132843009 Boll Henrich Relatos

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HEINRICH BÖLL Cuentos Cuentos

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HEINRICH BÖLL

CuentosCuentos

Aquellos días en Odessa ................................................................................................................ 3 También los niños son población civil ........................................................................................... 6 La balanza de los Balek ................................................................................................................. 8 Las ovejas negras ......................................................................................................................... 12 Aventuras de un macuto ............................................................................................................... 17 La amada no enumerada .............................................................................................................. 22 El reidor ....................................................................................................................................... 24 No vayas tanto a Heidelberg ........................................................................................................ 26 No sólo en Navidad ..................................................................................................................... 30 Tibten ........................................................................................................................................... 42 Anécdota acerca del descenso de la moral de trabajo .................................................................. 44 Cortesía en el caso de inevitables violaciones de la ley ............................................................... 46

Aquellos días en Odessa

Hacía mucho frío en Odessa aquellos días. Cada mañana íbamos al aeropuerto en grandes y ruidosos camiones, por la carretera mal adoquinada. Allí esperábamos, muertos de frío, a los grandes pájaros grises que rodaban por el campo de aterrizaje. Pero los dos primeros días, cuando estábamos a punto de subir a bordo, llegó una orden en sentido contrario, porque sobre el mar Negro había una niebla muy densa, o bien demasiadas nubes, y volvimos a subir a los grandes y ruidosos camiones y regresamos al cuartel por la carretera empedrada.

El cuartel era muy grande. Estaba sucio y lleno de piojos. Pasábamos el rato sentados en el suelo o bien nos acordábamos en las mugrientas mesas y jugábamos a las cartas, o cantábamos. Siempre esperábamos una ocasión para saltar el muro y hacer una escapada. En el cuartel había muchos soldados que esperaban para entrar en combate, y no se nos permitía ir a la ciudad. Los dos primeros días habíamos intentado escabullirnos, pero nos atraparon, y como castigo nos hicieron transportar las grandes cafeteras llenas de café hirviente y descargar panes. Mientras descargábamos los panes nos vigilaba el contador, que llevaba un magnífico abrigo de pieles, el cual, sin duda, estaba destinado al frente. El contador contaba los panes para que no desapareciese ninguno. El cielo de Odessa estaba siempre nublado y oscuro, y los centinelas paseaban arriba y abajo, a lo largo de los negros y sucios muros del cuartel.

El tercer día esperamos a que hubiera oscurecido del todo y nos dirigimos simplemente a la entrada principal. Cuando el centinela nos dio el alto, gritamos «comando Seltscbáni», y nos dejó pasar. Éramos tres, Kurt, Erich y yo. Caminábamos muy despacio. Sólo eran las cuatro y ya estaba oscuro. Lo único que habíamos ansiado era salir de aquellos altos, negros y sucios muros, y ahora que estábamos fuera casi habríamos preferido estar dentro otra vez. Sólo hacía ocho semanas que nos habían movilizado y teníamos mucho miedo. Pero nos dábamos cuenta de que, si hubiéramos estado otra vez en el cuartel, habríamos querido salir a toda costa, y entonces habría sido imposible. Eran sólo las cuatro, y no podríamos dormir a causa de los piojos y de las canciones, y también porque temíamos y al mismo tiempo esperábamos que a la mañana siguiente haría buen tiempo para volar y nos llevarían en los aviones a Crimea, donde seguramente moriríamos.

No queríamos morir, no queríamos ir a Crimea, pero tampoco nos gustaba pasarnos todo el santo día tirados en aquel cuartel sucio y negro que olía a café de malta, donde siempre descargaban panes destinados al frente y donde siempre había un contador con abrigo de pieles, abrigo sin duda destinado al frente, que vigilaba y contaba los panes para que no desapareciese ninguno. En realidad, no sé lo que queríamos. Avanzábamos lentamente por aquella callejuela del suburbio, oscura y llena de hoyos. Entre las casitas, donde no se veía una sola luz, la noche estaba cercada por unas cuantas estacas de madera podrida, y más allá, en algún lugar, debía de haber páramos, tierras baldías, como en nuestro país, donde siempre dicen que se va a construir una carretera y abren zanjas y van de aquí para allá con varas de medir, y después no se habla más de la carretera y echan en las zanjas escombros, cenizas y basura, y vuelve a crecer la hierba, mala hierba áspera, indómita y exuberante, hasta que el letrero «Prohibido tirar escombros» queda cubierto por los escombros...

Caminábamos muy despacio porque aún era muy pronto. En la oscuridad nos cruzamos con otros soldados que iban al cuartel, y otros que venían del cuartel nos adelantaban. Teníamos miedo de las patrullas y habríamos preferido volver, pero sabíamos también que si nos hallásemos otra vez en el cuartel estaríamos desesperados, y era mejor tener miedo que sentir sólo desesperación entre los negros y sucios muros del cuartel, donde siempre había que llevar café de aquí para allá y descargar panes para el frente, siempre panes para el frente, y donde vigilaban los contadores con sus magníficos abrigos, mientras nosotros nos moríamos de frío.

De vez en cuando, a uno y otro lado de la callejuela, veíamos una casa en cuyas ventanas brillaba una mortecina luz amarilla, y oíamos el murmullo de unas voces claras, extranjeras e

inquietantes. Y después encontramos, en medio de la oscuridad, una ventana muy iluminada de la que salía mucho ruido, y oímos voces de soldados que cantaban «El sol de México».

Abrimos la puerta y entramos. La estancia estaba caliente y llena de humo. Había en ella un grupo de soldados, ocho o diez, algunos de los cuales tenían mujeres con ellos. Bebían y cantaban, y uno de ellos se rió muy fuerte cuando entramos nosotros. Éramos muy jóvenes, los más jóvenes de toda la compañía. Nuestros uniformes eran completamente nuevos, y la fibra de madera nos pinchaba los brazos y las piernas; las camisetas y calzoncillos nos producían un terrible picor. También los jerséis eran nuevos y ásperos.

Kurt, el más joven, pasó delante y eligió una mesa. Kurt era aprendiz en una fábrica de cuero, y nos había contado de dónde procedían las pieles, aunque la cosa se consideraba secreto industrial. Nos había explicado incluso los beneficios que se obtenían con ello, aunque eso era también un secreto industrial muy celosamente guardado. Nos sentamos los tres.

De detrás del mostrador vino hacia nosotros una mujer gorda, de cabello oscuro y cara bondadosa, y nos preguntó qué queríamos beber. Preguntamos primero cuánto costaba el vino, pues habíamos oído decir que en Odessa todo era muy caro. Nos dijo que eran cinco marcos la botella, y pedimos tres botellas. Habíamos perdido mucho dinero jugando a las cartas y nos habíamos repartido el resto: teníamos diez marcos cada uno. Algunos de los soldados comían carne asada, que humeaba aún, con rebanadas de pan blanco, y unas salchichas que olían a ajo, y entonces nos dimos cuenta por primera vez de que teníamos hambre. Cuando la mujer trajo el vino le preguntamos cuánto costaba la comida. Nos dijo que las salchichas costaban cinco marcos y la carne con pan, ocho. Dijo que la carne era de cerdo y fresca, pero nosotros le pedimos salchichas. Los soldados besaban a las mujeres y las abrazaban sin disimulo, y nosotros no sabíamos a dónde mirar.

Las salchichas eran grasas y calientes, y el vino era muy seco. Cuando nos hubimos comido las salchichas, no supimos qué hacer. No teníamos ya nada que decirnos, pues nos habíamos pasado dos semanas echados en el mismo vagón del tren y nos lo habíamos contado todo. Kurt había trabajado en una fábrica de cuero, Erich en una granja y yo estaba en la escuela. Todavía teníamos miedo, pero se nos había quitado el frío.

Los soldados que habían estado besando a las mujeres se pusieron ahora los cinturones y salieron con ellas a fuera. Eran tres chicas; sus caras eran redondas y bonitas; reían y bromeaban, pero se iban con seis soldados, creo que eran seis, o, por lo menos, cinco. Quedaron en la sala sólo los borrachos, los que antes cantaban «El sol de México». Uno que estaba junto al mostrador, cabo primero, alto y rubio, se volvió hacia nosotros y se echó a reír otra vez; creo que nuestro aspecto hacía pensar que estábamos en alguna clase del cuartel, allí sentados a la mesa muy silenciosos y correctos, con las manos en las rodillas. El cabo le dijo algo a la mujer y ésta nos trajo tres vasos bastante grandes de aguardiente blanco.

Hemos de brindar a su salud dijo Erich, golpeándonos con la rodilla.Yo llamé varias veces al cabo hasta que él se fijó en mí; Erich nos hizo otra vez una señal con

las rodillas, y nos pusimos en pie diciendo al unísono:—A su salud, cabo...Los otros soldados se echaron a reír a carcajadas, pero el cabo levantó su vaso y nos respondió:—A su salud, soldados...El aguardiente era fuerte y amargo, pero nos calentó, y nos habríamos tomado otro vaso.El cabo le hizo una seña a Kurt para que se acercase. Kurt lo hizo, habló unas palabras con él y

nos hizo una seña a nosotros. El hombre nos dijo que estábamos locos, que no teníamos dinero y que teníamos que vendernos algo. Nos preguntó de dónde veníamos y a dónde estábamos destinados. Le dijimos que estábamos en el cuartel esperando que nos llevasen a Crimea. Se puso muy serio y no dijo nada. Yo le pregunté qué podíamos vender, y él me respondió que cualquier cosa: abrigos, gorras, ropa interior, relojes, plumas estilográficas...

Ninguno de nosotros quería venderse el abrigo. Estaba prohibido y teníamos miedo, y además en Odessa hacía mucho frío. Nos vaciamos los bolsillos: Kurt tenía una pluma estilográfica, yo un

reloj y Erich un portamonedas nuevo, de cuero, que había ganado en una rifa del cuartel. El cabo tomó los tres objetos y le pregunté a la mujer cuánto daba por ellos. Ella los examinó detenidamente, dijo que eran cosas malas y nos ofreció doscientos cincuenta marcos, ciento ochenta sólo por el reloj.

El cabo nos dijo que doscientos cincuenta era poco, pero que estaba seguro de que no nos daría más y que aceptásemos, porque quizás a la mañana siguiente nos llevarían a Crimea y entonces todo daría igual.

Dos de los soldados que cantaban antes «El sol de México» se levantaron de sus mesas y le dieron al cabo unas palmadas en el hombro; el cabo nos saludó y salió con ellos.

La mujer me había dado a mi todo el dinero, y yo le pedí dos trozos de carne con pan para cada uno y un vaso grande de aguardiente. Después nos comimos aún cada uno un trozo más de carne y nos bebimos otro vaso de aguardiente. La carne estaba muy caliente, era fresca, grasa y casi dulce, y el pan estaba todo empapado de grasa. Después nos tomamos otro aguardiente. Entonces nos dijo la mujer que ya no le quedaba carne, sólo salchichas, y comimos salchichas acompañadas de cerveza, una cerveza oscura y espesa. Después nos tomamos cada uno otro vaso de aguardiente y nos hicimos traer pasteles, unos pasteles planos y secos de nuez molida. Después bebimos aún más aguardiente, pero no estábamos borrachos en absoluto; teníamos calor y nos sentíamos bien, y no pensábamos en el picor de las fibras de madera de nuestra ropa. Llegaron otros soldados y cantamos todos juntos «El sol de México»...

A las seis, nos hablamos gastado todo el dinero y seguíamos sin estar borrachos. Como no teníamos nada más que vender, regresamos al cuartel. En la oscura calle llena de hoyos no se veía ya ninguna luz y, cuando llegamos, el centinela nos dijo que nos presentásemos en el puesto de guardia. Allí se estaba caliente y no había humedad, estaba sucio y olía a tabaco. El sargento nos echó una bronca y nos dijo que habríamos de atenernos a las consecuencias. Pero aquella noche dormimos muy bien. A la mañana siguiente fuimos al aeropuerto en los ruidosos camiones por la carretera empedrada. Hacia frío en Odessa. El tiempo era magnífico; el cielo estaba despejado. Subimos por fin a los aviones, y, cuando despegábamos, nos dimos cuenta de pronto de que no volveríamos nunca, nunca...

También los niños son población civil

—No puede ser —gruñó el centinela.—¿Por qué? —pregunté.—Porque está prohibido.—¿Por qué está prohibido?—Porque está prohibido, tú, está prohibido que los pacientes salgan.—Pero yo —dije con orgullo— soy un herido.El centinela me contempló despreciativo:—Seguro que es la primera vez que te hieren, si no ya sabrías que los heridos también son

pacientes, y ahora vete ya.Pero yo no podía comprenderlo:—Entiéndeme —le dije—, sólo quiero comprarle pasteles a la niña esa...Señalé hacia fuera, donde un pequeña y preciosa niña rusa estaba en medio de la nevada y

vendía pasteles.—¡Que te metas adentro!La nieve caía silenciosa en los enormes charcos del oscuro patio de la escuela, la niña seguía

allí, paciente, y repetía en voz baja: “Pahteleh...pahteleh...”.—Oye tú —le dije al centinela—, se me hace la boca agua, deja pues que entre la niña.—Está prohibido que entren civiles.—Pero oye —le dije—, un niño no es más que un niño.Me volvió a mirar despreciativo:—O sea, que los niños no son población civil...Era para desesperarse. La oscura calle vacía estaba envuelta por la nevisca y la niña seguía allí

completamente sola y repitiendo: “Pahteleh...”, aunque no pasaba nadie.Intenté salir sin más pero el centinela me agarró por la manga y se puso furioso:—Oye tú —gritó—, lárgate o llamo al sargento.—Eres un estúpido —le dije encolerizado.—Sí —dijo el centinela, satisfecho—, cuando alguien sigue respetando las ordenanzas, para

vosotros es un estúpido.Me quedé todavía medio minuto en medio de la nevada y vi cómo los copos blancos se volvían

lodo: todo el patio de la escuela estaba lleno de charcos, y en medio de ellos se veían pequeñas islas blancas como azúcar en polvo. De repente vi que la preciosa niña me hacía una seña con los ojos y aparentemente indiferente se iba calle abajo. La seguí por la parte interior del muro.

“Maldita sea”, pensaba, “¿seré verdaderamente un paciente?”. Y entonces vi que había un pequeño agujero en el muro, al lado del urinario, y delante del agujero estaba la niña con los pasteles. El centinela no nos podía ver aquí.

“El Führer bendiga tu respeto a las ordenanzas”, pensé.Los pasteles tenían un aspecto magnífico: los había de castaña y de crema de mantequilla,

roscas de levadura y nuégados en los que brillaba el aceite.—Cuánto cuestan? —le pregunté a la niña.Sonrió, me presentó la cesta y me dijo con su vocecita fina:—Trehmarcohcinquenta cá’uno.—¿Todos?—Sí—La nieve caía sobre su delicado pelo rubio y lo espolvoreaba con un fugaz polen plateado, su

sonrisa era sencillamente encantadora. La oscura calle detrás suya estaba completamente vacía y el mundo parecía muerto...

Tomé una rosca de levadura y la probé. Sabía riquísima, estaba rellena de mazapán. “Ajá”, pensé, “por eso son tan caras como las demás”.

La niña sonrió:—¿Bueno? —preguntó— ¿bueno?Asentí. El frío no me importaba. Tenía la cabeza reciamente vendada y me parecía a Theodor

Körner. Probé además un pastel de crema de mantequilla dejando que aquella materia deliciosa se derritiese despacio en mi boca. Y una vez más se me hizo agua la boca...

—Ven —le dije en voz baja—, me los quedo todos, ¿cuántos tienes?La niña empezó a contarlos cuidadosamente con un dedo pequeño, delicado y un poquito sucio,

mientras yo devoraba un nuégado. Todo estaba muy silencioso y casi me parecía como si en el aire se meciesen suavemente los copos de nieve. La niña contaba despacio, se equivocó un par de veces, y yo seguía allí de pie, completamente tranquilo, y me comí dos pasteles más. Luego alzó de repente sus ojos hacía mí, tan terriblemente verticales, que sus pupilas estaban por completo arriba y el blanco de sus ojos era azulenco como leche desnatada.

Gorjeó alguna cosa en ruso, pero me encogí de hombros sonriendo y entonces se agachó y con su dedito sucio escribió un 45 en la nieve. Añadí los cinco que ya me había comido y le dije:

—Dame también la cesta, ¿sí?Asintió y me pasó la cesta con mucho cuidado a través del agujero; yo le pasé dos billetes de

cien marcos. Dinero teníamos de sobra, por un abrigo pagaban los rusos setecientos marcos y en tres meses no habíamos visto sino lodo y sangre, un par de putas y dinero.

—Ven mañana otra vez, ¿sí? —le dije en voz baja, pero ya no me oía, se había escabullido muy ágil y cuando metí tristemente mi cabeza por el agujero ya había desaparecido y sólo ví la silenciosa calle rusa, melancólica y completamente vacía: las casa de tejados planos parecían irse cubriendo poco a poco con la nieve. Mucho tiempo estuve así, como un animal que mira con ojos tristes desde detrás de la cerca, hasta que me di cuenta de que mi cuello comenzaba a engarrotarse y metí de nuevo la cabeza en el redil.

Y recién entonces olí que en ese rincón hedía espantosamente, a urinario, y los lindísimos pastelillos estaban todos cubiertos por la nieve como una tierna capa de azúcar. Cansado, levanté la cesta y me dirigí a la casa, no sentía frío, me parecía a Theodor Körner y hubiese podido permanecer una hora más en la nieve. Me fui porque tenía que ir a alguna parte. Se tiene que ir a alguna parte, se tiene que poder. No se puede quedar uno quieto y dejarse helar. A alguna parte se tiene que poder ir, aunque esté uno herido, en una tierra extranjera, negra, muy oscura....

(1948)

La balanza de los Balek

En la patria chica de mi abuelo, la mayoría de los habitantes eran agramadores. Desde hacía cinco generaciones respiraban el polvo que surgía de los tallos quebrados del lino, se dejaban matar lentamente; pacientes y alegres generaciones que comían queso de cabra y patatas, y que de vez en cuando sacrificaban un conejo; por las noches, hilaban y hacían punto en sus casas, cantaban, bebían té de menta y eran dichosos. Durante el día, agramaban los tallos de lino en máquinas antediluvianas, entregados sin remedio al polvo y al calor que venía de los hornos de secado. En sus casas tenían una sola cama, parecida a un armario, que estaba destinada a los padres, y los niños dormían alrededor, sobre bancos. Por la mañana, sus habitantes olían por doquier a sopa de harina tostada; los domingos había gachas y los rostros de los niños enrojecía de alegría cuando, especialmente los días señalados, el negro café de bellota se volvía claro, cada vez más claro debido a la leche que su madre iba echando en los tazones.

Los padres salían temprano al trabajo, los niños tenían a su cargo las labores caseras: barrían la pieza, la ordenaban, lavaban la vajilla y pelaban patatas, esos valiosos y amarillos frutos de la tierra, cuyas finas pieles tenían que presentar, para disipar la sospecha de un posible derroche o falta de atención.

Cuando los niños venían de la escuela tenían que irse a los bosques y —según las estaciones— recoger setas y hierbas, aspérulas y tomillo, comino, menta y digital, y en verano, cuando habían cosechado el heno de sus pobres prados, recogían la flor del heno. Se pagaba un céntimo por kilo de flor de heno, que en las boticas de la ciudad se vendía a las señoras nerviosas a veinte céntimos. Las setas eran muy valiosas: cada kilo suponía veinte céntimos; en las tiendas de la ciudad se vendía a un marco veinte. En otoño, cuando la humedad hace surgir las setas del sueño, los niños se internaban en la verde oscuridad de los bosques, y casi todas las familias tenían un lugar determinado donde arrancaban las setas, lugares que se transmitían oralmente de generación en generación.

Los bosques pertenecían a los Balek, así como las agramaderas de lino, y en el pueblo natal de mi abuelo los Balek tenían un castillo y la mujer del cabeza de la familia tuvo siempre, junto a la habitación donde elaboraban la leche un cuartito en el que eran pesadas y pagadas las setas, las hierbas y las flores del heno. Allí, sobre la mesa, estaba la gran balanza de los Balek, un artefacto de bronce dorado antediluviano, lleno de arabescos, ante la que permanecieron ya los abuelos de mi abuelo con las cestitas de setas y las bolsas de papel llenas de flores del heno en sus sucias manos infantiles, mirando expectantes el peso que arrojaría la balanza de la señora Balek, hasta que la pendular aguja se fijaba exactamente en la raya negra , esa fina línea de la justicia que había que volver a pintar cada año. Entonces la señora Balek tomaba el grueso libro con el lomo marrón de cuero, apuntaba el peso y entregaba el dinero, céntimos o perras gordas; en raras, muy raras ocasiones, un marco. Y cuando mi abuelo era un niño, había allí un frasco grande con caramelos ácidos de esos que costaban un marco el kilo, y si la señora Balek, que mandaba entonces en el cuartito estaba de buen humor, metía la mano en el frasco y daba un caramelo a cada uno de los niños que se ruborizaban de placer igual que cuando la madre, en señalados días de fiesta, les echaba leche en los tazones, leche que aclaraba el café, hasta que se ponía rubio como las trenzas de las muchachas.

Una de las leyes que los Balek habían impuesto al pueblo rezaba: Nadie podrá tener una balanza en casa. La ley era tan antigua que nadie se acordaba de cuándo y por qué se había dictado, y había que cumplirla, pues quien la infringía era despedido de las agramaderas de lino y no le compraban ya más setas, ni tomillo, ni flor de heno, y el poder de los Balek llegaba tan lejos que tampoco en los pueblos vecinos le darían trabajo ni le comprarían las hierbas de los bosques. Pero desde que los abuelos de mi abuelo eran niños y recogían setas, y las entregaban para que

condimentasen los asados en las cocinas de la gente rica de Praga o para ser cocidas en los pasteles de carne, desde entonces nadie había pensado en infringir esa ley, pues para la harina había medidas, los huevos se podían contar , el hilado se medía por varas y, por lo demás, la antediluviana balanza de los Balek, adornada con bronce dorado, no parecía estar mal graduada, y cinco generaciones habían confiado a la pendular aguja negra lo que habían recogido en los bosques con infantil celo.

