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DECLARACIONES Y COMENTARIOS A LOS ESTATUTOS DE LA VILLA DEL SEÑOR Ex libris 12 (3ª edición) de HUMBERTO VELÁZQUEZ MUÑOZ

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DECLARACIONES Y COMENTARIOS A LOS ESTATUTOS DE

LA VILLA DEL SEÑOR

Ex libris 12 (3ª edición) de

Ỹ HUMBERTO VELÁZQUEZ MUÑOZ

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ÍNDICE

Prólogo. 003

Bienvenida. 009

Introducción. 012

Declaraciones y comentarios a…

Presentación de los Estatutos. 014

El lugar. 023

Las personas. 026

La vida. 033

El gobierno. 040

La comunidad. 046

El culto. 052

El trabajo. 057

La educación. 061

Las actitudes. 065

Lo foráneo. 068

Las adaptaciones. 075

Colofón. 078

Declaración de intenciones. 081

Abecedario constituyente y Esquema general. 083

Iconos e imágenes simbólicas. 086

Algunas curiosidades. 094

Una referencia necesaria. 106

El tiempo se ha cumplido. 113

Apéndice:

Estatutos de la villa del Señor. 127

Anexo:

Lo que cambiaría yo en el culto de la Iglesia (entendida como Villa del Señor)… “si tuviera capacidad para hacerlo”. 163

Signos de enfermedad, vejez, muerte y descomposición cadavérica de la sociedad actual. 210

Actitudes cristianas ante la situación de iglesias cerradas y sacerdotes no disponibles. 226

Manifiesto para un éxodo de salvación. 244

Índice final. 250

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PRÓLOGO

El Santo Padre Juan Pablo II (hoy San Juan Pablo II) hacía este llamamiento en su undécima Encíclica del 25 de marzo de 1995 «Evangelium Vitae» (“El Evangelio de la Vida”, nº 6): «A todos los miembros de la Iglesia, pueblo de la vida y para la vida, dirijo mi más apremiante invitación para que, juntos, ofrezcamos a este mundo nuestro nuevos signos de esperanza, trabajando para que aumenten la justicia y la solidaridad y se afiance una nueva cultura de la vida humana, para la edificación de una auténtica civilización de la verdad y del amor.»

Pero esta expresión de «civilización del amor» que tantas veces usó, no era nueva en él ni propia de él, sino que la había recogido de San Pablo VI, como él mismo afirmaba ya en su segunda Encíclica del 30 de noviembre de 1980 «Dives in Misericordia» (“Rico en Misericordia”, nº 14): «Pablo VI indicó en más de una ocasión la “civilización del amor” como fin al que deben tender todos los esfuerzos en campo social y cultural, lo mismo que económico y político».

Expresión que también recoge el Santo Padre Benedicto XVI en su tercera Encíclica del 29 de junio de 2009 «Caritas in Veritate» (“La Caridad en la Verdad”), y en el mismo sentido de sus predecesores.

Y todo ello para indicar el camino correcto, en contraste con la civilización actual que rechaza a Cristo: «A la crisis de civilización hay que responder con la civilización del amor, fundada sobre valores universales de paz, solidaridad, justicia y libertad, que encuentran en Cristo su plena realización.» (Carta Apostólica del 10 de noviembre de 1994 «Tertio Millennio Adveniente», nº 52 de San Juan Pablo II.)

Pero aunque la expresión en sí pueda resultar “novedosa”, su contenido no indica sino una llamada a retornar a las fuentes primigenias del Evangelio y a la vida de las primeras comunidades cristianas; es decir, al mismo origen de la Iglesia.

Sin embargo, esta vida primitiva de la Iglesia que ya manifestaba el germen de la mencionada «civilización del amor», con el paso del tiempo y de los siglos, quedaría oscurecida o escondida hasta ser relegada en pos de otras prioridades. Muy paulatinamente las costumbres mundanas fueron infiltrándose en la Iglesia hasta acabar por convertirla estructuralmente en un reino al uso y en una sociedad feudal (¡con lo que el cristianismo había luchado para erradicar la esclavitud!), con todos sus defectos y diferencias de clase entre la “nobleza” clerical y la “plebe” no clerical o laica. (Cuando al principio no era así, y las diferentes funciones no eran entendidas como privilegios diferenciadores, sino como servicios de amor.)

Ya, San Agustín (que vivió entre los siglos IV y V), para resaltar esa estructura añorada, cada vez menos visible pero profetizada, escribe «La Ciudad de Dios», alegoría de la Iglesia que camina en su semejanza hacia aquella Nueva Jerusalén anunciada por los profetas, o que el salmo 107 (106) menciona como “ciudad habitada” (o “lugar habitable”): «Erraban por un desierto solitario,

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/ no encontraban el camino de ciudad habitada; / pasaban hambre y sed, / se les iba agotando la vida. / Pero gritaron al Señor en su angustia, / y los arrancó de la tribulación. / Los guió por un camino derecho, / para que llegaran a ciudad habitada.»

En el siglo VI, San Benito, con su famosa regla, inaugura el monacato en occidente (como ya había hecho San Basilio en el siglo IV en oriente), pero dándole un nuevo impulso, al convertir el monasterio en una “Cuidad de Dios” en miniatura, de tal manera que, en su interior, sí se pudiera vivir de alguna manera aquella estructura social añorada. Y los monasterios tuvieron tal éxito que se fueron extendiendo por toda Europa, logrando con ello su evangelización, a la par que la conservación de toda la cultura llegada hasta ese tiempo (que se hubiera perdido de no haber existido tales monasterios). Por eso, andando el tiempo, San Benito sería declarado Patrón de Europa, cuando se cayó en la cuenta de que su fundación fue el origen de la unidad cultural y espiritual de la misma; además de ser la base inspiradora de todas las órdenes y congregaciones religiosas posteriores.

Pues esa estructuración social basada en el Evangelio que está en el origen, tanto de las primeras comunidades cristianas, como de los monasterios o de las congregaciones religiosas (y que no puede consumarse fuera de esos ámbitos porque las “reglas” del mundo no creyente no lo permiten), es, justamente, la que sirve de espejo, de modelo comparativo que denuncia el mal presente en esa sociedad ajena al Evangelio. Es, pues, en esos núcleos donde se conserva con más definición aquella vida de la Iglesia primitiva que había quedado como escondida con el paso de los siglos. Y de ahí es de donde se ha de sacar la semilla para edificar esa civilización del amor a la que aludíamos al principio.

¿Cómo “trasplantar”, entonces, esa semilla a todos los órdenes y facetas de la vida?

Afortunadamente ya tenemos un bagaje de veinte siglos de cristianismo para aprender de todos los errores y aciertos ocurridos.

La «civilización de la verdad y del amor», la “Ciudad de Dios”, evidentemente, no se puede imponer ni siquiera “un poquito”, porque no funcionará (como nada impuesto funciona), así que… quien quiera adentrarse por ese camino habrá de elegirlo libre y voluntariamente. En consecuencia: no puede abarcar directamente a toda la sociedad, ni siquiera a la de los creyentes, sino solamente a quienes lo hayan elegido; y es, a través de estos voluntarios, cómo, indirectamente, la influencia benéfica llegará a toda la sociedad.

Si se trata de un “civilización”, de una “ciudad”, para que sea tal, en ella deben de estar (o irse integrando progresivamente) todos los elementos de una sociedad, y no sólo un estamento o una determinada “casta” o “tribu”; luego eso supone el final de la consideración feudal de “nobles” y “plebeyos”, y su sustitución por la de “ciudadanos”; con funciones diferentes, sí, pero integrados en una única unidad, en un solo cuerpo. Por decirlo claramente: El clero que pretendiera tener privilegios mundanos, simplemente por serlo, mostraría con ello una mentalidad no renovada, con lo que no podría integrarse en esta sociedad (y lo mismo sea dicho para el seglar); porque el objetivo final de todo ello es la santidad propia y de todos (es decir, transparentar el amor de Dios), y no el prestigio y las vanaglorias. Aunque habrá que permanecer alertos para no ir a sustituir ese “feudalismo” no evangélico por otro orden social que tampoco sea evangélico. No es la forma externa en lo que habrá que fijarse, sino en el espíritu

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que la anima, ya que la forma es pasajera y el espíritu no, y es a ése al que hay que mantenerse fieles.

Luego el modelo que nos muestra la tradición como el más adecuado sobre cuyos cimientos se puede construir o ser motivo inspirador es el modelo monástico, pero ahora transportado al concepto de “pueblecito”, de núcleo o célula viva (de familia extensa) que tiende a ser autosuficiente para poderse centrar en el verdadero objetivo de la vida humana y de la existencia en general. Un modelo que, como ya hemos dicho, debe integrar todos los ámbitos del quehacer humano, y no ceñirse al ámbito de la piedad, o de una determinada faceta o facetas concretas, como se viene haciendo hasta ahora. Incluso, en este sentido, las llamadas “comunidades eclesiales de base”, habiendo avanzado en algunos aspectos hasta ahora no desarrollados, o han retrocedido en otros o se han quedado estancadas, y, además, siempre han funcionado como núcleos independientes o han permanecido como grupos “estufa”.

Lo fundamental, entonces, para lograr la progresiva instauración de la “civilización del amor” es constituir una célula inicial al modo de un “monasterio base”, y de cuya “célula madre” irían surgiendo, por “mimetismo”, células hijas que mantendrían su unidad organizativa entre todas ellas, al modo como lo hacen las células de un organismo vivo (a pesar de sus diferenciaciones y especializaciones) para dar vida a un único individuo vivo. Este “ejemplo social” utilizaría, pues, el mismo medio evangelizador que el producido por la difusión de los monasterios por toda la Europa medieval.

Es ahora la naturaleza, la creación de Dios, la que nos proporciona un modelo organizativo fiable que ha demostrado su eficacia, la estructura orgánica del propio cuerpo del hombre. ¿No decimos que la Iglesia es el Cuerpo Místico de Cristo? Pero, ¡ojo!, místico, no puramente material; por lo que dicha organización ha de sustentarse sobre lo espiritual y no tanto sobre lo material o físico, aunque lo segundo sea consecuencia de lo primero.

Hasta ahora la organización eclesial ha formado al creyente, y lo acoge en su estructura, sólo en lo referente a la práctica de la piedad, porque para el resto de las actividades de la vida le dice: «Anda y apáñatelas como puedas en ese mundo sin Dios, pero vive en él conforme se te ha enseñado». Y allá que va el creyente a desarrollarse como persona en medio de una sociedad feroz en la que el Evangelio brilla por su ausencia. Y luego nos extrañamos de que una sociedad sin fundamentos ni pilares cristianos devore sin piedad a las víctimas que soltamos en ella; ya que, salvo los recursos humanos que uno haya aprendido en su familia cristiana de origen, el cristianito de a pie se encuentra indefenso en el “circo de fieras y gladiadores” de la sociedad contemporánea. (Me recuerda esto a las tortuguitas que, recién salidas de sus huevos, deben atravesar a todo correr la playa para llegar al mar donde encontrarán su salvación, y es que, en el trayecto, están todas las gaviotas al acecho para darse un festín a su costa; y serán muy pocas las que consigan llegar, sanas y salvas, al mar.)

O dicho con otras palabras: la organización eclesial no tiene prevista una “desembocadura” cristiana para las catequesis de los niños, adolescentes y jóvenes; porque su misión es sólo preocuparse por el ejercicio de la piedad, pero no de la vida humana integral (como si una persona pudiera partirse en trozos). Y yo me pregunto: ¿Jesucristo habría podido ejercer su misión de salvación si no hubiera nacido en medio del pueblo judío, en una estructura social judía y en una familia judía?

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Y, entonces, ¿por qué se extrañan cuando un seglar, que no ha nacido en una familia cristiana, no vive en una estructura social cristiana ni pertenece a un pueblo “oficialmente” cristiano, no puede mantenerse fiel a su fe?

Antaño, que todavía alguno de esos medios de influencia se mantenían fieles, tales escollos podían superarse, pero… ¿ahora?

Por eso las instituciones y congregaciones religiosas, cuando mandan a un misionero a tierra de misión, como conocen este asunto, se preocupan de que dicho misionero esté completamente arropado y apoyado, y no le dejan abandonado a su suerte: Es toda la organización la que lo envía, y toda la organización la que lo respalda y atiende en sus necesidades personales. Y, sin embargo, en la Iglesia, a nadie se le ha ocurrido que eso pudiera ser igual para todos los creyentes. Lo que indica que no hay una conciencia de “cuerpo” y todavía flotan por el subconsciente las ideas “feudales” de la “nobleza” y la “plebe”.

Todo esto nos indica que el Cuerpo Místico de Cristo, es decir, la Iglesia, aún tiene la tarea pendiente de desarrollarse como tal. Y es que, en un organismo vivo, cada parte tiene su función, pero todas trabajan en unidad preocupándose unas de las otras; y, si eso no ocurre con normalidad y fluidez, el organismo enferma y se pone en riesgo su vida, y, con ello, también la vida de cada una de las partes. Por eso habrá que, como en la profecía de Ezequiel (Ez 37), profetizar a esos “huesos secos” para que el cuerpo se llene de vida.

Luego la llevada a la práctica de «la civilización de la verdad y del amor» requiere un cambio de mentalidad por parte de todos, y no sólo unos buenos propósitos por parte de algunos, y una “lavada de cara” para salir del paso. Cambio de mentalidad que, como siempre, conlleva un retorno a las fuentes de la fe y, con ello, a una visión integral de todo lo que es la persona humana, que no sólo se limita al alma, sino que incluye cuerpo, psique (ánimo) y espíritu. Y así como la Iglesia no sólo se centra en la divinidad de Jesucristo, sino que resalta su encarnación como Dios y hombre verdadero; por lo mismo, también debe volver su mirada a la humanidad del hombre sin abandonar por ello su santificación ni forzarle a “partirse”. Transformando, lo que es una “escuela de fe”, en una “sociedad de fe”. Transformación que le concierne a ella misma antes que a nadie, para que así pueda dar testimonio, cumpliendo con ello lo profetizado: su transmutación en la Nueva Jerusalén, en la Ciudad de Dios.

La transmutación no es algo que se pueda realizar de un día para otro, sino que requiere un largo camino de paciencia, a imagen de los mismos pasos seguidos por Jesús: que no vino a nacer “entre algodones”, sino en un establo y reclinado en un pesebre; que su vida no fue “llegar y besar el santo”, sino que tuvo que aguardar treinta años de vida oculta; que luego tampoco fue “abrir la boca y todos de rodillas”, sino que tuvo que pasar por la cruz; pero que, pese a todo, resucitó; y resucitó en cuerpo glorioso para la vida eterna. No creo que ese camino nuestro pueda y vaya a ser muy diferente de esto.

Aún así, me parece que no debería de ser tan difícil encontrar, en esta Creación de Dios en la que todo se complementa, dones y habilidades que, puestos al servicio de todos, no puedan cubrir todas las necesidades vitales y organizativas que una mini sociedad o célula inicial pueda ir necesitando. Sólo es cuestión de buena voluntad, y de desempolvar las auténticas raíces de la gratuidad grabadas en nuestra alma, según la profecía de Ezequiel (36, 24-28): «Os recogeré de entre las naciones, os reuniré de todos los países, y os llevaré a

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vuestra tierra. Derramaré sobre vosotros un agua pura que os purificará: de todas vuestras inmundicias e idolatrías os he de purificar; y os daré un corazón nuevo, y os infundiré un espíritu nuevo; arrancaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne. Os infundiré mi espíritu, y haré que caminéis según mis preceptos, y que guardéis y cumpláis mis mandatos. Y habitaréis en la tierra que di a vuestros padres. Vosotros seréis mi pueblo, y yo seré vuestro Dios.»

Porque no estamos solos en esta empresa, sino que contamos con la providencia divina, y en este sentido abunda Isaías (Is 66, 10-14a):«Festejad a Jerusalén, gozad con ella, todos los que la amáis, alegraos de su alegría, los que por ella llevasteis luto; mamaréis a sus pechos y os saciaréis de sus consuelos, y apuraréis las delicias de sus ubres abundantes. Porque así dice el Señor: “Yo haré derivar hacia ella, como un río, la paz, como un torrente en crecida, las riquezas de las naciones. Llevarán en brazos a sus criaturas y sobre las rodillas las acariciarán; como a un niño a quien su madre consuela, así os consolaré yo, y en Jerusalén seréis consolados. Al verlo, se alegrará vuestro corazón, y vuestros huesos florecerán como un prado”.»

Y aunque, en esa tarea de hacer presente en este mundo esa “Ciudad de Dios”, nos encontremos muchas dificultades (especialmente entre quienes deberían estar más receptivos a la misma, que, con la excusa de que “eso ya está hecho”, de “utopía” y de “idealismo”, colocarán en nuestro camino toda suerte de trabas y tropiezos), contamos con la advertencia profética de San Pablo, que nos anima en su Carta a los Romanos (Rm 8, 18-21): «Los sufrimientos de ahora no pesan lo que la gloria que un día se nos descubrirá. Porque la creación, expectante, está aguardando la plena manifestación de los hijos de Dios; ella fue sometida a la frustración, no por su voluntad, sino por uno que la sometió; pero fue con la esperanza de que la creación misma se vería liberada de la esclavitud de la corrupción, para entrar en la libertad gloriosa de los hijos de Dios.»

Y aunque parezca que la instauración y construcción de «la civilización del amor» venga encomendada (dadas sus características) especialmente a los seglares, como así lo reconoce San Juan Pablo II en su Exhortación Apostólica a los fieles laicos «Christifideles Laici» del 30 de diciembre de 1988 (fiesta de la Sagrada Familia), en su oración conclusiva dedicada a la Virgen María: «Virgen Madre, guíanos y sostennos para que vivamos siempre como auténticos hijos e hijas de la Iglesia de tu Hijo y podamos contribuir a establecer sobre la tierra la civilización de la verdad y del amor, según el deseo de Dios y para su gloria. Amén.» También, el mismo Papa, en otra oración conclusiva, en la de su cuarta Encíclica del 2 de junio de 1985 «Slavorum Apostoli» (“Apóstoles de los Eslavos”, nº 32), dedicada a los santos hermanos Cirilo y Metodio como evangelizadores de la Europa oriental, recoge sintéticamente todo lo que llevamos dicho como vocación de toda la Iglesia: «¡El futuro! Por más que pueda aparecer humanamente grávido de amenazas e incertidumbres, lo ponemos con confianza en tus manos, Padre celestial, invocando la intercesión de la Madre de tu Hijo y Madre de la Iglesia, y también la de tus apóstoles Pedro y Pablo y la de los santos Benito, Cirilo y Metodio, la de Agustín y Bonifacio, y la de todos los evangelizadores de Europa, los cuales, fuertes en la fe, en la esperanza y en la caridad, anunciaron a nuestros padres tu salvación y tu paz; y con los trabajos de su siembra espiritual comenzaron la construcción de la civilización del

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amor, el nuevo orden basado en tu santa ley y en el auxilio de tu gracia, que al final de los tiempos vivificará todo y a todos en la Jerusalén celestial. Amén.

A todos vosotros, amadísimos hermanos, mi bendición apostólica.»

Luego “la civilización del amor” puede considerarse la antesala de la “Jerusalén celestial”. Pero… ¿quién está dispuesto a ponerse manos a la obra?

(25 y 26 de julio de 2014)

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BIENVENIDOS al ámbito de La villa del Señor

¿Qué es «La villa del Señor»?

— Una propuesta de vida y modelo de transformación para la vida social, a través de los principios evangélicos.

¿En qué órbita o ideario religioso se enmarca y desarrolla su pensamiento?

— En el de la Iglesia Católica, Apostólica y Romana.

¿Cuál es su origen?

— «La villa del Señor» es una faceta de la misma y única Iglesia, que surgió el día 6 de agosto de 2000, y que, aunque tenga un promotor tangible, tiene un fundador intangible que es Jesucristo.

¿Qué pretende con su propuesta?

— Acercar, la vida de la Jerusalén Celeste (hacia la que nos dirigimos), a la vida corriente, a modo de puente entre la tierra y el Cielo; de forma que se empieza a construir aquí (aplicando las indicaciones de Jesucristo para la instauración del Reino de Dios), pero se culmina Allí. Y, simultáneamente, cada miembro de esta “Ciudad de Dios” se va construyendo a sí mismo, dejándose santificar por Dios, hasta su destino final.

En definitiva: La villa del Señor pretende ser y ofrecer una salida universal, dentro de la Iglesia, a los jóvenes (o adultos) que acaban la catequesis y se ven abocados a vivir, la vida humana de fe, en un mundo hostil que se los tragará, literalmente; y con el solo apoyo de la misa dominical. Y no sólo salida para los jóvenes, sino también refugio para los mayores, hastiados de sufrir las mismas circunstancias, sin saber dónde depositar sus inquietudes humanas. Porque, a la par que es universal, y precisamente por eso, es única; lo que permite coordinar todos los esfuerzos, para multiplicarlos en su eficacia, y construir con ello un mundo mejor.

¿Cuál es la diferencia crucial, entre la vivencia corriente de la fe, en la Iglesia del mundo de hoy, y la que aquí se propone?

— Que la vivencia actual tiene como centro de gravedad y punto de unión de la misma: el culto, mientras que la vida humana discurre por otros derroteros; sin embargo, en esta propuesta, el centro lo constituye la vida creyente en sí, y en ella, el culto, es un aspecto más. Es decir, se desplaza el centro de gravedad a la vivencia de la fe, para que ésta sea más auténtica (cf. Jn 4, 21-24). Por así

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decirlo, sería como centrar la mirada, más que en el Templo de Jerusalén, en la Sagrada Familia de Nazaret.

¿Qué medios utiliza para lograr su pretensión?

— Simplemente las personas, única y exclusivamente. Todo lo demás vendrá por añadidura. «Buscad sobre todo el reino de Dios y su justicia; y todo esto (las cosas) se os dará por añadidura.» (Mt 6, 33)

¿En qué pilares sustenta su propuesta?

— En cinco pilares o vías, como si fuesen las cinco vocales del idioma que usamos para entendernos:

A) Hacerlo todo en atención a Jesucristo para que Dios sea todo en todas las cosas: Consagración.

E) Dar gratis lo que de Dios hemos recibido gratis (es decir: todo, a través sus consiguientes mediaciones): Gratuidad.

I) Utilizar los dones y talentos individuales para el bien común: Disponibilidad.

O) Todos formamos un solo Cuerpo, y donde está uno estamos todos: Unidad.

U) Cambia tú, y el mundo cambiará contigo (santificación progresiva): Conversión.

¿Cómo se construye sobre esos pilares?

— Se construye usando el “cemento” de la completa libertad personal motivada y manifestada en el amor, que es el que une y da cohesión a unos “ladrillos” con otros, a cada “piedra viva” que integra “la villa del Señor”. El amor, para ser auténtico, debe ser libre, es decir, debe gestarse a través de una decisión de la voluntad, y no venir impuesto ni obligado. Así pues, en base a esa consagración de la vida y acciones: a través de Jesucristo (que nos lleva por ese camino), se va avanzando en todas las demás vías y en la integración en la Villa, hasta ser una célula más, un miembro de ese Cuerpo de Cristo, que funciona como un todo, respetando las individualidades.

¿Cómo se podría definir a los integrantes de ese “Cuerpo de Cristo” o “Villa del Señor”?

— Son legos, servidores de Jesucristo, que viven la gratuidad, que ponen sus talentos dones y carismas al servicio de Dios, la Iglesia y la Humanidad, que tienen a la Virgen María por Madre y la consideran Signo y Medianera (la “Villa” en la que reside el Señor es María), que se dedican a Dios mediante la transformación de sus propósitos en obras, que viven la comunión como signo de entrega y conversión (lo que implica una imprescindible coordinación), y que desean que su vida sea en plenitud, sencilla, austera y de oración.

¿A qué se dedican sus miembros?

— A la oración (que impregna toda la vida). A la formación espiritual y humana. Al autoabastecimiento como medio de sostén. Al desarrollo de todo lo bueno. Y a la plena evangelización del mundo.

¿Con qué obras “tangibles” cuenta?

— Dada su pobreza humana, y corto periodo de existencia en un medio anestesiado y hostil, sólo cuenta con producciones escritas y audiovisuales, incluidas en el «Catálogo de producciones de La villa del Señor».

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¿Quiénes pueden integrarse en ella?

— Cualquier persona de todo origen y condición que voluntariamente quiera adoptar, como pilares de su vida, las cinco vías anteriormente indicadas.

¿Se puede colaborar con la Villa sin estar integrado en ella ni pretender estarlo?

— Naturalmente que sí, pero no con dinero, sino con las cualidades y gracias que cada uno posea, ofrecidas puntualmente para algún proyecto concreto. De hecho es así como se han podido realizar la mayoría de producciones incluidas en el Catálogo.

¿Cómo saber más?

— Dirigiéndose a la dirección de correo electrónico: [email protected]

Bendito sea el Señor, Padre, Hijo y Espíritu Santo, y su Santa Madre, María Virgen,

ahora y por siempre. Amén.

Que el Señor bendiga con su gracia a quien haya leído este capítulo de bienvenida.

Presentación para la Página Web y Hoja informativa. (2 de febrero, 5 y 19 de marzo de 2013)

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INTRODUCCIÓN

Han pasado doce años desde la fecha de redacción de los «Estatutos de la villa del Señor», y a pesar de que a este redactor le parecen textos de una gran simplicidad, sin embargo, a sus interlocutores, les resultan imprecisos e insuficientes, generadores de incertidumbres y dudas.

Para intentar solventarlas, en la medida de lo posible, surge este escrito; aunque en él no se podrá encontrar el verdadero remedio para el origen de todo ello: el miedo cerval a adentrarse por terrenos desconocidos e intransitados, para quien decide aventurarse a recorrerlos; porque eso sólo puede solucionarlo Dios, y el trato personal con Él.

Como dice Jesucristo en el Evangelio: «quien ha probado el vino añejo, no quiere del nuevo, pues dice que el añejo es mejor» (cf. Lc 5, 39). Nadie quiere novedades, que son muy peligrosas, habiendo ya tantas cosas buenas, probadas por el paso de los siglos.

Pero, precisamente ese paso de los siglos, es el que hace que las circunstancias cambien y que la Humanidad cambie, como cambian las personas con el paso de la edad. Si no fuera por ese cambio, no sería necesaria ni esta propuesta de vida ni ninguna otra “aventura” asociada a ella; pero el fluir del tiempo es inexorable, y las puertas de la historia se abren y se cierran con él, aunque no queramos ni nos guste. El mismo paso del tiempo nos va a mover, aunque nos aferremos al pasado como quien se aferra a una determinada edad. Y, pues, si vamos a movernos, nos guste o no, ¿por qué no hacerlo libre y decididamente, en vez de a la fuerza y hacia donde no nos gustaría ir?

No se trata de que este redactor plantee una serie de cuestiones y actitudes vitales como respuesta a los tiempos que vivimos, sino que esas propuestas no proceden sin más de su carne y de su sangre, de una ocurrencia fortuita de un día que no tenía otra cosa que hacer, sino que tienen su origen en un Autor final que las plantea desde la pobreza de un humilde pesebre de un perdido villorrio de este “valle de lágrimas”. Quien quiera comprobarlo sólo tiene que ponerse en oración y en sencillo diálogo con ese Autor último para comprobarlo. Ésa es la garantía de las propuestas que se esconden bajo el nombre ocasional de “villa del Señor”.

¡Qué lástima si fuese este redactor el último garante de tales propuestas! Pero no, ese Autor último es Dios en su Trinidad.

No es a mí, al redactor, a quien ha de preguntarse por todos los infinitos inconvenientes y dudas que puedan surgir, sino a Él. Él es el que llama, el que elige, el que planea, el que ofrece, el que sugiere, el que concede; el que aclara e inspira. Él, sólo Él. Él es mi garantía.

Lo que pasa es que, en todo esto, existe un grave inconveniente: que me ha tocado, sin poderlo remediar, ser, de alguna manera, intermediario en algunas cosas. (¡Bien me hubiera gustado a mí ocupar otro papel menos visible y de menos responsabilidad!) Pero, por favor, todo, todo lo que se pueda… a través de

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la oración. Aunque comprendo que, al menos al principio, me toque jugar ese papel de nexo de unión visible y promotor inicial.

Para el desarrollo de este escrito, he pensado tomar el cuerpo de los Estatutos (saltándome el Abecedario inicial), para, siguiendo sus doce capítulos, ir comentando, paso a paso, los textos de una forma ordenada. Lo que reste por comentar lo realizaré después.

El contenido íntegro de los Estatutos se adjunta al final, como un apéndice, para que, quien lo desee, pueda consultarlo todo de corrido. Incluso creo más acertado leerlos inicialmente así, tras esta «Introducción», para adquirir con ello una visión de conjunto (si no se tiene ya), antes de adentrarse en los comentarios pormenorizados de su contenido.

(16 de febrero de 2013)

Reconozco que, siempre que me han preguntado sobre la villa del Señor para que explicase en qué consistía, me ha resultado dificilísimo hacerlo, y más de una forma clara, sencilla y concisa; y eso, aun teniendo yo claro el contenido de la respuesta; pero es que no sabía encontrar las palabras adecuadas que sintetizaran correctamente el aluvión de información que se agolpaba en mi cabeza. Así que yo he sido el principal inconveniente para dificultar la difusión de la misma.

Espero que con este escrito se solvente de alguna manera esa carencia, y que el Señor (que es quien me ha urgido a llevarlo a cabo, posponiendo la tarea que realizaba) me conceda la gracia suficiente como para hacerme entender. Apelo, además, a la buena voluntad de quien lea, a suplir dicha deficiencia, y la posible densidad excesiva de contenido en las frases. La disposición orante, previa a la lectura, solventará, por gracia de Dios, todos los escollos que puedan surgir en la misma.

Aún así pido disculpas por todas las trabas a la lectura que yo mismo haya introducido sin pretenderlo.

(21 de marzo de 2013)

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PRESENTACIÓN DE LOS ESTATUTOS

«La Jerusalén celeste es el motivo inspirador de todo lo que a continuación se expone.»

Así comienza el texto a comentar, lo que me obliga, de alguna manera, a contar el origen de tal inspiración.

El primer fin de semana de agosto del año 2000, los integrantes del Grupo de Misiones de la Parroquia de Nuestra Señora del Pilar de Campamento en Madrid, decidimos realizar una convivencia en los locales parroquiales (sin uso en esa época de vacaciones) con el fin de ahondar más en nuestro compromiso con el Señor. Había algo que nos punzaba por dentro para buscar dar como un paso adelante en nuestra existencia personal y como grupo. No todos asistieron a tal convivencia (en sacos de dormir en unas salas parroquiales, cuando nuestras casas estaban a unos pocos metros de allí), bien porque no pudieron o porque no quisieron. Sin embargo, para los seis que estuvimos desde el viernes por la tarde al domingo por la tarde (y alguno más que apareció ocasionalmente algunos ratos), aquello resultó muy productivo. Se revisó el Grupo y se acordaron líneas de continuidad, llegando a consolidar un objetivo único como fuente de todo: «Ser testigos del amor de Dios.» (Una verdad como un templo, puro Evangelio.) Al final, se expusieron inquietudes personales y sueños, sin perder el norte del realismo de nuestra situación. Y cuando acabó aquello, a última hora de la tarde del domingo 6 de agosto de 2000 (fiesta de la Transfiguración del Señor, en lo que caí en la cuenta años más tarde), cada uno se fue a su casa.

Bajaba yo solo por la calle Galicia camino de la mía, cuando al llegar a la esquina con el tramo que conduce a la escalera que lleva a la de Claudio Sánchez Albornoz (primeramente llamada calle de Los Álamos), y antes de girar en ella, una luz interior, una visión intelectual iluminó mi mente, no con imágenes sino con una comprensión completa y detallada (como si se viera una imagen) de una ciudad-iglesia a la que se debía llegar; y me quedé petrificado en la misma esquina. Cualquiera que me hubiera visto quedarme súbitamente plantado y absorto en “la nada”, no sé lo que hubiera pensado. Como el fenómeno fue breve (apenas ya me acuerdo de nada, salvo lo que cuento), pues acabé por reaccionar (sé que me costó algo salir del estupor) y proseguí el camino para mi casa, sabiendo que me había caído una buena tarea.

Esto, que parece un episodio puntual, no era sino una consecuencia de algo que venía gestándose desde muchos años antes (como descubrí tiempo después). Recuerdo haber escrito, en mi “diario” de entonces llamado «Notas a recordar», cierto día, al volver de misa, muchos años antes de lo relatado aquí (el 28 de abril de 1980), y enormemente eufórico, algo así como: «¡Ya sé la orden que he de fundar, o mejor dicho, que recordar que fue fundada! Su fundador: Jesucristo…» y seguía la anotación con otros detalles genéricos. La nota trasluce que en ese tiempo ya tenía la intuición con anterioridad de que había algo que tenía que fundar pero sin más concreciones, y que ese día se perfiló un poco más, aunque no recuerdo en absoluto qué desencadenó que escribiera aquello.

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En resumen: La cosa venía gestándose desde mis tiempos jóvenes, casi adolescentes, pero el pistoletazo de salida se dio aquel 6 de agosto de 2000. (Demasiado tarde, a mi entender de tejas para abajo, porque me cogió demasiado mayor para “aventuras”.)

El paso siguiente fue concretar en unos puntos sencillos el modo de poder llegar a realizar aquello que había “visto”. (La expresión “visión intelectual”, la aprendí de Santa Teresa de Jesús, que me facilitó una forma adecuada de denominar experiencias que yo no sabía definir.) Así surgieron las llamadas “cinco vías”. La primera el día 8 de ese mismo mes, y las demás casi de inmediato, de forma que para el día 17 de agosto de 2000 ya estaban definitivamente redactadas. (Conservo el manuscrito de trabajo, pero sin fechar.)

Pero aquello era muy serio como para no asegurarme antes de que el asunto venía de Dios, así que procuré cerciorarme de eso por todos los medios a mi alcance. Lo consulté, pedí patrones de discernimiento, y hasta le pedí al Señor una señal, que me concedió (más de lo que yo pensaba, aunque de otra manera). También un sacerdote jesuita que conocía (que no estaba nada convencido del particular), me procuró un encuentro de discernimiento con su superior, experto en ello, que concluyó: «Es un proyecto santo y bueno, así que ¡adelante!» (lo que ocurrió ya el 4 de abril del 2001). De esta forma, el sacerdote primero, me dejó tranquilo.

El día 12 de noviembre de ese año 2000 redacté de un tirón (y cuyo manuscrito de trabajo conservo) quince puntos a los que nombraba como “Algunas consecuencias prácticas de las cinco vías”; que, con los cinco más que añadí el 5 de enero de 2001 (manuscrito que igualmente conservo), acabaron por conformar el que poco después denominaría “Abecedario constituyente”; ya que, esa misma tarde (Primeras Vísperas de la Epifanía del Señor), asigné una letra a cada punto del listado numerado de los mismos, reservando las vocales para las cinco vías o puntos guía.

Este “Abecedario constituyente”, formado por veinticinco letras, es, pues, el armazón básico que sostiene toda la estructura de la villa.

Para ese tiempo ya había cobrado conciencia plena de que la ciudad-iglesia que yo llamaba, era, realmente, la Jerusalén celeste anticipada.

«El querer acercarla, y hacerla presente de algún modo en la vida cotidiana,

ha sido la chispa desencadenante de la idea de establecer un signo vivo de la misma en el presente, intentando acercar ese futuro que aguardamos, esa “ciudad futura que buscamos” (D), al momento presente.»

La cita del Concilio Vaticano II de esa “ciudad futura que buscamos”, y la alusión al “Abecedario constituyente” mediante la letra (D), pretenden recordar que el proyecto que tratamos no surge de la nada, y que está radicado en los mismos fundamentos de la Iglesia, desde lo más antiguo hasta lo más moderno, y que esas raíces forman parte de la misma estructura básica de la villa. No es posible formar parte de la villa del Señor, sin estar radicado en la Iglesia, porque no son cosas diferentes.

«Para hacerse una idea de lo que esto quiere decir, habría que leerse

primero los capítulos 21 y 22 del Apocalipsis y otros textos de los profetas (Isaías 33, 17-34; 34; 35; 49 a 55; 56; 60; 61; 62; 65 y 66. Jeremías 3; 31. Ezequiel 11, 14-21; 36; 40 a 48. Éxodo 36 a 38 y 40. Salmos 46 [45]; 84 [83]; 87 [86];

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122 [121]; 127 [126]; 147 [146-147]…), y así empaparse del motivo inspirador que iluminará lo que sigue.»

Y no es factible estar en la villa del Señor, sin estar empapado de la Palabra de Dios que la ilumina.

En la Sagrada Escritura se puede encontrar todo lo que no se dice de la Villa en estos estatutos. Puede parecer grandilocuente y pretencioso apropiarse de esos textos para algo aparentemente mundano, pero pensar eso es un error: Lo que aquí se propone no es mundano aunque tenga plasmación en lo concreto de la realidad tangible (véase la misma cita del Concilio recogida en la letra D), ni es grandilocuente ni pretencioso porque no se consigue con nuestras meras fuerzas, sino que es un don de Dios acogido con alborozo por quien lo recibe.

Todo lo que nos propone la Palabra de Dios, en su lenguaje sapiencial y simbólico, acerca de la Jerusalén Nueva o Jerusalén celeste (o como se la quiera llamar), es posible y factible; sólo hay que saber adaptarlo a nuestras condiciones personales e históricas, para que eso se plasme con su natural evolución.

En la primera redacción de los Estatutos, las citas concretas situadas dentro del paréntesis no figuraban, pero cuando fui comentando pausadamente con Mario (el autor del Colofón) los Estatutos, me pidió que las incluyera, y como comprobé que tenía razón, así lo hice. Aunque algunas de ellas son de descubrimiento posterior a la redacción de los mismos (y toda una sorpresa).

«Podrá observarse en dichos textos, que se trata de una ciudad-templo, de

una ciudad-iglesia en la que todo es recinto sagrado (G) porque Dios la habita por completo. Que está llena de la gratuidad (gracia) de Dios de la que disfrutan sus habitantes (F, E, etc.), así como de la libertad del mismo Dios (S, L, etc.); en la que Dios es toda su luz y Jesucristo su lámpara (A, B, C) y en la que se vive la comunión de los santos (D, I, O, S, P, etc.).»

Aquí se establece la relación entre el contenido de las citas bíblicas y el “Abecedario constituyente”, para que se vea el origen bíblico de tales puntos o indicaciones. (El orden de las letras de las citas también tiene su “aquel”.)

No creo que sea necesario ponerse a comparar ahora, con una Biblia en la mano y el “Abecedario constituyente” en la otra, el paralelismo existente y el contexto en que se asientan ambas citas. Pero quien lo desee, puede hacerlo tranquilamente.

«También es fuente de inspiración el diseño del templo de Jerusalén o del

tabernáculo del desierto, constituido por tres espacios fundamentales: El Atrio, El Santo, y el Santo de los Santos o Santísimo.

El Atrio estaba dedicado a la purificación (U) y al holocausto como ofrenda a Dios; el Santo, a la presencia agradecida ante Dios (altar de los perfumes (E), candelabro de los siete brazos (O) y panes de la proposición (I)), y el Santísimo, a la presencia del mismo Dios sobre el trono de su alianza (A).»

En este fragmento se establece la correspondencia entre la estructura externa del templo y la interna de cada uno de nosotros, entendidos como templos vivos de Dios, y de la Villa en su conjunto como ciudad-iglesia, de ahí el paralelismo entre aquel templo y las “cinco vías” propuestas en estos estatutos: U: Conversión. E: Gratuidad. O: Unidad. I: Disponibilidad. A: Consagración.

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«Dado que todos somos templos del Espíritu Santo, estos tres espacios

están presentes, también, dentro de cada uno. El Atrio: representado por la purificación personal y el deseo de cambio y progresión hacia Dios, en el que todo lo que nos aleja de Él se va quemando y ofreciendo en holocausto transformador (U). El Santo: representado por el amor, la fe, la esperanza, la oración, y las buenas obras y propósitos; todo ello puesto en la presencia de Dios (C, E, I, O). Y, por fin, el Santísimo, que no es otro que la misma presencia de Dios en la intimidad del centro del propio yo individual (que previamente hay que abrir, rompiendo su aparente solidez, para poder acceder a su centro), y que se manifiesta en el amor, la paz y la alegría que inunda todo (A, Ỹ).»

Pero como esto se encuentra más ampliamente desarrollado en la «Carta al querido Teófilo» (Estructura y actitudes básicas del hombre) del libro de mi autoría «Historias espirituales» (Ex libris 11). Me remito a dicho escrito para no repetirme.

«Pero como además de ser cada uno una ciudad-templo o castillo interior,

también todos constituimos esa ciudad-iglesia que comentamos: el signo que se propone para acercarla al presente es esta “villa del Señor”, cuyo “Abecedario constituyente” precede a este escrito, y a cuyos puntos o “letras” hacemos referencia de continuo. En ella también se podrá vislumbrar su Atrio, su Santo y su Santísimo.»

La expresión “castillo interior” trata de ser una alusión a la obra de Santa Teresa de Jesús: «Las Moradas», para indicar ese componente místico, de misterio, de trascendencia, que conlleva todo esto.

¡Por cierto! El motivo de escribir la palabra “villa” con minúscula la mayor parte de las veces, es para indicar que dicha villa es así de pequeña, y en ella lo importante es el Señor, aunque la palabra “villa” vaya por delante. Y que, además, esa “villa” es cada uno de nosotros, a la vez que el conjunto total. Que no nos podemos desvincular de ese todo por el mero hecho de convertirlo en un ente al escribirlo con mayúscula.

«Así pues, desde esta perspectiva, vamos a establecer una dinámica de

encarnación (D), tomando como base la Regla de San Benito (siglo VI), origen de toda la vida monástica actual, y modelo de regulación de vida comunitaria; adaptándola a los laicos de este siglo XXI.»

Yo no sabía cómo se podían escribir unos estatutos o una regla o unas constituciones. No tenía ni idea… qué había que plasmar ahí. Sólo disponía de los veinticinco puntos, y a ellos me refería.

Un día de enero del año 2001 (que no recuerdo, pero que consultando los apuntes de «Mi guión de vida» (Ex libris 07), del que suelo sacar todas las fechas, compruebo fue el 23 de enero de 2001), mi amiga Mari Jose me dijo que el día anterior había visto en oración que yo tenía que escribir los estatutos, y para ello apoyarme en la regla de San Benito, así que apareció con el libro de la regla comentada, y me dijo: «Toma, escribe los estatutos». Y me puse a ello, con la gracia de Dios. Primero leí el libro por entero, y luego, volviendo al principio, me puse a redactarlos, usando el libro como si fuera una plantilla teórica en la que elegía qué poner y qué no, y, de lo que ponía, qué mencionaba en positivo o qué en negativo. Me salió todo de corrido, con lo que pude sacar el texto, ya

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acabado, por la impresora, el 2 de febrero de 2001 (Presentación del Señor en el templo).

Pero la misma Mari Jose, como veía mi dificultad para explicar lo que era la villa del Señor en pocas palabras, vino con una serie de siete frases, redactadas por ella misma el 24 de enero de 2001, para que sirviera de pórtico a los estatutos, y a las que decidí llamar “Declaración de intenciones”. (En aquella ocasión no quedé del todo satisfecho con el contenido de las frases, pero no le dije nada, porque yo tampoco sabía hacerlo mejor.)

Ella me había dicho (no sé si fue por entonces o poco después) que no se sentía llamada a integrarse en el proyecto, pero sí a ayudarme a iniciarlo.

En cuanto a la nueva redacción de la “Declaración de intenciones”, aproveché la introducción de algunas pequeñas modificaciones en los estatutos, resultado de mis conversaciones con Mario, para corregir lo que no me gustaba o no me acababa de convencer de la redacción primitiva. (Realmente las escribió Mario, pero de común acuerdo conmigo, mientras hablábamos en una cafetería, y porque yo le pedí que lo hiciera.)

El comentario a esas frases de la “Declaración de intenciones” lo pospongo para después del correspondiente al cuerpo de los estatutos.

Para esa fecha (23 de febrero de 2006) ya tenía claro las modificaciones que había que realizar: La primera, sustituir la palabra “laicos” (que me incomodaba mucho y nunca me ha gustado), por la palabra “legos” mucho más acorde con el sentido último de la función de los integrantes de villa. La segunda, ahondar en el papel de la Virgen María, que quedaba un poco superficial. Y la tercera, cambiar la orientación y disposición de las tres últimas frases, dándoles una mayor profundidad, aunque perdieran en simplicidad.

A Mario también le pedí que redactara el Colofón, lo que hizo, atendiendo a aspectos que habíamos comentado en otras ocasiones, por lo que no tuve nada que modificar en ello. Pero, pasado un tiempo, dejó de estar interesado en el proyecto… y el asunto no pasó de un relectura sopesada de los estatutos.

En la frase final del fragmento comentado: «adaptándola a los laicos de este siglo XXI», estuve tentado de cambiar la palabra “laicos” por “seglares” (que es la palabra que verdaderamente prefiero, porque expresa mejor el hecho de trabajar en el siglo sin dejar por ello de ser creyentes, connotación que la primera palabra no tiene, y estos estatutos no van dirigidos a personas no creyentes; sin embargo, esa primera palabra, es la elegida por los documentos oficiales de la Iglesia, y por eso, a mi pesar, no la cambié).

«Nota introducida el domingo 7 de agosto de 2005.-

Además de la interpretación literal de todo lo escrito, ha de añadirse la metafórica: en la que “lo físico” (camino) adquiere carácter simbólico, y se abre en “ámbitos de relación” (verdad) y “realidades interiores” (vida); de tal forma que, dado el caso, la expresión “lugar” pueda ser también entendida como “ámbito circunstancial y personal” y, en definitiva, como referida a “la propia humanidad de cada uno”, en la perspectiva de “templo vivo de Dios” a la que nos referíamos en párrafos anteriores.»

Como la redacción de los Estatutos me había salido de corrido, y cuando había querido revisarlos para contrastar sus fallos (pasado un tiempo largo después, y al menos en dos ocasiones), no había encontrado nada que retocar:

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cuando comprobé la necesidad de introducir el contenido de esta nota: opté por hacerlo como una “nota” tras la presentación de los mismos, ya que no vislumbré otra forma y ubicación mejor para ello.

El motivo de la nota fue la constatación de mi propia experiencia, en la que me había dejado llevar, más por la plasmación física del contenido de los Estatutos en un tiempo y lugar concreto y tangible (cosa que los mismos Estatutos no decían), que por el sentido trascendente de los mismos. Y si yo me había equivocado, dejándome arrastrar por la inmediatez, ¿por qué a los demás nos les podía pasar lo mismo?

¡También se equivocaron los apóstoles y los primeros cristianos pensando que la Parusía era inminente!

Quizás no queda claro el contenido de la nota, porque le falta un ejemplo, y es el que suelo usar con la palabra «oficina».

Dicha palabra se puede entender de tres maneras básicas: Como lugar físico, habitación o sala donde se desarrolla una actividad administrativa: «voy a “la oficina”». Como ambiente o grupo social de personas que desarrollan su trabajo en ese lugar físico (ámbito de relación): «voy con “la oficina” al bar». Como función abstracta o tarea desarrollada en ese lugar y ambiente: «es un trabajo de “oficina”» (en esta tercera posibilidad desaparece el artículo para indicar la generalidad del concepto).

Pues esos tres planos simultáneos son los que hay que tener en cuenta a la hora de interpretar estos estatutos: El plano físico inmediato, el plano social de ámbito de relación, y el plano espiritual y de desarrollo de la propia vida.

El caso es que si se leen las Estatutos desde estas tres perspectivas, no “chirrían” en absoluto, sino que parece que ya estuvieran previstos para tal circunstancia; y, sin embargo, yo no era plenamente consciente de ello cuando los escribí. Por eso la “nota” es más una advertencia que una modificación de los mismos. Así pues, hay que leerlos como “camino”, hay que leerlos como “verdad”, y hay que leerlos como “vida”, para entenderlos en su profundidad. En consecuencia, la “villa” es un “lugar”, un “ambiente o ámbito”, y una “forma de vida” o “disposición personal”.

«Y ampliada el jueves 5 de agosto de 2010.-

Respecto a este «templo vivo», que todos somos por gracia de Dios, se puede constatar con rotundidad que no todos correspondemos a tal dádiva y aceptamos ese don gratuito siendo obedientes a la voluntad de Dios, por lo que ese «templo vivo», además, debe de estar dedicado a Dios, según la recomendación que efectúa San Ignacio de Antioquía, hacia el final de su carta a San Policarpo de Esmirna: «El cristiano no tiene poder sobre sí mismo, sino que está dedicado a Dios. Esta obra es de Dios, y también de vosotros cuando la llevéis a cabo.» Así pues, todo miembro de esta villa se verá invitado a dar un paso más en su consagración al Señor (A) efectuando esta dedicación (al modo de los templos), primero de forma personal o, incluso, comunitaria, y, posteriormente, de forma pública, cuando tal dedicación sea incorporada al orden de la Iglesia (como ya lo están los ermitaños o las vírgenes). Como dicha dedicación será siempre por mediación de la Virgen María (G), la conmemoración de tal entrega generosa se celebrará el día 5 de agosto, fiesta de la dedicación de la basílica de Santa María. Esta obediencia a Dios en el seno de la Iglesia

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probablemente llevará pareja la intención de celibato, ya que “los templos tienen un uso exclusivo”, pero eso no se hará como voto ni condición imprescindible (L), sino como valoración después de un proceso de discernimiento. (Lo que importa verdaderamente es la voluntad de Dios (U).)»

Esta segunda nota, introducida cinco años después de la primera, tiene un origen más complejo.

Mi director espiritual (desde septiembre del año 2002), Don Julio Navarro Panadero (que falleció el 14 de septiembre de 2010, a los 93 años de edad), me dijo que pidiera a Dios luz para que viera de qué forma podía integrarme (“incardinarme”, según sus palabras) dentro del orden de la Iglesia (en mi visita mensual del 26 de julio de 2005). Ésta era una idea que le venía rondando desde el primer día que iniciamos la dirección espiritual. Entonces me propuso que me planteara el sacerdocio, pero como le respondí que en eso no tenía ningún inconveniente, pero que ya me lo había planteado en serio varias veces y nunca lo había visto, no insistió más en ello. Sin embargo un día, mucho tiempo después, me dijo que había estado pensando en el orden de los ermitaños, por si tuviera algo que ver con mi propósito; pero aquello se agotó allí mismo, aunque él me insistió que me veía de alguna manera dentro del orden de la Iglesia. Por eso la propuesta de ese día de 2005 no me extrañó. Y así hice, según su petición.

Cuatro días después, el sábado 30 de julio de 2005, al leer la segunda lectura del Oficio de lectura correspondiente a ese sábado de la XVII semana del Tiempo ordinario, y llegar a la frase que figura en la cita de San Ignacio de Antioquía en la “nota” de más arriba, se me iluminó de pronto la mente como quien descubre “la pólvora”, y entendí el sitio en que Dios lo quería dentro del orden de la Iglesia, pero… ¡harto difícil!, porque esa situación no existía dentro del orden actual, y ni siquiera como “grieta” dentro del Código de Derecho Canónico. Y así se lo planteé a D. Julio en mi siguiente visita, pero a él no le importó, porque la respuesta que yo había tenido de Dios se produjo según los cánones que él esperaba, y lo dio todo por bueno. ¡Dios dispondrá!

Pero antes de esa segunda visita a D. Julio, el jueves siguiente a ese “descubrimiento”, llegó el 5 de agosto de 2005, cuarto aniversario de un acontecimiento interior especial en mi vida, que se produjo justamente la víspera del primer aniversario de la “visión intelectual de la ciudad-iglesia”, y que consistió en una visión (acompañada del gozo exultante del que encuentra lo que busca), esta vez en imagen interior (porque con los ojos veía la realidad del monte vacío) de una ciudad, en un paraje cercano a Buenafuente del Sistal, en la provincia de Guadalajara (lo que acabó por desencadenar que yo me fuera a vivir, por cerca de un año, a aquella población).

Lo curioso es que, si aquel domingo 5 de agosto de 2001 se hubiera celebrado la fiesta de la Dedicación de la basílica de Santa María (como podría hacerse de no ser domingo), se hubiera leído la visión de la Jerusalén celeste que narra el Apocalipsis, dentro de las lecturas de la misa del día.

Pues toda esta suerte de… “casualidades” o… “coincidencias” o… más bien sugerencias, vinieron a confluir en ese 5 de agosto de 2005, lo que acabó por precipitar y cristalizar el contenido de la nota objeto de este comentario; aunque la redacción e inclusión de la nota en los Estatutos aún se demoraría cinco años más, hasta que el tiempo la sedimentó por completo, ya en 2010.

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Sin embargo, sí precipitó la inclusión de la primera “nota”, que fue sólo dos días después: el 7 de agosto de 2005.

El motivo de la demora de cinco años en incluir la nota, es que, al principio, pensaba que la «dedicación» era una cosa que sólo me concernía a mí personalmente, y aunque también comprendía que no era solamente para mí, no sabía cómo establecer el nexo de unión entre ambas situaciones.

De hecho, entre las modificaciones a la “Declaración de intenciones” del 23 de febrero de 2006, ya aparece: «Nos dedicamos a Dios mediante la transformación de nuestros propósitos en obras.» El concepto de «dedicación» ya se había incluido en la intención general de los Estatutos.

La frase: «Esta obediencia a Dios en el seno de la Iglesia probablemente llevará pareja la intención de celibato», necesita de una mayor explicación:

La palabra «obediencia» está incluida a plena intención para recalcar que sólo es a Dios a quien se debe esta obediencia (implícita al cumplir en todo su voluntad), aunque esta obediencia se realice a través de la Iglesia, ya que se está en su seno. No se trata de una “obediencia ciega” a las mediaciones humanas, sino una obediencia “con cabeza”, discerniendo que la mediación humana coincida con la voluntad de Dios, expresada en sus mandamientos y en el bien. Concepción distinta a la práctica más corriente, aunque no distante de su teoría.

La frase se completa con la expresión final: «la intención de celibato». El celibato no es una obligación sino una vocación, una llamada de Dios a anticipar en este mundo la vida del otro, un puente entre la Jerusalén celeste de allá y la de acá, una mayor dedicación a ser ese vínculo o escala de Jacob que vaya consolidando la fusión de ambas orillas en un tiempo futuro. Y si Dios llama, la Villa tiene que ser permeable a esa llamada.

Y en esto tengo que exponer el ejemplo de mi propia vida, para que se entienda lo que quiero decir y de dónde viene todo: Llamado a esta “intención de celibato” desde mi juventud (calculo que tendría unos diecisiete años), pero sin estar sujeto a ningún voto. ¿Cómo? Mediante lo que yo llamo “propósito”. El “propósito” de llevar a cabo una acción en tu vida a través de la puesta en práctica de la misma día a día, instante a instante, sin ninguna obligación que te fuerce a ello, ni siquiera una promesa, sólo por pura entrega al Señor (creo que eso se llama amor, pero no me atrevo a decirlo muy alto). Ahora, en esas condiciones, no son las propias fuerzas las que lo consiguen, sino la pura gracia de Dios recibida como don precioso. Él llama, y da la gracia necesaria. (Aunque no te libra de la prueba, porque esa prueba o pruebas confirmarán y darán solidez a la opción.)

¡Y no es el único “propósito” que me ha acompañado a lo largo de mi vida!, aunque sí el primero. Lo otros dos, contemporáneos de aquél como si fueran su consecuencia, son: El propósito de «austeridad», y otro que nunca he sabido definir del todo y lo he llamado de varias maneras, algo así como el propósito de «no aferrarme o no tener otras seguridades más que Dios», o, visto desde otro ángulo, como el propósito de «disponibilidad» a Dios. (Es decir, la «obediencia», según el modo de entenderla comentado anteriormente.)

El “propósito” es, pues, como un voto, pero con la suprema libertad del puro lazo de amor, sin ninguna consecuencia si no lo cumples, y sin ningún “policía” en el secreto de tu vida ni fuera de él que te vigile si lo llevas a la práctica o no.

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Pero si no pones tu parte en su realización es que era un propósito de mentira; porque en él, lo que se entrega, no es el “voto”, el “compromiso”, sino la “libertad”. Una diferencia de matiz que me parece muy importante, pero que creo no se entiende muy bien; porque la “libertad” es lo más propio y característico del hombre, el don de Dios que le hace ser lo que es, y le confiere su ser. Sin la “libertad”, sin la “voluntad”, el hombre deja de ser lo que es. Así pues, quien pone su “libertad”, su “voluntad” en Dios, ha hecho el mejor negocio del siglo, porque, sin dejar de ser lo que es, alcanza a ser lo que no es, por pura gracia.

Luego cuando aparezca la palabra «propósito» o el verbo «proponerse» (en cualquiera de sus tiempos o personas), a lo largo de estos estatutos: habrá que investir esas palabras de todas estas connotaciones para encontrar la intención más profunda con las que fueron escritas. Aunque cuando los escribí no quise incluir todas estas precisiones a plena intención, para facilitar la comprensión y la evolución personal, de lo superficial a lo profundo, en la relación con Dios.

Así pues, la frase que comentábamos más arriba de la “Declaración de intenciones”: «Nos dedicamos a Dios mediante la transformación de nuestros propósitos en obras.» Adquiere ahora, tras esta explicación, un mayor calado, intencionalidad y sentido; sin dejar de tener el que tenía antes.

En todo esto de los propósitos y la dedicación, y su no obligatoriedad, se produce una contradicción aparente que no sé como solventar y explicar. (De ahí los cinco años de demora en introducir la “nota” que comentamos.)

Si todo es fundamentalmente decisión libre y personal, ¿cuándo se manifiesta públicamente, cómo queda la libertad? Y, especialmente, ¿si se pretende incluir la “dedicación” dentro del orden de la Iglesia, cómo hacer compatible la no obligatoriedad con la obligatoriedad?

Puede que esa segunda respuesta no sea yo quien la tenga que dar, y sólo sea mi misión dejarla planteada. Por eso, al final, decidí incluir la nota aunque dejara en el aire tal extremo. En esto, solamente puedo poner mi vida como ejemplo…, y quien tenga que decidir, decida.

En cuanto a la respuesta a la primera pregunta: Que una decisión personal se manifieste públicamente, puede no condicionar la libertad de entrega si se explica bien en qué consiste tal entrega, y, quien la realice, comprende bien los términos de la misma. Sería, en definitiva, una cuestión de educación, un cambio de mentalidad, pasando de la típica y habitual del trueque (“compromiso”), a la de la gratuidad (“libertad”).

Por concluir estas declaraciones y comentarios a la segunda “nota”, diré: que parece entreverse, en estas personas de especial dedicación, las vigas maestras que soportan la estructura de la Villa, dándole cohesión y armadura, velando por toda la comunidad, al estar menos embebidas en mirar hacia dentro de la estructura familiar, como hacen las casadas.

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EL LUGAR

«La comunidad no la hace el lugar, sino las personas. Son ellas las que dan forma al lugar. Son ellas las que lo abren o lo cierran, lo iluminan o lo oscurecen. Son ellas, cada una con su nombre único y exclusivo pronunciado por Dios, las que le dan vida, presencia y estructura. En definitiva, el lugar, son las personas; por eso, habrá de adecuarse a las posibilidades personales de quienes lo habiten.»

Como decía anteriormente, ya figuraban desde la primera redacción los distintos planos de interpretación de la palabra «lugar», pero dado mi propio error de mirar demasiado cerca, decidí introducir la “nota” ya comentada, como advertencia.

Las cosas, cuando empiezan, no tienen por qué parecerse al resultado final al que se dirigen, como así ocurre con el propio cuerpo del hombre (siempre entendido como género epiceno, como “ser humano”, advertencia necesaria solamente para estos tiempos tan manipulados que corren al escribir estas líneas, pero completamente innecesaria después, a Dios gracias). ¿Cómo identificar en una célula microscópica, al ser humano al que dará origen?

Pues con la villa del Señor, lo mismo. Lo que nace no tiene por qué parecerse en nada a aquello que pretende ser, si en su interior lleva el germen de lo que será. Hay que dar tiempo para el desarrollo y la evolución de todos los aspectos y características, y tener paciencia y perseverancia en su consecución. Todo se ha de ir acomodando y adaptando a los medios con los que se cuenta, sin desistir por ello en ir avanzando hacia la meta prevista.

La llegada a la Tierra Prometida supone un largo periodo de peregrinaje por el desierto (en el que todo depende de Dios), y luego otro largo periodo de toma de posesión e instalación en la misma, en el que ya hay que poner, externamente, más de nuestra parte.

Se empieza con lo que hay, y de la manera que se puede… y lo demás ya irá viniendo. Y no lo digo sólo por el comienzo de la generalidad de la Villa, sino por el inicio de cada una de las “células”, “tejidos”, “aparatos” y “sistemas” integrantes de ese Cuerpo Místico que es la Villa.

«El lugar no será un monasterio cerrado que quiere alejarse del mundo para

no verse contaminado por él, sino una población abierta que quiera abarcarlo; en posesión de ciertos privilegios: una villa. (Privilegios otorgados por la presencia más manifiesta del Señor en ella, al estar menos ensombrecida por el “ruido” del mundo.)»

Siguiendo ese ejemplo del cuerpo humano: La célula inicial (zigoto), no se queda permanentemente en ese formato (podríamos decir así), sino que, nada más constituirse, “explota” en un montón de células hijas que, según evoluciona el cuerpo, van adoptando y adaptándose a distintas funciones cada vez más específicas, «creciendo en tamaño, en edad, en sabiduría y en gracia, delante de Dios y de los hombres» (cf. Lc 2, 52); abarcando todo su medio.

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El mundo, la creación entera, ha de ser rescatada para el bien, para Dios, e incluida en la Villa. Nada bueno puede quedar fuera, puesto que todas las cosas han de ser reintegradas a Dios. Pero siempre con “vista”, para no meter en su interior posibles “caballos de Troya”, que, aunque en la espiritualidad no pueden entrar por su mismo principio, sí en el aspecto físico o de la apariencia, para sacar de la Villa a sus integrantes.

«La distancia prudencial que se establezca con el “ruido” del mundo, la

equidistancia estratégica con él, vendrá marcada por las posibilidades y circunstancias, y por las dificultades que aparezcan a la hora de poner en práctica los principios constituyentes.»

La adaptación es fundamental para la supervivencia, especialmente si el medio es hostil; y como todo está al servicio de Dios y no al revés, habrá que buscar cómo hacer aflorar en esa hostilidad ese destino último de todas las cosas. Por eso no hay barrera imposible de superar para quien conoce tal destino último, ya que ese conocimiento le permite adaptarse sin cambiar en su ser. Es como quien conoce todos los sótanos de una edificación, de forma que puede trasladarse tranquilamente de una parte a otra de la misma, a través de ellos, sin que los observadores ajenos sepan cómo.

«El lugar debe permitir la presencia en él de hombres y mujeres; de

solteros, ya sean célibes o no, y de matrimonios, con sus respectivos hijos o sin ellos; así como la acogida de padres y familiares ancianos, enfermos o incapacitados.»

Puesto que toda la Creación ha de tener cabida en la Villa, antes que nada, todas las personas, en sus diversos estados y circunstancias, también. Sólo el pecado es lo que queda fuera; pecado, que para ser tal, requiere una voluntariedad por parte de quien lo comete, que al adherirse a él en ese acto de la voluntad, se ve arrastrado por dicho pecado fuera de ella.

«Toda la villa, sus habitantes, sus casas y sus campos serán considerados

como sagrados, al estar incluidos dentro del recinto del templo o iglesia que es toda la villa, y lo mismo que se dedican las iglesias para el culto sagrado, así se solicitará al obispo de la diócesis su dedicación, si tiene a bien concederla (G).»

La Villa (con mayúscula o minúscula) es o representa, pues, toda la Creación, creada inmaculada por Dios, puesto que el pecado queda fuera (lo mismo que ocurre con la Iglesia, de la que la villa es una faceta); de ahí toda las consecuencias que se exponen en el párrafo comentado; párrafo que constituye una de las letras o principios constituyentes de la misma.

El concepto de sagrado que aquí se emplea es el derivado de su consagración a Dios, de su dedicación según se deduce de la “nota” correspondiente del capítulo anterior; es decir, se ha de ser consciente de que todo eso es propiedad del Señor. Y no es que lo demás no lo sea (se quiera o no), sino que aquí se produce una aceptación libre y voluntaria de tal señorío por parte de las personas, y se obra en consecuencia. Es como “blanquear” o “iluminar” el ambiente en que se vive, para que así puedan ser detectadas mejor las “manchas”, con objeto de poderlas limpiar adecuadamente.

La solicitud al obispo es solamente un reconocimiento de la autoridad de éste, como consecuencia de ese señorío de Dios; pero su concesión o no, no

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influye para nada en el establecimiento de las distintas funciones a desarrollar en ella.

Todo este aspecto recogido bajo la letra G, forma parte de la denominación primitiva de la villa como ciudad-iglesia (ciudad recinto sagrado), y recoge la visión del capítulo 21 del Apocalipsis en la que dice: «Y en ella no vi santuario, pues el Señor, Dios todopoderoso, es su santuario, y también el Cordero.» (Ap 21, 22) Y que en otras traducciones concluye como: «y su lámpara es el Cordero.» Por eso el texto de los estatutos añade:

«Aunque todo sea templo, el lugar deberá contar, en cuanto sea posible, con

una capilla a modo de sagrario o de Santo de los Santos que albergue el Santísimo Sacramento (y si fuera concedido: bajo las dos especies): signo, emblema y columna de la villa (A, O).»

Aunque las funciones del Santísimo Sacramento como signo, emblema y columna se desarrollan más adelante, aquí es de destacar que, la presencia permanente del Santísimo Sacramento, es la imagen visible de la presencia permanente de Jesucristo en la villa, expuesta sobre el arca de la alianza del Santo de los Santos (el velo rasgado entonces sería la apariencia de pan y vino de la misma).

Además: de que el Santísimo Sacramento recuerde, visualmente, dos de las vías fundamentales para el sostén de la villa: la consagración (A) y la unidad (O); pero también, más indirectamente, las otras tres: la gratuidad (E), la disponibilidad (I) y la conversión (U).

«No se habitará el lugar, de forma permanente, hasta que no reúna unos

requisitos mínimos para la supervivencia y perspectivas de autoabastecimiento.»

Esto, que se refiere principalmente al aspecto… llamémosle físico de la villa, no se ha de olvidar interpretarlo también en el plano de la relación comunitaria y de la vivencia espiritual. Es una llamada a hacer las cosas sopesadamente, con cordura, sin dejarse llevar por el primer impulso, muchas veces irreflexivo y sin profundidad de miras.

«Todos los lugares que se habiten siguiendo esta intención, aunque estén

muy distantes unos de otros y puedan funcionar como poblaciones autónomas, se considerarán pedanías o barrios de la única villa del Señor.»

La unidad ante todo. Es uno de los puntos fundamentales.

Como Dios es Uno en su Trinidad, y la Creación es una en su diversidad, así la Villa (como la Iglesia) sólo puede ser una en su diversidad.

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LAS PERSONAS

«Quienes deseen vivir en la villa han de reunir unos requisitos mínimos, imprescindibles para poder integrarse en la vida de la misma:»

Esto es el “alma mater” de la Villa. «Propósito de consagración: Que quieran, como principal objetivo de su

vida, hacer todo en atención a Cristo, como vid a la que desean estar unidos, nutriéndose de su savia; para que así, Dios, sea todo en todas las cosas (A, B).»

Aunque las vías o propósitos sean cinco, éste es el fundamento de los otros cuatro.

Las letras constituyentes a las que remite este propósito incluyen las citas bíblicas que lo sustentan:

«A (a).- Primera vía: Consagración.

”Haced esto en memoria mía” (Lc 22, 19) para que Dios sea todo en todas las cosas.

”Y cuando todo le esté sometido, entonces el Hijo, a su vez, se someterá a aquel que todas las cosas le sometió, para que Dios sea todo en todas las cosas.” (I Cor 15, 28)»

«Haced esto en memoria mía» es la frase que concluye la consagración del vino en la Última Cena, y que podríamos decir define “la misión eucarística”. Pues si la Villa pretende ser el reflejo vivo de la Eucaristía, esta misión de hacerlo todo en atención a Jesucristo, por Él y en Él, es su punto culminante. Para que, al final, Dios sea todo en todos, y todo en todo.

«B (be).-

La primera vía es la fundamental. Por coherencia personal, nadie que no quiera que Cristo sea la vid a la que desee estar unido deberá empadronarse y ser vecino de pleno derecho de la villa; así como si minusvalora cualquiera de las otras cuatro vías.»

Aquí se llama “vecino” a lo que en otros lugares se denominaría “miembro”, simplemente por seguir la misma terminología empleada en los pueblos o ciudades normales; aunque la relación personal entre los “vecinos” de la villa sea diferente a la de los otros, ya que, en la villa, se supone que todos rezan el padrenuestro sabiendo lo que rezan.

«Propósito de gratuidad: Que quieran dar gratis todo lo que de Dios han

recibido gratis (E), viviendo, de esta forma, la santidad (Ç), al seguir la recomendación evangélica: “sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto”. Jesucristo, porque nos quiere hasta el extremo, no nos puede pedir imposibles sino cosas sencillas y asequibles, por lo que habrá que entender que la perfección no consiste en obtener resultados sino en poner recta intención en los propósitos, es decir: amor (gratuidad).»

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Igualmente, las letras constituyentes a las que remite este propósito incluyen las citas bíblicas que lo sustentan:

«E (e).- Segunda vía: Gratuidad.

Dad gratis lo que de Dios habéis recibido gratis.

“Gratis lo recibisteis, dadlo gratis.” (Mt 10, 8)

“Venid por agua todos los sedientos; venid aunque no tengáis dinero; comprad trigo y comed de balde, vino y leche sin tener que pagar.” (Is 55, 1)»

De Dios todo lo hemos recibido gratuitamente, bien sea directa o indirectamente; si queremos ser perfectos como el Padre celestial lo es (cf. Mt 5, 48), tendremos que obrar, proporcionalmente, como Él obra. Porque también dice Jesucristo en el Evangelio según San Mateo: «Buscad sobre todo el reino de Dios y su justicia; y todo esto se os dará por añadidura.» (Mt 6, 33) Lo que, también, muchos santos cuentan de diversas maneras, que se pueden resumir en la frase: «Tú preocúpate de Mí y de mis cosas, que yo me preocuparé de ti y de las tuyas.»

Pero esto, justamente, es lo más difícil de entender. Eso de dejar las preocupaciones humanas y mundanas en manos de Dios, para sólo atender a procurar el bien y la voluntad de Dios para cada uno… requiere una confianza en Dios… ¡con palabras mayúsculas! Y, sin embargo, sólo hay que experimentar ese abandono confiado, para darse cuenta de que eso es así, tal cual está prometido.

Otra cosa es que esperemos de ello triunfalismos humanos, o beneficios por encima de nuestras necesidades que supongan un lujo, porque eso “no entra en el trato”. No se nos ha dado otro modelo, otra referencia, otro lugar donde mirar cuando somos mordidos por la serpiente, que Jesucristo, y éste, crucificado.

Por eso la gratuidad es lo que más incomoda a quien pretende adentrarse en esto estatutos. Pero es que ha llegado el tiempo, y es éste, en tenemos que reconocer “los derechos de autor” de Dios, sin apropiarnos de ellos como si fueran exclusivamente nuestros. Nosotros solamente los administramos, y si lo hacemos con bien, serán nuestros por generosidad gratuita de Dios, como herencia a perpetuidad, ya que es Él mismo el que se dona. Por eso, nosotros, no podemos dejar de hacer eso mismo, si queremos ser verdaderos hijos de nuestro Padre Dios. Como la Eucaristía, que se parte y se reparte, sin agotarse en esa partición.

Pero todo esto, haciéndolo “con cabeza”, sopesada y reflexivamente, no a lo loco; porque también añade Jesús en el Evangelio: «No deis lo santo a los perros, ni les echéis vuestras perlas a los cerdos; no sea que las pisoteen con sus patas y después se revuelvan para destrozaros.» (Mt 7, 6)

«Ç (che).-

La comunidad de vecinos de esta villa está integrada exclusivamente por personas que quieren vivir la santidad, y no por instituciones, congregaciones, asociaciones, movimientos o similares; aunque estas personas puedan, a su vez, estar coordinadas de diversas maneras, al ser conscientes de que toda organización está al servicio del hombre y no al revés. Por eso, toda persona o grupo de ellas que, perteneciendo a una de las establecidas en el seno de la Iglesia, desee residir en esta villa, sepa que ha de compatibilizar sus reglas y modos a los aquí expuestos para poderse empadronar en ella. En caso contrario,

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es más conveniente para la salud espiritual de todos, que permanezca donde estaba.»

Sólo la primera frase de esta letra o punto constituyente es la que nos concierne e interesa en este momento de los comentarios: Las personas que quieren vivir la santidad. Vivir la santidad a través de la gratuidad, tanto de la gratuidad ejercida, como de la gratuidad recibida. Reconociendo que la santidad: lo que es propio de Dios, es un don gratuito de Éste hacia quien generosamente lo quiera acoger y aceptar. Y quien acoge este don, se convierte, automáticamente, en fuente del mismo, que, igualmente, se manifiesta en gratuidad.

«Propósito de disponibilidad: Que quieran poner al servicio de todos,

para el bien común, los dones, talentos, habilidades, etc. que posean; desarrollándolos, ahondándolos o adquiriendo y descubriendo otros nuevos (I).»

Este propósito de estar disponible para Dios, y, en consecuencia, para los hermanos, es casi una consecuencia del anterior, y la forma de manifestar hacia fuera el propósito inicial de «Haced esto en memoria mía». Reconociendo que todos esos dones, talentos y habilidades, son bienes cedidos por el Señor para ser administrados.

La letra constituyente indicada es como sigue:

«I (i).- Tercera vía: Disponibilidad.

Desarrollad los talentos individuales para el bien común.

“Cada uno ha recibido su don; ponedlo al servicio de los demás como buenos administradores de la multiforme gracia de Dios.” (I Pe 4,10)

“Debías, pues, haber entregado mi dinero a la banca, para que, al volver yo, recibiese lo mío con el rédito.” (Mt 25,14-27-30)»

El buen administrador no entierra los bienes a administrar sino los pone a funcionar, aunque solamente sea dejándolos fluir por ellos mismos, sin ocultarlos; eso es ponerlos en el banco. Pero no nos podemos conformar sólo con no ocultarlos, sino que debemos sacarles rendimiento, fruto natural del amor que deseamos tener a Dios.

¡Y cuánto se puede hacer con sólo poner nuestros cinco panes y nuestros dos peces en las manos del Señor! (cf. Jn 6, 4-14 y paralelos de Mt, Mc y Lc)

«Propósito de unidad: Que quieran vivir la comunión de los santos, en la

que todos formamos un mismo cuerpo, de tal forma que donde está uno estamos todos (O); tanto espiritualmente (tomando conciencia de que abarca el tiempo, el espacio y la materia; el pasado, el presente y el futuro, y da cohesión a toda la Iglesia (P)), como encarnándola a través de la vida comunitaria.»

La primera letra constituyente citada reza como sigue: «O (o).- Cuarta vía: Unidad.

Todos formamos un mismo cuerpo, y donde está uno estamos todos.

“Así nosotros, siendo muchos, somos un cuerpo en Cristo, pero miembros los unos de los otros.” (Rom 12,5)»

Y entre las muchas citas que abundan en la unidad, también se podrían destacar estas palabras de Jesús: «No sólo por ellos ruego, sino también por los

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que crean en mí por la palabra de ellos, para que todos sean uno, como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado. Yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno, como nosotros somos uno; yo en ellos, y tú en mí, para que sean completamente uno, de modo que el mundo sepa que tú me has enviado y que los has amado a ellos como me has amado a mí.» (Jn 17, 20-23)

Es tan importante la unidad, como manifestación de Dios, que aquí se eleva a propósito fundante. Pero, ¡ojo!, acogiéndola y mimándola como don precioso de Dios y no como conquista de nuestras fuerzas; para el caso contrario, ya tenemos como ejemplo todos los sucesos acontecidos a los largo de la historia de la Iglesia.

Sin esta unidad no sería posible vivir el dogma de la comunión de los santos (pilar aparentemente olvidado en los tiempos que corren). Y los dogmas no son “teorías” sino vida.

«P (pe).-

El pilar de la organización comunitaria debe ser la comunión de los santos, que saltando el tiempo, el espacio y la materia, une y da cohesión a toda la Iglesia. En consecuencia, la máxima responsabilidad de toda la villa recae en cada uno de sus vecinos, y simultáneamente en todos ellos, unidos a la Iglesia Universal. Por ello, se recomienda que las juntas de vecinos o asambleas generales no sean infrecuentes o excepcionales.»

Es, simplemente, otra forma de expresar la parábola de Jesús: «Yo soy la vid, vosotros los sarmientos» (Jn 15, 5), o la imagen del Cuerpo Místico de Cristo.

En el párrafo comentado, en lugar de utilizar la expresión común “Iglesia Católica”, he preferido usar el significado etimológico del adjetivo y decir “Iglesia Universal”, para remarcar en el inconsciente del lector el sentido único de la Iglesia, y que no hay otras “Iglesias” que se puedan comparar o situar en el mismo plano, con, simplemente, cambiar el adjetivo. Cristo sólo tiene un Cuerpo. Podrá haber millones de células pero un solo cuerpo.

«Propósito de conversión: Que quieran transformarse por dentro,

evolucionando hacia la santidad, para poder, más eficazmente, también cambiar el mundo desde dentro (U). Quien es capaz de romper la tela de su yo egoísta y entrar dentro de él, descubrirá que no está vacío, sino que el Espíritu Santo, todo entero, lo habita (lo mismo que está presente todo el Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo en cualquier trocito de pan consagrado), y con Él, todo el universo pasado, presente y futuro, es decir, toda la Creación. Así descubrirá cómo su pecado, su desamor, afecta destructivamente a toda la Creación («lo que hagáis en la intimidad será publicado en las azoteas» [cf. Lc 12, 3]); pero que su amor la reconstruye, cambiando verdaderamente el mundo.»

Y la última vocal, que constituye la quinta vía, afirma:

«U (u).- Quinta vía: Conversión.

Cambia tú, y el mundo cambiará contigo.

“Pues nada es la circuncisión ni la incircuncisión sino la nueva criatura.” (Gal 6, 15)»

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El mundo no sólo se cambia con las manos, sino, fundamentalmente, con el corazón, con la voluntad de amar; las obras son únicamente una consecuencia de este amor, y dan fe de la autenticidad del mismo. Y se cambia desde dentro, desde el interior de cada uno a través de la comunión de los santos; y la oración es su expresión más reconocible.

A través de ese atajo interior llegamos a cualquier parte de la Creación, en cualquier tiempo y momento. Todo es accesible y asequible a quien confía en el Señor, a quien se adentra en ese centro de su ser, habitado por el Supremo Ser, que es quien le da soporte. Ese centro de su ser que lo es, simultáneamente, para todas y cada una de las personas creadas por Dios, y en el que se encuentran con su Señor. Allí (y ahí) confluye todo, y a todo se llega desde ahí.

Éste es «el plan que había proyectado realizar por Cristo, en la plenitud de los tiempos: recapitular en Cristo todas las cosas del cielo y de la tierra.» (Ef 1, 9-10)

Por eso, el cambio interior, la conversión que pasa de no reconocer a Dios a reconocerle y comunicarse con Él, se culmina en la santidad, fruto del amor que también la criatura ofrece a su Creador como respuesta al que Él le ha dado primero; pero esta santidad, que comienza tímidamente, ha de crecer sin detenerse hasta el día en que nos sorprenda la muerte. De ahí que, el proceso de conversión (o santificación), sea permanente en esta vida, hasta alcanzar la perdurable.

No importa lo externo, la apariencia, la “circuncisión” o la “incircuncisión”; lo que verdaderamente importa es el cambio interior, la “nueva criatura” que nace de esta conversión. Sin este proceso de santificación, sin esta “peregrinación” hacia Dios, nada de lo que se haga conduce a ninguna parte.

«Estas cinco condiciones, vías o puntos guía, son los cauces a través de los

cuales discurre todo lo demás, y si faltase alguno de ellos, la integración no sería posible, ya que, entonces, nos encontraríamos ante algo distinto (B). (Lo mismo que si al idioma español le cambiasen las vocales o le quitaran alguna, ya no sería el mismo idioma).»

Las cinco vías son como los cauces por los que se vierte la única agua que constituye la villa del Señor. Si se cierra alguno de ellos, indirectamente, se cierran todos los demás; porque son como distintas caras de una misma realidad, y si atentas contra una, atentas contra todas (como se dice en la vía de la unidad).

El porqué son estas vías y no otras, y cuál es su origen concreto por el que figuran aquí, no lo recuerdo en absoluto. Ni tan siquiera, creo, que lo anotase en alguna parte en su día. (Ni en el borrador de trabajo original figuran esas motivaciones últimas.) Sin embargo, hace unos dos meses, cuando escribía la «Carta a Teodoreto» (El observador neutro y la Creación Nueva), incluida en el libro «Historias espirituales» (Ex libris 11), al intentar explicar cómo se “conquista”, cual Tierra Prometida, la Creación Nueva que el Señor nos regala: brotaron de la explicación, casi por sí mismas, las claves necesarias para ello; que no eran otras que las cinco vías aquí propuestas; pero, ahora sí, con un anclaje lógico y coherente con esa Creación Nueva objeto del tema tratado. Por eso recomiendo vivamente su lectura, así como de todo el libro mencionado, a modo de un anexo a estas «Declaraciones…».

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«Dicho esto, pueden establecerse cuatro categorías, aplicables a cada persona que de alguna manera se relacione con la villa, en atención a su grado de integración en la misma, y con intención de aclarar en qué disposición se hallan:»

Estas categorías son meramente orientativas sobre la disposición y el estatus de cada persona en la villa, pero sin pretender establecer compartimentos ni valoraciones de otro tipo que puedan asociarse a ello.

«Vecino: Persona, considerada mayor de edad según las leyes del país, de

cualquier sexo y condición, que se ha empadronado en la villa como signo objetivo de su firme propósito de vivir plenamente integrada en la misma.»

La denominación “vecino”, como ya se dijo, es simplemente circunstancial, relativa al término villa (o ciudad), por lo que el paso del tiempo y el uso pueden decantar otras denominaciones más adecuadas que lleguen a sustituirla, sin que por ello se violente la intención de los Estatutos. Y lo mismo se puede decir de las demás denominaciones, incluso del propio nombre de “villa del Señor”; siempre que no se cambie con ello el contenido de lo expresado, que es lo verdaderamente importante. Yo no he sabido encontrar nombres mejores o más idóneos.

El “empadronamiento” es un gesto simbólico que expresa ese deseo firme de integración en la villa, y ha de ser conocido por todos los miembros o “vecinos” de la misma, para que sepan a qué atenerse en relación al estatus de la persona en cuestión en la villa. Es decir, ha de publicitarse dentro del ámbito de la villa, aunque el momento concreto de la “firma” (por así decirlo) no lo haya sido.

Este gesto simbólico es independiente de un posible empadronamiento legal externo por motivos ajenos a los intereses de la villa. Y equivaldría a los “votos perpetuos” o a la “toma de hábito” de cualquier orden religiosa.

La mayoría de edad, entendida de puertas para adentro de la villa, es una mayoría de edad psicológica (de madurez para tomar decisiones vinculantes), no física, por lo que no depende de la edad corporal; aunque, legalmente, de cara al país en el que se desarrolla la vida de la villa, esta edad presente una cifra concreta, que habrá que respetar como límite bajo.

La expresión “firme propósito” a que alude el texto, quiere indicar una intención seria de compromiso a perpetuidad (como quien establece un vínculo matrimonial); ya que, realmente, el compromiso es con Dios a través de su villa, y no directamente con la villa, por eso no es necesaria la obligatoriedad del voto ni la promesa.

Como se dirá más adelante en los Estatutos: es una forma de saber con quien se puede contar verdaderamente, y con quien no. Porque quien no albergue una intención de perpetuidad (luego, con el paso del tiempo… Dios dirá), tiene a su disposición otros estatus a los que acogerse sin necesidad de forzar éste.

«Residente: Persona de cualquier edad, sexo y condición, que residiendo en

la villa por circunstancias varias, no está voluntariamente empadronada en ella, aunque sí pueda estar registrada o vinculada a ella por motivos legales. Éste es el caso de los niños, adolescentes, ancianos, enfermos o incapacitados que sean familiares de los vecinos y que precisen de sus atenciones y cuidados (serían los

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residentes acogidos). También es el caso de todas aquellas personas que quieran experimentar y sopesar esta forma de vida, con vistas a solicitar el empadronamiento en la misma (serían los residentes voluntarios).»

Los residentes acogidos serían los que no han expresado su voluntad de integrarse en la vida de la villa, y que, por diversas razones, no pueden solicitar el empadronamiento en la misma, pero sí están directamente relacionados con ella.

Los residentes voluntarios son, en consecuencia, los que sí han expresado su voluntad de integrarse en la misma, o de probar la vida que se desarrolla en ella para valorar si el Señor les marca ese camino. Serían, para entendernos, los “postulantes” o “novicios”.

«Visitante: Cualquier persona, que simpatizando o no con la espiritualidad

de la villa, tenga algún tipo de relación con la misma sin intención de residir en ella; o si lo hace, es sólo temporalmente por motivos de colaboración u oración. (Puede pero no quiere.)»

Los colaboradores directos son los que ofrecen algo a la villa, y los colaboradores indirectos los que reciben algo de la villa (enseñanza, asistencia, etc.), y luego, también, los curiosos de todo tipo.

La frase entre paréntesis «puede pero no quiere» fue añadida en la revisión del año 2006, con la intención de aclarar la situación interior de quien se encuentra en este estatus.

«Adscrito: Persona de cualquier edad, sexo y condición, que no pudiendo

residir en la villa ni empadronarse en ella, o inclusive, sin tener relación directa con ella, desee adoptar los principios constituyentes de la misma, adaptándolos a sus particulares condiciones vitales. (Quiere pero no puede.)»

