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16 ¿alguno cree o creerá que me he negado a llorar excepto con mi mujer o contigo Roberto ahora que narro estas cuestiones y sé que la tristeza como un perro siempre siguió a los hombres molestándolos? soy de un país donde es necesario no amar sino matar a la melancolía y donde no hay que confundir el che con la tristeza o como dijo Fierro hinchazón con gordura soy de un país donde yo mismo lo dejé caer y quién pagará esa cuenta quién pero lo serio es que en verdad el comandante Guevara entró a la muerte y allá andará según se dice bello con piedras bajo el brazo soy de un país donde ahora Guevara ha de sufrir otras muertes cada cual resolverá su muerte ahora: el que se alegró ya es polvo miserable el que lloró que reflexione el que olvidó que olvide o que recuerde Y aquél que recordó sólo tiene derecho a recordar el comandante Guevara entró a la muerte por su cuenta pero ustedes ¿qué habrán de hacer con esa muerte? (Juan Gelman, fragmento de “Pensamientos”, poema publicado en www.literatura.org/che) Ernesto Guevara fue herido y tomado prisionero en la Quebrada de Yuro y asesinado en La Higuera, en octubre de 1967, por un comando del ejército boliviano entrenado y dirigido por los rangers norteamericanos. I. Un proyecto mesiánico La hora de la espada, otra vez Se trató de un período relativamente corto, iniciado con el golpe que desplazó al Presidente Arturo Illia el 28 de junio de 1966 hasta el retorno de la democracia, en las elecciones presidenciales de 1973. No fue un intervalo to- talitario demasiado extenso, pero desde el punto de vista historiográfico constituye toda una época en que se mani- fiestan, además de los cambios económicos, hechos polí- ticos y sociales relevantes. Por ende, resulta conveniente detenerse en su análisis con cierto detalle. En ese lapso se asistió al ascenso y caída del partido militar, con su carácter pretoriano sobre las instituciones de la Nación y que volvería a la carga diez años después. Asimismo, du- rante la presidencia de Juan Carlos Onganía se ensayó un ambicioso proyecto en materia económica liderado por el Dr. Adalbert Krieger Vasena -era el representante de turno del establishment de la city-, dotado de sólidos lazos con el capital trasnacional. La combinación de estos factores de poder -operando en una burbuja que siempre flotaba localizada de espaldas a lo que sucedía en los distintos estamentos del país real y sus manifestaciones de protesta, convencidos de que bas- taba con la violencia y la proscripción para ahogarlas- se convirtió en el caldo de cultivo para que la Argentina ingre- sara en los tiempos más violentos de su historia moderna. Circunstancias tales como el fracaso del Plan Krieger, la ruptura del frente militar y las movilizaciones populares ter- minaron por expulsar del poder a los responsables de la “Revolución Argentina”. Desde el punto de vista del proyecto económico, para fines de 1969 ya estaba agotada la experiencia del Plan Krieger Vasena; lo ocurrido en los años siguientes -de im- portancia central para comprender el proceso político y social que derrumbó a la dictadura- tiene poca relevancia para la historia económica. En esta materia vale la pena centrarse en el mencionado Plan, que, además, por largo tiempo habría de embrujar a importantes economistas lo- cales, aún entre los más progresistas Con el retorno de Perón en noviembre de 1972, comen- Notas sobre la historia económica argentina: De Pavón al hundimiento de la Convertibilidad X- Nuevos fracasos del partido militar Estudios Especiales

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¿alguno cree o creerá que me he negado a llorar exceptocon mi mujer o contigo Roberto ahoraque narro estas cuestiones y sé que la tristeza como un perro siempre siguió a los hombres molestándolos?

soy de un país donde es necesario no amar sino matar a la melancolía y donde no hay que confundir el che con la tristezao como dijo Fierro hinchazón con gordura

soy de un país donde yo mismo lo dejé caery quién pagará esa cuentaquién

pero lo serio es que en verdad el comandante Guevara entró a la muertey allá andará según se dicebello con piedras bajo el brazo

soy de un país donde ahora Guevara ha de sufrir otras muertes cada cual resolverá su muerte ahora:el que se alegró ya es polvo miserableel que lloró que refl exioneel que olvidó que olvide o que recuerdeY aquél que recordó sólo tiene derecho a recordarel comandante Guevara entró a la muerte por sucuenta peroustedes ¿qué habrán de hacer con esa muerte?

(Juan Gelman, fragmento de “Pensamientos”, poema publicado en www.literatura.org/che)

Ernesto Guevara fue herido y tomado prisionero en la Quebrada de Yuro y asesinado en La Higuera, en octubre de 1967, por un comando del ejército boliviano entrenado y dirigido por los rangers norteamericanos.

I. Un proyecto mesiánico

La hora de la espada, otra vez

Se trató de un período relativamente corto, iniciado con el golpe que desplazó al Presidente Arturo Illia el 28 de junio de 1966 hasta el retorno de la democracia, en las elecciones presidenciales de 1973. No fue un intervalo to-talitario demasiado extenso, pero desde el punto de vista historiográfi co constituye toda una época en que se mani-fi estan, además de los cambios económicos, hechos polí-ticos y sociales relevantes. Por ende, resulta conveniente detenerse en su análisis con cierto detalle. En ese lapso se asistió al ascenso y caída del partido militar, con su carácter pretoriano sobre las instituciones de la Nación y que volvería a la carga diez años después. Asimismo, du-rante la presidencia de Juan Carlos Onganía se ensayó un ambicioso proyecto en materia económica liderado por el Dr. Adalbert Krieger Vasena -era el representante de turno del establishment de la city-, dotado de sólidos lazos con el capital trasnacional.

La combinación de estos factores de poder -operando en una burbuja que siempre fl otaba localizada de espaldas a lo que sucedía en los distintos estamentos del país real y sus manifestaciones de protesta, convencidos de que bas-taba con la violencia y la proscripción para ahogarlas- se convirtió en el caldo de cultivo para que la Argentina ingre-sara en los tiempos más violentos de su historia moderna. Circunstancias tales como el fracaso del Plan Krieger, la ruptura del frente militar y las movilizaciones populares ter-minaron por expulsar del poder a los responsables de la “Revolución Argentina”.

Desde el punto de vista del proyecto económico, para fi nes de 1969 ya estaba agotada la experiencia del Plan Krieger Vasena; lo ocurrido en los años siguientes -de im-portancia central para comprender el proceso político y social que derrumbó a la dictadura- tiene poca relevancia para la historia económica. En esta materia vale la pena centrarse en el mencionado Plan, que, además, por largo tiempo habría de embrujar a importantes economistas lo-cales, aún entre los más progresistas

Con el retorno de Perón en noviembre de 1972, comen-

Notas sobre la historia económica argentina:

De Pavón al hundimiento de la Convertibilidad

X- Nuevos fracasos del partido militar

Estudios Especiales

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tifi carlo, la actitud cómplice predominante en la dirigencia y el ambiente favorable que regía en el “mundo de los negocios”, el carácter anacrónico de este asalto al poder con el fi n de llevar a cabo una restauración ultramontana se tornaba más chocan-te dado que previamente, durante los dos gobiernos constitu-cionales derrocados por sucesivos golpes militares, se habían registrado pasos signifi cativos hacia la modernidad, tanto con la instalación de nuevas actividades manufactureras como en materia cultural y la creación de fl amantes carreras universita-rias, adaptadas a los progresos modernizantes que se verifi -caban en esta sociedad. Se trataba de comportamientos acor-des con los que predominaban internacionalmente, que fueron defi nidos como los “dorados años” del capitalismo, con fuerte predominio de las ideas keynesianas y su coexistencia con el socialismo real en el marco de la “guerra fría”.

Juventud ambiciosa al servicio de proyecto, se necesita

A la hora de justifi car este nuevo golpe, los datos previos de la economía que mostraba el Gobierno radical lejos estaban de dibujar un paisaje de situaciones críticas. Es más, existía una cartera signifi cativa de proyectos en materia industrial y de infraestructura que venían siendo demorados desde 1962 o, en el mejor de los casos, desenvueltos con demoras en los años siguientes. En realidad, en los inicios sobre estas cues-tiones no se sabía con claridad qué rumbo tomaría el general Onganía toda vez que, dentro del nuevo Gobierno, confl uían varias corrientes de opinión, con algunas diferencias notables entre sí.

En primer lugar se encontraban los que podríamos defi nir como “cursillistas”, muy vinculados con la jerarquía católica (debían su apelativo a los “cursillos” que impartía la Acción Católica), ámbito donde se agrupaban importantes empresa-rios junto a profesionales con antecedentes en organismos y/o fi rmas internacionales, sumados a tecnócratas. Algunos de ellos habían sido integrantes de los equipos económicos de gobiernos anteriores (esto era muy notable en el caso del Con-sejo Nacional para el Desarrollo -CONADE-, el Banco Central y la Secretaría de Hacienda).

Pero también querían salir a la cancha los “jóvenes turcos” dispuestos a progresar en su carrera profesional; mayorita-riamente habían pasado un tiempo en universidades de los Estados Unidos (preferentemente, las de Harvard o Chicago) y, vueltos al país, por lo general ejercían la docencia en uni-versidades privadas como la Universidad Católica Argentina y El Salvador, pero también eran hegemónicos en la carrera de Economía de la Universidad Nacional de la Plata. El “ban-co de suplentes”, asimismo, albergaba a varios investigado-res del por entonces Instituto Di Tella. Podríamos defi nir su aproximación a la teoría económica en el marco de la síntesis keynesiana–neoliberal, muy de moda por entonces. Otro de sus comunes denominadores era la crítica al modelo industrial que se había consolidado con el Gobierno de Frondizi, y una actitud de notable desdén respecto al empresariado nacional, los partidos políticos y los sindicatos de la CGT. Sin embargo, tal cuestionamiento raramente alcanzaba a las tradicionales cúpulas del sector agropecuario ni, obviamente, a las fuerzas armadas.

zó a caer lentamente el telón sobre otro capítulo en la extensa saga de golpes de Estado que ha ensuciado a la democracia argentina, saga que convencionalmente se considera como iniciada en 1930. Pero este ciclo desestabilizador, que supues-tamente se juzgó como concluido con la entrega del bastón de mando al Dr. Cámpora en mayo de 1973, no había llegado a su fi n; apenas se tomaba un respiro. Impotentes para enfrentar los desafíos con que se iniciaba la década de los ’70, los mi-litares dejaron el poder sin pena ni gloria. El pueblo argentino los despidió con una mezcla de odio e indiferencia.

