192192067 Marino Ricardo Ojos Amarillos
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OJOS AMARILLOS.
RICARDO MARIÑO
Ahora que sí me decidí a escribir esta historia quiero
comenzar por la noche en que el chico se despertó con la
sensación de que unos extraños ojos lo miraban mientras él
dormía ...
Luchando contra su propio miedo alargó la mano y buscó
a tientas el interruptor del velador. La luz lo obligó a
mantener los ojos semicerrados hasta acostumbrarse a la
claridad. De pronto le pareció que algo se desplazaba en la
ventana. Esa impresión le arrancó un grito y lo hizo sentarse
en la cama. En situaciones así no le salían gritos potentes, el
miedo parecía obturarle la garganta y sólo emitía una especie
de aullido angustioso. Por lo demás, su madre estaba en una
habitación suficientemente apartada como para no escucharlo.
Se quedó parado sin saber qué hacer. Las dos opciones lo
atemorizaban por igual: quedarse allí o caminar hasta el
cuarto de su madre, atravesando el largo pasillo que unía las
dos habitaciones. Era una sensación desagradable porque
todavía no había salido completamente el sueño. Entre ese
estado de confusión, las piernas que no le respondían del todo
y el terror que sentía, no podía pensar. En su mente se
mezclaba la sensación de la pesadilla con lo que creía haber
visto en la ventana.
Era bastante común que tuviera miedo de noche, y cuando
estaba tan asustado sólo lograba calmarse yendo al lado de su
madre (su padre estaba de viaje desde hacía diez días). Hacer
el trayecto hasta la habitación de sus padres le daba miedo,
pero no hacerlo era peor: no lograba dormir en toda la noche
y pasaba esas interminables horas mirando de reojo hacia la
puerta, la ventana o el ropero y ni siquiera se animaba a mirar
debajo de la cama, que era otro sitio que le resultaba
amenazante.
Como en otras oportunidades, salió de su habitación
caminando lentamente, esta vez casi retrocediendo, sin quitar
los ojos de la ventana, porque la pesadilla de esta noche se
relacionaba con una mirada. Una mirada de ojos extraños.
Salió del cuarto con la sensación de que lo estaban mirando.
Caminó en puntas de pie por el pasillo, en busca de la llave de
luz que estaba en el otro extremo. Para empeorar las cosas. La
puerta de su cuarto emitió un débil chirrido y se cerró,
dejando el pasillo completamente oscuro. El chico
permaneció contra la pared y en esa posición resolvió que
debía caminar rápido hacia la habitación de su madre, pero
luego de contar hasta diez. Para contar cerró los ojos y, antes
de llegar a ocho, no aguantó más y salió apresurado. De
pronto fue tomado por los hombros. Los gritos, ahora sí,
parecieron sacudir la casa.
Sentados en la cocina, medio abrazados y temblando de
frío o de miedo, la madre y el chico parecían criaturas
desamparadas.
—Iba para tu habitación a ver si estabas bien. Tuve una
pesadilla horrible —le dijo la madre.
—¿Qué pesadilla? —quiso saber el chico.
—No, no quiero ni acordarme. ¿Y vos qué hacías ahí,
Joaquín?
—Es que… iba al baño.
—¿Con la luz apagada?
—Se me cerró la puerta.
A Joaquín le costaba reconocer que durante las noches
tenía miedo y no estaba dispuesto a admitir ante su madre las
frecuentes pesadillas que convertían sus noches en una
tortura.
Muchas veces resolvía la situación fingiendo que estaba
enfermo. Llamaba a la madre y le decía que le dolía la
garganta o la cabeza y así lograba pasar un rato con ella.
Durante ese tiempo, mientras la madre le preparaba un té y
luego se quedaba con él sentada en su cama, el chico era feliz
y se sentía seguro.
Ése era uno de sus recursos contra el miedo, y el otro
consistía en mantener el televisor encendido. Unas cuantas
veces Pablo, su papá, lo había retado al advertir que tenía el
televisor encendido hasta la madrugada y por eso Joaquín se
cuidaba: se dormía con el televisor funcionando pero ponía un
despertador para apagarlo en la madrugada, cuando ya había
sol y su padre todavía no se había levantado.
—Vamos, te acompaño hasta la cama —le dijo la madre.
—Pero quedate conmigo hasta que me duerma.
—No, estoy cansada.
—Es que… tuve una pesadilla. Soñé con unos ojos que
me miraban…
Cuando Joaquín entró en la panadería, la chica que
atendía y una clienta —la esposa del odontólogo— se miraron
con una extraña expresión. No respondieron el saludo y
permanecieron quietas y calladas el tiempo suficiente como
para llamar la atención del chico. Después como si lo
hubieran ensayado, las dos se volvieron hacia él y
preguntaron:
—¿Qué soñaste anoche?
Era una pregunta inesperada. Y más todavía si lo hacían
dos personas simultáneamente. Joaquín se sonrojó y dijo:
—Nada.
—Menos mal— dijo la chica.
—¿Por qué?— se atrevió a preguntar Joaquín.
—Es que la señora Carola y yo soñamos lo mismo. Y,
bueno, nos asustamos— rió, mientras le extendía el vuelto a
la mujer—. ¿Qué vas a llevar, Joaquín?
—Medio kilo de flautas. Si que soñé. Me había
olvidado— agregó después de un breve intervalo. La esposa
del odontólogo, que tenía una figura graciosa por su cuerpo
voluminoso y su pequeña cara aniñada, ya había abierto la
puerta para irse, pero se detuvo y reingresó.
—¿Qué soñaste, querido?— preguntó la mujer acercando
su cara a la del chico.
—No sé, no me acuerdo bien.
—¿Cómo que no te acordás?
—Me acuerdo que soñé, pero no me acuerdo qué.
—Ah— suspiró la mujer, como desinflándose.