Es verdad que entre esas gentes tranquilas había algunas que despreciaban la ley, cazadores furtivos que aspiraban a embolsar en una noche más de lo que podrían ganar durante todo en un mes en la fábrica de lino, pero parece que tampoco a ninguno de ellos se le ocurrió nunca comprarse o construirse una balanza. Mi abuelo fue el primero que mostró suficiente valentía como para poner a prueba la justicia de los Balek, que vivían en el castillo, tenían dos carruajes y pagaban siempre en el seminario de Praga los estudios de teología de un muchacho del lugar; de los Balek, en cuya casa el párroco jugaba todos los miércoles al tarot, que por Año Nuevo recibían siempre la visita del comandante de la comarca, en un carruaje con el escudo imperial y a los que en 1900 por Año Nuevo el emperador ascendió a la nobleza.

Mi abuelo era trabajador e inteligente; se internaba en los bosques más que los muchachos de la familia que le precedieron, se metía hasta la espesura en que, según la leyenda vivía Bilgan, el gigante, que vigila allí el tesoro de los Balderer. Pero Bilgan no le daba miedo a mi abuelo, siendo aún muy niño penetraba en la espesura, traía una gran cosecha de setas e incluso encontraba frutas, que la señora Balek pagaba a treinta céntimos la libra. Mi abuelo apuntaba todo lo que llevaba a los Balek en el dorso de una hoja de calendario: cada libra de setas, cada gramo de tomillo, y con su letra infantil escribía a la derecha lo que había recibido por cada cosa; desde que tenía siete años hasta los doce garrapateó allí cada céntimo y un cuarto de libra de café auténtico; para los hombres hubo también cerveza y tabaco gratis, y en el castillo se celebró una gran fiesta; la alameda que va desde el portón al castillo se llenó de carruajes.

Pero ya la víspera de la fiesta se repartió el café en el pequeño espacio en que desde hacía casi cien años estaba la balanza de los Balek, que ahora se llamaban Balek von Bilgan, porque, según la leyenda, Bilgan, el gigante, tuvo un gran castillo en el lugar donde se alza la residencia de los Balek.

Mi abuelo me ha contado muchas veces que al salir de la escuela fue allí para recoger el café destinado a cuatro familias: para los Cech, los Weidler, los Bola y para la suya propia, los Brücher. Era el día de Nochevieja por la tarde; había que adornar las viviendas, había que cocer pan y pasteles y no se quería renunciar al trabajo de cuatro muchachos y mandarlos por separado al castillo a buscar un cuarto de libra de café.

Y así fue como mi abuelo, sentando en el pequeño y estrecho banco de madera del cuartito, esperando que Gertrud, la sirvienta, le entregara los pequeñitos de cuarto de libra de café, cuatro en total, miró la balanza, en cuyo platillo izquierdo estaba aún la pesa de una libra; mientras la señora Balek von Bilgan estaba ocupada con los preparativos de la fiesta. Y cuando Gertrud quiso meter la mano en el frasco de los caramelos ácidos para regalar uno a mi abuelo, comprobó que estaba vacío; este frasco se llenaba una vez al año y en él cabían un kilo de los de un marco.

Gertrud rió y dijo: “Espera, voy a buscar los nuevos”, mi abuelo se quedó con los cuatro paquetes de un cuarto de libra, que habían sido empaquetados y cerrados en la fábrica , delante de la balanza vacía y en la que alguien había olvidado la pesa de una libra; y entonces tomó los cuatro paquetes de café, los colocó en el platillo vacío y al ver que la aguja negra de la justicia se quedaba a la izquierda de la marca, el platillo con la pesa de una libra bajaba y el medio kilo de café subía y permanecía bastante alto, su corazón empezó a latir con fuerza: palpitaba con más vehemencia que si hubiera estado escondido en el bosque, detrás de un matorral, esperando a Bilgan, el gigante. Buscó en su bolsillo los guijarros que llevaba siempre para cazar con la honda los gorriones que picoteaban los coles de su madre: tres, cuatro, cinco chinas tuvo que poner junto a los cuatro paquetes de café, hasta que el platillo con la pesa de medio kilo se elevó y la aguja se puso

exactamente sobre la raya negra. Mi abuelo quitó el café de la balanza, envolvió los cinco guijarros con su pañuelo y cuando Gertrud volvió con la gran bolsa de kilo llena de caramelos ácidos que debía durar de nuevo todo un año para hacer ruborizar de placer los rostros de los niños, Gertrud miró asombrada y asustada al pálido muchacho que arrojó el caramelo ácido al suelo, lo aplastó con el pie y dijo: “Quiero hablar con la señora Balek”

—Por favor, Balek von Bilgan —dijo Gertrud.—Bien, con la señora Balek von Bilgan —pero Gertrud se echó a reír y él volvió al pueblo en la

oscuridad, llevó su café a los Cech, a los Weidler, a los Bola y dijo que tenía que ver al párroco.Pero lo que hizo fue adentrarse en la noche con sus cinco guijarros en el pañuelo. Tuvo que

andar mucho rato hasta encontrar a alguien que tuviera una balanza, que pudiera tener una legalmente; en los pueblos de Blaugau y Bernau nadie tenía ninguna, eso lo sabía ya y los atravesó sin parar hasta que, tras dos horas de marcha, llegó a la pequeña villa de Dieheim, donde vivía el boticario Honig. De la casa de Honig salía el olor a tortas recién hechas. Al abrir a gélido muchacho que olía ya a ponche y con el húmedo cigarro entre sus delgados labios, Honig retuvo un momento las frías manos del chico entre las suyas y dijo:

—Qué ¿han empeorado los pulmones de tu padre?—No, no vengo por medicinas, quería... —Mi abuelo sacó su pañuelo, se lo tendió a Honig y

dijo—: Quería que me pesara esto. —Miró temeroso el rostro de Honig, pero como Honig no dijo nada, ni se puso furioso, ni tampoco hizo preguntas, mi abuelo dijo—: Eso es lo que le falta a la justicia.

Y entonces, al entrar en la caldeada habitación, mi abuelo se dio cuenta de que tenía los pies muy mojados. La nieve había penetrado en sus pobres zapatos y en el bosque las ramas habían sacudido encima de él la nieve, que ahora se derretía. Estaba cansado y hambriento, y de repente comenzó a llorar, porque se acordó de las muchas setas, hierbas y flores que habían sido pesadas en la balanza a la que para ser justa le faltaba el peso de cinco guijarros.

Y cuando Honig meneó la cabeza, tomando los cinco guijarros llamó a su mujer, a mi abuelo le vino a la cabeza la generación de sus padres, de sus abuelos, que habían tenido que pesar en la balanza sus setas y sus flores y sintió que le invadía como una gran ola de injusticia, comenzó a sollozar aún más fuerte, se sentó sin que se lo ofrecieran en una de las sillas del cuatro de los Honig, le pasó inadvertido el pastel y la taza de café caliente que la buena y gruesa señora Honig le presentaba, y no dejó de llorar hasta que el mismo Honig volvió de la tienda, hizo sonar los guijarros en su mano y dijo en voz baja a su mujer: “Cinco decagramos y medio exactos”.

Al regresar mi abuelo recorrió otras dos horas por el bosque. En casa se dejó apalear y cuando le preguntaron por el café, no dijo ni una palabra. Se pasó el resto de la tarde haciendo cálculos en el papel en el que había anotado todas sus ventas a la señora Balek von Bilgan y al dar las doce de la noche, cuando se oyó el estruendo de los morteros procedentes del castillo y en el pueblo estallaron el griterío y el tableteo de las carracas, tras los besos y abrazos de la familia, exclamó en el silencio que siguió al Año Nuevo.

—Los Balek me deben dieciocho marcos y treinta y dos céntimos.Pensó otra vez en los muchos niños del pueblo, pensó en su hermano Fritz, que había recogido

tantas setas, en su hermana Ludmilla y en los cientos y cientos de niños que habían recogido para los Balek setas, hierbas y flores. Y esta vez no lloró, sino que contó a sus padres, a sus hermanos lo que había descubierto.

Cuando los Balek von Bilgan llegaron a la iglesia para la misa solemne de Año Nuevo con el nuevo escudo —un gigante agazapado detrás de un abeto— en azul y oro en su carruaje, vieron que la gente, con duro y pálido semblante, los miraba fijamente. Esperaban encontrar al pueblo adornado con guirnaldas y una serenata matutina, con vivas y gritos de júbilo, pero el pueblo parecía muerto y en la iglesia la gente se volvió hacia ellos con pálido y hostil semblante, y cuando el párroco subió al púlpito para pronunciar la festiva homilía de esos rostros antaño tan tranquilos y pacíficos, tartamudeó fatigosamente su sermón y regresó al altar cubierto de sudor. Acabada la misa

y al salir de la iglesia, los Balek von Bilgan pasaron ante una fila doble de rostros macilentos y mudos. Pero la joven señora Balek von Bilgan se detuvo delante, junto a los bancos de los niños, buscó con la mirada a mi abuelo, al pequeño y pálido Franz Brücher, y en medio de la iglesia le preguntó: “Por qué no te llevaste el café para tu madre?” Y mi abuelo se levantó y dijo: “Porque ustedes me deben lo que valen cinco kilos de café”. Y sacando los cinco guijarros de su bolsillo, se los tendió a la señora y dijo: “Esto es lo que falta, a su justicia le faltan cinco decagramos y medio por libra” Y antes de que la mujer pudiese decir nada, los hombres y mujeres de la iglesia corearon el cántico “La justicia de la tierra, oh, Señor, te ha dado la muerte...”

Mientras los Balek estaban en la iglesia Wilhelm Bola, el cazador furtivo, entró en el cuartito, robó la balanza y el grueso libro encuadernado en cuero en el que estaba apuntado cada kilo de setas, cada kilo de flores de heno, todo lo que los Balek habían comprado a los habitantes del pueblo, y los hombres del lugar se pasaron la tarde de Año Nuevo sentados en el cuarto de mis bisabuelos echando cuentas, calculando la décima parte de todas las compras . Pero cuando ya habían sumado miles y miles de táleros y todavía no habían llegado ni con mucho al final, se presentaron los gendarmes del comandante comarcal, entraron en el cuarto de mi bisabuelo disparando y blandiendo el sable y se llevaron por la fuerza la balanza y el libro. La hermana de mi abuelo, la pequeña Ludmilla, resultó muerta, y un par de hombres heridos y uno de los gendarmes fue apuñalado por Wilhelm Bola, el cazador furtivo.

No sólo hubo alzamiento en nuestra aldea, sino también en Blaugau y Bernau, y durante casi una semana se paró el trabajo en las agramaderas.

Pero llegaron muchísimos gendarmes y los hombres y las mujeres fueron amenazados con ir a la cárcel, y los Balek obligaron al párroco a presentar públicamente la balanza en la escuela y demostrar que la aguja de la justicia se movía como debe hacerlo. Y los hombres y las mujeres volvieron a las agramaderas, pero nadie fue a la escuela para ver al párroco; allí permaneció solo, desamparado y triste con sus pesas, la balanza y los paquetes de café.

Y los niños volvieron a recoger setas, recolectaron tomillo, flores de heno y digital, pero cada domingo, en cuanto los Balek entraban en la iglesia volvía sonar el coro: “La justicia de la tierra, oh, Señor, te ha dado muerte...”, hasta que el comandante comarcal hizo redoblar los tambores en todas las aldeas y prohibió entonar ese cántico.

Los padres de mi abuelo tuvieron que abandonar el pueblo y la reciente tumba de su hija. Se hicieron canasteros y no se quedaban mucho tiempo en ningún lugar, porque les dolía ver cómo en todas partes el péndulo de la justicia no oscilaba de acuerdo con la verdad. Tras su carro, que se arrastraba lentamente por el paisaje, llevaban su flaca cabra y, cuando alguien pasaba ante el carromato, podía oír adentro como cantaban: “La justicia de la tierra, oh, Señor, te ha dado muerte...” Y si alguien quería escucharlos, podía oír la historia de los Balek von Bilgan, a cuya justicia le faltaba una décima parte. Pero nadie les escuchaba.

(1952)

Las ovejas negras

Es evidente que he sido designado para cuidar de que la cadena de ovejas negras de mi familia no quede interrumpida en mi generación. Uno u otro tenía que ser, y he sido yo. En un principio, nadie lo habría dicho, pero el caso es que he sido yo. Las personas sensatas de nuestra familia aseguran que el tío Otto ejerció sobre mí una mala influencia. El Tío Otto fue la oveja negra de la generación pasada, y padrino mío. Alguien tenía que ser, y fue él. Naturalmente fue elegido para apadrinarme antes de que se pusieran de manifiesto sus malas indicaciones. También a mí me eligieron para apadrinar a un niño de la familia, al cual, desde que se me considera a mí la oveja negra, mantienen cuidadosamente a distancia. En realidad, deberían estarnos agradecidos, pues una familia sin ovejas negras es una familia sin carácter.

Mi amistad con el tío Otto comenzó pronto. Venía a vernos a menudo, y nos traía siempre más dulces de los que mi padre juzgaba convenientes. Hablaba y hablaba, y al final de sus parlamentos venía invariablemente un intento de sablazo.

El tío Otto tenía una gran cultura. No había materia en la que no estuviese versado: sociología, literatura, música, arquitectura. Sabía de todo. Hasta a las personas especializadas les agradaba conversar con él, y todos le encontraban inteligente, interesante y extremadamente simpático, hasta el momento en que la sorpresa del sablazo les desencantaba. Esto era lo más terrible: que no se limitaba a explotar a los miembros de la familia, sino que colocaba sus pérfidas trampas dondequiera que le parecía que podían dar resultado.

Todo el mundo era de la opinión de que el Tío Otto habría podido “convertir en dinero” —según la expresión habitual en la generación pasada— sus múltiples conocimientos. Pero no lo hacía. Prefería convertir en dinero los nervios de sus parientes.

Siempre constituyó un misterio la forma en que conseguía dar la impresión de que aquella vez no lo haría. Pero lo hacía. Invariablemente. Implacablemente. Creo que no podía resignarse a renunciar a ninguna oportunidad. Sus peroratas eran convincentes llenas de auténtico entusiasmo, coherentes, ingeniosas, brillantes, aniquiladoras para su antagonista, conmovedoras para sus amigos... Podía tratar de cualquier tema. Tenía amplias nociones de puericultura, aunque no tenía hijos; envolvía a las mujeres en apasionantes conversaciones sobre regímenes a observar en las diversas enfermedades infantiles: aconsejaba medicinas, anotaba recetas de ungüentos y polvos... Sabía incluso cómo tener a los bebés en brazos, y todo niño llorón se calmaba inmediatamente al pasar a su cuidado. Tenía como un don mágico. Lo mismo analizaba la Novena Sinfonía de Beethoven que redactaba textos jurídicos o citaba de memoria el número del artículo de una ley.

Pero, fuese cual fuese la conversación habida y el lugar donde se hubiese desarrollado ésta, llegaba inevitablemente el momento de la despedida, y, ya en el rellano, estando la puerta casi cerrada, mi tío asomaba su pálido rostro, en el que destacaban los vivaces ojos negros, y decía, como si tratase de algo intrascendente, ante el temor de la expectante familia, dirigiéndose a la cabeza de la misma:

—Por cierto, ¿podrías prestarme...?Las sumas que pedía oscilaban entre uno y cincuenta marcos. Cincuenta constituían el máximo;

a través de los años había quedado establecido, por una ley no escrita, que no debía pedir más. Y añadía a continuación:

—A corto plazo...“A corto plazo” era su expresión favorita. Después entraba de nuevo a la casa, dejaba otra vez

el sombrero en la percha, se quitaba la bufanda y se ponía a explicar para qué necesitaba el dinero. Siempre tenía planes, planes infalibles. Nunca necesitaba el dinero para vivir, sino para alguna inversión que habría de proporcionar una base sólida a su existencia. Fueron objeto de sus planes

desde un puesto de refrescos, del cual aseguraba que le reportaría ingresos elevados y regulares, hasta la fundación de un partido político que salvaría a Europa de la decadencia.

La frase “Por cierto, ¿podrías...?”, se convirtió en un conjunto maléfico para nuestra familia. Había incluso esposas, tías, abuelas y hasta sobrinas que al oír la expresión “A corto plazo” estaban a punto de desmayarse.

Una vez conseguido su propósito, el tío Otto —a quien me imagino bajando las escaleras a toda velocidad, plenamente feliz— se dirigía a la taberna más cercana con la intención de meditar sobre sus planes. Allí los consideraba detenidamente, con la ayuda de una copa de aguardiente o de tres botellas de vino, según la magnitud de la suma obtenida.

No callaré por más tiempo el hecho que el tío Otto bebía.Bebía, si bien nadie lo vio nunca borracho. Además, era bien sabido que sentía la necesidad de

beber solo. Ofrecerle alcohol con el fin de esquivar el sablazo era perfectamente inútil. Ni un barril entero de vino le habría disuadido de asomar la cabeza por la puerta en el momento de las despedidas, en el último minuto, y preguntar:

—Por cierto, ¿podría prestarme...? A corto plazo...Pero no he mencionado aún lo peor de sus mañas: el devolver, de vez en cuando, el dinero

prestado. Al parecer, mi tío ganaba a veces algún dinero; creo que en su calidad de antiguo pasante de abogado hacía algunos trabajos de asesoría. En tales ocasiones, se presentaba en casa de su acreedor, se sacaba un billete del bolsillo, lo alisaba con gesto amoroso y dolorido y exclamaba:

—¡Aquí están los cinco marcos que tan amablemente me prestaste!Después de los cual se apresuraba a despedirse, para regresar, lo más tarde al cabo de dos días,

y pedir prestada una cantidad que sobrepasaba un poco lo que había restituido. Constituyó siempre un misterio el hecho de que alcanzase casi la edad de sesenta años sin tener, como se suele decir, oficio ni beneficio. Y no murió de ninguna enfermedad que hubiese podido contraer a causa de la bebida. Tenía una salud de hierro; su corazón funcionaba maravillosamente, y su sueño no tenía nada que envidiar al de un recién nacido que acaba de saciar su apetito y se duerme beatíficamente hasta la hora de la próxima comida. Fue un accidente el que puso fin a sus días, y lo ocurrido después de su muerte constituyó el misterio más grande de cuantos a él se refirieron.

Como he dicho, el tío Otto murió de accidente. Le atropelló un camión con tres remolques, en medio de la ciudad, y fue una suerte que le recogiese un hombre honrado, que dio parte a la policía y advirtió a la familia. En sus bolsillos se encontró un portamonedas que contenía una medalla con la imagen de la Virgen, una tarjeta postal y veinticuatro mil marcos en metálico, junto con el duplicado de un recibo que había entregado a un administrador de lotería.

No debía de hacer más de un minuto, seguramente menos, que estaba en posesión del dinero, pues el camión le atropelló a cincuenta escasos metros de la administración de lotería. Lo que vino a continuación resultó un tanto vergonzoso para la familia. La habitación que tenía alquilada el tío delataba su pobreza. Había en ella únicamente una mesa, una silla, una cama y un armario, unos cuantos libros y una voluminosa agenda, en la cual figuraba una detallada lista de todos sus acreedores, cerrada por la constancia de un sablazo efectuado la noche anterior, que le había reportado cuatro marcos. Se encontró, además, un breve testamento en el que me nombraba heredero de sus bienes.

En su calidad de albacea, mi padre se encargó de pagar las sumas que se adeudaban. Las listas de acreedores del Tío Otto llenaban, sin exageración, un cuaderno entero, y las primeras entradas se remontaban a la época en que abandonó su trabajo de pasante y comenzó a concebir otros planes, cuya meditación le había costado tanto tiempo y tanto dinero. En total, sus deudas ascendían a casi quince mil marcos, y el número de sus acreedores a más de setecientos, desde un cobrador de tranvía que le había prestado treinta céntimos para un billete, hasta mi padre, a quien debía, en total dos mil marcos, pues era a él a quien el tío Otto recurría con más confianza.

Por una curiosa coincidencia, llegué a la mayoría de edad el mismo día del entierro del tío Otto. Con ello tenía derecho de entrar en posesión de la herencia. Abandoné inmediatamente los estudios

que acababa de iniciar y comencé a forjar nuevos planes. A pesar de las lágrimas de mis padres, me marché de casa para trasladarme a la habitación que había ocupado el tío, en la que siempre me había sentido a gusto. Vivo aún allí, ahora que mis cabellos hace ya tiempo que han comenzado a clarear. El mobiliario de la habitación no ha aumentado ni disminuido. Hoy me doy cuenta de que me equivoqué en muchas cosas. Fue absurdo, por ejemplo, querer dedicarme a la música, pues no tengo talento alguno para composición. Hoy lo sé, pero esta evidencia me costó tres años de estudios inútiles y me valió también ganarme la fama de inútil. Además, en aquel empeño consumí toda la herencia. Pero de eso hace mucho tiempo.

No recuerdo la sucesión exacta de todos mis planes; son demasiados. Y los lapsos de tiempo que necesitaba para darme cuenta de su inviabilidad se fueron haciendo más cortos. Llegó un momento en que un plan me duraba tres días. La duración de mis planes disminuyó tan rápidamente que acabaron por convertirse en fugaces ideas que ni siquiera podría exponer a nadie porque yo mismo no las tenía claras. ¡Cuando pienso que me dediqué tres meses seguidos a la fisonomística y que después, en el curso de una sola tarde, decidí sucesivamente hacerme pintor, jardinero, mecánico y marinero, y me dormí con la seguridad de hacer nacido para maestro, y a la mañana siguiente me desperté con la firme convicción de que mi auténtica vocación era la de ser funcionario de aduanas...!

En resumen, yo no poseía la relativa constancia del tío Otto, ni tampoco su simpatía. Ni siquiera soy un buen conversador. Me quedo sentado entre la gente sin decir nada hasta conseguir que se aburran conmigo, y hago mis intentos de sacarles dinero de una forma abrupta, en medio de un silencio, que suenan como extorsiones. Sólo con los niños me desenvuelvo bien; por lo menos esta cualidad positiva he heredado del tío Otto. Los bebés inquietos se callan en cuanto los tomo en brazos, y al mirarme los que saben ya sonreír me sonríen, aunque se dice que mi cara asusta a la gente. Personas mal intencionadas me han aconsejado que, en mi calidad de primer representante masculino, funde el ramo profesional de los jardinero de infancia y ponga fin con la realización de este plan a la larga serie de planes frustrados. Pero no lo he hecho. Creo que lo malo que tenemos nosotros es la incapacidad de convertir en oro nuestras auténticas capacidades, o, como se dice ahora, de explotarlas comercialmente.