Lejos estaban los tiempos en que Juan Carlos Onganía ocu-pó la Casa Rosada disponiendo, sino del entusiasmo, de un notorio consenso favorable en ciertos sectores infl uyentes de la Argentina. Corporaciones empresarias, sindicalistas de re-nombre, los principales medios de comunicación y, sin duda, numerosos hombres de la política (incluyendo varios peronis-tas) recibieron con alborozo y no sin regocijo la caída del Go-bierno de Arturo Illia y el ascenso al poder del general Onga-nía. Esta solidaridad entusiasta que reinaba en la dirigencia de los partidos tradicionales, aún en sectores de radicalismo, y entre numerosos lideres gremiales -empezando por el me-talúrgico Augusto T. Vandor- no dejaba de ser curiosa, toda vez que el fl amante dictador y sus compañeros de armas, en cuanta oportunidad tenían, reiteraban su idea de liquidar “la vieja política”.

La desilusión llegó pronto; probablemente la CGT constituyó la primera entidad que poco tiempo después fue “disciplina-da” por el rigor de quienes circunstancialmente mandaban en la Argentina. Estos últimos, desde los inicios dieron señales claras de encabezar una dictadura militar con vocación de per-manencia, donde se descartaba la idea de fi jar plazos para volver al orden republicano. Apenas enunciaban un terceto de “tiempos” -económico, social y político- y, coherentemente, ce-rraron el Congreso por tiempo indefi nido.

El nuevo golpe, sin mayores disimulos, constituía la prueba defi nitiva de la voluntad prevaleciente en el partido militar de liquidar al peronismo (entre otros medios, cooptando algunos de sus jefes locales), intento en el que había venido fracasan-do de 1955 en adelante. Pero aspiraba, además, a consoli-dar un nuevo modelo de largo plazo cuyos contenidos sólo se insinuaban confusamente. Se trataría de imponer una suerte de corporativismo a lo Primo de Rivera, “actualizado” con las ideas de los economistas neoliberales, pero fi jándoles ciertos límites a estos tecnócratas: los marcados por una suerte de paternalismo cuartelero con aval eclesiástico.

Los uniformados estaban convencidos de que contaban con el consenso de la opinión pública, harta de las idas y vueltas que habían caracterizado a la gestión de Illia. Esa imagen de inoperancia había sido forjada pacientemente por los medios de comunicación -con los semanarios Primera Plana y Con-fi rmado a la cabeza- y resultó decisiva a la hora de legitimar la asonada que protagonizaron las fuerzas armadas, espacio donde por cierto no estaban ausentes fuertes disidencias in-ternas que se habían medido en el enfrentamiento entre azu-les y colorados.

Mas allá de las elucubraciones teóricas que los editorialistas de las referidas publicaciones emitían semanalmente para jus-

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La visión aperturista a los mercados internacionales de bie-nes y dinero, en particular, constituía el terreno compartido por la joven tecnocracia puesta al servicio de la “Revolución Ar-gentina” con los ultraliberales, seguidores del ingeniero Alvaro Alsogaray. Quizá difería en una cuestión de grado (idea que luego haría suya Krieger Vasena), proponiendo, los primeros, un carácter más gradual que el inmediatísmo soñado por los neoliberales criollos. Valga un ejemplo: Alsogaray, poco dado a las actitudes fl exibles y como era de práctica en su desempe-ño político, llevó una embestida sin piedad contra Felipe Tami, presidente del BCRA que había intentado instalar en el Go-bierno algunas ideas heterodoxas para la gestión económica. Alsogaray convirtió a la crítica del proyecto Tami (economista que, sin embargo, contaba con cierta simpatía de Onganía y entre la mayoría de su gabinete) en una cruzada “para salvar a la Argentina del nefasto intervencionismo”.

La otra presa del capitán ingeniero era el ministro Néstor J. Salimei, ya que Alsogaray, discípulo de Von Misses y Ludwing Herard (y con ello, titular de la franquicia del “dios mercado” en tierra argentina), se consideraba nacido para ocupar ese puesto y contaba con un hermano que había tenido el dudoso honor de ser quien se encargó personalmente de echar a Illia de la Casa Rosada. Sin embargo, terminó como embajador en los Estados Unidos, algo que juzgaba como destino transitorio. De hecho, pasaba más tiempo en Buenos Aires que en Was-hington. Mientras tanto, su frecuentado “Instituto” era el único comité político que seguía abierto.

Pero las ilusiones cursillistas se fueron diluyendo entre dila-ciones, iniciativas que terminaban a mitad de camino, marchas y contramarchas. La gestión Salimei no pasaría a la historia y a fi nes de 1966, exactamente seis meses después de ha-ber jurado como Presidente, el general Onganía cerraba -no sin la escarchada solemnidad que siempre caracterizaba a sus apariciones públicas- la que ahora defi niera como “prime-ra etapa de su Gobierno”, cuyos frutos hasta entonces eran virtualmente nulos y contradictorios con las esperanzas que había despertado en los sectores que acompañaron al golpe. El gabinete renunció en pleno. Las acciones que cotizaban en la Bolsa de Buenos Aires tuvieron un sugestivo repunte. Había llegado la hora de Adalbert Krieger Vasena, la esperanza blan-ca del empresariado nacional, pero la tendencia declinante en materia política ya no podría ser revertida.

¿Qué factores habían venido operando desde que se instaló la dictadura para ir licuando el optimismo inicial? El Gobier-no mostraba tanto un patético desconocimiento del país real como una desmesurada autoconsideración acerca de su po-der político. En poco tiempo, la arbitrariedad en ciertas decisio-nes, cuando no la violencia en otras y una notoria incapacidad para gestionar, empezaron a provocar nostalgias por los viejos tiempos en que se practicaba la democracia, aunque esta fue-ra ejercida a medias debido a la vigencia de proscripciones heredadas de la Revolución Libertadora. Paralelamente, se reavivaban las tendencias conspirativas entre generales, almi-rantes y brigadieres.

Un virtual “tiro en los pies” se lo pegó Onganía apenas un mes después de asumir cuando, en medio del azoramiento generalizado, decretó la intervención a las Universidades. Fue una “victoria a lo Pirro” del autoritarismo gobernante y también

la primera en la extensa serie de heridas que se provocaría en la epidermis del país. Tras el asalto policial a las facultades y la designación de sus interventores, a cuál más reaccionario, las nuevas autoridades iniciaron un movimiento de idas y vueltas, reveladoras tanto de su vocación por instalarse en los decana-tos y rectorados como de su absoluta carencia de planes. Ya a esa altura habían decepcionado tempranamente a la mayoría de la intelectualidad argentina, aún aquélla que se identifi caba con la dictadura. Gran parte de los estudiantes perdió su año lectivo, mientras los más brillantes profesores emigraron al ex-tranjero o se refugiaron en la actividad privada.

Otro tanto podía verifi carse en los distintos territorios de la gestión gubernamental. Apenas dos meses más tarde del gra-ve episodio en las casas de estudio, cuando el vacío en mate-ria de realizaciones ya era ominoso, el por entonces ministro de Economía, Néstor Salimei, anunció, en un retórico discurso, la transformación de la “antieconómica” estructura azucarera tucumana, con el fi n de convertirla en un sistema rentable. Las medidas adoptadas no se compadecieron con tan gran-dilocuentes propósitos. Consistieron en el cierre de 8 ingenios y acarrearon la desocupación a más de 15.000 trabajadores, gracias a lo cual se generó otro espacio de elevada confl ictivi-dad social. Meses después, Tucumán “ardía” debatiéndose en el caos, y sin mayores esperanzas acerca de su futuro.

El 19 de octubre del mismo año, una operación tan estruen-dosa y hueca como la de Tucumán se desató sobre los puer-tos, donde existía un viejo confl icto laboral. Los benefi cios del nuevo reglamento de trabajo que se impuso por decreto eran, por lo menos, dudosos e incierto su destino: el único dato con-creto fue los 7.000 obreros que terminaron en la calle. En igual sentido, a principios de diciembre de 1966, con la publicación del reordenamiento ferroviario, se produjo la primera crisis de Gobierno: el alejamiento del general Pistarini como Coman-dante en Jefe del Ejército.

Inversión Bruta Interna Participación en el PIB (en porcentaje) Coefi cienteAños Global de Inversión 1960 22,71961 23,51962 21,41963 17,21964 19,11965 19,01966 17,51967 17,81968 18,91969 22,6 FUENTE: FIDE, con datos de BCRA, Origen del Producto y composición del Gasto Nacional (suplemento del Boletín Estadístico nº 6, junio de 1960) y Boletín Estadístico (agosto de 1969); Ministerio de Economía y Trabajo; y Plan Nacional de Desarrollo 1970-1974, Secretaría del Consejo Nacional de Desarrollo.

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II. Unas gotas de heterodoxia para darle otro sabor al liberalismo

Volver a empezar

A fi nes de 1966, la reorganización parcial del gabinete pare-cía un intento por dejar atrás la etapa de las contramarchas y dar señales de que no se repetiría el ejercicio de anunciar pla-nes espectaculares que luego no mostraban ejecución efectiva alguna y siempre terminaban siendo muy costosos en materia de pérdida de puestos de trabajo y cierre de unidades produc-tivas. Pero las apariencias de un cambio en el rumbo engaña-ban, luego se comprobó.

Según la versión interesada del matutino La Nación, hasta ese momento solamente la fi gura del canciller Nicanor Costa Méndez había logrado mantenerse a resguardo de críticas y objeciones. Sin fundamentar ese juicio, el diario de los Mitre juzgaba genéricamente que ello se daba en virtud de una ac-ción brillante y sensata -siempre desde el punto de vista ideo-lógico del venerable matutino- en los asuntos de su compe-tencia. Si bien ya no se trataba exactamente de una primicia, pudieron anunciar la confi rmación de Costa Méndez y Roberto Petracca en las carteras de Relaciones Exteriores y Bienestar Social respectivamente, el nombramiento de Guillermo Borda, hasta entonces Juez de la Corte Suprema, al frente de Interior y, por fi n, la tan deseada designación de Adalbert Krieger Va-sena como ministro de Economía.

Este personaje de frío y gris aspecto era presentado como una tercera opción, la más prudente y razonable, entre “nacio-nalistas” y “liberales”. Fue la que fi nalmente se impuso luego del fracasado interregno con Salimei al frente del ministerio, a su vez precedida por la ya mencionada salida de Felipe Tami del BCRA. El nuevo ministro, en efecto, se colocó con gran habilidad a medio camino entre la tímida heterodoxia tecno-crática que por ejemplo intentaba la conducción del CONADE y el salvaje mercado libre preconizado por el Ingeniero Alvaro Alsogaray, que venían mostrándose como líneas alternativas dentro del Gobierno. Emigrado Alsogaray, Krieger -cuando atravesaba su período inicial de elevado consenso- esperó la hora propicia para pulverizar a la dubitativa conducción del CONADE. Y a partir de ese punto se encontró con el terreno despejado y plena disponibilidad de poderes.

Hombre práctico, Krieger Vasena se inspiraba en las ideas de Carlos Moyano Llerena, ex discípulo de Alejandro Bunge que habría de convertirse en uno de sus asesores principales cuando llegó al ministerio. Moyano Llerena, amén de sus dotes a nivel técnico, era el economista más notorio entre los que cultivaban un estrecho vínculo con la curia y cuyas propuestas -siempre ensayando una tercera vía entre el liberalismo y la heterodoxia intervencionista- eran del agrado de Onganía. Se trataba de aquellas propuestas aparentemente alternativas a las ideologías más “duras”, que normalmente eluden la nece-sidad de asumir el incómodo dato que dice que en economía no existen soluciones de suma cero.