La frase entre paréntesis, añadida en la revisión de 2006, «quiere pero no puede», es la que da la clave de la diferencia con el caso anterior. Vendría a equivaler a algo así como la “tercera orden” de algunas congregaciones religiosas, o como el “movimiento” asociado a ellas de algunas otras. Personas que pueden funcionar en solitario o asociarse entre ellas; pero, de tal forma, que un grupo de “adscritos” pueda llegar a constituirse, si las circunstancias cambian y la vinculación prospera, en una nueva “pedanía” de la única villa del Señor.

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LA VIDA

«La vida a desarrollar en ella será una vida de oración, entendiendo vida de oración como un tener abierta, permanentemente, la puerta de comunicación con Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, haciéndole presente, con y en nosotros, en nuestro sentir y vivir cotidiano. Esto es una actitud, por lo que no depende de las circunstancias, de lo que se viva o se haga, ya sea trabajar, divertirse, descansar, u orar según las formas ya conocidas (C). Esta apertura sólo puede ser fruto del amor a Dios sobre todas las cosas, que permite dejarle abierta esa puerta para que pase, sin llamar, a “cenar” (compartir-amar) con quien le abre (Ap 3, 20). Y no es posible mantener esta puerta abierta si no se le abre también al prójimo que viene con Dios a “cenar”; porque en el centro de ese yo de cada uno de nuestros semejantes también está Dios (aunque el sujeto en cuestión no lo sepa o nosotros no sepamos verlo), pero si hacemos memoria de Jesucristo (A), sí lo apreciaremos.»

La letra C del “Alfabeto constituyente” resume lo antedicho:

«C (que).-

La vida a desarrollar en ella será una vida de oración (amor a Dios y al prójimo), tanto en el trabajo, como en la diversión, o en la oración propiamente dicha (con sus múltiples y variadas formas); inspirándose en el principio clásico de “ora et labora”.»

El principio básico es el conocido de la regla de San Benito, fundamentada en la oración y en el trabajo, tanto físico como intelectual.

Esta vida de oración es una disposición del espíritu, que se expresa en la mente como una apertura permanente a Dios, dejándole acompañarnos en todo lo que hacemos o pensamos, como observador asociado a lo que somos y sentimos, estando siempre dispuestos a recibir su participación activa en todo ello, si ése fuera su deseo. El ve por nuestros ojos, oye por nuestros oídos, toca con nuestras manos, siente con nuestros sentimientos…, y, en esas circunstancias, de alguna manera “misteriosa”, nosotros empezaremos a ver por los suyos, a oír por los suyos, a sentir con los suyos… y a ser y pensar como Él es y piensa. Y eso, por pura gracia.

«Pero además, sabemos que Dios nos quiere, a cada uno de nosotros, por

nosotros mismos, sin esperar nada a cambio, y que por eso nos ha creado. Así, nosotros, también debemos amar a nuestros semejantes: por ellos mismos («amaos los unos a los otros como yo os he amado»), para que Dios sea todo en todas las cosas (A).»

Esta cita del Evangelio según San Juan «amaos los unos a los otros como yo os he amado» (Jn 15, 12), da la clave y el secreto de toda la vida de fe y la vida a desarrollar en la villa. Todo lo demás es consecuencia de esto. (Y no aporta nada nuevo a la vida de la Iglesia; salvo, si se quiere, el recalcar aquello de la gratuidad en ello: ni siquiera para obtener el Cielo a cambio.)

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«De esta forma, apoyándonos en los mandamientos y ayudándonos de las bienaventuranzas, podremos ser conscientes de todo esto y vivirlo en plenitud.»

En este parrafito se resume todo lo ya sabido, expuesto por Jesucristo y depositado en la Iglesia, como medio de salvación y de vida cristiana. Y como ya se da por supuesto, no se abunda más en ello. Luego todo el dogma y la doctrina subsiguiente, expresada en el Magisterio, quedan recogidos en esta mención escueta, aunque no se haga la alusión expresa como yo la realizo ahora al escribir estas líneas.

«Otro fruto importante de la vida de oración es la vida en gratuidad, en la

que la persona se abandona, libre y voluntariamente, en la voluntad de Dios (que “cena” con ella), y en su providencia (D). Dios no se impone al individuo con su voluntad, ni le enajena haciéndole dejar de ser quien es, porque no compite con el yo del individuo (como hace el mal). Dios está en el centro de ese yo para enriquecerlo y llenarlo, por eso la voluntad de Dios y la del individuo liberado coinciden, y la persona descubre que Dios le regala todo lo que necesita, porque para eso la ha creado: por amor; ¿y si acaso le pide pan le dará una piedra?, «o si le pide un pez, ¿le dará acaso una serpiente?» (Mt 7, 10): «Buscad primero el reino de Dios y su justicia y se os añadirá todo» (Mt 6, 33).»

Esta centralidad de Dios en el ser de cada individuo se encuentra más desarrollada y explicada en la «Carta al querido Teófilo» (Estructura y actitudes básicas del hombre), en «Historias espirituales» (Ex libris 11), texto al que me remito, como ya hice en la «Presentación de los Estatutos».

En cuanto a abandonarse en la providencia de Dios (siempre “con cabeza”, por supuesto, sin “servirnos” de Dios para nuestros fines, sin ponerle a prueba, como dice Jesús en el episodio de las tentaciones [Mt 4, 1-11, o Lc 4, 1-13] ), la letra D explicita:

«D (de).-

El libre y querido abandono en la Voluntad de Dios y en su providencia, debe ser el factor determinante en cualquier decisión individual o comunitaria, de tal forma, que manifieste la dinámica de encarnación que refleja el siguiente párrafo: «Es característico de la Iglesia ser, a la vez, humana y divina, visible y dotada de elementos invisibles, entregada a la acción y dada a la contemplación, presente en el mundo y, sin embargo, peregrina; y todo esto de suerte que en ella lo humano esté ordenado y subordinado a lo divino, lo visible a lo invisible, la acción a la contemplación, y lo presente a la ciudad futura que buscamos.» (Concilio Vaticano II, Constitución sobre la Sagrada Liturgia “Sacrosantum Concilium” nº 2)»

Aquí está la cita completa del Concilio Vaticano II, a la que ya aludíamos en la «Presentación de los Estatutos», en la que se expone esa dinámica de encarnación, de hacer carne la fe y de manifestarla en obras, que nos permite construir ese puente entre la tierra y el cielo (a imagen de Jesucristo) que pretende ser la villa del Señor.

«Pero la profundidad de la gratuidad es algo que debe descubrirse en el

trato con Dios, de forma que, progresivamente, cada uno pueda sentirse libremente comprometido a dar como la viuda del Evangelio, que dio “todo lo que tenía para vivir”, ya sea poco o mucho (T). Por eso, cada uno en la villa, determinará lo que son “sus” cosas, y hasta donde está dispuesto a que dejen de

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serlo; y si está aferrado a ellas o simplemente las administra, al igual que hace con sus talentos; respetando siempre el ritmo de los otros. Aunque este ritmo se acelerará si cada vecino se acostumbra a recibir todo lo que le llegue, independientemente de a través de quien le llegue, como un regalo: como un maravilloso regalo (J). Desde el aire que respira hasta la comida que “él mismo ha conseguido” con su propio trabajo.»

El punto constituyente representado por la letra T dice:

«T (te).-

Cada uno de los vecinos, debe sentirse libremente comprometido a dar como la viuda del Evangelio, que dio “todo lo que tenía para vivir”, ya sea poco o mucho.» (cf. Mc 12, 41-44 ó Lc 21, 1-4)

Todo es progresivo, y el desprendimiento ha de irse descubriendo y decidiendo sin forzar el camino a recorrer, pero también sin distracciones ni acomodos. Y, además, es proporcional, porque no depende de la cantidad sino de la intencionalidad del desprendimiento.

Nadie debe sentirse agobiado por este extremo, porque debe fijarse bien en que la palabra “libremente” se encuentra remarcada; aunque, si el asunto le agobia mucho, lo que deberá sopesar es su grado de confianza en Dios y su valoración de la Providencia divina, antes que cualquier otra cosa.

El desprendimiento no puede venir impuesto, porque, en ese caso, podría esconder una mentira, una hipocresía más dañina que el propio beneficio que se pretendía con ello. Además, no se puede hacer a tontas y a locas, sino con un sentido, y sabiendo lo que se quiere alcanzar. Cada persona debe ser consciente de que es administradora de todo lo que Dios le ha dado, y obrar en consecuencia.

Esto es lo que añade la letra J:

«J (jota).-

No hay que olvidar que la ley del trueque no es sólo material, sino fundamentalmente espiritual, y en ella, los derechos implican obligaciones y viceversa, y quien exige derechos se compromete a obligaciones y al revés, porque quien se somete a la ley “está obligado a cumplir toda la ley” (Gal 5, 3). Sin embargo, toda esta situación ha sido superada ampliamente por la GRATUIDAD, en la que no hay derechos ni obligaciones, sino que todo es regalo.»

Por eso el texto del capítulo continúa así:

«La gratuidad supera ampliamente la ancestral ley del trueque (J), evolucionada a ley del dinero; por eso ambas cosas deben desaparecer de la villa en cuanto sea posible, prescindiendo de lo que no se pueda obtener gratuitamente, porque «no se puede servir a dos señores, a Dios y al dinero» (Lc 16, 13) (H). Situación que no sólo implica un cambio de costumbres, sino un cambio de mentalidad, porque la ley del trueque no es sólo material, sino fundamentalmente espiritual, y en ella, los derechos implican obligaciones y viceversa, y quien exige derechos se compromete a obligaciones y al revés, y como dice San Pablo: quien se somete a la ley «está obligado a cumplir toda la ley» (Gal 5, 3) (J). Jesús expulsó a los mercaderes del templo ¡con un azote! (Jn 2, 15), y dijo: «No hagáis de la casa de mi Padre casa de mercado» (Jn 2, 16); por eso, liberémonos de la ley merced a la gratuidad, y demos sin esperar nada a

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cambio; porque esperar y no recibir lo esperado es frustración y sufrimiento, y Dios nos ha liberado de eso. He aquí que Dios ha puesto su ley en nuestros corazones y los ha transformado de corazón de piedra en corazón de carne, porque Dios es amor.» (cf. 1 Jn 4, 7-8)

La desaparición del dinero asusta muchísimo a quien lee estos textos, pero el propio susto ciega a quien lo lee, impidiéndole ver que también dice «en cuanto sea posible», es decir, que no es inmediatamente sino cuando se pueda. No hay que estar aferrado ni al dinero ni a la ausencia de éste, porque sería darle una importancia que no tiene; pues poco vale lo que se puede comprar con dinero.

En el Cielo no hay dinero ni trueque sino sólo gratuidad; pues si caminamos hacia el Cielo, debemos ir dejando a un lado el dinero y el trueque, e irlos sustituyendo por la gratuidad, como afirma la letra H:

«H (hache).-

El dinero y el trueque deberán ser sustituidos por la gratuidad, y habrá que prescindir de lo que no se pueda obtener gratuitamente, porque “no se puede servir a dos señores, a Dios y al dinero” (Lc 16,13).»

¿Qué cosas son prescindibles y qué cosas no?

Cada uno deberá valorarlo por si mismo, y la comunidad en conjunto también.

Pero en la Villa, en su dinámica interna, el dinero sí es completamente prescindible, así como el trueque. Fijémonos sin más en la Sagrada Familia, no creo que entre ellos fuera necesario el dinero para nada, ni siquiera el trueque. Pues ¿por qué no llevar a cabo lo mismo en la Gran Familia que es la Villa, y, en definitiva, en toda la Iglesia?

«En consecuencia: a nadie se obligará en la villa, bajo promesa o voto, a ningún tipo concreto de rezo, trabajo, situación o actitud de vida. Cada uno elegirá libremente aquello a lo que se sienta llamado por Dios en su determinado momento vital, y obrará en consecuencia y sin proselitismos; puesto que todo en la Villa es consecuencia del amor: la decisión libre y voluntaria de entregarse plena y gratuitamente en Dios (L). Y nadie estará ligado al lugar, bajo promesa o voto, sino por libérrima decisión confirmada día a día por los hechos; siendo libre tanto la entrada como la salida del mismo, de tal forma que la única clausura venga impuesta por las hostilidades del medio externo y sus mediaciones económicas y morales (S).»

Esta cita íntegra de las letras L y S viene como consecuencia de la liberación a la que se aludía en el párrafo que precedía en los Estatutos a este que comentamos: «Dios nos ha liberado de todo eso»: De las esclavitudes a las cosas, y de la ley del trueque que siempre espera algo a cambio. Pues esa libertad, que Dios nos ha granjeado con su amor, debe manifestarse en la Villa en la ausencia de obligatoriedad formal expresada bajo la forma de promesa o voto. Todo debe realizarse en ella al modo como Dios hace las cosas: al modo del amor.

Pero lo que uno decida para sí no es vara de medir para los demás, sino sólo para sí mismo; por eso las cosas comunes han de decidirse en común.

La última parte de la letra L, a partir del punto y coma, es un añadido incluido en los Estatutos el día 15 de agosto de 2018, Solemnidad de la Asunción de la Virgen María; circunstancia que requiere una explicación.

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El día 6 de agosto de 2018, a consecuencia de una charla con una amiga que había leído estas «Declaraciones…», y detectado en ellas varias erratas, así como algunos extremos que parecían poco claros en las mismas, incluí, en el presente texto, todas las correcciones pertinentes; añadiendo además algunas precisiones puntuales que me parecieron oportunas y convenientes. Sin embargo, justo una semana después, cuando realizaba mi peregrinación mariana anual, tuve una moción espiritual que me invitaba a releer los Estatutos para contrastarlos con mi vida y disposición actual. Así que, al día siguiente, ya en la víspera de la Asunción, me puse a ello. Pero, cuando acabé de leer el «Abecedario constituyente», caí en la cuenta de que en ningún momento de sus veinticinco puntos se decía explícitamente que el amor era el fundamento esencial de todo lo que allí se expresaba, ni tampoco se daba una definición explícita de lo que se entendía por tal. ¡¿Cómo había sido posible ese olvido, ese error didáctico?! ¡Lo había dado por supuesto desde el principio, por implícito, por evidente, y en los dieciocho años de andadura no lo había echado a faltar! Pero gracias a la conversación con mi amiga, ahora me saltaba a la vista.

Al día siguiente (15 de agosto) ya tenía decidida la redacción, y el punto más adecuado para incluirla: la letra L. Aunque indicando, solamente en el punto del «Abecedario constituyente», y no en el capítulo correspondiente del cuerpo de lo Estatutos, la referencia a los otros puntos en los que tales características de la definición ya estaban presentes de forma implícita.

Pero, en la relectura del cuerpo de los Estatutos que efectué ese mismo día 15, me aguardaba una nueva sorpresa en la visión de conjunto. Algo que sabía desde el principio y a lo que no me quería enfrentar de ningún modo por resultarme inabarcable, pero que en ese momento ya no podía eludir más: Que la Villa del Señor no era una asociación, movimiento o grupo más dentro de la Iglesia (como yo tendía a presentarla para que pudiera ser asumida); sino que se trataba de la misma, real y única Iglesia en toda su anchura, altura y profundidad, pero que muta en su estructura para acoger la transmutación propia proveniente de la santidad (ya que lo que hoy conocemos como institución eclesial quedaría íntegramente recogido en lo que denomino convencionalmente como Concejalía de Culto). Y aquí ya no sé decir más, porque ya es un asunto que no sé manejar. En Dios queda, y que el lector lo interprete con Su ayuda. (Se me “han llevado la Virgen al Cielo” y ya no sé cómo abordar el asunto.)

Sigamos con el comentario a la letra S:

El término “clausura” aquí empleado, es una referencia a la situación de inspiración monástica de la villa, e interrelaciona los distintos planos de lectura de estos estatutos. La salida y entrada del ámbito de la Villa es libre, pero teniendo en cuenta que, fuera del ámbito espiritual de la Villa el riesgo de alejarse de Dios es muy alto, habrá que valorar con mucho cuidado hacia donde es conveniente salir y hacia donde no, y para qué. (Siempre y cuando no se tenga la intención de abandonar la Villa definitivamente.)

Quien se mueve por el bien, se encuentra dentro del recinto de la villa, pero si se sale de ahí, se corre un grave riesgo. Es, pues, el mal, el que impone este tipo de “clausura” al convertirse en el “medio externo” de la villa.

«La fe se demuestra por las obras, y los propósitos por su cumplimiento. Así,

quien se proponga algo tendrá que demostrarse, día a día, la firmeza de su propósito.»

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En este sencillo párrafo se afirma y condensa lo que ya se comentó más ampliamente al hablar sobre el concepto de “propósito”. Cuando escribí los Estatutos lo di por suficiente, pensando que se entendería todo sin necesidad de explicar más.

«Un fruto de la vida en gratuidad queda por comentar: la vida generosa.

En ella la persona que ha experimentado, a través de la gratuidad, la generosidad de su Señor, responde a ella convirtiéndose, a su vez, en fuente viva de generosidad, para que todos puedan beber de ella, lavarse en ella y empapar la tierra que hará fructificar la semilla. Así, se desprenderá de lo material a favor de los otros; pondrá a trabajar sus músculos, sus habilidades, sus capacidades, sus conocimientos, su inteligencia, sus talentos, sus dones y su espíritu a favor de los otros, en bien de toda la humanidad y de la Creación entera (E, I, O, U, Ŕ, F, T, C), empezando por los más próximos.»

Resumen de la intención final de la villa, en el que se enumeran las letras constituyentes en las que se vierte esta vida generosa; puntos constituyentes que ya se han comentado en su mayoría. Posponemos el correspondiente a la letra dedicada a la actividad laboral (Ŕ) y la del cuidado de la Creación (F) para hacerlo en su lugar oportuno.

«Dios nos ha dado una ley de libertad que nos permite adaptar todas las

reglas, normas, estatutos, preceptos, etc., a nuestra propia y genuina personalidad, para que no se conviertan en una carga insoportable sino en vías de liberación (Z); pero en dicha adaptación se habrá de tener muy presente, para no perder el norte, la completa coherencia espiritual que las inspira (Ỹ), porque uno solo es el Espíritu Santo: Espíritu de Verdad y Sabiduría, y fuente de todos los dones; y uno solo es Dios en su Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo.»

Ya se comentó esta “unidad en la diversidad” propia de la villa (y de la Iglesia), pero el principio de adaptabilidad contenido en la letra Z reza como sigue:

«Z (zeta o zeda).-

Todas estas “consecuencias prácticas de las Cinco Vías” son susceptibles de ser adaptadas a las diversas condiciones y circunstancias del día a día, pero dichas adaptaciones (reglas, normas, etcétera), por su propio carácter circunstancial, nunca podrán ser definitivas ni tomarse como tales.»

Es decir, las adaptaciones no pueden prevalecer sobre la sustancia de los Estatutos, ni usarlas como excusa para modificarlos “de facto”. Una costumbre o un uso no se pueden convertir en norma perenne simplemente por ser costumbre, o porque “siempre se ha hecho así”. Lo importante son los pilares básicos, los fundamentos, y no los cambios coyunturales. La “forma” expresa el “fondo”, pero no lo sustituye, por eso el “formalismo”, la “letra de la ley”, no puede prevalecer o sustituir al espíritu que lo fundamenta.

Esta “mala praxis” de incorporar lo accesorio como fundamental ya es denunciada por Jesucristo en su tiempo, en sus invectivas contra los fariseos (cf. Mt 23, 13-36): «…¡Guías ciegos, que filtráis el mosquito y os tragáis el camello!…»

Y, sin embargo, la adaptabilidad es un principio fundamental en la dinámica de encarnación. Dinámica aprendida del mismo Dios, y expresada en Jesucristo,

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«que se hizo semejante en todo a nosotros, menos en el pecado» (cf. Hb 4, 15). Adaptabilidad sí, pero con sentido común, con sabiduría. No se puede ayudar a nadie a salir de las arenas movedizas metiéndose también en ellas; habrá que situarse al borde, pero ya en tierra firme, para poder servir de amarre y soporte, y tirar del que se hunde. Pues en el tema que tratamos: lo mismo. No se puede renunciar a lo que uno es con la disculpa de “no sé qué”, porque luego ya no habrá dónde regresar. Por eso precisa la letra símbolo de la villa:

«Ỹ (ñe).-

Cada una de las indicaciones aquí escritas, y todas las consecuencias que de ellas pudieran derivarse, han de ser interpretadas y puestas por obra, teniendo en cuenta la completa coherencia espiritual que las inspira, de tal manera, que si alguna se entendiere como no acorde, dicha interpretación o actitud habría de ser tomada como errónea.»

La unidad en el ser procede de Dios, y todo lo aquí escrito a Él remite. Él es el que da coherencia y sostén a todo, y el garante inmediato y último de la villa. Todo ha de ser referido a Él y tiene sentido en Él. Y en Él no hay contradicción interna, por lo que si tal contradicción se pudiera presentar, el problema residiría solamente en la interpretación y no en la esencia.

Esta coherencia es una pieza clave a la hora del discernimiento.

«Por eso habrá que estar vigilantes ante los posibles excesos en que pueda incurrirse, porque los excesos no son de Dios, ya sean por uno u otro extremo. Ni los excesos penitenciales ni el perfeccionismo ni el legalismo… ni sus opuestos: el hedonismo, la irresponsabilidad, la indolencia… Si aparecen es porque el maligno anda detrás. Aunque el mal que se puede ver fácilmente ya es menos malo, porque, al menos, es “sincero”. El auténtico mal es el hipócrita, el que se presenta bajo apariencia de bien. A éste se le reconoce porque se presenta con rotundidad, imponiéndose, ofuscando los sentidos, aturdiendo la voluntad, ensombreciendo el discernimiento, y con una apremiante claridad que parece impedir la reflexión, dejando agitación interior; para acabar inoculando la duda sobre lo que es bueno, o sobre Jesucristo, o… cualquier cosa que pueda alejar de Dios. Pero esa apariencia de poder, es eso… pura apariencia vacía: ¡El maligno ya fue vencido!

Dios, por el contrario, ni se impone ni ofusca ni aturde ni ensombrece ni apremia, solamente sugiere delicadamente, invitando a la reflexión, iluminándolo todo y llenando de paz y serena alegría; así como nos enseña el episodio de Elías en el Horeb (1 Re 19, 9-18). Dios, a veces es tan discreto, que si no se está a la escucha atenta, puede pasar desapercibido. ¡Hasta en sus grandes manifestaciones cumple estas premisas!»

Como es tan importante el saber discernir entre el bien y el mal, y entre el bien aparente y el mayor bien (y más en los tiempos de confusión que acompañan a quienes peregrinamos por este mundo en esta época), acabé por decidirme a escribir la «Carta a la Señora Elegida» (La recta intención y el discernimiento), y «La perla de la sabiduría» (El discernimiento), ambos escritos incluidos en «Historias espirituales» (Ex libris 11), libro al que ya he aludido varias veces y al que me remito de nuevo para no repetirme.

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EL GOBIERNO

«El único y perpetuo abad de la villa es Nuestro Señor Jesucristo: la Palabra encarnada, el Rey del universo. Él ejerce su autoridad sobre toda la villa como sólo Él sabe hacerlo.»

El título de “abad” procede del paralelismo monástico que se viene siguiendo en los Estatutos, que, como se aclara a continuación, equivale, en el lenguaje más corriente, al de Rey del Universo. Parece, en este caso, que Jesucristo es disminuido de categoría al cambiar la denominación del título, y, sin embargo, es sólo un recurso acorde con la sencillez y humildad de la propia villa. Él es el “rey de la casa”, en el sentido más entrañable del término.

«Por eso todos los vecinos escucharán su Palabra en la Sagrada Escritura, en

la oración, en el prójimo, en la Eucaristía y en cualquier otra forma que se pronuncie, con la atención, fruición y encarnación que se merece.

Su signo, también será el que represente a la villa: la Eucaristía (A).»

Entrar en el sentido y esencia de la Eucaristía (a la que yo llamo coloquialmente “la biblioteca”, por la cantidad de saber que ahí está reconcentrado), es entrar en la sabiduría de Dios. En ella está contenido todo lo que la villa del Señor es, ya que la Villa brota de esa “misión eucarística” a la que ya nos referimos: «Haced esto en memoria mía» (Lc 22, 19 ó I Cor 11, 24-25)

También habrá que aprender a escuchar (para quien no lo sepa) cómo nos habla y se comunica Jesucristo (Dios) con nosotros. Aprender el modo de Dios y el “timbre de voz” de Dios, así como el lenguaje simbólico y metafórico.

«Igualmente sólo habrá un prepósito o prior perpetuo (priora, en este caso):

Nuestra Madre y Señora la Virgen María, que nos dice: «Haced lo que él os diga» (Jn 2, 5), y de la que Jesucristo nos dice: «He ahí a tu madre» (Jn 19, 27), y a ella: «Mujer, he ahí a tu hijo» (Jn 19, 26).»

Ella es nuestra herencia dejada por Jesucristo, y Ella la que ejerce su título de “priora” invitándonos a seguir a Jesucristo a través de sus indicaciones.

Esta función prioral de María ya fue utilizada por Santa Teresa de Jesús para solucionar los problemas que acontecían en el monasterio avulense de la Encarnación. Colocó una imagen de Nuestra Señora en la silla prioral del monasterio, para que todas las monjas se dirigieran a ella en sus problemas. Y todo se solucionó como por ensalmo. (No es algo imaginado, es algo real.)

«Ella, medianera de todas las gracias: de la gratuidad de Dios, dice:

«Hágase» (Lc 1, 38) y la Palabra de Dios se encarna en su seno, albergando a ese Cuerpo de Cristo que es toda la Iglesia (O). Pues, de la misma manera, se considerará a toda la villa como ese seno materno que alberga ese Cuerpo de Cristo (R), ya que en ella también se encarnan todos los regalos, dones y maravillas que el Padre quiera conceder a los vecinos, según la dinámica que expresa la siguiente cita del Concilio Vaticano II: «Es característico de la Iglesia

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ser, a la vez, humana y divina, visible y dotada de elementos invisibles, entregada a la acción y dada a la contemplación, presente en el mundo y, sin embargo, peregrina; y todo esto de suerte que en ella lo humano esté ordenado y subordinado a lo divino, lo visible a lo invisible, la acción a la contemplación, y lo presente a la ciudad futura que buscamos» (D).»

Vuelve a aparecer la consabida cita que explica la dinámica de encarnación. (¡Y si se repite tanto es que dicha dinámica debe ser muy importante!) Pues la función de María en ella, como ejemplo para nosotros, se limita a decir: «Hágase»; no es más (¡y no es menos!). Ése es nuestro ejemplo de fe.

La letra R une esta visión… llamémosla “teórica” (pero no menos real), con la práctica más tangible:

«R (ere).-

Para un funcionamiento práctico, sería recomendable la constitución de un Concejo de la villa, en el que cada uno de los concejales o ediles representara a un área organizativa determinada, como supervisor o coordinador de la misma. Entre los concejales se elegiría al alcalde, que tendría a su cargo la función de supervisor o coordinador general del Concejo. Estos cargos no son privilegios sino servicios, ya que la responsabilidad en la villa la poseen los vecinos, y los cargos sólo la administran (al modo de las células integradas en los tejidos, órganos, aparatos y sistemas que constituyen el cuerpo humano, y que, en este caso, equivaldría al Cuerpo de Cristo en el seno de María).»

El final del punto constituyente engarza de nuevo con el sostén espiritual que fundamenta la villa (y toda la Iglesia), porque esta metáfora es más que una aparente metáfora, como el Cuerpo de Cristo en más que una aparente metáfora del Cuerpo Místico de Cristo que es toda la Iglesia.

María es la Criatura de Dios concebida sin pecado original, creada como Dios creó a su Creación fuera del pecado; por eso, todo lo creado que nos viene de Dios, nos viene a través de ella, Medianera de todas las gracias. No es una teoría, es la pura realidad; y saberlo es un acto de fe.

«María es, verdaderamente, la auténtica Villa del Señor, el Arca de la nueva

alianza y la Madre de la Iglesia. (De ahí la consideración de la villa como lugar sagrado y virginal (G), y de toda la Creación como encarnación del don maravilloso de Dios (F).)»

Por eso, cuando la Villa del Señor se escribe con mayúscula, indirectamente nos estamos refiriendo a Ella, porque Ella es la expresión en la Creación de esa Ciudad Santa hacia la que caminamos, como criaturas del Señor que somos.

De ahí que la letra G afirme con rotundidad:

«G (gue).-

Toda la villa, sus casas, sus campos y sus habitantes, son sagrados, al estar llenos de la gratuidad (gracia) de Dios (a modo y signo de María Virgen, verdadera “Villa del Señor”); así pues, es el pecado el que saca de ella a quien lo comete, y el arrepentimiento y la reconciliación los que lo devuelven a ella.»

Esa sacralidad viene de estar en gracia (sin pecado), por eso el camino de retorno pasa por el arrepentimiento y el sacramento de la reconciliación, para retomar en él la gracia perdida. (No es nada diferente a la propia Iglesia, de ahí

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que el primer nombre que se me ocurrió para la Villa era el de ciudad-iglesia, en el sentido de ciudad-“templo-asamblea”.)

Y que la letra F amplíe:

«F (efe).-

Toda la Creación es un don maravilloso de Dios puesto para el disfrute y alborozo de todos y cada uno de los vecinos, por eso se procurará sobremanera, que quede de manifiesto el gozo de todo lo bueno de la obra de Dios. El amor hacia ella será, pues, una consecuencia del amor a Dios y al prójimo, y por ello, el reflejo del amor de Dios a cada uno.»

La Creación no es sólo la naturaleza, sino todo el bien que procede de Dios en forma de don para los hombres: toda su obra. Porque, además, toda esa obra habla de su Autor y nos acerca a Él, y porque también nos muestra a su través el infinito amor que nos tiene.

«Así que, el otro signo, emblema y columna de la villa será: María Santísima mostrándonos a Jesucristo, Dios y hombre verdadero.»

Tengo que reconocer el haberme “apropiado”, a modo de confirmación, del sueño de San Juan Bosco, en el que veía a la nave de la Iglesia perseguida por sus enemigos, y que sólo se libraba de ello al atravesar el “plus ultra” de dos columnas, una coronada por la Eucaristía, y la otra por Nuestra Señora. Imagen prestada que me acompañaba ya de antes, pero también a la hora de redactar estos estatutos, al comprobar la certeza de tal situación.

«Pero como resulta que el hombre: toda persona, ha sido creada libre, a

imagen y semejanza de Dios, los que tienen la responsabilidad efectiva última en el gobierno de la villa son sus vecinos (según vimos al tratar la quinta vía). Por eso la máxima responsabilidad de toda la villa recaerá en cada uno de sus vecinos, y simultáneamente en todos ellos, unidos a la Iglesia Universal, al tener como pilar de la organización comunitaria la comunión de los santos, que saltando el tiempo, el espacio y la materia, une y da cohesión a toda la Iglesia (P).»

Como la letra P ya fue comentada, me remito a ese comentario anterior. Aquí sólo resaltar la responsabilidad individual de los vecinos en el gobierno de la villa, a través de la vía de la unidad (O), que afirma que «donde está uno estamos todos»; por eso cada uno representa, en sí mismo, toda la villa. (No sólo lo es, sino que, además de serlo, la representa.)

«Aunque para un funcionamiento práctico, sería recomendable la

constitución de un Concejo de la villa (equivalente al consejo de decanos), en el que cada uno de los concejales o ediles representara a un área organizativa o concejalía, como supervisor o coordinador de la misma. Entre los concejales se elegiría a un alcalde, bien desde el principio como una concejalía específica (alcaldía), o bien en un segundo paso, entre los ediles ya nombrados. Este alcalde tendría a su cargo la función de supervisor o coordinador general del Concejo (R), y velaría por la unidad y coherencia espiritual dentro de la diversidad (Ỹ) a modo del único Espíritu Santo que inspira todos los dones, o de San José cabeza de la Sagrada Familia y patrono de la Iglesia.

Por eso, San José, también será el patrón de la villa.»

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Se utiliza la terminología civil como expresión de los cargos, porque parece la más acorde y fácilmente comprensible; y el trabajo por áreas organizativas como el más práctico y común a lo largo de la historia (de hecho, el cuerpo humano, funciona así).

La mención del «consejo de decanos» es una alusión a la Regla de San Benito, para indicar que, aunque se cambien los nombres, el basamento estructural permanece.

«Estos cargos no son privilegios sino servicios temporales, ya que la

responsabilidad en la villa la poseen los vecinos, y los cargos sólo la administran; de la misma forma que las células del cuerpo (vecinos) se integran en los tejidos, órganos y sistemas (concejalías), que a su vez constituyen el cuerpo humano (villa), y que, en este caso, equivaldría al Cuerpo de Cristo en el seno de María (R).»

Este paralelismo con el cuerpo humano, además de ejemplo, sirve para hacer notar que la estructura del cuerpo humano, consagrada como útil por la experiencia, es motivo inspirador de la propia estructura organizativa de la villa; y, en caso de duda, habrá que volverse a mirar en ese modelo probado, para intentar solucionar la de la villa. Y todo eso sin olvidar que, a su vez, todo tiene un trasfondo espiritual que lo sustenta.

No olvidemos tampoco, que el cuerpo está formado por infinidad de células, organizadas a su vez en muchas superestructuras complementarias, pero que todo funciona como una unidad, y cuando no ocurre así, el cuerpo enferma.

«Los asuntos importantes para la comunidad deberán ser discernidos y

decididos por la asamblea general o junta de vecinos, lo que incluye la constitución de las concejalías y la revisión de las mismas: de sus contenidos y funciones específicas (por ejemplo: intendencia, cocina, administración, culto, proyectos, etc.); y la elección de los ediles (que no tiene por qué ser por votación sino puede ser por propuesta de los integrantes de cada concejalía, integrantes que, a su vez, pueden estar implicados en varias concejalías…). Se procurará que las elecciones sean de común acuerdo, que las posibles votaciones sean más orientativas que decisorias, y que la elección esté movida, más por la idoneidad de cada uno para el cargo y su santidad, que por la habilidad puramente humana para ello. En consecuencia, se recomienda que las juntas de vecinos o asambleas generales no sean infrecuentes o excepcionales (P).»

Lo mencionado como ejemplo es solamente un ejemplo, sin pretender fijar nada ni dar nombres concretos a las distintas áreas. Tampoco se pretende fijar un medio de elección, porque la experiencia del mundo muestra que en todo sistema electivo hay mucha demagogia y manipulación de quien busca el poder por el poder, de ahí que las riendas de este poder permanezcan lo más posible en quienes lo ejercen con su capacidad para amar; es, pues, esa santidad acompañada de cierta idoneidad para el cargo la que debe primar sobre todo, huyendo de buscar las meras habilidades humanas o conocimientos humanos, porque eso, a la larga, sólo traerá conflictos y deterioro, aunque parezca estupendo al principio.

El que las asambleas generales (o “juntas de vecinos”, como se llaman las de los edificios en las ciudades) no sean excepcionales, tiene el objetivo fundamental de recordar quienes son los que verdaderamente tienen la

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responsabilidad en la villa; además de evitar que, el desempeño prolongado de un cargo, acabe por minar el justo ejercicio del mismo por parte de quien lo ostenta.

«Los asuntos de menor importancia y los cotidianos serán discernidos y

decididos por el concejo.»

Realmente es el concejo el que desempeña el gobierno del día a día en la villa, y en el que los vecinos depositan su confianza para ello. De ahí la idoneidad de sus miembros para llevar a cabo esa tarea, en las que algunos tendrán que ser como auténticas “madres” para los demás.

«En todas las decisiones, ya sean individuales o comunitarias, será factor

determinante el abandono libre y querido en la Voluntad de Dios (D).»

Todo lo que insista en este aspecto será poco: Dios ante todo. Para eso se está aquí, si no, bien podríamos dedicarnos a otra cosa, y tirar nuestra vida por el sumidero.

«Todas las normas, acuerdos, reglas que se adopten para acomodarse a las

circunstancias mudables del día a día, dado su propio carácter circunstancial, nunca podrán ser definitivas ni tomarse como tales (Z).»

Insistencia en la letra Z, que ya se ha comentado.

Hay quien se preocupa por cómo y con qué medios iniciar una célula comunitaria de la villa del Señor, y se hace “un mundo” por ello, pero la respuesta, sin embargo, es muy sencilla: lo que se pueda, como se pueda, donde se pueda y con lo que se pueda. Sin más problemas. Puro principio de adaptabilidad. Es lo que ya se dijo de los cinco panes y los dos peces: Lo que hay, puesto en manos del Señor. Sólo hay que echarse a andar. (En todo esto se presupone la buena voluntad… porque, en caso contrario, todo lo dicho huelga.)

«El funcionamiento autónomo de las pedanías o barrios, se regirá según este

esquema, con sus alcaldes y concejales pedáneos, o en el caso de los barrios, con sus concejalías subdivididas en viceconcejalías; pero todo esto estará coordinado, para que toda la villa funcione como una unidad. Así, habrá un único coordinador general, que no será otro que el propio Espíritu Santo.»

En esta terminología de “pedanías” o “barrios”, no figura la más sencilla y familiar de “células”, simplemente porque en aquel entonces no se me ocurrió; pero, al fin y al cabo, es lo mismo: “gente que se organiza como puede para hacer algo, e intentar vivir lo más acorde posible con la propuesta de la Villa”. Para, a su vez, coordinarse con otras “células” o “pedanías” en cuanto sea posible, y así ir escalando hasta alcanzar la coordinación general.

La mediación espiritual en la Villa, no es cosa de broma y se debe tomar completamente en serio, ya que dicha mediación forma parte sustancial de la fe, que siempre cuenta con Dios para todo.

«La comunicación física entre pedanías (aparte de la espiritual, que ya

queda dicha) se realizará a través de los medios de comunicación, siempre que ello fuera posible, dado que la personal puede suponerse menos viable; pero si esta última se hiciera necesaria, se realizará mediante el sistema de delegados, nombrando, entonces, entre estos, un mayordomo que represente la unidad.»

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«Domus», en latín, significa «casa»; luego el significado etimológico de “mayordomo” es “el mayor de la casa”, pero en el servicio (según la acepción actual de la palabra). Sería el alcalde de alcaldes (algo así como lo es el Papa en la Iglesia (salvando las distancias)).

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LA COMUNIDAD

«La vida en comunidad no es tarea fácil, pues el roce cotidiano hace aflorar todos esos defectos, grandes o pequeños, que cada persona tiene, y que enturbian la convivencia. Se pueden ocultar o disimular un tiempo, pero tarde o temprano acaban por manifestarse. Por eso es imprescindible aceptar al otro tal cual es, y amarle sin haberle puesto condiciones de cambio previas. El amor traerá la comprensión, y la comprensión la paz. Así, el amor será el regulador de todas las relaciones comunitarias e interpersonales, convirtiendo a cada vecino en padre, madre, hermano, hermana, hijo, hija, amigo y amiga de todo aquél que tenga a su lado; pudiendo, de esta forma, ejercer y recibir con eficacia la comprensión, escucha, ayuda, apoyo, estímulo, confianza, corrección y enseñanza necesarias en la peregrinación de la fe.

Basados en este único espíritu regulador podemos intentar dar forma a este “cuerpo de muchos rostros” (O), sabiendo que lo esencial no es la forma sino la intención y el espíritu que se ponga en ello, lo que implica una necesaria laxitud y adaptabilidad en la misma, que respete, comprendiendo, los condicionamientos individuales y circunstanciales.

Dicho esto, lo que sigue, sólo serán recomendaciones a considerar a la hora de poner por obra la vida en comunidad; extremo que habrá de decidir la junta de vecinos y el concejo de la villa.»

No se me ocurre nada más que se pueda añadir o comentar a toda esta introducción a la vida en comunidad. Quizá… que la vida en comunidad comienza antes de alcanzar una convivencia física. Que empieza siendo espiritual para poder llegar a ser física, de ahí que, en la «Declaración de intenciones», se diga: «Vivimos la comunión como signo de entrega y conversión», y no “vivimos en comunidad…”; porque la palabra comunión no implica convivencia física, a la par que recuerda el dogma de la comunión de los santos, y el sacramento de la Eucaristía.

Lo más importante será, pues, alcanzar esta comunión antes que lanzarse, a tontas y a locas, a la convivencia física completa.

La comunión es la que marca la unidad, y el germen de toda comunidad auténtica; logrando que exista una comunidad sin que se precise una convivencia física, a veces deseable, pero no imprescindible.

«La comunión de bienes: Queda dicho que cada vecino irá decidiendo lo

que son “sus” cosas y hasta donde está dispuesto a ponerlas al servicio de todos. Teniendo en cuenta que, precisamente por ser vecino, ya habrá realizado un tremendo avance en este terreno.»

Ésta es, según el dicho popular, “la madre del cordero” de todas las comunidades, y, simultáneamente, la base de todos los conflictos. Por eso no se puede imponer, sino invitar a ella, y acompañar en el proceso evolutivo a quien decide, voluntariamente, adentrarse en ella.

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Se necesita madurez emocional y equilibrio psicológico por ambas partes (el individuo y la comunidad), para que todo el proceso se desarrolle adecuadamente y llegue a buen término. Pero como la comunión de bienes es el resultado, el fruto, la fachada, la expresión… de la otra comunión más profunda: la espiritual; habrá que cuidar esta última, para que aquélla brote por sí sola, y no sea un “parto doloroso”.

«El reparto y asignación de los bienes comunes: La o las concejalías

correspondientes asignarán dichos bienes (ropa, calzado, comida, utensilios, etc.) atendiendo a las necesidades reales de cada vecino más que a sus “caprichos”. (Repárese en la relevancia de esta tarea y en la idoneidad de quienes la lleven a cabo.)»

Para esta tarea, como ya se dijo, se necesita las características de una “madre”, que sabe repartir en la familia según las necesidades de cada uno, porque los conoce en profundidad, y, sobre todo, porque los ama.

Los ejemplos que se ponen entre paréntesis son los tomados de la vida cotidiana y del modelo monástico, pero en ellos se representa todo lo que corresponda o sea menester.

«El reparto de tareas: No hay distinción de categorías entre ninguno de los

vecinos puesto que todos son iguales ante Dios, que ama a cada uno hasta el extremo, independientemente de sus dones, talentos, capacidades, etc.; como ya explica la parábola de los obreros de la viña (Mt 20, 1-16) en la que todos recibieron la misma paga (el amor de Dios), independientemente de su hora de incorporación al trabajo. Por eso cada tarea o servicio ya sea físico o intelectual deberá ser considerado como del mismo valor, puesto que lo que cuenta es la intención y no la eficacia. Esperar otra cosa es mentalidad de trueque.

Sería bueno que cada uno de los vecinos realizara alguna vez tareas no habituales, o para las que esté menos dotado, con el fin de que descubra por sí mismo tal extremo.»

Me parece necesario destacar que lo importante es la intención (el amor con que se hace) y no la eficacia (los resultados). No estamos en una empresa mundana, ni siquiera humana, sino de Dios. Él es nuestro jefe, trabajamos y vivimos para Él, y lo hacemos por amor. Él nos ha amado primero y nos ha “comprado” con su sangre, aunque no nos lo eche en cara y respete nuestra libertad.

Insistir en que todas las cosas se han de hacer con sentido común, aunque pueda resultar reiterativo, visto lo acontecido a lo largo de la historia, no creo que sea ocioso.

«La corrección fraterna: Ejercida y recibida de forma habitual y normal

por cada vecino, seguirá los pasos indicados en el Evangelio,» (Mt 18, 15-18; Lc 17, 3-4; Hb 12, 5-13) «evitando siempre la publicidad innecesaria, los malos ánimos y el escándalo. Si la persona que sigue una actitud o conducta no acorde con el espíritu de la villa, no aceptara recapacitar su actitud o persistiera en ella, se le hará ver su incoherencia y el abandono espiritual de la villa, que ya ha realizado (G); y si se apreciara solidez en mantener su postura, se le invitará a que realice físicamente lo que ya ha efectuado espiritualmente, tomándose unas “vacaciones indefinidas” para que pueda replantearse su actitud (N, Ç, X).

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Pero antes de llegar a este punto, habrá que prevenirlo teniendo más solicitud y acompañamiento con los miembros más débiles, que más lo necesitan y están pasando una prueba, que con los fuertes que no lo necesitan tanto.

Si la persona en situación de “vacaciones indefinidas” decidiera regresar voluntariamente, se le acogerá (siempre que se intuya verdadero propósito de la enmienda), en situación de residencia temporal como si viniera de nuevas, y se le dará un tiempo de prueba hasta que se cercioren ambas partes de la veracidad de su propósito.»

Hay que recordar que el abandono de la Villa se realiza espiritualmente, y que el abandono físico es una consecuencia de aquél. Por eso la corrección fraterna es fundamental en el desarrollo de la vida en la villa. Nos hemos de acostumbrar a aceptar humildemente que nos corrijan, y a corregir humilde y amorosamente a quien sea menester. Los enfados en este asunto muestran que el demonio anda detrás.

El lavatorio de pies que nos narra el Evangelio según San Juan (Jn 13, 1-20), es un gesto que también puede ser leído en este sentido para entender la importancia de la corrección fraterna: «Pues si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros: os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis.» (Jn 13, 14-15)

El tema de la “expulsión” de un vecino que no quiera abandonar físicamente lo que ya ha abandonado espiritualmente, no está tratado directamente en los Estatutos, porque en su día pensé que ya se deducía de lo dicho en este texto, y en el capítulo de «Lo foráneo».

Sería el Concejo (como representación de la villa) el encargado de hacer oficial la “expulsión” (por no utilizar la palabra “destierro”) cuando el vecino díscolo no quiera abandonar la Villa por propia voluntad.

Pero todo lo relacionado con la reglamentación de la “expulsión” (o el “destierro”) ha de ser regulado por el Concejo con normas que deben adaptarse a las distintas situaciones cambiantes, por lo que dichas normas, que son accesorias, no deben figurar en estos estatutos.

El eufemismo “vacaciones indefinidas” quiere dar a entender que la “marcha voluntaria” o la “expulsión” de un vecino no tiene por qué considerarse definitiva. Lo mismo que el padre de la parábola del hijo pródigo siempre está atento a la vuelta de su hijo, y no le cierra la puerta, así la Villa actuará, como ve hacer a su Señor.

«La distribución de la jornada: Se fijará, a modo de esqueleto, y con la

variación semanal que se estime oportuna, el horario para las comidas, para los actos de culto comunitario, para el inicio del descanso nocturno, y para los actos extraordinarios, si los hubiera. Sobre este esquema cada vecino colocará el resto de sus actividades según su criterio, pero sin perder de vista el espíritu de unidad que debe reinar en la villa.»

Ésta es una indicación especialmente pensada para regular una convivencia al estilo monástico, pero que puede adaptarse a otras situaciones de comunidad sin convivencia, en la medida que se necesite una regulación de horarios.

«Las comidas: Las tres comidas habituales (desayuno, comida y cena) se

realizarán según las posibilidades del momento y los alimentos de que se

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disponga, sin restricciones dietéticas específicas; procurando conseguir una dieta equilibrada y suficiente, pero sin excesos ni despilfarros, y guardando los ayunos recomendados por la Santa Madre Iglesia. Como siempre, la caridad marcará las adaptaciones que se vean necesarias y convenientes.

Quien decida realizar un ayuno penitencial deberá avisar con tiempo al responsable de cocina (para evitar el despilfarro de comida), o aplazar su ayuno hasta que no cause trastorno.

El momento de las comidas es un momento feliz en el que se comparte, además del alimento: el espíritu; y nos recuerda la Cena de Pascua y el momento de la institución de la Eucaristía; por eso, no se leerá durante ellas, salvo en ocasiones buscadas; y se compartirá con todos los presentes en la villa.

Como puede que no sea posible reunir a todos los comensales en un mismo lugar, incluso pueda juzgarse como no idóneo; o una sola cocina resulte insuficiente; o… En tales casos se actuará como se considere adecuado.»

En todo, el principio de adaptabilidad prevalece, guardando siempre las

consideraciones generales que son las que recogen los Estatutos.

El hecho de especificar que sean tres las comidas, y pormenorizar sus momentos, tiene la intención de que quede evidente que de lo que se trata es de evitar los excesos en ambos sentidos, y que debe primar el sentido común y el equilibrio en todas las cosas.

La psicología humana tiende a proyectar en la comida, en el alimento, a modo de símbolo, sus afanes de apropiación y posesión de las cosas; de esta forma, los excesos por ambos extremos en este terreno, evidenciarán tal trasfondo psicológico, por lo que se habrán de detectar para poder controlarlos. Aunque este asunto se abordará con más detalle al tratar el tema de la educación, es bueno adelantar aquí que, el ascetismo que puede manifestarse en un rechazo excesivo a la comida, en contra de lo que se cree comúnmente, no es un camino necesario para llegar a la mística, sino más bien al contrario. Porque la mística es un don que puede venir asociado a la santidad, mientras que el ascetismo (entendido como estoicismo) tiene el riesgo de favorecer la autosuficiencia y, en consecuencia, dificultar la santidad; con lo que es más proclive al “visionarismo” que a la mística. (Ya dice el refrán que la prudencia es la madre de la ciencia.)

A la comida le ocurre como al dinero, que no hay que darle importancia ni por un extremo ni por el otro.

«El descanso nocturno: Se procurará que el descanso nocturno sea

continuado y no se interrumpa para ninguna actividad, salvo necesidad o fuerza mayor. Quien, por circunstancias, decida acortarlo, procurará no molestar al resto.

Los vecinos ocuparán los dormitorios según sus deseos y las posibilidades del lugar, pero siempre dentro de la prudencia y sabiduría de Dios, para no dejarle parte al diablo ni facilitarle el trabajo. Las habitaciones podrán ser individuales o compartidas, en la misma casa o en casas diversas; y en el reparto de las mismas se atenderá a las diversas situaciones de solteros (hombres o mujeres, célibes o no) y casados (con hijos o sin ellos).»

Una forma de decir que “cada cosa a su tiempo”. Si la noche es el tiempo adecuado para el descanso y para dormir, habrá que dedicarla a eso y no a otras cosas: Ni rezos ni maitines ni adoraciones nocturnas ni fiestas populares ni

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ninguna actividad que no sea necesaria o de fuerza mayor. Todas esas cosas se pueden hacer de día sin necesidad de estorbar el descanso cotidiano. Lo cual no quiere decir que excepcionalmente no pueda realizarse alguna cosa si se acuerda así. Pero eso será siempre una excepción y no una norma prescrita en los Estatutos.

En el mundo ajeno a la Villa se dan todas esas actividades nocturnas porque en él existen unos horarios que vienen impuestos y no se pueden adaptar; cosa que no ocurre en la villa, en la que los horarios son decididos por los vecinos.

Otro asunto habitual en la vida monástica, que aquí no se menciona a propósito, es el silencio. El silencio exterior impuesto, más que un beneficio para la vida interior de los vecinos, es un impedimento para el desarrollo normal de la vida en la villa. Otra cosa es el silenciamiento interior que viene implícito con la vida de oración indicada para la villa, porque ese silenciamiento interior, si es auténtico, necesariamente se exteriorizará evitando conversaciones ociosas e inconvenientes y cosas por el estilo, y evitará molestar a los demás inoportunamente.

Como siempre y en todo: Sentido común, equilibrio, evitando estridencias. «Las festividades: Los domingos y las solemnidades que marque el

precepto de la Iglesia local, serán días dedicados más especialmente al Señor, para que se haga más presente esa gloria futura que nos aguarda, a través de la celebración, la paz y la alegría. Se realizarán solamente los trabajos y servicios estrictamente necesarios como signo de abandono en las manos del Dios providente. Se celebrarán con una connotación especial los días de: Epifanía, por ser la manifestación de Dios a todas las naciones a través de su gratuidad infinita (amor y providencia), por eso se le considerará el día de la villa por excelencia, primando en ello lo espiritual sobre lo material. San José, por ser el patrono de la villa y de toda la Iglesia. El Corpus (El Cuerpo de Cristo), por ser la Eucaristía signo, emblema y columna de la misma. Y también se considerará solemnidad el día de Nuestra Señora del Pilar (12 de octubre), por ser María la otra columna de la villa, y ambas, el “Plus Ultra” (“más allá”) de la misma.»

A estas festividades habría que añadir la de la dedicación, del día 5 de agosto, que ya se mencionó en la segunda nota (o ampliación de la nota) que aparece en la «Presentación de los Estatutos».

Por qué no puse como festividad el día 6 de agosto, aniversario de la “ocurrencia” de la villa del Señor: Porque no me pareció una fecha suficientemente importante y significativa como para que figurase en los Estatutos. Me pareció que “no decía nada” como para celebrarla como fiesta: Ya está la Epifanía en su lugar, con mucho más trasfondo.

El celebrar una fiesta no quiere significar más que tener un especial recuerdo de lo representado en ella en relación con la villa, sin más connotaciones. Y eso cada uno podrá expresarlo según su carácter, sin necesidad de verse obligado a nada.

«El símbolo de la villa: Por motivos de síntesis práctica se propone un

símbolo fácil y sencillo que represente a la villa, consistente en la letra original, pero adaptada de lo ya existente: Ỹ (ñe). Basándonos para ello, entre otros significados igualmente simultáneos, en los siguientes: Representaría a la Trinidad (sus tres ángulos) abierta a todos en lugar de cerrada, abarcando el

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cielo y la tierra (su tilde), a la vez que constituye una letra más dentro del abecedario. También representaría el cáliz (el pie en forma de copa) sobre el que se encuentra suspendido el pan partido (la tilde). Y asimismo, la victoria de la cruz que levanta sus brazos al cielo a modo de Creación liberada (pie en forma de cruz gótica), coronada por la gloria de Dios uno y trino (tilde convexa y cóncava simultáneamente).»

El origen de esta letra es inventado para un alfabeto fonético expuesto en «Sobre Lenguaje» (Ex libris 01); aunque, posteriormente, descubrí que tal letra existía ya en el alfabeto vietnamita, con lo que podía encontrarla entre las grafías aportadas por el ordenador.

(El porqué de las letras lo dejo para cuando trate el «Abecedario constituyente».)

Realmente el símbolo propuesto no representa directamente a la villa, sino a «Dios que se da», y por ello, indirectamente, a la villa; al igual que ocurre con el crucifijo, que realmente representa a «Jesucristo que entrega su vida por nosotros», aunque, en consecuencia, también represente a la Iglesia, indirectamente.

De hecho, cuando realicé el esbozo del icono de «María, Obra maestra de la gracia, Medianera de todas las gracias», utilicé dicho símbolo de la villa, sin pretender aludir a la Villa para nada, sino sólo a la «Santísima Trinidad que se da».

Por eso, andando el tiempo, acabé por diseñar un emblema o enseña que representara específicamente a la villa del Señor, consistente en: El símbolo en color azul celeste sobre fondo blanco, y enmarcado en un cuadrado de perfil grueso en color amarillo (más propiamente: “oro”).

Significado: El marco dorado (el “pan de oro” de los iconos) es la gloria de Dios que actúa de muralla de la ciudad, de planta cuadrada como la describe el libro del Apocalipsis, y en la que Dios (representado por el símbolo-letra) se da por entero; y, en ella, el blanco es la luz que la ilumina (que no se apaga ni de día ni de noche) y, el azul celeste (el del cielo), la pureza y limpidez de Dios.

Caí en la cuenta inmediatamente que la simbología de colores era prácticamente la misma que la empleada por la Inmaculada Concepción en su aparición a Santa Bernardita en Lourdes: el ceñidor azul celeste, y el amarillo de las rosas de los pies y las cuentas de su rosario. Con una simbología añadida que aún abunda más todo lo antedicho.

Pero decidí no añadir esta enseña en los Estatutos, porque me parecía algo más bien anecdótico y bastante más superficial que el solo símbolo, porque ponía por protagonista más a la villa, que al Señor de quien procede.

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EL CULTO

Este capítulo se escribió pensando en la situación del culto litúrgico propia de la fecha en que se redactó (enero de 2001), sin atreverse a mirar más allá, y desde la perspectiva de quien nada puede al respecto; pero sólo hay que leer el «Anexo» al presente libro, introducido en octubre de 2019, y el capítulo «El tiempo se ha cumplido» (incluido en junio de 2019): para apreciar y valorar en lo escrito: mucho más la intención profunda de todo ello, que la literalidad e inmediatez de lo expresado. Porque forzosamente todo se habrá de reajustar según se vayan produciendo los acontecimientos.

«Aunque no se debe obligar ni imponer ningún tipo concreto de rezo (L), sí

es bueno manifestar que la comunión de los santos también se expresa materialmente en forma de oración o celebración litúrgica comunitaria; por eso se recomienda la participación en la oración comunitaria, al menos, una vez al día; así como en la celebración litúrgica eucarística (misa) de cada día; siempre que esto sea posible y las circunstancias personales y coyunturales lo permitan (M).»

La misa diaria es el centro del culto en la villa, porque, a medida que se avanza en el camino de la conversión y la santidad, la celebración eucarística se acaba convirtiendo en una necesidad vital como alimento del alma. Si la Iglesia prescribe la misa dominical como fundamental en la vida del cristiano, en la villa, en la que el cristiano pretende progresar en su unión con Dios, esa prescripción se queda corta, y el “hambre de Dios” se manifiesta en “hambre de Eucaristía”, tanto expresada en el Pan como en la Palabra. Por eso, porque se presupone esa “hambre”, no se impone la participación en ella y sólo se recomienda. Además, las imposiciones enmascaran el amor, y no le permiten percatarse a quien las sigue, de la autenticidad de su intención.

«L (ele).-

A nadie se debe obligar, bajo promesa o voto, a ningún tipo concreto de rezo, trabajo, situación o actitud de vida, Cada uno elegirá libremente aquello a lo que se sienta llamado por Dios en su determinado momento vital, y obrará en consecuencia y sin proselitismos; puesto que todo en la Villa es consecuencia del amor (D): la decisión (U) libre (L) y voluntaria (A) de entregarse (I) plena (T) y gratuitamente (E) en Dios (O).»

Este punto constituyente no dice que no se tenga que hacer oración, sino que el tipo de oración que se haga no puede venir impuesto; ya que la oración es una pura expresión de amor, puesto que el verdadero culto se realiza solamente a través del amor, y todo lo demás es sólo una manifestación o expresión de él. Y es que, si alguien no quiere hacer o vivir en oración, es absurdo que se acerque ni tan siquiera a la villa. Si está en ella, ya sabe a lo que está. Y lo mismo se puede decir si nos referimos al trabajo o las actitudes o vocaciones de vida.

Pero en el caso de la misa, de la Santa Misa, el asunto ni siquiera es discutible (por eso ni se menciona en dicha letra L): Quien está en la Villa como vecino es porque reconoce a Jesucristo, y a Éste presente en la Eucaristía. Ya

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dice la letra B que quien no acepte a Jesucristo no puede empadronarse en la villa (y, en consecuencia, ser vecino de la misma). Por eso quien, pudiendo, tiene dudas o le da lo mismo si acudir a Misa o no, debe replantearse su situación en la villa.

También el rezo comunitario (pero ya en segundo lugar) ayuda a quien lo practica a apreciar la importancia real de la comunión de los santos, y que el origen de la unidad en su comunidad procede de Dios. Por eso la letra M puntualiza:

«M (eme).-

Se recomienda la participación en la oración comunitaria una vez al día, así como en la Eucaristía diaria; pero esto es recomendación, no obligación, ya que dependerá de las circunstancias personales y coyunturales que acontezcan.»

Y es que se presupone en todo ello la buena intención: Que se quiere pero no se puede; o que, por caridad, no se ve oportuno asistir a consecuencia de las circunstancias concretas por las que se esté atravesando.

«Para facilitar esto se ofertarán tres momentos de oración comunitaria y, al

menos, un momento de celebración litúrgica al día.»

Se utiliza la expresión “celebración litúrgica” por si la presencia de un sacerdote que oficiara la Misa no fuera posible, y hubiera que sustituirla por una Celebración de la Palabra, como se indica un poco más adelante.

La oferta de un horario de rezos no implica que los vecinos deban asistir a todos, sino que son posibilidades puestas al servicio de los mismos, para facilitarles su crecimiento espiritual.

En las pequeñas células o núcleos puede que esta oferta no sea posible (dada la escasez de sus miembros) ni siquiera la oración en común; en ese caso, teniendo bien presenta la necesidad espiritual de la oración y de la unidad con toda la Iglesia, se actuará como buenamente se pueda.

«Dado que la oración oficial de la Iglesia es el rezo de la Liturgia de las

Horas (Oficio Divino), y que en ella descuellan la “hora” de Laudes y la de Vísperas, serán estas dos las que se oferten: Laudes por la mañana, a la hora que se acuerde, y Vísperas por la tarde, a la hora que se acuerde.»

Reconozco que este párrafo recomendando el Oficio Divino lo pensé mucho antes de incluirlo en los Estatutos. Veía las grandes dificultades que la gente sencilla tenía para realizar adecuadamente esta modalidad de oración, pero, al mismo tiempo, comprendía lo adecuado del mismo por ser la única oración oficial de la Iglesia, en la que toda la Iglesia reza por todas las intenciones y todas las necesidades (expresadas o no) de toda la Humanidad.

Si la oración oficial de la Iglesia hubiera sido otra, esa otra hubiera sido la elegida para la villa. Luego la elección la decantó, única y exclusivamente, el que la Liturgia de las Horas fuera la oración de la Iglesia.

Años después, y después de mucho pensármelo, en el año 2007, acabé por decidirme a sintetizar un Rezo Simplificado de la Liturgia de las Horas, para todas aquellas personas que no tuvieran compromiso u obligación de rezar el Oficio Divino, y que, de esta forma, pudieran rezar la oración oficial de la Iglesia sin

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perderse. Pero claro, al introducir el cambio formal (que no de espíritu), la oración perdía la oficialidad, pasando a convertirse en una devoción privada; por eso, cuando se pueda, debe procurarse que tal oficialidad también recaiga en el Rezo Simplificado de la Liturgia de la Horas, con las modificaciones que la autoridad eclesiástica estime oportunas (procurando que no pierda su sencillez, porque si no, daría lo mismo).

«El tercer momento de oración comunitaria se colocará a una hora

intermedia o bien antes del descanso nocturno, y estará ocupado por el rezo del Santo Rosario, en los cinco misterios que correspondan para ese día de la semana.»

Aunque el Santo Rosario no sea oración oficial de la Iglesia, sí es una oración muy recomendada (y recomendable), y mucho más sencilla de efectuar que la Liturgia de las Horas (en la que se inspiró Santo Domingo de Guzmán, iniciador de tal devoción).

Que se puede rezar en comunidad: bien; que no: Hágase lo que buenamente se pueda, y sin agobiarse por ello.

«La oración individual ocupará el resto del día, según el gusto y distribución

particular de cada vecino. En ella se tendrá en cuenta la importancia de la oración ante el Santísimo (cuando esto sea posible).»

La oración ante el Santísimo Sacramento, y, especialmente, la acompañada de completo silencio exterior, resulta ser de una singular edificación para quien la practica. Sólo hay que experimentarlo para darse cuenta de la veracidad de lo que digo.

«La celebración litúrgica diaria será la Santa Misa, siempre y cuando haya

sacerdote que la celebre. Si esto no fuera posible, se sustituirá por la Liturgia de la Palabra correspondiente; pero esta sustitución no está indicada para los domingos y solemnidades que marque el precepto de la Iglesia local, por lo que, en ese caso, la comunidad (todos los que le sea posible) deberá desplazarse a la localidad más próxima en que sí la hubiere (salvo que esto fuera inviable).»

Hace nueve días, el 19 de febrero de este 2013, fecha en la que ya estaba escribiendo este libro de «Declaraciones y comentarios…», cuando pensaba en lo dramático que podría resultarme si yo no pudiera acceder a la Eucaristía durante un largo periodo de tiempo, y me acordaba de aquellos lugares en que se pasan meses, incluso años, sin poder disponer de un sacerdote que celebre la Misa, tuve una “ocurrencia” para poder solventar el asunto, que me resultó “curiosa” pero que comenzó y acabó en mí, sin más recorrido. Lo singular fue al día siguiente, cuando asistía a la celebración eucarística (a mi misa diaria), que volví a tener la “ocurrencia” pero potenciada, sintiéndome invitado a ponerla por escrito, incluso a incorporarla en este punto a este escrito.

Así, cuando llegué a casa, me puse a escribir la “ocurrencia”, que no es otra cosa más que una “plegaria eucarística” para casos que yo llamo “in extremis”. Pido perdón a la autoridad eclesiástica por haberme atrevido a ello, pero se verá a continuación que no contraviene para nada dicha autoridad, y sólo suplica el milagro de Dios.

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Plegaria Eucarística “in extremis” (20 de febrero de 2013)

(Transcrita aquí el 28 de febrero de 2013, mientras el Santo Padre Benedicto XVI abandona Roma hacia Castelgandolfo, donde se hará efectiva su renuncia, y quedará la Sede vacante.)

«Santo eres en verdad, Señor, fuente de toda santidad»; «por el honor de tu nombre, no nos desampares para siempre, no rompas tu alianza, no apartes de nosotros tu misericordia. Por Abrahán, tu amigo; por Isaac, tu siervo; por Israel, tu consagrado; a quienes prometiste multiplicar su descendencia como las estrellas del cielo, como la arenas de las playas marinas.

Pero ahora, Señor, somos el más pequeño de todos los pueblos; hoy estamos humillados por toda la tierra a causa de nuestros pecados. En este momento no tenemos príncipes, ni profetas, ni jefes; ni holocaustos, ni sacrificios, ni ofrendas, ni incienso; ni un sitio donde ofrecerte primicias para alcanzar misericordia. Por eso acepta nuestro corazón contrito y nuestro espíritu humilde, como un holocausto de carneros y toros o una multitud de corderos cebados. Que éste sea hoy nuestro sacrificio, y que sea agradable en tu presencia: porque los que en ti confían no quedan defraudados. Ahora te seguimos de todo corazón, te respetamos y buscamos tu rostro; no nos defraudes, Señor; trátanos según tu piedad, según tu gran misericordia.» (Dn 3, 34-42)

Y «ahora, Señor, (…) concede a tus siervos predicar tu palabra con toda valentía; extiende tu mano para que se realicen curaciones, signos y prodigios por el nombre de tu santo siervo Jesús.» (Hch 4, 29-31)

Sabemos que no tenemos autoridad eclesial para ejercer el ministerio sacerdotal, ni entre nosotros, en contra de nuestro deseo, hay nadie ordenado legalmente para ejercerlo; por eso, sin pretender violentar la autoridad que tú has concedido a tu Iglesia, y ya que no podemos pasar sin el Sacramento del Cuerpo y la Sangre de Cristo, te suplicamos nos concedas, como el maná en el desierto, o el agua de la roca, la bondad de tu gracia según nuestra fe, a través de esta ofrenda que te presentamos en nombre de toda tu familia santa.

«Por eso», Padre, «te pedimos que santifiques estos dones con la efusión de tu Espíritu, de manera que sean para nosotros Cuerpo y Sangre de Jesucristo, nuestro Señor. El cual, cuando iba a ser entregado a su Pasión, voluntariamente aceptada, tomó pan, dándote gracias, lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo: Tomad y comed todos de él, porque esto es mi Cuerpo, que será entregado por vosotros.

Del mismo modo, acabada la cena, tomó el cáliz, y dándote gracias de nuevo, lo pasó a sus discípulos, diciendo:

Tomad y bebed todos de él, porque éste es el cáliz de mi Sangre, Sangre de la alianza nueva y eterna, que será derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados. Haced esto en conmemoración mía.» (Canon II)

*

Ojalá… y no tuviera que utilizarse nunca; pero, si se diera el caso, sólo habría que seguir el misal, y al llegar a la plegaria eucarística, una vez recitado el “Santo”, sustituir lo que sigue por lo expuesto, para después continuar según se indica en dicho misal.

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«La villa se integrará en la distribución territorial de la diócesis en que se encuentre, dependiendo de la parroquia de la zona de ubicación y de su párroco, mientras el obispo de la misma no destine a un sacerdote para que ejerza las funciones de su ministerio en la villa, o establezca otra solución; pero dicho sacerdote, si no es vecino de la villa ni pretendiera serlo, será considerado como un visitante o un residente acogido (si este fuera su caso).»

El párrafo está orientado a una localización física de un núcleo inicial, pero creo que se sobreentiende que cualquier pedanía, barrio, o célula, allá donde se halle, debe actuar según el criterio propuesto; independientemente de que toda la Villa como unidad, forme parte de la unidad de la Iglesia, según el estatus que la jerarquía quiera concederle.

Es importante resaltar que los sacerdotes asignados a la villa, sólo están en ella para ejercer su ministerio sacerdotal, y no para ninguna función de gobierno, ya sea directa o indirecta.

Quien no es vecino de la villa, difícilmente podrá sentir la función que ésta desempeña según el plan de Dios, a pesar de ser miembro ordenado de la Iglesia; por eso no debe participar en las tareas organizativas ni estructurales de la misma, sino sólo en las espirituales; porque aunque fuera contrario a la intención de la villa, si ejerce su función espiritual “como Dios manda” (según el Evangelio), nada malo podrá derivarse de ello (porque para eso estamos: para seguir el Evangelio).

Los conflictos que pudieran derivarse de la simultaneidad de normas diversas a causas de las distintas diócesis de pertenencia, se procurará solventarlos de la mejor manera posible; pero si llegaran a hacerse incompatibles con la unidad espiritual de la villa (fundamento de su existencia), ésta prevalecerá sobre aquellas; lo mismo que la unidad de la Iglesia prevalece sobre la disparidad de criterios episcopales.

«Los vecinos o residentes temporales que se sientan llamados al sacerdocio

serán encomendados al obispo para que valore su vocación y actúe como crea oportuno.»

La formación sacerdotal en la villa depende directamente del obispo, el único responsable legalmente establecido; y en ella, la villa, no ejerce ninguna responsabilidad.

Los vecinos que decidan emprender este camino, podrán seguir teniendo su simpatía por los principios constituyentes de la villa, pero postergarán su vinculación a ella frente a los intereses generales de la Iglesia marcados por su obispo. Aunque no dejarán de ser considerados vecinos si no expresan intencionadamente su deseo de dejar de serlo, y ello, a pesar de que su vinculación con la Villa quede en suspenso. Su estatus en la Villa pasaría a equivaler al de «adscrito».

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EL TRABAJO

«La manifestación más clara de lo que hemos denominado vida generosa es el trabajo. No es posible vivir la generosidad sin realizar un trabajo, sea del tipo que sea, porque nada es inútil para Dios. Por eso, cada vecino, tendrá asignado alguno (o algunos), según se acuerde, y se distribuirá el tiempo para realizar dichas funciones y tareas según crea oportuno; sabiendo que todo eso es en servicio de la comunidad y que toda la comunidad depende de él (O).»

Cuantas veces he escuchado decir: «yo no valgo para nada», o «yo qué puedo aportar». ¿Pero hay algo inútil para Dios? Se podrá ser inútil para los hombres, pero, afortunadamente, para Dios eso es imposible; salvo en el pecado. El pecado es lo único que puede hacernos “inútiles” para Dios. Pero para eso está el Sacramento de la Reconciliación (o Penitencia), para recuperar el tiempo perdido.

Sólo con mantenerse en gracia ya se es útil, utilísimo, para Dios, y, por supuesto, para toda la Iglesia y la Creación entera. Pero eso sólo lo entiende el creyente, porque sólo se entiende a través de la fe. Desde fuera de la fe, esto es un absurdo.

En la Villa no se está para tener una mentalidad mundana, ajena a la fe, sino para, cada vez, estar más cerca del Señor. Por eso todos podemos hacer muchísimo desde nuestra pobreza, porque lo ponemos en manos de Dios, en manos de Jesús que bendice nuestra intención y nos invita a repartirla luego, a ponerla en funcionamiento (como ya hemos repetido con el ejemplo evangélico de la multiplicación de los panes y los peces).

Tenemos la idea previa de concebir el trabajo como un esfuerzo físico y, a veces, intelectual, que nos proporciona unos beneficios (generalmente un dinero). Y todo lo que no cumpla estos criterios no es considerado trabajo: “Si no te pagan, no es trabajo” (será un “voluntariado”, pero no es trabajo), “si no sudo o me cuesta, no es trabajo” (será una “afición”, pero no es trabajo)… En fin… todo un mundo de ideas preconcebidas que nunca nos paramos a analizar, pero que no procede del Evangelio.

El trabajo es una simple colaboración con Dios en su tarea creadora, en la que Él nos deja participar para que sea también nuestra por su gracia.

Y con simplemente evitar el pecado ya se está poniendo “nuestro dinero en el banco”, como se dice en la parábola de los talentos, fundamento de la letra I.

Pero si, además, ponemos a trabajar todos esos dones que Dios nos ha regalado (empezando por la propia vida), estaremos rentabilizándolos, como también se dice en la antedicha parábola.

¿Y para quién trabajamos? Para Dios, única y exclusivamente para Dios, pero a través de nuestros hermanos. Por eso toda la comunidad, la Iglesia y la Creación entera depende de ese trabajo que hacemos, por muy insignificante que nos parezca; porque es un trabajo vuelto oración, en el que se manifiesta nuestro amor, que es con el que verdaderamente podemos cambiar el mundo hacia el bien.

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Sabiendo esto ¿quién puede realizar su trabajo negligentemente? «Se pondrá especial cuidado en desterrar la molicie y la desgana, para lo

que se tendrá bien presente el propósito de cambio interior (U).»

«Cambia tú y el mundo cambiará contigo». «La actividad laboral en la villa deberá ir orientada en tres planos

simultáneos:»

La expresión «en tres planos simultáneos» fue añadida en la revisión de 2006, ya que sin ella, tal como venía reflejado en la letra Ŕ, que se enuncia a continuación, la numeración utilizada parecía indicar una prelación en la actividades, de forma que, hasta que no se consiguiera una, no se comenzara con la siguiente, y ésa no era la intención del escrito original.

«Ŕ (erre).-

La actividad laboral en la villa deberá ir orientada:

1. Al completo autoabastecimiento, para evitar la injerencia externa y el sometimiento a la “ley del dinero”.

2. Al desarrollo del conocimiento, las ciencias, las artes, las utilidades, el saber en general, y todo lo bueno, para ponerlo, gratuitamente, al servicio de toda la Humanidad.

3. A la plena evangelización, en sus múltiples formas, y según las posibilidades; especialmente a través de los medios de comunicación.»

Como cada punto se desarrolla independientemente a continuación, los iré comentando y precisando en ese orden.

«1. Al completo autoabastecimiento, para evitar, de esta forma, la

injerencia externa y el sometimiento a la “ley del dinero” (Ŕ).

Esto puede lograrse a través del cultivo de la tierra, una granja, presencia de agua potable en la villa (pozos, fuentes o aljibes), suministro autónomo de energía eléctrica (placas solares, molinos de viento, etc., que permitan la no utilización de leña para cocinar o calentar, y la utilización de maquinaria, instrumentos e iluminación); elaboración artesanal de materias primas (ropa, calzado, jabón, etc.); reciclaje de materiales de desecho (residuos orgánicos, papel, etc.); servicio, acondicionamiento y gestiones varias de la villa; cuidado de niños, ancianos, enfermos e incapacitados; labores formativas para adultos y niños; acogida de visitantes; etc., etc. Pero sobre todo, puede lograrse a través de la inventiva y el ingenio para solventar cualquier dificultad e imprevisto, y la crucial ayuda de Dios que se implica en su villa.

La dotación instrumental de base vendrá dada e incrementada por las aportaciones que los vecinos hagan voluntariamente de “sus” cosas al empadronarse en la villa, o de las donaciones que pueda haber.»

Quien depende para subsistir de alguien o algo ajeno, acabará por verse sometido a sus caprichos y “yendo a donde no quería ir”. Para evitar esa injerencia se ha de caminar por la vía del autoabastecimiento y el autosostén, aunque, en el fondo, eso sea un modo de hablar, ya que a lo que pretende aludir indirectamente esa intención es a una dependencia exclusiva de Dios, para, con ello, evitar la dependencia de todo aquello que no es Dios. Porque como bien

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dice Jesucristo en el Evangelio: «Ningún siervo puede servir a dos señores, porque, o bien aborrecerá a uno y amará al otro, o bien se dedicará al primero y no hará caso del segundo. No podéis servir a Dios y al dinero.» (Lc 16, 13) Lo que nosotros aquí podemos interpretar como «no podemos servir a Dios y al mundo que prescinde de Dios».

El camino del “autoabastecimiento” no es el camino de la autosuficiencia prepotente, sino el camino de la libertad de espíritu, de la liberación de la esclavitud de “Egipto”, para, atravesando un desierto, llegar a la “Tierra Prometida”; contando con que, para la travesía de ese desierto, Dios nos facilitará el “maná”, las “codornices” y el “agua” de la roca. Ésa es la prueba de confianza en Él, y de mostrar que quien gobierna al pueblo es Él. (¿Acaso nuestro abad, nuestro rey, no es Nuestro Señor Jesucristo?)

Como ejemplo se indican unos medios contextualizados para la época en que se escribieron los Estatutos, pero, con toda probabilidad, anacrónicos para unos años después. Por eso, al poco de escribirlos pensé en retirar esos ejemplos concretos que no iban a resistir el paso del tiempo; pero, al final, permanecieron ahí, aún después de la revisión de 2006. No se me ocurrió otra manera de mostrar lo que quería transmitir más que a través de esos ejemplos, aún quedándome la duda de que se pudieran interpretar al pie de la letra y convertir un simple ejemplo en un “dogma”.

La inspiración de todo esto procede de la vida monástica y sus orígenes, por lo que habrá que volverse a ella para aprender de su ejemplo, actualizándolo.

El medio más importante en todo ello, y que ha de ser desarrollado sobre todo, es la inventiva, el ingenio: Medio en el que Dios da su gracia especialmente (además de lo que se le pida en la oración).

¡Ah! Los medios materiales, aun siendo necesarios, no son los más importantes, y ocupan un papel muy secundario. No hay que preocuparse especialmente por ellos ni atesorarlos, porque cuando verdaderamente se necesite algo, vendrá “solo”.

«2. Al desarrollo del conocimiento, las ciencias, las artes, las utilidades, el

saber en general y todo lo bueno, para ponerlo, gratuitamente, al servicio de toda la Humanidad (Ŕ).

Esto se consigue a través del desarrollo de los talentos individuales puestos para el bien común (I), para que ocurra como en el milagro de la multiplicación de los panes y los peces, y así, aportando cada uno sus pequeños “tesoros” (sus panes y sus peces), pueda comer hasta saciarse una ingente multitud. (Habiéndolo puesto previamente en las manos de Cristo ¡claro está!, y dando entonces, gratis, lo que de Dios hemos recibido gratis.)

Todo esto se puede encauzar y organizar a través de proyectos específicos y planes de acción.

Para salvaguardar la gratuidad de las aportaciones ante el medio hostil, se deberá establecer un registro propio (y accesible) de las mismas, como garantía moral de ello.»

La insistencia en el signo evangélico de la multiplicación de los panes y los peces que nos narran los cuatro evangelistas (Mt 13, 14-21; Mc 6, 32-44; Mc 8, 1-10; Lc 9, 10-17; Jn 6, 1-13), como el de la orza de harina y la alcuza de aceite de Elías (1 Re 17, 10-16), pretende recalcar ese abandono en la providencia de

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Dios, y la confianza plena en Él que debe acompañar a toda persona de fe. Confianza que todo vecino debe experimentar para que compruebe la certeza y realidad de ello.

La elaboración de proyectos y planes de acción es una de las tareas básicas a realizar en la Villa para la correcta organización y desarrollo de la misma, tanto hacia adentro como hacia afuera.

La gratuidad parece, a primera vista, imposible de salvaguardar en medio de un mundo hostil, y, sin embargo, a través de la gracia de Dios, que proporciona la inspiración adecuada, todo puede resultar mucho más sencillo y fácil (aún a pesar de ir en contra de las leyes humanas que pretenden sacar dinero de todo). La simple elaboración de un registro propio pero público y publicitado de las aportaciones en espíritu de gratuidad, sirve de escudo contra los desaprensivos que pretendan beneficiarse en su provecho. La sola exposición del registro desenmascara la intención fraudulenta de quien pretende aprovecharse, sin que ni siquiera haya que entrar en litigios; y cuanto más aportaciones albergue, más difícil resultará apropiarse de alguna sin que se note el fraude, porque unas “protegen” a las otras.

«3. A la plena evangelización, en sus múltiples formas, y según las

posibilidades; especialmente a través de los medios de comunicación (Ŕ).

“Los duros trabajos del Evangelio”, como los llama San Pablo, van implícitos a la propia opción vital y se realizan con ella como la semilla plantada que crece y fructifica sin que se sepa cómo. Es decir, el primer medio evangelizador es el propio testimonio de vida. Ése era el anuncio de Jesucristo cuando predicaba: «Convertíos» (cambia tú) «y creed en el Evangelio» (y ten por seguro que el mundo cambiará contigo (U)).

Lo que hacen los medios de comunicación a este respecto es facilitar el acercamiento de ese testimonio a donde no esté, mientras la presencia física no sea posible o sea dificultosa.

Los proyectos misioneros concretos que encaucen esto estarán planteados desde el sugerir y nunca desde el imponer, al igual que Dios actúa.»

Aunque creo que este punto se comenta por sí mismo y no tengo más que añadir, pienso que quizás sea aquí donde tenga que aclarar que la evangelización consiste en llevar a Jesucristo a quien no lo conoce, y no en llevar la villa del Señor a quien no la conoce. La villa del Señor va implícita, y sin poderlo remediar, con cada vecino que evangeliza, pero el contenido de dicha evangelización no puede ser ése sino la fe en Nuestro Señor Jesucristo (y todo el contenido del dogma de la fe, de la Buena Nueva que le acompaña).

Que habrá que hablar de la villa del Señor… sí, pero si el caso se da y como algo accesorio, aparte de lo esencial en la fe: No es la villa del Señor la que salva, sino Jesucristo.

Esto lo escribo, a pesar de parecer obvio, vistos los excesos que he constatado en algunos ambientes de la vida eclesial, en las que se utiliza el proselitismo en su sentido más peyorativo.

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LA EDUCACIÓN

«La mejor y más definitiva defensa ante los ataques del mal y las “enfermedades espirituales” (actitudes de pecado), no es la huida o el aislamiento sino la inmunidad frente a ellas (Y). Inmunidad que se consigue construyendo sobre roca en vez de sobre arena, por lo que dice el Salmo 27(26): «El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quien temeré? El Señor es mi fortaleza, ¿quién me hará temblar?» O el Salmo 46(47): «Dios es nuestro refugio y fortaleza, nuestro auxilio permanente en la desgracia. Por eso no tememos, aunque tiemble la tierra y los cimientos de los montes se desplomen en el mar; aunque sus aguas bramen y se agiten y los montes sacudidos retiemblen. El Señor todopoderoso está con nosotros, nuestro baluarte es el Dios de Jacob.»

La educación es la construcción de la persona en toda su perfección para que disfrute de la plena libertad de Dios, pero como no se puede construir sobre esa “roca”, si no se la conoce o se la conoce pobremente, y como al autor, además de personalmente, también se le conoce por su obra: Habrá que procurar ese conocimiento para construir sobre seguro y alcanzar esa inmunidad.»

El contenido completo de la letra Y dice:

«Y (ye).-

La mejor y más definitiva defensa contra las “enfermedades espirituales” no es la huida o el aislamiento sino la inmunidad frente a ellas. Por eso, la educación en la villa, tendrá como primer objetivo el conocimiento de Dios y todas sus maravillas.»

Sin embargo, el texto primitivo de este punto constituyente, que era uno de los incluidos el día 5 de enero de 2001, añadía lo siguiente:

…«y como segundo, la generación de esa inmunidad a través de la “vacunación espiritual” (entrar en contacto con el agente dañino, previamente desactivado, para que, de esta forma, pueda inducirse la inmunidad personal frente a él).»

Pero como dicho texto me fue criticado (el 20 de enero de 2001), y me pareció que las críticas tenían sentido, lo suprimí antes de tan siquiera pensar en redactar los Estatutos como tales. Y es que la idea de prevención que subyace en él no está bien formulada y puede dar lugar a una mala interpretación y una mala praxis.

Precisamente para evitar esa mala interpretación podría haber eludido contarlo, pero siempre me he quedado con la duda de que algo aprovechable podría sacarse de aquella idea primitiva que no supe expresar en su día de una forma más adecuada.

Ahora, por fin, sé que esa idea sí quedó incluida en los Estatutos pero bajo la denominación de discernimiento espiritual. Discernimiento entre el bien y el mal, y entre un bien y el mayor bien, que es fundamental para la vida del creyente y su camino de santidad. Ya que, para efectuar el discernimiento correctamente, hay que conocer cómo actúa el mal y de qué recursos se vale, para, de esta forma, poder adelantarse y defenderse de su acción perversa.

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Aunque el asunto del discernimiento ya se comentó en el capítulo dedicado a «La vida»: sí está indicado recordar aquí que dicho asunto pertenece al ámbito de la educación, y que todo vecino debe estar formado en él (“vacunado” según la metáfora empleada más arriba).

«Así pues: la educación en la villa tendrá como primer objetivo el

conocimiento de Dios y todas sus maravillas (la Creación) (Y); y desde este ángulo se enfocará toda la formación de adultos, y también la educación de los niños en la villa. (Conocimiento que nunca será auténtico, verdadero, si no está radicado en el amor.)

Pero como todo habla de Dios a quien con buenos ojos mira, la formación podrá llevar asociada otras intenciones benéficas según se juzgue conveniente.»

El conocimiento de Dios a través de su Creación lleva implícito el esfuerzo por el conocimiento de dicha Creación (de todo lo que en el mundo es), pero no para quedarse en ese mero conocimiento sin más, incluso para beneficio nuestro (como hoy se hace), sino para, con él, conocer mejor a su Hacedor (cosa que hoy no se hace). Porque conociendo mejor a Dios es como, además, nos conoceremos mejor a nosotros mismos.

Por eso se hace tan necesario en la Villa replantearse el modo de educación en ella, ya que un cambio de mentalidad, como en ella se da, exige un cambio de modelo de educación. Y no es que cambie el contenido de la misma (que puede que también), sino lo que debe cambiar es su enfoque.

