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1  1a, El Bautismo Roma, 8 de enero de 2014 Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! Hoy comenzamos una serie de catequesis sobre los Sacramentos, y la primera es respecto al Bautismo. Por una feliz coincidencia, el próximo domingo precisamente la fiesta del Bautismo del Señor. 1. El Bautismo es el sacramento sobre el que se sustenta nuestra propia fe y que nos injerta como miembros vivos en Cristo y en su Iglesia. Junto a la Eucaristía y la Confirmación forma la llamada "Iniciación Cristiana", la cual constituye como un único gran evento sacramental que nos configura al Señor y nos convierte en un signo vivo de su presencia y de su amor. Pero puede nacer en nosotros una pregunta: ¿es realmente necesario el Bautismo para vivir como cristianos y seguir a Jesús? ¿No se trata en el fondo de un simple rito, un acto formal de la Iglesia para dar el nombre al niño o a la niña? Es una pregunta que puede surgir, ¿no? En este sentido, es esclarecedor lo que escribe el apóstol Pablo: "¿O no sabéis que todos los que hemos sido bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte? A través del bautismo, pues, fuimos sepultados con él en la muerte, para que al igual que Cristo resucitó de los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros podamos caminar en una vida nueva" (Rm 6,3-4). ¡Así que no es una formalidad! Es un acto que afecta profundamente nuestra existencia. No es lo mismo, un niño bautizado o un niño no bautizado. ¡No es lo mismo! No es lo mismo una persona bautizada o una persona no bautizada. Nosotros con el bautismo somos sumergidos en la fuente inagotable de la vida que es la muerte de Jesús, el más grande acto de amor de toda la historia; y gracias a este amor podemos vivir una nueva vida, ya no a merced del mal, el pecado y la muerte, sino en comunión con Dios y con los hermanos. 2. Muchos de nosotros no tenemos el más mínimo recuerdo de la celebración de este Sacramento, y es obvio, si hemos sido bautizados poco

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1a, El Bautismo

Roma, 8 de enero de 2014

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! Hoy comenzamos una serie de catequesis sobre los Sacramentos, y la primera es respecto al Bautismo. Por una feliz coincidencia, el próximo domingo precisamente la fiesta del Bautismo del Señor. 1. El Bautismo es el sacramento sobre el que se sustenta nuestra propia fe y que nos injerta como miembros vivos en Cristo y en su Iglesia. Junto a la Eucaristía y la Confirmación forma la llamada "Iniciación Cristiana", la cual constituye como un único gran evento sacramental que nos configura al Señor y nos convierte en un signo vivo de su presencia y de su amor. Pero puede nacer en nosotros una pregunta: ¿es realmente necesario el Bautismo para vivir como cristianos y seguir a Jesús? ¿No se trata en el fondo de un simple rito, un acto formal de la Iglesia para dar el nombre al niño o a la niña? Es una pregunta que puede surgir, ¿no? En este sentido, es esclarecedor lo que escribe el apóstol Pablo: "¿O no sabéis que todos los que hemos sido bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte? A través del bautismo, pues, fuimos sepultados con él en la muerte, para que al igual que Cristo resucitó de los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros podamos caminar en una vida nueva" (Rm 6,3-4). ¡Así que no es una formalidad! Es un acto que afecta profundamente nuestra existencia. No es lo mismo, un niño bautizado o un niño no bautizado. ¡No es lo mismo! No es lo mismo una persona bautizada o una persona no bautizada. Nosotros con el bautismo somos sumergidos en la fuente inagotable de la vida que es la muerte de Jesús, el más grande acto de amor de toda la historia; y gracias a este amor podemos vivir una nueva vida, ya no a merced del mal, el pecado y la muerte, sino en comunión con Dios y con los hermanos. 2. Muchos de nosotros no tenemos el más mínimo recuerdo de la celebración de este Sacramento, y es obvio, si hemos sido bautizados poco

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después del nacimiento. Pero yo he hecho esta pregunta dos o tres veces, aquí en la plaza: quién de vosotros conoce la fecha de su Bautismo, que levante la mano. ¿Quién la sabe? ¿Eh, pocos, eh? Pocos. Pero es importante, es importante conocer cuál ha sido el día en el que yo he sido sumergido, puesto justamente en aquella corriente de salvación de Jesús. Y me permito daros un consejo. Pero, más que un consejo, una tarea para hoy. Hoy, en casa, buscad, preguntad la fecha del Bautismo y así sabréis cuál ha sido el día tan bello del Bautismo. ¿Lo haréis? No noto entusiasmo, ¿eh? ¿Lo haréis? ¡Eh, sí! Porque es conocer una fecha feliz, aquella de nuestro Bautismo. El riesgo de no saberlo es perder la conciencia de lo que el Señor ha hecho en nosotros, del don que hemos recibido. Entonces llegamos a considerarlo sólo como un evento que ha ocurrido en el pasado - y ni siquiera por nuestra propia voluntad, sino por la de nuestros padres – por lo que ya no tiene ninguna incidencia sobre el presente. Debemos despertar la memoria de nuestro Bautismo: despertar la memoria del Bautismo. Estamos llamados a vivir nuestro Bautismo todos los días, como una realidad actual en nuestra existencia. Si conseguimos seguir a Jesús y a permanecer en la Iglesia, a pesar de nuestras limitaciones, nuestras fragilidades y nuestros pecados es precisamente por el Sacramento en el que nos hemos convertido en nuevas criaturas y hemos sido revestidos de Cristo. Es en virtud del Bautismo, en efecto, que, liberados del pecado original, estamos injertados en la relación de Jesús con Dios Padre; que somos portadores de una esperanza nueva, porque el Bautismo nos da esta esperanza nueva. La esperanza de ir por el camino de la salvación, toda la vida. Y a esta esperanza nada y nadie la puede apagar, porque la esperanza no defrauda. Acordaos. Esto es verdad. La esperanza del Señor no defrauda nunca. Gracias al Bautismo somos capaces de perdonar y de amar también a quien nos ofende y nos hace mal; logramos reconocer en los últimos y en los pobres el rostro del Señor que nos visita y se hace cercano. Y esto, el Bautismo, nos ayuda a reconocer en el rostro de las personas necesitadas, en los que sufren, también de nuestro prójimo, el rostro de Jesús. Es gracias a esta fuerza del Bautismo. 3. Un último elemento importante: Os hago una pregunta. ¿Una persona puede bautizarse a sí misma? ¡No oigo! ¿Estáis seguros? No se puede bautizar. ¡Nadie puede bautizarse a sí mismo! ¡Ninguno! Podemos pedirlo, desearlo, pero siempre necesitamos a alguien que nos confiera este Sacramento en el nombre del Señor. El Bautismo es un don que se otorga en un contexto de interés e intercambio fraterno. Siempre, en la historia, uno bautiza al otro y el otro al otro. Es una cadena. Una cadena de gracia. Pero yo no me puedo bautizar a mí mismo. Se lo tengo que pedir a otro. Es un acto de fraternidad. Un acto de filiación a la Iglesia. En su celebración podemos reconocer los rasgos más genuinos de la Iglesia, que como una madre sigue generando nuevos hijos en Cristo, en la fecundidad del Espíritu Santo. Entonces pidamos de corazón al Señor para que podamos experimentar cada vez más, en la vida cotidiana, la gracia que hemos recibido en el Bautismo. Que encontrándonos, nuestros hermanos puedan encontrar a verdaderos hijos de Dios, a verdaderos hermanos y hermanas de Jesucristo, a verdaderos miembros de la Iglesia.