Una cosa está clara: si es cierto que soy una oveja negra —de lo cual yo mismo estoy en absoluto convencido—; soy de una clase diferente a aquella que pertenecía el tío Otto. Yo no poseo ni su locuacidad ni su encanto, y, por otro lado, a mí las deudas me intranquilizan, mientras que a él era evidente que le preocupaban poco. Rogué a mis familiares que me ayudasen, que hiciesen valer sus influencias para asegurarme, por lo menos una vez, una remuneración fija a cambio de un trabajo determinado. Y lo hicieron. Después de que hube formulado la petición, cuando les hube suplicado y apremiado de palabra y por escrito, tomaron en serio mis buenas intenciones y me buscaron empleo, ante lo cual me quedé consternado. E hice algo que hasta entonces no había hecho ninguna oveja negra: no me eché atrás, no rechacé la oferta. Acepté la colaboración que me habían encontrado. Sacrifiqué algo que nunca debí haber sacrificado: mi libertad.

Cada noche, cuando volvía cansado a casa, pensaba con irritación que había transcurrido otro día de mi vida que no me había aportado otra cosa que cansancio, rabia y tanto dinero como me era necesario para seguir trabajando. No sé cómo pueden llamar trabajo a ese tipo de actividades: clasificar facturas por orden alfabético, perforarlas y colocarlas en un clasificador nuevo, donde aguardarán pacientemente su destino de no ser nunca pagadas; o escribir cartas de propaganda, que viajan sin resultado alguno por la comarca y constituyen sólo una carga suplementaria para el cartero; y a veces también hacer facturas que algún días serán pagadas en metálico. Tenía que hacer gestiones con viajantes que se esforzaban en vano por colocar en alguna tienda los trastos que hacía fabricar nuestro jefe. Este, un infatigable pedazo de bruto que no hace nada y nunca tiene tiempo, un charlatán que pierde una tras otra las horas de su absurda existencia, que no se atreve a recordar la magnitud de sus deudas, que va de trampa en trampa y de bluff en bluff, un malabarista que juega

con globos, que comienza a inflar uno cuando el otro acaba de estallar, dejando sólo un lastimero trocito de goma que hace un momento tenía vida y turgencia.

Nuestra oficina es contigua a la fábrica, en la cual una docena de obreros fabrican ese tipo de muebles cuya única función consiste en ser motivo de molestias y enfados durante toda una vida, a no ser que el propietario se decida, a los tres días, a utilizarlos como leña: mesitas de costura, minúsculas cómodas, sillitas artísticamente pintadas que se rompían al sentarse en ellas un niño de tres años, pequeños zócalos para jarrones o macetas, y otros trastos de todo tipo, que parecían deber la existencia al arte de un carpintero cuando en realidad sólo poseían una aparente debido a la mano de un mal pintor, que les ha dado una capa de pintura que después se hace pasar por laca, engañosa apariencia destinada a justificar los precios.

Así, pasé días y días de mi vida —casi dos semanas, en total— en la oficina de aquel estúpido que no sólo se tomaba en serio a sí mismo sino que se tenía por un artista, pues en alguna ocasión —una sola vez mientras estaba yo trabajando allí— se le veía sentarse al tablero de dibujo, tomar papel y lápices y diseñar algún inestable objeto, un macetero o un mueble bar, otros tantos motivos de irritación para varias generaciones.

Mi jefe no parecía darse cuenta de la absoluta inutilidad de sus creaciones. Cuando había diseñado uno de aquellos objetos —lo cual, como ya he dicho, sucedió una sola vez estando yo allí—, tarea que solía llevarle un cuarto de hora, cogía el coche y se marchaba ocho días de vacaciones, como lo haría un artista agotado por su labor creadora. El diseño pasaba entonces a manos del maestro carpintero, que lo colocaba en su banco, lo estudiaba frunciendo el ceño y examinaba después las existencias de madera para comenzar la producción en serie. Entonces veía yo durante días, a través de las polvorientas ventanas del taller —que el jefe denominaba “fábrica”—, las nuevas creaciones: estantes o mesitas para la radio que valían apenas la cola que se gastaba en ellas.

Los únicos muebles útiles que se fabricaban allí eran los que hacían los trabajadores a escondidas del jefe, banquillos para apoyar los pies, joyeros, en los que, respectivamente, cabalgarán y guardarán sus chucherías los bisnietos de los actuales propietarios; y prácticos tendedores de ropa en los que se revolotearán las camisas de varias generaciones. Así se fabricaban allí, clandestinamente, los objetos amables y útiles.

La personalidad que me llamó realmente la atención durante aquel paréntesis de actividad laboral fue el revisor del tranvía, el hombre que sellaba cada uno de mis días con su pinza. Cogía mi abono semanal, una sencilla tarjetita de papel, la introducía en las fauces abiertas de su pinza y una tinta que fluía invisiblemente anulaba dos centímetros de su superficie, es decir, un día de mi vida, un precioso día de mi vida que sólo me había aportado cansancio, rabia y una pequeña cantidad de dinero, suficiente para seguir comiendo y seguir realizando aquella actividad absurda. Aquel hombre que cada noche declaraba nulos miles de días humanos, parecía investido de la fuerza del destino.

Aún hoy me reprocho a mí mismo el no haberme despedido de aquella empresa antes de verme, por así decirlo, obligado a ello, el no haber enviado a paseo a mi jefe antes de verme prácticamente obligado a hacerlo. Un día vino a verme a la oficina, acompañado de mi patrona, un hombre de expresión apesadumbrada que se presentó a sí mismo como administrador de lotería y que me anunció que era propietario de una cantidad de cincuenta mil marcos, caso de ser yo efectivamente el señor tal y tal y caso de encontrarme en posesión de un determinado billete. Yo era efectivamente el señor tal y tal y estaba en posesión del billete. Abandoné inmediatamente el trabajo, sin despedirme, y dejando una serie de facturas sin perforar y seleccionar. No me quedó más que volver a casa, cobrar el dinero y comunicar a la familia la nueva situación.

Todo el mundo se imaginó entonces que moriría pronto o que sería víctima de un accidente, pero, por el momento, ningún auto parece haber sido elegido por el destino para arrebatarme la vida, y mi corazón está en perfecto estado, aunque tampoco yo soy abstemio. Así pues, una vez pagadas mis deudas, he quedado en posesión de una fortuna de casi treinta mil marcos libres de impuestos, y soy el tío rico, el más solicitado de toda la familia. Ni qué decir tiene que se me

permite otra vez ver a mi ahijado. Todos mis pequeños parientes en general me quieren mucho, y ahora puedo jugar con ellos, comprarles pelotas, llevarles a tomar enormes helados de nata, regalarles gigantescos racimos de globos y llenar de una alegre clientela los columpios mecánicos y los tiovivos.

Mi hermana ha comprado a su hijo, un billete de lotería. Yo, por mi parte, me dedico a pensar largamente quién será mi sucesor en la próxima generación, cuál de estos hermosos, sanos y juguetones niños que mis hermanos y hermanas han traído al mundo será la próxima oveja negra. Porque nosotros somos una familia con carácter, y seguiremos siéndolo. ¿Cuál de estos niños será una persona seria hasta el momento en que deje de serlo? ¿Cuál decidirá súbitamente dedicarse a otras actividades, cuál concebirá un día planes infalibles? Me gustaría saberlo para poder aconsejarle, pues, también nosotros, las ovejas negras, tenemos nuestra experiencia, también nuestra profesión tiene reglas de juego, que yo podría enseñarle a mi sucesor, ese que de momento aún es desconocido y se esconde en el rebaño como el lobo vestido con la piel de una oveja.

Pero tengo el oscuro presentimiento de que no viviré lo suficiente como para conocerle e iniciarle en los misterios de nuestra profesión. Saldrá a la luz cuando yo muera, cuando llegue el momento mismo de tomar el relevo. Entonces se presentará a sus padres con las mejillas encendidas y les hará saber que está harto. Sólo espero que para entonces quede aún algo de mi dinero, pues he modificado mi testamento y he dejado lo que reste de mi fortuna al primero que muestre las inequívocas señales de ser el llamado a sucederme.

Lo que importa es que no les deje deudas.(1951)

Aventuras de un macuto

EN septiembre de 1914, un muchacho se incorporó al cuartel de ladrillos rojos de la ciudad de Bromberg. Su nombre era Stobski y, aunque en su documentación figuraba como alemán, no dominaba la lengua de su patria oficial. Stobski, relojero y de veintidós años, aún no había hecho el servicio militar a causa de su «constitución endeble». Procedía de un tranquilo lugar polaco, Niestronno, y se había pasado la vida en un cuarto trasero de la casucha de su padre garrapateando minuciosos dibujos, que grababa después en pulseras chapadas, y reparando los relojes de los labriegos, tareas que alternaba con las de ordeñar la vaca o alimentar al cerdo. Y a la tarde, cuando las sombras se cernían ya sobre Niestronno, se ponía a meditar en vez de irse al baile o a la taberna y, con dedos pringosos de aceite, manejaba un sinfín de ruedecitas y liaba cigarrillos, que luego solía dejar consumirse al borde de la mesa, en tanto que su madre contaba los huevos y se quejaba del gasto de combustible.

Stobski entró con su maleta de cartón en el rojo cuartel de Bromberg, empezó a aprender alemán en lo relativo a ordenanzas militares, voces de mando y piezas del fusil, y fue habituándose al oficio de soldado de infantería. Decía pann en vez de pan, cannón en lugar de cañón, maldecía y rezaba en polaco, y a la tarde contemplaba melancólicamente el pequeño paquete de ruedecitas engrasadas que conservaba en su taquilla oscura, antes de irse por la ciudad, donde el aguardiente iba a ayudarle a tragarse su justificada tristeza.

Stobski aspiraba el polvo de los bosques de Tuchola, dirigía postales a su madre y ella le mandaba tocino. Los domingos se quitaba de en medio de los obligados oficios y entraba en una de las iglesias polacas donde podía prosternarse en el santo suelo, gemir y rezar, pese a que tal tipo de devoción no le sentase nada bien a un hombre vestido con el uniforme de la infantería prusiana.

Dos meses después de su incorporación lo creyeron bastante preparado como para hacerle cruzar Alemania, hasta Flandes. Ya había tirado bastantes granadas de mano sobre la arena de los bosques de Tuchola y practicado suficientemente el tiro al blanco. Stobski remitió a su madre el paquetito de ruedas engrasadas, le acompañó una postal, entró en un vagón de ganado e inició viaje a través de su patria oficial, cuya lengua ya dominaba en lo tocante a voces de mando. Dejó que las hermosas chicas alemanas le sirvieran café y le pusieran flores en el cañón del fusil, aceptó tabaco, recibió hasta un beso de una mujer ya mayor, y un hombre con gafas que vio en un transbordo apoyado en una reja le dirigió muy claramente dos palabras latinas, de las que Stobski sólo entendió «tandem»; el soldado le preguntó el sentido a su superior inmediato, pero el cabo Habke sólo murmuró algo sobre bicicletas y se negó a más explicaciones. Inconscientemente, besando y dejándose besar, homenajeado con flores, chocolate y cigarrillos, Stobski atravesó el Oder, el Elba y el Rhin, y diez noches más tarde fue desembarcado en una mugrienta estación de Bélgica. Su compañía fue formada en el patio de una hacienda y el capitán gritó en lo oscuro algo que Stobski no llegó a comprender. Después, en un cobertizo mal alumbrado, repartieron gulasch con fideos que, mediante la ayuda de las cucharas, pasó en un vuelo de las latas a las bocas. El suboficial Pillig tornó a pasar revista, echó un discursito y diez minutos después la compañía emprendió marcha hacia el oeste, de cuyo cielo llegaba el famoso tronar parecido al de una tormenta y que, de tanto en tanto, se encendía con un resplandor rojizo. Rompió a llover. La compañía dejó la carretera y unos trescientos pies se arrastraron por senderos embarrados. Aquella tempestad artificial cada vez estaba más cerca y las voces de los superiores enronquecieron y tomaron un eco desagradable; a Stobski le dolían mucho los pies, mucho, y además estaba cansado, muy cansado, pero continuaba arrastrándose por pueblos a oscuras y caminos sucios, y aquella tormenta, a medida que se acercaba, más repelentemente sonaba, más falsa parecía. Poco después, las voces de mando se hicieron raramente suaves, casi cariñosas, y a derecha e izquierda se oía el pisar de incontables pies por caminos invisibles.

Stobski comprendió que estaban en mitad de aquella tormenta artificial y que ya empezaban a dejarla atrás porque el cielo se pintaba ahora de rojo ante él y a sus espaldas, y, al escuchar la orden de desplegarse en guerrillas, corrió a la derecha del camino, se mantuvo junto al cabo Habke, sintió gritos, disparos, estallidos, y las voces de los oficiales y suboficiales volvieron a enronquecer. A Stobski le seguían doliendo los pies mucho; por fin dejó que Habke siguiera su propio camino, se sentó en un prado húmedo, oloroso aún a estiércol de vaca, y pensó algo que en polaco habría sido una especie de traducción de la frase de Von Berlichingen. Se quitó el casco, soltó el fusil, se aflojó las hebillas de la mochila, pensó un poco en sus queridas ruedas engrasadas y se durmió entre el estrépito de la guerra. Soñaba con la madre que freía buñuelos en su pequeña y caliente cocina polaca y, en sueños, se extrañó de que los buñuelos, apenas parecían estar en su punto, explotaban en la sartén ruidosamente y sin dejar rastro; su madre, cada vez más de prisa, iba echando cucharadas de masa a la sartén, los pequeños buñuelos se pegaban unos a otros, estallaban antes de estar fritos y, de repente, la madre se enfureció —Stobski sonreía en sueños porque eso nunca había ocurrido— y echó toda la masa a la sartén. Se produjo un enorme buñuelo amarillo del tamaño de la sartén, un buñuelo que crecía y se abollaba por momentos. La madre de Stobski, ya satisfecha, sonreía al esgrimir la espumadera para meterla bajo el buñuelo, cuando... ¡bum!... cundió una explosión particularmente terrible y Stobski no tuvo ni tiempo de despertarse porque ya estaba muerto.

Ocho días después y a cuatrocientos metros del lugar donde un obús lo había alcanzado de lleno, soldados de otra compañía hallaron en una trinchera inglesa el macuto con un trozo de correa arrancado; aquello fue cuanto de Stobski se encontró en este mundo. Pero al ver su macuto con un trozo de embutido casero, la ración fría y un devocionario en polaco, se pensó que el día del ataque y en un arranque de heroísmo debió penetrar en las líneas inglesas y que allí le mataron; esa fue la razón de que la madre polaca de Niestronno recibiera una carta del capitán Hummel donde se la informaba del elevado heroísmo de Stobski. La madre se hizo traducir la carta por el cura, lloró, la plegó, la guardó entre sus sábanas de lino y mandó a decir tres misas por su alma.

Pero los ingleses reconquistaron muy pronto la trinchera y el macuto de Stobski fue a dar a manos del soldado inglés Wilkins Grayhead. Este se comió el embutido, sacudió la cabeza con cierta duda al arrojar el devocionario polaco al barro de Bélgica, enrolló el macuto y lo agregó a su equipaje. Dos días después perdió la pierna izquierda, fue llevado a Londres y a los nueve meses lo licenciaron del Ejército Real. Le fue otorgada una mísera pensión y, como ya no podía seguir ejerciendo su digna profesión de conductor tranviario, le pusieron de conserje en un banco de Londres.

Sin embargo, un sueldo de conserje no es gran cosa y Wilkins había contraído en la guerra dos vicios: beber y fumar. Así, y como la paga no le alcanzaba, empezó a vender cuanto creyó superfluo y realmente casi todo le pareció superfluo. Vendió los muebles y se gastó el dinero en beber, vendió todos sus trajes, excepto uno muy acabado, y cuando ya no le quedó nada se acordó del sucio hatillo que había abandonado en el sótano al dejar de servir en el Ejército Real; vendió la pistola ya oxidada, parte de una tienda de campaña, un par de botas y el macuto de Stobski. Poco añadiré sobre Wilkins Grayhead: sólo que acabó mal. Irreparablemente dado a la botella perdió la dignidad y el trabajo, dio en la delincuencia y, pese a la pierna que se había quedado en tierras de Flandes, fue a parar a una cárcel, donde, envilecido hasta los huesos, se arrastró hasta el fin de sus días como encargado de la calefacción.

El macuto de Stobski reposó justamente diez años en el sombrío desván de un baratillero del Soho. En el verano de 1926, el baratillero, Luigi Banollo, leyó la circular de cierta empresa, la Handsuppers, quien manifestaba tan a las claras su interés por toda clase de material de guerra que Banollo se frotó las manos de gusto. El y su hijo revistaron sus existencias y reunieron 27 pistolas militares, 58 cantimploras, más de 100 piezas de tiendas de campaña, 35 mochilas, 18 macutos y 28 pares de botas, procedente todo ello de diferentes ejércitos europeos. Banollo vendió el lote por 18,20 libras mediante un cheque contra uno de los bancos más sólidos de Londres, con lo cual, y

echadas cuentas, obtuvo una ganancia del 500 por ciento. Pero, sobre todo, el joven Banollo se quitó un peso de encima con la desaparición de las botas, ya que uno de sus deberes era el de cepillarlas y engrasarlas, es decir, cuidarlas, deber cuyas proporciones conocerán bien cuantos hayan tenido que cuidar alguna vez un solo par de botas.

Mas la firma Handsuppers vendió todos aquellos desechos que Banollo le había vendido con el 850 por ciento de ganancia (es decir, su porcentaje habitual) a un gobierno sudamericano que, habiendo llegado tres semanas antes a la convicción de que el estado vecino le amenazaba, decidió anticiparse a esa amenaza.

El macuto del soldado Stobski resistió el viaje a Sudamérica en la bodega de un barco sucio (la firma Handsuppers sólo utilizaba barcos sucios) y cayó en manos de un alemán llamado Reinhold von Adams, quien, por un enganche de cincuenta pesetas, había tomado como propia la causa del estado sudamericano en alarma. Adams sólo había podido gastarse en vino catorce de las cincuenta pesetas cuando le exigieron que cumpliera ya su compromiso y, siguiendo al general Lalango al grito de «¡victoria y botín!», partió hacia la frontera del estado vecino. Una bala alcanzó a Adams en plena cabeza y el macuto de Stobski cayó en poder de otro alemán, un tal Wilhelm Habke, quien por un enganche de sólo cuarenta pesetas había abrazado la causa del otro estado sudamericano. Habke se adueñó del macuto y de las treinta y seis pesetas restantes, y halló además un trozo de pan y media cebolla que había tenido ya tiempo de comunicar su fragancia a los billetes. Pero, como los escrúpulos éticos y estéticos de Habke eran escasos, los reunió al dinero de su propio enganche, requirió un aumento de veinticinco pesetas al ser nombrado sargento del victorioso ejército nacional y, al levantar la tapa del macuto y ver en ella el negro sello de tinta china que decía VII2/II, recordó a su tío Joachim Habke, que había servido en aquel regimiento y muerto en la guerra, y se sintió poseído por la nostalgia. Pidió el retiro, fue obsequiado con una foto del general Gublánez, llegó a Berlín tras muchos rodeos y, cuando el tranvía lo llevaba desde la parada junto al Zoo hasta Spandau, pasó sin sospecharlo junto al depósito de material de guerra en el que, en 1914, había estado ocho días almacenado el macuto de Stobski antes de ser enviado a Bromberg.

Habke fue cariñosamente acogido por sus padres y volvió a su auténtica profesión, la de dependiente, aunque no tardó en mostrar cierta tendencia a los errores políticos. En 1929 ingresó en el partido de los que vestían aquellos feos uniformes caquis y comenzó a usar el macuto que colgaba junto al retrato del general Gublánez, en la cabecera de su cama, llevándolo los domingos a hacer ejercicios. En la instrucción, Habke descollaba por su experiencia militar, ya que, tirando por un atajo, había llegado a mandar un batallón en aquella guerra sudamericana. Explicaba detalladamente dónde, cómo y por qué había tomado entonces las armas y llegó a olvidar que todas sus proezas en aquella ocasión se redujeron a haber disparado contra el pobre Adams rompiéndole los sesos, y a haberse quedado con sus pesetas y su macuto. También en 1929, Habke se casó, y un año después su mujer le dio un niño al que llamaron Walter y que salió adelante a pesar de que sus dos primeros años de vida transcurrieron bajo el signo del subsidio de paro laboral. Mas a los cuatro años ya recibía por las mañanas galletas, leche y naranjas, y, al cumplir siete, su padre le entregó el desteñido macuto y le dijo:

—Consérvalo con respeto. Fue de tu tío abuelo Joachim Habke, que de soldado raso llegó a capitán, salió con bien de diez batallas y fue asesinado en 1918 por unos facciosos. Yo lo llevé en la guerra sudamericana, en la que no fui más que sargento, aunque hubiera podido llegar a general si la patria no me hubiera necesitado.

Walter dedicó al macuto una gran estima, lo llevó con su propio uniforme caqui desde el 36 al 44 y lo colocaba con cuidado bajo su cabeza al pasar la noche en algún cobertizo. Guardaba en él pan, queso cremoso, mantequilla y un libro de canciones. Lo cepillaba, lo lavaba y le satisfacía ver que su color amarillento se iba tornando blanco suave. Y, por supuesto, ni sospechaba que su legendario y heroico tío abuelo había muerto de cabo en un arcilloso campo de Flandes, cerca del lugar en el que un obús alcanzara de lleno al soldado Stobski.

Walter Habke cumplió quince años, aprendió trabajosamente inglés, matemáticas y latín en el instituto de enseñanza de Spandau, veneró el macuto y creyó en héroes hasta verse obligado a ser uno de ellos. Hacía ya tiempo que su padre se había ido a Polonia para ayudar a restablecer el orden de algún modo y en algún sitio, y fue poco después de regresar su padre enfurecidamente de Polonia, empalmando los cigarrillos y gruñendo «traición, traición», recorriendo a zancadas la pequeña sala de Spandau, cuando se obligó a Walter Habke a ser un héroe.