Ya se verá al leer la «Carta a Teodoreto», que es un cambio de enfoque el que permite descubrir que el supuesto observador neutro que sólo estudiaba el mundo creado sin influir en él, no era tan “neutro” como cabía suponer o nos habían contado.

A resultas de ese cambio de enfoque, nos podemos encontrar que estábamos obcecados en aprender cosas inútiles, mientras que otras, sumamente útiles, eran dadas de lado.

Esa reforma integral e imprescindible de la educación se ha de ir desarrollando, sin prisas pero sin pausa: lo que se pueda, como se pueda, cuando se pueda y con quienes se pueda.

Además, esa educación, aparte de la formación humana vista desde la óptica de Dios, deberá llevar asociada, inseparablemente, una formación específicamente espiritual.

«Así, en los adultos, la formación o lectura espiritual también tendrá un

lugar en la distribución de los tiempos individuales y comunitarios según se acuerde. Y quienes no sepan o no consigan distribuir adecuadamente su tiempo individual entre todos sus propósitos, deberán pedir ayuda; anticipándose, en la medida de lo posible, a que se la ofrezcan sin pedirla.»

Esta petición de ayuda está indicada para hacer resaltar la preeminencia de la humildad en todas las cosas. Quien no sepa, y quiera saber “lo que sea”, debe pedir ayuda si no le es factible conseguirlo por sus medios. El esperar a que otros “lo adivinen” es un factor de protagonismo y egolatría que debe desaparecer de la villa.

«No hay que tener ningún miedo al “pan” (la formación) tomado con acción

de gracias.»

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Idea tomada de 1 Tm 4, 4-5. El intentar ocultar cosas necesarias para la vida o el desarrollo normal por miedo a un mal efecto en quien lo reciba, es desconocer la gracia y misericordia de Dios para con nosotros. Si, como sobre el pan en la Eucaristía, o sobre “los panes y los peces” de nuestra ofrenda, pronunciamos la “acción de gracias”, es decir, reconocemos agradecidamente de quién nos vienen y los aceptamos como un bien que procede de las manos del Señor, confiando en Él, y mirándolo con sus ojos: nada malo nos puede ocurrir, porque Dios actuará en ello si fuera necesario. Lo importante es no olvidar nunca la segunda parte: la confianza en Dios que nos preserva del mal.

«Los encargados y responsables de la educación y corrección de los niños

serán sus propios padres, ayudados en todo por el resto de los vecinos; procurando que la educación suministrada a lo largo de su desarrollo pueda realizarse dentro de la villa. Aunque habrá que procurar también, que los niños alcancen su mayoría de edad preparados para vivir fuera de la villa si así lo decidieran; para que, de esta manera, su “falta de preparación reconocida” no coarte su libertad de opción.»

Esta libertad de opción es la que “obliga”, en cierto modo, a contemporizar, en materia educativa, con el mundo hostil que rodea la villa. No es que en la Villa se vaya a aceptar lo que resulta inaceptable, sino que se habrán de tolerar determinados contenidos formativos considerados como inútiles o manipuladores siempre que sean “desactivados” convenientemente.

¿Cómo se “desactivan” esos contenidos manipuladores? Pues desvelando el modo en el que manipulan y desinforman, corrigiendo el enfoque, y advirtiendo de su contenido manipulador y la intención del mundo hostil de que dicha manipulación se acepte sumisamente.

¿Cómo se hace útil lo inútil? Demostrando con ello cómo es el pensamiento del mundo hostil y por qué eso es útil para esa mentalidad. Es una forma de “conocimiento del medio”. (No es útil por el contenido de la enseñanza sino por lo que demuestra con ella.)

Y todo esto adaptado a la edad y condiciones de quien va a recibir la información. Por lo que, por lo menos al principio, toda esta “reconstrucción” de la educación va a resultar una tarea “imponente”. (Especialmente si la formación o enseñanza no se puede suministrar dentro del ámbito de la villa, y las clases de “desactivación” y complementación se hacen imprescindibles.)

Pero no nos olvidemos nunca que, en eso, contamos con Dios, que supera todas nuestras fuerzas.

«Una situación educativa singular, que merece una mención especial, la

constituyen los sacrificios educativos. Éstos son obligaciones, situaciones o actitudes costosas, que cada persona se impone a sí misma, con intención de modificar una actitud de base mal adquirida; pero que han de consistir en cosas simples, sencillas, cotidianas y poco extensas en el tiempo, para que sean verdaderamente efectivas y eficaces. Por eso, se ruega encarecidamente que no se utilicen cilicios ni ningún otro instrumento semejante de mortificación.»

Como ya se mencionó al hablar de las comidas, la ascética (y dentro de ella: la mortificación), se ha considerado tradicionalmente como un desierto necesario de atravesar para llegar a la Tierra Prometida de la mística; pensando, subrepticiamente, que la mística es una situación que se alcanza por las meras

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fuerzas humanas. Pero no, la mística es un don, y es un regalo de Dios que puede acompañar a la santidad, aunque no siempre sea así. Cuantos santos hay en la historia de la Iglesia que no fueron místicos (o, por lo menos, místicos reconocidos). Y cuantos santos hay, incluidos los místicos, que no fueron especialmente ascéticos. Y, sin embargo, los reconocidos como especialmente ascéticos ¡qué pocos son en proporción! ¿Por qué?

La ascética, si se toma como un medio de conseguir el Cielo por puños, está condenada al fracaso, porque, con ello, se muestra la egolatría (el culto al yo), la presunción, la soberbia espiritual que subyace en esa intención. Y no es al yo al que hay que rendir culto, sino a Dios. Otra cosa es, cuando la ascética se toma como un camino educativo puesto al servicio de Dios, en el que la santidad se acepta como don y, simplemente, se ofrece lo que se tiene. Pues a esa situación educativa singular es a la que se refieren los Estatutos en el párrafo que comentamos.

Lo contrario a la ascética, el hedonismo, es otra forma de culto al yo pero desde el extremo opuesto, mostrando aquello que dice el refrán de que «los extremos se tocan». Por eso siempre hay que tener mucho cuidado con los extremismos, y buscar la virtud en el punto medio.

«Como ejemplo de eficacia tenemos el ayuno, que “hablando” al

subconsciente más que al consciente, enseña a liberarse de la dependencia y apego a las cosas, a través de la privación del alimento (lo material) que entra en el cuerpo y llena el estómago (posesión). Si se convierte en un hábito, o no se elige libremente, pierde su poder educativo.

O lo mismo ocurre con la limosna (o equivalente) que nos introduce en el mundo de la generosidad. O…»

Con el ejercicio del ayuno se educa el afán de apropiación y posesión de las cosas materiales, y nos vamos acostumbrando a vivir despegados de ellas; pero, precisamente por tratarse de un ejercicio, no podemos convertirlo en una costumbre, porque entonces el subconsciente lo interpreta como tal costumbre y no lo asume como un aprendizaje, con lo que se vuelve inútil para nuestro propósito.

Y lo mismo ocurre con todos los demás ejercicios ascéticos. Por eso habrá que estudiar primero qué se quiere lograr, para averiguar los medios a utilizar, y utilizarlos con sabiduría; para librar así, a todos esos medios, de la contaminación estoicista, que nos puede llevar al peligroso camino del perfeccionismo egocéntrico y autocomplaciente.

Incluso los sacrificios penitenciales para impetrar de Dios algún favor, bien para nosotros mismos, o especialmente para otros (sea por ejemplo, la conversión de los pecadores), se acogen a este principio educativo; ya que nos hacen reparar en el amor verdaderamente desinteresado que profesamos (y que Dios ya conoce de antemano) que no tiene reparo en llegar hasta el sufrimiento; a la par que nos educa, invitándonos a ese desinterés, si fuera necesario.

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LAS ACTITUDES

«Se entiende por actitudes las disposiciones del ánimo para realizar una acción, o que, éste, manifiesta de algún modo.

Su enumeración y explicación puede resultar farragosa e interminable, pero como su síntesis no es otra más que el amor, sólo vamos a destacar aquí algunos determinados detalles.»

Este capítulo fue introducido casi exclusivamente por seguir a San Benito, porque muchas de las indicaciones resultan casi obvias, y las que no lo son tanto, podrían haberse colocado en otros capítulos.

Lo que sí habría que insistir aquí es que todas las actitudes proceden del amor, y quien profundiza en el amor no tiene por qué preocuparse de las actitudes de amor, porque éstas brotarán de él de forma natural y sin sentirlo. Aunque la valoración de estas actitudes, sí puede servir para medir cómo va nuestro amor, y ayudarnos a saber progresar en él.

De todas formas, el mejor índice de actitudes de amor es el Evangelio, y a él me remito.

¡Por cierto! Las actitudes enumeradas son veinticinco, para recordar al número de puntos o letras constituyentes de la villa.

«Humildad: Andar en humildad es andar en verdad, porque la humildad es

la verdad. Ni la vanagloria ni la abyección son la verdad, porque Dios nos ha hecho iguales en su presencia con su amor, y todo, absolutamente todo lo hemos recibido de Él gratuitamente (E), incluso la propia libertad.»

La humildad es la reina de todas las actitudes, es imposible alcanzar la santidad sin ser humilde, ni progresar en el camino hacia Dios sin esta virtud. Todo gravita en ella y alrededor de ella. Si hay algo que impresione de Dios sobre todas las cosas, por encima de todo lo que Él es, es su humildad. Y Él no nos pide nada que no lo sea Él ya, infinitamente más. Si queremos aprender humildad, sólo tenemos que mirarle a Él.

«Gratuidad: Quien da sin esperar nada a cambio no puede sentir la

frustración de no ser correspondido, puesto que no espera nada; y si recibe algo: ¡Qué regalo más maravilloso!»

La gratuidad no sólo es un propósito, sino una actitud, una forma de ver la realidad y la vida. ¡Todo es gracia, todo es regalo! Y todo es maravilloso porque el amor de Dios se vierte hacia nosotros.

«Alegría: La alegría de Dios es signo de su presencia. Toda la creación es

un don maravilloso de Dios puesto para el disfrute y alborozo de todos y cada uno de los vecinos, por eso se procurará sobremanera, que quede de manifiesto el gozo de todo lo bueno de la obra de Dios. El amor hacia ella será, pues, una consecuencia del amor a Dios y al prójimo, y por ello, el reflejo del amor de Dios a cada uno (F).

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Ningún vecino deberá privar a los demás de tal regalo.»

Si todo es don y todo es gracia: todo es alegría. Alegría profunda, independiente de lo que pueda acontecer en nuestro exterior. Gozo de Dios que nos edifica y nos impulsa a hacer su voluntad, sacándonos de nosotros mismos y de nuestras miserias.

La alusión a respetar la Creación como don maravilloso de Dios, no se debe confundir en absoluto con un ecologismo idolátrico, propio de estos tiempos en que se escriben estas líneas, en los que se rinde culto a la naturaleza en vez de ofrecérselo a Dios.

«Paz: El otro signo seguro de la presencia de Dios es la paz, por lo que es

pieza clave para el discernimiento, y acompañante constante de la verdadera alegría. La villa debe ser la “ciudad de la Paz”.»

Hay que recordar que el nombre “Jerusalén” significa “Ciudad de la paz”. (Y con esa doble intención se escribió.)

«Paciencia: La paciencia es la espera del tiempo de Dios. La ciencia de la

paz.

Escucha: Estar siempre atentos a lo que Dios nos sugiere a través de la oración y de todas sus criaturas, ya sean personas o cosas. Estar siempre atentos al prójimo para detectar sus auténticas necesidades, carencias y gozos.

Disponibilidad: Abiertos a cambiar de planes a la menor insinuación de Dios. Abiertos a dejar lo que no cuenta ante la solicitud del prójimo.

Silenciamiento: Alejar el ruido de las cosas de nuestro interior para no impedir la escucha atenta de Dios.»

Matizar aquí que el silenciamiento no es el silencio físico, ni siquiera el silencio interior, sino el acallar lo que estorba para la escucha.

«Sinceridad: Las cosas son como son, pero se llevan con amor. Guardar las

apariencias es el comienzo de la hipocresía y la mentira.

Sobriedad: Evitando los excesos y controlando las conversaciones, para no dar opción al diablo.

Austeridad: El desapego hasta el despojamiento conseguirá la libertad, y ésta, el gobierno sobre las cosas, para que ya no sean ellas las que nos gobiernen.

Comprensión: Quien se pone en el lugar del otro sabrá como actuar, evitará importunarle y molestarle, y sabrá aconsejarle.

Diligencia: Prontitud en poner por obra y llevar a fin lo que se sabe es bueno hacer.

Acogida: La capacidad de acogida permite admitir todo lo distinto, lo foráneo, lo que no se comprende: por amor; convirtiendo lo extraño en confortable sin dar opción al mal.

Autocrítica: Esencial para poder cambiar, para poder evolucionar, para reconocer los errores, para confesar los pecados, para pedir perdón, para no autojustificarse siempre.»

¡Y para poder aceptar y ejercer la corrección fraterna!

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«Generosidad: Desapegándose libremente hasta de lo necesario para vivir (T).»

Quien es capaz de romper los apegos hasta de la propia vida, será capaz de entregarla si llegara el caso, como hizo Nuestro Señor Jesucristo en la cruz, o tantos mártires.

«Disciplina: Controlar la voluntad para mantener a raya las pasiones, y la

firmeza de los propósitos.

Virtud: Para elegir siempre lo bueno, santo y más conveniente.

Ante los más débiles: Mayor atención y preocupación porque están más necesitados.

Ante los enfermos: Además de los cuidados físicos, ayudándoles a que vean en su enfermedad la gracia de la cruz de Nuestro Señor Jesucristo, para que la usen como trampolín de salvación propia y de todos.

Ante los niños: Sabiendo que el reino de los cielos es para los que son como ellos. Llevándolos siempre por el buen camino hacia su maduración.

Ante los adolescentes: Poniendo en juego la paciencia, la prudencia y la sabiduría, pero sin olvidar la firmeza.

Ante los jóvenes: Sabiendo encauzar sus ardores e ímpetus hacia lo único y verdadero que tiene valor.

Ante los ancianos: Adaptándose a sus circunstancias, porque la debilidad se muestra en ellos de muchas maneras y nos enseña muchas cosas.

Ante los fallecidos: Teniendo la certeza de que el abad los ha escogido y enviado a otra parte de la villa para realizar una tarea mejor, porque ya han obtenido la licenciatura de la vida.»

El amor da la pauta y el equilibrio en todo, y es el mejor consejero en cada

caso.

La expresión “licenciatura de la vida” no es mía sino tomada de un sacerdote que la utilizaba con frecuencia. La intención de incluirla aquí es resaltar ese aprendizaje constante y continuo que supone la vida en este mundo, a modo de una carrera universitaria con sus pruebas y “exámenes”, hasta llegar a obtener el “título” que Dios nos concede, y que nos permite entrar en el Cielo.

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LO FORÁNEO

«Quienes no están sometidos al gobierno de Nuestro Señor Jesucristo, y no lo tienen por abad, se encuentran dentro de lo considerado como foráneo. Pero también lo foráneo pertenece al Padre, que hace salir el sol sobre justos e injustos; por eso no hay que tener ningún miedo a ello si es “tomado con acción de gracias”, es decir, viendo la mano de Dios en todo, y sacándola a la luz, para que, lo malo que hubiere, pierda su capacidad de engaño.»

Lo ya comentado al tratar el tema de la educación.

Lo foráneo también debe ser evangelizado para que deje de serlo, y pueda ser incluido dentro de los “muros” de la ciudad (de la villa).

«Ya se dijo que Dios quiere a las personas por ellas mismas, y así, nosotros,

también debemos quererlas por ellas mismas, además de en atención a Jesucristo que nos visita en ellas. Por eso, todos los visitantes que vengan por la villa serán acogidos en ella, ya sean personas que busquen a Dios (“turistas de Dios”), personas que quieran profundizar en su conocimiento (“veraneantes”), o sin pretender nada de esto, personas que vengan a ofrecer sus servicios desinteresadamente por un breve tiempo, o que “accidentalmente” pasen por allí o vengan a visitar a familiares… Pero tal acogida debe cumplir unas condiciones de coherencia con el espíritu de la villa: Que sea por un tiempo determinado (adaptado a las situaciones concretas de ambas partes), y que el visitante se adapte a las posibilidades del momento y al modo de vivir del lugar, sin pretender imponer el suyo. Ya que, en caso contrario, habría que hacerle ver que el ancho mundo es muy grande como para perder el tiempo en un lugar “tan pequeño” (X).»

Este párrafo desarrolla lo recogido en la letra constituyente X, que dice literalmente:

«X (equis).-

Los “turistas de Dios” que pasen por la villa, o los “veraneantes” o todos aquellos que vengan a ofrecer sus servicios desinteresadamente por un breve tiempo, serán acogidos en ella mientras se adapten a las posibilidades del momento y al modo de vivir del lugar, sin pretender imponer el suyo. En caso contrario… ¡el ancho mundo es muy grande como para perder el tiempo en un lugar “tan pequeño”!»

Dejar a lo foráneo, a lo que no tiene a Jesucristo como punto de referencia, campar a sus anchas por la villa, so pretexto de una pretendida tolerancia cómplice, es introducir un “caballo de Troya” en ella. Ésta es una estrategia típica del demonio que pretende escudarse, envolviéndose en la “bandera” (los ideales) de la villa (o de lo que sea que proceda de Dios), para poder actuar sin oposición. El “príncipe de este mundo” (que no es el Rey del Universo) no tiene reparos en utilizar cualquier medio a su alcance para lograr sus fines, y siempre fines perversos; luego no hay que ser tan ingenuos como para permitir que utilicen nuestros propios ideales y creencias para ocultar sus verdaderas intenciones (a

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eso se le llama «manipulación»). Hay que sacar estas intenciones a la luz, con toda franqueza y desparpajo, y obrar en consecuencia.

Dicho en “román paladino” (en el que suele hablar cada cual con su vecino): O el visitante se adapta totalmente a lo que hay, o se va.

Me llama poderosamente la atención (y esto lo cuento a modo de ejemplo), cómo, generalizadamente en las tertulias de los medios de comunicación, so pretexto de un pretendido pluralismo, se introducen tertulianos, generalmente de una determinada ideología, que no tienen ningún reparo en utilizar cualquier estrategia y todo tipo de “guerra sucia” para conseguir infiltrar, y hasta imponer, sus ideas y consignas. Y eso ocurre ante la pasividad cómplice del moderador. No están en igualdad de condiciones, quien va “por derecho”, que quien utiliza el “todo vale”. En esas condiciones el debate no es objetivo ni ecuánime (es manipulador), por mucho que se pretenda lo contrario.

Pues eso mismo es lo que se ha de evitar en la villa del Señor. Las diferencias de opinión serán necesarias para encontrar luz en algunos asuntos, pero dentro de unos cánones de seriedad y sinceridad en la búsqueda de la verdad, en los que no se oculten intenciones perversas. Todo lo demás, y toda palabra ociosa, sobra, porque procede del Maligno.

«La acogida consistirá en hacerles partícipes de la vida del lugar, en la

medida que eso sea posible y conveniente, compartiendo con ellos la mesa con la comida que hubiere y no con otra (salvo circunstancias especiales). Pero para recordar a los visitantes su situación de sólo visita, se habilitará, en la medida de lo posible, una casa de acogida u hospedería, situada, a ser posible, fuera del núcleo de la villa, donde puedan pernoctar o dejar sus cosas. En dicha casa se mantendrá también la forma de vida de la villa, para no facilitar el trabajo al demonio (como ya se dijo).»

Existe la costumbre, en quien practica la hospitalidad, de obsequiar al visitante con lo mejor que se tiene; pero, en la villa, lo mejor que se tiene es Jesucristo (Dios) y todo lo que eso conlleva (el amor, la fe, el dogma, etc.), y, en segundo lugar, sus vecinos; y no sus cosas ni sus alimentos. Por lo que al visitante, por muy ilustre que sea, no se le ofrecerá otra cosa más que lo que hay. Buscar o procurar lo que no hay para poderlo ofrecer, sólo indica el afán por lograr una satisfacción personal, un prestigio o un halago.

La hospedería típica de los monasterios benedictinos y cistercienses, que San Benito menciona en su regla, aquí también habrá que considerarla desde las otras dos perspectivas de ámbito social y espiritual. Hablando en lenguaje figurado, en esta “hospedería” (en este lugar relacional psicológico) es en la que se “hospedan” (se coloca lo foráneo que aportan) quienes participan o colaboran en las actividades o proyectos suscitados por la villa, sin que por ello tengan ni tan siguiera intención de integrarse en ella.

«Si algún visitante solicitara conocer y experimentar más en profundidad la

vida de la villa, con intención de valorar la conveniencia de incorporarse plenamente a ella, pasará a ser considerado como residente voluntario.»

Esto es, como ya se dijo, el equivalente al postulantado o al noviciado. Y, en este caso, pasaría de residir en la “hospedería”, a participar de la vida de la villa, pero progresivamente; de tal manera que ambas partes puedan irse conociendo.

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«La incorporación de nuevos vecinos a la comunidad no debe ser precipitada, dando un tiempo prudencial para que cada cual tome una meditada decisión sobre el particular, tanto los que van a solicitar el empadronamiento, como los que lo van a aceptar; ya que habrá que saber si se va a poder contar con ellos, a través de su integración completa, o no. Mientras tanto ocuparán una situación de residencia temporal, participando de los quehaceres diarios, pero sin una responsabilidad directa, o ésta, supervisada. La situación no podrá prolongarse indefinidamente y se valorará en cada caso; porque teniendo el ancho mundo para vivir como quieran, no deben permanecer donde no se van a integrar plenamente (N).»

Este párrafo es la cita integral de la letra constituyente N, salvo la conjunción «porque» que sustituye al paréntesis que engloba el final del párrafo (considerado allí como comentario).

El periodo de discernimiento vocacional no queda fijado en los Estatutos, atendiendo a los diferentes sustratos personales a los que se ha de ajustar. Serán los vecinos quienes tendrán que establecer el modo de seguimiento de este proceso, y nombrar responsables para tal efecto, si así lo decidieran. Cada proceso requerirá una valoración personalizada y un diálogo permanente a lo largo del periodo. El fin del mismo no se establece cuando se solicita el empadronamiento, sino cuando se emite un veredicto definitivo (“oficial”) de aceptación o rechazo por parte de la villa. (Una persona ya conocida requerirá, en justa lógica, un periodo mucho más corto que otra del todo desconocida.)

Si se emitiera un veredicto de rechazo (eufemísticamente de “no aceptación”) antes incluso de que fuera solicitado el empadronamiento por parte del residente voluntario, éste deberá abandonar la Villa aunque no hubiera completado el periodo que cabría suponer.

Evidentemente, los residentes voluntarios que disciernan que la villa no es el lugar que Dios tiene pensado para ellos, o que no es su momento, abandonarán la villa con toda tranquilidad cuando deseen. (Aunque, por simple gentileza, deberían comunicarlo antes.)

«La manifestación de firmeza del propósito de un residente de adoptar la

vida de la villa integrándose plenamente en ella es solicitar el empadronamiento en la misma; lo que se hará según las normas de la legalidad vigente en el país para fijar una nueva residencia. Además (y especialmente si este trámite no fuera posible realizarlo en la propia villa), se le inscribirá en un libro, en el que consten los nombres de los vecinos y la fecha de su empadronamiento (y otros datos, si se cree oportuno). A partir de ese momento será considerado como vecino.»

La norma legal de empadronamiento se refiere a la perspectiva de la Villa como lugar físico, como población integrada en una realidad nacional externa. Situación que se convierte en metáfora cuando nos referimos a las otras dos perspectivas que también concurren en la villa. Por eso, para darle un mayor relieve personal y comunitario, se establece la otra forma de “registrarse” como miembro de pleno derecho de la villa.

Una vez aceptada la solicitud de empadronamiento, se procederá a dejar por escrito la conformidad de ambas partes, para que conste, como gesto simbólico de compromiso perdurable, para que se sepa con quien se puede contar en la villa, al modo como ocurre en los municipios. Este registro por escrito se podía

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haber realizado de muchos modos, pero el hecho de emplear un libro tiene un carácter simbólico inspirado en el libro del Apocalipsis: «Y no entrará en ella nada profano, ni el que comete abominación y mentira, sino solo los inscritos en el libro de la vida del Cordero.» (Ap 21, 27) Pues ese libro en el que se inscriben los vecinos de la villa del Señor, representa a ese otro “libro de la vida del Cordero” en el que están inscritos los habitantes de la “Jerusalén celeste”.

Como el libro tiene un carácter simbólico, sólo se anotará en él lo imprescindible: el nombre y la fecha, y, si se ve oportuno, algún otro dato puntual verdaderamente relevante (la villa no tiene lugar específico porque lo abarca todo, así que anotar el lugar no tiene mucho sentido); pero entre esos otros datos que no se indican, sí ha de tenerse en cuenta dejar un hueco para anotar la fecha de un posible abandono de la villa, para que esta posibilidad siempre quede abierta. No se anotará la fecha de fallecimiento porque eso no significa abandonar la villa, como ya se dijo en «Las Actitudes» y como se deduce de simbolizar «el libro de la vida del Cordero».

El registro puramente administrativo de los vecinos es un asunto aparte del hecho del empadronamiento mencionado, y se establecerá según se decida.

«Por coherencia personal, nadie que no quiera que Cristo sea la vid a la que

desee estar unido deberá empadronarse y ser vecino de la villa; así como si minusvalora cualquiera de las cinco vías propuestas (B). Además, la comunidad de vecinos de esta villa está integrada exclusivamente por personas que quieren vivir la santidad, y no por instituciones, congregaciones, asociaciones, movimientos o similares; aunque estas personas puedan, a su vez, estar coordinadas de diversas maneras, al ser conscientes de que toda organización está al servicio del hombre y no al revés (porque lo importante no es la organización sino el hombre). Por eso, toda persona o grupo de ellas que, perteneciendo a una de las establecidas en el seno de la Iglesia, desee residir en la villa o ser vecino de la misma, debe estar advertida de que ha de compatibilizar sus reglas y modos a los aquí expuestos para poderse empadronar en ella. En caso contrario, es más conveniente para la salud espiritual de todos, que permanezca donde estaba (Ç). (Situación aplicable a los sacerdotes que presten su ministerio en ella.)»

Este párrafo recoge, casi íntegramente, las citas de las letras constituyentes B y Ç, ya comentadas con anterioridad, al menos parcialmente. Aquí abordaré lo que aún queda por comentar.

Al comienzo del párrafo se invita a quien esté pensando en solicitar el empadronamiento, sin aceptar a Jesucristo, a adelantarse al rechazo que recibirá por parte de la villa, y no solicitarlo; y a los vecinos de la villa, a que estén vigilantes para evitar que tal empadronamiento fraudulento pueda producirse. (Aunque siempre se está a tiempo para la expulsión si el engaño llegara a descubrirse.)

Las instituciones, congregaciones, asociaciones, movimientos o similares, todo ello, está al servicio del hombre (y, por ende, de cada vecino), y no para servirse del hombre. (Cristo vino a buscar y salvar a cada hombre, y no a una organización.) Por eso, en la villa, en pro de la unidad, se cuidará de que todos los sistemas de coordinación entre vecinos respeten escrupulosamente este principio. Una de las “marcas de fábrica” de esa intención desviada es el proselitismo, en su sentido peyorativo (“nosotros somos los más… santos,

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perfectos, etc., etc.”); por eso se procurará detectar ese vicio en cuanto aparezca, para desterrarlo. De ahí que, si esa mentalidad más o menos encubierta viene de fuera, aunque sea desde otros sectores de la misma Iglesia, haya de ser puesta en “cuarentena” (esta palabra es una metáfora y no hay que tomarla literalmente), hasta comprobar su compatibilidad con la vivencia, ideario y modos propios de la villa. (Por decirlo más claramente: No se puede venir de fuera a intentar imponer en la Villa lo que no es propio de ella, ya que el lugar adecuado para construir “mundos paralelos” es fuera de ella.)

«Otra situación semejante la componen los familiares de los vecinos, sobre

los que éstos tienen una responsabilidad más o menos directa, y que por diversas circunstancias están en situación de residentes acogidos en la villa. Mientras ellos no decidan libremente su empadronamiento, aunque la inscripción legal esté hecha (de ahí el establecer un libro exclusivo para aquél), se respetará escrupulosamente el grado de integración que vayan decidiendo tener. Así, no habrá intromisión en la gestión de los bienes materiales o pensiones que dichos familiares pudieran disfrutar, y si se administran, se utilizarán sólo en su beneficio; todo siempre con sabio criterio y mostrando las malas actitudes a quien corresponda.»

Los residentes acogidos, precisamente por ser “acogidos”, están obligados a respetar, si es que quieren seguir residiendo en ella, el modo de vida de la villa. Pero respeto no significa integración, ya que ésta ha de decidirse voluntariamente. Por eso, las malas actitudes han de corregirse, aplicando la corrección fraterna según el modo habitual de la villa.

Si con el tiempo la villa llegara a disponer de lugares de acogida para necesidades foráneas, ya no solamente reducidas a familiares, sino abiertas al común; en dichos lugares se cuidará de que rija el mismo espíritu de la villa, espíritu que todos los acogidos, así como quienes les visitan, deberán conocer para respetar (condición “sine qua non”, ya que la ayuda social también se puede prestar y recibir al margen de la villa).

«Los hijos de los vecinos que se hayan criado en la villa, cuando lleguen a la

mayoría de edad según las leyes del país, podrán abandonarla definitivamente si no han decidido integrarse en ella; aunque podrán regresar de visita a la misma, que es su casa, cuantas veces quieran.»

Si regresan de visita es que su estatus ha pasado a ser el de “visitante”.

Lógicamente, si deciden empadronarse voluntariamente en ella, no habrá periodo de discernimiento vocacional, puesto que ya ha habido tiempo suficiente para que ambas partes sepan lo que quieren y tengan su juicio hecho.

«Otro asunto son las donaciones realizadas por los simpatizantes:

Si son regalos realizados a vecinos concretos, deberán saber quienes lo realizan que, para evitar ese tipo de discriminación en la villa, dichos regalos quedan sometidos al juicio del que los recibe, para ponerlos a disposición de la comunidad, y al control de ésta sobre ellos. Aunque dicho control no será aplicable si los regalos son de tipo afectivo (correspondencia, fotos o cosas así).»

No se trata de que en la villa exista un servicio de “policía” para “fiscalizar” y controlar esto, sino de puro sentido común y de corrección fraterna si se diera el caso.

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Los “simpatizantes” deben estar advertidos de esta posibilidad, y sopesar sus regalos, sabiendo que no pueden condicionarlos a sus caprichos.

«Si se trata de donaciones a la villa: de tierras, bienes instrumentales o

dinero, antes de aceptarlas, se valorará lo que supone su aceptación, las necesidades existentes, los proyectos en vías de realización, o las posibles utilidades de lo donado. Si algo no se viese claro o surgiesen dudas razonables sobre el riesgo de acumular, se sugerirá al donante que emplee, todo o parte de lo que pretende donar, en otros proyectos de la Iglesia o de beneficio social más necesarios.»

Esto mismo, expresado para lo material, también hay que referirlo a lo social y espiritual. Las posibles colaboraciones en proyectos concretos que se efectúen por personas foráneas (visitantes), han de ser sometidas a esta misma valoración, por lo que habrá que prever posibles utilizaciones o manipulaciones de la situación y de la Villa por parte de colaboradores malintencionados, y rechazarlos si fuera menester.

«La comunidad deberá procurar que el vecino enviado fuera de la villa para

realizar alguna tarea o misión, no vague perdido a su suerte, sino que haga el viaje y el encargo con ciertas garantías de subsistencia, y el enviado, a su vez, se acomodará a lo que lleve o le den en el lugar donde vaya.»

Parece que lo indicado en este párrafo es un tema un tanto obvio y secundario, impropio de la generalidad de unos Estatutos; pero como San Benito lo incluía en su regla, pensé que tendría sus razones para hacerlo, y yo también conservé la referencia.

Ahora, visto con la distancia del tiempo, aprecio en ello un mayor sentido y significación, al comprobar la necesidad de acompañar y proteger espiritualmente a quien tiene que adentrarse y desenvolverse en un mundo hostil (especialmente si no lo ha experimentado en su crudeza). La cobertura de apoyo de estos enviados debe de ser comparable a la que se establece con los misioneros en tierra de misión (de hecho lo son literalmente), o como el Padre actúa con el Hijo cuando lo envía en misión de salvación.

Posiblemente se puede haber echado en falta, a lo largo de este desarrollo,

un capítulo o una sección dedicada a las penas impuestas a quien incumple lo indicado en los Estatutos, pero es que esa ausencia es intencionada.

La villa del Señor es una faceta de la Iglesia, una forma particular de verla, que no se diferencia en nada de ella salvo en su apariencia; por lo que, como ya se dijo, es el pecado el que saca de ambas (por eso la Iglesia siempre permanece santa, aunque esté formada por pecadores), y la reconciliación sacramental la que reintegra en ambas. Luego, en la villa, no hay otras penas más que las impuestas como penitencia durante la confesión sacramental. Confesión que requiere, para que sea auténtica y válida, el sincero arrepentimiento y la reparación del daño causado, en la medida que eso sea posible. Arrepentimiento y reparación que, en caso de que el pecado sea público, igualmente han de ser públicas. La única diferencia entre la Iglesia y la Villa es que, en esta última, existe la expulsión (“el destierro”), que es una situación de una significación muy inferior a lo que supone la excomunión en la vida de la Iglesia.

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La expulsión, el retirar a un vecino su estatus de vecino, es algo propio de la villa, y que no tiene (en principio) nada que ver con el pecado, sino con la incoherencia entre el espíritu de la villa, y lo que realmente vive ese vecino concreto, y que conscientemente no quiere corregir. (Aunque, ciertamente, en la gran mayoría de los casos, el pecado será el origen de la incoherencia irreductible.)

Es decir, en la villa, todo ha de solucionarse (como ya se dijo) a través de la corrección fraterna, y sólo si el vecino se negase a enmendarse, sería cuando cabría aplicar la expulsión.

Pongamos un ejemplo concreto: Un caso de adulterio público, en el que uno de los implicados es vecino de la villa. Si ese vecino, aparte de su pertinente confesión sacramental, se arrepiente públicamente de ese pecado y no persevera en él, podrá conservar su estatus de vecino; pero si no se arrepiente, aunque no perseverase en él, habrá de ser expulsado (si no se va voluntariamente). Si el pecado no fuera público, al no conocerse, quedaría todo en el secreto de confesión; pero si se llegase a conocer habría que valorar su arrepentimiento para decidir.

El cónyuge del vecino expulsado conservará el estatus de que disfrutaba hasta entonces, aunque tuviere que adaptarlo a una nueva circunstancia (siempre que así lo desee).

La Villa no está obligada a devolver lo donado libremente por el vecino expulsado (o por el que la abandona voluntariamente), si así lo solicitara éste. Pero deberá valorar en qué condiciones queda este vecino, y sus necesidades fuera de la villa, para actuar como el padre de la parábola al que el hijo pequeño le reclamó la herencia, y repartió los bienes (cf. Lc 15, 11-13). Pero cuidará de que esta restitución no se utilice como moneda de coacción por parte de posibles vecinos sin escrúpulos. Y sólo restituirá lo que buenamente se pueda (no se puede restituir, por ejemplo, lo que ya no se tiene).

Otro asunto es el ataque y la irrupción del mal procedente del exterior en la villa: Ante eso hay que tener en cuenta que la sabiduría es más poderosa que la fuerza bruta, y la verdad más luminosa que la inteligencia humana, aunque, eso sí, de desarrollo más lento, por lo que habrá que estar vigilantes para prever y anticiparse a las situaciones. Ya advierte Jesús en el Evangelio: «Mirad que os envío como ovejas entre lobos; por eso, sed sagaces como serpientes y sencillos como palomas» (Mt 10, 16). Y a San Pablo: «Te basta mi gracia: la fuerza se realiza en la debilidad» (2 Co 12, 9). Pero la Villa cuenta con la segura protección de Dios que la preserva, siempre y cuando esta confianza no sea negligente (como le ocurrió a los israelitas cuando perdieron el Arca (cf. 1 Sam 4)).

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LAS ADAPTACIONES

«Todo el abecedario constituyente y su desarrollo, pormenorizado a lo largo de estos estatutos, es susceptible de ser adaptado a las diversas condiciones y circunstancias del día a día, ya sean personales o comunitarias; pero dichas adaptaciones (reglas, normas, etc.), por su propio carácter circunstancial, nunca podrán ser definitivas ni tomarse como tales (Z), y deberán preservar la completa coherencia espiritual que las inspira, de tal manera, que si alguna de la indicaciones aquí escritas se entendieren como no acordes, dicha interpretación o actitud habría de revisarse porque es errónea (Ỹ).»

Este párrafo es la reunión del principio de adaptabilidad y el de coherencia, de forma que se entienda que ambas cosas deben ir íntimamente unidas.

«De esta suerte, quien se sintiera llamado por Dios para intentar llevar a la

práctica la vida e intenciones aquí descritas, pero por diversas y sinceras razones no pudiera aplicarlas en su totalidad ni residir en la villa, podrá adaptar todo esto a sus particulares condiciones vitales y considerarse adscrito a la villa del Señor.»

El adscrito alcanza ese estatus por sí mismo, en la medida que se comprometa activamente con las propuestas de la villa. No es un nombramiento por parte de la villa (que ni siquiera puede saber de su existencia), ya que la relación del adscrito se produce directamente con el Señor de la villa, y será el mismo Señor el que le facilite los medios para que acabe por establecer el contacto con ella.

«Así, a modo de ejemplo, siguiendo unas determinadas líneas de

transformación, podemos establecer un modelo adaptado para los adscritos que acerque todo esto a la vida cotidiana y a la situación actual del mundo y la Iglesia:»

Sería, por buscar un paralelismo con la vida de la Iglesia, como la «tercera

orden» de una congregación, o el «movimiento» asociado a otra. «Presentación: Cada persona es templo del Espíritu Santo, pero también

esa ciudad-templo es la Iglesia Católica, concretada en este caso, en la parroquia de cada uno: con su Atrio (purificación, cambio, penitencia), su Santo (presencia agradecida ante Dios con las buenas obras y la celebración eucarística), y su Santísimo (presencia del Santísimo Sacramento en el sagrario).»

«El Lugar: El propio templo parroquial y sus dependencias, así como las

casas o lugares que sean así ofrecidos. Además, el lugar concreto en que cada persona adscrita se encuentre, pero sólo mientras ella lo ocupe (domicilio, trabajo, transporte, bar, etc.).»

Y también su ámbito de influencia.

«Las Personas: Las que quieran aplicar sinceramente en su vida las cinco vías que se indican, progresando en la unión con Cristo, en la gratuidad, en el

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darse a los demás, en vivir la unidad de la comunión de los santos, y en el cambio que propone la conversión personal. Así, se comprometerán de hecho en su parroquia, y en la dinámica de ésta, a modo de empadronamiento.»

Es decir, un adscrito es una persona realmente comprometida en la vida parroquial (siempre en la medida de sus posibilidades).

«La Vida: Desarrollarán esa vida de oración apoyándose en los

mandamientos y ayudándose de las bienaventuranzas; la vida en gratuidad abandonándose en la voluntad y providencia divinas, desprendiéndose progresivamente de la ley del trueque tan grabada en su mente; y la vida generosa trabajando por los demás y el bien común, y aprendiendo a discernir lo que es de Dios.»

En principio, una vida casi idéntica a la de cualquier cristiano comprometido y entregado.

«El Gobierno: Su abad: Jesucristo. Su priora: La Virgen María. Su patrón:

San José. El alcalde: su párroco. El concejo de la villa: el consejo pastoral de su parroquia. Los delegados: los arciprestes, los obispos. El mayordomo: el obispo de la diócesis, el Papa. Las pedanías: las otras parroquias. El coordinador general: el Espíritu Santo. Pero los adscritos no habrán de olvidar nunca que la máxima responsabilidad de que ellos obren bien o mal es exclusiva de cada uno, y que el cambio del mundo depende de ello.»

«La Comunidad: Cada adscrito verá como puede integrarse más en su

parroquia, e incluso, con otros adscritos, formar comunidad dentro de ella, a la vez que participa en otras tareas en la misma. Recordando, de alguna manera, también sus festividades más especiales.»

Esta situación de grupo parroquial es la que puede permitir a los adscritos desarrollar actividades más propias de su carisma, a modo de foco o fuente generadora de bien y de mayor bien.

«El Culto: Procurando asistir a la misa diaria y a la oración comunitaria

diaria, y si no hubiera esta última, intentando instaurar el rezo del Santo Rosario, por ejemplo.»

Y esto, siempre que su horario se lo permita; con preferencia, por supuesto, de la Santa Misa sobre la oración comunitaria.

«El Trabajo: Tanto el trabajo remunerado (autoabastecimiento), como el

que realice en su parroquia o en su hogar (evangelización y desarrollo), deberá enfocarlo siempre hacia el bien común y la gratuidad, haciendo a Cristo presente allí donde cada adscrito se encuentre (aunque ni siquiera abra la boca).»

«La Educación: Procurando formarse para crecer, también así, en el

conocimiento de Dios, y formando a otros o estimulándoles a que lo hagan. Sin olvidar para ello la Sagrada Escritura y la lectura espiritual.»

«Las Actitudes: Transformando su vida para llenarla de actitudes de

amor.»

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«Lo Foráneo: Acogiendo a todos aunque sean diferentes y no tengan las

mismas ideas, y explicando a quien lo pregunte por qué hace las cosas que hace y vive como vive.»

También procurando descubrir la mano de Dios en todas las cosas. «Las Adaptaciones: Ayudando a los otros a adaptar su vida al Evangelio.»

No es el Evangelio el que hay que adaptar, sino la vida; en eso se basa el “cambio”, la Buena Nueva.

«Bendito sea el Señor, Padre, Hijo y Espíritu Santo, y su Santa Madre, María

Virgen, ahora y por siempre. Amén.

(2-II-2001, Presentación del Señor)» Y con esta alabanza a Dios (y la fecha) concluye el cuerpo de los Estatutos

de la villa del Señor. Bendición que pone en las manos del Señor, Uno y Trino, los doce capítulos simbólicos que lo componen, como esos panes y peces ofrecidos en el Evangelio. Capítulos que están coronados, cada uno de ellos como punto final, con una estrella: Las doce estrellas que coronan «la mujer del Apocalipsis» y la imagen de Nuestra Señora.

La fecha de conclusión pone los pies en la tierra y en el momento histórico concreto.

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COLOFÓN

«En las Escrituras es común encontrar el término piedra o piedra viva para referirse al hombre. Jesús dice a Pedro: «sobre esta piedra edificaré mi Iglesia», e incluso se define a sí mismo mediante esta metáfora: «la piedra que desecharon los arquitectos».»

El colofón fue añadido a los Estatutos en la revisión del año 2006, a modo de comentario general a los mismos, para aportar la experiencia y vivencia acumuladas a lo largo de esos años de andadura; y redactado y firmado por Mario a instancias de quien esto escribe.

En este párrafo se ha citado: (Mt 16, 18) y (Mt 21, 42 ó Mc 12, 10 ó Lc 20, 17 ó Hch 4, 11 ó 1 Pe 2, 7)

«La Historia Sagrada destaca, también, la importancia que para los judíos

tuvo la construcción del Templo, en cuyo interior se guardaban los objetos testigos de la Alianza. Cuando Jesús, antes de la pasión, confundió a los fariseos diciendo que, el templo destruido, Él lo levantaría en tres días, estableció la conexión definitiva: Él era el templo. Así como nosotros somos casas de esta Villa del Señor: en nuestro interior puede, quiere, habitar Dios.

Muchos no saben de esta posibilidad, porque no la conocen. Les invitamos a abrir sus puertas.»

Aquí se recoge, para darle relevancia, la perspectiva de templos vivos de Dios que cada uno somos, y se avanza, implícitamente, el contenido de la segunda nota (o ampliación de la nota) introducida en 2010 sobre la dedicación (señal de que ese contenido ya estaba vivo).

«Otros, habituados al trato con Dios, se han endurecido a su Palabra: Sus

sillares parecen tan perfectos, sus columnas tan resistentes, que sienten que nada les falta. Las piedras con que se construyeron ya fueron labradas y quedaron detenidas, como muertas.

Dios pide piedras sin labrar para construir su altar: Su voluntad es el cincel.»

En este fragmento se hace alusión, sin nombrarlo, al episodio narrado en el Primer Libro de los Macabeos de la purificación y dedicación del Templo por Judas Macabeo (ver 1 Mac 4, 36-61), en el que se alude a la construcción del nuevo altar con piedras sin labrar como prescribe la ley: «Tomaron luego piedras sin tallar, como prescribía la ley, y construyeron un altar nuevo igual que el anterior» (1 Mac 4, 47).

El objetivo era transmitir la idea de que ante Dios no valen las ideas preconcebidas, ni pedirle que se amolde a nosotros (a la forma que nosotros nos hemos dado). La “piedra viva” es la que sólo se deja tallar por el Señor, y con ésa es con la única con la que se puede construir su “altar”, el lugar donde se consagra nuestra ofrenda.

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«Estas piedras moribundas ¿qué olvidaron? La gratuidad, por ejemplo.

Todo lo da Dios a cambio de nada: lo decimos, lo sabemos, pero no lo creemos, y no hacemos lo mismo, pese a que lo llamamos maestro.

Entender el concepto de Gratuidad es la llave para entrar en el significado de estos Estatutos.

Amar sin esperar nada a cambio… los cimientos de este mundo se rasgarían si esto se diese.»

Ahora, el objetivo a destacar es la característica que puede que sea la seña de identidad de la Villa como cualidad más específica: la gratuidad.

«El método para presentar estos estatutos es sugerirlos. El demonio aturde,

obliga, nos hace decir que lo nuestro es lo mejor y no hay otra Vía. Éste no es nuestro método, que es mucho más exigente: no hay reglas, ni votos, quizás, ni siquiera tierra donde asentarse, sin oropeles ni vanaglorias, porque todo lo bueno que provoque debe venir de Él. Se apela a un instrumento inaprensible, casi olvidado, desdeñado por un mundo hundido en la materia; dulce, sin otra pretensión que la Verdad misma: el Espíritu.»

Otros detalles a destacar: El discernimiento, la libertad de compromiso basada en la responsabilidad personal (algo mucho más inaudito que la gratuidad pero menos comprensible y visible que ésta), y la confianza y abandono en Dios Espíritu Santo.

«Él es el que hace falta a la piedra muerta para ser piedra viva. Una piedra

pobre, rasgada por el dolor, porosa, se presta especialmente bien a esta novedad.»

Como las inclemencias del tiempo sobre la piedra, el sufrimiento, las penalidades, las deficiencias…, son las que van preparando a la persona (si es que se deja) para abrirse a la gracia del Espíritu. Quien no haya pasado por este camino, difícilmente se verá atraído por la propuesta de estos estatutos ni entenderá su “novedad”. No lo entenderá ni quien busque el hedonismo, ni quien lo haga con su contrario, el ascetismo o perfeccionismo.

«Y ¿qué ocurre cuando el Espíritu da vida? Que la piedra toma Forma,

llenándose de belleza y verdad fértil; une en amor verdadero lo que estaba desunido, apacienta. Esta nueva ciudad no nos será extraña, pues sólo seremos nosotros mismos, libres, cuando el Espíritu nos incendie.»

Como dice San Pablo: «Ahora bien, el Señor es el Espíritu, y donde está el Espíritu del Señor, hay libertad» (2 Co 3, 17). De ahí que no se entiendan en su profundidad estos estatutos, porque ya advierte Jesús en el Evangelio según San Juan: «El viento sopla donde quiere y oyes su ruido, pero no sabes de dónde viene ni adónde va. Así es todo el que ha nacido del Espíritu» (Jn 3, 8).

«Dar gratis, amar, no temer a lo nuevo que Dios nos pida, son trabajos

arduos. Pero la promesa está hecha. Y qué bueno será compartir el gozo del Apóstol cuando quiso levantar tiendas en la Transfiguración.

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El objetivo de todo esto es lo que debió desear el Apóstol, que ya aquí, en esta Tierra rota, se empiece a edificar lo que tras la muerte esperamos: La Jerusalén nueva.

Sábado, 29 de abril de 2006

(Colofón redactado por

Mario Gómez Garrido.)» El episodio de la transfiguración se encuentra en Mt 17, 1-13; Mc 9, 1-9 y Lc

9, 28-36.

El comparar la intención de la villa del Señor con la de la proposición de San Pedro al pretender construir las tiendas en el monte Tabor, es una aportación personal de Mario, en cuyo paralelismo yo no había reparado hasta entonces. No deja de tener su gracia, que sea en la Primera Carta del Apóstol San Pedro, donde se propone la expresión “piedras vivas” como denominación de quienes construyen el edificio de la Iglesia (tal como se indica en la primera vía (A) de estos estatutos): «Acercándoos a él, piedra viva rechazada por los hombres, pero elegida y preciosa para Dios, también vosotros, como piedras vivas, entráis en la construcción de una casa espiritual para un sacerdocio santo, a fin de ofrecer sacrificios espirituales agradables a Dios por medio de Jesucristo» (1 Pe 2, 4-5). O que también se exprese la tercera vía (I) (en la que se intuye la segunda (E)): «Como buenos administradores de la multiforme gracia de Dios, poned al servicio de los demás el carisma que cada uno ha recibido» (1 Pe 4, 10). O la cuarta vía (O): «Vosotros, en cambio, sois un linaje elegido, un sacerdocio real, una nación santa, un pueblo adquirido por Dios para que anunciéis las proezas del que os llamó de las tinieblas a su luz maravillosa» (1 Pe 2, 9). O la quinta vía (U): «Como hijos obedientes, no os amoldéis a las aspiraciones que teníais antes, en los días de vuestra ignorancia. Al contrario, lo mismo que es santo el que os llamó, sed santos también vosotros en toda vuestra conducta» (1 Pe 1, 14).

Quizá también se dé esta concordancia, porque realmente la propuesta de estos estatutos es, simplemente, puro Evangelio.

En definitiva: La villa del Señor pretende ser y ofrecer una salida universal,

dentro de la Iglesia, a los jóvenes (o adultos) que acaban la catequesis y se ven abocados a vivir, la vida humana de fe, en un mundo hostil que se los tragará, literalmente; y con el solo apoyo de la misa dominical. Y no sólo salida para los jóvenes, sino también refugio para los mayores, hastiados de sufrir las mismas circunstancias, sin saber dónde depositar sus inquietudes humanas. Porque, a la par que es universal, y precisamente por eso, es única; lo que permite coordinar todos los esfuerzos, para multiplicarlos en su eficacia, y construir con ello un mundo mejor.

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DECLARACIÓN DE INTENCIONES

La «Declaración de intenciones» precede, a modo de introducción, al «Abecedario constituyente» y sigue al título «Estatutos de la villa del Señor (Ciudad de Dios)» (y al «Índice»); pero en dicho título hay una aclaración entre paréntesis, «Ciudad de Dios», de la que no he comentado su origen: Dicha aclaración no figuraba en la redacción primitiva y fue introducida en la revisión de 2006. ¿Por qué?

Aunque a mi idea original la denominaba “la ciudad-iglesia”, el nombre me parecía grandilocuente, y fuera de toda la perspectiva de sencillez y humildad con la que debía iniciarse. La palabra “iglesia” (con minúscula) no era conveniente por si se entendía como una competencia con la Iglesia (con mayúscula), y la palabra “ciudad”, además, recordaba a la obra de San Agustín «La Ciudad de Dios», que se refería directamente a la Iglesia, por lo que el nombre pasó a ser «la villa del Señor» porque no supe encontrar otro mejor. Sin embargo, la idea original subyacía en el nuevo nombre, porque le daba un matiz de futuro que el proyecto en sí tiene, aunque no pueda verse al inicio. Por eso, aprovechando la revisión de 2006, acabé por decidirme a introducir la expresión como aclaración, pero sólo en los títulos.

El origen de la «Declaración de intenciones» ya lo he relatado en la «Presentación de los Estatutos», así que ahora sólo queda hacer lo propio con cada uno de sus puntos que, como son fruto de la revisión del año 2006, aportan perspectivas no tratadas en el cuerpo de dichos Estatutos.

«1. Todo nos lo da Dios y vivimos la gratuidad.»

Este primer punto permanece intacto desde el origen, y pretende destacar lo más singular de esta propuesta a los ojos de quien la contempla desde fuera. Providencia y gratuidad que son seña de identidad de la villa, pero, al mismo tiempo, una defensa contra quien venga a buscar en ella otros intereses espúreos.

«2. Somos legos, servidores de Jesucristo.»

La palabra “legos” viene a remplazar la palabra “laicos” de la versión primitiva. «Lego / lega»: Persona que no ha recibido órdenes sagradas; religioso profeso que no tiene opción de recibir órdenes sagradas; persona que no tiene fuero eclesiástico. (También, por extensión, persona sin instrucción o indocta.)

Los legos, en los monasterios, son (o eran, porque ya quedan muy pocos) los que realizan todas las funciones de subsistencia, mientras que los monjes se dedican al coro (a rezar con los salmos).

Esta idea de servicio (diaconía) a Jesucristo, pero sin estar ordenados eclesiásticamente, expresa mucho mejor lo que se vive en la villa, y que, aunque haya que explicarla, es mucho más rica que la transmitida por la palabra “laicos”, que también incluye a quien rechaza la instrucción religiosa.

La mención de Jesucristo era imprescindible, pues sin Él nada sería posible.

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«3. Los talentos, dones y carismas los ponemos al servicio de Dios, la Iglesia y la Humanidad.»

Este punto tampoco se retocó, y permanece como en su origen.

El punto aclara que el jefe directo de nuestra “empresa” es Dios, por lo que no existe “mentalidad de empresa” en el sentido humano del término, y el planteamiento del trabajo y las actividades es completamente distinto; por eso es por lo que todo revierte en bien de la Iglesia y la Humanidad.

«4. Consideramos a la Virgen María Madre, Signo y Medianera.»

El giro dado a este punto fue para conferirle profundidad a su contenido, exponiendo que no sólo amamos a la Virgen, y la tenemos en consideración en nuestra oración y vida, sino que la propia Villa es signo de María, y viceversa, y a su través, lo recibimos todo. (Medianera [pasiva], que no Mediadora [activa], que eso sólo lo es Jesucristo.)

«5. Nos dedicamos a Dios mediante la transformación de nuestros

propósitos en obras.»

La referencia al “ora et labora” (reza y trabaja) de San Benito, se sustituyó por esta mención de la “dedicación” que anticipa lo incluido a este respecto en la nota de 2010. El rezo y el trabajo se sustituyen aquí por el término más genérico de “obras” para indicar que son éstas las que muestran la veracidad de los propósitos, y la intención última del servicio a Jesucristo, entendido como diaconía o “legantía” oblativa.

«6. Vivimos la comunión como signo de entrega y conversión.»

Se recombinaron los dos últimos puntos para colocar aquí la “comunión” como término más auténtico situado por encima de la “comunidad”, a la par que hace referencia a la vía de la unidad, vinculada directamente con las otras dos vías: la de la disponibilidad y la de la conversión.

«7. Deseamos que nuestra vida sea en plenitud, sencilla, austera y de

oración.»

En este deseo o intención última se introdujo el de la “vida en plenitud” para transmitir que tanto lo humano como espiritual, y su potenciación, forman parte del desarrollo de la villa. Pero se suprimió la mención de la vida en comunidad, el compartir los bienes, y el autoabastecimiento, porque tales condiciones no son determinantes para la villa, y son conceptos un tanto “manidos”, susceptibles de ser malinterpretados por esas connotaciones añadidas que enturbian la intención original.

«Miércoles, 24 de enero de 2001 y jueves, 23 de febrero de 2006

(Síntesis de intenciones elaborada por Mª José Jiménez Gutiérrez

y Mario Gómez Garrido)»

Las fechas sitúan todo lo antedicho en una realidad temporal histórica. Y entre los autores también podría figurar el que esto escribe, pero no me pareció oportuno. (Con figurar al principio de los Estatutos, tras el título, era suficiente (antes de la revisión del año 2006, no figuraba el nombre de ningún autor).)

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ABECEDARIO CONSTITUYENTE Y ESQUEMA GENERAL

Como ya están comentadas todas las letras constituyentes a la par que el cuerpo de los Estatutos, aquí sólo trataremos de los aspectos formales, y del porqué de la asignación de letras.

Al relatar el origen de los puntos constituyentes, se dijo que primero se redactaron los puntos guía o vías, después quince de los demás puntos, y por último cinco más. Pues en estos veinticinco puntos se contiene el esqueleto, el soporte fundamental de lo que es la villa del Señor.

Curiosamente, en el borrador original manuscrito de las cinco vías (redactadas en el orden que conservan, con la cuarta y la quinta enlazadas al escribirlas, pero separadas por el número 5), aparecen dos anotaciones que no fueron incluidas al redactar el cuerpo de los Estatutos: «Ciudad Signo de la Iglesia y del yo interior» (aunque ese “yo” lleva una mayúscula sobre la minúscula), y una cita tomada de la Constitución Lumen Gentium del Concilio Vaticano II: «L.G. 38: “Lo que el alma es al cuerpo esto han de ser los cristianos en el mundo”.»

En el borrador original manuscrito de los quince puntos siguientes, redactados todos en el mismo día (12 de noviembre de 2000) y que aparecen numerados del 1 al 15 (aunque el orden no sea exactamente el mismo que la numeración de los mismos), ya se puede leer su texto definitivo.

Igualmente, en el correspondiente borrador de los cinco puntos restantes (fechados el 5 de enero 2001, y numerados ya para ser intercalados o en continuación de los otros quince), aparece el texto íntegro de los mismos, junto con una indicación posterior a lápiz de «se suprime por dar lugar a mala interpretación» de una parte del contenido de uno de ellos (al que se le adjudicará la letra Y). En este manuscrito sí aparecen ya, escritas a lápiz, la asignación de las letras junto a la numeración de los puntos. (Lo que prueba que dicha asignación se realizó el mismo día, antes de pasar el texto al ordenador; mientras que la asignación de las letras a los otros quince puntos, con el mismo lápiz, se encuentra en una copia impresa a ordenador, pero no en el borrador original.)

Pues la asignación de las letras es consecuencia de los estudios desarrollados en «Sobre Lenguaje» (Ex libris 01), en que se adjudicaba a cada letra un único valor fonético; valor fonético que, a su vez, llevaba asociado otro conceptual abstracto, descubierto en esos estudios; valores conceptuales que parcelaban la realidad en tantas perspectivas como fonemas componían el idioma, por lo que constituían la base o fundamento de esa visión de la realidad aportada por ese idioma concreto. Por decirlo así: cada fonema, representado por una letra, era un punto de referencia del sistema filosófico propio y particular de ese idioma.

Como en el idioma español se encontraron veintiséis fonemas funcionales de referencia, pero uno de ellos se estimó “destinado a desaparecer”, se confeccionó

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un cuadro general con los veinticinco restantes, siguiendo el orden alfabético, de cinco letras por fila y cinco por columna, que conformaba un cuadrado de cuadrados.

La idea de confeccionar este cuadro general me vino al ver un documental en la televisión, en el se hablaba de la iglesia cristiana de un país de la zona de Siria o Turquía, creo que era Armenia (o quizá Georgia que tiene alfabeto propio), y en la que presentaban su alfabeto metido en un rectángulo, y al que, de alguna manera reverenciaban, atribuyéndole una simbología. (Dicho documental no lo he vuelto a ver jamás, ni he encontrado ninguna referencia de aquello.) De eso hace treinta años, que son los que tiene «Sobre lenguaje» (o quizá más).

El cuadro general, al que añadí los significados de cada letra para que pasara a constituir el «Esquema general» es el siguiente:

Esquema general (Plenitud)

A Amplitud

B Función

C Calidad

D Ordenación

E Esencia

F Potencialidad

G Dispersión

H Equidistancia

I Definición

J Disgregación

L Situación

M Impulso

N Incremento

O Un todo

P Principio

Ç Uniformidad

R Realización

Ŕ Actividad

S Colección

T Valoración

U Indefinición

X Cohesión

Y Condensación

Ỹ Consumación

Z Cualidad

Pues cuando elaboré los puntos constituyentes pensé: “Si el sistema fonético

de un idioma constituye una visión completa de la realidad, y sirve, combinándolo, para conformar todo un idioma, pues con el sistema de puntos

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constituyentes podría realizarse algo equivalente”. Y, creo, que ese pensamiento fue el origen de buscar qué más puntos podrían faltar a los establecidos hasta entonces para que fuera un “sistema constituyente” como el idioma.

Añadidos los cinco que faltaban, sólo era cuestión de buscar en los “puntos” cual era la cualidad o concepto abstracto que aportaban para identificarlos con las letras. Y así, a cada punto, le correspondió una letra (con su concepto genérico asociado).

Es por eso que algunas de las letras no son las habituales, o no representan lo considerado como normal en la ortografía del idioma. O por lo que, bajo el título que abre el cuerpo de los Estatutos, aparece una aclaración que dice: «a modo de “gramática”».

Además, el «Esquema general» tiene la peculiaridad de ser de “planta cuadrada” como la Jerusalén celeste descrita en el Libro del Apocalipsis, de contener la palabra «Dios» que se puede leer de arriba abajo, y de incluir al símbolo de la Villa que representa a “Dios Uno y Trino que se da”, y justo debajo de la palabra «Dios». (Demasiadas coincidencias para ser casualidad, por eso lo incluí.)

Además (y en esto no he caído hasta ahora mismo), el fonema desechado en el español estaba representado por la letra (Ŷ); y, justamente, correspondiendo a su orden alfabético, yo había tenido que suprimir la segunda parte del texto asignado a la letra (Y), como ya se explicó en su lugar.

Este «Esquema general» es, pues, un cuadro simbólico destinado más bien a contemplar, sopesar, buscar relaciones y reflexionar, que a otra cosa.

El «Abecedario constituyente» concluye con la alabanza también utilizada

para finalizar el cuerpo de los Estatutos: «Bendito sea el Señor, Padre, Hijo y Espíritu Santo, y su Santa Madre, María

Virgen, ahora y por siempre. Amén.

(6-I-2001, Epifanía)» Aunque la fecha final fue el 5 de enero de 2001, como ya litúrgicamente se

celebraba la Solemnidad de la Epifanía del Señor, y dicha solemnidad tiene una gran imbricación simbólica con la propia naturaleza de la villa, fue ésta la fecha marcada como final para destacar tal relación.

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ICONOS E IMÁGENES SIMBÓLICAS

Son los empleados para la portada y la contraportada del librito de los Estatutos realizado un año después de la redacción de los mismos. (Hasta entonces sólo eran unas hojas impresas sin encuadernar.)

La portada fue confeccionada entre el 22 de febrero y el 1 de marzo del año 2002, y es una composición de un icono: La Trinidad, del pintor ruso Rublev; y tres fotos propias localizadas en un paraje del Alto Tajo, en la provincia de Guadalajara, en España, en torno al monasterio cisterciense de Buenafuente del Sistal.

La historia de esta portada icónica es bastante prolija y complicada, y no sé si voy a saber resumirla sin entrar en demasiados detalles:

El 3 de agosto de 2001, inicié unos ejercicios espirituales de una semana, en ese centro de espiritualidad antedicho de Buenafuente del Sistal; semana llena de “incidentes espirituales” que iban siendo anotados, como “curiosidades”, en el cuaderno que utilizaba para los ejercicios.

El 18 de agosto, ya de vuelta en Madrid, me decidí a dibujar en dicho cuaderno un esbozo de la imagen o “fantasía” que, casi desde el principio (en agosto del año 2000), se había ido gestando en mí sobre cómo debería ser el lugar donde estuviera la villa del Señor (y lo que me movió a buscar en mapas, etc.); y eso lo hice porque comenzaba a sospechar que aquel paraje del entorno de Buenafuente y mi “fantasía” tenían puntos en común. Pero al día siguiente, contemplando de nuevo el croquis dibujado, y girar la cabeza (no sé porqué), para mirar una copia pequeñita y un tanto tosca del mencionado icono de Rublev que tengo en mi habitación, descubrí, con gran asombro, que el diseño de ambos dibujos era casi idéntico si tomábamos a las figuras por montañas; y tanto, que los detalles del uno hallaban su equivalente en el otro.

En los días sucesivos me afiancé en la idea de que mi bosquejo, el icono, y el paraje real y tangible tenían tantas coincidencias que eso debería tener algún significado más allá de lo aparente.

El mes acordado con Don Ángel Moreno (capellán del monasterio de monjas de Buenafuente, y artífice del centro de espiritualidad aledaño), para decidirme a ir a vivir allí, pasó, y me trasladé a aquel lugar. No por ese sitio en concreto, sino por todo lo ocurrido durante aquella semana de ejercicios, y todo lo demás asociado a aquel paraje. Y allí residí durante cerca de un año, para averiguar qué quería el Señor con ello. Tiempo en el que todos los paralelismos sospechados entre las imágenes reales e imaginadas se confirmaron. (Paralelismos y “coincidencias” que hoy en día (y ya han pasado más de diez años de aquello) aún no sé explicar ni encontrarles sentido completo.) Teniendo en cuenta, además, que el mencionado icono de La Trinidad se encontraba tanto en la capilla de la casa (cenobio), en la que yo residía, como en la sala comedor, por lo que tenía tiempo de sobra y de continuo para recrearme mirándolo y reflexionando. (Y poco antes de regresar a Madrid me enteré de que, incluso,

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dicho icono, había sido colocado, junto a la primera piedra, en los cimientos de la casa en que habitaba.)

Al final, todo entró en crisis y regresé, sin haber encontrado una respuesta clarificadora (al menos en ese terreno).

Una cosa sí (creo) había aprendido de aquello: que el lugar de mi “fantasía” en el que se encontraba “la villa del Señor”, realmente era un lugar espiritual antes que otra cosa. Y puede que, lo físico y tangible que yo había visto, olido, paseado, tocado y recorrido, era una forma en la que se me “aseguraba” que así de real sucedería aunque yo no lo viera en este mundo. Y, además, en unas proporciones gigantescas y desmesuradas, que nada tenían que ver con la sencillez y poca cosa de mi “fantasía”.

Poco tiempo antes de acabar de constatar que mi recorrido vital en Buenafuente había llegado a su fin, en uno de mis paseos vespertinos (entre la comida y el rezo de Vísperas), conseguí encontrar un punto de altitud media, en el que, en la contemplación del panorama, se podía semejar la proporción del tamaño del río Tajo, con el del arroyo o río pequeño de mi “fantasía”. Otro día, se organizó una excursión con unos seminaristas, a un lugar alejado del río al que no era fácil llegar, y caminando por ese terreno me parecía estarlo haciéndolo por las “imaginaciones” que yo me había hecho (como si viera en la realidad lo que sólo estaba en mi cabeza), y estaba asombrado sin entenderlo bien, y máxime cuando llegamos a las pozas, en las que reconocí las “imaginadas” por mí, pero como si las hubiese visto desde el inaccesible otro lado del río.

Pero es que todo esto ya enlazaba con el primer día en que vi el Vía Crucis que ascendía por el monte desde la población de Buenafuente, y reconocí en él mi “fantasía”; porque en ella, había que subirlo para poder llegar a la villa del Señor, que estaba detrás: al acabarlo. (Y así ocurrió con la “visión” del día 5 de agosto.) Qué poco sospechaba yo entonces que eso era un simbolismo, metáfora o alegoría de lo que tenía que vivir para que eso se llevara a efecto. (De hecho, cuando tiempo después leí por primera vez la publicación oficial del denominado “Tercer Secreto de Fátima”, no pude menos de imaginarme, la ascensión a la “cruz tosca” que describía, como la del Vía Crucis de Buenafuente; y la asociación de imágenes es automática y sin poderlo remediar, porque no me puedo imaginar otra.)

En fin, una mezcla de sensaciones y experiencias de difícil asimilación e interpretación (al menos para mí); pero que, al mismo tiempo, está llena de reflejos espirituales claramente aleccionadores; y es por eso por lo que todo esto se ve reflejado, de alguna manera, en el diseño de la portada:

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Veamos todas estas imágenes:

La portada

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Que viene a querer decir: «El “lugar” espiritual que este icono (junto con sus textos añadidos) pretende transmitir, tiene su reflejo en la realidad tangible de este mundo a través de los presentes estatutos». Por eso está colocada la imagen real equivalente, sobre su respectiva del icono (aunque la Peña del Ceño esté tan lejos que no se aprecie bien su similitud). El árbol torcido, a pesar ser diminuto comparado con el resto del paraje, destacaba sobre los demás, y se veía desde cualquier parte del mismo.

El Croquis

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Repárese, al comparar las dos cosas, que la mano del Espíritu Santo (a la derecha del icono), equivale, en el croquis, al puente que permite el acceso a la villa (de ahí su lectura espiritual); por eso, la frase «hará brotar como un río la paz» (cf. Is 66, 12), quiere representar al río en el icono (que acaba por desembocar en el “mar” de: «El Señor rodea a su pueblo con la paz» (cf. Sal 29 (28), 11)).

El mapa topográfico del lugar (trazado por el Instituto Geográfico del Ejército)

Cada cuadrícula tiene un kilómetro de lado.

—Noreste—

—Suroeste—

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Sin embargo en el terreno real ni existe el puente ni el camino que conduce hasta él, pero sí el río, y nada menos que el río Tajo. (Aquí descubrí yo por qué recibe ese nombre de “tajo” (cortada), sólo había que ver el paisaje, y su desnivel de trescientos metros.)

Pero se me ocurrió superponer una transparencia del mapa sobre el icono, para ver los paralelismos con más precisión, y…

Superposición del mapa sobre el icono

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Y para estupefacción mía, comprobé que el perfil del río se ajustaba a la silueta del Espíritu Santo, y que, incluso, en la zona del pie, el topónimo correspondiente en el mapa era “Pie Labro”. O las líneas de altitud que dibujan el brazo del Hijo (en el centro). O la cruz tosca que coronaba el montecito para señalar la XII estación del Vía Crucis (“Jesús muere en la cruz”), justo sobre la cabeza del Hijo.

Sin embargo el árbol torcido que coronaba el Cerrillo Labrado, semejante al árbol sobre el ala izquierda del Hijo, no coincidía; como tampoco la Peña del Ceño, que quedaba muy alejada. (Pero es que en los iconos no hay perspectiva proporcional.)

Ahora se entiende el versículo que rodea el icono: «Jerusalén está rodeada de montañas, y el Señor rodea a su pueblo ahora y por siempre». (Sal 125 (124), 2) De esta forma, se recuerda la muralla de planta cuadrada que rodea la Jerusalén celeste.

La «comunión», representada por la copa en el icono, es resaltada por el símbolo de la villa, sobreimpreso encima. (Copa que, a su vez, explica visualmente dicho símbolo.)

Con respecto a la contraportada primitiva, la foto utilizada que servía de

base para la misma, fue tomada en el paraje ya mencionado, pero ahora sobre la zona correspondiente al “brazo del Hijo” en el icono; para intentar mostrar cómo, sobre el terreno donde estaba radicada la villa del Señor, el Cielo se abría para derramar la gracia de Dios.

En la revisión de 2006 fue sustituida esta contraportada por una imagen más alegórica y con mayor contenido: La Coronación de la Virgen María, de Velázquez (en la que el conjunto tiene forma de Corazón), con el símbolo de la Villa sobreimpreso sobre la corona que la Santísima Trinidad impone a la Virgen. Es decir: La Villa es (y debe de ser) esa corona de gloria de María Santísima.

Veamos esas dos contraportadas:

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La primera contraportada

La contraportada actual

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ALGUNAS CURIOSIDADES

Tanto las “curiosidades” que se refieren a continuación, como las relatadas al comentar las imágenes simbólicas, ni son ni deben ser condicionantes del contenido de los Estatutos; solamente ayudan a contextualizarlos y a darles ambientación espiritual que permita ahondar en ellos. De hecho, lo que se narra a continuación, ni siquiera se menciona o se insinúa en los Estatutos.

En aquella época previa a que ni siquiera me pasara por la cabeza todo este

asunto de la villa del Señor, yo, a veces, cuando tenía dudas sobre algún asunto relacionado con mi vida de fe, solía consultar al Señor de una forma, poco aconsejable, pero inspirada en lo que hizo San Francisco de Asís para preguntar al Señor sobre cómo quería que vivieran su compromiso. Así, encomendándome a Él mediante la señal de la cruz sobre mí, abría al azar mi librito del Nuevo Testamento (la primera compra que hice con mi dinero cuando era un niño), y sin mirar, colocaba el dedo y comenzaba a leer “la respuesta del Señor” a la intención que bullía en mí; y que, andando el tiempo, acabé por formular y escribirla en un cuadernito junto con la “respuesta”, para que no se me olvidasen.

Esto que yo hacía no es nada recomendable, porque, si no se discierne correctamente, puede dar lugar a manipulaciones del demonio que te pueden llevar a donde nunca hubieses querido ir; y supone, para el que lo hace, una completa sinceridad y limpieza en sus intenciones, y una auténtica confianza en Dios.

En fin, que el día 5 de febrero de 2000, hice la siguiente pregunta a través de este sistema (que anoté en mi cuadernito): «Respecto a lo que te pido en el Grupo de Misiones sobre que nos muestres lo que quieres de cada uno de nosotros y de todos, ¿me quieres decir algo?»

Y éste fue el resultado: …«de ellos durante cuarenta días y hablando de las cosas del reino de Dios.

Y estando con ellos a la mesa, les mandó no salir de Jerusalén, sino aguardar la promesa del Padre, la que me oísteis; porque Juan, a la verdad, bautizó en agua; mas vosotros seréis bautizados en el Espíritu Santo de aquí a no muchos días. Y los reunidos le preguntaban: Señor, ¿vas a restablecer en este tiempo el reino de Israel? Mas les dijo: no os toca a vosotros saber los tiempos o momentos que el Padre señaló con el poder que le es propio; pero recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y me seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta los confines de la tierra.» (Hech 1,3-8)

La palabra “testigos” está resaltada para remarcar cómo esta palabra saldrá, sin darnos cuenta de ello, en el objetivo único resultante de la convivencia del fin de semana que concluía el 6 de agosto de 2000: «Ser testigos del amor de Dios.» (Asunto ya relatado en la «Presentación de los Estatutos».)

Sin embargo, en mis notas, como fecha de la “ocurrencia” del proyecto de “la ciudad-iglesia”, pone: «6-7-VIII-2000». Supongo (aunque no me acuerdo de

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nada) que el día 7 se referirá al hecho de contrastar mi experiencia interior, vivida el día 6, con la Sagrada Escritura, y el Concilio Vaticano II. Sería entonces cuando elegí las citas, que luego transcribí, como textos influyentes en mi decisión. Son los que siguen:

«Y vi un cielo nuevo y una tierra nueva; porque el cielo primero y la tierra primera han desaparecido, y el mar ha dejado de existir. Y la ciudad santa, la Jerusalén nueva, la vi descender del cielo, de parte de Dios, preparada como una desposada para recibir al esposo. Y oí una potente voz desde el trono que decía: He aquí el tabernáculo de Dios con los hombres, y erigirá su tabernáculo entre ellos, y ellos serán su pueblo, y el mismo Dios estará con ellos como Dios suyo. Enjugará toda lágrima de sus ojos; y la muerte no existirá, ni duelo, ni gritos, ni fatiga; pues han pasado las cosas primeras.

Y dijo el que estaba sentado en el trono: He aquí que hago nuevas todas las cosas. Y me dijo: Escribe que estas palabras son fieles y verídicas. Y me dijo: Se ha cumplido. Yo soy el alfa y la omega, el principio y el fin. Al que tiene sed, le daré a beber gratis de la fuente del agua de la vida. El victorioso heredará estas cosas y seré Dios para él, y él será para mí, hijo. (...)

Y no vi templo en la ciudad, pues el Señor, Dios Todopoderoso, es el templo de ella, y el Cordero. Y la ciudad no tiene necesidad de sol ni de luna para que brillen sobre ella, pues la gloria de Dios la ilumina y su lámpara es el Cordero.

Y caminarán las naciones en su luz, y los reyes de la tierra llevarán a ella su gloria. Y sus puertas nunca serán cerradas, pues en ella no habrá noche. Y llegará a ella la gloria y el honor de las naciones. Y jamás entrará en ella nada impuro, ni el que haga abominación y mentira, sino únicamente quienes han sido inscritos en el libro de la vida del Cordero.

Y me mostró un río del agua de la vida, brillante como el cristal, que salía del trono de Dios y del Cordero. En medio de la plaza y del río, del lado de acá y del lado de allá, hay un árbol de la vida que da doce veces fruto; cada mes fructifica, y las hojas del árbol sirven para la curación de las enfermedades. Y ya no habrá objeto alguno de maldición. Y el trono de Dios y del Cordero permanecerá en ella; y sus servidores lo adorarán, y verán su rostro, y su nombre sobre sus frentes. No habrá más noche, ni necesidad de luz de lámpara ni de luz de sol, porque el Señor Dios los ilumina y reinarán por los siglos de los siglos.

Y me dijo: Estas palabras son fieles y verdaderas, y el Señor, el Dios de los espíritus de los profetas, envió su ángel para mostrar a sus servidores las cosas que deben ocurrir en breve. Y he aquí que vengo prontamente. ¡Feliz el que guarda las palabras de esta profecía de este libro! (Ap 21, 1-7.23-27; 22,1-7)

«Ésta es la ley para el templo: en la cumbre del monte, todo el espacio que lo circunda, será santo. Tal es la ley para el templo.» (Ez 43, 12)

Y también aparece citado, pero sólo con la indicación, un amplio fragmento del capítulo 47 del Libro de Ezequiel, que copio a continuación, tomándolo de la versión de la Nueva Biblia de Jerusalén que tengo en el ordenador:

«Me llevó a la entrada del templo, y he aquí que debajo del umbral del templo salía agua, en dirección a oriente, porque la fachada del templo miraba hacia oriente. El agua bajaba de debajo del lado derecho del templo, al sur del altar.

Luego me hizo salir por el pórtico septentrional y dar la vuelta por el exterior, hasta el pórtico exterior que miraba hacia oriente, y he aquí que el agua fluía del lado derecho.

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El hombre salió hacia oriente con la cuerda que tenía en la mano, midió mil codos y me hizo atravesar el agua: me llegaba hasta los tobillos.

Midió otros mil codos y me hizo atravesar el agua: me llegaba hasta las rodillas. Midió mil más y me hizo atravesar el agua: me llegaba hasta la cintura.

Midió otros mil: era ya un torrente que no pude atravesar, porque el agua había crecido hasta hacerse un agua de pasar a nado, un torrente que no se podía atravesar.

Entonces me dijo: «¿Has visto, hijo de hombre?» Me condujo, y luego me hizo volver a la orilla del torrente.

Y al volver vi que a la orilla del torrente había gran cantidad de árboles, a ambos lados.

Me dijo: «Esta agua sale hacia la región oriental, baja a la Arabá, desemboca en el mar, en el agua hedionda, y el agua queda saneada.

Por dondequiera que pase el torrente, todo ser viviente que en él se mueva vivirá. Los peces serán muy abundantes, porque allí donde penetra esta agua lo sanea todo, y la vida prospera en todas partes adonde llega el torrente.

A sus orillas vendrán los pescadores; desde Engadí hasta Enegláin se tenderán redes. Los peces serán de la misma especie que los peces del mar Grande, y muy numerosos.

Pero sus marismas y sus lagunas no serán saneadas, serán abandonadas a la sal.

A orillas del torrente, a una y otra margen, crecerán toda clase de árboles frutales, cuyo follaje no se marchitará y cuyos frutos no se agotarán: producirán todos los meses frutos nuevos, porque esta agua viene del santuario. Sus frutos servirán de alimento, y sus hojas de medicina.» (Ez 41, 1-12)

Y los fragmentos del Concilio Vaticano II, estos sí, transcritos en su día. (El

primero pasó a formar parte de la letra D, y el segundo fue trascrito tiempo después):

«Es característico de la Iglesia ser, a la vez, humana y divina, visible y dotada de elementos invisibles, entregada a la acción y dada a la contemplación, presente en el mundo y, sin embargo, peregrina; y todo esto de suerte que en ella lo humano esté ordenado y subordinado a lo divino, lo visible a lo invisible, la acción a la contemplación, y lo presente a la ciudad futura que buscamos.» (Concilio Vaticano II, Sacrosantum Concilium nº 2)

«38. El Verbo de Dios, por quien fueron hechas todas las cosas, hecho Él mismo carne y habitando en la tierra de los hombres, entró como hombre perfecto en la historia del mundo, asumiéndola y recapitulándola en sí mismo. Él es quien nos revela “que Dios es amor” (Jn 4,8), a la vez que nos enseña que la ley fundamental de la perfección humana, y por tanto de la transformación del mundo, es el mandamiento nuevo del amor. Así pues, a los que creen en la caridad divina, les da la certeza de que al abrir a todos los hombres los caminos del amor y el esforzarse por instaurar la fraternidad universal, no son cosas vacías de contenido. Al mismo tiempo advierte que esta caridad no hay que buscarla únicamente en los acontecimientos importantes, sino, y sobre todo, en la vida ordinaria. Sufriendo la muerte por todos nosotros pecadores, nos enseña con su ejemplo que también nosotros debemos llevar la cruz que la carne y el mundo echan sobre los hombros de quienes buscan la paz y la justicia. Constituido Señor por su resurrección, Cristo, a quien ha sido dada toda potestad en el cielo y en la tierra, obra ya por la virtud de su Espíritu en el corazón del

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hombre, no sólo despertando el anhelo del siglo futuro, sino alentando, purificando y robusteciendo también con ese deseo aquellos generosos propósitos con los que la familia humana intenta hacer aún más humana su propia vida y someter la tierra a este fin. Mas los dones del Espíritu Santo son diversos: si a unos con anhelo de la morada celeste les llama a dar testimonio manifiesto y a mantenerlo vivo en la familia humana, a otros les llama para que se entreguen al servicio temporal de los hombres y con su trabajo preparen el material del reino de los cielos. Pero a todos les libera para que, con la abnegación propia y el empleo de todas las energías terrenas en pro de la vida humana, se proyecten hacia las realidades futuras cuando la propia humanidad se convierta en oblación agradable a Dios.

La prenda de esta esperanza y el alimento para este camino se la dejó el Señor a los suyos en aquel sacramento de fe, en el que los elementos de la naturaleza, cultivados por el hombre, se convierten en el Cuerpo y Sangre gloriosos, en la cena de la comunidad fraterna y la degustación anticipada del banquete celestial.

39. Ignoramos el tiempo en que se llevará a cabo la consumación de la tierra y de la humanidad, ni conocemos el modo como se transformará el universo. Pasa, desde luego, la figura de este mundo deformada por el pecado, pero Dios nos enseña que nos prepara una nueva morada y una nueva tierra donde habita la justicia, y cuya bienaventuranza será capaz de saciar y hacer rebosar todos los anhelos de paz que brotan del corazón humano. Entonces, vencida la muerte, los hijos de Dios resucitarán en Cristo, y lo que fue sembrado en enfermedad y corrupción, se revestirá de incorruptibilidad, y, permaneciendo la caridad y sus obras, se verán libres de la servidumbre de la vanidad todas las criaturas, que Dios creó pensando en el hombre.

Se nos advierte que de nada le sirve al hombre ganar todo el mundo si se pierde a sí mismo. No obstante, la esperanza de una tierra nueva no debe amortiguar, sino más bien avivar, la preocupación por perfeccionar esta tierra, donde se desarrolla el cuerpo de la nueva familia humana que puede de alguna manera ofrecer un esbozo del siglo nuevo. Por tanto, aunque hay que distinguir cuidadosamente progreso temporal y crecimiento del reino de Cristo, sin embargo, el primero, en cuanto puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa en gran medida al Reino de Dios.

Pues los bienes de la dignidad humana, de la unión fraterna y de la libertad, a saber, todos los bienes que son fruto de la naturaleza y de nuestro trabajo, después de haberlos propagado por la tierra en el Espíritu del Señor, según su mandato, volveremos a encontrarlos limpios de toda mancha, iluminados y transfigurados, cuando Cristo entregue al Padre “el reino eterno y universal, reino de verdad y de vida, reino de santidad y de gracia, reino de justicia, de amor y de paz”. Este reino está ya misteriosamente presente en nuestra tierra; con la venida del Señor se consumará su perfección.» (Gaudium et Spes 38-39)

Pues bien, el mismo día 7 de agosto de 2000, anoté literalmente:

«¿Y POR QUÉ NO UNA “CIUDAD-SIGNO” (UNA ciudad-iglesia), COMO LO ES EL “ÁRBOL DE LA FE”? (que es un signo para nosotros y la parroquia)

(Acercamos el futuro cuando intentamos hacerlo presente)»

Y es que, por entonces pensaba (o quería creer), que el proyecto iba dirigido, en principio, para el Grupo de Misiones de la parroquia.

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Al día siguiente, 8 de agosto de 2000, consulté al Señor, siguiendo el

método indicado más arriba:

«¿Señor, es tu camino el que estamos atisbando? ¿Es buena la idea de la “ciudad-iglesia”?»

Y la respuesta: …«Tomadlo y distribuidlo entre vosotros. Pues os digo que ya no beberé del fruto de la vid hasta que llegue el reino de Dios. Y tomando luego pan, dio gracias, lo partió, y se lo dio diciendo: Esto es mi cuerpo, el que por vosotros es entregado; haced esto en recuerdo mío. Y de la misma manera el cáliz después de la cena, diciendo: Este cáliz es la Nueva Alianza en mi sangre, la que es derramada por vosotros.» (Lc 22, 17-20)

Y de aquí salió la idea para la primera vía. Una vez redactados los cinco puntos guía o vías, el 17 de agosto de 2000,

volvía a consultar al Señor de igual manera:

«¿Señor, que quieres que añada o quite a los cinco puntos o vías que deben guiar a quienes decidan vivir en la “ciudad-iglesia”?»

Respuesta que incluye la palabra no bíblica en negrita: «Conclusión.-» «Mirad con qué letras tan grandes os escribo de mi propia mano. Cuantos quieren agradar en la carne, ésos os fuerzan a circuncidaros, sólo para no ser perseguidos por la cruz de Cristo. Pues ni los mismos circuncidados guardan la Ley; pero quieren que os circuncidéis, para gloriarse en vuestra carne. En cuanto a mí, jamás me glorié sino en la cruz de Nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo. Pues nada es la circuncisión ni la incircuncisión, sino la nueva criatura. Y a cuantos vivan según esta norma, la paz y la misericordia sobre ellos y sobre el Israel de Dios.

