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1 LA CENTRALIDAD DE LOS CLASICOS Jeffrey C. Alexander La relación entre la ciencia social y los clásicos es una cuestión que plantea los problemas más profundos, no solo en la teoría social, sino en los estudios culturales en general. En el ensayo que sigue sostengo que los clásicos ocupan un lugar central en la ciencia social contemporánea. Esta posición es discutida desde lo que, a primera vista, parecen dos campos enteramente diferentes. Entre los científicos sociales, por supuesto, siempre ha existido escepticismo hacia los clásicos. En efecto, para los partidarios del positivismo la cuestión misma de la relación entre la ciencia social y los clásicos lleva de inmediato a otra, a saber, la de si debe existir alguna relación en absoluto. ¿Por qué habrían de recurrir a textos de autores muertos hace tiempo disciplinas que afirman estar orientadas hacia el mundo empírico y hacia la acumulación de conocimiento objetivo acerca ese mundo empírico? Según los cánones del empirismo, cualquier aspecto científicamente relevante de dichos textos debería estar verificado e incorporado a la teoría contemporánea o falsado y arrojado al cubo de basura de la historia. Sin embargo, no son solo los positivistas duros quienes argumentan en contra de la interrelación entre la interpretación de los clásicos y la ciencia social contemporánea; también se oponen a ella los humanistas. Recientemente se ha planteado un poderoso argumento en contra de la introducción de problemas contemporáneos en la consideración de los textos clásicos. Los textos clásicos, se afirma (p. ej., Skinner: 1969), han de considerarse enteramente desde un punto de vista histórico. Esta posición historicista respecto a los clásicos converge con la empirista en la medida en que ambas se oponen a que los problemas de la ciencia social contemporánea se mezclen con la discusión de los textos históricos. Por tanto, para responder a las preguntas que conciernen a la relación entre la ciencia social y los clásicos debemos considerar cuál es exactamente la naturaleza de la ciencia social empírica y qué relación guarda con las ciencias naturales. Debemos considerar así mismo qué significa analizar los clásicos, y qué relación puede tener esta actividad, supuestamente histórica, con los intereses del conocimiento científico contemporáneo. Pero antes de continuar con estas cuestiones quiero proponer una definición clara de la que es un clásico. Los clásicos son productos de la investigación a los que se les concede un rango privilegiado frente a las investigaciones contemporáneas del mismo campo. El concepto de rango privilegiado significa que los científicos contemporáneos dedicados a esa disciplina creen que entendiendo dichas obras anteriores pueden aprender de su campo de investigación tanto como puedan aprender de la obra de sus propios contemporáneos. La atribución de semejante rango privilegiado implica, además, que en el trabajo cotidiano del científico medio esta distinción se concede sin demostración previa; se da por supuesto que, en calidad de clásica, tal obra establece criterios fundamentales en ese campo particular. Es por razón de esta posición privilegiada por lo que la exégesis y reinterpretación de los clásicos -dentro o fuera de un contexto histórico- llega a constituir corrientes destacadas en varias disciplinas, pues lo que se considera el «verdadero significado» de una obra clásica tiene una amplia influencia. Los teólogos occidentales han tomado la Biblia como texto clásico, como lo han hecho quienes ejercen las disciplinas religiosas judeo-cristianas. Para los estudiosos de la literatura inglesa, Shakespeare es indudablemente el autor cuya obra

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LA CENTRALIDAD DE LOS CLASICOS

Jeffrey C. Alexander

La relación entre la ciencia social y los clásicos es una cuestión que plantea los problemas más profundos, no solo en la teoría social, sino en los estudios culturales en general. En el ensayo que sigue sostengo que los clásicos ocupan un lugar central en la ciencia social contemporánea. Esta posición es discutida desde lo que, a primera vista, parecen dos campos enteramente diferentes. Entre los científicos sociales, por supuesto, siempre ha existido escepticismo hacia los clásicos. En efecto, para los partidarios del positivismo la cuestión misma de la relación entre la ciencia social y los clásicos lleva de inmediato a otra, a saber, la de si debe existir alguna relación en absoluto. ¿Por qué habrían de recurrir a textos de autores muertos hace tiempo disciplinas que afirman estar orientadas hacia el mundo empírico y hacia la acumulación de conocimiento objetivo acerca ese mundo empírico? Según los cánones del empirismo, cualquier aspecto científicamente relevante de dichos textos debería estar verificado e incorporado a la teoría contemporánea o falsado y arrojado al cubo de basura de la historia.

Sin embargo, no son solo los positivistas duros quienes argumentan en contra de la interrelación entre la interpretación de los clásicos y la ciencia social contemporánea; también se oponen a ella los humanistas. Recientemente se ha planteado un poderoso argumento en contra de la introducción de problemas contemporáneos en la consideración de los textos clásicos. Los textos clásicos, se afirma (p. ej., Skinner: 1969), han de considerarse enteramente desde un punto de vista histórico. Esta posición historicista respecto a los clásicos converge con la empirista en la medida en que ambas se oponen a que los problemas de la ciencia social contemporánea se mezclen con la discusión de los textos históricos.

Por tanto, para responder a las preguntas que conciernen a la relación entre la ciencia social y los clásicos debemos considerar cuál es exactamente la naturaleza de la ciencia social empírica y qué relación guarda con las ciencias naturales. Debemos considerar así mismo qué significa analizar los clásicos, y qué relación puede tener esta actividad, supuestamente histórica, con los intereses del conocimiento científico contemporáneo.

Pero antes de continuar con estas cuestiones quiero proponer una definición clara de la que es un clásico. Los clásicos son productos de la investigación a los que se les concede un rango privilegiado frente a las investigaciones contemporáneas del mismo campo. El concepto de rango privilegiado significa que los científicos contemporáneos dedicados a esa disciplina creen que entendiendo dichas obras anteriores pueden aprender de su campo de investigación tanto como puedan aprender de la obra de sus propios contemporáneos. La atribución de semejante rango privilegiado implica, además, que en el trabajo cotidiano del científico medio esta distinción se concede sin demostración previa; se da por supuesto que, en calidad de clásica, tal obra establece criterios fundamentales en ese campo particular. Es por razón de esta posición privilegiada por lo que la exégesis y reinterpretación de los clásicos -dentro o fuera de un contexto histórico- llega a constituir corrientes destacadas en varias disciplinas, pues lo que se considera el «verdadero significado» de una obra clásica tiene una amplia influencia. Los teólogos occidentales han tomado la Biblia como texto clásico, como lo han hecho quienes ejercen las disciplinas religiosas judeo-cristianas. Para los estudiosos de la literatura inglesa, Shakespeare es indudablemente el autor cuya obra

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encarna los cánones de su campo. Durante quinientos años, a Platón y Aristóteles se les otorgó el rango de clásicos de la teoría política. La crítica empirista a la centralidad de los clásicos

Las razones por las que la ciencia social rechaza la centralidad de los clásicos son evidentes. Tal como he definido el término, en las ciencias naturales no existen en la actualidad «clásicos». Whitehead (1974, p. 115), sin duda uno de los más sutiles filósofos de la ciencia de este siglo, escribió que «una ciencia que vacila en olvidara sus fundadores está perdida». Esta afirmación parece innegablemente cierta, al menos en la medida en que ciencia se toma en su sentido anglo-americano, como equivalente de Naturwissenschaft. Un historiador de la ciencia observó que «cualquier estudiante universitario de primer año sabe más física que Galileo, a quien corresponde en mayor grado el honor de haber fundado la ciencia moderna, y más también de la que sabía Newton, la mente más poderosa de todas cuantas se han aplicado al estudio de la naturaleza» (Gillispie: 1960, p. 8).

El hecho es innegable. El problema es: ¿qué significa este hecho? Para los partidarios de la tendencia positivista, significa que, a largo plazo, también la ciencia social deberá prescindir de los clásicos; a corto plazo, tendrá que limitar muy estrechamente la atención que se les preste. Solo habrá de recurrirse a ellos en busca de información empírica. La exégesis y el comentario -que son características distintivas de este status privilegiado- no tienen lugar en las ciencias sociales. Estas conclusiones se basan en dos supuestos. El primero es que la ausencia de textos clásicos en la ciencia natural indica el status puramente empírico de estas; el segundo es que la ciencia natural y la ciencia social son básicamente idénticas. Más adelante sostendré que ninguno de estos supuestos es cierto. Pero antes de hacerlo examinaré de forma más sistemática el argumento empirista inspirado en ellos.

En un influyente ensayo que se publicó por vez primera hace cuarenta años, Merton (1947, reimpreso. en 1947 , pp. 1-38) criticaba lo que llamaba la mezcla de historia y sistemática de la teoría sociológica. Su modelo de teoría sistemática eran las ciencias naturales, y consistía, según parece, en codificar el conocimiento empírico y construir leyes de subsunción. La teoría científica es sistemática porque contrasta leyes de subsunción mediante procedimientos experimentales, acumulando continuamente de esta forma conocimiento verdadero. En la medida en que se dé esta acumulación no hay necesidad de textos clásicos. «La prueba más convincente del conocimiento verdaderamente acumulativo», afirma Merton, «es que inteligencias del montón pueden resolver hoy problemas que, tiempo atrás, grandes inteligencias no podían siquiera comenzar a resolver». En una verdadera ciencia, por tanto, «la conmemoración de los que en el pasado hicieron grandes aportaciones está esencialmente reservada a la historia de la disciplina» (Merton: 1967a, pp. 27-8). La Investigación sobre figuras anteriores es una actividad que nada tiene que ver con el trabajo científico. Tal investigación es tarea de historiadores, no de científicos sociales. Merton contrasta vívidamente esta distinción radical entre ciencia e historia con la situación que reina en las humanidades, donde «en contraste manifiesto, toda obra clásica -todo poema, drama, novela, ensayo u obra histórica- suele seguir formando parte de la experiencia de generaciones subsiguientes» (p. 28).

Aunque Merton reconoce que los sociólogos «están en una situación intermedia entre los físicos y biólogos y los humanistas», recomienda con toda claridad un mayor acercamiento a las ciencias naturales. Invoca la confiada afirmación de Weber de que «en

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la ciencia, todos nosotros sabemos que nuestros logros quedarán anticuados en diez, veinte, cincuenta años», y su insistencia en que «toda [contribución] científica invita a que se la "supere" y deje anticuada» (Merton: 1967a, pp. 28-9). Que cincuenta años después de la muerte de Weber ni sus teorías sociológicas ni sus afirmaciones sobre la ciencia hayan sido en realidad superadas es una ironía que Merton parece pasar por alto; al contrario, insiste en que si bien es posible que la sociología ocupe de hecho una situación intermedia entre las ciencias y las humanidades, esta situación no debe considerarse normativa. «Los intentos de mantener una posición intermedia entre orientaciones humanistas y científicas suelen tener como resultado la fusión de la sistemática de la teoría sociológica con su historia», una mezcla que, para Merton, equivale a hacer imposible la acumulación de conocimiento empírico. Desde el punto de vista de Merton, el problema es que los sociólogos están sometidos a presiones opuestas, una posición estructural que suele producir una desviación de las líneas de conducta legitimas. La mayoría de los sociólogos sucumben a estas presiones y desarrollan líneas de conducta desviadas. «Oscilan» entre la ciencia social y las humanidades; solo unos pocos pueden «adaptarse a estas presiones desarrollando Una línea de conducta enteramente científica» (Merton: 1967a, p. 29).

Es esta desviación (el término es mío, no de Merton) de la línea de conducta científica lo que produce lo que Merton denomina «tendencias intelectualmente degenerativas», tendencias que mezclan la vertiente sistemática con la histórica. El intento de elaborar lo que podría llamarse «sistemática histórica» es degenerativo porque privilegia -precisamente en el sentido que he definido un «clásico»-las obras anteriores. Encontramos «reverencia» por «ilustres antecesores» y un énfasis en la «exégesis» (1967a, p. 30). Pero lo peor es que se da preferencia a la «erudición frente a la originalidad», ya que aquella es importante para comprender el significado de obras anteriores, con frecuencia difíciles. Merton no caracteriza como interpretación la investigación erudita de los textos clásicos. Hacerlo supondría, pienso, que tal investigación contiene un elemento teórico «creativo» (en oposición a «degenerativo) en el sentido científico contemporáneo. La «generatividad» contradiría esa actitud servil hacia obras anteriores que Merton cree inherente a la investigación histórica de los textos clásicos, pues piensa que en estas actitudes se da una «reverencia acrítica» y no simple reverencia1. La interpretación y creatividad que implica contradirían también la epistemología mecanicista en que se basan sus argumentos. Para Merton, lo único que hace la sistemática histórica es ofrecer a los contemporáneos espejos en los que se reflejan los textos anteriores. Estos son «resúmenes críticos», «mero comentario», «exégesis totalmente estériles», «conjunto[s] de sinopsis críticas de doctrinas cronológicamente ordenada[s]» (1967a, pp. 2, 4, 30,35; cfr. p. 9).

Merton insiste en que los textos anteriores no deberían ser considerados de esta forma tan «deplorablemente inútil». Ofrece dos alternativas, una desde la perspectiva sistemática, otra desde el punto de vista de la historia. Afirma que, desde la perspectiva de la ciencia social, los textos anteriores no deben tratarse como clásicos, sino atendiendo a su utilidad. Es cierto que la situación actual no es la ideal: no se ha dado el tipo de 1 Debe distinguirse tajantemente este tipo de actitud hacia los autores clásicos, tan servil y degradante -la cita completa reza así: cuna reverencia acrítica hacia casi cualquier afirmación de antecesores ilustres (Merton: 1967, p. 30)- de la deferencia y del status privilegiado que corresponde a los clásicos según la definición que he ofrecido arriba. Más adelante sostendré que, si bien la deferencia define la actitud formal, la crítica continua y la reconstrucción constituyen la auténtica esencia de la «sistemática histórica». El extremismo de Merton a este respecto es típico de quienes niegan la relevancia de la investigación de los clásicos en la ciencia social, pues presenta estas investigaciones a una luz anticientífica, acrítica.

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acumulación empírica que cabía esperar en la ciencia social. Sin embargo, en vez de estancarse en esta situación, lo que hay que hacer es convertir los nuevos textos clásicos en simples fuentes de datos y/o teorías no contrastadas, es decir, hacer de ellos vehículos de ulterior acumulación. Debemos tratarlos como fuentes de «información todavía no recuperada» que puede ser «provechosamente empleada como nuevo punto de partida». De este modo se puede lograr que los clásicos apunten hacia el futuro científico y no hacia el pasado humanístico; es así como puede convertirse en científico el estudio de los textos anteriores. «Siguiendo y desarrollando modelos teóricos», este estudio puede dedicarse a «recuperar conocimiento acumulativo relevante... ya incorporarlo a subsiguientes formulaciones» (1967a, pp. 30, 35).

Desde el punto de vista de la historia, la alternativa a la mezcla no es, de hecho, muy diferente. En lugar de utilizar los textos anteriores como fuentes de información no recuperada, estos pueden ser estudiados como documentos históricos en sí mismos. Una vez más, la cuestión es evitar la exégesis textual. «Una genuina historia de la teoría sociológica», escribe Merton, «tiene que ocuparse de la interacción entre la teoría y cuestiones como los orígenes sociales y la posición social de sus partidarios, la cambiante organización social de la sociología, las transformaciones que sufren las ideas con su difusión, y sus relaciones con la estructura social y cultural del entorno» (p. 35). Es el entorno de las ideas y no las propias ideas lo que debe estudiar un buen historiador de la ciencia social. Se supone que los objetivos del historiador son tan plenamente empíricos como los del sociólogo, quien estudia los mismos textos con el fin de obtener conocimiento acumulativo. Por consiguiente, el hecho de que Merton rechace la fusión de ciencia e historia no se debe Únicamente a su exigencia de una sociología empírica, sino también a su exigencia de una historia científica.

He mencionado antes dos supuestos de los que depende la crítica empirista a la centralidad de los clásicos. El primero es que la ausencia de clásicos en la ciencia natural se deriva de su naturaleza empírica y acumulativa; el segundo es que las ciencias naturales y las ciencias sociales son básicamente idénticas a estos efectos. En el ensayo en que Merton (1967a) se manifiesta en contra de la fusión de historia y sistemática, la concepción empirista de la ciencia natural es un supuesto innato que se acepta tácitamente. Su idea de la ciencia natural es puramente progresiva. En vez de aplicar un tratamiento relativista e histórico a los textos científicos anteriores (tratamiento que, de acuerdo con el espíritu de la sensibilidad post-kuhniana, subrayaría el poder formativo de los paradigmas supracientíficos culturales e intelectuales ), Merton considera esas obras como una serie de «anticipaciones», «prefiguraciones» y «predescubrimientos» de los conocimientos actuales (1967a, pp. 8-7). Sabemos además, gracias a sus protocolos sistemáticos para la sociología de la ciencia, que esta impresión no es errónea. Para Merton, los compromisos disciplinarios y metodológicos son los únicos factores no empíricos que afectan al trabajo científico, y no cree que ninguno de estos pueda influir de forma directa en el conocimiento científico del mundo objetivo.

