexual que creía hablar sánscrito c o n los pá jaros y una bailarina lesbiana y un c ó m i c o de cabaret y u n a afroamericana que, avergonzada de sus antepasados esclavos, dec ía ser p ie l roja. Mi idea, al contratar este ramillete, me había sido inspirada por la a lquimia : el estado pr imero de la ma-

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teria es el lodo , el magma, el « n i g r e d o » . De él, por sucesivas purificaciones, nace la p iedra filosofal, que transforma los metales viles en oro. Estas personas, sacadas del m o n t ó n , de n i n guna manera artistas teatrales, al finalizar la pel ícula deb ían estar convert idas en monjes i l u m i n a d o s . B u s c a n d o los sitios mág icos , h a b í a m o s escalado todas las p i rámides aztecas y mayas que los servicios de turismo en gran parte han reconstruido. Así es como llegamos a Isla Mujeres y pudimos contemplar las maravillosas aguas azul turquesa del mar Caribe, por fin algo autént ico . Dec id í entonces realizar una experiencia fundamental : d e s p u é s de lograr que todos se raparan, yo inclusive, hice que nos e m b a r c á r a m o s en un p e q u e ñ o barco camaronero . A l cabo d e u n a h o r a d e viaje, estuvimos e n altamar. U n círculo verdiazul resplandeciente nos rodeaba. El maravilloso o c é a n o llegaba hasta el horizonte circular c o n sus enormes pero tranquilas olas. A g r u p é a los actores a lrededor de mí y les dije, en un estado de trance: «Vamos a saltar y sumergirnos en el o c é a n o . El a lma i n d i v i d u a l debe aprender a disolverse en aquel lo que no tiene l ímites» . No sé lo que p a s ó en ese mom e n t o . E l lo s me m i r a r o n c o n ojos de n i ñ o , o f r e n d á n d o m e una fe que en verdad no merec ía . Di entonces un grito de ka-rateka y sa l té , empu jando al grupo hacia el mar. Apenas me h u n d í recibí una gigantesca lección de h u m i l d a d . Nos habíamos arrojado disfrazados de peregrinos estilo sufí. Ca lzábamos gruesas botas, pantalones bombachos , fajas a l rededor de la c intura , camisas amplias y abrigos largos, t ambién sombreros alones. Los sombreros no fueron problema, s implemente no se h u n d i e r o n . Pero los trajes, en un segundo se empaparon de agua adqui r i endo un peligroso peso. Me sent í caer hacia las profundidades marinas como una piedra, un descenso que duró una eternidad. De golpe el mar entero se c o m p r i m i ó contra mi cuerpo, c o n su inconmensurable potencia , su insondable mi s te r io , su mons t ruosa presencia . Estaba atrapado en ese vientre sobrehumano s i n t i é n d o m e m á s p e q u e ñ o que un microbio . ¿Quién era yo en med io de ese colosal ser? Me ag i té cuanto pude, sin tener la seguridad de salvar mi vida, era posi-

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ble que continuase h u n d i é n d o m e hasta el oscuro fondo. No se me ocurr ió rezar ni implorar ayuda, no tuve t iempo. La enorme masa de agua me lanzó hacia la superficie. La zambul l ida h a b í a durado escasos segundos y sin embargo emergimos todos a unos quince metros de l barco. En tierra quince metros son poca cosa, en altamar equivalen a k i lómetros . No se me hab ía ocurr ido pensar que allí moraban tiburones y otros peces carnívoros. En la e m b a r c a c i ó n los pescadores, t ra tándonos de gringos locos, se agitaban improvisando un salvamento. Nosotros en cambio, adiestrados por esos meses de ejercicios i n i -ciáticos, esperamos calmadamente, con la parte indiv idual borrada por las olas, convertidos en un ser colectivo. La p ie l roja, dando suaves manotazos, dec l a ró que no sabía nadar. El nazi resultó c a m p e ó n de natac ión: la t o m ó por la barbi l la y la hizo flotar. C o r k i d i , el fotógrafo , olvidando completamente que su tarea era f i lmar tales trascendentales m o m e n t o s , l a n z a n d o maldiciones, ayudó a arrojarnos un salvavidas atado a una larga cuerda... El que estaba m á s cerca de la embarcac ión , el mi l lonar io , lanzó el flotador hacia su vecino, el pajarero, que, recitando un mantra, a su vez se lo lanzó a otro, y as í y as í nos fuimos un iendo agarrados a la cuerda. S in esa ca lma habríamos pod ido ahogarnos todos. Subimos al barco en med io de un silencio religioso. Nos desvistieron, nos envolvieron en toallas. Comenzamos a temblar. C u a n d o recuperaron el uso de sus mandíbu la s , los actores, m á s el fo tógrafo , sus ayudantes y los pescadores de camarones, comenzaron a insultarme. Só lo dos se quedaron silenciosos. El cómico , que en el f i lme tenía el papel de un ladrón , s ímbo lo del Yo primit ivo y egoísta , se había comportado como tal: sin preocuparse del grupo, apenas e m e r g i ó del agua n a d ó con toda la fuerza de su desarrollada musculatura hacia la nave. T a m b i é n falló mi mujer: fue la única que no saltó. Se q u e d ó en la cubierta, m i r á n d o n o s , paralizada o b i e n incrédu la . A causa de esto, algo entre nosotros se cortó para siempre. Allí mismo nos dimos cuenta de que nuestros caminos segu ían derroteros diferentes. C o m p r e n d í que, para llegar a mí mismo, tenía que despojarme de esa lepra que

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era el terror al abandono y aceptar mi soledad para poder llegar un d ía a una genuina unión con los otros. En cambio los intérpretes declararon que se hab ían dado cuenta de que les importaba un pepino llegar a ser monjes i luminados, y que lo ún ico que deseaban era convertirse en estrellas de cine. La inmer s ión en el mar Caribe había sido un error que les serviría de lecc ión: ya nunca m á s obedecer í an a mis locuras de director. Para comenzar, exigieron un buen desayuno, con zumo de naranja, huevos, tostadas, cereales, mantequi l la , mermelada , m á s el cese de toda improvisación ajena al l ibreto. En caso contrario, de jar ían de f i lmar. . . Para mí aquello fue una experiencia esencial. Supe que de ah í en adelante tendr ía el valor de enfrentarme al inconsciente, sin dejarme invadir por el terror, sabiendo que siempre la barca de mi razón arrojar ía u n a cuerda para recuperarme.

Volv iendo al s u e ñ o lúc ido , apenas me arro jé en ese gigantesco ser de luz , e x p e r i m e n t é , como en el mar Car ibe , la i n mensidad de su poder. Pero esta vez, preparado como estaba p o r la anterior experiencia , no luché por salir a la superficie c o m o si escapara de las fauces de un monstruo, sino que me d e j é deslizar hacia el fondo. Tuve la sensac ión de caer lentamente al mismo t iempo que me iba disolviendo, como si la luz fuera un ácido. Al f inal , lanzando un grito donde se mezclaba la euforia y la paz, de jé de aferrarme a mi últ ima miga de conciencia indiv idual . Me integré a l centro. Estallé en u n a inconcebible suces ión de formas geométr ica s , millares, mi l lones , y aquel lo formaba mundos que se evaporaban, océanos de colores, palabras, frases, discursos en incontables id iomas entrem e z c l á n d o s e como colosales laberintos, el t iempo convertido en un instante eterno, palpitando, abr i éndose en infinitas posibilidades de futuros, yo era el núc leo creador estallando sin cesar, sin detenc ión , sin silencios, en incontables metamorfosis. Me sacudió una especie de violento terremoto, en mis i n concebibles extremos se abrieron ocho puertas, ocho puentes, o c h o túneles , bocas, q u é sé yo, y de allí part ieron otros univer-

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sos que también estallaron en delirantes creaciones, a su vez u n i é n d o s e con otros, hasta formar u n a masa astral parecida a un descomunal avispero.

¿Cuánto d u r ó este sueño? No lo sé. La noc ión de durac ión había sido abolida. Tuve la suerte, o la desgracia, de que una l luvia torrencial , a c o m p a ñ a d a de un viento huracanado azotara esa noche a la c i u d a d . Las persianas de mis ventanas comenzaron a golpear con estruendo. Desper té creyendo que el sueño continuaba. Tardé un buen rato en recuperar mi razón. El m u r o que me separaba del inconsciente se hab ía derrumbado parcialmente. A pesar de saberme indiv iduo , p o d í a sentir la incesante creación de i m á g e n e s en mi cerebro.

Aque l lo no paraba de produc i r mundos, aquello era un inmenso huracán de locura creativa. El Yo vivía dentro de un polifacético dios demente. La razón era u n a barca p e q u e ñ a sumergida en un o c é a n o infinito agitado por todas las tormentas, atravesado p o r todas las entidades, angé l i ca s o d e m o n í a c a s , aquello no hacía distinción, por todos los lenguajes vivos, muertos o por crear, por la inconmensurable mult ipl icación de las formas, por el absoluto desmembramiento de la unidad.

Después de esta visión extrema, que en cierta forma utilicé para crear mis historias del Incal , p a s ó m u c h o t iempo antes de que volviera a soñar. El tema del s u e ñ o lúcido, en Estados U n i dos, y luego en el m u n d o , c o m e n z ó a ponerse de moda. No faltó un americano que tratara de vender m á q u i n a s que lo pod ían producir . Se pub l i ca ron varios l ibros, unos serios, otros menos, como el caso de un autor que se atribuyó poderes mágicos. Los leí con avidez. Me sirvieron para darme cuenta de algo fundamental : aquellos que descr ib ían sus s u e ñ o s lúc idos , contaban cosas que cor re spond ían a su nivel de conciencia , a sus creencias. Si eran catól icos , p o r e jemplo, con gran emoción veían a Cristo. Si tenían alguna forma de mora l , los mensajes de sus sueños la corroboraban. R e c o r d é haber conversado c o n un amigo psicoanal ista que me m o s t r ó ejemplos de sueños : los pacientes de analistas freudianos s o ñ a b a n con sím-

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bolos sexuales," los jungiaWSs^TOiTñTand transformaciones, los lacanianos con juegos verbales, etc. Es decir, s o ñ a b a n de acuerdo con las teorías de su analizante, teorías que para ellos tenían fuerza de dogma. C o m p r e n d í que algo semejante pasaba con los sueños lúcidos : una escritora cursi manejaba su conciencia dentro del s u e ñ o como una mujer cursi, un etnólogo mrtómarío*creaba ' ensu-murukumírico aventuras que lo hacían pasar por alguien que retenía los intransmisibles secretos de la magia indígena. . . E x a m i n é mi visión del centro creador. Al conver t i rme en él , tuve ocho puertas. Es decir, un dob le cuadrado. ¡Tocopil la! Toco: doble cuadrado. P i l la : diablo-cons-ciencia. ¿Era una coincidencia? ¿Los quechuas hab ían tenido mi mismo sueño? ¿El incesante creador, Pillán, se comunicaba con los otros creadores por sus ocho puentes? O b ien el n o m bre de mi aldea natal h a b í a modi f i cado mis i m á g e n e s . ¿Por q u é no nueve puertas, o diez, o mil?

Dec id í proceder con la mayor de las cautelas. Ya hab ía llegado a la c ima de la m o n t a ñ a : me hab ía mimetizado con la demente creac ión universal, ¿qué más quer ía? ¿Para qué estaba tratando de mod i f i ca r mis s u e ñ o s ? Si deseaba obtener algo provechoso tenía m á s b ien que modif icar al soñador , al ser que era en la vigilia, aquel que se introducía en el m u n d o onír ico tratando de manejarlo. Para lograr lo , necesitaba emprender otras experiencias por un sendero onír ico diferente.

Observé que mantenerme consciente durante el s u e ñ o lúcido requer í a un esfuerzo considerable. F inalmente la gran enseñanza que obten ía estaba menos en el m u n d o extraordinar i o que p o d í a crear que en esta e x i g e n c i a de l u c i d e z . S i n lucidez, nada era posible. Desde el momento en que me dejaba llevar por los acontecimientos, s intiendo las emociones que ellos me despertaban, el s u e ñ o me absorb ía y perd í a la l i m p i dez. La magia no operaba sino gracias al distanciamiento; lo que permit ía el juego era la claridad del testigo mientras que la fusión, por el contrario, e m p e q u e ñ e c í a el campo de posibilidades. Me dije: « L o s s u e ñ o s t ienen u n a razón de ser: c o m o

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productos de la creac ión universal, son perfectos, no hay nada que quitarles ni nada que agregarles. La a r a ñ a para s í misma no es horr ible , lo es para la mosca. Si he vencido el miedo, el m u n d o onír ico no tiene por q u é afectarme. Y si he vencido la vanidad y veo imágenes sublimes, ellas tampoco deben alterarme. En realidad, el que se despierta en el s u e ñ o no es un ser superior dotado de poderes fabulosos, es u n a conciencia cuyo papel es convertirse en un testigo impasible. Si se interviene en los sueños , al p r inc ip io se hace por experimentar u n a realidad desconocida, pero d e s p u é s la vanidad puede hacernos caer en una trampa. El microbio que es consciente del mar Caribe, no es el mar Caribe. La d iv inidad puede ser yo y cont inuar siendo ella; yo no puedo ser la d ivinidad y cont inuar siendo yo. Dec id í entonces dejar de lado mi voluntad y entregarme al s u e ñ o lúcido en calidad de observador. Ac laro que ser observador no es alejarse de la acción, es vivirla indiferente: si una fiera me ataca, me defiendo sin angustia. Si el la vence, me dejo devorar y observo lo que significa ser triturado. En el comienzo de estas nuevas experiencias, me encontré en situaciones donde pude matar. No lo hice. En la vigi l ia no soy un cr imina l , ¿por q u é lo sería en el sueño? C o m o resultado de mi trabajo, que se extendió durante un lapso de t iempo que d u r ó años , muchas cosas de la personalidad primit iva fueron vencidas. Al proponerme no intervenir en el acontecer onír ico , cesaron por completo las pesadillas. T a m b i é n las i m á g e n e s angustiosas, asquerosas, perversas. Se diría que el inconsciente, sabiendo que yo estaba abierto a todos sus mensajes, sin vo luntad de defenderme o adulterarlo, se convirtió en mi socio.

Despertarse o no despertarse dentro de l s u e ñ o pasa a ser u n a p r e o c u p a c i ó n de segundo p lano . Se l lega a un nivel de conciencia en que se sabe, en todos los s u e ñ o s que acontecen, que se está s o ñ a n d o . Las i m á g e n e s onír icas son experiencias que nos transforman, tanto como los hechos de la vida real. En verdad, s u e ñ o y v ig i l ia m a r c h a n tan juntos que al hablar de ellos nos referimos a un solo m u n d o . U n o deja de buscar el desprendimiento , la luc idez y acepta con h u m i l d a d la beati-

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tud. Los s u e ñ o s lúc idos se han convert ido en s u e ñ o s felices. S in embargo no se llega a ellos de golpe, se pasa por diferentes etapas. En lo que a mí se refiere, cuando de jé de jugar al mago y ya hube domado las pesadillas, convir t iendo cada amenaza en a l i ado , en regalo, en e n e r g í a posit iva, c o m e n c é a s o ñ a r t r a n s f o r m á n d o m e en mi propio terapeuta. C u r é heridas emocionales, consolé carencias. Por ejemplo:

Estoy descansando desnudo en mi dormitor io , tal como es en real idad: un cuarto con paredes y cortinas blancas. Un lecho de tablas, un co lchón duro, una mesita de noche, una silla y un p e q u e ñ o ropero, nada más. N i n g ú n adorno. Aparece mi padre, con la misma edad que yo. Se apoya en su bicicleta, que tiene sobre el guardabarros de la rueda trasera una caja l lena de mercader ía : ropa inter ior de mujer, corbatas, baratijas. Está vestido con el traje que cop ió de una fotograf ía de Stalin. Me pregunta, con intensa expres ión de sorpresa, q u é hago aquí , y le respondo:

-Soy tu hijo, ya no estás en Matucana. A h o r a habitas en mi nivel de conciencia . Deja esa bicicleta, no eres un comerciante, eres un ser humano . Olv ida tu uni forme de comunista y reconoce que adoraste a un falso héroe .

A medida que hablo la bicicleta se esfuma y también su traje. Queda desnudo. Me acerco a él con los brazos abiertos. Retrocede con miedo o repugnancia.

- C a l m a , deja de avergonzarte de tu sexo, hace u n a eternidad que sé que es p e q u e ñ o , eso no importa . El amor filial existe y t ambién el paternal . Tanto miedo tenías de ser homosex u a l c o m o tu h e r m a n o que el iminaste todo contacto f í s ico entre nosotros. Los hombres no se tocan, decías . Y en toda mi n iñez , n u n c a me diste un abrazo, n u n c a me besaste. Hic i s te que te temiera, nada más . A la menor falta, me dabas un golpe o un grito rabioso. Es un error erigir la paternidad sobre un zócalo de miedo. Quiero que sea el amor y no el terror el que me ate a t i . F u i tu víctima cuando p e q u e ñ o , pero ahora que soy mayor voy a tomarte entre mis brazos y tú harás lo mismo -y sin temor lo abrazo, lo beso y luego lo mezo como si fuera un

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párvulo. Y al aquietarlo siento la fortaleza sorprendente de su espalda. ¡Ahora tiene 100 años y yo t ambién ! Somos dos ancianos, recios, llenos de e n e r g í a - . ¡El amor alarga la vida, padre m í o ! -sigo m e c i é n d o l o , con audacia, con ternura- . C o m o tú nunca te comunicaste conmigo por el tacto, yo también le he negado todo contacto corpora l a mi hijo A x e l Cristóbal -y aparece con la edad que yo tenía en la é p o c a de mi s u e ñ o , 26 años .

Lo acaricio con inmensa ternura, y le p ido que me acune c o m o acabo de acunar yo a mi padre. Él me toma entre sus brazos, l lorando de fe l ic idad. Yo también. . . Me despierto. Mi hijo me habla por te lé fono y me propone que tomemos el desayuno juntos . Le digo que venga a verme. Apenas le abro la puerta, lo abrazo. Él no se sorprende y me corresponde c o n igual car iño, como si toda la vida nos h u b i é r a m o s comunicado corporalmente. Le expl ico el s u e ñ o y le p ido que, aparte de recibir protecc ión , sienta que puede darla.

- A b r á z a m e como s i fuera un n i ñ o , y m é c e m e susurrando una canción de cuna.

Al comienzo Cristóbal lo hace con t imidez, pero poco a poco se conmueve y acabamos por establecer un contacto en el que el amor filial y el paternal se entremezclan indivisibles. P o r fin hay bienestar y paz en nuestra re lación.

Naturalmente, sin p r o p o n é r m e l o , pa sé de estos s u e ñ o s en que me curaba a mí mismo a aquellos en que me preocupaba de los otros:

Estoy volando sobre la avenida de los Campos El í seos , en París. Abajo desfilan miles de personas exigiendo la paz m u n dial . Cargan una pa loma de cartón de un k i lómetro de largo con las alas y el pecho manchados de sangre. Comienzo a girar a lrededor de ellos para l lamar la a tenc ión . La gente, admirada, ind ica hacia mí , v i é n d o m e levitar. Entonces les p ido que se den las manos y formen u n a cadena, a fin de volar conmigo . T o m o a uno con ternura y lo levanto. Los d e m á s , sin soltarse de las manos, t ambién se elevan. Me paseo por el aire haciendo hermosas f iguras c o n esa cadena h u m a n a . La p a l o m a de

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c a r t ó n nos sigue. Sus manchas de sangre h a n desaparecido. Me despierto, con la sensac ión de paz y a legr ía que otorgan los buenos sueños .

Tres días m á s tarde, paseando c o n mis hijos por la misma avenida de los Campos El íseos , bajo la arboleda cercana al obelisco, veo a un caballero anciano con el cuerpo entero cubierto de gorriones. Está sentado en una de las sillas de metal que br inda el ayuntamiento. C o n la mano estirada, inmóvil , ofrece un pedazo de pastel. Los pajaril los revolotean a r r a n c á n d o l e migas mientras otros esperan su turno, amorosamente estacionados sobre su cabeza, sus hombros , sus piernas. Son centenares de aves. Me sorprende ver pasar a los turistas s in prestar mayor a tención a lo que considero un verdadero milagro. No p u d i e n d o contener mi curiosidad me acerco a l anciano. Apenas l lego a un par de metros de él, todos los gorriones huyen a refugiarse en las ramas de los árboles .

- P e r d o n e - le d igo- , ¿ c ó m o puede suceder esto? El caballero me responde amablemente: - V e n g o aqu í todos los años , en esta temporada. Los pajari

tos me conocen . Se transmiten el recuerdo de mi persona a t ravés de generac iones . Yo m i s m o fabr ico el pastel que les ofrezco. Conozco sus gustos y sé dosificar los ingredientes. Hay que tener el brazo y la mano quietos e inc l inar la m u ñ e c a para que la masa se vea claramente. Y luego, cuando vienen, dejar de pensar y quererlos mucho . ¿Quiere intentar?

Pedí a mis hijos que esperaran sentados en un banco, cerca de allí. T o m é el trozo de pastel, ex tend í la mano y me q u e d é quieto. N i n g ú n gorr ión osó acercarse. El buen viejo se co locó a mi lado y me t o m ó de u n a mano. Inmediatamente acudieron los pajarillos y se posaron en mi cabeza, en mis hombros , en mi brazo, mientras otros p icoteaban e l manjar. El caballero me soltó. De inmediato los pá jaros huyeron. Volvió a tomarme la m a n o y me pidió que a mi vez yo tomara a u n o de mis hijos y él a los otros, formando una cadena. Así lo hicimos. Los pá jaros volvieron y se posaron sin miedo sobre nuestros cuerpos. Cada vez que el viejo nos soltaba, los gorriones hu ían . C o m p r e n d í

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que para las aves, cuando su benefactor, todo bondad , nos tomaba de la mano, p a s á b a m o s a ser parte de él. C u a n d o nos soltaba volvíamos a ser nosotros mismos, temibles humanos. No quise seguir perturbando a ese santo. Le ofrecí d inero . De n i n guna manera lo quiso aceptar. N u n c a m á s lo volvimos a ver. Gracias a él c o m p r e n d í ciertos pasajes de los Evangelios: Jesús bendice a los niños sin decir n inguna orac ión , sólo pone sobre ellos las manos (Mateo 19.13-15). En Marcos 16.18, el Mes ías comis iona a sus apósto les : « . . . sobre los enfermos p o n d r á n sus manos, y s anarán» . Las misteriosas palabras de San J u a n Apóstol en su pr imera epís tola , 1.1: « L o que era desde el p r inc ip io , lo que hemos o í d o , lo que hemos visto c o n nuestros ojos, lo que hemos contemplado, y P A L P A R O N N U E S T R A S M A N O S tocante al Verbo de v ida» .

Entre mi sueño lúc ido y el hombre de los pá jaros hab ía una coincidencia asombrosa. En cierta manera, en el m u n d o de la vigi l ia operaban las mismas leyes que en el m u n d o de los sueños . A q u e l que hab ía l legado al desprendimiento consciente, gracias a la h u m i l d a d y el amor, para ser útil a los otros, comunicándo le su nivel , necesitaba no sólo unirse c o n ellos espiri-tualmente sino t ambién corporalmente. A través del contacto físico p o d í a transmitirse el alma. Fue entonces cuando comencé a desarrollar lo que m á s tarde l l amé «masa je iniciát ico». Me dije: la manera en que Jesús tocó a los n iños , una impos ic ión de manos que sin u n a palabra les t ransmit ió su doctr ina , no fue la de un médico . El m é d i c o ausculta una m á q u i n a biológica y se entera de un mal , no es una c o m u n i c a c i ó n de a lma a alma sino de cuerpo a cuerpo. Tampoco ac tuó como un militar, un vigilante, un guerrero, un amo, personas que se d i r igen a nuestro cuerpo i m p o n i e n d o sus normas, g o l p e á n d o n o s , atem o r i z á n d o n o s , h u m i l l á n d o n o s , l imitando nuestra l ibertad. N i tampoco ac tuó como un seductor, d á n d o l e a nuestro cuerpo un significado puramente sexual o emocional . De jó esto en un segundo plano e hizo de sus manos la cont inuac ión de su espír i tu ; a través del contacto físico transmitió conciencia . ¿Era posible esto? Para lograrlo tenía que vencer al centro intelectual

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que provoca la actitud del m é d i c o , o al centro sexual que produce la lascivia o al centro corporal con su animal idad engen-dradora de abusos de poder. Me concentré en las manos y sentí en ellas la fuerza de la evolución, esos mil lones de años que hab ían tardado en llegar a ser humanas, emergiendo de las pezuñas y las garras, pasando p o r lo prens i l , hasta despegar el pulgar y convertirse en extremidades que no sólo m a n i p u l a n instrumentos o procuran al imento, protecc ión y caricias, sino que t ambién pueden transmitir energ í a espiritual. . . Tratando de despertar esta sensibilidad p e n s é poner mis manos en contacto con s ímbolos sagrados o ídolos bienhechores. En la c iudad de México , en el Museo de Antropo log ía , estuve frente al calendario solar azteca. U n a gran rueda de granito en la que es tá grabada la s a b i d u r í a misteriosa de u n a ant igua civi l izac ión. Un m á n d a l a con un rostro en e l centro, rodeado de un p r i m e r círculo de veinte s ímbolos , c o n otro en los bordes formado por dos serpientes que en la parte superior u n e n sus colas y en la parte infer ior se observan frente a frente c o n rostros humanos. . . Ese m á n d a l a , hoy s ímbolo de la nac ión mexicana, me atraía como un imán . Por esa inexplicable danza de la real idad , el sa lón donde el monumento era exhibido entre otras esculturas, t a m b i é n de i n m e n s o valor, q u e d ó m o m e n t á n e a mente sin visitantes y el guard i án se ausentó , quizás para ir a hacer sus necesidades, d e j á n d o m e solo frente al ca lendar io . S o b r e p a s é la barrera y depos i té mis palmas en su centro, precisamente en el bajorrelieve del rostro que m i r a hacia el espectador (los de las dos serpientes se presentan de perf i l ) . Apenas c o l o q u é mis manos en esa superficie, un escalofr ío me recorrió e l cuerpo. No af irmo que el m á n d a l a me lo produjera y dejo la posibi l idad de que fuera una reacc ión ps icológica , sin causa en la piedra. S in embargo, viniera de donde viniera, una energ í a tremenda p e n e t r ó en mis células. Mi visión c a m b i ó , ya no vi ese m o n u m e n t o como un disco, sino como un cono. El tope era la cara que estaba bajo mis manos y la base, a un centenar de metros de distancia, las dos serpientes que formaban el c írculo exterior. Es decir que ese ser de piedra part ía de un

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nivel an imal , para subir en veinte anil los formado cada u n o por el girar de un s ímbolo , hasta llegar a la conciencia angéli-ca-demoníaca representada por el rostro de frente. Sent í que esa cara, brillante como un sol, se miraba en mí como si yo fuera su espejo. Sent í que detrás de ella crecía un cuerpo de serpiente. Y si yo era su reflejo, mi espíritu también tenía un cuerpo de rept i l . Dos serpientes de per f i l fo rmando un c í rculo y ahora dos serpientes de frente, el rostro y yo, formando otro c írculo , porque aparte de la un ión en la cúsp ide , muy abajo, en las raíces, se entremezclaban también nuestras naturalezas animales . Esta intensa e x p e r i e n c i a d u r ó a p r o x i m a d a m e n t e c inco minutos. Luego oí los pasos del guard ián y también los de un nutr ido grupo de turistas. El lugar se l lenó de gente. Salí del museo s in t iéndome una persona distinta.

En Francia, en una p e q u e ñ a iglesia de la Camarga, en Sainte Mar ie de la Mer, se conserva la estatua de u n a virgen negra, í d o l o de los gitanos. U n a vez p o r a ñ o , en verano, mi les de ellos, v iniendo de todos los rincones de Europa , se concentran allí para rendir le homenaje . En u n a ce remonia p o p u l a r i m presionante, se pasea a la santa, se le canta, se le reza. Pasadas esas fiestas, el pueblo n ó m a d e se va y otra vez la iglesita queda sola. Cuando la visité, en invierno , las puertas no estaban cerradas con llave. N i n g ú n sacerdote cuidaba el lugar. Me acerq u é a la virgen negra, que a pesar de su inmensa importancia parec ía abandonada, e impresionado por su leyenda me arrodillé ante ella. Mi pr imer impulso fue solicitarle algo, como todos lo hacen. Pero me contuve. Me a c e r q u é a ella y c o m e n c é a masajearle la espalda. Se me p o d r á decir que es u n a proyección subjetiva, que un trozo de madera tallada no puede tener sentimientos, sin embargo a través de mis manos perc ib í el esfuerzo que hacía ese ídolo para sostener el peso de tantas peticiones. Acaricié su espalda como si fuera la de mi madre, embargado p o r u n a t e r n u r a do lo ro s a que p o c o a poco se fue transmutando en a legr ía . C u a n d o la sent í aliviada, j u n t é mis manos, que a pesar del frío invernal estaban plenas de calor, y le i m p l o r é : « E n s é ñ a m e a transmitir la conc ienc ia a través de

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las m a n o s » . En mi mente re sonó su dulce voz: « D a vida a la piedra» . No c o m p r e n d í el sentido de esa frase. La atribuí a un del i r io de mi imaginación. . .

Meses m á s tarde, en el p e r í o d o de vacaciones, me invitaron a dar seminarios sobre el Tarot en el sur de Francia. El arquitecto A n t i Lovacs tenía un hermoso terreno en las laderas de los montes de Tourrettes-sur-Loup, con u n a casa en forma de esfera en la que habité durante dos meses. En una ancha cornisa, desde la que se p o d í a observar el valle ex tend iéndose hasta la costa, encontré un p e ñ a s c o de forma casi oval y de aprox i m a d a m e n t e un m e t r o o c h e n t a de a l tura . Al l í estaba ese minera l , simple, humi lde , a n ó n i m o , hermoso, testigo del paso de mi l lones de a ñ o s . C o m p r e n d í el mensaje rec ib ido de las profundidades de mi inconsciente, en Sainte Mar ie de la Mer . El calendario solar azteca, con su sistema s imból ico muy semejante al del Tarot, h a b í a depositado su energ í a en mis manos, entrando por la puerta intelectual. La virgen negra, un ídolo poderoso, había hecho lo mismo pero entrando por la puerta emocional . A h o r a tenía que enfrentarme a la materia en su estado or ig inal , sin que escultores humanos hubieran intervenido en sus formas. Se trataba de un cuerpo a cuerpo. Esa p iedra no tenía m á s significado que ella misma. No formaba parte de u n a catedral ni de un m u r o de las lamentaciones ni de la tumba de un hombre dios, era ella, viviendo con un r i tmo infinitamente m á s lento que el m í o pero también con un capital de vida colosal. R e c o r d é los c inco lemas de los sabios que aparecen en el grabado que orna el Rosarium phüosophorum: Lapis noster habet spiritum, corpus et animam (Nuestra p iedra posee un espír i tu , un cuerpo y un alma). Luego Coquite... et quod quaeris inventes... La palabra coquite, siendo ambigua -probablemente «cos e » - , l a traduje p o r « m a s a j e a » , lo que me d i o «Masa j ea . . . y encontrará s lo que busca s » . Solve, coagula (Disuelve, coagula) me indicó que d e b í a sentir que estaba disolviendo la piedra en su p r o p i a conc ienc ia para d e s p u é s reintegrarla otra vez a su cuerpo, esta vez una materia i luminada . Solvite corpora in aquas (Disuelve los cuerpos en agua) me indicó que, en la acción de

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masajear la piedra, d e b í a disolver tanto mi cuerpo como el de la roca en una absoluta c o m u n i ó n , siendo el amor el misterioso e l ix ir a lquímico que todo lo disuelve, que todo lo transforma en unidad . Y por ú l t imo: Wer unseren maysterlichen Steyn will bauwen/Der solí oler naehren Anfang schauwen (Quien quiere realizar nuestra Piedra perfecta/ debe contemplar antes el pr inc i p io más cercano). Debía , sobrepasando el Yo indiv idual , dejarme poseer p o r e l Yo impersona l , la conc ienc ia universal (lo impersonal está m á s cercano de la verdad que lo personal) , y así , en trance, alcanzar el c o r a z ó n vivo de la piedra. . . D e c i d í masajearla dos horas cada m a ñ a n a , de seis a ocho, antes de desayunar con mis alumnos.

El pr imer día, en medio de u n a niebla matinal que nos sum í a en un espacio abstracto, v i a l a roca c o m o un i n m e n s o huevo, insensible a mi presencia. Me parec ió evidente que, h i ciera lo que hiciera , n u n c a se es tablecer ía un contacto entre nosotros. Pero p e n s é en la fábula del cazador que quiere cazar a la luna. Durante años trata de hacerlo. N u n c a sus flechas llegan a ella, mas se convierte en el mejor arquero del mundo. . . C o m p r e n d í que no se trataba de hacer de la p iedra un ser vivo sino de tratar de hacerlo. El alquimista debe tentar lo imposible. La verdad no está al f inal de l camino sino que es la suma de las acciones que se hacen para conseguirla. Sent í que d e b í a efectuar el masaje desnudo. Pacientemente, con agua, j a b ó n y una esponja lavé la piedra. Luego , ayudado por un aceite de la-vanda, c o m e n c é a acariciarla. El sol aún no enviaba sus rayos m á s ardientes. A pesar de que en n ingún momento cesé de sobarla, su superficie s iguió fría, impenetrable. . . F ie l a mi decisión, cont inué cada m a ñ a n a mis masajes. Poco a poco comencé a quererla como se quiere a un animal . A p r e n d í a olvidar la idea de intercambio, a dar sin esperanza de obtener. A p r e n d í a amar la existencia de esa p iedra sin preocuparme de que ella fuera consciente de la mía . Cuanto m á s insensible era su cuerpo, m á s profundo era mi masaje. R e c o r d é las palabras de A n tonio Porchia : « L a p iedra que tomo en mis manos absorbe un poco de mi sangre y pa lp i ta» . No sentí pasar esos dos meses. El

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ú l t imo día , concentrado como siempre en mis caricias, no sé por q u é alcé la vista: un cuervo negro, c o n u n a mancha blanca en el pecho, estaba allí, tranquilamente posado en la roca. Clavó sus ojos en los míos , lanzó un graznido y se echó a volar.

Los talleres llegaban a su término. Un a lumno confesó haberme espiado una m a ñ a n a y me solicitó un masaje. Accedí . Le p e d í que se desnudara, que se acostara en una mesa. C o m e n c é a masajearlo sin proponerme nada. Mis manos se movieron solas. Acostumbradas a la aparente insensibilidad y dureza de la piedra, sentían no sólo la p ie l y la carne sino también las visceras y los huesos. Me pareció que ese cuerpo estaba divido por barreras horizontales y me ded iqué a establecer las conexiones verticales que iban de los pies a la cabeza. Al día siguiente, mi alumno reunió sus ahorros y partió en un viaje alrededor del mundo .

En la serie de sueños en que el personaje central , uno mism o , da m á s importanc ia a la real ización de los otros que a la personal, hubo u n o que me m a r c ó profundamente y que quizás sea el resultado de mi experiencia del masaje a la roca:

Estoy sentado, medi tando ante las puertas de un templo. Sé que no me han dejado entrar porque cargo conmigo un i n menso saco al parecer l leno de basura. Considero que ese saco fo rma parte de mí mismo y que, por lo tanto, tengo derecho de asistir a las ceremonias que se realizan allí dentro acompañ a d o por mi carga. Se acerca un grupo de hombres y mujeres, cada u n o cargando tristemente un saco semejante al mío . Me levanto, l leno de a legría , y les digo: «¡Si hay que ver para creer, entonces vean !» . A b r o mi saco y lo vacío. De él sale un grueso chorro de tinta negra que forma un charco ante mis pies. La pobre gente sigue mi e jemplo y comienza a vaciar sus sacos que también están llenos de espesa tinta negra. Hemos creado u n a oscura laguna...

Desprendo de la fachada del templo u n a delgada c o l u m n a y c o n ella revuelvo el magma. A medida que la vara de p iedra gira , van surgiendo de la mancha largos tallos que se elevan muchos metros. En sus extremos se abren enormes girasoles.

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Esas flores atraen la luz y pronto el lugar es invadido p o r un resplandor dorado. A su vez las torres de l templo se abren como si fueran flores. La a legr ía de la gente es tan intensa que me contagia. Me despierto en un estado de alegre ex i tac ión. P o r la ventana de mi dormi tor io entra la luz del sol a raudales.

En la Bib l ia , en el Exodo , se cuenta que Moisés , conduciendo a su sediento pueblo p o r el desierto, e n c o n t r ó un charco amargo. Dios le indicó un arbusto. Moisés removió con él las aguas y ellas se tornaron dulces. C a l m ó así la sed de dos o tres mil lones de gargantas (Exodo 15.22-25).

C u a n d o Moisés no rechaza el agua amarga, es decir, no rechaza la aparente pesadilla y actúa con las ramas sobre ella, haciendo de la planta una p r o l o n g a c i ó n de sí mismo, la convierte en dulce aliada. La conc ienc ia , al reconocer y entregarse con amor al inconsciente, hace que aqué l se revele en toda su positividad. (Lo contrario de aquello que Stevenson ha descrito en El Dr. Jekyll y Mr. Hyde.) En el m u n d o de los sueños lúcidos, comenzamos por actuar, dar, crear. L u e g o tenemos que aprender a recibir. Aceptar el favor que el otro, lo otro, puede hacernos, es una forma de generosidad. El saber dar debe ir a c o m p a ñ a d o por el saber recibir. Todos los personajes y objetos de nuestros sueños t ienen algo que ofrecernos. Todos los seres, animados o inanimados, que vemos en la vida real pueden enseñarnos algo. Por aquello, poco a poco, fui dejando de lado los actos voluntarios y obedeciendo de m á s en m á s la voluntad del s u e ñ o . Al f in , me sentí muy a gusto siendo lo que era en ese m u n d o onír ico : un viejo sereno, e n t r e g á n d o s e a los acontecimientos sabiendo que por manifestarse son una fiesta. He aqu í algunos sueños felices. A l comienzo los anoté . H o y en d ía no lo hago. A aquello que tiene por naturaleza esfumarse, hay que dejarlo que se esfume:

E x p l o r o las faldas de u n a misteriosa m o n t a ñ a sin preocuparme de la leyenda que cuenta que está habitada por feroces guerreros de oro. En una gruta de hie lo descubro un manantial de agua caliente. H u n d o mis manos en el agua sabiendo

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que de spués de curar todas mis enfermedades me d a r á el poder de curar los males de los otros.

Soy n iño . Entro en un colegio d ir ig ido por u n a famil ia de gordos. C o m o instructor g imnást ico me dan un elefante. D u rante los ejercicios me hago muy amigo del animal . Por las axilas me crecen dos brazos más . Recibo un d i p l o m a donde se me da el título de D e m o n i o Ascendente.

Un m a n d a r í n ch ino yace en estado de coma. Un grupo de sacerdotes ancianos le aplica, en los costados, una plancha caliente para ver si el do lor le hace reaccionar. «Pierden su tiemp o » , les digo. «Está definitivamente muerto . » Los ancianos cesan de quemar el cadáver y me miran . Ex t rañado , me pregunto: «¿Qué hago aquí , en China? ¿Quién soy?». El muerto me responde: « ¡ T ú eres yo, venera a quien te q u e m a ! » .

H e i d o hasta u n a a l t í s i m a m o n t a ñ a e n busca d e m i h i j o muerto . Lo llevo en automóvi l hacia e l valle. La nieve ha borrado todos los caminos, pero conduzco c o n entusiasmo, a pesar de l peligro de caer en precipicios, porque llevo a Teo hacia u n a enorme f iesta . El r íe . Entramos en la c iudad. Por las calles hay desfiles de carnaval encabezados por sus hermanos.

C u a n d o llegamos a la cal idad de testigo lúc ido de los sueños , cuando logramos someter nuestra voluntad a la del m u n do onír ico , cuando nos damos cuenta de que no somos nosotros los que s o ñ a m o s , ni aquel que duerme ni aquel que está despierto en el s u e ñ o , sino que es el yo colectivo, el ser cósmico, que nos uti l iza como canal para hacer evolucionar la conciencia humana , la barrera entre la vigilia y el s u e ñ o , si no desaparece, p o r lo m e n o s se hace t r ansparente . N o s damos cuenta de que a la sombra del m u n d o racional prosperan las misteriosas leyes de l m u n d o onírico. . .

Les propuse a mis consultantes tratar la real idad como un

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s u e ñ o , a l c o m i e n z o per s on a l y no l ú c i d o , pa ra ana l izar los acontec imientos c o m o s i fueran s í m b o l o s d e l inconsc iente . P o r ejemplo, en lugar de lamentarnos porque los ladrones nos han desvalijado la casa o porque nuestra amante nos ha abandonado , preguntarnos: « ¿Por q u é he s o ñ a d o que me roban , que m e a b a n d o n a n ? ¿ Q u é m e estoy q u e r i e n d o dec ir , c o n e l lo?» . A lo largo de mis entrevistas me di cuenta de que los acontecimientos t ienden a ordenarse, «por ca sua l idad» , en se-

,^ries que en el s u e ñ o corresponden a las metamorfosis de un ú n i c o mensaje. Es c o m ú n que personas que sufren p o r u n a -ruptura con su pareja, p ierdan d inero o sean desvalijadas. En otros casos, personas mezcladas en conflictos que despiertan una cólera i rracional , se ven de pronto en medio de un vendaval o un temblor o una inundac ión .

A un consultante, cuya madre acababa de suicidarse y con la que hab ía tenido relaciones de amorod io , d e s p u é s de la cer e m o n i a de inc inerac ión , su apartamento c o m e n z ó a incendiarse. En este t ipo de encadenamientos la r ea l idad se nos presenta como un s u e ñ o poblado de sombras angustiosas, en el que somos víctimas, seres pasivos a los que todo les sucede. Si por un esfuerzo de conc ienc ia no nos identif icamos c o n el yo indiv idual , si somos capaces de «soltar la pre sa» y convertirnos en testigo impasible de aqueffcTque parece acontecer por accidente, más aún , si dejamos de sufrir por lo que nos sucede y comenzamos a sufrir p o r sufrir por lo que nos sucede, podemos pasar a la etapa que corresponde al s u e ñ o lúc ido e introd u c i r en la rea l idad acontecimientos inesperados que la hag a n e v o l u c i o n a r . E l pa sado n o e s i n a m o v i b l e \ e s p o s i b l e cambiarlo , enr iquecer lo , despojarlo de la angustia, darle alegría . Es evidente que la m e m o r i a tiene la misma cal idad que los sueños . E l recuerdo está const i tuido de i m á g e n e s tan i n materiales como las oníricas . Cada vez que recordamos, recreamos, damos otra interpretac ión a los acontecimientos memo-rizados. Los hechos p u e d e n ser anal izados desde m ú l t i p l e s puntos de vista. Lo que en un nivel de conciencia infant i l sign i f i c a n , c a m b i a c u a n d o pasamos a un n i v e l de c o n c i e n c i a

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adulta. En la memor ia , como en los sueños , podemos amalgamar i m á g e n e s diferentes. Estuve tres meses inmovi l i zado en un cuarto de hotel de Montrea l , C a n a d á , durante un crudo i n vierno, esperando una visa para poder entrar en Estados U n i dos como ayudante de Marceau. El cuarto era gris, depr imente, el l e c h o estrecho y d u r o , un lavabo e m i t i e n d o s in cesar g r u ñ i d o s de puerco, la ventana invadida por las f lechas n e ó n de u n a pizzería. No quer iendo ya recordar m á s esos meses de tan dolorosa soledad, en mi mente me puse a pintar las paredes de l cuarto de brillantes colores, le di a la cama un gran tam a ñ o , c o n sábanas de seda y almohadones de plumas, convertí los g r u ñ i d o s d e l lavabo en apacibles notas de t rompeta y a g r e g u é a la ventana, en lugar de las flechas i n d i c a n d o u n a sangrienta pizza, un paisaje azul lunar io donde danzaban entidades luminosas. C a m b i é mi burdo cuarto en un sitio encantador, como si sobre una mala fotograf ía hubiera hecho retoques. L o g r é que para s iempre se u n i e r a la pieza real con el aposento imaginar io . L u e g o me d e d i q u é a rastrear otros recuerdos desagradables, para agregarles detalles que los enaltecieran. Convert í a los egoís tas en maestros generosos, los desiertos en bosques exuberantes, los fracasos en triunfos. C o n los hechos m á s cercanos, aquellos que h a b í a exper imentado durante el día , ap l iqué otra técnica: antes de d o r m i r me acost u m b r é a pasarles revista. P r i m e r o de p r i n c i p i o a fin y, desp u é s , a la inversa, s e g ú n el consejo de un viejo l ibro de magia. Esta práct ica de la « m a r c h a atrás» tenía el efecto de permi t i r ubicarse a cierta distancia de los sucesos. D e s p u é s de haberme anal izado, juzgado y dado insultos o alabanzas en el p r i m e r examen, volvía a repasar el d ía en sentido inverso y entonces me encontraba distanciado. La realidad así captada presentaba las mismas característ icas que un s u e ñ o lúcido. Lo que me

.hizo darme cuenta, m á s que nunca , de que, al igual que todo/ e l m u n d o , en buena medida , yo estaba sumergido en u n a real idad semejante al s u e ñ o . El acto de pasar revista a la j o r n a d a p o r la noche equivalía a la práct ica de rememorar mis s u e ñ o s por la m a ñ a n a . Pero el solo hecho de acordarse de un s u e ñ o

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es ya organizarlo racionalmente. No vemos el s u e ñ o completo sino las partes que hemos seleccionado s e g ú n nuestro nivel de conciencia . Lo reducimos para que encaje con los l ímites del Yo ind iv idua l . Lo mismo hacemos c o n la real idad: a l repasar las últ imas veinticuatro horas, no tenemos acceso a todos los acontecimientos del día , s ino a los que hemos captado y reten ido , es decir, una interpretac ión l imitada, transformamos la real idad en aquello que pensamos de ella. Esa interpretac ión selectiva constituye una base en gran parte artif icial sobre la que basamos luego nuestros ju ic ios y apreciaciones. Para ser m á s conscientes , p o d e m o s empezar p o r d i s t i n g u i r nues t ra pe rcepc ión subjetiva del d ía de aquello que constituye su real idad objetiva. C u a n d o ya hemos dejado de confundir las , somos capaces de asistir c o m o espectadores al desarrollo de la jornada , sin dejarnos in f lu i r por juic ios , apreciaciones y emociones infantiles. Desde este punto de vista se puede interpretar la vida como se interpreta un sueño . . . Un consultante no sab ía q u é hacer para que unos arrendatarios j ó v e n e s y desaprensivos desalojaran una casa que era de su propiedad. A l g o le i m p e d í a acudir a la pol ic ía , aunque la ley estaba de su parte. Le dije: «Es ta s i tuac ión te conviene . Gracias a el la , expresas u n a vieja angustia. Trata de interpretarla como un s u e ñ o de la noche anterior. ¿T ienes u n h e r m a n o m e n o r ? » . M e conte s tó que sí, y entonces le p r e g u n t é si no se hab ía sentido postergado cuando ese intruso le r o b ó la a tención de sus padres. El resp o n d i ó que así era. D e s p u é s le in terrogué sobre las relaciones que en el presente m a n t e n í a con su hermano. C o m o me lo esperaba, me confesó que no eran buenas ya que nunca se veían. Le exp l iqué que era él mi smo quien propic iaba la invasión de sus inqui l inos (más j ó v e n e s que é l ) , a fin de exteriorizar la angustia que en su n iñez le causaba la presencia de su hermano p e q u e ñ o . A ñ a d í que, s i q u e r í a que se resolviera la s i tuación, era preciso que perdonara a su hermano, que lo tratara b ien y que se hic ieran amigos. « D e b e s ofrecerle un gran ramo de flores, a lmorzar con él, a fin de establecer u n a re lac ión fraternal y dejar a un lado el pasado en el que te sentías desplazado por

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su causa. Si lo haces así, se acabará tu prob lema con los inqu i l inos.» E l consultante me miró ex t rañado . ¿ C ó m o la so luc ión de un viejo prob lema iba a resolver u n a di f icultad presente? S in embargo c u m p l i ó al pie de la letra lo que le aconse jé . Me envió d e s p u é s u n a corta misiva: «Ofrec í las f lores a mi hermano y hab lé con él el viernes a m e d i o d í a . El viernes p o r la noche, los inqui l inos se marcharon , l levándose todos mis muebles. Pero , en fin, se fueron y pude recuperar mi casa. ¿Esa p é r d i d a de muebles puede significar que me he desprendido de u n a parte dolorosa de mi p a s a d o ? » . Esa pregunta revelaba que mi consultante estaba aprendiendo a descifrar situaciones reales como si se tratara de sueños .

Si en el m u n d o onír ico nos damos cuenta de que estamos s o ñ a n d o , en e l m u n d o d iurno , atrapados en e l l imitado concepto de nosotros mismos, debemos echar p o r la b o r d a las ideas y sentimientos preconcebidos para, con el espír i tu desnudo , sumergirnos en la Esencia. U n a vez conseguida esta luc idez , tendremos l iber tad para actuar sobre la rea l idad , sab i e n d o que , s i s ó l o tratamos de satisfacer nuestros deseos egoís tas , seremos arrastrados por el torbel l ino de las emociones, perderemos la ecuanimidad, el contro l y, por lo tanto, la p o s i b i l i d a d de ser nosotros mismos actuando en el n ive l de conciencia que nos corresponde. En el s u e ñ o lúcido se aprende que todo aquello que se desea con verdadera intensidad, es dec i r c o n fe, d e s p u é s de u n a espera paciente, se realiza. Sab iendo esto, debemos dejar de vivir como niños , s iempre p i d iendo , para vivir como adultos, invirt iendo nuestro capital vital. Dos monjes rezan continuamente, u n o está preocupado, el otro sonríe . El pr imero le pregunta: « ¿ C ó m o es posible que yo viva angustiado y tú feliz, si ambos rezamos el mismo n ú m e r o de h o r a s ? » . El otro le responde: «Es q « e tú . s iempre rezas para * p e d ü ^ j e i ^ a í f i b i o yo sólo rezo para dar grac ias» . Para lograr la paz, tanto en el sueño noc turno co iné en el sueño d iurno que l lamamos vigi l ia , hemos de estar cada vez menos impl icados c o n el m u n d o y con la imagen de nosotros mismos. La vida y la muerte son sólo un juego. Y el juego supremo es dejar de so-

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ñar, es decir, desaparecer de este universo o n í r i c o para integrarnos en aquel que lo sueña .

' Hay una d imens ión que a ú n no he tenido la suerte de ex-' per imentar : los s u e ñ o s t e rapéut i co s compart idos . Se cuenta

que Mar ía Sabina, la sacerdotisa de los hongos, rec ib ió a un hombre que tenía un dolor atroz en una pierna. Ni los remedios m á s sofisticados, ni la acupuntura , ni los masajes h a b í a n

/logrado aliviarlo. La anciana dividió en dos partes iguales una / p o r c i ó n de hongos para compart ir la c o n su paciente. Se acos

tó j u n t o a él. Se d u r m i e r o n abrazados. E l l a vio en sus s u e ñ o s c ó m o el paciente, convertido en nagual, devoraba un cordero. E l d u e ñ o del r e b a ñ o lo g o l p e ó c o n su cayado hir iéndole una

ata. Mar ía t o m ó al an ima l e i m p o n i é n d o l e las manos en el i e m b r o her ido lo s a n ó . La curandera y su paciente se des-rtaron al mismo tiempo. A éste, el do lor de la p ierna le ha-

ía desaparecido. N u n c a m á s volvió a exper imentar tal sufri-ifiiento.

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Magos, maestros, chamanes y charlatanes

Mi pr imer encuentro con la magia y la locura, unidas al arte, data de la infancia. Tendr ía yo unos 5 o 6 años cuando Crist ina vino a trabajar como sirvienta. C o n mis ojos de n iño la vi como una vieja, pero en realidad era una mujer de 40 años , sólo que el aire cargado doblemente de sal, la marina y la del polvo salitroso del desierto, hab ía abierto surcos en su frente y mejillas. Toda su ropa era de color café, como el hábi to de las monjas carmelitas. Su pelo, estirado y recogido en la nuca formando u n m o ñ o , p a r e c í a u n casco. L i m p i a , s i lenciosa, amable, c o n unas manos grandes pero sensibles, fue ella la que me dio las caricias que mi madre se ahorró , quien masa j eó mis pies cuando tenía fiebre, la que me vistió por las m a ñ a n a s para que fuera a la escuela, la que h o r n e ó mis pasteles preferidos llenos del oscuro dulce de leche que l l a m á b a m o s manjar blanco. ¡Cuánto quise a Crist ina! Mi madre era una necesidad afectiva muy do-lorosa, estaba un ido a su ausencia, pero Crist ina, con su h u m i l dad pueblerina, fue un bá l samo para mi corazón herido. Tuve la sorpresa de que mi padre, v iéndome en los brazos de mi quer ida sirvienta, delante de ella, como si fuera sorda, me di jera con una sonrisa cínica, satisfecho de sí mismo: «Sólo a mí se me ocurre dar trabajo a una loca» . Esas palabras entraron en mi alma como un navajazo. Enrojecí , luchando por contener mis lágrimas. Ja ime se e n c o g i ó de hombros , c o n u n a expres ión de

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desprecio, y se fue. Crist ina c o m e n z ó a mecerme entre sus brazos hasta que me dormí . Ser ían las tres de la m a ñ a n a cuando desperté en mi cama. E scuché los fuertes ronquidos de mi padre y la respiración, como una queja, de mi madre. C o n la boca seca y con hambre, me hab ían acostado sin darme de cenar, me levanté para ir a buscar una vaso de agua y una fruta. Los cuartos estaban oscuros pero de la cocina venía el tenue resplandor de la l lama de una vela. Al comienzo Crist ina parec ió no darse cuenta de mi llegada. E x t r a ñ a m e n t e concentrada, sentada en un banquil lo frente a la mesa vacía, movía con delicadeza y prec i s ión sus manos en el a ire . P a r e c í a estar m o l d e a n d o algo, creando formas, al isando mater ia invis ible , repasando u n a y otra vez sus dedos por imaginarias superficies. Transcurr ió un rato largo, quizás una hora . Yo estaba allí, fascinado, paralizado, viendo algo que no p o d í a comprender y que no cor re spondía a nada de lo que hab ía conocido . Cansado, hambriento, sediento, no pude contenerme más : «¿Qué estás haciendo Cristina?». Giró lentamente su cabeza, y sin dejar de acariciar el aire, mir á n d o m e con ojos vidriosos, me dijo con ansiedad: « ¿La ves? Ya la estoy terminando. C u a n d o Dios se llevó a mi hijo, la V i r g e n del C a r m e n vino a dec irme: haz de mí u n a escultura de aire. Cuando la termines y todos la vean, tu niño, otra vez vivo, se levantará de su tumba. La ves, ¿verdad? ¡D íme lo ! » . ¿Qué p o d í a contestarle? Yo no sabía mentir. Era la pr imera vez que estaba en contacto con la locura, la pr imera vez que veía a una persona que actuaba como una un idad sin observarse a sí misma, sin máscara social. Aterrado, sentí que me helaba. C o m e n z ó a soplar el viento frío que en las noches bajaba de la cord i l l e ra . C r i s t i n a a b r a z ó su escul tura invi s ib le , angust iada. « ¡ N o , no quiero que te la lleves, maldi to !» Pareció luchar contra un huracán, luego, sollozando, apoyó su cara sobre la mesa c o n los brazos colgando como si tuviera las manos vacías. Al cabo de algunos segundos, volvió a ser la que yo conocía . Me dio un vaso de agua, me pe ló una manzana y me llevó a la cama. Se q u e d ó jun to a mí hasta que me disolví en el sueño .