La panadera le alcanzó la bolsita y el vuelto a Joaquín y el
chico salió apurado.
—Pobrecito— dijo la mujer.
—¡Bueno, no exageremos!— dijo la panadera.
—Es que... es raro todo esto.
En la puerta de la panadería un hombre —un empleado
municipal que limpiaba las calles y todos los días recibía una
factura como regalo— se apartó para dejar salir a Joaquín. En
lugar de entrar en el negocio, el hombre se quedó detenido en
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la puerta mirando al chico mientras se alejaba.
—Buen día— dijo después, al entrar, mientras la panadera
automáticamente metía una pinza en la bandeja y extraía una
medialuna.
—Es increíble— agregó el hombre.
—¿Qué es increíble?— le preguntó la panadera—Que
anoche soñé con este chico.
—¡No!— exclamó la mujer del odontólogo.
—Soñé algo... feo.
—¿Con un ¿gato?— preguntó la panadera—. ¿Un gato y
este chico?
—Sí— se extrañó el hombre— ¿Cómo lo sabe?
—No, no, esto me da miedo— dijo la mujer del
odontólogo frotándose los brazos como si tuvieran frío—.
Parece una película...
—Hola, Carla. Soy Fernanda.
—¡Fernanda! Mandé a Joaquín a la panadería y en cinco
minutos salgo. Qué raro que llames a esta hora.
—Es que tengo que comentarte algo. Y no quiero hacerlo
delante de los demás.
—¿Qué pasó?
—Nada especial... o sí. No sé como decirlo.
—Me asustas.
—Es una tontería en realidad.
—Contame, dale.
—Es que… tuve un sueño anoche y, bueno, mi marido
tuvo el mismo sueño. Eso es lo increíble. Los dos tuvimos el
mismo sueño. Pero ahora me acaba de llamar desde su
oficina. Ay, no debería contarte esto pero no sé, bueno, el
socio de mi marido tuvo el mismo sueño . . .
—¿Y? No entiendo. ¿Qué te preocupa?
—Es que por favor no quiero alarmarte, los tres soñamos
con... Joaquín.
—¿Cómo?
—Sí, los tres: mi marido, su socio y yo soñamos lo
mismo. Soñamos que a Joaquín le pasaba algo.
—¡Me asustas!
—Sí, me doy cuenta, soy una idiota, no debí contártelo.
—Es que... ¡yo también soñé que a Joaquín le pasaba algo
malo! Lo que soñaron ustedes es... ¿con un gato?
—Sí.
—¡Dios! Bueno, después hablamos en el trabajo. Joaquín
está entrando... —dijo Carla en un hilo de voz.
Hacia el mediodía los habitantes de Mosquehuá no
hablaban de otra cosa: todos habían soñado lo mismo. La
coincidencia era siniestra porque, además, en el sueño
sucedían cosas horribles.
La gente buscaba explicaciones a ese extraño fenómeno y
había quienes, con cierto grado de seguridad, aventuraban
respuestas de lo más diversas.
El único cura del pueblo tardó dos horas en hacer tres
cuadras hasta la farmacia porque en el camino fue detenido
por muchas personas que querían oír que opinaba la Iglesia
sobre algo así.
Pero el cura tenía muy poco para decir, y menos en
nombre de la iglesia. Los vecinos, que habían armado un
círculo a su alrededor, se sintieron defraudados cuando el
padre se limitó a pedir calma y a repetir que consultaría por
teléfono con el obispo. Para no alarmarlos más, el sacerdote
omitió decir que él también había soñado con ese gato negro
y que se había despertado sudando, asustado, en medio de la
noche.
Algunos no recordaban si directamente el gato aparecía
caminando por el interior de una casa o si antes iba por una
vereda. La mayoría había “visto”, en el sueño, claro, al gato
de profundos ojos amarillos caminar por una sala o un living
a oscuras.
Para la mayoría el gato primero pasaba por entre las
piernas de un hombre, se metía a una casa a oscuras y después
caminaba por un pasillo como buscando una habitación en
especial. Pese a que la casa estaba completamente a oscuras,
en el sueño se podía ver al gato asomarse sigilosamente a una
habitación, luego a la cocina y finalmente a otra habitación en
la que sí entraba.
Una vez adentro saltaba a una cama donde había un chico
durmiendo: Joaquín. Los grupos de vecinos repasaron
decenas de veces el sueño, tratando de encontrar
coincidencias una y otra vez, pero cuando llegaban a la parte
en que el gato saltaba sobre el chico ninguno se atrevía a
detallar como el gato lo mataba. En realidad “sabían” porque
en el sueño “se sabía” que el gato mataba al chico, pero
ninguno parecía querer ahondar en esas visiones, para obtener
detalles de cómo el gato lograba eso.
Sobre esa parte del sueño sólo decían que el gato mataba
al chico y continuaban el relato deteniéndose nuevamente en
cada detalle pero a partir del instante en que el gato miraba
hacia el frente, como cuando en las películas un personaje
mira al espectador (recién entonces se veían clarísimos sus
terribles ojos amarillos), y luego se marchaba con pasos
livianos y lentos, iba hasta la cocina y salía por una ventana.
La obsesión de la señora Carola era adelgazar. Su esposo,
el odontólogo, solía burlarse de sus esfuerzos, de modo que
ella llevaba una férrea disciplina de ejercicios y caminatas
fuera del alcance de su mirada y de la mirada de los vecinos.
El pueblo donde vivían era muy chico, perfecto para el deseo
de tranquilidad de la señora Carola, pero no contaba con un
gimnasio. Para salvar ese déficit y no exponerse a la burla de
gente, la señora Carola salía a media mañana y caminaba
bordeando los galpones del ferrocarril —hacía años que no
había servicios de trenes— hasta llegar a un monte de
eucaliptos.