Por lo demás, que nadie me importune; pues yo llevo en mi cuerpo las marcas de Jesús.

La gracia de Nuestro Señor Jesucristo sea, hermanos, con vuestro espíritu. Amén.» (Gal 6, 11-18)

Esta cita es la que prestó el soporte bíblico a la quinta vía («cambia tú, y el mundo cambiará contigo»), fundamento que hasta ese momento había buscado infructuosamente.

Además, tras la cita anterior, bajo el epígrafe de «Anexo», aparece trascrita

esta otra:

«Para esta libertad nos hizo libres Cristo. Manteneos, pues, firmes y no os sometáis de nuevo al yugo de la esclavitud. Mirad que yo, Pablo, os digo: si os circuncidáis, de nada os aprovechará Cristo. Y testifico de nuevo a todo hombre circuncidado que está obligado a cumplir toda la Ley. Os separáis de Cristo los que tratáis de justificaros por la Ley; perdéis la gracia. Pues nosotros, por el Espíritu esperamos, por virtud de la fe, la promesa de la justicia. Ya que en Cristo Jesús ni la circuncisión vale algo, ni la incircuncisión, sino la fe que obra por medio de la caridad.» (Gal 5, 1-6)

La siguiente anotación ya remite al día 27 de septiembre de 2000; pero su

contenido debo introducirlo un poco:

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El 13 de agosto de ese mismo año, había ido en peregrinación solitaria a un santuario mariano, no lejano (al que solía ir en acción de gracias), para, además, pedirle a la Virgen su intercesión para que el Señor me concediera una señal que confirmara que aquello que estaba iniciando era cosa suya y no mía. (Y yo me hice la idea de que tal señal sería algo físico y tangible para que no me quedase lugar a dudas, pero, sin embargo, no fue así.)

Ya en septiembre de ese año 2000, la parroquia organizaba su peregrinación jubilar a Roma, y a mí me insistieron para que fuese. Yo no estaba muy convencido porque me parecía un gasto excesivo y poco justificable, pero en la oración noté como si el Señor sí quería que fuera, y así lo hice.

El día 27 de septiembre estábamos todos los de la parroquia, junto con la peregrinación diocesana de Madrid, presidida por nuestro obispo, Monseñor Don Antonio María Rouco Varela (que por esas fechas ya era cardenal), en la Basílica de San Pablo Extramuros, ocupando todo el presbiterio, para el acto de la celebración penitencial. Y allí ocurrió lo que sigue:

Nada más acabar mi confesión individual, junto al altar mayor, me levanté para regresar a mi sitio, pero en ese momento, y a pesar de la intrascendencia del contenido de tal confesión, me sentí tan embargado de emoción por dentro y por fuera (como si Dios me abrazase amorosamente hasta aniquilarme), que para no “montar el número” allí mismo busqué apresuradamente un lugar donde esconderme, y al no hallarlo, me dirigí a la escalinata del altar de la Coronación de la Virgen (adonde nadie miraba), y, acurrucándome en un escalón y tapándome el rostro con las dos manos, desahogué mi sentimiento, chorreándome las lágrimas hasta por la barba (como dice el salmo del ungüento por la barba de Aarón). Afortunadamente creo que nadie se enteró.

En ese momento, y en esa situación, vino a mi mente la idea de la ciudad-iglesia como una pregunta (algo así como ¿y de esto qué?). Y, en ese instante, un cantor inició un cántico que oía con mis oídos, pero que, simultáneamente, escuchaba pronunciado para toda la Creación (para toda la historia), y que decía (o yo oí):

«He aquí que hago una Alianza Nueva: Pondré mi ley en su interior; la escribiré en su corazón; yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo. [Para instruirse no necesitarán animarse unos a otros diciendo: ‘¡Conoced al Señor!’, porque me conocerán todos, desde el más pequeño hasta el mayor.] Yo perdonaré su maldad y no me acordaré más de sus pecados.» (Jr 31, 31.33-34)

«Os tomaré de entre las naciones donde estáis, os recogeré de todos los países y os llevaré a vuestra tierra. Os rociaré con agua pura y os purificaré de todas vuestras impurezas e idolatrías. Os daré un corazón nuevo y os infundiré un espíritu nuevo; os arrancaré el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Infundiré mi espíritu en vosotros y haré que viváis según mis mandamientos, observando y guardando mis leyes. Viviréis en la tierra que di a vuestros antepasados; vosotros seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios. Os libraré de todas vuestras perversidades; haré que tengáis trigo en abundancia y no pasaréis más hambre. Multiplicaré los frutos de los árboles y las cosechas de los campos para que no sufráis más el oprobio del hambre entre las naciones.» (Ez 36, 24-30)

Este fenómeno de “eco universal” no me resultó desconocido, puesto que cinco años antes, en la Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, durante la

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Misa en la capilla de mi parroquia, me ocurrió algo semejante cuando se pronunció un texto litúrgico. Ésa sí fue la primera vez.

Recuerdo que, en esta segunda ocasión, sólo retuve en mi memoria la primera frase del texto (y que decía “vuestro” en lugar de “su”, pero en la Biblia que consulté lo ponía así), y que la literalidad de lo demás la reconstruí unos días después rebuscando en la Biblia, porque nadie sabía decirme qué era lo que habían cantado y a qué profetas pertenecía. Lo más curioso de todo es que no retuviera en mi mente nada de la melodía, aunque no me acordase de la letra, y que no haya encontrado en la liturgia ningún himno o canto que recoja todo lo que yo oí. Ni siquiera lo reconstruido por mí lo refleja suficiente y adecuadamente, por lo que siempre me ha dejado insatisfecho. (Aunque ya sólo me acuerde del contenido de la primera frase, y de su comienzo: «He aquí», que tampoco he encontrado en ninguna de las versiones consultadas.) Pero aunque no se me quedasen las palabras, sí conservo, “meditándolo en mi corazón”, la intención de su contenido.

Una vez concluido el canto tuve que salir del templo para acabar de sosegarme, y penetrar de nuevo por la puerta santa, con una sensación de que “algo nuevo” entraba. Cuando llegué, un nuevo canto, cuya antífona repetía: «Delante de los ángeles tañeré para ti», me recordaba la Misa Juvenil y mis composiciones musicales (que también habían peregrinado conmigo a Roma como ofrenda espiritual), y expresaba en sus estrofas mis sentimientos (incluso cuando me había postrado en oración de acción de gracias hacía la cúpula de San Pedro, que se veía a través de la ventana de mi habitación en el hotel):

«Te doy gracias, Señor, de todo corazón; / delante de los ángeles tañeré para ti, / me postraré hacia tu santuario, / daré gracias a tu nombre: / por tu misericordia y tu lealtad, / porque tu promesa supera a tu fama; / cuando te invoqué, me escuchaste, / acreciste el valor en mi alma.

Que te den gracias, Señor, los reyes de la tierra, / al escuchar el oráculo de tu boca; / canten los caminos del Señor, / porque la gloria del Señor es grande. / El Señor es sublime, se fija en el humilde, / y de lejos conoce al soberbio.

Cuando camino entre peligros, / me conservas la vida; / extiendes tu brazo contra la ira de mi enemigo, / y tu derecha me salva. / El Señor completará sus favores conmigo: / Señor, tu misericordia es eterna, / no abandones la obra de tus manos.» (Sal 138(137))

Todo esto lo interpreté como la señal que yo había pedido al Señor, a pesar de que sólo fuera subjetiva, y no física y tangible; pero había sido tan fuerte que no me quedaron dudas.

(Al escribir este último párrafo, una pregunta surge en mi mente: ¿no será lo experimentado en la zona de Buenafuente, la señal física y tangible que yo esperaba en su día?)

Dos días después de esto, el 29 de septiembre, salíamos para Orbieto y Asís. Y en la iglesia de Santa Clara (aún en reparación por el terremoto), pude contemplar la imagen de Jesús crucificado que habló a San Francisco para decirle: «Ve, Francisco, y repara mi casa, que, como ves, amenaza ruina.»

El perfecto estado de conservación de dicha imagen, que parecía que fuera reciente, y la iglesia llena de andamios porque “amenazaba ruina”, actualizaban esa frase que oyó San Francisco, y la ponían en comparación con lo que a mí me había ocurrido dos días antes. Al mismo tiempo comprendía que la “casa” a la

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que aludía la frase, realmente se refería a toda la Iglesia, pero San Francisco sólo se planteó reconstruir la iglesita de San Damián (San Damiano), porque no podía ni siquiera imaginarse alcanzar la otra. Y es que a mí me ocurría exactamente lo mismo: sabía realmente a lo que el Señor se refería con lo mío, pero ni siquiera me lo podía plantear. Sólo tenía que ponerme a andar hacia lo más próximo e inmediato, como había hecho San Francisco aunque comenzara solo y la gente se burlara de él.

¿Quién era yo para ser más que San Francisco y librarme de pasar por todo eso? Yo no tenía su valor, pero como todo era gracia, el Señor supliría lo que a mí me faltara. Y de allí saqué la resolución de tirar para adelante a pesar de todas las dificultades que pudieran surgir.

Por eso, a pesar de que, cuando expuse “mi” idea y proyecto al Grupo de

Misiones, dije que nunca empezaría solo, en el fondo sabía que no iba a poder echarme para atrás nunca.

El día que se lo tuve que contar coincidió con las Témporas de acción de gracias y de petición, el 5 de octubre de 2000; y en la misa anterior a la reunión, las lecturas fueron como hechas a propósito:

Primera.- «Cuando el Señor tu Dios te introduzca en esa tierra buena,

tierra de torrentes, de fuentes, de aguas profundas que brotan del fondo de los valles y en los montes, tierra que produce trigo y cebada, viñas, higueras y granados, tierra de olivos, aceite y miel, tierra que te dará el pan en abundancia para que no carezcas de nada, tierra donde las piedras contienen hierro, y de cuyas montañas extraerás el cobre, entonces comerás y te saciarás y bendecirás al Señor tu Dios por la tierra buena que te ha dado.

No te olvides del Señor tu Dios ni dejes de observar los mandamientos, los preceptos y las leyes que yo te prescribo hoy. Cuando hayas comido y te hayas saciado, cuando hayas construido hermosas casas y las habites, cuando se multiplique tu ganado mayor y menor, tu plata, tu oro y todos tus bienes, que no se engría tu corazón ni te olvides del Señor tu Dios. Fue él quien te sacó de Egipto, de aquel lugar de esclavitud; quien te ha conducido a través de ese inmenso y terrible desierto, lleno de serpientes y escorpiones, tierra sedienta y sin agua; fue él quien hizo brotar para ti agua de la roca de pedernal y te ha alimentado en el desierto con el maná, un alimento que no conocieron tus antepasados, a fin de humillarte y probarte, para después hacerte feliz. Y no digas: ‘Con mis propias fuerzas he conseguido todo esto’. Acuérdate del Señor, tu Dios; él es quien te ha dado fuerza para adquirir esa riqueza, cumpliendo así la alianza que hizo con juramento a tus antepasados, como hace hoy.» (Dt 8, 7-18)

Salmo.- Antífona: «Tú eres Señor del universo.»

«¡Bendito seas por siempre y para siempre Señor, Dios de nuestro antepasado Israel! A ti, Señor, la grandeza, el poder, el honor, la majestad y la gloria. Tuyo es cuanto hay en el cielo y en la tierra; a ti, Señor, la realeza y el dominio sobre todas las cosas. La riqueza y la gloria proceden de ti. Tú eres el dueño de todo, en tu mano está la fuerza y el poder, la estabilidad y consistencia de todo.» (1 Cro 29, 10-12)

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Segunda.- «Si alguien vive en Cristo, es una nueva criatura; lo viejo ha pasado y ha aparecido algo nuevo.

Todo viene de Dios, que nos ha reconciliado consigo mismo por medio de Cristo y nos ha confiado el ministerio de la reconciliación. Porque era Dios el que reconciliaba consigo al mundo en Cristo, sin tener en cuenta los pecados de los hombres, y el que nos hacía depositarios del mensaje de la reconciliación. Somos, pues, embajadores de Cristo, y es como si Dios mismo os exhortara por medio de nosotros. En nombre de Cristo os suplicamos que os dejéis reconciliar con Dios. A quien no cometió pecado Dios lo trató por nosotros como al propio pecado, para que, por medio de él, nosotros nos transformemos en salvación de Dios.» (2 Cor 5, 17-21)

Evangelio.- «Pedid, y recibiréis; buscad, y encontraréis; llamad, y os

abrirán. Porque todo el que pide recibe, el que busca encuentra, y al que llama le abren. ¿Acaso si a alguno de vosotros su hijo le pide pan le da una piedra?; o si le pide un pez, ¿le da una serpiente? Pues si vosotros, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará cosas buenas a los que se las pidan!» (Mt 7, 7-11)

Pero todo aquello se disolvió sin llegar a comenzar, y empezaron las

dificultades e incomprensiones, y el más absoluto desinterés (que hasta llama la atención por inaudito), y que continúa hasta el día de escribir estas líneas. Doce eteeernos años, con la ciudad sitiada y asediada para ver si se rinde por hambre.

Aunque, a pesar de todo, algunas otras “curiosidades” fueron aconteciendo

durante todavía un tiempo: Como aquella del 1 de marzo de 2001, en que me desperté de un sueño en el que bendecía el lugar de la villa (sin saber cual era) con las tres primeras peticiones que siguen a continuación, y que redacté inmediatamente al incorporarme para que no se me olvidaran. El final de la bendición lo añadí un rato después; pero tal bendición no se llevó a cabo hasta el día 12 de octubre, ya residiendo en Buenafuente del Sistal (cuando ya había ocurrido parte de lo relatado al tratar el tema de las imágenes).

«Bendición del lugar

Descienda sobre nosotros, Señor, tu bendición.

Te pedimos que transformes las aguas de este lugar en fuente de salud y de vida, signo de tu gracia y alegría para la Iglesia.

Descienda sobre nosotros, Señor, tu bendición.

He aquí que hago nuevas todas las cosas (dice el Señor). Te rogamos que también nuestros sentidos puedan disfrutar de toda esa novedad que ya alcanzamos por la fe.

Descienda sobre nosotros, Señor, tu bendición.

Te suplicamos que santifiques a todas las personas que quieran vivir en tu villa y las conviertas en fuentes vivas e inagotables de tu Amor.

Descienda sobre nosotros, Señor, tu bendición.

Tú que por la muerte y resurrección de tu Hijo nos has escogido para ser tu pueblo y tu heredad, acuérdate de nosotros en nuestras necesidades y bendice tu heredad.

Descienda sobre nosotros, Señor, tu bendición.

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Concede, Señor, a tus fieles encontrar seguridad y riqueza en la abundancia de tus misericordias y haz que, protegidos por tu bendición, se mantengan en continua acción de gracias y te bendigan rebosantes de alegría.

Oh Dios, que escogiste a María como Hija predilecta tuya, Esposa del Espíritu Santo y Madre de Tu Hijo divino, y una vez llevada al cielo en cuerpo y alma glorioso, la proclamaste Reina Universal; haz que vivamos la grandeza cristiana de ser Templos de la Santísima Trinidad, por la gracia santificante y la experiencia gozosa de sentir a María como Madre y Señora, que quiere y puede siempre ayudarme.

Por Jesucristo, nuestro Señor.

Amén.» Otro asunto dentro de este ámbito de las “curiosidades” es el referente a la

radio:

En el borrador manuscrito en el que escribí por primera vez las cinco vías, en la misma carilla del papel, e inmediatamente después de las indicaciones de las citas bíblicas en las que se sustentaba el proyecto (y copiadas aquí, más arriba), se encuentra una anotación subrayada, sobre la idea de una «emisora de radio» para la villa, que pudiera ser «por ondas» y «por Internet», con un apartado de posibilidad de contenidos que indica «lectura dramatizada de libros»; y dentro de una llave, como sugerencia concreta, apunta: «¡la Biblia!».

Además, si se repara en el «croquis» del capítulo dedicado a las imágenes, en lo alto del monte central aparece una “antena para la emisora de radio”.

Pues bien, toda esta explicación tan larga es con el objetivo de exponer a continuación como se llegó a producir la materialización de todo esto en la realidad; ¡y de forma no premeditada!

Cuando regresé de Buenafuente a Madrid en el año 2002, como mi recién estrenado director espiritual (D. Julio Navarro Panadero) pertenecía al Consejo Diocesano de Misiones de Madrid, me pidieron de allí que colaborase con ellos. De resultas de tal colaboración surgió la posibilidad de realizar un programa de radio en vivo en Radio María España, y como la sede de la emisora quedaba cerca de mi casa, acepté el estar incluido en el equipo.

Un día (años después), en que llevé a mi amiga Mari Jose (la de la «Declaración de intenciones») a que conociera la emisora, se le ocurrió allí mismo la idea de realizar un programa sobre la Biblia, programa que debería ser grabado, encargándome yo de toda la parte técnica (porque se grababa en mi casa). Se propuso al director de la emisora, y éste aceptó. Así comenzó la andadura del programa «Historias para vivir. Leer la Biblia desde la vida» en enero del año 2006.

Llegados a los cincuenta y dos programas, a Mari José se le ocurrió (o tuvo la inspiración) de que lo que deberíamos hacer era grabar la Biblia, es decir, leerla; para que quien no fuera capaz de hacerlo, al menos, la escuchase. Y con este giro, llegamos al programa 125, a partir del cual Mari Jose no quiso seguir grabando más. Y es que el programa había dejado de emitirse por decisión de la emisora (y nuestras vidas personales se habían complicado mucho). Esto fue en enero de 2010.

Como a la par surgió la posibilidad de poder colocar los programas grabados, en la página Web de la parroquia, pues mientras duró esta posibilidad, allí

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estuvieron colocados a disposición de quien quisiera descargárselos (ya bajo el auspicio expreso de la villa del Señor).

A la hora de redactar estas líneas, los programas se están emitiendo por una emisora de Internet (Radio HM), y se han retomado las grabaciones, ocupando Silvia el lugar de Mari Jose.

Conclusión: Yo no he tenido que esforzarme en buscar cómo llevar a la

práctica la idea aquella de la emisora de radio, y ni siquiera me he dado cuenta de que tal proyecto se cumplía. Eso sí, he tenido que poner todo mi trabajo en la realización, pero nada más.

Es decir, Dios da lo que quiere, como quiere y cuando quiere (como solía decir Santa Maravillas de Jesús).

(16 de febrero a 12 de marzo de 2013)

Al acabar la revisión de este escrito, no puedo por menos que añadir que, al

refrescar en mi mente todos estos acontecimientos vividos a lo largo de estos años, me he dado cuenta de que la intención de este proyecto que subyace en mí no va a morir jamás, a pesar de todo el cerco de indiferencia y desinterés con que el demonio me obsequia, y de todo el tiempo transcurrido metido en su “cárcel”. Que jamás me podrá rendir por el “hambre”, porque es el Señor quien me alimenta, y que por muchas trabas humanas que ponga, lo que el Señor no pueda sacar por mí, lo sacará por otro, pero que, al final, «el Corazón Inmaculado de María, triunfará», y no lo podrá evitar. Podrá haberme condenado al “Vía Crucis”, pero al final del mismo está la “Resurrección”, y a ésa ya no se la puede matar.

Recuerdo cuando le pedí a Nuestra Señora (bajo la advocación del “Olvido, Triunfo y Misericordias”, en su iglesita de la ciudad de Guadalajara, a la que había peregrinado), la señal que confirmara si la idea que bullía en mí era de Dios…, qué poco sospechaba entonces todo lo que iba a suceder después: La señal espiritual de San Pablo Extramuros, y la señal física (que he identificado ahora, como tal señal, al escribir estas «Declaraciones») del icono de la Trinidad y el paraje de Buenafuente del Sistal (situado en esa misma provincia de Guadalajara); que, salvando las distancias, ha venido a ser como la tilma o ayate del indio Juan Diego. Me asombro al sopesar cómo ese “eco universal” de la voz de aquella experiencia de San Pablo Extramuros, tiene su ejecución eficaz, y plasmación en la realidad histórica tangible de un lugar geográfico, en el que, incluso, se pueden encontrar en superficie hasta fósiles marinos (como las conchitas “trilabiadas” o de tres valvas, llamadas “Rhychonella quadruplicata”, típicas de los libros de paleontología, y situadas en la Era Secundaria), para mostrar con ello que abarca toda la historia y toda la Creación.

No deja de tener gracia, que el nombre de “Olvido” de la advocación mariana aludida, haya venido a representar lo que ha ocurrido (a mi pesar) con este proyecto durante estos años; circunstancia que también abre la puerta a la esperanza de que, así mismo, se realizará el resto del nombre “Triunfo y Misericordias”. (Al fin y al cabo, María, ¿no es el Signo de la Villa?)

No he contado que, un día que no recuerdo ahora (pero que aparece anotado como el 3 de enero de 2001), también peregriné (como última

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peregrinación del Año Jubilar) a la Catedral de la Almudena para pedirle a Nuestra Señora (a mi “Madrecita”, como yo la llamo de puertas para adentro), fuerzas para poder llevar a cabo semejante tarea impensable para mí; y tengo que reconocer que, a pesar de todos los pesares, nunca me han faltado; y que Ella ha sido esa muralla defensiva que me ha librado de tantas asechanzas, evitando que la “oscuridad” de la “noche cerrada” exterior que me envolvía, penetrara en el interior; interior que siempre ha permanecido iluminado, y que me ha permitido, con su “resplandor”, iluminar el exterior sólo lo suficiente como para poder dar el paso vital inmediatamente siguiente, pero sin atisbar a mucha más distancia, y sólo guiándome por la intuición o memoria de lo ya “visto” cuando era de “día” y podía “ver a distancia”.

Además, el constatar que mi falta proverbial de memoria, que ya “apuntaba maneras” desde mi adolescencia, y que propició el que, para estudiar, yo desarrollara la vía deductiva en detrimento de la simple retentiva (así pude llevar a término mi carrera de medicina, por ejemplo); aun siendo una limitación (un defecto), se convirtió, sin pretenderlo, en una “oportunidad” para “obligarme” a dejar por escrito cosas de mi vida, que, en caso contrario, nunca habría plasmado en el papel. La necesidad de tener una “memoria externa” me “forzó” a escribir y a deducir, con lo que el plan de Dios, previsto desde el principio, pudo llevarse a efecto. Es Él, pues, el artífice de todo; y sólo confío, con su gracia, dejarle hacer adecuadamente.

(22 de marzo de 2013, Viernes de Dolores)

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UNA REFERENCIA NECESARIA

He visto la necesidad de añadir este capítulo a lo escrito, para incluir en él una referencia explícita a otro libro de mi autoría (ya mencionado en alguna ocasión en las páginas precedentes), porque proporciona el armazón lógico, cultural, espiritual y humano, que confiere solidez, universalidad, trascendencia y sublimación a las presentes «Declaraciones…», y a los «Estatutos» que las sustentan, para que así muestren su verdadero calado; ya que la propuesta vertida en ellos no consiste en una simple “idea” o una “etiqueta” más, a añadir a la infinidad de las existentes (aunque tenga que nacer como tal y a primera vista lo aparente), sino el resultado de toda una cosmovisión o perspectiva universal de la realidad, enraizada en Dios. Me refiero concretamente a «Historias espirituales» (Ex libris 11), del que propongo su lectura como un anexo al presente texto.

En dicho “anexo” o complemento, podremos descubrir cómo, la estructura propia del ser humano en “círculos concéntricos”: cuerpo, psique (o ánimo), espíritu y Espíritu Santo (o Dios); confiere al hombre una trascendencia inusitada al convertirle en templo vivo de Dios; a la par que desvela y explica su comportamiento, y permite entender el sentido del discernimiento.

También podremos conocer, a través de dicho escrito, cómo esa estructura no sólo se limita a lo más inmediato y aparentemente tangible del hombre, sino que afecta a toda la Creación que, como en esas muñecas rusas que van unas dentro de otras, todos los distintos estratos de la misma, además de estar desglosados y pormenorizados en ella, están contenidos, orgánica y estructuralmente, unos dentro de otros, a medida que se avanza por ellos, en los siete niveles de dicha Creación. Niveles que se suceden y repiten, y que, comenzando en lo más abstracto de la razón, van progresando hasta dar el salto a la sustancia (a lo físico o tangible de la misma), y, de ésta, por fin, a la esencia del Medio (a la vida) que se manifiesta en la biología. Y así, dentro de cada ser humano, se pueden encontrar, orgánicamente estructurados, todos los niveles previos de dicho Medio, Creación o Naturaleza (como queramos llamarlo). Pudiendo hallar, simultáneamente, no sólo lo más pequeño dentro de lo más grande, sino también lo más grande dentro de lo más pequeño, debido a esa finitud de todo lo aparentemente infinito. Así se entiende que el hombre sea ese culmen o rey de la Creación, tanto al albergarla por dentro, como al administrarla o pastorearla por fuera. (De ahí que sean los asuntos y acontecimientos más simples y sencillos de la vida cotidiana los que verdaderamente marquen las elecciones más profundas de la misma, y no los grandes eventos acaecidos en ella, como solemos creer.)

También descubriremos que existe un escalón más allá del hombre, al que sólo se accede a través del amor, pero del amor de verdad, del auténtico, del aprendido de Dios, que permite el salto a la santidad, cualidad propia de Dios que Él nos concede por su gracia. Es, pues, el santo, el verdadero culmen de la Creación de Dios y el heredero de la misma, como bien nos recuerda Jesús en las bienaventuranzas. Luego, todo ser humano que no culmina su destino de

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santificación, alcanzándola; podríamos decir que resulta fallido, puesto que no ha desarrollado toda su potencialidad como tal. No es cuestión, en esto, de tiempo vivido; sino de oportunidad aprovechada, de opción elegida en la sinceridad del corazón, o, simplemente, de dejarse conducir por Dios sin rebelarse.

Elección que, como se podrá contemplar en el esquema vivencial presente en dicho escrito, se va tomando día a día; aprendiendo, a través de los aciertos y los errores, a saber cuál es el auténtico camino constructivo del hombre, o el destructivo que lo aniquila hasta convertirlo en un ser humano fallido. Aunque esto último sólo es posible si la persona lo elige consciente y voluntariamente.

Con todo ello se podrá observar cómo todas las verdades de la fe, el Credo, los mandamientos y la verdadera tradición de la Iglesia nos habrán ido apareciendo en nuestro análisis de la realidad, a pesar de que sólo pretendíamos conocer lo que verdaderamente somos y en el medio en el que nos encontramos. Circunstancia que nos servirá de constatación de lo que la fe y los profetas ya nos anunciaban.

Sin embargo, dicha constatación no se detendrá en un estado o situación histórica presente, sino que nos abrirá el camino hacia el destino final de cada hombre y de la humanidad entera; porque, de alguna manera, todo ya estaba “explicado” en nuestro corazón… como esperando a ser encontrado.

Así… también podremos comprobar que, al igual que toda obra habla de su autor y no lo puede negar, toda la Creación de Dios nos habla de su Creador sin poderlo negar, y aún más… explicándonos como es Él; confirmando de este modo ese poco conocido dogma de fe promulgado por el Concilio Vaticano I que sentencia: «Quien afirme que el único Dios, nuestro Creador y Señor, no puede ser conocido con certeza por la luz natural de la razón humana a través de las criaturas, sea anatema.»; lo que expresado en positivo quiere decir que a Dios se le puede conocer con certeza por la luz natural de la razón humana a través de todo lo creado. (Porque quien afirme lo contrario queda fuera de la comunión de la Iglesia.)

Y puesto que el mismo ser humano se encuentra en la cúspide de dicha Creación, cuanto mejor nos conozcamos a nosotros mismos, mejor conoceremos a Dios; ya que, como bien nos advierte el libro del Génesis, el hombre está hecho a imagen y semejanza de Dios, y así podremos constatarlo. De hecho, comprobaremos que el hombre es lo que decide; no lo que decide ser, sino lo que manifiesta en sus decisiones; y no, como solemos pensar: sus circunstancias, apariencia, atributos, cualidades o instintos. Pues, de la misma forma comprenderemos intuitivamente que Dios, el ser de Dios, no está en sus circunstancias, apariencias, atributos, cualidades o caprichos, sino en lo que verdaderamente decide; por eso podemos afirmar que Dios es la Verdad, que Dios es la Libertad, que Dios es la Felicidad, que Dios es la Plenitud…, porque Dios es Amor. Y por eso también podemos decir que Dios no es su Creación, sino que Él, su Ser, se manifiesta a través de ella; como nuestro ser lo hace a través de nuestro cuerpo. Es por eso por lo que, a Dios, para poderle amar verdaderamente, libremente, plenamente…, deberemos amarle en la Humildad de su Ser (y esa humildad escrita con letras mayúsculas como catedrales); así como, a cada uno de nuestros semejantes, debemos amarlos en la humildad de su ser, en la entrega libre de la humildad del nuestro; porque así es como Dios nos ama a cada uno: pura y llanamente, por nosotros mismos y sin condiciones.

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Y a esto es a lo que nos invita Jesucristo en el Evangelio de San Juan: «Como yo os he amado, amaos también unos a otros» (Jn 13, 35).

Y de la misma forma, aunque el desarrollo de la historia (entendida como coordenadas de tiempo, espacio y materia) no se aborde directamente en el transcurso de las exposiciones: al estar incluido en el total de la Creación, se ve igualmente concernido por todo lo dicho para ésta. Y lo mismo que en una estructura tan trabada como la Creación, cualquier movimiento en cualquiera de las partes, aunque fuera la más pequeña, afecta, inmediata y simultáneamente, a toda ella (como en esos artilugios de feria que asombran a niños y adultos): en la Historia personal y universal ocurrirá tanto de lo mismo. Y si en nuestro análisis de la realidad se han hecho presentes, tanto la Creación Nueva, como la Ciudad de Dios, es que, en nuestro actual presente, también ha llegado el momento de que comiencen a hacerse realidad histórica tales situaciones antes tenidas por futuras y utópicas. Es decir, que nos encontramos en la coyuntura histórica en el que dicho futuro comienza a hacerse presente. Tiempo de depuración en el que sólo va a quedar permeable el camino correcto conducente al desenlace querido por Dios, mientras que los que ya cumplieron su función quedarán inviables, y abandonados en la cuneta de la historia, junto con los fallidos y desviados. Por eso, en esto, vamos a tener también que aplicarnos la indicación de Jesucristo a Nicodemo, según nos cuenta el Evangelio de San Juan: «Tenéis que nacer de nuevo».

Y para ello tendremos que fijarnos bien en cómo ha sido el desarrollo de la historia, especialmente la ocurrida en la peregrinación de la fe, y en sus ciclos sucesivos, para tomar buena cuenta de ello en el aprovechamiento personal de esa experiencia. (Como así figura en otro libro de mi autoría: «La vida: camino de misión».)

Si reparamos en cómo el ciclo más antiguo representado por el Antiguo Testamento, que se inicia con la llamada o vocación de Abrahán, y que dará origen a la historia del Pueblo de Dios, se continúa con el del Nuevo Testamento, que comienza con la llamada y aceptación de María, de la Virgen María, que, a su vez, marca el punto de partida de la historia de la Iglesia; y observamos que este segundo ciclo se superpone al anterior a modo de una espiral o una escalera de caracol, que va ascendiendo, repitiendo sus peldaños pero en otro plano. Y si también reparamos en que, a esta sucesión, puede superponerse de igual modo la propia historia de cada creyente, que viene jalonada por acontecimientos equivalentes aunque sea referida a planos distintos: podremos sacar un buen provecho personal de todo ello, ya que todo eso ha sido puesto para nuestro aprendizaje y maduración, como auténtica pedagogía de Dios.

Pues en estos tres ciclos de progresión histórica, además, podemos averiguar cuál es la característica fundamental o plano o perspectiva de la realidad que define a cada uno. Así, en el ciclo de la historia como Pueblo de Dios, la visión o interpretación de los acontecimientos se realiza desde lo físico de la realidad, es decir, es una visión más fría y distante, más intelectual, más desde el cuerpo; mientras que en la perspectiva histórica como Iglesia, la realidad es mirada o interpretada desde la verdad de la misma, y por ello, de una forma más honda, más desde el corazón, desde el pensamiento y el sentimiento. Así, vista ahora la realidad desde el ciclo del creyente, del templo vivo de Dios, la perspectiva se profundiza aún más para hacerse entrañas, vida, esencia, ser, decisión… en definitiva: espíritu. Con lo que, estos tres ciclos, nos

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marcan o reproducen la estructura del ser humano que ya hemos mencionado más arriba: Cuerpo, psique o ánimo y espíritu. O nos recuerdan o indican la afirmación de Jesucristo en el Evangelio según San Juan: «Yo soy el camino, la verdad y la vida.» Ya que, al fin y al cabo, todo se encuentra resumido y contenido en Cristo.

Sin embargo, en ese recorrido por el camino de la fe jalonado de acontecimientos, más tarde o más temprano, en la vida de cada uno, todas las seguridades al margen de Dios en las que nos hayamos ido apoyando, acabarán por hundirse; incluso aquellas que aparentaban servir al Señor o tenerle por guía, pero que realmente lo que pretendían era manipularle o acondicionarle a nuestro capricho. Todo lo que no sea Dios, en su ser profundo, acabará por fallarnos, dejando a la luz nuestras verdaderas intenciones. Y es que esto ocurre, como último recurso, para que el hombre (cada uno de nosotros que estamos sumergidos en la historia) sea capaz de percatarse de su auténtica realidad y pueda tener la oportunidad de recapacitar, volviendo en sí, para que, al reemprender la marcha, pueda llegar a conseguir recuperar la autenticidad de su ser.

Por eso, en nuestro peregrinaje por la historia del pueblo creyente, y por la vida de fe de cada uno de nosotros, siempre se acaba por llegar al momento crucial: el momento final, que resulta ser el mismo del que hemos partido pero cambiado de plano, como si ascendiéramos por una espiral para alcanzar un nuevo comienzo, una nueva oportunidad de crecimiento, cada vez más cerca de la plenitud. Punto en el que Dios interviene, siempre a nuestro favor, haciéndose, de alguna manera, cada vez más presente y tangible.

Podríamos decir que estamos otra vez en la primera etapa, en la casilla de salida, con Abrahán o la Virgen María diciendo sí, de nuevo, a Dios; pero, al mismo tiempo, se trata de una perspectiva diferente, puesto que ya no son estos personajes los protagonistas de la misma, sino que ahora nuestra mirada se centra en Jesucristo que se hace presente al final de la historia del pueblo de Israel, para darle un nuevo comienzo, al continuarse en la historia de la Iglesia; y que, por paralelismo, debe, de alguna manara, hacerse presente también al final de ésta última, para darle asimismo un nuevo comienzo que la perpetúe más allá de una apariencia formal.

Pero como en la paralela historia de la Iglesia no disponemos de acontecimientos equivalentes que podamos detectar: sólo podemos especular con las semejanzas y el cambio de plano, y suponer que, si como ya mencionamos, la historia de fe en la fase de pueblo de Israel había que mirarla más bien desde los aconteceres físicos, desde el camino en sí (Cristo camino); y, en la fase de Iglesia, la perspectiva cambiaba a los aconteceres con respecto a la verdad (Cristo verdad), con respecto al sentido y razón de las cosas; en la fase del creyente en sí, había que contemplarlo todo desde la misma vida (Cristo vida). Luego el cambio de fase, por analogía, debe consistir en alcanzar la culminación de la verdad, del sentido y razón de todo, para iniciar el camino de la vivencia, del disfrute de todo ello, haciendo presente en el mundo tangible la misma vida de Dios, en una instauración paulatina. Dando cumplimiento así a la ya mencionada frase de Jesucristo en el Evangelio según San Juan: «Yo soy el camino, la verdad y la vida». (Jn 14, 6)

Pero, aunque no acertemos a precisar demasiado estos asuntos, sí podemos sacar una conclusión: O nos convertimos verdaderamente, o estamos

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condenados a repetir actitudes y situaciones del pasado, mal que nos pese; porque quien desconoce o rechaza el camino está condenado a repetirlo. Convertirse es, pues, la única opción de libertad.

Así pues, si analizamos detenidamente toda nuestra vida, para averiguar el punto en donde nos encontramos, y aceptamos todo lo que llevamos recorrido hasta el momento, y comprendemos y valoramos lo que aún nos queda por recorrer, cerciorándonos bien de la ruta a seguir, ya no caminaremos en tinieblas sino a la luz del Señor que nos guía. Porque, afortunadamente, todo este bagaje aprendido no es una pesada mochila colocada a nuestra espalda, sino un viento del Espíritu Santo que aligera nuestro paso y nos impele hacia delante.

Y es que en todo esto no podemos ser negligentes y olvidar el mandamiento de «honrarás a tu padre y a tu madre», pero aplicado en el sentido de honrar al pasado, a lo ya vivido, desde el presente de la reflexión sobre ello, para construir el futuro sobre lo aprendido al respecto. Ya que no podemos construir nada sobre el aire, porque, incluso el presente necesita de un pasado, de una historia sobre la que asentarse. Luego, queramos o no queramos, nacemos en un entorno con una historia que hemos de asumir, discerniendo lo bueno y lo malo sobre ella, para, así, construir sobre lo que hayamos elegido como base, como esa tierra de fundamento que nos sirve de apoyo para edificar o caminar sobre ella. Honrar, pues, a esa tradición heredada, consiste en conocerla, para seleccionar lo bueno que haya en ella, e incorporarlo al propio fundamento personal elegido.

Y lo mismo: Toda conversión se asienta en un pasado personal en el que también se puede discernir; para aprovechar todo lo aprovechable que pueda tener (que suele ser mucho, aunque en una primera mirada pueda no parecerlo).

Y es, una vez realizada esa tarea de reflexión y elección en el presente, cuando ya se puede optar decididamente por un camino de auténtica conversión. Y aquí es donde comienza la vida de fe, con una remozada misión. Luego la relectura de la vida a la luz de la fe se hace esencial para poder reencauzarla hacia donde verdaderamente queremos ir.

Y en la historia colectiva… ¿todo eso también se puede hacer? No sólo se puede, sino se debe; por todas las mismas razones que acabamos de exponer. Por eso la humanidad entera debe releer su historia y recapacitar, para reorientar su andadura hacia Dios.

Pues si, como decíamos más arriba con el «tenéis que nacer de nuevo» (Jn 3, 7), en nuestro recorrido por la historia colectiva habíamos llegado al punto en el que se hacía necesaria, imprescindible, una renovación de la vida de la fe, rememorando lo pasado, para, volviendo a las fuentes, poder discernir lo auténtico, lo que viene de Dios, y lo que no (pero que se ha ido adhiriendo a la vida de fe con el objetivo último de acabar desvirtuándola); y así conseguir depurar esa vida de fe para lograr crecer en ella gracias a una nueva conversión: Nos encontramos ahora, que se hace determinante para ello conocer la verdadera voluntad de Dios para poder llevarla a cabo. Ésta es, pues, la pieza clave del auténtico seguimiento de Jesucristo, como afirma él mismo, en el Evangelio, en alabanza a su Madre: «Mejor, bienaventurados los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen» (Lc 11, 28). Pero es que hacer la voluntad de Dios, asumiéndola como propia, es como hacer brotar hacia el exterior las llamas de ese fuego de la zarza que arde sin consumirse y que halló Moisés en el monte del desierto como manifestación de «Yo soy el que soy». Manifestación de la identidad de Dios y, por ende, de la identidad de cada uno que la asume. Por eso

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no puede haber libertad sin Dios, porque sin Él todo se convierte en el desierto de la esclavitud. De ahí la frase de Jesucristo: «Conoceréis la Verdad, y la Verdad os hará libres» (Jn 8, 32).

Pues si toda la Creación está abocada a liberarse de la opresión y el engaño del pecado para revelarse como Nueva Creación, manifestada gracias al surgimiento y presencia de la Jerusalén Celeste o Ciudad de Dios o Cuerpo Místico de Cristo (que de las tres formas se puede definir la misma realidad); y si toda la historia aboca y señala el tiempo actual, la ocasión que vivimos hoy en día, como el momento adecuado e idóneo para tal surgimiento: pues es que el momento de ponerse manos a la obra y dar el salto a la santidad a través del amor es AHORA. Porque cuanto más lo demoremos, más “bajas” iremos dejando por el camino; y la vida del alma de cada uno de nuestros semejantes, y especialmente de nuestros cercanos, también cae bajo nuestra responsabilidad; como así le indica Dios a Ezequiel para inculcarle la perentoria necesidad de su profecía (cf. Ez 3, 19-21): «si amonestas al malvado y él no se convierte de su maldad y de su perversa conducta, entonces él morirá por su culpa, pero tú habrás salvado la vida.» (…) «Pero» si tú no le amonestas, «a ti te pediré cuentas de su vida.»

Los contenidos de «Historias espirituales» (ex libris 11) quedan resumidos

en su índice, reproducido a continuación:

11-0 Prólogo. 003

11-1 Llovían gatos y perros. (Literalidad y metáfora) 005

11-2 Carta al querido Teófilo. (Estructura y actitudes básicas del hombre) 011

11-3 La perla de la sabiduría. (El discernimiento) 037

11-4 Carta a la Señora Elegida. (La recta intención y el discernimiento) 072

11-5 Las miguitas de Pulgarcito. (Pistas y señales en el camino de la fe) 090

11-6 Carta a Teodoreto. (El observador “neutro” y la Creación Nueva) 111

11-7 La aventura de la fe. (El análisis sapiencial) 138

11-8 Carta al buen peregrino. (El principio de coherencia) 166

11-9 Tiempos litúrgicos. (Alegoría poética) 181

11-10 Carta a mi estimado Arzobispo. (La vocación eremítica o de la persona como templo vivo de Dios) 189

11-11 Tenéis que nacer de nuevo. (Una sociedad nueva) 230

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11-12 Segunda carta al querido Teófilo. (La relación interpersonal y el amor afectivo o emocional) 241

11-13 Un colofón histórico. 262

11-14 Apéndice: «Afrontar la debilidad». 264 Otra referencia conveniente para quien eche en falta una justificación

bíblico-teológica que dé soporte a todo lo aquí expuesto (y además elaborada por un erudito), es el libro titulado «“La Nueva Jerusalén” Esperanza de la Iglesia» de Francisco Contreras, que encontré por casualidad en una librería, el día 5 de septiembre de 2017 (pero editado en 1998, aunque yo desconocía su existencia); y esto sucedió cuando yo le había pedido a Nuestra Señora, a través de una mediación, «que el “proyecto” comenzara a andar, o que me hiciera ver que éste no era voluntad de Dios». Por lo que el hallazgo me confirmó que, efectivamente, el tal “proyecto” sí era voluntad de Dios, y que dicho libro era una prueba fehaciente de ello; y eso me llenó de alegría.

(16 al 20 de mayo de 2018, Pentecostés)

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EL TIEMPO SE HA CUMPLIDO

El profesor Joseph Ratzinger (hoy Benedicto XVI) escribió en 1969 lo siguiente:

«La Iglesia del mañana será pequeña, y en gran medida tendrá que comenzar desde el principio. Ya no podrá llenar muchos edificios construidos en tiempos de esplendor. Junto con el número de fieles perderá muchos de sus privilegios en la sociedad. Se presentará sobretodo como una comunidad a la cual se ingresa sólo por una decisión voluntaria. Como comunidad pequeña exigirá mucho más la iniciativa de sus miembros. Seguramente adoptará nuevas formas en su ministerio y ordenará sacerdotes a cristianos probados profesionalmente… Será una Iglesia de una espiritualidad más profunda… Pero de esta Iglesia más espiritual y sencilla brotará una gran fuerza. Porque los hombres de un mundo completamente planificado padecerán de una soledad indecible. Cuando Dios desaparezca de sus vidas experimentarán su total y terrible pobreza. Así pues descubrirán la pequeña comunidad de creyentes como algo completamente nuevo, como una esperanza, como una respuesta que en lo oculto siempre estaban buscando.»

Y la religiosa Sor María Natalia Magdolna escribió en su tiempo:

«Jesús me dijo: la Iglesia será purificada y renovada por tan grandes sufrimientos, otra vez se revestirá de humildad y de sencillez y será pobre como en sus comienzos.

No habrá títulos, dados o comprados, ni rangos para distinguir el uno del otro. En lugar de esto, el espíritu de santidad penetrará todos los miembros de la Iglesia y todos vivirán según el espíritu del Sermón de la Montaña. Cuanto más nos acerquemos al fin del mundo, más se vivirá esta sencillez y esta pobreza.

Después del castigo, no tendrá ningún significado el construir grandes palacios y usar ropa lujosa. Cada quien sabrá sus deberes y por eso los títulos no serán necesarios. El título del sacerdote será: hermano sacerdote, y aún el Papa será llamado Hermano Papa.»

Y quien esto escribe, ignorante de todo lo anterior, redactó, el 29 de abril de 1980, la siguiente nota:

«¡¡Ayer conocí el porqué Dios no había querido que me hiciera cura ni fraile!! (Y yo estaba dispuesto si él quería.)

Es porque he de decir al mundo que el ser cristiano imprime carisma, que la única diferencia entre un seglar y un cura es que, este último, puede administrar los sacramentos y el primero no, que el Evangelio es igual para todos los cristianos, que todos son una unidad.

¡Ya sé la orden que he de fundar!, o mejor dicho, el recordar que fue fundada; su fundador: Jesucristo; su nombre: Cristianismo. En esa orden no hay secciones ni partidos, ni grupos ni facciones: es una, y sus reglas obligan a todos, a hombres y mujeres, solteros, casados, viudos, sacerdotes, obispos, frailes, monjes y monjas, niños y viejos, sanos y enfermos. Y lo propio de cada parte, es de todas las partes y no sólo de sí misma. No se necesita carné ni nombre ni normas especiales. Las reglas son muy claras.

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Ésta es la orden más completa, porque las abarca a todas y aún va más allá. Los árboles impedían ver el bosque.»

Pero tuvieron que pasar veinte años para que, el 6 de agosto de 2000, tuviera la inspiración y el encargo de redactar los Estatutos de la Ciudad-Iglesia o Villa del Señor o Ciudad de Dios (que de las tres maneras se puede denominar dicho proyecto). Estatutos que constituyen un a modo de “muestrario de principios de sentido común evangélicos”. Sin embargo, seguí desconociendo los textos antedichos, casi hasta el día de hoy (hasta hace unos meses el de la religiosa, y hasta hoy mismo el del entonces profesor y actualmente Papa emérito); y, este último, justamente cuando ya tenía elaborado el análisis profético del capítulo 3 del Libro del Apocalipsis, con objeto de dilucidar la coyuntura histórica en la que nos encontramos, y la posible alusión en dicho último libro profético de la Biblia, del proyecto aquí recogido y comentado. Análisis que se expone a continuación:

Las profecías auténticas, como prueba de que lo son, es que muestran un “sello”, un “velo”, que sólo puede ser levantado con el paso del tiempo y cuando se cumplen las condiciones pertinentes a las que alude dicha profecía, y que actúan como “llave” que encaja en esa “cerradura” que abre la comprensión del asunto. Y mientras no se cumple ese tiempo anunciado, y no se producen dichas circunstancias o condiciones predisponentes, no es posible abrir la cerradura de su correcta comprensión, y todo queda en especulaciones fallidas en cuanto a su calado profundo, aunque no tanto en cuanto a una función consoladora propia para cada época. Es decir, que la profecía en cuestión va soltando su perfume o su sabor paulatinamente y en proporción adecuada a quienes la saborean, aunque no sean sus destinatarios últimos; pero que sólo se “entrega” plenamente, se “abre”, cuando ya se dispone de todos los números que componen la clave de apertura de esa “caja fuerte”; números que sólo proporciona el paso del tiempo histórico que los va desvelando. Por eso las profecías auténticas no son cabalísticas ni responden a trucos de artificio diseñados por la inteligencia de quien o quienes las transmitieron, puesto que ellos mismos carecían del acceso a dichas claves.

Así, por ejemplo, la Sábana Santa muestra su autenticidad cuando desvela técnicas de ejecución fotográfica y de diseño virtual en tres dimensiones, imposibles para épocas pasadas, incluso muy recientes; lo que no ha impedido a dicha reliquia ejercer su función a lo largo de los siglos; pero es ahora, cuando las personas se han vuelto mucho más escépticas y necesitadas de meter los dedos en las llagas de Cristo para creer (como Santo Tomás), cuando las técnicas llamadas científicas han descubierto los datos objetivos de esa certeza.

Pues con los textos o narraciones proféticas ocurre algo semejante. Por eso ninguna profecía auténtica precisa de trucos cabalísticos y teatrales, propios de las supercherías, para mostrarse como tales. Las complicaciones, enredos y confusiones son cosa del demonio, no de Dios.

No es posible (por inauténtico), por poner otro ejemplo (y en este caso referido a la creencia de los mormones), encontrar unas planchas de plomo con tipografía impresa, y atribuirlas a los primeros siglos de la era cristiana, cuando la imprenta más primitiva se consolidó en el siglo XV; porque cada tiempo y cada época tiene sus características y peculiaridades propias, y no se puede leer en un tiempo con las claves de otro sin errar forzosamente.

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Así, en las múltiples y variopintas interpretaciones del Libro del Apocalipsis, se pueden encontrar todo tipo de valoraciones y claves, unas más acertadas que otras, y algunas incluso disparatadas, que dan palos de ciego según sea la iluminación interior de cada uno que las alumbra, y su auténtica relación con Dios, garante último del don de profecía. Por eso, cuanto más “a ras de suelo” resulten, menos inspiradas y acertadas serán, porque se limitarán a ser una proyección de quien las elabora. (De ahí que la literalidad en la interpretación del mensaje resulte equívoca en las auténticas profecías.)

Pues teniendo en cuenta todos estos detalles o puntualizaciones que hemos mencionado acerca de la profecía y sus claves, detengámonos ahora en una curiosa (por singular) perspectiva de interpretación del Libro del Apocalipsis como reflejo y síntesis de la historia de la humanidad, entendida solamente como comunidad de fe que camina a su consumación en Dios, a partir de la constitución de la Iglesia a raíz de la resurrección de Jesucristo. Esta propuesta, ofrecida, al parecer por primera vez, por el venerable Bartolomé Holzhauser, en su «Comentario al Apocalipsis» en el siglo XVII, recogida por el cardenal Billot en su «Tratado de la Iglesia» en 1910, y que ha llegado hasta mí a través de un escrito elaborado (hacia 1980) por el padre Juan Arteaga, sigue la inspiración de presentar, a las siete iglesias indicadas en su capítulo 1 (Éfeso, Esmirna, Pérgamo, Tiatira, Sardes, Filadelfia y Laodicea; localidades que fueron ciudades reales del Asia Menor, y situadas en una ruta que, podríamos decir, tiende a cerrarse sobre sí misma), como representantes de siete épocas históricas sucesivas de la misma y única Iglesia; para lo que va acotando las distintas épocas según los acontecimientos de corte espiritual (que es lo que verdaderamente interesa) deducidos de las indicaciones y avisos que el texto confiere a cada una. Como así lo sugiere el propio texto al dar una vara de medir al vidente y decirle: «Pero el atrio exterior del santuario déjalo fuera y no lo midas, porque ha sido dado a los gentiles» (Ap 11, 2), como haciendo notar que lo que queda por fuera del interés de la fe carece de importancia para el creyente. (Por poner un ejemplo: No es la “religión” de la ecología la que puede salvar el mundo, sino el Amor entregado de Dios en Jesucristo el que lo hace.)

El que nadie hasta el siglo XVII se percatara y dejara por escrito esta perspectiva de interpretación en épocas sucesivas, se puede entender a estas alturas, porque la diferencia de perspectiva histórica con respecto a los acontecimientos, sólo se alcanza una vez pasados y cumplidos éstos. Así, sólo se puede identificar, por poner un ejemplo, la advertencia a la Iglesia de Esmirna de…: «Mira, el Diablo va a meter a algunos de vosotros en la cárcel para que seáis tentados durante diez días. Sé fiel hasta la muerte y te daré la corona de la vida.» (Ap 2, 10): Con las diez grandes persecuciones sufridas por la Iglesia en tiempos del Imperio Romano, una vez ocurridas éstas y mirado el texto con la suficiente distancia que da el tiempo transcurrido. O, por la misma razón, identificar el amplio periodo de esplendor que representa la Iglesia de Tiatira (palabra que en griego significa “esplendor”), con la pujanza de la fe en la Iglesia medieval; periodo que alcanza su final con la irrupción del protestantismo, y que abocará en la Iglesia de Sardes; nueva etapa que, a su vez, se ha prolongado hasta el día de hoy, y en la que nos vamos a detener, puesto que estamos alcanzando su final (motivo desencadenante de estas anotaciones).

Con respecto a la Iglesia de Sardes (cuyo nombre creo que significa “apostasía”), comienza su advertencia el texto del Apocalipsis (3, 1): «Esto dice el que tiene los siete Espíritus de Dios y las siete estrellas.» En el que Jesucristo

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se presenta como el que tiene todo el poder iluminador a través de todas y cada una de sus propiedades (las aportadas por el número siete, según se puede comprobar en la estructura del pensamiento humano, y en los siete niveles estructurales de la Creación o Medio, como ya se indica en la «Carta a Teodoreto» de «Historias espirituales»). Y por eso continúa el texto bíblico: «Conozco tus obras, tienes nombre como de quien vive, pero estás muerto.» Terrible frase que advierte de la aparición de “muertos vivientes” (zombis) en el sentido espiritual del término, de quien ha perdido la fe y vive… primero… como si la Iglesia (la única Iglesia) no existiese, luego… como si Cristo no existiese y, por último, en una apostasía total, como si Dios no existiese; con lo que, al renunciar a su dimensión espiritual y trascendente, vive solamente según la dimensión más carnal y materialista. Y, lo peor de todo, es que se cree que vive, porque se considera el dios de su angosto mundo. Sólo con estas dos frases, el texto ya nos ha colocado en el drama terrible de la sociedad actual, y en sus quinientos años de progresión, cada vez más acelerada, hacia el abismo. (Abismo como el que se abre a los pies de la fortificación real de Sardes, emporio de lujo y riquezas, que hacía creerse, a sus habitantes, inexpugnables dentro de ella.)

Y prosigue el texto bíblico: «Sé vigilante y reanima lo que te queda y que estaba a punto de morir, pues no he encontrado tus obras perfectas delante de mi Dios. Acuérdate de cómo has recibido y escuchado mi palabra, y guárdala y conviértete.» (Ap 2-3a) Aquí, la exhortación invita a la vigilancia, como a los apóstoles en el Huerto de los Olivos («Velad y orad, para no caer en tentación; el espíritu está pronto pero la carne es débil» [Mc 14, 38]) Y es que en la Iglesia de Sardes se ha infiltrado el materialismo y, con él, la apostasía; lo que vacía a las obras de sentido trascendente y de valor real, convirtiéndolas en pura imagen, fuego de artificio y muestrario de vanagloria. Por eso ha de volver a las fuentes y releer su pasado a la luz de la fe en Cristo Jesús, su Señor. «Acuérdate… y conviértete»: Ésta es la base que va a permitir a la Iglesia de Sardes superar su grave enfermedad de “muerto viviente”, para poder evolucionar y transformarse en la Iglesia de Filadelfia, la etapa siguiente. Pero, antes de esto, la profecía advierte: «Si no vigilas, vendré como ladrón y no sabrás a qué hora vendré a ti.» (Ap 3, 3b) El Señor vendrá por sorpresa, inesperadamente, saltándose todas las ideas preconcebidas, a la Iglesia de Sardes, para convertirse en adalid de su conversión, de su transfiguración en Iglesia de Filadelfia. Es la segunda venida profetizada, pero distinta de la del Juicio Final (¡ésa es la sorpresa!, que rompe con la idea preconcebida de colocarla “más allá de la historia”, cuando el anuncio del Señor es para dentro de la misma).

¿Y cómo es posible que algo profetizado, esperado y reiteradamente anunciado pueda pillar por sorpresa?

Comprobémoslo en la historia real de la ciudad fortaleza de Sardes: Según cuenta Herodoto…: En el año 549 a.C., Sardes era la capital del reino de Lidia, y estaba gobernada por el rey Creso, que la había convertido en un emporio de riqueza y poder. Pues, en este tiempo, el rey persa Ciro el Grande había tratado de conquistar la ciudad sin ningún éxito, dada su inexpugnabilidad, al estar colocada sobre un monte escarpado con un abismo a sus pies. Pero un soldado del ejército persa observó que a uno de los centinelas que vigilaba la ciudad se le cayó el casco al precipicio. Cuando, un tiempo después, reparó en que el mismo centinela había bajado al fondo del precipicio a recoger el casco, dedujo que debía existir algún vericueto que permitiera hacerlo. Investigado el asunto, se descubrió el acceso, y, por la noche, un pelotón de soldados ascendió por él,

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pillando a la guarnición, en su presunción de seguridad, completamente desprevenida. Y así fue conquistada la ciudad. Pero siglos después, en el año 195 a.C., la historia se volvió a repetir; en este caso el conquistador fue el rey Antíoco III, de la dinastía seléucida. Igualmente, el exceso de confianza en su propia inexpugnabilidad, y no aprender de la experiencia vivida en el pasado, fueron su talón de Aquiles. Y es que la presunción es mala consejera.

Pues ése es el mismo caso de la Iglesia de Sardes, que afirma su esperanza, pero, en su autosuficiencia, realmente no se la cree y no toma medidas conducentes a una espera activa de su Señor, y no tiene las alcuzas llenas de aceite como les sucede a las vírgenes necias de la parábola (cf. Mt 25, 1-13). Parábola que concluye con la frase: «Por tanto, velad, porque no sabéis ni el día ni la hora».

Pero la Iglesia de Sardes también tiene “un resto”, unas “vírgenes prudentes” que aguardan en la fidelidad al Señor. Por eso continúa el texto del Apocalipsis: «Pero tienes en Sardes unas cuantas personas que no han manchado sus vestiduras, y pasearán conmigo en blancas vestiduras, porque son dignos. El vencedor será vestido de blancas vestiduras, no borraré su nombre del libro de la vida y confesaré su nombre delante de mi Padre y delante de sus ángeles.» (Ap 3, 4-5) Reconocer al Señor en su venida no debe de ser nada fácil, máxime si es de una forma que viene a desmontar todos los planteamientos previos e ideas preconcebidas, propias de una proyección humana y personal, y ajenas a una experiencia de Dios percibida en la comunicación asidua con Él. Porque quien no se comunica asiduamente con Él (no ora con el corazón), y, digamos, no se deja conocer interiormente, puede llegar a escuchar la misma respuesta del Señor a las vírgenes necias de la parábola: «En verdad os digo que no os conozco.» (Mt 25, 12)

Así pues, al igual que las vírgenes prudentes que aguardan al esposo, sólo pueden acceder al banquete de bodas quien viste el blanco del traje de bodas, traje que regala el Señor a todo aquel que verdaderamente le espera; espera manifestada en la fidelidad a su voluntad. Y sin ese traje, regalado para todo aquel que lo acepte como señal de su victoria, no se puede entrar a las bodas; como ya advierte la parábola de las bodas reales, que concluye así: «“Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin el vestido de boda?” El otro no abrió la boca. Entonces el rey dijo a sus servidores: “Atadlo de pies y manos y arrojadlo fuera, a las tinieblas. Allí será el llanto y el rechinar de dientes. Porque muchos son los llamados, pero pocos los elegidos.”» (Mt 22, 12-14) Y es que, a Dios, no se le puede engañar ni burlarse de sus indicaciones.

Bien, pues al final de cada etapa, de cada Iglesia (y en esta de Sardes también) siempre se repite la misma frase: «El que tenga oídos, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias.» (Ap 3, 6) Es decir, que cada cual aproveche lo dicho según su capacidad. Capacidad igualmente regalada por Dios, en la medida en que cada uno acepte tal regalo, puesto que los “oídos” (y también los del alma) son iguales para todos.

Pues así las cosas, continuemos la historia pasando a la Iglesia de Filadelfia, puesto que ha venido el Señor, pero eso no ha supuesto el fin del mundo, sino solamente el fin de los tiempos. Veamos en qué consiste el cambio, la renovación: «Escribe al ángel de la Iglesia de Filadelfia: Esto dice el Santo y el Verdadero, el que tiene la llave de David, de forma que si él abre, nadie cierra, y si él cierra, nadie abre.» (Ap 3, 7)

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Ahora el Señor se presenta como “el Santo y el Verdadero”, luego eso significa que su misión en la Iglesia de Sardes ha consistido en santificar e instaurar la verdad, para que ahora pueda disfrutarse de todo ello en la Iglesia de Filadelfia. La misión como santificador es la que, en la Trinidad, viene atribuida al Espíritu Santo (aunque, verdaderamente, Dios sea uno, y donde está una de las personas siempre están las otras dos, a pesar de que estas últimas puedan quedar menos perceptibles); de ahí que exista una intuición muy extendida entre el pueblo fiel, de que en este final de los tiempos (aunque no de la historia del mundo) se produzca un nuevo Pentecostés, aunque ciertamente no se sepa en qué pueda consistir. Pero si nos fijamos en el segundo atributo “el Verdadero”, podemos tener alguna pista; ya que instaurar la verdad es iluminar la realidad, y como dice Jesucristo en el Evangelio: «Conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres.» (Jn 8, 32) Libertad entendida según lo enunciado por San Pablo en su Carta a los Romanos (8, 20-21): «En efecto, la creación fue sometida a la frustración, no por su voluntad, sino por aquel que la sometió, con la esperanza de que la creación misma sería liberada de la esclavitud de la corrupción, para entrar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios.»

Luego la santidad y la verdad (también atribuida al Espíritu Santo, tal como afirma el apóstol San Juan en su primera carta: «el Espíritu es quien da testimonio, porque el Espíritu es la verdad.» [1 Jn 5, 6]), son las que consiguen la liberación del pecado y la mentira de este mundo, al modo como cuando los israelitas escaparon de Egipto. De ahí que el siguiente atributo del Señor sea: «el que tiene la llave de David, de forma que si él abre, nadie cierra, y si él cierra, nadie abre»; llave de la “puerta estrecha” de la historia por la que sólo podrán pasar la humildad y la sencillez, como si fuera el mar abierto que permite escapar a los israelitas, pero que se cierra para impedir la persecución de los soberbios egipcios (situación que Jesús expresa en el Evangelio según San Lucas como: «Esforzaos por entrar por la puerta estrecha, pues os digo que muchos intentarán entrar y no podrán.» [Lc 13, 24 y ss.]), circunstancia con la que se produce una separación definitiva entre los dos ambientes. Como así cabe deducirse del texto del Apocalipsis que sigue al que acabamos de mencionar: «Conozco tus obras; mira, he dejado delante de ti una puerta abierta que nadie puede cerrar, porque, aun teniendo poca fuerza, has guardado mi palabra y no has renegado de mi nombre.» (Ap 3, 8) Porque la humildad, “aun teniendo poca fuerza”, vence a la soberbia, gracias a la fidelidad al Señor.

Y llave, que es la de David, porque es la que va a permitir la tan añorada y profetizada conversión de los actuales judíos, y su integración en la Iglesia de Filadelfia, como así desvela el versículo siguiente del texto que comentamos: «Mira, voy a entregarte algunos de la sinagoga de Satanás, los que se llaman judíos y no lo son, sino que mienten. Mira, los haré venir y postrarse ante tus pies para que sepan que yo te he amado.» (Ap 3, 9) Habla de la sinagoga de Satanás en alusión a su propia rebeldía que, por aferrarse a unas tradiciones humanas, prefieren renunciar a la promesa de la herencia de Dios representada en Jesucristo. (Como Esaú, que prefirió el plato de lentejas a la primogenitura. [cf. Gn 25, 29-34]) Y por eso afirma el texto que se llaman judíos pero que no lo son, ya que han renegado de Aquél que les había proporcionado su auténtica identidad, para quedarse la fabricada por ellos mismos, perseverando recalcitrantemente en ello para no reconocer su pecado. Pero no serán todos, sino sólo algunos los que se conviertan, porque para ellos también, al igual que para el resto de la humanidad, sólo queda abierta la “puerta estrecha” de la

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historia, y no podrá pasar nada que sobrepase el “tamaño” de esa puerta (como pueda ser la altanería, la soberbia, la hipocresía y todos sus derivados), tal y como ya advierte Jesús en el Evangelio según San Mateo: «Entrad por la puerta estrecha. Porque ancha es la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y muchos entran por ellos. ¡Qué estrecha es la puerta y qué angosto el camino que lleva a la vida! Y pocos dan con ellos.» (Mt 7, 13-14)

Y así prosigue el texto que analizamos: «Porque has guardado mi consigna de perseverancia, yo también te guardaré de la hora de la tentación que ha venir sobre todo el mundo, para tentar a los habitantes de la tierra. Mira, vengo pronto. Mantén lo que tienes para que nadie se lleve tu corona.» (Ap 3, 10-11)

La perseverancia es algo que se manifiesta a lo largo del tiempo y las dificultades; luego la consigna de perseverancia para la Iglesia de Filadelfia (y “filadelfia”, en griego, quiere decir “amor de hermanos”), pretende transmitir que el tiempo de pervivencia de dicha época de la Iglesia va a ser largo: el más largo de todos. Circunstancia que obliga a situar aquí el periodo de los mil años anunciado en el grueso del Libro del Apocalipsis. Cifra de mil años, que no hay que tomar en sentido cabalístico y literal, sino en el simbólico de un número amplio y redondo que engloba toda una coherente y extensa época (aún más extensa que los alrededor de ocho siglos de la Iglesia de Tiatira). Época, además, preservada de la última tentación de la humanidad, que acaecerá en la Iglesia de Laodicea, y que, tras su superación, se entrará en el Juicio Final, objeto del resto de capítulos del Apocalipsis, ya que en dicho Juicio se resume y detalla toda la historia de la humanidad (y de las siete iglesias) contemplada desde la fe, y presentada a través de sus tres ángulos de visión: los siete sellos (el testimonio: el camino), las siete trompetas (el anuncio: la verdad), y las siete copas (el contenido: la vida); al modo semejante a la estructura en tres naturalezas y sus siete niveles que conforman la Creación de Dios (y por eso también se estructura así la historia universal).

Bien, pues esta “preservación de ser tentada” en la Iglesia de Filadelfia, es la que nos indica que éste es el periodo en el que Satanás será encadenado con la misma llave con la que se ha abierto la “puerta estrecha”, y así lo explica el mismo texto en su capítulo 20 (1-3): «Vi también un ángel que bajaba del cielo con la llave de abismo y una cadena grande en la mano. Sujetó al dragón, la antigua serpiente, o sea, el Diablo o Satanás, y lo encadenó por mil años; lo arrojó al abismo, echó la llave y puso un sello encima, para que no extravíe a las naciones antes que se cumplan los mil años. Después tiene que ser desatado por un poco de tiempo.» Y este es el tiempo de la Iglesia de Filadelfia, y de ahí la advertencia: «Mira, vengo pronto», porque el periodo de la Iglesia de Laodicea será más corto. E instándole a mantener su corona, corona que explica a continuación y que es justo lo más característico de esta Iglesia de Filadelfia, y, por ello precisamente, lo que se va a poner en riesgo en la Iglesia de Laodicea: «Al vencedor le haré columna en el templo de mi Dios y nunca más saldrá fuera; escribiré sobre él el nombre de mi Dios, el nombre de la ciudad de mi Dios, la nueva Jerusalén, la que desciende del cielo de junto a mi Dios, y mi nombre nuevo.»

Teniendo en cuenta que cada una de las personas somos ese templo de Dios al modo de Jesucristo: ser columna de ese Templo, significa aceptar y ejercer tal situación a través de la escucha y puesta en práctica de la voluntad de Dios, según la respuesta de Jesucristo al referirse a su madre: «Dichosos los que

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escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica.» (Lc 11, 28) (Es decir: los que asumen la voluntad de Dios como propia.) Y puesto que somos cristos (ungidos) con Cristo, somos también columnas de ese Templo, ya que, asimismo, somos pedros (piedras vivas [1 Pe 2, 3]) con Pedro, columna de la Iglesia. De ahí que, en esta época de la Iglesia, la corresponsabilidad del sacerdocio común adquiera toda su trascendencia y desarrollo. (Circunstancia que será cuestionada en la Iglesia de Laodicea, lo que producirá un repunte en la preponderancia del sacerdocio ministerial, así como una distorsión en el concepto de Sagrada Ciudad de Dios.) Por eso, nadie puede salir fuera de ahí, de ese “recinto sagrado”, de ese “estado de gracia”, sin que, con ello, pierda el sentido de su vida y la identidad de su ser; esa identidad que le proporciona el nombre de Dios: «Yo soy el que soy» (Ex 3, 14), y, en consecuencia, la pertenencia a la nueva visión o perspectiva de la Iglesia como Ciudad de Dios o Nueva Jerusalén; ya empezada a construir en esta vida (al modo de la organizada unidad de los cuerpos biológicos con objeto de conformar ese “Cuerpo Místico”), y en el tiempo histórico de la Iglesia de Filadelfia, a raíz de esa segunda venida sorpresa que la da origen (de ahí el nombre nuevo del Señor).

Y así viene a expresar, lo que acabamos de comentar, el Salmo 87 (86): «Él la ha cimentado sobre el monte santo; y el Señor prefiere las puertas de Sión a todas las moradas de Jacob. / ¡Qué pregón tan glorioso para ti, ciudad de Dios! / “Contaré a Egipto y a Babilonia entre mis fieles; filisteos, tírios y etíopes han nacido allí”. / Se dirá de Sión: “Uno por uno, todos han nacido en ella; el Altísimo en persona la ha fundado”. / El Señor escribirá en el registro de los pueblos: Éste ha nacido allí”. / Y cantarán mientras danzan: “Todas mis fuentes están en ti”.» Luego esta época de la Iglesia de Filadelfia, es el tiempo consagrado a la conversión de todos los pueblos, y al rescate (como en arca de Noé) de todo lo bueno de la creación de Dios; resultando pues, esta Ciudad de Dios, una Ciudad universal.

Pues esa Ciudad de Dios o Nueva Jerusalén aludida, es el motivo desencadenante y conductor de las presentes Declaraciones y Estatutos, que pretenden promover tal construcción en el tiempo actual: final de la Iglesia de Sardes.

Y, como siempre, lo referente a la Iglesia de Filadelfia concluye, dejando al libre albedrío de cada cual la aceptación de lo anunciado: «El que tenga oídos, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias.» (Ap 3, 13)

Por no dejar sin concluir la historia, aunque ya nos falten algunos “números claves” (para abrir la “caja fuerte”) que nos proporciona el paso de los siglos, veamos lo que podemos “sacar”, con lo que ya tenemos, respecto a la Iglesia de Laodicea (que, según parece, significa “juicio de pueblos”): «Esto dice el Amén, el testigo fiel y veraz, el principio de la creación de Dios.» (Ap 3, 14) Si es el Amén es que hemos llegado al final, al “así sea”, al “todo se ha cumplido”. Y si es el “testigo fiel y veraz” es porque ha llegado el momento de dar fe, testimonio fidedigno y auténtico, de todo lo vivido a lo largo de toda la historia. Es el momento del examen de conciencia previo al juicio y veredicto finales, el momento de la recopilación y rememoración. El momento del fehaciente pastoreo de toda la Creación de Dios y de la recolección y valoración de sus frutos (de todo lo guardado en el “arca”), y de comprobar, además, cómo todo, a la vez, es un final y un principio. Y… ahí viene el problema: «Conozco tus obras: no eres ni frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Pero porque eres tibio, ni frío ni

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caliente, estoy a punto de vomitarte de mi boca. Porque dices: “Yo soy rico, me he enriquecido, y no tengo necesidad de nada”; y no sabes que tú eres desgraciado, digno de lástima, pobre, ciego y desnudo.» (Ap 3, 15-17) ¡Las palabras más duras de todo el libro! Porque viene a decir: “Tú que te has descubierto dueño de todo y señor del universo, te has apropiado de ello y creído que eso se debe a tus méritos y fuerzas, y te has creído dios al margen de Dios” (de nuevo la tentación del principio, de la serpiente en el árbol de la ciencia del bien y del mal, y de la suficiencia del “yo lo sé todo y lo domino todo”), “y te has despreocupado de mantenerte en la fidelidad y la verdad” (se acabó la perseverancia propia de la Iglesia de Filadelfia), “con lo que has vuelto a ser seducido por la mentira y la indiferencia” (la tentación universal de la que la Iglesia de Filadelfia, a imagen de la Virgen María, había sido preservada). Es, en resumen, el mismo problema de la Iglesia de Sardes pero en un plano más espiritual y profundo, y que atañe a las propias entrañas.

Por eso añade: «Te aconsejo que me compres oro acrisolado al fuego para que te enriquezcas; y vestiduras blancas para que te vistas y no aparezca la vergüenza de tu desnudez; y colirio para untarte los ojos a fin de que veas. Yo, a cuantos amo, reprendo y corrijo; ten, pues, celo y conviértete.» (Ap 3, 18-19)

El “oro acrisolado al fuego” se refiere al fruto, al bien obtenido gracias al fuego del amor auténtico, del amor de Dios. Las “vestiduras blancas” son, las ahora perdidas, y ya comentadas en la Iglesia de Filadelfia, como traje de bodas. Y el “colirio” es la verdad y la pureza en la mirada, que limpia todo el pecado que impide ver las cosas tal y como son: la realidad (porque, sin reconocer la verdad y el propio pecado, nadie es capaz de cambiar y convertirse).

Pero es por amor por lo que el Señor permite la prueba, en esa pedagogía progresiva de Dios, para que así podamos disfrutar de un libre albedrío como el suyo; libre albedrío que, a su vez, permite conservarlo y ejercerlo, aun en las peores condiciones que parecen ocultarlo o negarlo a través de una envolvente predeterminación inexorable (de quien se cree que todo lo sabe y lo controla). Por eso, en estas condiciones, se hace imprescindible la confianza en Dios, y la subsiguiente conversión procurada por una remozada humildad.

Y es que nos encontramos en la antesala del Juicio Final, con Jesucristo llamando a la puerta de la historia universal, colectiva y personal; por eso continúa el texto que comentamos: «Mira, estoy de pie a la puerta y llamo. Si alguien escucha mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo.» (Ap 3, 20) Si se acepta la reprensión (se reconoce la voz del Señor) y se abre la puerta de la conversión, es cuando se hace posible la inhabitación mutua que es el Cielo. Por eso prosigue el texto: «Al vencedor le concederé sentarse conmigo en mi trono, como yo he vencido y me he sentado con mi Padre en su trono» (Ap 3, 21). No… sentarse en otro trono al lado, junto a él, a su altura…: sino en su mismo trono, que es el mismo trono que el del Padre, como Señor de todo lo creado. Ésa es la consecuencia de la inhabitación mutua, del “cenaré con él y él conmigo”. Eso es lo que significa el convite de bodas pascual. Por eso los antiguos judíos se alimentaban con el cordero en la cena pascual, y los cristianos lo hacemos con su transmutación eucarística en la Santa Misa (y con un significado mucho más trascendente).

¡Cómo se puede encontrar un amor entregado semejante al de Dios! ¡No hay nada, ni parecido, en todo lo que pensarse pueda! ¿Cómo no responder, entonces, y abrir esa puerta ante quien llama de esa manera?

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Pero no todos pensamos así, y hay quienes no aceptan su situación de criaturas dependientes de su Creador, y que, guiados por ese espejismo de dominio universal, prefieren desvincularse de quien les ha creado, criado y amado, para encerrarse en su autosuficiencia mezquina e imposible, empleando para ello el último ejercicio de su libre albedrío. Por eso, la mención a esta Iglesia de Laodicea concluye con el consabido versículo: «El que tenga oídos, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias.» (Ap 3, 22) Siempre se puede elegir libremente.

A continuación, el texto del Libro del Apocalipsis, comienza a relatar el Juicio Final, pero ya con la puerta abierta del Cielo: «Después de esto, miré y vi una puerta abierta en el cielo; y aquella primera voz, como de trompeta, que oí hablando conmigo, decía: “Sube aquí y te mostraré lo que tiene que suceder después de esto”.» (Ap 4, 1). Juicio Final que, como ya he mencionado, es el resumen de toda la historia (siempre vista desde la fe, que verdaderamente es lo único que importa, puesto que todo lo demás es fuego fatuo). Por eso, ya se dijo que, el final de la Iglesia de Sardes y principio de la de Filadelfia, no había supuesto el fin del mundo, sino solamente el final de los tiempos; fin de los tiempos que indica un cambio de concepto en el devenir histórico, en el que las épocas sucesivas, “los tiempos”, ya no se entienden únicamente en su sucesión lineal inexorable, sino también, y además, como un espacio común interrelacionado, a modo de un “caldo de cultivo” universal, en el que cualquier acción en un determinado punto de la historia afecta a toda ella, inmediata y simultáneamente. De ahí que el Juicio Final sea una forma condensada de expresar todo esto (como de verlo “desde arriba”), y de indicar el sentido de la consumación final.

Y el Juicio Final concluye con la descripción, siempre simbólica, del cielo nuevo y la tierra nueva, es decir de la nueva creación, o mejor dicho, de la auténtica y verdadera Creación de Dios, contemplada ahora con los nuevos ojos, purificados ya por la prueba de la historia colectiva y personal; y en la que todo lo maligno (que no se trata de entes de razón sino de personas concretas) ha sido desterrado al infierno, el lugar o situación espiritual en la que, ni Dios ni todos los beneficios que de Él proceden, pueden ser percibidos (el «lago de fuego y azufre» [Ap 20, 10]); por lo que sólo quedan la existencia (que es el testimonio permanente del amor de Dios [“fuego”]) y la desesperación (“azufre”), según la elegida por cada uno a través de su vida. (Y, ¡ojo!, que aquí nadie va engañado ni por equivocación, sino por libre elección fruto del rechazo hacia Dios; rechazo que se hace tangible al cesar la percepción de toda gracia, beneficio y don, salvo la existencia, que es la que mantiene la pervivencia eterna de la desesperación.)

Y prueba de la certeza de esto, y de que el juicio no se realiza por teorías o suposiciones sino por realidades incuestionables y objetivas, es que el Señor repite sistemáticamente al dirigirse a las siete iglesias: «Conozco tus obras», circunstancia que hace moralmente medible toda la realidad, y lo que lleva a afirmar a Jesucristo en el Evangelio: «Porque seréis juzgados como juzguéis vosotros, y la medida que uséis, la usarán con vosotros» (Mt 7, 2), «pues con la medida con que midiereis se os medirá a vosotros» (Lc 6, 38), por lo que cada uno podrá juzgarse a sí mismo, sin parcialismos ni subjetividades, al analizarse a sí mismo como alguien ajeno; por lo que podrá confirmar el destino final elegido para sí, a través de lo expresado a lo largo de su vida. Y si, en ese tiempo de prueba, le concedió a Dios la “gracia” de existir y ser misericordioso, entonces, podrá recurrir a dicha misericordia, al igual que el llamado “buen ladrón”; pero si no…: nadie se la va a imponer contra su voluntad.

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Así que no es ninguna broma la vida que desarrollamos en este tiempo presente que se nos ha concedido de prueba para sellar una elección. Nada de lo que hacemos o pensamos es baladí o intrascendente, aunque nosotros nos empeñemos en “vestirlo” así. Y la función que desarrollemos a través de nuestra vida histórica para ese Cuerpo Místico de Cristo o Jerusalén celestial, será la que fijaremos como definitiva para la vida eterna. Luego tomarse la “prosaica” vida humana a broma… es la más completa irresponsabilidad… porque “una broma” (muy seria) es la que se cosechará.

En fin… recapitulemos el objetivo del comentario de todo este fragmento de las siete iglesias del Libro del Apocalipsis, para tomarnos en serio las consecuencias encontradas:

Si el objetivo era la evolución histórica de la humanidad en su vida de fe, para encontrar y colocar en ella la coyuntura actual, para, a su vez, situar la presente propuesta de vida, vertida en estas «Declaraciones…» y en los «Estatutos…» que comenta: Hemos podido constatar que nos encontramos en la época denominada como Iglesia de Sardes, en el tiempo de la gran apostasía.

Si en la primera iglesia o Iglesia de Éfeso (que en griego significa “ímpetu”), se contemplaba el ardor de la Iglesia Apostólica que difundía la fe cristiana hasta llegar a Roma, el núcleo o centro del mundo de entonces; y en la subsiguiente Iglesia de Esmirna (que en griego significa “mirra”), dicha fe es sometida a prueba a través de las persecuciones y martirios (que comienzan en el año 64, tras el incendio de Roma): En la Iglesia de Pérgamo (“pergamino”), la vivencia de fe puede salir de las catacumbas y ser expresada públicamente (a partir del año 313), y fijada por escrito y depurada de contaminaciones a través de los concilios ecuménicos fundantes y de la tarea de los Santos Padres de la Iglesia. Para llegar así a la Iglesia de Tiatira (que en griego significa “esplendor”), en la que se consolida todo lo anterior y constituye su “fase de estado” o de “esplendor”, lo que abarca una extensa época cuyo comienzo lo podríamos situar en el inicio del poder terreno de los papas (constitución de los Estados Pontificios en el año 755), y su final en el surgimiento del protestantismo (en el año 1521), que culmina con el Concilio de Trento, inicio de la Iglesia de Sardes (en el año 1545). Y, como ya hemos visto, es en la Iglesia de Sardes (“apostasía”) donde se va produciendo el sucesivo deterioro dogmático, a raíz del protestantismo, que va atacando y minando paulatinamente todos los pilares o fundamentos de la fe (y desde múltiples ángulos), a pesar de todos los intentos, depuraciones y parches que se han ido colocando como defensa. Y así llegamos al momento histórico actual (en el que se escriben estas líneas), de confusión por la apostasía que se vive en la sociedad (hasta hace relativamente poco cristiana), y que incluso afecta a la propia vivencia dentro de la misma Iglesia, y de los que aún se dicen cristianos practicantes, pero que no son nada consecuentes con los fundamentos de esa fe que dicen practicar. Y en este difícil momento, como respuesta a la situación, surge esta propuesta de vida, reflejada en estos «Estatutos…», y comentados en estas «Declaraciones…», inspirados por Dios y ofrecidos a toda la Iglesia, bajo la denominación de “Villa del Señor” o “Ciudad de Dios”, como camino de instauración de la “Nueva Jerusalén” profetizada. “Villa del Señor” que, a imagen de la Virgen María, presenta sus principios de sustentación basados en cinco claves o puntos guía, que se pueden sintetizar en: (A) Consagración (a Jesucristo), (E) Gratuidad, (I) Disponibilidad, (O) Unidad y (U) Conversión (santificación progresiva).

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Y aquí cabría preguntarse: ¿Es ésta la respuesta de Dios a la coyuntura actual y el camino anunciado como inicio de la Iglesia de Filadelfia, o tenemos que esperar algún otro?

Si se tratara solamente de un producto teórico de una mente calenturienta que buscase un beneficio propio finalmente plasmado en unos valores mundanos, pues cabría decir que no, que el asunto no viene de Dios, y que se trata de una confusión más, de las tantas vertidas en el mundo para engañar; de un nuevo ardid del demonio para manipular la realidad y alejar a las personas de Dios. Pero… eso… no es así. Sólo hay que ver su pobreza de medios, su sencillez y su humildad, para darse cuenta de que eso sólo puede venir de Dios, tan alejado de los valores mundanos tan en boga; mundanidades dedicadas a corromper las almas para alejarlas de Dios. Sólo hay que dejarse empapar de las propuestas vertidas en el presente escrito, delante del Señor, en la oración, para apreciar cómo vibra el corazón en sintonía entre dichos textos y el Señor que habita en el centro de nuestro ser. Eso sí… siempre que nuestro corazón no esté ocupado por la suficiencia y altanería de quien dice buscar a Dios pero sólo se busca a sí mismo, y le utiliza como excusa para ello. En ese caso… sólo apreciará su propia suficiencia y no podrá reconocer a Dios en nada.

Pero es que, además, la falta de predicamento y de eco de este proyecto en las almas, a pesar de sus casi veinte años de andadura, habla a favor de que esa actitud sea una muestra más del rechazo visceral a las cosas de Dios, propia de esta época (en su fase más aguda); ya que si se tratara de algo mundano, sin el sello de Dios, habría crecido y se habría extendido como una plaga cosechadora de éxitos, como así constatamos en todo lo que hoy ocurre.

Pero es que aún puedo añadir una razón mejor y, siguiendo a Jesucristo, afirmar: “Si no creéis en mí, al menos creed a las obras, ellas dan fe de que es el Padre quien me ha enviado”. («Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis, pero si las hago, aunque no me creáis a mí, creed a las obras» [Jn 10, 37-38] «: las obras que el Padre me ha concedido llevar a cabo, esas obras que hago dan testimonio de mí: que el Padre me ha enviado. Y el Padre que me envió, él mismo ha dado testimonio de mí.» [Jn 5, 36-37]) Porque el presente proyecto de construcción de la Ciudad de Dios no se apoya en el aire de un propósito bienintencionado o una teoría especulativa sin más, sino que lo hace sobre una visión de la realidad (cosmovisión) “novedosa”, que demuestra racionalmente la coherencia entre fe, razón y revelación en un todo sin fisuras que conforma toda la realidad, incluida la parcial o relativa empleada por la ciencia de hoy en día; ciencia que se arroga la suficiencia de erigirse en un absolutismo excluyente, y en la que los principios y fundamentos de la fe quedan al margen. Pues esa coherencia racional de todas las cosas es lo que conocemos con el nombre de «Verdad». Luego esta «Verdad» demostrable, más allá de todo parcialismo excluyente (y recogida en «Historias espirituales», «Sobre Lenguaje», «Sobre los porqués del hombre y los misterios de la fe», «La vida: camino de misión», etc., todas obras de mi autoría), es lo que da soporte y empuje a todo lo vertido en los presentes «Estatutos…» y sus consecuencias. Y así, estos escritos u obras de pensamiento y experiencia, vienen a ser como las saetas a las que alude el Salmo 127 (126): «La herencia que da el Señor son los hijos; su salario, el fruto del vientre: son saetas en manos de un guerrero los hijos de la juventud. / Dichoso el hombre que llena con ellas su aljaba: no quedará derrotado cuando litigue con su adversario en la plaza.» Porque, previamente, el salmo había afirmado con rotundidad la presencia de Dios en ello: «Si el Señor no construye

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la casa, en vano se cansan los albañiles; si el Señor no guarda la ciudad, en vano vigilan los centinelas. / Es inútil que madruguéis, que veléis hasta muy tarde, que comáis el pan de vuestros sudores: ¡Dios lo da a sus amigos mientras duermen!»