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Mi segundo encuentro con la magia fue en Santiago. Nuestro grupo de j ó v e n e s poetas atrajo a muchos intelectuales maduros, homosexuales. A veces eran pintores, otras veces escritores y, algunos, profesores universitarios. Pose ían una cultura e x t r a o r d i n a r i a , h a b l a b a n varios id iomas , de p re fe renc i a e l 1 ranees, y eran muy generosos. S a b i é n d o n o s heterosexuales, se enamoraban p la tón icamente , en silencio reverente y, para gozar de nuestra j u v e n i l presencia , nos invitaban a m e n u d o al bar de los alemanes a beber cerveza, a comer salchichas y a gozar de un trío de cuerda que, a c o m p a ñ a d o al piano por el P i rulí, un flaco feminoide con la melena teñida de violento amar i l l o , tocaba valses vieneses. Entre ellos se destacaba el C h i c o M o l i n a , c incuentón bajo de estatura, ancho de tronco, piernas delgadas y pies diminutos , que seduc ía nuestros espíritus c o n su saber e n c i c l o p é d i c o . Pol íg lo ta , era capaz hasta de leer el sánscrito, no hab ía autor o artista que se le nombrara que no conociera . Un día , a l parecer más ebrio que de costumbre, nos reveló que su ínt imo y mi l lonar io amigo, la L o r a Aldunate , poseía un espejo m á g i c o fabricado en el siglo XIV. Parece ser que lo hab ía comprado en Italia, en Tur ín , u n a c iudad consagrada al diablo. Realizando frente a él ciertos rituales secretos, el espejo dejaba de r eproduc i r la real idad para mostrar antiguos reflejos. M o l i n a nos j u r ó haber visto, con más claridad que en un fi lme, una escena nocturna en un bosque donde, a la luz de la l u n a l lena, mujeres desnudas besaban el ano de un macho cabr ío . Excitados por tales revelaciones, lo sacamos en andas de l restaurante a l e m á n y lo llevamos ante la casa de la L o r a A l dunate, que estaba muy cerca de allí. Comenzamos a gritar p id iendo que nos abriera, que ex ig í amos ver el espejo m á g i c o . Un caballero alto, cadavérico, dist inguido, abr ió las persianas y, desde el segundo piso, vació su bacinica l lena de orines sobre nuestras cabezas. « ¡Borrachos indecentes, con la magia no se juega! ¡Nunca verán mi espejo! ¡ C u a n d o muera, me lo llevaré a la tumba encerrado j u n t o conmigo en el a t aúd ! » M o l i n a nos m i r ó exhib iendo una ampl ia sonrisa en su cara simiesca. «¿Ven c ó m o era verdad? Yo nunca miento . ¡Dios me l ibre, co-

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mo dijo N e r u d a , de inventar cosas cuando estoy c a n t a n d o ! » T i e m p o más tarde supimos que era m i t ó m a n o y estafador, porque se había hecho admirar meses l eyéndonos los capítulos de su magní f ica novela El nadador sin familia a cambio de invitaciones a cenar, hasta que u n o de nuestros amigos, profesor de fi losofía, descubr ió que eran la t raducc ión de la obra de Herm á n Hesse El juego de abalorios, que a ú n no hab ía sido publicada en español . ¿Entonces? ¿Existía el espejo m á g i c o o era u n a ment i ra elaborada c o n l a c o m p l i c i d a d de l a L o r a Aldunate? C u a n d o abr ió las persianas, su furia p a r e c í a sincera; s in embargo L i h n emitió una duda: nadie l lena de orines una bacinica en u n a sola noche; costaba creer que un hombre tan distinguido acumulara tanto l íquido amari l lo só lo por el placer de coleccionarlo. En fin, las depravaciones son incontables.. .

La seguridad del C h i c o M o l i n a para afirmar un hecho que la razón no p o d í a aceptar como cierto, la encont ré en casi todos aquellos que dec ían tener contacto c o n planossujaeriores. Fue entonces cuando c o m e n c é a p é n s a r q u e la mentira , aparte de su calidad despreciable, tenía t ambién una utilidad mís t ica . En la B ib l ia , en el Génesis , Jacob estafa a su hermano E s a ú haciendo que éste le venda la pr imogeni tura por un pedazo de pan y un guisado de lentejas. Luego se aprovecha de la ceguera de su padre para hacerse pasar por su hermano y obtener su b e n d i c i ó n . Más tarde se me h izo evidente que la m e n t i r a o « t r a m p a s a g r a d a » , como l a l l amé , era u n a técnica empleada por todos los maestros y chamanes.

En 1950, gracias a Mar ie Lefevre, tuve mi pr imer encuentro con ese lenguaje ópt ico que es el Tarot. ¿A q u é edad hab ía llegado Mar ie a Chile? N u n c a nos lo quiso decir. C u a n d o la co

n o c i m o s tenía más de 60 años . P e q u e ñ a , las canas de su larga melena teñidas con un enjuague azul, maqui l lada y vestida al estilo de la hija de Drácula , vivía en un subsuelo con su amante, Nene , un muchacho de 18 años , sin cultura y en paro, pero

1 de belleza angél ica . Nosotros, los poetas, d e s p u é s de acaloradas discusiones metafís icas en el café Iris, l l e g á b a m o s ebrios,

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alrededor de las tres de la m a ñ a n a , al subsuelo, sabiendo que allí nos esperaba una olla, ca lentándose a fuego lento, l lena de sabrosa sopa. Nene, desnudo como de costumbre, con una c inta de seda rosa atada en forma de n u d o mariposa a l rededor del pene, d o r m í a a p ierna suelta. E l l a , que por el contrario no d o r m í a nunca , se levantaba para servirnos una taza de la sabrosa sopa confeccionada con todas las sobras que le regalaba el restaurante vecino, a cambio de que leyera el Tarot a los clientes. La Lefevre hab ía dibujado ella misma sus 78 cartas. En lugar de copas, espadas, bastones y oros, barajaba sopaipas (oros), calabazas de mate (copas), Shivalingams, sexos mascul ino y femenino formando una un idad (bastones) y ojos dentro de un tr iángulo (espadas). Recuerdo algunos de sus arcanos mayores: en lugar del Emperador y la Emperatr iz , h a b í a un guaso y u n a hermosa ranchera . La Papisa era una m a c h i mapuche. El M u n d o , un mapa de Chi le . A pesar de la ingenuidad de esta baraja, el la , con su lenguaje tan chi leno contrastando c o n su p r o n u n c i a c i ó n tan francesa, h a c í a lecturas de una precis ión ps ico lógica sorprendente. A mí, que sin sentirme pobre, había e l iminado el d inero de mi vida, subsistiendo a la aventura, enfrascado en el presente, sin plantearme para nada el m a ñ a n a , me vaticinó cientos, miles de viajes por todo el planeta. Me costó creerle y sin embargo su predicc ión se realizó . A Car los Faz, un p i n t o r de talento e x c e p c i o n a l , le d i jo : « ¡ N u n c a viajes por m a r ! » . Un a ñ o m á s tarde, yendo a Estados U n i d o s y h a b i é n d o s e p r o h i b i d o a los pasajeros, en Ecuador , bajar, Carlos, ebr io como siempre, saltó del barco al muel le , calculó mal la distancia, cayó al agua y se a h o g ó . Tenía 22 años . Esta s eñora fue para mí un ejemplo de generosidad, de libertad, de sutileza. A Faz no le dijo que se iba a ahogar, lo que se habr ía convertido en una orden de suicidio (la mente tiende a realizar las predicciones) , sino que le advirt ió"de un pel igro , de j ándo le la posibi l idad de CTTfrlmíárlo o no. También me enseñó que uno puede crear milagros para los otros: en alguna parte del m u n d o una mujer b ien intencionada p o d í a recibirte, a cualquier hora , con u n a sonrisa humi lde en los labios, darte

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un plato de sopa y leerte las cartas, sólo p o r amor al ser humano, gratis.

O t r o maestro que cambió mi visión del m u n d o fue N i c a n o r Parra. Cuando lo c o n o c í yo era un adolescente, é l un hombre maduro, profesor de matemát icas en la Escuela de Ingenier ía . C o m o revolucionaria reacc ión contra la p o e s í a emocional de Neruda , Pablo de Rokha , Garc ía L o r c a y Vicente H u i d o b r o , se había declarado antipoeta. Para nosotros, los j óvenes , su aparición en e l m u n d o literario s eme jó la de un mesías . D e s p u é s de mi torpe encuentro con él en el café Iris, mi t imidez enfermiza me impid ió visitarlo. Tuvo que ayudarme Stella Díaz. Hac iendo lo que para ella era u n a inmensa conces ión , cubr ió la llamarada de sus cabellos con una boina: «Nica no quiere que me presente con la cabeza descubierta. Dice que las colorínas enloquecen a los a l u m n o s » , y me llevó al territorio del gran antipoeta. Parra era un hombre sencillo y la admirac ión de los j ó venes poetas lo estimulaba. Nos vimos muchas veces, contando también con la presencia de Enr ique L i h n . Discut íamos en un p e q u e ñ o bar cerca de la Bibl ioteca Nac iona l , a lrededor de esa maravillosa bebida que es la chicha dulce. Un d ía N i c a n o r me ent regó un gran sobre l l eno de hojas de variados t amaños , escritas a máqu ina . « S o n escritos diversos, u n a especie de diar io l iterario. ¿Me los puedes ordenar? Yo, de tanto releerlos, ya no me doy cuenta de cuál es el valor que t ienen. Los he l lamado "Notas al borde del ab i smo" . » Recibir tal muestra de confianza de un poeta consagrado fue para mí una b o m b a espiritual. Pasé muchas noches encerrado, reverente, revisando esos textos inédi tos , o r d e n á n d o l o s p o r temas, e l i m i n a n d o las repeticiones. C o n un estilo conciso, «Quiero un arte clínico-fotográfico» , en prosa, e l poeta descr ibía su in t imidad . Al cabo de quince días , le entregé esas notas, copiadas sobre hojas regulares, en un orden que me parec ió perfecto. Parra nunca las publ i có , ni volvió a hablar de ellas. C o n u n a cu l tura universitaria muy superior a la de sus antecesores, todos autodidactas, se había especializado en el estudio del Círculo de V i e n a y la obra

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de L u d w i g Wit tgens te in . Tanto le interesaba G a l i l e o c o m o Kafka, de quien admiraba, por enc ima todo, su diario. Ten ía su propia interpretación de la célebre frase del Tractatus, « D e lo que no se puede hablar hay que callar». Para él, la metafísica, la rel igión, eran terrenos vedados. También la expres ión ríe sentimientos personales. «El, poeta no se debe exhibir : debe mover los hilos desde afuera.» Neruda y sus seguidores se presentaban como grandes justos, grandes amadores, grandes humanistas, con angustias y esperanzas sublimes, en fin, c o m o desmesurados egos románt icos . Parra se e s cudó en su intelecto y a d o p t ó pr imero una, luego varias máscaras . El poeta era un profesor con la lengua ro ída por e l cáncer, un hombrec i l lo aplastado por la sociedad, por las mujeres, un payaso trágico; más tarde habló a través de un ingenuo personaje que se cree Cristo; de spués como un viejo incrédulo ; y por últ imo, convertido en traductor, h izo suya la personal idad de Shakespeare. Sustituyó el l ir ismo por el h u m o r corrosivo. «El saber y la risa se confunden .» En fin, se inventó a sí mismo. Cuando escribo estas l íneas, Parra debe de tener 86 años y, al igual que Castañ e d a - « e l guerrero no deja hue l la s» - , estoy seguro de que ñas die puede preciarse de conocer lo ín t imamente . El antipoeta \ ha convert ido su corazón en u n a fortaleza impenetrable . La ' frase de J e s ú s «Por sus obras los conoceré i s» no puede aplicarse a é l ^ „ ~"~ -— - - • " " ~

Los recuerdos que tengo de N i c a n o r Parra , a l rededor de una botella de chicha, datan ya de hace medio siglo. A los 20 años sus teorías se grabaron en mi mente como marcadas p o r un hierro al rojo vivo. Pero ese ocultamiento del ego, esa velación de las emociones personales, esa impersonal idad del creador, en lugar de alejarme de ella, me condujo a la magia. En la magia se aplican los mismos principios , sin embargo se va m á s lejos: el mago acepta cortar los lazos que lo u n e n a influencias exteriores, pero sabe recibir del inter ior al ser esencial, impersonal, que tiene sus raíces más allá de nuestro sistema solar.

P a r r a se h i zo presente en u n o de mis s u e ñ o s felices, en 1998: en el he l icóptero que conduzco dando vueltas alrededor

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de la boca de un volcán en e rupc ión , N i c a n o r joven le da un curso de poes ía a un grupo de poetas ancianos. « N o describan sus experiencias, el poema debe ser la experiencia. No muestren lo que son, sino lo que van a ser. No exh iban sus sentimientos, creen con el poema un nuevo sentimiento. No revelen lo que saben, sino lo que sospechan. No busquen lo que desean sino lo que no desean. Por lo tanto, ahora que son sueño , dejen de soñar.» Entonces me despierto.

Cuando l legué a París , sin lograr establecer de inmediato el contacto que tanto deseaba c o n A n d r é B r e t o n , s iempre en busca de la aspirina metafís ica que me consolara de ser morta l , e n c o n t r é en los l ibros dos maestros: u n o fue G u r d j i e f f , j ¿ e quien leí todo lo que escribió o dictó, a m é n de losjensayos sobre él publicados por sus disc ípulos . El otro fue Gaston Bache-lard, cuyo l ibroJLa philosophie du non me congrac ió con la filosofía y me propuso nuevas visiones de la real idad que tanto me agobiaba. Poco a poco c o n o c í excelentes artistas que, si b ien me enr iquec ieron e s té t i camente , n u n c a me propus ie ron entrar en el territorio de la magia o de la terapia. M u y por el contrario, su b ú s q u e d a consistía en h u i r del Ser Esencial para exaltar e l p o d e r d e l Y o p e r s o n a l . C o n e l l o n o q u i e r o d a r a entender que desprecio todo esto, porque pienso, al contrario que algunos improvisados g u r ú s , que esa parcela de nuestro espíritu con la que a m e n u d o nos identificamos, el ego, no deb e ser de s t ru ida n i de sprec i ada . B i e n c o n d u c i d a , nues t ra egoís ta personalidad puede convertirse en un admirable servidor. Es por aquello por lo que se representa a Buda meditando sobre un tigre d o r m i d o o a Jesucristo montando un asno o a Isis acariciando una gata. Los dioses t ienen cabalgaduras y éstas representan el ego. El Yo personal, si se entrega a la voluntad cósmica , es admirable. Si desobedece a la Ley se convierte en un monstruo nefasto que devora a la conciencia .

El escultor canadiense Jean Benoit , ferviente surrealista, me invitó a pasar unos días de vacaciones en un p e q u e ñ o pueblo

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del sur de Francia, Saint Cyr la Popie. Frente a su casa se encontraba la de A n d r é B r e t ó n , una cons t rucc ión de madera y piedras talladas. Mi amigo se bur ló de mi t imidez y me arrastró hacia el hogar del poeta. Me recibió su esposa y me dijo que no sabía en d ó n d e estaba A n d r é , pero que no tardaría en llegar, que lo esperase mientras el la estaba en la cocina. Me q u e d é con Benoit , que gozando del futuro encuentro, seguro de que ser ía «e léctr ico» , e m p e z ó a vaciar una botella de vino. Yo temblaba, de pies a cabeza. Ver en su in t imidad al mito lógico cread o r d e l surrea l i smo me provocaba u n a e x i t a c i ó n nerviosa , mezcla de pán ico y euforia. Al cabo de diez minutos me d ie ron unas ganas irresistibles de orinar. Benoit , de le i tándose con el vino, hizo un gesto confuso indicando la escalera que llevaba al otro piso. «A la izquierda.» Subí , s in t iéndome un intruso, a la vez que p o s e í d o por u n a extrema curios idad, buscando el b a ñ o . Al llegar al p r imer descanso, vi a la izquierda u n a pequeña p u e r t a de m a d e r a . Las ganas apremiantes me h i c i e r o n abrir la de golpe. Me encontré frente a frente con el maestro, sentado en la taza, pantalones enrollados más abajo de sus rodil las , defecando. B r e t ó n , con la cara desencajada, granate, lanzó un aul l ido tremendo, como si lo estuvieran degollando. Un grito que deb ió de oírse no sólo en toda la casa sino también en los alrededores, porque muchos perros se pusieron a ladrar. Ins tantáneamente di un portazo y ba jé en tromba los escalones, para salir huyendo hacia la estación y tomar el autobús que iba a París . La escena hab ía durado sólo algunos segundos , sin embargo yo h a b í a comet ido el sacrilegio de ver cagar al exquisito poeta. ¿Sería perdonado a lgún día? En la duda, dec id í emigrar a México .

El Instituto N a c i o n a l de Bellas Artes, que dir ig ía el poeta Salvador Novo, me contrató para dar clases de pantomima en su Escuela de Teatro. Mi llegada a la capital de México despertó m u c h o entusiasmo y tuve cientos de alumnos. Mi objetivo era pasar de la pantomima al teatro, ¿por q u é no hablar?, y de allí al cine, para lo cual tenía que formar actores capaces. En

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un sitio privado i n a u g u r é un laboratorio de invest igación de las expresiones corporales, l i b e r á n d o m e de los estereotipos de la pantomima. Tuve la sorpresa de ver llegar a un grupo de médicos, todos d i sc ípu los de E r i c h F r o m m . Este celebrado psiquiatra y ensayista, padeciendo una enfermedad cardíaca , vivía muy cerca de la capital , en la agradable Cuernavaca, que en esa é p o c a no estaba carcomida por la po luc ión , gozando de su c l ima templado, su vegetac ión exuberante y su escasa altura, casi a nivel del mar. Un grupo de psiquiatras mexicanos, m á s dos colombianos, seducidos por su humanismo radical , le hab ían solicitado que los aceptara como discípulos . F r o m m , supongo, los encont ró atrapados en las trampas del intelecto y, fiel a su misticismo ateo, «Dios no es una cosa, y por lo tanto no puede ser representado p o r un n o m b r e o p o r u n a imag e n » , los invitó a liberarse de todo lazo mental , « idolatr ías» , y a perder los límites individuales para entregarse p l ác idamente a una relación feliz con la naturaleza. P o r supuesto que el cuerpo era la naturaleza que se tenía más cercana. Es por esto que, hab iéndose enterado de mis cursos de expres ión corporal , se los r e c o m e n d ó a todos. Estos psiquiatras, extraordinariamente cultos, después de muchos años de intensas lecturas, eran hábiles para manejar teor ías , pero torpes para mover sus cuerpos. Tiesos, tensos, inexpresivos, identi f icados c o n las palabras, no controlaban sus gestos. Lo pr imero que hice con ellos fue hacerles visitar diferentes espacios para que sintieran cómo sus actitudes cambiaban de acuerdo con las dimensiones de los sitios y la ubicac ión de sus cuerpos. V i e r o n que en ciertos puntos se sentían mejor o peor que en otros, comprendier o n que la comunicac ión no sólo era oral sino también espacial , supieron que sus cerebros funcionaban sobre la base de un territorio, real o imaginario. Constataron cuan anquilosada tenían la co lumna vertebral y c ó m o su marcha era desequilibrada. Se tomaron el trabajo muy en serio e h ic ie ron grandes progresos. Me p id ieron que los a c o m p a ñ a r a al Sanatorio Tla l -pam, del doctor Millán, para que los ayudara a investigar el lenguaje corporal de los enfermos mentales. Así lo hice. Contentos

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ctuando en una pantomima (Santiago de C h i l e , 1950). f^Fui precursor de Iggy Pop?)

de los resultados, dec id ie ron por fin invitarme a Cuernavaca para que conociera al maestro. F r o m m nos recibió en un hermoso bungalow con las paredes cubiertas de buganvillas. E r a un hombre de cabellera blanca y ojos claros, apacible, con una voz exenta de agresividad, citando a cada momento la Tora para af irmar su a t e í s m o , vestido con pantalones blancos y u n a chaqueta azul claro, de tela bri l lante, lo que le daba el aspecto de mús ico de orquesta estilo Tommy Dorsey. Este buen j u d í o de n i n g u n a manera me p a r e c i ó la imagen de l padre severo que proyectaban sobre él sus alumnos mexicanos. Mientras su esposa servía un aperitivo, F r o m m me pid ió que le describiera las técnicas de la pantomima, especialmente aquellas relacionadas con la expres ión del peso. «El hombre que no ha realizado su libertad, es decir, que no ha cortado los lazos incestuosos con su madre y los que lo conectan con su famil ia y con su tierra, todo lo vive como una carga sin saber qu ién sostiene ese p e s o » , m e d i j o . C o m o n u e s t r a c o n v e r s a c i ó n s e a l a rgaba , F r o m m propuso que f u é r a m o s a a lmorzar a un restaurante que estaba en uno de los cerros a la salida de Cuernavaca. «Yo iré en automóvil con el m i m o » , le anunc ió a sus alumnos. «Mi corazón no me permite darme el placer de una del iciosa ascensión. Pero les aconsejo ir a pie, en a r m o n í a completa con la naturaleza y entre ustedes. Todo amor está basado en el conocimiento del otro; todo conocimiento del otro está basado en la e x p e r i e n c i a c o m p a r t i d a . » C u a n d o l legamos a l a f o n d a , F r o m m pidió un j a r ra de agua de tamarindo y, con una sonrisa beata, me dijo: « B e b a m o s tranquilamente este saludable líquido. Mis colaboradores, conversando entre ellos y gozando del maravil loso paisaje, t a r d a r á n p o r lo menos u n a h o r a en llegar» . Se equivocó el maestro: sus disc ípulos l legaron en menos de veinte minutos, transpirando, pá l idos , con el resuello entrecortado. U n o cayó semidesmayado en u n a silla, otro vomitó , los d e m á s se precipitaron sobre las bebidas frías, hac iéndola s desaparecer a grandes y desesperados tragos. Al cabo de un rato, avergonzados, confesaron su error. C o n toda calma hab ían emprendido el camino que c o n d u c í a al restaurante del cerro.

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De c o m ú n acuerdo, para comulgar mejor con la Madre Naturaleza, dec id ieron marchar en silencio. Al cabo de unos m i n u tos constataron que los dos colombianos, apresurando con dis i m u l o e l paso, c a m i n a b a n d iez met ro s m á s ade lante . Se apresuraron a alcanzarlos. C o m e n z ó una competencia a grandes pasos, cada cual tratando de probar que era m á s resistente que los otros. Esto d e g e n e r ó en carrera. Los últ imos cien metros los cabalgaron al borde del desmayo... F r o m m estalló en carcajadas, teñidas de tristeza y c o m p a s i ó n . Di jo : «El comienzo de la l iberación reside en la capacidad del hombre para sufrir. Y éste sufre si es o p r i m i d o , física y espir i tualmente. El sufrimiento lo mueve a actuar contra su opresor buscando el término de la opres ión , en lugar de buscar u n a l ibertad de la cual no sabe nada. El mayor opresor de ustedes, amigos, es el Yo i n dividual . N i n g ú n terapeuta puede curar en nombre de sí mismo. Recuerden lo que dice la medic ina h indú : el m é d i c o receta, Dios cura.. . Me parece esencial que cont inúen meditando con e l monje zen» . Me sorprendí . ¿Un monje zen en México? N i n g ú n a n u n c i o m e l o h a b í a i n d i c a d o . S a b í a que E r i c h F r o m m hab ía invitado a México a Daisetz Teitaro Suzuki y publ icado un l ibro a medias con él, Budismo Zen y psicoanálisis, pero la existencia del monje, cuyo nombre fue pronunciado , Ejo Takata, me conmovía . H a b í a le ído cuanto l ibro pude encontrar sobre el tema, pero el contacto directo con un maestro zen era m á s importante que toneladas de escritos. En el autobús que nos llevaba de regreso les p r e g u n t é d ó n d e p o d í a encontrar al monje. Pasaron varios minutos de embarazoso silencio antes de que me respondieran. «Es un secreto. Aparte de nosotros nadie sabe que está aquí . No podemos comunicar su dirección. El único que puede dar u n a respuesta es el doctor E, nuestro tesorero.» El doctor F. me recibió en su amplia ofic ina y me dijo: «E jo Takata trabaja exclusivamente para nosotros. En las afueras de la c iudad le hemos construido un peq u e ñ o z e n d ó . Si usted quiere ir allí, a meditar con nosotros todos los días (excepto s ábados y domingos , por supuesto) a las seis de la m a ñ a n a , debe antes ofrecernos un donativo, por

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ejemplo. . . » (y sin terminar la frase escribió una importante suma en un papel. Es posible que para él no fuera tan importante pero para mí equivalía a todos mis ahorros) . S in dudar un segundo, le f irmé un cheque. Me dio una tarjeta con la dirección de Ejo Takata y un plano para llegar hasta allí.

A las seis de la m a ñ a n a del día siguiente, recorrí un camino que bordeaba quebradas en cuyo fondo se acumulaban basuras y ratas y l legué a una modesta casa de un piso rodeada por un j a r d í n . C o n e l corazón p a l p i t á n d o m e aceleradamente di unos t ímidos golpes en la puerta. Al instante me abr ió un j a p o n é s vestido de monje. Tenía el c ráneo rasurado, un rostro de edad indefinible, con una sonrisa mostrando dientes engarzados en marcos de acero y p e q u e ñ o s ojos brillantes. H i z o una reverencia y luego me abrazó con car iño, como si me conociera ya de muchos años . Me condujo a la p e q u e ñ a sala de medi tac ión y me mostró un rectángulo de tela roja con un círculo blanco en el centro donde había una palabra japonesa. Me tradujo: «Felic idad» . ¿ C ó m o p o d í a darme cuenta en ese instante de que Ejo Takata me estaba transmitiendo la esencia del zen? Me escudriñó el rostro, vio que no había comprend ido el mensaje. H i z o chasquear varias veces su lengua inc l inando la cabeza de un lado a otro. C o n su oriental acento m u r m u r ó : «Necesitar m u c h o zazén». Me pasó un cojín negro, un zafú, me most ró c ó m o ponerlo bajo mis nalgas para meditar de rodillas, corrigió la posición de mis manos y de mi co lumna vertebral y se sentó a meditar frente a mí, inmóvil c o m o u n a escultura de cera. Pasó media hora. Las piernas me dol ían atrozmente. Comenzaron a llegar los psiquiatras. Sin disculparse de su retraso, se sentaron y, con profunda y extraordinaria concentrac ión , permanecier o n inmóviles una hora y media , para después , sonrientes, hacer una rápida reverencia e irse. Yo, con el cuerpo entumido, apenas p o d í a marchar. Durante tres meses sufrí el mart ir io , todos los músculos me dol ían y también las articulaciones, se me d o r m í a n las piernas y el cuello se me h u n d í a en la espalda hac i é n d o m e sentir como una tortuga enferma. Ejo, con su bas tón de madera , me daba fuertes golpes en los o m ó p l a t o s , para

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hacerme recuperar la energ ía . P o r e l contrar io , los m é d i c o s , s iempre sonrientes, eran capaces de no moverse durante horas. U n a vez vencidos los dolores corporales, tuve dificultades con mi mente. C o m o estar quieto era atrozmente aburr ido, me dedicaba a imaginar poemas, cuentos, imágenes sensuales, soluciones a todo tipo de problemas. Me di cuenta de que era necio tratar de conseguir la admirac ión del Maestro imitando el aspecto exterior de un Buda : tenía que vencer mi caos mental . Consta té que, en todo momento , mi espír i tu estaba invadido por d iá logos interminables, m o n ó l o g o s , juicios, i m á g e n e s a las que, pon iéndo le s nombre , comparaba con otras. L l a m é a esto «cacareo menta l» . E m p e c é a tratar de no dejar entrar palabras en mi espíritu. L u c h é tres años hasta poder al fin, cada vez que lo deseaba, quedarme con la mente l impia de palabras. M u c h o me a legré de esta victoria. S in embargo me di cuenta de que para lograr borrar el lenguaje tenía que dedicar toda mi atención a ello, es decir, hacer un esfuerzo cont inuo. Ese no era el camino correcto para in te r rumpir e l d iá logo interior. Lo que deb ía hacer era más b ien desidentificarme de mis pensamientos. Eran míos , pero no eran yo. Mientras meditaba de jar ía que las palabras atravesaran mi mente como si fueran nubes llevadas por el viento. Las frases vendr ían , nadie se a p o d e r a r í a de ellas, se irían... Dispuesto a inic iar esta nueva lucha, l legué una m a ñ a n a brumosa a l z e n d ó . E n c o n t r é a Ejo guardando en un saco de tela lo poco que pose ía .

- D o c t o r e s tramposos : t o m a n p i ldoras antes de medi tar . Quieren parecer, no ser. Me voy - jun to a mí , muy t ranqui lo , cargando su bolsa, ba jó hacia la c iudad.

- ¿ T i e n e s dinero, Ejo? - N o . - ¿ T i e n e s d ó n d e dormir? - N o . - ¿ T i e n e s amigos en la ciudad? - N o . - ¿ Q u é vas a hacer? -se encog ió tranquilamente de hombros

y con una gran sonrisa me contestó :

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-Fe l i c idad . Decl inó mi ofrecimiento de alojarlo y, mientras un taxi me

llevaba a la capital, él c o m e n z ó a caminar hacia las m o n t a ñ a s . Pasaron dos años antes de que lo volviera a ver. H a b í a esta

do en la sierra e n s e ñ a n d o a los ind ígenas a cultivar soja. También les e n s e ñ ó a construir chozas higiénicas , con la cocina al exterior, orientadas hacia el nac imiento de l sol, y a fabricar con sus excrementos gas butano. C o m o su enseñanza era gratuita, los ayuntamientos al comienzo creyeron que era un peligroso comunis ta . M u c h a s veces amenazaron c o n t i rotear lo . S in preocuparse de perder la vida, Ejo cont inuó su obra sacando de la miseria a incontables familias. C u a n d o regresó a la capital , él y sus nuevos alumnos se dedicaron a sanar enfermedades mediante plantas y acupuntura. Un día , cuando estaba yo filmando La montaña sagrada en las cimas nevadas de l Ixta-x ihuat l , sufriendo por el frío y la enorme cantidad de dificultades técnicas , el monje v ino a visitarme. Desesperado, le preg u n t é : « ¿ C u á n d o d e j a r á l a m o n t a ñ a d e estar b l a n c a ? » . S e c o n c e n t r ó un instante en su vientre y luego r e s p o n d i ó , sonr iente : « ¡ C u a n d o es tá b lanca , está b lanca , y cuando no es tá blanca, no está b l anca ! » . C o m p r e n d í que d e b í a dejar de cifrar mis esperanzas en el futuro y aceptar la s i tuación presente c o n fel icidad. Hasta su muerte, Ejo Takata siempre vivió en lugares prestados, a l imentándose gracias a escasas donaciones.

C u a n d o terminé de escribir el gu ión de La montaña sagrada y me o t o r g u é el papel de l alquimista, un maestro al estilo de Gurdjieff , me di cuenta de que conoc ía a la per fecc ión las motivaciones del a lumno, pero que carecía de las experiencias mi lagrosas, sobrehumanas que, suponía , conocen los gurús . P o r esa danza de la realidad, mientras preparaba la música y los decorados de l f i lme, contac tó conmigo un neoyork ino que deseaba ser mi secretario. C o m o su exagerada insistencia me molestó , co lgué el te lé fono en medio de u n a de sus imperativas frases. El hombre t o m ó un avión y al d ía siguiente me vino a visitar. Al verlo tan fanático y brutal , me di cuenta de que h a b í a

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encontrado a Axón , el mil i tar tirano que corta testículos en mi película. Cuando le dije que no lo emplear í a como técnico sino como actor, me confesó : «Eso es lo que yo quer ía , pero como nunca he actuado solicité un puesto de ayudante. S in embargo, si he venido hasta a q u í y he logrado formar parte del elenco, es gracias al poder ps íquico que desarrol lé sólo con un mes y medio de estudio en el A r i c a Tra ining, fundado p o r un maestro boliviano, Óscar Ichazo, poseedor de todos los secretos de Gurdjieff» . Le p r e g u n t é en q u é consistía esa e n s e ñ a n z a y me re spondió : «Óscar dice que no aporta n inguna idea nueva. Lo que él p ropone es u n a mezcla de diferentes técnicas , taoístas, sufís, cabalísticas, a lquímicas , etc., que permiten obtener la i luminación en cuarenta días . Si estás buscando un gurú, él es el indicado. Actualmente tiene 240.000 a l u m n o s » . En verdad, contactar con un h indú o un oriental - e n e l per iód ico The Village Voice abundaban los anuncios de toda clase de santones-, no me convenía. Mi personaje del alquimista era occidental. Que Ichazo fuera sudamericano y que hubiera bautizado su técnica con el nombre de un puerto chi leno, Ar i ca , lugar donde mi padre hab ía instalado u n a fábrica de somieres, me sedujo. Axón me contó que Ichazo hab ía llevado un grupo de c incuenta y siete americanos, buscadores de la verdad, como L i l l y o Claudio Naranjo, al desierto de Tarapacá para enseñarles un m é t o d o que les permit ir ía levitar en diez meses. Viajé a Nueva York, obtuve una entrevista con Ichazo y le propuse ven i r a México para que él me iniciase a mí (tres días le bastaban) y dos de sus asistentes a mis actores (lo que neces i tar ía seis semanas de trabajo cont inuo durante veinte horas diarias). Llegamos a un acuerdo: viaje en pr imera clase para él y su secretaria chilena, una altiva dama de la aristocracia, dos apartamentos comunicados en un hotel de c inco estrellas, m á s 17.000 dólares .

Ósca r Ichazo y su c o m p a ñ e r a desembarcaron en M é x i c o . Apenas l legaron a l hote l e l la me p r e g u n t ó : « ¿ D ó n d e es tá l a mar ihuana?» . M u y sorprendido le dije que como yo no fumaba no había pensado en eso. La dama, furiosa, c o m e n z ó a gri-

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tar: « ¡Es e s túp ido e imperdonable no esperarnos en M é x i c o por lo menos con un ki lo de hierba! ¡Vaya inmediatamente a conseguirlo o no ob tendrá nada del Maes t ro ! » . El tono despótico de la dama me l lenó de furor. Tuve ganas de bajarle los humos, pero me contuve porque el encuentro con Ichazo me parecía esencial para e l éxito de mi pel ícula . En menos de una hora mis ayudantes l legaron con un k i lo de mar ihuana de la mejor cal idad, envuelta en hojas de p e r i ó d i c o . La ch i lena se c a l m ó . Yo t a m b i é n . Un texto sagrado t ibetano dice : « N o te preocupes de los defectos del maestro: si necesitas atravesar un río, no importa que la barca que te lleva a la otra or i l la esté mal p i n t a d a » . Ejo Takata, p o r ejemplo, fumaba un c igarr i l lo tras otro, pero aquello no impid ió que me revelara el corazón del zen.

Fijamos el encuentro privado con Ichazo a las seis de la tarde del d ía siguiente en mi casa. Allí tenía, en el tercer piso, un ampl io estudio, con las paredes cubiertas de libros y un ventanal que daba a la plaza Río de Janeiro. La noche precedente cenamos juntos. El maestro me contó de d ó n d e venían sus poderes:

- N a c í en 1931 en Bol ivia . H i j o de un mil i tar boliviano, fui educado en La Paz, en una escuela de jesuí tas . U n a noche, ya con 6 a ñ o s , estaba en la cama leyendo un cuento de hadas cuando, presa de un e x t r a ñ o ataque, como de epilepsia, me desmayé para, de inmediato, en estado astral, salir del cuerpo. Me vi muerto , tendido en la cama. Así, desmaterializado, conocí los misterios del m á s allá. Al regresar a mi cuerpo de n i ño , mi mente era la de un adulto, la de un conocedor de la verdad. Cuando el sacerdote que era mi profesor me describía el in f i e rno , yo pensaba «Ya estuve en el Inf ierno y no era a s í » . A b a n d o n é mis relatos infantiles y c o m e n c é a leer, entendiéndolos plenamente, toda clase de libros científicos, filosóficos y sagrados como la Baghavad-Gita, el Tao Te K i n g , el Zohar, los Upanishads, el Sutra del Diamante y tantos otros. También me interesaron los escritos de Gurdjieff y sus discípulos . Ya a los 9

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años recibía clases de hatha yoga, h ipnot i smo y artes marciales con un verdadero samurai. A los 13 años unos curanderos bol ivianos me in i c i a ron en sus ritos m á g i c o s d á n d o m e de beber ayahuasca. A los 19 años c o n o c í a un caballero anciano que se interesó en mi gran desarrollo espiritual. En 1950 me invitó a Buenos Aires , donde me puso en contacto c o n un grupo de viejos sabios, muchos de ellos tenían 80 años o más . H a b í a n ven ido de todo el m u n d o , esencialmente de E u r o p a y de O r i e n te, con el fin de intercambiar sus técnicas espirituales. Me contrataron como empleado para asearles los cuartos, hacer las compras, cocinar y servirles en todo lo que necesitaran. Así podían dedicarse sin estorbos a discutir sobre técnicas, yoga, tan-tra h indú y tibetano, Kábala , Tarot, A l q u i m i a , etc. Yo me levantaba a las cuatro de la m a ñ a n a para prepararles el desayuno y, de manera discreta, me quedaba entre ellos. Poco a poco se acostumbraron a mi presencia y comenzaron a usarme como cone j i l lo de Indias para probar la efectividad de sus conoc i mientos, como una clase particular de medi tac ión o u n a recitación de mantras. Al cabo de dos años , poseyendo la totalidad de las técnicas, yo sabía m á s que cada uno de ellos. Orgullosos de mi síntesis, me d ieron preciosos contactos con cofradías de Oriente . Me abrieron las puertas de los sitios más secretos, lugares donde era muy difícil entrar, casi imposible. C o m e n c é a viajar. En todas partes me rec ibieron no como un a lumno sino como un maestro. Visité India , T ibet (pa í ses donde corroboré mis conoc imiento s d e l tantra) , J a p ó n (donde resolví todos los koans), H o n g K o n g (donde me revelaron los secretos del I C h i n g ) , Irán (donde los sufís me ind icaron el verdadero significado del e n e á g o n o y el nombre secreto de Dios) . Regresé a L a Paz para vivir con m i padre y digerir esos conocimientos. Después de meditar durante un año , caí en un coma divino que me d u r ó siete días . Éxtasis que me mantuvo inmóvil, c o m o muerto. Así supe de q u é manera el universo fue creado, cuáles eran las relaciones matemát icas entre las cosas, la enfermedad de la actual civilización y la manera de curarla . Al recuperar mis movimientos supe que me h a b í a i l u m i n a d o . C o m p r e n d í

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f ío-"?» *'i at* mm

que en lugar de ayudarme a mí mismo deb ía tratar de ayudar a Dios.

Todo esto me lo contó Ichazo con la misma convicción c o n que el C h i c o M o l i n a afirmaba haber visto funcionar un espejo m á g i c o . C o n la misma convicc ión c o n que Carlos C a s t a ñ e d a me c o n t ó que, c a m i n a n d o en l a c i u d a d de M é x i c o c o n d o n Juan por el Paseo de la Reforma, porque en lugar de escucharlo se distrajo viendo pasar a u n a mujer, el viejo le dio un palmetazo en la espalda que lo lanzó, en menos de un segundo, a cincuenta ki lómetros de distancia. La misma convicción c o n la que más tarde Ichazo me contó haber estado j u n t o a j e s ú s , en e l m o m e n t o en que és te « p a d e c í a » su t r ans f i gurac ión . ¿Me quiso decir que p o d í a viajar a través de l t iempo o que tenía recuerdos de anteriores reencarnaciones? Esta ú l t ima pos ib i l i dad concordaba con el hecho de que Ichazo afirmaba poseer una memor ia prodigiosa: recordaba c o n toda nitidez sus experiencias cuando tenía 1 a ñ o de edad.

A las seis en punto de la tarde, Ichazo dio un golpe seco en la puerta de mi casa. C o m o si ya hubiera estado allí muchas veces, se me ade lantó para subir las escaleras hasta el tercer piso y sentarse en el c ó m o d o sillón que esa m a ñ a n a misma yo hab ía c o m p r a d o para él. S o n r i ó c o n sat i s facc ión o l i e n d o e l cuero nuevo.

-Bravo. . . Este mueble no tiene pasado. Es como yo. Soy la raíz de u n a nueva tradición. O lv ida a todos los cristos, olvida a todos los budas, la rea l izac ión personal no existe. Yo , ahora mismo, te enseñaré a domesticar el ego. Te enseñaré el camino por donde regresarás al poder impersonal que nos respira, a la fuerza que existe m á s allá de l nivel de nuestra mente consciente -y, sin más , sacó de sus bolsillos un paquete de caramelos, un tubo con pastillas de vitamina C, un encendedor, un cigarro de mar ihuana y un misterioso papel i l lo . Me p id ió que trajera un vaso con agua. Abrió el papel i l lo : conten ía un polvo anaranjado. Lo vertió en el agua-. Es L S D , puro . Bebe -aunque estaban de moda , yo nunca hab ía querido hacer experien-

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cias ps icodél icas . En mis entrevistas afirmaba que no las necesitaba porque eran mis pel ículas las que me daban tan poderosas i m á g e n e s . T r a g u é saliva y, venc iendo mi temor, inger í el brebaje. Esperamos en medio de un denso silencio. Pasó una hora. N i n g ú n efecto. E n c e n d i ó e l por ro- . Fúmate lo . Apresurará el proceso.

C o m p a r t i m o s la fumada. A los pocos minutos c o m e n c é a tener mis primeras alucinaciones. Me e m b a r g ó una a legría i n fantil. P o r la gran ventana del estudio vi la plaza Río de Janeiro, con sus árboles y su copia en bronce de la estatua del David de M i g u e l A n g e l , cambiar de aspecto como si fuera una colecc ión de cuadros de los pintores que me gustaban, B o n n a r d , Seurat, V a n G o g h , Picasso, etc. De p r o n t o oí un cruj ido que parec ió partir la casa en dos y exc lamé :

-Esto no sirve para nada, es igual que ver u n a pel ícula de Wal t Disney. A d e m á s , he dejado de ser d u e ñ o de mis movimientos . S i ahora a lguien me ataca, no p o d r í a defenderme.

- D e j a de criticar y ten confianza en mí . Basta de paranoias. A d o n d e qu iera que vayas, de allí p o d r á s salir. Sabe t a m b i é n que, en el estado en que estás, puedes manejarte perfectamente b ien en la realidad cotidiana - e n ese preciso momento s o n ó el t e lé fono- . Responde - m e o r d e n ó . C o m o si descendiera de otra galaxia me a c e r q u é al aparato y lo de sco lgué . Era u n o de mis actores p i d i é n d o m e ciertos datos. S in mayor dif icutad se los d i - . ¿Ves? - m e dijo satisfecho Ichazo-, ahora que tus miedos se han calmado, vamos a comprobar si tus i m á g e n e s son tan infantiles como dices.

Me p id ió que fuera al b a ñ o y observara mi rostro en el espejo. Así lo hice. Me vi de m i l maneras diferentes, en un continuo cambio. Aparec ieron una tras otra mis personalidades, el ambicioso, el egoísta , el perezoso, el colér ico, el asesino, el santo, el genio vanidoso, el n iño abandonado, el indolente, el melancól ico , el resentido, el bu fón arribista, el falso loco, el cobarde , e l o r g u l l o s o , e l env id io so , e l j u d í o acomple j ado , e l e r o t ó m a n o , el celoso y tantos otros. La carne se me agrietaba, las facciones se me hinchaban, la p ie l se l lenaba de llagas. Vi la

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p u d r i c i ó n de mi mater ia y la de mi mente . Tuve asco de mí mismo. C o m e n c é a vomitar... Ichazo me d io un dulce y luego u n a pastilla de v i tamina C. U n a ola de calor, transportada p o r mi sangre, me i n u n d ó e l cuerpo. Me sentí mejor.

—Si a lguna vez sentiste c o m p a s i ó n , verdadera c o m p a s i ó n por a lguien, r ecuérda lo .

Me puse a l lorar c o m o un n i ñ o de tres años . Ten ía en mis brazos, m o r i b u n d o , a Pepe, mi gato gris: mi padre lo h a b í a envenenado. Sus ojos vidriosos y su lengua colgando me par t ían e l corazón . H a b r í a dado mi vida por salvarlo.

- H a z crecer esa e m o c i ó n , compadece a todos los animales, al m u n d o , a la h u m a n i d a d entera. Así. A h o r a mírate otra vez en el espejo, pero c o n piedad. . . Ese ser de múlt ip les facetas oscuras, es tu pobre ego, m o r i b u n d o . Si ahora puedes alcanzar este alto nivel de concienc ia , es gracias a él, a su incesante sufr imiento en busca de la un idad . Su monstruosidad te ha engendrado, sus defectos han sido las raíces que han al imentado a tu Esencia. C o m p a d é c e t e de él, dale la m a n o a tu ego. La mariposa no le tiene asco a la oruga que la ha par ido .

P e g u é mi rostro a l a super f ic ie plateada, a b s o r b í p o r l a p ie l mi imagen. C u a n d o me ret iré , e l espejo reflejaba todo e l cuarto menos a mí . A pesar de darme cuenta de que esa invi-s ib i l idad era u n a a l u c i n a c i ó n supe que ya n u n c a m á s viviría cr i t icando cada u n o de mis pasos. El c rue l juez in ter ior se hab ía derret ido. P o r p r i m e r a vez me sent í en paz c o n m i g o mismo.

- ¡ N o te quedes ahí ! - e x c l a m ó Ichazo-. ¡S igue avanzando! - m e hizo desparramar por el suelo todas las fotograf ías y programas de e spec tácu los que guardaba en los cajones de mi esc r i to r io - , ésas fueron tus obras de teatro, tu par de pe l ículas , tus actores, tus amigos, tú mismo, envuelto en la comedia de la fama. En el estado en que estás ahora, ¿ c ó m o ves todo?

Vi todo con la mente de un extraterrestre, sin deseos, sin amarras; la angustia de la s eparac ión estaba presente en cada detalle, se intuía la verdad, pero se la ubicaba lejos, c o m o un irreparable misterio, c o m o una dolorosa esperanza. Ahí , don-

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de vivir era sufrir, la ignorancia se convert ía en orgul lo , el Yo en u n a cárcel sin puertas ni ventanas.

- ¿ T e das cuenta? Has vivido buscando en la le janía lo que estaba en t i , lo que eras tú - m e tendí sobre esas fotos, esos recortes de per iód ico donde se me nombraba , esos programas y grabaciones, como si todo aquello fuera u n a vieja p ie l que se h u b i e r a d e s p r e n d i d o de mi cuerpo . Y Ó s c a r me d i j o - : H a y tres centros en el an imal humano : el intelectual , el emoc iona l y el vi ta l . M i s maestros los l l aman el Pa th , el O t h y el K a t h . Mientras el ego es falso y la conciencia deforme, duermen , sin c u m p l i r su tarea de relacionarnos con el m u n d o en forma i n mediata , superando los i lusorios , pero mortales, ob s t ácu lo s . ¡Vamos a despertarlos!

Tuve que concentrarme, pr imero , en un punto de mi vientre que estaba más o menos a cuatro pulgadas bajo mi ombl i go. C a p t é una fuerza inmensa.

- N o lo observes desde el exterior. No definas lo que sientes. Entra en el Kath , conviértete en ese centro - o í la voz de Ichazo lejana. Me disolví en, ¿ c ó m o describir aquello?, una d imens ión de energ í a inagotable, semejante a una abertura en la roca por d o n d e m a n a un torrente- . Esa e n e r g í a l a puedes enviar, en forma de tentáculos invisibles, hacia la distancia que quieras. Puedes entrar con ella en el cuerpo de los otros y darles vida o muerte - m e mostró a los peatones que atravesaban la plaza-. Lanza el Kath , penetra en ellos.

D i un impul so y sent í c ó m o de mi vientre s u r g í a u n a corriente energét ica , invisible y larga, que iba a atarse al cuerpo de los paseantes. De inmedia to me sent í u n i d o a ellos, comp r e n d í sus mentes, capté sus emociones, conocí , ¿o imaginé? , gran parte de sus pasados. Después de seguirlos durante c ien metros, se convertían en amigos por los que sentía una inmensa piedad, tanto era el do lor que los embargaba.

- S u f r e n p o r q u e no e s tán conscientes. No te quedes ah í . Busca la un ión que m á s te convenga, sin darte límites.

S u b í a la azotea y me tendí desnudo en el suelo de cemento.

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Ya hab ía anochecido y el cielo se veía cuajado de estrellas. E n vié un largo tentáculo y me u n í a l astro m á s br i l lante . No lo sentí indiferente. Ese cuerpo celeste era un ser que r e c o n o c í a nuestro vínculo y me enviaba una forma de energ í a que enriquec ía mi alma. Decid í atarme a otros astros. Mi haz invisible se dividió en innumerables ramas. Consta té con sorpresa y fascinación que cada estrella tenía una «per sona l idad» diferente. Eran todas distintas, cada u n a c o n su p rop io tipo de benevolente conciencia . A q u e l l o me parec ió natural : la creac ión nunca se repite. Siempre hab ía vivido con gatos y nunca encont ré uno que tuviera un carácter semejante al de otro. Parecido sí, pero no igual. Cada copo de nieve que cae es distinto. Y las cs.-trellas. Allá arriba h a b í a una masa de seres individuales, como las facetas innumerables de un diamante ú n i c o , env iándonie sus energías . Al mismo t iempo, recibía yo la fuerza que la Tierra me enviaba. Mi centro de gravedad se u n í a al centro del"""" planeta, y desde allí sub ía hacia el Ka th de cada ser viviente. J u v e miedo. La tentación del poder era apremiante. Justo en-~ tonces Ichazo me p r e g u n t ó :

- ¿ Q u é harás con ese poder? f - ¡Ayudar a mi p r ó j i m o ! - r e s p o n d í , y el miedo se desvane-

- ¿ C ó m o sientes tu corazón? - C o m o u n enemigo, u n m ú s c u l o implacable, u n reloj ind i

ferente que marca el desgaste de mi t iempo, un verdugo que amenaza a cada instante detenerse y acabar con mi vida -resp o n d í .

-Te equivocas. Entra en él. Allí encontrarás el O t h . En el estado en que mi mente se encontraba, proponerse

algo era realizarlo de inmediato . ¡Me encont ré de pronto sumerg ido en mi c o r a z ó n ! Los latidos re tumbaban c o m o truenos, una lluvia sonora decidida a penetrarlo todo, para abatir cualquier ilusión de existencia personal. R e c o r d é una tarde en que, solitario, desde la terraza de mi hotel , en India , en Bangalore, observaba el cielo nuboso agitado por una fuerte tempes-

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tad. Cada retumbar parec í a decir la s í laba sagrada Ram. Así los latidos, sacudiendo mi corazón para luego agitar mi cuerpo, e l t uarto, la c iudad, el m u n d o , el cosmos entero, parec ían la voz del dios creador. Ese era el repetido eco del verbo p r i m e r o : Ram, Ram, Ram. Estaba yo, inocente como un recién nacido, en mediojde un gigantesco templo dorado que palpitaba con devoción repit iendo el nombre divino. Y ese r i tmo atronador, t uando mi m i e d o y desconfianza h u b i e r o n desaparecido, se convirtió en una constante explos ión de amor, organizada en olas que iban del centro a las fronteras infinitas y de las fronteras infinitas al cejLiuo. Ese núc leo era mi conciencia , transparente como un diamante, diamante que era protegido por el templo dorado, metá fora del universo. C o m e n c é a sentir el inconmensurable amor que el corazón sentía por mí. Supe por f in lo que era ser amado. En mi pecho no se anidaba un verdugo sino un maravilloso amigo, madre y padre a la vez, puente entre este m u n d o de materia en el que nace el espíritu y ese m u n d o espiritual que produce a la materia . En esa inmensa cuna de oro flotando en el o c é a n o del goce inf ini to , acunado por el oleaje amoroso, como un niño feliz que ha encontrado la famil ia y el hogar que le corresponde, c o m e n c é a dormirme . Me desper tó una orden recia de Ichazo:

- N o seas autoindulgente. La fel icidad es una hermosa trampa. Ve más lejos. Navega por el mar de las ideas locas. Sumérgete en la energ ía mental . Encuentra el Path.

Regresamos a la terraza. Desde allí se veía un gran anuncio de Coca-Cola. E r a un círculo luminoso que daba vueltas alrededor de un eje vertical.

- N o necesitamos m á n d a l a s tibetanos n i s í m b o l o s esotéricos. Este anunc io , si e l iminas de tu mente las palabras, y no despegas la vista de él, al concentrar tu a tención, se convertirá en la puerta.

El letrero girando se transformaba, desde mi punto de vista, en óvalo, en l ínea, en óvalo otra vez, en círculo y así y así. Me fue tragando las fronteras racionales, la voluntad de ser y... de pronto , sin p r o p o n é r m e l o , como s i hubiera dado un salto in-

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conmensurable, me sentí fuera del m u n d o de las sensaciones. ¿ C ó m o explicar aquello? La fuerza del Ka th y la fe l ic idad del O t h se volcaron en una transparencia inmutable , e l Path. H a bía vivido en un m u n d o de compactas nubes grises y ahora ascend ía hasta flotar en un cielo translúcido. S in deseos, sin definiciones, cont inuación pura , l ibre de un comienzo o un f inal , ahí , exento de t iempo y espacio, me s u m e r g í en la beat i tud. ¿Cuántas horas p e r m a n e c í allí inmóvil? C u a n d o r e c u p e r é mi cuerpo, mi nombre , mi isla racional , me encontré solo, frente a l parpadeante c í r c u l o cocacolesco. Me sent í r id í cu lo pero también eufórico. Lo que recordaba no lo hab ía imaginado, lo hab ía vivido. Esa experiencia se convertir ía en mi guía . Se me hab ía mostrado la meta, ahora d e p e n d í a de mi perseverancia alcanzarla realmente. Ejo Takata, cuando le p r e g u n t é q u é era e l Buda , me re spond ió : « L a mente es e l B u d a » .