Allí se detenía unos segundos para mirar disimuladamente
hacia todos lados y, si comprobaba que nadie la observaba
entraba al monte internándose unos cien metros. En una parte
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del monte, siempre la misma, comenzaba sus ejercicios
copiados de un programa de cable que transmitía desde
Miami.
Viéndola transpirar hasta empapar su remera, nadie
hubiera dicho que para ella eso era un placer, pero lo era.
También le resultaba muy grato, después de los cuarenta
minutos de ejercicios que controlaba con dos relojes, tirarse al
piso, cerrar los ojos, sentir como la respiración poco a poco se
iba haciendo calma, y soñar. Soñaba que era delgada, que su
cabeza tan pequeña guardaba perfecta proporción con su
cuerpo, y que volaba. Se imaginaba volando no como un
pájaro sino como una hoja. Era ella misma, linda, delgada y
perfecta, que pasaba por encima de las copas de los árboles y
de todo el pueblo, mecida suavemente por el viento, subiendo
y bajando con movimientos leves y caprichosos.
Cuando la señora Carola terminó la tanda de ejercicios
que tenía programados hizo una repetición más de todos: un
pequeño exceso que subrayaba el triunfo de su voluntad, que
la compensaba de las dos medialunas que se había permitido
un rato antes. Enseguida se acostó sobre las hojas y así se
quedó, atenta a su respiración agitada que se fue calmando
lentamente.
Poco a poco se fue adormeciendo. Aún medio dormida
tuvo la clara percepción de que un peligro la acechaba. Se
despertó de repente, alarmada con la sensación de una
presencia. Estaba segura de que había “algo” muy cerca,
observándola. Se sentó de golpe y miró atemorizada hacia
todos lados. De pronto gritó espantada...
El único que no estaba al tanto sobre la coincidencia de
que todos en el pueblo hubieran soñado lo mismo era el
propio Joaquín.
Su madre, antes de irse al trabajo —era arquitecta y
trabajaba en la Municipalidad— le pidió que se quedara en la
casa, y ella misma llamó a Catalina. “Catalina” —los
compañeros del colegio le habían puesto ese sobrenombre
porque se apellidaba Catalini— era el mejor, el único en
realidad, amigo de Joaquín. En los dos meses que Joaquín
había concurrido a la escuela del pueblo —después vinieron
las vacaciones—, sólo se había sentido en confianza con ese
chico que casi no hablaba.
La primera reacción de la señora Carola fue de espanto.
Con los ojos desorbitados se incorporó y, sin perder de vista
al gato, observó de reojo hacia donde podía escapar. Por
suerte se sentía suficientemente ágil como para hacerlo. Al
mismo tiempo se decía que ese gato sin ninguna duda era el
del sueño. Aunque fuera algo inexplicable, ahí estaba ese
animal, y se trataba del mismo porque esos extraños ojos
amarillos eran inconfundibles.
Cuando tuvo claro que en el peor de los casos podía salir
corriendo, la señora respiró hondo y se dijo: “Después de todo
es sólo un gato”, y comenzó a caminar en dirección al animal,
con sus brazos extendidos dispuesta a tomarlo por el cuerpo
manteniendo lejos sus uñas.
—Vamos, gatito... —dijo la señora Carola—. Todos van a
querer verte de cerca... Carola te va a colocar adentro de una
jaulita y se podrá saber qué es todo ese extraño asunto...
El gato hizo un intento por alejarse pero la señora Carola
se arrojó sobre él, aprisionándolo con sus manos.
Aunque sólo vivía a seis cuadras de la casa de Joaquín,
Catalina tomaba tantas precauciones y hacía tantos rodeos,
que esas cuadras se convertían en muchas más. No pasaba
delante de casas donde hubiera perros, evitaba la vereda de
los dos galpones por donde podían salir camiones, lo mismo
que las esquinas donde podía haber barras de chicos y las
veredas donde vivían conocidos que podían saludarlo y
obligarlo a hablar.
Catalina era muy callado y tímido y siempre, a principios
de cada año, la madre tenía una entrevista con la nueva
maestra para pedirle que no obligara al chico a dar lecciones
en el frente o a que hablara, porque sencillamente no podía.
Por escrito, en cambio, era impensable que Catalina no se
sacara la mejor nota. Como fuera, ningún chico se relacionaba
con él. Salvo Joaquín.
Catalina solía mirar continuamente hacia todos lados, de
reojo, con movimientos rápidos que le daban cierta apariencia
de roedor o de animalito que se sabe en peligro. Acaso por
esa característica fue que, de camino a la casa de Joaquín,
advirtió algo raro en el interior de un galpón abandonado.
Nadie que pasara caminando por la vereda hubiera podido
verlo, pero él sí…
De todas las versiones con que la gente intentaba explicar
el extraño fenómeno de los sueños coincidentes, una de las
más curiosas era la de un hombre que estudiaba fenómenos
paranormales. El hombre era llamado “Angelito” y de él se
sabía que era un experto en levitación, transmigración de las
almas, demencia y demonología. En todo caso, “alguien
capaz de interceptar y entender las corrientes de energía
invisibles que impregnan el mundo”, como solía aclarar él.
Angelito era un hombre delgado y sombrío, que vivía de una
pensión por invalidez y periódicamente publicaba sus trabajos
en revistas especializadas de Buenos Aires y de México.
La primera persona que lo interrogó sobre el tema de los
sueños fue la chica de la panadería. Dejó el negocio cerrado
por unos minutos y corrió una cuadra hacia lo de Angelito,
porque pensaba que sólo él podía aportar alguna claridad al
caso. Angelito ya estaba enterado del asunto, pero dejó que la
chica contara, hablando a borbotones, acerca de todas las
personas que en la panadería le habían corroborado que se
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trataba del mismo sueño.