Luego el mayor negocio que lograrse pueda es ser amigo de Dios. ¿Y cómo se es amigo de Dios?

Jesucristo responde: «Mi madre y mis hermanos son estos: los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen.» (Lc 8, 21) «Mejor, bienaventurados los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen.» (Lc 11, 28) «Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando. Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer.» (Jn 15, 14-15) Pero… ¡ojo!, que Jesús (Dios) nos elige como amigos… pero nosotros podemos decirle que no con las obras, aunque porfiemos que sí con la palabra. Y Él siempre respeta nuestra decisión (aunque no deje de esperar y confiar en que podamos cambiar de criterio, como indica en la parábola del hijo pródigo).

Luego… si además de hacerse presente el anticipo de la Nueva Jerusalén, que aparece como bajada del Cielo, también se hace accesible la concepción del hombre, del ser humano, como templo vivo de Dios, y surge ante nuestro ojos la Nueva Creación anunciada, pilares esenciales profetizados para la Iglesia de Filadelfia…: Es que el tiempo se ha cumplido y la Iglesia de Filadelfia llama a las puertas. (La “puerta estrecha”, eso sí.)

También podemos ignorar la coyuntura y mirar para otro lado, con la secreta intención de que, “si no lo veo… no me afectará”, y “si no hago caso, no sucederá”. Pero las profecías auténticas no están pronunciadas y escritas para que no se cumplan, sino para servir de consuelo a quienes lo esperan, con la certeza de tal cumplimiento, y la seguridad y factibilidad de realización de tal posibilidad. Y… la realización de una esperanza… ¡es una utopía cumplida! Por eso anticipa Isaías: «Mirad: voy a crear un nuevo cielo y una nueva tierra: de las cosas pasadas ni habrá recuerdo ni vendrá pensamiento.» (Is 65, 17) Y si la tierra también es nueva, es porque tal evento se produce dentro de la historia y no solamente más allá de ella; luego es, dentro de esa historia, cuando no habrá recuerdo de la opresión sufrida, al igual que los israelitas tampoco volvieron a ver a sus opresores egipcios: «Moisés respondió al pueblo: “No temáis; estad firmes y veréis la victoria que el Señor os va a conceder hoy: esos egipcios que estáis viendo hoy, no los volveréis a ver jamás. El Señor peleará por vosotros; vosotros esperad tranquilos.» (Ex 14, 13-14) Pero para ello, como prueba de confianza, hay que ponerse en marcha: «El Señor dijo a Moisés: “¿Por qué sigues clamando a mí? Di a los israelitas que se pongan en marcha”.» (Ex 14, 15a)

Pues… siguiendo la profecía de Ezequiel a los huesos secos (cf. Ez 37, 1-14)… ésta es la arenga: ¡“Huesos secos”, cubríos de carne y recuperad vuestra humanidad perdida! ¡Uníos entre sí y conformad un cuerpo, cada uno gratuitamente con su don, para el bien común! ¡Acoged el Espíritu de Dios, en el nombre del Señor Jesús, y poneos en pie! ¡Llenaos de vida, salid de vuestros sepulcros y poneos en marcha en la construcción de la Nueva Jerusalén, esperanza y sentido del mundo! ¡Arriba el Corazón!

(Domingo 2 de junio [La Ascensión del Señor] a domingo 9 de junio de 2019 [Pentecostés])

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¿Y… por qué no… comenzar constituyendo pequeñas “Comunidades de Filadelfia”, como paso previo; a modo de “casitas” que acaben por coordinarse para conformar la añorada Ciudad de Dios? (¿Tal como le ocurre al pan consagrado, partido y repartido; o a los “ojuelos” de aceite que coalescen?)

Edición del martes 16 de julio de 2019: Nuestra Señora del Carmen.

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APÉNDICE

ESTATUTOS

DE LA

VILLA DEL SEÑOR

(CIUDAD DE DIOS)

Ex libris 6 de

Ỹ Humberto Velázquez Muñoz

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ÍNDICE

Declaración de intenciones. 129 Abecedario constituyente. 130

— Esquema general. 134 Estatutos de la villa del Señor. 136

— Presentación. 136

— El lugar. 138

— Las personas. 139

— La vida. 141

— El gobierno. 144

— La comunidad. 146

— El culto. 149

— El trabajo. 150

— La educación. 152

— Las actitudes. 154

— Lo foráneo. 156

— Las adaptaciones. 159 Colofón. 161

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DECLARACIÓN DE INTENCIONES

1. Todo nos lo da Dios y vivimos la gratuidad. 2. Somos legos, servidores de Jesucristo. 3. Los talentos, dones y carismas los ponemos al servicio de Dios, la Iglesia

y la Humanidad. 4. Consideramos a la Virgen María Madre, Signo y Medianera. 5. Nos dedicamos a Dios mediante la transformación de nuestros propósitos

en obras. 6. Vivimos la comunión como signo de entrega y conversión. 7. Deseamos que nuestra vida sea en plenitud, sencilla, austera y de

oración.

Miércoles, 24 de enero de 2001 y jueves, 23 de febrero de 2006

(Síntesis de intenciones elaborada por Mª José Jiménez Gutiérrez

y Mario Gómez Garrido)

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ABECEDARIO CONSTITUYENTE DE LA VILLA DEL SEÑOR

(CIUDAD DE DIOS)

A (a).- Primera vía: Consagración.

«Haced esto en memoria mía» (Lc 22,19) para que Dios sea todo en todas las cosas.

«Y cuando todo le esté sometido, entonces el Hijo, a su vez, se someterá a aquel que todas las cosas le sometió, para que Dios sea todo en todas las cosas.» (I Cor 15,28)

B (be).-

La primera vía es la fundamental. Por coherencia personal, nadie que no quiera que Cristo sea la vid a la que desee estar unido deberá empadronarse y ser vecino de pleno derecho de la villa; así como si minusvalora cualquiera de las otras cuatro vías.

C (que).-

La vida a desarrollar en ella será una vida de oración (amor a Dios y al prójimo), tanto en el trabajo, como en la diversión, o en la oración propiamente dicha (con sus múltiples y variadas formas); inspirándose en el principio clásico de “ora et labora”.

D (de).-

El libre y querido abandono en la Voluntad de Dios y en su providencia, debe ser el factor determinante en cualquier decisión individual o comunitaria, de tal forma, que manifieste la dinámica de encarnación que refleja el siguiente párrafo: «Es característico de la Iglesia ser, a la vez, humana y divina, visible y dotada de elementos invisibles, entregada a la acción y dada a la contemplación, presente en el mundo y, sin embargo, peregrina; y todo esto de suerte que en ella lo humano esté ordenado y subordinado a lo divino, lo visible a lo invisible, la acción a la contemplación, y lo presente a la ciudad futura que buscamos.» (Concilio Vaticano II, Constitución sobre la Sagrada Liturgia “Sacrosantum Concilium” nº 2)

E (e).- Segunda vía: Gratuidad.

Dad gratis lo que de Dios habéis recibido gratis.

«Gratis lo recibisteis, dadlo gratis.» (Mt 10,8)

«Venid por agua todos los sedientos; venid aunque no tengáis dinero; comprad trigo y comed de balde, vino y leche sin tener que pagar.» (Is 55,1)

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F (efe).-

Toda la Creación es un don maravilloso de Dios puesto para el disfrute y alborozo de todos y cada uno de los vecinos, por eso se procurará sobremanera, que quede de manifiesto el gozo de todo lo bueno de la obra de Dios. El amor hacia ella será, pues, una consecuencia del amor a Dios y al prójimo, y por ello, el reflejo del amor de Dios a cada uno.

G (gue).-

Toda la villa, sus casas, sus campos y sus habitantes, son sagrados, al estar llenos de la gratuidad (gracia) de Dios (a modo y signo de María Virgen, verdadera “Villa del Señor”); así pues, es el pecado el que saca de ella a quien lo comete, y el arrepentimiento y la reconciliación los que lo devuelven a ella.

H (hache).-

El dinero y el trueque deberán ser sustituidos por la gratuidad, y habrá que prescindir de lo que no se pueda obtener gratuitamente, porque «no se puede servir a dos señores, a Dios y al dinero» (Lc 16,13).

I (i).- Tercera vía: Disponibilidad.

Desarrollad los talentos individuales para el bien común.

«Cada uno ha recibido su don; ponedlo al servicio de los demás como buenos administradores de la multiforme gracia de Dios.» (I Pe 4,10)

«Debías, pues, haber entregado mi dinero a la banca, para que, al volver yo, recibiese lo mío con el rédito.» (Mt 25,14-27-30)

J (jota).-

No hay que olvidar que la ley del trueque no es sólo material, sino fundamentalmente espiritual, y en ella, los derechos implican obligaciones y viceversa, y quien exige derechos se compromete a obligaciones y al revés, porque quien se somete a la ley “está obligado a cumplir toda la ley” (Gal 5,3). Sin embargo, toda esta situación ha sido superada ampliamente por la GRATUIDAD, en la que no hay derechos ni obligaciones, sino que todo es regalo.

L (ele).-

A nadie se debe obligar, bajo promesa o voto, a ningún tipo concreto de rezo, trabajo, situación o actitud de vida, Cada uno elegirá libremente aquello a lo que se sienta llamado por Dios en su determinado momento vital, y obrará en consecuencia y sin proselitismos ; puesto que todo en la Villa es consecuencia del amor (D): la decisión (U) libre (L) y voluntaria (A) de entregarse (I) plena (T) y gratuitamente (E) en Dios (O).

M (eme).-

Se recomienda la participación en la oración comunitaria una vez al día, así como en la Eucaristía diaria; pero esto es recomendación, no obligación, ya que dependerá de las circunstancias personales y coyunturales que acontezcan.

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N (ene).-

La incorporación de nuevos vecinos a la comunidad no debe ser precipitada, dando un tiempo prudencial para que cada cual tome una meditada decisión sobre el particular, tanto los que van a solicitar el empadronamiento como los que lo van a aceptar, ya que habrá que saber si se va a poder contar con ellos, a través de su integración completa, o no. Mientras tanto, ocuparán una situación de residencia temporal, participando en los quehaceres diarios, pero sin una responsabilidad directa, o ésta, supervisada. La situación no podrá prolongarse indefinidamente y se valorará en cada caso. (Teniendo el ancho mundo para vivir como quieran, no deben permanecer donde no se van a integrar plenamente.)

O (o).- Cuarta vía: Unidad.

Todos formamos un mismo cuerpo, y donde está uno estamos todos.

«Así nosotros, siendo muchos, somos un cuerpo en Cristo, pero miembros los unos de los otros.» (Rom 12,5)

P (pe).-

El pilar de la organización comunitaria debe ser la comunión de los santos, que saltando el tiempo, el espacio y la materia, une y da cohesión a toda la Iglesia. En consecuencia, la máxima responsabilidad de toda la villa recae en cada uno de sus vecinos, y simultáneamente en todos ellos, unidos a la Iglesia Universal. Por ello, se recomienda que las juntas de vecinos o asambleas generales no sean infrecuentes o excepcionales.

Ç (che).-

La comunidad de vecinos de esta villa está integrada exclusivamente por personas que quieren vivir la santidad, y no por instituciones, congregaciones, asociaciones, movimientos o similares; aunque estas personas puedan, a su vez, estar coordinadas de diversas maneras, al ser conscientes de que toda organización está al servicio del hombre y no al revés. Por eso, toda persona o grupo de ellas que, perteneciendo a una de las establecidas en el seno de la Iglesia, desee residir en esta villa, sepa que ha de compatibilizar sus reglas y modos a los aquí expuestos para poderse empadronar en ella. En caso contrario, es más conveniente para la salud espiritual de todos, que permanezca donde estaba.

R (ere).-

Para un funcionamiento práctico, sería recomendable la constitución de un Concejo de la villa, en el que cada uno de los concejales o ediles representara a un área organizativa determinada, como supervisor o coordinador de la misma. Entre los concejales se elegiría al alcalde, que tendría a su cargo la función de supervisor o coordinador general del Concejo. Estos cargos no son privilegios sino servicios, ya que la responsabilidad en la villa la poseen los vecinos, y los cargos sólo la administran (al modo de las células integradas en los tejidos, órganos, aparatos y sistemas que constituyen el cuerpo humano, y que, en este caso, equivaldría al Cuerpo de Cristo en el seno de María).

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Ŕ (erre).-

La actividad laboral en la villa deberá ir orientada:

1. Al completo autoabastecimiento, para evitar la injerencia externa y el sometimiento a la “ley del dinero”.

2. Al desarrollo del conocimiento, las ciencias, las artes, las utilidades, el saber en general, y todo lo bueno, para ponerlo, gratuitamente, al servicio de toda la Humanidad.

3. A la plena evangelización, en sus múltiples formas, y según las posibilidades; especialmente a través de los medios de comunicación.

S (ese).-

Los vecinos no están ligados al lugar por ningún voto, sino por libérrima decisión confirmada día a día por los hechos. Si libre es la entrada, libre es la salida del mismo, de tal forma, que la única clausura venga impuesta por las hostilidades del medio externo y sus mediaciones económicas y morales.

T (te).-

Cada uno de los vecinos, debe sentirse libremente comprometido a dar como la viuda del Evangelio, que dio “todo lo que tenía para vivir”, ya sea poco o mucho.

U (u).- Quinta vía: Conversión.

Cambia tú, y el mundo cambiará contigo.

«Pues nada es la circuncisión ni la incircuncisión sino la nueva criatura.» (Gal 6,15)

X (equis).-

Los “turistas de Dios” que pasen por la villa, o los “veraneantes” o todos aquellos que vengan a ofrecer sus servicios desinteresadamente por un breve tiempo, serán acogidos en ella mientras se adapten a las posibilidades del momento y al modo de vivir del lugar, sin pretender imponer el suyo. En caso contrario… ¡el ancho mundo es muy grande como para perder el tiempo en un lugar “tan pequeño”!

Y (ye).-

La mejor y más definitiva defensa contra las “enfermedades espirituales” no es la huida o el aislamiento sino la inmunidad frente a ellas. Por eso, la educación en la villa, tendrá como primer objetivo el conocimiento de Dios y todas sus maravillas.

Ỹ (ñe).-

Cada una de las indicaciones aquí escritas, y todas las consecuencias que de ellas pudieran derivarse, han de ser interpretadas y puestas por obra, teniendo en cuenta la completa coherencia espiritual que las inspira, de tal

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manera, que si alguna se entendiere como no acorde, dicha interpretación o actitud habría de ser tomada como errónea.

Z (zeta o zeda).-

Todas estas “consecuencias prácticas de las Cinco Vías” son susceptibles de ser adaptadas a las diversas condiciones y circunstancias del día a día, pero dichas adaptaciones (reglas, normas, etcétera), por su propio carácter circunstancial, nunca podrán ser definitivas ni tomarse como tales.

Esquema general (Plenitud)

A Amplitud

B Función

C Calidad

D Ordenación

E Esencia

F Potencialidad

G Dispersión

H Equidistancia

I Definición

J Disgregación

L Situación

M Impulso

N Incremento

O Un todo

P Principio

Ç Uniformidad

R Realización

Ŕ Actividad

S Colección

T Valoración

U Indefinición

X Cohesión

Y Condensación

Ỹ Consumación

Z Cualidad

Bendito sea el Señor, Padre, Hijo y Espíritu Santo, y su Santa Madre, María

Virgen, ahora y por siempre. Amén.

(6-I-2001, Epifanía)

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ESTATUTOS DE LA VILLA DEL SEÑOR

(CIUDAD DE DIOS)

(a modo de “gramática”)

PRESENTACIÓN

La Jerusalén celeste es el motivo inspirador de todo lo que a continuación se expone.

El querer acercarla, y hacerla presente de algún modo en la vida cotidiana, ha sido la chispa desencadenante de la idea de establecer un signo vivo de la misma en el presente, intentando acercar ese futuro que aguardamos, esa “ciudad futura que buscamos” (D), al momento presente.

Para hacerse una idea de lo que esto quiere decir, habría que leerse primero los capítulos 21 y 22 del Apocalipsis y otros textos de los profetas (Isaías 33, 17-34; 34; 35; 49 a 55; 56; 60; 61; 62; 65 y 66. Jeremías 3; 31. Ezequiel 11, 14-21; 36; 40 a 48. Éxodo 36 a 38 y 40. Salmos 46 [45]; 84 [83]; 87 [86]; 122 [121]; 127 [126]; 147 [146-147]…), y así empaparse del motivo inspirador que iluminará lo que sigue.

Podrá observarse en dichos textos, que se trata de una ciudad-templo, de una ciudad-iglesia en la que todo es recinto sagrado (G) porque Dios la habita por completo. Que está llena de la gratuidad (gracia) de Dios de la que disfrutan sus habitantes (F, E, etc.), así como de la libertad del mismo Dios (S, L, etc.); en la que Dios es toda su luz y Jesucristo su lámpara (A, B, C) y en la que se vive la comunión de los santos (D, I, O, S, P, etc.).

También es fuente de inspiración el diseño del templo de Jerusalén o del tabernáculo del desierto, constituido por tres espacios fundamentales: El Atrio, El Santo, y el Santo de los Santos o Santísimo.

El Atrio estaba dedicado a la purificación (U) y al holocausto como ofrenda a Dios; el Santo, a la presencia agradecida ante Dios (altar de los perfumes (E), candelabro de los siete brazos (O) y panes de la proposición (I)), y el Santísimo, a la presencia del mismo Dios sobre el trono de su alianza (A).

Dado que todos somos templos del Espíritu Santo, estos tres espacios están presentes, también, dentro de cada uno. El Atrio: representado por la purificación personal y el deseo de cambio y progresión hacia Dios, en el que todo lo que nos aleja de Él se va quemando y ofreciendo en holocausto transformador (U). El Santo: representado por el amor, la fe, la esperanza, la oración, y las buenas obras y propósitos; todo ello puesto en la presencia de Dios

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(C, E, I, O). Y, por fin, el Santísimo, que no es otro que la misma presencia de Dios en la intimidad del centro del propio yo individual (que previamente hay que abrir, rompiendo su aparente solidez, para poder acceder a su centro), y que se manifiesta en el amor, la paz y la alegría que inunda todo (A, Ỹ).

Pero como además de ser cada uno una ciudad-templo o castillo interior, también todos constituimos esa ciudad-iglesia que comentamos: el signo que se propone para acercarla al presente es esta “villa del Señor”, cuyo “Abecedario constituyente” precede a este escrito, y a cuyos puntos o “letras” hacemos referencia de continuo. En ella también se podrá vislumbrar su Atrio, su Santo y su Santísimo.

Así pues, desde esta perspectiva, vamos a establecer una dinámica de encarnación (D), tomando como base la Regla de San Benito (siglo VI), origen de toda la vida monástica actual, y modelo de regulación de vida comunitaria; adaptándola a los laicos de este siglo XXI.

Nota introducida el domingo 7 de agosto de 2005.-

Además de la interpretación literal de todo lo escrito, ha de añadirse la metafórica: en la que “lo físico” (camino) adquiere carácter simbólico, y se abre en “ámbitos de relación” (verdad) y “realidades interiores” (vida); de tal forma que, dado el caso, la expresión “lugar” pueda ser también entendida como “ámbito circunstancial y personal” y, en definitiva, como referida a “la propia humanidad de cada uno”, en la perspectiva de “templo vivo de Dios” a la que nos referíamos en párrafos anteriores.

Y ampliada el jueves 5 de agosto de 2010.-

Respecto a este «templo vivo», que todos somos por gracia de Dios, se puede constatar con rotundidad que no todos correspondemos a tal dádiva y aceptamos ese don gratuito siendo obedientes a la voluntad de Dios, por lo que ese «templo vivo», además, debe de estar dedicado a Dios, según la recomendación que efectúa San Ignacio de Antioquía, hacia el final de su carta a San Policarpo de Esmirna: «El cristiano no tiene poder sobre sí mismo, sino que está dedicado a Dios. Esta obra es de Dios, y también de vosotros cuando la llevéis a cabo.» Así pues, todo miembro de esta villa se verá invitado a dar un paso más en su consagración al Señor (A) efectuando esta dedicación (al modo de los templos), primero de forma personal o, incluso, comunitaria, y, posteriormente, de forma pública, cuando tal dedicación sea incorporada al orden de la Iglesia (como ya lo están los ermitaños o las vírgenes). Como dicha dedicación será siempre por mediación de la Virgen María (G), la conmemoración de tal entrega generosa se celebrará el día 5 de agosto, fiesta de la dedicación de la basílica de Santa María. Esta obediencia a Dios en el seno de la Iglesia probablemente llevará pareja la intención de celibato, ya que “los templos tienen un uso exclusivo”, pero eso no se hará como voto ni condición imprescindible (L), sino como valoración después de un proceso de discernimiento. (Lo que importa verdaderamente es la voluntad de Dios (U).)

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EL LUGAR

La comunidad no la hace el lugar, sino las personas. Son ellas las que dan forma al lugar. Son ellas las que lo abren o lo cierran, lo iluminan o lo oscurecen. Son ellas, cada una con su nombre único y exclusivo pronunciado por Dios, las que le dan vida, presencia y estructura. En definitiva, el lugar, son las personas; por eso, habrá de adecuarse a las posibilidades personales de quienes lo habiten.

El lugar no será un monasterio cerrado que quiere alejarse del mundo para no verse contaminado por él, sino una población abierta que quiera abarcarlo; en posesión de ciertos privilegios: una villa. (Privilegios otorgados por la presencia más manifiesta del Señor en ella, al estar menos ensombrecida por el “ruido” del mundo.)

La distancia prudencial que se establezca con el “ruido” del mundo, la equidistancia estratégica con él, vendrá marcada por las posibilidades y circunstancias, y por las dificultades que aparezcan a la hora de poner en práctica los principios constituyentes.

El lugar debe permitir la presencia en él de hombres y mujeres; de solteros, ya sean célibes o no, y de matrimonios, con sus respectivos hijos o sin ellos; así como la acogida de padres y familiares ancianos, enfermos o incapacitados.

Toda la villa, sus habitantes, sus casas y sus campos serán considerados como sagrados, al estar incluidos dentro del recinto del templo o iglesia que es toda la villa, y lo mismo que se dedican las iglesias para el culto sagrado, así se solicitará al obispo de la diócesis su dedicación, si tiene a bien concederla (G).

Aunque todo sea templo, el lugar deberá contar, en cuanto sea posible, con una capilla a modo de sagrario o de Santo de los Santos que albergue el Santísimo Sacramento (y si fuera concedido: bajo las dos especies): signo, emblema y columna de la villa (A, O).

No se habitará el lugar, de forma permanente, hasta que no reúna unos requisitos mínimos para la supervivencia y perspectivas de autoabastecimiento.

Todos los lugares que se habiten siguiendo esta intención, aunque estén muy distantes unos de otros y puedan funcionar como poblaciones autónomas, se considerarán pedanías o barrios de la única villa del Señor.

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LAS PERSONAS

Quienes deseen vivir en la villa han de reunir unos requisitos mínimos, imprescindibles para poder integrarse en la vida de la misma:

Propósito de consagración: Que quieran, como principal objetivo de su vida, hacer todo en atención a Cristo, como vid a la que desean estar unidos, nutriéndose de su savia; para que así, Dios, sea todo en todas las cosas (A, B).

Propósito de gratuidad: Que quieran dar gratis todo lo que de Dios han recibido gratis (E), viviendo, de esta forma, la santidad (Ç), al seguir la recomendación evangélica: “sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto”. Jesucristo, porque nos quiere hasta el extremo, no nos puede pedir imposibles sino cosas sencillas y asequibles, por lo que habrá que entender que la perfección no consiste en obtener resultados sino en poner recta intención en los propósitos, es decir: amor (gratuidad).

Propósito de disponibilidad: Que quieran poner al servicio de todos, para el bien común, los dones, talentos, habilidades, etc. que posean; desarrollándolos, ahondándolos o adquiriendo y descubriendo otros nuevos (I).

Propósito de unidad: Que quieran vivir la comunión de los santos, en la que todos formamos un mismo cuerpo, de tal forma que donde está uno estamos todos (O); tanto espiritualmente (tomando conciencia de que abarca el tiempo, el espacio y la materia; el pasado, el presente y el futuro, y da cohesión a toda la Iglesia (P)), como encarnándola a través de la vida comunitaria.

Propósito de conversión: Que quieran transformarse por dentro, evolucionando hacia la santidad, para poder, más eficazmente, también cambiar el mundo desde dentro (U). Quien es capaz de romper la tela de su yo egoísta y entrar dentro de él, descubrirá que no está vacío, sino que el Espíritu Santo, todo entero, lo habita (lo mismo que está presente todo el Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo en cualquier trocito de pan consagrado), y con Él, todo el universo pasado, presente y futuro, es decir, toda la Creación. Así descubrirá cómo su pecado, su desamor, afecta destructivamente a toda la Creación («lo que hagáis en la intimidad será publicado en las azoteas»); pero que su amor la reconstruye, cambiando verdaderamente el mundo.

Estas cinco condiciones, vías o puntos guía, son los cauces a través de los

cuales discurre todo lo demás, y si faltase alguno de ellos, la integración no sería posible, ya que, entonces, nos encontraríamos ante algo distinto (B). (Lo mismo que si al idioma español le cambiasen las vocales o le quitaran alguna, ya no sería el mismo idioma).

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Dicho esto, pueden establecerse cuatro categorías, aplicables a cada persona que de alguna manera se relacione con la villa, en atención a su grado de integración en la misma, y con intención de aclarar en qué disposición se hallan:

• Vecino: Persona, considerada mayor de edad según las leyes del país, de cualquier sexo y condición, que se ha empadronado en la villa como signo objetivo de su firme propósito de vivir plenamente integrada en la misma.

• Residente: Persona de cualquier edad, sexo y condición, que residiendo en la villa por circunstancias varias, no está voluntariamente empadronada en ella, aunque sí pueda estar registrada o vinculada a ella por motivos legales. Éste es el caso de los niños, adolescentes, ancianos, enfermos o incapacitados que sean familiares de los vecinos y que precisen de sus atenciones y cuidados (serían los residentes acogidos). También es el caso de todas aquellas personas que quieran experimentar y sopesar esta forma de vida, con vistas a solicitar el empadronamiento en la misma (serían los residentes voluntarios).

• Visitante: Cualquier persona, que simpatizando o no con la espiritualidad de la villa, tenga algún tipo de relación con la misma sin intención de residir en ella; o si lo hace, es sólo temporalmente por motivos de colaboración u oración. (Puede pero no quiere.)

• Adscrito: Persona de cualquier edad, sexo y condición, que no pudiendo residir en la villa ni empadronarse en ella, o inclusive, sin tener relación directa con ella, desee adoptar los principios constituyentes de la misma, adaptándolos a sus particulares condiciones vitales. (Quiere pero no puede.)

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LA VIDA

La vida a desarrollar en ella será una vida de oración, entendiendo vida de oración como un tener abierta, permanentemente, la puerta de comunicación con Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, haciéndole presente, con y en nosotros, en nuestro sentir y vivir cotidiano. Esto es una actitud, por lo que no depende de las circunstancias, de lo que se viva o se haga, ya sea trabajar, divertirse, descansar, u orar según las formas ya conocidas (C). Esta apertura sólo puede ser fruto del amor a Dios sobre todas las cosas, que permite dejarle abierta esa puerta para que pase, sin llamar, a “cenar” (compartir-amar) con quien le abre (Ap 3,20). Y no es posible mantener esta puerta abierta si no se le abre también al prójimo que viene con Dios a “cenar”; porque en el centro de ese yo de cada uno de nuestros semejantes también está Dios (aunque el sujeto en cuestión no lo sepa o nosotros no sepamos verlo), pero si hacemos memoria de Jesucristo (A), sí lo apreciaremos.

Pero además, sabemos que Dios nos quiere, a cada uno de nosotros, por nosotros mismos, sin esperar nada a cambio, y que por eso nos ha creado. Así, nosotros, también debemos amar a nuestros semejantes: por ellos mismos («amaos los unos a los otros como yo os he amado»), para que Dios sea todo en todas las cosas (A).

De esta forma, apoyándonos en los mandamientos y ayudándonos de las bienaventuranzas, podremos ser conscientes de todo esto y vivirlo en plenitud.

Otro fruto importante de la vida de oración es la vida en gratuidad, en la que la persona se abandona, libre y voluntariamente, en la voluntad de Dios (que “cena” con ella), y en su providencia (D). Dios no se impone al individuo con su voluntad, ni le enajena haciéndole dejar de ser quien es, porque no compite con el yo del individuo (como hace el mal). Dios está en el centro de ese yo para enriquecerlo y llenarlo, por eso la voluntad de Dios y la del individuo liberado coinciden, y la persona descubre que Dios le regala todo lo que necesita, porque para eso la ha creado: por amor; ¿y si acaso le pide pan le dará una piedra?, «o si le pide un pez, ¿le dará acaso una serpiente?» (Mt 7,10): «Buscad primero el reino de Dios y su justicia y se os añadirá todo» (Mt 6,33).

Pero la profundidad de la gratuidad es algo que debe descubrirse en el trato con Dios, de forma que, progresivamente, cada uno pueda sentirse libremente comprometido a dar como la viuda del Evangelio, que dio “todo lo que tenía para vivir”, ya sea poco o mucho (T). Por eso, cada uno en la villa, determinará lo que son “sus” cosas, y hasta donde está dispuesto a que dejen de serlo; y si está aferrado a ellas o simplemente las administra, al igual que hace con sus talentos; respetando siempre el ritmo de los otros. Aunque este ritmo se acelerará si cada vecino se acostumbra a recibir todo lo que le llegue, independientemente de a través de quien le llegue, como un regalo: como un maravilloso regalo (J). Desde el aire que respira hasta la comida que “él mismo ha conseguido” con su propio trabajo.

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La gratuidad supera ampliamente la ancestral ley del trueque (J), evolucionada a ley del dinero; por eso ambas cosas deben desaparecer de la villa en cuanto sea posible, prescindiendo de lo que no se pueda obtener gratuitamente, porque «no se puede servir a dos señores, a Dios y al dinero» (Lc 16,13) (H). Situación que no sólo implica un cambio de costumbres, sino un cambio de mentalidad, porque la ley del trueque no es sólo material, sino fundamentalmente espiritual, y en ella, los derechos implican obligaciones y viceversa, y quien exige derechos se compromete a obligaciones y al revés, y como dice San Pablo: quien se somete a la ley «está obligado a cumplir toda la ley» (Gal 5,3) (J). Jesús expulsó a los mercaderes del templo ¡con un azote! (Jn 2,15), y dijo: «No hagáis de la casa de mi Padre casa de mercado» (Jn 2,16); por eso, liberémonos de la ley merced a la gratuidad, y demos sin esperar nada a cambio; porque esperar y no recibir lo esperado es frustración y sufrimiento, y Dios nos ha liberado de eso. He aquí que Dios ha puesto su ley en nuestros corazones y los ha transformado de corazón de piedra en corazón de carne, porque Dios es amor.

En consecuencia: a nadie se obligará en la villa, bajo promesa o voto, a ningún tipo concreto de rezo, trabajo, situación o actitud de vida. Cada uno elegirá libremente aquello a lo que se sienta llamado por Dios en su determinado momento vital, y obrará en consecuencia y sin proselitismos; puesto que todo en la Villa es consecuencia del amor: la decisión libre y voluntaria de entregarse plena y gratuitamente en Dios (L). Y nadie estará ligado al lugar, bajo promesa o voto, sino por libérrima decisión confirmada día a día por los hechos; siendo libre tanto la entrada como la salida del mismo, de tal forma que la única clausura venga impuesta por las hostilidades del medio externo y sus mediaciones económicas y morales (S).

La fe se demuestra por las obras, y los propósitos por su cumplimiento. Así, quien se proponga algo tendrá que demostrarse, día a día, la firmeza de su propósito.

Un fruto de la vida en gratuidad queda por comentar: la vida generosa. En ella la persona que ha experimentado, a través de la gratuidad, la generosidad de su Señor, responde a ella convirtiéndose, a su vez, en fuente viva de generosidad, para que todos puedan beber de ella, lavarse en ella y empapar la tierra que hará fructificar la semilla. Así, se desprenderá de lo material a favor de los otros; pondrá a trabajar sus músculos, sus habilidades, sus capacidades, sus conocimientos, su inteligencia, sus talentos, sus dones y su espíritu a favor de los otros, en bien de toda la humanidad y de la Creación entera (E, I, O, U, Ŕ, F, T, C), empezando por los más próximos.

Dios nos ha dado una ley de libertad que nos permite adaptar todas las reglas, normas, estatutos, preceptos, etc., a nuestra propia y genuina personalidad, para que no se conviertan en una carga insoportable sino en vías de liberación (Z); pero en dicha adaptación se habrá de tener muy presente, para no perder el norte, la completa coherencia espiritual que las inspira (Ỹ), porque uno solo es el Espíritu Santo: Espíritu de Verdad y Sabiduría, y fuente de todos los dones; y uno solo es Dios en su Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo.

Por eso habrá que estar vigilantes ante los posibles excesos en que pueda incurrirse, porque los excesos no son de Dios, ya sean por uno u otro extremo. Ni los excesos penitenciales ni el perfeccionismo ni el legalismo… ni sus opuestos: el

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hedonismo, la irresponsabilidad, la indolencia… Si aparecen es porque el maligno anda detrás. Aunque el mal que se puede ver fácilmente ya es menos malo, porque, al menos, es “sincero”. El auténtico mal es el hipócrita, el que se presenta bajo apariencia de bien. A éste se le reconoce porque se presenta con rotundidad, imponiéndose, ofuscando los sentidos, aturdiendo la voluntad, ensombreciendo el discernimiento, y con una apremiante claridad que parece impedir la reflexión, dejando agitación interior; para acabar inoculando la duda sobre lo que es bueno, o sobre Jesucristo, o… cualquier cosa que pueda alejar de Dios. Pero esa apariencia de poder, es eso… pura apariencia vacía: ¡El maligno ya fue vencido!

Dios, por el contrario, ni se impone ni ofusca ni aturde ni ensombrece ni apremia, solamente sugiere delicadamente, invitando a la reflexión, iluminándolo todo y llenando de paz y serena alegría; así como nos enseña el episodio de Elías en el Horeb (1Re 19,9-18). Dios, a veces es tan discreto, que si no se está a la escucha atenta, puede pasar desapercibido. ¡Hasta en sus grandes manifestaciones cumple estas premisas!

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EL GOBIERNO

El único y perpetuo abad de la villa es Nuestro Señor Jesucristo: la Palabra encarnada, el Rey del universo. Él ejerce su autoridad sobre toda la villa como sólo Él sabe hacerlo.

Por eso todos los vecinos escucharán su Palabra en la Sagrada Escritura, en la oración, en el prójimo, en la Eucaristía y en cualquier otra forma que se pronuncie, con la atención, fruición y encarnación que se merece.

Su signo, también será el que represente a la villa: la Eucaristía (A).

Igualmente sólo habrá un prepósito o prior perpetuo (priora, en este caso): Nuestra Madre y Señora la Virgen María, que nos dice: «Haced lo que él os diga» (Jn 2,5), y de la que Jesucristo nos dice: «He ahí a tu madre» (Jn 19,27), y a ella: «Mujer, he ahí a tu hijo» (Jn 19,26).

Ella, medianera de todas las gracias: de la gratuidad de Dios, dice: «Hágase» (Lc 1,38) y la Palabra de Dios se encarna en su seno, albergando a ese Cuerpo de Cristo que es toda la Iglesia (O). Pues, de la misma manera, se considerará a toda la villa como ese seno materno que alberga ese Cuerpo de Cristo (R), ya que en ella también se encarnan todos los regalos, dones y maravillas que el Padre quiera conceder a los vecinos, según la dinámica que expresa la siguiente cita del Concilio Vaticano II: «Es característico de la Iglesia ser, a la vez, humana y divina, visible y dotada de elementos invisibles, entregada a la acción y dada a la contemplación, presente en el mundo y, sin embargo, peregrina; y todo esto de suerte que en ella lo humano esté ordenado y subordinado a lo divino, lo visible a lo invisible, la acción a la contemplación, y lo presente a la ciudad futura que buscamos» (D).

María es, verdaderamente, la auténtica Villa del Señor, el Arca de la nueva alianza y la Madre de la Iglesia. (De ahí la consideración de la villa como lugar sagrado y virginal (G), y de toda la Creación como encarnación del don maravilloso de Dios (F).)

Así que, el otro signo, emblema y columna de la villa será: María Santísima mostrándonos a Jesucristo, Dios y hombre verdadero.

Pero como resulta que el hombre: toda persona, ha sido creada libre, a imagen y semejanza de Dios, los que tienen la responsabilidad efectiva última en el gobierno de la villa son sus vecinos (según vimos al tratar la quinta vía). Por eso la máxima responsabilidad de toda la villa recaerá en cada uno de sus vecinos, y simultáneamente en todos ellos, unidos a la Iglesia Universal, al tener como pilar de la organización comunitaria la comunión de los santos, que saltando el tiempo, el espacio y la materia, une y da cohesión a toda la Iglesia (P).

Aunque para un funcionamiento práctico, sería recomendable la constitución de un Concejo de la villa (equivalente al consejo de decanos), en el que cada uno de los concejales o ediles representara a un área organizativa o concejalía, como supervisor o coordinador de la misma. Entre los concejales se elegiría a un alcalde, bien desde el principio como una concejalía específica

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(alcaldía), o bien en un segundo paso, entre los ediles ya nombrados. Este alcalde tendría a su cargo la función de supervisor o coordinador general del Concejo (R), y velaría por la unidad y coherencia espiritual dentro de la diversidad (Ỹ) a modo del único Espíritu Santo que inspira todos los dones, o de San José cabeza de la Sagrada Familia y patrono de la Iglesia.

Por eso, San José, también será el patrón de la villa.

Estos cargos no son privilegios sino servicios temporales, ya que la responsabilidad en la villa la poseen los vecinos, y los cargos sólo la administran; de la misma forma que las células del cuerpo (vecinos) se integran en los tejidos, órganos y sistemas (concejalías), que a su vez constituyen el cuerpo humano (villa), y que, en este caso, equivaldría al Cuerpo de Cristo en el seno de María (R).

Los asuntos importantes para la comunidad deberán ser discernidos y decididos por la asamblea general o junta de vecinos, lo que incluye la constitución de las concejalías y la revisión de las mismas: de sus contenidos y funciones específicas (por ejemplo: intendencia, cocina, administración, culto, proyectos, etc.); y la elección de los ediles (que no tiene por qué ser por votación sino puede ser por propuesta de los integrantes de cada concejalía, integrantes que, a su vez, pueden estar implicados en varias concejalías…). Se procurará que las elecciones sean de común acuerdo, que las posibles votaciones sean más orientativas que decisorias, y que la elección esté movida, más por la idoneidad de cada uno para el cargo y su santidad, que por la habilidad puramente humana para ello. En consecuencia, se recomienda que las juntas de vecinos o asambleas generales no sean infrecuentes o excepcionales (P).

Los asuntos de menor importancia y los cotidianos serán discernidos y decididos por el concejo.

En todas las decisiones, ya sean individuales o comunitarias, será factor determinante el abandono libre y querido en la Voluntad de Dios (D).

Todas las normas, acuerdos, reglas que se adopten para acomodarse a las circunstancias mudables del día a día, dado su propio carácter circunstancial, nunca podrán ser definitivas ni tomarse como tales (Z).

El funcionamiento autónomo de las pedanías o barrios, se regirá según este esquema, con sus alcaldes y concejales pedáneos, o en el caso de los barrios, con sus concejalías subdivididas en viceconcejalías; pero todo esto estará coordinado, para que toda la villa funcione como una unidad. Así, habrá un único coordinador general, que no será otro que el propio Espíritu Santo.

La comunicación física entre pedanías (aparte de la espiritual, que ya queda dicha) se realizará a través de los medios de comunicación, siempre que ello fuera posible, dado que la personal puede suponerse menos viable; pero si esta última se hiciera necesaria, se realizará mediante el sistema de delegados, nombrando, entonces, entre estos, un mayordomo que represente la unidad.

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LA COMUNIDAD

La vida en comunidad no es tarea fácil, pues el roce cotidiano hace aflorar todos esos defectos, grandes o pequeños, que cada persona tiene, y que enturbian la convivencia. Se pueden ocultar o disimular un tiempo, pero tarde o temprano acaban por manifestarse. Por eso es imprescindible aceptar al otro tal cual es, y amarle sin haberle puesto condiciones de cambio previas. El amor traerá la comprensión, y la comprensión la paz. Así, el amor será el regulador de todas las relaciones comunitarias e interpersonales, convirtiendo a cada vecino en padre, madre, hermano, hermana, hijo, hija, amigo y amiga de todo aquél que tenga a su lado; pudiendo, de esta forma, ejercer y recibir con eficacia la comprensión, escucha, ayuda, apoyo, estímulo, confianza, corrección y enseñanza necesarias en la peregrinación de la fe.

Basados en este único espíritu regulador podemos intentar dar forma a este “cuerpo de muchos rostros” (O), sabiendo que lo esencial no es la forma sino la intención y el espíritu que se ponga en ello, lo que implica una necesaria laxitud y adaptabilidad en la misma, que respete, comprendiendo, los condicionamientos individuales y circunstanciales.

Dicho esto, lo que sigue, sólo serán recomendaciones a considerar a la hora de poner por obra la vida en comunidad; extremo que habrá de decidir la junta de vecinos y el concejo de la villa.

♦ La comunión de bienes: Queda dicho que cada vecino irá decidiendo

lo que son “sus” cosas y hasta donde está dispuesto a ponerlas al servicio de todos. Teniendo en cuenta que, precisamente por ser vecino, ya habrá realizado un tremendo avance en este terreno.

♦ El reparto y asignación de los bienes comunes: La o las concejalías

correspondientes asignarán dichos bienes (ropa, calzado, comida, utensilios, etc.) atendiendo a las necesidades reales de cada vecino más que a sus “caprichos”. (Repárese en la relevancia de esta tarea y en la idoneidad de quienes la lleven a cabo.)

♦ El reparto de tareas: No hay distinción de categorías entre ninguno de

los vecinos puesto que todos son iguales ante Dios, que ama a cada uno hasta el extremo, independientemente de sus dones, talentos, capacidades, etc.; como ya explica la parábola de los obreros de la viña (Mt 20,1-16) en la que todos recibieron la misma paga (el amor de Dios), independientemente de su hora de incorporación al trabajo. Por eso cada tarea o servicio ya sea físico o intelectual deberá ser considerado como del mismo valor, puesto que lo que cuenta es la intención y no la eficacia. Esperar otra cosa es mentalidad de trueque. Sería bueno que cada uno de los vecinos realizara alguna vez tareas no habituales, o para las que esté menos dotado, con el fin de que descubra por sí mismo tal extremo.

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♦ La corrección fraterna: Ejercida y recibida de forma habitual y normal por cada vecino, seguirá los pasos indicados en el Evangelio, evitando siempre la publicidad innecesaria, los malos ánimos y el escándalo. Si la persona que sigue una actitud o conducta no acorde con el espíritu de la villa, no aceptara recapacitar su actitud o persistiera en ella, se le hará ver su incoherencia y el abandono espiritual de la villa, que ya ha realizado (G); y si se apreciara solidez en mantener su postura, se le invitará a que realice físicamente lo que ya ha efectuado espiritualmente, tomándose unas “vacaciones indefinidas” para que pueda replantearse su actitud (N, Ç, X). Pero antes de llegar a este punto, habrá que prevenirlo teniendo más solicitud y acompañamiento con los miembros más débiles, que más lo necesitan y están pasando una prueba, que con los fuertes que no lo necesitan tanto. Si la persona en situación de “vacaciones indefinidas” decidiera regresar voluntariamente, se la acogerá (siempre que se intuya verdadero propósito de la enmienda), en situación de residencia temporal como si viniera de nuevas, y se le dará un tiempo de prueba hasta que se cercioren ambas partes de la veracidad de su propósito.

♦ La distribución de la jornada: Se fijará, a modo de esqueleto, y con la variación semanal que se estime oportuna, el horario para las comidas, para los actos de culto comunitario, para el inicio del descanso nocturno, y para los actos extraordinarios, si los hubiera. Sobre este esquema cada vecino colocará el resto de sus actividades según su criterio, pero sin perder de vista el espíritu de unidad que debe reinar en la villa.

♦ Las comidas: Las tres comidas habituales (desayuno, comida y cena)

se realizarán según las posibilidades del momento y los alimentos de que se disponga, sin restricciones dietéticas específicas; procurando conseguir una dieta equilibrada y suficiente, pero sin excesos ni despilfarros, y guardando los ayunos recomendados por la Santa Madre Iglesia. Como siempre, la caridad marcará las adaptaciones que se vean necesarias y convenientes. Quien decida realizar un ayuno penitencial deberá avisar con tiempo al responsable de cocina (para evitar el despilfarro de comida), o aplazar su ayuno hasta que no cause trastorno. El momento de las comidas es un momento feliz en el que se comparte, además del alimento: el espíritu; y nos recuerda la Cena de Pascua y el momento de la institución de la Eucaristía; por eso, no se leerá durante ellas, salvo en ocasiones buscadas; y se compartirá con todos los presentes en la villa. Como puede que no sea posible reunir a todos los comensales en un mismo lugar, incluso pueda juzgarse como no idóneo; o una sola cocina resulte insuficiente; o… En tales casos se actuará como se considere adecuado.

♦ El descanso nocturno: Se procurará que el descanso nocturno sea

continuado y no se interrumpa para ninguna actividad, salvo necesidad

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o fuerza mayor. Quien, por circunstancias, decida acortarlo, procurará no molestar al resto. Los vecinos ocuparán los dormitorios según sus deseos y las posibilidades del lugar, pero siempre dentro de la prudencia y sabiduría de Dios, para no dejarle parte al diablo ni facilitarle el trabajo. Las habitaciones podrán ser individuales o compartidas, en la misma casa o en casas diversas; y en el reparto de las mismas se atenderá a las diversas situaciones de solteros (hombres o mujeres, célibes o no) y casados (con hijos o sin ellos).

♦ Las festividades: Los domingos y las solemnidades que marque el

precepto de la Iglesia local, serán días dedicados más especialmente al Señor, para que se haga más presente esa gloria futura que nos aguarda, a través de la celebración, la paz y la alegría. Se realizarán solamente los trabajos y servicios estrictamente necesarios como signo de abandono en las manos del Dios providente. Se celebrarán con una connotación especial los días de: Epifanía, por ser la manifestación de Dios a todas las naciones a través de su gratuidad infinita (amor y providencia), por eso se le considerará el día de la villa por excelencia, primando en ello lo espiritual sobre lo material. San José, por ser el patrono de la villa y de toda la Iglesia. El Corpus (El Cuerpo de Cristo), por ser la Eucaristía signo, emblema y columna de la misma. Y también se considerará solemnidad el día de Nuestra Señora del Pilar (12 de octubre), por ser María la otra columna de la villa, y ambas, el “Plus Ultra” (“más allá”) de la misma.

♦ El símbolo de la villa: Por motivos de síntesis práctica se propone un

símbolo fácil y sencillo que represente a la villa, consistente en la letra original, pero adaptada de lo ya existente: Ỹ (ñe). Basándonos para ello, entre otros significados igualmente simultáneos, en los siguientes: Representaría a la Trinidad (sus tres ángulos) abierta a todos en lugar de cerrada, abarcando el cielo y la tierra (su tilde), a la vez que constituye una letra más dentro del abecedario. También representaría el cáliz (el pie en forma de copa) sobre el que se encuentra suspendido el pan partido (la tilde). Y asimismo, la victoria de la cruz que levanta sus brazos al cielo a modo de Creación liberada (pie en forma de cruz gótica), coronada por la gloria de Dios uno y trino (tilde convexa y cóncava simultáneamente).

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EL CULTO

Aunque no se debe obligar ni imponer ningún tipo concreto de rezo (L), sí es bueno manifestar que la comunión de los santos también se expresa materialmente en forma de oración o celebración litúrgica comunitaria; por eso se recomienda la participación en la oración comunitaria, al menos, una vez al día; así como en la celebración litúrgica eucarística (misa) de cada día; siempre que esto sea posible y las circunstancias personales y coyunturales lo permitan (M).

Para facilitar esto se ofertarán tres momentos de oración comunitaria y, al menos, un momento de celebración litúrgica al día.

Dado que la oración oficial de la Iglesia es el rezo de la Liturgia de las Horas (Oficio Divino), y que en ella descuellan la “hora” de Laudes y la de Vísperas, serán estas dos las que se oferten: Laudes por la mañana, a la hora que se acuerde, y Vísperas por la tarde, a la hora que se acuerde.

El tercer momento de oración comunitaria se colocará a una hora intermedia o bien antes del descanso nocturno, y estará ocupado por el rezo del Santo Rosario, en los cinco misterios que correspondan para ese día de la semana.

La oración individual ocupará el resto del día, según el gusto y distribución particular de cada vecino. En ella se tendrá en cuenta la importancia de la oración ante el Santísimo (cuando esto sea posible).

La celebración litúrgica diaria será la Santa Misa, siempre y cuando haya sacerdote que la celebre. Si esto no fuera posible, se sustituirá por la Liturgia de la Palabra correspondiente; pero esta sustitución no está indicada para los domingos y solemnidades que marque el precepto de la Iglesia local, por lo que, en ese caso, la comunidad (todos los que le sea posible) deberá desplazarse a la localidad más próxima en que sí la hubiere (salvo que esto fuera inviable).

La villa se integrará en la distribución territorial de la diócesis en que se encuentre, dependiendo de la parroquia de la zona de ubicación y de su párroco, mientras el obispo de la misma no destine a un sacerdote para que ejerza las funciones de su ministerio en la villa, o establezca otra solución; pero dicho sacerdote, si no es vecino de la villa ni pretendiera serlo, será considerado como un visitante o un residente acogido (si este fuera su caso).

Los vecinos o residentes temporales que se sientan llamados al sacerdocio serán encomendados al obispo para que valore su vocación y actúe como crea oportuno.

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EL TRABAJO

La manifestación más clara de lo que hemos denominado vida generosa es el trabajo. No es posible vivir la generosidad sin realizar un trabajo, sea del tipo que sea, porque nada es inútil para Dios. Por eso, cada vecino, tendrá asignado alguno (o algunos), según se acuerde, y se distribuirá el tiempo para realizar dichas funciones y tareas según crea oportuno; sabiendo que todo eso es en servicio de la comunidad y que toda la comunidad depende de él (O).

Se pondrá especial cuidado en desterrar la molicie y la desgana, para lo que se tendrá bien presente el propósito de cambio interior (U).

La actividad laboral en la villa deberá ir orientada en tres planos simultáneos:

1. Al completo autoabastecimiento, para evitar, de esta forma, la

injerencia externa y el sometimiento a la “ley del dinero” (Ŕ). Esto puede lograrse a través del cultivo de la tierra, una granja, presencia de agua potable en la villa (pozos, fuentes o aljibes), suministro autónomo de energía eléctrica (placas solares, molinos de viento, etc., que permitan la no utilización de leña para cocinar o calentar, y la utilización de maquinaria, instrumentos e iluminación); elaboración artesanal de materias primas (ropa, calzado, jabón, etc.); reciclaje de materiales de desecho (residuos orgánicos, papel, etc.); servicio, acondicionamiento y gestiones varias de la villa; cuidado de niños, ancianos, enfermos e incapacitados; labores formativas para adultos y niños; acogida de visitantes; etc., etc. Pero sobre todo, puede lograrse a través de la inventiva y el ingenio para solventar cualquier dificultad e imprevisto, y la crucial ayuda de Dios que se implica en su villa. La dotación instrumental de base vendrá dada e incrementada por las aportaciones que los vecinos hagan voluntariamente de “sus” cosas al empadronarse en la villa, o de las donaciones que pueda haber.

2. Al desarrollo del conocimiento, las ciencias, las artes, las utilidades,

el saber en general y todo lo bueno, para ponerlo, gratuitamente, al servicio de toda la Humanidad (Ŕ). Esto se consigue a través del desarrollo de los talentos individuales puestos para el bien común (I), para que ocurra como en el milagro de la multiplicación de los panes y los peces, y así, aportando cada uno sus pequeños “tesoros” (sus panes y sus peces), pueda comer hasta saciarse una ingente multitud. (Habiéndolo puesto previamente en las manos de Cristo ¡claro está!, y dando entonces, gratis, lo que de Dios hemos recibido gratis.) Todo esto se puede encauzar y organizar a través de proyectos específicos y planes de acción.

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Para salvaguardar la gratuidad de las aportaciones ante el medio hostil, se deberá establecer un registro propio (y accesible) de las mismas, como garantía moral de ello.

3. A la plena evangelización, en sus múltiples formas, y según las

posibilidades; especialmente a través de los medios de comunicación (Ŕ). “Los duros trabajos del Evangelio”, como los llama San Pablo, van implícitos a la propia opción vital y se realizan con ella como la semilla plantada que crece y fructifica sin que se sepa cómo. Es decir, el primer medio evangelizador es el propio testimonio de vida. Ése era el anuncio de Jesucristo cuando predicaba: «Convertíos» (cambia tú) «y creed en el Evangelio» (y ten por seguro que el mundo cambiará contigo (U)). Lo que hacen los medios de comunicación a este respecto es facilitar el acercamiento de ese testimonio a donde no esté, mientras la presencia física no sea posible o sea dificultosa. Los proyectos misioneros concretos que encaucen esto estarán planteados desde el sugerir y nunca desde el imponer, al igual que Dios actúa.

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LA EDUCACIÓN

La mejor y más definitiva defensa ante los ataques del mal y las “enfermedades espirituales” (actitudes de pecado), no es la huida o el aislamiento sino la inmunidad frente a ellas (Y). Inmunidad que se consigue construyendo sobre roca en vez de sobre arena, por lo que dice el Salmo 27(26): «El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quien temeré? El Señor es mi fortaleza, ¿quién me hará temblar?» O el Salmo 46(47): «Dios es nuestro refugio y fortaleza, nuestro auxilio permanente en la desgracia. Por eso no tememos, aunque tiemble la tierra y los cimientos de los montes se desplomen en el mar; aunque sus aguas bramen y se agiten y los montes sacudidos retiemblen. El Señor todopoderoso está con nosotros, nuestro baluarte es el Dios de Jacob.»

La educación es la construcción de la persona en toda su perfección para que disfrute de la plena libertad de Dios, pero como no se puede construir sobre esa “roca”, si no se la conoce o se la conoce pobremente, y como al autor, además de personalmente, también se le conoce por su obra: Habrá que procurar ese conocimiento para construir sobre seguro y alcanzar esa inmunidad.

Así pues: la educación en la villa tendrá como primer objetivo el conocimiento de Dios y todas sus maravillas (la Creación) (Y); y desde este ángulo se enfocará toda la formación de adultos, y también la educación de los niños en la villa. (Conocimiento que nunca será auténtico, verdadero, si no está radicado en el amor.)

Pero como todo habla de Dios a quien con buenos ojos mira, la formación podrá llevar asociada otras intenciones benéficas según se juzgue conveniente.

Así, en los adultos, la formación o lectura espiritual también tendrá un lugar en la distribución de los tiempos individuales y comunitarios según se acuerde. Y quienes no sepan o no consigan distribuir adecuadamente su tiempo individual entre todos sus propósitos, deberán pedir ayuda; anticipándose, en la medida de lo posible, a que se la ofrezcan sin pedirla.

No hay que tener ningún miedo al “pan” (la formación) tomado con acción de gracias.

Los encargados y responsables de la educación y corrección de los niños serán sus propios padres, ayudados en todo por el resto de los vecinos; procurando que la educación suministrada a lo largo de su desarrollo pueda realizarse dentro de la villa. Aunque habrá que procurar también, que los niños alcancen su mayoría de edad preparados para vivir fuera de la villa si así lo decidieran; para que, de esta manera, su “falta de preparación reconocida” no coarte su libertad de opción.

Una situación educativa singular, que merece una mención especial, la constituyen los sacrificios educativos. Éstos son obligaciones, situaciones o actitudes costosas, que cada persona se impone a sí misma, con intención de modificar una actitud de base mal adquirida; pero que han de consistir en cosas simples, sencillas, cotidianas y poco extensas en el tiempo, para que sean

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verdaderamente efectivas y eficaces. Por eso, se ruega encarecidamente que no se utilicen cilicios ni ningún otro instrumento semejante de mortificación.

Como ejemplo de eficacia tenemos el ayuno, que “hablando” al subconsciente más que al consciente, enseña a liberarse de la dependencia y apego a las cosas, a través de la privación del alimento (lo material) que entra en el cuerpo y llena el estómago (posesión). Si se convierte en un hábito, o no se elige libremente, pierde su poder educativo.

O lo mismo ocurre con la limosna (o equivalente) que nos introduce en el mundo de la generosidad. O…

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LAS ACTITUDES

Se entiende por actitudes las disposiciones del ánimo para realizar una acción, o que, éste, manifiesta de algún modo.

Su enumeración y explicación puede resultar farragosa e interminable, pero como su síntesis no es otra más que el amor, sólo vamos a destacar aquí algunos determinados detalles.

→ Humildad: Andar en humildad es andar en verdad, porque la humildad es la verdad. Ni la vanagloria ni la abyección son la verdad, porque Dios nos ha hecho iguales en su presencia con su amor, y todo, absolutamente todo lo hemos recibido de Él gratuitamente (E), incluso la propia libertad.

→ Gratuidad: Quien da sin esperar nada a cambio no puede sentir la frustración de no ser correspondido, puesto que no espera nada; y si recibe algo: ¡Qué regalo más maravilloso!

→ Alegría: La alegría de Dios es signo de su presencia. Toda la creación es un don maravilloso de Dios puesto para el disfrute y alborozo de todos y cada uno de los vecinos, por eso se procurará sobremanera, que quede de manifiesto el gozo de todo lo bueno de la obra de Dios. El amor hacia ella será, pues, una consecuencia del amor a Dios y al prójimo, y por ello, el reflejo del amor de Dios a cada uno (F). Ningún vecino deberá privar a los demás de tal regalo.

→ Paz: El otro signo seguro de la presencia de Dios es la paz, por lo que es pieza clave para el discernimiento, y acompañante constante de la verdadera alegría. La villa debe ser la “ciudad de la Paz”.

→ Paciencia: La paciencia es la espera del tiempo de Dios. La ciencia de la paz.

→ Escucha: Estar siempre atentos a lo que Dios nos sugiere a través de la oración y de todas sus criaturas, ya sean personas o cosas. Estar siempre atentos al prójimo para detectar sus auténticas necesidades, carencias y gozos.

→ Disponibilidad: Abiertos a cambiar de planes a la menor insinuación de Dios. Abiertos a dejar lo que no cuenta ante la solicitud del prójimo.

→ Silenciamiento: Alejar el ruido de las cosas de nuestro interior para no impedir la escucha atenta de Dios.

→ Sinceridad: Las cosas son como son, pero se llevan con amor. Guardar las apariencias es el comienzo de la hipocresía y la mentira.

→ Sobriedad: Evitando los excesos y controlando las conversaciones, para no dar opción al diablo.

→ Austeridad: El desapego hasta el despojamiento conseguirá la libertad, y ésta, el gobierno sobre las cosas, para que ya no sean ellas las que nos gobiernen.

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→ Comprensión: Quien se pone en el lugar del otro sabrá como actuar, evitará importunarle y molestarle, y sabrá aconsejarle.

→ Diligencia: Prontitud en poner por obra y llevar a fin lo que se sabe es bueno hacer.

→ Acogida: La capacidad de acogida permite admitir todo lo distinto, lo foráneo, lo que no se comprende: por amor; convirtiendo lo extraño en confortable sin dar opción al mal.

→ Autocrítica: Esencial para poder cambiar, para poder evolucionar, para reconocer los errores, para confesar los pecados, para pedir perdón, para no autojustificarse siempre.

→ Generosidad: Desapegándose libremente hasta de lo necesario para vivir (T).

→ Disciplina: Controlar la voluntad para mantener a raya las pasiones, y la firmeza de los propósitos.

→ Virtud: Para elegir siempre lo bueno, santo y más conveniente.

→ Ante los más débiles: Mayor atención y preocupación porque están más necesitados.

→ Ante los enfermos: Además de los cuidados físicos, ayudándoles a que vean en su enfermedad la gracia de la cruz de Nuestro Señor Jesucristo, para que la usen como trampolín de salvación propia y de todos.

→ Ante los niños: Sabiendo que el reino de los cielos es para los que son como ellos. Llevándolos siempre por el buen camino hacia su maduración.

→ Ante los adolescentes: Poniendo en juego la paciencia, la prudencia y la sabiduría, pero sin olvidar la firmeza.

→ Ante los jóvenes: Sabiendo encauzar sus ardores e ímpetus hacia lo único y verdadero que tiene valor.

→ Ante los ancianos: Adaptándose a sus circunstancias, porque la debilidad se muestra en ellos de muchas maneras y nos enseña muchas cosas.

→ Ante los fallecidos: Teniendo la certeza de que el abad los ha escogido y enviado a otra parte de la villa para realizar una tarea mejor, porque ya han obtenido la licenciatura de la vida.

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LO FORÁNEO

Quienes no están sometidos al gobierno de Nuestro Señor Jesucristo, y no lo tienen por abad, se encuentran dentro de lo considerado como foráneo. Pero también lo foráneo pertenece al Padre, que hace salir el sol sobre justos e injustos; por eso no hay que tener ningún miedo a ello si es “tomado con acción de gracias”, es decir, viendo la mano de Dios en todo, y sacándola a la luz, para que, lo malo que hubiere, pierda su capacidad de engaño.

Ya se dijo que Dios quiere a las personas por ellas mismas, y así, nosotros, también debemos quererlas por ellas mismas, además de en atención a Jesucristo que nos visita en ellas. Por eso, todos los visitantes que vengan por la villa serán acogidos en ella, ya sean personas que busquen a Dios (“turistas de Dios”), personas que quieran profundizar en su conocimiento (“veraneantes”), o sin pretender nada de esto, personas que vengan a ofrecer sus servicios desinteresadamente por un breve tiempo, o que “accidentalmente” pasen por allí o vengan a visitar a familiares… Pero tal acogida debe cumplir unas condiciones de coherencia con el espíritu de la villa: Que sea por un tiempo determinado (adaptado a las situaciones concretas de ambas partes), y que el visitante se adapte a las posibilidades del momento y al modo de vivir del lugar, sin pretender imponer el suyo. Ya que, en caso contrario, habría que hacerle ver que el ancho mundo es muy grande como para perder el tiempo en un lugar “tan pequeño” (X).

La acogida consistirá en hacerles partícipes de la vida del lugar, en la medida que eso sea posible y conveniente, compartiendo con ellos la mesa con la comida que hubiere y no con otra (salvo circunstancias especiales). Pero para recordar a los visitantes su situación de sólo visita, se habilitará, en la medida de lo posible, una casa de acogida u hospedería, situada, a ser posible, fuera del núcleo de la villa, donde puedan pernoctar o dejar sus cosas. En dicha casa se mantendrá también la forma de vida de la villa, para no facilitar el trabajo al demonio (como ya se dijo).

Si algún visitante solicitara conocer y experimentar más en profundidad la vida de la villa, con intención de valorar la conveniencia de incorporarse plenamente a ella, pasará a ser considerado como residente voluntario.

La incorporación de nuevos vecinos a la comunidad no debe ser precipitada, dando un tiempo prudencial para que cada cual tome una meditada decisión sobre el particular, tanto los que van a solicitar el empadronamiento, como los que lo van a aceptar; ya que habrá que saber si se va a poder contar con ellos, a través de su integración completa, o no. Mientras tanto ocuparán una situación de residencia temporal, participando de los quehaceres diarios, pero sin una responsabilidad directa, o ésta, supervisada. La situación no podrá prolongarse indefinidamente y se valorará en cada caso; porque teniendo el ancho mundo para vivir como quieran, no deben permanecer donde no se van a integrar plenamente (N).

La manifestación de firmeza del propósito de un residente de adoptar la vida de la villa integrándose plenamente en ella es solicitar el empadronamiento

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en la misma; lo que se hará según las normas de la legalidad vigente en el país para fijar una nueva residencia. Además (y especialmente si este trámite no fuera posible realizarlo en la propia villa), se le inscribirá en un libro, en el que consten los nombres de los vecinos y la fecha de su empadronamiento (y otros datos, si se cree oportuno). A partir de ese momento será considerado como vecino.

Por coherencia personal, nadie que no quiera que Cristo sea la vid a la que desee estar unido deberá empadronarse y ser vecino de la villa; así como si minusvalora cualquiera de las cinco vías propuestas (B). Además, la comunidad de vecinos de esta villa está integrada exclusivamente por personas que quieren vivir la santidad, y no por instituciones, congregaciones, asociaciones, movimientos o similares; aunque estas personas puedan, a su vez, estar coordinadas de diversas maneras, al ser conscientes de que toda organización está al servicio del hombre y no al revés (porque lo importante no es la organización sino el hombre). Por eso, toda persona o grupo de ellas que, perteneciendo a una de las establecidas en el seno de la Iglesia, desee residir en la villa o ser vecino de la misma, debe estar advertida de que ha de compatibilizar sus reglas y modos a los aquí expuestos para poderse empadronar en ella. En caso contrario, es más conveniente para la salud espiritual de todos, que permanezca donde estaba (Ç). (Situación aplicable a los sacerdotes que presten su ministerio en ella.)

Otra situación semejante la componen los familiares de los vecinos, sobre los que éstos tienen una responsabilidad más o menos directa, y que por diversas circunstancias están en situación de residentes acogidos en la villa. Mientras ellos no decidan libremente su empadronamiento, aunque la inscripción legal esté hecha (de ahí el establecer un libro exclusivo para aquél), se respetará escrupulosamente el grado de integración que vayan decidiendo tener. Así, no habrá intromisión en la gestión de los bienes materiales o pensiones que dichos familiares pudieran disfrutar, y si se administran, se utilizarán sólo en su beneficio; todo siempre con sabio criterio y mostrando las malas actitudes a quien corresponda.

Los hijos de los vecinos que se hayan criado en la villa, cuando lleguen a la mayoría de edad según las leyes del país, podrán abandonarla definitivamente si no han decidido integrarse en ella; aunque podrán regresar de visita a la misma, que es su casa, cuantas veces quieran.

Otro asunto son las donaciones realizadas por los simpatizantes:

Si son regalos realizados a vecinos concretos, deberán saber quienes lo realizan que, para evitar ese tipo de discriminación en la villa, dichos regalos quedan sometidos al juicio del que los recibe, para ponerlos a disposición de la comunidad, y al control de ésta sobre ellos. Aunque dicho control no será aplicable si los regalos son de tipo afectivo (correspondencia, fotos o cosas así).

Si se trata de donaciones a la villa: de tierras, bienes instrumentales o dinero, antes de aceptarlas, se valorará lo que supone su aceptación, las necesidades existentes, los proyectos en vías de realización, o las posibles utilidades de lo donado. Si algo no se viese claro o surgiesen dudas razonables sobre el riesgo de acumular, se sugerirá al donante que emplee, todo o parte de lo que pretende donar, en otros proyectos de la Iglesia o de beneficio social más necesarios.

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La comunidad deberá procurar que el vecino enviado fuera de la villa para realizar alguna tarea o misión, no vague perdido a su suerte, sino que haga el viaje y el encargo con ciertas garantías de subsistencia, y el enviado, a su vez, se acomodará a lo que lleve o le den en el lugar donde vaya.

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LAS ADAPTACIONES

Todo el abecedario constituyente y su desarrollo, pormenorizado a lo largo de estos estatutos, es susceptible de ser adaptado a las diversas condiciones y circunstancias del día a día, ya sean personales o comunitarias; pero dichas adaptaciones (reglas, normas, etc.), por su propio carácter circunstancial, nunca podrán ser definitivas ni tomarse como tales (Z), y deberán preservar la completa coherencia espiritual que las inspira, de tal manera, que si alguna de la indicaciones aquí escritas se entendieren como no acordes, dicha interpretación o actitud habría de revisarse porque es errónea (Ỹ).

De esta suerte, quien se sintiera llamado por Dios para intentar llevar a la práctica la vida e intenciones aquí descritas, pero por diversas y sinceras razones no pudiera aplicarlas en su totalidad ni residir en la villa, podrá adaptar todo esto a sus particulares condiciones vitales y considerarse adscrito a la villa del Señor.

Así, a modo de ejemplo, siguiendo unas determinadas líneas de transformación, podemos establecer un modelo adaptado para los adscritos que acerque todo esto a la vida cotidiana y a la situación actual del mundo y la Iglesia:

Presentación: Cada persona es templo del Espíritu Santo, pero

también esa ciudad-templo es la Iglesia Católica, concretada en este caso, en la parroquia de cada uno: con su Atrio (purificación, cambio, penitencia), su Santo (presencia agradecida ante Dios con las buenas obras y la celebración eucarística), y su Santísimo (presencia del Santísimo Sacramento en el sagrario).

El Lugar: El propio templo parroquial y sus dependencias, así como las

casas o lugares que sean así ofrecidos. Además, el lugar concreto en que cada persona adscrita se encuentre, pero sólo mientras ella lo ocupe (domicilio, trabajo, transporte, bar, etc.).

Las Personas: Las que quieran aplicar sinceramente en su vida las

cinco vías que se indican, progresando en la unión con Cristo, en la gratuidad, en el darse a los demás, en vivir la unidad de la comunión de los santos, y en el cambio que propone la conversión personal. Así, se comprometerán de hecho en su parroquia, y en la dinámica de ésta, a modo de empadronamiento.

La Vida: Desarrollarán esa vida de oración apoyándose en los

mandamientos y ayudándose de las bienaventuranzas; la vida en gratuidad abandonándose en la voluntad y providencia divinas, desprendiéndose progresivamente de la ley del trueque tan grabada en su mente; y la vida generosa trabajando por los demás y el bien común, y aprendiendo a discernir lo que es de Dios.

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El Gobierno: Su abad: Jesucristo. Su priora: La Virgen María. Su patrón: San José. El alcalde: su párroco. El concejo de la villa: el consejo pastoral de su parroquia. Los delegados: los arciprestes, los obispos. El mayordomo: el obispo de la diócesis, el Papa. Las pedanías: las otras parroquias. El coordinador general: el Espíritu Santo. Pero los adscritos no habrán de olvidar nunca que la máxima responsabilidad de que ellos obren bien o mal es exclusiva de cada uno, y que el cambio del mundo depende de ello.

La Comunidad: Cada adscrito verá como puede integrarse más en su

parroquia, e incluso, con otros adscritos, formar comunidad dentro de ella, a la vez que participa en otras tareas en la misma. Recordando, de alguna manera, también sus festividades más especiales.

El Culto: Procurando asistir a la misa diaria y a la oración comunitaria

diaria, y si no hubiera esta última, intentando instaurar el rezo del Santo Rosario, por ejemplo.

El Trabajo: Tanto el trabajo remunerado (autoabastecimiento), como el

que realice en su parroquia o en su hogar (evangelización y desarrollo), deberá enfocarlo siempre hacia el bien común y la gratuidad, haciendo a Cristo presente allí donde cada adscrito se encuentre (aunque ni siquiera abra la boca).

La Educación: Procurando formarse para crecer, también así, en el

conocimiento de Dios, y formando a otros o estimulándoles a que lo hagan. Sin olvidar para ello la Sagrada Escritura y la lectura espiritual.

Las Actitudes: Transformando su vida para llenarla de actitudes de

amor.

Lo Foráneo: Acogiendo a todos aunque sean diferentes y no tengan las mismas ideas, y explicando a quien lo pregunte por qué hace las cosas que hace y vive como vive.

Las Adaptaciones: Ayudando a los otros a adaptar su vida al

Evangelio.

Bendito sea el Señor, Padre, Hijo y Espíritu Santo, y su Santa Madre, María Virgen, ahora y por siempre. Amén.

(2-II-2001, Presentación del Señor)

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COLOFÓN

En las Escrituras es común encontrar el término piedra o piedra viva para referirse al hombre. Jesús dice a Pedro: «sobre esta piedra edificaré mi Iglesia», e incluso se define a sí mismo mediante esta metáfora: «la piedra que desecharon los arquitectos».

La Historia Sagrada destaca, también, la importancia que para los judíos tuvo la construcción del Templo, en cuyo interior se guardaban los objetos testigos de la Alianza. Cuando Jesús, antes de la pasión, confundió a los fariseos diciendo que, el templo destruido, Él lo levantaría en tres días, estableció la conexión definitiva: Él era el templo. Así como nosotros somos casas de esta Villa del Señor: en nuestro interior puede, quiere, habitar Dios.

Muchos no saben de esta posibilidad, porque no la conocen. Les invitamos a abrir sus puertas.

Otros, habituados al trato con Dios, se han endurecido a su Palabra: Sus sillares parecen tan perfectos, sus columnas tan resistentes, que sienten que nada les falta. Las piedras con que se construyeron ya fueron labradas y quedaron detenidas, como muertas.

Dios pide piedras sin labrar para construir su altar: Su voluntad es el cincel.

Estas piedras moribundas ¿qué olvidaron? La gratuidad, por ejemplo.

Todo lo da Dios a cambio de nada: lo decimos, lo sabemos, pero no lo creemos, y no hacemos lo mismo, pese a que lo llamamos maestro.

Entender el concepto de Gratuidad es la llave para entrar en el significado de estos Estatutos.

Amar sin esperar nada a cambio… los cimientos de este mundo se rasgarían si esto se diese.

El método para presentar estos estatutos es sugerirlos. El demonio aturde, obliga, nos hace decir que lo nuestro es lo mejor y no hay otra Vía. Éste no es nuestro método, que es mucho más exigente: no hay reglas, ni votos, quizás, ni siquiera tierra donde asentarse, sin oropeles ni vanaglorias, porque todo lo bueno que provoque debe venir de Él. Se apela a un instrumento inaprensible, casi olvidado, desdeñado por un mundo hundido en la materia; dulce, sin otra pretensión que la Verdad misma: el Espíritu.

Él es el que hace falta a la piedra muerta para ser piedra viva. Una piedra pobre, rasgada por el dolor, porosa, se presta especialmente bien a esta novedad.

Y ¿qué ocurre cuando el Espíritu da vida? Que la piedra toma Forma, llenándose de belleza y verdad fértil; une en amor verdadero lo que estaba desunido, apacienta. Esta nueva ciudad no nos será extraña, pues sólo seremos nosotros mismos, libres, cuando el Espíritu nos incendie.

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Dar gratis, amar, no temer a lo nuevo que Dios nos pida, son trabajos arduos. Pero la promesa está hecha. Y qué bueno será compartir el gozo del Apóstol cuando quiso levantar tiendas en la Transfiguración.

El objetivo de todo esto es lo que debió desear el Apóstol, que ya aquí, en esta Tierra rota, se empiece a edificar lo que tras la muerte esperamos: La Jerusalén nueva.

Sábado, 29 de abril de 2006

(Colofón redactado por Mario Gómez Garrido.)

Edición del 15 de agosto de 2018, la Asunción de la Virgen María.

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ANEXO

LO QUE CAMBIARÍA YO EN EL CULTO DE LA IGLESIA (ENTENDIDA COMO VILLA DEL SEÑOR)…

“SI TUVIERA CAPACIDAD PARA HACERLO”

Si no fuera porque el año pasado, el día 15 de agosto de 2018, acepté por fin (como en la lucha nocturna de Jacob con el ángel del Señor), que el proyecto de la Villa del Señor no era “algo” dentro de la Iglesia, sino que concernía a toda ella porque suponía su transmutación: Este capítulo añadido, que trata de su función más visible en la historia, nunca habría llegado a su plasmación en papel. Y, aun así, ha tenido que pasar un año entero, hasta este 15 de agosto de 2019 (de nuevo la Solemnidad de la Asunción de la Virgen María), para que entendiera que debía dejar de escabullirme, y dedicarme ya a ponerlo por escrito sin más excusas.

Pero es que, desde la perspectiva de una ínfima hormiguita…, atreverse a “proclamarle el Evangelio” a un gigante colosal (como cuando el pobrecillo de Asís lo hizo ante la corte papal de Inocencio III, a principios del siglo XIII), resulta una tarea prácticamente inasumible por su imposibilidad humana. Aunque en ello, como en todo, sólo es cuestión de fiarse de Quien te envía (y te insta como a Jeremías: «Pero tú cíñete los lomos: prepárate para decirles todo lo que yo te mande. No les tengas miedo, o seré yo quien te intimide». [Jr 1, 17]) Pero discerniendo bien no fuera un engaño. Y una vez cerciorado el asunto… ya sólo es cuestión de ponerse en marcha… y que “salga el sol por donde quiera”. Porque, como dice el salmo: «Dios mío, en ti confío, no quede yo defraudado». (Sal 25[24], 2) Además, como tampoco voy a utilizar un lenguaje erudito, propio de una fe teórica y aprendida, sino uno nacido de la experiencia del trato con Quien me ha amado primero, de lo sentido y vivido y sacado de las entrañas del corazón: me creo que resultará más fácilmente comprensible, y aportará una perspectiva poco usual.

Y… tras una semana más para aclarar la forma de abordaje y los aspectos a tratar…, resulta que inicio la redacción manuscrita el día de la octava de la Asunción, en la que se conmemora a Santa María Virgen como Reina. Y es que…, en el fondo…, de Ella es de lo que vamos a tratar aunque eso no se aprecie hasta mucho más adelante.

Para comenzar habría que retrotraerse a los conceptos más básicos y

fundamentales que soportan sobre sí todo el entramado conceptual, puesto que, si los pilares sobre los que construimos, son como en el ejemplo de la estatua que tiene los pies de hierro mezclado con barro que narra el Libro de Daniel, pues, un pequeño golpe inesperado sobre el punto más débil, nos puede tirar por tierra todo lo edificado.

Fijémonos en primer lugar en el concepto de culto, ya que lo más visible en la vida de la Iglesia desde su perspectiva institucional es el culto. Porque, sin el

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culto, la estructura eclesial, tal y como está establecida hoy en día, carecería de sentido. (Como ocurrió con el antiguo templo de Jerusalén tras su destrucción.)

La palabra “culto” (como nombre común) viene definida en el diccionario de la lengua así: «Honor, adoración, homenaje religioso». Luego el honor, la adoración y el homenaje, en la Iglesia, se rinden a Dios, se “religan” (religión) a Él.

El Catecismo oficial, sin embargo, no se detiene a definir lo que se entiende por culto, aunque sí lo hace con la adoración: «La adoración es el primer acto de la virtud de la religión. Adorar a Dios es reconocerle como Dios, como Creador y Salvador, Señor y Dueño de todo lo que existe, como Amor infinito y misericordioso. “Adorarás al Señor tu Dios y sólo a él darás culto” (Lc 4, 8), dice Jesús citando el Deuteronomio (6, 13).» [Catecismo de la Iglesia Católica nº 2096]

«Adorar a Dios es reconocer, con respeto y sumisión absoluta, la “nada de la criatura”, que sólo existe por Dios. Adorar a Dios es alabarlo, exaltarlo y humillarse a sí mismo, como hace María en el Magníficat, confesando con gratitud que Él ha hecho grandes cosas y que su nombre es santo. La adoración del Dios único libera al hombre del repliegue sobre sí mismo, de la esclavitud del pecado y de la idolatría del mundo.» [Catecismo de la Iglesia Católica nº 2097]

Lo que el diccionario de la lengua sintetiza como: «Reverenciar con sumo honor o respeto. // Reverenciar y honrar a Dios con el culto religioso que le es debido.»

¿Y cómo dice la Sagrada Escritura que Dios quiere ser honrado, adorado, homenajeado, reconocido, alabado, reverenciado y respetado?

Esto dicen los Salmos en el Antiguo Testamento: «El que me ofrece acción de gracias, ése me honra; al que sigue buen camino le haré ver la salvación de Dios». (Sal 50[49], 23) «Te gusta un corazón sincero, y en mi interior me inculcas sabiduría (…) Los sacrificios no te satisfacen: si te ofreciera un holocausto no lo querrías. El sacrificio agradable a Dios es un espíritu quebrantado; un corazón quebrantado y humillado, tú, oh Dios, tú no lo desprecias». (Sal 51[50], 8.18-19)

Y por eso aclara Isaías: «Éste es el ayuno que yo quiero: soltar las cadenas injustas, desatar las correas del yugo, liberar a los oprimidos y quebrar los yugos, partir tu pan con el hambriento, hospedar a los pobres sin techo, cubrir a quien ves desnudo y no desentenderse de los tuyos. Entonces surgirá tu luz como la aurora, enseguida se curarán tus heridas, ante ti marchará la justicia, detrás de ti la gloria del Señor. Entonces clamarás al Señor y te responderá; pedirás ayuda y te dirá: “Aquí estoy”». (Is 58, 6-9a)

Y afirma rotundamente Oseas: «Quiero misericordia y no sacrificio, conocimiento de Dios más que holocaustos». (Os 6, 6)

Mientras Jeremías advierte sobre el engaño de las falsas seguridades: «No os creáis seguros con palabras engañosas, repitiendo: “Es el templo del Señor, el templo del Señor, el templo del Señor”. Si enmendáis vuestra conducta y vuestras acciones, si juzgáis rectamente entre un hombre y su prójimo, si no explotáis al forastero, al huérfano y a la viuda, si no derramáis sangre inocente en este lugar, si no seguís a dioses extranjeros para vuestro mal, entonces habitaré con vosotros en este lugar, en la tierra que di a vuestros padres, desde hace tanto tiempo y para siempre. (…) Esto dice el Señor del universo, Dios de

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Israel: (…) “Escuchad mi voz. Yo seré vuestro Dios y vosotros seréis mi pueblo. Seguid el camino que os señalo, y todo os irá bien”.» (Jr 7, 4-7.21.23)

Recogido todo ello por Jesucristo en el Nuevo Testamento: «Mejor, bienaventurados los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen.» (Lc 8, 21) «Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando. Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer.» (Jn 15, 14-15) «Y uno de ellos, un doctor de la ley, le preguntó para ponerlo a prueba: “Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la ley?” Él le dijo: “‘Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente’. Este mandamiento es el principal y primero. El segundo es semejante a él: ‘Amarás a tu prójimo como a ti mismo’. En estos dos mandamientos se sostiene toda la Ley y los Profetas.» (Mt 22, 35-40 [Dt 6, 5; Lv 19, 18.34]) «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también unos a otros. En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os amáis unos a otros.» (Jn 13, 34-35)

Es decir, que Jesús sintetiza todo en uno solo precepto: el mandamiento del amor, pero del amor entendido y practicado como Dios Padre, encarnado como Hijo en la realidad humana de Jesucristo, merced al Espíritu Santo: lo muestra y lo ejercita. Todo lo demás, incluidos los cientos de preceptos del judaísmo (seiscientos y pico), quedan supeditados a él. Situación que llevó a afirmar a San Agustín en su día: «Ama, y haz lo que quieras». Y es que, quien ama según Dios, nunca se puede equivocar, porque siempre procurará lo correcto. Y… amor que debe ser “según Dios”, con su Espíritu, para no confundirlo con egoísmos y otras cosas que lo puedan ensombrecer o adulterar.

Por eso, Jesús, le dice a la samaritana: «Créeme, mujer: se acerca la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre. Vosotros adoráis a uno que no conocéis; nosotros adoramos a uno que conocemos, porque la salvación viene de los judíos. Pero se acerca la hora, ya está aquí, en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y verdad, porque el Padre desea que lo adoren así. Dios es espíritu, y los que lo adoran deben hacerlo en espíritu y en verdad.» (Jn 4, 21-24)

Situación experimentada en propia carne por San Pablo, que le lleva a expresar solemnemente: «Os exhorto, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, a que presentéis vuestros cuerpos como sacrificio vivo, santo, agradable a Dios; éste es vuestro culto espiritual. Y no os amoldéis a este mundo, sino transformaos por la renovación de la mente, para que sepáis discernir cuál es la voluntad de Dios, qué es lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto.» (Rm 12, 1-2) «¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? Si alguno destruye el templo de Dios, Dios lo destruirá a él; porque el templo de Dios es santo: y ese templo sois vosotros.» (1 Cor 3, 17-18) «Por tanto, ¡glorificad a Dios con vuestro cuerpo!» (1 Cor 6, 20b)

Aunque sin olvidar en todo ello la advertencia que Jesús hace en el Evangelio, en respuesta a los fariseos y escribas: «Bien profetizó Isaías de vosotros, hipócritas, diciendo: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. El culto que me dan está vacío, porque la doctrina que enseñan son preceptos humanos.» (Mt 15, 7-9 [Is 29, 13])

Resumiendo: El culto con el que Dios quiere ser honrado, adorado, etc., se reduce a un único principio: el amor efectuado a su imagen y semejanza. Es

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decir: Dios quiere ser amado por Él mismo, desde la sinceridad y autenticidad del corazón (o sea, al margen de sus atributos; tal como Él nos ama al margen de los nuestros y nuestro pecado), y de una forma manifiesta, objetivable, expresada en obras de amor; del mismo modo que Él lo ha hecho con nosotros. Amor expresado a través de su obra creadora y sus atributos, y que nosotros, igualmente, manifestamos, a través de todo lo nuestro, en todo lo suyo.

Pero… ¿qué es el amor? ¿Qué entendemos por amor, según Dios?

Aquí recojo la definición, elaborada por mí, y colocada en la letra L de los Estatutos de la Villa del Señor: «La decisión libre y voluntaria de entregarse plena y gratuitamente en Dios». Definición que deberemos desgranar y reflexionar un poco si queremos darnos cuenta de su verdadero calado.