Moyano Llerena pasó a integrar el gabinete de un minis-tro que, por su parte, disponía de relaciones estrechas en el ámbito empresario, que lo consideraba “uno de los suyos”

y, ya en el cargo, fue reclutando a muchos de los jóvenes economistas de su mismo perfi l ideológico, de los cuales ya hicimos mención. En las apariencias se mostraban como un team, con la sufi ciente masa crítica para coronarse campeo-nes y superando la contradicciones que latían en la econo-mía nacional.

En diciembre de 1966, cuando asume Krieger, luego de casi seis meses con el Gobierno andando a la deriva, existían dos tipos de difi cultades principales para llevar a la práctica las ideas “de mercado”, aún en la versión de un neoliberalismo descafeinado que proponía la dupla Krieger/Moyano. Estaban, en primer lugar, las de carácter estructural, que provocaban una elevada volatilidad en el crecimiento, infl ación y extrema vulnerabilidad externa.

Pero, en segundo término, no era menor el impacto deses-tabilizador que generaba el siempre vigente confl icto político militar entre azules y colorados.

Lo ocurrido en ambos planos, precisamente, había impedido el acceso de Alsogaray -claramente identifi cado con el bando colorado- y sus duras iniciativas en materia de políticas eco-nómicas por implementar. Pero otro tanto ocurría con Moyano, hombre demasiado identifi cado con los azules y la jerarquía católica, con sus reparos contra el liberalismo. Eventualmente alguna de las posiciones más extremas (y hasta una resurrec-ción del desarrollismo) podría haber sido puesta en marcha en el arranque de la Presidencia de Onganía, gracias al crédito político del que inicialmente éste disponía. Dado el desgaste acumulado en los seis meses posteriores, la luna de miel ha-bía concluido, y mal. Cualquiera de aquellas opciones, dada la correlación de fuerzas prevaleciente en la órbita militar y su contorno, ya resultaba virtualmente impracticable, por más que las señales del mundo real eran cada vez más inquietantes. En realidad habrían equivalido a un suicidio de la Revolución Argentina, encerrada en sus propias limitaciones, y Krieger, con su escaso carisma, terminó siendo el benefi ciado por la coyuntura.

Se trataba entonces de avanzar paso a paso durante un lap-so de transición, apelando a ciertas acciones ingeniosas hasta que las condiciones objetivas permitieran “liberar plenamente a la economía de la asfi xia estatizante”, una peligrosa utopía. Para lograrlo, resultaba esencial que el proceso de inversión privada acompañara positivamente al proyecto que se ponía en marcha, asfaltando la ruta del largo plazo.

El plan de Adalbert Krieger Vasena; las pretensiones de su modelo

Recapitulemos: a poco de tomar el poder, el Gobierno de facto defi nió los famosos tres tiempos -económico, social y político- que se había autoasignado como misión para salvar al país; seis meses después, la cuestión económica no sólo seguía en el terreno de lo indefi nido, sino que registraba un fracaso tras otro. El desgaste de la gestión de Onganía era evidente, había llegado el momento para encarar, con el nue-vo año y sin más dilaciones, la cuestión económica, y hacerlo sobre nuevas bases. Krieger Vasena se mostraba como el per-sonaje indicado para hacerse cargo de llevarlo a cabo.

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Ahora bien, ¿resultaba factible poner en funciones la pro-puesta liberal, si bien prolijamente disimulada mediante un mecanismo de compensaciones inspirado en las ideas de Mo-yano Llerena? Tal ejercicio suponía poner en marcha un juego de contrapesos en el que se apoyaría la estrategia de política económica a corto y mediano término. Básicamente se trataba de congelar la estructura de precios relativos que discrimina-ba claramente contra los salarios vigentes en el promedio de 1966, y sembraba dudas acerca del futuro que esperaba al sector manufacturero, que había gozado de amplia protección externa. Para ello el eje principal se apoyaba en un esquema cambiario que combinaba una fuerte devaluación del peso con retenciones a las exportaciones y rebajas de los aranceles de importación.

Cabe reiterar que ese modelo se instalaba en el marco de un país donde se habían registrado avances muy importantes en un proceso industrial que era “protección externa depen-diente” y en el cual una parte sustantiva de los militares estaba muy infl uida por el “cursillismo”, vale decir dispuestos a mante-ner vigente algún tipo de vínculo con los poderosos dirigentes sindicales que había engendrado la industrialización, caso de Vandor. Este y otros menos famosos, a esa altura del proceso económico y social desenvuelto en la década anterior, busca-ban disponer de buenas excusas para ir alejándose de Perón. Sin embargo, el Gobierno mostraría una incomprensible rude-za con el sindicalismo tradicional.

En general, ya lo consignamos, se trataba de aplicar las ideas que venía promocionando desde siempre Carlos Moya-no Llerena, quien había ejercido una notable infl uencia entre

los cursillistas que periódicamente convocaba el episcopado. Estos eventos, durante la Presidencia de Illia, se habían con-vertido en una cofradía semisecreta cuyas reuniones eran frecuentadas por Onganía y otros cuadros jerárquicos de las fuerzas armadas. En ese espacio se procuraba vincular las preocupaciones del empresariado con las conclusiones a las que llegaban aquellos economistas en busca de posicionarse en el golpe que ya era inevitable. Pero las condiciones objeti-vas que existían en la interna del poder militar impedían que Moyano fuera ministro. Para este último, la economía debía ser iluminada por una correcta refl exión social que permitiera lle-gar a ciertos acuerdos básicos, y ello irritaba a los seguidores de Alsogaray en el bando colorado.

Este, ciertamente, no era el pensamiento profundo de Krie-ger cuando asumió la cartera económica, pero intentó adaptar-se al mismo mediante una propuesta gradualista que relegara un tanto la meta de llegar al pleno funcionamiento del libre mercado, llevándolo a ser un objetivo de mediano plazo. Si me-diante una opción heterodoxa conseguía contener la infl ación, recién entonces ganaría el oxígeno sufi ciente para encarar propósitos más ambiciosos y de largo alcance. Para lograrlo, estableció como fi nalidad inicial el congelamiento de los ingre-sos de los trabajadores en los niveles reales que tuvieron en el promedio de 1966. Como es obvio, si la economía crecía, en-tonces se agudizaría la regresividad distributiva que ya venía de arrastre. Parece que no evaluó adecuadamente los riesgos de esa opción táctica. Es más, estableció los instrumentos que consideraba como los mejores para garantizarla.

Todo el mundo se preguntaba, por lo tanto, qué pensaba ha-

Financiamiento de la Inversión En valores absolutos y relativos Concepto 1960 1961 1962 1963 1964 1965 1966 1967 1968 1969 A. En miles de millones de pesos de 1960 Inversión bruta interna 218,3 241,2 216,1 167,4 200,8 217,6 200,6 207,8 234,6 294,7 - Ahorro interno 202,0 193,8 194,0 187,6 206,0 235,9 224,8 223,9 231,2 279,0 - Ahorro externo 16,3 47,4 22,1 -20,2 -5,2 -18,3 -24,2 -16,1 3,4 15,7 B. En porcentaje Inversión bruta interna 100,0 100,0 100,0 100,0 100,0 100,0 100,0 100,0 100,0 100,0 - Ahorro interno 92,5 80,3 89,8 112,1 102,6 108,4 112,1 107,7 98,6 94,7 - Ahorro externo 7,5 19,7 10,2 -12,1 -2,6 -8,4 -12,1 -7,7 1,4 5,3 FUENTE: FIDE, con datos de BCRA: “Boletín Estadístico”, diciembre de 1968 y enero de 1970; Ministerio de Economía y Trabajo: “Informe Económico”, cuarto trimestre de 1969; y Plan Nacional de Desarrollo 1970-1974. Secretaría del Consejo Nacional de Desarrollo.

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cer el ministro de Economía con el tipo de cambio. En su pre-sentación ante el Comité Interamericano de la Alianza para el Progreso aseguró que una nueva política estaba en marcha, y que ya no se trataría de mantener al peso sobrevaluado, como hasta entones. Sin embargo, en los hechos, prefería eludir los cálculos económicos de paridad y justifi car el tipo de cambio vigente en ese momento porque “es sufi ciente para que salgan las exportaciones”.

La verdad objetiva, más allá de los discursos de circunstan-cia, permitía advertir que las propuestas -todavía informales- del FMI eran tomadas muy en cuenta, ya que recomendaban realizar una devaluación fuerte, conjuntamente con la intro-ducción de retenciones para la exportación y rebajas en las tarifas de importación. Tentativamente, los funcionaros del FMI proponían una nueva paridad del dólar en 350 pesos por uni-dad, lo que implicaba llevar a cabo una devaluación del 37%. La magnitud de esta movida sugerida (poco después supe-rada por Krieger) solamente se encontraba por debajo de la impuesta en marzo 1962 por Pinedo, que fue del 44 %.

Dado que paralelamente se establecían retenciones sobre los valores de las exportaciones primarias, con tal combina-ción se matarían dos pájaros de un tiro, porque manipulando de modo diferencial el dólar que percibirían las exportaciones tradicionales de sector agropecuario mediante los denomina-dos “derechos de exportación”, se aspiraba a recaudar unos 80.000 millones de pesos, necesarios para enjugar el défi cit del Presupuesto. La contra mayor de esta super depreciación en el valor del peso pasaba por el riesgo de afectar exagerada-mente los costos de producción, debido al aumento en pesos que automáticamente sufrirían los insumos y bienes de capital importados y de esa forma generar una espiral infl acionaria con alcances desconocidos. Existía una amarga experiencia previa: las consecuencias ultra recesivas que había ejercido sobre la infl ación interna la devaluación de 1962.

Los miembros del equipo económico, por su parte, venían recalculando el tipo de cambio deseable de acuerdo a todos los factores a considerar, especialmente la compensación de-rivada de una prevista rebaja de los aranceles a la importación mediante algunos ajustes. Se consideraba que el nuevo tipo de cambio podría estar en el entorno de los 330 pesos por dólar; es decir que implicaría una devaluación del 29 por ciento.