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¡Y no os olvidéis de la tarea de hoy! ¿Cuál era? Buscar, preguntar la fecha de mi Bautismo. Como sé la fecha de mi nacimiento, también tengo que conocer la fecha de mi Bautismo, porque es un día de fiesta. Gracias.

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1b, El Bautismo 

15 de enero de 2014 

 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! El miércoles pasado hemos iniciado un breve ciclo de catequesis sobre los Sacramentos, empezando por el Bautismo. Y sobre el Bautismo me quisiera detener también hoy, para subrayar un fruto muy importante de este Sacramento: este nos hace convertirnos en miembros del Cuerpo de Cristo y del Pueblo de Dios. Santo Tomás de Aquino afirma que el que recibe el Bautismo viene incorporado a Cristo casi como su mismo miembro y viene agregado a la comunidad de los fieles, es decir, al Pueblo de Dios (cf. Summa Theologiae, III, q . 69, art. 5; q . 70, art. 1). En la escuela del Concilio Vaticano II, nosotros decimos hoy que el Bautismo nos introduce en el Pueblo de Dios, nos hace miembros de un Pueblo en un camino, un pueblo peregrinante en la historia.

En efecto, como de generación en generación se transmite la vida, así también de generación en generación, a través del renacimiento de la fuente bautismal, se transmite la gracia, y con esta gracia el Pueblo cristiano camina en el tiempo, como un río que irriga la tierra y difunde en el mundo la bendición de Dios. Desde el momento que Jesús dijo lo que hemos escuchado en el Evangelio, los discípulos salieron a bautizar. Y desde aquel tiempo hasta hoy, hay una cadena en la transmisión de la fe por el Bautismo. Y cada uno de nosotros somos el anillo de esa cadena. Siempre un paso adelante. Como un río que irriga. Y así es la gracia de Dios. Y así es nuestra fe, que tenemos que transmitir a nuestros hijos. Transmitirla a los niños, para que ellos cuando sean adultos puedan transmitirla a sus hijos. Así es el Bautismo. ¿Por qué? Porque el Bautismo nos hace entrar en este Pueblo de Dios que transmite la fe. Esto es muy importante. Un Pueblo de Dios que camina y transmite la fe. En virtud del Bautismo nosotros nos transformamos en discípulos misioneros, llamados a llevar el Evangelio en el mundo (Exhortación Apostólica Evangelii gaudium, 120). "Cada bautizado, cualquiera sea su función en la Iglesia y el grado de instrucción de su fe, es un sujeto activo de evangelización. La nueva evangelización debe implicar un nuevo protagonismo de todos, de todo el Pueblo de Dios. Un nuevo protagonismo de los bautizados, de cada uno de los bautizados" (ibid.). El Pueblo de Dios es un Pueblo discípulo, porque recibe la fe, y misionero, porque transmite la fe. Y esto lo hace el Bautismo en nosotros. Nos hace recibir la gracia y la fe, y transmitir la fe. Todos en la Iglesia somos discípulos y lo somos siempre, por toda la vida; y todos somos misioneros, cada uno en el puesto que el Señor le ha asignado. Todos. El más pequeño también es misionero. Y el que parece más grande, es discípulo. Pero alguno de vosotros dirá: 'Padre, los obispos no son discípulos. Los obispos saben todo. El papa sabe todo. No es discípulo'. También los obispos y el Papa tienen que ser discípulos, porque si no son discípulos no hacen el bien. No pueden ser misioneros, no pueden transmitir la fe. ¿Entendido? ¿Lo habéis entendido esto? Es importante. Todos nosotros, discípulos y misioneros.

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Existe un vínculo indisoluble entre la dimensión mística y aquella

misionera de la vocación cristiana, ambas enraizadas en el Bautismo. "Recibiendo la fe y el bautismo, nosotros cristianos acogemos la acción del Espíritu Santo que conduce a confesar a Jesucristo como Hijo de Dios y a llamar Dios "Abbá" (Padre). Todos los bautizados y las bautizadas estamos llamados a vivir y a transmitir la comunión con la Trinidad, porque la evangelización es un llamado a la participación de la comunión trinitaria"

(Documento final de Aparecida, n. 157). Nadie se salva solo. Esto es importante. Nadie se salva solo. Somos comunidad de creyentes, somos Pueblo de Dios, y en esta comunidad experimentamos la belleza de compartir la experiencia de un amor que nos precede a todos, pero que al mismo tiempo nos pide que seamos "canales" de la gracia los unos para los otros, no obstante nuestros límites y nuestros pecados (…).

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1c, Festejar el día del Bautismo significa reafirmar nuestra adhesión a Jesús 