Cierta noche de marzo de 1945, el muchacho se encontraba tras un fusil automático junto a un pueblo de la Pomerania, oyendo el ronco y tormentoso resonar que tantas veces había oído en las películas. Walter apretaba el gatillo, abriendo surcos de luz en la oscuridad de la noche, y le entraban ganas de llorar. Sentía en la noche voces desconocidas, siguió tirando, metió otro cargador, lo vació y, al dar cuenta de él, notó que todo estaba en silencio y que se hallaba solo. Se incorporó, se ciñó la mochila, se aseguró de que tenía el macuto y echó a andar en la noche hacia el oeste. Había empezado a hacer algo funesto para el heroísmo: pensar. Pensó en su sala en Spandau, pequeña pero confortable, sin poder saber que estaba pensando en algo que ya no existía y que su padre recorría ahora a zancadas el sótano de los vecinos, empalmando los cigarrillos, gruñendo «traición, traición» y excitándose desordenadamente siempre que pensaba en el orden que había ido a establecer a Polonia. Todo porque el joven Banollo que tuviera una vez en sus manos el macuto de Walter había llegado a los cuarenta, tomado parte en un bombardeo a Spandau, accionado el dispositivo de las bombas y destruido la sala pequeña pero cómoda.

Walter caminó pensativamente hacia el oeste aquella noche, dio finalmente con un establo abandonado, se sentó con el macuto por delante, lo abrió, comió un poco de pan con margarina y un par de caramelos, y así lo encontraron unos soldados rusos, dormido y con la cara llorosa, un chico de quince años con las cartucheras vacías colgándole del cuello y el aliento ácido de caramelos. Lo empujaron para incorporarlo a una columna y Walter Habke echó a andar hacia el este. Nunca volvería a ver Spandau.

El pueblo de Stobski, Niestronno, había sido entretanto alemán, después polaco, luego alemán otra vez y otra vez polaco, y la madre de Stobski tenía sesenta y cinco años. La carta del capitán Hummel continuaba guardada en el armario que, desde hacía tiempo, ya no contenía sábanas de lino y en el que la señora Stobski guardaba ahora patatas, tras las que se escondían un jamón, un cacharro con huevos y, allá al fondo, en lo más oscuro, una zafra de aceite. Bajo su cama se apilaba la leña y en la pared ardía un candil entre fulgores rojizos, ante la imagen de la Virgen de Tchestochorva. Atrás, en el corral, yacía un cerdo flaco; a la mujer ya no le alcanzaba para tener vaca. Y arriba y abajo jugaban los siete hijos de los Wolniak, una familia cuya casa en Varsovia había sido pulverizada. Afuera, por la calle, pasaban soldados alicaídos, con los pies llagados y las caras tristes. Pasaban casi a diario y Wolniak, al principio, salía a la calle, los apostrofaba, los amenazaba con una piedra y hasta se la tiró a veces. Pero ahora se quedaba en la parte trasera, sentado en el cuarto donde en otros tiempos Joseph Stobski reparaba relojes, grababa pulseras y manipulaba, a la noche, sus ruedecitas engrasadas.

En 1939 pasaron por allí prisioneros polacos hacia el este, y otros prisioneros polacos hacia el oeste. Más tarde, prisioneros rusos hacia el oeste; y ahora prisioneros alemanes hacia el este... Y aunque las noches eran ya frías y oscuras, y hondo el sueño de los vecinos de Niestronno, los despertaban en la sombra aquellas suaves pisadas por la calle.

Al levantarse, la señora Stobski, una de las mujeres más madrugadoras de Niestronno, se echaba un abrigo sobre el camisón verdoso, encendía el fogón, reponía el aceite del candil de la Virgen, llevaba las cenizas al muladar, le echaba de comer al cerdo flaco y luego regresaba a su habitación para vestirse e ir a misa. Una mañana de abril de 1945 se dio al salir en el umbral de su casa con un chico rubio y muy joven que agarraba fuertemente un macuto desteñido. La señora Stobski no gritó. Dejó sobre el alféizar de la ventana la bolsa negra de punto en la que llevaba un devocionario polaco, un pañuelo y un manojo de tomillo, se inclinó sobre el joven y comprendió en seguida que estaba muerto. Pero tampoco entonces gritó. Era de noche todavía, sólo tras las

ventanas de la iglesia temblaba una luminosidad amarillenta, y la señora Stobski quitó con cautela al muerto el macuto, aquel macuto que había contenido el devocionario de su hijo y un trozo de embutido de su propio cerdo, arrastró al muchacho hasta las baldosas del vestíbulo y subió a su cuarto llevándose como por casualidad el macuto, que echó sobre la mesa y del que sacó unos billetes de zloty, sucios y casi sin valor. A continuación se encaminó al pueblo para dar aviso al enterrador.

Unos días más tarde, cuando el muchacho estaba ya sepultado, la señora Stobski vio el macuto sobre la mesa, lo tomó dudando un instante y luego fue en busca del martillo y dos clavos, los clavó en la pared, colgó de ellos el macuto y resolvió guardar en él las cebollas.

Si lo hubiera abierto sólo un poco más, si hubiera levantado bien su tapa, hubiera visto el sello negro en tinta china con el mismo número que el que encabezaba la carta del capitán Hummel.

Pero nunca llegó a abrir tanto el macuto. Nunca.

La amada no enumerada

Ellos me han remendado mis piernas y me han dado un puesto, donde puedo estar sentado: cuento las gentes que pasan por el nuevo puente. Les da gusto atestiguar con número su habilidad, se embriagan con esa nada sin sentido de un par de cifras, y todo el día, todo el día, marcha mi boca muda como la maquinaria de un reloj, amontonando cifras sobre cifras, para regalarles por la noche el triunfo de un número. Sus rostros resplandecen cuando les comunico el resultado de mi turno de trabajo; cuanto más alto es el número, tanto más resplandecen sus rostros y tienen motivo, para acostarse satisfechos en la cama, pues muchos miles pasan diariamente por su nuevo puente... Pero su estadística no está bien. Me da mucha pena, pero no está bien. Soy un hombre en quien no se puede confiar, aunque entiendo que despierto la impresión de lealtad.

En secreto me produce alegría quitarles a uno de vez en cuando y luego también, cuando siento compasión, regalarles un par de más. Su felicidad está en mi mano. Cuando estoy furioso, cuando no tengo nada qué fumar, indico solamente el término medio, algunas veces por debajo del término medio, y cuando mi corazón late, cuando estoy contento, dejo que mi generosidad fluya en un número de cinco cifras. ¡Son tan felices! Me arrancan en cada ocasión el resultado de mi mano y sus ojos se iluminan y me dan palmaditas en el hombro. ¡No sospechan nada! Y luego empiezan a multiplicar, dividir, porcentualizar, yo no sé qué. Calculan cuántos pasarán hoy cada minuto por el puente y cuántos pasarán en diez años por el puente. Aman el segundo futuro; el segundo futuro es su especialidad y sin embargo, me da mucha pena, todo eso no concuerda...

Cuando mi pequeña amada pasa por el puente —y pasa dos veces por día— mi corazón simplemente se detiene. El incansable latir de mi corazón sencillamente se detiene, hasta que ella dobla hacia la avenida y desaparece. Y todos los que pasan en ese tiempo, los silencio. Esos dos minutos me pertenecen a mí, a mí solo, y no dejo que me los quiten. Y aun cuando ella al atardecer regresa de su nevería —yo he sabido entretanto que trabaja en una nevería— cuando pasa por el otro lado de la acera frente a mi boca muda, que tiene que contar, contar, mi corazón se detiene de nuevo y comienzo de nuevo a contar, cuando ya no se la ve a ella. Y todos los que tienen la suerte de desfilar en esos minutos ante mis ojos ciegos, no entran en la eternidad de las estadísticas: hombres de sombra, mujeres de sombra, seres de la nada, que no marcharán con los demás en el segundo futuro de la estadística...

Está claro, que la amo. Pero ella no sabe nada de esto y no quiero, tampoco que lo sepa. No debe sospechar, de qué modo tan increíble ella anula todos los cálculos, y ella debe ser inocente y no sospechar nada y con sus largos cabellos castaños y sus tiernos pies marchar a su nevería, y ha de recibir muchas propinas. La amo. Está clarísimo que la amo.

Recientemente me han controlado. El camarada, que está sentado al otro lado y tiene que contar los autos, me advirtió ya muy pronto y yo hice maldito el caso. He contado como un loco; un cuentakilómetros no puede contar mejor. El Superestadístico en persona se colocó allá enfrente, al otro lado, y ha comparado después el resultado de una hora con el resultado de mi hora. Yo sólo tenía uno menos que él. Mi pequeña amada había pasado y jamás en la vida hubiera hecho yo transportar a esa hermosa criatura al segundo futuro; esa mi pequeña amada no debe ser multiplicada y dividida y ser transformada en una Nada porcentual. Mi corazón sangraba de tenerla que contar, sin Poderla seguir mirando, y el cuate de allá, el que tiene que contar los autos, le estoy muy agradecido.

El Superestadístico me ha dado palmaditas en el hombro y ha dicho, que soy bueno, confiable y fiel. "Errar uno en una hora", ha dicho "no es mucho. Sin embargo, tenemos en cuenta un cierto desgaste porcentual. Solicitaré que sea usted trasladado a contar carros de caballos".

Carros de caballos es naturalmente una suerte.Carros de caballos es una alegría como nunca antes.

Carros de caballos hay todo lo más veinticinco por día, y hacer que cada media hora caiga el siguiente número en el cerebro, ¡es una alegría! Carros de caballos sería magnífico. Entre cuatro y ocho no puede pasar ningún carro de caballos por el puente, y podría ir a pasear o apresurarme a la nevería, podría mirarla largamente o podría quizás llevarla un rato hacia casa, a mi pequeña amada no numerada...

El reidor

Cuando me preguntan la profesión, me entra timidez: me ruborizo, tartamudeo, yo, de quien todo el mundo suele decir que soy un hombre seguro de sí mismo. Envidio a la gente que puede decir: soy albañil. A los peluqueros, tenedores de libros y escritores les envidio la sencillez de sus declaraciones, porque todos esos oficios se explican por sí mismos y no exigen largas aclaraciones. En cambio yo estoy obligado a contestar a esas preguntas diciendo: soy reidor. Semejante declaración exige otras, ya que a la segunda pregunta de "Y ¿vive de eso?" tengo que contestar "sí", ateniéndome a la verdad. Vivo efectivamente de mi risa, y vivo bien, porque mi risa es —en términos comerciales— muy rentable. Soy un reidor bueno, experto, no hay otro que se ría como yo, nadie domina como yo los matices de mi arte. Para evitar explicaciones bochornosas, me califiqué durante mucho tiempo de actor; pero mis dotes mímicas y declamatorias son tan escasas que ese calificativo no me pareció responder a la verdad. Me gusta la verdad, y la verdad es que soy un reidor. No soy payaso ni actor cómico, no trato de alegrar a la gente, sino que exhibo alegría: me río como un emperador romano o como un sensible estudiante de bachillerato, la risa del siglo XVII me es tan familiar como la del siglo XIX, y si no hay más remedio, paso revista con mi risa a todos los siglos, todas las clases sociales y todas las edades. He aprendido a hacerlo sencillamente, como se aprende a poner medias suelas a los zapatos. Guardo en mi pecho la risa de América, la risa de África, riza blanca, cobriza, amarilla… y a cambio de los correspondientes honorarios, la suelto tal como me manda la dirección.

Me he hecho insustituible, me río en discos o en cinta magnetofónica, y los directores de guiones radiofónicos me tratan con mucha deferencia. Me río nostálgicamente, discretamente, histéricamente… me río como un cobrador de tranvía o como un dependiente de ultramarinos; tengo la risa mañanera, la risa de la tarde, la risa nocturna y la vespertina; en una palabra, donde y como haya que reír, yo me río.

Ni que decir tiene que este oficio es cansado, sobre todo —y ésta es mi especialidad— porque domino también la risa contagiosa; así que me he hecho imprescindible para los cómicos de tercer y cuarto orden que, con razón, temen por sus momentos culminantes, y ya me tienen a mí, casi cada noche, en los locales de varietés, como una especie sutil de claque, para reír de manera contagiosa cuando el programa decae. El trabajo tiene que estar cronometrado: mi risa bonachona o alocada no puede estallar demasiado pronto ni tampoco demasiado tarde, sino en el momento oportuno. Entonces me echo a reír a carcajadas, según estaba previsto, y todo el público alborota conmigo, con lo que queda salvado el bache.

Pero entonces yo me deslizo agotado hacia el guardarropa, me pongo el abrigo, satisfecho de haber, por fin, terminado mi jornada de trabajo. En casa suelo encontrar telegramas dirigidos a mí que dicen: "Necesitamos urgentemente su risa. Grabación martes"; y a las pocas horas me hallo ya sentado en un tren expreso con excesiva calefacción, lamentándome de mi triste suerte.

Todo el mundo comprenderá que, después del trabajo o durante las vacaciones, tengo poca tendencia a reírme: el que ordeña vacas se siente feliz cuando las pierde de vista y el albañil desea olvidar el mortero; los carpinteros suelen tener en su casa puertas que no funcionan o cajones que sólo se abren con gran dificultad; a los pasteleros les gustan los pepinillos en vinagre, a los carniceros el mazapán, y el panadero prefiere el chorizo al pan; los toreros acostumbran a tener afición a las palomas y palidecen cuando a sus hijos les sangran las narices: lo comprendo perfectamente, porque en los días de asueto no me río nunca. Soy un hombre mortalmente serio y la gente me considera —quizás con razón— un pesimista.

Al principio de casados, mi mujer me decía a veces: "¡Ríete un poco!", pero con los años se ha ido dando cuenta de que no la puedo complacer en ese deseo. Me siento feliz cuando puedo distender los cansados músculos de mi rostro, o reposar con profunda seriedad mi agitado ánimo.

Incluso me pone nervioso que se rían los demás, porque me recuerda excesivamente mi oficio. Llevamos, pues, una vida silenciosa y pacífica, porque mi mujer ha olvidado también la risa; de vez en cuando, descubro en ella una leve sonrisa y entonces sonrío yo también. Nos hablamos en voz queda, porque odio el ruido de los teatros de varietés, odio el ruido que puede recordar los locales de grabación. Los que no me conocen me creen reservado. Tal vez lo sea, porque tengo que abrir con demasiada frecuencia la boca para reír.

Vivo mi vida privada con rostro inmóvil, sólo de vez en cuando me permito una suave sonrisa y me pregunto a menudo si me he reído verdaderamente alguna vez. Creo que no. Mis hermanos cuentan que siempre fui un muchacho serio.

Puedo decir que me río de muchas maneras, pero desconozco mi propia risa.

No vayas tanto a Heidelberg

Para Klaus Staeck, quien sabe que este cuento es ficticio de principio a fin, pero al mismo tiempo completamente real.

Por la noche, ya en piyama, se sentó a la orilla de la cama en espera del noticiero de las doce, fumó un último cigarro y trató de reconstruir el momento en que ese hermoso domingo se había echado a perder. La mañana había sido soleada y fresca, con el temple de mayo, aunque ya era junio y se palpaba el calor que haría más tarde; la luz y la temperatura lo hicieron recordar sus entrenamientos de antaño, entre las seis y las ocho antes de ir a trabajar.

Esa mañana dedicó una hora y media a la bicicleta. Recorrió caminos laterales entre las zonas residenciales, los pequeños jardines y los parques industriales; pasó entre campos, cenadores, huertos verdes y el gran panteón hasta llegar al lindero del bosque, ya muy lejos de los límites de la ciudad. En los tramos asfaltados aceleró para poner a prueba su arranque y velocidad, intercaló carreras cortas y descubrió que su condición física aún era buena y que tal vez podría arriesgarse nuevamente como amateur; sus piernas participaron de la alegría por el examen aprobado y el propósito de entrenar otra vez con regularidad. Con el trabajo, la escuela nocturna, la necesidad de ganar dinero y los estudios no había tenido mucha oportunidad para hacer deporte en los últimos tres años. Sólo le hacía falta una nueva bicicleta, pero no habría problema si mañana llegaba a algún acuerdo con Kronsorgeler, y de eso no dudaba.

Después del entrenamiento hizo ejercicios sobre la alfombra del departamento, tomó un baño, vistió ropa limpia y se fue en el coche a desayunar con sus padres: café y pan tostado, mantequilla, huevos frescos y miel sobre la terraza que su padre había agregado a la casita, protegida por su bonita persiana regalo de Karl; mientras avanzaba la mañana cada vez más calurosa, las manifestaciones tranquilizadoras y estereotipadas de sus padres: “Ya casi terminas; ya pronto terminas”. Mamá decía “pronto”, papá “casi”, y una y otra vez evocaron gozosos la aprensión de los últimos años, que no le habían reprochado sino vivido con él: el paso de campeón amateur del distrito y electricista hasta el examen aprobado de ayer. Era una aprensión ya superada que empezaba a convertirse en el orgullo de la experiencia ganada, y una y otra vez le preguntaron cómo se decía esto o aquello en español: zanahoria y coche, Reina de los Cielos, abeja y diligencia, desayuno, cena y arrebol vespertino. Cuánto se alegraron cuando se quedó a comer y luego los invitó a una fiesta de celebración el martes en su departamento. Su padre salió a comprar helado para el postre, y él aceptó el café a pesar de que a la hora tendría que tomar más con los padres de Carola. Todavía aceptó el kirsch y platicó acerca de su hermano Karl, la cuñada Hilde, los niños Elke y Klaus; estuvo de acuerdo en que estaban muy consentidos con todas esas garras de pantalones y flecos y grabadoras; y una y otra vez los complacidos suspiros: “Ya casi terminas, ya pronto terminas”. Esos “casi” y “pronto” lo inquietaban. ¡Había terminado! Sólo faltaba la entrevista con Kronsorgeler, con el que congenió desde el principio. Había salido bien parado de sus cursos de español en la universidad popular, y de los de alemán en la preparatoria para adultos.

Más tarde ayudó a su padre a lavar el carro y a su madre a desyerbar, y cuando se despidió ésta todavía sacó del congelador zanahorias, espinacas y una bolsa de cerezas en conserva; los guardó en una pequeña hielera y lo obligó a esperar mientras cortaba tulipanes para la madre de Carola; entretanto, su padre le revisó las llantas, hizo que encendiera el motor, lo escuchó desconfiado, se acercó a la ventanilla abierta t preguntó: “¿Todavía vas tan seguido a Heidelberg, y por la autopista?” Trató de dar a entender que la pregunta se debía a las condiciones en que se encontraba; el coche, viejo y bastante estropeado, que dos o tres veces a la semana tenía que recorrer esos ochenta kilómetros de ida y vuelta.

—¿A Heidelberg? Sí, todavía voy dos o tres veces a la semana. Supongo que pasará mucho tiempo antes de que pueda comprarme un Mercedes.

—Ah, sí, un Mercedes —contestó su padre—. Ayer ese funcionario del gobierno, de Cultura, creo, me llevó su Mercedes para que lo revisara otra vez. Insiste en que yo lo atienda. ¿Cómo se llama?

—¿Kronsorgeler? —Sí, ése. Es un hombre muy agradable. Sin tratar de ser irónico hasta lo llamaría elegante.Entonces su madre llegó con el ramo y dijo: “saluda a Carola de nuestra parte, y a sus padres,

por supuesto. Nos vemos el martes”. Poco antes de que arrancara, su padre se le acercó otra vez: “No vayas tanto a Heidelberg... ¡en esta carcacha!”

Carola no estaba cuando llegó a la casa de los Schulte-Bebrung. Había telefoneado para avisar que todavía no terminaba los informes, pero que se apuraría; que no la esperaran con el café.

La terraza era más grande; la persiana, aunque desteñida, más lujosa; y el conjunto lucía más elegante. Incluso la decrepitud apenas perceptible de los muebles de jardín y la hierba que se asomaba por las juntas entre las losas rojas tenían algo que lo irritaba, tanto como a veces lo hacía la palabrería de las manifestaciones estudiantiles; esas cosas y las cuestiones sobre ropa eran motivo de disgustos para Carola y él, pues ella siempre le reprochaba que fuera tan formal y burgués en su modo de vestir. Con la madre de Carola habló sobre jardinería y sobre ciclismo con su padre; el café se le hizo peor que en su casa y trató de dominar su nerviosismo para que no se convirtiera en irritación. Eran personas realmente simpáticas y progresistas que lo habían aceptado sin prejuicio alguno, incluso de manera oficial tras el anuncio de esponsales. Es más, había llegado a cobrarles cierto afecto, incluso a la madre de Carola, cuyas continuas exclamaciones de “¡qué lindo!” lo molestaron al principio.

Finalmente el doctor Schulte-Bebrung —al parecer un poco apenado— lo invitó a pasar al garage para enseñarle su nueva bicicleta, con la que acostumbraba “dar unas vueltas” por el parque y el panteón viejo en las mañanas. Era un modelo de lujo, la elogió entusiasmado y sin envidia. Dio una vuelta al jardín para probarla, explicó el funcionamiento de los músculos de las piernas a Schulte-Bebrung (¡se acordaba de los calambres que siempre habían sufrido los ancianos del club!) y cuando ya se había bajado y apoyado la bicicleta en la pared del garaje, Schulte-Bebrung preguntó: “¿Cuánto crees que tardaría en ir de aquí a Heidelberg, digamos, con esta bicicleta ‘de lujo’, como tú la llamas?” Parecía un comentario casual e inofensivo, sobre todo cuando Schulte-Bebrung continuó: “Yo fui a la universidad en Heidelberg; en aquellos tiempos también andaba en bicicleta, y —con mis fuerzas juveniles— tardaba dos horas y media en llegar aquí”. Sonrió, realmente sin segundas intenciones, habló de semáforos, de embotellamientos, del tránsito automovilístico que antaño no era tan denso. Con el coche tardaba treinta y cinco minutos en llegar a la oficina, ya había hecho la prueba, y con la bicicleta sólo treinta. “¿Y cuánto haces a Heidelberg en coche?” “Media hora”.