El arsenal de instrumentos que se adoptó fi nalmente con ese objetivo puede sintetizarse en: 1) una devaluación del 40% en el valor del dólar, defi nida como

“compensada” debido a la aplicación de retenciones. Esa medida implicó elevar el tipo de cambio nominal en un 37%, pasando de 255 a 350 pesos, con lo cual virtualmente se convalidaba el precio a que se operaba en el mercado pa-ralelo, donde sólo en un caso extremo había llegado a tocar los 358 pesos. Ahora se establecía como propósito central mantener fi ja la paridad nominal;

2) al mismo tiempo, se decidió elevar sustancialmente la tasa de las retenciones sobre el nivel de las prevalecientes hasta ese momento;

3) esta decisión no comprendía a las exportaciones no tradi-cionales, que, por lo tanto, recibían así un sobreprecio de 50 pesos -por encima de las tradicionales- por cada dólar ingresado;

4) se estableció una profunda revisión en la estructura de los aranceles de importación, cuyo promedio bajó de 119% al 62%;

5) quedaban suspendidos los convenios colectivos de trabajo y luego de un pequeño ajuste se congelaron los salarios por tres años en los niveles promedio de 1966;

6) por lo que hace al Banco Central, la autoridad monetaria no tenía por meta principal la formación de grandes niveles de reservas -acumuladas a costa de postergar las compras de equipamiento e insumos básicos-, sino otorgar una adecua-da protección de la economía respecto a los riesgos de las fl uctuaciones externas en el valor de las divisas.

Paralelamente se pactaron con los empresarios acuerdos voluntarios para limitar los incrementos de sus precios. La idea básica era que los mismos resultaran de comprobar fl uctuacio-nes en los costos y no de convalidar expectativas infl aciona-rias. A cambio de tal colaboración, el Gobierno aportaría líneas de crédito preferenciales y una política de compras guberna-mentales en gran parte determinada por el Plan de Inversiones Públicas. De ese modo se otorgaba una virtual partida de naci-miento a la “patria contratista”. Por lo que hace al défi cit fi scal, se pretendía reducirlo mediante un incremento substancial en la recaudación gracias a aumentos reales en impuestos y ta-rifas, combinado con la disminución del empleo público y la reducción de las pérdidas en las empresas del Estado.

La idea básica era, con el propósito de frenar la infl ación, congelar la estructura de precios relativos del año anterior que, obviamente, ya discriminaba contra el salario y la producción manufacturera, al tiempo que generaba un confl icto potencial con el sector agropecuario tradicional, peor aún cuando los términos de intercambio atravesaban una larga fase adversa. Se trataba de un esquema simplista y con pocas señales para el mediano y largo plazo. Pese a ello, durante mucho tiempo “enamoró” a dirigentes de partidos tradicionales y a numero-sos economistas de todo el arco político, muy encandilados probablemente por sus rutilantes éxitos iniciales. Todos ellos instalaron una suerte de “cordón sanitario”, preservando al “ra-cional” Krieger Vasena y su equipo de los avatares que lima-ban al Gobierno de Onganía.

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Emitiendo señales para atraer al capital

Supuestamente, la temporaria estabilidad de precios que se consiguió instalar en poco tiempo debía servir como punto de partida para recuperar la confi anza de la inversión extranjera. Se trataba de ganarla gracias no sólo a las mejores expecta-tivas en materia infl acionaria, sino también con la eliminación de los controles de cambio y por haber establecido un nuevo acuerdo con el FMI dirigido a cubrir la brecha en el balance de pagos. Pero la conducción económica consideraba que la señal más importante sería dada por la renovación de los con-tratos petroleros. Para ello se dictó la Ley de Hidrocarburos nº 17319/67, que instaló un régimen que otorgaba permisos de exploración y explotación a las compañías petroleras locales y foráneas.

Todas estas decisiones pretendían lograr un mejor relaciona-miento con la comunidad fi nanciera internacional. Se esperaba obtener una mejora substancial en la perspectiva de inversión privada del exterior y de las grandes empresas locales, más allá del regreso de las petroleras. Paralelamente se divulgaban ofertas de radicaciones e inversiones de fi rmas extranjeras al calor de los regímenes especiales. Pocas se concretaron. Un impulso adicional se le prometía a las empresas locales que cooperaran con el plan de estabilización, a las que se pediría un sacrifi cio del 5 por ciento del aumento en sus costos debi-do a la incidencia de la devaluación. Finalmente, se esperaba materializar una vieja aspiración empresaria: la Ley de Reva-luación de Activos.

A fi nes de marzo se reunieron en Nueva York los represen-tantes de la banca privada norteamericana con funcionarios argentinos y decidieron apoyar el plan de estabilización, apor-tando 100 millones de dólares, que agregarían a las partici-paciones convenidas del Fondo Monetario Internacional (125 millones) y de la Tesorería de los Estados Unidos (75 millo-nes). El país contaba entonces con un paquete de créditos stand by por 300 millones de dólares que, además de sus fi nes

prácticos, podía servirle para dejar abiertas las puertas de la cooperación y la inversión internacionales. Otros 100 millones podían conseguirse, si bien más trabajosamente, en Euro-pa. Sólo después de esos resultados en el plano fi nanciero se juzgaba posible acceder a créditos para el desarrollo y las inversiones de riesgo. Pero ni esa perspectiva ni la vigorosa tendencia alcista en el Mercado de Valores importaban tanto -como ya mencionamos- a los industriales como las situacio-nes creadas por el nuevo ordenamiento arancelario.

La reacción inicial del mundo empresario local también fue generalizadamente optimista. Y ello se refl ejó en la venta de dólares en el mercado interno, una fuerte suba en la Bolsa de Buenos Aires y la oferta, por parte del FMI, de un préstamo por 200 millones de dólares, de los cuales el Gobierno argen-tino sólo tomó 15 millones. Como vemos, durante el otoño de 1967 transcurría una etapa inicial de gran euforia para la city de Buenos Aires, el gerente general del Banco Central, Egidio Ianella, se manifestaba abrumado por el alud de propuestas elevadas para comprar Letras de Tesorería de la Nación, que salieron a licitación el viernes 21 de abril de ese año. Don Egi-dio, no sin orgullo, comunicó que se habían recibido ofertas por 7.379 millones de pesos, suma superior en 5.379 millones a lo licitado.

La conducción económica pensaba absorber de ese modo la liquidez sobrante del circuito bancario, pero sin ir demasiado lejos, vale decir evitando esterilizar todo el dinero que la plaza bancaria necesitaba para operar regularmente. Por otra parte, ahora se podía dejar de utilizar la emisión de Letras como un recurso salvador en momentos de emergencia, y hacerlo en función de las metas para el programa monetario. Su lanza-miento al mercado debía convertirse simplemente en una ope-ratoria normal, no en un recurso extraordinario al que apelara el Gobierno ante sus permanentes problemas de liquidez.

Pero en la actividad real los reclamos empresarios seguían siendo los de siempre; el sector agropecuario, por ejemplo,

FUENTE: FIDE, con datos del INDEC

COMERCIO EXTERIOR ARGENTINO(en millones de dólares)

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pedía la contención de los aumentos salariales, la reducción del défi cit fi scal y la racionalización de las empresas públicas. Según el ministro, la paridad sufi ciente que precisaba el sector agropecuario para exportar con buenas ganancias era de 2,62 pesos por dólar, mientras que los productores pedían 2,80. La industria tenía otro tipo de problemas: con la devaluación ¿cómo, y cuánto, se pagarían las cartas de importación pre-existentes? Debían atenderse los vencimientos de las Letras respectivas y ello implicaba disponer más pesos para comprar la moneda extranjera. Con el fi n de resolver esa cuestión, el Gobierno estableció una línea especial de créditos y decidió reconocer el valor del dólar vigente cuando se tomó la deuda. Pero las mayores incógnitas pasaban por el impacto que ten-dría sobre el sector manufacturero la reducción indiscriminada en los aranceles de importación. Parecía insufi ciente haber establecido niveles según categorías y discriminando por tipo de bien; se trataba de una tarea muy compleja y donde se cru-zaban distintos intereses empresarios, por ejemplo entre los productores locales de un bien y quienes preferían importarlo para elaborar el artículo terminado.

En el modelo semi heterodoxo que practicaba la conducción económica se establecían un par de restricciones simultáneas, tanto sobre los aumentos de precios y los ajustes del salario real como acerca de la magnitud juzgada como aceptable para lograr un défi cit fi scal compatible con la expansión de la inver-sión pública, variable que llegó a niveles cercanos a los del boom de 1960/61. La circularidad virtuosa pretendida por el Plan Krieger para ponerse en marcha requería que el ahorro interno fuera la principal fuente de inversión bruta interna, con una fuerte participación del sector público. Y dentro de la IBI, las construcciones tenían un porcentaje alto, ayudadas por la mayor disponibilidad de crédito bancario. Esa disponibilidad de crédito se lograría gracias a que bajaría la necesidad que el Gobierno tenía del fi nanciamiento por parte del Banco Central. En consecuencia, operaría una tendencia bajista en las tasas de interés y se revitalizaría el crédito hipotecario. Otro resulta-do positivo esperado de esta secuencia sería lograr, supuesta-mente, que se atenuara el desempleo.

La infl ación marca los tiempos

Un año después, en los medios afi nes al Ministro se enfa-tizaba acerca de algunos objetivos alcanzados a lo largo de 1967, juzgándolos como progresos notables respecto a las condiciones imperantes un año atrás, al poner en marcha el plan. Destacaban el aumento de las reservas monetarias, la apertura de mercados de capitales en el exterior, la reducción del défi cit presupuestario, la eliminación de los confl ictos gre-miales y la desaceleración ocurrida en los aumentos de pre-cios, si bien con más lentitud que la esperada. Pero en una economía tendencialmente infl acionaria como fue la argentina durante la década anterior, los logros no podían medirse en términos absolutos, sino en razón de las metas que originaria-mente se establecieron (por ejemplo, mantener congelada a la paridad cambiaria) y en función del tiempo que restaba para alcanzarlas.

Al anunciar en marzo de 1967 las reformas cambiarias, el Ministro había sostenido que ésa sería “la última devaluación”. En ese momento, el peso quedaba ligeramente sobrevalua-

do. Dado que la devaluación fue cercana al 40%, un eventual nuevo ajuste debería inevitablemente sobrevenir en el momen-to en que los costos internos aumentaran entre un 30% y un 35%. Según los datos de ese año, se advertía que el índice del costo de vida, que acumulaba desde el inicio del plan un incre-mento del 21,7% (mientras que el de los precios mayoristas era del 26,8%), ya estaba por alcanzar esa magnitud crítica. Ello, asimismo, ponía en tensión a la política salarial. Recién en los dos años siguientes tales indicadores mostraron una sensible desaceleración, pero las presiones sobre le dólar no se detuvieron.

A medida que alcanzaban sus límites operativos, ciertos procedimientos que se habían empleado para ganar tiempo en materia salarial -caso de las rebajas de los descuentos ju-bilatorios o el cobro adelantado del aguinaldo- iban cayendo como si fueran sucesivas líneas de resistencia y agotando los arbitrios disponibles, cuya dotación era limitada. La gran pre-gunta: ¿qué pasaría con la infl ación cuando el FMI impusiera un aumento desproporcionado en los precios de los combus-tibles, clásico ardid para aportar a los ingresos públicos en los momentos de emergencia?