Cuando la chica al fin dejó de hablar y por cuarta o quinta
vez pidió una explicación, Angelito dio media vuelta en su
silla de ruedas sacó un cuaderno de un cajón, hizo varias
anotaciones con una birome, y al fin la enfrentó para decirle
con voz monótona, como si estuviera hablando de algo
perfectamente natural:
—El diablo está entre nosotros...
—¡Angelito, no diga eso!— exclamó la chica abrazándose
a sí misma y frotándose los brazos.
—Vamos por partes...— dijo Angelito—.
Hay dos… fenómenos. Uno, el funcionamiento
coincidente de las mentes de todos los individuos de este
pueblo en una misma noche.
—Si...
—Para eso tengo una explicación posible: quizá se deba al
asentamiento en esta zona de una nube energética. Tal vez
pueda desentrañar las características magnéticas de esa nube
poniendo sensores en varios lugares. ¿Se entiende?
—Más o menos. ¿Y el otro?
—El otro fenómeno es lo importante. La naturaleza de la
nube no, porque casos de “conductividad mental” suelen
darse a menudo entre pocas personas, generalmente sólo entre
dos. Es extraordinario y nunca he sabido que le ocurra a un
pueblo entero, pero . . .
—Sí…
—… lo importante, lo alarmante en verdad, es que tiene
que haber “algo” que emita las imágenes de ese sueño
anticipatorio.
—¿Anticipatorio?
—Sí, no tengo la menor duda de que esto que “vimos” en
el sueño va a ocurrir en la realidad.
—¡Dios!
—Ese gato no puede ser sino un avatar.
Un avatar es un descendiente o enviado del Demonio o
del Mal o como prefieras llamarlo. Es la forma animal que
toma uno de sus servidores, puesto que el Rey de las
Tinieblas no actúa sino a través de sus esclavos.
—¿Me está diciendo en serio todo esto?
—Por supuesto. Yo digo que “algo”, una mente maligna y
superior, con un campo magnético tan poderoso para que
nuestras mentes funcionen en sincronía con ella, “pensó” eso
que soñamos. Jugó con todos nosotros. Quiso que lo
supiéramos de antemano.
—Es algo espantoso. No puede ser.
—Es una teoría provisoria. Sólo trato de razonar para
entender esto tan extraño que nos está pasando…— dijo
Angelito.
—¡Está ahí, está ahí!
La chica de la panadería se asomó por la ventana y vio
que el hijo de los Catalina, ese chico flaquito y casi
enfermizo, señalaba hacia un galpón que había servido como
depósito de materiales de construcción y con expresión de
desesperado emitía gritos agudos.
Para cuando la chica salió a la vereda empujando la silla
de Angelito, varias personas rodeaban al chico.
—Dice que vio al gato del sueño— explicó alguien.
Los más jóvenes se pusieron a buscar de inmediato, con
cierta alegría infantil. Un vecino entró en su casa y regresó
con un palo. Así se formó un grupo que encabezaban los
vecinos de la cuadra —el dentista, un jubilado y dos
jóvenes— seguidos a unos metros por la chica, Angelito y
Catalina. El grupo caminó por el interior del depósito
mirando a un lado y a otro.
Del galpón pasaron a un terreno que había detrás y fue allí
donde uno de los jóvenes gritó señalando al gato. El gato
caminó unos pasos por arriba de un tapial y luego se lanzó
hacia el otro lado, donde había un baldío.
El depósito de materiales estaba comunicado con el baldío
aledaño por una puertita de chapa con un candado. Exaltado,
el dentista tomó un fierro muy grande que encontró en el piso
y con él pegó varias veces sobre el candado. La chica de la
panadería miró asustada, ya no por el gato sino por la
violencia con que el hombre descargaba toda su fuerza sobre
la puerta, que finalmente se abrió.
Pasaron todos a la carrera y del otro lado se encontraron al
gato sobre un tronco. Antes de que el animal se diera vuelta,
uno de los jóvenes le lanzó un golpe con un palo. No alcanzó
a impactarlo de lleno pero igualmente lo hizo rodar. El
dentista levantó la barra de hierro y la dejó caer sobre el
felino. Milagrosamente el golpe se produjo sobre una piedra
que estaba a milímetros del animal.
El segundo impacto tuvo peor destino: la cabeza de uno
de los jóvenes, quién se había arrojado al suelo para tomar
con sus manos al gato. La furia del dentista lo hacía golpear
una y otra vez con la barra de hierro pero sin acertar su
objetivo. La gente se olvidó del animal, y viendo al hombre
completamente fuera de sí se lanzó sobre él para detenerlo.
Podría haber sido una escena grotesca si no hubieran
reparado, cuando lograron reducir al enloquecido odontólogo,
en el cuerpo caído del joven que había recibido el golpe.
Silenciosamente, espantados, tapándose la boca para
reprimir los gritos, el grupo rodeó al herido. Entre dos
hombres lo recogieron y lo trasladaron hasta la vereda. El
dentista no salía de su asombro, pero algo los sacó de su
mutismo. Una mujer llegó corriendo y avisó:
—¡Encontraron muerta a la señora Carola!
El dentista se volvió hacia la mujer que había dicho eso y
la miró como si hablara en otro idioma. Había entendido
perfectamente sus palabras pero no podía asimilar algo así.
Quien había gritado era su propia secretaria. La mujer se
arrojó en brazos del dentista y lloró a gritos sin responder a
los que le preguntaban que había ocurrido. Sólo pudo hacerlo
unos minutos después. Más que explicar, se limitó a señalar
hacia el monte.
—Es un accidente. Está clarísimo— repitió una vez más
el comisario ante el empleado del ferroviario—. Yo no me
acercaba porque me parecía que ella no quería que la viesen.
—El empleado era un hombre mayor, el único encargado de
cuidar la estación desde hacía unos años, cuando se había
levantado el servicio de trenes.