El otro supuesto fundamental sobre el que descansa el argumento de Merton es que la ciencia social se asemeja a la ciencia natural en su referente fundamentalmente empírico. Sin embargo, Merton tiene mayores dificultades para establecer este punto. Sabemos por su ensayo sobre la teoría de alcance medio (Merton: 1967b), inmediatamente posterior -y no por casualidad- a su artículo acerca de la fusión de la historia y la sistemática en su colección de ensayos

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Social Theory and Social Structure, que Merton no considera que la ciencia social dependa de paradigmas tal como los entiende Kuhn. Debido a que se orienta en función de problemas y no en función de paradigmas, la ciencia social se organiza por especialidades empíricas más que por escuelas o tradiciones. Pero, ¿por qué si los sociólogos no son empiristas ocupan una posición intermedia, entre la ciencia y las humanidades? ¿Por qué, además, mezclan la historia, la sistemática si no pretenden formar y mantener escuelas? Como he sugerido anteriormente, aunque Merton admite estos hechos innegables, insiste en que son anomalías, no tendencias inherentes, subrayando que la «sociología adopta la orientación y la praxis –de las ciencias físicas», y afirma que la «investigación [de la ciencia social] avanza a partir de las fronteras alcanzadas por el trabajo acumulativo de generaciones anteriores» (Merton, 1967a, pp. 29-31).

En efecto; a pesar de la tendencia degenerativa a incurrir en lo que he llamado sistemática histórica, ¡Merton cree que nuestro conocimiento acerca de cómo estudiar la historia del pensamiento científico es él mismo científico y acumulativo! Merton emplea la terminología de la ciencia progresiva -esbozo, predescubrimiento, anticipación- para defender el tipo adecuado de historia científica progresiva. Criticando las historias progresivas que se basan únicamente en las descripciones del trabajo científico ya publicadas, Merton sugiere (pp. 4-6) que tales visiones se fundamentan en Una concepción le la historia que está «extraordinariamente retrasada con respecto a realidades admitidas hace tiempo», Bacon fue el primero en «observar» que el proceso del descubrimiento objetivo es más creativo e intuitivo de lo que sugiere la lógica formal de la contrastación científica, Según Merton, el que se haya llegado a este descubrimiento por caminos independientes tiene que confirmarlo: «mentes receptivas, han llegado repetidas veces y, al parecer, independientemente, al mismo tipo de observación». La teoría científica que subsume o explica estas observaciones empíricas se ha desarrollado a su debido tiempo: pensadores posteriores «han generalizado esta observación», Como esta lógica empírica ha mostrado su validez, Merton confía en que la historia de la ciencia ha de progresar de forma inevitable, pues «el fracaso de la sociología para distinguir entre la historia y la sistemática de la teoría será finalmente corregido» (Merton: 1967a, pp. 4-6). Estos son los supuestos básicos del argumento (¡ahora clásico!) de Merton en contra de la centralidad de los clásicos. No obstante, parece que existe, un tercer supuesto auxiliar, un supuesto que no tiene entidad propia pero que viene implicado por los dos supuestos centrales: la idea de que el significado de los textos anteriores relevantes es obvio. He mostrado cómo al condenar la «sistemática histórica» Merton afirmaba que sus únicos resultados eran la producción de sinopsis meramente recapitulativas, He demostrado también que la historia sociológica que Merton defiende se centraría en el entorno de las teorías científicas más que en la naturaleza de las propias ideas, Esta es también, dicho sea de paso, la tendencia de las críticas a la centralidad de los clásicos desde el punto de vista humanista, tendencia que examinaré más adelante. En la sección inmediata, sin embargo, discutiré las críticas empiristas del carácter central de los clásicos y los dos supuestos básicos sobre los que descansa. La visión post-positivista de la ciencia

La tesis contraria a la centralidad de los clásicos da por supuesto que una ciencia es acumulativa en tanto que es empírica, y que en tanto que es acumulativa no creará clásicos. Sostendré, por el contrario, que el hecho de que una disciplina posea clásicos no depende

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de su empirismo sino del consenso que exista dentro de esa disciplina acerca de cuestiones no empíricas.

En Theorical Logic in Sociology (Alexander: 1982a, pp. 5-15) sugería que la corriente positivista de las ciencias sociales se basa en cuatro postulados fundamentales. El primero es que existe una ruptura epistemológica radical entre las observaciones empíricas, que se consideran específicas y concretas, y las proposiciones no empíricas, que se consideran generales y abstractas. El segundo postulado puede sostenerse solo porque se da por sentado que existe esta ruptura: las cuestiones más generales y abstractas -filosóficas o metafísicas- no tienen una importancia fundamental para la práctica de una disciplina de orientación empírica. En tercer lugar, las cuestiones de índole general, abstracta y teorética solo pueden ser evaluadas en relación con observaciones empíricas. Esto indica que, siempre que sea posible, la teoría ha de ser formulada de forma proposicional y que, además, los conflictos teóricos se deciden a través de contrastaciones empíricas y experimentos cruciales. Finalmente, como estos tres primeros postulados no constituyen una base para el debate científico estructurado, el cuarto señala que el desarrollo científico es «progresivo», es decir, lineal y acumulativo. Se supone, por tanto, que la diferenciación de un campo científico es el producto de la especialización en diferentes dominios científicos y no el resultado de un debate no empírico generalizado acerca de cómo explicar el mismo dominio empírico.

Si bien estos cuatro postulados todavía reflejan con exactitud la opinión común de la mayoría de los científicos sociales -especialmente en Norteamérica-, la nueva tendencia de la filosofía, historia y sociología post-positivista de la ciencia natural surgida a lo largo de las dos últimas décadas los ha criticado abiertamente (Alexander: 1982a, pp. 18-33). Mientras que los postulados de la corriente positivista reducen la teoría a los hechos, los de la corriente post-positivista rehabilitan los aspectos teóricos.

1) Los datos empíricos de la ciencia están inspirados por la teoría. La distinción teoría/hechos no es epistemológica ni ontológica, es decir, no es una distinción entre naturaleza y pensamiento. Es una distinción analítica. Como escribió Lakatos (por ejemplo, 1969, p. 156 ), describir ciertas proposiciones como observaciones es una forma de hablar, no una referencia ontológica. La distinción analítica se refiere a observaciones inspiradas por aquellas teorías que consideramos que poseen mayor certeza.

2) Los compromisos científicos no se basan únicamente en la evidencia empírica. Como demuestra de forma convincente Polanyi (p. ej., 1958, p. 92), el rechazar por principio la evidencia es el fundamento en el que descansa la continuidad de la ciencia.

3) La elaboración general, teórica, es normalmente horizontal y dogmática y no escéptica y progresiva. Cuanto más general es la proposición menos se cumple el teorema de la falsación popperiano. La formulación teórica no sigue, como pretende Popper, la ley de la «más encarnizada lucha por la supervivencia» {1959, p. 42). Al contrario: cuando una posición teórica general se confronta con pruebas empíricas contradictorias que no pueden ignorarse, procede a desarrollar hipótesis ad hoc y categorías residuales (Lakatos: 1969, pp. 168-76). De esta manera, es posible «explicar» nuevos fenómenos sin renunciar a las formulaciones generales.

4) Sólo se dan cambios fundamentales en las creencias científicas cuando los cambios empíricos van acompañados de la disponibilidad de alternativas teóricas convincentes. Como estos cambios teóricos con frecuencia son cambios de fondo, no

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son tan visibles para quienes están inmersos en el trabajo científico. Esto explica por qué parece que los datos empíricos se obtienen por inducción, en vez de ser construidos analíticamente. Pero como observa Holton, el enfrentamiento entre compromisos teóricos generales «es uno de los más poderosos catalizadores de la investigación empírica», y debe considerarse que este es uno de los «componentes esenciales de las transformaciones fundamentales de las ciencias naturales» {1973, pp. 26, 190).

El primer supuesto de Merton (el relativo al carácter de la ciencia natural) es

insostenible si las consideraciones no empíricas generales desempeñan un papel tan decisivo. Tampoco creo que se sostenga el segundo, pues en ciertos aspectos cruciales la praxis de la ciencia natural y la de la ciencia social no se parecen gran cosa. Esta conclusión puede sorprender. Una vez establecida la dimensión no empírica de la ciencia natural, podría parecer que el status de las obras clásicas quedaría a salvo. Hemos de admitir, sin embargo, que la ciencia natural no recurre a los clásicos. Se trata ahora de explicar este hecho desde una perspectiva no empirista.

Por qué no hay clásicos en la ciencia natural: una visión post-positivista

La epistemología de la ciencia no determina los temas particulares a los que se aplica la actividad científica de una disciplina científica dada2. Sin embargo, es precisamente la aplicación de esta actividad lo que determina la relativa «sensibilidad» empírica de cualquier disciplina. Así, incluso antiempiristas declarados han reconocido que lo que distingue a las ciencias naturales de las ciencias humanas es que aquellas centran explícitamente su atención en problemas empíricos. Por ejemplo, a pesar de que Holton ha demostrado concienzudamente que la física moderna está constituida por «tesis» supraempíricas, arbitrarias, él mismo insiste en que nunca ha sido su intención defender la introducción de «discusiones temáticas... en la praxis misma de la ciencia». Manifiesta, en efecto, que «la ciencia comenzó a crecer con rapidez solo cuando se excluyeron de los laboratorios tales cuestiones» (Holton: 1973, pp. 330-1, el subrayado es nuestro ). Incluso un filósofo tan claramente idealista como Collingwood, quien destaca que la práctica científica descansa en supuestos metafísicos, admite que «el asunto del científico no es proponerlos, sino solo presuponerlos» (Collingwood: 1940, p. 33).

2 Mi distinción entre ciencia natural y ciencia social solo puede tener, obviamente un carácter típico-ideal. Mi propósito es articular condiciones generales, no explicar situaciones disciplinarias particulares. En general, no cabe duda de que es acertado afirmar que las condiciones en pro y en contra de la existencia de los clásicos en una disciplina se corresponden en un sentido amplio con la división entre las ciencias dela naturaleza y las ciencias que se ocupan de las acciones de los seres humanos. El análisis específico de cualquier disciplina particular requeriría que se especificaran las condiciones generales de cada caso. Así, la ciencia natural se encuentra característicamente desdoblada en ciencias físicas y ciencias biológicas. Las últimas están menos sujetas a matematización, menos consensuadas, y es más frecuente que sean sometidas debate extraempírico explícito. En ciertos casos esto puede llegar al punto de que el debate sobre los clásicos desempeñe un papel permanente en la ciencia, como en el debate sobre Darwin de la biología evolutiva. Así mismo, en los estudios sobre el hombre las disciplinas no manifiestan en el mismo grado las condiciones que expondré en este artículo. En los Estados Unidos, por ejemplo, la economía se encuentra menos vinculada a los clásicos que la sociología y la antropología, y la relación de la historia con los clásicos parece fluctuar continuamente. La variación en estos casos empíricos puede explicarse en función de las condiciones teóricas que expongo más adelante.

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La actividad científica se aplica a la que quienes se dedican a la ciencia consideran científicamente problemático. Como en la modernidad suele existir un acuerdo entre los científicos naturales sobre los problemas generales propios de su gremio, su atención explícita se ha centrado normalmente en cuestiones de tipo empírico. Esto es, por supuesto, lo que le permite a la «ciencia normal", en palabras de Kuhn (1970), dedicarse a la resolución de rompecabezas ya solucionar problemas específicos. Utilizando la ciencia normal como referencia para caracterizar la ciencia natural como tal, también Habermas ha señalado que el consenso es aquello que diferencia la actividad «científica" de la «no científica».

Denominamos científica a una información si y solo si puede obtenerse un consenso espontáneo y permanente respecto a su validez. El verdadero logro de la ciencia moderna no consiste, fundamentalmente, en la producción de verdad, es decir, de proposiciones correctas y convincentes acerca de lo que llamamos realidad. La ciencia moderna se distingue de las categorías tradicionales de conocimiento por un método para llegar a un consenso espontáneo y permanente acerca de nuestros puntos de vista. (Habermas: 1972, p. 91).

Sólo si existe desacuerdo acerca de los supuestos de fondo de una ciencia se discutirán de forma explícita estas cuestiones no empíricas. Kuhn llama a esto crisis del paradigma, reafirma que es en tales crisis cuando se «recurre a la filosofía ya debate de fundamentos" (Kuhn: 1970).

En la ciencia natural no hay clásicos porque la atención, normalmente, se centra en sus dimensiones empíricas. Las dimensiones no empíricas están enmascaradas, y parece que las hipótesis especulativas pueden decidirse por referencia a datos sensibles relativamente accesibles o por referencia a teorías cuya especificidad evidencia de modo inmediato su relevancia con respecto a tales datos. Pero la existencia de clásicos implica que teorías anteriores disfrutan de una posición privilegiada. En tal caso se considera que tienen rango explicativo teorías anteriores, no solo las contemporáneas; además, es frecuente creer que los textos clásicos también pueden ofrecer datos relevantes. Lo que yo sostengo es que la ciencia natural no es menos apriorística que la ciencia social. Una postura no apriorística, puramente empírica, no explica la «ausencia de clásicos" en la ciencia natural. La explicación hay que buscarla en la forma que adquiere la fusión de conocimiento apriorístico y contingente.

Así, en vez de clásicos, la ciencia natural tiene lo que Jun llamaba modelos ejemplares. Con este término, Kuhn (1970, p. 182) se refiere a ejemplos concretos de trabajo empírico exitoso: ejemplos de la capacidad para resolver problemas que define los campos paradigmáticos. Si bien los modelos ejemplares incorporan compromisos metafísicos y no empíricos de varios tipos, son en sí mismos una pauta para la explicación específica del universo. Incluyen necesariamente definiciones y conceptos, pero orientan hacia cuestiones de operacionalización y técnica a quienes los estudian. Sin embargo, a pesar de su especificidad, los mismos modelos ejemplares funcionan apriorísticamente. Se aprenden en los libros de textos y en los laboratorios antes de que los neófitos sean capaces de examinar por sí mismos si son o no realmente verdaderos. En otras palabras, son interiorizados por razón de su posición de privilegio en el proceso de socialización más que en virtud de su validez científica. Los procesos de aprendizaje son idénticos en la ciencia social; la diferencia estriba en que los científicos sociales interiorizan clásicos además de modelos ejemplares.

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La defensa post-positivista de los clásicos La proporción entre modelos y clásicos es tan diferente en la ciencia social porque

la aplicación de la ciencia a la sociedad engendra un desacuerdo mucho mayor. A causa de la existencia de un desacuerdo persistente y extendido, los supuestos de fondo más generales que quedan implícitos y relativamente invisibles en la ciencia natural entran activamente en juego en la ciencia social3. Las condiciones en que, de acuerdo con Kuhn, se produce la crisis de paradigmas en las ciencias naturales son habituales en las ciencias sociales. No estoy sugiriendo que no exista el conocimiento «objetivo» en las ciencias sociales, ni que no haya posibilidad de formular con éxito predicciones o leyes de subsunción. Según creo, es posible obtener auténtico conocimiento acumulativo acerca del mundo desde el interior de puntos de vista diferentes y rivales, e incluso sostener leyes de subsunción relativamente predictivas desde el interior de orientaciones generales que difieren en aspectos sustanciales. Lo que estoy sugiriendo, sin embargo, es que las condiciones de la ciencia social hacen altamente improbable el acuerdo consistente acerca de la naturaleza exacta del conocimiento, y, con mayor motivo, el acuerdo sobre leyes subsuntivas explicativas. En la ciencia social, por consiguiente, los debates sobre la verdad científica no se refieren únicamente al nivel empírico. Estos debates están presentes en toda la gama de compromisos no empíricos que mantienen puntos de vista rivales.

Existen razones cognoscitivas y valorativas que explican las grandes diferencias en el grado de consenso. Aquí mencionaré Únicamente las más fundamentales.

1. En la medida en que los objetos de una ciencia se encuentran situados en un

mundo físico externo a la mente humana, sus referentes empíricos pueden, en principio, ser verificados con mayor facilidad mediante la comunicación interpersonal. En la ciencia social, donde los objetos son estados mentales o condiciones en las que se incluyen estados mentales, la posibilidad de confundir los estados mentales del observador científico con los estados mentales de los sujetos observados es endémica.