El desequilibrio fi scal también jugaba en contra del programa antiinfl acionario. El mismo, en buena mediada, era consecuen-cia de la insufi ciencia en los niveles de inversión privada -ver-dadero “talón de Aquiles” del plan-, que obligaba a ampliar los esfuerzos del sector público. Cuando se trazó el Presupuesto de 1967, hubo tal prudencia en el cálculo -y tantas esperanzas en la respuesta del sector privado- que, aún dejando que los gastos subieran por encima de lo previsto, los recursos alcan-zaron para achicar el défi cit. Un temperamento y una fi losofía diferentes imperaban en el Presupuesto de 1968, nacido bajo la imposición de aumentar las inversiones del sector público debido a la falencia del privado. Con tal premisa por delante, se computaron todas las fuentes de fi nanciación imaginables, sin tener presente, por ejemplo, que el mercado interno de capita-les -otra manifestación de que las ilusiones sobre el apoyo del sector privado no se cumplían- estaba lejos de consolidarse. En efecto, una diferencia notable con la confi anza inicial era el dato de que las letras de la Tesorería se venían colocando en los últimos tiempos con visible difi cultad.

A mediados de 1968, el equipo económico encontró un res-piro. Los datos del INDEC registraron una leve disminución del costo de vida en el mes de marzo (0,6 por ciento); en con-secuencia, se advertía que el primer trimestre del año había transcurrido sin impacto infl acionario; más aún, con una reduc-ción total del índice del costo de vida del orden de 3,1%, y el año concluiría con un incremento del 9,6%, algo absolutamente sin precedentes desde, por lo menos, 1953. En el año siguiente la tasa volvió a bajar, llegando al 6,7%, pero ya se habían consu-mido todos los márgenes de la estrategia cambiaria.

Moyano Llerena, a quien muchos consideraban como un vir-tual ministro de Economía, se mostraba cauteloso. Dudaba de que en los meses siguientes los industriales cumplieran con sus compromisos de no aumentar los precios; por el contrario, se estaba registrando una generaliza presión para justifi car los aumentos. Proponía entonces la puesta en marcha de una política alternativa de intervención del Estado, a la manera de John Kennedy cuando reaccionó frente al lock-out de las em-

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presas norteamericanas del acero en 1962.

Aparecen difi cultades

Puede decirse que a fi nes de 1968 el programa de corto pla-zo había llegado al cenit; mientras tanto, acerca de la estrate-gia a mediano término no había mayores señales. El Ministro enfatizaba algunos resultados favorables: 1) estimaba a la tasa de infl ación interanual en el orden del 10%; 2) el incremento en el nivel de reservas internacionales había llegado a los 600 millones de dólares; 3) se había eludido el riesgo del receso económico, gracias a crecimientos del PIB que llegaron al 2,5% durante 1967 y se proyectaban en el 4,6% para 1968; 4) exhibía como un logro el dato de que no había subido el desempleo laboral, gracias a que la economía había vuelto a crecer.

Por cierto, Krieger también podía mostrar que las obras pú-blicas experimentaron un fuerte impulso, estimado en el 42% para 1968, con avances signifi cativos en proyectos como el Chocón o Zárate-Brazo Largo. Las mismas habían sido en parte fi nanciadas mediante la emisión de Bonos Nacionales colocados sin grandes difi cultades en el mercado interno. En octubre de 1968 se logró una exitosa colocación de la segunda emisión de esos papeles, sin necesidad de que los bancos ofi ciales hicieran compras de los mismos. Paralelamente, con el objetivo de reducir las evidentes presiones bajistas sobre los ingresos de los trabajadores, se produjo un pequeño aumento en sus remuneraciones, combinado con una nueva reducción en los aportes patronales. Pero ello no sólo fue insufi ciente para evitar la caída en los salarios reales, sino que ya provoca-ba un mayor desequilibrio del sistema previsional.

Ahora bien, para sostener ese plan como proyecto de largo alcance era necesario poner en funcionamiento nuevos instru-mentos, ya que mantener a la economía durante un tiempo demasiado prolongado (y sin establecer sus límites) en un estado semiestacionario, de tregua lograda congelando una cierta estructura de precios relativos particularmen-te adversa al salario, no era lo mismo que consensuar un plan a partir de una mejora estructural en la oferta que convirtiera a la referida tregua en la base de una tendencia

firme para el desarrollo equilibrado de la economía.

Era notorio cómo las medidas de corto plazo, en principio exi-tosas, tenían implícita una contraindicación debido a su fuerte rigidez, que dejaba a los operadores de la política económica estrecho margen para negociar las etapas siguientes. Se trata-ba de un problema grave, toda vez que relativizaban todos los méritos acumulados en el período de tregua. Supuestamente, los mismos debían lograr no sólo efectos positivos en lo inme-diato, sino tener la virtud sufi ciente como para fundamentar la deseada coalición social que apoyara al Gobierno, permitién-dole ingresar, luego, en el tiempo político.

Otro problema no resuelto era la acumulación de precios re-lativos adversos al agro. Poco a poco se había ido acentuando esa circunstancia adversa al sector debido al tipo de cambio fi jo en 350 pesos, sujeto de retenciones en un contexto recesi-vo de los mercados externos. Dado el riesgo de que la infl ación se reactivara, según el Ministro era inviable devaluar. Pero el ejercicio de una progresiva reducción en los derechos que gra-vaban a las exportaciones primarias para darles un mejor tipo de cambio efectivo a los productores, al volverse una práctica cada vez más frecuente, se acercaba a su límite. En efecto, su-perados los suaves reacomodamientos iniciales, esos ajustes se tornaron en casi cotidianos, y más peligrosos aún debido a su impacto perturbador sobre el programa de estabilización y las expectativas que detonaban en materia cambiaria. Esas movidas, se daba por descontado, ya eran insufi cientes para compensar las pérdidas en el tipo de cambio efectivo que per-cibía el exportador.

En pocos meses las retenciones sobre las exportaciones de trigo, maíz, lana, etc., habían bajado del 25% al 8%, o menos. Pero durante todo ese período de 1967 se derrumbaron las ex-portaciones a causa de la baja en las cotizaciones internacio-nales del trigo, maíz y lino. En consecuencia, a fi nes de 1968 el tipo de cambio real percibido por el sector se encontraba por debajo del nivel previo a la devaluación, en marzo de1967. En síntesis, el mecanismo del tipo de cambio compensado -eje central del programa económico- se encontraba ya en los lími-tes de su viabilidad. No se podían bajar más las retenciones tratando de eludir el sinceramiento del atraso cambiario. Y no había otra alternativa a la vista.

Debe observarse que en 1967 y 1968 el valor total de las exportaciones argentinas permaneció por debajo de los te-chos alcanzados en 1963. Las causas de este fenómeno son adjudicables a lo ocurrido con sus precios, ya que el total de la producción agrícola se mantuvo elevado y las áreas sembra-das alcanzaron un récord; pero los mercados internacionales jugaron notablemente en contra. Por su parte, la suba en las exportaciones de origen manufacturero, si bien fue alentadora, no infl uyó como para compensar las antes citadas tendencias adversas en el sector primario.

Vale decir que las circunstancias externas, es necesario rei-terarlo, operaron en contra del esquema montado por Krieger Vasena. De poco le sirvieron sus estrechos vínculos con la trama del comercio, la inversión y las fi nanzas mundiales. Es-tos eran espacios de los que Krieger formaba parte, con un compromiso ideológico absoluto y una función ejecutiva en los mismos que se destacaba en su currículum. Ello no deja de ser

Crecimiento del PIB entre años pico de producción (en tasa de variación) Tasa de crecimientoPeríodos anual acumulativo del PIB (en %)

1951-1958 3,6

1958-1961 3,9

1961-1965 2,7

1965-1969 3,3 FUENTE: FIDE, con datos del Plan Nacional de Desarrollo 1970-1974, Secretaría del Consejo Nacional de Desarrollo.

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paradójico, dado el vínculo del Ministro y los personajes más destacados de su equipo con los intereses del capital extran-jero más concentrado. Pero así es el mundo de los negocios.

Cabe recordar que en la segunda mitad de los años ‘60 los países industrializados adoptaron políticas antiinfl acionarias de carácter recesivo. La crisis del dólar estaba en el horizonte cercano. Por entonces, los Estados Unidos tuvieron su pri-mera recesión en 11 años. Aparece en la jerga de los econo-mistas la palabreja “stangfl ation”, mezcla de estancamiento económico y desempleo con infl ación. Paralelamente se iba debilitando el esquema de Bretton Woods. La etapa larga de crecimiento con políticas keynesianas -la era de los llamados “estados del bienestar”- estaba llegando a su fi n, algo que se concretaría en 1973. En consecuencia, ocurrió una caída en el comercio mundial al tiempo que se generalizaban las prác-ticas proteccionistas. Por aquella época se empiezan a em-plear los DEG, emitidos por el FMI, con lo cual se acentuaba la creciente desconfi anza acerca del dólar en el futuro.

Para completar el cuadro de adversidades, se generó a fi -nes de 1967, en Gran Bretaña, una corriente de alarma sobre la existencia de fi ebre aftosa en la Argentina, y ello provocó el cierre de ese mercado para las colocaciones de nuestros productos cárnicos. La liquidación de vientres, con su habitual impacto bajista sobre los precios internos, estaba indicando que próximamente se ingresaría en una etapa de retención y la tendencia de los precios se revertiría. Esto se manifestó a fi nes de 1968, cuando se inició otro ciclo ganadero que llevó a la duplicación del precio del novillo en 1969, suman-do nuevas difi cultades al programa de estabilización. Consecuentemente, tras-currió todo 1970 con una espiral ascen-dente en los previos de la carne.

Otro dato negativo: ya en 1969 ha-bían venido ocurriendo en la Argentina importaciones de bienes de carácter especulativo, hechas en previsión de un nuevo ajuste cambiario, combinado con la fuga de capitales. Todo condujo a más deterioro en el balance de pagos, que pasó de tener un superávit por 250 mi-llones de dólares en 1967 a exhibir un défi cit por 250 millones de esa moneda en 1970.

Ante tales cambios de signo en el comportamiento de la coyuntura, el pro-blema de fondo -una verdadera encru-cijada- que se le presentaba a Krieger Vasena era que no podía pasar a un esquema con mayor fl exibilidad de largo plazo. Y la importancia que tenía esta li-mitación operativa se tornó más eviden-te a comienzos de 1969. Por entones el tipo de cambio real ya estaba por debajo del de 1967. Adicionalmente, el carácter unitario que tenía el gobierno militar y la rigidez de su política económica traje-

ron severos problemas a las fi nanzas provinciales. En mayo de 1969 ocurrió el Cordobazo, y ello detonó la renuncia del Ministro.

¿Porqué caía Krieger Vasena, el hombre preferido del es-tablishment? Los datos de la macro, ya lo mencionamos, no permitían augurarlo. Cabe señalar que en 1969 el PIB experi-mentó una suba del 6,6%, siendo éste el mayor nivel en cuatro años; la tasa de infl ación fue del 7,6%, aún más baja que la de 1968, y la desocupación era del 4,3% de la PEA, siendo la menor desde 1963.