El hecho de que preguntara sobre el carro empañó un poco el carácter casual de la referencia a Heidelberg, pero en ese momento llegó Carola —simpática y bonita como siempre, un poco despeinada—: de verdad se notaba exhausta. En la noche, sentado al borde de la cama con un segundo cigarro sin prender, en la mano, no pudo contestarse si el propio nerviosismo, convertido ya en irritación, se lo había comunicado a ella, o si ella, nerviosa, e irritada, se lo pasó a él. Por supuesto lo había saludado con un beso, pero a susurros le comunicó que no lo acompañaría a su departamento después; hablaron sobre Kronsorgeler, que lo elogiaba mucho; sobre trabajos de planta y los límites del distrito, sobre el ciclismo, el tenis, el español, y si habría sacado un diez o sólo un nueve. Ella había conseguido apenas un ocho. Cuando lo invitaron a cenar puso como pretexto que estaba cansado y todavía tenía que trabajar; a nadie se le ocurrió insistir. Ya se sentía

el fresco sobre la terraza y ayudó a meter las sillas y los trastes. Carola lo acompañó al coche, lo besó con sorprendente vehemencia, lo abrazó, apoyó la cabeza en él y dijo: “Sabes que te quiero muchísimo y que pienso que eres un tipo estupendo, pero tienes un pequeño defecto: vas demasiado a Heidelberg”.

Dicho eso corrió hacia la casa, agitó la mano en señal de despedida, sonrió y le lanzó besos. Al alejarse vio por el espejo retrovisor que seguía moviendo fuertemente el brazo.

No podían ser celos. Ella sabía que visitaba a Diego y Teresa para ayudarles a traducir sus solicitudes y llenar formas y cuestionarios; que redactaba y pasaba en limpio peticiones dirigidas a la policía encargada de los asuntos de extranjeros, al departamento de ayuda social, al sindicato, la universidad, la bolsa de trabajo; que se encargaba de las inscripciones de la escuela y el jardín de niños, de becas, ayuda financiera, ropa, servicios médicos. Ella conocía sus actividades en Heidelberg; en varias ocasiones lo había acompañado y escrito solícitamente a máquina, mostrando un asombroso dominio del lenguaje burocrático; es más, había llevado a Teresa al cine y a tomar café e incluso consiguió que su padre hiciera una donación al fondo chileno.

En lugar de ir a su departamento se dirigió a Heidelberg, pero no estaban Diego ni Teresa, tampoco Raoul, un amigo de Diego. De regreso se atoró en un embotellamiento, poco antes de las nueve pasó a ver a su hermano Karl, que le sacó una cerveza del refrigerador mientras Hilde preparaba unos huevos estrellados, y juntos vieron un reportaje sobre la Tour de Suisse, en la que Eddy Merckx no estaba haciendo un buen papel. Al despedirse Hilde le entregó una bolsa de papel llena de ropa infantil para “ese simpático flaco chileno y su mujer”.

Por fin empezó el noticiero, pero sólo le prestó atención a medias. Pensó en las zanahorias, las espinacas y las cerezas que todavía tenía que guardar en el congelador. Finalmente decidió encender el segundo cigarro. En algún lugar —¿Irlanda?— habían tenido elecciones; en otro, un alud de tierra; alguien —¿realmente sería el presidente?— se había pronunciado a favor del uso de las corbatas; alguien había desmentido algo; las cotizaciones de la bolsa estaban subiendo; todavía no se hallaba rastro alguno de Idi Amin.

No terminó de fumar ese segundo cigarro y lo apagó en un vaso medio vacío de yoghurt. Estaba realmente cansado y se durmió pronto, aunque la palabra “Heidelberg” siguió dándole vueltas en la cabeza.

Su desayuno fue frugal, sólo pan y leche; recogió todo y se bañó y vistió con esmero. Al anudar la corbata recordó al presidente, ¿o había sido el canciller? Quince minutos antes de la cita ya estaba sentado sobre la banca fuera de la antesala del despacho de Kronsorgeler. Junto a él esperaba un gordo vestido a la moda, pero descuidadamente, al que había visto en los cursos de pedagogía; no sabía cómo se llamaba. El gordo le dijo al oído: “Soy comunista, ¿y tú?”

—No —contestó—, no, de veras; no me lo tomes a mal.El gordo no tardó mucho con Kronsorgeler; al salir hizo un ademán que probablemente quiso

decir: “Se acabó”. La secretaria lo hizo pasar; era simpática, no muy joven, y pese a que siempre lo había tratado con amabilidad se sorprendió al recibir un empujoncito de aliento. Había pensado que era demasiado reservada para una cosa así. Kronsorgeler lo recibió afablemente. Era simpático, conservador pero imparcial, y no viejo; cuando mucho tendría unos cuarenta años de edad. Era aficionado al ciclismo y lo había apoyado mucho. Primero hablaron sobre la Tour de Suisse, sobre si Merckx habría fingido cansancio con la finalidad de que no se apreciaran sus posibilidades reales para la Tour de France, o si realmente habría bajado su rendimiento. Kronsorgeler opinaba lo primero, pero él que Merckx estaba casi acabado, puesto que no se podían fingir ciertos indicios de agotamiento. Siguió el tema del examen: habían debatido por mucho tiempo sobre si podían otorgarle el diez, pero resultó imposible debido a la materia de filosofía; por lo demás, había prevalecido su sobresaliente trabajo en la universidad popular y la preparatoria nocturna, y el hecho

de que ni siquiera participara en las manifestaciones. Sólo existía —Kronsorgeler sonrió con auténtica deferencia— un pequeño problema.

—Sí, ya lo sé —dijo—. Voy demasiado a Heidelberg.Kronsorgeler casi se sonrojó; en todo caso, su turbación resultó evidente. Era un hombre que se

caracterizaba por su gran tacto y discreción, casi timidez, y no le gustaba hablar de tales cosas lisa y llanamente.

—¿Cómo lo sabe? —Todos me lo dicen. No importa a dónde llegue o con quién hable. Mi padre, Carola, el padre

de ella: lo único que oigo es “Heidelberg”. Lo escucho con claridad, y creo que también lo oiría si hablara al servicio de la hora o a la información de los trenes: “Heidelberg”.

Por un momento tuvo la impresión de que Kronsorgeler se pondría de pie y le colocaría las manos sobre los hombros para tranquilizarlo. Ya se había puesto de pie, pero bajó las manos para apoyar las palmas sobre el escritorio y dijo: “No se imagina cuán penoso me resulta esto. He seguido su camino de cerca, con simpatía. Ha sido un camino difícil, pero contamos con un informe nada favorable sobre ese chileno. No puedo pasarlo por alto; es imposible. No sólo debo acatar los reglamentos, sino también las órdenes que recibo; aparte de una orientación general, también me dan recomendaciones telefónicas. Su amigo... ¿supongo que es su amigo?”

—Sí. —Ahora dispondrá de mucho tiempo libre por unas semanas. ¿Cómo lo ocupará? —Entrenaré mucho, andaré otra vez en bicicleta, e iré con frecuencia a Heidelberg. —¿En bicicleta? —No, con el coche.Kronsorgeler emitió un suspiro. Era obvio que sufría, que realmente sufría. Al estrecharle la

mano susurró: “No vaya a Heidelberg, no puedo decirle más”. Luego sonrió y dijo: “Recuerde a Eddy Merckx”.

Tras cerrar la puerta y cruzar la antesala, empezó a considerar las alternativas: traductor, intérprete, guía de turistas, encargado de la correspondencia en español para una agencia inmobiliaria. Era demasiado viejo para dedicarse al ciclismo profesional, y ya había muchos electricistas. Olvidó despedirse de la secretaria; regresó y lo hizo con un movimiento de la mano.

No sólo en Navidad

1

En nuestra parentela se advirtieron unos síntomas de decadencia que se procuró mantener ocultos durante algún tiempo, pero con cuyo peligro hubo de enfrentarse al fin. No me atrevo a emplear aún la palabra "desastre", pero los hechos alarmantes se acumulan de tal manera, que suponen una situación realmente peligrosa y me obligan a dar cuenta de cosas que van a parecer extrañas a los que vivieron en aquella época, pero cuya realidad no podían negar. El moho de la destrucción ha anidado bajo la tan espesa como dura costra del decoro, e inmensas colonias de mortíferos parásitos preconizan el fin de la honorabilidad de todo un linaje. Ahora tenemos que lamentar el no haber escuchado la voz de nuestro primo Franz, que nos advirtió con tiempo de las espantosas consecuencias que podía tener un hecho que en sí parecía inofensivo. Este hecho era realmente tan insignificante, que ahora nos aterra la importancia de sus consecuencias. Franz nos previno con tiempo. Desgraciadamente, su reputación no era buena. Había elegido una profesión que hasta entonces no había tenido nadie en la familia y que nunca nadie debió tener: era boxeador. Ya en su juventud, melancólica y de una piedad que siempre fue considerada como «fervorosos aspavientos», andaba en pasos que preocupaban a mi tío Franz —ese hombre tan bondadoso. Le gustaba el evitar cumplir con sus deberes escolares en una medida, que no se puede calificar como normal. Se entrevistaba con dudosos compinches en parques aislados y en los bosques de las afueras. Allí practicaban las duras reglas de la lucha a puñetazos, sin importarles abandonar así su herencia humanística. Estos arrapiezos demostraron pronto los vicios de su generación que entretanto se ha puesto de manifiesto que no sirve para nada. Tan ocupados estaban con la dubitativa excitación de su propio siglo, que no les interesaban las apasionadas luchas intelectuales de los siglos pasados. En un principio me parecía que la piedad de Franz estaba en contradicción con la pasiva y activa brutalidad de los ejercicios que practicaba. Pero ahora he empezado a intuir algo. Tendré que volver a considerar este asunto.

Quedamos en que fue Franz quien nos previno, quien se negó a participar en determinadas fiestas, quien dijo que todo aquello eran bobadas y manías y quien dejó, antes que nadie, de tomar parte en actuaciones que se consideraron necesarias para mantener lo que él calificó de abuso. Pero —como dije antes— no tenía suficiente crédito como para que su opinión hallase eco en la familia.

La cuestión es que ahora se han puesto las cosas de una forma, que nos sentimos desconcertados y sin saber cómo poner fin a todo esto.

Franz es hace tiempo un boxeador famoso, pero muestra por las alabanzas que le prodiga toda la familia la misma indiferencia que mostraba por sus críticas.

En cambio, su hermano —mi primo Johannes— una persona por la que yo hubiera puesto la mano en el fuego, un abogado famoso, el hijo predilecto de mi tío, dicen que tiene contactos con el partido comunista, rumor que yo me niego obstinadamente a creer. Mi prima Lucie, que hasta ahora, fue siempre una mujer normal, dicen que va por las noches, acompañada por su desconcertado marido, a establecimientos de mala fama y que se dedica a bailar. ritmos que yo no puedo calificar de otra forma que de existencialistas y del propio tío Franz, ese hombre tan bondadoso, se dice que ha declarado que está harto de la vida, él que siempre fue considerado en la familia como un fenómeno de la vitalidad y un ejemplo de lo que nos ha enseñado a llamar un comerciante cristiano.

Las facturas de los médicos se amontonan, se consultan psiquiatras. Sólo la tía Milla, que es la causante de todas estas manifestaciones extrañas, disfruta de una salud excelente, sonríe, se siente sana y alegre como lo ha estado casi siempre. Su vigor y optimismo nos empiezan a poner nerviosos, aunque durante mucho tiempo nos preocupamos extraordinariamente de su bienestar.

Pues sufrió una crisis, que amenazó con ponerse fea. Precisamente de eso quiero hablar.

2

Analizando un proceso nervioso después de que ha ocurrido, parece que hubiese sido fácil evitar que ocurriera la catástrofe; curiosamente, ahora que puedo juzgar con objetividad, es cuando me parecen raras las cosas que pasaban hace dos años en mi familia.

Deberíamos habernos dado cuenta de que había algo que no marchaba bien. Realmente algo no marchaba bien, y si por algún tiempo, algo hubiera marchado bien —cosa que dudo— ahora en cambio ocurren cosas espantosas. En toda la familia era conocido el amor que ponía tía Milla en el adorno del árbol de Navidad, debilidad inofensiva, aunque curiosa, que está muy extendida en nuestra patria.

Se aceptaba esta debilidad y la resistencia que Franz habla presentado, desde su más temprana juventud, a todo el barullo que se armaba, era siempre motivo de una violenta indignación, por ser Franz constantemente una causa de intranquilidad para todos. Se negaba sistemáticamente a tomar parte en el adorno del árbol. Pero esta situación llegó a hacerse normal. Mi tía Milla se acostumbró a que Franz no apareciese durante los preparativos del tiempo de ad viento y de la celebración de la fiesta y que sólo acudiese a la comida. Ya ni se comentaba aquello.

Aunque corro el riesgo de hacerme antipático, tengo que mencionar un hecho y mi única defensa es su evidencia. Durante los años 1939-1945 estuvimos en guerra. En la guerra se canta, se pegan tiros, se habla, se lucha, se pasa hambre y se muere —y se echan bombas—; en fin, pasan cosas poco agradables, con cuya relación no quiero fastidiar a quienes las vivieron. Solamente las recuerdo porque la guerra influyó en la historia que voy a contar. Pues la tía Milla sólo vio en la guerra un fenómeno que empezó en la Navidad del año 1939 y que puso en peligro su árbol de Navidad, el cual tenía indiscutiblemente una especial sensibilidad.

La principal atracción del árbol de Navidad de mi tía Milla eran los enanos de vidrio que sostenían, con los brazos en alto, un martillo de corcho y colgados de los pies, unos yunques en forma de campana. Debajo de las plantas de los pies, había unas velas y cuando se lograba cierto grado de calor, se ponía en movimiento un mecanismo escondido, que hacía que se extendiera por los brazos de los enanos una inquietud frenética y empezaran a golpear como locos los acampanados Yunques con los martillos de corcho, produciendo entre los doce enanos, un tintineo dulce y suave, digno de un concierto de elfos. En la punta del árbol se colocaba un ángel de rojas mejillas y vestido plateado, que a intervalos regulares separaba los labios y susurraba: «Paz, paz.» El secreto del mecanismo de este ángel, que después me fue revelado, era celosamente guardado, si bien podía admirarlo entonces casi todas las semanas. Además, en el pino de mi tía había, naturalmente, roscas de caramelos, pastas, cabello de ángel, figuritas de mazapán y —no hay que olvidarlo— espumillón. Aún me acuerdo del considerable esfuerzo que suponía colocar correctamente los innumerables adornos y que exigía la colaboración de toda la familia, que terminaba nerviosa y sin apetito y con un humor —como se dice vulgarmente— de perros, excepto, naturalmente, mi primo Franz, que como era el único que no había tomado parte en los preparativos, se sentía capaz de disfrutar de la carne asada, los espárragos, la nata y los helados. Cuando íbamos de visita a casa de mi tío el segundo día de Pascua y nos atrevíamos valerosamente a expresar la opinión de que el secreto de que el ángel pudiera hablar no era más que un mecanismo igual al de las muñecas que dicen papá y mamá, únicamente conseguíamos que nos dirigieran unas sonrisas irónicas.

Se puede suponer que las bombas caídas cerca de un árbol tan sensible, lo dañaran gravemente. Se produjeron escenas terribles, cuando los enanos se desprendieron del árbol; hasta el ángel cayó violentamente. Mi tía se mostraba inconsolable. Se tomaba un trabajo ímprobo, volviendo a colocar cada cosa en su sitio para poder conservarlo durante el tiempo de Navidad. Pero en el año 1940 resultaba aquello imposible. Para evitar el peligro de hacerme antipático, tengo que callar la

intensidad de los bombardeos: me limito a advertir que su frecuencia aumentaba sensiblemente. Era indiscutible, el árbol de mi tía fue una víctima —la bandera de peligro me impide hablar de otras víctimas— de la forma de hacer la guerra; los técnicos extranjeros de balística apagaron transitoriamente su existencia.

Todos nos condolíamos con nuestra tía, que era una mujer encantadora y amable. Nos daba pena que después de duras luchas, discusiones sin fin, tras lágrimas y penosas escenas, se declarara dispuesta a renunciar a su árbol de Navidad mientras durase la guerra.

Por suerte —¿o tendré que decir por desgracia?— fue esto lo único que le afectó de toda la guerra. El bunker que construyó mi tío era verdaderamente seguro y siempre había además un coche dispuesto para poder conducir a mi tía Milla a algún sitio donde no se advirtieran las inevitables consecuencias bélicas; se hizo todo lo posible para que no viera el cruel espectáculo de la destrucción. Mis dos primos tuvieron la suerte de no tener que cumplir su servicio militar en su modalidad más dura. Johannes entró rápidamente en la compañía de mi tío, la cual ocupó un puesto decisivo en el aprovisionamiento de verduras de nuestra ciudad. Johannes sufría del hígado por aquel tiempo. Franz, en cambio, fue soldado. Pero se le encargó la custodia de prisioneros, con lo cual también tuvo la oportunidad de hacerse antipático a sus jefes, pues trataba como a personas a los rusos y a los polacos. Mi prima Lucie no estaba entonces casada y ayudaba a mi tío en el negocio. Una tarde por semana colaboraba en la sección de bordados de cruces gamadas del servicio voluntario de guerra. Pero no quiero exponer aquí los pecados políticos de mis parientes. De una forma u otra, no faltó el dinero ni la comida ni una relativa seguridad y mi tía sólo pasó por la amargura de tener que decidirse a renunciar a su árbol. Mi tío Franz, ese hombre tan bondadoso, había conseguido grandes ganancias, dedicándose, durante más de cincuenta años, a comprar en los países tropicales y subtropicales naranjas y limones, y haciendo que volvieran al mercado con un precio más elevado. Durante la guerra amplió su negocio a fruta y verdura más corriente. Pero después de la guerra tuvimos la satisfacción de ver reaparecer los agrios, lo cual fue motivo de duras luchas de intereses entre los comerciantes de frutas. Mi tío Franz consiguió demostrar su competencia en estos asuntos e hizo que la población volviera a sentir la satisfacción que producen las vitaminas y asimismo, la que ocasiona una considerable fortuna.

Pero ya tenía cerca de setenta años y quería descansar, dejando a su yerno la dirección del negocio. Por entonces se produjo el hecho, que en aquel momento nos hizo gracia, pero que ahora se nos presenta como la causa de una serie de fatales consecuencias.

Mi tía Milla empezó de nuevo con la historia del árbol de Navidad. Esto era en sí inofensivo; incluso la terquedad con que se empeñó en que «todo fuera como antes», sólo hizo que sonriéramos. De momento no existía ningún motivo para que lo tomáramos demasiado en serio. Claro que la guerra había destruido cosas, cuya reconstrucción interesaba más, pero ¿por qué —así nos lo preguntábamos— quitar a una anciana señora tan encantadora esa pequeña ilusión?

Todo el mundo sabe lo difícil que era conseguir entonces mantequilla y manteca. Incluso para mi tío Franz, que contaba con las mejores relaciones, era imposible conseguir figuras de mazapán, rosquillas de chocolate y velas en el año 1945. Hasta el año 1946 resultó imposible preparar todo. Por suerte, se había conservado una colección completa de enanos y yunques, y también un ángel.

Aún me acuerdo muy bien del día que fuimos invitados a casa de mi tío. Fue en enero del año 1947 Y hacía mucho frío en la calle. Pero dentro hacía calor y no escaseaban las viandas. Y cuando se apagaron las luces, se encendieron las velas, los enanos comenzaron a martillear y el ángel a susurrar «paz, paz», me encontré realmente transportado a un tiempo, que consideraba ya pasado.

De todas formas, aunque esta experiencia fue sorprendente, no era realmente extraordinaria. Extraordinario fue lo que me ocurrió tres meses más tarde. Mi madre —ya estábamos a mediados de marzo— me envió a casa de mi tío a que me enterase de si «allí tampoco había nada que hacer». Se trataba de fruta. Me dirigí andando al otro barrio de la ciudad, no lejos del nuestro; el aire era templado y estaba anocheciendo. Despreocupadamente atravesé por ruinas cubiertas de hierbas y parques llenos de maleza. Abrí la puerta del jardín de mi tío y de pronto me paré aturdido. En el

silencio de la noche se oía claramente que en el cuarto de estar de mi tío estaban cantando. Cantar es una excelente costumbre alemana y hay muchas canciones de primavera, pero lo que yo oí sin lugar a dudas era

Noche feliz, noche de paz.

Confieso que quedé confuso. Me acerqué lentamente y esperé el fin del villancico. Las cortinas estaban corridas y me incliné a mirar por el ojo de la cerradura. Entonces me llegó el tintineo de las campanas de los enanos y oí el susurro del ángel. No tuve el valor de entrar y volví lentamente a casa. A mi familia le divirtieron mis noticias. Pero, hasta que apareció Franz y nos contó todo detalladamente, no nos enteramos de lo que había pasado:

Por la Candelaria, cuando se acostumbra en nuestro país a despojar el árbol de Navidad de todos sus adornos y se tira a la basura, de donde lo cogen los golfillos y lo arrastran por las cenizas e inmundicias o lo emplean en sus juegos, por la Candelaria ocurrió el desastre. Cuando mi primo Johannes, en la noche de la Candelaria, después de que las velas del árbol hablan ardido por última vez, empezó a quitar los enanos, mi tía, que hasta entonces había sido tan dulce, comenzó a gritar tan lastimeramente y además de una forma tan repentina y aguda, que mi primo se asustó, perdió el equilibrio ante el árbol que ya se tambaleaba un poco y todo pasó en un momento: enanos y campanas, yunques y ángel entrechocaron y tintinearon y todo cayó estrepitosamente. Y mi tía gritaba.

Se pasó gritando casi una semana. Se llamó a neurólogos por telegrama, los psiquiatras vinieron en taxis, pero todos, hasta las grandes eminencias, abandonaron la casa encogiéndose de hombros y un poco asustados. Ninguno pudo poner fin a aquel desagradable concierto de chillidos. Con algunos medicamentos muy fuertes se consiguieron unas horas de reposo, pero la dosis de luminal que puede soportar una persona de sesenta años, sin que su vida peligre, es desgraciadamente pequeña. Es realmente una tortura el tener una mujer en casa chillando con todas sus fuerzas: el segundo día, ya estaba toda la familia desesperada. También fueron inútiles los consejos del párroco, que acostumbraba a asistir a la celebración de la Nochebuena: mi tía gritaba.