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—Sí, yo también la he visto algunas veces— dijo el
comisario—. Tuvo la mala suerte de que justo le cayera
encima esta enorme rama— agregó, mirando a lo alto del
árbol para constatar que había más ramas secas en ese
gigantesco eucalipto—. Tiene la cara arañada por las ramas y
un golpe muy fuerte en la cabeza.
—Están pasando cosas muy raras...— dijo el ferroviario.
—Bah. . . ese asunto del sueño no tiene nada que ver— lo
cortó el comisario—. Está clarísimo: le cayó una rama en la
cabeza. Cada tanto se cae una rama pero jamás hay alguien
debajo y menos haciendo gimnasia ¿no? Esta mujer tuvo esta
desgracia, eso es todo. Ahora tenemos que ir a decírselo al
pobre marido.
—No hace falta, ahí viene.
—Hola, Joaquín, soy yo, mamá.
—Hola.
—¿Qué estás haciendo?
—Nada.
—¿Nada? ¿Cómo nada? Tardaste mucho en atender.
—Estaba... leyendo una historieta.
—¿Catalina no llegó todavía?
—No.
—Qué raro, ¿no dijo que iba a estar a las tres?
—Sí.
—Son casi las cuatro. ¿Qué fue ese grito?
—¿Grito? ¿Qué grito?
—Como un... no, un maullido. ¿Hay un gato ahí?
—¿Cómo va a haber un gato? Si me dijiste que no puedo
tener animales.
—No importa, ¿hay un gato? Fijate si no anda un gato por
el patio.
—No.
—Pero no te fijaste.
—¿Y qué tiene si hay un gato?
—Qué se yo, dale, andá a fijarte.
—Ya me fijé. No hay. ¿Por qué no puedo tener un gato o
un perro?
—Porque no. Ya te dije: no quiero animales en casa.
—Pero yo sí.
—Y yo no. Y papá tampoco. Sólo podríamos tener un
animal si los tres estuviéramos de acuerdo, ¿es justo no?
—No, porque los grandes nunca quieren tener animales.
¿Cuándo voy a tener un animal? ¿Cuando sea grande?
Cuando sea grande no voy a querer tener un gato.
—¡No me hables de gatos!
—¿Por qué?
—Ay, no sé, estoy nerviosa. Después vuelvo a llamarte.
—¿Por qué llamás tantas veces hoy? Esta es la cuarta.
—¿Y qué tiene de malo? Hoy te voy a hacer milanesas.
—¿Qué tiene que ver?
—Nada. Sólo te digo que hoy voy a cocinar milanesas.
Salgo a las seis y llego a la casa a las siete.
—Bueno, chau.
—Un besito… ¡Escucho como un maullido…!
—¡Basta! Debe ser en la calle, que se yo, chau.
—Chau.
Joaquín colgó el receptor y corrió al patio. El gato parecía
reponerse. Se estaba lamiendo la herida del lomo donde él le
había puesto desinfectante y maullaba, seguramente de dolor.
Era un gato raro. Él nunca había visto uno así, aunque mucho
no sabía sobre gatos. Pero era una increíble casualidad que
apareciera en un tapial un gato herido y que él pudiera
curarlo. Ojalá Catalina llegara pronto para mostrárselo.
Después iba a tener que pensar algo para convencer a su
mamá. Por ahora podía mantenerlo escondido en algún lugar
de la casa. En su habitación, por ejemplo.
—Ya hubo una muerte y también tenemos un
moribundo— decía Angelito a los cuatro vecinos que lo
rodeaban—. No me siento capaz de interpretar los alcances
del sueño que tuvimos todos pero algo oscuro y terrible ha
comenzado. Se que esto es sólo el principio.
—¿Y qué podemos hacer?— preguntó la chica de la
panadería. Al enterarse de la suerte corrida por la señora
Carola, su opinión respecto de Angelito era que era la única
persona del pueblo que entendía lo que estaba ocurriendo.
Los otros vecinos— una cuñada de la señora Carola, un
policía jubilado y un hombre llamado Justo— eran seguidores
y admiradores de Angelito, y a él habían acudido
espontáneamente en busca de explicaciones.
—Esto empezó con este sueño siniestro que todos
tuvimos. Me pregunto si el chico también lo habrá tenido.
—No— dijo la chica de la panadería—.
Una amiga mía, que es amiga de una compañera de
trabajo de la madre del chico, habló con ella por teléfono y
ella le dijo…
—¿Quién habló con quién?— preguntó Angelito
fastidiado.
—Mi amiga con la compañera de trabajo de la madre del
chico. Y parece que el chico no soñó lo mismo que todos
nosotros. Por eso la madre lo tiene encerrado en la casa y no
quiere que hable con nadie. No quiere que el chico sepa todo
esto que pasa.
—Así que todos soñamos eso pero él no…
—Tendríamos que hacer algo…—reflexionó Angelito—.
—¿Qué cosa?— preguntó Justo.
—Son las seis de la tarde. Empieza a anochecer— dijo
Angelito demorando la respuesta—. ¿Ven aquellas cajas allá
arriba? … Saquen de allí todas las velas negras que
encuentren. Tienen que ser velas negras. Vos, Justo,
seguime… —Agregó Angelito misteriosamente, dirigiéndose
a la habitación del fondo, donde guardaba unas extrañas
figuras que él mismo tallaba copiándolas de un antiguo libro
con letras góticas y grabados.
El gato parecía totalmente recuperado.
Ya caminaba por el patio y seguía a Joaquín a todos lados,
era un gato decididamente raro pero Joaquín nunca había
tenido una mascota. Le daba un poco de temor tocarlo pero
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pensaba que se debía a la falta de familiaridad con los
animales. El gato tenía una mirada increíblemente profunda.
Cada tanto el chico se sentía mirado por el animal y al darse
vuelta veía esos extraños ojos amarillos que delataban, si no
fuera absurdo concebirlo así, un “pensamiento”.