Es más, el 14 de abril de 1969 venció el acuerdo con el FMI, sin que hubiera sido necesario utilizar los recursos acordados a la Argentina. Por el contrario, el Fondo empleó nuestra mo-neda para efectuar giros por un monto de 21,2 millones de dólares. En consecuencia, la “posición en el super tramo oro” de la cual disponíamos aumentó en 30,3 millones de dólares. Estas noticias positivas que se hicieron polvo con el Cordoba-zo no eran las únicas. En el mes de enero de 1969 se había establecido la nueva Ley de Entidades Financieras, y para abril el Gobierno lanzó su símbolo más deseado, el nuevo peso Ley 18188, equivalente a 100 pesos moneda nacional, con amplia aceptación. Este nuevo signo monetario estaba pensado como el “broche de oro” de la política económica ejecutada por Krie-ger Vasena.

No era precisamente confi anza lo que el nuevo plan despertaba, según Primera Plana

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Alguna explicación de lo ocurrido poco después, adicional al tema ya señalado de la rigidez que tenían sus políticas si se quería avanzar hacia una transición donde predominara el es-fuerzo inversor, y las difi cultades que ello implicaba para armar un esquema fl exible de largo plazo -que suponía, idealmente, la plena adopción, por fi n, de las ideas del “mercado”- puede buscarse en el plano externo. Sin embargo, la gran defi ciencia del proyecto pasaba por la soberbia respecto a los confl ictos

sociales, que llevaba implícita una tolerancia infi nita para el manejo bajista de los salarios. El Gobierno ignoraba sorda-mente lo que ocurría en el cuerpo social, así como el costo político de las proscripciones, con el vacuo supuesto de un manso sometimiento a los dictados de las cúpulas militares. Y todo ello le cobró un duro precio.

Sumado a eso, la vigencia de una creciente confl ictividad so-

El Cordobazo, una bisagra en las historia de las luchas populares

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cial, contando con un soporte del empresariado local y externo menor al esperado, así como la falta de relevos viables para las políticas que habían sido exitosas pero estaban agotadas, resultó una combinación letal para su proyecto. Krieger, repen-tinamente, se quedó sin piso donde apoyarse. Se lo habían movido.

“En cuanto al sistema monetario internacional, la fi rmeza del dólar había hecho posible la estabilidad del sistema fi nancie-ro impuesto en Bretton Woods. Sin embargo, a lo largo de la década de 1960, y por diferentes vías, Estados Unidos vio dis-minuir su supremacía monetaria y comercial frente a la aco-metida europea y japonesa, que se refl ejó en ataques a su moneda. “Desde el punto de vista de la inserción de la potencia del Norte en la economía mundial, las consecuencias fueron tras-cendentes y se refl ejaron en el debilitamiento del dólar, la desconfi anza del resto de las naciones, especialmente de las industrializadas, en la divisa estadounidense como medio de reserva y de pago internacional, y el desarrollo de un merca-do de eurodólares. Esto fue una consecuencia del éxito norte-americano en su propósito de reconstruir la economía europea a través de la ayuda del Plan Marshall y de las inversiones de fi rmas estadounidenses, que facilitaron un rápido proceso de recuperación del Viejo Continente, incluyendo la creación de la Comunidad Económica Europea. Factores que se volvieron en contra de Estados Unidos por la abundancia de dólares y la valorización de las monedas locales, producto de la mayor competitividad de sus respectivas economías. “De modo tal que, en el mes de agosto de 1971, frente al de-terioro de la balanza de pagos y la fuga de capitales, el Pre-sidente Richard Nixon decidió suspender la convertibilidad del dólar respecto al oro. Así, por una decisión unilateral, el Gobierno de Washington dejaba de lado uno de los soportes fundamentales del sistema monetario de post guerra: el patrón cambio dólar-oro, que fue reemplazado por el patrón dólar.”(Mario Rapoport/Noemí Brenta, “Las grandes crisis del capi-talismo contemporáneo”; ed. Le monde diplomatique-“el diplo” Capital intelectual S.A; Buenos Aires, sept. 2010)

El frente empresario se apresta a abandonar el barco

En los primeros cuatro meses de 1968 las exportaciones

sumaron 483,8 millones de dólares, contra los 544,4 millones del año anterior en igual período, y si bien esa caída se origi-naba parcialmente en difi cultades surgidas en los mercados compradores, infl uyó decisivamente el manejo erróneo, a juicio de los productores agropecuarios, del comercio exterior argen-tino. “Parecería que no existe una auténtica preocupación por vender la producción agropecuaria”, concluían, señalando que “es evidente que el factor más importante que impide la salida fl uida de nuestra producción son los actualmente vigentes de-rechos a la exportación”.

Ocurría que, frente a un aumento de costos superior al 30% desde marzo de 1967 hasta mediados de 1968, se había ope-rado una reducción del 7% en las retenciones vigentes para los rubros principales. Si se hubiera respetado el aumento ocu-rrido en los costos, ello obligaría a mantener, para exportar, el dólar en un valor superior a 340 pesos, mientras que -con los

impuestos vigentes- su nivel era de 287 pesos.

Los productores agropecuarios llegaban, por lo tanto, a la conclusión de que no habían recibido benefi cios directos de las reformas económicas del 13 de marzo de 1967. Esa opinión era compartida por los industriales. ¿Quién había salido ganan-cioso, entonces? Según la memoria de la UIA correspondiente al año 1967, podía sostenerse, sin riesgo de exageración, que “hasta el presente el único benefi ciario de la devaluación es el Estado”. Los industriales señalaban, precisamente, los éxitos logrados en el sector externo: aumento de las reservas mo-netarias, acuerdos de stand-by con el FMI, la Tesorería de los Estados Unidos y la banca internacional, créditos para obras de infraestructura, amortización de una parcela considerable de la deuda externa, el saldo positivo de la balanza de pagos, la liberalización apreciable del mercado cambiario.

Pero tales resultados espectaculares contrastaban de mane-ra bastante nítida con los obtenidos en el orden interno. Y esa disparidad constituía la amenaza más seria para el programa de estabilización y desarrollo sostenido que preparaban en el CONADE, al engendrar implicancias negativas sobre el ritmo de crecimiento de los precios y el fortalecimiento de la balanza de pagos. El Estado se benefi ciaba por el extraordinario creci-miento de sus ingresos y de los depósitos en el sistema ban-cario, fruto de haber absorbido por vía impositiva y previsional la liquidez creada por las medidas del 13 de marzo.

Todo esto podía ser consentido en el corto plazo, si en el ínterin el Estado adoptaba aquellas medidas que, tanto en su propio ámbito como fuera de él, permitieran a la economía re-cibir los frutos de la referida reforma. Los principales índices económicos mostraban, a despecho de haberse alcanzado el objetivo de una fi rme estabilidad monetaria, un retraso percep-tible del Estado en el cumplimiento de su propio papel en el proceso de restablecimiento: se había verifi cado un sensible crecimiento en los costos de producción, junto a una fuerte expansión de la liquidez primaria de la economía. Asimismo persistía el défi cit fi scal, que era elevado pese al extraordinario aumento de las recaudaciones impositivas.

Otros índices esenciales, que debían supuestamente regis-trar la fuerza del impulso de transformación de una economía, tampoco exhibían registros satisfactorios. Tal el caso de las exportaciones, la inversión neta interna privada y la importa-ción de maquinarias, variables todas que presentaron durante 1967 signos de estancamiento o retroceso. Eso revelaba la demora en la realización de las transformaciones estructurales requeridas por el desarrollo económico, en modo especial por lo que atañe a la transferencia de recursos reales desde las ocupaciones menos efi cientes hacia las más productivas y del consumo interno a la inversión y la exportación.

En síntesis, eran ya patentes algunos peligros para la ges-tión económica, como el renacimiento de ciertas amenazas para el proceso de saneamiento, o que renacieran las pre-siones y expectativas infl acionarias y/o que se alcanzara una seudo estabilización de precios a costa de una disminución de los impulsos dinámicos de los sectores productivos, que en los hechos implicaría un éxito en la esfera fi nanciera sin el apoyo de un genuino saneamiento y expansión de la estructura eco-nómica.

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A fi nes de febrero de 1967, una asamblea de los principa-les dirigentes sindicales había decidido fi nalmente pasar a los hechos, lanzando el Plan de Acción de la CGT, desafi ando los dispositivos ofi ciales de represión, que hasta entonces los te-nían paralizados agitando el fantasma de un desmantelamien-to de la central de los trabajadores. Este peligro respondía a la obtusa lógica con que funcionaba la gestión gubernamental de la dictadura. Por principio, siempre respondía a cada protesta del sector obrero con una reprimenda más que proporcional. Paralelamente, mediante una ley del Poder Ejecutivo -la nú-mero 17.183- se establecieron ciertas normas con el objetivo de compeler a los agentes estatales (los ferroviarios especial-mente incluidos) a que no intentaran medidas de fuerza cuan-do ellas no estuvieran encuadradas en las normas vigentes. Por ejemplo, si transcurridas 24 horas de la intimación el per-sonal no retornaba al trabajo, podía ser despedido sin más trámite.

Confi rmando ese riesgo latente, circularon entre los jefes

sindicales los indicios acerca de los próximos peldaños que recorrería el escalonamiento represivo. En primer lugar, el Gobierno amenazaba con la suspensión de las personerías a otros 5 gremios -metalúrgicos, textiles, Luz y Fuerza, mecá-nicos y azucareros- si de inmediato la CGT no resolvía abolir el plan de acción. El paso siguiente sería la Intervención de la CGT si ésta cumplía su anuncio de un paro nacional de un día programado para el miércoles 1º de marzo de 1967. Este rumor traía aparejada una variante: la disolución lisa y llana de la CGT y su entrega a un administrador.

De hecho, la materialización de los anuncios intimidantes que emitía el Gobierno podía trastornar el esquema político y económico vigente -donde el dirigente Augusto Timoteo Van-dor se movía como un aliado implícito de Onganía- y pretendía llegar a un extremo tal que, o bien los sindicatos se adaptaban a los nuevos tiempos, o desaparecían. Los sucesos que ocu-rrieron en los años siguientes habrían de desmentir esa des-mesurada aspiración de deseos de la Revolución Argentina.

El propósito de hacer polvo las estructuras sindicales vigen-tes para construir sobre sus ruinas un nuevo gremialismo era un deseo inocultable del Gobierno, acompañado tan sólo por los sectores más ultramontanos de la política nacional y el empresariado. Continuando la avanzada contra los sindicatos, portavoces del Gobierno sembraron en los medios obreros la versión de que no serían reconocidas las autoridades que de-bían ser elegidas en el cercano Congreso Nacional de la CGT, previsto para el 29 y 30 de mayo de 1967. En ese punto, la cen-tral obrera reaccionó de inmediato. Con la excusa de preparar las celebraciones del 1º de mayo, invitó para ese día, al local de la calle Azopardo 802, a los principales líderes políticos de la época, como Arturo Illia, Arturo Frondizi, Ricardo Balbín y Oscar Alende, así como también a los ex ministros y colabora-dores de los gobiernos constitucionales.