10 de enero de 2016 

 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! En este domingo después de la Epifanía celebramos el Bautismo de Jesús, y hacemos memoria grata de nuestro Bautismo. En este contexto, esta mañana bauticé a 26 recién nacidos. ¡Recemos por ellos! El Evangelio nos presenta a Jesús, en las aguas del río Jordán, al centro de una maravillosa revelación divina. Escribe san Lucas: “Todo el pueblo se hacía bautizar, y también fue bautizado Jesús. Y mientras estaba orando, se abrió el cielo y el Espíritu Santo descendió sobre él en forma corporal, como una paloma. Se oyó entonces una voz del cielo: Tú eres mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta toda mi predilección”. De este modo Jesús es consagrado y manifestado por el Padre como el Mesías salvador y liberador. En este evento –testificado por los cuatro Evangelios– tuvo lugar el pasaje del bautismo de Juan Bautista –basado en el símbolo del agua– al Bautismo de Jesús “en el Espíritu Santo y en el fuego”. De hecho, el Espíritu Santo en el Bautismo cristiano es el artífice principal: es Él que quema y destruye el pecado original, restituyendo al bautizado la belleza de la gracia divina; es Él que nos libera del dominio de las tinieblas, es decir, del pecado y nos traslada al reino de la luz, es decir, del amor, de la verdad y de la paz. Este es el reino de la luz. ¡Pensemos a la dignidad que nos eleva el Bautismo! “Mirad qué amor tan singular nos ha tenido el Padre que no solo nos llamamos hijos de Dios, sino que lo somos”, y lo somos realmente, exclama el apóstol Juan. Tal estupenda realidad de ser hijos de Dios comporta la responsabilidad de seguir a Jesús, el Siervo obediente, y reproducir en nosotros mismos sus rasgos, es decir: mansedumbre, humildad, ternura. Y esto no es fácil, especialmente si en torno a nosotros hay tanta intolerancia, soberbia, dureza. ¡Pero con la fuerza que nos llega del Espíritu Santo es posible! El Espíritu Santo, recibido por primera vez el día de nuestro Bautismo, nos abre el corazón a la verdad, a toda la verdad. El Espíritu empuja nuestra vida hacia el camino laborioso pero gozoso de la caridad y de la solidaridad hacia nuestros hermanos. El Espíritu nos dona la ternura del perdón divino y nos impregna con la fuerza invencible de la misericordia del Padre. No olvidemos que el Espíritu Santo es una presencia viva y vivificante en quien lo recibe, reza con nosotros y nos llena de alegría espiritual.

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Hoy, fiesta del Bautismo de Jesús, pensemos en el nuestro, en el día de nuestro Bautismo; todos nosotros hemos sido bautizados, agradezcamos este don. Y os hago una pregunta: ¿Quién conoce la fecha de su Bautismo? Seguramente, no todos. Por eso, os invito a ir a buscar la fecha preguntando por ejemplo a vuestros padres, a vuestros abuelos, a vuestros padrinos, o yendo a la parroquia. Es muy importante conocerla porque es una fecha para festejar: es la fecha de nuestro renacimiento como hijos de Dios. Por eso, la tarea para esta semana: ir a buscar la fecha de mi Bautismo. Festejar este día significa reafirmar nuestra adhesión a Jesús, con el compromiso de vivir como cristianos, miembros de la Iglesia y de una humanidad nueva, en la cual todos somos hermanos.

La Virgen María, primera discípula de su Hijo Jesús, nos ayude a vivir con alegría y fervor apostólico nuestro Bautismo, recibiendo cada día el don del Espíritu Santo, que nos hace hijos de Dios”.

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1d, El bautismo, vínculo sacramental de todos los cristianos 

20 de enero de 2016 

 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! En este domingo después de la Epifanía celebramos el Bautismo de Jesús, y hacemos memoria grata de nuestro Bautismo. En este contexto, esta mañana bauticé a 26 recién nacidos. ¡Recemos por ellos! El Evangelio nos presenta a Jesús, en las aguas del río Jordán, al centro de una maravillosa revelación divina. Escribe san Lucas: “Todo el pueblo se hacía bautizar, y también fue bautizado Jesús. Y mientras estaba orando, se abrió el cielo y el Espíritu Santo descendió sobre él en forma corporal, como una paloma. Se oyó entonces una voz del cielo: Tú eres mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta toda mi predilección”. De este modo Jesús es consagrado y manifestado por el Padre como el Mesías salvador y liberador. En este evento –testificado por los cuatro Evangelios– tuvo lugar el pasaje del bautismo de Juan Bautista –basado en el símbolo del agua– al Bautismo de Jesús “en el Espíritu Santo y en el fuego”. De hecho, el Espíritu Santo en el Bautismo cristiano es el artífice principal: es Él que quema y destruye el pecado original, restituyendo al bautizado la belleza de la gracia divina; es Él que nos libera del dominio de las tinieblas, es decir, del pecado y nos traslada al reino de la luz, es decir, del amor, de la verdad y de la paz. Este es el reino de la luz. ¡Pensemos a la dignidad que nos eleva el Bautismo! “Mirad qué amor tan singular nos ha tenido el Padre que no solo nos llamamos hijos de Dios, sino que lo somos”, y lo somos realmente, exclama el apóstol Juan. Tal estupenda realidad de ser hijos de Dios comporta la responsabilidad de seguir a Jesús, el Siervo obediente, y reproducir en nosotros mismos sus rasgos, es decir: mansedumbre, humildad, ternura. Y esto no es fácil, especialmente si en torno a nosotros hay tanta intolerancia, soberbia, dureza. ¡Pero con la fuerza que nos llega del Espíritu Santo es posible! El Espíritu Santo, recibido por primera vez el día de nuestro Bautismo, nos abre el corazón a la verdad, a toda la verdad. El Espíritu empuja nuestra vida hacia el camino laborioso pero gozoso de la caridad y de la solidaridad hacia nuestros hermanos. El Espíritu nos dona la ternura del perdón divino y nos impregna con la fuerza invencible de la misericordia del Padre. No olvidemos que el Espíritu Santo es una presencia viva y vivificante en quien lo recibe, reza con nosotros y nos llena de alegría espiritual.

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Hoy, fiesta del Bautismo de Jesús, pensemos en el nuestro, en el día de nuestro Bautismo; todos nosotros hemos sido bautizados, agradezcamos este don. Y os hago una pregunta: ¿Quién conoce la fecha de su Bautismo? Seguramente, no todos. Por eso, os invito a ir a buscar la fecha preguntando por ejemplo a vuestros padres, a vuestros abuelos, a vuestros padrinos, o yendo a la parroquia. Es muy importante conocerla porque es una fecha para festejar: es la fecha de nuestro renacimiento como hijos de Dios. Por eso, la tarea para esta semana: ir a buscar la fecha de mi Bautismo. Festejar este día significa reafirmar nuestra adhesión a Jesús, con el compromiso de vivir como cristianos, miembros de la Iglesia y de una humanidad nueva, en la cual todos somos hermanos.

La Virgen María, primera discípula de su Hijo Jesús, nos ayude a vivir con alegría y fervor apostólico nuestro Bautismo, recibiendo cada día el don del Espíritu Santo, que nos hace hijos de Dios”.

 

 

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2, La Confirmación 

29 de enero de 2014 

En esta tercera catequesis sobre los Sacramentos, nos detenemos en el de la Confirmación, que debe ser entendida en continuidad con el Bautismo, al que está vinculada de manera inseparable. Estos dos sacramentos, junto con la Eucaristía, constituyen un único acontecimiento salvífico - que se llama "la iniciación cristiana" -, en el que somos insertados en Jesucristo muerto y resucitado y nos convertimos en nuevas criaturas y miembros de la Iglesia. He aquí la razón por la que originariamente estos tres Sacramentos se celebraban en un único momento, al final del camino catecumenal, que era normalmente en la Vigilia Pascual. Así se articulaba este itinerario de formación y de inserción gradual en la comunidad cristiana que podía durar también algunos años. Se hacía paso a paso, para llegar al Bautismo, después la Confirmación y la Eucaristía.