Franz se hizo especialmente antipático, cuando sugirió que se empleara un auténtico exorcismo. El párroco le riñó, toda la familia se alborotó al ver su mentalidad medieval y su fama de brutalidad superó durante algún tiempo a la conseguida como boxeador.

Entretanto, se recurrió a todo para sacarla de aquel estado. Rechazaba el alimento, no hablaba, no dormía; se empleó el agua fría, caliente, en baños de pies, en forma de ducha escocesa. Los médicos ojearon los diccionarios buscando el nombre de aquel complejo, pero no lo encontraron.

Y mi tía gritaba. Y gritó hasta que mi tío Franz —hombre realmente bondadoso— tuvo la idea de volver a poner de nuevo un árbol de Navidad.

3

La idea era estupenda, pero realizarla resultaba evidentemente difícil. Estábamos casi a mediados de febrero y en ese tiempo no se encuentra normalmente un abeto en el mercado. Todo el comercio —con una rapidez realmente satisfactoria— se dispone para otro tipo de cosas. El carnaval está cerca: los escaparates, donde antes se podían contemplar ángeles y espumillón, velas y nacimientos, se llenan de caretas y pistolas, sombreros de cow-boys y absurdos tocados de princesas de las Czardas. Las confiterías han cambiado los dulces de Navidad por bombones de pega. Y en las tiendas no hay abetos.

Por fin se organizó una expedición de nietos aficionados al robo, a los que se dio una propina y un hacha bien afilada: se dirigieron a un bosque del patrimonio del Estado y volvieron muy alegres por la noche con un hermoso abeto real. Pero entretanto se había comprobado que se habían roto cuatro enanos, seis yunques de forma de campana y el ángel de la punta. Las figuritas de mazapán y los turrones hablan sido víctimas de la glotonería de los nietos. Tampoco la generación que se está

formando ahora, sirve para nada y si alguna vez ha habido una generación que ha servido de algo —cosa que dudo— ha sido la de nuestros padres.

Aunque no faltaban los medios económicos ni tampoco las influencias, aún pasaron cuatro días hasta que todos los adornos estuvieron preparados. Mientras tanto, mi tía gritaba sin interrupción. Se azuzaron telegramas a través del éter a los almacenes de juguetes de toda Alemania, que precisamente entonces se estaban organizando; se pusieron conferencias, jóvenes y animosos carteros trajeron por la noche paquetes posta, les y por medio del soborno se consiguió que, en gran velocidad, recibiéramos una expedición de Checoslovaquia con un especial permiso de importación.

Estos días se recordarán en la historia de la familia de mi tío, como días en los que el consumo de café, de tabaco y el desgaste de nervios fueron extraordinarios. Entre tanto, mi tía iba empeorando: su redonda carita se tomó dura y angulosa, su expresión pasó de la dulzura a la de una inquebrantable voluntad; no comía, no bebía, gritaba continuamente, dos enfermeras la vigilaban constantemente y su dosis de luminal tenía que ser aumentada todos los días.

Franz nos contó que toda la familia estuvo sometida a una agotadora tensión nerviosa, hasta que el 12 de febrero estuvo por fin terminado el adorno del árbol. Se encendieron las velas, se corrieron las cortinas, se sacó a mi tía de su habitación, sólo se oían entre los reunidos sollozos y risitas ahogadas. La expresión de mi tía se dulcificó en cuanto vio el resplandor de las velas y cuando alcanzaron la temperatura necesaria y los enanitos de cristal comenzaron a dar martillazos como locos y el ángel a susurrar «paz, paz», una maravillosa sonrisa se extendió por su cara y al poco rato, toda la familia entonaba la canción O Tannenbaum1.

Para completar el cuadro, también se había invitado al párroco que acostumbraba a pasar la Navidad en la casa de tío Franz; él también sonreía, se sentía aliviado y cantaba.

Lo que no había conseguido ningún test, ningún profundo análisis psicológico, ni los intentos de encontrar algún oculto trauma, lo halló el sensible corazón de mi tío. La arbolterapia de esa persona tan bondadosa salvó la situación.

Mi tía estaba tranquila y casi —así se esperaba entonces— curada. Después de cantar unos cuantos villancicos y de vaciar unas cuantas cajas de dulces todos se encontraban cansados y resultó que mi tía durmió aquella noche sin necesitar ningún calmante. Se despidió a las enfermeras, los médicos se encogieron de hombros y todo parecía haber recobrado la normalidad. Mi tía comió, bebió y volvió a ser encantadora y dulce.

Pero aquella tarde, ya anochecido, cuando mi tío estaba leyendo el periódico, sentado junto a su mujer bajo el árbol de Navidad, ella de pronto le tocó el brazo diciendo: «Vamos a llamar a los chicos para empezar la fiesta. Yo creo que ya va siendo hora.» Mi tío nos confesó luego que se había asustado mucho, pero se levantó para reunir rápidamente a sus hijos y nietos y mandar un recado al párroco. El cura apareció, un poco fastidiado y asustado, pero se encendieron las velas, los enanos martillearon, el ángel susurró, se cantó, se comieron dulces, y todo dio la impresión de que aquello era normal.

4

Todo el mundo vegetal está sometido a determinadas leyes biológicas y los abetos arrebatados a la madre tierra se sabe que tienen una molesta tendencia a perder sus agujas, especialmente si están en sitios calientes; en la casa de mi tío hacía calor. La duración de un abeto real es mayor a la de los pinos comunes, como lo demostró el doctor Hergenring en su conocido trabajo Abies vulgaris y abies nobilis. Pero la vida del abeto real tiene sus límites. En vísperas de carnaval, hubo que convencerse de que mi tía empezaba a sufrir: el árbol perdía rápidamente sus agujas y por la noche, cuando todos cantaban, se advertían unas ligeras arrugas en la frente de mi tía. Siguiendo el consejo de una verdadera eminencia en psicología, se intentó charlar, en un tono ligero, de la posibilidad de que pronto terminaría el tiempo de Navidad, pues ya los árboles empezaban a brotar, lo que 1 Conocida canción que se entona en Navidad ante el pino, para ensalzar sus cualidades de fidelidad y constancia.

normalmente es una señal de la venida de la primavera, mientras que en nuestras latitudes la palabra Navidad nos sugiere imágenes invernales. Mi tío, astutamente, sugirió una noche entonar Ya han llegado todos los pájaros y Ven, querido mayo, pero ya en el primer verso de la primera canción puso mi tía una cara tan seria, que inmediatamente fue interrumpido y se empezó a cantar O Tannenbaum. Tres días después se encargó a mi primo Johannes la misión de hacer un ligero intento de despojar al árbol de algún adorno, pero en cuanto alargó la mano y quitó a uno de los enanos el martillo de corcho, empezó mi tía a gritar tan fuerte, que rápidamente se volvió a poner al enano su martillo, se encendieron las velas y empezaron a cantar, un poco atropelladamente, pero muy fuerte, la canción Noche feliz, noche de paz.

Pero ya no había paz en las noches; grupos de jóvenes muy animados recorrían ciudad cantando y tocando trompetas tambores. Todo estaba cubierto de serpentinas y confettis, las calles estaban todo día llenas de niños disfrazados, que disparaban pistolas, chillaban, algunos hasta cantaban, y una estadística hecha por un particular demostró que por lo menos había 60.000 cow-boys y 40.000 princesas de las Czardas, recorriendo nuestra ciudad: fin, que estábamos en Carnaval, unas fiestas que entre nosotros se celebran casi con más entusiasmo que las Navidades. Pero tía parecía estar ciega y sorda: criticaba que hubiera disfraces en los armarios, cosa que ocurre irremediablemente durante estos días en todas nuestras casas; con voz doliente se lamentaba de la pérdida de Sentido moral, pues ni siquiera en el tiempo Navidad se podía prescindir de esas preciosas costumbres. Y cuando un día encontró en el dormitorio de mi prima un globo desinflado, pero en el que se notaba aún dibujado con pintura blanca un gorro bufón, rompió a llorar y pidió a mi tío que prohibiera la entrada en la casa de aquellos pecaminosos objetos.

Hubo que reconocer con espanto que mi tía estaba convencida de que estábamos en Nochebuena. Mi tío convocó a toda la familia, pidió indulgencia para su mujer, por consideración a su especial estado mental, y volvió a organizar otra expedición, para garantizar al menos la tranquilidad de la fiesta de la noche.

Mientras dormía, se cambiaron los adornos del viejo al nuevo árbol y el humor de mi tía volvió a ser tranquilizador.

5

Pero también pasaron los carnavales, vino la primavera y en vez de cantar Ven, querido mayo, se podía cantar «Querido mayo, ya has venido». Llegó junio. Se habían cambiado cuatro abetos y ninguno de los médicos a los que nuevamente se consultó dio esperanzas de mejoría. Mi tía continuaba inconmovible. Hasta el mundialmente conocido doctor Bless volvió encogiéndose de hombros a su clínica de investigación, después de embolsarse como honorarios 1.365 marcos, con lo cual demostró una vez más lo alejado que estaba de la realidad. Algún otro vago intento que se hizo de interrumpir o abandonar la fiesta fueron acogidos por mi tía con tales gritos, que hubo que renunciar por fin a cometer aquella especie de sacrilegio.

Lo más terrible era que mi tía estaba empeñada en que todas las personas más allegadas a ella estuvieran siempre presentes. A éstas pertenecían el párroco y todos sus nietos. Sometiéndoles a una rigurosa disciplina se consiguió que los familiares se presentaran siempre puntualmente, pero con el cura aquello era difícil. Resistió algunas semanas sin protestar, en atención a su antigua penitenta, pero por fin intentó hacer comprender a mi tío, entre tartamudeos y carraspeos, que aquello no podía continuar. Aunque la fiesta era realmente corta —duraba alrededor de treinta y ocho minutos— el sacerdote aseguraba que aquella ceremonia no se podía a la larga soportar más. El tenía además otras obligaciones, reuniones con sus compañeros, el cuidado de las almas que le estaban encomendadas, además de las confesiones del sábado. Por fin consintió en aplazar algún tiempo su decisión, pero a finales de junio exigió enérgicamente que se le liberase de aquello. Franz estaba furioso con toda la familia y buscaba cómplices para su plan de internar a su madre en algún sanatorio, pero no encontraba más que oposición en todos.

De todas formas, empezaron a surgir dificultades. Una noche, no acudió el párroco y no se le encontró ni llamándole por teléfono ni enviándole un recado por escrito. Se vio claro que decididamente no pensaba volver. Mi tío dijo cosas horribles, y aquel hecho fue motivo de que calificara a los servidores de la Iglesia con palabras que me niego a repetir. Como última medida, se rogó al coadjutor, hombre de procedencia muy modesta, que viniera. Lo hizo, pero se portó tan mal, que casi originó una catástrofe. Claro que hay que tener en cuenta que ya estábamos en junio y que por tanto hacia calor. A pesar de ello, las cortinas estaban corridas para conseguir una oscuridad invernal y además las velas estaban encendidas. Empezó la fiesta; el coadjutor había oído hablar de lo que pasaba allí, pero no tenía una idea exacta de ella. Temblaban todos cuando le fue presentado a mi tía el sustituto del párroco. Aceptó sin ninguna dificultad el cambio. De modo que los enanos martillearon, el ángel susurró, se cantó O Tannenbaum, se comieron los dulces, se empezó de nuevo a entonar la canción y de pronto al coadjutor le dio un ataque de risa. Después explicó que no había podido oír el verso «también en invierno, cuando nieva», sin soltar la carcajada. Siguió riendo con clerical candor, abandonó el cuarto y no se le volvió a ver. Todos miraron ansiosamente a mi tía, pero ella dijo sólo resignadamente algo así como «Proletarios con sotana» y se llevó un trozo de mazapán a la boca. Cuando nos enteramos de lo que había pasado, también nos sentimos consternados, pero ahora me inclino a considerarlo como una natural explosión de buen humor.

No tengo más remedio que confesar —si he de ser fiel a la verdad— que mi tío usó de su influencia con las altas jerarquías eclesiásticas para procesar al coadjutor y al párroco. El asunto se llevó, aparentemente, con la máxima corrección, se les entabló un proceso por abandono de sus deberes del cuidado espiritual de sus feligreses, que fue ganado en primera instancia, por los dos sacerdotes. El segundo recurso está aún pendiente de resolución.

Por suerte se encontró un prelado ya jubilado que vivía por allí cerca. Era una persona encantadora, que se mostró dispuesto, con una amable comprensión, a participar todas las noches en la fiesta. Mi tío Franz, que era lo suficientemente sensato para comprender que no había que esperar ya nada de la ciencia médica para resolver la situación, y que se negaba tercamente a recurrir a los exorcismos, tenía también un gran sentido de la economía y empezó a calcular que había que regular la financiación de todo aquello. A mediados de junio se suspendieron las expediciones de los nietos, porque se consideró que resultaban demasiado caras. Mi primo Johannes, que es un hombre lleno de iniciativas, y que tiene excelentes relaciones en todos los ambientes comerciales, descubrió la sociedad Suderbaum, que se dedica al negocio de árboles de Navidad, una actividad muy remuneradora, y que gracias a los nervios de mis parientes, ha obtenido importantes beneficios. Pasado medio año, se concertó un contrato con la compañía Suderbaum, con un descuento importante, y se comprometió a hacer que su experto en abetos, el doctor Alfast, estudiara exactamente el caso para que tres días antes de que el abeto viejo resultara inservible, llegara el nuevo y pudiera estar preparado a tiempo. Además, se guardaba en la bodega una provisión de dos docenas de enanos y tres ángeles.

Una cuestión que aún no se ha resuelto es el problema de los dulces. Muestran una deplorable tendencia a deshacerse y gotear del árbol, más rápidamente y con más tesón que la misma cera. Sobre todo durante los meses de verano. Han fracasado todos los intentos de conservarlos en su dureza navideña, por medio de todos los sistemas conocidos de refrigeración. Igualmente no han dado resultado las pruebas que se han hecho de disecar un árbol. La familia agradece y acepta todas las sugerencias que se hagan para ver si se consigue un abaratamiento en el coste de la fiesta constante.

6

Las fiestas de la casa de mi tío iban ya adquiriendo un aspecto de profesionalidad: se reunían todos bajo o alrededor del árbol. Mi tía entraba en la habitación, se encendían las velas, los enanos golpeaban con sus martillos y el ángel susurraba «paz, paz», después se cantaban unos villancicos,

se mordisqueaban unos dulces, se charlaba un poco, y se iban retirando todos bostezando y deseándose unas felices pascuas. Los niños gozaban de estas diversiones, que normalmente se reservan a una época especial, mientras mi bondadoso tío y mi tía Milla se iban a la cama. En el cuarto de estar quedaba el humo de las velas, el aroma de abeto recalentado y el olor a dulces. Los enanos, un poco fosforescentes, permanecían quietos en la oscuridad, con sus brazos alzados amenazadoramente y también se veía relucir fantasmagóricamente la plateada túnica del ángel.

Creo que no es necesario asegurar que la alegría que produce la verdadera fiesta de Navidad, ha disminuido ostensiblemente en nuestra familia: siempre que nos apetece podemos ir a admirar en casa de nuestro tío un clásico árbol de Navidad —y es frecuente que, durante el verano, sentados en la terraza y saboreando un refresco de naranja, nos llegue del interior de la casa el suave tintineo de las campanas y veamos en la oscuridad a los enanos moviendo sus martillos como ágiles diablillos, mientras el ángel susurra «paz, paz». Y siempre nos sorprende el oír a nuestro tío, en pleno verano, llamar a sus hijos y decirles: «Encended las velas, que mamá llegará en seguida». Entonces entra el prelado, un señor encantador, que nos ha ganado a todos el corazón, porque hace su papel extraordinariamente bien, aunque es posible que no se dé cuenta siquiera de que está representando algo. Pero es lo mismo: él está allí, con su pelo blanco, sonriente, y la tira morada de su cuello da a su presencia el toque definitivo de distinción. Y es una extraña sensación la que se siente al oír en una noche de verano, una voz diciendo nerviosamente: « ¿El apagavelas, pronto, dónde está el apagavelas?» Ya ha ocurrido también que, durante una fuerte tormenta, los enanos, sin necesidad de recibir el calor de las velas, se sintieran impulsados a levantar los brazos y a moverlos vertiginosamente, produciendo un concierto extra, hecho que se ha procurado interpretar con la seca palabra electricidad.

La cuestión económica de toda esta organización no deja de tener importancia también. Aunque no hay dificultades en ese aspecto, este desembolso extraordinario se nota en el presupuesto familiar. Pues a pesar de que se tiene mucho cuidado, es enorme la cantidad de enanos, yunques y martillos que se deterioran, y el delicado mecanismo que hace hablar al ángel exige un constante cuidado y atención y tiene que ser renovado frecuentemente. Por cierto que ahora he descubierto su secreto: el ángel va unido por un cable a un micrófono, colocado en el cuarto contiguo ante un disco que da vueltas constantemente, repitiendo «paz, paz» suavemente. Todas estas cosas resultan caras, porque están hechas para usarlas unas pocas veces al año, y no resisten el desgaste que supone usarlas constantemente. Me asusté cuando mi tío me dijo un día, que había que renovar los enanos cada tres meses y que una colección completa costaba 128 marcos. Había rogado a un ingeniero conocido que los recubriera de una ligera capa de caucho, para darles así mayor resistencia, sin que aquello les hiciera perder su bella sonoridad. La idea dio resultado. El consumo de velas, turrones, mazapanes, el abono del árbol, las cuentas del médico y la atención que se tiene con el prelado cada tres meses, hace que mi tío tenga un presupuesto diario de alrededor de once marcos, sin contar el desgaste de nervios y los trastornos que se empiezan a advertir en la salud de todos. Pero ya estábamos en el otoño, y los trastornos se achacaban a la especial sensibilidad que se produce en esta estación del año.

7

La auténtica fiesta de Navidad transcurrió normalmente. Fue un verdadero respiro para la familia, pues veían a otras familias reunidas bajo el árbol de Navidad y que también tenían que cantar y comer turrones. Pero el alivio duró lo que el tiempo de Navidad. Ya a mediados de enero empezó a notar mi prima Lucie un curioso malestar: cuando veía los abetos, colocados en las calles y, en los montones de escombros y ruinas, empezaba a sollozar histéricamente. Después tuvo un verdadero ataque de locura, que se disimuló diciendo que fue un ataque de nervios. Un día que fue a casa de una amiga, mientras charlaban y tomaban una taza de café, ésta le ofreció sonriendo una bandeja con golosinas. Mi prima se la arrebató de las manos —hay que tener pues el trauma

producido por los dulces lo consideraba incurable. Así se consiguió que por una temporada mi tío, que en esto había demostrado una dureza insospechada, no pusiera dificultades con su disciplina.

Poco tiempo después de cumplirse el primer año de permanente fiesta de Navidad, empezaron a correr unos rumores intraquilizadores: se decía que mi primo Johannes había consultado a un médico amigo sobre cuánto tiempo de vida se podía calcular a mi tía, rumor verdaderamente macabro, que entenebrecía la pacífica y diaria fiesta familiar. El resultado de la consulta debió ser destructor para Johannes. Todos los órganos de mi tía, que siempre han sido muy sólidos, están en perfecto estado, su padre vivió setenta y ocho años y su madre ochenta y seis. Mi tía cuenta ahora setenta y dos, así es que no hay ninguna razón para prever un fin próximo. Y yo opino, que menos aún para deseárselo. Cuando se puso una vez mala mediado el verano —a la pobre mujer le aquejaron fuertes vómitos y diarreas— se corrió la voz de que había sido envenenada y tengo que dejar bien claro que aquel rumor fue un bulo lanzado por unos parientes malintencionados. Se demostró que se trataba de una infección que le contagió uno de sus nietos. Los análisis a que fueron sometidos los excrementos de mi tía no acusaron absolutamente ninguna señal de veneno.

Durante el mismo verano empezó a iniciarse en Johannes una tendencia a mostrarse disconforme con su medio social: dejó de pertenecer a su grupo coral, y declaró, incluso por escrito, que ya no le interesaba colaborar en el prestigio de la canción alemana. Me veo obligado a aclarar, que a pesar de haber conseguido una graduación de estudios superiores, siempre fue un hombre poco cultivado. Para el coro Virhymnia resultó un gran perjuicio el tener que prescindir de su bajo.

8

Mi cuñado Karl empezó a ponerse en contacto secretamente con el departamento de emigración. El país de sus sueños debía tener unas condiciones especiales: no debía haber abetos, su importación tenía que estar prohibida o al menos gravada con unos puestos tan altos que la hiciesen imposible; además —esto en atención a su mujer— la receta de los turrones tenía que ser desconocida y prohibido absolutamente el cantar canciones de Navidad. Karl se comprometía a trabajar incluso en trabajos corporales duros.

Pero sus gestiones para abandonar su patria pudieron hacerse abiertamente, porque entretanto mi tío sufrió una repentina y completa transformación. Pero ésta se produjo en un aspecto tan poco satisfactorio, que tuvimos razón para horrorizamos. Este hombre probo, del cual sólo se puede decir que es tan terco como bondadoso, nos dimos cuenta que adquirió costumbres decididamente inmorales, y que continuarán siéndolo mientras el mundo exista. Se supo que hacía cosas, demostradas con pruebas, a las que solamente se puede aplicar la calificación de adulterio. Y lo terrible es, que ya no las oculta, sino que acepta la responsabilidad de vivir en relaciones y circunstancias que dice debieran poder ser justificadas por especiales leyes morales. Resultó muy inoportuno el que este cambio se hiciera público justamente cuando se tenía que fallar la segunda querella contra los dos sacerdotes. El tío Franz debió dar, como testigo y encubierto acusador, una impresión de inferioridad tal, que sólo se puede achacar a él mismo el que el fallo fuera favorable a los dos sacerdotes. Pero ya todo esto le resultaba indiferente: su desmoralización era absoluta.