Al día siguiente, por la m a ñ a n a , recibí una llamada telefónica de la altiva colaboradora de Oscar d i c i é n d o m e que era urgente que yo le consiguiera a alguien para inyectar una dosis de morf ina al Maestro pues estaba sufriendo dolores insoportables. Me q u e d é boquiabierto, pensando en negarme. Entonces ella me gritó: « ¡Imbécil , encuentre lo que le p i d o ! » . Yo necesitaba proseguir mi experiencia, Ichazo me había prometido dos sesiones: me tragué la rabia y corr í a casa del doctor Toledano, un amigo que había actuado en Fando y Lis extrayendo ante las cámaras un vasito de sangre del brazo de la actriz para bebérser la golosamente. Llegamos al hotel . La ogresa, temiendo que si me expulsaba del apartamento el m é d i c o se iría conmigo, lanzándome una mirada fulminante, admit ió mi presencia. Retorciéndose, hecho un ovi l lo , Ichazo yacía en la cama. Le do l í an los músculos , los huesos, las visceras, todo. Toledano le inyectó rápidamente la dosis de morf ina y el enfermo se ca lmó. Surgiendo del lecho en plena poses ión de sus facultades, nos explicó:

- E s t o y í n t i m a m e n t e u n i d o a m i escuela . F o r m a m o s u n cuerpo y un espíritu colectivo. A h o r a en Nueva York, a causa de mi ausencia, han estallado graves disputas y problemas. Los

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alumnos no están a ú n preparados para regirse solos. P o r eso sentí la catástrofe en mi cuerpo. ¡Lo siento mucho , tengo que i egresar inmediatamente a Nueva York! - l a mujer ya tenía preparadas las maletas. Se despidieron f r íamente y, sin más , toma-i i i i i el taxi que los llevaría al aeropuerto.

El f inal de l encuentro c o n Ichazo, se asemeja al f inal de mi encuentro con Carlos Cas tañeda . Ese escritor, rodeado de un aura sulfurosa, era inencontrable . En la é p o c a de su mayor celebr idad , cientos de nor teamer icanos andaban p o r M é x i c o buscándolo , con el goloso deseo de que les presentara al mitológico maestro del peyote: d o n j u á n . No tuve que buscarlo. El se acercó a mi mesa... Estaba yo comiendo un bistec de carne argentina en e l restaurante E l R i n c ó n G a u c h o que W o l f R u -binsky, un ex luchador, h a b í a abierto en la capitalina Avenida Insurgentes, a c o m p a ñ a d o por una actriz de la televisión que, d e s p u é s de seguir un curso de entrenamiento en una iglesia de Cienciología ' , dec id ió cambiar su nombre mexicano por el de Tro ika . «En los valles rusos, cubiertos p o r u n a s á b a n a de nieve, s ímbolo de la pureza, una troika se desliza sin esfuerzo ni obstáculos : como ahora mi mente . » A mí no me interesaba su mente sino sus exuberantes formas. Al comienzo , cuando Cas tañeda se acercó , creí que era un camarero. En México , es lácil determinar la clase social a la que pertenece un ind iv iduo sólo con verle el físico. El hombre era bajo de estatura, fornido, con el pelo crespo, la nariz achatada y la p ie l levemente picada, en f in, un humi lde autóc tono . Pero en cuanto me habló , p o r el tono reposado de su voz, p o r su de l icada p r o n u n c i a ción, por la vibración luminosa de su intelecto, supe que era un hombre de cultura superior. Su s impat ía personal me hizo considerarlo ins tantáneamente como un amigo.

-Perdone , Ale jandro , que lo interrumpa. He visto varias veces su pe l ícu la El Topo, por lo que me da gusto saludarlo. Soy Carlos Castañeda.

'Movimiento sectario fundado por el escritor Lafayette Ronald Hubbard.

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Podr ía haber sido un embaucador -nadie c o n o c í a e l rostro del escritor-, sin embargo le creí. Más tarde pude comprobar, por un dibujo que aparec ió en un l ibro y por una foto que publicó su ex esposa, que efectivamente era él. T a m b i é n Tro ika le creyó. A u n q u e nunca lo hab ía le ído, la notor iedad del personaje parec ió embriagarla. C o n un gesto displicente, como si la acosara el calor, se abr ió el escote, mostrando la punta de u n o de sus dos magníf icos promontor ios , e h inchó los labios para murmurar , besando un falo invisible: « ¡Qué interesante !» . Castañeda , de spués de f i jar una mirada de ha lcón en la carne viva que se le estaba ofreciendo por enc ima de un bistec sangrante, me sonr ió : «Si nos hemos encontrado, debe de ser p o r algo. Me gustar ía hablar c o n usted en un sitio m á s t ranqui lo» . Propuse a Cas tañeda ir a su hotel , pero él insistió en venir al m í o . Yo, p o r tener un floreciente productor , estaba alojado en el lujoso C a m i n o Real. ¡Qué mejor sitio para encontrar a Castañeda que un camino real ! Quedamos en que v e n d r í a a l d í a siguiente, a med iod ía . Lo e speré , impaciente. A las doce menos c inco, s o n ó el te léfono de mi cuarto. Me dije: «Por supuesto, me l lama para decirme que no puede venir» . R e s p o n d í . C o n un tono respetuoso me p r e g u n t ó s i no me molestaba recibir lo antes de la hora f i jada. Me conmovió tanta delicadeza. Apenas entró en mi cuarto, le ofrecí una silla. Nos sentamos frente a frente y nos miramos a los ojos, e s c u d r i ñ á n d o n o s c o m o dos guerreros, sin n inguna agres ión por supuesto y sí con m u c h a esperanza de encontrar un in te r locutor agradable. ¿ C u á n t o d u r ó esto? U n a eternidad. Fue el pr imero en hablar y pronto l legué a la cuest ión que nos interesaba.

- E n tus libros, nos has revelado u n a forma de ver el m u n d o diferente, has hecho revivir el concepto de guerrero espiritual, has vuelto a poner de actualidad el trabajo sobre el s u e ñ o lúcido y sin embargo no sé si eres un loco, un genio o un mentiroso.

- T o d o lo que cuento es verdadero. No he inventado nada - m e r e s p o n d i ó con una luminosa sonrisa.

- L e y é n d o t e he tenido la impres ión de que, f u n d á n d o t e so-

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bre una experiencia real, en México , a partir de ella elaboras e introduces conceptos extra ídos de la t radic ión esotér ica u n i versal. En tus libros puede encontrarse el zen, los Upanishads, el Tarot, el trabajo sobre los sueños de Hervey de Saint-Denis, etc. Sin embargo, de una cosa estoy seguro: es evidente que recorres realmente este pa í s para hacer tus investigaciones. Es probable que, aglutinando todo lo que descubres, hayas creado la f igura de d o n j u á n .

- D e n inguna manera. Te lo aseguro: él existe... Y a cont inuac ión me contó aquello de c ó m o el brujo (con

quien se reuniera en el Paseo de la Reforma, arteria central de la c i u d a d ) , c o n u n a s imple pa lmada en la espalda, lo h a b í a proyectado a varios k i lómetros de distancia porque se h a b í a dejado distraer por u n a mujer que pasaba por allí. Luego me habló de la vida sexual de d o n Juan , capaz de eyacular quince veces seguidas. Recuerdo que también me contó que su maestro despreciaba a los seres humanos que, sacrificando sus capacidades mág ica s , « f abr i caban» n iños . « C a d a hi jo nos roba un pedazo del a lma . » Ins inuó el tema de l canibal ismo saturnal. Pero, quizás viendo en mí una expres ión de horror, cambió de tema:

- ¿ P o r q u é las circunstancias nos han juntado? ¿No será para que realicemos una pel ícula? Ho l lywood me ha ofrecido varios mil lones de dólares para llevar a la pantalla mi p r imer l ibro , pero no quiero que d o n j u á n termine siendo A n t h o n y Q u i n n .

í b a m o s a ponernos de acuerdo para ver las posibilidades de filmar en los sitios reales, mostrando verdaderos milagros, auténticos brujos, sin uti l izar efectos especiales, trucos que convertir ían todas esas e n s e ñ a n z a s en banales cuentos de hadas cuando, a Cas tañeda , le comenzaron los dolores de e s tómago , algo que, me dijo entre quejidos, no le ocurr ía nunca. P o r la sierra beb ía agua de los arroyos sin n ingún mal pero en la ciudad, donde el agua era al parecer potable, la diarrea lo atacaba. C o m e n z ó a retorcerse m á s y más . L l a m é un taxi y lo a c o m p a ñ é a su hote l Holyday I n n . P o r los tradicionales embotel lamientos de l tráfico, demoramos casi una hora en llegar. Apenas nos

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dimos la mano, se fue corr iendo. N u n c a m á s lo volví a ver. Al mismo tiempo que a él le hab ían dado esos retortijones, a mí me atacó un violento do lor en el h í g a d o que me obl igó a guardar cama tres días . U n a vez restablecido, lo l l amé al hotel . Se hab ía marchado, sin dejar u n a dirección. C u a n d o pa sé por allí e in terrogué al portero, me dijo que el señor estaba acompañ a d o por una atractiva muchacha. Su descr ipc ión concordaba con la f igura de Troika. . . La diarrea de Cas tañeda , durante mucho t iempo, no me provocó sospechas. Ese mal ataca a tantos turistas que los mexicanos lo l laman «la venganza de Moctezum a » . Pero , poco a poco , r ecordando otra vez los detalles de nuestro encuentro , se me plantearon algunas dudas. La diarrea exige una evacuación rápida . ¿Por q u é C a s t a ñ e d a no u só mi b a ñ o ? Eso lo habr ía aliviado por un buen momento . S i se estaba cagando, ¿ c ó m o resistió el viaje en taxi por más de u n a hora? Por otra parte, en este molesto percance, uno , en lugar de retorcerse, lo que puede dar or igen al escape de un nauseab u n d o chorro , tiende m á s b ien a hacerse un n u d o a lrededor del abdomen. A él pa rec í an dolerle , aparte del e s t ó m a g o y las tripas, las visceras, los múscu los y los huesos. Probablemente, a l g ú n espír i tu enviado p o r otros brujos lo h a b í a atacado, a l mismo t iempo que a mí , para impedirnos que el proyecto se realizara, lo que h a b r í a significado revelar ciertos secretos al m u n d o entero o... b ien su cuerpo, falto de su acostumbrada droga, necesitaba, como el de Ichazo, una inyección de morf i na. Mister io que j a m á s resolveré. Tro ika de saparec ió de las telenovelas. A l g u i e n me dijo que hab ía f irmado un contrato par a trabajar d u r a n t e c i n c o m i l a ñ o s e n e l ba rco d e R o n a l d H u b b a r d .

La re t i rada de Ó s c a r Ichazo me h a b í a dejado frustrado. Sent ía que hab ía perd ido la opor tunidad de realizar u n a exper iencia esencial. S in embargo, la danza de la realidad me otorgó esa oportunidad. . . Francisco Fierro , un amigo pintor, regresó de H u a u t l a , a d o n d e h a b í a i d o a c o m e r h o n g o s c o n la cé lebre curandera mazateca Mar ía Sabina. Me vino a buscar a

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la casa donde estaba encerrado hacía ya un mes con mi grupo de «actores» , p r e p a r á n d o n o s para filmar La montaña sagrada. Ichazo nos hab ía dejado dos instructores, M a x y L i d i a , que, seguros de poseer los secretos supremos, nos trataban como sargentos. E l l a era una americana corta de estatura, miope y gorda y é l un flaco l a r g u i r u c h o c o n el ros tro i n v a d i d o p o r las espinillas. Nos permit ían d o r m i r sólo cuatro horas diarias, de medianoche a las cuatro de la m a ñ a n a , el resto del t iempo deb í a m o s dedicarlo a todo tipo de ejercicios seudosuf íes , seudo-budistas, seudoegipcios, s e u d o h i n d ú e s , s e u d o c h a m á n i c o s , seu-dotántr icos , s eudoyógu icos , s eudotao í s ta s , etc. Ejercicios que al f inal no nos servirían para nada... Francisco F ierro me entregó un frasco l leno de mie l en la que reposaban seis parejas de hongos.

-Es un regalo que te envía María Sabina. E l l a te vio en sueños. Parece que vas a realizar algo que ayudará a nuestro país . ¿ C u á n d o ? ¿Qué? No me lo dijo. Lo que me dijo fue que ella, y otros como ella, te quer ían ayudar. C ó m e t e l o s todos. Son machos y hembras. Los que no te sirvan, tu organismo los rechazará y los vomitarás. Me dijo que lo hicieras por la noche, para que después avanzaras hacia la luz y vieras por pr imera vez el amanecer.

Mientras mis actores se acostaban para , cuatro horas m á s tarde, ser despertados por un gong invi tándolos a darse una ducha fría, yo, en la azotea, desnudo dentro de un saco de dormir, inger í los hongos. Las alucinaciones esta vez no fueron ópticas. Lo que adquir ió caracteres fantásticos fue el conjunto de mis sensaciones. C o m e n c é a darme cuenta de que aquello que cons ideraba ser «yo m i s m o » no era s ino u n a c o n s t r u c c i ó n m e n t a l o b t e n i d a a base de sensaciones. « S ó l o s iento c o m o pienso que soy.» E l veneno de l h o n g o c o m e n z ó entonces a mostrarme otras posibilidades. C o m p r e n d í que me había construido a partir del intelecto, «esto es u n a m a n o » , «esto es mi ros t ro» , «soy un h o m b r e » , «he a q u í mis l ímites» . A h o r a algo me decía : « C u a n d o hablas de límites, en real idad te refieres a infinitos no conocidos. Puedes ser algo m á s que un h u m a n o » .

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Me acucl i l lé y poco a poco me fui conv i r t i endo en un l eón . «Esto no es una mano, es u n a pata .» «Esto no es mi rostro, son los rasgos salvajes de un fel ino.» « N o soy un hombre , soy u n a potente bestia.» Mi fuerza animal se hab ía despertado: era u n a sensación corporal , cada múscu lo adqui r í a la fuerza del acero y una embriagante elasticidad. Así como un abanico cerrado que tranquilamente se abre, mis sentidos se extendieron. Pude distinguir los diferentes efluvios que transportaba el aire, escuchar una gama de innumerables ruidos, ver insospechados detalles, sentir el poder de mis mandíbu la s . Antes de aquello había sido casi un ciego-sordo-mudo sin olfato. El Kath parec ió hervir en mi vientre: yo era un cazador, m i l presas me estaban l lamando para ofrendarme su energ í a vital, pero algo me detuvo. La fuerza mental , pura , y a la que sentí penetrante, sutil , delicada como u n a mujer, se enfrentó , con amor intenso, a la bestia. C o m p r e n d í entonces el significado profundo de la carta XI del Tarot, La Fuerza, donde u n a mujer con un sombrero en forma de ocho acostado, s ímbolo del inf ini to , abre o cierra el hocico de un león. Hasta ese momento hab ía vivido reprimiendo con desprecio y temor mi animal idad , al mismo tiempo que l imitando con mi racional idad, convertida en una isla lógica, l a infinita extens ión de mi mente. En e l O t h , corazón, era yo un humano; en el Path, espíritu, un ángel ; y en el Kath , cuerpo-sexo, una bestia... Me q u e d é allí, a l acecho, no de u n a p e q u e ñ a presa sino de la v ida entera. Las estrellas br i l l aban más que nunca o t o r g á n d o m e inagotables energ ías , la tierra se manifestaba, pr imero en forma de territorio l imitado, la terraza, y luego ex tend iéndose , como una hembra que se entrega, a toda la ciudad, el país , el continente, el planeta entero. Yo estaba acucli l lado, aferrado con mis garras al g lobo t e r ráqueo , viajando a través del cosmos. C o m e n z ó a amanecer. Percibí el movimiento del planeta girando para ofrecer, parte por parte, su superficie a la caricia del sol. Sent í el gozo de la T ier ra recibiendo la luz y el calor vital y t ambién sentí la euforia solar en su d o n incesante e inseminador y, a lrededor de aquello, la alegr ía de los otros planetas y la de las estrellas atravesando el fir-

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I i i lamento como iridiscentes navios. Todo estaba vivo, todo era («insciente, todo, entre explosiones, nacimientos y catástrofes, estaba danzando entregado a la maravi l la de l instante. Esas cuín las misteriosas bodas alquímicas : la un ión del cielo y de la tierra, la fusión del animal-vegetal-mineral con el inmater ia l espír i tu en el co razón humano , es decir, en la fuente donde surgía a torrentes el amor divino.

Estas dos experiencias, L S D y hongos, cambiaron la percepción de mí mismo y de la realidad para siempre. Tenía la sensación de que mi mente, como un capullo de flor, se había abierto. Esto c o n c o r d ó c o n u n regalo que Y a m a d a M u m o n , e l maestro de Ejo Takata, venido a visitarlo de J a p ó n después de que los discípulos de F r o m m lo expulsaran, me envió con un a lumno en agradecimiento por haber ofrecido al monje mi casa para que fundara su nuevo zendó. El muchacho, mexicano típico, vestido de monje j a p o n é s , con la frente y las mejillas invadidas por las clásicas espinillas de todo a lumno aspirante a Buda , me entregó un p a ñ u e l o plegado. « ¡S iéntese y ábra lo ! » , exc l amó parándose junto a mi silla con el tronco incl inado, las palmas de las manos juntas a la altura del pecho y los p á r p a d o s entrecerrados tratando de parecer oriental . F u i abriendo el pañuelo . Estaba plegado rehuyendo la simetría. Múltiples dobleces, todos bellos, más grandes, más p e q u e ñ o s , diagonales, hor izontales, verticales, cada uno planchado con ded icac ión . E r a evidente que, para lograr ese efecto, el maestro había empleado un largo t iempo. Ir abr iendo esa verdadera obra de arte, que me obligaba a usar los dedos con respeto, me provocó un profundo goce estético. Cuando el p a ñ u e l o estuvo extendido, vi que en el centro, con tinta negra, estaba escrita una frase en j aponés . Entonces el a lumno, con gravedad, imitando a un sam u r a i , pa rec ió leer lo que se sabía de memor ia : « C u a n d o se abre una flor, es primavera en todo el m u n d o » . D i o media vuelta y sin decir adiós se fue. Traté infructuosamente de volver a doblar el pañue lo , no pude. La experiencia vital es irreversible.

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La realidad, con su constante danza, cons ideró que ya estaba preparado para entrar en el m u n d o de la magia operativa... Mi vecino Gu i l l e rmo Lauder, un representante de artistas populares que vivía en un edificio de apartamentos a c incuenta metros de distancia en mi misma calle, me vino a invitar para que asistiera a una sesión de la curandera Pachita. La señora iba allí todos los viernes para «opera r » a enfermos. Yo ya hab ía o í d o hablar de ella. Se dec ía que abr ía los cuerpos con un cuchi l lo oxidado, que cambiaba ó r g a n o s enfermos por ó r g a n o s sanos, que p o d í a materializar objetos y tantas otras cosas. Todo aquello, p a r e c i é n d o m e ingenuas invenciones, u n a burda imi tac ión de las verdaderas operac iones q u i r ú r g i c a s , me daba miedo.. . Mi pr imer contacto con la magia popular había sido en la casa de F. S., func ionar io de l Min i s te r io de E d u c a c i ó n , quien ofreció un cóctel en mi h o n o r para celebrar mi llegada a M é x i c o con el objeto de dar cursos de p a n t o m i m a . Vivía en una lujosa mans ión con los muros cubiertos de cuadros de p intores mexicanos modernos. Esos artistas tenían una fuerza impresionante - e n sus obras se mezclaba el expresionismo muralista, el surrealismo y las escuelas abstractas-, sin embargo sentí que algo les faltaba. F. S., homosexua l muy intuit ivo que no despegaba un instante los ojos de mi rostro, y tampoco de mi cuerpo, me dijo, sin que yo le hubiera comunicado este sentir: « L o que les falta a nuestros pintores, es la raíz mágica . Buscando el quimér ico aplauso internacional han olvidado que la base sagrada de la vida mexicana es la brujer ía . V e n conmigo, te voy a mostrar una creac ión genu ina» Lo seguí por un largo corredor donde en vitrinas, alumbrados por luces verdosas, parecían dormir cacharros y esculturas precolombinas. Llegamos a su dormitor io . Junto al lecho de metal, con la cabecera simbolizando el árbol del b ien y del mal , y en el techo un gran cuadro de Juan Soriano donde una mano gigante acariciaba el sexo del tronco sin cabeza de un adonis desnudo, había un baúl negro con incrustaciones de marf i l . Al abrir lo, e l inter ior de la caja se i luminó. Se me hizo un nudo en la garganta. Me di jo que mirase si me atrevía. Allí, en bandejas cubiertas de tercio-

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» pelo, yacían toda clase de estatuillas de cera. Inmediatamente sentí un fuerte do lor de cabeza. Aquellas f iguras, de un color parecido a la carne en d e s c o m p o s i c i ó n , estaban atravesadas por múltiples agujas, en los ojos, en el sexo, en el ano, en los senos, en todas las extremidades. Las expresiones de esos rostí os p ú t r i d o s eran de un inconmensurab le sufr imiento . Las bocas abiertas, a veces con los dientes perforados por alfileres, lanzaban aullidos mudos. Esos objetos, tan cargados de energía maléfica, me afectaron el organismo. Tuve ganas de llorar. , C ó m o era posible que en el m u n d o existieran seres capaces de plasmar tanta maldad? F. S. cerró el baúl , me ofreció un trago de tequila y, viendo mi azoro, se puso a reír.

-B ienvenido a México , mimo. Si éste es el país de la luz, por lo mismo, es el de la sombra. ¿Te das cuenta? Si juntaras todos los cuadros que hay en mis cuartos, no alcanzarían a tener la fuerza de una sola de mis figuras de cera. Ellas son auténticos objetos de brujer ía destinados a dañar a alguien. Las he podido obtener gracias a ciertos contactos peligrosos. Espero que un d ía las autoridades oficiales me permitan organizar una expos ic ión de este gran arte.

Un par de años m á s tarde, encontraron a F. S. asesinado en su lecho. Después de castrarlo le hab ían embut ido el sexo sangrante en la boca.

Es por esto que hasta ese momento hab ía rehuido todo contacto con la magia popular. Sin embargo la tentac ión de ver operar a Pachita me dec id ió a enfrentar los peligros. Las leyendas urbanas contaban que hab ía brujos negativos que pod ían introducirse subrepticiamente en el inconsciente de un visitante y lanzarle un maleficio de efecto retardado para que, al cabo de tres o seis meses, se consumiera hasta mor ir . P o r eso, antes de visitar a la anciana me pro teg í lo mejor que pude. En cierto modo , sin darme cuenta, aqué l fue mi pr imer acto p s i c o m á g i c o . Sent í que tenía que ocultar mi ident idad para que sus maleficios resbalaran en mi anonimato. Así pues, me vestí y calcé con prendas nuevas. Para que no me juzgara p o r

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mis gustos, era importante que aquellas ropas no fueran elegidas por mí. De m o d o que di mis medidas a un amigo y le p e d í que me comprara todas las prendas. A d e m á s , me confecc ioné un documento de ident idad con un nombre falso (en este caso Martín Arenas) , otro lugar y fecha de nacimiento, otra fotografía (el rostro de un actor muerto) . C o m p r é una chuleta de cerdo, la envolví en papel de plata y me la puse en el bolsi l lo. Así, cada vez que metiera allí la mano, el contacto insólito con la carne me recordar ía que estaba en una s ituación especial y que no deb ía dejarme fascinar a n ingún precio. Antes de encaminarme a la cita, me di una ducha y me froté el cuerpo con jugo de l imón, para e l iminar a l m á x i m o mi o lor personal. Cam i n é temblando los c incuenta metros que me separaban del apartamento de G u i l l e r m o Lauden Hay que decir que ser recib ido allí por Pachita era un privi legio. C u a n d o la bruja iba a operar a otras ciudades, p o d í a n acudir miles de personas. U n a vez la tuvieron que sacar del acoso de la mul t i tud en un helicóptero . Los otros días de la semana operaba en la periferia de la capi ta l , a tend iendo a la gente pobre . Los viernes curaba donde L a u d e r a la gente acomodada , entre ellos poderosos polít icos, artistas célebres , enfermos venidos de lejanos países , casos urgentes. La puerta estaba entreabierta. No se escuchaban voces ni pasos. El lugar p a r e c í a vacío . Tratando de marchar en silencio me desl icé hacia el interior. Todo estaba a oscuras . Las ventanas h a b í a n s i d o c u b i e r t a s c o n f razadas . Tratando de no tropezar con a lgún mueble , l l egué a l s a lón . Tres velas otorgaban un poco de luz a la penumbra . En el suelo yacían varios cuerpos envueltos en sábanas ensangrentadas. Junto a ellos, de rodillas, mujeres y hombres rezaban acompañándo lo s . C ó m o d a m e n t e sentada en un sillón estaba la vieja, l impiándose la sangre de las manos. A pesar de la semioscuri-dad y desde lejos, por el intenso magnetismo que surg ía de su cuerpo, me parec ió verla a p lena luz. E r a p e q u e ñ a , gorda, c o n una larga frente abombada y un ojo m á s bajo que el otro, como ca ído , velado p o r u n a membrana blanca. Traté de dis imularme entre sus acó l i to s . Inút i l . C o m o u n a serpiente c o b r a

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hipnot izando a un m o n o , f i jó su centelleante ojo derecho en mi silueta y t a l adrándome c o n él me dijo con una voz de gran dulzura: «Entra, n iño quer ido. ¿Por q u é le tienes miedo a esta pobre vieja? V e n a sentarte j u n t o a m í » . Lentamente avancé hacia ella, estupefacto. A q u e l l a mujer hab ía encontrado las palabras y el tono justos para dirigirse a mí . A u n q u e me acercaba a la cuarentena, emocionalmente no h a b í a madurado. C u a n d o me enamoraba me comportaba como un n iño de nueve años (edad que cor re spond ía a aquella que tenía en el momento en que me desraizaron bruscamente de Tocopi l la . La p é r d i d a del terr i tor io amado coloca un dique en e l c o r a z ó n i m p i d i e n d o crecer emocionalmente) . P o r m á s que es treché mi chuleta de cerdo, ca í en una p lena fascinación. Me a c e r q u é a Pachita sint i é n d o m e como el hijo que p o r fin encuentra a su madre perdida. Me sonrió con e l amor universal con que siempre hab ía esperado que una mujer me sonriera. «¿Qué quieres, muchachito?» La respuesta surgió de mis labios antes de que pudiera pensarla. «Me gustar ía verte las m a n o s . » A n t e la sorpresa general - t o d o el m u n d o se preguntaba por q u é me c o n c e d í a aquel l a preferencia- , puso su m a n o i zqu ierda entre las mías . ¡La pa lma de aquella mano tenía la suavidad y la pureza de u n a virgen de quince años ! Me invadió u n a sensac ión difícil de describir. Delante de aquella anciana con rostro deforme, tuve la impres ión de encontrarme en presencia de la mujer ideal que el adolescente que hab ía en mí hab ía buscado siempre. E l l a se puso a reír. Retiró su mano de las mías y la levantó hasta el n i vel de mis ojos, d e j á n d o l a as í extendida y quieta. De los asistentes se elevó un m u r m u l l o : «Acepta el d o n » .

«¿Qué d o n ? » , p e n s é a toda velocidad. «Está haciendo el gesto de darme algo, invisible p o r supuesto. Le seguiré el juego. H a r é como si tomara un regalo invisible...»

Est iré mis dedos y los a c e r q u é a su pa lma como si fuera a asir algo. Para sorpresa mía , entre la base de sus dedos medio y anular brilló un objeto metá l i co , muy p e q u e ñ o . Lo impensable estaba ocurr iendo. Antes le h a b í a acariciado la mano , no era posible que hubiese tenido algo escondido y, sin embargo,

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.illí estaba e l d o n . Lo t o m é : era un tr iángulo dentro del cual li.ibía un ojo. A q u e l l o me impres ionó porque un ojo dentro de un ti ¡ ángulo era el s ímbolo de mi pel ícula El Topo. (En ese momento, creyendo que la anciana pensaba en mí c o m o un ci-ii< asta, no me di cuenta de un mensaje m á s profundo. En los billetes de un dólar, bajo la p i rámide coronada por un triángu-l< i con ojo, está el lema «En Dios conf iamos» . E r a probable que l ' . ichita , en su lenguaje no ora l , me estuviera d i c i e n d o : «Te a \ u d a r é a encontrar aquel lo que te falta: tu Dios in ter ior» . ) I m p e c é a sacar conclusiones de aquella experiencia sorprendente. «Esta mujer es u n a prestidigitadora excepcional . ¿Cómo se las ha ingeniado para hacer salir ese triángulo de la nada? ; \ c ó m o , una mujer del pueblo , sin cul tura c inematográ f i ca , puede saber que ése es el s ímbolo de mi pel ícula? ¿Gui l lermo I .uider es un cómpl i ce malhonesto? Sea lo que sea, quiero ver i (>mo cura ella.» Le p r e g u n t é entonces si me permit ir ía ver sus operaciones . « P o r supuesto, n i ñ o q u e r i d o d e l a lma. V e n e l p r ó x i m o viernes. Pero no soy yo la que opera, es el H e r m a n o . »

El viernes siguiente l legué a la hora indicada. Pachita me estaba esperando. E l p e q u e ñ o apartamento parec í a un a u t o b ú s repleto: h a b í a por lo menos cuarenta enfermos, algunos con muletas, otros en silla de ruedas. Me pid ió que la siguiera a un p e q u e ñ o cuarto donde sólo colgaba un cromo representando a Cuauhtemoc , h é r o e divinizado. «Hoy, mi p e q u e ñ o , qu iero que seas tú el que lea el poema que tanto ama mi Señor .» Se co locó una túnica amaril la impregnada de coágulos de sangre entre la pedrer í a y los d i seños indios que la l lenaban. Se sentó en un banqui l lo de madera y me pa só una hoja manuscrita. Pareció dormirse. Me puse a leer aquellos versos:

Fuiste Rey en esta tierra fuiste grande Majestad y ahora eres Luz Eterna en el trono celestial. Ven pronto Niño Bendito venidnos a consolar

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ven a darnos tus consejos y a quitarnos todo mal.

El poema era largo. Pachita bostezó de vez en cuando. Luego se retorció como si su cuerpo estuviera recibiendo a un nuevo ser. Y, de pronto, la que parec ía una anciana cansada, lanzó un grito e s tentóreo , alzó el brazo derecho y se puso a hablar con voz de hombre: « ¡ H e r m a n o s queridos, doy gracias al Padre por permit i rme estar de nuevo con ustedes! ¡T raedme al pr i mer e n f e r m o ! » . Empezaron a desfilar los pacientes cada u n o con un huevo en la mano. Después de frotarles con él todo el cuerpo, la bruja lo r o m p í a y, vert iéndolo en un vaso con agua, examinaba yema y clara, para descubrir el mal . Si no encontraba nada demasiado grave, recomendaba infusiones de olivo, de malva o, a veces, cosas más extrañas como lavativas de café con leche, cataplasmas de papaya y huevos de termita, de patata cocida o de excrementos humanos. T a m b i é n comer lenguas de ciertos pájaros , beber un vaso de agua donde se habían puesto a remojar clavos oxidados, o remedios que eran actos: el enfermo, al ver un arroyo, deb ía cortar u n a flor roja y observar c ó m o el agua se la llevaba, luego poner una palangana de agua debajo de la cama para que le chupara los malos pensamientos.. . C u a n d o e l p rob lema le p a r e c í a grave, p r o p o n í a u n a «opera ción» .

Ese pr imer viernes el H e r m a n o Cuauhtemoc efectuó diez operaciones. Fu i testigo de cosas increíbles. Enfundado en mi ropa nueva, quise e m p u ñ a r la chuleta de cerdo. Los ayudantes de Pachita , una med ia docena, inmediatamente me ordenar o n sacar la mano de mi bolsi l lo. También me prohib ieron cruzar las piernas o los brazos, e x i g i é n d o m e que mirara al H e r mano sin voltear la cabeza. Ver a esa mujer, pose ída , esgrimir su gran cuchi l lo y h u n d i r l o en la carne de los pacientes, hac iendo surgir chorros de sangre, era a lucinante . A pesar de que algo en mí dec ía que todo aquello era teatro, un acto de prestidigitación destinado a impresionar, usando como pr inci-

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pal elemento curativo el terror, la personalidad de aquella mujer me avasallaba... Lauder me contó que un día, habiendo o í d o hablar tanto de ella, la esposa del Presidente de la Repúbl ica la invitó a u n a recepc ión nocturna en el patio del Palacio de Gobierno. Allí había numerosas jaulas con diversas variedades de pá j a ros . C u a n d o l l egó Pachita , aquellos cientos de avecillas despertaron y se pusieron a trinar como si saludaran al alba. La curandera no utilizaba ún icamente su carisma. Varios ayudantes colaboraban dando su energ ía a la operac ión . Estas personas no eran cómpl ices de una supercher ía ; todos tenían una fe inmensa en la existencia del Hermano . A los ojos de aquellas buenas gentes, la acc ión del desencarnado era lo que importaba. Veían a Pachita sólo como su «carne» . E l l a era un «cana l» , un ins t rumento u t i l i zado por e l dios. C u a n d o no estaba en trance, la respetaban pero no la veneraban. Para ellos, el desencarnado era m á s real que la persona a través de la cual se manifestaba. Esta fe que envolvía a Pachita generaba una atmósfera sagrada que c o n t r i b u í a a convencer al enfermo de que tenía posibilidades de curarse. Los enfermos, sentados en el salón a oscuras, esperaban a que les llegara el turno de entrar en el « q u i r ó f a n o » . Los ayudantes hablaban susurrando, como si estuvieran en un templo. A veces, uno de ellos salía del cuarto de operaciones escondiendo en las manos un paquete misterioso. Entraba en los aseos y, por la puerta entornada, se percibía el fulgor de l objeto que c o n s u m í a el fuego. El ayudante advertía en un m u r m u l l o : « N o entren hasta que el d a ñ o se haya consumido. Es peligroso acercarse a él mientras está activo. Podr ían pil larlo. . .» . ¿Qué era realmente ese « d a ñ o » ? Los enfermos lo ignoraban, pero el mero hecho de tener que abstenerse de or inar mientras se p r o d u c í a una de aquellas inmolaciones por fuego les provocaba una impres ión extraña. Poco a poco, abandonaban la real idad habitual para sumergirse en un mundo paralelo totalmente irracional . De pronto salían del quirófano cuatro ayudantes portando un cuerpo inerte envuelto en un l ienzo ensangrentado y lo depositaban en el suelo, como si fuera un cadáver. Porque, un vez terminada la operac ión y co-

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locados los vendajes, Pachita ex ig ía del paciente inmovi l idad absoluta durante media hora, so pena de muerte instantánea. Los operados, temerosos de ser aniquilados por fuerzas mágicas, no hacían ni el menor gesto. Ni que decir tiene que esta sabia coreograf ía preparaba al candidato. C u a n d o Pachita lo l l amaba en voz baja, u t i l i z ando s iempre la mi sma f ó r m u l a : «Ahora te toca a t i , hijito de mi a l m a » , el paciente se echaba a temblar de pies a cabeza y regresaba a la infancia. Recuerdo haberla visto, ese día , dar un caramelo a un ministro mientras le preguntaba con su voz grave y cariñosa: «¿Qué te duele, pe-queñito?» . El hombre le r e spond ió con voz de niño: « H a c e semanas que no duermo. Me levanto a or inar cada media hora» . « N o te preocupes, te voy a cambiar la vejiga.»

Pachita, convertida en el H e r m a n o , manteniendo siempre los ojos cerrados, hizo pasar pr imero a los hombres, af irmando que siendo más débi les que las mujeres hab ía que calmarles sus dolores cuanto antes. En el quirófano había sólo un catre estrecho provisto de un co l chón forrado con plást ico. El paciente deb ía traer una sábana , un l itro de a lcohol , un paquete de a l g o d ó n y seis rollos de vendas. Los ayudantes lo despojaban de su camisa y si era necesario, una operac ión de testículos por ejemplo, de su panta lón. Todas las manipulaciones se hacían en la penumbra, a la luz de una única vela, ya que, s egún ella, la luz eléctrica p o d í a dañar los ó rganos internos. Cubr iendo el lecho con su sábana , el enfermo se acostaba. Un ayudante, de manera ceremoniosa , le pasaba un largo c u c h i l l o de monte a la curandera. La e m p u ñ a d u r a estaba recubierta y forrada con cinta negra de aislar y la hoja sin filo tenía un grabado de ind io con penacho. Luego, seña lado por e l H e r m a n o el lugar del cuerpo que iba a abrir, un ayudante lo rodeaba de algodones y derramaba en ellos abundante a lcohol . El o lor del producto se extendía por la habitación, creando un ambiente de hospital. El pr imero en pasar fue el ministro. El H e r m a n o p r e g u n t ó : « ¿Enr ique , tienes preparada la vej iga?» . El hi jo de Pachita mostró un frasco que contenía algo como tejido orgánico. El hombre se acostó temblando, helado de miedo. Le to-

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mé la mano. La curandera le dio en el vientre un corte de unos quince cent ímetros de largo. L u c h é por no desmayarme mientras veía salir la sangre. La vieja auscultó el inter ior del vientre, levantó la mano, hizo un gesto y material izó unas tijeras. Cortó algo que p r o d u j o u n a insoportable h e d i o n d e z . L u e g o s a c ó una hedionda masa carnal que Enr ique envolvió en papel negro. Después extrajo del frasco la nueva vejiga. La colocó j u n t o a la her ida y, para mi gran sorpresa, la vi ser absorbida, sin que nadie la empujara, hacia el interior del cuerpo. Co locó los algodones embebidos en a lcohol sobre el tajo. Los pre s ionó un momento , l impió la sangre y la herida, sin dejar cicatriz, desaparec ió . «Mi car iñoso niño , ya estás curado .» Los ayudantes lo vendaron, lo envolvieron en su sábana y se lo llevaron cargando para acostarlo en el salón de espera. O t r o ayudante corr ió al b a ñ o para quemar el paquete negro.

A pesar de mi incredul idad, ese acto hab ía parecido tan real que mi razón c o m e n z ó a tambalearse. ¿Era una genial prestidigitadora o una santa que hac ía milagros? Tuve vergüenza de mí mismo. ¿ C ó m o p o d í a creer que esa anciana no trampeaba? A la luz de una sola vela, se pod ían ocultar un sinfín de manipulaciones fraudulentas. Y si era capaz de hacer milagros, ¿para q u é necesitaba un cuchillo? ¿Quería hacernos creer que era un instrumento mágico? Para demostrar que no hay truco hace que se lo pase un ayudante... pero... el que util iza ¿es el mismo que le han dado? Podr ía , en la oscuridad, cambiarlo por otro igual que tenga una e m p u ñ a d u r a de caucho, disimulada por la cinta de aislar, l lena de sangre de pol lo o de perro. Se dice que por bondad recoge perros vagabundos, pero ¿y si en lugar de ser una santa es una impostora que asesina a esos animales para extraerles el l í q u i d o vital? Y los a lgodones que coloca alrededor de la herida, ¿para qué? El cuchi l lo nunca es desinfectado... entonces, ¿de q u é sirve el alcohol? Pachita , a pesar de que dice que n u n c a come, se la ve gorda, con u n a gran panza. Sobre su vestido siempre lleva un delantal. ¿Y si la panza fuera falsa? ¿Y si estuviera l lena de sacos de plástico conteniendo sangre y objetos que luego aparecen « m á g i c a m e n -

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te»? ¿Será una loca? ¿Será una mi tómana? C o m o Ichazo, como Castañeda , cuenta cosas que n inguna persona, medianamente inteligente, puede creer. «Yo sé quién mor i rá de aquí , y cuándo. Sé cuántos días tiene todo aquel que me viene a visitar.» « N o se preocupen por la sequía . M a ñ a n a haré llover.» « N a d a más doy un e m p u j ó n y salgo de mi cuerpo. A veces voy a visitar lugares, Siberia , e l M o n t e B lanco , Mar te , l a L u n a , J ú p i t e r . » « C o m o un ciclón se acercaba al territorio de los indios coras, fui a pedirle al Padre protecc ión para ellos y lo conseguí : el ciclón fue desviado de su trayectoria.» « C u a n d o caigo en trance, vivo en el astral. Si alguien despedaza mi cuerpo, el H e r m a n o lo reconstruye.» A d e m á s Pachita afirmaba viajar en el t iempo, prediciendo acontecimientos futuros, o ir al pasado para traer de regreso algún objeto.

De pie a su lado vi , de spués de verter allí clara de huevo, cómo h u n d í a e l dedo índ ice , que tenía u n a larga u ñ a p intada con laca roja, en el ojo de un ciego. La vi cambiar el corazón a un paciente, al que parec ió abrirle el pecho con un solo tajo, haciendo saltar un chorro de sangre que me m a n c h ó la cara. Pachita me obl igó a meter la mano en la her ida para que palpara la carne desgarrada. (Cuando le conté a Gu i l l e rmo que la sent í fr ía como un bistec c r u d o , me di jo que era p o r q u e e l H e r m a n o realizaba esos trabajos en una d imens ión astral, distinta a la nuestra.) Sentí llegar a ese hueco el nuevo corazón, al parecer comprado con anterioridad por Enr ique , no se sabía a quién ni d ó n d e , quizás a un empleado corrupto de la morgue. La masa muscular se hab ía implantado en el enfermo de forma mágica . Este f e n ó m e n o se repet ía en cada o p e r a c i ó n . Pachita tomaba un trozo de intestino que, no bien lo colocaba sobre e l « o p e r a d o » , d e s a p a r e c í a en su interior. La v i abrir u n a cabeza, sacar sesos cancerosos y meter allí nuevo tejido encefál ico. Esa ilusión táctil y óptica, si ilusión era, iba a c o m p a ñ a d a de efectos olfativos, el o lor de la sangre, la hediondez de los cánceres y daños. . . y de efectos auditivos: el ruido acuoso de las visceras, o el resonar de los huesos cortados por una sierra de carpintero. A la tercera operac ión , todo c o m e n z ó a parecerme

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natural. E s t ábamos en otro mundo . Un m u n d o en el que las leves naturales eran abolidas. Si se trataba de hacer una transfusión porque el paciente se estaba desangrando, el H e r m a n o metía el extremo de un tubo en su propia boca y el otro extremo en un agujero del brazo y comenzaba a escupir litros de líquido rojizo. En dos ocasiones vi c ó m o se transformaba el daño en u n a especie de a n i m a l que p a r e c í a resoplar y mover excrecencias como patas. A las doce de la noche, a lucinado, cubierto de sangre, regresé a mi casa. Ya nunca más el m u n d o sería igual . H a b í a visto por fin a un ser superior ejecutando milagros, falsos o verdaderos.

Dec id í asistir a las operaciones todos los viernes. El trabajo de la curandera hab ía obtenido mi profunda admirac ión . E l l a no se estaba haciendo rica con su actividad. Al salir, los enfermos depositaban en una cacerola el d inero que deseaban dar. La mayor ía dejaba sólo monedas y los m á s ricos, aquellos que venían de otros países , demostraban una ex t raña avaricia. Un señor, a qu ien d e b í a sacarlo de su parálisis , le dijo: « N o tengo d inero para p a g a r l e » . E l l a le contestó : « H o m b r e , ahora no me pagues nada. C u a n d o te cures, volverás a trabajar. Entonces me p a g a r á s lo que quieras» . Lauder me contó que Pachita vivía en u n a casa modesta ubicada en las afueras de la c iudad, rodeada de perros, loros, monos y un águi la . Aparte de mantener a sus hijos, el poco dinero que p o d í a ahorrar lo daba a una escuelita de su barrio. «En las colonias pobres de México la gente ve p u r a porquer í a . Es casi imposible enderezar a un c a b r ó n grande. Hay que enseñar le s cosas buenas desde que están chiqui tos . » E r a evidente que Pachita curaba por vocac i ó n . S i h a c í a trampas, eran trampas sagradas. E l e n g a ñ o , cuando tiene una finalidad benéfica , es aceptado en todas las religiones. El míst ico Jacob e n g a ñ a a su hermano y a su padre. En la tradic ión is lámica está prohib ido ment i r pero se aceptan soluciones astutas. Un fugitivo pasa por un camino donde en una o r i l l a está sentado un sabio. «Por favor», le dice, « n o digas a mis perseguidores que he pasado por a q u í » . El sabio espera a que el fugitivo desaparezca de su vista y entonces se va

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a sentar en la or i l l a de enfrente. C u a n d o l legan los perseguidores y le preguntan si vio pasar a a lguien, responde: «Mientras he estado sentado aquí , no he visto pasar a n a d i e » . Para que un milagro se produzca, es necesaria la fe. Esto lo saben los chamanes. En sus ceremonias con neófitos , realizan falsos milagros, para que la visión rac iona l de l a l u m n o se fisure y, así, convencido de que en su férrea real idad hay otras d imensiones, comience a tener fe. Gracias a esa nueva v i s ión, los acontec imientos excepcionales p u e d e n produc i r se . ¿ A c a s o Pachita era una gran creadora de trampas sagradas?

Asistí, durante tres años , a innumerables operaciones. M u chos sanaron. Otros mur ieron . Por ejemplo: v inieron de París dos personas que p a d e c í a n males incurables. U n o , un importante periodista, tenía un cáncer en la cadera. El otro, con una grave enfermedad cardíaca , era el encargado de las relaciones públicas de una empresa c inematográf ica . Ambos , a c o m p a ñ a dos por un sacerdote domin ico , Maur ice Cocagnac (que después escribió un l ibro sobre estas experiencias), fueron operados p o r el H e r m a n o . A u n o le c a m b i ó el c o r a z ó n , a l otro le injertó en la cadera un hueso nuevo. Antes de que regresaran a Francia les dijo: «Niños queridos, ya están curados. Dejen de tomar medicinas y por nada del m u n d o consulten un m é d i c o antes de seis meses» . Apenas regresó a París , el periodista reunió una j u n t a médica . Los resultados fueron lapidarios: el cáncer aún estaba allí. El hombre mur ió un mes más tarde. Por el contrario, el otro operado de jó de inger ir pildoras y no vio a doctores durante seis meses. C u a n d o estos lo examinaron, se quedaron con la boca abierta: el corazón estaba sano, funcionando como el de un muchacho joven. . . C o m p r e n d í que en e l m u n d o mág ico no sólo la fe jugaba un papel esencial sino también la obediencia . A u n q u e no se creyera en el poder de la bruja, era conveniente darle todas las posibilidades de actuar siguiendo al pie de la letra sus instrucciones. Más tarde ap l iqué esto a la Psicomagia.JJn acto p s i comág ico debe ser realizado al pie de la letra, como un contrato. El consultante se compromete a obedecer. Si no lo hace o si transforma las indicaciones,

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por pre ju ic io s , m i e d o o c o m o d i d a d , e l i n c o n s c i e n t e se da < uenta de que puede desobedecer y la curac ión no se realizas!. ( luando estaba filmando Tusk en India , cerca de Bangalore , \ uno de los elefantes que actuaban, quizás enervado por el car lor, des t ruyó un decorado. Su mahoud 1 ' (o cornac) , con u n a barra de hierro , c o m e n z ó a castigarlo. E r a impresionante ver a ese mas todonte , t e m b l a n d o c o m o un n i ñ o , o r i n á n d o s e d© miedo frente a su frágil amo. El hombre lo g o l p e ó hasta ensangrentarlo. Yo protesté . Me parecía_inconcebible que se cas-ligara así, con tan cruel intensidad, a un animal . El oficial, en-( argado de la colonia de paquidermos, me dijo: «Por favor, no intervenga. El domador sabe lo que está haciendo. Si dejaba su elefante desobedecer, aunque sea en algo p e q u e ñ o , éste sé\ sentirá l ibre de hacer lo que quiera y m á s tarde acabará ma- \ lando a seres h u m a n o s » . El inconsciente se comporta así. El (onsultante tiene que enseñar le a obedecer. Esto es difícil: en_^ i ealidad, las personas se enferman porque no pueden resolver ni hacer consciente un doloroso problema. Quieren ser trata-dos, es decir, que les e l iminen los s íntomas , pero no ser c u r a ; / dos. A pesar de pedir ayuda, luchan para que esa ayuda no sea— efectiva. , _____

En las operaciones, el H e r m a n o ex ig ía al paciente y a todos sus ayudantes u n a c o l a b o r a c i ó n i n c o n d i c i o n a l . A veces, parec ía que el trabajo se complicaba ; en aquel momento , el c irujano y el p rop io enfermo solicitaban la ayuda de todos los c i r c u n s t a n t e s . R e c u e r d o o p e r a c i o n e s d u r a n t e las cua le s C u a u h t é m o c exclamaba de pronto por boca de Pachita: « ¡E l n iño se enfr ía , r á p i d o , cal ienten el aire, o lo p e r d e m o s ! » . Al momento , todos cor r í amos , histéricos, en busca de un radiador e léctr ico . Al i r a conectarlo, ¡ c o m p r o b á b a m o s que h a b í a n cortado la e lectr ic idad! « ¡ H a g a n algo, desgraciados, o el n i ñ o en t ra rá en la a g o n í a » , rug í a e l H e r m a n o , mientras e l enfermo, a l borde de la crisis ca rd íaca , v i é n d o s e sin duda c o n el vientre abierto y las tripas al aire, g e m í a , he lado de terror :

6 Quien lleva los elefantes.

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« ¡ H e r m a n i t o s , se lo supl ico , a y ú d e n m e ! » , y todos a r r i m á b a mos la boca a su cuerpo y s o p l á b a m o s angustiados, olvidados de nosotros mismos, tratando desesperadamente de calentarlo c o n el al iento. «Muy b ien , queridos hi jos» , dec í a de pronto el H e r m a n o , «ya sube la temperatura, ya p a s ó el pel igro , ahora puedo c o n t i n u a r » . C o m p r e n d í que toda curac ión es colectiva, tr ibal . Ni e l c h a m á n ac túa solo - s iempre está rodeado de invisibles a l iados- ni e l enfermo está solo. C u a n d o en Temu-co, C h i l e , en un m a c h i t ú n 7 , tuve la o p o r t u n i d a d de interrogar a la mach i p r inc ipa l , le p r e g u n t é q u é m é t o d o s empleaba para curar a los enfermos y me r e s p o n d i ó :

- L o pr imero que hago es preguntarle qu ién es su d u e ñ o . - ¿ S u d u e ñ o ? - A s í es: todos los enfermos pertenecen a a lguien, a su pa

reja, a su famil ia , a su empleador. Los que no t ienen d u e ñ o no p u e d e n ser curados . U n a vez que sé aque l lo , d i scuto e l prec io . Para la cura se necesita organizar u n a c o m i d a , invitando gente amiga, que luego ayudará a ahuyentar a los diablos, haciendo ruidos, tamborazos o disparos. L i m p i a d o el lugar, p u e d o o p e r a r a c o m p a ñ a d a p o r e s p í r i t u s b e n é f i c o s . Nosotros trabajamos por el enfermo a q u í en la t ierra, a l mismo t iempo que ellos lo hacen en el c ielo.

C o m o desde mi encuentro con C a s t a ñ e d a no hab ía cesado de sentir un agudo do lor en el h í g a d o , fui a ver a Pachita prem u n i d o de un huevo. Pachita me lo frotó en la reg ión dolor ida y me dijo:

- N i ñ o querido del alma, aqu í tienes un tumor. Te voy a operar para arrancárte lo de cuajo -v iendo la palidez de mi rostro, se puso a re í r - . No temas, muchach i to , l levo m á s de setenta años operando, miles de personas han sido abiertas por el cuchi l lo del H e r m a n o . Si hubiera ocurr ido un percance a alguno de sus pacientes, har ía ya t iempo que estoy en la cárcel . Escucha: cuando yo tenía 10 años , vi un tumulto cerca de la carpa de un circo porque la elefanta, p r e ñ a d a , no p o d í a par ir e l ele-

Tiesta sagrada mapuche.

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lantito, ya que se le presentaba atravesado. Ahí estaba, agonizando, tirada en u n a al fombra de aserr ín. Los pobres artistas l id iaban. Ese paquidermo era la atracción del espectáculo , y si moría ellos t ambién se mor ían , pero de hambre. La elefanta, ile pronto, se puso a berrear ensordecedoramente. No sé q u é me pa só entonces. Me d o r m í , y cuando desper té me vi cubierta de sangre. Me contaron que yo h a b í a tomado un hoja de l lanzador de cuchillos, abierto el vientre del animal , extra ído a su hijo y luego cerrado la herida, ap l i cándo le mis manos, sin dejar cicatriz. Desde entonces no he cesado de operar, a humanos y también a animales.

Cons ideré que lo que me contaba era un cuento terapeúü-(o, por completo irreal . Pero, por una irresistible curiosidad, i lecidí entregarme a la experiencia para ver q u é se sentía en tan i aras circunstancias . Me qu i té la camisa, c o m o si fuera algo c histoso. Mas cuando me vi extendido en la cama, frente a Pa-< hita, que b landía su cuchi l lo disfrazada de h é r o e azteca y rodeada de fanáticos que rezaban, e m p e c é a sentir miedo. Quizás estaban todos locos. Presa de l pánico , exc lamé: «Ya se me pa só el dolor, Hermano . No es necesario que me o p e r e » . Intenté levantarme. La pose ída , con inmensa autoridad, me obligó a quedar tendido, me co locó la punta del cuchi l lo detrás de mi oreja izquierda y de scend iéndo lo lentamente me dijo:

- S i no quieres que te opere el h í g a d o , comenzaré a abrirte desde aquí , te sacaré el corazón. . . - s igu ió bajando el cuch i l lo - , ¡ luego te cortaré el e s t ó m a g o y, por fin, te sacaré del h ígado a ese chingado diablo!