Joaquín no quería dejarse arrastrar por las fantasías de las
películas y libros de terror y suspenso que a veces leía, pero
tenía la sensación de que el gato “pensaba”. Igual se sentía
muy satisfecho de haberlo curado y estaba totalmente
decidido a ser su dueño, sin importar lo que dijera su madre.
Por esa noche escondería al gato en su habitación y al día
siguiente se plantaría frente a su mamá y lloraría y gritaría
todo lo que fuera necesario para convencerla.
El gato ya empezaba a seguirlo a todas partes y eso
ablandaría un poco a su madre, porque vería el entendimiento
entre uno y otro. Le iba a decir a su mamá, por ejemplo que el
gato sería la compañía ideal para no tener miedo durante las
noches. En esos pensamientos estaba cuando escuchó un
grito:
—¡Están juntos!
Sobresaltado, Joaquín miró hacia el tapial que daba al
frente y alcanzó a ver la cabeza de un hombre que al instante
desapareció.
—¡El chico y el gato están juntos! — se volvió a
escuchar.
Joaquín tomó al gato y se metió en la cocina.
—Hola, Joaquín, esta vez te llamo…
—¡Mamá…!
—¿Qué pasó?
—Vení pronto… estoy asustado.
— ¿Qué pasó?
—No sé…afuera hay gente… Primero se asomó un tipo
por el tapial del frente y ahora hay un grupo en la vereda.
Tienen velas encendidas y gritaban cosas raras.
—¿Cómo? ¿Quiénes son?
—Repiten mi nombre y hablan, como si rezaran pero no
es un rezo. Dicen cosas raras, incomprensibles. No sé por qué
hacen eso. Me da miedo…
—¡No puede ser! ¿Cómo que dicen tu nombre? ¿Quiénes
son?
—No sé. Hay uno en una silla de ruedas.
Y está la de la panadería.
—¡Salgo para allá!
—El chico debe estar poseído— dijo Angelito, nervioso
—. Son casos extraordinarios, pero sucede. Para poseer una
víctima Satán se vale de un intermediario, como una bruja o
un hechicero, o bien puede ser él mismo bajo la apariencia de
un animal. Las víctimas elegidas suelen ser personas débiles y
extrañas, y ese chico sin duda lo es. Cuando la posesión ya
fue hecha, la víctima comienza a cambiar la voz o su
apariencia. Puede sufrir convulsiones, y leí de casos en que,
en medio de la crisis, el poseído expulsa por su boca objetos y
hasta culebras, lagartijas y todo tipo de criaturas repulsivas.
Empecemos ya. Formen un círculo, tómense de las manos,
cierren los ojos, resístanse al terror y no dejen de repetir mis
palabras, aún si se oyen horribles voces que jamás
escucharon, o si ese mismo chico se nos aparece acá en la
vereda…
Carla tomó la cartera y salió a la carrera de su despacho
sin siquiera avisar a su jefe o a Fernanda. Había estado todo el
día pensando en el sueño del gato y el llamado de su hijo
terminó por alterarla. Estaba tan nerviosa que demoró una
eternidad en poder colocar la llave en el auto y salir del
estacionamiento de la Municipalidad. Tenía sesenta
kilómetros hasta su casa, y habitualmente recorría ese
trayecto en cuarenta minutos.
Ese maldito pueblo. Hacía cuatro meses que vivía allí y
conocía a muy pocas personas, pero desde el principio casi
todas le habían caído mal. Su marido se había empecinado en
vivir allí sólo porque las casas eran más baratas y podían
disponer de un gran patio. Para él, que viajaba muy seguido,
el lugar era un paraíso y un descanso, pero para ella y su hijo
era horrible. Joaquín no había hecho más que un amigo en
todo ese tiempo y ella no tenía trato con nadie. La gente la
miraba al pasar con demasiada curiosidad, pero nadie le
mostraba la menor simpatía. Eran raros… Y ella dejaba a su
hijo allí, solo. ¿Qué estarían haciendo esos desequilibrados?
Joaquín había dicho que decían cosas raras e
incomprensibles…
El coche iba a más de ciento treinta kilómetros y
empezaba a caer la tarde. El sol se estaba metiendo a ras de la
ruta, dificultando mucho más la visión. De pronto tuvo miedo
de chocar, de que le pasara algo a ella y que su hijo quedara
solo a merced de los locos esos reunidos alrededor de su casa.
Agazapado detrás de la ventana, Joaquín espiaba hacia la
calle. Había un grupo de unas veinte personas rodeando al de
la silla de ruedas, que parecía dirigir una ceremonia. El tipo
hacía gestos como de arrancarse algo del cuerpo y los demás
lo imitaban, repitiendo sus palabras. Casi todos sostenían
velas y eso les daba una apariencia fantasmal que terminó por
aterrorizar al chico.
En cierto momento, cuando parecía que la ceremonia
había terminado, uno de ellos dijo:
—¡Hay que entrar a matar al gato!
—¿Y qué hacemos con el chico?— preguntó otra voz.
—Ya veremos. Al chico seguramente convendría tenerlo
en observación. Pero es cierto que hay que matar a ese gato
antes de que pase algo inevitable.
Joaquín no entendía nada de lo que ocurría, pero sí
escuchó perfectamente lo que esas personas se proponían
hacer con su gato. Se le ocurrió entonces escapar por la
terraza. Tomó al gato en sus brazos y caminó por el patio
pegado a una pared, para que no lo vieran si alguien se
asomaba.
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Subió la escalera de cemento sin hacer ruido. Cuando
llegó a la terraza, vio que un hombre saltaba al patio de su
casa. Enseguida se le sumaron otros dos.