Si se trata de una “decisión”, es que el asunto radica en la voluntad del individuo (en su espíritu) y no procede de su instinto, capricho, situación, ocasión y condiciones. No es, pues, un sentimiento visceral dependiente de las hormonas o mediadores químicos o similares (aunque todo esto pueda verse influido por él). Ni se trata de una situación social o cultural o intelectual (aunque, del mismo modo, también pueda condicionarlo). Y… si es una situación no condicionada… es que es “libre”, por lo que habrá de mantenerse y expresarse a pesar de todos los inconvenientes que pretendan ponerla a prueba; situación que, además, viene a poner de manifiesto su carácter “voluntario”, porque implica a toda la voluntad, y con ello, al propio ser del individuo, que “se entrega”, se regala, se da… ¡enteramente!, sin partirse, sin escatimarse…: “plenamente”… y ¡a cambio de nada!, porque sí, sin esperar nada…: “gratuitamente”…, pero siempre dentro del Amor de Dios (“en Dios”) que es quien nos ha amado primero, y nos ha creado con su amor, y nos recrea y se recrea (disfruta) en él. Y esta entrega es así, tanto si se refiere a Dios, como si es a un semejante; porque sólo hay un modo de amar según Dios.

Miremos bien cómo Dios nos ama de esta manera, y cómo nos ha hecho capaces de amarle a Él, y de amarnos entre nosotros así, a su semejanza.

Luego la única forma de honrar, reverenciar, alabar, etc., etc., etc. a Dios es amándole. ¡No hay otra! Y, quien ama, es dichoso (bienaventurado, feliz) porque escucha la voluntad de Dios (se deja amar y atiende los buenos deseos del Amado), y la pone por obra, convirtiéndose a su vez en fuente de amor…: en dios con Dios. Por eso Jesús responde al piropo que menciona a su madre: «Mejor, bienaventurados los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen». (Lc 8, 21) Y por eso, a su Madre, la llaman, ¡todas las generaciones!: bienaventurada (cf. Lc 1, 48), porque, desde su pequeñez, ha amado a Dios como Él quiere ser amado. Y ése es el culto espiritual al que San Pablo se refería es su exhortación de más arriba.

Pero, además, si tenemos en cuenta que el Amor (escrito con mayúscula), en la intimidad de Dios, no es un ente de razón ni una cualidad o característica más, sino una Persona Divina semejante al Padre y al Hijo, que conocemos por Espíritu Santo, y que, dada la unidad indefectible de Dios, donde está una de las Personas siempre están las otras dos, aunque no se aprecien en una “mirada” superficial: podemos colegir ahora, que, cuando el amor (siempre según Dios) se hace presente en una relación…, es el mismo Dios el que se hace realmente presente en ella de manera indubitable. Y eso es lo que se conoce como carácter sacramental del amor.

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Por no repetir el análisis lógico y racional ya efectuado en «Sobre lenguaje» (ex libris 1), «Sobre los porqués del hombre y los misterios de la fe» (ex libris 3), y en «Historias espirituales» (ex libris 11), en el que se muestra y demuestra que la relación en sí misma tiene un carácter equipolente (del mismo valor y entidad) a los miembros que relaciona; cosa ya sabida por la fe, pero no aplicada al conjunto de la realidad del universo tangible y racional hasta el día de hoy, circunstancia que incapacita el entendimiento para comprender la cercanía del misterio de la Santísima Trinidad, y, con él, las verdades de la fe: Pues aquí sólo me detendré en destacar la cercanía y presencia real de ese aparentemente inasequible Espíritu Santo, Espíritu de la verdad o Amor de Dios, tanto en el centro del ser de cada uno, de cada individuo, en su espíritu, más allá de la intimidad de la propia voluntad (como puede comprobarse en la “Estructura y actitudes básicas del hombre” y en su diagrama en círculos concéntricos, incluidos en «Historias espirituales»), y que llevó a afirmar a San Agustín que «Dios es más íntimo que mi propia intimidad»; como, asimismo, en el seno relacional de las personas que se aman, constituyendo por ello el soporte estructural de la comunidad de creyentes que se aman, es decir, de la Iglesia.

Obsérvese que el requisito es el amor y sólo el amor. Y que el único cimiento y cemento unitivo en la Iglesia es el amor y sólo el amor. Por lo que para minar su estructura sólo habrá que poner el objetivo sustancial de la misma en otras cosas (aunque sean todas ellas muy loables), para lograr que todo el entramado ajeno al amor se venga abajo. Lo que puede comprobarse en la historia universal, reparando en que ninguna sociedad no basada en el amor (siempre según Dios), puede subsistir sin corromperse. Ni el poder ni la fuerza ni el miedo ni la raza ni la dependencia ni el saber humano ni la ideología ni la conveniencia ni las costumbres ni nada de nada ha conseguido mantener en pie (con vida) una sociedad al margen de Dios, que es Amor (cf. 1 Jn 4, 8).

Pues si el culto que el Señor desea no es otro más que el amor manifestado… ¿cómo expresarlo, entonces, en nuestra vida corriente y habitual?

Esto nos abre dos caminos simultáneos y complementarios (aunque el segundo dependa del primero): El personal o individual, y el comunitario o colectivo.

El personal, muestra una característica esencial en el amor que lo hace

singular, y es que no necesita ser correspondido para hallarse presente, ya que el amor auténtico, como el de Dios, es a cambio de nada. Lo que convierte al amor personal, al culto individual, en soporte esencial del comunitario o colectivo. Pero, al mismo tiempo, la propia manifestación o expresión del amor, cuando es correspondido, sólo puede expresarse constituyendo comunidad; por lo que el culto nunca puede ser excluyentemente individualista ni exclusivamente colectivista.

¿Cómo se establece, entonces, ese culto personal, soporte esencial del comunitario?

El culto personal es la expresión del amor individual a Dios, situado en el centro de nuestro ser, en nuestro Santo de los Santos (Sancta Sanctorum) o Santísimo, si nos fijamos en que nuestra estructura como seres humanos presenta esos tres espacios del Templo de Jerusalén o de la Tienda del Encuentro del desierto: el Atrio (el cuerpo), el Santo (la psique o ánimo) y el Santísimo (el

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espíritu). Y en cuyo centro más íntimo se encontraba el arca de la alianza, sobre la que se hacía presente Dios a modo de su trono. Al igual que ocurre con la presencia de Dios Espíritu Santo en el centro del espíritu de cada ser humano (en lo que constituye su ser y reside la voluntad). Pues ese “Yosoy” de Dios se encuentra en el centro del “soy yo” de cada hombre (y que, como “zarza ardiente” que arde sin consumirse, aguarda a ser encontrada, por nuestro Moisés interior, en lo alto de ese monte de lo más íntimo y personal propio).

DIAGRAMA ESTRUCTURAL DEL HOMBRE: (por H. V. M.)

c u e r p o

p s i q u e ( á n i m o )

c u e r p o

e s p í r i t u ( v o l u n t a d )

( s o y y o )

DIOS (Yo soy) tentación

(no soy yo)

M e d i o e x t e r n o

ESTAR

SER oración humildad

gracia

ALMA

Salud = Armonía, equilibrio

ATRIO

TEMPLO DE DIOS

SANTO

SANTÍSIMO

–pila abluciones

–altar holocaustos

purificación

ofrenda

presencia

Enfermedad = Desequilibrio Foco de atención absorbente

P a z

T r i b u l a c i ó n

-candelabro

-altar perfumes

-mesa panes

alianza-arca

expresiv idadsentidos

Ámb i to de l a Comunión de

los Santos

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(Y observemos que el “Yosoy” de Dios nunca jamás compite con el “soy yo” del ser humano, sino, por el contrario, lo potencia en toda su autenticidad, llenándolo de entidad. De ahí que, en la Iglesia, el patrón de actuación deba ser siempre la colaboración, cooperación, coordinación, potenciación, animación, etc.; pero nunca la competitividad y la imposición, porque, estas otras, son las formas de actuación del Maligno.)

Pero, el amor, sólo puede surgir de ese encuentro personal que descubre esa presencia inefable de Dios en el centro de nuestro ser, y de la constatación con ello de que Dios “había llegado primero” y, no sólo nos había creado con su amor, sino que este amor es el que nos mantiene vivos en la existencia, a pesar de no ser correspondido, y que pervivirá para siempre aun a nuestro pesar. Ahí es cuando se aprende a amar por emulación. Luego nuestro amor incipiente siempre será correspondido, porque Dios siempre nos ha amado primero.

Entonces… ¿cómo manifestarle a Dios ese amor nuestro para corresponder al suyo (e irnos pareciendo a Él al aceptarlo como Padre)?

Pues a través de la oración humilde que dialoga con Él, le muestra su pobreza y le escucha atentamente para aprender y poner por obra (como María en la Anunciación): «Dichosos los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica». (Lc 11, 28) (Compréndase, entonces, que, las llamadas “oración y meditación” budistas o similares, no son tales, porque no dialogan ni se encuentran con nadie ajeno al propio ser, sino que son formas de realizar introspección al margen de Dios [y de ahí, que lo que se encuentren sea “la nada”]; y constituyen por ello un fraude.)

Pero repárese que ese diálogo se establece en el ser de cada persona, no en la psique de la misma donde se gestan las palabras; luego la auténtica oración se realiza con la verdad del ser de cada persona (donde no hay engaño): con la misma vivencia real de lo que somos, y no con un discurso de palabras, aunque éstas puedan llegar a traducir imperfectamente esa experiencia vital, o ayuden a desencadenarla. Es decir, la verdadera oración, ante todo, es experiencia interior.

Y si el diálogo con Dios no se vale de palabras, por la misma razón, tampoco lo hace de imágenes al uso (aunque la mente también pueda realizar la correspondiente traducción). Y de ahí que una “visión intelectual” (comprensión instantánea sin imágenes) sea más fiable que una “visión imaginativa” más usual, en la que ya participa la imaginación y la fantasía.

Y… ¿cuál es, entonces, el objetivo fundamental de toda evangelización que procure la conversión?

Favorecer y facilitar dicha experiencia interior (personal e intransferible), fruto del encuentro con el Señor, que dejará una huella imborrable y definitiva.

Todo intento que no procure este encuentro personal estará abocado al fracaso, porque quedará en la persona como algo superficial y aprendido, y no como una experiencia vivida que la renueva desde dentro. Y prueba de ello es que todos los relatos de conversión profunda refieren estar desencadenados por una experiencia vital de encuentro con el Señor según estas características. Porque no somos nosotros los que convertimos a nadie, sino es el Señor, personalmente y en la intimidad de cada uno. Para nosotros sólo queda la tarea de promover dicho encuentro.

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Y si la oración es más que palabras… ¿cómo podemos llegar a efectuarla?

Que la oración sea “más que palabras”, no quiere decir que las palabras o las imágenes u otras sensaciones, vivencias o reflexiones, no puedan desencadenarla, como el gatillo de una pistola cuando ésta se dispara. Todo es cuestión de «dar a la caza alcance» (según expresión de San Juan de la Cruz), porque el “arma” empleada para ello: los medios, ya dan igual. No son los medios empleados para orar los importantes, sino que, a través de ellos, se consiga implicar al propio ser en la empresa. Y cuando se llega al objetivo… hay que quedarse ahí, y olvidarse de los medios. Por eso, la auténtica oración puede efectuarse en cualquier momento y situación de la vida, porque, además, no depende solamente de nosotros y nuestra voluntad, sino que es Dios el que “ha de pasar por la puerta que hemos decidido abrirle”. En esta ocasión, nuestra tarea sólo consiste en abrirle esa puerta y mantenerla abierta lo más posible, para que nos enteremos de que Dios está ahí y siempre ha estado ahí. Él siempre puede pasar a nuestra casa cuando le venga bien, y aunque no queramos; pero nunca nos enteraremos si no volcamos nuestra atención en ello (le abrimos la puerta para que pase). Y la llave de esa puerta se llama… humildad.

Por eso en la Villa del Señor (o como se la quiera denominar) se promueve la práctica de una vida de oración, entendida en todo el sentido profundo del término, ya que la escucha atenta de Dios en toda la realidad de su Creación, y la puesta en práctica de ese amor hacia Él y Ella, es lo que le otorga el verdadero sentido a la vida. Teniendo en cuenta que no sólo amamos a los demás, a nuestros semejantes, en atención a Dios, presente en su interior: sino que lo hacemos (siguiendo el ejemplo del mismo Dios que nos ama por nosotros mismos) por ellos mismos, y en la pobreza existencial de cada uno.

Por todo ello es por lo que no hay, ni puede prescribirse, un modo singular y concreto de oración que proponer, porque lo único que interesa es que nos conduzca al fin previsto. Y sabiendo lo que se pretende… cada uno elegirá en cada momento lo que más le convenga para ello. Todo lo que se aparte de esto, son preceptos humanos, que podrán ser muy loables, pero que no se pueden utilizar como medios de control y manipulación de las almas para confundirlas con un falso culto.

Y por eso Jesús sólo nos dejó una oración: el Padrenuestro. Pero no para que la repitiéramos como una fórmula mágica (que cree que un poder arcano reside en las propias palabras por sí mismas), sino para que actúe de “gatillo” de conexión que, desde las realidades humanas, apunte a las divinas y pueda abrir la puerta de comunicación con Dios. No son, pues, las palabras las que consiguen el objetivo, sino la intención que las acompaña, en la que se pone la propia vida, la que lo hace. Al igual que tampoco lo son, las imágenes y represtaciones visuales de “lo divino”, con las que pretendidamente se dialoga (ídolos): sino con la realidad que ellas evocan, como si al mirarlas se “marcara el número de teléfono” que hace posible la comunicación deseada.

Y por eso, la auténtica oración, siempre es eficaz y produce un cambio visible en la vida de quien la practica; y, además…, sin poderlo remediar (porque reside en su ser). Por eso se puede decir que la prueba de la verdad de la oración siempre está en las obras. Obras que, evidentemente, siempre son de amor. Por eso también se dice que, una persona que ora verdaderamente, es una piedra viva y sólida de la Iglesia sobre la que se puede

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construir (un “Pedro”). En caso contrario…, estaremos edificando sobre arenas movedizas.

En síntesis: Quien edifica y se edifica sobre la Roca (Dios), se convierte en piedra viva (“Pedro”). Y que, si sigue su tendencia natural y se junta con otras “piedras vivas”, podrá edificar la Ciudad de Dios (la Iglesia), culmen de la Creación de Dios ya rescatada del engaño del demonio (del pecado) y vivida tal como Dios la concibió y la creó, y así alcanzaremos esa Inmaculada Concepción, Madre de todo lo que vive, y en la que el mismo Dios, en su Humildad, se encarnó como criatura. (¡Aquí tenemos todos los dogmas juntos!)

Porque para penetrar todo el misterio de la Iglesia y poder responder a la segunda vertiente de la pregunta sobre el culto, referida al aspecto comunitario del mismo: previamente habrá que establecer la relación y el engarce con su aspecto personal o individual ya comentado. Lo que se puede abordar desde dos perspectivas complementarias. La primera, fijándonos en el amor; y la segunda, en la situación del hombre con respecto a la Creación.

Habíamos comentado que el hombre (cada ser humano) aprende a amar como Dios ama cuando se descubre amado por Dios en la humildad del centro de su ser. Por lo que deja de buscarse a sí mismo en un egoísmo desatado, y de creerse el dios de su minúsculo mundo; y, con ello, de exigir ser el centro del universo (egocentrismo), y de reclamar ser adorado por ello (egolatría). Pero ese trato con Dios, del que lo va aprendiendo todo, le invita a parecerse cada vez más a su Creador, al modo como un hijo se parece a su Padre; por lo que, al cobrar conciencia de hijo, y descubrir que posee cualidades semejantes a su Padre, paulatina y discretamente, irá mostrando cada vez más actitudes personales semejantes a ese Padre que ama a todos, porque los ha creado con su Amor, y nunca jamás dejará de amarlos. Circunstancia que, simultáneamente al encuentro interior, también irá manifestándose en el descubrimiento de todo lo bueno de la obra creadora de Dios y en el trato hacia ella, especialmente a los semejantes, comenzando por los más cercanos (y los animales de compañía no son los cercanos “más semejantes” que digamos). Es decir, empezará a amar al prójimo (a su próximo) tal y como él se siente amado por Dios (en ese descubrimiento progresivo), con lo que ya estará cumpliendo todos los mandamientos, pero por convencimiento, por amor, y no por obligación o por costumbre. Por eso afirma San Pablo: «A nadie le debáis nada, más que el amor mutuo, porque el que ama ha cumplido el resto de la ley. El amor no hace mal a su prójimo, por eso la plenitud de la ley es el amor». (Rm 13, 8.10) Y a la vez que va amando a sus prójimos, también irá buscando entre ellos con quién pueda compartir una experiencia semejante a la suya (a la par que su vivencia); con lo que, al encontrarlos y compartirlas, se habrá puesto de manifiesto el aspecto comunitario de la fe, también expresado a través del culto comunitario o colectivo.

Es verdad que se suele oír que es ese aspecto comunitario de la fe el que arrastra y mueve a las conversiones, especialmente si atendemos a la frase de Jesucristo en el Evangelio según San Juan: «En esto conocerán que sois mis discípulos: si os amáis unos a otros». (Jn 13, 35) Pero el “ejemplo”…, podrá mover a la emulación, pero no produce la conversión por sí mismo, porque sólo es el encuentro personal con Dios el que lo hace; luego lo que consigue el ejemplo es llamar la atención sobre una situación, un hecho, una idea o una forma de vida (aunque, por sí mismo, no desencadene la conversión, porque

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todo ello queda por fuera del ser del individuo), para, de esta manera, invitar a dicha persona a volverse y mirar al centro de su ser, y ahí sí es donde puede producirse el encuentro.

He conocido personas que, movidas por la emulación de familiares, amigos o conocidos, o de “héroes” en la fe, o incluso de santos canonizados, han encauzado su vida por el camino de la fe sin haberse preocupado por buscar una experiencia personal de encuentro con el Señor (incluso una de ellas se hizo sacerdote). Y en todas ellas he podido comprobar una falta de calado, de convicción profunda de quien desarrolla una eficacia tangencial a su vida o un rol social o un trabajo remunerado con autoimagen… que no da muestras de una conversión del corazón, y que suele manifestarse en forma de activismo o, a veces, como falsa piedad. Pero que, cuando llega la prueba (que siempre llega), y coloca a dicha persona en situación de crisis, al enfrentarla descaradamente a todas sus incoherencias…: si “la casa estuviera construida sobre roca” se podría solventar con bien; pero como lo está sobre “arena”… pues acabará en franco descalabro, si no se aprovecha la ocasión para procurar un verdadero encuentro con el Señor, y, con él, la conversión.

Luego, como se ha dicho más arriba, el objetivo último de toda comunidad evangelizadora, no es conformarse con el simple ejemplo, sino el de instigar a su través, y en la medida de lo posible, ese encuentro liberador que reconstruye a la persona desde dentro. Ya que el contenido de la fe no es una ideología, una situación, un tipo de vida, o una autoimagen… sino una Persona, que nos ha amado primero, y a la que se puede amar a su semejanza.

Concretando: La vida comunitaria y su desarrollo, siempre está sostenida y edificada sobre el amor según Dios de cada uno de sus miembros, pero nunca al revés. O dicho de otro modo: Una comunidad nunca puede ser ejemplo de nada si ninguno de sus miembros ama verdaderamente, porque sólo el amor personal manifestado es el que puede sostener y construir. (Acordémonos de Sodoma y Gomorra y del regateo de Abrahán con Dios, y cómo la fidelidad al Señor es el único sostén de todo.)

Luego, en la visión y vivencia comunitaria de la fe, debe quedar claro que, aun siendo la comunitaria la evolución natural de la personal, sin la personal, es imposible la comunitaria. Por eso una comunidad en la que no exista la comunión (el amor según Dios) entre sus miembros, es una falsa comunidad, y habría que denominarla como sociedad, asociación o colectivo, pero no “comunidad”.

En consecuencia: Una colectividad, sociedad o asociación de personas que no ame al modo de Dios, no tiene ningún ascendiente o autoridad sobre un individuo que sí lo haga. (Ésta es la realeza que proporciona la fe.)

Veamos a continuación esto mismo, pero desde la otra perspectiva de la

situación del hombre con respecto a la Creación.

Tendríamos que remitirnos al análisis del medio, efectuado en «Sobre Lenguaje» y sintetizado en «Historias espirituales», para entender el porqué de la estructura universal; pero como eso (por su extensión) puede distraernos de la intención del presente escrito, voy a procurar ceñirme a lo más estrictamente necesario de ello para conseguir avanzar hasta la meta.

Si a la perspectiva relacional de todas las cosas, y en todo lo creado, se le otorga la misma entidad que a los dos miembros que relaciona, al igual que

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hacemos con la Santísima Trinidad de Dios, en la que, aun considerando al Amor de Dios como perspectiva relacional que une al Padre y al Hijo, le otorgamos entidad personal equivalente a la del Padre y el Hijo, y pasamos a reconocerle como Espíritu Santo o Espíritu de Dios: pues observaremos que, en todo lo creado, se reproduce esa imagen trinitaria que ya conocemos por la fe. Comprobando así, que también el hombre, como criatura de Dios que es, está hecho a imagen y semejanza de Dios, tal y como nos anunciaba el Libro del Génesis. Y, de tal forma, que podemos comprobarlo, en nuestra propia mente, en la manera de reconocernos a nosotros mismos como individuos personales.

Pues si, además, constatamos que todo en la realidad se encuentra relacionado; y, de tal manera, que se va construyendo una estructura que, comenzando por lo más sencillo y elemental, va complicándose hasta la organización más elaborada que pueda pensarse (como puede ser el propio ser humano), conformándose de manera que los niveles estructurales más simples van quedando incluidos en los sucesivos más complejos sin desperdiciar nada; y que, simultáneamente, todos estos niveles estructurales parciales pueden encontrarse, en todos sus estados, simultáneamente presentes en toda la naturaleza, y en toda la Creación: podremos colegir que la más pequeña variación en una relación, aunque sea la más insignificante de ella, afectará indefectiblemente a todo el conjunto relacional universal, y en todos sus aspectos. Al igual que ocurre con el fenómeno de las hileras de fichas de dominó.

Por otro lado, en el estudio lógico, también comprobamos que, al ser la relación una entidad semejante (equipolente) a los miembros que relaciona, el medio o universo que eso genera es cerrado y limitado a esa unidad lógica de medida que se establece (lo uno, lo otro y su relación), y todo lo demás son proyecciones, imágenes, perspectivas o reflejos de ello; y de tal suerte, que no sólo lo más pequeño puede encontrarse dentro de lo más grande, sino que lo más grande puede hallarse en lo más pequeño, en una especie de bucle o ciclo, que no puede apreciarse si no se ha puesto una “marca” que nos indique que ya hemos pasado por allí. (Y esto es lo que le permite a Dios, por poner un ejemplo, siendo lo más grande, encontrarse en lo más pequeño. Y aquí se halla el secreto de la verdadera humildad.)

Pues bien…, y todo esto ¿cómo concierne al hombre en el asunto del que tratamos?

Sin entretenernos en la trascendencia inusitada que tiene para el hombre, y en todas sus consecuencias: con respecto al asunto del individuo y la comunidad eclesial de fe, podríamos detenernos en algunas de las características más reseñables.

Lo que más me interesa destacar se puede explicar con un ejemplito: Imaginémonos una circunferencia dibujada en un papel, y que cada uno de nosotros somos uno de sus diminutos e innumerables puntos. Así, colocados en esa situación, y puestos en fila, podremos observar que delante de nosotros tenemos otro punto en todo semejante a nosotros, y detrás, exactamente lo mismo: Esos son nuestros semejantes, con los que mantenemos un contacto directo aunque sin saber qué hay más allá. Pero si nos atrevemos a salirnos de lo comúnmente establecido, y ampliamos nuestro ámbito de visión mirando hacia los lados… Si lo hacemos hacia el centro del círculo delimitado por la circunferencia (si nos adentramos hacia nuestro interior y nos encontramos con Dios), descubriremos que, desde nuestro punto de vista, podremos contemplar a

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todos y cada uno de los puntos integrantes de esa línea que nosotros suponíamos recta, sin principio ni fin (porque con Dios se entra en la comunión de los santos y se descubre toda su obra creadora, y cambia nuestra perspectiva de la realidad). Pero si ahora nos giramos por completo, y dirigimos nuestra mirada en dirección opuesta… dejaremos de ver todos los demás puntos y nos creeremos solos en el mundo, y sin nada con qué compararnos, por lo que, si no hubiéramos visto todo lo anterior, no sabríamos ni siquiera que éramos un simple punto, y pensaríamos que éramos el único dios del universo. («La serpiente replicó a la mujer: “No, no moriréis; es que Dios sabe que el día que comáis de él, se os abrirán los ojos, y seréis como Dios en el conocimiento del bien y del mal”.» [Gn 3, 4]) Pero si hemos experimentado las tres perspectivas, concluiremos que cada uno de nosotros somos, simultáneamente, lo más pequeño y lo más grande, un solo individuo dentro de una inmensa comunidad de individuos, y el representante de toda esa comunidad que se alberga en nuestro interior (como detrás de nuestros ojos). Por eso se suele decir que un miembro de la Iglesia representa a su vez a toda la Iglesia, pero sin cobrar consciencia (y conciencia) de toda esa auténtica realidad y su verdadera dimensión.

Otro aspecto que descubre el análisis de la realidad: del medio universal en el que nos desenvolvemos, es que, la relación espiritual en el hombre, la que relaciona esencias (“soy yo”), la conocemos como amor. Y como ya sabemos que donde no hay amor hay pecado, pues toda actuación sobre esa relación, afectará, a través de toda la cadena relacional universal, a toda la Creación, y de forma inmediata e indefectible. De ahí que el pecado de uno solo nos haya arrastrado a todos a la prueba de esta vida mortal, y que el amor según Dios de uno solo (Jesucristo) nos haya rescatado de la misma para la vida perdurable. Y de ahí las gravísimas consecuencias de cada pecado personal, aunque ocurra en la aparente oscuridad de la conciencia; y de cómo la reparación contrarresta esos efectos, produciendo los contrarios: que ya no son corruptibles. El pecado y la reparación serán personales, pero sus consecuencias son siempre universales (más allá de la comunidad de creyentes). Si tenemos el mundo que tenemos es precisamente por eso. Pero el mal, afortunadamente, también es corruptible y tendrá su fin en la historia.

Y un tercer aspecto, que dicho análisis refuerza de lo ya mencionado con anterioridad, es que, si la relación presenta una entidad semejante a los miembros que relaciona (equipolencia), el amor entre las personas también es un ser personal (aparentemente intangible) que se hace realmente presente en la realidad histórica en la que acontece; y ése, como ya vimos, es Dios; bien en su función relacional de Espíritu Santo, o de Hijo humanado o encarnado en la historia; incluso de Padre, ya que, donde está una de las Personas de la Trinidad, siempre están las otras dos. Circunstancia que no sólo entendemos por la lógica al realizar el análisis de la realidad, sino que Jesucristo lo afirma en varias ocasiones a lo largo del Evangelio: «Quien me ha visto a mí ha visto al Padre». (Jn 14, 9) «El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él». (Jn 14, 23) «El Espíritu de la verdad (…) mora con vosotros y está con vosotros». (Jn 14, 17) Etc., etc., etc. Y sobre esa presencia real de Jesús en el amor (entendido siempre al modo de Dios), también asegura en el Evangelio según San Mateo: «Porque donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos». (Mt 18, 20)

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Bien, pues más o menos ya tenemos pergeñadas las líneas maestras que nos van a permitir abordar el aspecto del culto colectivo, que, en la actualidad, es el soporte más visible de la Iglesia (y que un profano podría confundir con el único sentido de la misma).

Si decíamos que la base o raíz de todo el culto personal era el amor al Señor, manifestado (a través de su escucha y puesta en práctica de lo escuchado), y que únicamente ése era el culto agradable al Señor: pues, la raíz o base de todo el culto comunitario, no puede ser otra más que la misma: el amor. El amor expresado a Dios a través del manifestado a cada uno de nuestros prójimos. Porque el amor, como ya hemos dicho, no es una idea, ensoñación o sentimiento instintivo, sino una decisión libre de la voluntad, que no espera nada a cambio, y que, por eso, siempre se expresa o manifiesta en obras (ya sean visibles o no visibles).

El amor es, pues, ese vínculo que confiere estructura comunitaria a quienes relaciona, y lo organiza todo de forma semejante a como se organizan los cuerpos biológicos, pero desde el punto de vista de la coordinación espiritual; por eso el resultado se define como Cuerpo Místico. Y puesto que está encarnado en la realidad histórica según el modelo de Cristo Jesús: pues su nombre completo es Cuerpo Místico de Cristo. Pero este Cuerpo Místico, al estar construido con amor en el Amor, no admite en sí nada que no lo muestre, es decir, ninguna ausencia del mismo, puesto que donde no hay amor hay pecado; luego, por naturaleza, por principio fundante, no tiene defecto de pecado, o sea, es inmaculado. Con lo que, por definición, toda persona sometida al pecado se encuentra fuera de él. Podrá pertenecer a una sociedad eclesial, pero nunca al Cuerpo Místico de Cristo mientras no se reconcilie con él a través del arrepentimiento y la reparación. Lo que, dicho mediante otra imagen igualmente alegórica, sería como aquel habitante de ese Cuerpo, ahora entendido como una Ciudad, que, para poder pecar (cambiar de ambiente espiritual), forzosamente ha de salirse de los muros que delimitan esa Mística Ciudad de Dios, para vivir alejado de dicho ambiente saludable; por lo que, si pretende retornar a su vida anterior, necesariamente habrá de sufrir el proceso de reintegración, desandando sus pasos (arrepintiéndose), para poder disfrutar de nuevo de ese estado de gracia abandonado, reincorporándose a la Ciudad a través de la puerta de la reconciliación, para, así, volver a disfrutar de la seguridad de sus muros. O, empleando la misma imagen metafórica de Jesús, que contempla ese Cuerpo Místico como una vid: Todo sarmiento (rama) que no está vinculado al resto de la vid a través de su savia (amor), aunque parezca físicamente unido a la cepa (tronco), verdaderamente estará separado, como amputado del resto; y prueba de ello es que se secará, perdiendo la vida que lo animaba.

En resumen: Sólo es el pecado el que rompe la comunión (excomulga) en la Iglesia (entendida como Cuerpo Místico o Ciudad de Dios), expulsando de ella a quien lo comete. Y, en consecuencia, sólo es la reconciliación (arrepentimiento y reparación, poniendo amor donde no lo había) la que consigue la reintegración.

Pero todo esto no son teorías o ideas abstractas fuera de la realidad cotidiana, sino intenciones del ser de cada persona, expresadas en hechos concretos y objetivos de la vida humana y tangible. Y tan reales como la sacramentalidad del amor, que hace verdaderamente presente a Dios allí donde aquél se produce.

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Y puesto que hablamos de sacramentalidad, veamos cómo define el diccionario de la lengua el término “sacramento”: «Signo sensible de un efecto interior y espiritual que Dios obra en nuestras almas».

Y también el término “sagrado”: «Que está dedicado a Dios y al culto divino. // Digno de respeto».

Y el Catecismo oficial precisa: «Los sacramentos son signos sensibles (palabras y acciones), accesibles a nuestra humanidad actual. Realizan eficazmente la gracia que significan en virtud de la acción de Cristo y por el poder del Espíritu Santo.» [Catecismo de la Iglesia Católica nº 1084]

Comparando, entonces, estas definiciones con los comentarios que las preceden, podemos comprobar que todo lo que está dedicado a Dios y expresa ese honor, reverencia, alabanza, adoración, respeto, etc.: puede considerarse sagrado, tanto si corresponde al ámbito local, como al social o comunitario, o al personal. De ahí que el Libro del Apocalipsis describa la Nueva Jerusalén que desciende del cielo como un recinto sagrado, o los Estatutos de la Villa del Señor indiquen algo equivalente para su ámbito, puesto que el Cuerpo Místico de Cristo, al ser inmaculado (no tiene sombra de pecado), ya está todo él consagrado al Señor, y el Amor reina por doquier.

Luego en ese ámbito sagrado, porque está dedicado a Dios y le rinde culto, todo signo sensible (palabras y acciones) entendido como tal, que exprese esa realidad trascendente que se vive (siempre fruto de la gracia de Dios), se puede denominar sacramento (puesto que lo es). Y eso… porque hace presente a Dios en el Amor que se expresa. No es “primero la gallina y luego el huevo”, como parece creerse; sino “primero el huevo y luego la gallina”; aunque, en las cosas de Dios, ambas cosas puedan darse simultáneamente.

¿Y eso por qué?

Porque las cosas de Dios no son magia, sino gracia expresada según su sencillez y humildad; por lo que hay que desterrar en ellas el pensamiento mágico.

El pensamiento mágico, como ya se dijo párrafos atrás, cree que las

palabras y los hechos simbólicos (ritos) tienen valor por sí mismos, al margen del Amor de Dios y todos sus atributos (como si fuera el dinero, que no importa quién y para qué lo usa); de forma que con realizar tales gestos (generalmente extraños e incomprensibles) el efecto deseado se produce siempre, y en base a un no se qué “poder misterioso e irracional” que adquiere quien lo realiza, por el mero y simple hecho de realizarlos. Así, puedo pensar…: Sólo tengo que decir… “birlibirloque” y todo el poder es mío (independientemente de todo lo demás). Pero, entonces… me estaré dejando llevar por un pensamiento inducido por el demonio, que no resiste el más mínimo análisis de discernimiento espiritual. Y ya sabemos que la ausencia de fe crea fantasmas, por eso es que la magia y sus sucedáneos siempre vienen a sustituir a la gracia de Dios. Pero las cosas de Dios nunca son magia, sino gracia (don).

Por poner un ejemplo del mismo Jesucristo en el Evangelio: Cuando Jesús realiza sus milagros y sus signos, en gran parte de los que figuran recogidos en los textos, viene expresada una condición requerida para ello: la fe: la confianza, que supone que Dios se hace presente en una relación, en la que la persona se abandona, se entrega en una decisión libre, sin controlar lo que pueda ocurrir. Y

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esta condición, ya vemos por sus características que, si no es el principio del amor, cerca le anda. Por eso Jesús suele afirmar: «tu fe te ha salvado» o «grande es tu fe» (y no… «mira cuan grande es mi poder»). Y al contrario: Cuando regresa a su casa, a Nazaret, el texto concluye: «Y no hizo allí muchos milagros, por su falta de fe». (Mt 13, 58)

Pues ese mismo requisito es el necesario para que se realice un sacramento en la Iglesia, ya que Dios no se impone contra la voluntad de nadie y respeta su decisión. Y es que, sin ese escrupuloso respeto de la libertad del hombre como don de Dios, esta vida no tendría ningún sentido, ni sería la prueba de la decisión última del hombre: O con Dios, o contra Dios. Porque ésta es una disyuntiva de la que nadie en esta vida puede librarse, y más tarde o más temprano se tendrá que enfrentar a ella, salir de su ambigüedad y darle una respuesta definitiva.

El pensamiento mágico, en fin, tiende a suscitar en el hombre la idea de que él tiene el control; incluso para manejar a Dios a través de los “trucos engañosos” con los que le “roba” su poder, puesto que provoca en el hombre la creencia de que él es más listo que Dios, y que, con su astucia sibilina, puede utilizar ese poder de Dios en su propio beneficio, y así ejercer esa intención controladora de todo, que le subyuga. Pero esto… ¡con sólo exponerlo!, ya muestra su origen malvado procedente del mismo demonio, con su “seréis como dioses” de la tentación a Eva en el Génesis. Pero… no es que seremos “como dioses”: sino que seremos “dioses con Dios”, nunca sin Él o al margen de Él, si en lugar de despreciarlo lo acogemos como Señor de nuestra vida. Y “dioses” (que se podría escribir incluso con mayúscula), porque Dios se entrega a cada uno en toda su plenitud y sin reservarse nada (por amor), en la medida que cada uno le quiera acoger; de ahí la frase de Jesús: «Tu fe te ha salvado». Porque, como ya hemos dicho, Dios actúa desde el centro del ser de cada uno en la medida que se le deja, y como consecuencia de ese encuentro de fe que también hemos comentado.

Me creo que puede resultar casi ofensivo para el Espíritu Santo el hecho, últimamente tan común, de pretender manejar su acción, despertando ese pensamiento mágico a través de gestos, ritos y palabras, para obtener todo tipo de beneficios inmediatos y meramente humanos y sin ningún calado mayor; utilizando para ello, y sin ningún escrúpulo, la teatralidad, la sugestión, la charlatanería y otras tretas psicológicas por el estilo, que tienen por fin manipular las conciencias; incluso cuando ni sus propios artífices se percaten plenamente de ello, entretenidos por obtener un bien visible e inmediato. Pero la acción real del Espíritu Santo es mucho más profunda y trascendente que esas especies de verbenas de sanación. Reducir la acción del Espíritu Santo a ese aspecto mágico, jovial e intrascendente es despojarle a Dios de la profundidad de su ser (de su “Yosoy”), y, con ello, desvirtuar la sustancia de la fe. Y, a este respecto, responde la Virgen a los pastorcitos de Fátima el 13 de octubre de 1917, cuando le piden diversas curaciones y favores: «Unos, sí; otros, no. Es preciso que se enmienden; que pidan perdón de sus pecados. Que no ofendan más a Dios Nuestro Señor, que ya está muy ofendido». Porque la fe no es algo superficial y vacío, sino que atañe a lo que la persona es en sí misma, como ya hemos repetido; y por eso se hace esencial la conversión.

Bien… Pues volviendo al asunto del ámbito sagrado previo a esta disquisición

tan necesaria y conveniente sobre el pensamiento mágico: decíamos que sacramento era todo signo o acción visible que hacía perceptible la presencia real

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de Dios en su Trinidad en el amor expresado a través de dicho signo. Aunque en la práctica eclesial este concepto quede reducido a los momentos más significativos de la vida recogidos por la liturgia. Ya que, por poner un ejemplo, el espontáneo y sincero abrazo del reencuentro de dos amigos que hace tiempo que no se ven, también quedaría incluido en el concepto de sacramento, al cumplir todos los criterios; pero que, al no estar recogido en la liturgia como algo sagrado, pues dichos amigos no se percatan de tal realidad. Pero no por eso Dios deja de hacerse realmente presente en dicho gesto aunque nadie sepa verlo. Y signos de estos que manifiesten un amor según Dios, hay infinidad (ése es el ámbito sagrado de la comunidad creyente), aunque sacramentos litúrgicos sólo haya siete (lo otro puede considerarse como “realidades sacramentales”).

¿Y cuáles son esos momentos claves en la vida que vienen recogidos en los sacramentos litúrgicos?

Ya mencionamos más atrás que, el hecho más trascendental y fundante de la relación con Dios, es el encuentro personal con Él, lo que lleva a descubrir el amor en su sentido más auténtico y trascendente; amor que, por coherencia interna, se ha de expresar igualmente a nuestros semejantes; pero que, sólo cuando este amor es correspondido, es cuando ocurre, por inclinación natural, la constitución de la comunidad de creyentes, que conocemos como Cuerpo Místico de Cristo, y que, en su parte más visible y humana, solemos denominar Iglesia. Pues es ese aspecto de acogida e incorporación a la Iglesia, o de entrar por la puerta de esa Mística Ciudad de Dios, el que la comunidad eclesial celebra como sacramento a través de la liturgia, a modo de ese abrazo entre amigos, pero ahora sí reconocido oficialmente ante la comunidad como tal signo. Y que la Iglesia distingue cuando es por primera vez, o cuando se trata de reincorporaciones sucesivas, que, aunque se traten de entradas por la misma puerta, y como si viniera de nuevas, hay diferencias cuando aún no se conoce lo que se va a encontrar en el interior de dicha Ciudad, o se supone que, por experiencia, ya sabe el ambiente que se vive en ella. Estos dos sacramentos son los conocidos como Bautismo (cuando se incorpora por primera vez) y Penitencia o Reconciliación (para las reincorporaciones sucesivas).

Pero antes de proseguir por este camino, tendremos que detenernos a desentrañar lo que se entiende por “liturgia”. Y digo “desentrañar”, porque el diccionario de la lengua casi se “lava las manos como Pilato” en la definición, y el Catecismo oficial se decanta por lo confuso del “cada cual se aclare como buenamente pueda”. Veamos:

Define el diccionario: “Liturgia”: «Orden y forma que ha aprobado la Iglesia para celebrar los oficios divinos».

Y qué dice la Iglesia, depositaria de la verdad de la fe, a través del Catecismo oficial: Pues… no da una definición clara, y hay que buscar y entresacar para resumir que “se trata de una obra, un quehacer o un servicio realizado de parte y a favor del pueblo, mediante el cual, éste forma parte de la obra de Dios”. «En la celebración litúrgica, la Iglesia es servidora, a imagen de su Señor, el único “Liturgo”, al participar del sacerdocio de Cristo (culto), de su condición profética (anuncio) y de su condición real (servicio de caridad).» [Catecismo de la Iglesia Católica nº 1069 y nº 1070]

No me extraña que el diccionario de la lengua “escurra el bulto” y afirme… “lo que diga la Iglesia que es liturgia”. (Y eso sin entrar en los libros no oficiales de divulgación litúrgica, porque, entonces, la confusión es total.)

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Veamos si podemos perfilar nosotros una aproximación basándonos en la vivencia de la práctica común: Podríamos definir la liturgia como el conjunto de normas, gestos, palabras, acciones y estéticas que, a través del lenguaje simbólico, pretenden transmitir la presencia real de Dios en medio de la comunidad de creyentes.

Si nos atenemos a esta última definición, que procura acoger en ella todo lo anterior, observaremos que en ella también se puede reconocer la evolución del modo de hacer de los antiguos rituales de las diversas culturas con su simbolismo mítico; pero que, a diferencia de ellos, la liturgia no puede ser tomada como un valor en sí misma (circunstancia propia de la mentalidad mágica) que pretendiera hacer presente lo que no está, sino que simplemente es un medio de hacer perceptible lo que ya está presente, como ya se indicó bastantes párrafos atrás, al decir que es el amor, y nada más que el amor (que es Espíritu), el que hace presente a Dios; y amor manifestado en la vida humana, al modo del Hijo encarnado; y amor entregado en la comunidad, y en ella a todos, al modo como el Padre se entrega en el Hijo y el Espíritu Santo, y, en ellos, a su Creación.

Luego, como vemos, la liturgia es más que un lenguaje simbólico (como también es más que los ritos que la componen), pero no es la artífice de la presencia de Dios en medio de su pueblo, sino la que facilita su percepción y ahondar en su conocimiento.

Así, como decíamos más arriba con el ejemplo del abrazo, este gesto tan sencillo de la vida corriente, consigue, a través del simbolismo de estrechar los cuerpos abarcando con los brazos al otro, expresar simbólicamente, y a través de de ello manifestar, el amor espiritual radicado en la intimidad del ser de la persona, que acoge en sí el ser de la otra, a través de ser entregado el propio, merced al gesto del abrazo. Todo esto es simbolismo, porque el amor según Dios es espiritual y no físico; pero expresa en ello una realidad profunda, auténtica y verdaderamente presente, que sólo dicho gesto hace visible pero no crea de la nada, puesto que el gesto del abrazo no genera el amor al modo de Dios ni es capaz de ello.

Pues en la liturgia, reconocida como tal, ocurre tanto de lo mismo. Que, como ya he repetido y no me cansaré de hacerlo, no son los ritos o gestos sagrados los que hacen presente y perceptible a Dios, sino que es el amor auténtico, presente en al menos alguna de las personas participantes, el que lo consigue. Si no fuera así, cualquier persona o grupo de personas no creyentes, por el mero hecho de repetir los ritos establecidos, ya estaría participando de la sacramentalidad de la Iglesia. Pero todos sabemos que eso no es así. Porque la liturgia no es magia, y ni siquiera lo es la autoridad o el poder impuesto a través de ella, si no está sostenido por la Verdad (Dios). Porque la fe no es cuestión de apariencia, sino de autenticidad: de Verdad escrita con mayúscula.

Entendido entonces el sentido, arraigado en dicha Verdad, de la liturgia: retornemos ahora al punto donde estábamos, abordando los sacramentos litúrgicos.

Y decíamos que el Bautismo marcaba la entrada por primera vez en la

Iglesia, y la Penitencia lo hacía con las reentradas sucesivas, tras el abandono del estado de gracia (del ambiente de esa Ciudad de Dios en la que se vivía)

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producido por el pecado (ya que la tentación nos hace creer que es mejor para nosotros “cambiar de aires” y salir del ambiente de Dios).

Pero antes de entrar en la expresión litúrgica de cada sacramento, hagamos un recorrido general por los mismos, porque es necesario realizarlo para poder valorar mejor el sentido y los signos concretos en cada uno.

Otro momento clave en la vida de fe, que es reflejo de la vida psicológica y física en el desarrollo humano, es aquel en el que la persona adquiere una madurez, suficiente como tal, que le permite superar su fase de aprendizaje e infancia; momento en el que ha de confirmar lo aprendido, aceptando mantenerse en ello, o bien, no aceptarlo y, tras rechazar la experiencia vivida, salir de la Ciudad para buscar nuevos rumbos. (Sería como abandonar el noviciado sin haber llegado a realizar la profesión religiosa.) Éste es el conocido como Confirmación, que es el sacramento de la madurez cristiana. Se diferencia de la Penitencia porque no supone la reentrada o reincorporación a la Ciudad o Cuerpo Místico, sino que reafirma el propósito de permanecer en ella, incorporándose a su vida activa, desempeñando una función en su estructura. Si el Bautismo marca el encuentro personal con Dios, que es quien nos inserta en la comunidad: la confirmación lo hace con la comunidad en sí, al integrarnos en ella a través del amor, no ya solamente en atención a Dios, sino en atención a cada uno de sus miembros por sí mismos, al igual que Dios los ama. (Ésa es la madurez en la fe, que, de hijo, te convierte en padre; de niño en la fe, en adulto en la fe.)

Y lo mismo que el Bautismo tiene una “repesca” o segunda forma de enfoque en la Penitencia: la Confirmación presenta como un segundo enfoque o “repesca” en la llamada Santa Unción o Unción de enfermos, en que vuelve a reafirmarse el compromiso de fe, en esos momentos de prueba en los que la debilidad humana se hace más patente. Se podría decir que la Santa Unción es el sacramento de la perseverancia en la fe, de la confianza plena en el Señor en la que se reafirma la esperanza contra toda esperanza, y en la que, a pesar de toda apariencia, la persona insiste: «Señor, confío en ti». «Sea lo que sea, confío en ti». Es el sacramento en el que se vuelven a escuchar las palabras del Señor a San Pablo: «Te basta mi gracia: la fuerza se realiza en la debilidad». (2 Cor 12, 9)

Pero si decíamos que la confirmación señala el momento en que la persona acepta desempeñar una función activa, viva, dentro de la estructura comunitaria: la elección de las dos grandes líneas de desarrollo funcional dentro de la misma, también vienen señaladas por sendos sacramentos: El Orden, en el que se opta por cuidar del servicio estructural en el aspecto de la fe dentro de la comunidad (como los encargados del servicio público en las sociedades humanas), y que por ello también recibe el nombre de Orden sacerdotal (aunque de la perspectiva concreta ya hablaremos en su momento); y el sacramento del Matrimonio, en el que la elección se decanta por la constitución de una comunidad familiar de fe, como núcleo esencial de las grandes comunidades eclesiales, opción que se centra en el amor conyugal como fuente generosa de amor y modelo de sociedad. Y…, en principio…, mirado teóricamente, no parece que exista incompatibilidad entre ambas opciones o funciones vitales…; pero, en la práctica, la sabiduría popular, con sus dichos, nos advierte: «Si barro, no quito el polvo; y si quito el polvo, no barro». O… «Quien mucho abarca, poco aprieta». Luego…, si bien no hay incompatibilidad en simultanear ambas situaciones vitales, si llegara

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el caso; como el tiempo de dedicación humana es limitado, la superposición de funciones acaba por debilitar y empobrecer el desarrollo de las mismas. Todo depende de cuál es la tarea a desarrollar en cada una de las funciones y la dedicación que se precise en cada momento.

Y nos queda mencionar un séptimo sacramento, pero que ya no tiene que ver con los momentos claves de la vida de la fe como hitos desplegados a lo largo del tiempo y de la vida histórica corruptible, aunque se desarrolle en ellos; sino que se trata del sacramento cotidiano del amor de Dios, de la vida diaria terrena y celestial de fe, en la que se expresa la inhabitación mutua del hombre y Dios: de Dios en el hombre, y del hombre en Dios. Éste es el sacramento de la Eucaristía, o sacramento de la Acción de gracias. Es el culmen de la vida de la fe en el que se expresa y anticipa la vida definitiva y el sentido de todo lo vivido; por eso, todos los demás sacramentos son como los planetas que giran alrededor de él.

Vista ya la panorámica general, pasemos a continuación al detalle de cada

uno, y cómo se expresa en el culto.

Y puesto que el sacramento de iniciación en la fe es el Bautismo, deberemos comenzar por él, aunque, en la práctica, dada la interacción del Orden sacerdotal en todos los sacramentos, forzosamente se van a ver mezclados los temas.

¿Cómo expresar sacramentalmente la incorporación de un nuevo miembro a la comunidad de creyentes?

Y en esto, habría que dejar claro que la verdadera comunidad que acoge es la que ama y conforma el Cuerpo Místico de Cristo, y no toda la suerte de sucedáneos que ensombrecen la situación y la enmascaran, atribuyéndose funciones que, en la verdad del corazón, no representan. Despojar, pues, en ello toda la apariencia contaminante debería ser la primera opción. Cierto que en todas las culturas existen ritos ancestrales de iniciación, y que es ese poso ancestral el que lleva a realizar el sacramento tal y como se realiza; pero también es verdad que un sacramento es mucho más que un rito mágico de iniciación (como ya dijimos), porque se apoya en la fe, en la confianza que genera el amor de Dios, y que se manifiesta como signo de amor. Luego ir a la esencia, sin dejarse llevar de tradiciones y preceptos humanos que la desvirtúan, debe de ser la garantía de pureza que realmente transmita aquello que pretende transmitir. Porque nadie se tomará en serio aquello que se banaliza despojándolo de su auténtico calado. Y las personas, en su consciencia, podrán no percatarse de ello, pero el subconsciente, que verdaderamente analiza el lenguaje no verbal y simbólico, sí que se entera perfectamente de ello, y extrae sus conclusiones (aunque la persona no sepa verbalizarlas).

Si el sacramento pretende hacer perceptible la presencia real de Dios en él, al modo de Dios encarnado en Jesucristo… ¿manifestará a Dios una gran ceremonia llena de pompa, boato, vanagloria y presunción? ¿o una sencilla, humilde, sincera, cercana y tierna? Recordemos, además, el episodio de Elías en el Horeb, a cuyo lugar acude para encontrarse con Dios, y en el que repite: «Pero el Señor no estaba en el huracán». «Pero el Señor no estaba en el terremoto». Y sigue el texto: «Después del terremoto, fuego; pero en el fuego tampoco estaba el Señor. Después del fuego, una brisa suave. Al oírlo Elías, cubrió su rostro con el manto, salió y se mantuvo en pie a la entrada de la cueva. Le llegó una voz que le dijo: “¿Qué haces aquí, Elías?”» (1 Re 19, 12-13) La cuestión es, pues,

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reconocer a Dios en lo sencillo de la vida, o en la humilde persona de un pobre ser humano como Jesucristo: Curiosamente, el único modelo de enseñanza y aprendizaje que se nos ha dado de parte de Dios. No son, entonces, las grandes ceremonias de los reyes de la tierra, ni las tradiciones nobiliarias heredadas, ni las ostentosas presentaciones de los grandes comunicadores sociales, las que se nos han dado como modelo, sino más bien al contrario. Luego nosotros, por coherencia interna y de vida, no podemos imitar la mundanidad al uso y sus costumbres paganas (incluso heredadas por tradición) que no reconocen a Dios, aunque lo mienten con su boca.

Y en cuanto al signo concreto… podría utilizarse cualquiera que expresara adecuadamente esta situación de incorporación a la comunidad Cuerpo Místico o Ciudad de Dios; pero como la tradición, a partir de San Juan Bautista, ha consagrado como signo de conversión el expresado por el agua, que limpia y purifica, al modo de las abluciones del culto judío, aunque en un sentido de purificación integral, completa; y que se empezaron a interpretar como un renacer del agua a la vida nueva: Pues dicho signo ha llegado hasta nuestros días aún de forma comprensible. Pero, sobre todo, teniendo en cuenta (y eso es lo más importante que debe quedar claro) que no es el agua como tal, ni las palabras que se dicen, ni los gestos que se realizan, ni la relevancia de las personas que los llevan a cabo, las que consiguen la presencia real del Señor en el sacramento, sino la fe (la confianza que desvela el amor) la que lo manifiesta; ya que un bautizo, en el que nadie sea creyente de verdad, sólo será un fraude, y sin ninguna repercusión en la gestación de esa fe. Por eso los bautizos a bebés siempre están condicionados a la fe de los padres o padrinos (como puesto en depósito y a su custodia), hasta que el niño alcance su uso de razón. De todas formas, ya fue bautizada toda la humanidad desde su origen, gracias a la sangre de Cristo, entregado para nuestra salvación, y en espera de cada uno “desenvuelva” ese regalo y acepte disfrutar de él; y lo que hace la realización del sacramento con el agua, es volver a hacer presente ese regalo, actualizándolo a cada uno en concreto. Y por eso no hay que angustiarse por los niños abortados antes de nacer (porque Dios es mucho más amante y misericordioso que lo que pueda imaginar el mayor de todos los hombres), sino por quien ha cometido ese horrible pecado.

No creo que resulte ocioso recalcar que si, con la buena intención de dar honor, honra y gloria al Señor, revestimos todos nuestros actos de culto de lujos, pompas, boatos, materiales preciosos y del valioso oro que pretende representar su gloria: estaremos indicando al subconsciente de las personas que lo contemplan, de una forma subliminal, que Dios recibe el honor, la honra y la gloria al modo como la reciben los hombres que no conocen a Dios y viven en la vanidad de vanidades de este mundo (lo que los convierte en simples “preceptos humanos”), con lo que flaco favor estaremos haciendo a la transmisión de la fe; ya que, según vimos al tratar de definir el culto deseado por Dios, Él sólo, únicamente, quiere ser “honrado, etc., etc., etc.” (amado) a través del cumplimiento de su voluntad. Todo lo demás, por mucho que nos empeñemos, dará “gloria” a los hombres pero no a Dios. Y, además, cuando uno se muere no se lleva nada de eso al otro mundo, sino sólo el amor que haya entregado, puesto que el amor es espíritu. ¡Cómo va a querer Dios algo tan vacuo y deleznable que no puede pasar a la otra vida! (Otra cosa es la armonía y la belleza, que forman parte de la Creación de Dios, porque son el reflejo de su quehacer.)

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Bien… pues este sacramento de acogida a la comunidad lo puede realizar cualquier miembro de la comunidad creyente (aunque sólo en caso de necesidad), en representación de toda la comunidad eclesial, gracias al llamado sacerdocio ordinario, que todo fiel recibe a través de este sacramento del bautismo (que hace aflorar el sacerdocio, la realeza y el profetismo de Jesucristo). Puesto que, como ya vimos en el ejemplo de la circunferencia, en el que cada punto mira hacia dentro o hacia fuera de la misma, y descubre que toda la circunferencia está contenida en sí: cada miembro de la Iglesia contiene en sí a toda ella y puede representarla en su integridad.

Sin embargo, este sacerdocio ordinario o común que, al modo de Jesucristo, permite a la persona ofrecerse a sí misma en bien de todos, lo que abre a cada creyente la posibilidad de la reparación, del poner amor donde no lo había, y esto efectuado por un bien común: se distingue del llamado sacerdocio ministerial, en que esa representación no es reconocida como un ministerio o servicio específico a la comunidad eclesial, mientras que, en el sacerdocio ministerial, el servicio de representación está oficialmente reconocido como tal, porque está sujeto al control o supervisión de un miembro destacado de la comunidad al que se le da el nombre de obispo, y que tiene como función principal la custodia del depósito de la fe y su transmisión fidedigna. (Bueno, ésta es la teoría, pero luégo la realidad va por otros derroteros, y el pecado humano hace que se complique muchísimo.)

Pues este sacerdocio ministerial es el manifestado a través del sacramento del Orden, por eso, a este sacerdocio, también se le conoce por sacerdocio ordenado (a diferencia del ordinario que es el de todos los bautizados). Aunque si el asunto se analiza espiritualmente, al margen de una visión pragmática de la estructura comunitaria, se verá que prácticamente no hay diferencias entre ambos sacerdocios. Y eso a pesar de que se empeñen en asegurar que este sacerdocio ministerial imprime carácter y transforma esencialmente a la persona, haciéndola “diferente”, “separada”, al estar consagrada a Dios. Sin embargo, lo único que cambia esencialmente a la persona es el amor, no el sacerdocio (y es por eso que Jesucristo es «sacerdote eterno según el rito de Melquisedec» [Sal 110(109), 4], y lo fue sin necesidad de pertenecer a la estirpe sacerdotal de su época); ya que, al amar, la persona se abre a un plano relacional nuevo y superior (como ya se detalla en «Historias espirituales»), adentrándose en la santidad, en lo que es propio de Dios; y un santo ya no puede condenarse en el infierno, al poseer el vínculo indestructible del amor según Dios; mientras que un sacerdote, un obispo o el Papa, no tienen garantizado el Cielo mientras no amen de verdad y sean santos. Luego el objetivo último de todo cristiano verdaderamente creyente, y, en definitiva, de todo ser humano que busca su plenitud, es ser santo y nada más, sin distraerse por ninguna otra cosa. Por eso, toda persona que no tienda a la santidad, será un ser humano frustrado; ya que la santidad es la plenitud del hombre, porque es la expresión de la verdadera transmutación de su ser.

Sin embargo, el sacramento del Orden, alcanzará todo su potencial cuando deje de estar reducido al sacerdocio ministerial y se abra, como camino para el desarrollo del ordinario o común, en una diversificación de funciones consagradas en servicio de la comunidad creyente, para incluir en él toda la riqueza vocacional suscitada por Dios en la Iglesia pero que no tiene cabida en el sacerdocio ministerial. En tal situación, todas las congregaciones religiosas existentes dejarían de tener sentido.

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Y es que, con respecto al sacerdocio ordinario, afirma el Concilio de Florencia (en 1439): «Por la ablución del bautismo, los cristianos a título general quedan convertidos dentro del Cuerpo místico en miembros de Cristo sacerdote, y por el carácter, que queda casi esculpido en su alma, se habilitan para el culto divino; de ese modo participan, según su situación, del sacerdocio mismo de Cristo.» (Concilio de Florencia, Decreto «Pro Armenis»)

Y como indica el Cardenal L. J. Suenens, o.c.: «Jamás constituciones o libros de costumbres podrán prevalecer contra el Evangelio. El valor de una regla viene de su constante referencia a este punto de partida: la palabra de Dios. Nada en la vida religiosa puede contradecir un solo versículo del Evangelio; no existe sino para traducirlo línea a línea en lo concreto de la vida, para darle cuerpo. Lo único que debe leerse a través de cada línea de las constituciones es el Evangelio: es preciso que sea su misma contextura.» ¡Y a esto habría que añadirle las costumbres y tradiciones tomadas como reglas de vida!

Luego al incluir todo el “servicio público” de la Iglesia, expresado en sus diversas vocaciones, dentro de la misma estructura eclesial a través del sacramento del Orden (“ordenando” la situación), las congregaciones religiosas como hechos diferenciales o peculiares dejan de tener sentido, ni siquiera práctico; y con la ventaja de que se potencia la unidad, a través de la comunión, lo que multiplica en gran manera su efectividad.

De hecho, en esta reordenación de vocaciones, sólo quedaría ¡aparentemente fuera! la vocación matrimonial, lo cual es sólo apariencia porque ya tiene su sacramento propio, igualmente “ordenado” pero con su autonomía específica, que no la excluye para nada de ceñirse al texto del Cardenal Suenens recogido más arriba. Lo único que, en la práctica de la Iglesia, se le reconoce una entidad especial, pues, en el Matrimonio, es el sacerdocio ordinario o común el que celebra el sacramento, mientras que el ministerial sólo actúa de testigo o notario oficial del mismo. Aquí sí se reconoce la representatividad comunitaria, la actuación como Iglesia, del sacerdocio común; pues son los cónyuges los que se aceptan mutuamente como integradores de la comunidad familiar inserta en el seno de la gran familia que es la Iglesia, Cuerpo Místico de Cristo; y de aquí el símbolo de los anillos y las palabras de consentimiento efectuadas ante la comunidad eclesial, y en la que el sacerdote ejerce su función de representar a la Iglesia, como institución también humana, además de Cuerpo Místico.

Precisamente en este sacramento se muestra muy bien que la virtualidad del mismo, su autenticidad y verdad, no reside en el símbolo utilizado (lo anillos) ni en las palabras empleadas ni en los gestos y el ambiente que lo acompañan, sino en la verdadera intención según Dios de los contrayentes. Y sólo la mala fe es la que explica toda la suerte de pillerías y picardías que se generan en, y a raíz de, la celebración de una boda. Ya que sólo el amor al modo de Dios encarnado en Jesucristo, es el que consigue que la verdad del sacramento se lleve a cabo, y sea manifestada esa presencia real del Señor en ello. Todo lo demás serán preceptos y tradiciones humanas pero no signos de Dios, por lo que no le pueden dar culto (tal y como comentamos al analizar dicha palabra). Pero es que los llamados… “amores carnales” o “pasionales” (que son fruto del egoísmo), podrán acompañar a los espirituales (el amor según Dios), pero no lo pueden reemplazar o dominar en una persona de fe. Porque si no hay amor según Dios en los contrayentes (aunque pueda ser visto como sólo un sincero propósito de ello)… ¿qué fraude de sacramento es ése?

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Pues lo dicho para este sacramento (cambiando lo que haya que cambiar), vale para todos los demás.

Y es que la hipocresía es un pecado gravísimo porque, no sólo pretende engañar a Dios, sino que, además, engaña por ello en su corazón a quien lo practica. Por eso es importantísimo catequizar bien, mostrando la verdad de la fe y la seriedad de lo que se celebra, antes que repartir sacramentos como si fueran golosinas para niños: Esto último sólo demuestra a quien lo recibe la poca consideración que le merece a quien lo consiente y administra, y va minando y corrompiendo la fe de toda la comunidad creyente, que se va contagiando del mal de la hipocresía, y de contemporizar con las situaciones.

Mantenerse firmes en unas convicciones que atañen al mismo ser y a la vida entera, es señal de que proceden directamente de Dios, la Roca sobre la que todo queda edificado. Pero irlas cambiando según sople el viento de los convencionalismos, las conveniencias, las presiones o los intereses espúreos, indica la poca o débil raigambre de las mismas, y la ausencia de Dios en las decisiones. Y eso, en la fe, se llama apostasía del corazón, aunque por fuera se mantenga como un sepulcro blanqueado. O, por usar una imagen bíblica muy utilizada en ella, que compara la idolatría con la prostitución: «Sí, su madre se ha prostituido. Se cubrió de vergüenza la que los concibió, cuando decía: “Me iré detrás de mis amantes, que me dan mi pan y mi agua, mi lana y mi lino, mi aceite y mis bebidas”. Por eso yo cierro tu camino con espinos, lo rodeo de una cerca, no encontrará sus senderos. (…) No te alegres Israel, no te goces como los otros pueblos, porque así te prostituyes apartándote de tu Dios. Haces el amor por un salario sobre las eras del trigo.» (Os 2, 7-8; 9, 1) Imagen que también recoge el último libro de la Biblia: el Apocalipsis: «“Ven, que te voy a mostrar el juicio de la gran prostituta, la que está sentada sobre muchas aguas, con la que han fornicado los reyes de la tierra, la que ha emborrachado a los habitantes de la tierra con el vino de su prostitución”. (…) Tenía en su mano una copa de oro llena de abominaciones y de las impurezas de su fornicación; en la frente llevaba escrito un nombre misterioso: “La gran Babilonia, madre de las prostitutas y de las abominaciones de la tierra”.» (Ap 16, 1b-2.4b-5)

Y por eso decía más arriba que la hipocresía era un pecado gravísimo, porque no sólo pretende engañar a Dios como al marido legítimo, sino que prostituye el alma, al comerciar en el corazón con las fruslerías de la tierra como si fueran sus amantes adúlteros. Y nosotros, como creyentes, no podemos caer en semejante cosa ni dejarnos arrastrar por ella. ¡Lejos de nosotros!

Luego mantenerse firmes en la profundidad de la fe, en el amor de Dios, es la mejor garantía de la verdadera transmisión de la misma; porque, esa coherencia de vida, es la forma idónea de transparentar a Dios en este mundo tan insustancial, voluble y corruptible.

Si reducimos la fe a tradiciones: prostituiremos nuestra fe. Si la limitamos a normas y ritos: prostituiremos nuestra fe. Si la circunscribimos a modas o corrientes de pensamiento: prostituiremos nuestra fe. Y eso será posible, porque previamente se habrá corrompido nuestra alma con esa idolatría que tanto denuncian los profetas.

Pero, de hecho, éste es un mal que afecta e infiltra el sustrato estructural visible de la Iglesia; incluso de una manera más grave que antaño, cuando la fe se vivía como un hecho más externo y por eso los fallos quedaban más patentes a la vista. Y es que, ahora, se presume de ser más coherentes y de interiorizar

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mucho más lo que se vive, por lo que es ahí, como un caballo de Troya, donde se mete el problema, y por lo que resulta una hipocresía mucho más íntima y lesiva, que va destruyendo los pilares de la fe; y de ahí que hogaño se manifieste hacia fuera en un “buenismo” insulso (por vacío) que contemporiza con la mundanidad al uso, pero que no da testimonio del Dios vivo, aunque pretenda ser como el de Jesucristo, porque le falta su calado, al no transparentar la verdad y autoridad del Padre. Es como la luna cuando deja de reflejar la luz del sol, al modo como anuncia alegóricamente Jesús en su discurso sobre el fin de los tiempos: «Inmediatamente después de la angustia de aquellos días, el sol se oscurecerá, la luna perderá su resplandor, las estrellas caerán del cielo y los astros se tambalearán.» (Mt 24, 29; cf. Is 13, 10) Y es que si la Verdad de Dios (la luz del sol) ya no es claramente perceptible, y quien tiene la misión de reflejarla en la oscuridad del mundo (la luna) no lo realiza, y todas las verdades menores que se tenían por seguras (las estrellas) pierden su consistencia… ¿Dónde quedará la esperanza y la luz del mundo? Y… ¿quién reinará en dicha oscuridad si nadie ilumina? (¿No será por eso que estamos como estamos?, ¿con la gente perdida y desconcertada como ovejas sin pastor?)

El engaño de la apostasía propone una vida sin Dios, con unos valores sin Dios y una religión sin Dios; ¡precisamente sin Quien se dona en todo ello! ¡Menudo fraude bien hecho! No es de extrañar que vaya infiltrándolo todo (incluido el propio ámbito eclesial), anestesiando la fe, y produciendo la actual “pandemia” que padecemos, fruto de una estudiada estrategia de diseño, que va “humanizándolo” todo falsamente, hasta hacer a Dios irrelevante para la vida corriente, y así conseguir la completa “ignorancia de Dios” propia del pecado original (del “seréis como dioses” de la serpiente); pretendiendo, con ello, anular (si posible fuera) la redención de Jesucristo.

Luego si queremos volver a ver a Jesús (la luz del sol), tendremos que volver a mirar hacia Él: convertirnos de corazón y no solo con la boca: volver al origen de la fe con todas sus consecuencias, depurando todo lo que haya que depurar.

También podemos pretextar que nada malo nos ocurrirá si eso no lo hacemos, puesto que el Señor nos ha asegurado que nunca abandonará a su Iglesia, y así lo ha prometido: «Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin de los tiempos». (Mt 28, 20b) Por lo que tampoco pasa nada si llevamos a cabo con negligencia la frase anterior a la transcrita: «enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado». (Mt 28, 20a) Con lo que venimos a decir lo mismo que la gran ramera del Apocalipsis cuando asegura en su corazón: «Estoy sentada como una reina, no soy viuda y no veré duelo nunca». (Ap 18, 7b) Pero eso es un engaño del que ya advertía el profeta Jeremías a sus coetáneos: «No os creáis seguros con palabras engañosas, repitiendo: “Es el templo del Señor, el templo del Señor, el templo del Señor.” Si enmendáis vuestra conducta y vuestras acciones, si juzgáis rectamente entre un hombre y su prójimo, si no explotáis al forastero, al huérfano y a la viuda, si no derramáis sangre inocente en este lugar, si no seguís a dioses extranjeros, para vuestro mal, entonces habitaré con vosotros en este lugar, en la tierra que di a vuestros padres, desde hace tanto tiempo y para siempre.» (Jr 17, 4-7) «Andad, id a mi templo de Siló, donde habité en otro tiempo, y mirad lo que hice con él, por la maldad de Israel, mi pueblo. Pues ahora, por haber cometido tales acciones —oráculo del Señor—, porque os hablé sin cesar y no me escuchasteis, porque os llamé y no me respondisteis, haré con el templo dedicado a mi nombre, en el que confiáis, y con

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el lugar que di a vuestros padres y a vosotros, lo mismo que hice con Siló: os arrojaré de mi presencia, como arrojé a vuestros hermanos, la estirpe de Efraín.» (Jr 7, 12-15)

Pues ese templo de Dios, que también es cada una de nuestras personas, y asimismo la comunidad eclesial reunida en asamblea religiosa (iglesia), puede ser igualmente abandonado, como los de Siló o Jerusalén, si se rompe el vínculo de amor con el Señor que lo habita, cuando se viola el sello de la alianza que es cumplir su voluntad. Aquí es cuando el alma se convierte en adúltera y se prostituye, vendiéndose al mejor postor. Y por eso concluye el Apocalipsis, en respuesta al soberbio convencimiento que, sobre sí misma, tiene la gran ramera: «Por eso, en un solo día vendrán todas sus plagas, muerte, duelo y hambre, y será consumida por el fuego, porque es poderoso el Señor Dios que la condena». (Ap 18, 8) Y es que la autoridad en la fe no te la concede un supuesto privilegio heredado, sino la humilde obediencia a la voluntad de Dios, como nos archidemostró Jesucristo a través de su vida.

Afortunadamente, antes de todo esto, tenemos el gran remedio de la reconciliación a través del sacramento de la Penitencia. Porque la condena es sólo para quien no se arrepiente, no para quien lo hace y decide reparar poniendo amor donde no lo había. Porque en eso consiste precisamente la reconciliación, en poner puentes donde no los había, o reconstruir de forma sólida los que antes eran endebles y fraudulentos, y por eso cayeron.

Ya mencionamos que el amor de verdad, el establecido al modo de Dios, es indestructible, porque, al no exigir condiciones previas, ¿qué podrá cambiar tal decisión no condicionada?

Por eso el Amor de Dios no falla nunca, porque es un amor a cambio de nada, y siempre está a la espera, como un puerto seguro al que retornar para fondear en sus aguas tranquilas. Pero, claro… el retorno supone un abandono previo; porque el puerto siempre está ahí, sin moverse del sitio, y son los barcos los que vienen y van. Y lo mismo el Señor, que, como el padre de la parábola, siempre permanece en el hogar a la espera del hijo díscolo que se cree más listo que su padre. El hijo, en su egoísmo, que le hace sentirse el centro del universo: al marcharse, percibe que es abandonado por su padre, que no le acompaña con su beneplácito en su aventura lejos del hogar en busca de satisfacciones ilusorias; y sólo será, cuando recapacite y sea capaz de adquirir luz suficiente como para darse cuenta de la realidad de la situación, cuando comprenda que ha sido él quien abandonó a su padre, y sienta la necesidad de volver a él. Por eso puede afirmar Jeremías o Ezequiel que Dios abandona el templo, o nosotros asegurar que nos sentimos abandonados por Dios; porque ésa es la impresión de quien se ha alejado del templo (porque ya no se considera tal templo de Dios), o del seno de la Iglesia, o de la Ciudad de Dios. Pecado que le incapacita para reconocer la verdad de la situación hasta que no recapacite, se libere de él, y descubra que el asunto es al revés.

Pero es que estas situaciones espirituales son relacionales y no están ancladas a lugares físicos de la materia o de las cosas corruptibles (al igual que los barcos del ejemplo), sino que pertenecen exclusivamente al ámbito del amor. Por eso resulta tan difícil entender que el amor suponga un “lugar” y que el entramado estructural de la Ciudad de Dios o Cuerpo Místico de Cristo esté constituido de amor (la comunión de los santos); ya que nuestra mentalidad aún

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no está acostumbrada a otorgar categoría “real” a una simple relación (y por eso nos cuesta tanto entender al Espíritu Santo como Persona Divina).

Pues si Dios no es quien abandona a sus hijos díscolos, sino al revés. Tampoco es Dios quien los condena al sufrimiento y a la muerte eterna fruto del pecado, sino al revés. Es el mismo ser humano rebelde quien elige “la soga con qué ahorcarse”, y las desgracias espirituales devenidas del propio pecado; incluida la condenación eterna. ¡Y viceversa!, porque así como rezamos en el padrenuestro: «perdona nuestras ofensas (deudas espirituales) como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden (nuestros deudores espirituales)»; también nosotros, con nuestro sacerdocio ordinario, podemos perdonar como Dios perdona, y olvida la ofensa, acogiendo de nuevo a quienes sentíamos como enemigos. Y si tal enemigo acude sinceramente arrepentido a nosotros pidiendo el perdón, al mostrarle el que ya llevábamos en nuestro corazón, estaremos haciendo realmente presente a Dios en ese gesto. Y si Dios perdona en nosotros, la Iglesia perdona en nosotros; aunque quien ejerce el sacerdocio ministerial, como representante oficial de ella, ha de recibir tal petición de perdón para darse por enterado y corroborar tal perdón, así como gestionar todo el arrepentimiento (siempre en sinceridad y verdad), tanto de ese pecado, como de todos los otros cometidos, en vistas a una reconstrucción interior del arrepentido. Ya que el pecado deja heridas muy graves en el alma que han de restañarse en su profundidad para que la persona, en toda su integridad, pueda ser reconstruida con bien (y la mera recitación de una lista de pecados, sin ahondar en la fe, resulta del todo ineficaz para ello). Por eso, al igual que en las heridas del cuerpo, habrá de procurarse la sanación en profundidad, y evitar que las heridas cierren en falso, si es que verdaderamente pretendemos la salud espiritual de la persona. Y la medicina para todo, y como siempre, es el amor (al modo como Dios ama) en todas sus múltiples facetas de manifestación y gestión; puesto que el mismo pecado se define como falta de amor; y el amor, como ya sabemos, es lo esencial, tanto en la vida corriente como en la trascendente, de todo ser humano.

Y si la Penitencia está para restañar las heridas del alma, la Santa Unción hace lo propio con la debilidad humana, para prevenir que tales heridas aparezcan o se ahonden; debilidad humana fundamentalmente desencadenada o puesta de manifiesto a través de la enfermedad (y por eso a este sacramento también se le da el nombre de Unción de enfermos). Pero no sólo en la enfermedad se muestra esa debilidad, sino también en todas aquellas circunstancias que vengan a producir esos mismos efectos, como podría ser la marginación social o una educación manipuladora.

La debilidad humana, aun siendo una verdad recogida saludablemente por la humildad, no deja de expresarse en sufrimiento cuando muestra todas nuestras limitaciones o imperfecciones según la imagen idealizada que nos hemos hecho de nosotros mismos, y, atendiendo a dicha imagen, no aceptamos esa situación o condición, que nos viene impuesta como una realidad procedente de Dios. Y… o nos rebelamos contra la situación, o nos rebelamos contra Dios que la consiente… o ambas cosas. La humildad supondría, entonces, la aceptación de dicha realidad (en este caso denominada abnegación); mientras que la rebeldía sería la causante del sufrimiento; sufrimiento entendido como “lesión” del concepto de persona o identidad personal, más que como un dolor físico mantenido en el tiempo (el propio de la enfermedad orgánica), aunque este último suele ser el desencadenante del primero.

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Quizás toda nuestra vida terrena se desarrolle en ese ámbito de lucha entre la imagen engañosa que tenemos de nosotros mismos, la aparente realidad del mundo tangible y corruptible que nos viene impuesta, y la auténtica realidad de lo que verdaderamente somos, el sentido de lo que vivimos, y a qué estamos destinados. Es decir: entre la apariencia del mundo inmerso en el pecado (el mal), y la verdad de la realidad que es Dios, y a la que Éste nos llama para participar de ella (el bien). Y… o estamos con Dios, o estamos contra Dios (como ya se dijo); y, en ello, habrá caminos intermedios (purificación), pero no estados intermedios (embelesos del mal).

En fin: Más tarde o más temprano todas nuestras seguridades humanas, “embelesos del mal”, y “realidades” ficticias van a ser sometidas a prueba a través de su fracaso, para enfrentarnos, de cara y sin escondrijos, a nuestra debilidad humana, como criaturas que somos; y la muerte, como emblema de la corrupción de todo ello, es nuestra prueba final. Prueba en la que todo lo que no se haya entregado en forma de amor es objeto de corrupción y se pierde. Prueba que nos avisa de ello, del balance final, y del verdadero valor de las cosas terrenas. Y recordemos que el amor entrega lo que la persona es en sí misma, y no solamente su apariencia (que es lo mudable y sometido a corrupción). Ya decía San Agustín que la muerte era como meter en el horno la vasija que hemos elaborado durante toda la vida, porque, una vez cocida, ya adquirirá su forma fija y definitiva y ya no podrá volver a ser modificada. De ahí que la mejor vasija sea la que se ha dejado modelar por el Alfarero celestial (Voluntad de Dios), que es el verdadero Artesano, y quien sabe más sobre ello.

¿Cómo, entonces, hacer realmente presente a Dios en esta situación de debilidad, que apunta a la muerte, y pone en crisis a la persona entera?

Pues, como siempre, el único remedio posible, la única “medicina” eficaz que procura la sanación integral del hombre, es el amor (entendido siempre al modo de Dios).

Y, como ya dijimos, la persona sólo encuentra sentido a su vida cuando se siente querida. Querida humanamente para los asuntos prosaicos de la vida, y querida esencialmente, en su ser, para los trascendentes y vitales de la misma. Porque, además, cuando percibe ese amor gratuito, y ve el efecto que produce en ella, es cuando aprende a amar a su vez, y, en ello, encuentra el sentido de dicha vida, lo que confiere plenitud a la misma; y, auténtica y exhaustiva plenitud, cuando el artífice y el objeto de ella es Dios.

¿Cómo, entonces, expresar sacramentalmente ese hecho?

Pues la Iglesia lo hace recordando en ello el encuentro de amor con Dios, vertido en la comunidad creyente (Cuerpo Místico) y expresado en el sacramento de la Confirmación (y por eso unge de nuevo, y nuevamente impone las manos); para asegurarle con ello que, a pesar de todo lo oscura que pueda parecer la situación y el aparente “sin salida” de la misma, dicha persona sigue habitando en esa realidad llamada Ciudad de Dios o Cuerpo Místico de Cristo, fundada sobre el cimiento del amor, y estructurada con su acogedor entramado: haciendo de nuevo presente ese amor primero, incorruptible y definitivo. Sería, por poner un ejemplo, como mirar la foto de la persona amada cuando hace mucho tiempo que no se la puede ver en persona, para suscitar con ello el recuerdo, y volverla a hacer presente en nuestro interior.

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Sacramento que no puede tratarse de un signo aislado e independiente de la vida de la comunidad eclesial, sino que ha de asociarse, a una respuesta viva de la misma, a la hora de acompañar, también desde la fe, a la persona sumida en esa crisis de oscuridad o tribulación que la aqueja; puesto que es dicha comunidad la que ha de manifestar su amor sanador, a través del cual, la persona afectada redescubrirá el de Dios. Ya que los signos sacramentales por sí mismos no harán presente a Dios (como si fuera magia), si no hay verdadero amor de Dios que los autentifique. (No olvidemos que la comunidad creyente conforma la Comunión de los Santos, es decir, todo el Cuerpo Místico de Cristo, y ese Cuerpo Místico está edificado en amor y con amor.)

Y si hemos dicho que el sacramento de la Santa Unción venía a ser como una actualización del de la Confirmación en los momentos de crisis, es porque ya la Confirmación viene a actualizar el Bautismo, consagrando lo expresado en él, pero ahora como un compromiso activo de vida dentro de la comunidad creyente, que muestra una función y destino específico dentro de ella, según la voluntad de Dios, y a través de los dones, gracias y talentos recibidos.

En acústica se dice que para identificar la frecuencia o tono de un sonido se precisan, al menos, escuchar dos ciclos o longitudes de onda del mismo: el primero para oírlo, y el segundo para confirmarlo, ya que sin este segundo se apreciaría como un ruido sin frecuencia definida. Pues este principio de conocimiento sensorial y racional que se generaliza para muchos órdenes de la vida, también se aplica en esta realidad sacramental expresada en este sacramento de la Confirmación, que consagra y da fe de aquella elección primera efectuada en el Bautismo. Y por eso, al identificar la “frecuencia” de fe en la que vamos a vibrar, reconocemos en ello lo que somos por gracia de Dios; es decir, cobramos consciencia espiritual de nuestro “soy yo”, como reflejo o imagen del “Yosoy” de Dios, encontrando nuestra verdadera identidad en Él; al modo como Moisés descubrió en la zarza que ardía sin consumirse el “Yosoy” de Dios. (Y de ahí el signo del fuego sobre cada una de las cabezas de los presentes en el cenáculo de Pentecostés, que descubría su identidad personal y comunitaria. O la teofanía trinitaria del episodio de la zarza, en la que la Voz mostraba al Padre; la zarza: al Hijo, encarnado en la naturaleza espinosa de este mundo; y, el fuego: al Amor de Dios o Espíritu Santo, que hace arder sin aniquilar. Razón por la cual “lo sagrado” no se puede percibir sin la sinceridad humilde de los “pies descalzos”, que lo tocan directamente [cf. Ex 3, 5]; situación que, a su vez, permite comprender la necesidad del “lavatorio de pies” previo a la Última Cena.)

Así, el sacramento de la Confirmación, como hemos mencionado un poco más arriba, viene a expresar esa singularidad única y concreta dentro de la Creación de Dios (y, por ende, en la comunidad eclesial), que Dios confiere a cada persona a través de sus gracias, dones y talentos; y, especialmente, manifestando que es Él mismo en su ser (el Espíritu Santo) quien se dona, quien se regala, por puro amor entregado. Por eso resulta casi escandaloso ver con qué frivolidad se recibe tal Regalo sin igual, por la inmensa mayoría de los confirmandos, en estos tiempos de apostasía del corazón que vivimos.

Si dejarse guiar por el “Yosoy” de Dios, confiere a todo un pueblo una identidad y estructura singular como tal pueblo, de tal manera que viene a ser reconocido como único entre todos los pueblos: ¡Cuánto más cada persona encontrará su “soy yo”, su personalidad peculiar y única dentro de la Iglesia y de toda la Creación, si se deja guiar por su Señor presente en el centro de su ser!

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¿Y qué signo utiliza la Iglesia para expresar esta realidad trascendente en forma de sacramento?

Lo hace a través de un signo presentado en dos momentos o desde dos perspectivas: la crismación (o unción con el Santo Crisma) y la imposición de manos.

El Santo Crisma es una sustancia oleosa perfumada (un aceite que da buen olor), consagrada para tal menester por el obispo en una ceremonia especial, en un día especial del año. Ceremonia en la que también se consagran el óleo de los catecúmenos, utilizado en el bautismo (y que no he mencionado en su momento para hacerlo ahora), y el óleo de los enfermos para la Santa Unción o Unción de enfermos. A la vez que, el Santo Crisma, también se emplea en la ordenación sacerdotal, junto con la imposición de manos, y de forma parecida a como se hace en la Confirmación.

La tradición eclesial distingue entre las tres clases de óleo perfumado variando su composición; pero eso es algo inapreciable para quien observa el signo sin conocer en profundidad las razones últimas de tales sutilezas. Y, además, ya sabemos que el hecho sacramental no reside en los materiales, palabras o gestos concretos, como si estos tuvieran la fuerza por sí mismos, ya que eso sería mentalidad mágica, perspectiva situada en el polo opuesto de la fe. Y los sacramentos son expresión y manifestación de fe…: de confianza: de amor (y de nada más); amor que es el único capaz de hacer realmente presente a Dios, puesto que «Dios es amor» (1 Jn 4, 8).

Pues la tradición ha elegido el óleo, el aceite, como materia simbólica capaz de marcar, señalar, distinguir, elegir algo para separarlo del común, ¿por qué?

Porque, aparte de las explicaciones históricas que aporta la tradición, existe la intuitiva, la aprendida de la experiencia de la vida corriente, que observa las propiedades de las materias o sustancias presentes en dicha vida, para expresar, a través de ellas, símbolos trascendentes que remarcan y exaltan la propiedad elegida. Lenguaje simbólico, que es un medio fundamental de nivel superior dentro de la comunicación humana.

Así, el aceite (como paradigma de cualquier sustancia oleaginosa) tiene la propiedad de no poderse disolver en el agua, por lo que permanece separado, sobrenadando sobre ella. Que el agua consigue entremeterse por el aceite y separarlo…: éste se defiende formando micelas o gotitas, a modo de islas, por ella (los llamados ojuelos de aceite), que tienen la cualidad de coalescer (fundirse entre sí al tocarse) para formar ojuelos o “islas” mayores, para ir recuperando, de este modo, la primitiva unidad perdida.

Pues esta propiedad y cualidad del aceite es la que lo hace idóneo para simbolizar al creyente elegido por Dios para sí, para ser enviado a una misión, y para el desarrollo de una función específica. De ahí que en la antigüedad se acostumbraba a ungir (marcar con aceite) a los elegidos (consagrados), para manifestar este triple y simultáneo estatus, que en el bautismo viene definido como: sacerdote, profeta y rey.

El hecho de que, en la liturgia, este aceite (el óleo) esté perfumado, remarca el bien que la persona irradia a distancia (el “buen olor de Cristo”), como un halo de santidad que la envuelve y la precede (la anuncia), y “santifica” el ambiente en el que ella se encuentra. Y la apreciación de este simbolismo es intuitiva, y la persona la incorpora en sí, sin racionalizarla, porque no tiene que ver con los convencionalismos sino con la misma naturaleza del hombre.