2. Las dificultades para alcanzar un simple acuerdo respecto a los referentes

empíricos también se deben a la naturaleza valorativa característica de la ciencia social. Existe una relación simbiótica entre descripción y valoración. Los descubrimientos de la ciencia social a menudo conllevan implicaciones importantes respecto al tipo de organización y reorganización deseables de la vida social. Por el contrario, en la ciencia natural «cambios en el contenido de la ciencia generalmente no implican cambios en las

3 Mannheirn expresa bien esta distinción: «nadie niega la posibilidad de la investigación empírica, ni nadie mantiene que los hechos no existan... nosotros también nos remitimos a los «hechos» para nuestra demostración, pero la cuestión de la naturaleza de los hechos es en sí misma un problema considerable. Estos siempre existen para la mente en un contexto intelectual y social. El hecho de que puedan ser entendidos y formulados implica ya la existencia de un aparato conceptual. y si este aparato conceptual es el mismo para todos los miembros de un grupo, las presuposiciones (es decir, los posibles valores sociales e intelectuales) que subyacen a los conceptos individuales nunca se hacen perceptibles. Sin embargo, una vez que se rompe la unanimidad, las categorías establecidas que se usaban para dar a la experiencia su fiabilidad y coherencia sufren una inevitable desintegración. Surgen entonces modelos de pensamiento divergentes y en conflicto que (sin que lo sepa el sujeto pensante) ordenan los mismos hechos de la experiencia en sistemas de pensamiento diferentes y hacen que tales hechos sean percibidos a través de categorías lógicas diferentes» (Mannheirn: 1936, pp. 102-3).

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estructuras sociales» (Hagstrom: 1965, p. 285). Las implicaciones ideológicas de la ciencia social redundan en las mismas descripciones de los propios objetos de investigación. La misma caracterización de estados mentales o instituciones -por ejemplo, el que la sociedad sea llamada «capitalista» o «industrial», el que haya habido «proletarización», «individualización» o «atomización»- refleja una estimación de las consecuencias que la explicación de un fenómeno que aún no ha ocurrido tiene para los valores políticos. Aunque Mannheim sobreestimara los supuestos valorativos frente a los supuestos cognoscitivos, no cabe duda de que planteó este punto con acierto. Toda definición, escribió, «depende necesariamente de la perspectiva de cada uno, es decir, contiene en sí misma todo el sistema de pensamiento que representa la posición del pensador en cuestión y, especialmente, las valoraciones políticas que subyacen a su sistema de pensamiento». Su conclusión a este respecto parece exacta: «La misma forma en que un concepto es definido y el matiz con que se emplea ya prejuzgan hasta cierto punto el resultado de la cadena de ideas construida sobre él» (Mannheim: 1936, pp. 1967).

3. No hace falta decir que cuanto más difícil sea, por razones cognoscitivas y valorativas, obtener un consenso acerca de los meros referentes empíricos de la ciencia social, tanto más difícil será alcanzar ese consenso respecto a las abstracciones que se basan en tales referentes empíricos y que constituyen la esencia de la teoría social. Hagstrom sugiere (1965, pp. 256-8) que las posibilidades de que exista consenso científico dependen en grado significativo del nivel de cuantificación que admitan los objetivos de la disciplina científica. En tanto que , los referentes empíricos no estén claros y las abstracciones estén sometidas a debate continuo, los esfuerzos por matematizar la ciencia social solo podrán ser esfuerzos por encubrir o defender puntos de vista concretos.

4. Mientras que no se produzca un acuerdo ni sobre los referentes empíricos ni sobre las leyes subsuntivas, todos los elementos no empíricos añadidos a la percepción empírica serán objeto de debate. Además, la ciencia social se encontrará invariablemente dividida en tradiciones (Shils: 1970) y escuelas (Tiryakian : 1979) a causa de este desacuerdo endémico. Para la mayoría de los miembros de la comunidad de científicos sociales es evidente que tales fenómenos culturales e institucionales «extra-científicos. no, son meras manifestaciones de desacuerdo, sino las bases desde las que se promueven y sostienen los desacuerdos científicos. La comprensión de este hecho, además, sensibiliza a los científicos sociales respecto a las dimensiones no empíricas de su campo.

Por todas estas razones, el discurso -y no la mera explicación/ se convierte en una característica esencial de la ciencia social. Por discurso entiendo formas de debate que son más especulativas y están más consistentemente generalizadas que las discusiones científicas ordinarias. Estas últimas se centran, más disciplinadamente, en evidencias empíricas específicas, en la lógica inductiva y deductiva, en la exp1lcaclón mediante leyes subsuntivas y en los métodos que permiten verificar o falsar estas leyes. El discurso, por el contrario, es argumentativo. Se centra en el proceso de razonamiento más que en los resultados de la experiencia inmediata, y se hace relevante cuando no existe una verdad manifiesta y evidente. El discurso trata de persuadir mediante argumentos y no mediante predicciones. La capacidad de persuasión del discurso se basa en cualidades tales como su coherencia lógica, amplitud de visión, perspicacia interpretativa, relevancia valorativa, fuerza retórica, belleza y consistencia argumentativa.

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Foucault (1973) define las praxis intelectuales, científicas y políticas como «discursos» a fin de negar su status meramente empírico, inductivo. De este modo, insiste en que las actividades prácticas se han constituido históricamente y están configuradas por ideas metafísicas que pueden definir una época entera. La sociología también es un ámbito discursivo. Sin embargo, no se encuentra en ella la homogeneidad que Foucault atribuye a tales ámbitos; en la ciencia social hay discursos, no un único discurso. Estos discursos tampoco están estrechamente ligados a la legitimación del poder, como Foucault defendía cada vez más claramente en sus últimas obras. Los discursos de la ciencia social tienen como objetivo la verdad, y siempre están sujetos a estipulaciones racionales acerca de cómo debe llegarse a la verdad y en qué debe consistir esta. Aquí recurro a Habermas (p. ej. 1984), que entiende el discurso como parte del esfuerzo que hacen los interlocutores para lograr una comunicación no distorsionada. Aunque Habermas subestima las cualidades irracionales de la comunicación, y no digamos de la acción, no cabe duda de que ofrece una forma de conceptualizar sus aspiraciones racionales. Sus intentos sistemáticos por identificar tipos de argumentos y criterios para alcanzar una justificación mediante la persuasión muestran cómo pueden combinarse los compromisos racionales y el reconocimiento de argumentos supraempíricos. El ámbito discursivo de la ciencia social actual se encuentra en una difícil posición: entre el discurso racionalizante de Habermas y el discurso arbitrario de Foucault.

Este carácter central del discurso es la causa de que la teoría de las ciencias sociales sea tan polivalente, y tan desacertados los esfuerzos compulsivos (por ejemplo, Wallace 1971) por seguir la lógica de las ciencias naturales. Los partidarios del positivismo perciben la tensión entre esta concepción tan polivalente y su punto de vista empirista. Para resolverla tratan de privilegiar a la «teoría» frente a la «metateoría», sin duda para suprimir la teoría en favor de la «explicación» concebida de forma restringida. Así, lamentando que «una parte excesiva de la teoría social consiste en historia de las ideas y en el culto generalizado a figuras como en el culto generalizado a figuras como las de Marx, Weber [y] Durkheim», Turner defiende la idea de «trabajar en la teoría en tanto que actividad opuesta al... ofrecer un análisis metateórico más de los maestros teóricos anteriores»4 (Turner: 1986, p. 974). y Stinchcombe describe a Marx, Durkheim y Weber como «aquellos grandes analistas empíricos... que no trabajaron principalmente en lo que hoy denominamos teoría». Stinchcombe insiste en que estos «elaboraron explicaciones del crecimiento del capitalismo, o del conflicto de clases, o de la religión primitiva.» En vez de ocuparse de la teoría discursiva, cree que «emplearon una gran variedad de métodos teóricos» (Stinchcombe: 1968, p. 3, el subrayado es nuestro).

Estas distinciones, sin embargo, parecen tentativas «utópicas» de escapar de la ciencia social más que verdaderos intentos de entenderla. El discurso general es esencial y la teoría es inherentemente polivalente. En efecto, el carácter central del discurso y las

4 .Esta caracterización peyorativa de la metateoría como culto a las grandes figuras recuerda a la

acusación de «reverencia acrítica» de Merton (1967a, p. 30) discutida en la nota 1. El servilismo es, por supuesto, el reverso del escepticismo científico, y el fin último de estas acusaciones es negar el papel científico de las investigaciones sobre los clásicos. Por el contrario, parece obvio que lo que antes denominé «sistemática histórica» consiste en la reconstrucción crítica de las teorías clásicas. Irónicamente, los empiristas como Turner y Merton pueden legitimar en cierto modo sus acusaciones porque, de hecho, tales reconstrucciones muchas veces se hacen dentro de un marco que niega explícitamente cualquier pretensión crítica. En la sección siguiente trataré de examinar esta «actitud ingenua» de algunos de quienes toman parte en el debate sobre los clásicos.

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condiciones que lo producen contribuyen a la subdeterminación por los hechos. Dado que no hay ninguna referencia clara e indiscutible para los elementos que constituyen la ciencia social, tampoco hay una traducibilidad definida entre los distintos niveles de generalidad. Las formulaciones de un nivel no se ramifican en vías claramente marcadas para los otros niveles del trabajo científico. Por ejemplo, aunque en ocasiones pueden establecerse medidas empíricas exactas de dos correlaciones variables, raras veces es posible que tal correlación confirme o niegue una proposición referente a esta interrelación que se formule en términos más generales. La razón de este hecho es que la existencia de un desacuerdo empírico e ideológico permite que los científicos sociales operacionalicen las proposiciones de varios modos distintos.

Consideremos brevemente, por ejemplo, dos de los mejores intentos recientes por construir una teoría más general partiendo de los hechos. Cuando Blau intenta contrastar su teoría estructural recientemente desarrollada, comienza con una proposición que denomina el «teorema del volumen»: la idea consiste en que una variable estrictamente ecológica. el volumen del grupo. determina las relaciones extragrupales (Blau, Blum y Schwartz: 1982. p. 46). Partiendo de un conjunto de datos que establecen no solo el volumen de un grupo sino también su proporción de endogamia. sostiene que una relación entre la tasa de endogamia y el volumen del grupo verifica el teorema del volumen. ¿ Por qué ? Porque los datos demuestran que «el volumen del grupo y la proporción de exogamia están inversamente relacionadas» (p. 47). Sin embargo. la exogamia es un dato que. de hecho. no operacionaliza «relaciones extragrupales». Es un tipo de relación extragrupal entre muchos otros. y como el mismo Blau reconoce en cierto punto. es un tipo de relación en la que intervienen factores ajenos al volumen del grupo. En otras palabras, el concepto de relación extragrupal no tiene un referente definido. Por esta razón la correlación entre el volumen del grupo y lo que se considera su indicador no puede verificar la proposición general acerca de la relación entre e volumen del grupo y las relaciones extragrupales. Los datos empíricos de Blau, por tanto, no están articulados con su teoría a pesar de su intento por vertebrarlos de modo teóricamente decisivo.

En el ambicioso estudio de Lieberson (1980) sobre los inmigrantes blancos y negros desde 1880 se plantean problemas similares. Lieberson comienza con la proposición. formulada informalmente, de que «la herencia de la esclavitud» es la causa de los diferentes niveles alcanzados por los inmigrantes negros y europeos. Lieberson da dos pasos para operacionalizar esta proposición. En primer lugar, no define esa herencia en función de factores culturales. sino en función de la «falta de oportunidades» para los antiguos esclavos. En segundo lugar. define las oportunidades en función de los datos que ha desarrollado acerca de las proporciones variables de educación y segregación. residencial. Ambas operaciones. sin embargo, son sumamente discutibles. No solo es posible que otros científicos, sociales definan la «herencia de la esclavitud» en términos muy diferentes. sino que también podemos concebir las oportunidades en función de factores distintos a la educación y residencia. Como tampoco aquí existe una relación necesaria entre las proporciones definidas por Lieberson y las diferencias de oportunidades. no puede: haber certeza acerca de la proposición que relaciona el nivel alcanzado y la «herencia de la esclavitud». Si bien las correlaciones medidas son independientes y constituyen una contribución empírica importante. no pueden probar las teorías para las que se han ideado.

Es mucho más fácil encontrar ejemplos del problema contrario, la sobredeterminación teórica de los «hechos» empíricos. Prácticamente en todo estudio

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amplio de corte teórico la selección de datos empíricos está sujeta a discusión. En La ética protestante y el espíritu del capitalismo la identificación del espíritu del capitalismo con los empresarios ingleses de los siglos XVII y XVIII ha sido muy discutida (Weber: 1958). Si se considera que los capitalistas italianos de las primitivas ciudades estado modernas manifestaban el espíritu del capitalismo (p. ej. Trevor-Roper: 1965), la correlación entre capitalistas y puritanos de Weber está basada en una muestra restringida y no puede justificar su teoría. Si esto es cieno, los datos empíricos de Weber fueron sobre-seleccionados por su referencia teórica a la ética protestante.

En Social Change in the Industrial Revolution (1959), el célebre estudio de Smelser, puede encontrarse una distancia semejante entre la teoría general y el indicador empírico. La teoría de Smelser sostiene que los cambios en la división de papeles en la familia, y no los transtornos industriales per se, fueron la causa de las actividades de protesta radical que los trabajadores ingleses desarrollaron durante la segunda década del siglo XIX. En su exposición histórico-cronológica Smelser describe los cambios fundamentales de la estructurafamiliar como si hubieran ocurrido en la secuencia que sugiere. Su presentación de los datos de archivo propiamente dicha (Smelser: 1959, pp. 188-89) parece indicar, sin embargo, que estas perturbaciones de la familia no se desarrollaron hasta una o dos décadas después. La atención teórica que Smelser presta a la familia sobre determina la presentación de su historia cronológica (y los datos de archivo, a su vez, subdeterminan su teoría)5.

En el reciente intento de Skocpol (1979) por documentar su teoría histórica y comparativa, una teoría muy distinta produce el mismo tipo de sobredeterminación. Skocpol (p. 18) propone adoptar un «punto de vista impersonal y no subjetivo» para el estudio de las revoluciones, según el cual solo serían causalmente relevantes «las situaciones y relaciones entre grupos determinadas por las instituciones». Skocpol indaga los datos empíricos de la revolución, y el único elemento apriorístico que admite es su adhesión al método comparativo (pp. 33-40). Sin embargo, cuando Skocpol reconoce que las tradiciones y derechos locales sí desempeñan un papel (por ejemplo, pp. 62, 138), y que deben explicarse (aunque brevemente) el liderazgo e ideología políticos (pp. 161-63), la sobredeterminación teórica de sus datos se hace evidente. Sus preocupaciones estructurales la han llevado a ignorar todo el contexto intelectual y cultural de la revolución 6

La subdeterminación empírica y la sobredeterminación teórica van unidas. Desde las proposiciones más específicamente fácticas hasta las generalizaciones más abstractas la ciencia social es esencialmente discutible. Toda conclusión está abierta al debate por referencia aconsideraciones supraempíricas. Esta es la versión de la tematización específica de la ciencia social, tematización que, como Habermas ( 1984) ha mostrado, subyace a todo intento de discusión racional. Toda proposición de la ciencia social está sujeta a la exigencia de justificación por referencia a principios generales. En otras palabras, no es necesario -y la comunidad de científicos sociales se niega a hacerlo- que al formular una tesis opuesta a la de Blau me limite a demostrar empíricamente que los aspectos estructurales son solo unos pocos de los numerosos factores que determinan la exogamia; 5 La escrupulosidad de Smelser como investigador histórico queda demostrada por el hecho de que él mismo aportó datos que, por así decirlo, desbordaban su propia teoría (a este respecto, vid. Wallby: 1986). Esto no es lo que sucede normalmente, pues la sobredeterminación de los datos por la teoría suele tener como consecuencia que los científicos sociales, y muchas veces también sus críticos, sean incapaces de percibir los datos adversos. 6 Sewell (1985) ha demostrado convincentemente esta laguna en los datos de SkocpoI en lo que se refiere al caso de Francia.

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puedo, en lugar de esto, demostrar que al manejar este tipo de causación estructural Blau se basa en supuestos acerca de la acción que tienen un carácter excesivamente racionalista. De modo similar, al considerar la obra de Lieberson puedo dejar a un lado la cuestión empírica de la relación entre la educación y las oportunidades objetivas, y utilizar un argumento discursivo para indicar que, al centrarse de modo exclusivo en la influencia de la esclavitud, Lieberson refleja consideraciones ideológicas y un compromiso previo con modelos generados por la teoría del conflicto. De la misma manera, la obra de Smelser puede criticarse desde el punto de vista de su adecuación lógica, pero también demostrando que su modelo funcionalista primitivo adolece de un énfasis excesivo en la socialización. Y podemos valorar negativamente el argumento de Skocpol sin ninguna referencia al material empírico por considerar muy poco plausible la limitación de las «teorías intencionales» que él defiende a modelo instrumental de racionalidad intencional que implica su teoría.

Elaborar tales argumentos -y el hecho mismo de iniciar el tipo de discusión que acabo de comenzar- es entrar en el ámbito del discurso, no en el de la explicación. Como Seidman (1986) ha subrayado, el discurso no implica el abandono de las pretensiones de verdad. Después de todo, las pretensiones de verdad no tienen por qué limitarse al criterio de validez empírica contrastable (Habermas: 1984 ). Todo plano del discurso supraempírico incorpora criterios distintivos de verdad. Estos criterios van más allá de la adecuación empírica, y se refieren también a pretensiones relativas a la naturaleza y consecuencias de las presuposiciones, a la estipulación y adecuación de los modelos, a las consecuencias de las ideologías, las metaimplicaciones de los modelos y las connotaciones de las definiciones. En una palabra, en la medida en que se hagan explícitos son esfuerzos por racionalizar y sistematizar las complejidades del análisis social y de la vida social captadas intuitivamente. Los debates actuales entre las metodologías interpretativas y causales, las concepciones de la acción utilitaristas y normativas, los modelos de sociedad basados en el equilibrio y los basados en el conflicto de las sociedades, las teorías radicales y conservadoras del cambio... representan más que debates empíricos. Reflejan los esfuerzos de los sociólogos por articular criterios para evaluar la «verdad» de diferentes dominios no empíricos.