Increíble sutileza ps icológica : me hizo elegir, entre dos po-siblilidades atroces, la menos atroz. O l v i d á n d o m e de la tercera posibi l idad, que era levantarme y escapar, e x c l a m é que, por favor, só lo operase el h í g a d o ! Un par de tijeras aparec ió en su mano, hizo un ro l lo con mi pie l y dio un corte. Oí e l ruido de las dos hojas de acero. C o m e n z ó el horror. A q u e l l o no era teatro. ¡Sentí el do lor que siente una persona a la que le cortan la carne con unas tijeras! Corr ía la sangre y p e n s é que me mor ía . Después , me dio u n a cuchi l lada en el vientre y tuve la sensa-

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c ión de que lo a b r í a de jando mis tripas al aire. ¡ E s p a n t o s o ! N u n c a me había sentido tan mal . Durante unos minutos que me parecieron eternos, sufrí atrozmente y me q u e d é blanco. Pachita me hizo u n a transfusión. A medida que e scupía su extraño l íquido rojo por el tubo de plástico que me hab ía embutido en la m u ñ e c a , sentí, poco a poco, que me invadía un agradable calor. Después levantó mi h í g a d o sangrante (el m í o o el de un becerro, q u é sé yo) y c o m e n z ó a tirar de u n a excrecencia que tenía. «Vamos a arrancarlo de raíz» , af irmó el H e r m a no. Y yo padecí , aparte del o lor a sangre y de la horrorosa vis ión de l a viscera granate , e l d o l o r m á s grande que h a b í a sentido en mi vida. Chil lé sin pudor. D i o e l ú l t imo t irón. Me m o s t r ó un pedazo de materia que pa rec í a moverse como un sapo, lo hizo envolver en papel negro, me co locó el h í g a d o en su sitio, me pasó las manos por el vientre cerrando la her ida y al momento desaparec ió el dolor. Si fue prest idigitación, la i lusión era perfecta: no sólo yo sino todos los presentes, entre los cuales estaba el productor de cine M i c h e l Seydoux, vieron correr la sangre y abrirse el vientre. Me vendaron, me envolvieron en la sábana, me llevaron al salón y me acostaron entre los otros operados. Allí me q u e d é inmóvil media hora, feliz de estar vivo. Pachita, l impiándose la sangre, se arrodil ló j u n t o a mí , me t o m ó las manos y me p r e g u n t ó c ó m o me llamaba. Luego , me estrechó entre sus brazos y me ent regué a ellos c o n sed de madre. Cuanto m á s pedí , más me dio . Quise un inf ini to cariñ o , obtuve un inf inito car iño. Esa mujer era u n a m o n t a ñ a , tan impresionante como un mítico maestro tibetano. N u n c a sentí tanta gratitud como en el momento en que me dijo que estaba curado y que p o d í a y deb ía marcharme. Sí, Pachita conoc ía el a lma humana y sab ía muy b ien uti l izar u n a terapia que mezclaba el amor y el terror. A este respecto, recuerdo las palabras de Maimónides comenzando el p r ó l o g o para el tratado Bera-

jot , del Talmud: «Reunios , sabios, y esperad en vuestros asientos. Quiero haceros un hermoso obsequio: enseñaros el temor a Dios» . " ~~* — " "

Para liberarse de la en fermedad era necesario co laborar

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i mi la hechicera . U n a persona, a pesar de creer en el poder del H e r m a n o , p o d í a muy bien no desear recobrar la salud. Recuerdo, por ejemplo, a una mujer l lamada Henriette , paciente de un m é d i c o amigo, Jean Claude, genio de la fitoterapia, que no le daba más que dos años de vida. Henriet te tenía cáncer y \a le h a b í a n ext i rpado los dos pechos. A instancias de J ean (Uaude, que deseaba intentarlo todo, viajó a México . La albergamos en nuestra casa. A u n q u e muy depr imida , se dec laró dispuesta a dejarse operar por Pachita. Esta le propuso cambiarle loda la sangre inyectándole dos litros de plasma procedentes de otra d imens ión , materializados por el H e r m a n o . L l e g ó el (lía y, d e s p u é s del habitual ceremonial , Henriette se encontró lendida en el catre. El H e r m a n o le clavó el cuchi l lo en el brazo y o í m o s caer su sangre en un balde de latón. E ra un chorro espeso y maloliente. Después , el H e r m a n o introdujo en la he-i ida, como en otras operaciones hab íamos visto, el extremo de un tubo de plástico, levantando esta vez en el aire el otro extremo, para conectarlo con lo invisible. O í m o s el sonido de un l íquido que emanaba lentamente de no se sabe d ó n d e , y el Hermano dijo: «Recibe el plasma santo, hijita, no lo rechaces» . /VI d ía siguiente de la operac ión , Henriette estaba triste, abatida. Tratamos de hacerla reaccionar, pero fue en vano. Se mostraba c o m o u n a n iña , arisca y egoí s ta . Trataba de culparnos por querer sustraerla a su calvario. Dos días después , le salió en el brazo un purulento gran absceso. M u y asustado, l lamé a E n rique, qu ien , previa consulta con su madre, me re spondió : «Tu amiga tiene fe en la medicina, pero la rechaza. Quiere deshacerse del plasma santo. Que esta noche haga sus necesidades en un or ina l y m a ñ a n a por la m a ñ a n a se aplique el excremento en el brazo» . Transmití el mesaje a Henriette , que se encerró en su habitación. No sé si s iguió el consejo o no, lo cierto es que el absceso reventó dejando un agujero enorme, tan profundo que se veía el hueso. Inmediatamente, la llevamos a casa de Pachita que, convertida en el H e r m a n o , le dijo con su voz de h o m b r e : «Te esperaba h i j i t a , voy a darte lo que deseas. Ven . . . » . La curandera la tomó de la mano como a una niña, la

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condujo al catre y, sorprendentemente, se puso a tararear una vieja c anc ión francesa, mientras balanceaba el c u c h i l l o ante los ojos muy abiertos de la enferma. Tuve la impres ión de que la hipnotizaba. Entonces le p r e g u n t ó :

- D i m e , hijita, ¿por q u é quisiste que te cortaran los pechos? A lo que Henriet te , que sabía hablar e spañol , c o n su voz de

niña, contestó : -Para no ser madre. -Y d e s p u é s , mi quer ida n iña , ¿ q u é quieres que te corten? - L o s ganglios que se me van a h inchar en el cuello. - ¿ P a r a qué? - P a r a no tener que hablar c o n la gente. - ¿Y después , hijita? - M e cortarán los ganglios que se me h incharán debajo de

los brazos. - ¿ P a r a qué? -Para no tener que trabajar. - ¿Y después? - M e cor tarán los ganglios que se h i n c h e n cerca de l sexo,

para que pueda estar sola conmigo misma. -¿Y después? - L o s ganglios de las piernas, para que no puedan obligar

me a ir a cualquier sitio. - ¿Y q u é quieres de spués ? - M o r i r m e . . . - M u y bien, hijita, ahora ya conoces e l camino que seguirá

tu enfermedad. El ige: o avanzas por ese camino o te curas. Pachita le puso un emplasto en el brazo y, a los tres días , la

her ida hab ía cicatrizado. Henriet te dec id ió regresar a París , y mur ió dos semanas después , en brazos de Jean Claude. El último gesto que hizo fue el de colocar en el dedo anular de su m é d i c o un anil lo de bodas. C u a n d o di la triste not ic ia a Pachita, me re spondió :

- E l H e r m a n o no viene sólo a curar. T a m b i é n ayuda a m o r i r a quienes lo desean. El cáncer y las otras enfermedades graves se presentan como ejércitos guerreros, s iguiendo un p l an de

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c onqui s ta preciso. C u a n d o revelas a un enfermo que desea destruirse a sí mismo el camino que lleva su enfermedad, se apresura a seguirlo. P o r esta razón, la francesa, en lugar de estar dos años sufriendo, de jó de luchar. Se r indió a la enfermedad y la de jó realizar su p lan en dos semanas. - — -

Fue una gran lección: antes yo creía que, para salvar a u n a persona, bastaba con hacerla consciente de sus impulsos de au-todestrucción. Pachita me hizo comprender que este descubrimiento también p o d í a acelerar la muerte.

Lo p r i m e r o que h a c í a Pachita era tocar c a r i ñ o s a m e n t e a l que a c u d í a a ella. Desde el momento en que sentían las cál idas manos de aquella anciana, se convertía en la Madre Universal . Pachita sabía que en el adulto - inc luso en el m á s seguro de s í - , duerme un n iño ansioso de amor, y que el contacto físico era m á s eficaz que las palabras para establecer confianza y poner al sujeto en estado receptivo. Este contacto t a m b i é n p a r e c í a permit ir le hacer el d iagnóst ico . Recuerdo, por ejemplo, e l d ía en que le llevé a j e a n Paul G. , un amigo francés . Hac ía t iempo que tenía dolores, y los m é d i c o s franceses h a b í a n necesitado seis meses para encontrarle un pó l ipo en el intestino. Pachita le p a s ó las manos p o r el cuerpo e inmediatamente e x c l a m ó :

- M u c h a c h i t o , tienes un bulto malo en las tripas. ¡Mi amigo estaba a tóni to ! Pero, aparte de manifestar estas

facultades casi adivinatorias, la bruja daba consejos que hoy me parecen actos p s i comág ico s : un d ía rec ib ió a un hombre que estaba al borde del suicidio porque no soportaba la idea de quedarse calvo a los 30 años . H a b í a probado todos los tratamientos posibles, sin éxi to , y no admit ía verse pe lón . El Hermano le p r e g u n t ó por boca de la anciana:

—¿Crees en mí? El hombre r e s p o n d i ó afirmativamente y, de hecho, tenía fe

en Pachita. El espíritu le dio entonces estas instrucciones: - P r o c ú r a t e un ki lo de excrementos de rata, o r ina encima y

mézc la lo b ien hasta obtener u n a pasta que te apl icarás en la cabeza. Eso te hará crecer el pelo.

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El hombre pro te s tó d é b i l m e n t e , pero Pachita insist ió, d iciendo que, si quer ía evitar la calvicie, no había más remedio. Tres,meses después , volvió a ver a la vieja y le dijo:

-Es muy difícil encontrar excrementos de rata, pero al f in local icé un laboratorio en el que criaban ratas blancas. C o n -

' venc í a u n o de los trabajadores para que me los guardara . Cuando reuní el k i lo , or iné encima, hice la pasta y entonces me di cuenta de que me daba lo mismo no tener pelo. Por lo tanto, no ap l iqué e l u n g ü e n t o y d e c i d í contentarme c o n mi suerte.

^- Pachita le había pedido un precio que él no estaba dispuesto a pagar. Cuando se encontró abocado a la acción, comprendió que p o d í a perfectamente aceptar su destino. Ante la realidad del difícil acto que se le ex ig ía , d e s c u b r i ó que p r e f e r í a seguir siendo calvo. Sal ió de su m u n d o imaginario para mirar cara a cara al m u n d o real. Estas instrucciones, absurdas a pr imera vista, le dieron ocas ión de madurar, le h ic ieron pasar por todo un proceso que al final le hizo posible aceptarse tal como era.

Recuerdo a una persona a la cual el d inero le s u p o n í a un problema grave: era incapaz de ganarse la vida. La vieja le impuso un extraño ceremonial . y.— -Debes orinar todas las noches en una bacinica hasta que la

llenes. Después , tienes que dejar el recipiente debajo de la ca-j n a y dormir treinta días encima de tu pis.

Fu i testigo de la consulta y, por supuesto, me p r e g u n t é cuál p o d í a ser su significado. Poco a poco e m p e c é a encontrar le sentido: si una persona que no sufre n inguna di sminución física ni in te lec tua l no consigue ganarse la v ida es p o r q u e no quiere . U n a parte de s í m i s m a no admite e l d i n e r o . A h o r a bien, seguir las prescripciones de Pachita supon ía exponerse a un verdadero suplicio: no hace falta mucho tiempo para que la or ina conservada día tras d ía bajo la cama apeste. El paciente, obligado a dormir enc ima de la bacinica, impregnado de sus propios tufos, en forma inconsciente establece una re lac ión s imból ica : la o r ina es amari l la , c o m o el oro . Pero , al mi smo

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tiempo, un desperdicio. Produc i r desperdicios es una necesidad fisiológica; y la necesidad de or inar o defecar es en sí consecuencia de otra necesidad, la de comer y beber. Para subve-__ n i r a esto, hay que ganar d inero . El d inero , en la medida en que representa energía , tiene que circular. Aque l l a persona ñcu™. se ganaba la vida porque sentía repulsión por ese dinero, sucio, vi l y no quer ía verse impl icada en su manipulac ión . Se negaba a intervenir en el movimiento que hace que el d inero entre y salga, se transforme en al imento. Le repugnaba reconocer el lugar legít imo del «oro» en la red que constituye toda existencia. Pachita le obl igó a dominar ese miedo. Al encontrarse cada noche solo con sus meados, tuvo la revelación de que el dinero era sucio sólo cuando no circulaba. Si se negaba a verlo y lo m e t í a debajo de la cama, empezaban los problemas. P o r otra parte, el hecho de practicar el ejercicio hasta el fin le obligó a dar prueba de voluntad, cualidad indispensable para ganarse la vida normalmente.

En otra ocas ión, a una mujer que, en una operac ión previa, e l H e r m a n o le había extra ído un cáncer pulmonar, pero que cont inuaba con molestias respiratorias graves, Pachita le dijo con gran severidad:

- T u cáncer está curado y tú no lo has entendido. Cuando uno piensa que está mal , el cuerpo se enferma. Ya estás b ien pero no quieres cooperar. No pienses que estás enferma y dej a rá s de tener molestias.

Para ser brujo o c h a m á n hay que habitar en un mundo donde la superstición se hace realidad. Por lo que a mí respecta, no creía lo suficiente en la magia primitiva para convertirme en curandero. Estaba seguro de que esos tumores ensangrentados que se movían y resollaban eran simplemente animalitos, lagartijas, ranas, qué sé yo. Por ello, si bien quise aprender de Pachita, nunca aspiré a recibir su don para convertirme en sanador a mi vez. C o m p r e n d í que, para aprender del Hermano , debía suponer falsos todos sus milagros. Si hubiera partido del pr incipio de que aquello era verdad, pronto me habr ía encontrado

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en un callejón sin salida, e s forzándome por convertirme yo mismo en mago para nada o para conseguir resultados sólo parciales o mediocres, ya que, lo creo, uno no puede cambiar de piel , liberarse de su cultura racional y jugar a ser un «primitivo». De este m o d o , me encontraba menta lmente en d i s p o s i c i ó n de aprender algo que después podr ía servirme en mi propio contexto; por ejemplo, la manera de utilizar los objetos simbólicos, a fin de producir ciertos efectos en el pró j imo; o c ó m o dirigirme directamente al inconsciente en su propio lenguaje, ya fuera a través de palabras o de a c t o s v M á s tarde, gracias al e jemplo de esa notable mujer, me interesé en conocer el lugar que ocu-• _ _ a i J

4>aba la magia en la historia. Le í un buen n ú m e r o de libros sobre el tema, para tratar de extraer elementos universales dignos de ser utilizados, ya de manera consciente y no supersticiosa, en mi propia práctica. En todas las antiguas culturas se cree en el poder de las incantaciones, la convicción de que el deseo expresado con palabras en la forma requerida provoca su realización. Pero con frecuencia el nombre del dios o del espíritu se refuerza por su asociación a una imagen. Los antiguos sabían intuitivamente que el inconsciente es también receptivo a las formas, a los objetos. Por otra parte, concedían importancia capital a la palabra escrita, transformada en talismán. Ot ra práctica universal es la de la purificación, las abluciones rituales. En Babi lonia , durante las ceremonias de curac ión, los exorcistas ordenaban al paciente que se desnudara, que tirara sus ropas viejas, s ímbolos del Yo enfermo, y que se pusiera vestiduras nuevas. Los egipcios consideraban la purif icación como requisito prel iminar para el recitado de las fórmulas mágicas , como atestigua este texto: «Si un hombre p r o n u n c i a esta fórmula para uso propio , debe untarse de óleos y ungüentos y tener en la mano el incensario l leno; debe tener natrón de cierta calidad detrás de las orejas y una calidad diferente de natrón en la boca; debe vestir dos prendas nuevas, después de haberse lavado en las aguas de la crecida, calzar sandalias blancas y haberse pintado la imagen de la diosa Maat en la lengua con tinta fresca» . Los antiguos atribuían también un papel de aliado a numero-

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sos objetos: los textos mágicos se recitaban sobre un insecto, un animal p e q u e ñ o o, incluso , un collar. T a m b i é n se ut i l izaban l>andas de l ino , figuritas de cera, plumas, cabellos, etc. Los maídos grababan el nombre de sus enemigos en vasijas que después eran rotas y enterradas, des trucc ión y desapar ic ión que debían acarrear las de tales adversarios. En las suelas de las sandalias reales se pintaban las efigies de los «malvados» , para que el rey pisoteara a diario a los invasores en potencia. En este mismo orden de ideas, los brujos hititas me hic ieron descubrir los conceptos de sustitución y de identificación: en realidad, el mago no destruye el mal sino que se apodera de él descubriendo sus or ígenes y lo extirpa del cuerpo o del espíritu de la víctima para devolverlo a los infiernos. Según un antiguo texto, «se atará un objeto a la mano derecha y al pie derecho del enfermo, después se desatará y se atará a un ratón, mientras el oficiante dice: 'Yo te he extirpado el mal y lo he atado a este ratón"; y entonces se l iberará al ra tón» . Pachita extirpaba el mal para instilarlo en una planta, un árbol o un cactus, lo que hacía que el vegeta l m u r i e r a p o c o a p o c o . T a m b i é n se s o l í a su s t i tu i r a l enfermo por un cordero o una cabra: se ataba el turbante de éste a la cabeza de la cabra, a la que se le cortaba el cuello con un cuchi l lo que antes había tocado el cuello del paciente. Según la magia j u d í a es posible engañar , burlar e i n d u c i r a error a las fuerzas del mal . Para ello se disfraza a la persona en la que ellas se ensañan , se le cambia el nombre. Si se quiere purificar un objeto se le hunde en la tierra, etc.

Pachita me había d icho: «Vendré a verte en tus sueños» . Sucedió que, probablemente a causa de una infección intestinal, me comenzaron unos dolores de e s t ó m a g o que cont inuaron varios días porque me quise curar con hierbas y no con antibióticos. D o r m í mal durante tres noches pero a la cuarta tuve un sueño : Estoy en mi cama, sufriendo los mismos dolores que tengo cuando estoy despierto. Llega Pachita, se acuesta encima de mí y chupa el lado derecho de mi cuello diciendo: «Voy a curarte, muchachi to» . Hac iendo un esfuerzo, desliza su ma-

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no izquierda entre nuestros cuerpos y la apoya en mi vientre. Después , se eleva en el aire sin separarse de mí. Levitamos un rato horizontalmente, luego bajamos a la cama. E l l a se desvanece lentamente. Me desperté curado, sin sentir do lor alguno.

Cuando Pachita mur ió , me contó G u i l l e r m o Lauder que e l m é d i c o no pudo firmar de inmediato el certificado de defunc ión, porque el pecho del cadáver estaba caliente. Ese calor d u r ó tres d í a s . S ó l o entonces se l a p u d o dec la ra r m u e r t a . T i e m p o después , el d o n pa só a su hi jo Enr ique , que, p o s e í d o por el H e r m a n o , e m p e z ó a operar como su madre. C l aud ia , asistente del cineasta Francois Re ichenbach , durante u n a filmac ión en Belice, antigua H o n d u r a s br i tánica , tuvo un accidente automovil íst ico y se le seccionaron varios nervios de la espalda y se le r o m p i e r o n nueve vér tebras . P e r m a n e c i ó tres meses en coma. C u a n d o recobró el conocimiento , le d i jeron que estaba paralít ica y que no podr í a volver a andar. C o m o último recurso, viajó a México y se hizo operar por Pachita, que, según ella cuenta, la abr ió de la nuca hasta el cóccix y le cambió las vértebras d a ñ a d a s por otras que había comprado en el depós i to de cadáveres . A la semana siguiente ya estaba andando. Este «milagro» le c ambió la vida y la hizo interesarse en la magia mexicana con un enorme deseo de ayudar a sus amigos de Francia , para lo cual invitó a E n r i q u e a venir a París para operar. Este accedió .

Mi hija Eugenia p a d e c í a en aquella é p o c a una enfermedad casi de exclusividad francesa, la espasmofilia, con contracciones involuntarias de los múscu lo s del vientre muy dolorosas. H a b í a perdido el apetito y estaba en los huesos. N i n g ú n médico la pudo curar. A pesar de que tenía una formación universitaria y una férrea educac ión racional -hasta los 16 años la educó en Dusseldorf su madre alemana-, le propuse que intentara curarse con el H e r m a n o . Por pura desesperac ión , ya que ella no cre ía en esas « s u p e r c h e r í a s » , a cep tó . Llegamos al apartamento y nos abrió la puerta un ayudante mexicano que hab ía venido con Enr ique . P o n i é n d o s e un índice en los labios, nos

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indicó que d e b í a m o s entrar en silencio. Las habitaciones, con las ventanas cubiertas por frazadas, estaban oscuras. Entramos a tientas en el sa lón y nos sentamos. Nuestros ojos se fueron acostumbrando a la penumbra . El silencio era impresionante. De pronto el ayudante, apresurado, abr ió la puerta del baño . Salió de allí el resplandor de un objeto que se quema y el hombre m u r m u r ó :

-Es un d a ñ o . No entren hasta que se consuma. Si no, se les puede echar encima -y se fue. U n a sonrisa despectiva se fo rmó en los labios de Eugenia , que gruñó :

-Cuentos para retrasados mentales. Al cabo de un rato, la puerta del fondo se abrió y salieron

dos personas cargando a una tercera, envuelta en una sábana ensangrentada, pá l ida , al parecer profundamente dormida o muerta. La acostaron en el suelo, j un to a nosotros. Espantada, mi hija me p id ió que nos fuésemos inmediatamente de allí, y temblando de pies a cabeza, se levantó para huir. Aparec ió una f igura ex t raña , un h o m b r e que sabía mantenerse en la sombra, y p idió a Eugenia que se acercara. Esta, de golpe, se ca lmó y lo s iguió dóc i lmente . Yo presencié la operac ión . Hab ía como antes só lo u n a cama y el lugar estaba apenas i l u m i n a d o por una vela. U n a muchacha cubierta de sangre yacía tendida en el suelo, con expres ión r isueña. El H e r m a n o , a pesar de manejar el cuchi l lo de monte, no se le veía de pie portando, aterrador, la túnica del emperador azteca. A h o r a el curandero permanec ía , sentado, en la sombra. No se veía de él más que sus manos. La « c a r n e » se h a b í a hecho imper sona l . Auscu l tó e l vientre de mi hija, le dijo que llevaba allí acumulada una gran cólera contra su padre y que la iba a curar de un mal que no era d a ñ o . El cuchi l lo se h u n d i ó en la carne, corrió la sangre, las manos se introdujeron en la herida, parecieron poner los ó rganos en su sitio, volvieron a salir, sobaron la p ie l , no q u e d ó huella del corte. Eugenia nunca se que jó . El H e r m a n o hablaba esta vez c o n dulzura y no produc ía dolor. Al salir, así se lo hice observar al ayudante, que me re spond ió que de encarnac ión en e n c a r n a c i ó n el H e r m a n o iba progresando, y que última-

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mente hab ía aprendido a no hacer sufrir a los pacientes. Eugenia nunca más volvió a tener espasmos, r e c u p e r ó su peso normal y muy pronto e n c o n t r ó al hombre de su vida.

D e s p u é s de crear la Psicomagia y el Ps icochamanismo, he vuelto repetidas veces a la c iudad de México para estudiar los m é t o d o s de los l lamados charlatanes o curanderos. Son muy abundantes. En el corazón de la capital hay un gran mercado de brujería . Allí se venden toda clase de productos mág icos , velas, peces del diablo, estampas de santos, hierbas, jabones benditos, Tarots, amuletos, etc. En algunas trastiendas, sumidas en la penumbra , hay mujeres que, con un tr iángulo pintado en la frente, hacen « l impias» de l cuerpo y del aura. Cada barrio tiene su brujo o bruja. Gracias a la fe de sus pacientes, logran muchas veces curarlos. Los m é d i c o s surgidos de las universidades desprecian estas prácticas . P o r supuesto que esa med ic ina no es científica, sin embargo es un arte. Y para el inconsciente humano es más fácil comprender el lenguaje onír ico -las enfermedades desde cierto punto de vista son sueños , mensajes que denunc ian problemas no resueltos- que el lenguaje racional . Los charlatanes, c o n gran creat iv idad , desarro l l an técn ica s muy personales. Los comparo a pintores. Todos pueden pintar paisajes, pero el estilo con que lo hacen es inimitablemente i n d iv idua l . A lgunos t ienen m á s i m a g i n a c i ó n o talento que los otros, pero todos, si se les concede la fe, son útiles. Le hablan al hombre primitivo que cada uno de nosotros aún lleva dentro.

D o n A r n u l f o Martínez es el brujo futbolista. Me costó localizarlo. Vive en un caótico barrio pobre. Las casas tienen n ú m e ros desordenados, al lado de la 8 se encuentra la 62 y después la 34, etc. Lo pude encontrar preguntando a los vecinos. D o n A r nulfo me esperaba al final de un estrecho pasadizo con los muros cubiertos de jaulas de canarios. Tuve que atravesar un cuarto donde estaban su esposa, su madre y su numerosa pro le . Separado por cortinas de plástico relumbraba el p e q u e ñ o espacio sagrado, con estantes plagados de estatuillas representando

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.i Cristo y a la V i r g e n de Guadalupe, muchas velas encendidas, l íquidos de color en diferentes tipos de botellas, j un to con fotografías de su é p o c a de futbolista. En el centro del altar reinaba la pelota formada por p e n t á g o n o s negros y blancos. El curandero, en lugar de ocultar la pas ión de su juventud, la usaba en sus prácticas mágicas . Para diagnosticar mis males, me frotó todo el cuerpo pr imero con un ramo de claveles rojos y blancos, luego con la pelota de fútbol. Me vaticinó problemas económicos. G r a b ó con sus largas uñas mi nombre en una vela y me pidió que la encendiera en mi dormitor io , de j ándo la consumirse. Por azar, porque así él lo quer ía , por a lgún truco, cuando me colocó u n a mano en la frente y la otra en el corazón, para liberarme de mis preocupaciones, los canarios comenzaron a tr inar. No hay nada mejor para apaciguar el a lma que un coro de canarios. D o n A r n u l f o nos está d ic iendo que « c a d a cual debe curar con lo que más ama, sin preocuparse de lo que piensen los demás . Los objetos son receptáculos de energías , positivas o negativas. El los no son diaból icos ni sagrados. Es el odio o el amor que depositas en ellos lo que los transforma. U n a pelota de fútbol puede llegar a ser santa» .

G l o r i a es u n a mujer enérg ica , vestida c o n pantalones cortos y camiseta, alta, musculosa, madre de tres hijos. Su ayudante fiel es su marido, un hombre delgado y p e q u e ñ o . Gloria , al parecer, no tiene nada de extraordinario. Vive en un apartamento y vende m u ñ e c o s que reproducen personajes de las series i n fantiles de la televisión. En los muros desnudos sólo hay un gran retrato de María Sabina porque Glor ia , cuando cae en trance, recibe al espíritu de la sabia de los hongos. Sus pacientes entonces se dir igen a ella l l amándo la «Abuel i ta» . No tiene un lugar sagrado especial. Recibe en su dormi tor io , que está casi completamente invadido por una cama muy ancha y un ropero. Se sienta en una esquina del lecho y coloca al consultante de pie frente a ella. Cierra los ojos, se repliega y luego se yergue convertida en la Abuel i ta , una vieja que habla un español defectuoso mezclado con frases en náhuat l . Ausculta a la persona c o n

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sus manos y luego comienza a dictar una larga serie de hierbas, flores y antiguas medicinas. Recetas que religiosamente su marido apunta en un cuaderno de escuela. Por f in «María Sabina» entrelaza los dedos y hace un círculo purif icador con sus brazos. El paciente debe introducir sus piernas en el ani l lo corporal y luego sacarlas así como se saca un sable de su vaina, y a contin u a c i ó n los brazos, la cabeza y el torso. «Pur i f icado estás , mi nieto.» Mientras la Abuel i ta se despide y G lor i a comienza a salir del trance, el caballero da fotocopias de papelillos escritos en una vieja máquina . Reproduzco uno que aconseja un sahumerio para purificar la casa expulsando los espíritus negativos: «En una sartén ponemos un poco de aceite y 21 chiles de árbol (despanzurrados), se fríen y se queman. Cuando haya h u m o se pasa la sartén por toda la casa y se dice: "Corto , aparto, retiro y destruyo todo lo que no nos corresponde y todo ser de oscuridad". Cuando se haya pasado la sartén por toda la casa, se deja en un lugar seguro y se sale de la casa unos 10 o 15 minutos. Se regresa para abrir las ventanas. Hacer esto 3 veces lo m á s seguido que se pueda, pero no en el mismo d í a » . É l iphas Lévi en su l ibro Dogma y ritual de la alta magia re sumió a ésta en cuatro palabras: «Querer, osar, poder y callar». Se puede decir que la Abuel i ta ha resumido en cuatro palabras la brujería sanadora. Corto: Se cortan los lazos que unen al enfermo a deseos, sentimientos y pensamientos negativos. Aparto: Se aparta al espír i tu de su cárcel material. Retiro: Se retira el d a ñ o (la enfermedad es vista como un demonio enviado por gente envidiosa o por entidades maléficas) . Destruyo: El d a ñ o se destruye fuera del cuerpo del paciente. La enfermedad ha sido concretizada en un objeto, siempre considerado viviente. G lor ia , en trance, agrega una d imens ión nueva al acto de poses ión . La Abue l i t a le dice al consultante: «Ahora que has establecido contacto conmigo, yo estoy también en ti . Te vas pero me voy contigo. Ya no te a b a n d o n a r é . Cuando quieras ayudar a tus semejantes, l l ámame y, a través de ti, yo los ayudaré» . Esto nos está dic iendo que los valores sublimes del espíritu, una vez que se revelan, son irreversibles.

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D o n Ernesto vive en un barrio más acomodado y ha adaptado su apartamento para que le sirva a su actividad. El lugar se asemeja a una p e q u e ñ a estación ferroviaria. Hay largos bancos de madera a ambos lados. En ellos, esperan con paciencia los candidatos a la l impia . Previamente se han detenido frente al escritorio que está j u n t o a la puerta y le han pagado a la esposa del curandero una suma que equivale a tres dólares . En el fondo del hangar hay en el suelo un cuadrado de tres por tres metros constituido por baldosas blancas. Allí oficia d o n Ernesto, secundado por su hija.

Se le pide al solicitante que escriba en una hoja de papel todo aque l lo de lo que se quiere desprender : enfermedades , problemas e c o n ó m i c o s , líos sentimentales, tensiones familiares, angustias, etc., y que se pare en el centro del cuadrado. La hija, presionando una botella de plástico l lena de a lcohol , lanza un chorro circular alrededor de la persona. D o n Ernesto lo enc iende . En las llamas quema la hoja c o n la lista de males. C u a n d o el ani l lo de fuego se consume, barre el cuerpo del solicitante con un ramo de crisantemos. Luego le hace extender las palmas abiertas en actitud de súplica. El estira hacia el techo su mano derecha, s imula que toma algo del aire (mundo d iv ino) , lo deposita en la pa lma abierta y hace que la persona e m p u ñ e e l d o n invisible. D o n Ernesto define con una palabra ese d o n : a veces es Paz, otras Amor , otras Prosperidad y otras Salud. Las personas se van con las manos e m p u ñ a d a s como si hubiesen recibido un tesoro. C o n don Ernesto comprendemos que para dar no es necesario poseer materialmente.

D o n T o ñ o es un i n d i o hu icho l . Sus prendas son blancas con hermosos bordados donde se mezcla el amari l lo , el celeste, el negro y el blanco. U n a vez por semana, un ávido promotor lo va a buscar a la sierra y lo trae a la capital para que ejerza su medic ina en la trastienda de una l ibrería esotérica. El l ibrero , t ambién ávido, cobra de antemano por cada consulta el equivalente a c incuenta dólares . Después de inclinarse y hacer en su i d i o m a una invocación hacia los cuatro puntos cardinales,

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d o n T o ñ o pregunta cuál es la enfermedad y d ó n d e siente el consultante el dolor. U n a vez que, pres ionando con sus dedos, lo localiza con exactitud, mediante un abanico de plumas duras comienza a «barrer» el cuerpo, desde los puntos m á s lejanos hasta el do lor central . Da la idea de estar acumulando el mal que se ha extendido por el organismo. Entonces, c o n los brazos abiertos, c o m o las alas de un águi la , acerca su boca a ese núc leo y comienza a chupar. Luego alza la cabeza y escupe una piedra, a veces p e q u e ñ a , otras m á s grande, de diferentes colores que van del sepia al negro. Ha sacado el daño . . . Yo tenía una verruga en la comisura de un ojo. D e s p u é s de absorber y escupir mi mal , una piedreci l la verdosa, d o n T o ñ o me puso las manos juntas, como en actitud de rezo. Sorb ió de la punta de mis dedos y e scupió en mis palmas un bel lo cristal. Luego me rega ló un col lar de cuentas c o n sus cuatro colores sagrados. C o n él se aprende que la finalidad de la med ic ina no es sólo curar sino también revelarle al paciente sus valores.

Soledad es una mujer madura , morena , muy fuerte, actriz de profes ión, que todos los fines de semana abre las puertas de su apartamento y da masajes gratis. Es m é d i u m y la posee el espíritu de Magdalena. C u a n d o me ve llegar, me reconoce, cosa que no me extraña porque pertenece al m u n d o teatral y cinem a t o g r á f i c o . Pero no es p o r eso p o r lo que me recibe antes que a nadie. Me lleva al p e q u e ñ o cuarto donde oficia; allí hay un armario p e q u e ñ o , de h ierro esmaltado en blanco, como en los hospitales, un si l lón-cama de cuero negro, para masajes, y en la pared la fo togra f ía de u n a mujer, muy mexicana , cuyo rostro, de ojos impresionantemente luminosos, no me es desconocido .

-Es mi s eñora Magdalena. E l l a fue maestra de D o n j u á n . Tú la conociste. Me hab ló de t i . Fuiste a verla porque a causa de un fracaso teatral padec ía s u n a baja de energ ía , ¿verdad?

¡Cierto! H a b í a pasado p o r tantos disgustos c o n la vanidad de los actores, la maldad de la prensa, el poco interés del público y la enorme p é r d i d a e c o n ó m i c a que la energ ía se me ha-

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!>ía ido j u n t o con la a legr ía de vivir. A l g u i e n me r e c o m e n d ó visitar a Magdalena para recibir un masaje energét ico . Así lo h i -( e. E n c o n t r é a una mujer indef inible . P o r un lado era un ser pr imi t ivo , c o n la s a b i d u r í a s imple y d i recta de l pueb lo , p o r otro , en ciertos momentos , mostraba un e sp í r i tu cul t ivado, usando frases dignas de un profesor univers i tar io . La ú n i c a manera que tendría de def inir la sería decir que me parec ió un diamante mostrando constantemente una faceta diferente. H i zo que me desnudara y me tendiese de bruces en su mesa rectangular. Me m o s t r ó un frasco grande l l eno de una pasta semejante a vaselina y me contó que los mayas de Quintana R o o le e n s e ñ a r o n a hacer este u n g ü e n t o . Me u n t ó toda la espalda, también la nuca y las piernas. No fue un masaje, sino simplemente una extens ión delicada de la pasta. Luego apoyó las manos en mi cabeza y rezó en un extraño lenguaje. Me sentí liger o , c a d a vez m á s a l e g r e , y m e d i o u n a t a q u e d e r i s a . L a depre s ión y el cansancio se hab ían volatilizado. Antes de i rme quise pagarle. Me lo i m p i d i ó : «Yo hice muy poco . Es e l u n g ü e n t o el que te ha ayudado, agradécese lo a é l» . Le p r e g u n t é su compos i c ión y, sonriendo con malicia , me contestó :

- U n a s pocas hierbas que no conoces y m u c h a marihuana , molidas hasta hacerlas polvo y disueltas en vaselina caliente. La mar ihuana te despierta la a legría en el cuerpo. El cuerpo se la transmite a tu espíritu y tu espíritu se da cuenta de que, en el (ondo de tus pesares, él sigue intacto, como una joya luminosa. Entonces el pesar se desvanece porque es sólo un mal sueño .

S o l e d a d m e c o n f i r m ó l a c a p a c i d a d d e M a g d a l e n a p a r a adoptar personalidades diversas. Pasaban frente al Palacio de Bellas Artes , donde u n a c o m p a ñ í a extranjera presentaba un programa de danzas, y Soledad se q u e j ó tristemente de no poder verlo p o r falta de d inero , pues la entrada resultaba muy cara. Magda lena la invitó a seguirla: « N o s de j a rán pasar grat is» . Estaban vestidas de manera h u m i l d e . So ledad se s int ió acomplejada pero s iguió a su maestra. Magda lena c a m b i ó de act i tud y en pocos segundos parec ió ser u n a princesa. Se habr ía d icho que llevaba un invisible atuendo lujoso. Los porte-

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ros se inc l ina ron ante el la y las dejaron pasar. Las acomodadoras, dando muestras de un fascinado respeto, las l levaron a un palco. P u d i e r o n ver c o n toda t ranqui l idad el ballet sin que nadie las molestara. La fabr icac ión del u n g ü e n t o era un secreto. Soledad no sabía que Magdalena me h a b í a honrado c o m u n i c á n d o m e l o . Es cierto que los masajes de Soledad eran excelentes. Sus manos, c o n las yemas de los dedos reunidas j u n t o a las del pulgar, imitaban cabezas de serpientes, los brazos eran el cuerpo ondulante de los ofidios, que el la hac ía reptar p o r la p ie l , pres ionando hasta parecer dar un masaje a los huesos y no a la carne. Al mi smo t iempo, en cada parte de l cuerpo en la que largamente se de ten ía , recitaba el nombre de un dios náhuat l y una o rac ión d i r ig ida a él. Dividía el organismo en veinte secciones, en veinte dioses. Al l legar al vientre (el Kath) en lugar de n o m b r a r a un dios cantaba el n o m b r e del paciente, convir t iéndolo en el centro de l g rupo d iv ino . L u e g o , extendía la pasta y la mar ihuana p r o d u c í a su efecto. U n a euforia mís t ica . La en fermedad , en la ebr i edad , se o lv idaba . E l paciente, al sentirse sano, recuperaba la fe. Y cuando el efecto de l u n g ü e n t o cesaba, e l inconsciente , e n g a ñ a d o , s e g u í a creyendo que el cuerpo estaba a salvo y entonces se p r o d u c í a la curac ión .

A d o n Rogelio lo l l aman el « c u r a n d e r o rab ioso» . Es un viejo flaco, amar i l l ento , s in dientes, vestido de negro y c o n un ani l lo en cada dedo c o n una calavera. Dice :

- L a gente es envidiosa y hace trabajos. Los celos enredan el espíritu; la envidia provoca daños . Luego, es necesario hallarlos y echarlos fuera.

C i t a e l evangel io de San Lucas , c u a n d o J e s ú s c u r ó a un hombre p o s e í d o p o r un espíritu i n m u n d o y gritó a l demonio , con irresistible autoridad, « ¡Sal de é l ! » .

- C u a n d o el espíritu está enredado, s iguiendo el e jemplo de nuestro Señor, yo lo desenredo a la fuerza -y d o n Rogel io , parado frente al enfermo, azota el aire, a lrededor del cuerpo dañ a d o , c o n un gallo rojo, lanzando atronadores gritos de fur ia- :

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J ' .na afuera, cabrón de mierda ! ¡Vete! ¡Vete! ¡Deja tranquilo a este cristiano!

C o n él se aprende que hay que proceder c o n certeza total y u i ior idad absoluta. La m e n o r duda provoca e l fracaso. Hay un

ilu ho zen que dice: « U n grano de polvo en el azul de l mediodía, oscurece todo el c ie lo» .

En diferentes ocasiones, a través de los años , asistí a las cu-i ,k iones efectuadas por d o n Carlos Said. D e s p u é s de Pachita es uno de los curanderos m á s creativos, en constante desarrollo, incorporando nuevos elementos a sus sesiones. C u a n d o lo visité por pr imera vez recibía en un cuarto de su gran apartamento, en un viejo edif icio no muy lejos del centro de la ciudad. La gente esperaba en el sa lón, entre jarrones de flores y cuadros representando a Cristo. Muchos me di jeron que d o n Carlos los h a b í a sanado de peligrosos cánceres . Ten ía un peq u e ñ o altar, semejante a los de los templos catól icos . Al lado de él, u n a vieja silla de madera estilo e spañol , con cojines de terciopelo rojo. S e g ú n Said, aunque no la v iéramos , allí estaba sentada su maestra d o ñ a Paz. Esta vieja sabia veía a los enfermos re f i r i éndose a ellos c o m o «ca j i tas» , es decir formas que c o n t e n í a n diferentes e lementos , enfermedades , penas, etc. E l l a le dictaba los remedios que sanar ían esos males. Años m á s tarde, d o n Carlos Said, convirtió el pr imer piso de su casa en templo. Al entrar, los solicitantes se encuentran con hileras de sillas dispuestas como en las iglesias o en los teatros. Hay sitio para unas c incuenta personas. Frente a ellas se alza un altar: plataforma a la que se llega subiendo doce escalones. En lo alto, coronando a la mesa rectangular, re inan siete grandes cirios encendidos. En cada esquina del altar hay un f lorero c o n crisantemos. Las paredes están cubiertas de cuadros, de cierto buen gusto, que muestran el Vía Crucis . D o n Carlos oficia vestido de blanco, como un ind io mexicano. Lo ayudan dos mujeres, con túnicas blancas, sin maquillaje y el pelo corto o recog ido en l a n u c a f o r m a n d o un m o ñ o . P a r e c e n monjas . A l a i zqu ie rda de los part ic ipantes , hay u n a h i l e r a de co lchones

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donde yacen enfermos envueltos en sábanas con aplicaciones en el cuerpo de ramos de hierbas frescas.

Apenas el futuro paciente entra, otra ayudante le vierte en las manos, de una botella negra, un poco de perfume m á g i c o l lamado «Siete Machos» para que lo rocíe p o r su cabeza y cuerpo, cor tándose así de los lazos que lo u n e n con el exterior. Se penetra en un lugar sagrado por completo. Traiga lo que el enfermo traiga, eso debe entrar en el templo. N a d a debe quedar fuera, en el m u n d o ordinar io . Lo que se deja atrás no se puede curar. Son diablos que esperan y, apenas el enfermo regresa, se le echan otra vez encima.

Los pacientes son tratados en estricto o r d e n de llegada. S in embargo hay algunos que se han presentado al alba, citados para un tratamiento especial. Están sentados en una silla, con el cuerpo y la cabeza cubiertos por mantas blancas. Said ha depositado bajo la silla u n a palangana l lena de carbones encendidos e incienso. Un h u m o denso y perfumado se escapa, envolviendo al penitente. El curandero le p ide al enfermo que se pare descalzo frente al altar, sobre un tr iángulo de sal teñida de negro y rodeado por un círculo de sal blanca. Lo pr imero que hace es colocarle alrededor del cuel lo un grueso trozo de cuerda con nudo corredizo. Parece decir: «Esta enfermedad es tu enfermedad, tu responsabilidad. No vienes a q u í a d á r m e l a a mí. Deja que tu espíritu la reconozca y se aparte de el la» . Para acentuar esto, con las manos cerradas, d o n Carlos cruza con fuerza los brazos a l rededor del paciente hac iendo u n a cruz, luego cierra invisibles pestillos en el aire. Después , con u n a de sus grandes manos, la izquierda, toma tres huevos crudos y comienza con ellos a frotar el cuerpo de su protegido. De pronto en un p a ñ u e l o mexicano, un paliacate rojo, envuelve los huevos. Sigue frotando. Luego arroja con fuerza el paquete a un recipiente y se escucha c ó m o estallan los huevos bajo la tela. Ha retirado y destruido parte del d a ñ o . A h o r a , esta vez con un c u c h i l l o , comienza a dar intensos tajos en el aire, a l rededor del enfermo. Está cortando los deseos locos, los sentimentos locos, las ideas locas. Roc ía un tr iángulo c o n a lcohol y lo en-

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( ¡ e n d e . C u a n d o las llamas cesan, le quita la cuerda, empapa pañue lo s con Siete Machos y, extendidos, los pasa por el pariente de pies a cabeza, usando el perfume como una bendic ión . Antes de que se vaya, en un vasito de papel , le ofrece agua filtrada y luego un trozo de l imón untado en semillas negras. La purif icación no sólo debe ser exterior sino también i n terior. T e r m i n a la ceremonia d á n d o l e , para que lo succione, un chupete de azúcar que tiene forma de corazón. Durante este complejo acto, que varía con nuevos detalles para cada enfermedad, d o n Carlos habla , como en trance, revelando que hay a lguien que ha atravesado u n a m u ñ e q u i l l a con agujas o que ha util izado a un brujo negativo para que envíe el mal . La curac ión es u n a lucha contra un enemigo exterior donde e l curandero, asistido por aliados invisibles que se r e ú n e n a su alrededor, siempre está en peligro de que las entidades negativas lo ataquen por haber extra ído los daños . Todos los curanderos afirman que si algunos sanan y otros no, es porque no bastan las operaciones m á g i c a s : es nececesario que en el e n f e r m o ocurra un cambio de menta l idad . Aque l lo s que viven en un constante pedir deben aprender a dar.

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De la magia a la psicomagia

Cuando cumpl í 50 años , nació mi hijo Adán. Justo en ese momento, el productor de mi film Tusk se declaró en quiebra y no pagó lo que me debía. Durante el embarazo de Valérie, yo había estado en India, filmando en condiciones miserables, con técnicos mediocres, s e g ú n p r o d u c c i ó n por razones de e c o n o m í a . Sospecho que gran parte del dinero destinado a crear imágenes de calidad pasó a los bolsillos del ávido organizador. El hecho es que, de regreso a París, me encontré con una mujer cansada, un recién nacido, otros tres hijos y cero pesos en la cuenta banca-ria. Lo poco que Valérie hab ía economizado y que guardaba dentro de una caja de dulces mexicanos, alcanzaba para nutrirnos diez días, no más . L l amé a Estados Unidos a un amigo millonario y le p e d í prestados diez m i l dólares. Me envió cinco m i l . Abandonamos el apartamento espacioso que teníamos en un buen barrio y por circunstancias milagrosas encontramos una p e q u e ñ a casa en las afueras de la c iudad, en Joinvil le le Pont. Me vi obligado a ganarme la vida leyendo el Tarot... Todo esto, viéndolo desde ahora, no fue una desgracia sino una bendición.

Jean Claude, siempre preocupado p o r llegar al or igen de las enfermedades, puesto que a los males (al igual que los chamanes) los consideraba s íntomas corporales de heridas psicológicas causadas por relaciones familiares -o sociales- dolorosas, durante dos años me había enviado, los s ábados y domingos, a

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algunos de sus pacientes para que les leyera el Tarot. Lo hice s iempre gratis y muchas veces c o n buenos resultados. A h o r a que estaba en la miseria, con una grave responsabilidad familiar, me vi obligado a cobrar mis lecturas. La pr imera vez que estiré la mano para recibir el d inero de mi consulta, creí desmayarme de vergüenza . Esa noche, cuando mi mujer y mis h i jos d o r m í a n , en la soledad del p e q u e ñ o cuarto que, mediante una alfombra rectangular violeta, hab ía transformado en templo tarótico, me puse de rodillas, sentado en los talones, como me lo e n s e ñ a r a Ejo Takata, y m e d i t é . El monje h a b í a d i c h o : « C u a n d o se quiere agregar más agua a un vaso que está totalmente l leno, pr imero es necesario vaciarlo. Así, una mente llena de opiniones y especulaciones no puede aprender. Debemos vaciarla para que en e l l a se dé u n a c o n d i c i ó n de a p e r t u r a » . Cuando me ca lmé y vi la vergüenza como una nube pasajera, d á n d o m e cuenta de que era orgul lo disfrazado, r e c o n o c í que no estaba viviendo de la candad públ ica , que el acto de leer el Tarot tenía un noble valor terapéut ico . Pero me asaltaron las dudas. ¿ L o que leía en las cartas era útil para el consultante? ¿Tenía el derecho de hacerlo profesionalmente? Volví a pensar en Ejo Takata. C u a n d o el monje vivía en J a p ó n , visitaba cada a ñ o la p e q u e ñ a isla donde estaba el hospital de leprosos -que en ese t iempo eran incurables- para realizar un servicio social. Allí recibió una lección que le c a m b i ó la vida. Al pasear juntos , al borde de un acantilado, los visitantes iban delante y los leprosos detrás . Así a las esposas, madres, parientes, amigos, se les evitaba ver a sus seres quer idos c o n el cuerpo m u t i l a d o . Cierta vez Ejo t ropezó y estuvo a punto de caer al abismo. En ese momento un enfermo se ade lantó para sostenerlo pero, al ver su p r o p i a mano sin dedos, no quiso tocarlo p o r temor a que se contagiara. Desesperado, estalló en sollozos. El monje r e c u p e r ó el equ i l ib r io e h izo u n a venia a l en fermo, agradec iéndole emocionado su amor. Ese hombre , tan necesitado de c o m p a s i ó n y ayuda, h a b í a sido capaz de o lv idar el ego, moviéndose no para su prop io beneficio, sino c o n la intensión de auxil iar al otro. Takata escr ibió este poema:

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El que tenga sólo manos ayudará con sus manos y el que tenga sólo pies ayudará con sus pies en esta gran obra espiritual.

R e c o r d é también un cuento ch ino : U n a alta m o n t a ñ a i m p e d í a c o n su sombra que u n a aldea,

construida a sus pies, recibiera los rayos solares. Los n iños crecían raquít icos . U n a m a ñ a n a los aldeanos v ieron a l m á s anciano marchar por la calle, con una cuchara de porcelana en las manos.

- ¿ A d ó n d e vas? - l e preguntaron. - V o y a la m o n t a ñ a - conte s tó . - ¿ P a r a qué? - P a r a quitarla de allí. - ¿ C o n qué? - C o n esta cuchara - los aldeanos estallaron en carcajadas. - ¡ N u n c a podrá s ! E l anciano r e s p o n d i ó : - Y a lo sé: n u n c a p o d r é . Pero a lguien tiene que comenzar. Me dije: «Si quiero ser útil, debo hacerlo en forma honesta,

c o n mis verdaderas capacidades. De n inguna manera me compor taré como vidente. P r imero que nada, no soy capaz de leer el futuro, y segundo, me parece que es inútil conocer lo cuando ignoramos q u i é n e s somos a q u í y ahora . Me c o n f o r m a r é c o n el presente y c e n t r a r é la lectura en el c o n o c i m i e n t o de u n o mi smo , par t i endo de l p r i n c i p i o de que no tenemos un destino predeterminado por posibles dioses... El camino se va creando a medida que avanzamos y a cada paso se nos ofrecen m i l posibilidades. Vamos el igiendo constantemente. Pero ¿qué es lo que decide esta e lecc ión? E l l a depende de la personalidad c o n que hemos sido formados en la infancia. Es decir que lo que llamamos futuro es una repet ic ión del p a s a d o » .

Al mismo t iempo que escribía para Moebius el cómic El In-

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cal, c o m e n c é mis sesiones de lectura del Tarot. C u a n t o m á s avanzaba, con más fuerza constataba que todos los problemas desembocaban en el á rbo l genea lóg ico . Examinar las dificultades de u n a persona era entrar en la a tmós fera ps ico lóg ica de su medio familiar. C o m p r e n d í que e s t ábamos marcados por el universo psicomental de los nuestros. P o r sus cualidades pero también por sus ideas locas, sus sentimientos negativos, sus deseos inhibidos , sus actos destructivos. El padre y la madre proyectaban sobre el b e b é esperado todos sus fantasmas. Querían verlo realizar lo que ellos no pud ieron vivir o lograr. Así asumíamos una personalidad que no era la nuestra, sino que provenía de uno o varios miembros de nuestro entorno afectivo. Nacer en una familia era, por decir lo así, estar p o s e í d o .

La gestac ión de un ser h u m a n o casi nunca se realiza en forma sana. Influyen en el feto las enfermedades y neurosis pa-rentales. Al cabo de cierto t iempo, c o n só lo mira r moverse y o ír unas cuantas frases de mi consultante p o d í a d e d u c i r en q u é forma hab ía sido dado a luz. (Si se sentía obligado a hacer todo ráp ido , había sido par ido en escasos minutos, como c o n urgencia. Si frente a un problema esperaba hasta el ú l t imo momento para resolverlo mediante una ayuda exterior, hab ía nacido por fórceps . Si le costaba tomar decisiones, h a b í a nac ido por cesárea , etc.) C o m p r e n d í que la manera en que nos paren, muchas veces no la correcta , nos desvía de nosotros mismos u n a vida entera . Y estos malos partos d e p e n d e n de los l íos emocionales de nuestros padres c o n nuestros abuelos. El d a ñ o se transmite de g e n e r a c i ó n en g e n e r a c i ó n : el embru jado se convierte en embrujador, proyectando sobre sus hijos lo que fue proyectado sobre él, a no ser que u n a toma de conciencia logre r o m p e r e l c í rculo vicioso. No hay que temer hundirse profundamente en u n o mismo para enfrentar la parte del ser mal constituido, e l h o r r o r de la no real ización, haciendo saltar el o b s t á c u l o g e n e a l ó g i c o que se levanta ante nosotros c o m o una barrera y que se opone al flujo y reflujo de la vida. En esta barrera encontramos los amargos sedimentos ps icológicos de nuestro padre y de nuestra madre, de nuestros abuelos y bisa-

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buelos. Tenemos que aprender a desidentificarnos de l árbol y comprender que no está en el pasado: p o r el contrar io , vive, presente en el inter ior de cada uno de nosotros. Cada vez que tenemos un problema que nos parece indiv idual , toda la familia está concernida . En el momento en que nos hacemos conscientes, de u n a manera o de otra la famil ia comienza a evolucionar. No sólo los vivos, t ambién los muertos. El pasado no es inamovible . Cambia s egún nuestro punto de vista. Ancestros a quienes consideramos odiosamente culpables, al mutar nuestra menta l idad , los comprendemos en f o r m a diferente. Desp u é s de perdonarlos debemos honrarlos , es decir, conocerlos, analizarlos, disolverlos, rehacerlos, agradecerles, amarlos, para, f inalmente ver el « B u d a » en cada uno de ellos. Todo aquel lo que espiritualmente hemos realizado p o d r í a haberlo hecho cada u n o de nuestros parientes. La responsabilidad es inmensa. Cua lquier ca ída arrastra a toda la familia, incluyendo a los n i ñ o s p o r venir, durante tres o cuatro generaciones. Los peq u e ñ o s no perc iben el t iempo como los adultos. Lo que para los grandes se desarrolla en una hora , ellos lo viven como si hubiera durado meses y los marca para toda la vida. Los abusos padecidos durante la infancia , una vez vueltos adultos, tenemos tendencia a reproducir los sobre otros, o b ien , sobre nosotros mismos. Si ayer me torturaron, hoy no ceso de torturarme, convertido en mi p rop io verdugo. Se habla m u c h o de los a b u - \ sos sexuales que sufre la infancia , pero se pasan por alto los abusos intelectuales - e m b u t i r en la mente de l n iño ideas locas, prejuicios perversos, racismos, etc.-, los abusos emocionales - p r i v a c i ó n de amor, desprecios, sarcasmos, agresiones verbales-, los abusos materiales -falta de espacio, cambios abusivos de territorio, abandono vestimentario, errores en la alimenta.?/ c ión, etc.-, los abusos deljser - n o nos d ieron la posibi l idad de desarrollar nuestra verdadera person-alidacL-establecieron planes en función de su p r o p i a historia familiar, nos crearon un destino ajeno, no vieron qu iénes é ramos , nos convirt ieron en espejo de ellos, qu i s i e ron que f u é r a m o s otro , esperaban un h o m b r e y nacimos mujer o viceversa, no nos dejaron ver todo

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lo que q u e r í a m o s , no nos de jaron escuchar ciertas cosas, no nos dejaron expresarnos, nos d ieron u n a e d u c a c i ó n que consistía en la i m p l a n t a c i ó n de l ími te s - . En cuanto al abuso sexual , la lista es larga. Tan larga como la lista de culpabilizacio-nes: «Me casé obligado porque tu madre estaba encinta de ti , has sido una carga para nosotros, por tu causa de jé mi carrera, quieres irte a vivir tu vida como un egoísta , nos has traicionado, no fuiste lo que nosotros q u e r í a m o s que fueras, te permites sobrepasarnos y realizar lo que nosotros no p u d i m o s » . La historia familiar está plagada de relaciones incestuosas, reprimidas o no; de núcleos homosexuales, de sadomasoquismo, de narcisismo, de neurosis sociales que, como un legado, se reproducen de g e n e r a c i ó n en g e n e r a c i ó n . Esto, a veces, puede verse en los nombres. U n a consultante me escribió: «Me propusiste que aclarara el incesto inconsciente c o n mi hermano. Tenías razón. Mi hermano se l lama Fernando y el padre de mis hijos igualmente se l lamaba Fernando . Pero esto t a m b i é n lo encuentro en mi genea log í a : mi madre tiene un hermano que se l lama Juan Carlos y se casó con un Carlos. Igual mi abuela materna: su hermano se l lamaba J o s é , se ca só c o n un J o s é y su padre (mi bisabuelo) se l lamaba también J o s é » .