Comúnmente se habla del sacramento de la "Confirmación", palabra que

significa "unción". Y, de hecho, a través del aceite llamado "sagrado Crisma", somos conformados, en la potencia del Espíritu, a Jesucristo, el cual es el único y verdadero "ungido", el "Mesías", el Santo de Dios. Hemos escuchado en el Evangelio como Jesús lo lee en Isaías, lo vemos más adelante. Es el ungido. Soy enviado y estoy ungido para esta misión.

El término "Confirmación" nos recuerda que este Sacramento aporta un crecimiento de la gracia bautismal: nos une más firmemente a Cristo; lleva a cumplimiento nuestro vínculo con la Iglesia; nos da una especial fuerza del Espíritu Santo para difundir y defender la fe, para confesar el nombre de Cristo y para no avergonzarnos nunca de su cruz (cfr Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1303). Y por eso es importante ocuparse de que nuestros niños y nuestros jóvenes reciban este sacramento. Todos nosotros nos ocupamos de que sean bautizados y esto es bueno, ¿eh? Pero, quizás, no le damos tanta importancia a que reciban la Confirmación. ¡Se quedan a mitad camino y no reciben el Espíritu Santo!, ¿eh? Que es tan importante para la vida cristiana, porque nos da la fuerza para seguir adelante.

Pensemos un poco, ¿eh? Cada uno de nosotros. ¿Verdaderamente nos

preocupamos de que nuestros niños y nuestros jóvenes reciban la Confirmación? ¡Pero es importante esto, es importante! Y si vosotros en vuestra casa tenéis niños o jóvenes que todavía no la han recibido y ya tienen la edad para recibirla, haced todo lo posible para que terminen esta iniciación cristiana y que ellos reciban la fuerza del Espíritu Santo. ¡Pero es importante!

Naturalmente es importante ofrecer a los confirmandos una buena

preparación, que debe estar pensada para conducirlos hacia una adhesión personal a la fe en Cristo y a despertar en ellos su sentido de pertenencia a la Iglesia.

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La Confirmación, como todo Sacramento, no es obra de los hombres,

sino de Dios, el cual cuida de nuestra vida para plasmarnos a imagen de su Hijo, para hacernos capaces de amar como Él. Él lo hace infundiendo en nosotros su Espíritu Santo, cuya acción impregna a toda la persona y toda la vida, como se refleja de los siete dones que la Tradición, a la luz de la Sagrada Escritura, ha siempre evidenciado. Estos siete dones, yo no os voy a preguntar si os acordáis de los siete dones, ¿no? Quizás todos los decís, pero no es necesario, ¿eh? Todos dirán son este y este, pero no lo hacemos. Lo digo yo en vuestro nombre ¡Eh!. ¿Y cuáles son los dones? la Sabiduría, el Intelecto, el Consejo, la Fortaleza, la Ciencia, la Piedad y el Temor de Dios. Y estos dones nos han sido dados con el Espíritu Santo en el sacramento de la confirmación. A estos dones tengo la intención de dedicar las catequesis que seguirán a las de los Sacramentos.

Cuando acogemos el Espíritu Santo en nuestro corazón y lo dejamos

actuar, Cristo mismo se hace presente en nosotros y toma forma en nuestra vida, a través de nosotros, será Él, ¡Escuchad bien esto! A través de nosotros será el mismo Cristo quien rece, quien perdone, quien infunda esperanza y consuelo, quien sirva a los hermanos, quien se haga cercano a los necesitados y a los últimos, a crear comunión, a sembrar paz. Pero pensad que importante es esto, que por el Espíritu Santo viene el mismo Cristo para hacer todo esto en medio de nosotros y por nosotros. Por esto es importante que los niños y los jóvenes reciban este Sacramento.

Queridos hermanos y hermanas, ¡recordemos que hemos recibido la

Confirmación todos nosotros! Recordémoslo antes que nada para agradecerle al Señor este don, y luego para pedirle que nos ayude a vivir como verdaderos cristianos, a caminar siempre con alegría según el Espíritu Santo que nos ha sido donado. Se ve que estos últimos miércoles, a mitad audiencia, nos bendicen desde el Cielo. ¡Pero sois valientes!

¡Adelante!

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3a, La Eucaristía 

5 de febrero de 2014 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Hoy os hablaré de la Eucaristía. La Eucaristía se sitúa en el corazón de la «iniciación cristiana», juntamente con el Bautismo y la Confirmación, y constituye la fuente de la vida misma de la Iglesia. De este sacramento del amor, en efecto, brota todo auténtico camino de fe, de comunión y de testimonio.

Lo que vemos cuando nos reunimos para celebrar la Eucaristía, la misa, nos hace ya intuir lo que estamos por vivir. En el centro del espacio destinado a la celebración se encuentra el altar, que es una mesa, cubierta por un mantel, y esto nos hace pensar en un banquete. Sobre la mesa hay una cruz, que indica que sobre ese altar se ofrece el sacrificio de Cristo: es Él el alimento espiritual que allí se recibe, bajo los signos del pan y del vino. Junto a la mesa está el ambón, es decir, el lugar desde el que se proclama la Palabra de Dios: y esto indica que allí se reúnen para escuchar al Señor que habla mediante las Sagradas Escrituras, y, por lo tanto, el alimento que se recibe es también su Palabra.

Palabra y pan en la misa se convierten en una sola cosa, como en la Última Cena, cuando todas las palabras de Jesús, todos los signos que realizó, se condensaron en el gesto de partir el pan y ofrecer el cáliz, anticipo del sacrificio de la cruz, y en aquellas palabras: «Tomad, comed, éste es mi cuerpo... Tomad, bebed, ésta es mi sangre».

El gesto de Jesús realizado en la Última Cena es la gran acción de gracias al Padre por su amor, por su misericordia. «Acción de gracias» en griego se dice «eucaristía». Y por ello el sacramento se llama Eucaristía: es la suprema acción de gracias al Padre, que nos ha amado tanto que nos dio a su Hijo por amor. He aquí por qué el término Eucaristía resume todo ese gesto, que es gesto de Dios y del hombre juntamente, gesto de Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre.