No es sorprendente que la respuesta de la disciplina a obras importantes guarde tan poca semejanza con las respuestas definidas y delimitadas que proponen los partidarios de la «lógica de la ciencia». La obra States and Social Revolutions de Skocpol, por ejemplo, ha sido evaluada en todos y cada uno de los niveles del continuum sociológico. Los supuestos del libro, su ideología, modelo, método, definiciones, conceptos, e incluso sus hechos han sido sucesivamente clarificados, debatidos y elogiados. Se discuten los criterios de verdad que Skocpol ha empleado para justificar sus oposiciones en cada uno de estos niveles. Muy pocas de las respuestas de la disciplina a su obra han conllevado la contrastación controlada de sus hipótesis o un nuevo análisis de sus datos. Las decisiones acerca de la validez del método estructural empleado por Scokpol para abordar el estudio de la revolución no se tomarán, ciertamente, en virtud de estas razones.7

7 En esta sección he ilustrado la sobredeterminación de la ciencia social por la teoría y su subdeterminación por los hechos discutiendo algunas obras importantes. También podrían ilustrarse examinando sub campos «empíricos- específicos. En la ciencia social, incluso los subcampos empíricos más estrictamente definidos están sujetos a un tremendo debate discursivo. La reciente discusión en un simposio nacional sobre el estado de la investigación de catástrofes (Simposium on Social Structure and Disaster: Conception and Measurement, College of William and Mary, Williamsburg, Virginia, mayo de 1986), por ejemplo, revela

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Al empezar esta sección sugería que la proporción entre autores clásicos y contemporáneos es mucho mayor en la ciencia social que en la ciencia natural debido a que el desacuerdo endémico hace más explícitos los supuestos de fondo de la ciencia social. Esta característica evidente de los supuestos de fondo es la que, a su vez, hace del discurso una cualidad tan esencial del debate de la ciencia social. Tenemos que explicar ahora por qué esta forma discursiva de argumentación recurre tan a menudo a los «clásicos». La existencia de un desacuerdo no empírico generalizado no implica lógicamente que las obras anteriores adquieran una posición privilegiada. las mismas condiciones que otorgan tal relevancia al discurso no tienen por qué conferir una posición central a los clásicos; esta centralidad se debe a dos razones: la una funcional, la otra intelectual o científica.

El desacuerdo generalizado dentro de la teoría social provoca serios problemas de comprensión mutua. Sin embargo, la comunicación es imposible sin una base de entendimiento mínima. Para que sea posible un desacuerdo coherente y consistente, y para que este desacuerdo no interrumpa la marcha de la ciencia, es necesario que exista cierta base para una relación cultural, que solo se da si los que participan en un debate tienen una idea aproximada de qué es aquello de lo que habla el otro.

Es aquí donde intervienen en el debate los clásicos. la necesidad funcional de los clásicos se origina en la necesidad de integrar el campo del discurso teórico. Por integración no entiendo cooperación y equilibrio, sino el mantener una delimitación, que es lo que permite la existencia de sistemas (vid. Luhmann: 1984 ). Es esta exigencia funcional lo que explica que con frecuencia se fijen los límites entre disciplinas de un modo que, considerado desde una perspectiva intelectual, muchas veces parece arbitrario. Estas disciplinas de la ciencia social, y las escuelas y tradiciones que las constituyen, son las que poseen clásicos.

El hecho de que las diversas partes reconozcan un clásico supone fijar un punto de referencia común a todas ellas. Un clásico reduce la complejidad (vid. Luhmann: 1979). Es un símbolo que condensa -«representa»- diversas tradiciones generales. Creo que la condensación tiene al menos cuatro ventajas funcionales.

En primer lugar, por supuesto, simplifica y por tanto facilita la discusión teórica. Simplifica al permitir que un número muy reducido de obras sustituyan -es decir, representen mediante un proceso de estereotipación o estandarización- la miríada de

que en este campo tan concreto existe un vasto desacuerdo que afecta incluso al mero objeto de estudio. Los investigadores más destacados del campo discuten y debaten la pregunta «¿Qué es una catástrofe?». Algunos defienden un criterio definido en función de hechos objetivos y calculables, pero se muestran en desacuerdo acerca de si los costes deben ponerse en relación con la extensión geográfica del suceso, el número de personas afectadas o los costes financieros de la reconstrucción. Otros defienden criterios más subjetivos, pero difieren acerca de si lo decisivo es que exista un amplio consenso en la sociedad sobre si se ha producido o no un problema social o si lo decisivo es que así lo consideren las propias víctimas. Dada la amplitud de un conflicto que, como este, tiene como objeto el mero referente empírico del campo, no es de extrañar que existan enconados debates discursivos en todos y cada uno de los niveles del continuum científico. Existen desacuerdos fundamentales en la cuestión de si el análisis debe centrarse en el nivel individual o en el nivel social, o en el problema de aspectos económicos o interpretativos; existen enfrentamientos ideológicos acerca de si la investigación de los desastres debe ser guiada por las responsabilidades con respecto a la comunidad o por intereses profesionales más restringidos; existen numerosos debates sobre definiciones, referentes, por ejemplo, a qué es una «organización», y discusiones sobre el valor de cuestionar definiciones y taxonomías. Vid. en Drabek 1986 y su libro de próxima aparición un buen resumen de estas discusiones.

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formulaciones matizadas que se producen en el curso de la vida intelectual contingente. Cuando discutimos por referencia a los clásicos las cuestiones centrales que afectan a la ciencia social estamos sacrificando la capacidad de abarcar esta especificidad matizada. A cambio conseguimos algo muy importante. Al hablar en los términos de los clásicos podemos albergar una relativa confianza en que nuestros interlocutores sabrán al menos de qué estamos hablando, incluso aunque no reconozcan en nuestra discusión su propia posición particular y única. A esto se debe el hecho de que si pretendemos hacer un análisis crítico del capitalismo es más que probable que recurramos a la obra de Marx. De forma parecida, si deseamos valorar los diversos análisis críticos del capitalismo existentes en la actualidad probablemente los tipificaremos comparándolos con la obra de Marx. Solo así estaremos más o menos seguros de que otros pueden seguir nuestros juicios ideológicos y cognoscitivos, y quizá consigamos persuadirles.

La segunda ventaja funcional consiste en que los clásicos hacen posible sostener compromisos generales sin que sea necesario explicitar los criterios de adhesión a esos compromisos. Puesto que es muy difícil formular tales criterios, y virtualmente imposible obtener un acuerdo sobre ellos, es muy importante esta función de concretización. Es esto lo que nos permite discutir sobre Parsons, sobre la «funcionalidad» relativa de sus primeras y últimas obras, y sobre si su teoría (sea lo que sea en concreto) puede explicar de verdad el conflicto en el mundo real, sin que sea preciso definir el equilibrio y la naturaleza de los sistemas. O, en lugar de examinar explícitamente las ventajas de una concepción afectiva o normativa de la acción humana, se puede sostener que, de hecho, esta fue la perspectiva que Durkheim adoptó en sus obras más importantes.

La tercera ventaja funcional tiene un carácter irónico. Como se da por supuesta la existencia de un instrumento de comunicación «clásico», es posible no reconocer en absoluto la existencia de un discurso general. Así, como se reconoce sin discusión la importancia de los clásicos, al científico social le resulta posible comenzar un estudio empírico -en sociología industrial, por ejemplo- discutiendo el tratamiento del trabajo en los primeros escritos de Marx. Si bien sería ilegítimo que dicho científico sugiriera que consideraciones no empíricas sobre la naturaleza humana, y no digamos especulaciones utópicas sobre las posibilidades humanas, constituyen el punto de referencia de la sociología industrial, es precisamente eso lo que reconoce de forma implícita al referirse a la obra de Marx. Finalmente, la concretización que proporcionan los clásicos les otorga potencialidades tan privilegiadas que el tomarles como punto de referencia adquiere importancia por razones puramente estratégicas e instrumentales. Cualquier científico social ambicioso y cualquier escuela en ascenso tiene un interés inmediato en legitimarse vis-à-vis de los fundadores clásicos. y aun en el caso de que no exista un interés genuino por los clásicos, estos tienen que ser criticados, releídos o redescubiertos si se vuelven a poner en cuestión los criterios normativos de valoración de la disciplina.

Estas son las razones funcionales o extrínsecas del status privilegiado que la ciencia social otorga a un grupo reducido y selecto de obras anteriores. Pero en mi opinión existen también razones intrínsecas, genuinamente intelectuales. Por razones intelectuales entiendo que a ciertas obras se les concede el rango de clásicas porque hacen una contribución singular y permanente a la ciencia de la sociedad. Parto de la tesis de que cuanto más general es una discusión científica menos acumulativa puede ser. ¿Por qué? Porque si bien los compromisos generales están sujetos a criterios de verdad, es imposible establecer estos criterios de forma inequívoca. Las valoraciones generales no se basan tanto en cualidades del mundo objetivo -sobre el que con frecuencia es posible alcanzar un acuerdo mínimo-

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como en gustos y preferencias relativos de una comunidad cultural concreta. El discurso general, por tanto, descansa en cualidades propias de la sensibilidad personal que no son progresivas: cualidades estéticas, interpretativas, filosóficas. En este sentido las variaciones de la ciencia social no reflejan una acumulación lineal-una cuestión susceptible de ser calculada temporalmente--, sino la distribución de la capacidad humana, esencialmente aleatoria. La producción de «gran» ciencia social es un don que, como la capacidad de crear «gran» arte (cfr. Nisbet: 1976), varía transhistóricamente entre sociedades diferentes y seres humanos diferentes.8

Dilthey escribió que la «vida humana como punto de partida y contexto duradero proporciona el primer rasgo estructural básico de los estudios humanísticos; pues estos se basan en la experiencia, comprensión y conocimiento de la vida» (1976, p.186). En otras palabras, la ciencia social no puede aprenderse mediante la mera imitación de una forma de resolver problemas empíricos. Dado que tiene por objeto la vida, la ciencia social depende de la capacidad del propio científico para entender la vida; depende de las capacidades idiosincrásicas para experimentar, comprender y conocer. En mi opinión, este conocimiento individual tiene al menos tres características distintivas: 1. La interpretación de estados mentales

Toda generalización sobre la estructura o causas de un fenómeno social -una institución, un movimiento religioso o un suceso político- depende de alguna concepción de los motivos implicados. Pero la exacta comprensión de los motivos requiere, sin embargo, unas capacidades de empatía, perspicacia e interpretación muy desarrolladas. A igualdad de los demás factores, las obras de científicos sociales que manifiestan tales capacidades en grado sumo se convierten en clásicos a los que tienen que referirse quienes disponen de capacidades más mediocres para comprender las inclinaciones subjetivas de la humanidad. El vigor de la «sociología de la religión» de las últimas obras de Durkheim se debe en gran medida a su notable capacidad para intuir el significado cultural y la importancia

8 La razón que suele aducirse para explicar la centralidad de los clásicos en las artes es, como es bien sabido, la idiosincrasia de la capacidad creativa. Sin embargo, en su escrito sobre la formación de obras literarias canónicas, Kermode (1985) ha mostrado que esta concepción atribuye demasiada importancia a la información exacta sobre una obra y demasiado poca a la opinión no informada de un grupo ya los criterios valorativos «irracionales». Por ejemplo, la eminencia artística de Botticelli se restableció en círculos de finales del siglo XIX por motivos que posteriormente se han mostrado sumamente espúreos. Sus defensores empleaban argumentos cuya vaguedad y confusión no podían haber justificado estéticamente su arte. En este sentido, Kermode sostiene que las obras «canónicas» lo son por razones funcionales. Según este autor, «es difícil que las instituciones culturales... puedan funcionar normalmente sin ellas» (1985: p. 78). Al mismo tiempo, Kermode insiste en que sí hay alguna dimensión intrínseca que justifique esa canonización. Así, aunque admite que «todas las interpretaciones son erróneas», sostiene que «no obstante, algunas de ellas son buenas en relación con su fin último» (1985: p.91). ¿Por qué? «Una interpretación suficientemente buena es la que estimula o posibilita determinadas formas necesarias de atención. Lo que importa... es que esas maneras de inducir dichas formas de atención deben seguir existiendo, incluso si en último término todas ellas dependen de la opinión».La noción de «suficientemente buena» será historiografiada en mi posterior discusión de los debates sociológicos sobre los clásicos.

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psicológica del comportamiento ritual entre los aborígenes australianos. De modo similar, no es la herencia interaccionista de Goffman o sus métodos empíricos los que han convertido su teoría en un paradigma para el microanálisis del compartimiento social, sino su extraordinaria sensibilidad respecto a los matices del comportamiento humano. Pocos autores contemporáneos podrán alcanzar jamás el nivel de perspicacia de Goffman. Sus obras son clásicas porque es preciso recurrir a ellas para experimentar y comprender cuál es la verdadera naturaleza de la motivación interaccional.

2. La reconstrucción del mundo empírico

Como el desacuerdo sobre cuestiones de fondo abre a la duda incluso los propios referentes empíricos objetivos de la ciencia social, no es posible reducir en ella la complejidad del mundo objetivo aplicando la matriz de controles disciplinarios consensuales. La capacidad de cada científico para la selección y la reconstrucción adquiere una importancia acorde con este hecho. Una vez más encontramos el mismo tipo de capacidad creativa e idiosincrásica para la representación normalmente asociada al arte. Como escribe Dawe refiriéndose a los clásicos, «mediante el poder creativo de su pensamiento manifiestan la continuidad histórica y humana que hace su experiencia representativa de la nuestra» (1978, p. 366).

La capacidad de representación depende no sólo de la perspicacia sino también de ese algo evanescente llamado «capacidad intelectual». De este modo, los contemporáneos pueden enumerar las cualidades típicas-ideales de la vida urbana, pero pocos de ellos podrán comprender o representarse el anonimato y sus implicaciones con la riqueza o vivacidad del propio Simmel. ¿ Ha conseguido algún marxista desde Marx escribir una historia político-económica que posea la sutileza, complejidad y aparente integración conceptual de El 18 Brumario de Luis Bonaparte? ¿Ha sido algún científico social capaz de expresar la naturaleza de las «mercancías» tan bien como el mismo Marx en el primer capítulo de El Capital? ¿ Cuántos análisis contemporáneos de la sociedad feudal se acercan a la compleja y sistemática descripción de interrelaciones económicas, religiosas y políticas que elabora Weber en los capítulos sobre patrimonialismo y feudalismo en Economía y sociedad? Esto no quiere decir que en aspectos importantes nuestro conocimiento de estos fenómenos no haya superado el de Marx y Durkheim; pero sí que, en ciertos aspectos decisivos, no lo ha conseguido. En efecto, las ideas particulares que acabo de citar fueron tan inusuales que los contemporáneos de Marx y Weber no consiguieron entenderlas, y mucho menos valorarlas o asimilarlas críticamente. Han sido necesarias generaciones para reaprender poco a poco la estructura de sus argumentos, con sus implicaciones pretendidas y no pretendidas. Exactamente lo mismo puede decirse de las obras estéticas más importantes. 3. La formulación de valoraciones morales e ideológicas

Cuanto más general sea una proposición de la ciencia social tanto más tendrá que

mover a reflexión sobre el significado de la vida social. Esta es su función ideológica en el más amplio sentido de la palabra. Aun en el caso de que esta referencia ideológica fuera indeseable -cosa que en mi opinión no es-, ni siquiera la praxis científica más escrupulosa

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podría librarse de sus efectos. Una ideología eficaz, además (Geertz: 1964), no depende sólo de una sutil sensibilidad social, sino también de una capacidad estética para condensar y articular la «realidad ideológica» mediante figuras retóricas apropiadas. Las proposiciones ideológicas, en otras palabras, también pueden alcanzar el rango «clásico». Las páginas finales de La ética protestante no reflejan el carácter de la modernidad racionalizada y carente de alma: lo crean. Para entender la modernidad racionalizada no podemos limitarnos a observarla: tenemos que releer esta obra temprana de Weber para volver a apreciarla y experimentarla. De modo similar, puede que nunca se capte con mayor fuerza que en El hombre unidimensional de Marcuse el carácter opresivo y sofocante de la modernidad.