De esta forma, la central obrera parecía decidida a engrosar las fi las de la oposición: Perón e Illia podrían ser los gérmenes potenciales de un acuerdo antigubernamental (que el primero ya predicaba en algunas de sus cartas y el segundo admitía implícitamente, al santifi car las declaraciones públicas del ra-dicalismo del pueblo). La fi gura de Frondizi, por su parte, era acaso la más temible, puesto que sus críticas a Onganía en gran parte se originaban en las propias entrañas ideológicas del movimiento de junio de 1966. La policía prohibió ese acto en la CGT.

Los avances del Gobierno contra el poder sindical no se de-tuvieron, atacándolo por su fl anco más sensible. Así instituyó, por decreto, una “Comisión Coordinadora de los Servicios So-ciales Sindicales” que, en principio, administraría los sanatorios de las 6 organizaciones con personería gremial suspendida. Desde luego, ello suponía quitarles a los dirigentes gremiales el manejo de los recursos originados en las retenciones que los empleadores efectuaban a su personal; además, “tendrá a su cargo el estudio de las medidas encaminadas a la más efi ciente prestación de servicios”, una misión que ya no se limitaba al caso de aquellos sindicatos castigados, sino que englobaba a todos los que funcionaban en el país. En princi-pio, la Comisión tendría acceso a los libros de las entidades laborales: la jerarquía obrera temía, por entonces, que en un segundo paso el Gobierno se hiciera de las clínicas sindicales, quizá la principal bandera para atraerse afi liados.

Una experiencia piloto fue el caso de los ferroviarios. La Unión Ferroviaria había sido privada de su personería gremial el 22 de febrero de 1967 y perdió su identidad jurídica el 2 de marzo. El sábado 15 de abril ese sindicato fue intervenido y puesto bajo la advocación de un militar. Según la fuente ofi cial, se recurrió a esa medida tan extrema porque, tras ser expul-sados los dirigentes de la UF de los ferrocarriles a raíz de la huelga del 1º de marzo, la Comisión Directiva había quedado acéfala. Además, sin posibilidad de disponer de los fondos, aquellos dirigentes dejaron de pagar las deudas mensuales que la institución tenía contraídas en el Banco Interamerica-no de Desarrollo, lo que creó situaciones engorrosas al propio Banco Central, y esta razón habría motivado la medida esta-tal.

En otra avanzadilla contra el poder sindical, Rubens San Sebastián, el secretario de Trabajo, anunció ante la prensa ex-tranjera que el Gobierno estudiaba una nueva reglamentación a la Ley de Asociaciones Profesionales, como así también pro-gramaba codifi car el derecho de huelga. “Será el último golpe que descarguemos contra la CGT, si se obstina en no colabo-rar”, señaló a la prensa un funcionario del Ministerio de Eco-nomía y Trabajo.

Era en los círculos allegados a Krieger Vasena donde provo-caba mayor entusiasmo la posibilidad de imponer una nueva

Victorias a lo Pirro: la confl ictiva relación con los gremios

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reglamentación de la Ley 14.455 de Asociaciones Profesiona-les, sancionada durante el Gobierno de Frondizi, que otorgaba el 100 por ciento de los asientos en las comisiones directivas de los sindicatos a la lista que hubiera obtenido mayoría sim-ple de votos. Se trataría entonces de desmontar esa máquina -que, obviamente, favorecía a la burocracia sindical, en gene-ral peronista-, concediendo representación a las minorías en las elecciones gremiales.

La intimidación consistente en anunciar una nueva regla-mentación de la Ley de Asociaciones, nuevas pérdidas de personería y del derecho de huelga, sumada a la realidad de las intervenciones, más el quite de las retenciones mediante el el control ofi cial sobre las obras sociales de los gremios y la regresividad en política salarial fueron otros tantos tributos que el Gobierno -circunstancial vencedor de la agitación obre-ra que había pretendido superarlo en febrero- impuso a los trabajadores en una escalada de incierto destino que termina-ría socavándolo. Las respuestas habituales de la CGT a este tipo de rigores fueron, sistemáticamente, buscar el pacto con sectores disconformes del ofi cialismo necesitados de apoyo popular o apelar al paro. Luego vendrían acciones, cada vez más combativas, que fueron limando a la Revolución Argenti-na, hasta su derrumbe.

En las relaciones del trabajo con el poder siempre hay ven-cedores y vencidos, pero la mayoría de las veces tal resulta-do no es defi nitivo. Desde aquella asamblea gremial en 1967 cuando el Ejecutivo, con el viento de cola de los éxitos en su política económica, doblegó circunstancialmente a los sindi-catos, mucha agua corrió bajo los puentes. El Gobierno pare-ció ignorar que tales batallas nunca culminan. Especialmente debido a que aparecen nuevos combatientes. El fracaso de la diligencia “dialoguista” creó las condiciones para que surgiera una nueva camada de dirigentes, califi cados con toda justicia como “combativos”.

Onganía, dos años después, continuaba ignorando el des-contento vigente -la turbulencia cotidiana, tanto en las fábricas como en las aulas y en las calles donde se manifestaban obre-ros y estudiantes-, vale decir que no tomaba nota de cómo es-taba cambiando la relación de fuerzas que se iba poniendo de manifi esto puertas afuera de la Casa de Gobierno. En la me-jor tradición de los dictadores latinoamericanos, este hombre creía sorda y ciegamente en la vigencia de su imperium, con lo cual estaba escribiendo su propia sentencia de muerte po-lítica. Entre quienes integraban su corte, nadie se lo advertía. Parecían confi ar en que las amenazas lo hicieran refl exionar, algo que no ocurrió, como era previsible.

A principios de febrero de 1969, los nuevos enviados de Au-gusto Vandor a Madrid regresaron con instrucciones especia-les de Juan Perón para reorganizar a la central obrera, a partir de las 62 Organizaciones. En verdad, Perón había entregado a Vandor el comando de esa maniobra unos meses atrás; esta vez lo ignoró, y fueron aquellos sindicalistas más identifi ca-dos como opositores quienes se acercaron a Puerta de Hierro para enterarse del plan de ataque. “Al recoger junto a sí a los 46 dirigentes colaboracionistas -explicó Perón-, el Gobierno los sindica a ustedes como opositores. No desechen ahora la oportunidad de unirse contra el Gobierno y sus aliados, porque ahora tendrán el pueblo a favor”, los alentó.

Todos ellos retornaron convencidos del pronóstico sobre el que Perón ya había enviado varios mensajes: a breve plazo, para el ex Pesidente en el exilio, Onganía debería enfrentar un cisma ofi cialista, que polarizaría al Gobierno en “nacionalistas” versus “liberales”. Si el justicialismo aprontaba sus cuadros -hecho garantizado, pese a todo, por un incierto convenio de Vandor con Jorge Paladino-, Onganía no tendría más remedio que pedir auxilio a Madrid, con el fi n de salvarse.

Tal cual se ve, en ese momento la táctica a cortísimo plazo de Perón tenía un matiz pro-ofi cialista, específi camente dirigi-da, de modo exclusivo, a forzar un acuerdo de mutua conve-niencia con el Gobierno, para luego quebrarlo. Esa actitud se correspondía con la etapa de apaciguamiento inaugurada por Perón el 17 de octubre de 1968 y obedecía a la evidencia del fracaso del frente opositor, cuya constitución había reclamado. Sin duda, el peronismo no podía mantenerse fl otando en una posición intermedia, que lo habría condenado a la disolución. Optaba entonces, circunstancialmente, por ofrecerse al Go-bierno en la interna contra el bando colorado y lo hacía, para ganar su confi anza, a través del sector “nacionalista”, que era el eterno aspirante al “pacto social”.

Por otra parte, a diferencia de Onganía, la dirigencia de la CGT, interlocutora de Perón, estaba al tanto de lo que ocurría en el sindicalismo de base y les preocupaba la importancia que estaba adquiriendo un movimiento que podía escapárse-les de las manos. Era lo que les transmitían aquellos hombres y mujeres que actuaban en las comisiones internas de las fá-bricas. Estos seguían día a día el pulso de sus representados, advirtiendo que mostraban una creciente combatividad, no compartiendo los juegos de palacio de la burocracia sindical con el Gobierno y obligándolos a ponerse a la cabeza de los reclamos.

Para el otoño de 1967 la participación de los nuevos diri-gentes peronistas surgidos de las bases ya era relevante; dos años después ocupaban un signifi cativo espacio en las fuer-zas obreras organizadas. Ello era más notable en las fábricas que habían crecido en la última etapa de la sustitución de im-portaciones, como las automotrices y las metalmecánicas. En esa lucha no sólo estaban acompañados por los militantes de izquierda y los peronistas combativos. Una camada de curas jóvenes iba a su lado. A fi nes de abril el obispado se vio obli-gado a recibir un documento sostenido por el movimiento de sacerdotes que integraban la “Acción Sindical Argentina”, en que demandaban a los prelados reunidos en San Miguel un “compromiso concreto a favor de los más desheredados”. Otro grupo hizo circular una carta de adhesión a los curas “rebel-des” de Rosario, fi rmada por 130 colegas; doscientos laicos también suscribían la crítica a la jerarquía.

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Más rutilante aún fue la aparición de Raimundo Ongaro, lí-der de la CGT de Paseo Colón; invitado por algunos sacer-dotes que operaban en las comisiones, solicitó dialogar con los obispos: le negaron la audiencia. El cardenal Antonio Ca-ggiano, enterado de que Ongaro había logrado, por fi n, entre-vistarse con miembros del equipo de Acción Social, prohibió esa conferencia. El líder gremial y sus interlocutores debieron mudarse, entonces, al cercano Colegio de Jesuitas. Ya tenían en su poder uno de los textos claves de la Asamblea (“Justicia y Paz”); después de leerlo, Ongaro comentó a sus huéspe-des: “Los documentos son buenos, pero mucho mejor son los testimonios”. Monseñor Enrique Angelelli, obispo de La Rioja, se declaró entusiasmado con esa reunión inesperada: “¡Fue formidable! -dijo-. Allí pudimos escuchar cosas que no escu-chamos en ninguna de las sesiones ofi ciales”.

Ese documento puntualizaba que “a través de un largo pro-ceso histórico que aún tiene vigencia, se ha llegado en nuestro país a una estructuración injusta. La liberación deberá realizar-se, pues, en todos los sectores en que hay opresión: el jurídi-co, el político, el cultural, el económico y el social”. Señalaba también que “subsisten condicionamientos que agudizan la injusticia: 1) La concepción moralmente errónea de la econo-mía global y de la empresa, que hace del lucro su única o

preponderante razón de ser; 2) La subordinación de lo social a lo económico, impuesta por la acción de fuerzas foráneas, de sectores y grupos internos de opresión y que se manifi esta en los desequilibrios regionales, las migraciones internas y las racionalizaciones que provocan desocupación e inseguridad”.