¿ C u á n d o c o m e n z ó todo esto? Vi a m e n u d o personas que arrastraban problemas desde la guerra de l 14. Un bisabuelo regresó del frente con u n a enfermedad p u l m o n a r a causa de los gases tóxicos, y eso le p rovocó un disturbio emocional , u n a incapacidad de realizarse, u n a deva luac ión mora l . Y cuando el padre es débil o está ausente, la madre se hace dominante , i n -vasora, y ya no es una madre. La ausencia de l padre provoca la de la madre. Los hijos crecen c o n sed de caricias, que se transforma en cólera repr imida . Có lera que se pro longa a través de varias generaciones. La falta de caricias es el mayor abuscTque~~ padece rrn-niñp. Toda esta basura,-si no se hace consciente, nos afecta. Las relaciones entre nuestros padres y nuestros tíos y tías se deslizan hacia nosotros. P o r ejemplo: Ja ime odiaba a B e n j a m í n , su hermano menor. Yo fui su hi jo menor. Me con-

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virtió en u n a pantal la d o n d e proyectó a su h e r m a n o . Eso le permit ió descargar su odio contenido sobre mí . A u n q u e no conozcamos nada de violaciones, abortos, suicidios, o de acontecimientos vergonzosos como un pariente encarcelado, una enfermedad sexual, a l coho l i smo, d r o g a d i c c i ó n , p ro s t i tuc ión e innumerables otros secretos, todo esto lo padecemos y a veces lo repetimos. Nos l lamamos Rene, que quiere decir « renacer » , v nos sentimos invadidos por una personalidad vampira, sin saber que hemos nac ido d e s p u é s de un hermani to muerto . E l padre le da a su hija el nombre de una muchacha que fue su pr imer amor, y esto hace de ella su novia para toda la vida. La madre le da a su hijo el nombre de su abuelo materno, y el h i jo, para satisfacer el lazo incestuoso de la madre tratará , i n - ^ fructuosamente, de ser igual a ese abuelo. O b ien , en una fa- I mi l i a de muchas hijas, u n a de ellas, p o r el deseo de darle al / padre un vastago que p e r p e t ú e su apell ido, lo hará en un baile I con un hombre desconocido, con un extranjero que luego regresa a su patria, c o n alguien que la abandona encinta. S imbólicamente ese n iño está engendrado por Dios. Es la imitación de M a r í a . La V i r g e n fue p o s e í d a p o r su padre , l o i n t r o d u j o ^ completo en su vientre, lo convirtió en su hi jo , luego hizo de i ese hombre-dios su pareja. A h o r a , para siempre juntos , ambos / re inan en el cielo, como un matr imonio . La madre soltera pare un hi jo que, meta fór icamente , es de su prop io padre y lo llama J e s ú s o E m m a n u e l o Salvador, en fin, el nombre de un santo, y ese n i ñ o vivirá angust iado s i n t i é n d o s e o b l i g a d o a ser 1 perfecto. Los textos sagrados, mal interpretados, t ienen un pa- j peí nefasto en esta catástrofe familiar. Las religiones extremis- J tas crean frustraciones sexuales, enfermedades, suicidios, gue- j rras, infel ic idad. Las interpretaciones perversas de la Tora, del / Nuevo Testamento, del Corán o de los Sutras han causado m á s / muertes que la bomba atómica. /

El árbol se comporta , c o n todos sus integrantes, c o m o un ind iv iduo , un ser vivo. Al estudio de sus problemas lo l l amé Psi-c o g e n e a l o g í a (así como al estudio del Tarot lo l lamé Tarología .

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Años más tarde se mul t ip l icaron los « taró logos« y los «ps icoge-n e á l o g o s » ) . Algunos terapeutas que han hecho estudios genealógicos, han querido reduc ir lo a fórmulas matemát icas , pero al árbol no se le puede encerrar en la j au la rac ional . El inconsciente no es científico, es artístico. El estudio de las familias debe hacerse de otro modo . A un cuerpo g e o m é t r i c o , conociéndose perfectamente las relaciones entre sus partes, no se le puede modificar. A un cuerpo orgán ico , cuyas relaciones son misteriosas, se le puede agregar o retirar u n a parte, y sin embargo, en su esencia, sigue siendo lo que es. Las relaciones internas de un árbol g e n e a l ó g i c o son misteriosas. Para comprenderlas es necesario entrar en él como en un s u e ñ o . No hay que interpretarlo, hay que vivirlo.

El paciente debe hacer la paz c o n su inconsciente, no independizarse de él, sino convertir lo en aliado. Si aprendemos su lenguaje, se pone a trabajar para nosotros. Si la famil ia que se encuentra en nuestro interior, anclada en la memor ia infanti l , es la base de nuestro inconsciente, debemos entonces desarrollar a cada pariente c o m o un arquetipo. Es preciso que le concedamos nuestro nivel de conciencia , que lo exaltemos, que lo imaginemos alcanzando lo mejor de él mismo. Todo lo que le damos, nos lo damos. Lo que le negamos, nos lo negamos. A los personajes tóxicos , debemos transformarlos d i c i é n d o n o s «Esto es lo que me h ic i e ron , esto es lo que yo sentí, esto es lo que el abuso me p r o d u c e hoy, és ta es la r e p a r a c i ó n que deseo» . Luego, siempre en nuestro interior, debemos hacer que todos los parientes y ancestros se realicen. Un maestro zen dij o : « L a naturaleza del B u d a t ambién está en un p e r r o » . Esto quiere decir que debemos imaginar la per fecc ión de cada personaje de nuestra familia . ¿T ienen el corazón l leno de rencor^ el cerebro oscurecido p o r prejuicios, el sexo desviado por morales abusivas? C o m o un pastor con sus ovejas, debemos llevarlos al b u e n sendero, l i m p i a r l o s de sus necesidades, deseos, emociones y pensamientos p o n z o ñ o s o s . Un árbol es juzgado por sus frutos. Si el fruto es amargo, el árbol de l que proviene, aunque sea majestuoso, es considerado malo. Si el fruto es dulce,

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el árbol torcido del que proviene es considerado bueno. Nuestra familia, pasada, presente y futura constituye el árbol . Nosotros somos el fruto que le confiere su valor.

C o m o mis consultantes aumentaron, me vi obligado a tratarlos en grupo algunos fines de semana. Para curar a la familia organ icé su teatral ización. La persona que estaba e s t u d i á n d o l a deb ía elegir entre los asistentes a aquellos que representar ían a sus padres, sus abuelos, sus tíos y tías, sus hermanos y hermanas. Luego, en un espacio dado, tenía que ubicarlos de pie, sentados, parados sobre sillas o acostados (enfermos c r ó n i c o s o muertos), lejos o cerca unos de otros, obedeciendo a la lógica de su árbol. ¿Quién era el hé roe de la familia o el m á s poderoso? ¿Quiénes eran los ausentes, los despreciados? ¿Quiénes estaban unidos y por q u é lazos? Etc. Luego , el paciente d e b í a ubicarse. ¿Dónde? ¿En el centro, en la periferia, separado de todo el mundo? ¿ C ó m o se sentía allí? En seguida deb ía confrontarse con cada «actor» . Representando la familia de esta manera, como u n a escultura viviente, el investigador se daba cuenta de que las personas que había elegido « p o r azar» , en muchos aspectos correspondían a los personajes y tenían cosas importantes que decirle. Se p roduc ía una conversación que generalmente terminaba en intensos abrazos y lágrimas.

Estos ejercicios nos dejaban convencidos de que, habiendo hecho conscientes esas relaciones enfermas, las h a b í a m o s curado. S in embargo, al volver de la s i tuac ión t e rapéut i ca a la real, los s íntomas dolorosos seguían como antes. ¡Para superar una dif icultad no bastaba con identif icarla! U n a toma de conciencia, una confrontac ión teatral, un p e r d ó n imaginado, que no era seguido de un acto en la vida cotidiana, resultaban estériles. L l e g u é a la conclus ión de que deb ía i n d u c i r a la gente a actuar en medio de aquello que conceb ían como su realidad. Pero me resistí a hacerlo. ¿ C o n q u é derecho iba a entrometerme en la vida de los d e m á s , ejerciendo u n a inf luencia que fácilmente p o d í a degenerar en una toma de poder, estableciendo dependencias? Estaba en u n a p o s i c i ó n difícil , ya que las

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personas que venían a consultarme p e d í a n , en cierto m o d o , que me convirtiera en padre, madre, hi jo , mar ido , esposa... Para que las tomas de conciencia fueran eficaces, dec id í hacer actuar al otro, no l l amándole paciente sino consultante, recetándole actos muy precisos, sin por ello asumir la tutela ni el papel de gu í a respecto a la totalidad de su vida. Así nació el acto psi-c o m á g i c o , en el que se conjugaron todas las influencias asimiladas en el transcurso de los años y que he descrito en los capítulos precedentes.

En pr imer lugar, la persona se c o m p r o m e t í a a realizar el acto tal y como yo se lo prescr ibía , sin cambiar un ápice . Para evitar deformaciones debidas a las fallas de la memoria , deb ía tomar nota inmediatamente del procedimiento a seguir. U n a vez realizado el acto, d e b í a enviarme u n a carta en la que, en pr i mer lugar, transcribía las instrucciones recibidas, en segundo lugar, me contaba con todo detalle la forma en que las h a b í a ejecutado y las circunstancias e incidentes ocurridos en el proceso. En tercer lugar, descr ibía los resultados obtenidos. H a y personas que tardaron un a ñ o en mandarme la carta, otras discu t í an , no quer i endo hacer exactamente lo que se les recomendaba, regateaban y encontraban toda clase de excusas para no seguir las instrucciones al pie de la letra.

C o m o e x p e r i m e n t é c o n Pachita , cuando se cambia algo, p o r m í n i m o que sea, y no se respetan las condic iones indispensables para el logro del acto, los efectos pueden ser nulos o negativos. En verdad, la mayor parte de los problemas que tenemos son los que queremos tener. Estamos atados a las di f icultades. Ellas forman nuestra identidad. A través de ellas nos definimos. No tiene nada de asombroso, pues, que algunos traten de tergiversar y se las ingenien para sabotear el acto: salir de las dificultades i m p l i c a modif icar en pro fundidad nuestra re lac ión con nosotros mismos y con el pasado. La gente quiere^ dejar de sufrir, pero no está dispuesta a pagar el precio, es de- \ c i r a cambiar, a no seguir viviendo en función de sus preciados / problemas. Por todo aquello, la responsabilidad de prescribir

<un acto que deb ía ser ejecutado al pie de la letra era inmensa.

Tuve que, en e l m o m e n t o de dar lo , des ident i f icarme de mí mismo para, en u n a especie de trance, dejar hablar a mi i n consciente, conectado d irectamente c o n el inconsc iente de aquel o aquella que me consultaba. Me concentraba en el mero hecho de dar, de aliviar el dolor, prescribiendo acciones que eran semejantes a sueños lúcidos , sin preocuparme por el fruto que pudiera cosechar a título personal. Para estar en condiciones de sanar a u n a persona, no hay que esperar nada de ella, entrando en todos los aspectos de su in t imidad sin sentirse involucrado ni desestabilizado.

En su Tratado de las cinco ruedas el e spadach ín Miyamoto M u -sashi recomienda ir al terreno muy temprano y adquir i r de él un perfecto conoc imiento antes del combate. La familiariza-

v ción con el terreno psicoafectivo de la persona me parec ía un requisito fundamental para la r e c o m e n d a c i ó n de cualquier acto. Ante todo, le p e d í a que me contara lo que concern ía a su problema, con la mayor cantidad de detalles posible. En lugar de tratar de adivinar por el Tarot lo que pudiera ocultarme, somet ía a la persona a un intenso interrogatorio. Le preguntaba por su nacimiento, sus padres, sus tíos, sus abuelos, sus hermanos, su vida sexual, su re lac ión con el d inero , sus complejos sociales, sus creencias, su vida sentimental, su salud, sus culpas. (Muchas veces este momento se asemejaba a una confes ión en el confesionario de una iglesia.) Surgieron secretos terribles. Un hombre me confesó que, siendo niño, a l término del a ñ o escolar, e speró encima de un m u r o a un profesor detestado para arrojarle una gran p iedra sobre la cabeza. Pensaba que el profesor había muerto, pero huyó sin comprobar lo . Durante treinta años se sintió un asesino. En otra ocas ión recibí a un padre de familia, belga. En seguida noté que era homosexual . « S í « , me confesó , «y lo hago con diez personas al día , en las sáunas , cada vez que vengo a París. ¿Sabe cuál es mi problema?

Se gustar ía hacerlo con catorce, como hace un amigo m í o ! » , cibí, de personas que p a r e c í a n normales , las confidencias is oscuras y extravagantes. U n a mujer me confesó que el pa

jare de su hija no era otro que su prop io padre; un adolescente

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suizo, seducido por su madre, me contó todos los detalles. Lo que m á s lo perturbaba eran los celos de ella porque no lo dejaba tener n i n g u n a amiga. La gente se desahogaba c o n conf ianza al no percibir en mí n inguna crítica. Si e l terapeuta juzga en nombre de una mora l , no cura. La actitud del confesor™ debe ser amoral . Si no es así, los secretos nunca surgen a la luz. Recuerdo un cuento budista: Dos monjes están meditando e n \ m e d i o de la naturaleza; a u n o lo rodean muchos conejos, a)/ otro n inguno se le acerca. Este pregunta: «Si nosotros dos meditamos con igual intensidad el mismo n ú m e r o de horas cada j día , ¿por q u é a ti te rodean los conejos y a mí n o ? » . «Muy s i m - / p i e » , responde el otro: « P o r q u e yo no como conejo y tú sí». /

U n a participante, en u n o de mis cursos, no soportaba que le tocaran el pecho. Apenas un hombre con el que, no obstante, deseaba mantener relaciones sexuales h a c í a a d e m á n de acariciarle los senos, se p o n í a a chillar. Esta s ituación la hac ía sufrir m u c h o , y ansiaba librarse de su pán ico insensato. Le propuse que se descubriera el pecho. Así lo hizo, revelando unos hermosos senos. Le p regunté :

- ¿Conf í a s en mí? - S í - r e s p o n d i ó . - M e gustaría tocarte de un modo particular, que no se pa

rece ni a las caricias de un hombre deseoso de gozar tu cuerpo ni al tacto de un m é d i c o que te examina f r íamente . Me gustaría tocarte con mi espíritu. ¿Crees que p o d r í a establecer c o n tus senos un contacto ínt imo que no tenga nada de sexual?

-Quizás . . . Entonces levanté mis manos, a tres metros de ella, y le dije

con suavidad: - M i r a mis manos. Voy a acercarme lentamente, mi l ímetro a

mi l ímetro . En cuanto te sientas agredida o i n c ó m o d a , ordena que me detenga y de jaré de avanzar.

A c e r q u é , pues, mis manos con extrema lent i tud . C u a n d o estuve a diez cent ímetros de sus senos me pid ió que me detuviera. O b e d e c í y, al cabo de un largo rato, despacio, muy despacio, volví a acercarme, atento a su reacc ión. E l la , tranquiliza-

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da por la calidad de la a tención que le dedicaba, perc ib iendo que actuaba c o n delicadeza y desprendimiento , no pro te s tó . P o r fin mis manos se posaron en sus senos, sin que ella sintiera do lor alguno, lo que le produjo vivo asombro. A p l i c a n d o la exper iencia que tuve c o n el s e ñ o r que a l imentaba a los gorr iones, t o m é por los hombros a un partipante y, sin soltarlo, hice que t ambién le tocara los senos. A la mujer no le do l i e ron . Solté al hombre , la mujer se puso a gritar... Esta a n é c d o t a es un ejemplo del distanciamiento que, a mi m o d o de ver, es indispensable para quien desee realmente ayudar a los d e m á s . Pude tocar, palpar los senos de aquella mujer s i t u á n d o m e fuera de mi centro sexual, sin pensar en obtener placer. En aquel momento yo no era un hombre sino un ser. Lo importante es situarse en un estado in ter ior que excluya toda tentac ión de aprovecharse del otro, de abusar de la fasc inación que se ejerce sobre él para afirmar nuestro poder avasallando su vo luntad. Si es así, la relación de ayuda pierde su esencia y se convierte en una mascarada.

Para que un acto m á g i c o tenga buenos resultados, el charlatán popular debe, obligatoriamente, presentarse como un ser superior, conocedor de todos los misterios. El enfermo, de manera supersticiosa, acepta sus consejos sin comprender de q u é manera ni por q u é afectan a su inconsciente. P o r el contrario, el psicomago se presenta só lo como el conocedor de u n a técnica, como un instructor, y se preocupa de expl icar al enfermo el significado s imból ico de cada acto y su finalidad. El consultante sabe lo que está haciendo. Toda superst ic ión ha sido eliminada . S in embargo, en cuanto se comienzan a ejecutar los actos prescritos, la realidad se pone a danzar en una nueva forma. Suceden cosas inesperadas que ayudan a la real ización de algo que parec ía imposible. P o r ejemplo, a un profesor de escuela pr imaria , muy maltrado en la infancia, que estaba aquejado de u n a tristeza crónica , le aconse jé , entre otras cosas, que aprendiera a equilibrarse en la cuerda floja, as í como hacen los artistas de circo. « ¡ I m p o s i b l e ! » , me di jo, «vivo en u n a pe-

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q u e n a aldea, en el sur de F ranc i a . ¿ D ó n d e voy a encont ra r qu ién me e n s e ñ e tal cosa?» . Le insistí en que se propusiera hacerlo. ¡Al volver a la escuela, uno de sus a lumnos le contó que estaba aprendiendo el equi l ibr io sobre la cuerda con un artista de circo retirado que vivía a pocos k i lómetros de allí! En otra ocas ión a un paciente c o n tendencias suicidas que, por ser producto de un incesto, consideraba que su sangre era impura , le aconse jé , para que su inconsciente sintiera que la hab ía reemplazado por otra, que fuera con dos grandes termos a un matadero, que comprara sangre de vaca, que volviera a su casa y que se diera con ella u n a ducha hasta que toda su p ie l estuviera cubierta de rojo. Luego , sin lavarse, deb ía vestirse e ir a caminar por las calles, enfrentando con orgul lo las miradas de los paseantes. T a m b i é n e x c l a m ó : « ¡ Impos ib le ! » . S in embargo, al ir al dentista, en la sala de espera e n c o n t r ó un ejemplar de El Incal. Le p r e g u n t ó al sacamuelas si lo hab ía le ído . Este dijo que no , que lo hab ía dejado allí u n o de sus clientes, que era d u e ñ o d e u n matadero y que admiraba m u c h o m i obra. M i consultante obtuvo su d i recc ión , se p r e s e n t ó c o n algunos de mis á l b u m e s autografiados y el propietario , muy contento, le dio los litros de sangre que necesitaba... Un d ía recibí la visita de una dama suiza cuyo padre hab ía muerto en Perú cuando el la ten ía 8 a ñ o s . Su madre h izo desaparecer todo rastro de aquel hombre , quemando cartas y fotos, por lo que mi consultante s e g u í a s iendo, en e l p l a n o e m o c i o n a l , u n a n i ñ a de 8 años . Le prescribí un acto: ir a Perú y recorrer los sitios en donde hab ía vivido su padre, hasta encontrar u n a prueba palpable de su existencia. C u a n d o regresara a E u r o p a d e b í a enterrar el o los recuerdos en su j a r d í n y plantar allí un árbol frutal y, después , ir a casa de su madre y darle una bofetada. Es preciso decir que su madre, de carácter colérico, v i r i l , la maltrataba e i n sultaba. La mujer se fue a Perú , e n c o n t r ó la p e n s i ó n en que hab ía vivido su padre y, p o r esa s incronía que l lamo danza de la realidad, encontró cartas y fotos. El padre las hab ía entregado a la d u e ñ a de la pens ión , confiando en que un d ía su hi ja iría a buscarlas. Al leer aquellas misivas y contemplar esas foto-

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grafías, de jó de ver al autor de sus días como un fantasma sin rostro y sintió por fin que había sido un ser de carne y hueso. Al enterrar los documentos en su j a rd ín , también enterró a la n i ña de 8 años. Entonces fue a ver a su madre con la intención de darle la bofetada prescrita. Pero se llevó una sorpresa al comprobar que ella, por pr imera vez, estaba e sperándola en la estación ferroviaria y, también por pr imera vez, le había preparado de comer. Al verla tan amable, se sintió muy turbada por tener que golpearla, ya que, excepcionalmente, su madre no le daba pretexto para hacerlo. Pero ella sabía que el acto ps icomágico era un contrato ineludible que deb ía respetar. A los postres, mi consultante abofeteó a su madre por sorpresa y sin razón aparente, temerosa de una reacción brutal de su parte. Pero ésta se l imi tó a preguntar le : « ¿ P o r q u é lo has h e c h o ? » . A n t e tanta ecuanimidad, la hija por f in e n c o n t r ó palabras para expresar todas las quejas que tenía de ella. La madre le contes tó : « M e has dado una bofetada... ¡Pues debiste darme muchas m á s ! » .

U n a mujer, crítico l iterario, que se aproxima a los 50 años , casada con un profesor de f i losof ía , de la misma edad pero adolescente perenne, me l lama por teléfono desde Barcelona porque ha descubierto que su mar ido tiene una amante de 23 años . « S o m o s intelectuales, personas serias y maduras que rehuyen los escándalos emocionales. Pero, reteniendo mi rabia, he ca ído en una depres ión enorme. Y él no quiere renunciar ni a ella ni a mí. ¿Qué debo hacer?» «Te voy a pedir que analices tu vida como si fuera un s u e ñ o . ¿Por q u é sueñas que tu mar ido de 50 años tiene una amante de 23?» « ¡ O h , recuerdo que precisamente cuando tenía 23 años me lié con un hombre de 50! Aque l lo d u r ó tres años . Luego lo a b a n d o n é para i rme con un hombre m á s j o v e n . » «¿Ves? Estás viviendo algo que es semejante a una repet ic ión onír ica . En cierta manera, te sueñas en el lugar de la esposa e n g a ñ a d a y te das cuenta de c ó m o , siendo joven, hiciste sufrir a la mujer de tu amante. Si aquello no d u r ó , es muy posible que la aventura de tu filósofo se acabe también en un a ñ o más , puesto que te has enterado de que ya lleva dos con la otra. Luego regresará a l lorar en tus brazos .»

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i • Cada d ía que pasa me parece un siglo. No puedo tolerar esta situación. Me siento di sminuida , enferma de rabia, vieja.» « N o soy un charlatán, no te puedo aconsejar que envuelvas el cadá-\ er de un col ibrí en u n a c inta roja y que se lo hagas tocar, o que sobre sus huellas en la arena viertas péta los de rosa, para que vuelva de inmediato . Pero sí te puedo ayudar a que tu i n consciente acepte esta relación triangular y esperes con calma a que pase el año . » Le prescr ibí que fuera a u n a pajarería , que ( omprara tres canarios, un macho (su marido) y dos hembras: una, joven, bonita (la amante), y la otra de m á s edad, fea y gorda (ella). Luego deb ía meter los pá jaros en una jau la y colgarla en su oficina, frente a su escritorio. Al cabo de diez días , debía regresar a la p a j a r e r í a y regalarle los canarios al m i s m o hombre que se los vendió . Le dije: «El vendedor de pá jaros representará a Dios (tu padre, un hombre ausente). U n a vez que te sientas b i e n , debes entregar le ese p r o b l e m a i n f a n t i l , de a b a n d o n o » . Pasaron los d ías , de pronto me l lama en un estado de c o n m o c i ó n : «Acaba de suceder lo increíble : puse a los canarios juntos , los a l imenté por igual. Pero poco a poco la hembra joven fue engordando, perdiendo las plumas, inmovilizándose e n u n r i n c ó n . L a o t r a , l a d e m á s e d a d , e m b e l l e c i ó , ade lgazó , tr inó con a legr ía . Supe más tarde que u n a h e m b r a joven perece s i no es fecundada por el macho. Al d é c i m o día , es decir hoy, cuando me senté a trabajar, de pronto miré hacia la j au la y en ese prec i so m o m e n t o la p á j a r a e n f e r m a cayó muerta . Estoy aterrada. E l l a representaba a mi r ival . S iento que la he matado. ¿Qué h a g o ? » . « L a realidad ha danzado para reconfortarte. Acepta ese don . P o n el avecilla en el fondo de una maceta, l lénala con tierra y planta un rosal. Manténlo vivo lo m á s que puedas en tu casa y ve a regalarle la pareja restante a l p a j a r e r o . » A l cabo de un t iempo l a consultante me l l amó otra vez para decirme que estaba encantada del acto. Hac ía ya mucho que no se sentía tan bien. Hab ía vuelto a encontrar la a legría de vivir. A h o r a le importaba un cuerno lo que hiciera su mar ido .

Podr í a parecer un fácil juego surrealista dar consejos psico-

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mágicos , pero, en real idad, só lo puede dispensarlos una persona que haya trabajado m u c h o sobre sí misma. Cada acto debe, como un par de zapatos hechos a la medida , corresponder a las sutiles características del consultante. Si no hay dos personas iguales, no pueden recetarse actos idénticos . Cierto individuo, después de asistir a una de mis conferencias, se sintió autorizado para ponerse a practicar inmediatamente, organizando un grupo femenino. Pidió a sus alumnas que se identif icaran con una m u ñ e c a , que vertieran en ella los dolores infantiles y la rabia contra sus padres y que las depositaran en un saco, que él guardar í a para hacer más tarde una ceremonia de purificación. A d e m á s deb ían comprar unas tijeras grandes y enviárselas, con una tripa de gal l ina, a su madre. ¡Catastrófico! ¡No se puede prescribir los actos «al por mayor» ! ¡El supermercado ps i comág ico es una aber rac ión ! P o r supuesto que"el efecto fue negativo. Los familiares no c o m p r e n d i e r o n tal acto, muchos pensaron que su hija hab ía enloquecido. No estaban tan alejados de la realidad: d e s p u é s de ese taller, vino a verme u n a muj e r despavorida, al borde de una psicosis, convencida de que ahora el «p s i comago» tenía un poder sobre ella. Para tranquilizarla, le r e c o m e n d é que fuera a recuperar su m u ñ e c a , pero el hombre no se la p u d o devolver porque, apenas se marcharon sus alumnas, había tirado todo a la basura. En resumen, se trataba de un comerciante dedicado a ganar d inero explotando la credul idad de un grupo de mujeres. Recuerdo una historia:

En u n a fábr ica , un c o m p l i c a d o aparato se d e s c o m p o n e . V i e n e n los mejores técnicos , trabajan días enteros, c o n toda clase de herramientas sofisticadas, pero no logran hacerlo funcionar. P o r fin llega un viejo trayendo una maletita. De el la saca un simple mart i l lo , da un p e q u e ñ o golpe en un engranaje del aparato y éste se pone en marcha. El viejo pide por sus servicios un mil lón un dólar. Los fabricantes se quejan: « ¿ C ó m o es posible? ¡Usted se permite pedir un mil lón un dó lar sólo por u n m a r t i l l a z o ! » . « N o » , r e sponde e l a n c i a n o , «e l m a r t i l l a z o cuesta un dólar. Los estudios que tuve que hacer para poder darlo c o n efectividad, cuestan un mi l lón» . P r o p o n e r un acto

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de psicomagia efectivo es el resultado de un largo aprendizaje. C u a n d o se me hizo claro que mis consejos p o d í a n provocar

una mutac ión en la mente del consultante, me di cuenta de la enorme responsabil idad que tal cosa impl icaba . Un error pod ía provocar catástrofes como el agravamiento de u n a enfermedad, un suicidio, un divorcio, una depres ión , una psicosis o un acto c r imina l , por lo cual c o m e n c é la Psicomagia tomando muchas precauciones; la pr inc ipa l de ellas, dar actos muy peq u e ñ o s que no involucraran a más personas que el consultante.

A u n a mujer que h a b í a crec ido mar t i r i zada verbalmente por sus padres y que no p o d í a hablar sin palabras agresivas, le r e c o m e n d é comprar m i e l en trozos de panal . Le p e d í que endulzara su boca mascando aquello hasta obtener un montonci-11o de cera, que esos restos los fuera acumulando en un joyero y que, al cabo de un t iempo, le diera a esa cera la forma de un corazón , que untara su lengua en t intura vegetal roja, que lamiera el corazón hasta teñirlo de rojo y que por ú l t imo lo clavara en la letrina, frente a la taza donde hac ía sus necesidades. Así su inconsciente recibiría el mensaje de que hablar era un acto de amor y no una excrec ión .

" O t r a consultante solicitó que le prescribiera un acto que le permitiera perdonar a su padre muerto y vencer así el odio hacia los hombres. Le p e d í que me dijera en q u é momento su padre hab ía roto toda relación con ella. «Poco después de mi primera reg la» , me r e s p o n d i ó . (Es frecuente que un padre, por temor a excitarse, se aparte de su hija cuando ésta se hace mujer. La niña, sin comprender por q u é la aleja, sufre de no sentarse más en sus rodillas y le duele renunciar a esa forma de int imidad, de contacto.) Después le pregunté d ó n d e estaba enterrado su padre y le propuse que fuera a su tumba. «Allí, lo m á s cerca posible del a taúd, enterrarás un a lgodón empapado en tu san-grejaíénstrual y un paquete con terrones de azúcar. El azúcar páX^ ra señalar que no se trata de u n acto agresivo, sino de una a p r o - J

( x imac ión amorosa, de un intento de comunicac ión significandeí que las reglas no^son un impedimento a la felicidad.» —~~

C u a n d o la persona que nos ha her ido ha fallecido, para el

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inconsciente la tumba es la representac ión de ella. Si no tiene tumba, se uti l iza una fotograf ía y si no hay fotograf ías un dibuj o . O t r a consultante se e n c o n t r ó a los cuatro años interna en un colegio que dirigía su tía abuela. Esta s e ñ o r a la tiranizó sádicamente. En su trabajo conmigo , la consultante de scubr ió el odio profundo que sentía hacia aquella mujer. No p o d í a perdonarla pero tampoco p o d í a vengarse, puesto que su victimaría ya hab ía dejado este m u n d o . P o r lo tanto, le aconse jé que fuera al sepulcro de aquella mujer y, u n a vez allí, diera r ienda suelta a su od io : que pateara la tumba , que gritara insultos, que or inara y defecara, pero con la condic ión de que analizara minuciosamente las reacciones que le provocaba la e jecuc ión de su venganza. S iguió mi consejo y, d e s p u é s de desahogarse sobre la losa, sintió desde el fondo de sí misma el deseo de l i m piar la y cubr i r l a de f lores. A q u e l od io no era sino ljajzarajie-formada de un afecto no correspondido.

C u a n d o la persona od iada ha sido i n c i n e r a d a y no t iene tumba, o s implemente está a ú n viva, se puede insultar a una fotogra f ía . L u e g o la imagen debe ser quemada . Ensegu ida e l consultante debe tomar un poco de las cenizas, disolverlas en un vaso de vino, si son de un hombre , o en un vaso de leche, si son de una mujer, y beberlo. Así el mal , puri f icado finalmente, se convierte en ant ídoto .

Un muchacho se lamenta de «vivir en las n u b e s » , me explica que no consigue « p o n e r los pies en la r e a l i d a d » ni «avanzar» en pos de la a u t o n o m í a financiera. T o m o sus palabras al pie de la letra y le propongo que consiga dos monedas de oro y se las pegue a las suelas de los zapatos, de manera que esté todo el d ía pisando oro. A partir de ese momento , baja de las nubes, pone los pies en la real idad y avanza.

O t r o consultante, casado y sin hijos, no se siente lo bastan-h o m b r e . Fue educado p o r su madre , v iuda , en m e d i o de

tres tías y u n a abuela, t a m b i é n viudas o solteronas. Para él, un padre es un ser inexis tente : ha embarazado a u n a m u j e r y luego ha muerto . P o r eso teme que su mujer quede encinta . Para hacer lo sentir existente c o m o h o m b r e , le aconsejo que

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r e ú n a t re in ta m i l francos (puede conseguir los prestados) , que los e n r o l l e a lo largo , m a n t e n i é n d o l o s u n i d o s c o n un elást ico; que compre dos bolas chinas (de esas que los or ientales hacen girar en sus manos para calmarse y medi tar ) ; que se fabrique un sostén de gamuza y que lleve entre las piernas el r o l l o de billetes como un falo y las bolas chinas como testículos. C o n ese peso debajo del p a n t a l ó n , debe ir a su trabajo, visitar a sus amigos, conversar con sus familiares, acariciar a su esposa. T a m b i é n d o r m i r as í durante tres días . Este consejo, a l parecer c ó m i c o , tuvo un resultado inesperado: aparte de cambiar su carácter , el h o m b r e d e j ó enc inta a su mujer.

A u n a cantante, que s iempre fracasaba en las audiciones, por sentirse sin talento, le r e c o m e n d é que pusiera diez monedas de oro dentro de un preservativo y que lo introdujera en su vagina. Luego , así, que se presentara al examen. C a n t ó como nunca. Obtuvo el trabajo. ——

A veces, para so lucionar los problemas, no d u d é en recomendar actos que una persona con prejuicios p o d r í a considerar p o r n o g r á f i c o s . S in embargo, si se pretende curar espiri-tualmente a un sufriente, es necesario hacerle c o m p r e n d e r que sus ó r g a n o s sexuales son santuarios donde puede encontrar aquello que él l lama Dios. También debe aprender a valorar su cuerpo no d e s d e ñ a n d o sus secreciones. El excremento, la saliva, la or ina , el sudor, la sangre menstrual o el semen pueden ser usados como elementos l iberadores de sentimientos inhibidos . U n a consultante, lesbiana, se siente incapaz de comenzar el l ibro que se ha propuesto escribir. Apenas enciende el ordenador se pone a resolver juegos. Le expl ico que se ha quedado niña , es decir, asexuada, porque sabe que al llegar a adulta c a r e c e r á de l p o d e r fá l ico . Le aconsejo que vaya a un sex-shop, que compre un falo que pueda amarrar a su pubis con un c inturón, que ponga un gran papel blanco a la altura de sus caderas, que unte el falo en tinta y que escriba con él las dos primeras frases de su l ibro . Después de esto, el resto le será fácil redactarlo en su ordenador.

E n Guadala jara , u n h o m b r e enfermizamente t í m i d o m e

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consulta porque no llega a concretar sus proyectos ni a terminar lo que comienza. Le aconsejo que vaya a la concurr ida Pla-iza de la L iberac ión , desnudo bajo un gran abrigo, que se sient e e n u n b a n c o y que m e t i e n d o l a m a n o p o r u n b o l s i l l o desfondado se masturbe hasta eyacular. G u a r d a r á el semen dentro de un m e d a l l ó n oval c o n la foto de su madre, colgado en su cuel lo como un tal ismán.

U n a mujer joven, francesa, nunca ha sentido deseos sexuales. Su padre ha muerto de un cáncer de prós ta ta y ella, irracionalmente, culpa de esto a su madre, acumulando u n a feroz rabia contra ella. Le expl ico que teme que, si exper imenta el deseo, tendrá relaciones sexuales, q u e d a r á encinta y se transformará en una madre, es decir, en su madre. Le aconsejo que sobre una fotograf ía de su progenitora coloque dos huevos de avestruz, s ímbo lo de los ovarios maternales. Reventándo lo s a martillazos de jará surgir su rabia. Luego , c o n otros dos huevos de avestruz, que r e p r e s e n t a r á n sus propios ovarios, h a r á u n a gran torti l la y la o frecerá en u n a cena a un grupo de siete amigos. «Mientras los observas comer, p e r m í t e t e imaginar c ó m o f u n c i o n a n en la cama, verás que te aparecen los deseos. En cuanto a los restos de los huevos rotos a martillazos y la fotografía de tu madre, entierra todo eso y planta u n a flor blanca. Enseguida ve a la tumba de tu padre y, con agua, j a b ó n y u n a escobilla, l impíala .»

Un hombre casado, c o n dos hijos y que ama a su mujer, me c o n s u l t a p o r q u e padece e y a c u l a c i ó n p r e c o z . L e p r e g u n t o cuánto dura su acto sexual. «Apenas veinte s e g u n d o s » , me responde. Le aconsejo que esa noche haga el amor con su esposa pon iendo jun to al lecho un c r o n ó m e t r o y que le prometa que va a eyacular más r á p i d o que nunca , es decir, en exactamente diez segundos. Así trata de hacerlo. Regresa feliz a verme, d i-c i é n d o m e c o n u n a gran sonrisa: «Fracasé . P o r m á s que traté no pude. Duré media h o r a » .

Un muchacho que carece de padre siente que no tiene autoridad. Me pide un consejo para desarrollar la capacidad de dar ó rdenes . Le aconsejo que comience por dar ó r d e n e s a las

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cosas que son. Si ve que es tá comenzando a l lover que d iga « ¡ O r d e n o que comience a l lover!» . Si su perro está acostado, que diga « ¡ O r d e n o que estés acos tado ! » . Si ve pasar automóviles que diga « ¡ O r d e n o que pasen automóvi les ! » , etc. Así vencerá su t imidez y se a c o s t u m b r a r á a mandar. s

U n a mujer fue abandonada p o r su padre cuando ten ía 6 a ñ o s . S i e m p r e se u n e a h o m b r e s que la a b a n d o n a n . Ya no quiere continuar viviendo sola como su madre, que solía decirle: «Más vale sola que mal a c o m p a ñ a d a » . Quisiera formar u n a pareja estable. Le expl ico, a la luz del Tarot: « C o m o te ha faltado la c o m u n i c a c i ó n c o n tu padre, y só lo has escuchado a tu madre, no sabes aceptar a los hombres. Tienes que aprender a o í r las palabras masculinas. Te aconsejo que te compres unj walkman para que, durante cuarenta días , te pasees y trabajes escuchando grabaciones de la voz de poetas y de,hombres sa^ b ios» .

No quer iendo pasar por charlatán, r enunc ié a tratar de curar enfermedades físicas. Sin embargo hice algunas excepciones. Un profesor de buceo submar ino ha padec ido durante a ñ o s de aftas en la boca . N i n g ú n m é d i c o ha p o d i d o curar le esas úlceras . Vemos en el Tarot que ese mal proviene de la impotencia que siente de no poder hacerse escuchar por su madre, ya muerta. E l l a , mujer divorciada y narcisista, sin hombre , pasaba días enteros ante el espejo, preocupada de sí misma, luchando contra las arrugas. Le pregunto cuál era la altura de su madre . « U n metro s e s e n t a » , me responde. Le aconsejo que consiga una V i r g e n de yeso de un metro sesenta de altura. Que luego descienda con ese ídolo en el o c é a n o hasta llegar al fondo. U n a vez allí debe perforar las orejas de la santa con un taladro. Luego pegar un instante su boca j u n t o a cada agujero y d e s p u é s , ya en tierra, gritarle a la escultura todo aquello que n u n c a p u d o decir a su madre. Por úl t imo debe enterrar esa virgen p o n i é n d o l e un poco de su semen en cada oreja y plantar allí un árbol . El consultante s iguió mis consejos. Sus aftas desaparecieron.

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Mi amigo chi leno Martín Bakero, psiquiatra y poeta, camina con d o l o r porque le ha crec ido u n a verruga en el pie izquierdo, entre el cuarto y el quinto dedo, que le llega hasta el hueso. El d e r m a t ó l o g o , viendo que las pomadas que le ha dado no han surtido efecto, ha comenzado a quemarle la verruga p o r capas d i c i é n d o l e que el t ratamiento puede durar entre uno y dos años . Le pregunto a Bakero si hace ya mucho tiempo que está en París. «Cuat ro a ñ o s » , me contesta. «¿Tuviste en la infancia una buena relación con tus padre s ? » «Mi padre fue un hombre ausente. Mi madre me trató magní f i camente . H i j o único , en cierto m o d o fui su pareja. Reconozco que tenemos una profunda relación edípica .» « L o que pasa es que te culpa-bilizas por haberla dejado en Chi l e . Toma la foto de tu madre, sácale diez fotocopias, pega una cada m a ñ a n a , con arcil la verde, en tu pie enfermo, y marcha así todo el día.» En una carta, el poeta me relata su acto: «Al comienzo, me resistí a llevar a cabo lo que me aconsejabas: siempre los s íntomas del enfermo van a c o m p a ñ a d o s de un goce inconsciente. Te dije: " N o tengo fotos de mi madre" y respondiste "Dibúja la" . " N o sé dibujar", g r u ñ í y replicaste "Te estás resistiendo a la curac ión" . Al día siguiente hice todos mis esfuerzos y encontré una foto de mi madre, llevé a cabo el acto y, una vez finalizadas las diez aplicaciones, la l laga d e s a p a r e c i ó , de j ando paso a u n a p i e l nueva y l impia . No he vuelto a tener p r o b l e m a s » .

U n a mujer que cojea, apoyada en un bastón, quiere que la ayude a caminar b ien . Le expl ico que no hago milagros. No soy Pachita para agregarle un hueso y estirarle la p ierna , sin embargo puedo hacerle aceptar mejor su cojera. Le pregunto que d ó n d e ha conseguido ese bas tón tan feo, sin barniz y de madera ordinaria . «Era de mi abuelo p a t e r n o » , me responde. «¿Y q u é pasó con ese abue lo?» « N u n c a se c o m u n i c ó con nadie. Vivió como un e r m i t a ñ o , encerrado en su a p a r t a m e n t o . » Le aconsejo que queme ese bas tón, que tome un p u ñ a d o de sus cenizas y que se frote la p ierna corta. Luego que se compre el más bello bastón que encuentre, con mango de plata y madera de é b a n o . Así lo hace. Recupera el gusto de pasearse caminan-

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do. Aprend í , dando este acto, que los lugares del cuerpo que están afectados, una cicatriz, una joroba , etc., deben ser exaltados.

F inal izaré estos ejemplos transcribiendo una carta: «Fui a verlo al café donde cada miércoles lee gratuitamente el Tarot y le hice una consulta: "Hace 18 meses que siento un fuerte do lor en la nuca. ¿Este dolor puede ser efecto de una regresión desde el punto de vista espiritual?". Hab ía consultado a médicos , acu-puntores, masajistas, os teópatas , ensalmadores, curanderos y, desde luego, tomado medicamentos antiinflamatorios, cortiso-na, infiltraciones, etc. N a d a había hecho efecto. Usted me ind i có un acto p s i comág ico : d e b í a sentarme en las rodillas de mi mar ido y él tenía que cantarme en la nuca una canción de cuna. Pero lo que usted no sabía es que mi marido es cantante de ópera . Me cantó una canción de Schubert. Estoy curada, ya no me due le» . Hac iendo una ecuación entre la nuca, el pasado y el inconsciente, sentí que la relación de la consultante con su padre no había podido desarrollarse bien. Al sentarla en sus rodillas, el marido, s imból icamente , d e s e m p e ñ a r í a el papel de padre y ella volvería a la infancia. Por otra parte, cantándole una canción de cuna a la altura del sitio doloroso, realizaría un deseo infantil que no había sido satisfecho, es decir, que el padre la durmiera y se comunicara con ella en el plano afectivo.

Esta pr imera serie de consejos, las m á s de las veces dados al final de una lectura de Tarot, se extendieron por un p e r í o d o de cuatro años , sin que osara resolver cosas m á s importantes. (Hab iendo solucionado mis problemas e c o n ó m i c o s gracias a la excelente acogida que habían recibido mis cómics -colaboraba ya con diez dibujantes-, decidí sentarme en un café y leer gratuitamente el Tarot durante dos horas para luego dar u n a c o n f e r e n c i a c o m e n t a n d o aquel lo . A esta act ividad la l l a m é « C a b a r e t Místico».) A pesar de que nunca repet í un consejo, me impuse ciertas reglas. Por ejemplo: siempre cuidé que un acto tuviera un fin positivo, evitando aconsejar algo que terminara en la cólera o la destrucción. Si a veces se hizo necesario sacrificar animales, s in e x c e p c i ó n comestibles, fueron luego

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coc inados y o f rec idos en banquete a f ami l i a re s o amigos . Cuando se enterró algo, la tierra disuelve y purif ica, se p lantó en el mismo lugar un bello vegetal. Cua lqu ier confrontac ión virulenta frente a una tumba fue coronada por una ofrenda de mie l , azúcar, flores, o por l impiar la con agua y j a b ó n para desp u é s perfumarla . Cada vez que la fami l ia implantaba u n a visión castradora, yo aconsejaba que el o la consultante se presentara disfrazado, p r i m e r o de aquel lo que se le i m p o n í a , y que luego se vistiera de aquello que se le i m p e d í a ser. Muchas mujeres que habían desilusionado al padre por no nacer h o m bre y que habían sido forzadas a masculinizarse, con la subsecuente frigidez y esterilidad, se mostraron ante él con una falsa panza de embarazada, vestidas con erotismo femenino, b ien maquilladas y con peluca larga.

U n a mujer que ha vivido con su padre viudo y cuatro hermanos, un «harén de h o m b r e s » , ha sido tratada como un ser decorativo pero sin valor y siempre se ha viri l izado buscando la aceptac ión del padre. Le propongo que vaya a verlo, vestida de hombre , l levándole de regalo u n a botel la de mezcal , su alcoh o l preferido. «Si te pregunta por q u é vienes disfrazada así, le dices: "Bebamos p r i m e r o un vaso y luego te respondo" . Después de br indar ve al b a ñ o y transfórmate en mujer seductora, con peluca de largos cabellos, pes tañas postizas, labios granates, minifa lda , etc. Preséntate ante él y di le : " M i r a , éste es un aspecto mío que desconoces. Te he mostrado dos extremos: el hombre que quieres que sea y la mujer exagerada que no quieres que sea. A h o r a te voy a mostrar c ó m o soy en realidad. Y vas a vestirte como una mujer decente y de buen gusto. Te muestras así ante tu padre y le dices: " M í r a m e b ien , nó soy un mar i m a c h o ni u n a puta. És ta es la mujer que soy. Ser mujer no es ser una idiota. A c é p t a m e como tu hi ja" .»

Respecto al hecho de mostrarse ante los padres obedeciendo al pie de la letra las imágenes que nos han pegado como etiquetas, realizamos un acto, de c o m ú n acuerdo, con mi hi jo Cr i s tóba l que, s e g ú n él, l e c a m b i ó la v ida . D e b o r e c o n o c e r que , en l a é p o c a en que n a c i ó , yo e ra a ú n lo que l l a m o un

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« b á r b a r o ps ico lóg ico» . Só lo me interesaba mi realización artística, sin preocuparme de sanar ni mis problemas ps icológicos ni los de nadie. Consideraba que la gente era como era y adoptaba ante ella u n a postura crítica. F u i un padre insensible, severo, compet iúvo . Recuerdo haber tenido un ataque de celos cuando lo vi chupar la leche de los senos de «mi» mujer. Es decir, me c o m p o r t é con él exactamente como mi padre se hab ía comportado conmigo. En la b ruma de mi neurosis, le puse dos nombres, A x e l , para que fuera un remedo exacto de mi persona (Alex ) , y Cris tóbal , para que descubriera un nuevo m u n do.. . A x e l Cristóbal , bajo este doble deseo, parec ió crecer con u n a doble personal idad. Cada vez que h a c í a algo «satisfactorio» ( imitarme), era e l Doctor Jekyl l . C u a n d o hacía una «mald a d » (intentar ser él mismo) lo trataba de Mister Hyde . Este conflicto le provocó c leptomanía . (Y yo, como Jaime había hecho conmigo, para castigarlo lo privé de sus juguetes.) Durante años no pudo dominar su impulso de robar. A pesar de que con el t iempo nuestra relación, saliendo de la barbarie psicológica , se convirtió en un amor consciente (ambos nos preocupamos de aplanar las asperezas del pasado en múlt iples confrontaciones , que t e r m i n a r o n en que A x e l le d e j ó el sitio a Cr i s tóba l ) , él s iguió sintiendo esos impulsos de apoderarse de objetos ajenos. La lucha por inhibir los le angustiaba. Me p id ió un acto de psicomagia para curar aquello. H i c e que se ensuciara las manos con barro recogido al pie de un árbol . Luego me arrodi l lé ante él, le puse esas manos sucias sobre mi rostro y le p e d í p e r d ó n . Después , en el lavabo de mi b a ñ o , lentamente, con atención concentrada, se las lavé y p e r f u m é . Luego le froté las palmas con u n a tarjeta postal mexicana que representaba a san Cristóbal portando al n iño J e s ú s . D e s p u é s le recom e n d é fabricarse unas tarjetas de visita que dec ían : «Soy A x e l i -to, e l n i ñ o l a d r ó n . Pude haber robado esto, pero d e c i d í no hacer lo . A g r a d é z c a n m e y b e n d í g a n m e » . Cr i s tóba l , cada vez que iba a una t ienda, apenas se sent ía tentado, cu idando de que nadie lo viera, depositaba su tarjeta. A veces colocaba más de diez. Era tan hábil para eso que nunca nadie lo sorprendió .

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L a c l e p t o m a n í a d e s a p a r e c i ó p o r comple to , def init ivamente. T i e m p o después vino a verme portando u n a maleta. Me sentó en el salón, desaparec ió en un cuarto y volvió vestido de Doctor J eky l l . C o n fuerza sobrehumana , d e j ó salir su rabia y se a r rancó a pedazos el disfraz, para patearlo en el suelo. Así desnudo volvió a salir para, d e s p u é s de un rato, venir a verme disfrazado de Mister Hyde , con su sombrero, su capa, su bas tón, sus dientes largos. Se e c h ó en mis brazos y l loró lanzando hondos y desgarradores lamentos. C o m p r e n d í lo que me p e d í a . C o m e n c é , también l lorando, a despojarlo de su disfraz. Luego hicimos un paquete con las prendas, tanto las de Jekyl l como las de Hyde, y caminamos hasta el Sena. Allí, de espaldas a la corriente, lanzamos el bulto y nos fuimos, sin volver atrás, a celebrar la l iberación en un b u e n restaurante.

O t r o consejo que di varias veces, por supuesto cada vez con ciertas variantes, fue a personas que p a d e c í a n p o r tener u n a madre invasora. A u n q u e ya no vivieran con ella, todo el t iempo la tenían en la mente, d ir ig iendo sus vidas. Propuse que la trataran como a un ídolo . En India, a los dioses representados por esculturas, se les alimenta. Es decir que se les ofrecen flores, incienso y comida. En la é p o c a en que dirigí a Maurice Chevalier, fui invitado a cenar en su mans ión . Allí vi un banqui l lo donde el cantor se arrodil laba para rezar. En el lugar donde deber í a estar el Cristo o la Vi rgen , vi el retrato de una señora . Era la madre del cantante. El la había ascendido a ídolo . Inspirado por esto, r e c o m e n d é a mis consultantes que en lugar de luchar infructuosamente por expulsar a la invasora, que mientras m á s la atacaban más crecía, le dieran un sitio preciso en la casa. Un p e q u e ñ o altar donde colocar ían la foto de su madre encuadrada por un marco de acero y cubierta por una rejilla de alambre. Así el inconsciente p o d í a estar seguro de que la «fiera» no se escapar ía . Luego, para sentirla satisfecha, hab ía que honorar ia , depositando ante ella flores frescas, quemando incienso, manteniendo todo el t iempo encendida una lampari l la comprada en una iglesia. Además , cada vez que cenaran deb ían reservar unos trocitos de comida para depositarlos en un platillo ante el

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ído lo maternal. Así ella, b ien alimentada, cesaría de devorarlos. M u c h o s consultantes p a d e c í a n problemas de deva luac ión.

I n s p i r á n d o m e en las técnicas chamánicas de d o n Ernesto, les p e d í que en una hoja de buen papel escribieran todo aquello de lo que quer ían deshacerse: autocrít ica paralizante, falta de talento, celos enfermizos, t imidez, etc., y que firmaran la lista c o n una gota de su prop ia sangre y la enterraran. Me ap l iqué el consejo: hac ía veinte años que pul ía y correg ía mi pr imera novela El loro de siete lenguas pensando que nadie nunca la iba a leer. Enterré mi «novelista f racasado» . Dos meses más tarde me l l amó por teléfono a París un editor chi leno , Juan Carlos Sáez , que se había enterado por un amigo m í o de que yo tenía u n a novela, y me ofreció publicarla . Así fue hecho.

Algunos hombres se quejaron de no encontrar una amante. Les r e c o m e n d é que en u n a cinta de seda rosada escribieran c o n tinta indeleble : « D e s e o con toda mi a lma encontrar u n a m u j e r » , que la f irmaran con u n a gota de su p rop ia sangre y luego la amarraran alrededor de su pene para mantenerla ah í un día y una noche.