Estas consideraciones funcionales e intelectuales otorgan a los clásicos -no solo al discurso general per se- una importancia central para la praxis de la ciencia social. Estas consideraciones determinan que a estas obras antiguas se les otorgue un status privilegiado y se las venere de tal modo que el significado que se les atribuye a menudo se considera equivalente al propio conocimiento científico contemporáneo. El discurso sobre una de estas obras privilegiadas se convierte en una forma legítima de debate científico racional; la investigación del «nuevo significado» de tales textos se convierte en una forma legítima de reorientar el trabajo científico. Lo que es tanto como decir que una vez que determinada obra adquiere el rango de clásica su interpretación se convierte en una clave del debate científico. y como los clásicos son esenciales para la ciencia social, la interpretación ha de considerarse una de las formas de debate teórico más importantes.

Merton tenía razón al afirmar que los científicos sociales tienden a mezclar la historia y la sistemática en la teoría social. También estaba enteramente justificado al atribuir esta mezcla a los «esfuerzos por armonizar orientaciones científicas y humanistas» (Merton:1967a, p. 29). Sin embargo, estaba equivocado al afirmar que es patológica esa mezcla o el solapamiento causante de dicha mezcla. El propio Merton no fue lo suficientemente empírico en este aspecto. Desde el origen del estudio sistemático de la sociedad en la antigua Grecia, la mezcla y el solapamiento han sido endémicas en la praxis de la ciencia social. El interpretar esta situación como anormal refleja prejuicios especulativos injustificados, no hechos empíricos.

El primero de estos prejuicios injustificados es que la ciencia social constituye una empresa joven e inmadura en comparación con la ciencia natural; al madurar, se irá asimilando progresivamente a las ciencias naturales. Yo sostengo, por el contrario, que hay razones endémicas insoslayables para que exista una divergencia entre la ciencia natural y la ciencia social; además, la «madurez» de esta última, según creo, se ha alcanzado hace ya bastante tiempo. Un segundo prejuicio es que la ciencia social -una vez más, supuestamente idéntica a la ciencia natural- es una disciplina puramente empírica que puede desprenderse de su forma discursiva y general. Mantengo, por el contrario, que nada indica que se vaya a alcanzar jamás esta condición prístina. Sostengo que la propia ciencia natural que se utiliza como paradigma de tales esperanzas está inevitablemente ligada a compromisos tan generales como los de la ciencia social, aunque tales compromisos queden disimulados en su caso.

Merton lamenta que «casi todos los sociólogos se consideran cualificados para enseñar y para escribir la 'historia' de la teoría sociológica, pues al fin y al cabo están familiarizados con los escritos clásicos de épocas anteriores» (1967, p. 2). En mi opinión, este hecho es enteramente positivo. Si los sociólogos no se consideran cualificados en ese

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aspecto, no solo daría fin un tipo de historia de la sociología «vulgarizada», sino la misma práctica de la sociología.9

Ingenuidad fenomenológica: por qué deben deconstruirse los debates clásicos

En las secciones precedentes he argumentado teóricamente que no puede existir escisión entre historia y sistemática. En la sección que sigue pretendo mostrar empíricamente que no existe. Antes de hacerlo, sin embargo, tengo que reconocer que, después de todo, hay un lugar en el que esa escisión es muy real. Dicho lugar es la mente de los propios científicos sociales. Dedicaré la presente sección a esta paradoja.

Aunque continuamente hacen de la obra de los clásicos el tema de su discurso, los científicos sociales -en conjunto- no reconocen que proceden así para elaborar argumentos científicos, ni tampoco que efectúen actos de interpretación como parte de ese discurso. Rara vez se aborda la cuestión de por qué están discutiendo los clásicos. En lugar de esto se da por supuesto que la discusión es el tipo más normal de actividad profesionalmente sancionada. Es infrecuente que se piense en la posibilidad de que esta actividad tenga carácter teórico o interpretativo. Por lo que concierne a los participantes en el debate, simplemente intentan ver a los clásicos como son «en realidad».

Esta falta de conciencia de la propia actividad no es el reflejo de un ingenuidad teórica. Al contrario, caracteriza alguna de las discusiones interpretativas más elaboradas que ha producido la ciencia social.

El ejemplo más célebre es la presentación que hace Parsons de su tesis de la convergencia en The Structure of Social Action (1937). Esta obra, un tour de force interpretativo, sostiene que todas las principales teorías científicas del período finisecular subrayaban el papel de los valores sociales en la integración de la sociedad. Parsons defiende esta lectura mediante una conceptualización creativa y numerosas citas, pero es sorprendente que no reconozca en absoluto que se trata de una interpretación. Insiste en que ha llevado a cabo una investigación empírica que es «una cuestión de hecho como otra cualquiera» (Parsons: 1937, p. 697). En efecto, el nuevo análisis parsoniano de las obras de los clásicos es el resultado de cambios en el mundo objetivo más que la consecuencia de nuevas cuestiones planteadas por el propio Parsons. Los clásicos descubrieron valores, y este descubrimiento es el nuevo dato empírico para la obra científica de Parsons. Su análisis, por consiguiente, «se ha seguido [en gran parte] de sus nuevos descubrimientos

9 Debo admitir también que existen importantes ambigüedades en el ensayo de Merton, ambigüedades que hacen posible interpretar su tesis de maneras significativamente distintas. (Lo que, según creo, podría decirse también de su trabajo sobre la teoría de rango medio: vid. Alexander: 1982a, pp. 11-14). Por ejemplo, en la penúltima página de su ensayo (1967a, p. 37) indica que los clásicos pueden tener la siguiente «función» sistemática: «los cambios en el conocimiento sociológico actual y en los problemas y los centros de interés de la sociología nos permiten encontrar nuevas ideas en una obra que ya habíamos leído». Reconoce, además, que estos cambios pueden originarse en «desarrollos recientes de nuestra propia vida intelectual». Esto puede interpretarse como reconocimiento de la necesidad sistemática de que la sociología actual haga referencia a los clásicos, es decir, como reconocimiento de ese tipo de «sistemática histórica» en contra del cual Merton escribió la parte principal de su ensayo. Quizá por tal razón Merton matiza inmediatamente esta afirmación con una nueva versión de su tesis empirista y acumulacionista. La causa de que «en muchas obras anteriores se manifiesten cosas 'nuevas'» es que «cada nueva generación acumula su propio repertorio de conocimientos».

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empíricos» (Parsons: 1937, p.721). La misma disyunción de intención teórica y praxis interpretativa puede observarse en las tesis contrarias a la posición de Parsons. En el prefacio a Capitalism and Modern Social Theory (1972), Giddens sostiene que su tesis neomarxista responde a desarrollos empíricos tales como «los resultados recientes de la investigación» y al descubrimiento de nuevos textos marxistas. Roth (1978, pp. XXX111XC) sostiene que su lectura antiparsoniana de Weber resulta del acceso a secciones de la obra de Weber Economía y sociedad que no se habían traducido hasta hace poco, y Mitzman (1970) afirma que su interpretación marcusiana de Weber procede del descubrimiento de su nuevo material biográfico.

Por supuesto, a la luz de mi argumentación anterior está claro que tales «autointerpretaciones» empíricas sirven para encubrir el relativismo que implica la misma centralidad de los clásicos. Querría indicar, sin embargo, que el papel funcional de esta autointerpretaciones consiste precisamente en proporcionar ese encubrimiento. Si los que participan en debates clásicos supieran que sus investigaciones -sean «interpretativas» o «históricas»- son en realidad debates teóricos con otro nombre, tales debates no conseguirían reducir la complejidad. Se sentirían obligados a justificar sus posiciones mediante un discurso directo y sistemático. Lo mismo puede decirse, por supuesto, de las autointerpretaciones empiristas en general. Si quienes practican la ciencia fueran conscientes de hasta qué punto su trabajo está guiado por presuposiciones y por la necesidad de consolidar escuelas teóricas, sería más difícil dedicarse al trabajo teórico fructífero a largo plazo.

En otras palabras, los científicos sociales tienen, por definición, que adoptar respecto a sus clásicos lo que Husser (p. ej., 1977) denominaba «actitud ingenua». Inmersos en fórmulas clásicas y disciplinados por lo que ellos consideran su herencia intelectual, los científicos sociales no pueden entender que son ellos mismos, a través de sus intereses e intenciones teóricos, quienes convierten los textos en clásicos y otorgan a cada texto clásico su significado contemporáneo. Al lamentar que el «concepto de historia de la teoría» que impregna la ciencia social «no es, de hecho, ni historia ni sistemática, sino un híbrido escasamente elaborado» , Merton, él mismo empirista, no ha sido -una vez más- lo suficientemente empírico. Este híbrido, que durante tanto tiempo le ha resultado esencial a la ciencia social, tiene por fuerza que estar escasamente elaborado.

He afirmado que los científicos sociales necesitan clásicos porque estos expresan sus ambiciones sistemáticas mediante esas discusiones históricas. Es esta «intención científica», en el estricto sentido fenomenológico, la que crea la realidad de los clásicos para la vida de la ciencia social. Husserl mostró que la objetividad de la vida social -su «realidad» vis-à-vis el actor- se basa en la capacidad del actor para suspender, hacer invisible su propia conciencia, su creación intencional de la objetividad. De modo similar, en la discusión de los clásicos la intencionalidad de los científicos sociales se haya oculta, no solo a las personas ajenas a la ciencia, sino, normalmente, incluso a los mismos actores. Las intenciones que convierten a los clásicos en lo que son -intereses teóricos y praxis interpretativas- están fenomenológicamente aisladas. De aquí se sigue que investigar estos intereses teóricos y estas praxis interpretativas supone ejercer lo que Husserl llamaba «reducción fenomenológica» En vez de acceder a la praxis ordinaria y aislar la intención subjetiva, tenemos que adoptar la práctica científica de aislar la «objetividad» de los mismos clásicos. Esto supone una reducción porque trata de demostrar que, en cualquier momento dado, los «clásicos» pueden ser entendidos como proyecciones de los intereses

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teóricos e interpretativos de los actores implicados. La escisión entre la historia y la sistemática no existe porque pueden ser sometidas a esta reducción.

Entre otros autores que parten de Husserl, Derrida ha sugerido que todo texto es una construcción intencional, no el reflejo de una determinada realidad. La teoría del reflejo está fundada en la noción de presencia, en la idea de que un texto dado puede contener -puede hacer presentes- en sí mismo los elementos esenciales de la realidad a la que se refiere, en la idea de que hay una realidad que es ella misma últimamente presente. Pero si se reconoce la intencionalidad, la ausencia determina la naturaleza de un texto dado tanto como la presencia. Toda descripción de la realidad es selectiva; al dejar fuera ciertos elementos, tal descripción no solo produce las «presencias» de lo que incluye, sino también las ausencias de lo que excluye. El mito del texto presente, sugiere Derrida, se convierte en la ideología del texto qua texto. Se considera que los textos son legítimos porque puede confiarse en que son el reflejo de los hechoso ideas que contienen. Sin embargo, si el texto se basa en ausencias no puede aceptarse por su significado literal. Los textos deben ser deconstruidos porque se basan en ausencias. «El 'deconstruir' la filosofía», escribe Derrida en cierto momento, no es únicamente investigar la historia de sus conceptos clave, sino también determinar , desde una posición «externa» a la propia posición del autor, «qué es lo que esta historia ha podido ocultar o prohibir, constituyéndose ella misma en historia a través de esta represión en la que está interesada» {Derrida: 1981, pp. 6-7, traducción no literal).

Para demostrar el carácter central de los clásicos es necesario deconstruir las discusiones de la ciencia social sobre los clásicos. Solo si se entiende la sutil interacción entre ausencia y presencia podrá apreciarse la función teórica de los clásicos, aunque es más difícil apreciar la praxis interpretativa mediante la cual actúa este teorizar.

La interpretación de los clásicos como argumento teórico:

Talcott Parsons y su crítica del período de postguerra

Es posible entender la teoría sociológica del período que se extiende aproximadamente desde la Segunda Guerra Mundial hasta comienzos de la década de los ochenta como una disciplina con una forma relativamente coherente {Alexander: 1986). El inicio de este período estuvo marcado por la aparición de la teoría estructural-funcionalista, y al menos hasta finales de los años sesenta este enfoque tuvo una relativa predominancia en el campo científico. Sin embargo, ya a finales de los años cincuenta y principios de los sesenta se desarrollaron importantes críticas a la teoría funcionalista. Hacia mediados de los setenta la importancia del funcionalismo había disminuido, y se habían convertido en tendencias dominantes las corrientes que anteriormente lo criticaban. A comienzos de la década de los ochenta estas orientaciones establecidas empezaron a ser revisadas. En la actualidad es muy posible que esté surgiendo un campo teórico enteramente nuevo; puede sin duda afirmarse que se está viniendo abajo la antigua «forma coherente» de los últimos cuarenta años.

Aunque no voy a tratar de demostrar aquí (vid., p. ej., Alexander 1987a [en preparación]) ese supuesto, todo lo que sigue se basa en la idea de que este movimiento teórico proporciona el marco conceptual en el que se ha desarrollado la ciencia social empírica «normal». Lo que quiero indicar es que este movimiento teórico sistemático ha

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inspirado y ha sido a su vez inspirado por debates de gran alcance sobre la naturaleza y el significado de obras clásicas de la sociología.

Es sabido que a lo largo del periodo de la Primera Guerra Mundial la teoría europea desempeñó un papel dominante. En el periodo de entreguerras diversas razones motivaron que el centro de la sociología comenzara a desplazarse desde Europa a los Estados Unidos. Antes de la Segunda Guerra Mundial, la Escuela de Chicago y las teorías institucionalistas cuasi-marxistas eran las tendencias más destacadas en los Estados Unidos. Estas teorías se centraban principalmente en la interacción individual, en el conflicto de grupos y en el entorno ecológico-material, y los clásicos en que se inspiraban eran pragmáticos como Cooley y Mead, institucionalistas como Veblen y europeos como Simmel. El funcionalismo estructural surgió como reacción a estas tradiciones. Este no se basaba solo en los escritos de Parsons, sino también en las obras de un número elevado de investigadores con talento cuya obra ya había comenzado a ejercer influencia en los años treinta. Sin embargo, en las páginas que siguen voy a centrarme en Parsons como líder de esta tradición.

Naturalmente, es cierto que razones sociales, extracientíficas, contribuyeron a la buena recepción de la obra funcionalista. Sin embargo, en primer término esta obra se valoró y acogió por lo que se consideraban motivos científicos. Como sostendría la perspectiva empirista, entre estos motivos se contaba la visión teórica y el poder explicativo de la obra de Parsons. Pero no se limitaban únicamente a esto, pues Parsons no solo fundaba su aspiración a una posición científica dominante en su obra sistemática, sino también en la autoridad de los textos clásicos. Parsons sostenía que los textos clásicos orientaban la actividad científica hacia el tipo de teoría sistemática que él había concebido.

Cuando Parsons comenzó su carrera teórica en los años veinte, él mismo estaba vinculado a la mixtura de pragmatismo, evolucionismo e institucionalismo que caracterizaba la tradición americana (Wearne: 1985). Sin embargo, en la obra que marcó el inicio del ascenso de la teoría funcionalista era notoria la ausencia de los clásicos relacionados con esa tradición. En The Structure of Social Action (1937), Parsons pretendía definir los resultados más importantes alcanzados por la anterior generación de teóricos de la sociología. Pero no sólo estaban ausentes de ella los pragmatistas e institucionalistas americanos, sino también Simmel y Marx; y hasta muchos años después seguirían ausentes de la teoría sociológica sistemática. Las «presencias» en la reconstrucción de Parsons eran Marshall, Pareto, Durkheim y Weber. Parsons sostenía que fueron ellos –y sobre todo Durkheim y Weber- quienes formaron la tradición clásica de la que debía partir toda sociología futura.

Esta selección de obras anteriores no fue la única razón por la que la obra de Parsons del año 1937 adquirió tal importancia; también se debió a su interpretación de los textos elegidos. Parsons sostenía, sin duda con cierta ambigüedad (Alexander: 1983), que estos sociólogos enfatizaron los valores culturales y la integración social. La agudeza de su intuición conceptual y la densidad de su argumentación textual le permitieron a Parsons defender esta interpretación de forma extremadamente convincente. En otras palabras: el éxito de su tesis sobre los clásicos se debió a su praxis interpretativa, y no -como el propio Parsons ha sugerido (vid. supra)- a la naturaleza empírica de su descubrimiento. Esta interpretación, a su vez, estaba inspirada par intereses teóricos. Solo retrospectivamente ha comprendido la comunidad sociológica qué incompleta era la lectura de Parsons, y cómo su interpretación de esos autores clásicos estaba concebida de forma tal que apoyara la tesis teórica sistemática que Parsons pretendió justificar posteriormente mediante estos textos.