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Véase, entonces, lo que significa ser ungido (marcado, señalado, distinguido, separado, elegido, destacado y consagrado); y que eso es lo que, en griego, significa “cristo”, y, en hebreo, “mesías”. Y de ahí que Jesús de Nazaret sea el “Cristo” o el “Mesías”. Luego el hecho de ungir en la Iglesia es para recordar, haciendo presente, que somos nuevos cristos y nuevos mesías (si lo aceptamos, claro está), con Jesucristo, pero nunca sin Él.

No mencioné, en el Bautismo, la unción del catecúmeno, porque, en la llamada “agua de socorro” que se da de urgencia, no se produce dicha unción y el sacramento es tan válido y completo como si se hubiera producido, por lo que no se emplea como signo primordial.

En cuanto a la unción en la Confirmación, Santa Unción y Orden sacerdotal, una vez comprendido el simbolismo y significado del aceite perfumado, no creo sea necesario detenernos a aplicarlo a cada caso concreto para encontrarle su sentido. Aunque, por ello, resulte un poco “extraño” que en el sacramento del Matrimonio, que también cumple los requisitos de elección para Dios, para una misión y para una función específica, dicha unción no se efectúe. Quizá en ello haya influido la cierta mundanización que siempre ha rodeado dicho sacramento, al tener sobre él la clara conciencia de consagrar una institución de orden natural, y no tanto sobrenatural.

Y en relación a la imposición de manos…: el gesto indica, intuitivamente, la transmisión, persona a persona, de una cualidad o poder espiritual. Pero eso, físicamente, es imposible salvo que se trate de un hecho simbólico que cuenta con la acción de Dios para mostrar el amor. Es decir: no es el poder el que se transmite (que eso sería un hecho mágico), sino lo que pretende mostrar es «la decisión libre y voluntaria de entregarse plena y gratuitamente en Dios», y ésa es la definición de amor. Quien impone las manos es quien se entrega, en sí mismo y en representación de la Iglesia (si tiene ese ministerio), a quien lo recibe, y que muestra en ello su aceptación. Aunque ya se ve que, en la realidad de la vida corriente, toda la vivencia de este gesto simbólico deja mucho que desear, y hay mucho más de gesto “burocrático” y vacío, que de presencia real del Señor, que es amor.

Y la imposición de manos también se realiza en el Bautismo, por parte del sacerdote, por la misma razón que en los otros tres sacramentos ya mencionados, así como en la Penitencia o Reconciliación (aunque sea a distancia), al administrar la absolución; pero no en el Matrimonio (y me supongo que también será por la misma razón por la que tampoco se unge a los esposos). Aunque en todos estos sacramentos hay diferencias según quien imponga las manos. En el Bautismo, Penitencia y Santa Unción, las manos las impone quien ejerce el sacerdocio ministerial; en la Confirmación, el obispo o quien éste haya delegado para tal menester; y en el Orden sacerdotal, sólo el obispo, y en caso de ordenación episcopal, el obispo, previamente autorizado para ello por el Santo Padre u Obispo de Roma.

Y… ¿por qué esas diferencias?

Porque se considera que el sacerdocio ministerial pleno sólo lo tienen los obispos (o supervisores), sucesores de los apóstoles; y éstos, bajo el primado del Santo Padre o Papa, sucesor de San Pedro, garante de la unidad de la Iglesia. Por lo que los sacerdotes ordinarios o presbíteros sólo ejercen un sacerdocio parcial, delegado por los obispos, los auténticos representantes de la Iglesia. Y esto es lo que se conoce como estructura jerárquica de la Iglesia.

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Lo curioso en todo esto es que, a la hora de la verdad, quien tiene el verdadero poder de atar y desatar en toda la Creación a través de su amor, o la ausencia de él: es cada una de las personas creadas, ejerciendo su libre albedrío, con su pecado o su reparación. Y eso es lo que verdaderamente mueve el mundo. Y que, en ello, la jerarquía espiritual la confiere la santidad (lo que es propio de Dios), y nada más que la santidad; y su crecimiento, siempre gracias al amor (al amor auténtico como el de Dios). Puesto que, como ya dijimos, es, amando, como se realiza la verdadera transmutación del ser de la persona, que pasa, de… humana, a santa. Y sólo los santos son los que pueden habitar el Cielo. Luego la otra jerarquía mencionada en el párrafo anterior se refiere a una estructura terrena, humana, que camina hacia el Cielo peregrinando por este mundo; pero no al Cuerpo Místico de Cristo (que es incompatible con todo lo que no sea santo y pueda estar destinado al infierno, que ya está separado de esa Vid).

Y lo mismo que Ismael, siendo el primogénito según la carne, no heredó la promesa hecha a Abrahán, sino que lo hizo Isaac, el heredero según lo prometido. O tampoco fue Esaú, el primogénito de Isaac, quien la heredó, sino Jacob, porque antepuso, la fidelidad a la promesa, a los bienes de este mundo. O Rubén, el primogénito de Jacob (ya denominado Israel) y heredero según la ley: también perdió su derecho, que fue a recaer en Judá, el cuarto de los hermanos. Pues, de igual manera que en todos estos casos, la ley de sucesión según la carne, no es nada en comparación con la fidelidad a la promesa de Dios: a ser fieles a su Voluntad, que es lo que nos lleva a amar y a convertirnos en santos. Y ésa es la promesa: Heredar al mismo Dios. Ya advierte Jesús en el Evangelio: «“Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos”. Y tomando un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo: “El que acoge a un niño como éste en mi nombre, me acoge a mí; y el que me acoge a mí, no me acoge a mí, sino al que me ha enviado”.» (Mc 9, 35-37)

Esforcémonos, entonces, por ser santos, y todo lo demás vendrá por añadidura. O según las palabras de Jesús: «Buscad sobre todo el reino de Dios y su justicia; y todo esto se os dará por añadidura». (Mt 6, 33)

Y esto es, precisamente, lo que se celebra en el sacramento de la Eucaristía. Porque, como ya hemos mencionado, en él se expresa la inhabitación mutua que el libro del Apocalipsis indica con estas palabras: «entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo». (Ap 3, 20) Luego éste es el sacramento de la vida cotidiana en el interior de esa Mística Ciudad de Dios o Cuerpo Místico de Cristo; situación en la que Dios se halla presente permanentemente en la vida del santo, lo que le hace estar lleno de su gracia. ¡Qué bien se entiende ahora el saludo del ángel a María!: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo». (Lc 1, 28) Y, a su vez, el santo se hace presente permanentemente en la vida del Señor; y ésa es la santidad que el santo manifiesta al poner por obra la voluntad de Dios, y lo que le hace a la Virgen María responder: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra». (Lc 1, 38) Y ya sabemos que el resultado de dicho diálogo e inhabitación mutua se llama Jesucristo: Dios hecho criatura; nuestro modelo y hermano mayor. Y todo: fruto de un diálogo entre Dios (que crea) y su Creación (criatura) concebida sin mancha de pecado en su origen, en la que Dios se dona, en todo su ser (Espíritu Santo), en el de ella; y ella lo acepta, llenándose de ese ser de Dios que la convierte en Madre de Dios, puesto que Dios ya no sólo está con y en ella, sino es con y en ella. Ésa es la generosidad inimaginable de Dios con su Creación y sus criaturas; y lo que viene a mostrar Jesús en su vida y

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culminar en su Pasión: La entrega total de sí mismo en el amor (Espíritu Santo). ¡Eso es el Amor!: «La decisión libre y voluntaria de entregarse plena y gratuitamente en Dios». Y eso es lo que celebramos en el sacramento de la Eucaristía: la acción de gracias del amor entregado al precio de sangre. Y ésa es, pues, la vida habitual y permanente del Cielo; y donde, asimismo, se halla presente en plenitud la historia de la salvación. Por eso yo, a la Eucaristía, la suelo llamar la “biblioteca” de la Eucaristía, ya que, en ella, todo se aprende ¡y experimenta! (convirtiéndose en experiencia vivida y no solamente en teoría).

Pues este alimento celestial utiliza el signo enseñado por Jesucristo en su Última Cena, que emplea el pan y el vino como materiales sacramentales, para expresar, a través de ellos, su propia donación de vida hasta el derramamiento de su sangre, por puro amor gratuito de Dios entregado al mundo creado. Pero ni el pan ni el vino ni el mero sonido de las palabras empleadas, por sí mismos, son los que consiguen la transustanciación de las sustancias sacramentales; sino, como ya hemos repetido, lo hace el amor real que se expresa y manifiesta a través de ello; al igual que lo hace el amor real manifestado, que transmuta en santo el ser de la persona que ama, merced a la santidad de Dios que es amor; un salto de entidad equivalente al que se produce entre un animal y un ser humano, o entre un vegetal y un animal. Esto no es ninguna broma, ni un simple simbolismo sin trascendencia.

Luego si la sustancia orgánica del pan o del vino no son determinantes a la hora de la transmutación (transustanciación), sino que lo es el amor manifestado: bien se puede, como Jesucristo en las bodas de Caná, transformar el agua en vino, y, como en la Última Cena, el vino en su propia sangre, en un solo gesto distribuido en dos momentos consecutivos, si no se dispone de la sustancia adecuada para ello. Y, en consecuencia, establecer algo semejante para el pan; ya que el pan no está ahí por ser sustancia de pan, sino por ser el alimento más común dentro de la cultura judía, «fruto de la tierra y del trabajo del hombre» (como dice el texto litúrgico); y es ese alimento más común y cotidiano el que es transformado en Cuerpo de Cristo; porque este sacramento celebra, precisamente, esa cotidianidad de la vida trascendente de fe.

Pero este sacramento que consagra dicha cotidianidad de la vida de fe, se encuentra incluido dentro de un acto litúrgico, más complejo, conocido por Santa Misa. Acto que recoge y sintetiza toda esa vida de fe que la Eucaristía culmina.

Así, el integrante de dicho Acto (que participa en la Santa Misa, tanto

presencialmente, como espiritualmente activo), va rememorando y reviviendo, especialmente en su corazón, lo experimentado desde su entrada por la puerta de la Jerusalén Celestial o Ciudad de Dios, a través del Bautismo y la Penitencia (salutación inicial y acto penitencial de la misa) que le ha introducido en la vida de la misma y en el disfrute de su Felicidad (que no es un ente de razón sino una persona: el mismo Dios), cumpliéndose en ello la indicación de Jesucristo: «Mejor, bienaventurados» (felices) «los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen». (Lc 8, 21) Y que por eso proclama la gloria de Dios (proclamación del “Gloria”) y escucha su palabra allá donde se pronuncie (que en la misa es a través de las lecturas de la misma, lo que se conoce como Liturgia de la Palabra). Que confirma su fe (recitando el “Credo” en recuerdo de la Confirmación) y comienza a poner en práctica lo escuchado a través de la oración por los demás (las preces) y de la entrega desinteresada de lo poco que es y tiene (los cinco panes y los dos peces del Evangelio o las ofrendas del pan [lo que tenemos, el

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cuerpo] y el vino [lo que somos, el espíritu] en la misa). Entrega que ya es el primer gesto o manifestación del amor auténtico, que comienza a corresponder al percibido de Dios, y a través del cual se descubre su santidad (el “Santo” de la misa). Santidad de Dios ofrecida gratuitamente (Amor de Dios) a quien quiera aceptarla y se deje transmutar (transustanciar) por ella, lo que convierte al receptor en santo (lo consagra) y, con ello, en fuente de amor auténtico, tal como Dios ama (la consagración de la misa), y de ahí su envío misionero: «Haced esto en memoria mía» (Lc 22, 19), que no sólo se refiere a la repetición material del gesto sacramental, sino al hecho vital que tal gesto significa, es decir: a entregarse en amor hasta las últimas consecuencias como Él se entrega: «Amaos los unos a los otros como yo os he amado» (cf. Jn, 34-35); o dicho con otras palabras: “Haceos eucaristía los unos para los otros”. ¡Ésta es la vida de los santos en el Cielo! (Y por eso nada impuro puede entrar en él.) Luego ese trascendental descubrimiento lleva, a quien lo acepta, a aclamar la bondad inconcebible de Dios que se entrega verdaderamente a su criatura (la aclamación de la misa como respuesta confiada y segura de quien disfruta del sacramento de la Eucaristía).

Pues una vez percibida la presencia real del Señor en medio de sus fieles y en la naturaleza de su Creación (aunque ésta conserve la apariencia anterior a su consagración, como el santo conserva su apariencia humana, a pesar de haber cambiado la entidad de su ser, ya que el concepto de ser es relacional y no estático): la oración, como comunicación confiada y permanente, la paz y la alegría del corazón se hacen manifestaciones sustanciales de tal presencia real; lo que se comprueba, también en la vida corriente, al hallar estos signos o señales como manifestaciones de la presencia de Dios en el alma. (Y esto, en la misa, lo muestra la oración del padrenuestro y el rito de la paz).

Pero recordemos que la misión de amor recibida, conmemorada y hecha presente intemporalmente en la Eucaristía, consiste en entregarse plena y gratuitamente a cada uno en el Amor de Dios, con lo que la persona ha de morir a su egoísmo excluyente y distanciador, para reencontrarse en su donación de amor hecha a cada uno, y que le permite irse partiendo y repartiendo sin perder por ello la totalidad en cada parte. Y por eso la persona encuentra su auténtico ser (su personalidad única) en Dios, dándose (al modo de Jesucristo). Luego, en la fracción del pan (una vez consagrado) en la misa, es cuando se rememora y actualiza, haciendo presente intemporalmente, la pasión y muerte de Nuestro Señor Jesucristo, y, con ella, todo su sentido teológico universal.

Pero en esto de la muerte al propio egoísmo, lo que se conoce por abnegación cristiana, suele producirse un malentendido que me gustaría aclarar. Dice Jesús en el Evangelio: «Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí, la encontrará. ¿Pues de qué le servirá a un hombre ganar el mundo entero, si pierde su alma?» (Mt 16, 24b-26a) Y es que el problema surge cuando se pretende interpretar el primer versículo de los citados, concretamente el “negarse a sí mismo”, sacándolo, tanto de un contexto cercano, como del lejano que abarca toda la enseñanza del Evangelio, como del propio testimonio de Cristo a través de su propia vida, incluso y fundamentalmente, del sentido común; entendiendo entonces todo ello como que la persona ha de rechazar su propio ser, si pretende “ser” algo. ¡Menudo disparate antitético! Pero lo más grave es que eso ha hecho mucho daño a las personas a lo largo de la historia de la Iglesia.

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Si el ser de la persona (su espíritu), está Creado directamente por Dios merced a su Amor sin medida, y hecho a su semejanza (según nos indica el Libro del Génesis), ¿cómo, pues, va a renegar el hombre del don de Dios (que es todo Bien) para buscar, en su lugar, un “ser” que resulte agradable a su Creador? ¡Pero qué presunción la del hombre que pretende ser más listo que el mismo Dios! (¡Que, además, ha elegido vivir en ese ser del hombre como en su templo!) Pero es que esa misma forma presuntuosa de ver la realidad se da también en todos los órdenes de la vida; sea el caso, a modo de ejemplo, de las podas indiscriminadas de la ramas de los árboles, hasta dejarlos mochos, so pretexto de no se qué saberes “eruditos”, pero que consiguen que la mayoría de esos árboles se sequen (mueran), y los que no, queden tarados (deformados) para el resto de su vida. Y eso es lo han estado haciendo todos aquellos “podadores profesionales” con ese concepto tan erróneo de “poda”.

Dios, nunca jamás impone ni se impone ni compite con el ser del hombre, sino que lo potencia desde dentro, al residir en él; y de ahí que, ser fieles a la Voluntad de Dios, nos haga ser más auténticos, porque construye con nuestra propia voluntad que reside en nuestro espíritu (nuestro ser). Quien compite con el ser del hombre y trata de imponerse a la voluntad de éste, es el demonio (Satanás y toda su cohorte de los que actúan como él). Y lo hace a través de la seducción manipuladora (tentación) que crea fantasías, paraísos ficticios y realidades engañosas en nuestra mente, conducentes a crear un falso yo en ella (egoísmo y similares) que nos aleje de Dios, y que compita con el auténtico y real “soy yo”. Pero nuestras decisiones siempre las tomaremos con el real, no con el ficticio, que no puede decidir por nosotros porque es engañoso. Luego el “negarse a sí mismo” del Evangelio, se refiere a sustraerse de esa situación engañosa que nos confunde sobre lo que verdaderamente somos; es decir: “No sigas las inclinaciones perversas que han construido en tu mente una imagen falsa de ti mismo para que la tomes de referencia, porque ése no eres tú”. Y por eso la cruz siempre viene asociada a esa liberación, porque, para realizarla, se necesita fuerza de voluntad para mantenerse firme en la decisión, y ejercer las renuncias pertinentes que sean necesarias para lograrlo. De ahí la “negación” y la “cruz”. Pero esta liberación se realiza, precisamente, gracias a las cualidades, dones y gracias que el Señor pone en nuestro auténtico ser; y nunca sin ellas. Por eso, para conseguir “podar” con bien a alguien (dirigirle espiritualmente), se necesita conocer muy bien cómo es de verdad esa persona, sin fiarse de las apariencias (que es donde está el engaño), y eso sólo se logra: amándola, y amándola al modo de Dios; puesto que sólo es el amor el que permite conocer verdaderamente. Todo lo demás sólo será dañino. (Como canta la zarzuela: «y así se ven por el mundo las desgracias que se ven». [“La Revoltosa”]) Y es que… donde no hay amor… hay pecado (negligencia culpable). Por eso, para esto, no vale un erudito ni un profesional, sino un santo: una persona que ame al modo de Dios.

Pues, volviendo al momento de la fracción del pan en la misa, donde nos habíamos quedado antes de esta necesaria disquisición sobre la abnegación: aun siendo el momento más dramático, como lo es para una embarazada el momento del parto: también, como a ella le ocurre, es el momento cumbre de la entrega feliz, fruto del amor, del amor manifestado generador de vida, del partirse para repartirse, y vivir más allá de los propios límites, compartiendo y participando del ser de otros. Y esto es lo que expresa el gesto de la comunión.

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Uno a uno, individual y personalmente, cada integrante de esa Mística Ciudad de Dios, acepta y acoge en su ser el Don gratuito del Ser amado, culminando así esa inhabitación mutua que ya comentamos, y sellando y consumando la filiación de hijos nacidos de ese Padre o Madre que nos había dado a luz en la fracción del pan: convirtiéndose, así, en celulitas que conforman los tejidos de ese Cuerpo Místico de Cristo, o en piedras vivas que constituyen el Templo de Dios o Nueva Jerusalén. Y, con todo ello, recordamos los sacramentos que marcan nuestra función específica (la vocación) dentro de la Iglesia: El Orden, el Matrimonio, y la Santa Unción (la perseverancia en la prueba).

Fijémonos en que, cuando se comulga, la que lo hace y acoge es la persona entera, y no solamente la lengua, la mano, las rodillas o los pies. Y que es la voluntad de la persona (su espíritu, su ser) la que decide amar o no, y no solamente la lengua, la mano, las rodillas o los pies… Luego pretender primar unos gestos o posturas sobre otros a la hora de comulgar, por el mero hecho de practicarlos, sin valorar su intencionalidad, no sólo es un juicio temerario, sino un pecado por parte de quien juzga tendenciosamente. Y no vale en ello apoyarse en supuestas revelaciones privadas del Señor, la Virgen, los santos o las ánimas del purgatorio, como autoridades incuestionables externas, para evitar así que tales juicios sean cuestionados (incluso por muchos fenómenos “maravillosos” que los acompañen), porque ésa es una manera de manipular propia del demonio para crear confusión, y fomentar los egos y las rencillas. Porque la fe nunca se opone a la razón ni la razón (la sana razón) puede oponerse a la fe, sino que se complementan y potencian (y hasta el punto de que si se corrompe una se corrompe la otra), puesto que ambas han salido de las manos del mismo Creador. Por eso el Concilio Vaticano I afirma en el siguiente canon dogmático: «Si alguno dijere que no es posible o que no conviene que el hombre sea enseñado por medio de la revelación divina acerca de Dios y del culto que debe tributársele, sea anatema.» (Denzinger 1807, cf. 1786) Y, a su vez, el mismo Concilio afirma en esta otra que precede a la anterior: «Si alguno dijere que Dios vivo y verdadero, Creador y Señor nuestro, no puede ser conocido con certeza por la luz natural de la razón humana por medio de las cosas que han sido hechas, sea anatema.» (Denzinger 1806, cf. 1785)

Y es que Dios también actúa a través del sentido común, como es fácil de deducir; y el sentido común (la razón), precisamente por ello, es el vehículo idóneo para discernir entre el bien y el mal y los engaños del Maligno, en medio de la barahúnda de este mundo. Y, por eso, también tenemos que dar gloria a Dios con él (como con todos los dones que Él nos ha otorgado). Y no hacerlo… es una negligencia culpable. Es por eso que todo aquel que se escuda en revelaciones o inspiraciones supuestamente divinas (incluso si todo ello viene acompañado de “hechos maravillosos”), ha de ser coherente con todo el bagaje, atesorado a lo largo de los siglos, de vivencia de la Verdad de la fe, dentro de una razón de todas las cosas. Y la primera persona interesada en someter todas sus experiencias al análisis de una sincera autocrítica, debe de ser la misma y propia persona. (Es decir, dicha persona no se puede creer las cosas “porque sí”, sin analizarlas previamente y someterlas a su sentido común, dejándose llevar por una impulsividad irreflexiva; salvo que quiera ser connivente con las sugestiones del demonio.) Por eso los santos, como prueba de su sentido común, muestran humildemente sus dudas, pidiendo razones a Dios, cuando Éste les encarga una misión: «¿Cómo será eso, pues no conozco varón?» (Lc 1, 34) «¡Ay, Señor, Dios mío! Mira que no sé hablar, que sólo soy un niño.» (Jr 1, 6) «¿Quién

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soy yo para acudir al faraón o para sacar a los hijos de Israel de Egipto?» (Ex 3, 11). Etc., etc., etc.

Pues el envío misionero de «Haced esto en memoria mía», es decir, de “Haced en vuestra vida como yo he hecho en la mía”, que se asume en la comunión: tiene un importante y especial momento de reflexión y diálogo posterior a él, llamado de “acción de gracias”, que permite, a nuestro sentido común, exponer sus dudas y dificultades al Señor para que Éste las solvente. Y, si hay sinceridad y humildad en el trato, habrá respuesta sincera y humilde del Señor, como el “susurro” ante la cueva de Elías en el Horeb (cf. 1 Re 19, 9-18)

Y la celebración de la misa (de la Santa Misa) concluye con el envío expreso y manifiesto recogido en la bendición final y en la despedida. Despedida que, según la formulación actual: «—Podéis ir en paz. —Demos gracias a Dios.» no trasluce con claridad esa intención del envío al mundo del «Ite: Missa est.» (“Idos: la Misa se ha terminado”; o, “Id: el Envío se ha efectuado”.) Por lo que dicha expresión actual se podía reformular como: «—Id y llevad la paz. —En virtud de la gracia de Dios.» (Por ejemplo.)

Y la celebración litúrgica de la Misa se acaba, pero sólo la celebración; porque lo que se ha celebrado no es sino la expresión de la misma vida corriente del creyente o fiel, que ama al modo de Dios manifestado en Jesucristo. Luego sólo hay una diferencia de aspecto entre una cosa y la otra, pero no de estado vital. (O… no la debería de haber; salvo que… nos encontremos en el terreno de la hipocresía.)

Entonces… ¿en qué debe (o debería) consistir la mejor y más profunda liturgia?

Pues… será la que mejor recoja la propia vida corriente, puesto que los hechos de la vida son las pruebas palpables (que dan fe) de la auténtica relación con Dios y el culto verdadero, y que la celebración litúrgica sólo recoge y sintetiza; ya que no son los hechos por sí mismos los que deciden por las personas, sino las personas las que se manifiestan a través de sus hechos (lo mismo que el pecado no está en el hecho en sí, sino en la intención del corazón); así, la liturgia, no es la que condiciona a las personas (como ya dijimos de los ritos mágicos) sino éstas las que se expresan a través de ella; y, por eso, como ya se dijo, es el amor de éstas quien hace presente a Dios en la liturgia y no al revés. O como dice Jesucristo en el Evangelio: «El sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado». (Mc 2, 27) Porque todas las normas, leyes y directrices están hechas para servir al hombre y no para esclavizarlo. Al igual que los mandamientos de la ley de Dios, que se resumen en el amor, construyen al hombre desde dentro, desde su ser, y no entran en competencia con él, con intención de subyugarlo, como ya se dijo al referirnos al concepto de abnegación.

Luego si la mejor liturgia es la que mejor refleja la vida usual y corriente, y, además, es la que mejor expresa la liberación del hombre de las ataduras del pecado, gracias al amor: Pues eso, necesariamente, nos conduce a que ésta se desarrolle dentro de un ambiente de sinceridad, cercanía, sencillez y humildad, completamente ajeno a la ampulosidad, pompa, ostentación, abigarramiento, boato, grandilocuencia, altanería, artificiosidad, magnificencia, espectacularidad y vanagloria, propias de las celebraciones mundanas. Sólo hay que repasarse la vida entera de Jesucristo para no encontrar ninguna de estas características mundanas en toda ella; y por eso, estas características mundanas, y todas las similares, nunca pueden hacer presente a Dios, aunque se invistan de una

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autoridad aparente. Ya advierte la sabiduría del refranero que… «aunque la mona se vista de seda, mona se queda».

Entonces, la liturgia será más auténtica cuanto mejor refleje la vivencia de la Sagrada Familia de Nazaret, que siempre tenía a Jesús presente en medio de la vida familiar. No creo que la Virgen María o San José le dieran más gloria a Jesús si cada vez que entrara por la puerta le incensaran, le rodearan de cirios o recubrieran de oro todo lo que tocara (por poner un ejemplo); y, sin embargo, le dieron el culto que mejor se le podía dar. ¿No tendremos que aprender nosotros de ellos, y no tanto del culto sacerdotal administrado en el templo de Jerusalén, que acabó como acabó? ¿Acaso el culto que Dios quiere es el que se le muestra a través de todas esas características mundanas que Jesús nunca empleó?

Le dice Jesús a la samaritana: «“Créeme, mujer: se acerca la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre. Vosotros adoráis a uno que no conocéis; nosotros adoramos a uno que conocemos,» (Eso es lo que da la diferencia en el trato, y de ahí el de María y José, que Le conocen.) «porque la salvación viene de los judíos. Pero se acerca la hora, ya está aquí, en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y verdad”. La mujer le dice: “Sé que va a venir el Mesías, el Cristo; cuando venga, él nos lo dirá todo”. Jesús le dice: “Soy yo, el que habla contigo”.» (Jn 4, 21-26)

Y por eso San Pablo afirma: «Cuidado con que nadie os envuelva con teorías y con vanas seducciones de tradición humana, fundadas en los elementos del mundo y no en Cristo». (Col 2, 8) Porque no se nos ha dado otro modelo de vida y salvación que Cristo; y porque las mundanidades, y las tradiciones humanas que ellas generan, son contrarias al Espíritu de Dios. Pero, aunque las tradiciones humanas no sean manifestaciones de fe, sí puede extraerse de ellas lo que de verdadera raigambre de fe tengan.

Pongamos el ejemplo de los ropajes, una forma de lenguaje intuitivo más, como tantas otras; ya que nuestra personalidad propia y auténtica se manifiesta naturalmente en todo lo que hacemos y vivimos, y los vestidos permiten expresar también todo ello, incluso de manera inconsciente.

La sinceridad de la vida se mostrará, entonces, si, además de mantenernos siempre tal y como somos, nuestro atuendo refleja también dicha naturalidad y coherencia con nuestro comportamiento habitual; porque si nos vestimos de otra manera con intención de aparentar lo que no somos, verdaderamente nos estaremos “disfrazando”, y ya dejaremos de transmitir esa sinceridad y autenticidad de nuestra vida en cuanto que se descubra el engaño (si previamente no se ha dejado claro que era un disfraz), y, en ese caso, el perjuicio será todavía mayor porque caerá sobre nosotros la sombra de la falsía y la hipocresía.

Pero si, además, el ropaje muestra un privilegio distanciador o separador con respecto a aquel a quien pretendemos acercarnos, estaremos indicando al subconsciente de nuestro interlocutor que tal acercamiento es meramente una pose “buenista” sin una pretensión real.

Y si, además, la vestimenta es ostentosa, ampulosa, abigarrada, etc., etc.; estará, asimismo, indicando la prepotencia, suficiencia, vanagloria, etc., etc., de quien la porta. Justo todo lo contrario de la sencillez y humildad requerida para la consecución de una comunicación sincera y en profundidad entre las personas.

Pero, además, estaremos haciendo justo todo lo contrario del objetivo redentor de Dios al encarnarse en criatura humana (como si fuéramos

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“anticristos”). Ya que, como bien afirma San Pablo en su Carta a los Filipenses: «Tened entre vosotros los sentimientos propios de Cristo Jesús. El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente al ser igual a Dios; al contrario, se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres. Y así, reconocido como hombre por su presencia, se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo exaltó sobre todo y le concedió el Nombre-sobre-todo-nombre; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre.» (Flp 2, 5-11) Aunque otra traducción litúrgica más antigua utiliza tres palabras que se aproximan mejor a la intencionalidad de lo que aquí comentamos: «no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango.» (Flp 2, 6b-7a)

Como vemos, es Dios Padre quien concede la autoridad a Jesucristo, y no es el mismo Jesús quien se la procura con sus propios méritos (movido por la inseguridad de no tenerlos). Luego la autoridad en el Cuerpo Místico de Cristo se ejerce, al modo de Jesucristo, a través de la manifestación de la verdad y santidad de vida… ¡y de ninguna otra manera! Porque la jerarquía del corazón procede de la humildad (Verdad), que es el rostro de la santidad (Don de Dios). Y tengamos presente que, los hechos de la vida del Dios hecho carne, son Vida trascendente universal; por lo que no pueden reducirse a meras tradiciones externas.

Pues en la liturgia… tanto de lo mismo.

Si para ejercer el sacerdocio ordinario o común sólo se precisa la “vestimenta espiritual” del Bautismo, lo que en la vida corriente se muestra en una pudorosa ropa “corriente”: para ejercer el sacerdocio ministerial (¡en todos sus grados!), que ni cubre ni oculta ni anula el sacerdocio común, sino que lo encauza y potencia: basta con colocar una estola (por ejemplo), que ni cubre ni oculta ni anula el ropaje usual, sino que lo enriquece, para mostrar con ello que el sacerdote está actuando litúrgicamente en “persona de Cristo”. Con lo que todos los demás ropajes, aditamentos, accesorios y galas, pueden encontrar su sitio adecuado en el museo de historia de la Iglesia.

Y todo lo dicho para los ropajes puede extrapolarse perfectamente al resto de ceremonias litúrgicas que no muestren la sinceridad, cercanía, sencillez y humildad requeridas.

Comprendo que todos los ceremoniales, cuanto más vistosos y abrumadores resulten, más impactarán irreflexivamente en quien los contemple, y más sensación de espectador pasivo e inoperante le transmitirán; pero ésa es una técnica de manipulación propia del demonio, no de Dios; porque Dios no quiere sujetos de obediencia, siervos o esclavos: sino personas libres, hijos y amigos, que lo compartan todo con Él, y por eso dice Jesucristo en el Evangelio: «Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer». (Jn 15, 15)

Pues eso, y no lo otro, es lo que la liturgia debe transmitir, librándose de todas las tradiciones y preceptos humanos sobreañadidos que se han ido infiltrando en ella a lo largo de la historia, para acabar por mostrar todo lo contrario a lo vivido y enseñado por el mismo Jesucristo: la «piedra viva desechada por los hombres, pero elegida y preciosa para Dios» (1 Pe 2, 4), sobre

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la que se ha edificado la Iglesia. Iglesia que no puede expulsar de su base a la piedra clave que la sostiene, si no quiere caer desplomada en su integridad como consecuencia de su decisión. O dicho con otras palabras: no puede excomulgar de su comunión al Espíritu del Señor (la Verdad) que la anima, sin verse excomulgada a sí misma de la Comunión Trinitaria, y privada de su hálito de vida perdurable. Bueno… poder… puede, porque tiene libertad para hacerlo; pero ésas son las consecuencias si lo hace.

El Concilio de Trento define a la Iglesia como «forma visible de la gracia

invisible»; luego la “forma visible” tiene que ser lo más coherente posible con la “gracia invisible”, si es que quiere transmitir fidedignamente a su Señor; y de manera que… quien vea lo visible, pueda ver, o al menos atisbar, lo invisible. Pero no…, con la excusa de querer mostrar mejor lo que es…, acabar por mostrar… justo lo que no es.

Entonces… la pregunta es esta: Tal como está estructurada la institución eclesial hoy en día y su forma de administrar el culto, expresar la liturgia y ejercer el gobierno… ¿basta con ver su forma visible para saber cómo es su Señor que se dona en ella, cuál es Su santidad y Su voluntad, y la vida de ese Cuerpo Místico de Cristo y Comunión de los Santos que la conforma? O dicho de otro modo: ¿Da testimonio verídico de la vida terrena de Jesucristo, conformando el Cristo Total?

Pues en la medida en que dé testimonio, y de lo que dé testimonio fidedigno, habrá que conservar, defender y potenciar eso; pero en la medida que no lo dé… eso habrá que desecharlo, depurarlo y purificarlo. Y curar, todas las heridas y enfermedades, como si de un cuerpo enfermo se tratase, sometiéndose a todos los tratamientos que sean menester (algunos de verdadera urgencia, porque se está jugando su subsistencia en ello).

Aunque ya advierte el mismo Jesucristo de las dificultades de tal asunto: «Nadie recorta una pieza de un manto nuevo para ponérsela a un manto viejo; porque, si lo hace, el nuevo se rompe y al viejo no le cuadra la pieza del nuevo. Nadie echa vino nuevo en odres viejos; porque, si lo hace, el vino nuevo reventará los odres y se derramará, y los odres se estropearán. A vino nuevo, odres nuevos. Nadie que cate del vino añejo quiere del nuevo, pues dirá: “El añejo es mejor”». (Lc 5, 36-39) Y es que, aferrarse a las viejas tradiciones fruto de preceptos humanos, da seguridad, y nadie quiere novedades que puedan movernos la silla donde estamos tan cómodamente asentados. Y nos agarramos al sedentarismo práctico que muestra el refrán: «Más vale pájaro en mano que ciento volando». (Las seguridades humanas de toda la vida.) Pero el Cuerpo Místico de Cristo, por definición, es el de Cristo: tan peregrino como él; no aferrado a las corruptibles seguridades humanas, sino edificado sobre la Roca inamovible que es Dios en su Trinidad. Y Dios es quien marca el camino hacia la Jerusalén Celeste, removiéndonos la silla que nos distrae del objetivo, para que prosigamos la ruta que nos llevará a destino. Pero apostar por la silla (la poltrona) o por el vino añejo, sin confiar en el nuevo que nos regala el Señor, es como edificar sobre arena en vez de sobre la Roca que se nos brinda; y por eso Jesucristo responde a los sumos sacerdotes y fariseos (cuyo nombre significa “separados” del resto) que le escuchan: «¿No habéis leído nunca en la Escritura: “la piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular. Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente” (Sal 118[117], 22-23)? Por eso os

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digo que se os quitará a vosotros el reino de Dios y se dará a un pueblo que produzca sus frutos». (Mt 21, 42-43)

Peliaguda cuestión esa de perderlo todo, cuando pensamos que, precisamente con nuestra tozudez, lo estamos asegurando todo. Podrá ser difícil el cambio, sí; pero no imposible ni inviable: Véase el caso, por ejemplo, de la llamada “transición política española”, que pasó de la ley a la ley de una manera modélica (y eso que eran asuntos políticos, sin la solidez que confiere la Roca de la fe).

También es verdad que vivimos una época de confusión y apostasía, de tal calibre, que hace difícil saber dónde se tiene la mano derecha, o dónde está el norte, en nuestra peregrinación por la fe a través de este mundo corruptible. Pero esa confusión no es producto del querer de Dios sino del pecado, de dejar al demonio que campe a sus anchas por el mundo, manipulándolo todo, para engañar y engatusar a todo el que pueda. Por eso hay que desenmascararlo, descubriendo sus ardides, para que, así, se pueda ver la Verdad de nuevo.

Y es que el método preferido por el demonio, por ser el más eficaz, para manipular la realidad y conseguir el engaño, es confundir para provocar el miedo. Porque el miedo paraliza, bloquea y aturde la reflexión, con lo que produce la situación ideal para que la persona que lo sufre acepte, sin pensar, cualquier cosa que se le proponga con tal de salir de esa situación. El verdadero problema surge cuando la persona descubre el engaño, y, llevada por su orgullo, para no reconocer el error, se reafirma en su actitud anterior cuando estaba sometida al engaño, aceptando ahora, voluntariamente, lo que antes sólo había sido involuntario; y ahí está el pecado y el triunfo del demonio (príncipe de la mentira), y ésta es la verdadera elección que nos condena: el orgullo.

¿Y cómo provoca el miedo?

Pues desencadenando o aprovechando una situación de inseguridad, al confundir nuestra percepción de la realidad (la desinformación de nuestro mundo actual), como en el caso que mencionábamos un poco más arriba. Y ante la inseguridad… sólo tiene que confundir aún más con una apariencia de peligro indeterminado (como en las películas de terror, o…: el cambio climático, una pandemia, la destrucción de nuestro medio, una crisis económica, un enemigo ficticio, etc., etc., etc., o sus equivalentes para cada persona), sugestionando la imaginación para ofuscar la razón, y así producir el engaño. ¡Y éste es todo el poder del demonio! (o Satanás, diablo, Belcebú, o como se le quiera llamar). ¡No tiene más! ¡Sólo es el control de la apariencia! Pero… sólo de la apariencia, no de la realidad. Es decir: ¡Todo es fuego fatuo! (artificio, señuelo, tramoya vacía, pura apariencia).

Y si la inseguridad es nuestro talón de Aquiles, nuestro punto débil… ¿cómo podemos evitarla o prevenirla?

Pues yendo a la raíz del problema, porque la inseguridad viene de la falta de confianza, y confiar en Dios es fiarse de Él, tener fe en Él. Y la fe es la respuesta al amor percibido de Dios, y, como ya dijimos, eso también es corresponder a su amor con amor. Luego la presencia de inseguridad y miedo es señal de ausencia o carencia de fe y amor. (Al final, siempre acabamos en lo mismo.) Y eso es lo que abre la puerta a la acción del demonio.

Si el demonio es tal por su rechazo al amor, la presencia de éste es incompatible con la presencia de aquél. Luego la mejor garantía contra el

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demonio, y la inmunidad frente a él, es el amor. Amor que confía plenamente en Dios y que expulsa inmediatamente (por incompatibilidad) al demonio, allá donde éste ande enredando. Y, también, la humildad del corazón como escudo defensor contra sus asechanzas y manipulaciones.

Hay que curar, pues, nuestros miedos con confianza en Dios, porque eso nos librará de muchos problemas. El demonio siempre tratará de abrumarnos con una apariencia de poder omnímodo, para convencernos de que nos es imposible resistirnos a sus sugestiones y seducciones; pero, si eso fuera cierto, no perdería ni un segundo en tratar de convencernos de ello (¡y de múltiples maneras!), sino que, simplemente, lo haría sin más. Puesto que él sólo tiene el poder que nosotros le cedamos voluntariamente, convencidos por sus engaños. Él solamente es mentiroso, y miente siempre (aun cuando aparente decir la verdad). Nunca nos podemos fiar de él. Nuestra confianza sólo puede estar en Dios, porque sólo el Señor es quien nos ama verdaderamente. (La verdad nos la podrá decir la Virgen directamente, pero nunca el demonio “obligado” por la Virgen, como he oído a algún exorcista comentar.) En resumen: Al demonio nunca hay que tenerle miedo (puesto que no tiene un poder real), ya que precisamente ése es el medio que utiliza para sugestionarnos y manipularnos. Y, como ya dijimos, el pensamiento mágico participa de esa mentalidad confusa y desconfiada que se deja sugestionar; pensamiento que, por ello, se ha de desterrar en la Iglesia. Así que… aunque parezca que el Maligno controla el universo entero… ¿Qué puede todo un sofisticado entramado de corrupción humana contra el Amor de Dios?

Pero no pretendamos ser más listos que el trilero que se coloca ante nosotros desafiándonos a saber “¿dónde está la bolita?”. Eso sólo se combate con humildad, perseverando en ella, no entrando en su mismo juego ni usando sus mismas armas. Nosotros ya tenemos el amor con que nos ama Dios como arma infalible contra el demonio y toda su cohorte; y nuestra autoridad por ello es incuestionable. Pase lo que pase, veamos lo que veamos, el triunfo del amor está asegurado; porque donde hay luz no puede haber tinieblas: Son incompatibles y antitéticas. Y por eso las medias tintas, las tibiezas, contemplaciones y “buenismos” son tan lesivos, porque muestran el principio de la claudicación. Ya advierte el Apocalipsis: «Pero porque eres tibio, ni frío ni caliente, estoy a punto de vomitarte de mi boca». (Ap 3, 16) No hay como ceder un poquito en la verdad, pretendiendo conciliar con el mal, para que el demonio ya no se nos despegue, pretendiendo más y más. Si encendemos la luz: la encendemos: y desaparecen las tinieblas en su radio de acción. O… no la encendemos… por consideración a las tinieblas, y éstas saldrán reforzadas. En esta lucha no hay término medio: O con Dios o contra Dios.

Y por eso hay que mirar muy bien todo lo que se hace, rebuscando concienzudamente por todos los rincones para iluminarlos bien.

Así, en la liturgia, cuanto más sencillos, claros y directos sean todos los

gestos, y especialmente todos los textos, tanta menos oportunidad se le estará dando al demonio para introducir su malsana confusión. Y, además, con ello, también se está teniendo en cuenta a los menos dotados intelectualmente, con lo que se introduce el amor, además de la sapiencia, en todo ese ámbito.

Fijémonos, si no, en la oración oficial de la Iglesia, la conocida como Oficio divino o Liturgia de las Horas. Una oración que, a pesar de ser la oficial, en la que

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toda la Iglesia ora por toda ella en cada uno de sus miembros, está sólo pensada y dirigida para una élite dentro de la misma, y abigarrada y complicada hasta tal punto a lo largo de los siglos, que requiere un sesudo aprendizaje y un cierto nivel de inteligencia y formación por parte de quien pretenda practicarla y sacar algún provecho de ella. Y podemos pensar…: “Pues si Dios lo ha consentido durante tantos siglos… ¡sus razones tendrá! Y… quien calla, otorga”.

Pero la verdad es que Dios no calló, y, “por la puerta de atrás”, la Virgen María (“La Santa Madre… Iglesia”), tuvo que inspirar, a Santo Domingo de Guzmán en la Edad Media, el rezo del Santo Rosario y su difusión. Rezo privado y público, éste sí, al alcance de todo el pueblo fiel, que acabó por convertirse en el rezo “oficioso” y popular del común de los fieles, y en el que se identifican como Iglesia.

Y visto esto, ahora nos podemos preguntar…: ¿En cuál de estas dos opciones podremos encontrar mejor la sinceridad, cercanía, sencillez y humildad de Dios?

“Pero es que en el rezo oficial se utiliza la Palabra de Dios recogida en la Sagrada Escritura…”, se podría pretextar. Bien, pues entonces aprovechemos de él todo lo aprovechable, pero simplifiquémoslo hasta hacerlo asequible al común de los fieles: Suprimamos todo lo accesorio, abigarrado, complicado, superfluo e innecesario, y dejémoslo reducido a la exclusiva Palabra de Dios, enmarcada entre silencios de oración personal. Y, además, seguro que todos los santos del cielo se quedarán más que conformes con que sólo se les mencione en su día, sin ninguna modificación de ningún tipo en la estructura del rezo, ya que ellos llegaron allí, “casualmente”, porque prefirieron con todo su ser alabar a Dios, antes que ser alabados por el mundo.

Lo único que requiere el rezo público y común, puesto que se proclama en voz alta en señal de unidad, es que las palabras que se digan sean las mismas, y en el mismo orden, para que todo resulte coordinado; por lo que dichas palabras deben estar fijadas litúrgicamente, de cara a una mera ejecución práctica. Aunque este tipo de rezo en voz alta es bastante más difícil de interiorizar, porque la ejecución distrae de la reflexión (y de ahí la necesidad de los silencios): ha de procurarse que lo que dicen las palabras responda a la verdad del corazón (como bien recomienda San Benito), porque eso suscitará, además, una comunión de sentimientos.

En cuanto a lo que se suele decir de que “quien canta ora dos veces”, eso no es sino una hipérbole (una imagen exagerada) de la realidad, ya que, como se acaba de decir en el párrafo anterior, la ejecución del canto distrae de la reflexión del contenido de las palabras, que se vuelven más musicales que conceptuales; y lo que se gana por la espiritualidad intuitiva de la música, se pierde de la profundidad intelectual de las palabras. De hecho, la mayoría de las personas que cantan canciones por entretenimiento, no saben lo que cantan hasta que no se paran a valorar la letra. (Por eso, a veces, se escuchan y repiten verdaderos disparates sin que nadie se percate de ellos.)

Y todo esto que se dice para la oración oficial de la Iglesia, se puede aplicar igualmente para todo el resto de celebraciones litúrgicas, incluida la Santa Misa, en las que la búsqueda de la autenticidad, la claridad, la sencillez, etc., debe primar sobre cualquier otra cosa. Y, para ello, tomar como ejemplo de simplificación radical el primer concilio de la Iglesia, el de Jerusalén en tiempos apostólicos, que acordó: «Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros, no

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imponeros más cargas que las indispensables». (Hch 15, 28) Y suprimió “de un plumazo” la infinidad de “preceptos humanos” de la tradición judía.

Quizá, ya puestos a tocar todos los palos, en cuanto al culto se refiere, sería bueno mencionar un tema recurrente para el que nunca se ha dado una explicación clara: la exclusividad del ejercicio del sacerdocio ministerial para los varones, y la exclusión de él de las mujeres.

La única razón de cierta consistencia que se ha dado para que esto sea así, es que, Jesucristo, siendo libre para hacer las cosas como le pareciera mejor, lo eligió así; y esa tradición se ha mantenido hasta el día de hoy. Sin embargo, curiosamente, con otros hechos no ha sucedido lo mismo; con lo que el argumento anterior pierde la poca consistencia que tenía. Y aunque se han buscado razones teológicas de fondo o de calado que justifiquen el hecho, no se han encontrado. Si la mujer, por el mero hecho de ser persona bautizada, ya tiene su sacerdocio común u ordinario de pleno derecho… ¿por qué no pude acceder al ministerial?

Quizás, si en lugar de buscar sofisticadas razones teológicas de altura, hubiesen descendido a la sencillez de la vida práctica y prosaica, habrían encontrado la justificación buscada.

¿Qué pensaríamos si, en esta sociedad actual tan libre de prejuicios, viéramos una película en la que a la protagonista femenina le han puesto una voz masculina, y al varón protagonista, una de mujer?

Pues que se trataría de una comedia, llena de situaciones ridículas y burlescas tendentes a producir hilaridad.

Pero… ¿y si lo que se representa es un drama, o, al menos, algo muy serio?

Pues que, quien lo hace, pretende mofarse y ridiculizar a los personajes de tal situación, con intención de manipular su mensaje. Y se tomaría ofensivamente.

De hecho, a finales del siglo XIX, se representaron zarzuelas en las que el papel de un mozalbete o de un varón joven era interpretado por una mujer. Pero eso pasó a la historia y dejó de practicarse por ser poco real y un tanto ridículo. Y lo mismo sucedió en Inglaterra cuando, en tiempos del puritanismo, los papeles teatrales asignados a mujeres eran interpretados por hombres, lo que acababa por convertir, momentos dramáticos, en hilarantes escenas de comedia (que arruinaban el drama).

Pero es que esa identificación de papeles es connatural a nuestra forma de ver la realidad, y procede de nuestro subconsciente y no se puede cambiar a voluntad y porque sí. Ya que nuestra respuesta psicológica precisa de la coherencia lógica en lo propuesto para que esto sea tomado en serio.

Pues en la liturgia… tanto de lo mismo: Si el sacerdocio ministerial consiste, esencialmente, en representar la persona de Cristo, actualizándola en el hecho concreto que se celebra; y como Jesucristo no es una entelequia, sino un personaje real, histórico y varón: no puede venir representado en figura femenina sin que nuestro subconsciente (por muy educado que esté) lo considere como una burla; como en los ejemplos de más arriba, que, además, no tienen que ver nada con la religión.

¿Y si el papel de la Virgen María lo realizara un varón bien barbado? ¿Cómo se interpretaría eso?

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Pues como una burla, que pretende desprestigiar y humillar, ridiculizando al personaje.

Luego la representación litúrgica de Jesucristo, para que psicológicamente sea tomada en serio, ha de venir encarnada por una figura masculina. Y no hay más razones de peso para ello que ésta tan simple y prosaica.

Otra cosa sería si, al margen de la representación litúrgica de Jesucristo, se pretendiera representar también en la liturgia la figura de la “Santa Madre… Iglesia” (Santa María Virgen, o la “Santísima Virgen María”), funcionalmente presente en Pentecostés y en las bodas de Caná (en un “más allá” de la pura maternidad física); porque ahí sí que habría que introducir la figura femenina en ello, y por la misma razón de todo lo que llevamos dicho.

A nadie escapa que, aunque la realidad de la diferencia entre lo masculino y lo femenino no alcance a la intimidad del ser de la persona, a su espíritu: sí afecta a su manifestación o aspecto funcional en el mundo; y no sólo conformando directamente el cuerpo, sino incidiendo en la elaboración del pensamiento y abordaje de las situaciones; y de tal suerte que, las perspectivas de visión de la realidad ente lo masculino y lo femenino, no se excluyen entre sí, sino se complementan: Se hacen necesarias ambas (se necesitan) para la completa y real visión de los hechos. De tal forma que una perspectiva no le puede decir a la otra: “¡No te necesito!” O… “Tú has de ser como yo, si pretendes que te considere en algo” (el error que infiltra, condiciona y asola la sociedad actual).

Y es que esos dos enfoques o perspectivas de abordar la realidad se deben a que son reflejo de la misma actitud de la Trinidad de Dios que decide donarse en su Creación. Y de tal manera: que, a Él, sólo se le puede descubrir en ella, y ella sólo puede encontrar su auténtico ser (Verdad) en Él. Como así lo indica el libro del Génesis, al reflejar ese doble aspecto: «Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, varón y mujer los creó». (Gn 1, 27) De ahí que San Pablo lo compare como Cristo y su Iglesia (el Creador y la criatura, el varón y la mujer); y, por eso, respetar a Cristo es respetar a su Iglesia (su Cuerpo Místico más allá de una estructura eclesial), y no respetar a su Iglesia es no respetar a Cristo; situación equivalente a la que denuncia San Juan: «quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve». (1 Jn 4, 20b) Porque, como ya se dijo, la Iglesia, entendida como Cuerpo Místico o Ciudad de Dios, es una comunidad entretejida con lazos de amor, y no un grupo social entrelazado por conveniencias. Y el error está en confundir, el grupo social al uso, con la comunidad de creyentes que ama. Y por eso se decía también (casi al principio de este escrito) que el pecado es el que saca al individuo de esa Ciudad de Dios, de ese estado de gracia y esa comunidad de creyentes, y lo deja fuera, a merced de las conveniencias (de que le den “las algarrobas que comen los cerdos”, como al hijo que abandonó la casa de su padre en la parábola).

En fin…, que la Iglesia, si quiere dar un testimonio fidedigno de su Señor, ha de desprense de ese baldón que la hace parecer un grupo social de carácter religioso, en vez de una comunidad de creyentes que ama. Y es que la solución no está en prometer cosas a Dios y atarse a ellas con la obligación de los votos, como señal de una fuerza de voluntad sobrehumana, llena de oculta suficiencia y pretendida autoimagen heroica: sino en la más humilde y entregada de proponerse, día a día, llevar a cabo la voluntad de Dios, merced al «hágase» de María (que se abandona en las fuerzas de Dios) y perseverar en ello. «Quiero

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misericordia y no sacrificio, conocimiento de Dios más que holocaustos». (Os 6, 6) O dicho con palabras actualizadas: “Quiero vuestro amor en libertad y no ataduras ni obligaciones; quiero que os parezcáis a Mí, más que vuestro culto”. Porque el Señor quiere hijos: amigos, y no esclavos o siervos. O como le dijo Samuel al rey Saúl: «¿Le complacen al Señor los sacrificios y holocaustos tanto como obedecer su voz? La obediencia vale más que el sacrificio, y la docilidad, más que la grasa de carneros. (…) Por haber rechazado la palabra del Señor, te he rechazado como rey». (1 S 15, 22-23)

Luego si, la parte de grupo social religioso que compone la estructura humana de la Iglesia, optara por emular a los antiguos fariseos del Evangelio (los que se autodenominaban “separados” del resto), y se atrincherara en todos sus privilegios humanos y seguridades mundanas, para así no sentirse aludida por la invitación a la conversión del corazón que nos hace Jesucristo: debería pararse a escuchar atentamente esta última advertencia que hace Jesús, Nuestro Señor, en el Evangelio según San Lucas a los fariseos de su tiempo:

«Nadie que ha encendido una lámpara, la tapa con una vasija o la mete debajo de la cama, sino que la pone en el candelero para que los que entren vean la luz. Pues nada hay oculto que no llegue a descubrirse ni nada secreto que no llegue a saberse y hacerse público. Mirad, pues, cómo oís, pues al que tiene se le dará y al que no tienen se le quitará hasta lo que cree tener». (Lc 8, 16-18)

«¿Acaso un ciego puede guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo? No está el discípulo sobre su maestro, si bien, cuando termine su aprendizaje, será como su maestro. ¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo? ¿Cómo puedes decirle a tu hermano: “Hermano, déjame que te saque la mota del ojo”, sin fijarte en la viga que llevas en el tuyo? ¡Hipócrita! Sácate primero la viga de tu ojo, y entonces verás claro para sacar la mota del ojo de tu hermano.» Es decir: conviértete tú primero, para que así des buen testimonio al prójimo que pretendes convertir. O sea: “Cambia tú, y el mundo cambiará contigo”. «Pues no hay árbol bueno que dé fruto malo, ni árbol malo que dé fruto bueno; por ello, cada árbol se conoce por su fruto; porque no se recogen higos de las zarzas, ni se vendimian racimos de los espinos. El hombre bueno, de la bondad que atesora en su corazón, saca el bien, y el malo, de la maldad saca el mal; porque de lo que rebosa el corazón habla la boca.» ¡Y no sólo la boca, sino todas las acciones!, ya que la intención del corazón es la que verdaderamente mueve el mundo, y los hechos externos solamente dan fe de ello. Por eso es absolutamente imprescindible convertir el corazón y no sólo los gestos externos (la apariencia). «¿Por qué me llamáis “Señor, Señor”, y no hacéis lo que os digo?» O sea: “¿y no cumplís el mandamiento del amor?”

«Todo el que viene a mí, escucha mis palabras y las pone en práctica, os voy a decir a quien se parece: se parece a uno que edificó una casa: cavó, ahondó y puso los cimientos sobre roca; vino la crecida, arremetió el río contra aquella casa, y no pudo derribarla, porque estaba sólidamente construida. El que escucha y no pone en práctica se parece a uno que edificó una casa sobre tierra, sin cimiento, arremetió contra ella el río, y enseguida se derrumbó, desplomándose, y fue grande la ruina de aquella casa». (Lc 6, 39-49)

Los lazos de amor son indestructibles porque no se pueden corromper (prueba de la autenticidad del amor, de que es según Dios), por eso no hay “río”

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(tribulación y “seguidismo” mundano) capaz de destruirlo y, con ello, derribar todo lo construido sobre él. Ésa es la verdadera elección y el verdadero voto que nada podrá romper: El verdadero cimiento de la casa, porque está construida sobre la Roca que es Jesucristo, imagen tangible de la Trinidad de Dios.

Y es sobre esa Roca sobre la que se edifica esa casa de todos que es el Cuerpo Místico de Cristo o Ciudad de Dios: una Ciudad “estado de gracia” y comunión de los santos de ámbito universal, y que, precisamente por eso, no tiene un territorio concreto al que aferrarse y llamar exclusivamente suyo, puesto que todo lo creado es suyo, porque es de Dios, autor y dueño de todo ello, y que se da a ella por entero en puro amor gratuito y desinteresado. De ahí que nos exhorte San Pedro en su Primera Carta: «Como buenos administradores de la multiforme gracia de Dios, poned al servicio de los demás el carisma que cada uno ha recibido». (1 Pe 4, 10) Carismas, talentos, dones, gracias y funciones recibidos generosamente de Dios para el bien común, para que sean administrados por quien los recibe, pero no para que se los apropie y los sustraiga del disfrute común, sino para donarse en ellos, tal y como ha visto hacer a su Señor, y encontrar así, a través de ese amor manifestado y entregado, todo el sentido de su existencia. Luego en la Ciudad de Dios, habitada y conformada por los que aman (y que, por ello, son santos), no puede haber apropiaciones ni derechos excluyentes, porque Dios no “cobra” en ella sus “derechos de autor” a quienes aman como Él: sino solamente los exige fuera de ella, a quienes no aman y se apropian de esa donación para uso y beneficio propio y excluyente. (Si ellos exigen que les “paguen” por la administración de lo que no es suyo, ellos deberán “pagar” al verdadero autor de todo ello, incluida su propia existencia; puesto que con la medida con la que miden han de ser medidos. [cf. Mt 7, 2]) Es por eso que las leyes del mundo que no ama no pueden regir en el ámbito de vida de los que aman. A este respecto le dice Jesús a Pedro: «“¿Qué te parece, Simón? Los reyes del mundo, ¿a quién le cobran impuestos y tasas, a sus hijos o a los extraños?” Contestó: “A los extraños”. Jesús le dijo: “Entonces, los hijos está exentos”». (Mt 17, 25b-26)

Pues si todas esas cualidades, características, servicios, cargos, etc. son regalo de Dios para ser administrados por la persona que los recibe: en sí mismos, sin la persona que los sustenta, son puro humo, entes de razón; por lo que sólo se podrá “dialogar” con el talento, cargo, función, etc., cuando eso se haga con el corazón de la persona que lo administra, al margen de tales cualidades; ya que la persona no son sus cualidades, puesto que no es un ente de razón ni un objeto o una función en abstracto. Luego anteponer dicha función a la persona en sí, resulta un desprecio a tal persona, y ¡en ambos sentidos!; tanto del que trata, como del que quiere ser tratado de esa manera. Error extendidísimo en nuestro mundo actual, prueba de lo poco que se ama y considera el ser de los demás (lo que lleva a que se les trate como objetos). Y de ahí tanto privilegio, indiferencia y artificiosidad en la vida social.

Insisto: Las leyes (las perspectivas y formas de vivir: la cosmovisión) del mundo que no ama, no pueden regir el ámbito de vida de los que aman. (O por decirlo rotundamente y sin remilgos: No podemos vivir como “animales”.)

¿Y cómo se solventa esa situación tan aparentemente irresoluble?

Pues, retornando a las fuentes, y al origen y objetivo de este escrito: A la Ciudad “estado de gracia” sin tierra física (posesiva) a la que aferrarse (porque todo es suyo): A la Jerusalén Celestial, Ciudad de Dios, Cuerpo Místico de Cristo,

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o… “para andar por casa”: Villa del Señor (María Santísima). O… dicho de otro modo: A la Iglesia depurada de “polvo y paja”.

Y una Ciudad-Estado (y experiencia histórica y real de Ciudad-Estado ya tenemos en la Iglesia), “llena de gracia”, que acoge dentro de sus “fronteras” (sus muros espirituales) a todos sus ciudadanos, allá donde se hallen, porque incluye, como en arca de Noé, a toda la Creación de Dios. Y que, como en cualquier estado o reino del mundo, permite dentro de ella el desarrollo completo e integral de la vida de cualquiera de sus ciudadanos (de sus “villitos”, como los llama coloquialmente una amiga mía). Sin consentir el pecado dentro de ella, porque el demonio y todas sus artimañas han quedado fuera de sus muros; con lo que las leyes mundanas dejan de tener valor en ella, puesto que la suya propia es el amor, y todo lo que de él se deriva. Amor que, dadas sus características, no se deja enredar por las seducciones y sofismas de fuera de sus muros ni de sus estrategias de confusión; porque, quien tiene la Verdad, se convierte en faro esplendente que llama, orienta y disipa las tinieblas de fuera, para atraer a todos sus nuevos hijos que estaban perdidos y desorientados, y no tenían conciencia de tales.

Ciudad en la que el culto es un hecho vital, propio de la vida corriente y no separado de ella, y en la que su manifestación comunitaria supone una parcela o faceta más de las tareas vitales a desarrollar en ella. (Lo que en la terminología de los «Estatutos de la Villa del Señor» se denominan “concejalías”.)

Ciudad, al fin, como dice el Concilio de Trento: «Forma visible de la gracia invisible», puente entre el Cielo y la tierra, camino de liberación de las ataduras del mundo corruptible, y templo vivo de Dios.

He aquí el triunfo del Corazón Inmaculado de María (del Amor de Dios en

Ella, que ni impone ni se impone… pero sí propone.)

(Jueves 22 de agosto de 2019 [Santa María Virgen, Reina] a sábado 14 de septiembre [La exaltación de la Santa Cruz (La oblación de Cristo)].

Transcripción, revisión, añadidos y retoques… hasta el martes 24 de septiembre de 2019 [Nuestra Señora de la Merced])

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SIGNOS DE ENFERMEDAD, VEJEZ, MUERTE Y DESCOMPOSICIÓN CADAVÉRICA

DE LA SOCIEDAD ACTUAL

Podríamos decir que una sociedad, o la sociedad en general, es el resultado del entramado de relaciones humanas que le dan cuerpo, y la conforman como entidad con cierto nivel tácito de organización interior. Luego, bien mirado, una sociedad es la organización tácita (no teórica ni legal) del conjunto de relaciones humanas.

Pero eso, justamente, es lo que define la estructura orgánica de los cuerpos biológicos de los seres vivos. Así que bien se puede comparar, atendiendo a sus equivalencias: un cuerpo biológico, con un entramado social. Al fin y al cabo, los organismos biológicos que manifiestan vida, no son más que un complicado entramado de relaciones, integrado en diferentes grados o estratos organizativos de sofisticación creciente. La única diferencia, entonces, que se puede encontrar entre un organismo biológico y una sociedad humana es que, todo lo que tiene que ver con el hombre, con el ser humano, ha de contar con su voluntad, cualidad que todos los organismos inferiores a él no poseen; puesto que, los organizativamente más elaborados como pueden ser los animales, poseen instinto (con el que vienen a remedar sus estructuras biológicas internas) pero no libre voluntad: la cualidad única y distintiva del hombre que le permite cobrar conciencia de sí, y establecer con ello un raciocinio, y una perspectiva y posicionamiento frente a la realidad que le envuelve.

Así, el modelo estructural biológico, puede servir al hombre como pauta organizativa y garantía vital de su estructura social.

Pero… ¿qué vemos que ocurre en la naturaleza con las estructuras biológicas de todos los seres vivos?

Que, tarde o temprano, acaban por enfermar, deteriorarse, morir y descomponerse como tales estructuras. No hay ser vivo que pueda mantener su naturaleza biológica eternamente, si se basa en su propia naturaleza y sus meras fuerzas, y por muy perfectamente estructurado que esté. Luego la pervivencia no es algo que radique en la simple naturaleza de las cosas, y habría que remitirse al origen mismo de tales cosas en sí, para intentar averiguar por qué nacen todas ellas con fecha de caducidad incorporada. Respuesta que, para un no creyente que piensa que las cosas surgen por generación espontánea, resulta inabarcable e incoercible; mientras que para un creyente, que lo refiere todo a un Dios creador, sostenedor y conferidor de sentido último, el asunto se muestra de mucho más fácil acceso, al dotar a todo lo creado de coherencia interna y externa. Con lo que Dios demuestra ser, desde ese punto de vista, el principio de coherencia de toda la realidad. Circunstancia que, a su vez, facilita el encontrar los paralelismos entre un cuerpo biológico y un cuerpo social.

En este momento sería bueno recordar aquí lo ya comentado sobre los tres grados de relaciones interpersonales desarrollados en la «Segunda carta al querido Teófilo» de «Historias espirituales» (ex libris 11) y cuyo esquema relacional también reproducimos a continuación como síntesis de ello.

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ESQUEMA RELACIONAL DEL SER HUMANO: (por H. V. M.)

RELACIÓN DE AGRADECIMIENTO

Destruct iva

Suf ic iencia

Correspond ida

RELACIÓN DE NECESIDAD

Simulac ión de sent imientos

Con D ios: —Perfeccionismo .

—Conciencia escrupulosa . —Far iseísmo .

Suf ic iencia

Construct iva

Humildad (Ver y acoger

la verdad) «“ ind i ferenc ia”

esp i r i tua l»

Humildad (Corresponder a la verdad) «conc ienc ia

de l Don»

A i s l a m i e n t o y S o l e d a d r a d i c a l

R e d d e c o n o c i d o s o “ s o c i o s ”

( u t i l i t a r i s m o )

Destruct iva (Degradac ión de l o t ro)

Mani fes tada: Desprecio

Con D ios: —Relat iv ismo .

—Conciencia laxa . —Cada persona es

su propio dios .

Indiferencia (La persona es tomada

como ob jeto)

Relación interesada

Construct iva (D ign i f i cac ión de “e l o t ro”)

Aprecio Relación condicionada

(CORRUPTIBLE)

Mani fes tada: Odio

Correspond ida A m i s t a d c o n v e n c i o n a l o r e l a c i ó n d e a l i a n z a

RELACIÓN DE AMOR

Ternura

Emoc iona lmente: —Palabras de afirmación

(apoyo verbal). —Tiempo de calidad

(atención personalizada). —Regalos u ofrendas.

—Actos de servicio (“favores”). —Toque físico (gestos afectivos).

Percibida: Se siente acompañada, querida, consolada, acogida y valorada.

Amor (Cariño)

Relación desinteresada e incondicional (INCORRUPTIBLE)

Mani fes tada:

Correspond ida Amistad esponsal o fraternal

Del icadeza

Esp i r i tua lmente: Oración, Consideración, Entrega en la

comunión de los santos, Perdón y Sacrificio oblativo.

Experiencia de Dios

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En dicho esquema podemos constatar que los dos grados inferiores de relación (las relaciones de necesidad y de agradecimiento) son susceptibles de deteriorarse y corromperse, mientras que el más elevado, la relación de amor establecido al modo de Dios, al depender solamente de la libre voluntad, cualidad ajena a los seres biológicos distintos al hombre, queda salvaguardada de tal deterioro y corrupción, ya que dichas características corruptivas sólo están vinculadas a la mera biología.

Luego según el tipo de relaciones humanas que se establezcan, y conformen una sociedad, así será la solidez, salud y pervivencia de la misma. Cuanto más quebradizas: más inestable, insegura y enfermiza será la estructura social resultante. Y viceversa.

Y lo mismo que, en los cuerpos biológicos, cuando todo funciona correctamente, armónicamente y acorde a las expectativas, decimos que tales cuerpos se encuentran sanos: en las sociedades humanas, podemos afirmar algo equivalente: Si todo funciona según lo esperado en el mantenimiento de la armonía, tal sociedad disfruta de buena salud; pero no así al contrario.

Y si los cuerpos biológicos enferman cuando se encuentra o aparece en ellos alguna disfunción persistente: los cuerpos sociales también, por la misma razón. Pero… ¿qué podemos considerar una disfunción?

Pues si, en los utensilios u objetos varios, consideramos una disfunción o malfunción de los mismos cuando tal objeto no puede ser utilizado para la función para la que se diseñó, o, en los organismos biológicos, cuando el todo o alguna de sus partes no responde a la función o misión que hasta ese momento le correspondía dentro de la organización general: En la perspectiva social, ocurrirá tanto de lo mismo cuando alguno de sus componentes no responda a las expectativas previstas, alterando con ello el normal desarrollo de la estructura social; es decir, cuando alguno o algunos de sus miembros no cumplen con el papel social que deberían desempeñar según las reglas o pautas organizativas de tal sociedad. Alteración que generará un desequilibrio en la misma, que, si se mantiene en el tiempo, acabará por dañar su estructura; siempre y cuando dichas reglas o pautas no estén preparadas para acoger tales alteraciones, asumiéndolas en el sistema como variantes de adaptabilidad (al modo como lo realizan los organismos biológicos).

Pero, cuando la disfunción es inasumible, es cuando toda la estructura organizativa se pone en riesgo. Porque, al igual que ocurre con los organismos vivos que, un daño en una de sus partes, al estar todo relacionado para conformar una unidad, repercute en la totalidad del mismo: En los entramados sociales, al dañarse uno de los lazos relacionales establecidos en ellos, toda la red relacional se ve afectada por tal circunstancia, forzando una respuesta adaptativa de la misma. (Véase el caso, por ejemplo, de una enemistad entre dos miembros de una familia, y cómo afecta eso, y en qué manera, a toda la red familiar y de amistades, que han de dar una respuesta adaptativa ante tal situación.)

Y lo que acontece en las sociedades pequeñas, al estar éstas, a su vez, integradas en otras mayores, acaba por influir en estas últimas, hasta incluso alcanzar a toda una civilización (y no hay más que fijarse en la historia de la humanidad para comprobarlo). Y lo mismo que una simple uña de un pie, cuando se clava en la propia carne aledaña, acaba por impedir caminar correctamente a

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quien lo sufre, lo que afecta a su vida personal, laboral y familiar: Una alteración en un pequeño núcleo social puede repercutir significativamente en toda una civilización y colocarla en un gran riesgo de supervivencia. Lo que demuestra que las cosas pequeñas no se deben despreciar o minusvalorar, simplemente por ser pequeñas. (Véase el caso de los microbios, por poner otro ejemplo aún “más pequeño”.)

En conclusión: Una sociedad o toda una civilización puede enfermar y poner en riesgo su supervivencia cuando alguna de sus partes integrantes no cumple la función que le otorga su sentido dentro de ella. Al modo como, por poner un ejemplo, todo el cuerpo biológico del hombre, y, secundariamente, su mente y su alma se ponen en riesgo, cuando el páncreas no produce correctamente la insulina que se espera de él, e instaurarse, en consecuencia, la enfermedad conocida como “diabetes”.

Y, en tal situación, el nivel o profundidad del riesgo generado dependerá de la capacidad de adaptación del organismo (biológico o social) para suplir o compensar dicho fallo funcional. Porque si no se tiene o se ha perdido dicha adaptabilidad, el fallo de una parte repercutirá en otra u otras, y éstas, a su vez, en su ámbito de influencia, hasta provocar el fallo multiorgánico, anuncio seguro de la muerte inminente de todo el organismo.

¿Y qué puede impedir, entonces, que todo el organismo responda adaptativamente al fallo de una de sus partes?

Pues, observando los organismos biológicos, descubrimos que un organismo vivo no puede suplir o compensar un fallo en una de sus partes cuando no está preparado constitutivamente para ello, es decir, cuando no está prevista en su naturaleza una estrategia adaptativa para recuperar tal fallo; o bien, cuando se ha perdido “flexibilidad adaptativa” para ello, por un deterioro estructural del mismo, en la situación biológica conocida como vejez.

Entonces… ¿podremos encontrar signos de enfermedad y vejez en la sociedad actual de principios del siglo XXI?

¡Infinidad!

La sociedad actual, como extremo final de una civilización, muestra con toda nitidez fallos funcionales que reniegan del bagaje cultural, histórico, social, espiritual, etc., recibido a lo largo de los siglos. Podríamos decir que no cumple con la naturaleza constitucional que le dio origen (fallo multiorgánico), y que, además, no es capaz de responder adaptativamente a dichos fallos, compensándolos; al estar como “anquilosada” y rígida, y sin destreza para defenderse adecuadamente ante tal deterioro.

Decíamos más arriba que una sociedad venía determinada por el tipo de relaciones que establecían sus integrantes, y podíamos observar en el esquema que, cuanto más desvinculada era la relación, más susceptible de deterioro resulta la sociedad generada por ella. Pero la elección de dicho tipo de relación, y la tendencia individualista reinante (generadora de esta epidemia de soledad, en la que las personas no se sienten queridas), depende directamente de la opción de vida de cada individuo y de su forma de ver e interpretar la vida. En definitiva: de su decisión vital frente a la realidad que le conforma, y de sus expectativas ante ella.

Así, en el esquema vivencial (que reproducimos a continuación) explicado en la «Carta al querido Teófilo» de «Historias espirituales», se muestran las posibles

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respuestas personales ante tales expectativas vitales. Respuestas que vendrán a determinar el resultado relacional final, lo que, a su vez, impregnará todo el entramado social subsiguiente. ESQUEMA VIVENCIAL DE LAS DECISIONES HUMANAS: (por H. V. M.)

Deseo de l iberación

brusco: Violencia

pau la t ino: Sexual ismo

i nver t ido (domin io poses ivo) : Egolatr ía / Somatización

encub ie r to (negac ión) : Adicc ión (d rogas , e tc . ) / Pasiones La evasión como pauta de conducta

Presente

Expectat ivas

Deseo de crec imiento

No cumpl ido

Insat isfacc ión

Frustración

Ansiedad (sufr imiento)

buen deseo: aceptación,

entrega, amor ( b i e naven tu r an za s )

Subl imación ( dones )

Sat isfacc ión

Cumpl ido

FELICIDAD (= DIOS)

buen deseo: construct ivo

(mandamientos) :

Santa indi ferencia No deseo

Sat isfacc ión engañosa (momentánea)

ma l deseo: dominio posesivo:

Egocentr ismo

Cumpl ido

La Nada (Nirvana)

C I C L O S A L U D A B L E ( S A L V Í F I C O )

C I C L O C O R R U P T I V O ( D E G R A D A T O R I O , D E L E T É R E O )

¿SER O N O SER? ÉSTA ES LA CUESTIÓN

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Pero en el esquema vivencial comprobamos que las vías que componen el ciclo corruptivo son, justamente, las que están más en boga en la sociedad actual, siendo promocionadas a diestro y siniestro como emblema de libertad; mientras que las del ciclo saludable son ignoradas, denigradas o, incluso, vituperadas (precisamente las que antes eran valoradas como pilares de la sociedad).

Y esa subversión de valores… ¿a qué se debe?

A lo que apuntábamos al principio: Al rechazo a reconocer un principio de coherencia universal que dé sentido a todo, lo que obligaría a reconocer a Dios como presente en la misma realidad que habitamos. He aquí el origen de la enfermedad mortal que comentamos (su “etiopatogenia” como se diría en la jerga médica): el rechazo consciente de Dios.

Pero no se puede tratar correcta y adecuadamente una enfermedad si no se conoce la causa de la misma y se va a la raíz del problema. Los “paños calientes” nunca han servido para curar nada.

Cuando el hombre (la totalidad de la especie humana) opta por recorrer el camino del suicidio como tal, y renunciar a su humanidad para animalizarse, o incluso, “vegetalizarse”: pues poco se puede hacer, mientras emplee su voluntad (lo que es propio de su ser personal) en porfiar en desprenderse de ella. (Esto es lo que se conoce en religión como pecado mortal, precisamente porque destruye a la persona.)

La libertad de un objeto (si la tuviera) está en el hecho de poder ejercer la función para la que ha sido diseñado; puesto que si no la ejerce es completamente inútil y no se distingue de cualquier otra cosa sin función (sin “vida”). Así, el hombre, sólo es tal, cuando ejerce su función de ser humano, poniendo en práctica sus cualidades propias, y desarrollándose como puente o vínculo de unión entre Dios y el resto de su creación, sirviendo para ello de “pastor” o armonizador de esa coherencia de todo. Romper los vínculos, y con ello la malla relacional, es el signo claro de destrucción de todo lo construido.

En el esquema relacional puede constatarse que el vínculo sólo es sólido, permanente, cuando está conformado por el amor (siempre entendido como “la decisión libre y voluntaria de entregarse gratuita y desinteresadamente en Dios”); y en el esquema vivencial también puede observarse que es ese mismo amor el que hace posible el ciclo saludable, mientras que el ciclo corruptivo carece de él, y es, la centralidad del yo, al igual que en la relación de necesidad, la que mueve las decisiones en las vías del ciclo corruptivo. Centralidad del yo que excluye o acaba por excluir a Dios de la realidad presente. Lo que, consecuentemente, convierte la palpable realidad en incoherente y sin sentido, contribuyendo, con ello, a la visión relativista de todo, que aboca a la destrucción de la capacidad reflexiva por atomización del pensamiento. Es la “animalización” del ser humano subsiguiente a su pérdida de dignidad al no reconocerse como hijo de Dios.

Pero no todos los miembros de la sociedad han tomado el camino del rechazo consciente de Dios, dentro de la general apostasía de hecho que nos envuelve, sino que hay quienes siguen reconociéndole como tal, al menos en algunos aspectos de su vida. Entonces… ¿por qué no se ha podido combatir adecuadamente el deterioro social ocasionado por esta enfermedad que nos asola?

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Y aquí nos tenemos que remitir a la segunda situación que ya mencionamos como “pérdida de flexibilidad adaptativa” o “vejez”. Pero una “vejez” social, estructural, formal; la del “siempre se ha hecho así”, la del estar aferrado a la tierra, a las cosas, a las ideas preconcebidas; la que impide responder afirmativamente y con hechos, como Abrahán, a la invitación de Dios: «Sal de tu tierra, de tu patria, y de la casa de tu padre, hacia la tierra que te mostraré.» (Gn 12, 1)

Una vejez decrépita que no acaba de fiarse de Dios y que prefiere “las cebollas de Egipto” (cf. Nm 11, 5-6) a la constitución de una identidad propia, libre y singular como pueblo, pero en el desierto, camino de la Tierra Prometida. Un anquilosamiento vital que antepone las seguridades humanas (el “pájaro en mano” del refrán), a las invisibles seguridades proporcionadas por Dios y basadas en la confianza (los “ciento volando” que rematan el dicho).

Lo que pasa es que…, en esa situación, cuando llegue la “riada” de los imprevistos y las desventuras, a quien esté aferrado a su “terruño” y sea incapaz de soltarlo, se lo llevará por delante, porque no se habrá puesto a salvo de su fuerza arrolladora. Y viceversa: mientras la confianza en Dios permanece, la “riada” siempre es pasajera, porque se ha construido la casa sobre roca (cf. Mt 7, 24-27). Luego las “riadas”, aun siendo malas, suponen siempre una oportunidad de resurgimiento y depuración para quien bien sepa aprovecharlas, gracias a que ha puesto su confianza en el Señor.

Por eso, una “vejez” social, que no se deja rejuvenecer por la fuerza del Espíritu Santo, pierde la capacidad para defenderse y la habilidad para hacerlo; por lo que, forzosamente, ha de sufrir la purificación y la eliminación de todo lo que no esté adherido a dicho Espíritu de Dios, a la auténtica verdad de la fe que le proporciona su particular “yosoy”, ése que le confiere su consistencia y sentido. Y de ello no se librará ni la institución eclesial, ni aunque se empeñara en repetirse: «Estoy sentada como una reina, no soy viuda y no veré duelo nunca». (Ap 18, 7c).

Pues si la sociedad actual y, con ella, toda la civilización heredada, está enferma, gravemente enferma y en “fallo multiorgánico”; y si, además, el terreno en el que se asienta dicha situación no es capaz de defenderse porque está afectado de vejez, ¿querrá decir eso que ya estamos alcanzando o hemos llegado ya a la muerte de tal sociedad, como mueren los organismos biológicos? Veamos.

Se considera que un organismo vivo ha muerto cuando éste presenta una suspensión permanente de sus funciones vitales, lo que referido a los animales mamíferos o al hombre, se manifiesta en un cese de la respiración (esencial para recoger el oxígeno del aire), del movimiento del corazón (y, con ello, de la circulación sanguínea y de la distribución del oxígeno recogido por los pulmones), y de las funciones cerebrales y nerviosas (que controlan y coordinan todas las funciones vitales, por lo que ya no se responde a estímulos). Teniendo en cuenta, además, que, la interrupción en la función de cualquiera de ellos, lleva aparejada, como consecuencia, el fallo de los otros dos; lo que supone que todo el cuerpo, como unidad (como sociedad), muera, pero que gran parte de sus células aún permanezcan vivas mientras no se acaben sus reservas energéticas (vitales).

Entonces… ¿qué equivalencias podemos encontrar, en un entramado social, con estas funciones corporales, para poder comparar efectos?

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Para entenderlo, antes habría que recordar las tres necesidades humanas vitales reconocidas por los psicólogos: la de sentir seguridad, la de apreciar autoestima (dignidad), y la de encontrar significado a lo que se vive (un sentido a la propia realidad). Y reparar en que estas tres necesidades se pueden resumir en una: la de sentirse querido (porque el amor da seguridad, dignidad y sentido a la vida). Pero el hecho de sentir, de apreciar, implica una manifestación objetiva del afecto, del cariño. Luego el amor ha de ser manifestado afectivamente para ser percibido. Manifestación afectiva efectuada a través de cinco maneras genéricas o lenguajes, de las que ya se trató en la mencionada «Segunda carta al querido Teófilo», y que no vamos a repetir aquí.

Y, en segundo lugar, también habría que recordar que, en el lenguaje simbólico universal que todos apreciamos intuitivamente, aunque luego no seamos capaces de explicarlo intelectualmente: cada cosa o aspecto simboliza su función; pudiendo, entonces, comparar funciones, más allá de aspectos formales, estéticos o de apariencia. (Véase, por ejemplo, el caso de las metáforas o los tropos del lenguaje en los idiomas corrientes.)

Detengámonos ya, con esto que sabemos, en el primero de los aparatos del cuerpo humano mencionados: el respiratorio. Su función consiste en interiorizar el aire ambiente para poder extraer de él el oxígeno que contiene y verterlo en el torrente circulatorio, expulsando de nuevo al exterior lo no utilizado, junto con los gases de desecho (dióxido de carbono y vapor de agua). Y, del oxígeno recogido y distribuido a todo el cuerpo, cada célula del mismo, obtiene la energía vital imprescindible para su funcionamiento. Por eso, si el intercambio respiratorio cesa, las células mueren por carencia de esta energía vital (mientras que no haya otra forma de suministrársela adecuadamente). Aunque sí puede mantenerse el aporte de desechos a la sangre por parte de cada célula.

¿Qué consideramos, entonces, como energía vital, como oxígeno, de un entramado social?

Si cada célula de esa sociedad, si cada familia, si cada persona precisa sentirse afectivamente querida para encontrar sentido, valor, dignidad y seguridad en su vida: su energía vital no puede ser otra más que el amor manifestado y apreciado como tal, es decir, el amor según Dios expresado afectivamente. (Recordemos la definición de amor de más arriba, para saber de lo que verdaderamente estamos hablando.)

Luego el intercambio respiratorio representa y simboliza el intercambio afectivo: los afectos. (Por eso las personas se “ahogan” cuando esto no se produce.)

Entendido esto, ya resulta mucho más fácil explicar el resto. Porque la circulación sanguínea representa, en ese caso, la comunicación en el interior del cuerpo, de todas las células con todas las demás, y el aporte de oxígeno a todos los rincones del mismo, hasta el más escondido (porque si no llega: muere). Y, en este aparato, el corazón es su motor, el impulsor fundamental y esencial: el sentimiento (la expresión afectiva, manifestada y totalizante del amor según Dios). Con razón, ya la sabiduría popular ancestral fija el sentimiento amoroso en el corazón, como fuerza vital; lo que también recoge la religión con la teología del Sagrado Corazón de Jesús. (El Amor no es amado.)

Y ya, el sistema nervioso, y en concreto el cerebro, como controlador y coordinador de todas las funciones corporales, incluidos los movimientos

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respiratorios y cardiacos, pues equivale y representa la racionalidad de todo orden social, sus reglas, sus modos, sus costumbres, su estilo, su sentido, su estructura…

¿Y cómo se encuentran todos estos aspectos dentro del orden social actual?

A lo que se podría responder con otra pregunta: En la sociedad cada vez más desestructurada e individualista que vivimos ¿se puede encontrar un auténtico intercambio afectivo que exprese el amor de Dios? Es decir: ¿La sociedad aún respira?

A lo que ya cabría responder: Como tal sociedad en general, ya no; pero sí en pequeños núcleos o ambientes.

¿Y la comunicación de lo auténtico, de lo que vale, de lo que cada persona es? ¿Se mantiene?

Pues parece ser que esto tampoco, y que los núcleos en los que se conserva son todavía más reducidos. Porque a las personas ya no se las valora por lo que son, sino por lo que parecen y por su utilidad. De ahí el auge del sentimiento de soledad, especialmente en los sectores más avanzados tecnológicamente (y que, a su vez, se encierran en la tecnología para huir del contacto humano).

¿Y el orden y estructura social?

Pues, a simple vista, parece que eso es, precisamente, lo que menos se conserva; de ahí que haya perdido sus reflejos defensivos y de supervivencia. Y, en la medida en que no haya responsables sociales últimos: “cerebros” coordinadores de todo, se podría decretar la “muerte cerebral”.

En resumen: La sociedad actual no “respira”, aunque haya núcleos que sí conserven sus reservas de “oxígeno”. No se comunica “de corazón a corazón”, incluidos algunos de esos ambientes que aún respiran; aunque si puedan seguir aportando todos sus desechos (justo lo que no cuenta) al “torrente circulatorio” de comunicación general. (Una sociedad de la hipercomunicación, que verdaderamente no comunica nada de lo auténtico de la vida.) Y una sociedad desestructurada que ha perdido su orden y sentido, y que no sabe ni de donde viene ni adonde va; y que progresa hacia una mayor desestructuración. ¡Y que ha perdido la conciencia del propio mal que la aqueja!

Yo creo que, a estas alturas, bien se podría firmar ya el certificado de defunción, aunque prefiramos mirar para otro lado para no reconocerlo.

¿Se podrían intentar técnicas de respiración asistida, resucitación cardiopulmonar…?

Por poder… se podría. Pero… ¿y el cerebro? ¿Hay un “cerebro” útil, capaz de revitalizar ese cuerpo en vida vegetativa que resulte de la aplicación de esas técnicas?