El chico fue al extremo opuesto de la terraza y allí se
subió a una pequeña pared. Más allá de la pared empezaba el
techo de la casa vecina. Pasó una pierna y estaba por pasar la
otra cuando se le ocurrió mirar hacia la calle. Vio entonces
que alguien lo estaba mirando: Catalina.
Durante un larguísimo momento las miradas de Joaquín y
de Catalina se cruzaron. En la cara de Catalina se dibujó una
expresión de incomprensión y en la de Joaquín un
desesperado pedido de no ser delatado.
Joaquín pasó al techo de la casa vecina y de ésta a la
siguiente, hasta que un perro comenzó a aullar y a ladrar
frenéticamente.
—¡Allá está!— gritó un hombre desde un patio.
Joaquín se quedó paralizado. En segundos varias linternas
lo alumbraron y el hombre que había gritado trepó al techo
ágilmente. Se paró sobre la pared medianera y mostró una
desagradable sonrisa. Sacó un pequeño revólver del bolsillo
trasero del pantalón y señaló al gato.
—Soltalo, nene— ordenó.
El chico hizo el ademán de dejar al gato en el suelo, pero
cuando estaba por apoyarlo, arrojó al animal hacia el costado,
donde había un techo más bajo que resultaba inaccesible para
el hombre de la pistola, en la posición en la que se
encontraba. El gato cayó sobre ese techo y en segundos
desapareció.
—¡Estúpido!— gritó el hombre, tomando a Joaquín por el
hombro y empujándolo hacia el centro de la terraza.
Cuando Carla frenó y bajó del coche se encontró con un
espectáculo absurdo y penoso: su pobre hijo estaba sentado en
el suelo, en medio de la calle, y a su alrededor un grupo de
personas repetía oraciones incomprensibles cuya letra
aportaba el hombre de la silla de ruedas.
La mujer se abrió paso a empujones y se abrazó a su hijo.
Luego lo ayudó a ponerse de pie y juntos entraron en la casa.
Como hipnotizada, llenó un bolso con ropas y regresó con
Joaquín al auto. Afuera todavía estaban los vecinos reunidos.
Uno de ellos intentó detenerla. La chica de la panadería trató
de decirle algo, pero Carla no estaba como para escucharla.
Puso en marcha el coche, Joaquín se sentó a su lado y avanzó
a toda velocidad en dirección a la salida del pueblo.
—Tengo que tranquilizarme— dijo Carla en voz alta,
hablándole a nadie, o en todo caso a ella misma—. Tengo que
tranquilizarme. No puede ser todo una conjura. Si voy
tranquila vamos a llegar sanos y salvos a Alberti.
A Joaquín le dio miedo que su madre hablara así.
—Vamos a Alberti, a casa de tu abuela a pasar la noche
ahí, lejos de todos esos locos— le explicó a su hijo—.
Mañana llega tu papá y ya veremos que hacemos. Le dejé una
notita sobre la mesa.
—La vi.
“Nos fuimos a pasar la noche a lo de tus padres. Si por
casualidad llegás antes, andá a vernos allá. Un beso, Carla y
Joaquín”, decía el papel que estaba sobre la mesa.
Pablo se había apurado para regresar un día antes y
sorprender a su esposa y a su hijo, pero había encontrado la
casa vacía y esa nota. Como tenía muchas ganas de verlos no
lo pensó demasiado. En menos de una hora podía llegar hasta
la casa de sus padres.
Antes de salir abrió las puertas y el baúl del coche, e hizo
varios viajes hasta la casa descargando bolsos y cajas. Era ya
la medianoche cuando salió hacia Alberti.
La abuela de Joaquín estaba a punto de irse a dormir
cuando Carla golpeó la puerta. La mujer se sorprendió al ver
a esa hora a su nieto y a su nuera.
—Tuve un problema en casa con una pérdida de gas y no
quise que pasáramos la noche allá— fue lo que se le ocurrió
decir a Carla.
—Hicieron muy bien en venir querida.
Las dos mujeres charlaron unos minutos en la cocina —el
abuelo dormía— mientras Joaquín miraba televisión. A la
una, todos se fueron a dormir: Carla en un sofá del living y
Joaquín en el cuarto que usaba su papá cuando era soltero.
A la una y media Pablo llegó a la casa de sus padres.
“Espero que no me oigan entrar porque si no se van asustar”,
pensó. Pero bueno, ya estaba ahí, y lo mejor era usar la llave
que tenía y entrar sin hacer ruido. Sin embargo, el primer
susto fue para él: cuando abrió la puerta del coche una cosa
oscura salió del interior y saltó a la vereda. El hombre casi se
desmaya del susto. Pero sólo era un gato. ¿Cómo se había
metido ese gato en el auto? Cuando se lo contara a Carla se
iba a reír. Seguro que el animal se había subido mientras él
descargaba los bolsos. “Un gato de Moqueguá que decidió
mudarse a Alberti”, se dijo.
En el umbral de la puerta Pablo se quitó los zapatos.
Colocó la llave en la cerradura con la mayor suavidad y pasó
al interior como caminando sobre el aire… ¡El maldito gato!
En ese momento el gato se escurrió entre sus piernas y pasó
junto con él al interior de la casa. Pero Pablo no podía gritar
ni ponerse a perseguirlo. Sólo tenía que confiar en la
habilidad del animal para no chocar contra ningún mueble y
hacer un ruido.
A la mañana buscaría a ese gato confianzudo y lo sacaría
a escobazos. Ahora, lo mejor era dejarlo. Antes de cerrar la
puerta vio, gracias a una franja de luz proyectada de la calle, a
Carla durmiendo sobre el sofá. Dejó los zapatos a un lado y se
acostó junto a ella. Sin despertarse, la mujer giró hacia él y lo
abrazó. Pablo, sonrió, ¡cómo había extrañado a su mujer y a
su hijo! Ahora que volvía a estar con ellos lamentaba que
fuera tan tarde. Al día siguiente Carla le reprocharía no
haberla despertado, pero dormía tan profundamente que era
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una pena interrumpirla.