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En su crucial discusión de la primera gran obra de Durkheim, por ejemplo, Parsons interpretaba el capítulo quinto del libro primero de La división social del trabajo -la discusión, ahora célebre, sobre los elementos no contractuales del contrato- como un argumento en favor del control normativo y cultural en la vida económica. Pero puede defenderse, por el contrario, (Alexander: 1982b, pp.124-40), que la intención de Durkheim en este capítulo era subrayar la necesidad de un estado relativamente autónomo y regulador. Además, Parsons ignoró por completo el libro segundo de La división social del trabajo, en el que Durkheim presentaba un análisis ecológico, incluso materialista, de las causas del cambio social. Parsons sugería así mismo que la última obra de Durkheim, Las formas elementales de la vida religiosa, representaba una desviación idealista del tratamiento pluridimensional de la solidaridad que había formulado en su escrito precedente. Sin embargo, Parsons difícilmente estaba en condiciones de extraer esta conclusión, dado que en realidad pasó por alto partes importantes de su anterior escrito. Parece mucho más probable que los últimos escritos de Durkheim fueran coherentes entre sí. En caso de que sea así, ese idealismo que a Parsons le parecía una desviación sería una característica de la obra más madura de Durkheim. La precipitada lectura parsoniana de Durkheim tuvo como consecuencia que su insistencia unilateral en la normatividad de los últimos veinte años de Durkheim quedara, en buena medida, a salvo de críticas.

La interpretación parsoniana de Durkheim -no a pesar de su brillantez, sino a causa de esta- estaba, pues, inspirada en los intereses teóricos que en el período posterior a la publicación de La estructura de la acción social sirvieron para establecer las líneas maestras de la obra funcionalista; cosa que, con mayor motivo, cabe afirmar de su análisis de Weber .En primer lugar, Parsons ignoró la tensión irresuelta entre la teoría normativa e instrumental que impregna incluso la misma sociología de la religión de Weber. Sin embargo, es todavía más significativo que ni siquiera tuviera en cuenta la sociología política sustantiva que Weber desarrolló en Economía y sociedad: las discusiones históricas de la transición desde la economía doméstica patriarcal a los sistemas feudales y patrimoniales, discusiones que giran casi exclusivamente en torno a consideraciones antinormativas. Parsons pudo defender una interpretación de Weber basada en la idea de que la sociología. política de dicho .autor estaba centrada en el problema de la legitimidad moral y política solo porque ignoró esta parte esencial de la obra weberiana.

En los años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial la selección e interpretación parsoniana de los clásicos llegó a ser ampliamente aceptada. Su veneración hacia estos autores clásicos era personal y manifiesta, y contribuyó eficazmente a que sus contemporáneos sintieran del mismo modo. En cada nuevo paso de su posterior desarrollo teórico insitía en que la teoría funcionalista era una continuación lógica del camino que habían abierto estos antecesores.Y, en efecto, en cada nueva fase de su actividad teórica posterior Parsons «retornaba» a Weber y a Durkheim, y cada relectura le permitía comprender las promesas y los problemas de sus obras desde la perspectiva del nuevo paradigma funcional que estaba gestando.

En su larga introducción a la traducción colectiva de la obra de Weber Theory of Social and Economic Organization, Parsons (1947)consideraba que Weber había subrayado con acierto el contexto valorativo de los mercados y el transfondo cultural de la autoridad, pero afirmaba que su teoría de la burocracia insistía excesivamente en el papel de la jerarquía porque descuidaba la socialización y las normas profesionales. Es sabido que ambas cuestiones constituyeron el tema de The Social System (Parsons: 1951), que apareció cuatro años después. De modo similar, Parsons investigó el tratamiento de la integración

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social en Durkheim en el seno de su propio análisis de la diferenciación interna de los sistemas sociales (Parsons: 1967). Encontró que Durkheim se había ocupado de la diferenciación de objetivos, normas y valores mucho más de lo que él mismo había pensado en su interpretación de hacía treinta años. y cuando Parsons emprendió el trabajo de conceptualizar una teoría evolutiva del cambio social, demostró en una extensa investigación de la teoría de la religión de Weber que este también tenía un enfoque evolutivo, cosa que Bellah (1959), uno de los discípulos más cualificados de Weber , se había encargado de demostrar respecto a Durkheim varios años antes.

Finalmente, tenemos el caso de un teórico cuyo status clásico Parsons solo reconoció posteriormente, y cuya anterior ausencia, por tanto, trató de corregir con urgencia. En la teoría funcionalista madura de Parsons, que se presentó por primera vez en 1951 con la publicación de The Social System, la socialización desempeña un papel principal, y el fenómeno se abordaba desde un punto de vista psiconalítico. En su prefacio a ediciones posteriores de The Structure of Social Action, Parsons lamentaba no haber incluido a Freud en aquella selección de autores clásicos. Ciertamente, el no hacerlo se había convertido en los años cincuenta en algo peligrosamente anómalo. Dada la centralidad de los clásicos, el hecho de que Parsons omitiera una discusión autorizada de Freud dejó expuesto su funcionalismo psicoanalítico a serias críticas. Los freudianos antifuncionalistas podían aducir que la teoría psicoanalítica no tenía nada que ver con la socialización; que, al contrario, ponía de relieve la desorganización de la personalidad y su rebelión frente a la civilización. A partir de 1952 Parsons (1964a; 1964b; 1955) dedicó una serie de ensayos a demostrar que Freud veía en la introyección objetiva la base del desarrollo de la personalidad; la introyección objetiva, por supuesto, no era más que la interiorización de los valores con otro nombre.

Cuando a finales de los años cincuenta surgió una corriente teórica y empírica opuesta al funcionalismo, la interpretación parsoniana de los clásicos se convirtió en uno de sus temas principales. Tampoco estas críticas constituían un intento consciente de deconstrucción, es decir, no se trataba de un movimiento que desvelaba los intereses teóricos subyacentes a la argumentación clásica en cuanto tal. Más bien se trataba, sobre todo, de «poner en orden los hechos históricos». Además, se atribuían exclusivamente al propio Parsons los intereses teóricos y estrategias interpretativas, si es que llegaba a admitirse su existencia: por lo que se refiere a sus propias investigaciones, los críticos de Parsons tenían, necesariamente, que conservar intacta su actitud ingenua.

Da testimonio del poder de Parsons el hecho de que en las primeras etapas de este proceso las ausencias más sorprendentes de su interpretación de los clásicos fueran las que menos atención atrajeron. Hinkle (1963; 1980) defendía la legitimidad de la teoría americana anterior, tanto en su vertiente institucional como en su vertiente pragmática, sugiriendo que podía considerarse por derecho propio como un cuerpo de teoría elaborada. Sin embargo, es posible ver que, en realidad, su tesis defiende la construcción teórica de Parsons apuntalando su propia concepción de la historia, como indica el título del temprano artículo de Hinkle «Antecedents of the Action Orientation in American Sociology before 1935». En su tesis doctoral sobre la teoría de conflictos en la sociología americana anterior, Coser atacaba con mucha mayor agresividad la selección de Parsons, criticando la orientación de sus problemas y apoyándose en la teoría institucionalista. Sin embargo, solo se llegó a imprimir un breve resumen de la tesis de Coser (Coser: 1956, pp. 15-31).

Levin comparaba a Simmel y Parsons en su tesis doctoral de 1957, sugiriendo que, como mínimo, existía cierto paralelismo entre Parsons y un importante autor anterior que

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había ignorado completamente. Sin embargo, tampoco esta tesis se publicó hasta pasados más de veinte años. Cuando finalmente salió a la luz -en una serie impresa en offset dedicada a la edición de libros agotados o de tesis doctorales no publicadas- Levine (1980) hizo más críticas y explícitas las implicaciones de su introducción de Simmel. En una nueva introducción recalcó la decisión de Parsons de eliminar del manuscrito definitivo de The Structure of Social Action el capítulo que había redactado sobre Simmel. Esto demostraba, en opinión de Levine, que Parsons había efectuado su selección de los clásicos para apoyar su «sesgado» interés teórico apriorístico. Parsons excluyó a Simmel porque incluirlo hubiera supuesto extender una influencia antifuncionalista. Aunque no cabe duda de que esa crítica de la ausencia está justificada, no lo está la interpretación de Levine. Su tesis de que el mero hecho de incluir a Simmel hubiera significado presentar una visión antifuncionalista se basa en el supuesto empirista de que la obra de Simmel tiene un significado inequívoco.

Sin embargo, la más conspicua de las ausencias en la interpretación de Parsons, la figura de Karl Marx, no recibió una atención generalizada en esta primera fase. Más adelante sugeriré que Marx empezó a discutirse por primera vez solo a través del debate originado en el seno de la escuela parsoniana y bajo el aspecto de la teoría del «conflicto». Solo una vez que los funcionalistas habían sido sucedidos por sus críticos se elevó a Marx a la categoría de clásico de forma explícita. Cuando en 1968 Zeitlin desbarató la interpretación de Parsons afirmando que los clásicos parsonianos eran conservadores cuya obra solo podía entenderse como reacción a Marx, su tesis todavía despertó una atención relativamente escasa.10

De hecho, se convirtieron en el centro del incipiente movimiento antifuncionalista ausencias más sutiles en la interpretación parsoniana de Durkheim, Weber y Freud. El interés teórico principal consistía en la restauración de una teoría sociológica más orientada al estudio del poder, más centrada en la economía; existía un interés secundario por recuperar la importancia de la acción contingente frente a lo que se consideraba la insistencia parsoniana en el orden colectivo como tal. Así, a mediados de los años cincuenta Gouldner editó la primera traducción inglesa de Socialism and Saint-Simon, de Durkheim; una obra de su etapa media a la que Parsons nunca se había referido. Gouldner sostenía que esta obra demostraba la existencia de un Durkheim materialista y radical enteramente opuesto al de la doctrina funcionalista. El que la praxis interpretativa de Gouldner fuera grosera y mal fundamentada en comparación con la de Parsons explica, sin duda, el éxito relativamente escaso del libro, pero lo que importa son los intereses teóricos que subyacen a la tesis de Gouldner. Giddens (1972) sostuvo la misma idea en un período mucho más turbulento y mediante una interpretación mucho más elaborada. Su tesis de que Durkheim, lejos de divergir de Marx a este respecto, coincidía con él en su interés prioritario por las cuestiones económicas e institucionales -llegando a afirmar que Durkheim jamás se ocupó del «problema del orden» parsoniano- desempeñó un importante .papel en el rechazo de la teoría funcionalista en aquel periodo posterior. De hecho, en el proceso de elaboración del enfoque neo-marxista del análisis estructural en el que se encontraba trabajando, Giddens rechazó tajantemente la concepción evolucionista parsoniana de la obra de Durkheim;

10 ¿Necesito subrayar que estoy hablando únicamente de la discusión en la disciplina sociológica definida en sentido estricto? En Francia y. en Alemania, por supuesto, Marx siempre ha sido el centro de un amplio debate Intelectual. Piénsese en Sartre y en la Escuela de Frankfurt.

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invirtiendo el análisis de Parsons, degradó Las formas elementales de la vida religiosa y afirmó que La división del trabajo social constituía la obra más importante de Durkheim. Martindale (1960) y Bendix (1971) atacaron de forma distinta la interpretación voluntarista de Parsons. Como weberianos interesados principalmente en las cuestiones del poder de los movimientos políticos y de la contingencia, insistieron en que el planteamiento de Durkheim era en realidad organicista y antiindividualista.

Como es sabido, Bendix se dedicó a demostrar que el «auténtico»,. Weber no tenía prácticamente nada en común con el retrato normativo que puede encontrarse en la obra de Parsons. Bendix sostenía que el Weber de Parsons se basaba en traducciones idealistas erróneas de términos clave, como la caracterización parsoniana de Herrschaft como «coordinación imperativa» y no como «dominación», que es lo que correspondería a una traducción más literal del alemán. Bendix también afirmaba que la interpretación de Parsons suavizaba injustificadamente la sociología política de Weber y sus escritos sobre el control patrimonial. Para Bendix, esta forma entender a Weber era simplemente la otra cara de su intento por construir una sociología histórica comparada (p. ej., Bendix: 1978). Guenther Roth, discípulo de Bendix, ha trabajado durante toda su vida en demostrar este Weber alternativo de forma más documentada y detallada. El énfasis que pone Roth en la orientación de la obra de Weber hacia el estudio del conflicto de grupos en su larga introducción a Economía y sociedad demuestra que hay una clara ambición teórica detrás de su documentada reconstrucción de esta obra. Aproximadamente al mismo tiempo, un discípulo de Coser –Arthur Mitzman (1970}- sugería que, lejos de encontrarse orientada hacia los valores y la integración, había que considerar la obra de Weber como una lucha nietzschiana en contra de la dominación de los valores racionales. Anteriormente Wrong (1961) había hecho una revisión mucho más explícita del Freud parsoniano. Este autor sostuvo que Parsons subestimaba excesivamente el énfasis en la represión , la concepción freudiana del super-ego y la capacidad autónoma , rebelión antisocial que Freud atribuyó al id.

Pero el esfuerzo de base por acabar con la hegemonía de la teoría funcionalista no consistió solo en encontrar nuevas formas de interpretar los clásicos y en proponer nuevos clásicos. También consistió en desarrollar nuevas escuelas teóricas capaces de ofrecer una alternativa sistemática a lo que se consideraban los énfasis característica del funcionalismo. De este modo surgieron la teoría de conflictos, la teoría del intercambio, el interaccionismo simbólico, la etnometodología, y una forma específicamente sociológica de la teoría social humanista o radical. Estas escuelas tenían que definir sus propios clásicos, y lo hicieron; no solo en oposición a las interpretación de Parsons, sino también en oposición al propio Parsons. Pues en el transcurso del período de postguerra que marcó la ascensión de Parsons, su propia obra se había convertido en un clásico contemporáneo: hasta tal punto se había envuelto en un carisma numinoso que las afirmaciones de Parsons llegaron a ser veneradas por sí mismas, a ser aceptadas no por su solidez teórica, sino porque eran suyas y solo suyas. En consecuencia, la interpretación de la obra de Parsons pasó a ser una tarea secundaria (vid. Alexander: 1983), pues probar que Parsons dijo o no dijo algo se convirtió en lo mismo que formular una tesis teórica per se.

Por consiguiente, las escuelas que se desarrollaron a remolque de las críticas antifuncionalistas tenían una doble tarea interpretativa. Por una parte tenían que encontrar nuevos clásicos; por otra, tenían que desembarazarse de ese contemporáneo recientemente elevado a la categoría de clásico. Podemos observar este doble aspecto en la fundación de toda escuela teórica nueva. Era preciso distinguir a Parsons de los clásicos más antiguos.

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Esta tarea se cumplió en dos pasos: en primer lugar, sosteniendo que los clásicos no eran lo que Parsons afirmaba que eran; en segundo lugar, sosteniendo que Parsons no era lo que se había pretendido que era. Esta doble interpretación se manifiesta con toda claridad en una serie de ensayos muy discutidos en los que Pope (1973) y sus colegas (Cohen, Hazelrigg y Pope: 1975) propugnaban la «deparsonificación» de los clásicos.

Consideremos, por ejemplo, la aparición de la teoría del conflicto. Los textos clave de este movimiento fueron la obra de Rex Key Problems in Sociological Theory (1961), la de Dahrendorf Class and Class Conj1ict in Industrial Sociology (1959), y la de Coser The Functions of Social Conflict {1965). Para defender la idea de que la teoría sociológica sistemática debía centrarse en el conflicto, era preciso sostener que la teoría funcionalista se centraba en la estabilidad. Y en vez de limitarse a argumentar estas ideas en el nivel de la teoría sistemática o en el trabajo empírico, todos ellos lo hicieron interpretando el «significado» de la obra de Parsons. Por un lado, los intereses teóricos que aportaron a esta tarea pusieron de manifiesto importantes debilidades de la obra de Parsons; por otro, tales intereses teóricos se limitaron a producir un nuevo campo semiótico de ausencias que vino a reemplazar al de Parsons.

Las lecturas de Parsons desde la teoría del conflicto ignoraron, por ejemplo, toda la serie de ensayos «funcionalistas» que este publicó entre 1938 y 1950, y -10 que quizá sea más significativo- el hecho de que su teoría abordó directamente el problema del cambio desde la publicación de The Social System en 1951. Esta destrucción de Parsons estaba simbólicamente vinculada a la interpretación de Weber y Marx. Rex saludó a Marx como teórico del conflicto antisuperestructuralista; Dahrendorf presentó un Weber exclusivamente interesado en una teoría del poder coercitivo. La interpretación de los clásicos de Coser difería, porque afirmaba que los maestros teóricos del conflicto y el cambio eran Simmel y Marx. Un año antes de la publicación del libro de Coser, Bendix, el crítico de Parsons desde el campo weberiano, había sentado las bases de esta tesis en el mundo angloparlante: en 1955 había publicado una traducción del trabajo de Simmel Conflict and the Web of Group Affiliations. El teórico sistemático más importante de la escuela del conflicto, Collins (p. ej., 1968; 1975; 1986) ha continuado criticando la elevación de Parsons a la categoría de clásico y reestructurando la antigua tradición clásica de modo muy similar.