Algunas mujeres p i d i e r o n un acto de ps icomagia que les permit iera encontrar un hombre . A aquellas que vi encerradas en ellas mismas, t ímidas , incapaces de manifestar su c ó l e r a contra el padre, les aconse jé que fueran a una escuela especial izada y tomaran lecciones de tiro, no sólo con pistola o rifle sino también con ametralladora. Recibí u n a carta donde la consultante me agradec ía efusivamente el consejo: había formado pareja con su instructor. Más tarde me vino a ver p i d i é n d o m e un acto de psicomagia que le permit iera liberarse de ese hombre.

Los abortos, cuando son provocados p o r problemas emocionales o e c o n ó m i c o s , causan traumas profundos. La mujer, s int iéndose culpable, se deprime y no se resigna. La re lac ión de la pareja puede entrar en crisis, a l e j á n d o s e cada vez m á s u n o del otro. Para ayudar a mis consultantes, en ese caso, les propuse pensar en un fruto que identif icaran con el feto —algunas e l ig ie ron u n a frambuesa, otras un p e q u e ñ o mango o

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una mandar ina- . U n a vez elegido el fruto d e b í a n colocarlo sobre su vientre desnudo y sujetarlo con cuatro vueltas de venda color carne. Un amigo, e l mar ido , e l amante, un familiar, vest ido de cirujano deb ía cortar las vendas y tomar el fruto i m i tando que lo arrancaba c o n gran di f icultad. Durante esta acc i ó n , l a consul tante t e n í a que revivir los sent imientos que h a b í a exper imentado durante la o p e r a c i ó n y expresarlos en voz alta. Después deb ía colocar el «feto» en una p e q u e ñ a caja de madera noble fabricada en c o m p a ñ í a de l h o m b r e que la hab ía inseminado o de su pareja del momento o de un amigo o de un familiar. Luego d e b í a n ir ambos a un bel lo lugar, hacer un hoyo con las manos y enterrar allí el « a t aúd» para plantar encima de él un arbol i l lo . H e c h o esto el hombre deb ía besarla en la boca y deslizarle un dulce de mie l .

C u a n d o me consultan personas que t ienen espinillas en la cara y veo que han carecido de la a tenc ión de sus padres, les aconsejo que hagan escupir a su madre y a su padre en un poco de arcil la verde que sostienen en la mano derecha. Luego , que c o n los dedos m e d i o y anular de la m a n o i zqu ie rda remuevan la arcil la y la saliva hasta formar u n a pasta que se colocarán sobre las espinillas o el eccema.

Ya en los casos extremos, cuando los abusos infantiles han sido tan crueles que sus d a ñ o s parecen incurables, le propongo al consultante que muera.. . para que renazca otro. Le aconsejo que elija un lugar hermoso. Que, ayudado por un grupo de amigos, cave su fosa. Que lea, frente a ella, su discurso fúnebre . Que, desnudo y envuelto en u n a s á b a n a , se acueste. Que sus amigos lo cubran c o n tierra (por supuesto dejando su boca y su nariz al descubierto) y que se quede ahí , imitando el vacío de la muerte, un m í n i m o de cuarenta minutos. Sus amigos, entonces, a su pedido , lo deben desenterrar, lavar, vestir con ropas nuevas y bautizar con otro nombre .

C u a n d o a un niño , o a una niña, se le ha dado por inconsc ienc ia un n o m b r e nefasto, p o r e jemplo e l de un h e r m a n o muerto antes de que él naciera o el de una parienta que se suic idó, etc., aconsejo cambiarle el nombre . Para evitar que el pe-

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q u e ñ u e l o se sienta d e s p o s e í d o de su ident idad deben regalársele dos cofrecillos, u n o gris y el otro dorado. «En este cofre gris vas a guardar tu n o m b r e » , y en una tarjeta simple, opaca, la madre o el padre escribe su nombre y la guarda en el cofrec i l lo . «Y de éste» , se abre el cofrecil lo dorado y se saca una tarje ta br i l lante c o n adornos alegres, « s a c a m o s un nuevo n o m bre, m á s bonito a ú n » , y le leen el nuevo nombre escrito en la tarjeta. « D e s d e ahora te l lamaremos así. C u a n d o quieras recordar tu antiguo nombre , lo sacarás un momento del cofre gris, lo sa ludarás y lo volverás a guardar .»

A las mujeres divorciadas que no logran vencer la rabia que les produce su ex mar ido , les he aconsejado que peguen la foto del rostro del hombre en una pelota de fútbol y que le den patadas.

A las personas que n u n c a fueron acariciadas les aconsejo que dejen que su pareja o una persona amiga les dé un largo masaje usando, en lugar de aceite, mie l de acacia. Y que al final , con una foto de la madre en la mano izquierda y una del padre en la mano derecha, le froten con ellas todo el cuerpo.

A veces, con personas que repr imían sus sentimientos, u sé la poes í a activa como remedio. A un mús ico frustrado le p e d í que se levantara a la salida del sol para escuchar los cantos de los p á j a r o s d i c i é n d o s e repet idas veces, c o m o u n a l e t a n í a : «Ellos están contentos porque yo existo» . A una mujer que se sentía inexistente la hice detenerse en medio de un puente, a las doce de la noche, durante el verano, y repetir muchas veces, mirando la corriente: «El río pasa pero el reflejo de las estrellas p e r m a n e c e » . A un h o m b r e que su f r í a pensando ser esencialmente ant ipát ico , le aconse jé susurrarle en el o í d o a c ien personas (parientes, amigos, colaboradores, etc.): « U n a sola luc iérnaga , en la noche oscura, i l u m i n a todo el c ielo» .

Poco a poco me fui atreviendo a proponer actos más complejos. H o y en día, todos los miércoles , sin n inguna publ ic idad y siempre gratis, ayudado por el Tarot, doy actos de psicomagia a unas veinte personas. Mi c o m p a ñ e r a M a r i a n n e Costa, p o r suerte, ha tomado nota de estos consejos (que pueden ser leí-

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dos en el Apéndice , p á g i n a 419) pues, como los doy en un estado de trance, a los pocos minutos los olvido.

U n a vez c o n c e d í a Gilíes Farcet u n a serie de entrevistas que se publ icaron en un l ibro , Psicomagia. Sus lectores me escribier o n p i d i é n d o m e sesiones privadas, cosa que hice durante un a ñ o para enfrentarme a problemas importantes y experimentar nuevos caminos en esta forma de terapia. M u c h o s psicoanalistas, o s teópatas y m é d i c o s de la l l amada Nueva M e d i c i n a (alumnos en el sur de Franc ia de l doctor G é r a r d Athias ) , siguieron mis cursos y los apl icaron a sus disciplinas. Más tarde el Instituto SAT (Seakers Af ter T r u t h , Buscadores de la Verdad) , que dirige e l psiquiatra C l a u d i o Naranjo , d i sc ípu lo directo de Frederick Perls, creador de la terapia Gestalt, me invitó a dar unos cursos en E s p a ñ a y M é x i c o , donde trescientos futuros terapeutas aprendieron las técnicas de la Tarología , de la Ps icogenealogía y, sobre todo, de la Psicomagia. También en Sant iago de C h i l e f o r m é grupos , y luego en Ñapóles, c o n alumnos del psicoanalista A n t o n i o Ferrara. Para transmitir este arte, que había practicado en estado de trance, tuve que esforzarme por encontrar «leyes» que permit ieran a los espíritus científicos adentrarse en sus misterios.

La Psicomagia se apoya fundamentalmente en el hecho de que el inconsciente acepta el s ímbolo y la metáfora , dándole s la misma importancia que a los hechos reales. Esto lo han sabido los magos y chamanes de las antiguas culturas. Para el inconsciente, actuar sobre una fotografía, una tumba, una prenda de vestir o cualquier objeto ínt imo (un detalle puede simbolizar al todo), es igual que si se actuara sobre la persona real.

U n a vez que el inconsciente decide que algo debe suceder, es imposible para el ind iv iduo i n h i b i r la puls ión o sublimarla totalmente. U n a vez lanzada la flecha, no se la puede regresar al arco. La única manera de liberarse de la puls ión es realizándola.. . Pero esto se puede hacer meta fór icamente .

M u c h o s n i ñ o s que h a n sido ma lquer idos p o r sus padres crecen con el deseo de el iminarlos . Mientras no realicen esto,

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seguirán sumidos en u n a depres ión que los puede conducir al suicidio, al vicio o a enfermedades mortales. Recomiendo entonces colgar del cuel lo de una gal l ina negra el retrato de la madre y del cuel lo de un gallo rojo el retrato del padre. Luego cortarles el cuello y bañar se en su sangre. D e s p u é s desplumarlos, cocinarlos y ofrecerlos en una fiesta como al imento a un grupo de amigos. Las plumas negras y rojas así como los restos de los animales deben ser enterrados y, sobre ellos, plantarse un arbol i l lo .

He curado muchos casos de frigidez femenina -cuando se ha detectado u n a fi jación sexual con el padre - recomendando que i m p r i m a n en u n a camiseta u n a foto de su progen i tor y que luego hagan el amor con su pareja mientras éste lleva esa camiseta puesta. Así, en forma metafórica , se realiza el incesto y se supera. V i n o a verme una muchacha que p a d e c í a de llagas c o m o quemaduras en la vagina cada vez que h a c í a el amor. Buscando en su árbol genea lóg ico pude ver que a los 13 años h a b í a sido separada de su padre italiano. Para que realizara el incesto meta fór ico le propuse que en tres litros de agua cocinara un paquete de espaguetis. Que luego en una bolsa enviara los espaguetis a su padre y que ella, con el agua donde los h a b í a cocinado, se hic iera lavados vaginales. Se curó .

No se puede e l iminar una angustia, un miedo irracional , tratando de razonar c o n e l consultante para demostrar le qué\ aquello que teme nunca le puede suceder. Lo que hay que ha T

c é f es empujarlo hacia la angustia, para que realice,jn¿_yafaáí. camente_Jo que tanto teme. Esto me lo inspiró u n a anécdota cTel ps iquiatra estadounidense M i l t o n E r i c k s o n , que, siendo^ p e q u e ñ o , vio a los trabajadores de su padre tratando de hacer entrar en el corral a un becerro tozudo que se negaba a avanzar. P o r m á s que lo empujaban no lograban moverlo. Er ickson se acercó a ellos, le t o m ó la cola al animal y tiró fuertemente de ella. AI sentir que le daban una orden de retroceder, el testarudo becerro e c h ó a correx.hacia el corral .

C u a n d o u n a persona siente que está p o s e í d a p o r otra, alguien de su familia , un brujo o una mala persona, es impos ib l

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convencerla de lo contrar io d á n d o l e razones, que si b ien las p o d r á aceptar intelectualmente , las r e c h a z a r á c o n su centro emocional . Hay que tratarla como a una p o s e í d a y someterla a un acto que semeje un exorcismo. Para ello, se le pegan por todo el cuerpo, con una mezcla de arcil la , har ina y agua, copias de la fotograf ía o del d ibujo del invasor. Luego , se le van arrancando al mismo t iempo que se aul lan ó r d e n e s furibundas com o : « ¡ F u e r a ! ¡Deja en paz a esta persona! ¡ R e g r e s a a ti mism o ! » . U n a vez que todo ha sido retirado, se b a ñ a al paciente, se le perfuma y se le viste con ropas nuevas. Las fotograf ías se entierran y allí se planta un crisantemo.

También se le puede recomendar que se fabrique un carnet de ident idad falso cambiando en el documento su nombre , su edad y su pro fe s ión , para e n g a ñ a r a q u i e n lo quiere poseer. Cuando , en algunas familias j u d í a s de E u r o p a central , a lguien

"jse enfermaba de gravedad, l l a m a b a n al r a b i n o para que le cambiara de nombre. Así, cuando la muerte lo venía a buscar, no lo encontraba.

La psicoanalista C h a n tal R ia l l and , que es tudió conmigo durante un buen n ú m e r o de años , dice en su l ibro Esta familia que vive en nosotros: «Respec to al n iño , los padres se angustian en función de su propia prob lemát ica , consecuencia de sus infancias y de sus adolescencias. Y esto c o n tanta m á s in tens idad cuanto que el padre y la madre se han sentido no deseados, rechazados, no conformes al deseo familiar: "Oja lá que todo salga b ien, que sea normal " , "Oja lá que el nacimiento sea fácil". El precedente quizás ha sido difícil o una de las mujeres de la familia, madre, abuela, bisabuela, tía, m u r i ó en el parto: "Que no sea mala como la abuela Ágata " , "Drogadicta como la pr i ma" , "Puta c o m o l a t ía" , " I n f i e l c o m o l a abuela E r n e s t i n a " , "Que no sea a lcohól ico c o m o el abuelo A r t u r o " , "Homosexua l como el tío Pedro" , "Perezoso y mujeriego como el abuelo paterno". Algunos padres temen la crisis de la adolescencia: "Ojalá que encuentre una mujer d igna" , " C u a n d o pienso que mi hija será de otro hombre. . . " . Afectivamente, todo n iño es com-

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parado a su famil ia y, s iendo esto un mecanismo que tiende a reproducirse, los miedos parentales en el fondo ac túan como mald ic iones» .

G e o r g G r o d d e c k , en El libro del Ello, a f i rma: «El temor es consecuencia derivada de la repres ión de un d e s e o » . «Miedo es deseo: qu ien teme el estupro, lo desea .» Desde la infancia, a través del psiquismo de los padres, la famil ia inyecta en nuestras mentes sus deseos en forma de temores. Las flechas, lanzadas muchas generaciones atrás, l legan hasta nosotros exigiéndonos que realicemos las pulsiones autodestructivas: «T ienes que desarrollar el mismo cáncer que tu a b u e l o » , «T ienes que perder tus ovarios como tantas de tus antepasadas los han perd i d o » , «El a lcoholismo es una tradición famil iar» , «Hi jo de tigre nace rayado» , «Puta la madre, puta la hija, puta la manta^ que las cobi ja» . A_mexios que, p o r . u n acto de psicomagia, las; realicemos m e t a f ó r i c a m e n t e , esas maldic iones familiares nos obse s ionarán toda la vida. *-

U n a psicoanalista no p o d í a desprenderse de l temor de perder a sus pacientes y encontrarse en la calle, sin domic i l io fijo, convertida en mendiga . Le aconse jé que se disfrazara de ind i gente (ropa desgastada y sucia, cabellera con costras de tierra, nariz enrojecida) y que de esta manera recibiera en su gabinete a los clientes. Deb ía a d e m á s tener j u n t o a ella un l i tro de vino y unos mendrugos de pan duro . «¿Y q u é les voy a decir?» «Le s dirás que estás haciendo un acto de Ps icomagia . » «¿Y durante c u á n t o t iempo debo presentarme así?» « T i e n e s treinta años . Serás psicoanalista-mendiga durante treinta días .»

U n a esposa estaba obsesionada con el deseo de tener muchos amantes pero, por un alto aprecio de la f idel idad, se contenía. Le propuse que e n g a ñ a r a a su marido p e r m a n e c i é n d o l e fiel. « ¡Eso es lo que deseo, pero es impos ible !» «Es posible, metafór icamente . Pr imero que nada debes confesarle a tu esposo esas pulsiones y convencerlo de que colabore contigo. El alquilará un cuarto en un hotel . Luego te l lamará, imitando otra voz, para darte cita allí. Cuando llegues a la habitación, él te estará

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esperando disfrazado de otro, ya sea con bigote, barba o cabellera postiza, y actuando con gestos nunca empleados. Sin decir una palabra debéis hacer el amor. El part irá antes. Tú l legarás de regreso al hogar, donde tu marido, habiendo recuperado su personalidad, estará e sperándote . Debe preguntarte: " ¿De dónde vienes?" y tú responderle con una mentira : "Vengo del dentista". Este acto debe repetirse varias veces, d is frazándose tu marido cada vez de una persona diferente.»

S in cesar, la famil ia nos hace predicciones: «Si no estudias, / fracasarás en la vida», « N o tienes o ído , n u n c a cantarás» , «Eres ¡ insoportable, n ingún hombre va a querer casarse cont igo» , «Si f sigues así , t e rminarás en la cá rce l » . El inconsciente t iende a f realizar la predicc ión . A n n e A. Schutzberger, profesora de la | Univers idad de Niza , evoca un aspecto de este f e n ó m e n o : «Si i se observa cuidadosamente el pasado de un cierto n ú m e r o de

/ enfermos graves de cáncer, se advierte que se trata, muchas ve-/ ees, de personas que durante su infancia han desarrollado un

" g u i ó n de v ida" inconsc iente , a veces hasta c o n fecha de su muerte, momento , día , edad, y que luego se ven efectivamente

( en esa s i tuación de murientes. P o r e jemplo, a los 33 años - l a | edad de Jesucristo- o a los 45 -edad en que haya muerto su pa-^ dre o su madre- , etc. Todos, ejemplos de u n a especie de reali

zac ión a u t o m á t i c a de las pred icc iones personales o famil iares» .

f ' Ha sido verificado que si un profesor prevé que un mal es-| tudiante cont inuará igual , lo m á s seguro es que nada cambie; j_por el contrario, cuando el maestro estima que el n iño es inte

ligente, aunque t ímido, y prevé que a pesar de el lo hará pro-c gresos, el n iño comienza a estudiar b ien .

La única manera de liberarse de u n a p r e d i c c i ó n obsesiva, rio es tratando de olvidarla sino real izándola . . . U n a amiga española , incrédula , que siempre se burlaba de los videntes, por cur ios idad se h izo leer e l Tarot. Le d i j e r o n « M o r i r á a lguien muy cerca de ti y eso te costará m u c h o d i n e r o » . A partir de ese momento no cesó de estar angustiada. Cuanto más luchó p o r

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no creer en la predicc ión , m á s a u m e n t ó su obses ión. Le aconsejé : «Cierra las puertas y ventanas de tu casa. Bombea insectic ida en todos los cuartos. Ve mor i r a una mosca. Entonces se h a b r á realizado ese "Mor i rá alguien muy cerca de t i " . Luego toma un billete de poco valor y a g r é g a l e con tinta indeleble seis ceros. Envuelve la mosca en él y ent iérra lo . Eso te h a b r á "costado m u c h o d i n e r o " » . Así lo hizo. Su obses ión se es fumó al instante.

A u n a muchacha francesa que tenía una voz excepcional su padre le h a b í a d i cho : «I lusa , nunca te g a n a r á s la vida con la garganta, a menos que cantes en el Palacio de la O p e r a » . E l l a se veía obligada a tomar clases de canto, sin nunca poder dejar de ser a lumna para llegar a profesional. Su meta imposible era cantar en la Opera . Sab iéndose incapaz de lograrlo, vivía como fracasada. Le propuse realizar la exigencia de su padre. D e b í a ir a las seis de la m a ñ a n a , vestida humildemente , y ponerse a cantar, con una bacinita a sus pies, j u n t o a las puertas del Palacio de la Opera . Siete amigos, uno tras otro, depos i tar ían un billete en la bacinita. Terminada la canción deb ían aplaudirla . E l l a , con el d inero recibido, se c o m p r a r í a un traje que destacara su belleza. U n a vez realizada la exigencia paterna, cantar en el Palacio de la Opera , su sentimiento de infer ior idad desapareció y muy pronto, con éxito , interpretó las canciones populares que le gustaban.

En la c iudad de México me consulta un hombre joven que teme suicidarse. Este miedo le ha sido inculcado por su madre, que, cuando se enoja con él, siempre le grita: « ¡Terminarás como tu p a d r e ! » . Le han contado que su padre fue un mal h o m bre que a c a b ó su ic idándose con pastillas. Le p ido que imagine el co lor de esos barbitúricos . Los ve azules. « ¿ D ó n d e se mató?» « E n un hotel de Buenos Aires , en Argent ina» . «Busca en la ciudad u n a calle que se l lame Buenos Aires o Argent ina . A l q u i l a en ella o lo más cerca posible un cuarto de hotel . Adviértele a tu madre que vas a hacer un acto terapéut ico necesario para evitar que te suicides y que ella debe ayudarte. Vas al cuarto llevando en un p e q u e ñ o frasco pastillas de azúcar color azul. Las

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tragas todas y te acuestas, inmóvil en el lecho. U n a hora después debe llegar tu madre y encontrarte así, "muerto" . E l l a debe hacer que l lora abrazada a tu "cadáver" , dando grandes lam e n t o s y p i d i e n d o p e r d ó n . L u e g o debe l l a m a r a c u a t r o ayudantes que te sacarán, muy r íg ido , de l hotel . Te llevarán extendido en una camioneta al apartamento donde vives c o n tu amante. Te depos i tarán ante los pies de ella. La mujer te abrazará, besará , acariciará. Entonces te despertarás . Le dirás a tu madre : "¡Ya me he suic idado c o m o mi padre! ¡Ahora que la pred icc ión se ha c u m p l i d o voy a vivir mi prop ia vida!" . Para celebrar esto, invitarás a tu amante, tu madre y los cuatro amigos a cenar tacos hechos con tortillas azules .»

A un hombre muy gordo, infanti l , una vidente le ha predi-cho que en su p r ó x i m o aniversario va a tener un accidente grave. La fecha fatídica se acerca y el consultante está tan preocup a d o q u e a dura s penas se l e v a n t a p a r a i r a t raba jar . Le recomiendo que compre uno de esos calendarios a los cuales cada d ía se les arranca una hoja. Que al d ía siguiente, p o r la m a ñ a n a temprano, lo deshoje hasta dejarlo en la fecha de su c u m p l e a ñ o s . Luego, que vaya a una pastelería , vestido de n iño , y compre un pastel de varios pisos, cubierto de crema. Que lo lleve sin envolver, marchando por la calle. Que imite tropezarse y que caiga de bruces sobre él, enterrando la cara en la crema. Y que luego se ponga a chi l lar como un n iño que cree haber tenido un accidente grave. D e s p u é s , debe ir con el pastel aplastado a la casa de la vidente y embadurnarle con él la puerta.

U n a mujer, obsesionada porque un m é d i c o le ha d icho que es propensa a tener un cáncer en los ovarios, se siente estéril. Para e l i m i n a r esa p red i cc ión negativa le aconsejo i n t r o d u c i r en su vagina dos huevos frescos de pa loma y guardarlos allí una noche entera, para que le conf ieran su fuerza germina l . Luego enterrarlos en u n a tierra fértil p lantando dos grandes flores que s imbolizarán sus ovarios realizados.

U n a mujer joven se inquieta porque en su árbol genealógico todas las mujeres, hijas únicas , se han quedado viudas. De-

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sea e n c o n t r a r un m a r i d o que no desaparezca. Le aconsejo que, para realizar la pred icc ión , ahora que vive sin pareja, se vista de negro y haga i m p r i m i r tarjetas de visita con su nombre , a l que ha agregado «viuda de X » . D e b e r á también hacer c o n sus manos un m u ñ e c o de t a m a ñ o h u m a n o que representará a l m a r i d o muerto c o n e l que d o r m i r á durante siete noches. Al cabo de ese t iempo lo enter ra rá y p l an ta rá sobre la « t u m b a » u n árbol .

A menudo , para solucionar un problema, hice al consultante consciente de que, como en los sueños , estaba deslizando en u n a persona la imagen de otra. U n a mujer no logra desligarse de su ex marido. A pesar de que lo detesta, la separac ión la hace sufrir. Le aconsejo que consiga una foto del rostro de su padre y otra de l rostro de su ex marido. Debe hacerlas agrandar, hasta su t a m a ñ o n o r m a l , en hojas transparentes. Luego debe colocar la del ex mar ido sobre la del padre y pegarlas en el cristal de u n a ventana de su dormitor io , de prefencia que dé a la salida de l sol, para así ver las dos caras al mismo tiempo, entremezcladas. «Ve a visitar a tu padre y, sin que se entere, escarba en la canasta de su ropa sucia y róbale un calzoncil lo. Ya en tu casa corta un pedazo de la bragueta y p é g a l o al pie de la doble fo togra f í a . C u a n d o te des verdaderamente cuenta de que, a causa de un deseo incestuoso infanti l repr imido , no sufres por la incompres ión de tu ex marido sino por la de tu padre, quema las dos transparencias y el pedazo de p r e n d a ínt ima, d i suelve un poco de sus cenizas en un vaso de vino y bébe lo . E n tonces aceptarás con agrado el divorcio, sabiendo que es u n a l iberación.»

U n a mujer muy sensible, de nombre B á r b a r a , se acusa de ser conflictiva y destructora. «A causa de esto he destruido la v ida de mis tres hijas.» Quisiera deshacerse de la « sombra» de su abuela materna, t ambién l lamada Bárbara , igualmente conflictiva y destructora. «Mi madre siempre me está d ic iendo que me parezco a ella, que sigo el mismo camino, que causo iguales d a ñ o s . A pesar de todo tipo de terapias no logro deshacer-

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me de esa sombra . » Le aconsejo que se disfrace de su abuela - r o p a interior, traje, zapatos, p e l u c a - y que se pare al lado de una superficie de papel blanco donde , mediante un reflector, proyecte su sombra. Su madre, con un p l u m ó n de tinta indeleble, debe dibujar los contornos de la sombra y luego pintar de negro esa superficie del imitada. D e s p u é s la consultante debe enrol lar la sombra metafór ica , ir a un río, arrojarla, j u n t o con el disfraz de vieja, de espaldas a la corriente y p o r enc ima del h o m b r o izquierdo, e irse sin mirar hacia atrás.

A veces, en estos deslizamientos ps ico lóg icos , sin que nos demos cuenta, un pariente muerto nos posee, i n d u c i é n d o n o s a que le consigamos u n a reparac ión . En estos casos, en lugar de luchar contra esos impulsos que sentimos ajenos, debemos plegarnos a ellos. A un hombre , de rostro inexpresivo, c o m o tallado en piedra, su mujer, d e s p u é s de darle u n a hi ja al a ñ o de casados, lo ha dejado para regresar a la casa de sus padres. La madre de su esposa hizo lo mismo: apenas d io a luz, aband o n ó a su marido y volvió al hogar paterno. El hombre sufre porque ama a su mujer y quiere recuperar la . P iensa que, a causa de su carácter taciturno, su mujer se aburr ió . Le aconsejo que contrate una orquesta de mariachis y que vaya a darle una serenata a su mujer, ¡a la mexicana! C u a n d o la abuela reg r e s ó donde sus padres, el orgul loso abuelo n u n c a la fue a buscar. Lo que ella estaba p id i endo era u n a prueba de amor. «Tu mujer, p o s e í d a p o r su madre , repite su acto esperando que por f in su mar ido se comporte como un hombre enamorado. Ve tú también vestido con el traje tradicional de los mariachis. No irás tú a seducir a tu mujer, irá el abuelo a seducir a la abuela . »

C u a n d o un prob lema parece no tener so luc ión porque e l consultante admite que él es el cu lpable y, en su arrepent i miento , s int iendo que no puede reparar su falta, se provoca u n a enfermedad, un fracaso e c o n ó m i c o y sentimental o u n a obse s ión suicida, recurro al concepto de que los « c r í m e n e s » pueden pagarse. Un hi jo de franceses enraizados en Arge l i a , durante la sublevación contra los extranjeros, desde la ventana

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de su dormitor io , vio salir a su padre y a su madre de la casa, tomar el automóvil y ser destrozados por una bomba colocada allí p o r los revolucionarios . Él , en lugar de sufrir, e m p e z ó a lanzar carcajadas, s int iéndose liberado de esos padres narcisis-tas, intolerantes y fríos. Años más tarde me vino a ver abrumado p o r la culpa . No p o d í a aceptar haber sido tan i n h u m a n o con los seres que le hab ían dado la vida. No me permit í disculpar su acto d ic iéndole que quien había r e ído era su n iño interior, tan maltratado. Al contrario, le conf irmé su culpabi l idad. L u e g o l e a c o n s e j é que, h a c i e n d o u n sacr i f ic io e c o n ó m i c o , comprara dos joyas muy caras, que viajara a Arge l ia y que justo en el sitio donde el automóvi l había explotado, enterrara las valiosas gemas sin que nadie lo viera. Así su deuda emocional quedaba pagada.

A veces un injusto sentimiento de culpa puede conducirnos a una neurosis de fracaso. A una muchacha a la que sus padres le d i j e ron demasiadas veces « C u a n d o naciste nos creaste un problema: e s t ábamos pobres. Tu llegada nos sumió aún m á s en las dificultades financieras», le r e c o m e n d é cambiar un billete de quinientos francos en moneditas de c inco centavos. Cargando ese voluminoso bulto en un saco a la altura de su vientre, d e b í a caminar por una calle central lanzando p u ñ a d o s de monedas, como si fuesen semillas, pensando: « L e doy riqueza a l m u n d o » .

O t r a técnica empleada es la de transladar el sent imiento doloroso a un objeto para luego «devolvérselo» a quien nos h i zo e l d a ñ o . U n a mujer consulta porque , s e g ú n ella , vivía en simbiosis con su hermana, la cual no cesaba de darle ó rdenes , a p o d e r á n d o s e de su vo luntad . A pesar de que esa h e r m a n a m u r i ó de un cáncer de mama, mi consultante sigue s intiéndose p o s e í d a por ella y se quiere liberar. Le aconsejo que meta en una bolsa de gamuza u n a bola de acero, de esas con que se juega a la petanca, y que la lleve colgando del cuel lo noche y día . «Resiste lo m á s que puedas ese peso, que s imboliza a tu hermana, y cuando ya no lo soportes, vete a ver a tu madre y entrégale la bola d ic iéndole : "Este objeto no es mío , es tuyo. Te lo

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devuelvo. Ser ía bueno que ya lo enterraras". Le expl ico que las relaciones competitivas entre hermanos son causadas p o r el desequilibrio de los padres.

U n a mujer lesbiana sufre porque no se siente b ien c o n su amante. C o n ella su sexualidad, a m e n u d o repr imida , sin energía , funcionaba b ien , pero ahora han cesado sus deseos porque la otra le pide constantemente, tal como antes lo hacía su madre, ser perfecta. Le aconsejo que le robe ropas sucias a su madre, que con ellas vista a su amante, que se acueste con ella y que durante la relación sexual le destroce estas prendas con rabia, gr i tándole : « ¡ N o soy perfecta y tú no eres mi m a d r e ! » . Luego debe darle un masaje con aceite que huela a rosas. Desp u é s de esto, debe envolver la ropa destrozada en un pape l blanco y atar el paquete con cinta celeste. En otro paquete, de papel negro amarrado con cinta rosada, debe envolver un vestido nuevo. Le enviará esos dos paquetes a su madre con una carta que diga: « N o sé si c o m p r e n d e r á s esto: te he destrozado un vestido viejo para regresár te lo convert ido en nuevo. Gracias» .

U n a mujer, muy angustiada, dice tener problemas terribles cuando le llegan sus reglas. Le parece que nunca va a dejar de sangrar. Después de analizar su árbol g e n e a l ó g i c o le digo: «Estás padeciendo la angustia de tu madre. Sangras por las patadas que tu abuelo materno le d io a su mujer en el vientre cuando supo que otra vez estaba encinta. Daba a luz sólo mujeres. Tú deber ías haber sido un niño. Tienes que devolverle esas patadas a tu abuelo. Ve a su tumba llevando un feto de vacuno y un l i tro de sangre artificial. T i r a ese cadáver sobre la losa y desparrama la sangre. Luego dale feroces patadas al sepulcro. Saca fuera de ti la rabia de tu abuela. D e s p u é s entierra por ahí cerca el feto y planta un bello vegetal de flores rojas» .

Se puede liberar a una persona de su problema hac iéndo le batir un récord. A una mujer que sufría por tener veinte kilos de más , le aconse jé entrar en u n a carnicer ía , comprar veinte kilos de carne y huesos, cargar el paquete en sus espaldas, caminar veinte ki lómetros para llegar a un río y arrojarlo. A un

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cajero de un banco que hab ía perdido el gusto de vivir, lo envié a atravesar toda Italia, de punta a cabo, en patines de ruedas. A u n a s eñora de edad, viuda inconsolable, le aconse jé volar en ala delta a c o m p a ñ a d a de un instructor.

E l p r o b l e m a de l per fecc ion i smo se cura aceptando mostrarse, ante quienes lo exigen, más imperfecto de lo que se es. U n a consultante muy joven , que estudia en u n a escuela de c i ne, sufre porque se exige a sí misma demasiado. «Desde niña , nunca he estado contenta con lo que hago. Este deseo de perfección me paral iza.» Le aconsejo que f i lme un corto, lo m á s nu lo posible. M a l d i r ig ido , mal fotografiado, ma l interpretado, con u n a historia es túpida contada en forma absurda. Enseguida debe r e u n i r a su fami l ia , mostrar ese h o r r o r y ex ig i r ser aplaudida y alabada p o r todos.

U n h o m b r e consul ta porque l e h a n m e t i d o e n l a cabeza que n i n g u n a mujer lo a m a r á si no es perfecto. T iene u n a novia con la que no se decide a casarse a causa de esto. A pesar de todas las muestras de afecto que le da, él cree que ella finge porque « c ó m o va ser posible que ame a un hombre tan imperfecto» . Le aconsejo que estudie con un joyero hasta que aprenda a hacer anillos. Entonces que se proponga fabricar el ani l lo de bodas m á s feo del m u n d o . Si ella decide portarlo en su dedo anular, él sentirá por fin que es amado, porque se le acepta su imper fecc ión .

C u a n d o no se tiene u n a cual idad que se desea, se puede imitar. Recuerdo u n a historia: un amo está desesperado porque su asno, muy testarudo, se niega a beber. Ni los ruegos ni los golpes lo convencen. Si sigue así mor i rá de sed. Su buen vec ino se propone ayudarlo. Trae su prop io burro , lo coloca al lado de l huelguista y le da un balde l leno de agua que el an imal bebe c o n placer. El terco, viendo aquello, por espíritu de i m i tación, t ambién se pone a beber. U n a mujer joven que hace ya varios a ñ o s , por causa de problemas emocionales , ha dejado de tener sus reglas me pregunta q u é hacer. Le aconsejo que compre sangre artif icial (de la que se usa en el c ine) , y que, u n a vez por mes, durante tres o cuatro días , inyecte esa sangre

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en su vagina, usando todos los elementos que corresponden a ese estado y que siga así imitando. Pronto su verdadera menstruación le l legará. Este mismo f e n ó m e n o suele ocurr i r cuando una mujer que no logra tener hijos adopta un n iño . Gracias a esa imitación de la maternidad, para su sorpresa, muy pronto se encuentra encinta.

A las personas deprimidas , aparte de preguntarles «Si las leyes no exitieran y todo te fuera permit ido , ¿a quién matar ías \ c ó m o ? » y hacerles realizar sus c r ímenes en forma metafór ica , es muy útil recomendarles intentar algo que nunca hayan hecho o que no hayan imaginado siquiera. Por ejemplo hacer un viaje en globo y lanzar desde arriba siete kilos de semillas hacia la tierra. O pintar su autorretrato con sangre menstrual. O ir a misa disfrazada de loro . O, a pesar de ser muy hombre , tomar clases de danza del vientre estilo á rabe . U ofrecerle una flor al p r imer calvo que vea en la calle p i d i é n d o l e permiso para besarle el c ráneo . O vestirse de pobre y salir a mendigar.. . A una s e ñ o r a que no hab ía jugado en la infancia , p o r tener padres débi les , infantiles, que la obl igaron a actuar como un ser adulto y preocuparse de ellos, le a c o n s e j é que fuera al casino de Dauvil le , que comprara c inco m i l francos de fichas y que jugara hasta perderlas. «¿Y si g a n o ? » «S iga jugando , días , semanas, meses, años , hasta que termine por perder lo todo.»

A veces un consejo muy simple tiene un buen resultado. Saq u é a una mujer de la depre s ión a c o n s e j á n d o l e que durante 28 días , todas las mañanas , en ayunas, fuera a un salón de té y comiera un éclair (pastel c o n forma fálica) re l leno con crema de café.

Para aconsejar a los consultantes c o n neurosis sociales, me inspiré en la pel ícula El mago de Oz. Un hombre de acero quiere tener sentimientos, el psicomago le prende en el pecho un reloj en forma de corazón . El hombre de paja quiere ser intel igente, el psicomago le da un d i p l o m a universitario. El león cobarde quiere ser valiente, el psicomago le confiere una condecorac ión . ¡El inconsciente toma los s ímbolos por realidades! Si soy ch ino y quemo billetes falsos en la tumba de mis antepasa-

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dos, siento que realizo un sacrificio importante. Si soy sacerdote v u d ú y escupo nubes de r o n que se evaporan, siento que c o n ellas mi espíritu asciende hacia los dioses. A un m é d i c o , hermano de un c a m p e ó n de tenis, que no logra tener clientes p o r sentirse a n ó n i m o , le recomiendo que en su sala de espera coloque una fotograf ía donde esté jun to a su hermano. Pero c o n un hábil truco debe cambiar las cabezas de m o d o que sobre su cuerpo luzca la de l c a m p e ó n y sobre el cuerpo de su hermano la testa suya.

En ciertos casos el arquetipo que provoca la frustración del consultante es la madre, apoyada por el de la abuela y la bisabuela. Esta coal ic ión es la m á s poderosa de todas y só lo puede ser vencida por un arquetipo de carácter divino. La única que es p s i co lóg icamente más fuerte que la madre es la V i r g e n M a ría. (Si el consultante es catól ico, por supuesto.) Muchas veces, motivado por el deseo de ayudar, utilicé lugares exaltados por el culto popular, y, a riesgo de ser tildado de sacrilego, elementos de las ceremonias sagradas. P o r e jemplo: u n a mujer c o n e d u c a c i ó n protestante, nac ida entre o c h o hermanos , desea fundar una familia, pero un miedo irracional le impide casarse. Le expl ico que cuando en un árbol hay madres, abuelas y bisabuelas agobiadas p o r un gran n ú m e r o de hijos, existe el miedo al semen, cons iderándose le una materia d iaból ica que, c o m o castigo del placer, causa los indeseados embarazos. Le p r o p o n g o un acto que le h a r á perder e l m i e d o a l esperma, d á n d o l e su verdadera d imens ión : una sustancia divina. «Deberás hacer el amor con tu novio p id iéndo le que eyacule en un vaso, en cuyo fondo h a b r á una hostia. D e s p u é s l lenarás ese vaso c o n cera derretida más una mecha. C u a n d o la cera esté solidif icada, lo llevarás a la cripta dedicada a la V i r g e n , en Lourdes, y lo colocarás ante los pies de ella. Enseguida, e n c e n d e r á s la mecha , te arrodi l larás y rezarás nueve padrenuestros, u n o por tu padre y ocho por tus hermanos . »

Al aumentar mis estudiantes, se me propus ieron problemas m á s vastos. Santiago Pando, uno de los directores de la campa-

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ña publ ic i tar ia del presidente de M é x i c o Fox , que hab iendo asistido a mis seminarios en Guadala jara h a b í a apl icado los pr inc ip ios de la Ps icomagia en su exitosa c a m p a ñ a , me preguntó : «Si consideramos que nuestro país ha sufrido durante setenta y c inco a ñ o s u n a enfermedad l lamada P R I , ¿ p o d r í a s p roponer consejos de psicomagia para curar lo?» . Le propuse, pr imero , hacer una fiesta colectiva a escala nacional : en el momento de la entrega del mando , al grito del nuevo Presidente « ¡México se va para a r r iba ! » , se lanzar ían mil lones de globos (de materia biodegradable) con los tres colores de la bandera patria, llenos de gas hel io , hacia el cielo.

En segundo lugar, inaugurar en Internet un sitio l lamado «México virtual». Allí todos los ciudadanos co laborar ían para, idealmente, convertir México en un E d é n . El país virtual serviría como modelo para el país real.

Cons ideré de vital importancia cambiar el aspecto del dinero. Los billetes, convertidos en s ímbolos de la corrupc ión y de la explotac ión, impregnados del do lor del pueblo, deb ían rec u p e r a r su d i g n i d a d y convert i r se en tal ismanes posit ivos . Aconse jé i m p r i m i r en ellos i m á g e n e s cargadas de la fe popular, como la V i r g e n de Guada lupe , San S i m ó n , la Santa M u e r t e , San Pascual Baylón o Mar ía Sabina.

Propuse también cubr ir con f inas láminas de oro toda la p irámide del sol. Y cubr ir con hojillas de plata toda la p i r á m i d e de la luna . Deber ía colocarse en el tope de la p i rámide mascul ina , dorada, a la diosa Cuatl icue cubierta de plateado. Y en el tope de la p i rámide femenina, plateada, el calendario solar azteca, cubierto de dorado. Este fenomenal acto atraer ía a mi l lones de turistas. C o n el d inero recaudado se recrear ía el lago que an taño tan absurdamente fuera secado convirt iendo a la reg ión en un valle polvoriento.

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De la psicomagia al psicochamanismo

La Psicomagia trata de economizar t iempo, acelerando la toma de conciencia . Así como u n a enfermedad puede declararse repent inamente , t a m b i é n la c u r a c i ó n puede l legar de golpe. A la enfermedad repentina se le l lama desgracia, a la curac ión repentina se le l lama milagro. S in embargo, ambas part ic ipan de la misma esencia: son formas d e l lenguaje del i n consciente. Gracias a una detección ráp ida por la Tarología , a u n a profunda c o m p r e n s i ó n por el estudio de las repeticiones d e l á r b o l g e n e a l ó g i c o y a acciones p s i c o m á g i c a s , p o d e m o s acercarnos a esa paz interior, producto del descubrimiento de nuestra verdadera ident idad, que nos permite vivir con a legr ía y m o r i r sin angustia, sabiendo que no hemos desperdic iado nuestro paso por este s u e ñ o l lamado « rea l idad» . Sin embargo, p o r muy valiosas que sean estas intervenciones, si el consultante no pone tanto esfuerzo como el terapeuta, si no realiza u n a m u t a c i ó n mental , todo el trabajo se convierte en un calmante de s íntomas , que parece e l iminar el do lor pero que deja intacta la her ida , que va invadiendo con su angustiosa sombra la total idad del indiv iduo. El consultante, al mismo tiempo que sol i c i t a ayuda, l a rechaza . E l acto t e r a p é u t i c o e s u n e x t r a ñ o combate: se lucha denodadamente por ayudar a alguien que opone todas las barreras posibles tratando de conducir la curac ión al fracaso. En cierta manera, para el enfermo el curande-

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ro es su esperanza de salvación al mismo tiempo que su enemigo. El que sufre, temiendo que le revelen la fuente de su malvivir, quiere que lo adormezcan, lo hagan insensible al dolor, pero que de n inguna manera lo cambien, que de n inguna manera le demuestren que sus problemas son la protesta de un alma encerrada en la celda de una falsa ident idad. M u c h o s consultantes me v in ieron a ver porque a pesar de haber logrado aquello que habían deseado realizar, éxitos en el amor, en la vida material, en el acontecer social, sin n i n g ú n motivo aparente tenían ganas de morir . Algunos triunfadores perecieron en accidentes insensatos, otros, al parecer con sól ida salud, atraparon enfermedades c rón ica s . Comerc iantes astutos, de un día para otro, se arruinaron. Seres tranquilos, rodeados de una familia que los amaba, se suicidaron. ¿Por qué? C u a n d o por un motivo poderoso (ya sea porque la pareja tiene problemas económicos o sentimentales, o porque el padre ha abandonado el hogar o ha muerto , o la mujer ha quedado embarazada p o r accidente, o antepasadas h a n p e r e c i d o en el parto y tantos otros motivos de angustia) la madre, conscientemente o no , quiere el iminar al feto, este deseo de e l iminación, de muerte, se incrusta en el recuerdo intrauterino del nuevo ser y luego, durante su v ida terrena l , a c t ú a c o m o u n a o r d e n . Sjn darse cuenta racionalmente, el ind iv iduo siente que es un intruso, que no tiene derecho a vivir. A u n q u e d e s p u é s del nacimiento la mujer se convierta en la mejor de las madres, el mal ya está hecho. Su hijo, o hija, a pesar de que alcance todo aquello que los d e m á s consideran fel icidad, t endrá que batallar contra sus incesantes deseos de morir . Por otra parte, incluso si se acepta con alegría el embarazo, puede suceder que no se desee un n i ño real sino uno imaginario, aquel que va a venir para realizar los planes de la familia, aunque nada tengan que ver con su auténtica naturaleza. El vastago tendrá que ser igual a su progenitor o realizar aquello que el adulto no pudo lograr, o la madre -de la que su padre, con un núc leo homosexual no resuelto, ha hecho un hombre fal l ido, ob l igándo la a anestesiar su feminidad para desarrollar característ icas v i r i le s- s u e ñ a con parir

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un muchacho perfecto, de cuyo falo va a apoderarse, para satisfacer el deseo paterno. En este caso es frecuente que la madre sea soltera, así su hijo porta el apel l ido del abuelo materno , rea l izándose , en forma metafórica , e l incesto de la hija con el padre. Porque los seres humanos son mamí feros de sangre caliente llevan, en el fondo de su animal idad, la necesidad de ser protegidos, alimentados y preservados del frío por los cuerpos de l padre y de la madre. Si este contacto falta, la cría se ve condenada a perecer. La angustia m á s grande de un ser humano es la de no ser amado por su madre, o su padre, o ambos. Si así sucede, el a lma está marcada por una her ida que nunca cesa de supurar. El cerebro, cuando no ha encontrado su centro a u t é n t i c o , l u m i n o s o , cosa que lo m a n t e n d r í a en un éxtas i s c o n t i n u o , vive en la angustia. No encont rando el verdadero placer, que no es otro que el de ser él mismo y no una máscara impuesta , busca las situaciones menos dolorosas. C o n o c í un amigo f rancés que r e s p o n d í a con u n a sonrisa de satisfacción « N o muy m a l » c u a n d o l e preguntaba para saludarlo « H o l a , ¿ c ó m o estás?» . Entre dos males, el cerebro elige el mal menor. C o m o el mayor ma l es no ser amado, el ind iv iduo no reconoce ese desamor y prefiere, antes de soportar el atroz dolor de llevar lo a la c o n c i e n c i a , depr imir se , crearse u n a enfermedad , arruinarse, fracasar. A causa de estos insoportables s íntomas , el consultante emprende u n a terapia. S i e l sanador quiere poner lo ante su her ida de base, despliega un extenso abanico de defensas.

Un gran actor italiano, de teatro y cine, me vino a consultar a c o m p a ñ a d o de su esposa. Desde h a c í a ya muchos a ñ o s , en forma cíclica, sufría depresiones. E r a un viejo hermoso, muy alto, robusto, con u n a voz impresionante. S in embargo, a pesar de su fulgurante personalidad, pude darme cuenta de que en su corazón seguía siendo un niño dócil . Su esposa, con trem e n d a personal idad, morena , p e q u e ñ a , e jerc ía sobre é l u n a autoridad v i r i l . Investigando en el árbol genea lóg i co del artista vimos que su madre, por ausencia del padre, hab ía desarrollado un carácter posesivo extremo, convirt iéndolo en un f ie l ser-

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vidor. Al cé lebre hombre no le gustaba para nada actuar, no era su vocación. Sin embargo, quer iendo agradar a su madre, que le ex ig ía triunfar en los escenarios y las pantallas, se dedicó a ello la mayor parte de su vida. Y, claro está, convirt iéndose en estrella de fama internacional , cosechando un triunfo tras otro, sin obtener n ingún placer, porque ése era el ideal materno y no el suyo, padec í a una depre s ión tras otra. No se sentía ser él mismo sino un ind iv iduo viviendo un destino ajeno. Su esposa, gran admiradora suya, en cierta manera era la reproducc ión de su madre, ya difunta. Le propuse un acto ps icomá-gico: el n i ñ o obediente d e b í a rebelarse frente a la autora de sus días y también frente a la esposa. Para afirmar su independencia tendría que ir a visitar la tumba de su madre, l levando un gallo. De pie sobre la losa, dego l lar ía al animal , de jar ía caer la sangre sobre su pene y sus testículos y así, c o n el sexo ensangrentado deb ía , al l legar a casa, poseer a su mujer, sin acariciarla antes, con movimientos intensos, dando gritos l iberadores de su cólera , hasta ese momento repr imida . El hombre no se so rprend ió ni se e spantó . S implemente me dijo: « L o siento, Ale jandro , no puedo hacer eso. Soy X . . . ( p r o n u n c i ó su cé lebre nombre c o n énfasis y leve d e s e s p e r a c i ó n ) . Si fuera un desconocido , probablemente lo har ía» .

¿ C ó m o explicarle lo que no quer ía , por n ingún motivo, ver? Si su madre lo había convertido, contra sus deseos, en ese comediante famoso, es porque nunca lo hab ía amado a él, se había amado a sí misma o quizás a su prop io padre. El acto que habr ía revolucionado su dependencia , y quizás prolongado su vida (mur ió un par de años d e s p u é s de consultarme), no podía real izarlo porque estaba pr i s ionero de u n a imagen de s í mismo, tanto m á s dolorosa p o r cuanto él la s ab ía falsa, pero que sin embargo respetaba, tal como una tortuga a su caparazón, porque hab ía sustituido por completo a su Esencia. S in ella se habr ía sentido vacío, inexistente. Ese sistema defensivo hacía fracasar cualquier intento de curac ión real.

E l cerebro humano reacciona como un animal , defiende su territorio identi f icándolo con su vida. F o r m a n parte de este es-

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pac ió , que del imita con su or ina y excremento, sus padres, sus hermanos, sus parejas, sus colaboradores y, sobre de todo, su cuerpo . ¿Quién e s e l d u e ñ o ? Un i n d i v i d u o c o n l imitac iones que corresponden a su nivel de conciencia. A m á s alto nivel de conciencia , mayor l ibertad. Pero para alcanzar ese grado, donde el territorio no es unos cuantos metros cuadrados de terreno o un p e q u e ñ o grupo de asociados, sino el planeta entero y la totalidad de la humanidad , y más aún , el universo entero y la totalidad de los seres vivientes, es necesario antes que nada cicatrizar la her ida pr imera , desprenderse del condic ionamiento fetal, luego familiar y por úl t imo social. El consultante, para llegar a esta mutac ión donde, h a b i é n d o s e abandonado el ped ido , se vive con agradecimiento el milagro de estar vivo, debe hacerse consciente de sus mecanismos defensivos. Mecanismos que todos los animales emplean para escapar de sus rapaces enemigos. El los saben enquistarse y también hacerse los muertos. Se enrol lan en sí mismos, se cubren con capas quitinosas, se entierran en el barro, det ienen su respirac ión y los latidos de l corazón. El ser h u m a n o hace lo mismo: se paraliza, se encierra en un sistema repetitivo de gestos, deseos, emociones, pensamientos, y vegeta en esos estrechos l ímites rechazando toda nueva in formación , sumido en una incesante repet ic ión de l pasado. Para h u i r de las profundidades , vive f lotando en un tejido de sensaciones superficiales, la mayor parte de l tiempo anestesiado... Los animales saben mime tizarse, hacerse semejantes al medio en el que viven. El c a m a l e ó n cambia de col o r , a l g u n o s i n s e c t o s p a r e c e n ho ja s d e á r b o l a c i e r t o s m a m í f e r o s la p ie l les crece con el color del terreno que habitan. T a m b i é n una gran cantidad de seres humanos, descartando su natural diferencia, se hacen iguales al m u n d o que los rodea. Se p r o h i b e n el m e n o r rasgo de o r ig ina l idad , c o m e n lo que todos c o m e n , se visten s iguiendo la m o d a de m á s auge, ut i l izan un acento y unos giros id iomáticos que ind ican su i n dudable pertenencia a un grupo social, forman parte de la masa que desfila b l a n d i e n d o el mismo l ibro rojo o hac iendo el mi smo saludo c o n el brazo extendido , o vist iendo el mi smo

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uni forme. D e p e n d e n p o r completo de l parecer, relegando a las oscuridades de sus sueños el ser... C u a n d o los animales se sienten atacados, pueden agredir. El miedo de conocerse a sí mismos, aunado al terror de ser despojados de aque l lo que creen poseer, entre otras cosas su forma de vida, lo que impl ica un doloroso encuentro con la llaga esencial, puede convertir a los humanos en asesinos. En otras especies animales, ante el ataque, la pr inc ipa l defensa es la huida . En el antiguo tratado de estrategia china Las 36 estratagemas^ dice: « L a fuga es la política suprema. Conservar las fuerzas intactas evitando un en-frentamiento no es una derro ta» . Estas personas no quieren saber nada de sí mismas, abandonan un tratamiento en la mitad, se autojustifican constantemente, luchan por tener siempre la razón y demostrar que los otros se equivocan; se entregan a un vicio, desarrollan manía s y obsesiones; a veces, para no enfrentarse a sus problemas familiares, se van a vivir a un país lejano, usando la distancia como calmante. A la fuga, a veces, se une la automuti lac ión: la lagartija escapa cor tándose la cola. Mi amigo G. K., excelente escritor f rancés de novelas de c iencia ficción, en pleno éxito l iterario tuvo una d e c e p c i ó n amorosa, la mujer de sus sueños se casó con otro. G. K. dec id ió dejar para siempre de escribir. En forma metafórica , se castró. Van G o g h se cortó una oreja, R i m b a u d expu l só a la poes í a de su vida. A l gunos se apartan de sus seres u objetos queridos, otros se mutilan en operaciones de c irugía estética, d i lapidan su fortuna.. .

En una consulta, las defensas comienzan desde que se in ic ia la lectura del Tarot. «Eso ya lo sabía.» D i c i e n d o esto, el consultante cree negar la i m p o r t a n c i a de aquel lo que, aunque sab iéndolo , mantuvo en las regiones inconscientes. Apenas term i n a d a l a l e c t u r a , e l c o n s u l t a n t e o l v i d a a q u e l l o que v i o claramente, de la misma manera que p o r la m a ñ a n a , al despertar, olvida sus s u e ñ o s . A veces, aunque se le hable clara y Bisuntamente , parece no oír, es sordera p s i co lóg ica . Si se le muestra un punto doloroso en el esquema de su árbol genealógico, parece no verlo, es ceguera ps icológica . Si se le propo-

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ne un acto, regatea lo m á s que puede. Aveces le parece difícil, otras muy largo, muy costoso, pide cambiar detalles o tiene miedo de la reacc ión de los otros: «Si hago esto mi padre puede morir , mi madre volverse loca» . Cuando se decide a obedecer la tarea p s i c o m á g i c a , retarda el m o m e n t o de c u m p l i r l a . Puede demorar años . O declarar que durante el t iempo de espera se ha curado: ¡ya no necesita una solución porque no hay problema! De pronto u n a palabra lo ofende o u n a revelación le provoca un ataque de l lanto o vómitos o temblores, que obligan al terapeuta a calmarlo, desviando así el objetivo de la i n vest igación. Si se le pide que dé datos útiles, puede ponerse a contar interminables anécdota s , o hablar m u c h o m á s r á p i d o que de costumbre, como huyendo de sus propias palabras, o mentir, o tercamente silenciar recuerdos importantes, o parecer colaborar pero equivocándose en las fechas y los nombres. En fin, tratando por todos los medios de ser amigo del terapeuta, e n a m o r á n d o s e , hac iéndo le proposiciones sexuales, regalos, invitaciones a cenar, para terminar d e c e p c i o n á n d o s e , t ra ic ionándolo y hablando mal de su terapia.