A los diez minutos de estar en esa posición tan incómoda,
Pablo pensó que lo mejor sería dormir en la habitación que
había sido suya, donde debía de estar durmiendo Joaquín. Ahí
había una sola cama pero el piso estaba alfombrado y podía
poner una manta en el suelo. Con movimientos lentos salió
del abrazo de Carla y se apartó del sofá, cayendo suavemente
al suelo. “Hoy es mi noche ridícula”, pensó mientras trataba
de incorporarse.
De pronto algo lo hizo estremecerse: Carla emitió un
horrible aullido, una queja honda y terrible que en medio de
la oscuridad resultaba escalofriante. Un segundo después se
escucharon gritos parecidos provenientes de la habitación de
sus padres. Eran aullidos terribles pero aún más espantosa era
la coincidencia: ¡los tres al mismo tiempo! ¡Como si
estuvieran envueltos en la misma pesadilla en el mismo
momento!
El hombre no soportó una nueva repetición de los gritos y
encendió las luces. Vio a Carla con una expresión desfigurada
por una mueca de angustia y de espanto. Pese a la luz, la
mujer no terminaba de salir de la pesadilla. Tuvo que
despertarla con sacudones bastante fuertes. Al fin Carla
entreabrió los ojos, miró la habitación y a él, como si no
entendiera dónde se encontraba.
—¿Qué hacés acá?
De repente se frotó la frente y se incorporó de un salto:
—¡El gato! —dijo con voz ahogada—. ¡El gato está con
Joaquín!
Carla y Pablo llegaron corriendo a la habitación donde
dormía Joaquín. Lo que el hombre vio porque fue quien entró
primero, no iba poder explicarlo jamás en su vida, y tampoco
me lo explicó bien a mí, años después, pese a que estaba tan
interesado en que yo escribiera esta historia respetando cada
detalle de lo ocurrido.
A Pablo, el padre de Joaquín, lo conocí por casualidad en
una plaza de Alemania, donde actualmente vive, y al rato de
charlar ya me estaba narrando su extraña historia y
pidiéndome que la escribiera. Le dije que no, un poco porque
siempre digo que no a este tipo de cosas, y otro poco porque
al final de esta historia me provoca un profundo rechazo. Sin
embargo, acá estoy, terminándola, no sé si para cumplir con
su pedido o para buscarle un final más tolerable.
Cuando Pablo entró en la habitación del chico, encendió
la luz: su hijo dormía en el suelo, hecho un ovillo, en una
extraña posición. Por un instante el hombre creyó ver que el
gato estaba allí, junto a su hijo. Pero de inmediato la figura
del animal desapareció, como si se fundiera en la del chico.
Su esposa no vio nada de eso. Ella entró detrás y, después de
comprobar que Joaquín estaba bien, y de hacerlo regresar a la
cama, se puso a buscar al gato por toda la casa.
Descontrolada, sobre todo al saber por su marido que
efectivamente había entrado un gato en la casa, revisó todo,
centímetro por centímetro. Pero no encontró al animal.
Todos pasaron aquella noche sin dormir y por más que
trataron de interpretar lo ocurrido barajando las ideas más
inverosímiles, no lograron aclarar nada.
Claro que todavía no habían asistido a lo peor.
A la mañana cuando el chico se despertó ya no era el
mismo. No habló en ese momento ni nunca más lo hizo, por
más que sus padres probaron todas las formas posibles de
terapias y consultaron a los médicos más prestigiosos. En
poco tiempo el chico cambió, su físico, sus gestos, sus
hábitos, sus miradas —sobre todo sus miradas— y ya nunca
más fue normal. Los intentos por ingresarlo en escuelas, aún
las más especializadas, terminaron en duras polémicas,
porque los padres jamás aceptaron los alarmantes informes de
los maestros y psicopedagogos.
Aquella tarde en la plaza de Hamburgo, Pablo (en la vida
real, por supuesto tiene otro nombre) me refirió la historia de
su hijo y yo la escuché con un interés limitado, propio de
quien supone que no verá pruebas del hecho extraordinario
que le están contando. Me equivocaba.
—Allá está mi hijo— me indicó él en cierto momento.
Había otros chicos trepados al árbol pero no necesité que
me señalara bien cuál de todos era Joaquín. Vi a un chico
delgadísimo, vestido enteramente de negro (“se enfurece si
tratamos de que vista otro color de ropa”, explicó Pablo), que
pasaba de una rama a otra como deslizándose, con una soltura
por lo menos llamativa. En cierto momento el chico volvió su
cara hacia nosotros y fue entonces cuando vi esos ojos
amarillos que me causaron una irreprimible repulsión y, debo
confesarlo, temor.
—No lo odie— me dijo Pablo, como si adivinara mi
pensamiento.
—No… ¿cómo me dice eso?— contesté—. Si es… un
chico.
— Es mi hijo. Supongo que es una especie de prisionero…
—¿Prisionero de qué?
—De un gato, del alma de un gato, qué sé yo.
Permanecimos en silencio largos minutos.
—¿Y? ¿Se anima a escribir esta historia?— me preguntó
finalmente.
—No, no creo que me interese escribir este tipo de
historias.
RICARDO MARIÑO. ____________________________________________
Es escritor, periodista, y también autor de libros para
niños y adolescentes. Entre sus títulos figuran Botella al mar,
La casa maldita, La expedición, El hijo del superhéroe, Lo
único del mundo, La noche de los muertos y Perdido en la
selva. Entre otras distinciones ha merecido el Premio Casa de
las Américas, varias recomendaciones de IBBY
(Internacional Borrad of Books for Young People) y, en dos
oportunidades (1994 y 2004), el premio Konex a la
trayectoria.