Por lo tanto, la celebración eucarística es mucho más que un simple banquete: es precisamente el memorial de la Pascua de Jesús, el misterio central de la salvación. «Memorial» no significa sólo un recuerdo, un simple recuerdo, sino que quiere decir que cada vez que celebramos este sacramento participamos en el misterio de la pasión, muerte y resurrección de Cristo. La Eucaristía constituye la cumbre de la acción de salvación de Dios: el Señor Jesús, haciéndose pan partido por nosotros, vuelca, en efecto, sobre nosotros toda su misericordia y su amor, de tal modo que renueva nuestro corazón, nuestra existencia y nuestro modo de relacionarnos con Él y con los hermanos. Es por ello que comúnmente, cuando nos acercamos a este sacramento,

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decimos «recibir la Comunión», «comulgar»: esto significa que en el poder del Espíritu Santo, la participación en la mesa eucarística nos conforma de modo único y profundo a Cristo, haciéndonos pregustar ya ahora la plena comunión con el Padre que caracterizará el banquete celestial, donde con todos los santos tendremos la alegría de contemplar a Dios cara a cara.

Queridos amigos, no agradeceremos nunca bastante al Señor por el don que nos ha hecho con la Eucaristía. Es un don tan grande y, por ello, es tan importante ir a misa el domingo. Ir a misa no sólo para rezar, sino para recibir la Comunión, este pan que es el cuerpo de Jesucristo que nos salva, nos perdona, nos une al Padre. ¡Es hermoso hacer esto! Y todos los domingos vamos a misa, porque es precisamente el día de la resurrección del Señor. Por ello el domingo es tan importante para nosotros. Y con la Eucaristía sentimos precisamente esta pertenencia a la Iglesia, al Pueblo de Dios, al Cuerpo de Dios, a Jesucristo. No acabaremos nunca de entender todo su valor y riqueza. Pidámosle, entonces, que este sacramento siga manteniendo viva su presencia en la Iglesia y que plasme nuestras comunidades en la caridad y en la comunión, según el corazón del Padre. Y esto se hace durante toda la vida, pero se comienza a hacerlo el día de la primera Comunión. Es importante que los niños se preparen bien para la primera Comunión y que cada niño la reciba, porque es el primer paso de esta pertenencia fuerte a Jesucristo, después del Bautismo y la Confirmación.

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3b, La Eucaristía 

12 de febrero de 2014 

En la última catequesis he puesto de relieve cómo la Eucaristía nos introduce en la comunión real con Jesús y su misterio. Ahora podemos hacernos algunas preguntas sobre la relación entre la Eucaristía que celebramos y nuestra vida, como Iglesia y como cristianos a nivel individual. Nos preguntamos: ¿cómo vivimos la Eucaristía? ¿Cómo vivimos la Misa, cuando vamos a Misa el domingo? ¿Es sólo un momento de fiesta, una tradición consolidada, una ocasión para encontrarse o para sentirse bien, o es algo más?

Hay señales muy concretas para comprender cómo vivimos todo esto. Cómo vivimos la Eucaristía (…). La primera pista es nuestra manera de ver y considerar a los otros. En la Eucaristía, Cristo siempre lleva a cabo nuevamente el don de sí mismo que ha realizado en la Cruz. Toda su vida es un acto de total entrega de sí mismo por amor; por eso Él amaba estar con sus discípulos y con las personas que tenía ocasión de conocer. Esto significaba para Él compartir sus deseos, sus problemas, lo que agitaba sus almas y sus vidas. Ahora, cuando participamos en la Santa Misa, nos encontramos con hombres y mujeres de todas las clases: jóvenes, ancianos, niños; pobres y acomodados; originarios del lugar y forasteros; acompañados por sus familiares y solos... Pero la Eucaristía que celebro, ¿me lleva a sentirlos a todos, realmente, como hermanos y hermanas? ¿Hace crecer en mí la capacidad de alegrarme con el que se alegra y de llorar con el que llora? ¿Me empuja a ir hacia los pobres, los enfermos, los marginados? ¿Me ayuda a reconocer en ellos el rostro de Jesús? Todos vamos a Misa porque amamos a Jesús y queremos compartir su pasión y su resurrección en la Eucaristía. Pero, ¿amamos como Jesús quiere que amemos a aquellos hermanos y hermanas más necesitados? (…).

Un segundo indicio, muy importante, es la gracia de sentirnos perdonados y dispuestos a perdonar. A veces alguno pregunta: "¿Para qué se debería ir a la iglesia, dado que el que participa habitualmente en la Santa Misa es pecador como los demás?" ¿Cuántas veces hemos escuchado esto? En realidad, quien celebra la Eucaristía no lo hace porque se considera o quiere parecer mejor que los demás, sino precisamente porque se reconoce siempre necesitado de ser acogido y regenerado por la misericordia de Dios, hecha carne en Jesucristo. Si cada uno de nosotros no se siente necesitado de la misericordia de Dios, no se siente pecador, es mejor que no vaya a Misa, ¿eh? ¿Por qué? Nosotros vamos a Misa, porque somos pecadores y queremos recibir el perdón de Jesús. Participar de su redención, de su perdón. Ese "yo confieso" que decimos al principio no es un pro forma, ¡es un verdadero acto de penitencia! Soy pecador, me confieso. ¡Así empieza la Misa! No debemos nunca olvidar que la Última Cena de Jesús ha tenido lugar "en la noche en que

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iba a ser entregado" (1 Cor 11, 23). En ese pan y en ese vino que ofrecemos y en torno al cual nos reunimos se renueva cada vez el don del cuerpo y de la sangre de Cristo para la remisión de nuestros pecados. ¿Eh? Tenemos que ir a Misa humildemente, como pecadores. Y el Señor nos reconcilia.

Un último indicio precioso nos lo ofrece la relación entre la celebración eucarística y la vida de nuestras comunidades cristianas. Es necesario tener siempre presente que la Eucaristía no es algo que hacemos nosotros; no es una conmemoración nuestra de aquello que Jesús ha dicho y hecho. No. ¡Es precisamente una acción de Cristo! Es Cristo que actúa ahí, que está sobre el altar. Y Cristo es el Señor. Es un don de Cristo, el cual se hace presente y nos reúne en torno a sí, para nutrirnos de su Palabra y de su vida. Esto significa que la misión y la identidad misma de la Iglesia surgen de allí, de la Eucaristía, allí toman siempre forma. (…). A través de la Eucaristía, en cambio, Cristo quiere entrar en nuestra existencia y permearla de su gracia, para que en cada comunidad cristiana haya coherencia entre liturgia y vida. El corazón se llena de confianza y de esperanza pensando en las palabras de Jesús recogidas en el Evangelio: "El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último día" (Jn 6, 54). Vivamos la Eucaristía con espíritu de fe, de oración, de perdón, de penitencia, de alegría comunitaria, de preocupación por los necesitados, y por las necesidades de tantos hermanos y hermanas, en la certeza de que el Señor realizará aquello que nos ha prometido: la vida eterna. ¡Así sea!