La teoría del intercambio hizo su primera aparición con la contribución de Homans (1958) al número del American Journal of Sociology que conmemoraba el nacimiento de Simmel. Después de que Homans elaborara los aspectos sistemáticos de esa teoría en Social Behavior (1961), defendió su legitimidad reinterpretando el clásico contemporáneo predominante en el discurso que pronunció como presidente de la Asociación Americana de Sociología tres años después. Este discurso, «Bringing Men Back In» (Homans: 1964), presentaba una lectura de Parsons como «acción antihumana», y de uno de los mejores discípulos de Parsons, Smelser, como secretamente antiparsoniano. Esta lectura se convirtió en la justificación polémica más importante de la teoría individualista durante los años siguientes. Hasta pasados unos años no se llevó a cabo una fundamentación teórica más positiva de la teoría del intercambio (p. ej., Lindenberg: 1983) en favor de la centralidad de la economía política de Adam Smith.

Al principio, la situación interpretativa de la etnometodología fue bastante diferente. Garfinkel (1963) intentó introducir en un primer momento la obra de Schütz entre los clásicos, al lado de la de Weber y la de Parsons, tanto porque los axiomas básicos de Garfinkel eran meras paráfrasis resumidas de obras fenomenológicas anteriores --cosa que

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durante muchos años él mismo fue el primero en admitir- como porque su ambición teórica todavía no estaba lo suficientemente desarrollada en esa primera época. Sin embargo, cuando Garfinkel hizo explícita su intención de crear la escuela etnometodológica, su relación con los clásicos se hizo mucho más compleja. Ya no bastaba con hacer una lectura individualista de Schütz, lectura que encubría la simpatía de Schütz por el énfasis de Weber en los valores sociales. Las referencias a la obra de Schütz per se se hicieron escasas y espaciadas, pues la etnometodología (Garfinkel: 1984) estaba en trance de presentarse como corriente surgida únicamente de estudios empíricos. Al mismo tiempo, se invirtió la interpretación de Parsons por parte de Garfinkel. Garfinkel necesitaba atacar status clásico de Parsons para sustentar una alternativa a la teoparsoniana. De todos modos, se vio obligado a actuar así, pues distintos intereses teóricos le hicieron contemplar a Parsons de forma diferente. Ahora Garfinkel insistía en que para Parsons los actores eran «idiotas culturales» que se conformaban a las normas inflexiva y acríticamente. Por tanto, quienes valoraban los elementos creativos y rebeldes de la acción humana se verían forzados a elaborar trabajos fenomenológicos de corte «antiparsoniano».

La apenas velada polémica de Blumer (1969) contra la teoría Parsons, polémica que contribuyó recuperar a Mead como «patrón» del interaccionismo simbólico (cfr. Strauss: 1964), tuvo el mismo efecto. Casi al mismo tiempo, otros interaccionistas (Stone y Farbeman: 1967) afirmaban que la obra tardía de Durkheim, lejos de constituir una legitimación del orden moral, en realidad constituía un acercamiento a los objetivos individualistas del pensamiento pragmático.

La sociología radical ganó terreno de forma muy similar, particularmente en los Estados Unidos. Los libros esenciales de esta corriente, ambos publicados en 1970, fueron A Sociology of Sociology de Friedrich, y The Coming Crisis of Western Sociology, de Gouldner. Trabajando desde dentro del contexto liberal americano, ninguno de estos dos autores defendió directamente la centralidad del teórico clásico que Parsons había excluido, a saber, Marx. En lugar de esto, ambos discutieron la vigencia ideológica de Parsons. Si podía demostrarse que Parsons estaba de parte del Establishment político, con ello quedarían legitimadas las posibilidades de una sociología alternativa y radical. Así, mientras que teóricos anteriores (p. ej., Hacker: 1961) habían señalado la tensión entre las teorías supuestamente organicistas de Parsons y sus ideales liberales, reformistas, Friedrich trató de interpretar a Parsons como ideólogo del estado burocrático-tecnocrático, y Gouldner lo alineó con el capitalismo individualista pre-burocrático. La reinterpretación preparó el camino para diez años de trabajo sistemático empírico e historiográfico de izquierdas, gran parte del cual apareció en las páginas de la revista de Gouldner Theory and Society, que trataba de «renovar» la sociología partiendo de los clásicos de la teoría del conflicto, la etnometodología y la teoría crítica de Gouldner. Hasta finales de este período, Gouldner (1980) no realizó ningún intento ambicioso de situar a Marx entre los clásicos. Constituye un fenómeno revelador de la íntima relación entre la historia y la sistemática el hecho de que en la época en que compuso esta última obra -una época en la que sus intereses teóricos e ideológicos habían tomado claramente un cariz antiestalinista- Gouldner había comenzado a interpretar las implicaciones de la obra de Parsons con respecto a la política contemporánea mostrando mayores simpatías por el liberalismo (Gouldner: 1979; 1980, pp. 355-73).

Parece coherente con este proceso el hecho de que en la fase final de la demolición de la interpretación parsoniana de los clásicos se produzca un ataque historicista a los fundamentos fácticos de la obra publicada por Parsons en 1937. Se sostuvo que Parsons

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había distorsionado los clásicos al seguir un método «presentista», es decir, se le acusaba de que sus interpretaciones de textos anteriores estaban «sesgadas» porque no dejaban a un lado los problemas teóricos contemporáneos en favor de una descripción verdaderamente histórica. Jones (1977) sostenía que Parsons ignoraba el ambiente intelectual de Durkheim, y sugería que la imagen que mostraba el conocimiento de ese ambiente no era la de un teórico interesado en cuestiones teóricas generales, sino en los detalles de la vida religiosa de los aborígenes. Camic (1979) y Levine (1980) apuntaron más directamente al corazón teórico de La estructura de la acción social. Un examen del utilitarismo históricamente riguroso, afirmaban, revelaría que este no podía ser la teoría individualista e irracionalista que, como señalaba Parsons, atacaban con acierto las teorías valorativas de la sociología clásica. Dichos autores sostenían que el propio utilitarismo había sido una teoría de orientación moral, y que por tal razón toda la reinterpretación parsoniana de los «progresos» de la tradición sociológica clásica era fundamentalmente errónea. Su crítica se desataba, típicamente, bajo la bandera de la objetividad histórica, y presentaban sus conclusiones como simples exposiciones carentes de presuposiciones teóricas. Como ya había demostrado la influyente historia del pensamiento de Hirschman (1977, pp. 108-10)1 es perfectamente posible que un observador igual de «objetivo» lea incluso la obra de Adam Smith sobre los sentimientos morales como precursora del individualismo racionalista del pensamiento utilitarista. Igual que ocurría con los intentos más sistemáticos precedentes estas tesis historicistas dependían de los intereses teóricos que subyacían a la interpretación, no de una lectura neutral de la misma literatura histórica.

Hacia mediados de los años setenta las nuevas escuelas teórica llegaron a controlar el discurso sociológico general con ayuda de su interpretación de los clásicos. Las reinterpretaciones de Parsons no eran ya hegemónicas. Los clásicos ausentes de la obra parsoniana reaparecieron, y los presentes se «re-presentaron» en aspectos signficativos. En 1972 Lukes publicó una biografía intelectual de Durkheim que fue acogida como la obra interpretativa más importante de los últimos tiempos. En su examen aparentemente minucioso de las disputas sobre la obra de Durkheim, Lukes omitió sin más la interpretación de Parsons.

Sólo ahora, cuando casi se había acabado por completo con la hegemonía de Parsons, apareció finalmente Marx como clásico por derecho propio. Para los teóricos europeos y para los jóvenes teóricos americanos, Marx parecía el único clásico al que tenía que recurrir la ciencia social. El juego de la ausencia y la presencia en las interpretaciones de Marx llegó a tener una importancia fundamental. Humanistas como Avineri (1969) y lukacksianos como Ollman (1971) se mostraron partidarios del joven Marx, pero acabó adquiriendo una amplia aceptación la interpretación de Althusser , mucho más sistemática y exigente (Althusser: 1969; Althusser y Balibar: 1970), en la que se defendía la centralidad de la obra posterior de Marx. Obras como los Grundrisse, el esbozo primitivo de El capital, fueron traducidas e inmediatamente debatidas -p. ej., compárese Nicolaus (1973) con McClellan (1976)11 a la luz de sus implicaciones para esta discusión interpretativa. La

11 En 1971 MacClellan, que defendía un Marx más fenomenológico y sostenía que existía una continuidad entre sus primeros y sus últimos escritos, publicó una traducción de aproximadamente cien de las más de ochocientas páginas de los Grundrisse. En su introducción {1971, p. 12) manifiesta la relevancia teórica del texto prologado: .la continuidad entre los Manuscritos [es decir, los Manuscritos económicos y filosóficos de 1844, característicos del «joven» Marx y los Grundrisse es evidente... un aspecto en particular subraya esta

continuidad: los Grundrisse son tan hegelianos como los Manuscritos de París [de 1844]» Aunque la

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cuestión de si la preeminencia correspondía a la obra del primer Marx o a la del Marx maduro desempeñó un papel crucial para determinar el punto de referencia empírico -formación de las clases o superestructuras ideacionales, procesos económicos o alienación, clases trabajadoras nuevas o antiguas- de una amplia variedad de investigaciones.

En Inglaterra, por ejemplo, surgió una importante corriente de trabajo empírico denominada «estudios culturales» (p. ej., Bennet et al.: 1981; Clark et al.: 1979; Hall et al.: 1980). Centrándose en el estudio de los símbolos y su relación con los conflictos de clase y los conflictos sociales, este movimiento se inspiró (vid. Cohen: 1980; Hall: 1981) casi exclusivamente en autores pertenecientes a la tradición marxista, desde la versión de Williams, característicamente británica, hasta la más ortodoxa teoría althusseriana de los aparatos ideológicos del estado. Ni Durkheim, que en la interpretación de Parsons era el padre de la teoría simbólica, ni Weber , ni ciertamente el propio Parsons, tenían un status ejemplar en opinión de estos investigadores británicos. Puede encontrarse un contraste aleccionador en el movimiento americano de análisis cultural, que había cristalizado anteriormente en torno al análisis de la religión civil de Bellah (p. ej., Bellah y Hammond: 1980). Como había sido derivado de Durkheim y Parsons, difería de la tradición británica en aspectos empíricos, ideológicos y teóricos fundamentales. Pocos contrastes ofrecen una prueba tan concluyente de la importancia determinante de las obras clásicas.

No sólo se habían rechazado las interpretaciones de Parsons, sino que cada vez eran menos quienes le consideraban un clásico. En la microsociología, los debates sobre Homans, Blumer, Goffman y Garfinkel reemplazaron a los debates sobre Parsons; las discusiones sobre el significado de la obra de estos autores eran las que ahora se consideraban equivalentes a la teoría sistemática. En la macrosociología, Parsons había sido tan abrumadoramente desplazado por una amalgama de la teoría del conflicto y de la teoría crítica que los nuevos métodos «estructurales» pudieron negar los fundamentos no empíricos y clásicos (p. ej., Lieberson: 1980; Skocpol: 1979; Treiman: 1977). Se alcanzó un hito en esta negación de su rango clásico con la publicación en 1976 de New Rules of Sociological Method, de Giddens, quien no solo manifestaba que las ideas de Parsons eran perjudiciales para una buena teoría, sino, además, que los clásicos de Parsons -Durkheim y Weber- eran los mayores obstáculos al futuro progreso teórico. Giddens (1979; 1981) comenzó a desarrollar un elenco de clásicos enteramente diferente, en el que tampoco incluyó a Marx.

En esta fase, sin embargo, parece que el esfuerzo por superar la interpretación de Parsons debería considerarse un movimiento pendular más que una sucesión progresiva. Los primeros escritos que intentaron «detener la avalancha» desde la tradición parsoniana -Eisenstdat (1968) sobre Weber, Smelser (1973) sobre Marx, Bellah (1973) sobre Durkheim- fueron un fracaso. Sin embargo, intentos más recientes de mantener no solo la centralidad de los clásicos de Parsons, sino también su característico interés por las dimensiones culturales de las teorías de estos autores clásicos han tenido un éxito mayor (Alexander: 1982b; Habermas: 1984; Schlüchter: 1981; Seidman: 1983a; Traugott: 1985; Whimpster y Lash: 1986; Wiley: 1987). La descripción de la teoría americana como una

traducción de Nicolaus apareció dos años después, tenía la evidente virtud académica de ser una edición anotada y completa. No obstante, es manifiesto desde la primera de las sesenta páginas de su prefacio que este estudio es un instrumento para demostrar su oposición teórica a los escritos tempranos de Marx. En la primera página anuncia 9ue el manuscrito que se presenta a continuación «muestra las claves... de la demolición de la filosofía hegeliana por parte de Marx». (Nicolaus: 1973, p. I).

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alternativa individualista al colectivismo de los clásicos europeos también ha empezado a ponerse en tela de juicio (cfr .en especial Lewis y Smith (1980), pero también Joas (1985). Cierta corriente trata incluso de restablecer el status clásico del propio Parsons. En un notable cambio de posición, Habermas ha afirmado que «en la actualidad, no es posible tomar en serio ninguna teoría social que, como mínimo, no clarifique su relación con Parsons» (1981, p. 297). Mi propia obra (1983; 1985) sostiene puntos de vista muy parecidos, y sugiero que todavía es posible una tradición «neofuncionalista» basada en una reconstrucción de Parsons y en los fundamentos clásicos de este autor. Finalmente, se están explicando y criticando (Alexander: 1984; Sewell: 1985) las presuposiciones del «nuevo estructuralismo»; ciertos teóricos (por ejemplo, Alexander: [en preparación], 1987b; Thompson: 1985) han comenzado a mantener que las ideas de Durkheim sobre la estructUra desempeñan todavía un papel significativo, tesis que también comparten importantes analistas empíricos de esta tradición (p. ej., Fenton: 1984; Hunt: [en preparación], 1987; O'Connor: 1980; Traugott: 1984).

Este examen del debate sobre los clásicos en el periodo de postguerra ha sido necesariamente parcial. Si el espacio lo permitiera, se hubiera investigado, por ejemplo, la forma en que las discusiones sobre los clásicos ayudaron a estructurar los subcampos empíricos de la sociología12. Incluso dentro de los límites de mi discusión, tampoco he tenido la oportunidad de mostrar detalladamente cómo toda discusión participa de la actividad teórica sistemática, por no hablar del trabajo empírico. A pesar de estas limitaciones, sin embargo, creo que el punto central de mi análisis ha quedado sustancialmente documentado: en la discusión teórica «sistemática» más importante del periodo de postguerra, la discusión «histórica» sobre el significado de las obras clásicas desempeñó una función decisiva. Al establecer un nuevo elenco de autores clásicos para la discusión teórica de postguerra, la investigación parsoniana tenía motivaciones intelectuales y estratégicas. Adentrándose en los escritos de Durkheim, Pareto y Weber, Parsons obtuvo intuiciones genuinamente nuevas de la estructura y los procesos del mundo social. Al afirmar que estos autores fueron los únicos fundadores auténticos de la sociología, además, pudo socavar las bases de teorías que él consideraba enteramente equivocadas. Su pretensión de haber «descubierto» los clásicos estaba motivada por intereses teóricos; al mismo tiempo, y dadas las necesarias condiciones generales, su praxis interpretativa era lo suficientemente sólida como para convencer a la comunidad de científicos sociales de que las posiciones de esos clásicos prefiguraban su propia posición.

El nexo entre la sistemática histórica y contemporánea era tan fuerte que la hegemonía teórica de Parsons solo podía ponerse en cuestión si también se atacaba su versión de la historia clásica. La formulación de una versión alternativa se llevó a cabo tanto releyendo los clásicos de Parsons como creando nuevos clásicos. Las razones intelectuales son bastante claras: las teorías poderosas admiten un amplio margen interpretativo. Pero la aceptación de clásicos comunes también fue eficaz desde el punto de vista funcional, pues permitió que los teóricos post-parsonianos elaboraran sus tesis en

12 Véase a este respecto la prometedora obra de Thompson. En «Rereading the Classics: The Case of Durkheim» (1985; cfr. Thompson: [en preparación] Thompson demuestra cómo en el desarrollo de la sociología industrial las interpretaciones diversas gentes de «La división social del trabajo» de Durkheim han desempeñado un papel esencial en debates específicamente empíricos. Estoy en deuda con la discusión teórica de la centralidad de los clásicos de Thompson (1985), que en parte respondía a una versión anterior del presente ensayo.

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términos más o menos ampliamente entendidos. Irónicamente, el que la obra de Parsons fuera elevada a la categoría de clásica hizo más fácil acabar con su teoría, pues creó un medio más o menos compartido a través del cual podían discutirse los méritos de las ideas funcionalistas. Además, como la teoría post-parsoniana se ha construido en parte sobre Parsons, los intentos recientes de superarla han vuelto no solo a los textos clásicos anteriores, sino también a la obra de Parsons; y esto se debe tanto a razones intelectuales como a razones estratégicas. Humanismo y clásicos: por qué es errónea la crítica historicista

Defender enérgicamente la centralidad de los clásicos supone mantener que existe una relación inextricable entre los intereses teóricos contemporáneos y las investigaciones sobre el significado de los textos históricos. En la primera parte de este ensayo he defendido esta posición en la esfera de la teoría sociológica. En la sección precedente he intentado justificar esa afirmación examinando cómo se desarrollan realmente las discusiones sociológicas sobre los clásicos. Concluyendo, intentaré justificar esta afirmación frente las críticas a la centralidad de los clásicos surgidas desde las propias disciplinas humanísticas. Este es el enfoque historicista de la historia intelectual relacionado con la obra de Quentin Skinner, al que se deben -a menudo en combinación con sedicentes historias kuhnianas de la ciencia- importantes incursiones en la discusión sociológica (p. ej., Jones: 1979; Peel: 1971; Stocking: 1965).