También fue el primero que tuvo la idea de que un actor le sustituyera en la fiesta de la noche. Contrató a un cómico sin trabajo, que en catorce días consiguió una caracterización tan perfecta de mi tío que ni su propia mujer era capaz de advertir el cambio de identidad. Ni sus hijos lo notaron. Fue uno de los nietos el que gritó de pronto en una de las pausas producidas entre villancico y villancico: « El abuelito lleva ligas redondas», mientras alzaba la pernera del pantalón del cómico con aire de triunfo. Debió ser terrible aquella escena para el pobre actor, y toda la familia se sintió conmocionada. Para evitar que ocurriera algo irreparable, se entonó rápidamente otra canción, cosa que se hace frecuentemente en situaciones difíciles. Cuando mi tía se fue a la cama, se comprobó rápidamente la identidad del actor. Aquella fue la señal de la proximidad de la catástrofe total.

9

También hay que reconocer que un año y medio es mucho tiempo y que había vuelto el verano, estación en que resultaba especialmente penoso para mis parientes el tomar parte en aquel juego. Mordisqueaban, en medio de aquel calor, sin ninguna ilusión, almendras y avellanas, y cascaban nueces resecas, mientras sonreían forzadamente, oían el incansable martilleo de los enanos y se estremecían cada vez que el ángel mofletudo susurraba, sobre sus cabezas, «paz, paz». Pero ellos continuaban allí, mientras el sudor, pese a sus trajes de verano, corría por su cuello y sus mejillas y hacía que las camisas se les pegaran al cuerpo. Diré más; perseveran aún.

La cuestión económica no es ningún problema, más bien al contrario. Se empieza a murmurar que mi tío Franz ha empezado a recurrir en sus negocios a métodos que apenas permiten ya considerarle un comerciante cristiano. Está decidido a que no se produzca ninguna mengua en su fortuna, resolución que nos tranquiliza y asusta por igual.

Después que se descubrió lo del corruco, se produjo un verdadero motín, cuyas consecuencias fueron que el tío Franz se declarase dispuesto a contratar una pequeña compañía de actores, que representaran a él, a Johannes, a mi cuñado Karl y a Lucie, y se acordó que siempre estuviera en la fiesta uno de los personajes auténticos, para mantener a los niños en el juego. El prelado tampoco ha descubierto aún el engaño, que no puede decirse que sea una cosa muy decente. Exceptuando mi tía y los niños, él es la única figura real en este asunto.

Se ha establecido un tumo riguroso, que en nuestra familia se llama tumo de actuación. Como siempre toma parte en el acto uno de los auténticos personajes, se ha conseguido así también que los actores tengan su día de descanso. Entre tanto se ha podido comprobar, que ellos asisten a la fiesta con gusto, que les viene muy bien ganar unos marcos y se ha conseguido bajarles el sueldo, pues por suerte no escasean los actores sin contrato. Karl me ha contado que había esperanzas de que aún se podía pagar menos por el trabajo que hacen, pues se da a los actores una comida, y ya se sabe que el arte se abarata cuando se ofrece pan a cambio.

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Ya se ha señalado la lamentable transformación de Lucie: casi no hace más que ir a establecimientos nocturnos, y especialmente en los días que tiene que tomar parte en las reuniones familiares se pone frenética. Va siempre vestida con pantalones de pana, jerseys chillones, lleva siempre sandalias y se ha cortado su espléndida cabellera, para adoptar en cambio un peinado con flequillo muy poco favorecedor; me he enterado que se le llama Pony y que en diversas épocas se ha considerado moderno. Aunque hasta ahora no he observado en ella una actitud inmoral, sino solamente una exaltación, que ella dice que es existencialismo, no me decido a encontrar satisfactorio el cambio que ha sufrido; me gustan más las mujeres tranquilas, que se mueven nonnalmente con ritmo de vals, que citan versos agradables y cuya alimentación no consiste principalmente en pepinos amargos y guisos recubiertos de paprika. Parece que también va a realizarse el plan de emigración de mi cuñado Karl: ha descubierto un país, no lejos del Ecuador, que responde a sus deseos y Lucie está encantada: en ese país se llevan trajes semejantes a los suyos, gustan mucho las especias y se bailan los ritmos sin los que ella asegura no poder vivir. Es un poco extraño que esta pareja no siga el consejo del proverbio «Vive en el campo y aliméntate con sensatez», pero, por otra parte, también comprendo que se hayan decidido a huir.

Aún es más grave lo ocurrido con Johannes. Desgraciadamente, aquel maligno rumor ha resultado cierto: se ha hecho comunista. Ha roto toda relación con su familia, ya no se preocupa para nada de ella y únicamente su doble, en las fiestas familiares, recuerda su existencia. Sus ojos han adquirido una expresión fanática, se conduce como un derviche en las asambleas públicas de su partido, ha abandonado a sus clientes y escribe rabiosos artículos en la Prensa. Es curioso que ahora

se reúna más frecuentemente con Franz. Se intentan catequizar mutuamente. Ahora que moralmente se encuentran en posiciones opuestas, es cuando humanamente se han acercado más.

Hace mucho tiempo que no veo a Franz; únicamente sé de oídas algo de él. Dicen que le ha invadido una profunda tristeza, que se pasa el día en iglesias oscuras y creo que su piedad es realmente exagerada. Empezó a descuidar su profesión, cuando su familia se dejó arrastrar por el pecado, y hace poco vi en el muro de una casa derruida un descolorido cartel en el que ponía: «último combate de nuestro campeón Lenz con Lecoq. Lenz cuelga definitivamente sus guantes». El cartel era de marzo, y ahora estamos en agosto. Franz debe sentirse muy decaído. Creo que se encuentra en una situación que, hasta ahora, no se ha dado nunca en nuestra familia: es pobre. Por suerte, se ha quedado soltero; por tanto, sólo le afectan a él las consecuencias sociales de su irresponsable piedad. Con una terquedad pasmosa intentó conseguir que alguna asociación protectora de menores se hiciera cargo de los hijos de Lucie, pues él creía que acabarían pervirtiéndose con las fiestas nocturnas. Pero todos sus esfuerzos fueron vanos; gracias a Dios, los hijos de la gente rica no son arrebatados a sus padres inesperadamente por las instituciones públicas.

El tío Franz es el que ha perdido menos la relación con el resto de la familia, aunque comete acciones muy enojosas. A pesar de su avanzada edad, tiene una «querida» y también su fonna de actuar en los negocios nos llena de asombro y de ninguna manera podemos aprobarla. Hace poco ha contratado a un traspunte para que dirija y cuide de la fiesta nocturna, y todo vaya así sobre ruedas. Verdaderamente, todo va sobre ruedas.

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Ya han transcurrido casi dos años: realmente mucho tiempo. Una noche, en uno de mis acostumbrados paseos, no pude resistir la tentación de pasar ante la casa de mis tíos, adonde naturalmente no se puede ir de visita desde que todas las noches la casa se ve invadida por gentes extrañas y los miembros de la familia se entregan en cambio a otras diversiones. Era una templada noche de verano cuando pasé por allí y ya al volver la esquina de la avenida de los castaños, oí cantar

el bosque brilla con fulgor de Navidad.

El paso de un camión hizo inaudible el resto. Me acerqué a la casa y por una rendija de las cortinas miré al interior de la habitación: el parecido de los actores con mis parientes era tan asombroso, que por un momento no pude distinguir quién era el que aquel día estaba de guardia —así lo llaman ellos—. No pude ver a los enanos, pero si oírlos. El penetrante sonido que producen, se propaga en una longitud de onda capaz de atravesar todas las paredes. El susurro del ángel era inaudible. Mi tía parecía realmente feliz: charlaba con el prelado y después de un rato reconocí a mi cuñado Karl como el único personaje auténtico, si se puede llamarlo así Me di cuenta que era él por la forma que tiene de fruncir los labios cuando enciende una cerilla. Parece que existen rasgos de individualidad que no cambian nunca. Entonces me vino la idea de que los actores son frecuentemente obsequiados con cigarrillos, puros y vino —y además todas las noches se come espárragos— o Si son un poco descarados —¿y qué actor no lo es?— esto supone otro apreciable aumento en el presupuesto de mi tío. Los niños jugaban con muñecos y carritos de madera en un rincón del cuarto; estaban pálidos y parecían cansados. Verdaderamente, creo que habría que preocuparse de ellos. Pensé que quizá se les podría sustituir por figuras de cera, como las que se usan en los escaparates de los almacenes para anunciar leche en polvo o crema de belleza. Siempre me han dado mucha impresión de realidad.

Tengo que advertir a la familia de las posibles consecuencias que este esfuerzo diario tan poco normal puede causar en el ánimo infantil. Aunque cierta disciplina no les hace ningún daño, me parece que en este caso se ha exagerado la nota.

Abandoné mi puesto de observación cuando empezaron a cantar allí dentro Noche feliz. No pude aguantarlo. El aire está tan tibio —y por un momento me dio la impresión de estar viviendo con un grupo de fantasmas. Me apetecieron repentinamente pepinos amargos y sospeché todo lo que Lucie debió haber sufrido.

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Por fin he conseguido que se sustituya a los niños por muñecos de cera. Su coste fue muy elevado —el tío Franz tardó mucho tiempo en decidirse a hacerlo— pero no era posible arriesgarse por más tiempo a alimentar a los niños diariamente de mazapán y hacer que cantaran canciones que a la larga podían resultarles muy perjudiciales psíquicamente. Pero el tener los muñecos fue muy conveniente, pues Karl y Lucie emigraron efectivamente y también Johannes sacó a los niños de la casa de su padre. Me despedí de Karl, Lucie y los niños entre enormes baúles y cajones. Parecían felices, aunque algo nerviosos. También Johannes se ha marchado de la ciudad. Está ocupándose de reorganizar, no sé dónde, uno de los distritos de su partido.

El tío Franz está cansado de la vida. Con voz doliente me contó hace poco que se olvidan de quitar el polvo a las figuras de cera. El servicio le da constantemente disgustos. Y los actores tienden irremediablemente a la indisciplina. Beben más de lo que deben y algunos han sido sorprendidos, encendiendo puros y cigarrillos. Sugerí a mi tío que les diera agua teñida, y que consiguiera puros de cartón.

Los únicos inconmovibles son la tía y el prelado. Charlan de los buenos viejos tiempos, se ríen como dos chiquillos y parecen pasarlo muy bien, interrumpiendo sólo su conversación cuando entonan una canción.

y la fiesta sigue celebrándose.

Mi primo Franz ha evolucionado de una forma muy rara. Ha sido admitido como lego en un convento de los alrededores. Cuando le vi por primera vez con el sayal, me asusté —aquella figura tan alta, con la nariz aplastada y sus gruesos labios y la mirada tan triste, más me recordó un presidiario que un fraile—. Pareció adivinar mi pensamiento. «Estamos encarcelados por la vida», dijo muy bajo. Le seguí al locutorio. Fue una entrevista llena de silencio y pareció aliviado cuando la campana le llamó a oración. Cuando se marchó, me quedé pensativo: se fue muy de prisa y su premura parecía sincera.

Tibten

Las personas sin sensibilidad no comprenden que yo dedique tanto esmero y devoción a una ocupación que consideran indigna de mí. Esta ocupación tal vez no corresponda al nivel de mi preparación, ni tampoco sea el tema de alguna de las numerosas canciones que oí en la cuna, pero me divierte y me permite vivir: le digo a la gente dónde está. Los contemporáneos que suben por las tardes a los trenes en la estación de su pueblo que los llevan a tierras lejanas, y que luego despiertan en nuestra estación, miran desorientados a la oscuridad sin saber si ya se han pasado de la meta o todavía no han llegado a ella (pues nuestra ciudad encierra cosas variadas y dignas de ser vistas y atraen a muchos turistas), a todos ellos les digo dónde están. Conecto el altavoz en cuanto un tren ha entrado en la vía, y las ruedas de la locomotora se detienen, y digo tímidamente en medio de la noche:

Tibten... están ustedes en Tibten. Los viajeros que deseen visitar la tumba de Tiburcio deberán apearse aquí.

Y desde los andenes llega el eco de mi voz hasta mi cabina: voz oscura procedente de la oscuridad y que parece anunciar algo dudoso, a pesar de que dice la pura verdad.

Algunos se precipitan con sus maletas al mal iluminado andén, porque Tibten era su meta, y yo los veo bajar la escalera, volver a salir por el andén número uno y entregar el pasaje al empleado somnoliento de la salida. Sólo raras veces llega gente con ambiciones de negocios, viajeros que creen poder cubrir las necesidades de su empresa comercial en las minas de plomo de Tibten. La mayoría son turistas que vienen atraídos por la tumba de Tiburcio, aquel joven romano que hace 1800 años se suicidó por una bella de Tibten. “Era todavía un niño”, reza la lápida que puede admirarse en nuestro museo local, “pero el amor lo subyugó”. Vino de Roma a comprar plomo para su padre, que era proveedor del ejército.

Claro que yo no habría tenido necesidad de estudiar en cinco universidades y hacer dos doctorados para decir noche tras noche en la oscuridad: “Tibten... están ustedes en Tibten”. Y sin embargo, mi trabajo me llena de satisfacción. Digo mi frase en voz baja, de manera que los que duermen no despierten, pero que no dejen de oírla los que están despiertos, y pongo tal sugestión en mi voz que los que están semidormidos recapacitan y se preguntan si no sería Tibten su meta. Hacia mediodía, cuando me levanto de dormir y miro por la ventana, veo a los viajeros que sucumbieron de noche a la atracción de mi voz, atravesar nuestra villa, armados con los prospectos que nuestra oficina de turismo envía generosamente al mundo entero. A la hora del desayuno ya leyeron que Tibten es un término que se ha atrofiado a través de los siglos de la palabra latina Tiburtium, y se dirigen al museo local, donde admiran la lápida dedicada hace 1800 años al Werther romano. En arenisca rojiza está esculpido el perfil de un adolescente que en vano tiende las manos hacia una muchacha. “Era todavía un niño, pero el amor lo subyugó...” Son también indicios de sus pocos años los objetos que se encontraron en su tumba: figurillas de una materia color marfil: dos elefantes, un caballo y un perro dogo, que —según sostiene Brusler en su “Teoría sobre la Tumba de Tiburcio”— debieron haber servido para un juego parecido al ajedrez. Pero yo dudo de esta teoría, más bien estoy seguro de que Tiburcio sencillamente jugaba con aquellas figuritas, que tienen el mismo aspecto de las que nos dan de regalo al comprar media libra de margarina, y servían para lo mismo, es decir: los niños jugaban con ellas. Tal vez debería citar aquí la excelente obra de nuestro escritor local Volker von Volkersen, quien bajo el título de “Tiburcio o un destino romano que concluyó en nuestra ciudad” escribió una magnífica novela. Pero creo que la obra de Volkersen es desorientadora porque comparte la teoría de Brusler acerca de la finalidad de los juguetes.

Yo, por mi parte —y tengo que hacer finalmente una confesión— poseo las figuritas originales que se encontraban en la tumba de Tiburcio; las robé del museo y las sustituí por las que me dan al comprar media libra de margarina: dos elefantes, un caballo y un perro dogo; son blancas como los

animalitos de Tiburcio, del mismo tamaño, del mismo peso, y —cosa que a mi parecer es lo más importante— cumplen la misma función.

De todas partes del mundo viene gente a admirar la tumba de Tiburcio y sus juguetes. En las salas de espera de todo el mundo anglosajón penden carteles que dicen “Come to Tibten”, y cuando, por la noche, pronuncio mi frase: “Tibten... están ustedes en Tibten, los viajeros que deseen visitar la tumba de Tiburcio deberán apearse aquí”, hago salir de los trenes a aquellos contemporáneos que en las estaciones de sus pueblos sucumbieron a la tentación de nuestro cartel. Claro que ven la lápida de piedra arenisca de cuya autenticidad no caben dudas. Ven el perfil encantador de un joven romano vencido por el amor y ahogado en un pozo de las minas de plomo; pero luego contemplan los animalitos: dos elefantes, un caballo y un perro dogo... y precisamente en ellos podrían estudiar la sabiduría de este mundo, pero no lo hacen. Extranjeras y autóctonas enternecidas amontonan rosas en la tumba de este muchacho, escriben versos, incluso mis animalitos, dos elefantes, el caballo y el dogo (dos libras de margarina tuve que consumir para llegar a poseerlos), han sido objeto de intentos líricos. “Jugaban como nosotros con el perro y el caballo”, dice el verso del poema de algún vate no desconocido. Ahí los tenéis: regalos obtenidos al comprar “Margarina de yema de huevo de la casa Klüsshenner”, y colocados sobre terciopelo encarnado y detrás de un grueso cristal en nuestro museo local: testimonio de mi consumo de margarina. Muchas veces, antes de entrar a mi servicio nocturno, visito un momento el museo y los contemplo: lucen auténticos, de color amarillento, no se les distingue en absoluto de los que hay en mi cajón, porque he mezclado los originales con los que me dan al comprar “Margarina Klüsshenner”, y trato inútilmente de diferenciarlos.

Me voy pensativo a mi trabajo, cuelgo la gorra en la percha, me quito la chaqueta, meto los bocadillos en el cajón, dejo preparados el papel de fumar, el tabaco y el periódico, y cuando entra un tren en la vía, digo la frasecita obligada: “Tibten... están ustedes en Tibten. Los viajeros que deseen visitar la tumba de Tiburcio deberán apearse aquí...” Lo digo en voz baja, de manera que los que duermen no se despierten, pero que no dejen de oírla los que estén despiertos; y pongo tal sugestión en mi voz que los que están semidormidos recapacitan y se preguntan si no sería Tibten su meta. Y no comprendo que haya quien considere esta ocupación indigna de mí.

Anécdota acerca del descenso de la moral de trabajo

En un puerto de la costa occidental de Europa descansa, dormitando en su barca de pesca, un hombre pobremente vestido. Un turista bien vestido coloca una nueva película de color en su nuevo aparato fotográfico para retratar la idílica escena: cielo azul, verde mar con blancas y pacíficas crestas de olas, barca negra y gorra roja de pescador. Clic. Otra ves clic y, como no hay dos sin tres un nuevo clic. Este ruido frágil, casi hostil, despierta al pescador adormecido, que se levanta amodorrado y busca, perezosamente, su paquete de cigarrillos.

Pero, antes de que haya encontrado lo que busca, el diligente turista ya le ha puesto una cajetilla bajo la nariz, y si es verdad que todavía no le ha embutido el cigarrillo en la boca, sí se lo ha depositado en la mano, y un cuarto clic, el del encendedor pone punto final a tan apresurada cortesía. A través de este desmesurado y nunca demostrable exceso de vivas atenciones, se ha creado una extraña confusión, que el turista, conocedor de la lengua del país, intenta salvar por medio de la conversación.

—Hoy pescarán mucho.Su interlocutor sacude la cabeza negativamente.—Pero me han dicho que el tiempo es bueno.El pescador, esta vez, asiente con la cabeza.—¿No saldrá a la mar, pues?El pescador sacude de nuevo la cabeza y aumenta el nerviosismo del turista. Con seguridad le

preocupa el bienestar de aquel hombre tan pobremente vestido, al mismo tiempo que le roe el remordimiento por la oportunidad perdida.

—¡Oh! ¿Acaso no se encuentra bien?El pescador pasa, por fin, del lenguaje de los signos a la palabra verdaderamente hablada.—Me siento fantásticamente bien —contesta—; nunca me he encontrado mejor.Se levanta, se despereza como si quisiera demostrar su atlética constitución.—Me siento magníficamente.La expresión del semblante del turista se hace cada vez más sombría y no puede reprimir la

pregunta que, por decirlo así, está a punto de hacerle estallar el corazón:—Pero ¿por qué no se hace entonces a la mar?La contestación llega pronta y clara:—Porque ya he salido esta mañana.—¿Pescó mucho?—Tanto que ni siquiera tengo que volver a salir; cuatro langostas han ido a parar a mis cestas, y

casi dos docenas de caballas...Por fin despierto, el pescador se levanta y da unas palmadas en el hombro del turista para

tranquilizarle. La preocupada expresión de su rostro le parece producida por una congoja injustificada, pero que le atormenta.

—Incluso tengo lo suficiente para mañana y para pasado mañana —dice, para aligerar el alma del extraño—. ¿Fuma uno de los míos?

—Sí, gracias.Se meten los cigarrillos en la boca, se produce un quinto clic, y el extranjero, moviendo la

cabeza , se sienta en la orilla, junto al bote. Deja a un lado la cámara, pues necesita ahora las dos manos para poder subrayar su conversación.

—No es que yo quiera meterme en sus asuntos —le dice—, pero imagine que hubiera salido hoy en seguida, una segunda, una tercera, acaso, incluso, una cuarta vez, con lo que hubiera pescado tres, cuatro, cinco, tal vez diez docenas de caballas. ¿Imagina lo que le estoy diciendo?

El pescador asiente.

—Si usted —prosigue el turista—, no sólo hoy, sino mañana, pasado mañana; bueno cualquier día favorable, se hiciera a la mar dos, tres, cuatro veces, ¿sabe usted lo que ocurriría?

El pescador le interroga con el gesto.—En un plazo máximo de un año podría comprarse un motor, en dos años otro bote, en tres o

cuatro años quizá podría tener una gran barcaza. Con dos botes o con la barcaza pescaría usted, naturalmente, mucho más, y algún día tendría dos barcazas, y entonces... —la emoción le priva de la voz durante unos instantes— podría construir una pequeña instalación frigorífica, quizás una planta de ahumados, y, más tarde, una fábrica de conservas de pescado, mientras usted volaría en un helicóptero para descubrir los bancos de peces y daría órdenes a sus barcazas por radio.

Podría conseguir derechos de pesca sobre el salmón, abrir un restaurante marinero, exportar las langostas a París directamente, sin intermediarios, y entonces...—la emoción deja de nuevo sin palabras al extranjero.

Impresionado en lo más profundo de su corazón, sacudiendo la cabeza, temeroso de perder la ilusión, mira hacia la pacífica marea que se acerca una y otra vez, donde alegremente se desplazan los peces aún no capturados.