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3c, La Eucaristía 

La Eucaristía hace presente la muerte y resurrección de Jesús 

 12 de febrero de 2014 

  

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En estos domingos, la Liturgia nos está proponiendo, del Evangelio de Juan, el discurso de Jesús sobre el Pan de la vida, que es Él mismo y que es también el sacramento de la eucaristía. El pasaje de hoy (Jn 6, 51-58) presenta la última parte de este discurso, y habla de algunos que se escandalizaron porque Jesús dijo: "El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día" (Jn 6,54). El estupor de los oyentes es comprensible; Jesús, de hecho, usa el estilo típico de los profetas para provocar en la gente --y también en nosotros-- preguntas y, al final, una decisión. Primero de todo las preguntas: ¿qué significa "comer la sangre y beber la sangre" de Jesús? ¿Es solo una imagen, un símbolo, o indica algo real? Para responder, es necesario intuir qué sucede en el corazón de Jesús mientras parte el pan entre la multitud hambrienta. Sabiendo que deberá morir en la cruz por nosotros, Jesús se identifica con ese pan partido y compartido, y eso se convierte para Él en "signo" del Sacrificio que le espera. Este proceso tiene su culmen en la Última Cena, donde el pan y el vino se convierten realmente en su Cuerpo y su Sangre. Y la eucaristía, que Jesús nos deja con un fin preciso: que nosotros podamos convertirnos en una sola cosa con Él. De hecho dice: "Quien come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él" (v. 56). Ese permanecer en Jesús y Jesús en nosotros. La comunión es asimilación: comiéndole a Él, nos hacemos como Él. Pero esto requiere nuestro "sí", nuestra adhesión a la fe.

A veces, se escucha sobre la santa misa esta objeción: "¿Para qué sirve la misa? Yo voy a la iglesia cuando me apetece, y rezo mejor en soledad". Pero la eucaristía no es una oración privada o una bonita experiencia espiritual, no es una simple conmemoración de lo que Jesús hizo en la Última Cena. Nosotros decimos, para entender bien, que la eucaristía es "memorial", o sea, un gesto que actualiza y hace presente el evento de la muerte y resurrección de Jesús: el pan es realmente su Cuerpo donado por nosotros, el vino es realmente su Sangre derramada por nosotros.

La eucaristía es Jesús mismo que se dona por entero a nosotros. Nutrirnos de Él y vivir en Él mediante la Comunión eucarística, si lo hacemos con fe, transforma nuestra vida, la transforma en un don a Dios y a los hermanos. Nutrirnos de ese "Pan de vida" significa entrar en sintonía con el

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corazón de Cristo, asimilar sus elecciones, sus pensamientos, sus comportamientos. Significa entrar en un dinamismo de amor oblativo y convertirse en personas de paz, personas de perdón, de reconciliación, de compartir solidario. Lo mismo que Jesús ha hecho.

Jesús concluye su discurso con estas palabras: "Quien come este pan tendrá vida eterna" (Jn 6, 58). Sí, vivir en comunión real con Jesús sobre esta tierra, nos hace pasar de la muerte a la vida. Y el Cielo empieza precisamente en esta comunión con Jesús. En el Cielo nos espera ya María nuestra Madre --ayer celebramos este misterio. Ella nos obtenga la gracia de nutrirnos siempre con fe de Jesús, Pan de vida.

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4, La Reconciliación 

19 de febrero de 2014 

A través de los Sacramentos de la iniciación cristiana, el Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía, el hombre recibe la vida nueva en Cristo. Ahora bien, todos lo sabemos, llevamos esta vida "en vasijas de barro" (2 Cor 4, 7), todavía estamos sometidos a la tentación, al sufrimiento, a la muerte y, a causa del pecado, podemos incluso perder la vida nueva. Por esta razón el Señor Jesús ha querido que la Iglesia continúe su obra de salvación, incluso a través de sus propios miembros, en particular con el sacramento de la Reconciliación y la Unción de los Enfermos, que pueden unirse bajo el nombre de "Sacramentos de curación". El Sacramento de la Reconciliación es un sacramento de curación, cuando voy a confesarme es para curarme, curarme el alma, curarme el corazón, de algo que he hecho que no está bien. El icono bíblico que mejor lo expresa, en su profundo vínculo, es el episodio del perdón y la curación del paralítico, donde el Señor Jesús se revela al mismo tiempo médico de las almas y de los cuerpos.

El sacramento de la Penitencia, de la Reconciliación, también nosotros lo llamamos de la Confesión, surge directamente del misterio pascual. De hecho, la misma noche de la Pascua, el Señor se apareció a los discípulos encerrados en el cenáculo, y, después de dirigirles el saludo "¡La paz con vosotros!", sopló sobre ellos y les dijo: "Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados" (Jn 20, 21-23). Este pasaje nos revela la dinámica más profunda que contiene este Sacramento. En primer lugar, el hecho de que el perdón de nuestros pecados no es algo que podemos darnos a nosotros mismos. No puedo decir: "me perdono los pecados". El perdón se pide, se pide a Otro. Y en la Confesión pedimos el perdón a Jesús. El perdón no es el fruto de nuestros esfuerzos, sino que es un regalo, un don del Espíritu Santo, que nos llena con el baño de misericordia y de gracia que fluye sin cesar del corazón abierto de par en par de Cristo crucificado y resucitado.

En segundo lugar, nos recuerda que sólo si nos dejamos reconciliar en el Señor Jesús, con el Padre y con los hermanos podemos estar verdaderamente en paz. Y esto lo hemos sentido todos en el corazón cuando nos vamos a confesar, con un peso en el alma, un poco de tristeza y cuando sentimos el perdón de Jesús estamos en paz, con esa paz en el alma tan bella que sólo Jesús nos puede dar. ¡Sólo Él! Con el tiempo, la celebración de este Sacramento ha pasado de una forma pública, porque al principio se hacía públicamente... a una forma personal, a aquella forma reservada de la Confesión. Sin embargo, esto no debe hacernos perder la matriz eclesial, que constituye el contexto vital. De hecho, la comunidad cristiana es el lugar donde se hace presente el Espíritu, el cual renueva los corazones en el amor de Dios y hace de todos los hermanos una cosa sola, en Cristo Jesús. He aquí la razón por la que no basta pedir perdón al Señor en la propia mente y en el propio

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corazón, sino que es necesario confesar humildemente y confiadamente los propios pecados al ministro de la Iglesia.