La particular importancia de esta crítica se debe al hecho de que la crítica al reduccionismo empirista contemporáneo de la ciencia social generalmente se ha originado en las humanidades. Por lo que se refiere a los clásicos, tal como el propio Merton formuló la dicotomía, han sido las disciplinas humanísticas quienes tradicionalmente han defendido el carácter único y la importancia permanente de las contribuciones de los clásicos. Las humanidades están más relacionadas con la interpretación que con la explicación; después de todo, esta misma distinción se formalizó y planteó por vez primera desde las humanidades. Además, es en las disciplinas humanísticas -desde los estudios históricos decimonónicos sobre la religión hasta la teoría literaria contemporánea- donde se ha insistido en la metodología de la interpretación y de la investigación y reinvestigación del significado de los textos clásicos. Finalmente, la negación de la relevancia de la interpretación textual para las ciencias sociales no subyace solo a la condena empirista de los clásicos, sino que es uno de los supuestos comúnmente compartidos en las discusiones sobre estos.

Mientras que la condena de Merton a la mezcla de historia y sistemática trata de liberar a la sistemática de su carga histórica, la teoría de Skinner critica esa mezcla con la finalidad de purificar la historia de la contaminación de la sistemática. Se trata de transformar la discusión de los textos anteriores en investigaciones libres de supuestos, puramente históricas, investigaciones que, irónicamente, tendrían una forma más explicativa que interpretativa. Aunque Skinner plantea el problema desde el ángulo opuesto, su tesis tendría idéntico efecto. Si la historia puede ser ateórica, la teoría puede ser ahistórica. Si los clásicos pueden estudiarse prescindiendo de la interpretación, entonces no hay razón para mezclar la interpretación en la praxis de una ciencia social libre de clásicos. Skinner ofrece el tipo de historia intelectual que Merton necesitaba pero no pudo

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encontrar13 Me parece, sin embargo, que su teoría histórica adolece del mismo carácter abstracto y antiempírico que la de Merton: no puede dar cuenta del papel central del debate interpretativo en los estudios culturales actuales. y esto se debe al mismo motivo: cae en un empirismo que niega que las presuposiciones tienen un papel central en el estudio de la vida social. Su teoría sostiene este punto de vista en nombre de la defensa de la razón frente al relativismo.

En mi opinión, sin embargo, la razón solo puede poner en su sitio los intereses apriorísticos reconociendo su existencia.

El historicismo detesta que se introduzcan de forma anacrónica problemas contemporáneos en la comprensión de los textos anteriores. Skinner lamenta que esta «prioridad de los paradigmas» solo puede producir «mitologías», pero no dar lugar al descubrimiento de los propios textos (Skinner: 1969, pp. 6-7). Es claro que semejante afirmación se basa en el supuesto implícito de que el círculo hermenéutico puede romperse. Lo que sostiene al historicismo es la creencia de que el mundo verdadero, en su prístina y original gloria, puede revelársele al investigador sólo con que este sepa dónde y cómo mirar. El historicismo proporciona este conocimiento mediante su énfasis en el contexto y en la intención. Los dos supuestos más importantes del historicismo son la idea de que el contexto intelectual y la intención del autor son inmediatamente accesibles a los estudios culturales. De estos se sigue un tercer supuesto, que, en tanto que implícito, bien podría ser el más importante de todos: la idea de que es posible leer y comprender sin especiales problemas textos motivados e históricamente situados. Recordemos que este era precisamente el supuesto latente del ataque de Merton a los clásicos en la ciencia social. Defender la «dificultad» de los textos clásicos y su «autonomía relativa» frente a la intención y el contexto supone, por consiguiente, defender la propia praxis de la interpretación. En último término, es preciso fundir historia y sistemática precisamente a causa de la importancia esencial de la interpretación. Criticaré seguidamente los supuestos en los que se basa el historicismo. 1. Contexto singular versus contexto infinito

El historicismo afirma que las convenciones lingüísticas de un periodo dado revelan el universo intelectual de cualquier obra histórica determinada. «Se sigue de esto», afirma Skinner, «que la metodología apropiada para la historia de las ideas debe ocuparse, en primer lugar, de definir todo lo que haya podido comunicar convencionalmente lo dicho en una ocasión determinada» (Skinner: 1969, p. 49; cfr. Jones: 1986, p. 14; Peel: 1971, p. 264; Stocking: 1965, p. 8). No se manifiesta ninguna reserva con respecto a la posibilidad de recuperar ese contexto. Por ejemplo, Jones afirma sin ningún reparo que es posible lograr

13 Nótese bien que tanto Skinner como Merton condenan por igual la tradicional «historia de las ideas» Ambos, y no es extraño, critican que dicha historia es excesivamente «presentista». En la primera sección de este ensayo afirmaba que la propuesta de Merton para un enfoque alternativo de la historia intelectual era prekuhniana. Una vez más, Skinner ofrecería precisamente la alternativa a la sistemática histórica que Merton no consiguió desarrollar adecuadamente. Lo que uno podría llamar su particular «historia de las ideas» --en contraste con la «historia de las ideas»- se ajusta perfectamente al estereotipo que tienen los científicos sociales empiristas de la investigación de los clásicos, a la que consideran un tipo de investigación puramente histórico y por lo mismo irrelevante para los intereses teóricos contemporáneos. Ya nos hemos referido a un ensayo de Turner en el que se critica la «metateoría»; en dicho ensayo, Turner contrasta la «actividad teórica» con «la investigación de la historia de las ideas» (1986, p. 974 ).

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«una comprensión de todo el contexto sociohistórico del que han surgido las teorías sociológicas» (1977, p. 355). Creo, sin embargo, que debe cuestionarse esta capacidad de la historia para reflejar la sociedad. Si mantenemos el nominalismo de Skinner, tendría que registrarse y analizarse toda proposición significativa de un periodo histórico, una tarea cuya imposibilidad es manifiesta. El contexto sociohistórico total es una quimera. Si adoptamos una posición más realista hemos de reconocer que las generalizaciones son necesariamente selectivas. La selección, por supuesto, siempre implica una comparación con respecto a un estándar anterior. En una observación anómala contenida en un escrito mas reciente, Skinner parece reconocer que la necesidad de seleccionar refuta la posición contextualista que él mismo ha tratado de fundamentar:

Antes de poder identificar el contexto que ayuda a esclarecer el significado de una obra dada ya hemos de haber alcanzado una interpretación que indique qué contextos es más útil investigar como ulteriores puntos de apoyo para la interpretación. La relación entre un texto y su contexto adecuado es, dicho en pocas palabras, un caso de círculo hermenéutico. (Skinnner: 1976, p. 227).

2. Intención transparente versus intención opaca

El historicismo, sin embargo, no es una forma de determinismo social; trata de tomar en consideración la intención del autor. El contexto únicamente sitúa el texto; solo las propias intenciones del autor pueden revelar las convenciones que trata de apoyar y superar con él. Pero esta pretensión también se basa en una creencia empirista en la transparencia del universo social. Se considera que las intenciones son tan recuperables como los contextos. A Skinner no le preocupa el problema de descubrir la intención; simplemente hay que observar «lo que el propio autor trataba de decir» (1969, p. 22). El contraargumento de que «en realidad, es imposible recuperar los motivos e intenciones de un autor» es, insiste Skinner, «enteramente falso» (1972, p. 400). Para encontrar intenciones y motivos no hay más que recurrir a «hechos comunes pero [hasta ahora] sorprendentemente elusivos de la actividad de pensar» (Skinner: 1969, p. 30).

Sin embargo, es esta naturaleza común del pensar lo que se ha sometido a un cuestionamiento radical a lo largo de la mayor parte del siglo xx. El psicoanálisis ha demostrado que ni siquiera los mismos agentes conocen todo el alcance de sus propias intenciones; para qué hablar de terceras personas que no les conocen bien. La mente rechaza el malestar emocional elaborando mecanismos de defensa que limitan drásticamente la comprensión consciente del agente (Freud: 1950). Si bien las pretensiones pseudocientíficas del psicoanálisis han sido criticadas con agudeza, su escepticismo hacia la autocomprensión racional ha marcado la opinión intelectual por lo que se refiere a la interpretación y al método literario. Por ejemplo, las ideas psicoanalíticas inspiraron en buena medida el ataque de la «nueva crítica» a la interpretación contextual e intencionalista. Como el origen de las obras imaginativas más poderosas es profundamente ambiguo, sostiene Empson (1930), los textos están llenos de contradicciones irresueltas y los lectores se ven obligados a inventar interpretaciones sobre el significado y la intención del autor. Todo esto apunta inevitablemente hacia la autonomía del texto, pues pone de manifiesto que ni siquiera el propio autor lo controla de forma consciente. Mi obra acerca del carácter contradictorio de las grandes teorías sociales (Alexander: 1982b, pp. 301-6, 330-43) sugiere que el «engaño inconsciente» es endémico en tales teorías; a la luz de esto,

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buscar el significado de una teoría a través de la intención consciente del autor es, seguramente, un intento del todo inútil.

Inspirados no solo en el psicoanálisis, sino también en la teoría cultural, el estructuralismo y la semiótica han manifestado el mismo punto de vista. Criticando el intencionalismo de Sartre, Lévi-Strauss insiste en que la lingüística estructural demuestra la existencia de una «entidad totalizante» que está «fuera (o por debajo) de la conciencia y de la voluntad», y que tales formaciones lingüísticas son arquetípicas para todo texto cultural (Lévi-Strauss: 1966, p. 252). Ricoeur sostiene un punto de vista similar. El discurso escrito solo es posible, dice, porque disponemos de recursos simbólicos que trascienden la especifidad situacional y la intención inmediata. Mal pueden conocer la intención inmediata de la composición del texto aquellos que se enfrentan a los textos escritos ya redactados: «La trayectoria de un texto escapa al horizonte finito que vivió su autor. Lo que el texto dice ahora importa más que lo que el autor quiso decir» (Ricoeur: 1971, p. 534). La filosofía hermenéutica defiende esta conclusión desde el punto de vista del propio método histórico. Gadamer afirma que es irrelevante el hecho de que la intención del autor y el significado textual coincidan o no, dado que es imposible que el historiador pueda recuperar la intención. Haciendo virtud de la necesidad, expone una perspectiva dialógica según la cual los textos solo puedan revelarse mediante la interlocución en un contexto histórico: «el verdadero significado de un texto cuando este le habla al intérprete no derende de la contingencia ni de quién fue su destinatario original. E significado del texto está parcialmente determinado por la situación histórica del intérprete y, por tanto, por la totalidad del curso objetivo de la historia» (Gadamer: 1975, p. 264). 3. Textos explícitos versus textos multivalentes

La concentración exclusiva del historicismo en el contexto y en la intención está motivada por el supuesto de que es innecesario estudiar el sentido de un texto en sí mismo, es decir, concentrarse en el texto qua texto. Subyace a este supuesto una teoría del significado pragmática, anti-semiótica. Los historicistas afirman que el uso de un texto cualquiera en una ocasión dada determina y agota su significado. La praxis, no el significado textual, deviene objeto de investigación; en palabras de Skinner, «el uso de la proposición relevante por un agente concreto en una ocasión concreta y con una intención concreta (su intención) para hacer una afirmación concreta» (1969, p. 50). Invirtiendo el punto de vista de Ricoeur, Skinner insiste en que «sería ingenuo intentar trascender la especificidad [del texto] con respecto a su situación». Los textos son instrumentos para la acción intelectual; investigarlos supone averiguar «lo que pensaron los agentes históricos genuinos» (Skinner: 1969, p. 29).

Pero si el contexto no es en modo alguno definido, y si es imposible concretar la intención, es preciso admitir que los textos tienen una autonomía relativa. Deben ser estudiados como vehículos intelectuales por derecho propio. Esto no significa negar la intención del autor, pero sí afirmar que la intención solo puede descubrirse en el texto mismo. Como observa Hirsch, «existe una diferencia entre el significado y la conciencia del significado» (1967, p. 22). Los argumentos en favor de la autonomía del texto derivan de estas creencias sobre la naturaleza compleja y oculta de la intención del autor, pues las intenciones del autor inconsciente solo pueden desvelarse mediante un examen independiente del propio texto. Para Ricoeur (1971) los textos tienen un «superávit de significado». Freud (1913) insiste en la «sobredeterminación» del simbolismo onírico.

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Foucault (1970) sostiene que discursos ocultos estructuran los documentos escritos de la historia. Un texto dado adquiere este significado «extra» a causa de los principios organizativos inherentes a esa forma cultural particular. Ricoeur considera que ese superávit se debe al mito ya la metáfora. Freud piensa que la sobredeterminación se encuentra en recursos de la construcción onírica, tales como el desplazamiento y la condensación. Los discursos de Foucault se basan en las modalidades que establece la arqueología del conocimiento. Un texto es un sistema de símbolos que determina el significado de un autor en la misma medida en que el autor le dota de significado. Por tanto, para estudiar los significados de un texto particular debemos estudiar las reglas particulares de ese sistema. El investigador debe conocer las reglas que gobiernan ese tipo peculiar de actividad imaginativa: cómo operan en los sueños el desplazamiento y la condensación, cómo la forma narrativa apoya la lógica estructural (Barthes: 1977). Estas reglas, que los teóricos de la literatura denominan «reglas del género» (p. ej., Hirsch: 1967, pp. 74, 80), forman parte de la conciencia de los autores, pero rara vez son inventadas por estos; los textos permiten la comunicación interpersonal porque son reglas socialmente constituidas y transmitidas.

La finalidad del debate crítico es explicitar estas reglas y mostrar cómo son estas presuposiciones y no otras las que producen el significado de los textos. Si el razonamiento cultural está abocado a ser relativo, el intento de Skinner para defender la razón mediante su subterfurgio empirista está condenado al fracaso desde el principio14. Solo puede preservarse la razón explicitando los presupuestos y sometiéndolos a debate disciplinado. Los cánones valorativos se proponen, no se descubren; solo la persuasión puede llevar a los participantes en el discurso a aceptar la validez de tales cánones. Por esta razón, la interpretación y el debate teórico van unidos. «Admitir la imposibilidad de demostrar un

14 Precisamente el hecho de que el empirismo esté condenado al fracaso explica la serie de declaraciones (a las que solo cabe calificar de retractaciones) con las que Skinner y sus partidarios responden al debate crítico sobre su obra. Skinner (1972), por ejemplo, ha tratado de separar motivo e intención, sosteniendo que si bien no es posible conocer el motivo, sí es posible conocer la intención. Esto manifestaba un reconocimiento implícito de la autonomía de los textos, pues ahora Skinner afirmaba que solo podía desvelarse la intención comprendiendo la verdadera naturaleza de la escritura. Pero también esta observación se ha matizado de modo ambiguo. Skinner (1972, p. 405) afirma que «él solo se ha preocupado de que... con independencia de qué sea lo que un escritor haga al escribir, lo que escribe ha de ser relevante para la interpretación»; no se trata de que la intención del escritor tenga que ser la base de la interpretación per se. Skinner limita su pretensión a la idea de que «entre las tareas del intérprete ha de encontrarse la recuperación de las intenciones del escritor al escribir lo que escribe», pero indica que también puede prescindirse de la intención. Aunque «siempre será peligroso... para un crítico ignorar las manifestaciones explícitas del propio autor acerca de qué es lo que estaba haciendo en una obra dada», reconoce que «el propio escritor pudo haberse equivocado al reconocer sus intenciones, o haberlas formulado de forma incompetente» La obra reciente de Jones, el más importante seguidor de Skinner en la sociología, también está marcada por equívocos y retractaciones decisivas. Por ejemplo, este autor afirma ahora (Jones: 1986, p. 17), que «la disponibilidad (o no disponibilidad) contextual de los términos descriptivos o clasificativos no es el criterio que determina que nuestras afirmaciones sobre un agente histórico sean anacrónicas o no». Y parece aceptar el inevitable presentismo de la investigación textual: «La praxis de la propia ciencia social (incluida la historia) no solo se beneficia, sino que muchas veces requiere que apliquemos conceptos y, categorías que les eran totalmente ajenos a los agentes cuyas creencias y conducta deseamos entender» Aunque Jones y Skinner siguen defendiendo la posición historicista, si estas concesiones se tomaran en cuenta se resentiría la validez de la posición historicista como tal. A este respecto estoy en deuda con la obra de Seidman (1983b; [en preparación]a; [en preparación]b); en general, mi deuda con este autor se extiende al esclarecimiento de muchos problemas considerados en este ensayo.

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sistema de axiomas» escribió Raymond Aaron en cierta ocasión, «no es un fracaso de la inteligencia, sino un recordatorio de sus límites» (1961, p. 106).

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