Ejo Takata decía : «Para que nazca un pol lo , la gall ina debe picar la cascara del huevo desde fuera, mientras que el pequg-ñ u e l o la pica desde dent ro» . Sin embargo, muchas veces, por m á s que el consultante es b ienintencionado, sus defensas i n conscientes son tan grandes que no puede colaborar con su curac ión . N i n g u n a palabra, n ingún consejo, logra atravesar las barreras de su falsa identidad, n ingún ensayo de toma de conciencia puede apartarlo de su punto de vista infanti l , sus sentimientos negativos lo d o m i n a n extraviándolo del camino que puede conduc i r lo al descubrimiento de sí mismo. Cuando esto sucede, para l iberar al consultante de sus problemas, debemos tratarlo como paciente. —'

Para el curandero pr imit ivo la muerte siempre es una enfermedad, un d a ñ o , provocado por la envidia de los otros. El paciente está invadido por un ente extranjero, en lugar de curarlo m á s b ien hay que l iberarlo, expulsar de su alma y de su cuerpo aquello que le fue enviado. Por eso, como hemos visto,

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los charlatanes de c iudad recurren a las l impias o al remedo de operaciones qu i rúrg icas . A n t e estos casos de i m p o t e n c i a (la persona, por no enfrentar la causa de su sufrimiento o el secreto familiar, incestos, vergüenzas sociales, enfermedades deshonrosas, etc., se crea un tumor, un d o l o r físico persistente, una parálisis o una d e p r e s i ó n ) , el lenguaje oral , el análisis, el consejo de un acto o la toma de conciencia , fracasan... La única posibi l idad de alivio es e l iminar el s íntoma. A h o r a b ien, la mayor parte de los s íntomas son manifestados por el cuerpo. El organismo es el resumidero de los problemas no resueltos. Allí es donde el terapeuta debe ir para expulsarlos, consider a n d o a l paciente c o m o un « p o s e í d o » . En los evangelios se cuenta que lo pr imero que hace Jesucristo, de spués de terminar sus cuarenta días de ayuno en el desierto, es entrar en un templo y expulsar, a grandes gritos, los demonios de un poseído...

En mi viaje a Temuco, c iudad chi lena a m i l ki lómetros de la capital, a c o m p a ñ a d o por una gentil e tnó loga , tuve la oportun idad de adentrarme con el la por los barrosos caminos que serpenteaban entre los montes . í b a m o s en un potente j e e p cargado con las «faltas» -ar t ículos de consumo que les faltan a esos pobres, como café , frutas, bebidas gaseosas, har ina , galletas, etc.— que nos permi t i r í an ser b i en recibidos por una curandera mapuche. En un m í n i m o valle, entre tres cerros, encontramos u n a modesta casita, rodeada p o r un huer to c o n arbolillos y plantas medicinales, donde se paseaban cerdos, gallinas, tres perros y cuatro niños . M u y cerca de la puerta se erguía un rehue, hecho con un tronco de árbol de unos dos metros de altura, en el que se hab ían tallado siete escalones y al que se había rodeado con varillas de canelo. En cierto modo, el rehue es un altar vertical donde la machi se sube y, convirt iéndolo así en zócalo, hace sus incantaciones en un lenguaje que viene del fondo de los tiempos. Gracias a la entrega de las faltas, fuimos amablemente recibidos. La mujer, encinta, vestida con una simple falda y un chaleco de lana, a pesar de su

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rostro arrugado, no t endr í a m á s de 30 a ñ o s . Sobre esa vestimenta de pobre, lucía en el pecho un ampl io collar de plata y en las m u ñ e c a s pulseras con puntas, del mismo metal. La etnó-loga me había d icho que esa señora , u n i d a desde muy joven a u n h o m b r e bebedor, h a b í a s o ñ a d o u n a n o c h e con u n a serpiente blanca que le otorgaba el poder de curar. Se de sper tó angustiada, s int iéndose ignorante, agobiada por el peso de su marido y sus niños para ocuparse de los males de tanta gente. Pero su cuerpo c o m e n z ó a paralizarse, se le hizo cada vez más difícil respirar y estuvo a punto de m o r i r en medio de atroces dolores. Volvió a soñar con la serpiente blanca y esta vez le dijo que aceptaba ser machi . Inmediatamente el repti l le dio el poder de reconocer el valor curativo de las plantas y le e n s e ñ ó a curar con los ritos ancestrales. Se de sper tó hablando el misterioso lenguaje de las machis. Lo pr imero que hizo fue sacar a su m a r i d o del vicio y convert i r lo en ayudante. Nos p e r m i t i ó asistir a una curac ión . En un cuartito muy l i m p i o , adornado con tejidos de temas geométr i co s y una foto con su marido, sus hijos y sus perros, hizo pasar al enfermo, que su esposa y su madre traían en brazos, tapado c o n una cobija de lana. Estaba pál ido , con fiebre y con do lor en el e s t ó m a g o y el h í g a d o , sin poder caminar , tan d é b i l e s estaban sus p iernas . « U n h o m b r e envidioso, ya veremos d e s p u é s qu ién , ha pagado a un brujo para que te envíe ese d a ñ o . Te lo voy a sacar de e n c i m a » , le di jo la machi mientras lo acostaba boca arriba, en una mesita rectangular, c o n los pies a cada lado apoyados en el suelo de tierra apisonada. T o m ó el ku l t rung , un tamborci l lo con motivos cósmicos , y g o l p e á n d o l o c o m e n z ó u n a i n c a u t a c i ó n hacia cada u n o de los cuatro puntos cardinales. L u e g o , ya en aparente trance, con un p u ñ a d o de hierbas azotó el aire alrededor del enfermo como ahuyentando invisibles entidades. « ¡Espír i tus malignos, vayanse de aqu í ! ¡Dejen tranquilo a este pobre hombre !» Luego, con voz cavernosa, p id ió : « ¡ T r á i g a n m e la gal l ina b lanca ! » . Su marido, un hombre de torso ancho, piernas cortas y rostro embel lec ido por un amor respetuoso, le trajo el ave. La curandera le a m a r r ó las patas y le entrelazó las alas pa-

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ra que no pudiera aletear ni escaparse. Depos i tó la gal l ina en el pecho del enfermo. «Mírala b ien, pobreci l lo . La vida que ves en sus ojos es tu vida. El corazón que le late, es tu corazón. Esos pulmones que respiran son tus pulmones. No pes tañees , no ceses de mirarla .» Volvió a golpear r í tmicamente su tambor, exc lamando con sorprendente autoridad: « ¡Sa l de ahí, mala bilis! ¡Sal de ahí , f iebre del d iablo ! ¡Sal de ahí , d o l o r de tr ipa! ¡ So l tad a este h o m b r e bueno , a este h o m b r e valiente, a este hombre h e r m o s o » . Entonces, con delicadeza, t o m ó a la gal l ina blanca y la mostró al enfermo y a sus familiares, que se estremec ieron de sorpresa. ¡La gall ina estaba muerta! «El mal de tu esposo, de tu hijo, pa só a esta gallina. E l l a m u r i ó para que tú vivieras, hombre . Ya estás curado. Ve al patio, recoge l eña seca y q u é m a l a . » Al ver que su enfermedad se hab ía pasado a la gallina, la imag inac ión del enfermo le hizo creer que estaba sano. Desaparecieron su fiebre y sus dolores. Se levantó sin ayuda, sal ió sonriente al huerto, recog ió ramas secas, con m u c h a hab i l i d a d e n c e n d i ó u n a hoguera y q u e m ó al ave. Por mi parte, i m a g i n é varias maneras en que la machi se las hab ía ingeniado para matar con dis imulo al ave. Quizás met i éndo le en la nuca u n a punta de su brazalete, o pre s ionándo le un centro nervioso, o en compl ic idad c o n su marido, d á n d o l e previamente un veneno. ¡Qué importaba! Lo esencial era que pudo afectar la mente del paciente para que considerara que su mal le hab ía sido extirpado. ¿Serían todas las enfermedades una manifestación de la imag inac ión , u n a especie de s u e ñ o orgánico?

T i e m p o d e s p u é s , en un curso que di para m é d i c o s y terapeutas en Sanary, al sur de Francia , apl icando este concepto pr imit ivo de retirar el mal del cuerpo, me a c e r q u é a lo que luego l lamé Psicochamanismo, curando en pocos minutos a una mujer que padec í a un tic desde hacía ya cuarenta años . Constantemente, cada dos o tres segundos, con un r i tmo entrecortado, movía la cabeza de un lado para otro. La l l amé delante del centenar de a lumnos y p r o c e d í a interrogarla usando un tono de voz amable que al instante me convirtió, para ella, en

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un arquetipo paternal. A p l i c a n d o la técnica de Pachita, a pesar de sus 48 años , la traté c o m o a u n a niña . « D i m e , muchachita , ¿ q u é edad t ienes?» Cayó en trance y me contes tó c o n voz i n fant i l : «8 a ñ o s » . « D i m e , p e q u e ñ a , ¿ a q u i é n l e dices todo e l t iempo no con la cabeza?» «¡Al cura !» «¿Qué te hizo ese cura?» « C u a n d o fui a confesarme para preparar mi p r i m e r a c o m u nión, me p r e g u n t ó s i hab ía pecado mortalmente. C o m o yo no sabía lo que era un pecado morta l le r e s p o n d í que no . Él insistió p r e g u n t á n d o m e si me había tocado entre las piernas. Yo lo hab ía hecho sin saber que eso era malo. Me dio una gran verg ü e n z a y le ment í a ú n c o n un rotundo " ¡ N o ! " . Él s iguió insistiendo y yo seguí negando. Sal í de allí y recibí la sagrada hostia s in t i éndome mentirosa, en estado de pecado mortal , condenada para s iempre .» «Mi pobre p e q u e ñ a , durante 40 años has seguido negando. Tienes que comprender que ese cura era un enfermo; que no tenías por q u é culpabil izarte: es n o r m a l que los n iños investiguen su cuerpo y se toquen, los ó rganos sexuales no son la sede del mal . Te voy a sacar el inútil " ¡ N o ! " de la cabeza. . .» En una cinta de papel hice que la mujer escribiera con un p l u m ó n negro « ¡ N O ! » , luego se la até en la frente. Le p e d í que se acostara boca arriba en una mesa y agité las manos estiradas alrededor de su cuerpo, como cortando invisibles lazos, vociferando: «¡Vete de aquí , cura e s túp ido , deja en paz a esta inocente niña! ¡Fuera ! ¡Fuera ! » . Luego , imitando que hac ía grandes esfuerzos c o m e n c é a arrancar le el pape l c o n el ¡ N O ! que tenía en la frente. Imité que era muy difícil. Exclam é : « ¡T iene raíces profundas! ¡Empuja ! ¡Expúlsa lo ! ¡Ayúdame muchach i t a ! » . E l l a se puso a empujar, gritando de dolor. Al f inal , a r r anqué triunfalmente la cinta de papel . La mujer se cubrió el rostro con las manos y estalló en sollozos. C u a n d o alzó la cabeza, ya no tenía el tic. Le dije que saliera al j a r d í n , que quemara ese ¡NO! , que tomara un poco de las cenizas, que las disolviera en mie l y que las tragara. Así lo hizo. N u n c a m á s volvió a sacudir la cabeza.

Esta exitosa «operac ión» me abr ió un extenso campo de exper imentac ión. L legué a la conclus ión de que todo aquello que

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Pachita, las machis, los médicos filipinos, los charlatanes y chamanes realizaban en un ambiente primitivo, supersticioso, podía, sin e n g a ñ o s ni efectos de prestidigitación, ser realizado con pacientes nacidos en una cultura racional. De la misma manera que el insconciente aceptaba los actos s imbólicos como realidades, el cuerpo aceptar ía como ciertas las operaciones metafóricas a las que se le someter ía , aunque la razón las negara.

Mi s experiencias con lo que hab ía l lamado «Masaje iniciáti-co» me sirvieron de base. Cuando c o m e n c é a estudiar el cuerpo cons iderándo lo un terreno en el que se manifestaba el i n c o n s c i e n t e , v i q u e a l gunas per sonas , hasta c i e r t o p u n t o realizadas, se mov ían hac iendo gestos que yo p e r c i b í a como «bri l lantes» . En cambio las depresivas, enquistadas en sus problemas, carentes de proyección, hac ían gestos « o p a c o s » . Se me ocurr ió pensar que el pasado con sus recuerdos dolorosos, m á s los principales miedos - m i e d o de ser, miedo de amar, miedo de crear, miedo de vivir- , se acumulaba como una costra pegada a la p ie l . R e c o r d é las « l impias» mexicanas donde el brujo, c o n un manojo de hierbas, frotaba el cuerpo del consultante para l impiar lo de su mala suerte. Pensé que se p o d í a lograr un efecto ps icológico aún m á s profundo si en lugar de frotar c o n levedad la p ie l , se la raspaba, exactamente como se hace c o n un trozo de metal para quitarle una capa oxidada. C o n s e g u í u n a espátula de hueso sintético, de veinte cent ímetros de largo y dos de ancho, de esas que se usan para plegar papel , y com e n c é a raspar a mi desnudo consultante. D e m o r é tres horas. D e s p u é s de ser raspadas por entero, las personas se sienten renacer, gran parte de los viejos temores que llevan pegados a la p ie l se les disuelven. Pero, si b ien es cierto que el paciente se p o n í a a «bri l lar», debo admit ir que al cabo de cierto t iempo se acumulaban nuevos sedimentos que le devolvían poco a poco la « o p a c i d a d » . Sin embargo algo se hab ía avanzado. La persona con el sentimiento de abandono que proporc iona cada prob lema no resuelto, h a b í a encontrado un a c o m p a ñ a n t e físico, complemento indispensable de la c o m p a ñ í a mental y emocional que prodiga un psicoanalista.

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En los albores de los a ñ o s setenta yo vivía en la c iudad de Méx ico . P o r la ancha avenida Chapul tepec pasaban tranvías. U n a m a ñ a n a , a l rededor de u n o de ellos, vi a un grupo de curiosos. Inmóvi les , inexpresivos, mi raban fascinados hacia las ruedas delanteras. Me a b r í paso: el vehícu lo h a b í a atrapado a u n hombre . E r a impos ib le extraerlo manualmente . U n a rueda le entraba por la c intura . Estaba p á l i d o , e x t r a ñ a m e n t e calm o . H a b i e n d o abandonado toda esperanza, entregado a los designios de la P r o v i d e n c i a , esperaba a la capr ichosa C r u z Roja, capaz de demorar horas en llegar. ¿Qué p o d í a m o s hacer? Se necesitaba u n a g r ú a para mover e l pesado t ranvía . S e n t í u n a c o m p a s i ó n i n m e n s a p o r e l pobre h o m b r e , luego me invadió una paz que me atrevo a l lamar, en el buen sentido , a n o r m a l . Fue c o m o caer e n e l o c é a n o d e l t i e m p o , a l l í donde los segundos eran semejantes a la e ternidad. Me arrodi l lé j u n t o a l h e r i d o , m a n c h á n d o m e los pantalones c o n su sangre, y le t o m é c o n del icadeza u n a mano , para que se sintiera a c o m p a ñ a d o . Me m i r ó c o n agradecimiento y allí se qued ó , t ranqui lo , no sé c u á n t o t iempo, hasta que l legaron los enfermeros, los bomberos , los po l ic ía s y la g rúa . Antes de que pud iera soltarlo, me a p r e t ó la m a n o y en ese contacto des l izó m i l silenciosas palabras. N o p o d í a hacer m á s p o r él. M e fui caminando lentamente. C u a n d o yo era n i ñ o , y l loraba aterrado en la o scur idad , l l a m a n d o c o n d e s e s p e r a c i ó n a mis padres, que se h a b í a n i d o a l c ine , lo ú n i c o que p e d í a era un contacto amoroso que me a c o m p a ñ a r a . A q u e l l o me h a b r í a p e r m i t i d o aceptar ser devorado p o r l a s o m b r a . L a s i m p l e c o m p a ñ í a de l otro, en las situaciones adversas, es tan necesar ia c o m o la p r o p i a vida. . .

C u a n d o Bernadette m u r i ó destrozada en e l accidente de aviación y nuestro hijo Brontis me vino a ver d e s p u é s de reconocer en el depós i to de cadáveres los despojos de su madre, no encont ré palabras para consolarlo. Lo ún ico que pude hacer es tomarlo entre mis brazos y colocar su oreja derecha a la altura de mi corazón para que l lorara oyendo los latidos. Allí se q u e d ó , no sé si una h o r a o dos o tres... Estos tristes aconteci-

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mientos me e n s e ñ a r o n a a c o m p a ñ a r al paciente, a darle en un t iempo l imitado la totalidad de mi t iempo, a hacer participar mi corazón en la tarea, sabiendo que sus latidos son mediadores entre lo humano y lo divino.

U n a vez que la persona raspada se d e s p r e n d í a del pasado y recuperaba sus energ ías vitales, energ ías que lo invitaban a sumergirse en el presente, a g r e g u é una ses ión de estiramientos de la p ie l . El Yo indiv idua l desviado, egoísta , tiende a separarse de l m u n d o , se vive dentro de la pie l . Y en su afán de poses ión convierte esa p ie l en frontera defensiva. S int iéndose inseguro, temeroso del vacío, atrae sin darse cuenta su p ie l hacia dentro, convirt iéndola en una faja. Antiguamente se fajaba a los bebés , quizás con el secreto temor de que, a causa de sus movimientos incontrolados, se « d e r r a m a r a n » . Cons ideré que hab ía que enseñar le a la p ie l a expandirse, devolviéndole su elasticidad para unirse con la humanidad , con el cosmos. C o m e n c é tomando porciones de ella para estirarlas lo más posible. La p ie l de la espalda era elástica y se alargaba en forma sorprendente, también la del pecho y el vientre. Estiré los p á r p a d o s , las mejillas, la frente, el cuero cabelludo; la p ie l de la nuca, de los brazos, de las piernas, de los pies, de las manos. El saco de los testículos p o d í a abrirse como un abanico l legando a veces muy cerca del ombl igo . Estirar los labios exteriores de la vulva, qu i t ándo le s p o r unos momentos sus deseos de absorber, produ jo estados de intensa l ibertad. Al f inal de la ses ión, el paciente ya no se sent ía separado del m u n d o , sabiendo que sus l ímites estaban m á s allá de las estrellas.

El tercer paso fue el masaje a los huesos. Tenemos tendencia a vivir olvidando nuestra estructura ósea : el esqueleto nos recuerda la muerte. Nos parece impersonal , macabro, inanimado. Sin embargo es una estructura viva y sensible. En lugar de acariciar la p ie l o presionar los múscu los para descontraer-los, nos dedicamos a masajear los huesos, explorando sus formas, sus intersticios, sus rincones. Tomamos conocimiento de cada falange, de cada vértebra , de cada costilla, de las piezas largas, de las art iculaciones, de las diferentes partes de l crá-

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neo, de las fosas oculares, de la estructura de la pelvis. Al final del masaje, el paciente se alzaba y danzaba mov iéndose como un alegre esqueleto.

De allí pasamos a la conquista de la carne, múscu los y visceras. Usando un buen aceite, comenzamos c o n ambas manos un frote cont inuo, otorgando una caricia sin comienzo ni f in . El cuerpo cesa de tener partes, se hace un todo, un c a m i n o que no desea llegar a parte alguna, só lo extenderse. Las manos pasan y repasan, tomando cada vez direcciones diferentes, el organismo pierde sus l ímites y se siente in f in i to . D e s p u é s el masajista comienza a «abr i r» . Las manos, en cualquier reg ión del cuerpo, se colocan juntas, lado c o n lado, y luego, presionando con intensidad y s e p a r á n d o l a s , transmiten al paciente la idea de que lo abren. A través de esta abertura metafór ica , salen los sufrimientos acumulados, el amor retenido, la có lera , el rencor. El cuerpo entero es una memoria . Recuerdo a una muchacha que, al abrirle la rod i l l a izquierda, se puso a gimotear: ahí llevaba el do lor de su madre, que hab ía perdido una pierna en un accidente automovil íst ico. Los gritos y ataques de furia surgen cuando se abre el pecho. Por la espalda emerge el resentimiento contra las traiciones. Al abrir el pubis puede encontrarse el odio de la madre a los hombres, o la culpa por un abor to , l a angust ia de u n a h o m o s e x u a l i d a d frustrada , etc. A b r i e n d o la planta de los pies y los talones de un hombre anciano, lo vi l lorar dejando salir la pena por haber sido sacado de su pueb lo natal, p e r d i e n d o para s iempre su paisaje y sus amigos, a los 6 años . U n a mujer a qu ien se le abr ió el corazón se puso a temblar, como en un ataque epi lépt ico. Sin razonar, movido por un impulso extraño , le quité el ani l lo de bodas y al instante se ca lmó. H a b í a tenido que casarse obligada, a causa de un embarazo involuntario .

S e g u í durante unos años investigando todo tipo de masaje que pudiera elevar el nivel de conciencia. Marie Théré se , una de mis alumnas, era enfermera. En esa é p o c a estaba trabajando para una pareja, él j u d í o , ella cristiana, cuyo único hijo, siendo

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b e b é , por causas desconocidas había ca ído en estado de coma. Yacía en un lecho del hospital Necker, de París, especializado en niños . H a c í a c inco años que el muchachi to sobrevivía allí, inmóvi l c o m o u n a l egumbre . Le h a b í a n abierto e l c r á n e o y vuelto a cerrarlo, sin remediar para nada el problema. Mar i e T h é r é s e me pidió que hiciese algo por él. Me n e g u é rotundamente: si los mejores méd icos de Francia no habían podido hacer nada, ¿por q u é p o d r í a yo? Si les diera la más m í n i m a esperanza a sus padres, sería un charlatán. Mi a lumna me dijo que tenía la intuición de que mis técnicas de masaje podr ían ser benéficas. Vi en su mirada una fe tan sincera que accedí , en el mayor de los secretos, a ir a visitar al n iño , en presencia de su padre y m a d r e , p e r o o c u l t o de los doctores y enfermeras d e l hospital. Le p e d í que no prometiera nada, que solamente dijera que yo estaba dispuesto a ensayar un nuevo m é t o d o terapéutico. A las doce del día , hora en que religiosamente los franceses suspenden sus actividades para almorzar, Mar ie Thérése me hizo pasar por una puerta de servicio y con sigilo de ladrones entramos en el cuarto del n iño. El hombre y la mujer no tendr ían m á s de 30 años . El vestido de negro a la manera religiosa israelita, y ella con los cabellos teñidos de rubio , una típica francesa de clase media. El n iño , de 5 años , con el c ráneo rasurado mostrando cicatrices, protegido por un gran paña l , igual que un b e b é , yacía en el lecho de hierro. Detrás de la cabecera, en el m u r o , colgaba un cuadro con la fotograf ía de un viejo religioso. Le pregunté al padre que quién era y me contestó: «Es el rabino de Nueva York. Hace mi lagros» . « ¿ L o visitó usted para que sanara a su hi jo?» «Por supuesto, pero el santo se n e g ó a verlo o a rezar por él porque, siendo su madre católica, el n iño no p o d í a ser considerado j u d í o . » « ¿ C ó m o ? ¿Me está usted dic iendo que su hijo yace bajo la fotografía de alguien que lo rechazó , lo que equivale a una maldic ión? ¡Si quiere que yo i n tente algo p o r él, descuelgue de i n m e d i a t o esa fo togra f í a y ocúltela !» Mi i ra no era f ingida . Me di cuenta de que estaba en m e d i o de un p r o b l e m a rac ia l y rel ig ioso entre dos familias, donde el n iño servía como chivo expiatorio. El hombre obede-

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ció y encerró la imagen del rabino en un armario. Le p r e g u n t é a la madre: « ¿ H a mamado alguna vez el n iño?» . « N u n c a » , me r e s p o n d i ó . Le p e d í que in t rodu je ra e l p e z ó n de su seno izquierdo en la boca de su hi jo. Así lo hizo. Le ped í entonces al padre que succionara el dedo gordo de cada pie del niño. Pensé que de esta manera el cuerpo yaciente sería informado de la manera en que tenía que chupar. Al cabo de diez minutos de esta actividad, para gran sorpresa de todos, se movió la boca del muchachito y succ ionó levemente. Mar ie Théré se , emocionada, d e r r a m ó algunas lágr imas . Los padres, n inguna . C o n c e b í esperanzas. Ese miércoles , día en que daba como de costumbre una conferencia a la que asistían entre trescientas y cuatrocientas personas, conté el caso y p e d í que una pareja, formada por un hombre y una mujer, diera un masaje de dos horas al n iño, para ser sustituida por otra y así, hasta completar doce horas de masaje seguido, cada d ía durante una semana. Muchos benevolentes espectadores, todos alumnos de mis seminarios, se comprometieron a hacerlo. Marie Thérése los introducía en el hospital y ellos, de forma gratuita, daban sus esfuerzos para curar al n i ñ o . Este, al cabo de u n a semana, c o m e n z ó a moverse. Recuerdo que Marie Théré se l legó eufórica a verme, me abrazó y dijo una sola palabra: « ¡Desper tó ! » . Tres meses más tarde, mi alumna, con expres ión triste, me invitó a ver al niño. Lo encontré en una clínica privada, jugando sentado en una cuna con un animal de felpa, a la vez que manipulaba una radio. «Ya oye perfectamente. A h o r a está aprendiendo a ver», me dijo Marie Thérése . « ¡Todo va muy bien, el n iño está curado! ¿Por q u é estás tan triste?» Me contestó: «Sus padres casi nunca lo vienen a visitar, lo han dejado por completo bajo mis cuidados. Por otra parte, se niegan a hablar contigo. D icen que eres un déspota , que los trataste mal, en fin, te od ian» . No me extrañó no recibir sus agradecimientos. Un niño convertido en vegetal les era útil para plasmar las maldiciones familiares. El hijo vivo los obligaba a asumir el problema de ese matr imonio que era repudiado por el árbol genealóg ico de cada uno. A h o r a , por haberlo sanado, me tocaba a mí ser el chivo expiatorio.

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U n a experiencia m u c h o m á s agradable fue la que realizamos c o n Moebius . D e s p u é s de verlo trabajar durante cuatro años dibujando El Incal, al in ic io del quinto tomo lo noté fatigado. Para darle nuevas energías le propuse hacer su árbol y, cuando lo hube terminado, me di cuenta de que cada personaje de nuestro cómic c o r r e s p o n d í a a u n o de sus familiares. Por ejemplo, el Metabarón era su abuelo sordo, elevado al mito. Pensé que la suprema realización emocional de un individuo consist ía en ser amado, incondicionalmente , por los integrantes de su á r b o l g e n e a l ó g i c o , desde los padres hasta los bisabuelos. Recibir este cariño significaría borrar las cicatrices dejadas por anteriores sufrimientos. Cicatrices que a la larga, s u m á n d o s e , pueden hacerse lastres depresivos, qu i t ándo le al artista el goce de crear. Visualicé a Moebius , desnudo, en med io de sus familiares, también desnudos, rec ibiendo un afectuoso masaje de todos ellos. Después de que esto fuera aceptado p o r mi amigo, l lamé a veinte de mis mejores alumnos de los cursos de masaje iniciático y les di cita en el salón donde tenía mi b ib l ioteca . El los , hombres y mujeres de diversas edades, aceptaron realizar esta experiencia de forma gratuita. ¡Qué luj o : un masaje a cuarenta manos! Al pedirle a Moebius que contara q u é recuerdos le quedaban de este acontecimiento, me envió el siguiente testimonio: «Después de haber asistido a un gran n ú m e r o de tus conferencias de los miércoles , me dec id í a aceptar la propos ic ión de analizar mi árbol genea lóg ico . Siendo yo tu amigo y colaborador, me ofreciste, al conclu ir el análisis, organizar un masaje adaptado a mi historia. A pesar de mi perplej idad, a p r o b é sin emitir dudas. Algunos días más tarde, al entrar en tu biblioteca, te encontré rodeado de una veintena de personas ( reconoc í a algunas por haberlas visto en tus conferencias) que me esperaba sonriendo amablemente. C o n ese aire de alegre gravedad que te caracteriza, me presentaste al grupo como mis futuros masajistas y luego agregaste malic iosamente , antes de eclipsarte, "E l los e n c a r n a r á n los integrantes de tu árbol : distribuye los papeles y hazlos vivir".

Venc iendo la t imidez, c o m e n c é a elegir, cuidadosamente,

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quién sería mi padre, mi madre; qu iénes mis abuelos paternos y maternos, mis hermanos, mis tías y tíos. Todos, amados o ignorados , lejanos o cercanos, se e n c a r n a r o n poco a p o c o en esos desconocidos. P o r supuesto, ellos, verdaderos profesionales, conoc ían muy b ien los procesos de la identif icación y pronto, s in la m e n o r duda , mi f ami l i a estuvo allí. D e s p u é s de sumergir la habitación en una semioscuridad, nos desvestimos y c o m e n z ó el masaje. M u l t i t u d de manos se posaron sobre mi cuerpo , suaves, fuertes, vacilantes, acariciadoras. F u i tocado con una atención luminosa y tierna. C o n o c í el contacto c o n el que s u e ñ a n todos los n iños de l m u n d o ; el amor vigilante de l adulto por el inocente. De pronto , a través de estas personas, capaces de convertirse en canal, mi verdadera famil ia se hizo presente; el espír i tu de mis antepasados estaba allí. La emoción que me poseyó fue tan intensa que me sentí proyectado a la reg ión de la impasibi l idad. Desde allí me vi l lorar y reír de mí mismo.

Enseguida, extasiado de esta nueva conciencia , protegido por mi famil ia de los ataques de la sombra, dec id í aprovechar esa ventana de poder. Me convert í en organizador central : tenía que reconstituir c o n el grupo lo que toda famil ia realmente es, un maravilloso navio espaciotemporal navegando p o r el o c é a n o inf inito de la vida en busca del Padre promet ido . ¡Yo era el capi tán de ese navio! Distr ibuí los papeles sin vacilar y cada u n o t o m ó alegremente su sitio. A q u é l fue el motor infatigable, el otro se convirtió en el casco protector, otro en el radar, otro en la mesa de mandos, etc. Este viaje fantást ico a través de l universo fue u n a exper ienc ia ú n i c a en la m e d i d a en que nuestra imag inac ión colectiva se l iberó , durante algunos instantes, de la confortable e i lusoria cárcel racional para entrar en u n a d i m e n s i ó n maravil losa, tan sut i l , tan verdadera , tan perfecta que, al final, de regreso a nuestra real idad habitual , nos felicitamos c o n la e m o c i ó n de un equipaje que ha terminado con éxito una importante mis ión.

Los años han pasado y ese momento , lejos de ser olvidado, cont inúa siendo una fuente de inspirac ión y me permite man-

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tener una certeza absoluta de l poder increíble del amor y de lo imaginar io cuando son mezlados así en el cr i sol de la sensac ión corpora l » .

Los tomos c i n c o y seis de El Incal, f ue ron dibujados p o r Moebius con un entusiasmo creativo sobrehumano. Yo, aprovechando la exper iencia de mi colaborador, le h a b í a escrito u n a aventura donde los personajes principales, formando u n a familia, se constituían en navio espaciotemporal y atravesaban el universo hasta encontrar a O r h , el Padre supremo.

Me parec ió importante dar a los pies la a tención que se daba a las manos. Esas extremidades, conducidas a la insensibilidad, la mayor parte de l t iempo prisioneras en zapatos, guardab a n , p o r e l h e c h o d e r e c i b i r e l peso d e t o d o e l c u e r p o , importantes informaciones. C o n el masaje se c o n d u c í a al paciente a vivir completamente la conciencia de sus pies. Se le hac ía penetrar con su sentir m á s y m á s profundo en las plantas, hasta que sintiera su alma. Se fortalecía el talón para que no retrocediera ante la vida. Se estiraba a los dedos hacia el futuro inf ini to . Se besaba con ternura toda la superficie de los pies para l iberar al n iño pris ionero en ellos.

A pesar de estas investigaciones y muchas otras más (como p o r ejemplo masajear no sólo el cuerpo sino también su sombra y los objetos con los que estaba en contacto, ya sea el suelo o un mueble o un objeto u otra persona, como si aquello fuera u n a unidad ; experimentar en los brazos de un hombre y u n a mujer un nacimiento perfecto: sobre el vientre de la « m a d r e » , protegido por e l « p a d r e » , cubierto con una s ábana humedecida en agua tibia, sentirse llegar a la vida para, en medio de un contacto p leno de amor, s imular que nos desarrollamos, crecer y por fin ser parido con alegría y facilidad; masajear el espacio que rodea a un cuerpo, imaginando que es un aura que le pertenece, etc.), yo sentía que quedaba todavía un aspecto esencial que aún no hab ía descubierto. C o m e n c é a preguntarme: «¿Quién masa jea?» . Me di cuenta, observando a mis alumnos, de que el paciente no ofrecía un cuerpo objetivo sino una

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imagen, tal como se sentía y se concebía . A u n q u e parezca increíble, algunos se vivían sin sexo, otros sin co lumna vertebral o sin pies, otros eran una cabeza de la cual p e n d í a una especie de organismo fetal. La mayoría de ellos se perc ibían como sus familiares los habían percibido. Por otra parte, el que masajeaba no lo hacía con todo su ser. A veces se comportaba como un seductor, otras como un frío m é d i c o o como un niño sádico, etc. En cada gesto se deslizaban sus frustraciones, sus complejos, sus inseguridades, sus intereses. L l e g u é a la conclus ión de que no trabajaba con seres de un solo cuerpo sino de muchos. La visión de nuestro organismo cambiaba de acuerdo al Yo que dominaba en el momento .

Recordando mis experiencias juveniles , c o m e n c é a trabajar el masaje e n s e ñ a n d o la imitación de la santidad. La mayor aspirac ión del paciente en busca de consuelo es ser tomado entre los brazos de una santa o los de un Buda . S in embargo, aquel que se entrega a tal contacto debe ser, como el an imal del sacrificio, puro de todo e g o í s m o . A l g u i e n que puede darlo todo es impotente ante qu ien no puede recibir nada. M u chas veces el paciente padece inhib ic iones o ant ipat ías irracionales. Entonces hay que tocarlo como si fuera nuestro hi jo o nuestra hija. Ese es el secreto de la críst ica i m p o s i c i ó n de manos. Si le es difícil darse y la persona nos rechaza con sus manos, amamos esas manos y comenzamos nuestro masaje acaric iándolas . Debemos respetar las defensas y con amor de madre-padre, comenzando por la punta de los dedos, mil ímetro a mi l ímetro , avanzaremos con delicadeza extrema y atención total hacia el co razón del otro, disolviendo las contracc iones m ú s c u l o a m ú s c u l o , d a n d o a p o y o s e g u r o a c a d a miembro para que el paciente n u n c a tenga la i m p r e s i ó n de que descuidamos una parte suya por m í n i m a que parezca ser. El que masajea así, debe respirar c o n p r o f u n d i d a d y calma, debe estar al servicio del otro, atento por completo. Debe actuar como un receptáculo vacío, sin nada que pedir ni nada que imponer . Debe ser un refugio sin l ímites , una in f in i ta y eterna c o m p a ñ í a , pero no invasora s ino discreta; c o m p a ñ í a

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presta a hacerse invisible al m e n o r mov imiento de rechazo. S in embargo, este masaje actuaba como un eficaz calmante,

pero no sanaba la her ida esencial. En lo profundo, el paciente guardaba su sufrimiento como un tesoro. Pensé : « N o es justo abandonar a qu ien no logra recibir. En cuanto sociedad, somos todos responsables de su mal . No sólo el árbol , el bosque entero está enfermo. Esa cadena de enfermedades, esa reproducc ión de daños de generac ión en generac ión , debe cesar algún día. Tiene que haber una manera de hacer ver al que no tiene ojos, de hacer oír al que no tiene o ídos , de comunicarle el amor a quien tiene el corazón cer rado» .

La danzante realidad, justo cuando necesitaba una preciosa i n f o r m a c i ó n nueva, me puso en las manos un l ib ro t itulado Membres fantômes (Miembros fantasmas), de Catherine Lemai-re, psicoterapeuta, con un prefacio de Géra ld Rancurel , profesor de neuro log ía en el hospital de la Salpètr ière , publicado en 1998. En esta obra se estudia uno de los enigmas más fascinantes de la neuro log ía clínica, «el miembro fantasma» : un fenómeno por el cual el paciente cont inúa experimentando la presencia de un ó r g a n o que ha cesado de existir. Por ficticio que parezca, el fantasma del miembro es muy real, casi de carne, para aquel que lo siente y lo describe. A u n q u e no exista puede produc i r dolores. A u n amputado, se i m p o n e a la conciencia, cont inua o intermitentemente, a veces durante muchos años. El her ido o el operado siente su pierna o su brazo como si estuvieran allí. Sus ojos borran al fantasma, pero la oscuridad lo hace renacer o lo exagera. La pa lpac ión lo niega. La parte amputada está ahí, perceptible pero invisible e intocable. No sólo son las piernas o los brazos, se producen fantasmas de los senos, de la nariz, del pene, de la lengua, de la mand íbu la y también del ano. Jean-Martin Charcot observó a un enfermo que sentía no sólo el fantasma de su mano sino también la alianza que llevaba en un dedo. Algunos que han nacido sin sus miembros, y que por lo tanto no han tenido la experiencia sensible de ellos, elaboran un fantasma. ¿Cómo? Encontré la respuesta en otro f e n ó m e n o observado por los neuró logos : ciertas per-

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sonas, mientras descontraen sus m ú s c u l o s y permanecen i n móviles con los ojos cerrados, sienten a veces un m i e m b r o inmaterial en una posic ión que no corresponde a la de l m i e m b r o físico. ¡Los ó rganos fantasmas pueden existir sin que haya amputac ión !

Me p a r e c i ó que los c ient í f icos hablaban mayormente de miembros fantasmas, es decir de partes, nunca de la totalidad. Me permi t í pensar que tenemos un cuerpo entero fantasma. C u e r p o inmater ia l que existe, velado p o r la carne, antes de cua lqu ier a m p u t a c i ó n y que posee sensaciones. Los exper i mentadores han encontrado pacientes ciegos c o n fantasmas visuales y pacientes sordos con fantasmas auditivos.

Algunos mutilados sienten dolores atroces en los miembros ausentes. Los neuró logos , pensando que las partes sentidas pero intangibles no son reales, a pesar de operar los m u ñ o n e s - insensibi l izando zonas cu tánea s justo sobre el m u ñ ó n y en el tórax, de donde creen que parten sensaciones topológicas que c rear í an e l ó r g a n o inv i s ib l e - no logran calmar esos dolores . Me p r e g u n t é : «¿Qué pa sa r í a s i a c e p t á r a m o s como real el cuerpo fantasma y, para calmar sus sufrimientos, lo o p e r á r a m o s a él? ¿Si e l m i e m b r o invis ible puede sentir l a presencia de un ani l lo o un reloj, por q u é no va a sentir la acc ión de un bisturí?» . C o m p r e n d í el aspecto que me faltaba en el masaje iniciá-tico: no percibimos nuestro cuerpo tal como es, sólo captamos una representac ión material de él, adulterada por la mirada de los otros. No sentimos todo lo que sentimos, no vemos todo lo que vemos, no o ímos todo lo que o ímos , hay olores y sabores que capta nuestro olfato y nuestra lengua que no llevamos a la conciencia. . . C o n el masaje iniciático me h a b í a dedicado a sanar el cuerpo tangible, sin actuar sobre el cuerpo fantasma. L l e g u é a la conclus ión de que Pachita y los otros brujos, cuando operaban, no lo hac ían sobre el cuerpo material , actuaban sobre el cuerpo intangible . Solamente que, mediante trucos, agregaban elementos visibles, c o m o sangre, visceras, etc., para que el paciente creyera que operaban su cuerpo «rea l» .

Me propuse e l iminar todo aquello que iba d ir ig ido a enga-

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ñ a r al e sp í r i tu p r i m i t i v o , supersticioso, y p roceder a operar c o n toda honradez sin n i n g u n a clase de trucos. De la misma manera que un estado de á n i m o modif ica la actitud corpora l , u n a actitud corporal modi f ica un estado de á n i m o . As imismo, si aquello que padece el cuerpo material afecta al cuerpo fantasma, lo que se le hace al cuerpo fantasma, afecta al cuerpo material . Basado en esta creencia, i m a g i n é un ritual psicocha-m á n i c o . Para comenzar, el brujo actúa en su medio , usando los lugares, las plantas y los animales que lo rodean como elementos de poder. El p s i c o c h a m á n , no imi tando aquello que él no es y que pertenece a otra cultura, usará los elementos que le p roporc iona su medio , es decir, la c iudad. Un teléfono móvil, u n a aspiradora, un automóvil o productos del supermercado son tan mág icos como una culebra, un abanico de plumas o un hongo . El p s i c o c h a m á n no se vestirá c o n prendas exót icas ni collares ni otros adornos. Un traje de calle c o m ú n , de preferencia negro, por su neutral idad, bastará. No o p e r a r á en la pen u m b r a , i l u m i n a d o p o r una sola vela. H a r á suya la frase d e l poeta A r t h u r Cravan «El misterio a plena luz». Y, puesto que el acto es metafór ico , no esgr imirá cuchi l lo alguno, bastando, si es necesario s imbolizarlo, una regla de madera. N u n c a opera—v rá en su prop io nombre , actitud que concuerda con el psicoa- I nálisis. Lacan dijo a sus alumnos: «Us tedes pueden ser lacania^..,«L nos, yo debo ser f r e u d i a n o » . Pachita operaba en n o m b r e de , C u a u h t é m o c , Carlos Said en nombre de d o ñ a Paz. Cada brujo está habitado por aliados míticos. Un p s i c o c h a m á n puede elegir sus aliados en su prop ia mito logía famil iar y urbana. Ope-rara en nombre de u n cantor cé lebre , o de una estrella de cine, o de un c a m p e ó n de boxeo, o de un polít ico destacado o de un pariente muerto o de un personaje infanti l , ya sea Pinocho, Popeye, Mandrake u otros. Puede elegir ser ayudado por un personaje de su rel igión, Jesucristo, María , el Papa, Stalin, G a n d h i , Moisés , Alá, etc. Para crear un sitio m á g i c o , basta que el p s i c o c h a m á n pase su pa lma por el suelo dibujando un círculo invisible y luego, ind i cando con gestos precisos los cuatro puntos cardinales, el nadir y el cénit , diga: «Allá está el norte,

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allá está el sur, al lá es tá el este, al lá e s tá el oeste, al lá e s tá el m u n d o superior, allá está el m u n d o inferior, nosotros estamos en el medio . A q u í llegan y de a q u í parten todos los c a m i n o s » .

Luego situará de pie y descalzo al paciente en medio de ese círculo imaginario, procediendo a fortificarlo. Los brujos frotan el cuerpo con un huevo o dos, a veces tres, porque consideran que, siendo e l germen, cont ienen u n a gran fuerza. E l p s i cochamán , doblando el pulgar hacia dentro y e n c e r r á n d o l o con los otros cuatro dedos, obtiene un p u ñ o que s imboliza el germen, actitud manual que puede verse en el feto humano . C o n ese p u ñ o frota a l pac iente d á n d o l e e n e r g í a . L u e g o l o acuesta, boca abajo o boca arriba, en u n a mesa, en un catre o en el suelo. Algunos pueden ser operados sentados o de pie. C o n la mano abierta y tensa, esgrimida c o m o un cuch i l l o , e l psicomago da tajos en el aire a lrededor del paciente cor tándolo de influencias hostiles.

(Para preparar nuestro espíritu a la intensidad de la operación, mi hijo Cristóbal - q u i e n co l aboró conmigo en todas las ocasiones-, dec id imos recitar menta lmente : « N o hay un ser aqu í y ahora, porque el a q u í es todo el espacio, el ahora es todo el t iempo y el ser es la total conciencia . Ser, espacio y tiempo son una misma cosa» . )

Así , sin objetos de a d o r n o , s in trucos de pres t id ig i t ac ión , haciendo consciente al paciente de que se o p e r a r á su cuerpo fantasma y no su cuerpo material , de que emplearemos acciones metafór icas , de que nosotros, los psicochamanes, no poseemos poderes sobrenaturales sino que los imitamos y de que lo que proponemos es u n a forma de teatro sagrado, podemos realizar todos los «mi lagros» de Pachita y toda especie de santos y curanderos pr imi t ivos . P o d e m o s m e t a f ó r i c a m e n t e extraer tumores, cortar huesos, injertar nuevos miembros , l i m piar el corazón de sus penas, cambiar las ideas negativas de un cerebro, purif icar la sangre, etc.

Ap l iqué esta nueva técnica durante mis cursos de Psicoma-gia y se produ jeron sorprendentes curaciones. C o m o de costumbre, c o m e n c é prudentemente con p e q u e ñ a s operaciones.

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Luego , como en el transcurso de estos tres úl t imos años fueron c o m p l i c á n d o s e , solicité la ayuda de mi hi jo Cristóbal , que puso al servicio de l Psicochamanismo su energ ía juveni l .

C o n o c i e n d o el ansia que tienen los enfermos de encontrar soluciones r á p i d a s , n u n c a nos permi t imos operar en f o r m a profesional, cobrando honorarios. Todos los ejemplos que daré a cont inuac ión fueron realizados durante cursos para terapeutas. El los propus ieron a sus pacientes intentar estas experiencias. La pr imera o p e r a c i ó n la prac t iqué sobre u n a mujer argel ina , de unos 40 a ñ o s , que p a d e c í a un d o l o r en los ojos que n ingún m é d i c o , a l no encontrar la causa orgánica , hab ía p o d i d o curar. D e s p u é s de las ceremonias previas que he descrito anteriormente, le hice cerrar los ojos. Le p e g u é sobre cada p á r p a d o un p e q u e ñ o esparadrapo. C o n voz impregnada de autor idad le dije: «Éstos son los hechos terribles que has visto y que te h a n d a ñ a d o los ojos. Te los voy a arrancar para siemp r e » . Imitando que hac ía esfuerzos muy grandes, le fui despegando los esparadrapos. Tuve la sorpresa de verla gritar con i n tenso dolor, como si en verdad le arrancara algo pegado a su organismo. Después , c o n m u c h o cuidado, h u n d í los dedos en sus cuencas y con calculada pres ión le di la idea de que hab ía apris ionado sus globos oculares. «Ahora te voy a sacar los ojos, voy a lavarlos y te los volveré a colocar.» S imulé que hac ía un gran esfuerzo para arrancarle los ojos y ella otra vez gritó, c o n un real dolor. Metí los dedos en un vaso con agua y produje un r u i d o c o m o s i l i m p i a r a esos ó r g a n o s . L u e g o , c o n las manos mojadas, s imulé que devolvía otra vez los ojos a su sitio. «Ya puedes levantar los p á r p a d o s . Tu mirada está l impia , l ibre por fin de tus dolorosos recuerdos . » Abrió los ojos y se puso a l lorar: ese do lor que la torturaba desde hac ía tantos años h a b í a cesado.

En otra ocasión me presentaron a un joven que tartamudeaba. Su árbol revelaba un padre indiferente, egoísta , infanti l , capr ichoso e injusto. El m u c h a c h o , al no ser amado p o r él, se sentía sin fuerza v i r i l . Le dije que se bajara los pantalones y que se sentara en el borde de una silla. «Te voy a inyectar la energ í a

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del Padre. Respírala .» A c t o seguido, con mi mano derecha, le tomé los testículos, y sin apretarlos, pero d á n d o l e al contacto una gran solidez, le hice sentir que le inyectaba una inmensa fuerza paternal . Imité esta inyección soplando c o n los labios entrecerrados un largo e intenso chorro de aire. Sin soltarlo, le dije, con una total convicción: «Ya estás curado. Respira profundo, descontraete, piensa que tu voz viene ahora de tus poderosos testículos y h a b l a » . El muchacho hab ló correctamente. Su tartamudez hab ía desaparecido.

C o m e n c é entonces, ayudado por Cristóbal , a realizar operaciones m á s complejas. Nuestros años de práct ica teatral nos fueron esenciales: el p s i c o c h a m á n debe emplear una voz que en n ingún momento esté teñida de duda o debi l idad. La certeza imitada debe ser total. Para exorcizar a un « p o s e í d o » los gritos deben ser impresionantes. Es de m u c h a ayuda imaginar que un aliado mítico ac túa a través de nosotros. Cada vez que encontramos a un espíritu invasor imitamos la autoridad de Jesucristo. En Marcos, 9.25: «Y cuando J e s ú s vio que la mul t i tud se agolpaba, r epren d ió al espíritu i n m u n d o , d ic iéndole : Espíritu m u d o y sordo, yo te mando, sal de él, y no entres m á s en él» .

U n a mujer de 35 años , que sufre porque tiene seis kilos de más , nos muestra sus muslos afectados p o r la celulitis. Desde hace quince años , a pesar de todos los tratamientos, no puede liberarse de ella. Estableciendo su árbol genea lóg i co comprendemos que esa in f l amac ión de l tejido ce lular s imbol iza a su madre posesiva. La mujer siente que su progeni tura , c o n su odio a los hombres, le impide realizar una vida sexual satisfactoria. Le proponemos operarla para quitarle esos seis kilos de mater ia y t a m b i é n l ibe ra r l a de su madre . Procedemos a rodearle cada muslo con una gran hoja de papel que s imboliza la celulitis. Luego le decimos que elija, entre los participantes del curso, a una mujer que representará a su madre. Así lo hace. Le pedimos a la elegida que se aferré al cuerpo de la paciente y que simule resistir lo m á s que pueda. Comenzamos a vociferar ó r d e n e s e x i g i é n d o l e a l espír i tu i m p u r o que abandone e l

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cuerpo de su hija. P o r m á s que tratamos de desprenderla , la mujer se aferra. Por fin la despegamos de la paciente, que durante la teatral escena ha l lorado, ha insultado a gritos a su madre y ha sacado su rabia. Desde que se ve l ibre , se calma. E n tonces la acostamos y procedemos a s imular que le abrimos un canal en los muslos y que c o n gran trabajo le arrancamos ese papel que los rodea. La mujer grita con autént ico dolor. Le entregamos los papeles, hechos una bola. «Aquí está tu celulitis. Ve a l b a ñ o , q u é m a l a , a r ro j a l a c e n i z a en l a taza y l a n z a e l a g u a . » Así lo hace. Cuatro meses más tarde recibo u n a carta donde nos comunica que ha perdido por completo esos seis k i los.

En algunas operac iones d o n d e el o la paciente se siente desvalorizado o no se acepta porque sus padres, en lugar de él o e l la q u e r í a n un n iño de l otro sexo, o porque le han d icho que es feo o fea, recurrimos, mediante un polvo especial, desp u é s J e J a operac ión , a pintar su cuerpo, entero o e n partes," de dorado o de plateado. Le pedimos a la persona, de esta manera pintada, que regrese a su hogar e x p o n i é n d o s e a la mirada de los otros. Así les cambia la p e r c e p c i ó n de ellos mismos y se/ sienten dignos de ser admirados. ^' A u n a mujer que h a b í a sido abandonada por su amante y que no p o d í a cesar de sufrir por él, le arrancamos del pecho un papel donde había escrito el nombre del hombre , luego, sim u l a n d o que h u n d í a m o s en ella m á s profundamente las manos, le dijimos que le í b a m o s a sacar el corazón para cambiárselo p o r u n o nuevo . Así l o h i c i m o s . M i e n t r a s s i m u l á b a m o s tirar c o n enorme fuerza, ella l loró con una inmensa pena aunada a un do lor físico que se c a l m ó en cuanto imitamos que in t roduc íamos el nuevo ó r g a n o . Antes de cerrar la imaginaria her ida le dijimos que le í b a m o s a tatuar en el corazón una palabra y, p u n z á n d o l e el pecho c o n el dedo untado en p intura dorada, escribimos « A m o r » . Se sintió aliviada y con energ ía para inic iar una nueva vida amorosa.

C o n un hombre de 50 años que, habiendo sufrido una i n tervención quirúrg ica en e l o í d o izquierdo para extraerle un

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tumor, deb ía ser operado también en el o í d o derecho, donde a su vez se hab ía desarrollado un tumor, ensayamos u n a operación ps i cochamánica para ver s i l o g r á b a m o s curarlo sin que intervinieran los m é d i c o s cirujanos. S imbol izamos la excrecencia con una bol i l la de a l godón empapada en leche condensada, que introdujimos en el conducto auditivo. Luego sentamos al paciente en una bacinica. Enseguida, una fi la de doce mujeres se co locó a su derecha. U n a por u n a posaron sus labios en la oreja y con una voz dulce susurraron: «Hi jo mío. . . te q u i e r o » . C u a n d o todas ellas le hub ie ron d icho estas palabras se agrupar o n a lrededor de él, y mientras Cr i s tóbal , ayudado p o r unas pinzas para depilar, le extra ía el tumor s imból ico , s imulando que hac ía un gran esfuerzo, ellas m u r m u r a b a n una canc ión de cuna. . . T i e m p o m á s tarde rec ib imos u n a carta de agradecimiento : e l tumor h a b í a desaparecido.

Un hombre de 60 años tenía un do lor en la rodi l la derecha que lo obligaba a cojear. Las radiograf ías no habían descubierto n inguna anomal ía . Pensando que la p ierna derecha p o d r í a tener re lac ión con el padre y que en f rancés la rod i l l a se llama « g e n o u » , palabra que puede sonar c o m o « je-nous» (yo-nosotros), le preguntamos q u é clase de relación hab ía tenido c o n su progenitor. El paciente se c o n m o v i ó profundamente . Su padre siempre lo hab ía negado, m a t e n i é n d o s e encerrado en sus problemas. Ú n i c a m e n t e cuando estaba en el hospital , aquejado por una enfermedad incurable, se permit ió l lamarlo para que lo desconectara de sus aparatos y así poder p o r fin mor i r . El paciente se s intió obl igado a obedecerle . Y de esta manera se e c h ó encima la culpabi l idad de haber matado a su padre, lo cual le causó una rabia que se vio obligado a reprimir. Fue entonces cuando c o m e n z ó ese do lor en la rodi l la . A n tes de operarlo, le colocamos varias capas de tela adhesiva que simbolizaban el hueso de la rodi l la . Lo acostamos boca arriba y luego pusimos a su lado derecho, a cuatro patas en el suelo, a un participante que previamente el paciente hab ía elegido para s imbolizar a su padre, a qu ien , para protegerlo, le colocamos un cojín en la espalda. Mientras le « abr í amos» la carne y

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le « e x t r a í a m o s » e l hueso, s imulando que a r r a n c á b a m o s c o n gran esfuerzo el montonc i l lo de esparadrapo, le pedimos que expresara su rabia golpeando la espalda de su « p a d r e » . Así lo hizo y entre gritos de do lor por la operac ión y gritos insultando a su progenitor, de sca rgó la furia dando tremendos golpes en el coj ín. Le colocamos un «nuevo» hueso y le pintamos la rod i l l a de dorado. Terminada la operac ión , el paciente levantó al participante que hab ía recibido la paliza y, l lorando, lo abrazó durante varios emocionantes minutos. Desde entonces, cesaron sus dolores.