En la celebración de este Sacramento, el sacerdote no representa sólo a Dios, sino a toda la comunidad, que se reconoce en la fragilidad de cada uno de sus miembros, que escucha conmovida su arrepentimiento, que se reconcilia con él, que lo alienta y lo acompaña en el camino de conversión y de maduración humana y cristiana. Uno puede decir: "Yo me confieso sólo con Dios". Sí, tú puedes decir "Dios perdóname", puedes decirle tus pecados, pero nuestros pecados son también contra los hermanos, contra la Iglesia. Y por esto es necesario pedir perdón a la Iglesia y a los hermanos en la persona del sacerdote. "Pero padre, me da vergüenza". También la vergüenza es buena, es saludable tener un poco de vergüenza (…).

Yo quisiera preguntaros, pero no decirlo en voz alta, cada uno se contesta en su corazón: ¿Cuándo ha sido la última vez que te has confesado? Que cada uno piense… ¿Dos días, dos semanas, dos años, veinte años, cuarenta años? (…) si ha pasado mucho tiempo, no pierdas un día más, ve adelante, que el sacerdote será bueno. Está Jesús ahí. Y Jesús es más bueno que los sacerdotes y te recibe con mucho amor. ¡Eres valiente y vas adelante a la Confesión! Queridos amigos, celebrar el Sacramento de la Reconciliación significa estar envueltos en un cálido abrazo: es el abrazo de la infinita misericordia del Padre (…). Cada vez que nosotros nos confesamos, Dios nos abraza, Dios hace fiesta. ¡Vayamos adelante en este camino! ¡Qué el Señor os bendiga!

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5, La Unción de los enfermos 

26 de febrero de 2014 

Quisiera hablar hoy del Sacramento de la Unción de los Enfermos que nos permite tocar con la mano la compasión de Dios por el hombre. En el pasado se lo llamaba 'extremaunción', porque se entendía como confort espiritual en el momento de la muerte. Hablar en cambio de Unción de los Enfermos, nos ayuda a ampliar la mirada a la experiencia de la enfermedad y del sufrimiento, en el horizonte de la misericordia de Dios. Hay una imagen bíblica que expresa en toda su profundidad el misterio que aparece en la unción de los enfermos. Es la parábola del buen samaritano en el Evangelio de Lucas. Cada vez que celebramos tal sacramento, el Señor Jesús en la persona del sacerdote, se vuelve cercano a quien sufre o está gravemente enfermo o es anciano. Dice la parábola, que el buen samaritano se hace cargo del hombre enfermo, poniendo sobre sus heridas, aceite y vino. El aceite nos hace pensar en el que es bendecido por el obispo cada año en la Misa Crismal del Jueves Santo, justamente teniendo en vista la unción de los enfermos. El vino en cambio es signo del amor y de la gracia de Cristo, que nacen del don de su vida por nosotros, y se expresan en toda su riqueza en la vida sacramental de la Iglesia. Y al final la persona que sufre es confiada a un posadero para que pueda seguir cuidándolo sin ahorrar gastos.

Ahora, ¿quién es este posadero? La Iglesia y la comunidad cristiana, somos nosotros a quienes cada día el Señor Jesús confía a quienes están afligidos en el cuerpo y en el espíritu para que podamos seguir poniendo sobre ellos y sin medida, toda su misericordia de salvación. Este mandato es reiterado de manera explícita y precisa en la carta de Santiago. Se recomienda que quien esté enfermo llame a los presbíteros de la Iglesia, para que ellos recen por él ungiéndolo con aceite en nombre del Señor, y la oración hecha con fe salvará al enfermo. El Señor lo aliviará y si cometió pecados le serán perdonados. Se trata, por lo tanto, de una praxis que se usaba ya en el tiempo de los Apóstoles. Jesús, de hecho, les enseñó a sus discípulos a que tuvieran su misma predilección por los que sufren y les transmitió su capacidad y la tarea de seguir dando, en su nombre y según su corazón, alivio y paz, a través de la gracia especial de tal sacramento.

Esto, entretanto, no tiene que hacernos caer en la búsqueda obsesiva del milagro o de la presunción de poder obtener, siempre y de todos modos, la curación; pero sí la seguridad de la cercanía de Jesús al enfermo, también al anciano, porque cada anciano o persona con más de 65 años puede recibir este sacramento. Es Jesús el que se acerca.

Pero cuando hay un enfermo y se piensa: "llamemos al cura, al sacerdote. No, no lo llamemos, trae mala suerte, o el enfermo se va a asustar". ¿Por qué?, porque se tiene un poco la idea de que cuando hay un enfermo y

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viene el sacerdote, después llegan las pompas fúnebres, y eso no es verdad. El sacerdote, viene para ayudar al enfermo o al anciano, por eso es tan importante la visita del sacerdote a los enfermos. Llamarlo para que a un enfermo le dé la bendición, lo bendiga, porque es Jesús quien llega, para darle ánimo, fuerza, esperanza y para ayudarlo; y también para perdonar los pecados. Esto es hermoso.

No piensen que esto es un tabú, porque siempre es lindo saber que en el momento del dolor y de la enfermedad no estamos solos. El sacerdote y quienes están durante la Unción de los Enfermos representan, de hecho, a toda la comunidad cristiana, que como un único corazón, con Jesús, se acerca entorno a quien sufre y a sus familiares, alimentando en ellos la fe y la esperanza y apoyándolos con la oración y el calor fraterno. Pero el confort más grande viene del hecho de que quien se vuelve presente en el Sacramento es el mismo Señor Jesús, que nos toma de la mano y nos acaricia como hacía Él con los enfermos. Y nos recuerda que le pertenecemos y que ni siquiera el mal y la muerte nos podrán separar de Él.

Tengamos esta costumbre de llamar al sacerdote para nuestros enfermos, no digo para los resfriados de tres o cuatro días, pero cuando se trata de una enfermedad seria, para que el sacerdote venga a darles también a nuestros ancianos este sacramento, este confort, esta fuerza de Jesús para ir adelante. Hagámoslo.

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6, El Orden Sacerdotal  

26 de marzo de 2014 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Ya hemos tenido ocasión de señalar que los tres sacramentos del Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía forman juntos el misterio de la "iniciación cristiana", un único gran acontecimiento de gracia que regenera en Cristo y nos abre a su salvación. Esta es la vocación fundamental que une a todos en la Iglesia, como discípulos del Señor Jesús. Hay a continuación dos sacramentos que corresponden a dos vocaciones específicas: se trata del Orden y del Matrimonio. Constituyen dos grandes vías por las que el cristiano puede hacer de su vida un don de amor, siguiendo el ejemplo y en el nombre de Cristo, y así colaborar en la edificación de la Iglesia.