Aunque, para poder responder a esta pregunta, primero vamos a ver si ya presenta signos de descomposición cadavérica este cuerpo social, porque eso ya haría inviable tal intento. (A pesar de que algunos crean posible el mito de Frankenstein.)

La transformación en cadáver de un cuerpo humano presenta una serie de fenómenos de los que vamos a seleccionar sólo los de más fácil interpretación: Rotura espontánea de las células, enfriamiento cadavérico, la sangre se vuelve ácida, invasión de los microorganismos que simbióticamente habitan el tubo

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digestivo (putrefacción), los líquidos se salen de los vasos sanguíneos siguiendo la ley de gravedad, ataque de animales y especialmente de insectos.

—Rotura espontánea de las células (autolisis): Su equivalente social es la rotura de los núcleos más pequeños que la conforman (como puede ser la familia, matrimonios o amistades estrechas), influidos por el ambiente reinante que lo promueve, y porque han perdido la capacidad para resistirse.

—Enfriamiento del cadáver, que tiende a adquirir la temperatura ambiente: Cuando ya no hay actividad productora de calor (cariño, cordialidad, comprensión, etc.) ni nada que lo regule y facilite, las relaciones sociales se enfrían y el ambiente se deteriora hasta su disolución.

—La sangre se vuelve ácida: La destrucción celular libera a la sangre todos los desechos, lo que acidifica el medio común de comunicación. Es decir, las comunicaciones personales se agrian, a causa del malestar generado por la destrucción interior de quien la sufre. Y eso se debe a que, las personas y las pequeñas comunidades destruidas, comunican su sufrimiento a todo su medio, con lo que generan un ambiente o medio social agrio.

—Invasión de los microorganismos que simbióticamente habitan el tubo digestivo (se inicia la putrefacción): La coexistencia pacífica entre el cuerpo social y otros entes ajenos al cuerpo pero asociados por un beneficio mutuo, se mantiene a raya gracias a que el cuerpo social defiende sus límites mediante la aplicación de sus normas; pero cuando dichas normas dejan de regir y ya no se guardan los límites, porque no se defiende la unidad e identidad de ese cuerpo, los entes externos que hasta ese momento estaban controlados para que no produjeran daño, descubren que pueden rebasar esos límites sin que ocurra nada y sin oposición alguna, por lo que comienzan a invadir el territorio que hasta entonces les estaba vedado, imponiendo en él su dominio, su ley. (Al modo de la invasión de los pueblos bárbaros en el Imperio Romano, o de los “okupas” en nuestras casas.)

—Los líquidos interiores, al no estar retenidos y controlados activamente, se extravasan y ocupan los lugares a donde escurren, siguiendo la ley de la gravedad (se producen las llamadas livideces cadavéricas e hipostasis): Los líquidos (al fin y al cabo constituidos por agua como disolvente universal) constituyen el “medio social” que soporta el intercambio entre las células, y el “medio de comunicación” de los diversos núcleos que componen una sociedad. Pues en estas circunstancias de abandono de todo control y regulación de las funciones, este “medio social” en el que se establece la comunicación, se sujeta al albur de una fuerza externa incontrolable: la gravedad. Lo que dicho según una frase de la sabiduría popular es “acomodarse al sol que más calienta”, cuando se ha perdido el criterio propio.

—Los animales, y especialmente los insectos, acuden a alimentarse de los despojos: Todos los seres ajenos al cuerpo en descomposición acuden al festín, puesto que ya no va a haber oposición que se lo impida. Y las moscas son las primeras en detectarlo. Y, en sucesivas oleadas, van acudiendo las distintas especies a beneficiarse del botín. Aunque, justamente los parásitos, aquellos que se beneficiaban en vida, a cambio de nada, y produciendo un perjuicio, son los primeros en abandonar la nave (como las ratas el barco que se hunde), cuando detectan que ya no pueden sacar nada más según su método de engaño (piojos, garrapatas, sanguijuelas, etc.). Aquí, el paralelismo social salta a la vista, y creo

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que no precisa de mayor explicación. Todos podemos detectar quienes son los buitres, los cuervos, las ratas, las moscas, las larvas y gusanos, los parásitos, y demás “animales” humanos de nuestra sociedad que actúan de tal manera ante el cuerpo social en descomposición.

Y… entonces… ¿cuánto de esto podemos encontrar en nuestra sociedad actual que nos indique su descomposición?

Pues, efectivamente, hay rotura progresiva de núcleos sociales (comunidades, familias, matrimonios, amistades estrechas), y los núcleos residuales van siendo más pequeños; y todo ello influido por el ambiente individualista y egocéntrico reinante, cada vez más en descomposición. Y, en consecuencia, el “calor de hogar” que proporciona el afecto, cariño, cordialidad, etc., cada vez es más frío y desvinculador; con lo que el ambiente social, igualmente, se va haciendo más agrio y las relaciones sociales más “ácidas”. Incluso, el humor, cada vez es más destructivo, corrosivo y ácido, en vez de sano, desenfadado y reconfortante. Y tanto el medio social, como los medios de comunicación social que lo condicionan, están sometidos a un pensamiento o criterio único impuesto, que se discute cada vez menos, como si fuera la fuerza de gravedad que te lleva adonde quiere. Y, en este ambiente sin criterio propio ni convicciones profundas, en el que desaparece el orden social habitual e impera el relativismo de todo tipo (especialmente moral), y en el que se acogen, incluso, a todos aquellos entes que pretenden destruirlo: lo lógico y esperado es que todos esos entes aprovechen la coyuntura para imponer sus criterios y su dominio, y sacar con ello todo el beneficio posible de este barco que se hunde, y la mayor tajada de ese despojo social en descomposición. No es de extrañar, entonces, que todos sus enemigos, declarados o no, grandes o pequeños, surjan ahora por todas partes para tratar de obtener su porción en el botín. Ya dice el refrán que “a perro flaco todo se le vuelven pulgas”. Pues… ¡cuánto más los carroñeros a un cadáver!

Desgraciadamente, nuestra sociedad actual ya no es recuperable tal y como la conocemos, aunque le practiquemos las llamadas eufemísticamente “maniobras de resucitación”. Maniobras que, si no estuviera en descomposición, lo más que hubieran conseguido sería revivirla, pero nunca resucitarla al modo de Jesucristo.

Revivir es volver a la vida que se tenía antes, con sus mismos modos y formas; es decir: manteniendo su apariencia perfectamente reconocible, sin que nada cambie. Y eso, humanamente sí podría conseguirse. Pero resucitar es otra cosa.

Resucitar precisa, necesariamente, de la intervención directa de Dios: De que Él vuelva a habitar en esa vida, que tuvo su origen en Él, pero que fue puesta a prueba por el pecado, convirtiéndola en corruptible, en temporal. Por lo que, si esa vida quiere recuperar su origen incorruptible, ha de acogerle de nuevo a Él en su seno; con lo que todo lo corruptible, consecuencia de ese pecado, ha de ser quitado de en medio (rechazado). En esa situación, la apariencia, forzosamente ha de cambiar, y ya resultará difícilmente reconocible si no nos fijamos en su espíritu, en la verdad de su ser (más allá de su aspecto formal).

Luego la sociedad de hoy en día, aunque en su aspecto formal ya no puede ser recuperada, revivida, según la apariencia que tenía antes como civilización… digamos “occidental”, “judeocristiana”, “grecolatina”, “global”, etc.; sí puede

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resucitar (aunque sea a través de un pequeño resto) si se reconstruye acogiendo a Dios en su seno; es decir, aceptando su modo de ser en ella, de tal manera que sólo pueda transparentarle a Él. O dicho de otro modo: Edificando, única y exclusivamente, sobre pilares cristianos y al modo de Cristo; para lo que habrá que desterrar del corazón de cada integrante y, por ende, de todo el nuevo entramado social, toda sombra de pecado (de rechazo de Dios). Construyendo, en fin, lo que, según expresión de los últimos Papas, sería la civilización de la verdad y del amor (que ya mencionamos en el «Prólogo» de la presente obra).

¿Qué ocurriría, entonces, con la antigua? ¿Se perdería todo?

La función de la nueva civilización es recoger y recuperar todo lo bueno de la Creación de Dios para rescatarlo, al modo de los animales de cada especie en el Arca de Noé; desechando en ese expurgo todo lo contaminado por el mal (por el rechazo voluntario de Dios), que se deja a merced del “diluvio”, es decir, a las consecuencias de su propio pecado. Con lo que todo lo bueno y “aprovechable” del pasado queda recuperado para el disfrute de todos; y sólo se abandona lo fundamentado en el mal, que se deja al arbitrio de su propia corrupción.

Y el proceso de corrupción de un cadáver biológico recorre cuatro fases:

1ª) Periodo cromático: Es el inicial que ya hemos comentado de descomposición y extravasación de líquidos, lo que va produciendo distintos colores en el cadáver.

2ª) Putrefacción gaseosa: En esta fase, la propia putrefacción genera gases que producen un olor muy desagradable, fuerte y penetrante. Gases que infiltran los tejidos, ocasionando deformaciones monstruosas, propias de las peores pesadillas. (Quizá sea este aspecto el que ha dado origen a las horribles imágenes de demonios que nos han legado las diversas tradiciones culturales.)

3ª) Putrefacción colicuativa: Se produce la licuefacción de los tejidos y su derrame, ya sin el penetrante mal olor. Todas las partes blandas se deshacen hasta desaparecer.

y 4ª) Reducción esquelética: Queda sólo el resto mineral de los huesos. Y éstos también pueden ir desapareciendo, al estar sometidos a los agentes físicos del clima y la geología.

Pues, más o menos, estas mismas fases recorre una sociedad o civilización en su descomposición y aniquilación: El primer periodo de descomposición, con las distintas facciones en su interior. El segundo, ya en una guerra abierta en su seno, en la que aflora todo lo peor, y lo más ruin de las personas (lo que sería la decadencia y descomposición violenta). El tercero, ya como una disolución asumida y pacífica. Y el cuarto, en el que ya sólo quedan los restos menos destructibles, las ruinas (y que también pueden desaparecer con el tiempo).

Y… ¿cuál sería el comportamiento de la nueva civilización ante la destrucción y descomposición de la antigua?

Pues el de ir ocupando los huecos que la aniquilación de la antigua va dejando, a la manera de Noé colonizando las tierras asoladas por el diluvio; pero teniendo buen cuidado de no incorporar a su nuevo orden nada de lo dañado del otro (y ofrecido al “anatema”). Porque conservar modos no purificados, arropados o disimulados entre los otros, es motivo seguro de contaminación y fermentación, más tarde o más temprano, de toda la nueva masa que con tanto esfuerzo y sufrimiento se haya conseguido establecer (porque actuaría como si

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fuera un nuevo Caballo de Troya). Y así lo advierte el Libro de Josué, a la hora de la conquista de la Tierra Prometida (aunque lo que ahí se dice haya que interpretarlo ahora en el terreno espiritual, con respecto a las ideas, usos y costumbres): «Israel ha pecado. Ha violado la alianza que yo les había prescrito. Se han quedado con algo de lo consagrado [al exterminio], lo han robado y lo han escondido metiéndolo entre su ajuar». (Jos 7, 11) «Entonces, quitad de en medio los dioses extranjeros que conserváis, e inclinad vuestro corazón hacia el Señor, Dios de Israel». (Jos 24, 23)

Pero antes de todo esto se ha de consolidar el primer germen de vida nueva que sea el origen o manantial de dicha nueva civilización de la verdad y del amor, y que sea capaz de responder a la insistente llamada del Señor a salir de los modos antiguos: «Sal de tu tierra, de tu patria, y de la casa de tu padre, hacia la tierra que te mostraré». (Gn 12, 1) «He visto la opresión de mi pueblo en Egipto y he oído sus quejas contra los opresores; conozco sus sufrimientos. (…) Y ahora marcha, te envío al faraón para que saques a mi pueblo, a los hijos de Israel. (…) Yo sé que el rey de Egipto no os dejará marchar ni a la fuerza; pero yo extenderé mi mano y heriré a Egipto con prodigios que haré en medio de él, y entonces os dejará marchar.» (Ex 3, 7.10.19-20)

Aunque, para esto, lo primero que se precisa es dejarse rejuvenecer por el Espíritu de Dios que nos invita a confiar plenamente en Él, sin amilanarse ante las bravatas de ese “faraón egipcio”, príncipe de la mentira, que sólo pretende nuestra esclavitud.

Acción rejuvenecedora difícil de asumir por quien está acostumbrado a fijarse sólo en las formas sin ahondar en lo profundo de las mismas: en su motivo originario, en su espíritu; y ya está “aferrado” a ellas. Por lo que prefiere permanecer en “tierra de nadie”, y ni opta decididamente por Dios ni se opone frontalmente a Él, y sólo se muestra indiferente, insensible, tibio. Desgraciadamente ya ha sido engañado, y, al no optar decididamente por Dios (lo que se suele mostrar a través del sufrimiento aceptado), ha optado por su enemigo, por lo que ya se ha puesto contra Dios (aunque piense que lo ha engañado con su supuesta “indiferencia” o su falsa “prudencia” o diplomacia).

En estos tiempos que corren de muerte de una civilización, con la subsiguiente degradación de todos los modos y costumbres, y pérdida del sentido de todo: Ya no ha lugar a las medias tintas, a los paños calientes o las contemplaciones. Porque se ha abierto una brecha entre dos mundos, el que se descompone y el que resucita, que el tiempo sólo puede ahondar y engrandecer hasta convertirse en un abismo infranqueable. Ahora podrá parecer, para algunos, una pequeña grieta; pero el simple sentido común advierte de que, sin demora, se ha de tomar partido por uno de los dos lados; porque luego, cuando metafóricamente hablando se abra la tierra, y aparezca el abismo, ya no habrá posibilidad de saltar de un lado al otro, y los que permanezcan en el “Titanic” se hundirán con él; ya que la oportunidad de subirse a los botes salvavidas que Dios ofrece, una vez hundido el barco, ya no será factible; y el tiempo corre en contra de quienes pretenden permanecer impasibles por miedo al riesgo y a la incertidumbre, suponiendo que la repulsiva fase de “putrefacción gaseosa” (con todos sus demonios sueltos) nunca llegará.

Es verdad que el mal de sólo uno, en esta malla relacional tan bien trabada y tupida, es capaz de afectar a toda ella (en lo que se ha venido a denominar como el efecto mariposa); pero que, en justa reciprocidad, el bien de tan sólo

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uno puede revertir la situación. Circunstancia de bipolaridad de la relación que abarca e implica toda la realidad, como ya queda expuesto en la «Carta a Teodoreto» de «Historias espirituales», o, con más detalle y en un lenguaje más técnico, en el capítulo titulado «El Medio» de «Sobre Lenguaje» (ex libris 1). Realidad que incluye, como es lógico y natural, a toda la ciencia moderna, y, en ella, a la lógica y a la matemática. Ciencia que, a su vez, actúa de soporte de toda la técnica actual. Por lo que si, el mal, como negación del Absoluto, de Dios, resulta ser una tendencia disgregadora y relativizante: el bien, como su opuesto, procura integrar, organizar y coordinarlo todo, en aras a una relación absolutizante de todo lo creado en Dios.

Pero el caso es que toda la ciencia actual está contaminada de relativismo, al prescindir conscientemente de un principio de coherencia absoluto, y no contar con Dios para nada en su quehacer ordinario y cotidiano, por lo que sólo le preocupa el “cómo” de los asuntos, y nunca el “por qué” y el “para qué” de los mismos. Incluso la matemática es siempre relativa a quien opera con ella, sin ser capaz de sustraer su presencia proyectiva en aquello que mide. Luego, todo lo que estudia y mide esta ciencia, es la propia realidad humana contaminada por el pecado de quien la observa, pero nunca la realidad tal y como Dios la creó. Y, sin embargo, los hombres, ahítos de soberbia, se atreven a divinizarla, convirtiendo a la ciencia atea actual en uno de sus ídolos a los que rendir culto (de esos de los que hay que desprenderse si se quiere conquistar la nueva Tierra Prometida que Dios nos regala).

Por eso decíamos párrafos atrás que la resurrección es otra cosa, y no se limita a revivir lo antiguo tal y como era, con su contaminación de pecado, sino que lo purifica de toda sombra de mal; por lo que, forzosamente, su apariencia ha de ser diferente. (Así se entiende que, a los discípulos, no les fuera fácil reconocer a Jesús después de la resurrección, y que tuvieran que fiarse más de su corazón que de sus ojos.)

En definitiva: La nueva civilización no supone un simple “lavado de cara” de la antigua, para luego volver a las andadas; sino un auténtico cambio de paradigma. Lo que dicho así, para quien está sumergido en la actual, sin querer problemas ni cambios: asusta. Y la reacción natural es no quererse mover de donde se está (lo que se conoce como la reacción psicológica de “hacerse el muerto”, para que el enemigo pase sin agredir). Pero como la civilización antigua se hunde a marchas forzadas, atacada y socavada por todos los frentes, y sin posibilidades de recuperación por todo lo que ya hemos comentado, pues será cuestión de esperar a que se alcance el nivel de resistencia y tolerabilidad de cada uno (y ¡cuánto está dispuesto a sufrir!); y que, cuando ya no aguante más, decida, por fin, que tiene que salir de esa situación, de su particular esclavitud de Egipto, para dirigirse hacia la Tierra Prometida; aunque, para ello, tenga que atravesar primero un desierto. El problema, en ese caso, radica en que tome la decisión demasiado tarde, cuando ya se ha hundido con el barco y no hay posibilidad de alcanzar los botes salvavidas que sobrenadan en la superficie del agua. Aunque, bien mirado, quien esto hace, verdaderamente no quería de ningún modo salir del mal en que vivía.

Y es que…, así dice el Libro del Apocalipsis: «“Cayó, cayó la gran Babilonia. Y se ha convertido en morada de demonios, en guarida de todo espíritu inmundo, en guarida de todo pájaro inmundo y abominable;» [La “putrefacción gaseosa” a la que nos referíamos antes.] «porque del vino del furor de su prostitución han

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bebido todas las naciones, los reyes de la tierra fornicaron con ella, y los mercaderes de la tierra se enriquecieron con el poder de su opulencia”.» [El festín de las moscas y demás.] «Y oí otra voz del cielo que decía: “Pueblo mío, salid de ella, para que nos os hagáis cómplices de sus pecados y para que no os alcancen sus plagas; porque sus pecados se han amontonado hasta el cielo, y Dios se ha acordado de sus crímenes”.» (…) «“¡Ay, ay de la gran ciudad! La que se vestía de lino, púrpura y escarlata» [Los atributos de la presunción, porque son los que mostraban lo consagrado al Señor, según las indicaciones dadas por Dios a Moisés.] «y se enjoyaba con oro, piedras preciosas y perlas.» [La vanagloria.] «¡Porque en una hora ha quedado asolada tanta riqueza!”». (Ap 18, 2-5.16-17a) Y en el versículo 11, asimismo afirmaba: «También los mercaderes de la tierra llorarán y harán duelo por ella, porque ya nadie compra sus mercancías». Y es que las mercancías y supuestos “tesoros” de una civilización en descomposición, ¡y ya en fase de putrefacción gaseosa!, a nadie le interesan; porque ni con toda su grandilocuencia, fasto y fuego fatuo, en los que había puesto su esperanza, ha podido librarse de la muerte.

Pero toda esta apoteósica caída, tiene un lado alegre y liberador para todo lo bueno que estaba sojuzgado en su seno: «Y oí como el rumor de una muchedumbre inmensa, como el rumor de muchas aguas, y como el fragor de fuertes truenos, que decían: “Aleluya. Porque reina el Señor, nuestro Dios, dueño de todo, alegrémonos y gocemos y démosle gracias. Llegó la boda del Cordero, su esposa se ha embellecido, y se le ha concedido vestirse de lino resplandeciente y puro —el lino son las buenas obras de los santos—”.» (Ap 19, 6-8) ¡Y por fin el Señor es considerado y tenido en cuenta en todo!, con lo que la creación entera puede alcanzar su liberación y revestirse de verdadera gloria.

Pues de la instauración de esa nueva civilización, de esa civilización de la verdad y del amor a la que nos referíamos en el «Prólogo», es de lo que hemos tratado en la presente obra; aunque la extrema sencillez de sus presupuestos espirituales, despojados de todo relumbrón, parezca ocultar su verdadera trascendencia.

A este respecto, escribí una vez, a un obispo que conocía, una carta que le entregué en mano, de la que extraigo el siguiente fragmento:

«La guerra» [entre el bien y el mal] «ya está ganada por Dios, pero la lucha es cuerpo a cuerpo, persona a persona; y si la institución eclesial no se preocupa por la salvación eterna de sus hijos, es que está renunciando a ser la representante terrena de su Señor. Cada cual debe elegir, y en ello no hay término medio ni tibiezas dignas de ser vomitadas (cf. Ap 3, 15-17): O con Dios o contra Dios. Dios propone, pero es el hombre el que elige; por lo que el tiempo de la melindrería, de la pusilanimidad, de “templar gaitas” y de las conciliaciones tramposas ha terminado.» [Ni Jesucristo lo realizó en su vida terrena ni esto tiene cabida en el Cielo; ya que, el mismo que predicaba el amor al enemigo (cf. Mt 5, 44), y el amor y la unidad entre sus discípulos (cf. Jn 13, 34; 17, 21), es también el mismo que insiste en que no se puede servir a dos señores (cf. Mt 6, 24), a Dios o al diablo y sus embelesos y vanaglorias (cf. Mt 4, 10), y que, precisamente por eso, él no ha venido al mundo a traer paz sino espada (cf. Mt 10, 34-36), porque Satanás, en sus desesperación, no se va a dejar arrebatar fácilmente su botín (cf. Ap 12, 12).] «Ya no hay más tiempo para acogotar y amedrentar a los buenos, mientras se agasaja, se consiente y se “adora” a los malos; porque, quien lo haga, quedará incluido definitivamente en el grupo de

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estos últimos, a los que la corriente de la historia arrastrará sin remedio. Y es que es tiempo de separación entre “ovejas y cabras”.»

(…) «La Iglesia tiene que salir de “Egipto” (de la mundanidad y su concupiscencia alienante), y va a salir, de todas: todas, por gracia de Dios; pero… que sea el menor número posible de almas el que se pierda (y no me refiero a su vida, sino a su salvación eterna), eso ya queda de nuestra parte. Ahí se verá lo que verdaderamente nos importan nuestros semejantes.»

Y es que, párrafos atrás de dicha carta, también había escrito: «En cuanto a la historia del mundo, de la humanidad ajena a la Iglesia, pues va seguida a la de ésta y corre su misma suerte. Si se “agacha” [se hace humilde] y sigue su ejemplo (si se convierte), pasará [la “puerta estrecha” de la historia]; pero si no lo hace, estrellada en el muro se quedará. No pasarán ni los demagogos ni los masones ni las sectas ni los contubernios ni los enemigos de la Iglesia ni Satanás con toda su corte; por mucho poder e influencia que parezcan desarrollar, y atribuirse con ello el aparente descalabro de la presencia mundana de aquella (de la Iglesia). ¡No quedará nada! (…) Ocurrirá igual que con el paso del Mar Rojo por los egipcios en persecución de los hebreos. Allí quedará todo el poderío del ejército egipcio (de los enemigos de la Iglesia: Cuerpo Místico de Cristo), aplastado contra el muro infranqueable de la historia.

¡Por cierto!, que las plagas que se van a ir sucediendo en la Iglesia, una tras otra, aunque están provocadas por sus enemigos con objeto de destruirla y asolarla, sólo conseguirán en ella impulsar su depuración (por eso están consentidas por Dios), y para lograr con ello que por fin el faraón, el “príncipe de este mundo”, suelte sus garras con las que la mantiene atrapada, y la deje salir fuera de su influencia.»

Y, con la Iglesia purificada (imagen de María Inmaculada), saldrá también todo lo bueno y aprovechable de la antigua civilización, guardado como un tesoro en su Arca de Noé, al modo del Arca de la Alianza que albergaba los dones de Dios, para ser incorporado a la nueva, tal y como se asimila la Eucaristía, y cumplir con ello la indicación del Evangelio según San Lucas: «María, por su parte, conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón». (Lc 2, 19 y 51b) En ese Corazón Inmaculado de María de triunfo seguro.

Bendito sea el Señor, Padre, Hijo y Espíritu Santo, y su Santa Madre, María

Virgen, ahora y por siempre. Amén.

(20 de febrero a 2 de marzo de 2020) (Transcripción, revisión y retoques…

hasta el sábado 7 de marzo de 2020)

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ACTITUDES CRISTIANAS ANTE LA SITUACIÓN DE IGLESIAS CERRADAS Y

SACERDOTES NO DISPONIBLES

Cuando, a un cristiano que siente y vive su fe, se le cierran las iglesias para todos los actos de culto, independientemente de las motivaciones que se arguyan, y por muy justificadas que éstas sean, y, además, el acceso a los sacerdotes se vuelve prácticamente imposible para la gran mayoría de los fieles, que quedan como condenados a una cárcel, en la que se pierde el contacto “físico” con esas realidades espirituales que le dan soporte como persona: surge en la mente, de forma casi espontánea, la respuesta de Jesucristo al diablo durante las tentaciones en el desierto: «Está escrito: “No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”». (Mt 4, 5) Es decir: alimentarse de “toda palabra que sale de la boca de Dios” es aún más imprescindible, para la vida humana según Dios, que los alimentos físicos de primera necesidad que estimamos los hombres carnales. Y el ser humano, hijo de Dios, debe elegir entre convertir “las piedras en panes” según la insinuación del tentador (y satisfacer así el “hambre” por el alimento físico), o anteponer la voluntad de Dios a todo lo demás. O como le dice Jesús a la samaritana cuando él le está pidiendo de beber a ella: «Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice “dame de beber”, le pedirías tú, y él te daría agua viva». (Jn 4, 10) Luego no son, para quien posee una mirada cristiana de la realidad que ve más allá, ni el agua ni el pan físicos, en su sentido corriente, lo esencial para la vida, sino la gracia y el pan del cielo, lo verdaderamente vital para su subsistencia. Con lo que se puede colegir de ello que, quien pretende someterle a un estado de sitio espiritual, manteniendo el avituallamiento físico, pero no el espiritual, lo que realmente intenta es debilitar su fe para acabar con su personalidad y esencia vital como hijo de Dios. (Un ataque mucho más profundo a su ser personal que cualquier otro ataque mucho más “visible”.)

Circunstancia que también trae a la mente este episodio del Libro de Daniel: «El macho cabrío» (el demonio, el diablo, etc.) «se hizo extraordinariamente grande, pero al crecer su poderío, se le rompió aquel cuerno grande y en su lugar surgieron otros cuatro hacia los cuatro puntos cardinales. Y de uno de ellos salió otro cuerno pequeño que creció mucho hacia el Sur, hacia el Oriente y hacia la Tierra Hermosa. Se alzó contra el ejército de los cielos» (los sacerdotes y los consagrados en general) «y derribó parte de ese ejército y de las estrellas» (las personas santas que brillan en la noche) «; y los pisoteó. Se elevó hasta el jefe del ejército, suprimió el sacrificio cotidiano» (la Santa Misa y el Sacramento Eucarístico) «y derribó su santuario. Se le dio un ejército contra el sacrificio cotidiano por los pecados, arrojó por tierra la verdad y actuó con éxito». (Dn 8, 8-12) Episodio que no interesa tanto por el detalle profético de lo narrado, y si coincide o no coincide…, sino por el trasfondo del verdadero mal que en esto subyace. Ya que, a este respecto, nos advierte San Pablo: «Porque nuestra lucha no es contra hombres de carne y hueso sino contra los principados, contra las potestades, contra los dominadores de este mundo de tinieblas, contra los espíritus malignos del aire. Por eso tomad las armas de Dios para poder resistir en el día malo y

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manteneros firmes después de haber superado todas las pruebas. Estad firmes; ceñid la cintura con la verdad, y revestid la coraza de la justicia; calzad los pies con la prontitud para el evangelio de la paz. Embrazad el escudo de la fe, donde se apagarán las flechas incendiarias del maligno. Poneos el casco de la salvación y empuñad la espada del Espíritu que es la palabra de Dios. Siempre en oración y súplica, orad en toda ocasión en el Espíritu, velando juntos con constancia, y suplicando por todos los santos». (Ef 6, 12-18)

Pues en esta situación de iglesias cerradas y sacerdotes no disponibles para hacer su ministerio accesible a los fieles… ¿qué se puede hacer?

Ya nos dice San Pablo que debemos usar «las armas de Dios, para poder afrontar las asechanzas del diablo». (Ef 6, 11) Y orar en toda ocasión con el corazón, en el Espíritu, ha de ser nuestra principal opción. No tanto recitar oraciones sin saber lo que se dice, sino poniendo nuestro corazón en ello, comunicándonos con Dios de tú a tú, como un amigo hace con su amigo. Comunicación que supone un diálogo, en el que ambos intervienen, y no sólo un monólogo, en el que uno se limita a escuchar mientras el otro no para de hablar. Por eso, la palabra de Dios, escuchada a través de los textos sagrados o de las oraciones que con ellos se han establecido, suele facilitar esa escucha activa de Dios para quien no ha aprendido a discernirla en los avatares y circunstancias de su vida. Por eso el rezo del Santo Rosario suele ser la modalidad más fácil y asequible para cualquier persona, porque, además, concentra en sí toda la vida de la Iglesia, situando a la persona en su centro.

Pero esta circunstancia de desierto, de aislamiento, de estar al margen de “la civilización”, puede tener un efecto no deseado por parte de quien la procura con intención de debilitar la red relacional de quien sufre el acoso manipulador, y es que facilita, precisamente, esa salida del “Egipto seductor” a quien lo sufre, y, con ello, el encuentro personal con Dios en ese “desierto”, en ese “lugar sin distracciones”. De ahí que, en el Libro del Éxodo, encontremos lo que sigue: «Moisés levantó la tienda y la plantó fuera, a distancia del campamento, y la llamó “Tienda del Encuentro”. El que deseaba visitar al Señor, salía fuera del campamento y se dirigía a la Tienda del Encuentro». (Ex 33, 7) Y es que, para poder encontrarse con el Señor, hay que separarse de la rutina cotidiana, y de la mundanidad envolvente, para alcanzar el sosiego necesario como para poder entablar un diálogo sincero con Él, como también indica el mismo libro un poco más adelante: «El Señor hablaba con Moisés cara a cara, como habla un hombre con un amigo». (Ex 33, 11a) Luego el aislamiento y la prueba es ocasión de salvación, de crecimiento personal, si así se sabe aprovechar para facilitar ese encuentro. Encuentro siempre en oración, porque orar es hablar con Dios (aunque no se digan palabras). Puesto que también dice San Pablo: «¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?» (1 Co 3, 16) Y ese templo personal, esa “Tienda del Encuentro”, ¡siempre está a nuestro alcance!, porque es nuestra propia voluntad la llave que lo abre; y nadie, salvo nosotros mismos, puede cerrarlo jamás (puesto que Dios siempre está dispuesto a “encontrarse” con nosotros).

Por eso, y en este sentido, abunda el sacerdote Tertuliano en su tratado sobre la oración: «La oración es el sacrificio espiritual que abrogó los antiguos sacrificios. (…) Nosotros somos, pues, verdaderos adoradores y verdaderos sacerdotes cuando oramos en espíritu y ofrecemos a Dios nuestra oración como una víctima espiritual, propia de Dios y acepta a sus ojos.

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Esta víctima, ofrecida del fondo de nuestro corazón, nacida de la fe, nutrida con la verdad, intacta y sin defecto, íntegra y pura, coronada por el amor, hemos de presentarla ante el altar de Dios, entre salmos e himnos, acompañada del cortejo de nuestras buenas obras, seguros de que ella nos alcanzará de Dios todos los bienes.

¿Podrá Dios negar algo a la oración hecha en espíritu y verdad, cuando es él mismo quien la exige? (cf. Jn 4, 23-24) ¡Cuántos testimonios de su eficacia no hemos leído, oído y creído!»

Pero, además de la oración perseverante… ¿cómo se puede suplir la falta de participación en la vida sacramental de la Iglesia?

Siete sacramentos marcan la vida sacramental de un cristiano en la Iglesia:

El bautismo es el inicial, el que inaugura dicha vida y participación en la Iglesia. Bautismo que, como ya está previsto desde la antigüedad, se puede producir, aun en ausencia de sacerdotes y en circunstancias excepcionales, a través de dos figuras o situaciones: el “agua de socorro” y el “bautismo de deseo”. El “agua de socorro” es el bautismo en caso de peligro de muerte que puede administrar cualquier bautizado, a alguien que lo requiera de urgencia, y en ausencia de sacerdote; este bautismo es válido y no precisa ser repetido por un sacerdote, aunque sí debidamente registrado con posterioridad. El “bautismo de deseo” es el que expresa en su alma la propia persona solicitante, en tal situación extrema, y en ausencia incluso de un bautizado; comprometiéndose a, si supera esa situación grave que vive, recurrir a un representante de la Iglesia para formalizar la situación.

La confirmación es un sacramento reservado al obispo o a la persona en quien éste delegue. Como es un sacramento de compromiso y función dentro de la vida eclesial, y sólo se recibe una vez en la vida, no precisa ninguna urgencia en su realización, por lo que puede demorarse hasta cuando sea posible.

En el orden sacerdotal aún se concreta más lo dicho para la confirmación, y ahora la función se centra en un ministerio concreto de culto en servicio a la comunidad; y cuya necesidad la marca la administración de los demás sacramentos.

Y el matrimonio es el la otra función de servicio común dentro de la comunidad cristiana para constituir una familia. Sacramento en el que los ministros del mismo son ambos contrayentes, y en el que el sacerdote sólo actúa de testigo de la Iglesia. El sacramento será válido siempre que la comunidad cristiana sea testigo (de algún modo) de tal unión que se realiza en su seno. Sólo quedaría pendiente regularizar la situación administrativa para cuando fuera posible.

La unción de enfermos es el sacramento de la fortaleza ante la debilidad, y en el que el bautizado también se prepara para presentarse ante el Señor al final de su vida terrena. Sacramento que sólo puede ser administrado por un sacerdote en su ministerio como tal, pero que sí puede suplirse (a falta de tal auxilio), impetrando de Dios ejerza su gracia misericordiosa a través de la oración (hecha en espíritu y en verdad, como ya se dijo); rezando para ello, por ejemplo, la coronilla de la Misericordia Divina, según el modo de esta devoción aprobada por la Iglesia.

La penitencia o reconciliación es uno de los sacramentos esenciales para la vida diaria del cristiano, merced al cual se reintegra en la vida del Cuerpo Místico de Cristo (la Iglesia), quien se había alejado de ella al rechazar a Dios en

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su corazón, a través del acto que se conoce con el nombre de pecado. Reconciliación que requiere necesariamente cinco condiciones: Examen de conciencia (reconocer la propia responsabilidad), dolor de los pecados (arrepentirse sinceramente), propósito de enmienda (verdadero deseo de mejorar), decir los pecados al confesor (manifestar el rostro humilde del arrepentimiento ante el conjunto del Cuerpo Místico de Cristo representado en el sacerdote) y cumplir la penitencia (reparar, en la medida de lo posible, el daño causado). Y la única condición que no se podría realizar en la situación que comentamos es la de “decir los pecados al confesor”. Confesor que, como sacerdote, actúa “en persona de Cristo”, es decir, como si fuera Cristo en su humanidad; puesto que es, a través de esa humanidad, como puede manifestarse “el rostro humilde del arrepentimiento” (la autenticidad de quien se reconcilia), y el “rostro cercano y humilde de la Misericordia Divina” (que se anonada humildemente para perdonar). Pero la Iglesia también tiene prevista esta circunstancia de ausencia sacerdotal ante una situación grave, y propone la realización de un “acto de perfecta contrición”, con el propósito de confesarse con un sacerdote en cuanto sea posible. Incluso ofrece la oración denominada “Acto de contrición” para acompañar la verdadera disposición del alma de quien se arrepiente sinceramente. Cierto que también hay personas que precisan de un acompañamiento espiritual que les ayude a consolidar ese “propósito de enmienda” (verdadero deseo de mejorar), pero eso no es necesario lo realice un sacerdote, aunque sea el que haya recibido una mejor formación para ello (a pesar de que no fuera, precisamente por su formación académica, por lo que San Juan María Vianney, el santo cura de Ars, resultara un excelente director de almas). Ni está previsto que el sacramento de la penitencia o reconciliación, como tal, se dedique a eso.

Por último, la eucaristía es el sacramento del alimento cotidiano esencial para la vida de fe, que se expresa en el ejercicio de la caridad (del amor entregado y manifiesto). Sacramento que se celebra en el acto litúrgico conocido como Santa Misa o, simplemente, como celebración de la Eucaristía. Santa Misa que se compone de dos partes. La primera es la denominada Liturgia de la Palabra (la antigua “misa de los catecúmenos”), en la que lo que se comparte es la lectura de la Palabra de Dios; y que puede celebrarse independientemente de la Misa y ser dirigida por alguien que no sea sacerdote. Y la segunda es la llamada propiamente Liturgia Eucarística, en la que ya se consagran las especies de pan y vino como Cuerpo y Sangre de Cristo, acción que sólo puede ser llevada a cabo por un sacerdote que actúa “en persona de Cristo” (y que para mostrarlo de forma patente se reviste con los ropajes litúrgicos). Y esta es la acción que, en ausencia de actividad sacerdotal, quedaría sin cubrir; y, con ello, los fieles perderían su alimento del cielo, su maná en tiempos de desierto.

Pero como no es esa la Voluntad de Dios la de abandonar a sus hijos a su suerte, y todo cristiano convencido sabe que la respuesta a la pregunta retórica de Tertuliano (de más arriba) de…: «¿Podrá Dios negar algo a la oración hecha en espíritu y verdad, cuando es él mismo quien la exige?» Se responde taxativamente con un «No». Pues, en ausencia del ejercicio del ministerio sacerdotal, habrá que impetrar de Dios el milagro que supla tal ausencia, para que sea Él mismo quien intervenga directamente para solventar tal deficiencia, y pastoree de nuevo a sus ovejas sin pastor (cf. Mt 9, 36; Mc 6, 34).

Y aquí se abren dos posibilidades: Que los fieles puedan asistir a la celebración de la Santa Misa de forma virtual (no presencial) a través de los

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medios de comunicación, o que ni siquiera esa posibilidad sea factible y la ausencia sacerdotal sea completa.

En la primera opción, los fieles pueden participar en la Liturgia de la Palabra y alimentarse del “pan de la palabra”, y también aprovecharse de la oración de la parte de la Liturgia Eucarística, pero no beneficiarse del pan eucarístico al no poder comulgar físicamente (aunque se realice la llamada “comunión espiritual”, que no pide al Señor la comunión física o sacramental, sino que se conforma con la espiritual).

Pero con Dios no hay que conformase con soluciones humanas, sino que hay que suplicarle las divinas, porque esa confianza es la que Él ansía por parte de sus hijos, como muestra de ese amor anhelante que ya se va pareciendo al Suyo, al que Él nos tiene.

Y la propuesta para los cristianos que ansían recibir al Señor en la Eucaristía, sin posibilidad física de realizarlo, cuando asisten a la Santa Misa a través de los medios de comunicación, es la siguiente:

Preparar previamente una copita de esas para el licor que son como un vaso minúsculo, y colocarle en su interior una miguita de pan corriente (“todo lo que está a nuestro alcance”), y cubrir el conjunto con un vasito un poco mayor puesto del revés a modo de capuchón. Y, si es posible, colocar junto a ello un pequeño crucifijo. Y así esperar hasta que se inicie la retransmisión de la Misa.

Procurar vivir la misa como si se estuviera realmente presente en el lugar de la celebración. (Esto requiere preocuparse por suprimir toda distracción ambiental que pueda quitarnos la concentración.) Cuando se alcance el momento del ofertorio, se retira el vaso superior, dejando al descubierto el otro, que, cogido con las dos manos, se ofrece según las palabras pronunciadas por el sacerdote, uniéndolo a las ofrendas situadas sobre el altar, con ambas especies representadas en una sola (el pan). Y de la misma manera se realiza en la consagración, por si el Señor tiene a bien realizar el milagro. (Y confiando plenamente en que así ha sido.) Y, en la comunión, tras decir: «El Cuerpo de Cristo: Amén», se vuelca completamente en la boca el contenido de la copita, golpeando en la base para que no quede nada dentro, y se traga entero dicho contenido. Después se deja la copita donde estaba, cubriéndola de nuevo con el vasito, para que permanezcan así hasta el final de la Misa. Y, una vez concluida, se coloca el conjunto en un lugar destacado, a modo de nuestro particular sagrario (situando el crucifijo sobre él), para que permanezca así hasta la próxima ocasión, en que se vuelven a repetir los pasos desde el principio.

Pero si las condiciones son las correspondientes a la segunda opción, es decir, las de ni siquiera tener la posibilidad de participar en la Misa a través de los medios de comunicación, la propuesta requiere asumir toda la celebración, para efectuar una Misa rezada, en la que se introduce un añadido en su Plegaria Eucarística, para impetrar de Dios el ansiado milagro en el que manifieste su gracia, al modo como hizo Azarías, en medio del fuego (y con sus mismas palabras), al lamentarse por la pérdida del templo de Jerusalén (según se refiere en el Libro de Daniel). O como hizo la comunidad cristiana de Jerusalén, tras las amenazas del Sanedrín a los apóstoles (en el Libro de los Hechos).

Seguidamente se incluye aquí un modelo fijo e íntegro de Misa, bajo el título de «Misa “in extremis”», para que nadie tenga que complicarse la vida con nada superfluo, y se centre exclusivamente en lo que tiene que centrarse.

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MODELO FIJO DE MISA «IN EXTREMIS»

(Sólo en caso de que no se disponga de sacerdote ordenado ni se pueda acceder a él, con objeto de impetrar de Dios el milagro.)

SALUTACIÓN INICIAL

Oficiante: En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.

Pueblo: Amén.

Oficiante: El Señor esté con vosotros.

Pueblo: Y con tu espíritu.

Oficiante: Bendito sea Dios Padre y el Hijo unigénito de Dios y el Espíritu Santo, porque ha tenido misericordia de nosotros.

Hermanos: Para celebrar dignamente estos sagrados misterios, reconozcamos nuestros pecados.

(Breve pausa)

CONFESIÓN GENERAL

Oficiante y Pueblo: Yo confieso ante Dios todopoderoso y ante vosotros, hermanos, que he pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión. Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa. Por eso ruego a santa María, siempre Virgen, a los ángeles, a los santos y a vosotros, hermanos, que intercedáis por mí ante Dios, nuestro Señor.

Oficiante: Dios todopoderoso tenga misericordia de nosotros, perdone nuestros pecados y nos lleve a la vida eterna.

Pueblo: Amén.

INVOCACIONES

Oficiante: Señor, ten piedad.

Pueblo: Señor, ten piedad.

Oficiante: Cristo, ten piedad.

Pueblo: Cristo, ten piedad.

Oficiante: Señor, ten piedad.

Pueblo: Señor, ten piedad.

GLORIA

Oficiante y Pueblo: Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor. Por tu inmensa gloria te alabamos,

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te bendecimos, te adoramos, te glorificamos, te damos gracias, Señor Dios, Rey celestial, Dios Padre todopoderoso. Señor, Hijo único, Jesucristo. Señor Dios, Cordero de Dios, Hijo del Padre; tú que quitas el pecado del mundo, ten piedad de nosotros; tú que quitas el pecado del mundo, atiende nuestra súplica; tú que estás sentado a la derecha del Padre, ten piedad de nosotros; porque sólo tú eres Santo, sólo tú Señor, sólo tú Altísimo, Jesucristo, con el Espíritu Santo en la gloria de Dios Padre. Amén.

ORACIÓN COLECTA

Oficiante: Oremos: Dios Padre que, al enviar al mundo la Palabra de la verdad y el Espíritu de la santificación, revelaste a los hombres tu admirable misterio, concédenos, al profesar la fe verdadera, reconocer la gloria de la eterna Trinidad y adorar su Unidad en su poder y grandeza. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos.

Pueblo: Amén.

PRIMERA LECTURA

Lector: LECTURA DEL LIBRO DEL DEUTERONOMIO (4, 32-34.39-40)

Moisés habló al pueblo, diciendo: «Pregunta a los tiempos antiguos, que te han precedido, desde el día en que Dios creó al hombre sobre la tierra; pregunta desde un extremo al otro del cielo, ¿sucedió jamás algo tan grande como esto o se oyó cosa semejante? ¿Escuchó algún pueblo, como tú has escuchado, la voz de Dios, hablando desde el fuego, y ha sobrevivido? ¿Intentó jamás algún dios venir a escogerse una nación entre las otras mediante pruebas, signos, prodigios y guerra y con mano fuerte y brazo poderoso, con terribles portentos, como todo lo que hizo el Señor, vuestro Dios, con vosotros en Egipto, ante vuestros ojos? Así pues, reconoce hoy, y medita en tu corazón, que el Señor es el único Dios allá arriba en el cielo y aquí abajo en la tierra; no hay otro. Observa los mandatos y preceptos que yo te prescribo hoy, para que seas feliz, tú y tus hijos, después de ti, y se prolonguen tus días en el suelo que el Señor, tu Dios, te da para siempre».

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(Breve pausa)

Lector: Palabra de Dios.

Pueblo: Te alabamos, Señor.

SALMO (32, 4-6.9.18-20.22)

Salmista: Dichoso el pueblo que el Señor se escogió como heredad.

Pueblo: Dichoso el pueblo que el Señor se escogió como heredad.

Salmista: La palabra del Señor es sincera, y todas sus acciones son leales; él ama la justicia y el derecho, y su misericordia llena la tierra.

Pueblo: Dichoso el pueblo que el Señor se escogió como heredad.

Salmista: La palabra del Señor hizo el cielo, el aliento de su boca, sus ejércitos; porque él lo dijo, y existió; él lo mandó y todo fue creado.

Pueblo: Dichoso el pueblo que el Señor se escogió como heredad.

Salmista: Los ojos del Señor están puestos en quien lo teme, en los que esperan su misericordia, para librar sus vidas de la muerte y reanimarlos en tiempo de hambre.

Pueblo: Dichoso el pueblo que el Señor se escogió como heredad.

Salmista: Nosotros aguardamos al Señor: él es nuestro auxilio y escudo. Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de ti.

Pueblo: Dichoso el pueblo que el Señor se escogió como heredad.

SEGUNDA LECTURA

Lector: LECTURA DE LA CARTA DEL APÓSTOL SAN PABLO A LOS ROMANOS (8, 14-17)

Hermanos: «Cuantos se dejan llevar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios. Pues no habéis recibido un espíritu de esclavitud, para recaer en el temor, sino que habéis recibido un Espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos: “¡Abba, Padre!”. Ese mismo Espíritu da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios; y, si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo; de modo que, si sufrimos con él, seremos también glorificados con él».

(Breve pausa)

Lector: Palabra de Dios.

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Pueblo: Te alabamos, Señor.

ALELUYA

Lector: Aleluya, aleluya, aleluya.

Gloria al Padre, y al Hijo y al Espíritu Santo; al Dios que es, al que era y al que ha de venir.

Lector y Pueblo: Aleluya, aleluya, aleluya.

EVANGELIO

Oficiante: El Señor esté con vosotros.

Pueblo: Y con tu espíritu.

Oficiante: LECTURA DEL SANTO EVANGELIO SEGÚN SAN MATEO (28, 16-20)

Pueblo: Gloria a ti, Señor.

Oficiante:

En aquel tiempo «los once discípulos se fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Al verlo, ellos se postraron, pero algunos dudaron. Acercándose a ellos, Jesús les dijo: “Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin de los tiempos”.»

(Breve pausa)

Oficiante: Palabra del Señor.

Pueblo: Gloria a ti, Señor Jesús.

HOMILÍA

Oficiante: (Sólo si se desea o se ve necesario.)

CREDO APOSTÓLICO

Oficiante y Pueblo: Creo en Dios, Padre todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra. Creo en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor, que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo, nació de santa María Virgen, padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado, descendió a los infiernos, al tercer día resucitó de entre los muertos, subió a los cielos

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y está sentado a la derecha de Dios, Padre todopoderoso. Desde allí ha de venir a juzgar a vivos y muertos. Creo en el Espíritu Santo, la santa Iglesia católica, la comunión de los santos, el perdón de los pecados, la resurrección de la carne y la vida eterna. Amén.

ORACIÓN DE LOS FIELES

Oficiante: Oremos, hermanos, por los hombres y sus necesidades, a fin de que a nadie le falte la ayuda de nuestra caridad.

Monitor: Por la Iglesia santa de Dios, para que el Señor le dé la paz, la mantenga en la unidad y la proteja por toda la tierra: Roguemos al Señor.

Pueblo: Te rogamos, óyenos.

Monitor: Por el Santo Padre el Papa, por nuestro obispo y todos los obispos, presbíteros y diáconos, y por todos los miembros del pueblo santo de Dios, para que el Señor nos conceda a todos una vida confiada y serena para gloria de Dios Padre: Roguemos al Señor.

Pueblo: Te rogamos, óyenos.

Monitor: Por todos los cristianos que no están en comunión, y por todos aquellos que no creen en Cristo o no creen en Dios, para que iluminados por el Espíritu Santo, encuentren también ellos el camino de la salvación: Roguemos al Señor.

Pueblo: Te rogamos, óyenos.

Monitor: Por los responsables del gobierno de todas las naciones, para que Dios nuestro Señor, según sus designios, les guíe en sus pensamientos y decisiones hacia la paz y libertad de todos los hombres: Roguemos al Señor.

Pueblo: Te rogamos, óyenos.

Monitor: Por todos los que en el mundo sufren las consecuencias del pecado: Por los atribulados, por los que padecen hambre o enfermedad o violencia, por los emigrantes, los desterrados y los oprimidos, por los privados de libertad y por todos los que sufren: para que sientan el auxilio y el consuelo de Dios: Roguemos al Señor.

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Pueblo: Te rogamos, óyenos.

Monitor: Por todos los que estamos aquí reunidos en el Señor, y por los miembros de nuestra comunidad y parroquia que no están ahora con nosotros, para que Dios nos conceda perseverar en la fe y crecer siempre en la caridad y santidad: Roguemos al Señor.

Pueblo: Te rogamos, óyenos.

Oficiante: Dios todopoderoso y eterno que gobiernas cielo y tierra: escucha las oraciones de tu Iglesia y concede a nuestro tiempo los dones de tu bondad. Por Jesucristo nuestro Señor.

PRESENTACIÓN DE LAS OFRENDAS

Oficiante: Bendito seas, Señor, Dios del universo, por este pan, fruto de la tierra y del trabajo del hombre, que recibimos de tu generosidad y ahora te presentamos; él será para nosotros pan de vida.

Pueblo: Bendito seas por siempre, Señor.

Oficiante: Bendito seas, Señor, Dios del universo, por este vino, fruto de la vid y del trabajo del hombre, que recibimos de tu generosidad y ahora te presentamos; él será para nosotros bebida de salvación.

Pueblo: Bendito seas por siempre, Señor.

Oficiante: Orad, hermanos, para que este sacrificio, mío y vuestro, sea agradable a Dios, Padre todopoderoso.

Pueblo: El Señor reciba de tus manos este sacrificio, para alabanza y gloria de su nombre, para nuestro bien y el de toda su Santa Iglesia.

Oficiante: Por la invocación de tu nombre, santifica, Señor y Dios nuestro, estos dones de nuestra docilidad y transfórmanos, por ellos, en ofrenda permanente. Por Jesucristo, nuestro Señor.

Pueblo: Amén.

PLEGARIA EUCARÍSTICA (PREFACIO)

Oficiante: El Señor esté con vosotros.

Pueblo: Y con tu espíritu.

Oficiante: Levantemos el corazón.

Pueblo: Lo tenemos levantado hacia el Señor.

Oficiante: Demos gracias al Señor, nuestro Dios.

Pueblo: Es justo y necesario.

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Oficiante: En verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación darte gracias siempre y en todo lugar, Señor, Padre santo, Dios todopoderoso y eterno.

Que con tu Hijo unigénito y el Espíritu Santo eres un solo Dios, un solo Señor; no en la singularidad de una sola Persona, sino en la Trinidad de una sola naturaleza.

Y lo que creemos de tu gloria porque tú lo revelaste lo afirmamos sin diferencia de tu Hijo y del Espíritu Santo.

De modo que, al proclamar nuestra fe en la verdadera y eterna Divinidad, adoramos tres Personas distintas, de única naturaleza e iguales en dignidad.

A quien alaban los ángeles y los arcángeles, querubines y serafines, que no cesan de aclamarte, diciendo a una sola voz:

SANTO

Oficiante y Pueblo: Santo, Santo, Santo es el Señor, Dios del Universo. Llenos están el cielo y la tierra de tu gloria. Hosanna en el cielo. Bendito el que viene en nombre del Señor. Hosanna en el cielo.

PLEGARIA EUCARÍSTICA

(«In extremis» (Dn 3, 34-42; Hch 4, 29-31) + CANON-II)

Oficiante: Santo eres en verdad Señor, fuente de toda santidad; por «el honor de tu nombre, no nos desampares para siempre, no rompas tu alianza, no apartes de nosotros tu misericordia. Por Abrahán, tu amigo; por Isaac, tu siervo; por Israel, tu consagrado; a quienes prometiste multiplicar su descendencia como las estrellas del cielo, como la arena de las playas marinas.

Pero ahora, Señor, somos el más pequeño de todos los pueblos; hoy estamos humillados por toda la tierra a causa de nuestros pecados. En este momento no tenemos príncipes, ni profetas, ni jefes; ni holocaustos, ni sacrificios, ni ofrendas, ni incienso; ni un sitio donde ofrecerte primicias para alcanzar misericordia. Por eso acepta nuestro corazón contrito y nuestro espíritu humilde, como un holocausto de carneros y toros o una multitud de corderos cebados. Que éste sea hoy nuestro sacrificio, y que sea agradable en tu presencia: porque los que en ti confían no quedan defraudados. Ahora te seguimos de todo corazón, te respetamos y buscamos tu rostro; no nos defraudes, Señor; trátanos según tu piedad, según tu gran misericordia.

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Y ahora, Señor, concede a tus siervos predicar tu palabra con toda valentía; extiende tu mano para que se realicen curaciones, signos y prodigios por el nombre de tu santo siervo Jesús.

Sabemos que no tenemos autoridad eclesial para ejercer el ministerio sacerdotal, ni entre nosotros, en contra de nuestro deseo, hay nadie ordenado legalmente para ejercerlo; por eso, sin pretender violentar la autoridad que tú has concedido a tu Iglesia, y ya que no podemos pasar sin el Sacramento del Cuerpo y la Sangre de Cristo, te suplicamos nos concedas, como el maná en el desierto, o el agua de la roca, la bondad de tu gracia según nuestra fe, a través de esta ofrenda que te presentamos en nombre de toda tu familia santa.

Por» eso«, Padre,» te pedimos que santifiques estos dones con la efusión de tu Espíritu, de manera que se conviertan para nosotros en el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo, nuestro Señor. El cual, cuando iba a ser entregado a su Pasión, voluntariamente aceptada, tomó pan, dándote gracias, lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo:

Tomad y comed todos de él, porque esto es mi Cuerpo, que será entregado por vosotros.

Del mismo modo, acabada la cena, tomó el cáliz, y dándote gracias de nuevo lo pasó a sus discípulos, diciendo:

Tomad y bebed todos de él, porque éste es el cáliz de mi Sangre, Sangre de la alianza nueva y eterna, que será derramada por vosotros y por muchos para el perdón de los pecados.

Haced esto en conmemoración mía.

ACLAMACIÓN

Oficiante: Éste es el sacramento de nuestra fe.

Pueblo: Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!

PLEGARIA EUCARÍSTICA (CONCLUSIÓN-II)

Oficiante: Así, pues, Padre, al celebrar ahora el memorial de la muerte y resurrección de tu Hijo, te ofrecemos el pan de vida y el cáliz de salvación, y te damos gracias porque nos haces dignos de servirte en tu presencia.

Te pedimos humildemente que el Espíritu Santo congregue en la unidad a cuantos participamos del Cuerpo y la Sangre de Cristo.

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Acuérdate, Señor, de tu Iglesia extendida por toda la tierra; y con el Papa..., con nuestro Obispo..., y todos los pastores que cuidan de tu pueblo, llévala a su perfección por la caridad.

Acuérdate también de nuestros hermanos que durmieron en la esperanza de la resurrección, y de todos los que han muerto en tu misericordia, admítelos a contemplar la luz de tu rostro. Ten misericordia de todos nosotros, y así, con María, la Virgen Madre de Dios, su esposo san José, los apóstoles y cuantos vivieron en tu amistad a través de los tiempos, merezcamos, por tu Hijo Jesucristo, compartir la vida eterna y cantar tus alabanzas.

ELEVACIÓN MAYOR

Oficiante: Por Cristo, con él y en él, a ti, Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos.

Pueblo: Amén.

ORACIÓN DEL SEÑOR

Oficiante: Fieles a la recomendación del Salvador y siguiendo su divina enseñanza, nos atrevemos a decir:

Oficiante y Pueblo: Padre nuestro, que estás en el cielo, santificado sea tu Nombre: venga a nosotros tu reino; hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo. Danos hoy nuestro pan de cada día; perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden; no nos dejes caer en la tentación, y líbranos del mal.

Oficiante: Líbranos de todos los males, Señor, y concédenos la paz en nuestros días, para que, ayudados por tu misericordia, vivamos siempre libres de pecado y protegidos de toda perturbación, mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo.

Pueblo: Tuyo es el reino, tuyo el poder y la gloria, por siempre, Señor.

Oficiante: Señor Jesucristo, que dijiste a tus apóstoles: “la paz os dejo, mi paz os doy”,

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no tengas en cuenta nuestros pecados, sino la fe de tu Iglesia y, conforme a tu palabra, concédele la paz y la unidad. Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos.

Pueblo: Amén.

SALUTACIÓN DE LA PAZ

Oficiante: La paz del Señor esté siempre con vosotros.

Pueblo: Y con tu espíritu.

Oficiante: Daos fraternalmente la paz.

FRACCIÓN DEL PAN

Oficiante y Pueblo: Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo, ten piedad de nosotros.

Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo, ten piedad de nosotros.

Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo, danos la paz.

ELEVACIÓN MENOR

Oficiante: Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Dichosos los invitados a la cena del Señor.

Pueblo: Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme.

COMUNIÓN

Oficiante: El Cuerpo de Cristo.

Comulgante: Amén.

ACCIÓN DE GRACIAS

Oficiante: Como sois hijos, Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: «Abba, Padre».

(Silencio reflexivo.)

Oficiante: Oremos: … Señor y Dios nuestro, que la recepción de este sacramento y la profesión de fe en la santa y eterna Trinidad y en su Unidad indivisible, nos aprovechen para la salvación del alma y del cuerpo. Por Jesucristo, nuestro Señor.

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Pueblo: Amén.

RITO DE DESPEDIDA

Oficiante: El Señor esté con vosotros.

Pueblo: Y con tu espíritu.

Oficiante: El Señor os bendiga y os guarde.

Pueblo: Amén.

Oficiante: Haga brillar su rostro sobre vosotros y os conceda su favor.

Pueblo: Amén.

Oficiante: Vuelva su mirada a vosotros y os conceda la paz.

Pueblo: Amén.

Oficiante: Y la bendición de Dios todopoderoso, Padre, Hijo, y Espíritu Santo, descienda sobre vosotros.

Pueblo: Amén.

Oficiante: Podéis ir en paz.

Pueblo: Demos gracias a Dios.

***

(18 a 19 de marzo de 2020 [San José, Santo Patrón de la Iglesia])

Y ante tal situación… ¿Le preguntaremos al Señor: «Quo vadis, Domine?», como cuenta la tradición que hizo San Pedro?

Humberto Velázquez Muñoz

Posdata:

Al ir conociendo experiencias cercanas de confinamiento, aislamiento y desolación, que aún ponen más al límite las situaciones aquí contempladas, he caído en la cuenta, merced a la gracia de Dios, que aún hay otra forma de Eucaristía aún más íntima y consustancial para quien ya no le queda ningún otro recurso y sólo se tiene a sí mismo y sin ningún apoyo externo: Y es la consagración de uno mismo, del propio cuerpo y la propia sangre, como Cuerpo y Sangre de Cristo. Consagración directa e inmediata que puede efectuarse, verdaderamente, a través del sacerdocio ordinario o común que todos recibimos con el bautismo, y que la Iglesia reconoce en el punto 1141 del Catecismo que recoge, a su vez, la cita del Concilio Vaticano II: «por el nuevo nacimiento y por la unción del Espíritu Santo, quedan consagrados como casa espiritual y sacerdocio santo para que ofrezcan, a través de todas las obras propias del cristiano, sacrificios espirituales.» Y que, asimismo, es una alusión a la cita de la Primera Carta del Apóstol San Pedro: «También vosotros, como piedras vivas,

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entráis en la construcción de una casa espiritual para un sacerdocio santo, a fin de ofrecer sacrificios espirituales agradables a Dios por medio de Jesucristo.» (1 Pe 2, 5-6) Lo que también, en la tradición de la Iglesia de los últimos siglos, se ha expresado en la consagración al Sagrado Corazón de Jesús, de tanta raigambre, y en la más reciente consagración al Inmaculado Corazón de María. Luego esto que aquí se propone no es nada extraño a la práctica habitual de la Iglesia, y lo único que puede sorprender es que se resalte la semejanza con el sacrificio eucarístico de Jesucristo, hecho de una vez para siempre, pero que se renueva cotidianamente como prueba de eternidad. Por lo que la renovación cotidiana de tal consagración personal vendría a ser su equivalente, cumpliendo así el envío misionero de: «Haced esto en memoria mía». (Lc 22, 19d)

Y con respecto al sometimiento a la autoridad civil, y, en general, a toda autoridad, dice San Pedro en su Primera Carta: «Someteos por causa del Señor a toda criatura humana, lo mismo al rey, como soberano, que a los gobernadores, que son como enviados por él para el castigo a los malhechores y aprobación, en cambio, de los que hacen el bien.» (1 Pe 2, 13-14) El sometimiento no es, pues, ciego: incondicional, como parece deducirse del primer versículo, sino condicionado a su correcta actuación según la voluntad de Dios, como indica el segundo. Ya que, según afirma el mismo Pedro en los Hechos de los Apóstoles: «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres» (Hch 2, 29), cuando responde a la prohibición del Sanedrín (la autoridad judía de la época), para que no predicaran en nombre de “ése” (Jesucristo). Y es que la obediencia cristiana es una obediencia discernida (que conserva la libertad del individuo), pero nunca ciega (que la anula). Por eso San Pablo puede afirmar: «Y no hay por qué extrañarse, pues el mismo Satanás se disfraza de ángel de luz. Siendo esto así, no es mucho que también sus ministros se disfracen de ministros de la justicia. Pero su final corresponderá con sus obras.» (2 Co 11, 14-15) Y lo puede afirmar, gracias a que hace un discernimiento y no se deja embaucar por esa impactante apariencia de bondad. Y es que Dios nunca sustrae la libertad de nadie, porque está radicada precisamente en lo que la persona es en sí misma, incluso aun cuando ésta le es ofrecida en grado de esclavitud: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38). Porque eso lleva como réplica, como premio, disfrutar de la misma libertad de Dios. Ya que la libertad es el basamento de la voluntad, y ésta constituye y manifiesta lo que la persona es, lo que no se puede anular sin aniquilar a la persona; cosa que Dios no va a hacer nunca, pero sí el demonio: Satanás. Por eso no resulta comprensible la respuesta de un obispo acerca del asunto del que tratamos: «El problema lo tenemos los obispos, pero los fieles pueden estar contentos, porque sólo tienen que obedecer.» (Como si dijera: «¡Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos!» [Mt 27, 25]) Olvidándose de que, ante Dios, la obediencia no exime de la responsabilidad individual, y que, utilizarla como excusa, supone una negligencia culpable (como la de Pilato). Por eso, el Señor, siempre pide permiso, y cuenta con la voluntad de la persona, antes de indicarle una misión. Sin embargo, el demonio, procura instilar la idea de la obediencia ciega para así poder manipular las conciencias. Para después instaurar la concepción idolátrica de una religión basada en un “buenismo” meramente humano y “natural”, pero sin Dios. (Aunque, sin Dios, no hay bondad ni humanidad ni naturalidad que valga: ¡He ahí el engaño!)

Luego quien secunda dictados injustos, se hace cómplice de tal injusticia. Lo mismo que, quien secunda las tentaciones del demonio, se hace esclavo de ellas

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y partícipe de su maldad. Porque al demonio hay que responderle: «No te serviré ni me someteré a ti». O dicho con palabras de Jesús en el Evangelio: «Vete, Satanás, porque está escrito: “Al Señor, tu Dios, adorarás y a él solo darás culto”». (Mt 4, 10)

Pues… a los dictados injustos o perversos, por simple y elemental coherencia, habrá que responder lo mismo… ¿no? Que es lo que han hecho todos los mártires, columnas de nuestra fe, a lo largo y ancho de toda la historia de la Iglesia. Porque todos ellos se fiaron de Dios, como Abrahán, y pusieron en práctica la invitación personal y universal que el Señor le hizo: «Sal de tu tierra, de tu patria, y de la casa de tu padre, hacia la tierra que te mostraré.» (Gn 12, 1) Y como, asimismo, salieron los cristianos de Jerusalén, antes de su destrucción por Tito en el año 70 de nuestra era, al acordarse de las advertencias que hizo Jesucristo al respecto.

Y otro asunto añadido: Si los sacerdotes acaban por apreciarse como perfectamente “prescindibles”… ¿Cuál será el futuro de la institución eclesial tal y como la conocemos?

(18 a 19 de abril de 2020 [Domingo de la Misericordia Divina])

Homilía del autor para la «Misa “in extremis”»:

El Señor está con nosotros todos los días hasta el fin de los tiempos, hemos escuchado en el Evangelio; y San Pablo, en su Primera Carta a los Corintios (1 Co 10, 13), nos advierte: «No os ha sobrevenido ninguna tentación que no sea de medida humana. Dios es fiel, y él no permitirá que seáis tentados por encima de vuestras fuerzas, sino que con la tentación hará que encontréis también el modo de poder soportarla». Así que, cuando vemos que, los pastores asalariados abandonan a las ovejas que tienen encomendadas, o no les es posible a las ovejas acceder a su pastoreo: es el Buen Pastor, que nunca abandona a sus ovejas, el que vuelve a pastorearlas en persona. Porque, así dice el Señor: “Ni la orza de harina se acabará ni la alcuza de aceite se agotará mientras su reinado no se establezca definitivamente sobre la tierra; y que el sacerdocio ordinario o común supla todas las carencias del ministerial en este nuevo Pentecostés universal. Y lo que queda atado en la tierra, queda atado en el Cielo”. Ya que es la fe entregada: la confianza, la que impetra de Dios el milagro; y, el amor misericordioso de Éste, el que lo concede. Porque… ¿qué padre de la tierra, si su hijo le pide pan, le dará acaso uno serpiente? ¿O, si le pide el sustento espiritual, le dará en su lugar la picadura de un escorpión? Pues, entonces, «¿cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo piden?» (cf. Lc 11, 11-13)

Por lo que, si se diera el caso de que no nos es factible disponer de las especies del pan o del vino para ofrecer, siempre podremos suplirlas o, incluso, poner en ellas las que sí llevamos con nosotros desde siempre: es decir: nuestro propio cuerpo vivo y nuestra propia sangre viva, para que, así, sean ofrecidas y consagradas para el Señor, en oblación viva y permanente; acogiendo, pues, en comunión las propias del Señor, que Él mismo nos otorga. Con lo que nuestra comunión consistirá en hacernos conscientes de lo acontecido, y aceptarlo plenamente en nuestro corazón.

(4 a 7 de junio de 2020 [Domingo de La Santísima Trinidad])

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MANIFIESTO PARA UN ÉXODO DE SALVACIÓN

Ante la deriva desacralizadora, de subversión de valores, totalitaria y controladora de todos los ámbitos sociales y personales, no sólo en España, sino en todo el mundo; y su avance avasallador a través de una apariencia de omnipotencia incuestionable, y todo, merced a una élite dirigente que infiltra los puntos clave de dominio de la estructura social, de comunicación y de decisión; y que, incluso, provoca o facilita los problemas, para luego ponerles remedio según su premeditado criterio desnaturalizador y de sometimiento: Ha llegado el momento de escuchar de nuevo la voz del Señor, que nos repite lo que ya dijo a Moisés: «He visto la opresión de mi pueblo en Egipto y he oído sus quejas contra los opresores; conozco sus sufrimientos. He bajado a librarlo de los egipcios, a sacarlo de esta tierra, para llevarlo a una tierra fértil y espaciosa que mana leche y miel.» (Ex 3, 7-8) O la advertencia salvadora de Jesucristo en el Evangelio: «Cuando veáis a Jerusalén sitiada por ejércitos, sabed que entonces está cerca su destrucción. Entonces los que estén en Judea, que huyan a los montes; los que estén en medio de Jerusalén, que se alejen; los que estén en los campos, que no entren en ella». (Lc 21, 20-21)

Pues para poder llevar a cabo la salida salvadora de este Egipto en descomposición, y antes de que suframos en él lo acontecido a Sodoma y Gomorra, habrá que aplicarse de nuevo la indicación de Dios a Abrahán, como inicio de todo camino: «Sal de tu tierra, de tu patria, y de la casa de tu padre, hacia la tierra que te mostraré.» (Gn 12, 1) Y, como medio de abandono de todos nuestros viejos criterios, a continuación se proponen cinco puntos guía que nos permitan, a todos y cada uno, salir de la trampa mortal en la que nos hallamos atrapados, para efectuar nuestro personal y colectivo éxodo.

El primero y principal: Para saber adonde vamos, lo primero con lo que

hay que contar es con un guía o con un plano que facilite nuestra orientación en la vida. Lo que supone reconocer un principio de coherencia universal preexistente para toda la realidad. Y ese principio absoluto de coherencia, que proporciona sentido a todo, no puede ser otro más que Dios; principio de sentido común que, si se niega o rechaza, invalida también cualquier otro principio de coherencia relativo; lo que nos incapacitaría, incluso, para establecer la más mínima reflexión, anulando así la función de esa cualidad única y propia de todo ser humano, que, al desnaturalizarla, nos convertiría, ipso facto, en animales irracionales que sólo responden a instintos. Pero, además de contar con un plano proporcionado por su artífice (al dotar a toda la realidad de coherencia), también contamos con un guía: Dios encarnado en la realidad humana, que nos muestra el camino, puesto que es camino, verdad y vida (cf. Jn 14, 6): Jesucristo. Pues, tomándolo como modelo y haciendo lo que él nos dice (cf. Jn 2, 5): «Haced esto en memoria mía.» (Lc 22, 19): es como podremos llegar a nuestro destino, en el que Dios sea todo en todas las cosas (cf. 1 Co 15, 28). Luego este punto guía, del que dependen los otros cuatro, no es sino la vuelta a la fe y a la resacralización de todo lo que somos y nos rodea, lo que se podría resumir en la expresión: consagración al Señor. Es decir, tenemos que abandonar nuestros

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planteamientos espúreos, para retornar a los de Dios, para así poder parecernos a Jesucristo, recobrar nuestra dignidad de hijos, y ser coherederos con Él. (Puesto que los sarmientos, si no reciben la savia de la vid, se secan [cf. Jn 15, 5])

Aunque debemos estar vigilantes («Velad y orad para no caer en la tentación, pues el espíritu está pronto, pero la carne es débil.» [Mt 26, 41]) para no ser engañados por una aparente religión, pretendidamente humanista, pero de la que se ha sustraído la idea trascendente de Dios (¡menuda antítesis!), y en la que, por ejemplo, las prescripciones ecológicas vienen a suplir a las de la fe y el culto, al modo de un supuesto homenaje o tributo a la “madre tierra”. Con lo que se sustituye a Dios por un ídolo o una idea idolátrica. (Y aquí, como dice el Evangelio: «El que pueda entender, entienda» [Mt 19, 12]. O…: «El que lee, que entienda» [Mc 13, 14].)

El segundo: Puesto que reconocemos a Dios como Padre, aprendemos a confiar en Él, reconociendo la pequeñez de criatura que somos, frente al Señor Creador, Redentor y Santificador que todo nos lo da. Y no sólo nos da “de sus cosas”, sino que todo Él se nos da, tanto en el aspecto externo en forma de Jesucristo, como en el interno en forma de Espíritu Santo; por lo que su acción, en Él, no sólo se muestra en providencia, sino también, y más esencialmente en gratuidad (cf. Mt 10, 8). Y si la dinámica de relación de Dios no es de compraventa o negocio, sino de pura y simple gratuidad, confiada en su providencia: la nuestra, no puede ser nada diferente a ésa, puesto que somos hijos y no siervos (cf. Jn 15, 12-17). Ya que esa donación es la que se manifiesta en la llamada relación de amor, que, según lo expresa el mismo Dios a través de su ejemplo, se puede definir como: La decisión libre y voluntaria de entregarse plena y gratuitamente en Dios. Y la entrega de lo que uno es, se manifiesta a través de lo que uno tiene o hace o vive.

Sin embargo, quienes controlan y subyugan el mundo (porque han renunciado a la relación de amor según Dios), lo hacen a través del egoísmo, el negocio y los pactos esclavizantes; en definitiva: a través del dinero; incluso para comprar almas con él, o con supuestos beneficios gratuitos, que actúan de señuelos de apropiación de lo debería haber sido ofrecido al anatema (cf. Jos 7, 11-12). Luego… si se prescinde del dinero y de la mentalidad de compraventa, se le hurtan al enemigo un buen número de mecanismos de coacción y dominio. Y, además: Si la verdadera riqueza del mundo son las personas, pues son éstas las que poseen la dignidad de hijos de Dios, ¡y no lo son las cosas!: No es de lógica, ni de coherencia ni de sentido común que, las personas como tales, podamos acostarnos un día ricos, y levantarnos al siguiente pobres por “arte de magia”, sin que dichas personas, con todas sus cualidades, hayan cambiado en nada. Porque, si esto ocurre, quiere decir que nos hallamos inmersos en un gigantesco trampantojo, en una enorme mentira, y que, ni antes se era “rico” ni ahora se es “pobre”. Luego, necesariamente, habrá que cambiar de paradigma social y de enfoque en las relaciones humanas, para poder desenmascarar los hilos que mueven la tramoya de engaño que nos envuelve, y quién los maneja; para así percatarnos de que, como bien dice Pedro Calderón de la Barca en su obra «la vida es sueño»: «Que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son».

El tercero: Y si el amor se muestra a través de la donación gratuita de lo que uno es, mediante lo que uno tiene, hace y vive: pues los dones, habilidades, cualidades, capacidades, talentos, iniciativas, etc., etc., etc.: puestos, libre y

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gratuitamente, al servicio del bien común: pueden hacer funcionar todo un entramado social y humano, ¡y en condiciones muy superiores!, a lo que una sociedad construida sobre los pilares de la compraventa pueda tan siquiera imaginar; puesto que el motor social no es el interés vertido en el negocio, sino el amor. Y como, además, la decisión es libre, con plena conciencia de lo que se hace, y pone en juego las propias cualidades y los propios gustos naturales, pues el trabajo realizado con su asistencia, resulta siempre de lo más gratificante y satisfactorio. Y es por eso, por lo que San Pedro en su Primera Carta nos indica: «Como buenos administradores de la multiforme gracia de Dios, poned al servicio de los demás el carisma que cada uno ha recibido. Si uno habla, que sean sus palabras de Dios; si uno presta servicio, que lo haga con la fuerza que Dios le concede, para que Dios sea glorificado en todo, por medio de Jesucristo, a quien corresponden la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén.» (1 Pe 4, 10-11) Pues a esto lo podemos denominar: disponibilidad para el Señor.

Luego para quien pretende aprovechar en beneficio propio el trabajo y la vida de los demás, generando nuevos esclavos (aunque, eufemísticamente, se les quiera llamar con otro nombre): esta disponibilidad para Dios en libertad de sus posibles víctimas, le supone una indecible pérdida en capacidad coercitiva, y, con ello, una enorme dificultad para imponer una autoridad y un poder detentados.

El cuarto: Pero es que, además, el amor tiene otra virtud: la de reunir en la

unidad a todos los hijos dispersos (cf. Jn 15, 52; Ef 2, 14-16), y conformar con ellos un solo cuerpo, como dice San Pablo: «Así nosotros, siendo muchos, somos un solo cuerpo en Cristo, pero cada cual existe en relación con los otros miembros.» (Rm 12, 5) O, como asimismo afirma San Pedro: un solo templo: «También vosotros, como piedras vivas, entráis en la construcción de una casa espiritual para un sacerdocio santo, a fin de ofrecer sacrificios espirituales agradables a Dios por medio de Jesucristo.» (1 Pe 2, 5) O como indica Jesucristo: «Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ése da fruto abundante; porque sin mí no podéis hacer nada.» (Jn 15, 5) Pues esa unidad, perfectamente coordinada en el amor, es la que multiplica exponencialmente las cualidades, actitudes y eficacia de cada uno (como puede comprobarse en el simple cuerpo biológico del hombre, en relación con cada una de las células que lo integran); convirtiendo la debilidad en fortaleza de Dios, como ya mostró Jesucristo: «Que fue crucificado por causa de su debilidad, pero ahora vive por la fuerza de Dios» (2 Co 13, 4); o experimentó en sí mismo el propio San Pablo: «“Te basta mi gracia: la fuerza se realiza en la debilidad”. Así que muy a gusto me glorío en mis debilidades, para que resida en mí la fuerza de Cristo. Por eso vivo contento en medio de las debilidades, los insultos, las privaciones, las persecuciones y las dificultades sufridas por Cristo. Porque cuando soy débil, entonces soy fuerte.» (2 Co 12, 9-10) Unidad que es la garante de la conformación de ese Cuerpo Místico de Cristo en el que se distribuyen gratuitamente todos esos dones administrados por sus integrantes. Por eso, en este ámbito, el sentimiento de soledad tiene más que ver con el pecado que con el hecho de estar en soledad.

Esta circunstancia, producida por la característica de la que tratamos, contrasta abiertamente con el concepto de unidad, basada en el interés y la conveniencia, ¡y al margen de Dios!, propia de la sociedad promovida por las élites dominantes. Unidad coordinada, sólida e indestructible la basada en el

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amor, pero enormemente lábil, quebradiza y aglutinada la fundamentada en el interés, y sostenida por el miedo y la mentira. Por lo que, la basada en el amor, resulta enormemente más eficaz y productiva (incluso con una gran carencia de medios) que la otra, que precisa de una desmesurada cantidad de “energía”, simplemente para mantenerse en pie; y de una desorbitada presión para que sea productiva. Una buena alegoría que refleja esta diferencia es la del átomo, si nos fijamos en la estructura organizativa de sus dos partes: la corteza y el núcleo: En la perfecta organización de los orbitales de su corteza que permiten toda la “vida relacional” del átomo. Y en la amalgama indiferenciada de su núcleo, que se mantiene unido por mera fuerza bruta de atracción.

El quinto: Aún hay un extremo que, a pesar de parecer no esencial para el

desarrollo de todo lo tratado, sí resulta determinante a la hora de alcanzar los otros cuatro puntos mencionados, y para ahondar y progresar en ellos. Se trata del cambio de mentalidad o conversión, imprescindible para tomar la decisión de “salir de Egipto” y para mantenerse firmes y perseverantes en la marcha hacia la “Tierra Prometida”. Decisión que, como la decisión de amar, no depende de lo que otros decidan al respecto ni es relativa a sus resultados, sino que, al modo de Dios, da, se compromete, avanza, actúa sin esperar nada a cambio; sabiendo que toda la realidad (incluso la pasada, presente y futura) se verá influida por ello, merced a la abigarrada malla relacional que la conforma. Circunstancia que se podría resumir en la frase: «Cambia tú, y el mundo cambiará contigo». O: «Adopta el modo de visión de Dios, y verás la realidad de lo creado». Es decir: Cada uno por su cuenta, independientemente de lo que puedan decidir los demás, ha de ponerse en marcha, vaciándose de las ideas preconcebidas o aprendidas de una tradición cultural o educativa que no cuenta con Dios para el análisis de la realidad o que, incluso, le ignora a propósito: para llenarse de la verdadera sabiduría que Dios nos regala. Luego todo ha de ser mirado con ojos nuevos para ser contemplado en su auténtica realidad. Y… sólo se puede observar la verdad de todo lo creado… amándolo. Que es lo mismo que Dios hace con su creación: con el universo infinito entero, tanto pequeño como grande. Universo en el que el hombre, cada ser humano, ha sido erigido como su “pastor”: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza; que domine los peces del mar, las aves del cielo, los ganados y los reptiles de la tierra». (Gn 1, 26) «Porque seréis juzgados como juzguéis vosotros, y la medida que uséis, la usarán con vosotros.» (Mt 7, 2) «Dad, y se os dará; os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante, pues, con la medida con que midiereis se os medirá a vosotros». (Lc 6, 38) Y así es como el hombre, cada ser humano concreto, “pastorea” (y un buen pastor nunca abandona a sus ovejas [cf. Jn 10, 11-18]): influye en todo lo creado, a través de su pecado (su desamor) o su reparación (su amor), que alcanza proporciones universales aunque se produzca en el secreto de su corazón, de su ser (o precisamente por eso). La conversión, pues, se hace imprescindible y esencial para que pueda producirse el cambio: «Sal de tu tierra,» (de tus ideas preconcebidas) «de tu patria,» (de tus tradiciones y costumbres mundanas) «y de la casa de tu padre,» (de todo lo aprendido y heredado al margen de Dios) [y ve] «hacia la tierra que te mostraré.» (aprende a mirar el mundo como los ojos amorosos del Señor lo ven) «Ponte a salvo» [y sal de Sodoma] «; por tu vida, no mires atrás ni te detengas en la vega» (Gn 19, 17) (sin añoranzas ni distracciones). Y para eso no hay que fiarse de las autoridades según el mundo ni de sus dictámenes que ignoran a Dios, sino solamente de Dios (en su triple visión trinitaria), y de todo lo

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que, a través de cualquier criatura (incluidas las autoridades), puedan traslucirle. Por lo que, tanta más autoridad tendrá, quien mejor pueda transparentar la acción del Señor (sin fiarnos para ello de una apariencia engañosa, ni aunque pueda vestirse como un “ángel de luz” [cf. 2 Co 11, 13-14]).

Luego… en este mundo que pretende embaucarnos con toda suerte de sortilegios y disfraces manipuladores, para amedrentarnos y subyugarnos hasta esclavizarnos, desnaturalizando lo que verdaderamente somos, sustrayéndonos nuestra dignidad de hijos de Dios y herederos del Cielo (que es el mismo Dios): la conversión supone la total independencia de dicha realidad ficticia, mediante el fortalecimiento de un verdadero criterio propio, más allá del inducido y engañoso que sólo pretende nuestro sometimiento a un poder fáctico suplantador de Dios.

En resumen y a modo de colofón: Con el primer criterio salimos y nos

independizamos de un mundo que pretende una realidad sin Dios. Con el segundo, salimos, para independizarnos, de un mundo dominado por el poseer y la apropiación, cuya representación formal es el dinero y sus ataduras económicas. Con el tercero, salimos, al independizarnos mediante la generosidad, de un mundo que promueve la competitividad (la egolatría) para obtener el prestigio, la categoría y la realización personal como medio de conseguir una mera dignidad humana, por lo que dejamos de depender de quienes otorgan esos “méritos”. Con el cuarto, salimos del control de quienes dominan a los otros, para lograr la conciencia de una independencia de hecho a través de una organización propia y sólida (la Comunión de los Santos), como ningún otro reino de la tierra puede concebirla. Y con el quinto, salimos de la esclavitud de un mundo regido por la concupiscencia y el pecado, mediante nuestro personal “voto” de reparación universal a través del amor, muchísimo más eficaz y real que el de cualquier democracia al uso (y que, además, no puede ser manipulado); y es que no hay autoridad humana que esté por encima de Dios aunque lo pretenda o aparente, porque, donde Dios está, florece la auténtica libertad.

Se trata, pues, de un éxodo fundamentalmente espiritual, en el que lo material viene asociado por añadidura, a modo de maná en el desierto, y providencia de Dios vertida a través de nuestros semejantes en forma de complemento mutuo. No hay otra forma de escapar si no es con Dios y siguiendo su camino, porque ésta es la “puerta estrecha” de la historia: la tabla de salvación de un barco que se hunde.

Madrid, 1 y 2 de mayo de 2020

—H. V. M.— Y con el presente «Manifiesto» se muestra y se comprueba el sentido de la

anticipación histórica y la autenticidad de todo lo expuesto a lo largo de las presentes «Declaraciones y comentarios a los Estatutos de la villa del Señor.»

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Y, para más información, se pueden consultar en la siguiente dirección electrónica, los libros contenidos en ella, de acceso y descarga gratuitos:

https://pilarcampamento.archimadrid.es/Parroquia/18libros.html Muchas gracias por su atención.

Edición del domingo 7 de junio de 2020 (Solemnidad de La Santísima Trinidad).

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ÍNDICE

Índice inicial. 002

Prólogo. 003

Bienvenida. 009

Introducción. 012

Declaraciones y comentarios a…

Presentación de los Estatutos. 014

El lugar. 023

Las personas. 026

La vida. 033

El gobierno. 040

La comunidad. 046

El culto. 052

El trabajo. 057

La educación. 061

Las actitudes. 065

Lo foráneo. 068

Las adaptaciones. 075

Colofón. 078

Declaración de intenciones. 081

Abecedario constituyente y Esquema general. 083

Iconos e imágenes simbólicas. 086

Algunas curiosidades. 094

Una referencia necesaria. 106

El tiempo se ha cumplido. 113

Apéndice:

Estatutos de la villa del Señor. 127

Anexo:

Lo que cambiaría yo en el culto de la Iglesia (entendida como Villa del Señor)… “si tuviera capacidad para hacerlo”. 163

Signos de enfermedad, vejez, muerte y descomposición cadavérica de la sociedad actual. 210

Actitudes cristianas ante la situación de iglesias cerradas y sacerdotes no disponibles. 226

Manifiesto para un éxodo de salvación. 244