Un hombre joven ha venido al curso a c o m p a ñ a d o de su esposa. La ama profundamente pero tiene un problema: cuando hacen el amor, el falo só lo se le levanta a medias, entre duro y b l ando . Ese defecto a r ru ina la vida sexual de la pareja. Tenemos la suerte de que su padre y su madre lo han acomp a ñ a d o al curso. Observando el árbol g e n e a l ó g i c o vemos que todos los hombres , infanti les , pecan por ausencia y que las mujeres, invasoras posesivas, educadas con prejuicios religiosos, cu lpab i l i zan la sexual idad. Vemos t a m b i é n que entre la madre y la esposa hay u n a tensión: la esposa considera que la madre no le ha cedido el amor de su hi jo, que lo obliga a permanecer, como a su mar ido , en un nivel infant i l , dependiente de ella. Los cuatro participantes, en una autént ica b ú s q u e d a de u n a vida equi l ibrada, abaten sus defensas y se hacen conscientes de la ra íz d e l p r o b l e m a . Procedemos entonces a la o p e r a c i ó n : acostamos a l m a r i d o en u n a mesa, de espaldas, desnudo. Yo le sostengo u n a p ierna , Cristóbal otra, y dos participantes los brazos. E x t e n d i d a sobre él, aferrada a su cuerpo, está su madre. Fuera de la sala, al otro lado de la puerta cerrada, espera su padre. La esposa, inc l inada j u n t o a su oreja izqu ierda , le susurra s in cesar u n a y otra vez «te a m o » . El paciente debe tratar de deshacerse de su madre, pero los que le sostenemos los brazos y las piernas no lo dejamos moverse. El paciente debe l lamar a gritos a su padre, p i d i e n d o ayuda. Este golpea la puerta c o n gran violencia , luego la abre, se precipita hacia la madre y d e s p u é s de que ambos s imulan una intensa

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lucha , la desprende. La madre debe entonces soplar c o n todo su car iño en la r eg ión del corazón de su hi jo como si inf lara un globo y el padre, asimismo, debe soplar en el per ineo , para in fundir le nueva fuerza v i r i l . Mientras tanto yo s imulo cortarle el sexo, h u n d i e n d o los dedos a l rededor de l pene y los tes t ículos . T o m o los ó r g a n o s sexuales y doy la s e n s a c i ó n de ar rancár se los . Luego le imp lan to un nuevo sexo imaginar io . Terminada la o p e r a c i ó n regamos la parte operada c o n agua bendi ta y hacemos que el padre y la madre a c o m p a ñ e n a su hijo hasta depositarlo en brazos de su esposa. En ese m o m e n to los cuatro estallan en l lanto y se abrazan c o n gran alivio y car iño . Al d ía siguiente los esposos, felices, v ienen a c o m u n i carnos que por f in la e recc ión ha sido perfecta.

U n a mujer madura tiene bolas de grasa en muchas partes de l cuerpo. Observamos, estudiando su árbo l , que su abuela materna perd ió , en el m o m e n t o del parto, a dos gemelitos, un hombre y una mujer. La s e ñ o r a nunca se p u d o reponer. La madre de nuestra paciente vio a su progenitora encerrarse durante años en una inconsolable pena. C u a n d o par ió a la paciente le puso el nombre de la gemela muerta, c o n el deseo inconsciente de regalárse la a su madre para calmar ese sufrimiento. Efectivamente, la e d u c ó su abuela, pero en un ambiente de tristeza: el gemelo varón no hab ía sido repuesto. C u a n d o le decimos que las bolas de grasa son la r e p r e s e n t a c i ó n de l n i ñ o muerto que lleva dentro, nos dice: « S i e m p r e p e n s é que tenía un hermano gemelo en alguna par te» . Procedemos a la operación. Simulamos empujar las bolas hacia un mismo lugar situado en el vientre. Luego , c o m o si todas ellas formaran un paque te , las e m p u j a m o s h a c i a l a ga rganta y , c o n a u t o r i d a d implacable, le ordenamos « ¡Vomita al gemelo! ¡No lo necesitas para ser a m a d a ! » . Le colocamos un saco de plástico frente a la boca. E l l a tiene fuertes arcadas y se pone a vomitar. C u a n d o termina, anudamos el saco y le pedimos que vaya a depositarlo, a c o m p a ñ a d a de su madre, a la tumba de su abuela. Por una carta nos enteramos de que así lo ha hecho y de que sus bolas de grasa han comenzado a desaparecer. S in embargo se pregunta

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O p e r a c i ó n p s i c o c h a m á n i c a cambiando un sexo ( M é x i c o , 1997). M i ayudante es un verdadero m é d i c o c i ru jano.

si es a causa de la o p e r a c i ó n o porque sigue u n a dieta estricta... ¡Qué difícil es agradecer!

Nos pide ayuda un muchacho joven de 25 años que se siente incapaz de amar. Ha venido al curso a c o m p a ñ a d o de su madre. Le hemos pedido que lo haga así porque vive en simbiosis con ella. El padre, débi l , a lcohól ico , fue expulsado del hogar y el hi jo, desde muy p e q u e ñ o , t o m ó su sitio. El y la madre han seguido un psicoanális is lacaniano durante c inco años , lo que les ha permit ido hacerse conscientes del lazo ed íp ico , pero sin solucionarlo. Hacemos que la madre le enrol le siete veces un grueso c o r d ó n de seda roja a lrededor del cuel lo . Sabemos que nació con el c o r d ó n umbi l i c a l enrol lado siete veces alrededor del cuello. Le hacemos escribir en u n a hoja de papel « M a m á , tú eres la única mujer que a m a r é en mi vida. Tuyo para siemp r e » , y su firma. Le introducimos ese contrato, untado en goma arábiga , debajo de la camisa y se lo pegamos sobre el corazón. Lo envolvemos, de pies a cabeza, en una s á b a n a mojada y con la cont inuac ión del c o r d ó n rojo lo atamos r o d e á n d o l o de anillos de seda. Le damos un par de tijeras de sastre a la madre y hacemos que pr imero corte los anillos rojos, d ic iendo cada vez más fuerte « ¡L ibre ! » . Luego nosotros desgarramos la sábana, como si le qu i t á ramos un aura nociva, y lo sacamos del capul lo . El muchacho, casi inerte, en u n a especie de trance, se dejar cargar. S imulando un enorme esfuerzo, le extraemos el pegajoso contrato. Gr i t a con do lor físico y mental , l lora como un n iño . Le pedimos a la madre que cercene los siete anillos que le aprisionan el cuel lo , d ic iendo «Anillo uno : para t i , hi jo m í o , el amor puro y el amor a la vida. A n i l l o dos: para t i , hi jo m í o , el amor a la madre y el amor al padre. A n i l l o tres: para t i , hi jo m í o , el amor a ti mismo y el amor al otro. A n i l l o cuatro: para t i , hi jo m í o , el amor a la famil ia y el amor a la humanidad . A n i l l o c inco: para t i , hi jo m í o , el amor a todos los seres vivientes y el amor al planeta. A n i l l o seis: para t i , hi jo m í o , el amor a los astros y el amor al universo. A n i l l o siete: para t i , hi jo m í o , el amor a toda la creac ión y el amor a la Conc ienc i a C r e a d o r a » . Al terminar de recitar estas palabras, que nosotros le vamos

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m u r m u r a n d o al o ído , la madre y el hi jo caen el uno en los brazos de l otro, sollozando y p e r d o n á n d o s e . Al cabo de un rato, se separan, felices, s int iéndose ambos liberados.

Pide ayuda una pareja. Se pelean continuamente p o r causas fútiles, pero cuando comienzan no pueden detenerse: siguen aumentando sus insultos y elevando el tono de la voz. E l l a lo enerva sin querer cesar sus gritos hasta que él comienza a estrangularla. Teme matarla un día. E l l a se siente atada a él y, a pesar de l pel igro, no lo puede dejar. Estudiando los árboles genea lóg icos , la esposa recuerda que sus tres hermanos la violar o n cuando tenía doce años . Para impedir le protestar la inmovi l izaron, e s t r angu lándo la . El esposo recuerda haber visto en las peleas de sus progenitores que su padre estrangulaba a su madre. A h o r a él debe luchar contra sus deseos de estrangular mujeres, en tanto que su mujer debe luchar contra los deseos de ser estrangulada. Procedemos a la operac ión . Le pedimos a el la que elija entre los asistentes tres hombres que representarán a sus hermanos. Le explicamos que d e s p u é s de la violación ha quedado p o s e í d a p o r ellos. Los tres hombres se aferran a e l l a , t o m á n d o l a p o r e l cue l lo . Todas las mujeres d e l curso , unas veinte, deben hacer que suelten a su presa vociferando insultos y ó r d e n e s para que dejen tranquila a esa «n iña» . El los s imulan resistir hasta que al final la sueltan. Los sollozos de la víctima son convulsivos. La acostamos y procedemos, metafóricamente, a extraerle la vagina y cambiár se la por otra. Pintamos los labios exteriores de su sexo y el vello pubiano de esplendoroso plateado. A su m a r i d o , que dice sentir tener manos de asesino, después de que diez hombres y diez mujeres le despegan el padre y la madre, le «cor tamos» esas extremidades que detesta y le colocamos «nuevas» manos, p intándose la s de dorado. P o r su carta de agradecimiento nos enteramos de que sus peleas han cesado.

Estas operaciones, p o r su extrema rareza, p roducen un estado de a tenc ión tan intenso que terapeutas, pacientes y observadores, al igual que suced ía con Pachita, entran en una di-

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mens ión ps ico lógica donde cambia la sensac ión de l t iempo y el espacio. Se está plenamente «ah í » , en el «sit io». Las acciones y reacciones se entrelazan en f o r m a perfecta y, s iendo todo producto del intenso instante, no hay pos ibi l idad de error. El m u n d o se concentra en la o p e r a c i ó n . Se puede comparar esto a momentos que se viven en la tradic ional corr ida de toros. En esa ceremonia mortal , en un segundo dado, el torero y el toro entran en el sitio, se amalgaman, se u n e n , embestida y e n g a ñ o se hacen u n a sola cosa, y esa danza se convierte en un i m á n que atrae irresistiblemente la a tenc ión del públ ico . Las manos del sanador se enraizan en el m u n d o . No es un ind iv iduo el que opera, es la h u m a n i d a d entera. No es el torero el que hace los pases, es el públ ico mismo. En un caso se da vida, en el otro se da muerte. Hay que descubrir la esencia de esa s imi l i tud.

En la base, toda enfermedad es una falta de conciencia i m pregnada de temor. Esta i n c o n s c i e n c i a tiene o r igen en u n a prohib ic ión , impuesta sin convencimiento previo, que la víctima debe aceptar sin comprender la . Se le exige al n iño no ser lo que es. Si desobedece, es castigado. El castigo mayor es no ser amado.

E l p s i c o c h a m á n , tanto c o m o e l curandero pr imit ivo , debe operar e lud iendo no só lo las defensas del paciente sino también sus temores. La e d u c a c i ó n puramente racional nos proh i be usar el cuerpo en toda su extens ión , d á n d o n o s la p ie l como límite de nuestro ser, h a c i é n d o n o s creer que es normal vivir en un espacio reducido. Esta e d u c a c i ó n despoja al sexo de su poder creador, d á n d o n o s la i lusión de que vivimos sólo un corto t iempo, negando nuestra esencia eterna. D e l centro emocional , mediante una filosofía desvalorizante, nos extirpa los sentimientos sublimes. Nos incu lca el miedo al cambio y nos mantiene en un nivel de conc ienc ia infant i l donde veneramos lo seguro tóxico y detestamos la saludable incert idumbre . P o r todos los medios , a p o y á n d o s e en doctrinas pol í t icas , morales y religiosas, nos hace desconocer nuestro poder mental .

Si la real idad es como un s u e ñ o , debemos actuar en ella sin padecerla, tal como lo hacemos en un s u e ñ o lúcido, sabiendo

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que el m u n d o es aquello que pensamos que es. Nuestros pensamientos atraen a sus equivalentes. Verdad es lo que es útil, no sólo para nosotros sino también para los demás . Todos los sistemas, necesarios en un momento dado, m á s tarde se torn a n arbitrarios. Tenemos la l ibertad de cambiar de sistemas. La sociedad es el resultante de lo que ella cree ser y de lo que nosotros creemos que es. Podemos c o m e n z a r a c a m b i a r el m u n d o cambiando nuestros pensamientos.

La pie l no es nuestra barrera: no hay límites. Los únicos límites positivos son aquellos que necesitamos, m o m e n t á n e a mente, para individual izarnos , pero a sabiendas de que todo está conectado. La separac ión es una i lusión útil, como cuando el curandero coloca un lazo de cuerda alrededor del cuel lo d e l paciente para indicarle que debe asumir la responsabilidad de su enfermedad y no propagarla. La curac ión milagrosa es posible pero depende de la fe del paciente. El p s i c o c h a m á n debe sutilmente guiar al enfermo para que crea en lo que él cree. Si el terapeuta no cree, no hay curac ión posible.

La vida es una fuente de salud, pero esa energ ía surge sólo donde concentramos nuestra atención. Esta a tención no sólo debe ser mental sino también emocional , sexual y corporal . El poder no reside ni en el pasado ni en el futuro, sedes de la enfermedad. La salud se encuentra aquí , ahora. Los hábitos tóxicos pueden ser abandonados ins tantáneamente si cesamos de identificarnos con el pasado. El poder del « ahora» crece con la a tenc ión sensorial. Se debe conducir al paciente a explorar el momento presente, a que se haga consciente de los colores, de las l íneas , de los vo lúmenes , de los t amaños , de las sombras, de los espacios que hay entre los objetos. Debe sentir cada parte de su cuerpo para luego aunarlas en un todo; debe convertir su respiración en placer, debe captar su calor y energ ía dentro y fuera de él, debe c o m p r e n d e r que amar es estar contento c o n lo que es y con lo que son los otros. El amor crece en la m e d i d a en que la crítica decrece. Todo está vivo, despierto, y responde. Todo adquiere poder si el paciente se lo da... U n a madre que seguía un tratamiento fitoterapéutico para sanar a

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su bebé , donde deb ía darle a beber agua en la que disolvía cuarenta gotas de una mezcla de aceites esenciales, veía que la enfermedad continuaba. Le dije: « L o que pasa es que no crees en esa medicina. C o m o tu religión es la católica, cada vez que le des a beber las gotas, reza un p a d r e n u e s t r o » . Así lo hizo y el nene se curó ráp idamente . Si no le damos poder espiritual a la medicina, ella no actúa.

Es necesario subrayar a q u í la i m p o r t a n c i a de la imaginación. En cierto modo en este l ibro me he entregado a un ejercicio de autobiograf ía imaginaría , aunque no en el sentido de «ficticia», pues todos los personajes, lugares y acontecimientos son verdaderos, sino en el hecho de que la historia profunda de mi vida es un esfuerzo constante para expandir la imaginación y ampliar sus límites, para aprehenderla en su potencial terapéutico y transformador. Aparte de la imaginac ión intelectual, existen la imaginac ión emocional , sexual, corporal , sensorial. La imaginación económica , mística, científica, poét ica . El la actúa en todos los terrenos de nuestra vida, incluso en los que consideramos «rac ionales» . Por eso, no se puede abordar la realidad sin desarrollar la imag inac ión desde múlt iples ángulos. Normalmente lo visualizamos todo según los estrechos l ímites de nuestras creencias condic ionadas . De la rea l idad misteriosa, tan vasta e imprevisible, no percibimos más que lo que se filtra a través de nuestro reduc ido punto de vista. La imaginación activa es la clave de una visión amplia : permite en-

/* focar la vida desde ángulos que no son los nuestros, imaginan-j do otros niveles de conciencia, superiores al nuestro. Si yo fue-' ra una m o n t a ñ a o el planeta o el universo, ¿ q u é diría? ¿Qué

diría un gran maestro? ¿Y si Dios hablara por mi boca, cuál se-^ ría su mensaje? ¿Y si yo fuera la Muerte?.. . Esa Muerte que me

| reveló un perro depositando ante mis pies una piedra blanca, / aquella que me separó de mi Yo i lusorio, me hizo h u i r de C h i -

/ le y me impul só a buscar con desesperac ión un sentido a la vi-/ da. Esa Muerte que de pavorosa enemiga se ha convertido en * mi amable dama de c o m p a ñ í a .

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Quisiera, para terminar este l ibro , volver a mi juventud y estar otra vez sentado en la rama de un árbol , j u n t o a mi amigo poeta para, como en aquella inolvidable ocas ión , deducir, de lo m u c h o que no sabemos, lo precioso y poco que sabemos:

No sé a dónde voy, pero sé con quién voy. No sé dónde estoy, pero sé que estoy en mí. No sé qué es Dios, pero Dios sabe lo que soy. No sé lo que es el mundo, pero sé que es mío. No sé lo que valgo, pero sé no compararme. No sé lo que es el amor, pero sé que gozo tu existencia. No puedo evitar los golpes, pero sé cómo resistirlos. No puedo negar la violencia, pero puedo negar la crueldad. No puedo cambiar al mundo, pero puedo cambiarme a mí mismo. No sé lo que hago, pero sé que lo que hago me hace. No sé quién soy, pero sé que no soy el que no sabe.

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A p é n d i c e

A c t o s p s i c o m á g i c o s t r a n s c r i t o s

p o r M a r i a n n e C o s t a

1. Un hombre joven desear ía trabajar en el sector turístico, ir a H o n g K o n g y a otras ciudades míticas. Pero este deseo profesional le parece irrealizable. D u d a de sí mismo. Después de interrogar lo , A. J . descubre que la madre del consultante ha muerto y que su hermano acaparó en la infancia todo el amor materno.

Respuesta: Pega en un lado de una lata de sardinas u n a fotograf ía de tu madre y en el otro lado u n a de tu hermano. Sube por la avenida de los Campos Elíseos, vereda de la derecha, desde el Obel isco hasta el A r c o del Tr iunfo , empujando a patadas la lata hasta que quede j u n t o a la l lama del soldado desconocido . Luego vete sin mirar hacia atrás.

2. U n a muchacha consulta de spués de él. Es su novia, pero la relación no pasa de platónica . E l l a t ambién duda de sus capacidades profesionales y sus problemas ps ico lóg icos son semejantes a los de su amigo: una hermana mayor preferida, un padre distante y quizás incestuoso.

Respuesta: Vas a hacer como tu novio, pero, en lugar de lata de sardinas, compra , en una t ienda especializada, un falso falo. Para evitar que seas molestada por la policía, lo envolverás en u n a bolsa, con un retrato de tu padre. Y, j u n t o a tu amigo, marchará s , cada cual pateando lo suyo. Antes de abando-

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nar el A r c o de l Tr iunfo , os p o n d r é i s frente a frente, c o n los rostros a u n a pulgada de distancia, y l anzaré i s , hasta que os canséis , rugidos de cólera .

3 . U n a mujer argelina p o s e í d a por u n a gran tristeza. El Ta-rot muestra que esa pena es la de su madre, muerta en el exil io , separada del país natal.

Respuesta: Haz que te traigan de Arge l ia , puesto que tú no puedes ir hasta allí, un saco con siete kilos de tierra de la aldea donde vivía tu madre. Luego ve al cementer io y deposita esa tierra en su tumba. Después , para celebrar este acontecimiento, ve a la gran Mezquita y bebe siete tés a la menta.

4. O t r a mujer triste. No conoce la a legr ía de vivir. C u a n d o su madre estaba encinta de ella, de 6 meses, su padre la aband o n ó para irse a vivir con otra mujer.

Respuesta: Ve a ver a tu padre disfrazada de mujer encinta de 6 meses. Pídele que se arrodi l le ante tu vientre y que le p ida p e r d ó n al feto que a b a n d o n ó .

5. La consultante, pacifista, vegetariana, confiesa que tiene tal rabia contra su madre que desea asesinarla.

Respuesta: ¿ C ó m o hacer para que realices tu deseo sin que mates un animal? C o m p r a dos sandías , que s imbol izarán los senos de tu madre, y destrózalas a puñetazos . En un saco co lor carne que habrás confeccionado tú misma, mete los pedazos de sandía . A medianoche ve a arrojar el saco al Sena y vete sin mirar hacia atrás.

6 . Un muchacho, desorientado profesionalmente, dice que no sabe q u é oficio practicar. Al ser interrogado confiesa que estudió Derecho y Ciencias Políticas en una gran escuela pero que fracasó al no obtener su d ip loma .

Respuesta: Fabrícate un d i p l o m a idént ico al que habrías recibido, pero treinta cent ímetros m á s grande, a lo ancho y a lo largo. Colóca lo enmarcado en la pared de tu dormi tor io y, ba-

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jo él , una copa de c a m p e ó n de boxeo. Enseguida ve a ejercer el oficio que desees.

7. U n a mujer de 30 años duda de sí misma. Es avara, mater ia l y emocionalmente.

Respuesta: Cuando se vive p id iendo con inseguridad es porque los padres, obnubilados por sus propias proyecciones, no nos v ieron tal cual é r a m o s . C o m p r a dos hermosas manzanas rojas. U n a guárda l a en tu bolsa, la otra llévala en u n a mano . T o m a el metro y observa a los pasajeros. Si una persona, h o m bre, mujer o n iño , te despierta el deseo de darle la manzana, hazlo . Hasta que no te venga ese impulso , seguirás viajando, aunque sean varios días . C u a n d o hayas dado la manzana, sal del metro y marcha por la calle paladeando la otra manzana, la que guardabas en tu bolsa. Así c o m p r e n d e r á s que dando, recibes.

8 . Un hombre de 30 años no logra realizarse como mús ico . C u a n d o era n iño estudiaba piano, pero su padre, garajista, se bur laba de su afición t ra tándolo de invertido. Tenía u n a herm a n a que vivía en simbiosis con su madre , ambas od iando a los hombres. En su hogar, los dos mundos, el masculino y el fem e n i n o , estaban separados por un abismo.

Respuesta: Para lograr expresarte art í s t icamente, debes asum i r tu sensibil idad femenina . Cúbre te el cuerpo de grasa de coches y así, desnudo, sucio como tu padre, toca el piano. P o r supuesto que m a n c h a r á s las teclas. C u a n d o hayas, con furia , p r o d u c i d o todas las melod ía s que se te antojen, l i m p i a el teclado. D e s p u é s masajea el p iano como si fuera u n a mujer, durante u n a hora exacta. Enseguida pega una foto de tu madre en la planta de tu pie izquierdo, una de tu hermana en la de tu pie derecho y ponte a tocar otra vez. Verás que la furia se convierte en placer creador. C o m o agradecimiento me traerás una rosa blanca.

9. Un hombre de 50 años no soporta el proceso de divorcio

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c o n su esposa. Tres meses antes, d e s p u é s de conviv i r c o n él ocho años , su mujer le e x p r e s ó el profundo deseo que tenía de que la dejara enc inta . Él r e c h a z ó la p r o p o s i c i ó n ca tegór icamente. E l l a lo ref lexionó y luego le propuso ese divorcio, que él a c e p t ó tranqui lamente . Pero al cabo de tres meses, a s í de pronto , se arrepint ió , p r o p o n i é n d o l e a su esposa tener el n iño deseado. Pero ella, inf lexible , le di jo que lo har ía c o n otro. El Tarot reve la que este h o m b r e t i ene u n h e r m a n o m e l l i z o . Cuando se le pregunta cuáles fueron sus relaciones con él, tartamudea un poco y responde un lacónico «Aceptables» .

Respuesta: L l a m a a tu mujer y dile que no quieres un n i ñ o sino dos. Que, siendo mel l izo , no puedes imaginarte que se haga un solo hijo y que ésa es la razón por la que rechazaste dejar la encinta cuando te p id ió « u n » n iño . Esto te obl igará a med i t a r : ¿ q u i e r e s en v e r d a d ser padre de dos hijos? S i a s í lo deseas, l lámala. Es muy probable que el la acepte.

10. U n a mujer morena , de unos 40 años y con grandes ojos negros, tiene una relación muy conflictiva c o n uno de sus comp a ñ e r o s en la oficina donde trabaja. Conf l ic to que él se niega a resolver, a pesar de los esfuerzos pacificadores que hace ella.

Respuesta: Vemos en el Tarot que las relaciones con tu hermano mayor fueron desastrosas. Este conf l icto or ig ina l , muy anclado en ti , lo proyectas en tu c o m p a ñ e r o de trabajo. Necesitas que él te deteste, para reproduc i r tu amor-odio infant i l . E l , por su parte, debe proyectarte a su hermana . Tienes que desestabilizar su mirada. Si te ve diferente, ya no serás el objeto de su antigua rabia. Es necesario que llegues de pronto a la of icina con otro aspecto: nuevo corte de pelo, teñido de rubio , con lentes de contacto que te den ojos claros y diferente estilo de ropa.

11. U n a mujer que ha cambiado de casa no se siente b ien en su nuevo territorio, le parece ajeno. ¿Qué hacer?

Respuesta: O r i n a e n u n rec ip iente , l l e n a u n cuentagotas con ella y luego vierte una gota en cada rincón de la nueva casa.

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12. Un terapeuta de 40 años tiene u n a relación apasionada pero confl ict iva c o n u n a mujer que siente u n a gran agresividad hacia los hombres, porque vio a su padre matar a su madre (la de ella) c o n el fusil de caza que le h a b í a regalado su abuelo (el de é l ) . ¿ C ó m o calmar ese od io al h o m b r e que sin cesar el la le proyecta?

Respuesta: Ve a ver a tu amiga l levando un fusil de caza cargado c o n balas de fogueo y pide que dispare hacia tu pecho. Allí tendrás oculta u n a bolsa de plástico l lena de sangre artific ia l . Al sentir los tiros, te las arreglarás para llenarte de sangre. A ella antes le habrás advertido de que las balas son falsas, pero guardando en secreto el efecto de la sangre. Verás que estalla en sollozos y que te abraza. A partir de ese momento la relación mejorará .

13. U n a muchacha de 20 años consulta el Tarot para ver cómo van las relaciones con su amante. Al parecer nada falla, él acepta casarse y tener hijos. Sin embargo la joven sufre de no saber lo que ella quiere, lo que le gusta, lo que siente verdaderamente. El Tarot revela la fuerte inf luencia de su madre, a la que siente como un vampiro. ¿ C ó m o puede saber si es el la la que ve y piensa o si es la madre que ha tomado su lugar?

Respuesta: Consigue u n a fotografía del rostro de tu madre y a g r á n d a l a hasta que alcance el t a m a ñ o real. Agu jeréa le los ojos y fabrícate u n a másca ra estilo veneciano, con una varil la abajo. C u a n d o te encuentres en una situación en la que desees disociar tu mirada de la de tu madre, ponte la másca ra delante de la cara y hazte consciente de que ves y sientes como ella. Desp u é s quítate la másca ra y constata c ó m o ves tú y c ó m o sientes tú las cosas.

14. U n a mujer de 30 años consulta porque sufre aún , adulta, por el rechazo de su padre cuando era niña. Esta actitud se expl ica porque su hermano menor hab ía muerto a las tres semanas de nacer. El padre, que deseaba perpetuar su apel l ido, cons ideró injusto que mur iera su hijo y no su hija.

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Respuesta: Cuando m u r i ó tu hermano deb ía de pesar unos tres kilos. C o m p r a una cabeza de becerro y, si es necesario, algo de huesos y carne hasta completar los tres kilos. Mete esto en un saco impermeable y h e r m é t i c o y luego p o n i ó en u n a m o c h i l a negra, que c a r g a r á s en la espalda durante tres días completos (que s imbolizan las tres semanas de vida del n i ñ o ) . Enseguida ve a la casa de tu padre y, sin que él se dé cuenta, en-tierra tu carga en el j a r d í n . Después ofrécele a tu padre un salchichón, míra lo comer algunas rodajas y p íde le que te regale una caja de chocolates.

15. U n a señora muy bien vestida, de 60 años , no puede deshacerse del profundo rencor que siente hacia un m é d i c o que le d i agnos t i có e r r ó n e a m e n t e la enfermedad de A l z h e i m e r y que la sumió durante dos años en la angustia. Años que deter ioraron por completo las relaciones con sus hijos. El Tarot revela que ella proyecta sobre ese m é d i c o , que la a m e n a z ó con la parálisis de sus funciones mentales, a sus propios padres paralizantes.

Respuesta: Señora , tiene usted que protestar de una manera infanti l . Deposite sus excrementos en una caja de metal para galletas y envíesela por correo al méd ico . La caja debe estar envuelta como un regalo de navidad.

16. Un hombre joven, con gestos, voz y rostro de niño, dice tener un «sufr imiento existencial» . S e g ú n él, la causa de que no pueda salir de la infancia y convertirse en un hombre es su madre, que lo concib ió c o n un desconocido estando soltera.

Respuesta: Tienes razón . Si tu madre odia a los hombres , tú, para no perder su amor, te quedas niño. Vístete como imaginas que se viste ese padre que nunca has visto. Y, sobre esa ropa, ponte ropas de mujer, robadas a tu madre. Ve a pasear por las calles vestido así. Apenas encuentres una mujer que te guste, comienza a mirar la con fijeza mientras te quitas poco a poco las prendas femeninas para dejar al descubierto tu traje mascul ino . C u a n d o hayas real izado el cambio , a cé rca te a la

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mujer y di le que el la te gusta. Puede que te rechace, puede que te acepte. Vive con placer esa s i tuación. Más tarde, p inta una manzana de negro, alrededor de el la enrol la la ropa femenina . A l rededor de esa ropa enrol la la de tu padre y ve a ver a tu madre para, sin darle n inguna expl icación, entregarle el paquete d ic iéndole : «Te devuelvo lo que me diste». La manzana negra simboliza tu angustia existencial.

17. U n a señora de 70 años , que sufre sordera, consulta para resolver un problema con su hija de 48 años , que se queja de nunca haber sido escuchada por ella.

Respuesta: En presencia de tu hija, lávate con un j a b ó n rosado siete veces cada oreja. Enseguida unta tus canales auditivos con mie l de acacia: con el dedo medio de la mano derecha en la oreja izquierda y con el dedo medio de la mano izquierda en la oreja derecha. Después , pide a tu hija que venga a lamer allí la mie l , m u r m u r á n d o t e todo aquello que desea decirte.

18. U n a mujer de unos 40 años , a lcohólica , se queja de ser «nula» y de «no poder realizarse» a pesar de que, habiendo sido educada católica, practica el budismo. Cuando le preguntan cuál es su a l coho l prefer ido responde: «el v ino t into de B u r d e o s » .

Respuesta: C o m p r a una botella de v ino tinto de Burdeos. Ve con ella a una iglesia, s iéntate en un banco y, p o n i é n d o l a delante de t i , rézale como si fuera un santo. Luego ve a tu templo budista y medita con la botella entre tus piernas, para que la consagres. Después , en tu hogar, hazle un p e q u e ñ o altar con flores, varillas de incienso y dos lamparillas, una conseguida en la iglesia y la otra en el templo. Así tendrás en la casa tu prop io santuario y el vino se convertirá en un e l ix i r mág ico . Por la noche, antes de dormir, te friccionarás el pecho con él. Este v ino sagrado te protegerá y te curará.

19. U n a mujer muy gorda quiere adelgazar. «Mi madre se puso a engordar de spués de parirme. Yo cargo con la respon-

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sabilidad de sus dietas incesantes, de su "drama corporal " . Tengo diez kilos de más.»

Respuesta: C o m p r a cua lqu ier objeto que pese diez k i los , p o r e jemplo un televisor, u n a aspiradora , u n a c o l e c c i ó n de ollas, etc. Sobre el paquete colocas u n a foto tuya, desnuda y triste, y se lo ofreces a tu madre d ic iendo: «Es to es tuyo. Te devuelvo tu rega lo» .

20. Un artista conocido, p in tor de 50 años , confiesa c o n vergüenza odiar a su hermano menor, producto tardío de sus padres. El nene l legó cuando él c u m p l í a 22 a ñ o s y le « r o b ó » el amor maternal.

Respuesta: Compra una cuna de madera, un salvavidas y un gran melón. Pondrás el me lón dentro de la cuna y la cuna sobre el salvavidas. Luego, c o n u n a pistola automát ica le disparas al fruto 22 veces. Después viertes sobre los restos un botellón de gasolina, la enciendes y envías la cuna en llamas sobre el salvavidas, flotando en las aguas de un río. En seguida, para cambiar la rabia en aceptación, obsequia con 22 rosas blancas a tu hermano.

21. U n a mujer vestida a la h indú ha pasado doce años en un ashram. Su g u r ú , M u k t a n a n d a , bau t i zó a su hi ja l l a m á n d o l a «Krishna». Hay algo en eso que la hace sentirse mal. A la luz del Tarot se da cuenta de que, para el inconsciente, ese acto revela su deseo de acostarse con su maestro, elevado a la categoría de Dios Padre, para hacer un Cristo (un Krishna), un niño perfecto.

Respuesta: C o m p r a un Jesucristo de yeso y píntalo todo de azul para transformarlo en el dios Kr i shna , que es de ese color. A t a a sus pies muchos globos naranjas (el co lor de Muktananda) y envíalo hacia el cielo. Esta ceremonia la haces acompañ a d a de tu hija y de tu marido . C u a n d o veáis desaparecer el Jesucristo, dad a la n iña un nombre occidental . Así la l iberaréis de la obl igac ión de ser un semidiós y le devolveréis su identidad y su feminidad.

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Breve epis tolar io p s i c o m á g i c o

1 . E l r o b o p a r a s a n a r

Las personas que d icen no poder amar, no es porque tengan el corazón vacío. Los sentimientos, como en un congelador, se acumulan, anestesiados. En este acto p s i comág ico , en lugar de tratar de dar lo que se desea obtener, se provoca, por u n a suces ión de situaciones peligrosas, el despertar del sentimiento positivo base: el amor a la propia vida.

Desde Ch i l e te escribí: «Hay días en que mi vista se nubla y no hago m á s que lamentarme por estar vivo. Te agradecer ía i n f initamente s i pudieras recetarme un acto p s i c o m á g i c o para p o d e r amar sin p e d i r tanto a c a m b i o » . Tú me respondiste : « R o b a en un supermercado un corazón crudo cada d ía 6 de cada mes, todo un a ñ o . Esos corazones los cueces y los repartes en trozos a amigos y animales hambrientos. D e s p u é s amará s » . Desde abri l del 97 hasta marzo del 98 robé un corazón por mes en distintos supermercados de Santiago. N u n c a fui sorprendido y siempre c u m p l í con la labor de cocerlo y repartirlo luego entre amigos y bestias. (Era difícil encontrar animales hambrientos en mi barrio, así que salía a caminar y generalmente se los daba a los primeros perros que veía.) C o m o la fecha indicada era el d ía 6 (supongo que por la carta VI de l Tarot, El

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Enamorado) , al p r inc ip io de cada mes me sentía muy nervioso, aterrado. U s é distintas estrategias para robar los corazones: esconderlos en un bolsi l lo de la chaqueta o en el calzonci l lo , o dentro de mi gorra, etc. Durante el verano era m á s difícil aún , porque con el calor que hac ía no p o d í a andar con chaqueta. Afortunadamente a esas alturas ya tenía u n a buena experiencia como ladrón de supermercados, así que siempre salí airoso. O t r a di f icultad fue que no en todos esos grandes locales vendían corazones. Entonces tenía que recorrer varios hasta encontrarlos. Respecto a los amigos con quienes d e b í a compartir los trozos cocidos, lo hice, la mayor parte del t iempo, sólo con mi familia. U n a que otra vez los c o mpar t í con a lgún conocido que por casualidad se encontraba en mi casa. El ú l t imo mes, con el últ imo corazón, invité a un grupo de j ó v e n e s vecinos. Esa comunión social fue una forma de celebrar que h a b í a cumpl ido mi tarea y que lo h a b í a hecho bien. Al poco t iempo mur ió un tío muy cercano, hermano de mi madre. La fortaleza in terna que h a b í a adqu i r ido me permi t ió actuar con resolución j u n t o a mi familia: fue algo que sorprend ió a todos. Esta fortaleza no era una actitud dura sino m á s b ien estar en la situación precisa con la dispos ic ión adecuada. A h o r a , desde hace tres meses, estoy aprendiendo un baile de or igen bras i leño que es también un arte marcial . La energ í a que allí empleo y hago crecer me entrega una seguridad en mí mismo que nunca h a b í a exper imentado. A c a b o de c u m p l i r 25 a ñ o s y siento m u c h a fuerza para amar sin pedir tanto a cambio.

2 . C o n v e r s a c i ó n s i m b ó l i c a

Gracias a actos s i m b ó l i c o s se puede entrar en relaciones profundas, sanadoras, sin que la razón intervenga.

Ésta fue mi consulta: «Mi hermano se a h o r c ó a los 28 años , el día de su cumpleaños . Yo he cargado en cierta manera la pena culpable de mi madre por esta desapar ic ión tan brutal . ¿Có-

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mo deshacerme de e l la?» . Me respondiste: « C a r g a dentro de un saco blanco, en la espalda, durante 28 días , una bola de pe-tanca que has pintado de negro. Después ofrécesela a tu madre, d ic iéndole : "Esta bola es tuya, te la devuelvo"» .

F u i a ver a mi madre y justo antes de que sacara la bola y se la diera, me dijo: «Me gustar ía hacerte una camisa negra» , y com e n z ó a tomarme las medidas. Me s o r p r e n d í mucho , la de jé hacer y luego le di la bola . E l l a la observó, rascó con una u ñ a y sonr iendo me di jo: « L a p in tura se parte f ác i lmente» . Le resp o n d í : «El negro se va, pero el peso q u e d a » . E l l a se puso a llorar. La t o m é en mis brazos durante m u c h o rato. H o y respiro m u c h o mejor.

3 . E l c o l o r p e r d i d o

Un m í n i m o detalle, doloroso, obstaculiza e l desarrollo genera l . Muchas veces comparo un p r o b l e m a considerado peq u e ñ o a un clavo en el zapato. A u n q u e de t a m a ñ o reducido, afecta a la totalidad de nuestra marcha. Éste es el testimonio de J o s é Zaragoza, poeta mexicano que vive en París:

C o n o c i e n d o la obra de A. J . acudí a hacerme leer las cartas del Tarot. En aquel entonces estaba obsesionado con la idea de que yo provocaba m i e d o entre las gentes, idea reforzada por el hecho de ser extranjero. S in más ni más , e l señor J . me di jo: «Al diablo hay que vestirlo de ro jo» , y me aconse jó que me vistiera de pies a cabeza con prendas de ese color. Yo simplemente rehusé porque le tenía un miedo pavoroso al ridículo. Pero al día siguiente, por orgullo m á s que por convicción, dec id í llevar adelante la prescrita medicina , a ñ a d i e n d o un pa-liacate tarahumara que, como se sabe, es rojo y se lleva en la frente. La exper iencia fue terrible. En la esquina de mi casa me encontré con un grupo de personas que me miraban sorprendidas. «Voy a una fiesta de disfraces», les t a r tamudeé . En el metro la cosa se tornó casi insoportable. Todo el m u n d o me

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miraba, de cabo a rabo. Me sentí mal porque, habiendo querido siempre pasar desapercibido, en tales circunstancias aquel lo resultaba imposible . De regreso a mi casa me sentí sumamente fatigado y sucio. T o m é u n a ducha y me sentí mejor. Al otro d ía noté que mi p e r c e p c i ó n h a b í a cambiado de manera importante. Sentía como si hubiera tomado una dosis de mez-calina. El rojo lo veía como naranja, e l naranja como amari l lo , etc. Sal í a la calle y constaté que efectivamente mi p e r c e p c i ó n hab ía cambiado y que d e b í a acostumbrarme a ver de manera diferente toda la gama de los colores cál idos. A pesar de que esta s ituación resultaba algo embarazosa no me sentí de l todo mal y a lcancé a realizar mis actividades normales. Vestido de rojo a c u d í a todos los lugares adonde suelo acudir, vi a todas las personas que suelo ver, etc. A la semana ya hab ía integrado a mi persona el co lor prescrito. Fue entonces cuando r e c o r d é un hecho definitivo de mi infancia : cierto d ía mi madre, por u n a p e q u e ñ a falta, me r e p r e n d i ó de u n a manera feroz, dicién-dome « ¡Eres un d iab lo ! » . Cosa que me irritó profundamente y me hizo enrojecer. E l l a insistió: «¡Ya ves, ahora ya hasta rojo estás!» Yo tuve entonces un acceso de có lera inenarrable y después , pasado el trance, muerto de tristeza c o m p r e n d í que a mi madre no le gustaba el rojo... Desde ese instante supr imí de mi ropa -y obviamente de mi apar ienc ia- e l más m í n i m o detalle que aludiera al rojo, por m á s que este fuera mi co lor favorito. Al recuperar ese color, gracias al acto de psicomagia, r e c u p e r é e l m u n d o . M i mal q u e d ó resuelto.

4 . L e c h e e n los o jos

Algunas enfermedades o r g á n i c a s pueden ser curadas c o n elementos s imbólicos .

Al d í a siguiente de la muerte de mi madre, me comenzaron a doler los ojos. D o l o r que duraba ya ocho años y que n i n g u n a medic ina hab ía pod ido atenuar. Usted me aconse jó lo siguien-

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te: «En una noche de luna l lena, en tu j a r d í n , a c o m p a ñ a d a de tu mar ido , haz hervir un l i tro de leche. Déja la enfriarse allí bañ a d a p o r la luz lunar. D e s p u é s en juágua te repetidas veces los ojos c o n esa leche, hasta que a m a n e z c a » . Así lo hice. El m a l d e s a p a r e c i ó por completo.

5 . U n d e v o r a d o r d e n e g a c i o n e s

En cada parte está por completo el todo. La mayoría de las veces nos encolerizamos por otra causa de la que creemos y pedimos otra cosa que lo que estamos p id iendo .

Te consul té porque mi hi jo tiene ataques de furia exigiéndome cosas a gritos y pataleos. Me aconsejaste acceder a sus pedidos pero no sat is faciéndolos de l todo sino en parte: «Si quier e c h o c o l a t e s , da l e u n o s ó l o . S i p i d e u n p a s t e l , da le u n p e q u e ñ o trozo, e tc . » . M e p r e g u n t é c ó m o esto p o d r í a hacer que el n iño cesara de armar un escánda lo tras otro. Pues b ien , los primeros días cont inuó igual: devoraba el p r imer chocolate y luego aullaba para obtener el segundo. Un d ía se c o m i ó un paquete entero de chocolatinas y se m e t i ó de un solo golpe c inco chicles (que yo h a b í a escondido mal ) . Y por supuesto, como de costumbre, tenía un ataque de ira.

D e s p u é s , poco a poco, me di cuenta de u n a cosa que tú me hab ía s sugerido en la lectura: yo, impaciente, le dec ía « n o » el d í a entero. M u y pocos « n o » a causa de un pel igro y muchísimos « n o » porque su exigencia iba a perturbar mis gestos habituales. Es decir, sólo lo veía cuando me molestaba. Por eso él hac ía todo lo que p o d í a para perturbarme, de preferencia fuera de la casa, donde no corr ía el riesgo de padecer mi violencia . En f i n , hace ya un mes que en mi b o c a no hay un solo « n o » . Un mes que, cuando estamos juntos , le doy por completo mi a tención. Sus e scánda los han cesado. Nos llevamos muy b ien . Pero ahora me doy cuenta de que a mí me falta un marido y a él un padre.

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6. A s p i r a n t e a c a l v a

Aveces la enfermedad de la hi ja es só lo la enfermedad de la madre.

Esto fue lo que te dije: « M e arranco los cabellos u n o p o r uno y los pulverizo entre los dientes. Presiento que se trata de un lazo c o n mi madre . No sé c ó m o hacer cesar esta m a n í a » . Me repondiste: «Pulverizas al amante entre tus dientes. Cada cabello que te arrancas y que mascas, te acerca a la calvicie y, por lo tanto, te aleja de l hombre . Tu madre, mujer abandonada encinta, te ha dado una imagen atroz de tu padre. Ves a los hombres con la mirada de ella. Te sientes de m á s en el m u n d o . En el momento de acostarte, a r ránca te un cabello y dá se lo a triturar a tu madre. Mientras masca, ella debe estar muy cerca de ti y cantarte una canc ión de cuna. A la m a ñ a n a siguiente te debe lavar la cabeza y luego peinarte con dulzura» . Real icé todo lo que me pediste. Cosa extraña , mi madre, siempre tan tac i turna y fría, co l aboró en el acto c o n toda su alma. Mientras me pe inaba se puso a l lorar , p i d i é n d o m e p e r d ó n . Ya no me arranco los cabellos y la re lación c o n mi madre ha mejorado.

7 . R e a l i z a c i ó n m e t a f ó r i c a d e u n i n c e s t o l e s b i a n o

Ciertas neurosis de fracaso prov ienen de u n a p r o h i b i c i ó n del placer sexual. La mayor parte de las enfermedades son causadas por una falta de l ibertad. C u a n d o no se crit ica al consultante su forma particular de obtener placer, y él siente que ha obtenido una «autor izac ión» , cesa, en forma inconsciente, de atarse a su deseo de incesto y se permite la real ización de sus sueños .

La relación con mi madre, muy deteriorada, me afecta la feminidad . A pesar de mi intenso deseo, desde hace años no puedo tener hijos. C u a n d o un embarazo se presenta, me veo obli-

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gada a abortar. Mi psicoanálisis me ha hecho consciente de un gran nudo psicológico lesbiano con esta madre, que estuvo tan ausente y fue tan deseada antes de ser odiada. Al saber que mi progenitora vive en las Anti l las desde hace quince años y que no tengo casi contacto con ella, usted me propone hacer una i n m e n s a ensalada de frutas exót icas frescas para comer la en c o m p a ñ í a de una mujer, cualquier mujer, sin darle n inguna expl icac ión. En mi trabajo tengo una colega de mi misma edad que, como yo, se l lama Catalina y es madre de una niña pequeña. ¡La persona ideal ! A menudo comemos juntas un bocadil lo en el café de la esquina. Ese día se sorprende, con m u c h o placer, de que la invite a compart i r u n a abundante ensalada de frutas exóticas. Comemos con gula. En los meses siguientes doy a luz un niño, engendrado con conciencia, amado, que se llama A n g e l . Su padre ha nacido y ha sido educado en Costa de M a r f i l , en medio de ese t ipo de frutas exót icas que c o m p a r t í c o n mi colega.

8 . P r o s t i t u t a a r r e p e n t i d a

S e g ú n e l pensamiento m á g i c o , las ropas de u n a persona son su p ro longac ión . P o r eso los brujos hacen a esas vestiduras lo que deciden hacerle a la persona.

Te fui a ver porque, habiendo encontrado al hombre de mi vida, me torturo pensando en que, obl igada por necesidades e c o n ó m i c a s , me tuve que prostituir (aconsejada por mi madre, u n a s e ñ o r a que bor ró por completo a mi padre quemando sus fotograf ías y guardando secreta su ident idad . A veces l lego a creer que soy hija de mi abuelo). Frente a la pureza mora l de mi c o m p a ñ e r o , me sentía sucia, despreciable. Tú me preguntaste si guardaba alguna ropa que hubiera usado para atraer a los clientes. Te dije que la conservaba toda en un baúl . Me pediste que, fuera la cantidad que fuera, me vistiera c o n ella, un vestido sobre el otro. Luego que me acostara en el lecho de mi

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madre (vivo con ella) a la hora quince (tres de la tarde) y que me quedara allí hasta las doce de la noche. Entonces d e b í a levantarme y en una gran batea colocada en el j a r d í n , a la luz de la luna l lena, de spués de rociarlas c o n siete litros de agua bendita, lavar, sin usar j a b ó n , todas las vestimentas, lo que me obligar ía a estrujarlas y frotarlas con fuerza. Terminado el lavado, s egún tus indicaciones, t endí tres cuerdas en mi cuarto y colg u é la ropa mojada. D e s p u é s c o l o q u é recipientes bajo ellas para recoger el agua que goteaba. A la m a ñ a n a siguiente, r ecog í las prendas, hice un hoyo en el j a r d í n , las depos i té allí y p lanté un árbol que r e g u é c o n e l agua recogida en los recipientes . Luego real icé tu segundo acto: me pediste que comprara un Cristo de yeso, de t a m a ñ o h u m a n o y que, luego de colocarlo en mi cuarto, lo cubr iera con todos los látigos que hab ía usado para azotar masoquistas. D e b í a dejarlos allí un d í a 22 por un p e r í o d o de 22 días . Cada noche, antes de dormir , deb ía observar esto y meditar u n i e n d o mi antiguo trabajo a la espiritualidad. En cierta forma convertir los látigos en objetos sagrados. Tú me habías contado que, s egún las leyendas, la lanza que hirió a Cristo, más tarde c o m e n z ó a p roduc i r rosas en la punta , cuyos péta los curaban la ceguera. Comentaste: « E n contacto con la divinidad, hasta el objeto más v i l se hace s a g r a d o » . Resultado: he abandonado el hogar materno y, sin remord imientos, vivo c o n el h o m b r e que amo. H e m o s d e c i d i d o dejar de usar anticonceptivos. ~~

9 . C a r t a a l p a d r e a u s e n t e

Estamos unidos al inconsciente colectivo. A cua lquier acc ión que cometamos, aunque sea a n ó n i m a , e l m u n d o le da una respuesta. Lo que hacemos a los otros, nos lo hacemos a nosotros mismos.

Durante la consulta me hablaste de un contrato inconsciente que, cuando era niña , yo le hab ía firmado a mi padre ( « S ó l o

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a ti a m a r é » ) , lo que me i m p e d í a realizarme emocionalmente . Mi padre, habiendo salido un d ía de casa para comprar ceril los , n u n c a r e g r e s ó . Me aconsejaste, para l ibe ra rme de esta amarra, escribirle u n a carta d ic iéndole todo lo que sent ía de nuestra relación, insu l tándolo por haberse permit ido hu i r de l hogar en esa forma tan irresponsable. D e b í a a d e m á s i n c l u i r un papel destrozado en el que antes habr ía escrito con letra de n i ña «Só lo a t i a m a r é » , y f irmado con una gota de sangre. En el sobre, a m o d o de dirección, deb ía poner :

S e ñ o r Padre Ausente Calle del Inconsciente s / n C i u d a d de Mí M i s m a Conc ienc i a Universal

Escribí la carta, la m a n d é por correo c o n muchos sellos, sin poner remitente, y l loré, sentí c ó m o la rabia me invadía, quem á n d o m e e l in ter ior de l pecho. Luego fui invadida por u n a paz que nunca antes hab ía sentido. A la semana siguiente, para mi inmensa sorpresa, e l cartero depos i tó en mi b u z ó n la carta que h a b í a mandado. ¿ C ó m o supieron en Correos que fui yo q u i e n la envió? C o n toda seguridad no fue por e l matasellos c o n que t imbran los sellos, pues no depos i té el sobre en mi bar r io . No creo en los milagros, alguna misteriosa razón habrá . S in embargo recuerdo que en una conferencia contaste que un d í a un a l u m n o le p r e g u n t ó a l gran míst ico Ramakr i shna : «¿Si lanzo una piedra hacia e l inf ini to , a d ó n d e l lega?» . El i lu minado re spond ió : « L l e g a a tu m a n o » . Sea como sea, te agradezco sinceramente por este acto que me hace avanzar. Sobre todo porque ha sucedido u n a cosa que parece estar en relac ión con esa carta: sin n i n g ú n pedido de mi parte, u n a asociac ión me acaba de proponer un puesto de educadora en un bar r i o pobre . E m p l e a n m é t o d o s muy comprensivos donde los padres, b i e n aconsejados p o r pediatras, sanan las relaciones c o n sus hijos.

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10. L a fa l sa i n v á l i d a

Para verse a sí mi smo hay que darse cuenta de c ó m o los otros nos ven. El ser esencial está preso dentro de u n a j a u l a ps íquica construida por la mirada de los otros.

Mi pr imera exper iencia sexual fue traumatizante. Q u e d é inmediatamente encinta y abor té en secreto. Estuve enferma varios meses. Desde entonces sólo encontré hombres que no funcionaban bien sexualmente. Estuve casada veinte años con un eyaculador precoz. Te p regunté q u é hacer. Me contestaste: «Debes comprender que n inguno de aquellos hombres, prisioneros en su ego í smo, te ha visto como tú te sientes. P o r tu aspecto sensual piensan que eres una mujer ardiente cuando en realidad te vives como una inválida sexual. Debemos hacer todo lo posible para que te vean en el estado en que estás . Te aconsejo que, durante seis d ías seguidos, a lguien te empuje por lugares públ icos sentada en una silla de ruedas. Ese paseo diar io d e b e r á durar seis hora s » . Al d ía siguiente e n c o n t r é la t ienda especializada donde a lqu i lé la s i l la y u n a amiga que aceptó a c o m p a ñ a r m e . Apenas salimos a la calle, estallo en sollozos, tengo vergüenza , me siento como un cadáver viviente expuesto ante los ojos de todo el mundo . A pesar de que hace calor, mis piernas se entumecen, me cae enc ima la fatiga de más de veinte años de combate sin esperanzas. Veo mi reflejo en un escaparate. Esa mujer de negro, encogida así, soy yo. Me hago consciente de la autof lagelación que ha sido mi vida. Me encolerizo casi hasta la locura, luego agradezco esta oportunidad de hundi rme en la realidad de mis sentimientos, para llegar a ser a través de mi frustración. Al día siguiente me visto lo más seductora posible. Al tratar de almorzar en un restaurante h i n d ú , nos es imposible acceder a los comedores. Dos h o m bres jóvenes , con grandes sonrisas, me cargan en la silla. No disimulo mi mirada complacida. He perdido el miedo de desear y el de que me deseen. Al cabo de los seis días expulsé veinte años de temores, de deseos estancados, de sexualidad despre-

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ciada. Decidí asumir la mirada de los hombres como una compl ic idad sensual. Cuando devolví la silla de ruedas me llené de a legría y también de tristeza por esa mujer que, en su negac ión de existir, se h a b í a inmovi l i zado . P o r p r i m e r a vez me sent ía avanzar hacia la vida.

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