El Orden, marcado en los tres grados de episcopado, presbiterado y diaconado, es el Sacramento que permite el ejercicio del ministerio, confiado por el Señor Jesús a los Apóstoles, para apacentar su rebaño, en la potencia de su Espíritu y de acuerdo a su corazón. ( ... ) En este sentido, los ministros que son elegidos y consagrados para este servicio prolongan en el tiempo la presencia de Jesús. ( ... )

1. Un primer aspecto. Aquellos que son ordenados se colocan a la cabeza de la comunidad. ( ... ) "A la cabeza", sin embargo, para Jesús significa poner la propia autoridad al servicio, como Él mismo lo ha mostrado y enseñado a sus discípulos con estas palabras: "Sabéis que los gobernantes de las naciones las dominan, y los jefes las oprimen. No ha de ser así entre vosotros, sino que el que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será vuestro esclavo; de la misma manera que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos". (Mt 20, 25-28 // Mc 10, 42-45). ( ... )

2. Otra característica que siempre se deriva de esta unión sacramental con Cristo es el amor apasionado por la Iglesia. Pensemos en aquel pasaje de la Carta a los Efesios, en el que san Pablo dice que Cristo "ha amado a la Iglesia. Él se ha entregado a sí mismo por ella, para consagrarla, purificándola con el baño del agua y la palabra, y para colocar ante sí a la Iglesia gloriosa, sin mancha ni arruga ni nada semejante, sino santa e inmaculada" ( 5, 25-27). En virtud del Orden el ministro dedica todo su ser a su propia comunidad y la ama con todo el corazón: es su familia. ( ... )

3. Un último aspecto. El apóstol Pablo aconseja a su discípulo Timoteo no descuidar, más bien, reavivar siempre el don que está en él ... Cuando no se nutre el ministerio con la oración, ... la escucha de la Palabra de Dios, la celebración diaria de la Eucaristía y una cuidadosa y constante asistencia al

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Sacramento de la Penitencia, se termina inevitablemente perdiendo de vista el significado auténtico del propio servicio y la alegría que nace de una profunda comunión con Jesús ...

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7, El Matrimonio 

2 de abril de 2014 

Hoy concluimos el ciclo de catequesis sobre los Sacramentos hablando del Matrimonio. Este Sacramento nos conduce al corazón del diseño de Dios, que es un diseño de alianza con Su Pueblo, con todos nosotros, un diseño de comunión. Al principio del libro del Génesis, el primer libro de la Biblia, como culminación del relato de la creación se dice: "Dios creó al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y mujer los creó... Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos serán una sola carne" (Gn 1, 27; 2, 24). La imagen de Dios es la pareja matrimonial, es el hombre y la mujer. Los dos. No sólo el varón, el hombre, no sólo la mujer, sino los dos. Y esta es la imagen de Dios. Y el amor y la alianza de Dios en nosotros están allí. Está representada en aquella alianza entre el hombre y la mujer. Y esto es muy bello. ¡Es muy bello! Hemos sido creados para amar, como un reflejo de Dios y de su amor. Y en la unión conyugal el hombre y la mujer realizan esta vocación en el signo de la reciprocidad y de la comunión de vida plena y definitiva.

Cuando un hombre y una mujer celebran el Sacramento del Matrimonio, Dios, por así decir, se "refleja" en ellos, les imprime sus propios rasgos y el carácter indeleble de su amor. Un matrimonio es el icono del amor de Dios con nosotros. ¡Es muy bello! También Dios, de hecho, es comunión: las tres personas del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo viven desde siempre y para siempre en unidad perfecta. Y es justamente este el misterio del Matrimonio: Dios hace de los dos esposos una sola existencia -y la Biblia es fuerte, dice "una sola carne"-, así de íntima es la unión del hombre y de la mujer en el Matrimonio. Y es precisamente este el misterio del Matrimonio. El amor de Dios que se refleja en el Matrimonio, en la pareja, que deciden vivir juntos. Y por eso el hombre deja su casa, la casa de sus padres, y se va a vivir con su mujer y se une tan fuertemente a ella que se convierten -dice la Biblia- en una sola carne, no son dos, son uno.

San Pablo, en la carta a los Efesios, destaca que en los esposos cristianos se refleja el misterio que el Apóstol define como "grande", es decir la relación instaurada por Cristo con la Iglesia, una relación exquisitamente nupcial. Esto significa que el Matrimonio responde a una vocación específica y debe ser considerado como una consagración. Es una consagración. El hombre y la mujer son consagrados por su amor, por el amor. Y los esposos, de hecho, en virtud del Sacramento, están investidos de una verdadera y propia misión, para que puedan hacer visible, a partir de las cosas sencillas, ordinarias, el amor con el que Cristo ama a su Iglesia, sin dejar de donar su vida por ella, en la fidelidad y el servicio.

¡Realmente es un diseño estupendo el que subyace en el Sacramento del Matrimonio! Y se realiza en la sencillez y también en la fragilidad de la

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condición humana. Sabemos bien cuantas dificultades y pruebas experimentan la vida de dos esposos… Lo importante es mantener vivo el vínculo con Dios, que está en la base del vínculo matrimonial. Y el verdadero vínculo es siempre con el Señor. Cuando la familia reza, el vínculo se mantiene. Cuando el esposo reza por la esposa y la esposa reza por el esposo, esta unión se fortalece. Uno reza por el otro. Es verdad que en la vida matrimonial hay muchas dificultades, muchas: el trabajo, el dinero que no basta, los niños que tienen problemas… Muchas dificultades. Y tantas veces el marido y la mujer se ponen un poco nerviosos y se pelean entre ellos, ¿o no? Se pelean, ¿eh? Siempre, siempre es así, siempre se pelea en el matrimonio. Pero, algunas veces, ¡vuelan los platos!, ¿eh? (…). Pero el secreto es que el amor es más fuerte que el momento de la pelea. Y por esto siempre aconsejo a los esposos: "No terminéis el día en el que os habéis peleado sin hacer las paces" (...).

Algunas veces, os he dicho aquí que algo que ayuda mucho en la vida matrimonial son tres palabras que tienen que estar presentes en la casa: permiso, gracias, perdón. ¡Las tres palabras mágicas! Permiso: para no ser intrusivos en la vida de los cónyuges (...). Gracias: para agradecer al cónyuge (...). Y como todos nosotros nos equivocamos, hay otra palabra -que es un poco difícil de decir, pero que hay que decirla-: "Perdona, por favor" (…). Con estas tres palabras, con la oración del esposo por la esposa y de la esposa por el esposo, y con hacer las paces siempre antes de que termine el día: el matrimonio saldrá adelante. Las tres palabras mágicas, la oración y hacer las paces siempre. Que el Señor os bendiga y rezad por mí. ¡Gracias!