—Y entonces... —repite, pero de nuevo el entusiasmo le deja sin palabras.El pescador le da unas palmadas en el hombro como si fuera un niño que se hubiera

atragantado.—Y entonces. ¿qué?—Entonces —responde con emoción contenida el extranjero—, entonces podría sentarse

tranquilamente aquí, en el puerto, dormitar al sol y contemplar este mar esplendoroso.—¡Pero si eso es lo que ya hago ahora! —exclama el pescador—; estoy sentado tranquilamente

en el puerto, dormito y lo único que me estorba es el clic de su cámara...El supuestamente instruido turista se aleja pensativo, pues siempre había creído que trabajaba

para que llegara un día en que no tuviera que trabajar más, y no queda en él huella alguna de compasión hacia el pescador pobremente vestido, sino, más bien, un poco de envidia.

(1963)

Cortesía en el caso de inevitables violaciones de la ley

“Pareciera ocioso alabar las formas sobrentendidas de la cortesía:cómo es que naturalmente debe mantenerse abierta la puerta para un niño; que a un niño,

cuando se está de compras, no hay que empujarlo hacia atrás sino dejarle que pase adelante; que a un escolar cansado, que viaja estresado de regreso a casa, hay que dejarle disfrutar su asiento en el tranvía, el autobús o el tren, sin molestarlo en su bien ganado descanso, ni verbalmente ni tan siquiera focalizándolo con una mirada pedagógico—moral; así como también doy por sobrentendido que no se hace pasar hambre al hijo, ni al gato, el perro o el pájaro, y en caso necesario se está dispuesto al hurto famélico, y naturalmente tampoco se debe dejar pasar hambre o sed a la esposa o la novia; y a ninguno de todos ellos se los debe golpear, ni siquiera si ellos mismos lo piden, porque la cortesía de las manos es una de las cortesías importantes; tampoco debe ofrecérsele al honorable visitante la primera, tampoco la segunda, y si es posible tampoco la tercera sino la cuarta taza de té, de acuerdo con el proverbio chino de que la cortesía está cerca del fondo de la tetera; entre las cortesías sobrentendidas se cuenta también que en el trato con personas de ambos sexos y que se sienten subordinadas —puesto que EN SÍ el concepto de subordinación es naturalmente inadmisible—, debe hablarse un par de decibelios más bajo, más discretamente que en el trato con aquellos que se tienen por superiores; naturalmente, también el concepto de superioridad es en EN SÍ improcedente, ya que no te pueden poner a alguien por encima como por ejemplo te ponen un sombrero, y se debe hablar con estos superiores no de un modo fuerte y grosero, sino un par de decibelios más alto y menos cortésmente: semejante proceder podría cambiar un poco las estructuras.

Tampoco se debería decirle sencillamente en su propia cara, a alguien poco simpático, que no nos resulta simpático, por ejemplo así: “¡Tu hocico no me gusta!”. Ese desagrado se puede expresar también de un modo cortés, aproximadamente de la siguiente forma y por escrito, porque la expresión oral siempre incluye el peligro de la grosería: “Debido a incomprensibles y no analizables, no quiero decir que debido a cósmicas constelaciones, pues no quisiera hacer sólo responsables a las estrellas y a sus ascendentes; debido, pues, a circunstancias que ni son sólo culpables ni son sólo cosa del destino, los que llamaremos lazos de simpatía entre nosotros se han lamentablemente —y le ruego interpretar este «lamentablemente» como una expresión tanto de mi pena como de mi respeto abstracto por su personalidad—, los lazos de simpatía entre nosotros se han evidenciado como no activables. Aun cuando usted es «en sí» una persona y una presencia por demás agradable, estimo conveniente, incluso indicado, limitar el número de nuestros encuentros a un mínimo, ese mínimo que por motivos profesionales nos obliga a darnos de vez en cuando un apretón de manos y tratar de detalles que son imprescindibles para la cada vez más importante producción (aquí puede colocarse el nombre del respectivo producto: novelas, tuercas, arenques en gelatina). Por encima de este mínimo indispensable debemos ahorrarnos mutuamente el sonido de nuestras voces, la contemplación de la piel y el cabello, la percepción de los olores que despedimos. Le comunico esto, no sin tristeza, en la esperanza de que esas incomprensibles constelaciones y combinaciones cambien, y se activen los lazos de simpatía entre nosotros, de tal modo que una situación general de simpatía ya cambiada nos pudiera probablemente poner en condiciones de extender los necesarios contactos profesionales al terreno privado.

Reciba usted la seguridad de mi consideración más distinguida”.Semejantes formas de cortesía me resultan tan evidentes que no quisiera tratar de ellas sino tan

sólo señalarlas.Tan difícil como necesario, sin embargo, me parece llamar la atención acerca de la cortesía en

situaciones no convencionales, incluso ilegales. Debe remarcarse que las acciones de las que quiero ocuparme, son EN SÍ no sólo no convencionales o deshonestas, sino decididamente delictivas.

Tomemos por ejemplo un delito EN SÍ tan criminal y descortés como puede serlo el robo o el atraco de un banco, y pensemos en aquella dama hasta el día de la fecha tan respetuosa de la ley, tan decente y honorable, y que a la luz del día —para decirlo de manera exacta, a eso de las 15.29— alivió de unos 7000 marcos a una caja de ahorros en un suburbio de una ciudad alemana. ¡Es que hay que imaginárselo: una dama de 61 años, de la especie que se dice que son frágiles, y que al mirarlas hacen pensar en solitarios o en el bridge, viuda de un alférez, penetra en la filial de una caja de ahorros con el propósito de adquirir posesión ilegal de dinero! Si esta dama se ha hecho famosa como “la atracadora cortés”, e incluso en las actas de la policía aparece calificada como tal, es porque con el adjetivo cortés se está definiendo su especial peligrosidad.

Esta señora hizo instintivamente lo que el cortés atracador de bancos debe hacer: no pensar ni en armas ni en violencia ni en gritos, ni siquiera llegar a considerar tales toscos métodos. Es no sólo descortés sino también peligroso moverse apuntando con pistolas o con ametralladoras, y gritando “¡Acá la plata, o truena!”, y naturalmente no acude una dama como la nuestra al banco más cercano llevada por una avidez abstracta de dinero, tampoco porque de repente perdiese el equilibrio, sino porque recuperó el equilibrio en una complicada situación. ¡Pensó muy bien lo que hacía y tenía sus motivos!

El dilema que obliga a esa dama a llevar a cabo su, por decir lo poco, acción no convencional, debe ser reseñado brevemente: Ella tiene un hijo que anduvo en malos pasos, ya ha cumplido varias cortas condenas a prisión, pero que ahora, una vez más salido de la cárcel, encontró una novia que influye en él estabilizándolo, y debe tener una oportunidad como representante de productos farmacéuticos. Su madre ha gastado una pequeña fortuna en llamadas telefónicas y estampillas, ha contactado con todas sus relaciones —entre ellas con dos generales todavía en activo— para que obtenga esa oportunidad. Y entonces llega inesperadamente y en el último momento una exigencia de la firma: ¡5000 marcos de fianza! La madre —esa dama que se ha hecho famosa como la atracadora cortés— le ha conseguido un pequeño apartamento, le profesa cariño a su novia, todo funciona de la mejor manera, y de pronto lo imprevisto: ¡5000 marcos de fianza! Hay que figurárselo mentalmente: La dama ya ha sobregirado su cuenta bancaria considerablemente, su jubilación se ha constreñido a un mínimo existencial, la mayor parte de la misma se queda en la caja del banco, le ha pedido préstamos a todos quienes podía pedírselo, amigas de sus partidas de bridge, viejos camaradas de su esposo, entre ellos dos coroneles y un general, gente toda muy cabal: ha borrado el desayuno de su dieta, y ahora se encuentra en su apartamento y lo único que se le ocurre es una frase: “¿De dónde tomarlo sin robarlo?”, y ese eslogan tan popular se convierte en una relativa fatalidad para la caja de ahorros.

Debe añadirse que la dama no sólo es frágil, sino también orgullosa. Una y otra vez ha tenido que humillarse, que dejarse aleccionar, que dejarse dar un par de miles de consejos bienintencionados, se ha tragado burlonas observaciones acerca de su hijo, ha vendido la mayor parte de sus muebles, se ha desprendido de su pastor escocés que tanto quería y ello le ha valido pelearse con su mejor amiga, quien llegó a decirle literalmente “Un perro a cambio de un perro, eso no es negocio”; ha visitado a su hijo en diversas cárceles, ha pagado abogados, ha tenido gastos de viaje. El único lujo que aún posee es el teléfono, para que su hijo pueda llamarla en cualquier momento, y ella a él cuando él lo tiene. Existen incluso instantes en los que ella no sólo cree comprenderlo, sino que hasta lo comprende. Las experiencias sociales de los últimos cuatro años la han acorralado interiormente hacia el margen de la asocialidad, pero todavía no por fuera: es una dama atildada, que parece más joven de lo que es, y entonces, después de haber sido alarmada telefónicamente por su hijo, se acordó del fatal eslogan: “¿De dónde tomarlo sin robarlo?”, y la moraleja del eslogan pulsa en ella una cuerda que los multiplicadores de eslóganes no habían previsto. Robar, piensa, esa es la solución, cuando alrededor de las 14.30 se acuerda de la pequeña y bien cuidada filial de una caja de ahorros al lado de un parque, en un barrio vecino.

Antes de abandonar la casa le da alpiste a sus pinzones enanos, unos pájaros diminutos del tamaño de medio pulgar, que todavía se puede permitir. La palabra robar, tan inusual para ella, se le

va volviendo más y más familiar mientras se acerca al parque del barrio vecino, donde llega aproximadamente a las 15.05. Robar, piensa: ¿dónde se roba el pan? En la panadería. ¿Dónde se roban salchichas? En la carnicería. ¿Dónde se roba dinero? En la caja de un negocio o en un banco. La caja de un negocio queda descartada de inmediato, es para ella demasiado personal, ella no quiere robar directamente a nadie; además, ¿en qué caja va a encontrar 5000 marcos? Robar la caja de un negocio se le antoja demasiado impertinente, casi llamativo. Remordimientos de conciencia hace tiempo que ya no tiene, está concentrada en reflexiones tácticas y estratégicas. Desde un seto contempla la pequeña y bien cuidada caja de ahorros al otro lado, de la cual sabe que cierra a las 15.30. El vestíbulo está vacío, y se le ocurren un montón de cosas curiosas: naturalmente ha visto de vez en cuando la televisión, también va al cine alguna vez, y piensa, no en armas, ni siquiera de juguete, sino en la media con la que se cubren el rostro: siempre le provocó un escalofrío porque ello hería su sentimiento estético, el ver cómo se desfiguraba la faz humana; y además considera indigno de ella despojarse en este seto de una de sus medias: por otra parte eso les permitiría reconocerla a unos eventuales perseguidores.

¡En esta reflexión se aúnan de una manera única —como el atento lector enseguida habrá notado— estética, moral y táctica! En su bolsa guarda unas gafas de sol gigantescas —un regalo de su hijo, que pensaba que le sentarían bien—. Se pone las gafas, se despeina su pelo por lo general tan cuidado, atraviesa la calle, penetra en la caja de ahorros: en la ventanilla de la derecha una joven ocupada con resguardos bancarios y que le sonríe amistosamente, algo inquieta porque sólo faltan pocos minutos para la hora del cierre: la ventanilla del centro está cerrada: en la de la izquierda un hombre joven de unos 34 años, haciendo el arqueo de la caja. Levanta la vista, sonríe cortésmente y dice lo habitual: “¿En qué puedo servirla, señora?”. En ese instante ella mete la mano en su bolso, saca de ella su puño cerrado, se acerca más a la ventanilla y susurra: “Una situación extraordinaria me obliga a este por desgracia inevitable atraco. En mi mano derecha tengo una cápsula de Nitrit que puede causar grandes daños. Siento enormemente tener que amenazarle, pero necesito enseguida 5000 marcos. Démelos. Si no...”

Lo trágico de la situación se potencia en este caso por el hecho de que también el empleado bancario —como la mayoría de sus colegas— es una persona cortés, a quien ese „Si no...“ no le provoca ningún susto, y que comprende enseguida el apuro de la dama. Los atracadores profesionales, además, no exigen una determinada cifra sino todo. Detiene su arqueo —¡justo acaba de llegar a los billetes de 500 marcos!— y susurra: “Me va a colocar en una situación insostenible si no emplea usted más violencia. Nadie me va a creer lo de la cápsula explosiva si usted no amenaza, si no grita, si no hace una escena convincente. Después de todo también hay reglas para los atracos a los bancos. Está usted haciéndolo muy mal”.

En ese momento la joven abandona su ventanilla, cierra el banco por dentro pero deja la llave en la cerradura. La vieja dama, no menos decidida sino más decidida que nunca, descubre su oportunidad. “Esta cápsula” susurra amenazadora. “Nitrit”, dice el empleado, “no es explosiva sino sólo venenosa. Probablemente usted quiere decir nitroglicerina”. “No sólamente lo quiero decir, es que la tengo”. Como se ve, el empleado —y asimismo el dinero— están perdidos. En vez de apretar sencillamente el timbre de alarma se mete en una discusión, además le han brotado entretanto gotas de sudor en la frente y sobre el labio superior, y está haciendo cábalas acerca de para qué podría la dama necesitar el dinero: ¿bebe? ¿se droga? ¿tiene deudas de juego? ¿un amante renuente? Piensa demasiado, no hace uso de su derecho, y en ese que podemos llamar fuertemente meditativo intermezzo, la vieja dama mete la mano por la ventanilla, lo bastante lista como para hacerlo con la mano izquierda, agarra todos los billetes de 500 marcos que puede agarrar, corre hacia la puerta, la abre, atraviesa la calle, desaparece en el parque, y recién cuando ya está fuera del alcance de la vista es cuando el empleado activa la alarma.

Es bastante seguro que este empleado se hubiera opuesto mucho más enérgicamente a un atracador descortés, le hubiera golpeado el puño, conectado la alarma. Naturalmente este asunto tuvo varias consecuencias. Señalemos aquí las principales: la dama nunca fue detenida y el cajero

nunca fue despedido, sólo trasladado a un lugar en el que no tenía contacto directo ni con el público ni con el dinero. Cuando la dama constató que había agarrado 7000 en vez de 5000 marcos, transfirió 1900 de vuelta, y fue lo bastante astuta para no hacerlo telegráficamente, lo que hubiera podido conducir a su identificación: se permitió tomar un taxi hasta la estación y tomó el primer tren para viajar donde su hijo, y eso costó unos 90 marcos, los restantes diez los invirtió en café y coñac que tomó en el coche comedor del tren, y creía habérselos ganado. Al entregarle el dinero a su hijo le tapó la boca con su mano y le dijo: “No me preguntes nunca, de dónde lo saqué”. Después llamó por teléfono a su vecina y le rogó que le diese alpiste a los pinzones enanos. Es casi superfluo decir que con su hijo todo acabó bien: naturalmente leyó en el diario acerca del curioso robo de la “atracadora cortés” y este acto de solidaridad materna por medio de una acción delictiva, ejerció un efecto moral estabilizador sobre él, más que algunos miles de buenos consejos, más también que su estabilizadora novia: se convirtió en un sólido representante de productos farmacéuticos, con oportunidades de ascenso, pero no podía renunciar a decirle a su madre en diversas ocasiones: “¡Lo que tú no hayas hecho por mí!...”. Qué fue, nunca se dijo. Después de largas consultas consigo misma, la dama redujo la cuota de reintegro a la caja de ahorros a un marco por mes, fundamentando así esta cuota reducida: “Los bancos pueden esperar”.

Al cajero le enviaba de vez en cuando flores, un libro o entradas para el teatro, y le legó el único mueble de valor que le quedaba: una botica casera de madera tallada en estilo neogótico. Según se ve, la cortesía vale la pena, para empleados bancarios y para atracadores de bancos,y cuando los atracadores excluyan por completo de sus pensamientos las armas o las cápsulas explosivas, las palabras groseras, el comportamiento grosero, quizás algún día no se hable más de atracos a los bancos sino de empréstitos forzosos, donde sólo se podrá hablar de un duelo pacífico entre dos distintas maneras de articularse la cortesía.

Ahora debe añadirse que un atraco —si transcurre sin violencia y sin daños corporales— es un delito bastante popular: cualquier atraco exitoso donde nadie sale herido, despierta sentimientos de felicidad, y también envidia, en todos aquellos que en cualquier momento llevarían a cabo un atraco exitoso y sin violencia, si tuvieran el valor para hacerlo. Mucho más difícil es la mera mención de la cortesía en el caso de otro delito igualmente penado, como la deserción. Extrañamente se considera cobardes a los desertores, un juicio que no puede sostenerse después de un examen más atento. El desertor en tiempos de guerra se arriesga a que lo fusilen, el amigo o el enemigo, porque nunca puede saber a qué manos se entrega, aunque sí cree saber de qué manos se aleja. Sea como fuere que se deseen aplicar las respectivas escalas nacionales —y curiosamente en ello coinciden todas las naciones— el desertor en tiempos de guerra arriesga algo, y se debiera respetar el riesgo que corre. Pero aquí debemos hablar del desertor cortés en tiempos de paz, de aquél joven desconocido que abandona el servicio militar sin hacer uso de sus derechos, por ejemplo el derecho a la insubordinación; que toma las de Villadiego, desaparece, a ser posible en el extranjero, porque sencillamente no tiene más ganas y está harto de la principal carga en la vida del soldado —el aburrimiento—, porque ni la más o menos impuesta camaradería ni el sedicente servicio lo atraen, porque el dinero, la comida, la libreta de conducir, las oportunidades de formación, las ofertas de ascenso, lo dejan indiferente; un buen joven alemán que —digámoslo así— ha leído su Eichendorff en la escuela y lo encontró “fenomenal”; un joven simpático que no terminó sus estudios porque la escuela le resultaba demasiado aburrida; que se hizo ebanista, una cosa que le gustaba; que poco antes de rendir su examen profesional fue llamado a filas, completamente desinteresado por los tanques y las armas de cualquier tipo, tampoco interesado por la política, sino (no exclusiva pero sí muy poderosamente) por la fabricación de muebles, como la ha observado durante sus distintas estadías en Italia en los talleres de Roma y Florencia, quizás también en Siena.

Problemas morales —que de vez en cuando se falsifiquen muebles a conciencia— no le interesan, él quiere, quería irse allí, y en vez de eso se encuentra de improviso en un cuartel de infantería en, digamos, Neu—Offenbach. Naturalmente que a este joven se le podrían hacer un montón de serios reproches: que carece de conciencia ciudadana, que no hubiera debido desaparecer

camino de —digamos— Bolonia después sino antes del llamamiento a filas, se le puede reprochar que no tiene conciencia del deber...aun cuando eso no es cierto, pues el maestro con quien estaba aprendiendo el oficio, y que entretanto ha sido víctima de cambios económicos estructurales, le extendió un magnífico certificado. Sus padres, sus maestros, incluso su amigo, han tratado desde siempre de hacerle entender que se debe pensar de un modo realista, pero este simpático joven piensa como realista, piensa en madera apilada, cola y tornillos, bancos de carpintero y patas de silla torneadas; piensa también naturalmente en muchachas y vino y cosas por el estilo.

Sólo que la Bundeswehr no sólo no le gusta sino que no le dice nada, no le da nada. Semejantes casos existen. No sirve de nada lamentarlo, aun cuando es lamentable EN SÍ. El joven es así, y hay que concederle que se ha comportado de manera relativamente limpia, cumplió fielmente el así llamado período de instrucción: no es porque comprendiera que debía hacerlo, despertó su curiosidad aunque no así su entendimiento. Pero ahora está hasta las narices y no se dirige a cualquiera de las oficinas de asesoramiento —eclesiástica, estatal, independiente—, no, sencillamente desaparece, pero como es un hombre cortés, no desaparece a cencerros tapados, le escribe una carta al jefe de su compañía, bien que desde una distancia segura y usando para despistar unas estampillas suizas. “Mi estimado capitán, no se moleste por el hecho de que no le haya sabido encontrar atractivo al oficio de usted, que todavía tendría que estar desempeñando ahora durante un año más: asimismo le ruego que no tome mi deserción como algo personal y mucho menos como una ofensa. Ocurre sencillamente que no soy soldado y no lo seré nunca, y nada más lejos de mi ánimo que hacerle un reproche por no ser usted ebanista y porque probablemente no sabe lo que es un bastidor ni mucho menos cómo se lo construye. Naturalmente —y le ruego que lo considere siempre así— sé que existen leyes que pueden obligar a un hombre a ser soldado durante quince meses, pero no las hay que obliguen a nadie a saber lo que es un bastidor, y por eso sé también que mi comparación soldado/ebanista anda renga. Dejémosla renquear, y si existe esa ley que me obliga a aburrirme terriblemente durante un año más, por este medio le comunico que violo esa ley. Lo que me duele es el hecho de que usted era un superior tan agradable, simpático y comprensivo, que naturalmente yo preferiría inferirle a un oficial avinagrado y canalla la pena que posiblemente le estoy infiriendo. Usted, a mí que tan poco entiendo de las absurdas ordenanzas, me ha protegido un par de veces del castigo; ante alguna necedad mía que irritaba a mi suboficial y hasta a mis camaradas, usted ha sonreído tan comprensivo, tan comprensivo, que supuse que usted era un desertor clandestino, y esto no debe tomarlo como un insulto sino como un elogio. Quiero ser breve: como superior era usted mucho mejor que mi maestro ebanista, pero lo que usted —o mejor dicho, el ejército— me ofrecía era sencillamente insoportable, con lo que no me refiero ni a la comida ni a la soldada, sino sencillamente a esa terrible actividad que se llama «matar el tiempo». No quiero matar más mi tiempo, quiero despertarlo a la vida, nada más y tampoco nada menos. Lo único razonable, lo único que me gustó, fue nuestro servicio durante la catástrofe de las inundaciones en Oberduffendorf: me hizo bien remar con el bote neumático de casa en casa y llevarles a los siniestrados de Oberduffendorf sopa caliente, café, pan y el diario: algunos rostros resplandecían de gratitud. Pero por favor, mi capitán, ¿no sería macabro, e incluso perverso, esperar a la siguiente catástrofe para encontrarle un sentido al servicio militar? En la esperanza de que comprenda algunas de mis ideas, y no desprecie mis motivos, me despido de usted con un cortés saludo!”.

(1977)