Vencer estas rémoras tornaba necesaria, para el clero rebel-de, “la formación de una comunidad nacional que refl eje una organización donde toda la población -pero muy especialmen-te las clases populares- tenga, a través de estructuras territo-riales y funcionales, una participación receptiva y activa, crea-dora y decisiva, en la construcción de una nueva sociedad”.

El documento contenía otro párrafo no menos sugestivo: “La necesidad de una transformación rápida y profunda de la es-tructura actual nos obliga a todos a buscar un nuevo y humano, viable y efi caz camino de liberación, con el que se superarán las estériles resistencias al cambio y se evitará caer en las opciones extremistas, especialmente las de inspiración marxista, ajenas no sólo a la visión cristiana, sino también al sentir de nuestro pueblo”. El hallazgo de ese camino de liberación tiene que ver con el segundo de los papeles básicos: “Pobreza de la Iglesia”. Allí, entre otras cosas, se propugnaba limitar la presencia de los obispos “en los actos públicos del Gobierno o los poderosos”.

III. Frente al ocaso

Un gobierno de facto también tiene internas

A mediados de 1969 otro frente de tormenta, no menos pe-ligroso, que enfrentaba el ministro Krieger Vasena se focaliza-ba en algunos otros sectores o personas de peso dentro del Poder Ejecutivo. Uno de sus principales oponentes era el muy infl uyente Roberto Roth, subsecretario Legal y Técnico de la Presidencia, a quien el Financial Times de Londres había cali-fi cado como “el intelectual de más prestigio en el Gobierno”. Si bien era incierto el rango que el Subsecretario ocupaba entre los pocos que integraban el círculo más cercano a Onganía, era notoria su vocación política, su militancia en el sector “na-cionalista” del régimen, que pugnaba por eliminar a Krieger Vasena y los suyos y otorgar al Estado un sabor “populista”.

En el equipo económico acusaban a Roth de frenar los pla-nes de racionalización administrativa, entorpecer la Ley de Pesca y oponerse a una organización más liberal de los segu-ros. Los amigos del Subsecretario no negaban su estatismo, y él mismo no ocultaba sus ideas; al extremo que en una reunión pública discutió sobre economía con Julio Cueto Rúa; la charla terminó con ardientes imprecaciones de Roth contra la política de Krieger Vasena, precisamente una gestión que era compar-tida por Cueto Rúa.

Los cortocircuitos con la conducción económica se su-maban a los permanentes confl ictos imperantes en el plano político. El Ministro del Interior era uno de los blancos prefe-ridos por los sectores más conservadores. Las caricaturas de Primera Plana le daban un tratamiento similar a que en otros tiempos suministraran a Illia. A mediados del otoño de 1968, el editorial, del matutino La Prensa, por ejemplo, su-maba más juicios adversos a las críticas -que nunca había

ahorrado antes de ese momento- contra el titular de la carte-ra política. Para La Prensa, el esquema institucional ofrecido por Borda confi gura el delito de “leso peronismo” y fascismo; por eso terminaba preguntándose si el Presidente compartía esta orientación.

Sin embargo, el latigazo más signifi cativo provino del Institu-to de la Economía Social de Mercado, bastión de Alvaro Also-garay, que, estando prohibidos los partidos, operaba como el brazo político del entonces embajador en Estados Unidos. En mayo de 1968 el Instituto divulgó una solicitada bajo el título “¿Cambió de rumbo la Revolución Argentina?” Allí se señala: “No podemos compartir su crítica (la de Borda) generalizada a la fi losofía liberal ni las ambiguas soluciones; además, nos preocupan profundamente”. Para sumar más leña al fuego, al entrevistarse con el canciller Costa Méndez, el ingeniero Al-sogaray -convertido en inopinado vocero del complejo militar/industrial norteamericano- trasmitió el descontento de Was-hington por las compras de armas que la Argentina realizaba en Europa y por la falta de una legalización democrática del Gobierno o un pronto llamado a elecciones. Alsogaray sugirió entonces la necesidad de separar a Borda del Gabinete y al general Eduardo José Uriburu (mentor de las adquisiciones de material bélico a vendedores alternativos a los Estados Uni-dos), del servicio activo.

Por entonces, el otro Alsogaray, nos referimos a Julio, el ge-neral, personalmente le reprochó al Presidente la “falta de diá-logo” con la Fuerza que le diera el poder. Coincidiendo con su hermano el ingeniero, Alsogaray además hizo hincapié en Bor-da, cuya salida aconsejó. Poco tiempo después, en la Junta de Comandantes ya se barajaban nombres para la sucesión del Ministro del Interior; se consideraba como probable que Onga-nía coincidiera con la necesidad de ese relevo, pero no tendría una reacción inmediata, dado que al hacerlo, obviamente, apa-recería como cediendo a la presión de los Alsogaray.

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En tal escenario no eran pocos quienes, ya a mediados de 1968, especulaban con el retorno de Pedro Eugenio Aramburu a la Casa Rosada. Entre ellos se encontraban media docena de generales de brigada recién ascendidos, un grupo de líde-res civiles, el mismísimo Aramburu y su alter ego, Bernardino Labayrú. Fracasadas sus acometidas posteriores a 1955 para ejercer la Presidencia, y dada la crisis política en que por en-tonces navegaba el Gobierno de Onganía, Aramburu intenta-ba presentarse como el “hombre de la transacción”, una suerte de Charles de Gaulle criollo. Si este esquema originariamente parecía un globo de ensayo, no lo eran sin embargo los mo-vimientos que el general efectuaba diaria y persistentemente, siempre en la búsqueda de los apoyos necesarios como para asegurarse un sitial del que parecía haberse alejado defi niti-vamente después de su derrota en los comicios generales de 1963.

Ya tenía los lineamientos básicos de su hipotético gobierno:

. Declaración de estado de asamblea de los partidos y un plazo improrrogable, de un año, para reorganizarse; al cabo de ese tiempo, otro espacio de seis meses (o un año) para convocar a elecciones de Presidente, por vía constitucional.

. Mantener los lineamientos de la política económica según el programa del ministro Krieger Vasena, pero con ciertas dis-tensiones, contemplando aumentos de sueldos y renovación de los convenios de trabajo dentro de márgenes prudentes.

. No intervención en el proceso sindical, permitir el desenvol-vimiento de la dicotomía cegetista, aunque regulándolo, sin tolerar excesos.

De acuerdo con este esquema, Aramburu sustituiría a On-ganía, actuando como Delegado de los tres Comandantes en Jefe. Los políticos, sin duda realistas, lo interrogaron ofi ciosa-mente acerca de con qué apoyos militares contaba. En ese tema el anfi trión se mostró muy reservado: “Soy resistido, per-sonalmente, por muchos militares, cosa que no se me oculta; pero en conjunto, frente a la falta de alternativa, en el momento de alguna decisión no habrá dudas sustanciales”, argumentó Aramburu. Ante tales imprecisiones, su intento de acuerdo cí-vico militar quedó en nada.

Finalmente, el 29 de mayo de 1970 un comando integrado por diez jóvenes, vestidos como ofi ciales de Ejército, secuestró en su propio departamento de la calle Montevideo al general Aramburu. Días después, en el primer comunicado de la or-ganización Montoneros, informaban que el militar había sido juzgado por ellos y condenado a muerte, pena que se hizo efectiva casi de inmediato. El cuerpo de Aramburu fue encon-trado en un campo de la localidad de Timote, partido de Carlos Tejedor. Ello constituyó un golpe decisivo para la presidencia de Onganía, quien diez días más tarde, el 7 de junio, debió renunciar a su cargo.

El regreso de la política partidaria

Allá por junio de 1968, los hechos objetivos desmentían al calmo mensaje triunfalista que emitían los hombres del Go-bierno: 1) en el Ejército ya predominaba un -peligroso para Onganía- liderazgo de tono “liberal puro”, al estilo de la llama-da “Revolución Libertadora “, vale decir defensor del regreso a la normalidad por medio de las elecciones y la partidocracia, aunque prohibiendo la participación del peronismo y la extre-ma izquierda; su candidato ideal para la transición era, desde luego, el teniente general Julio Alsogaray; 2) un clima de atonía asfi xiaba cualquier manifestación popular sobre el tipo de solu-ción deseada; 3) desde dentro y fuera del país, una campaña proselitista exigía el “retorno a las instituciones republicanas”.

Entre tanto, los políticos liberales redoblaban su actividad. “El Ejército delibera”, se exaltaba Américo Ghioldi en La Van-guardia. “Sólo una coalición de obreros, estudiantes y partidos democráticos, amén de la ofi cialidad consciente de las Fuerzas Armadas, será capaz de terminar con la dictadura”, abogaba Nuestra Palabra, órgano clandestino del comunismo.

Si hasta Perón confi aba, en Madrid, a sus visitantes que “cualquier solución tendiente a demostrar la incapacidad de los militares para gobernar conviene al peronismo, ya sea que esa solución se llame Julio y Álvaro Alsogaray”. Es que, según el ex Presidente, profético, a la caída de Onganía sucedería un período de luchas intestinas en el Ejército, que termina-rían tarde o temprano depositando el poder -o una franja de él- en manos del peronismo. Por su parte, Arturo Illia, en tren

Otros tiempos, la misma vocación por seducir

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montado un Frente de la Resistencia Civil para los primeros días de julio de 1968, fecha que los aramburistas referían frecuente-mente como la del ingreso de su profeta a la Casa Rosada

De un modo u otro, era innegable la presencia de una realidad que ya agitaba a la Casa Rosada; con su cotidiana inhabilidad política, el Gobierno de entonces había conseguido que creciera frente a él una oposición cada día más belicosa. Nacido sin venci-mientos electorales, supuestamente desligado de la partidocracia y sus daños, si el Presidente Onganía no modifi caba su rumbo terminaría por verse obligado a restaurar esas antiguallas.

La tradicional cena anual de las Fuerzas Armadas, en home-naje al 9 de julio, fue una prueba de fuego para Onganía. Se esperaba que aprovechara la ocasión para realizar anuncios concretos, tras dos años en el poder. La falta de resultados

de anudar alianzas, murmuraba a un capitoste conservador de Córdoba que sus contactos con el peronismo meses atrás habían sido una mera anécdota.

Los afi cionados a la práctica conspirativa, por el contrario, descartaban que el futuro Presidente se fuera a llamar Alsoga-ray; un sector reducido acariciaba el nombre de Pascual Pis-tarini. Pero la mayoría se enrolaba tras Aramburu, el hombre que ya había tratado de retornar al poder, infructuosamente, primero gracias a un empujón de los liberales (marzo de 1962) y luego por una consulta electoral (junio de 1963). Algunos ín-timos del General retirado sugerían que se había entrevistado con Alsogaray -como lo hizo con varios líderes partidarios- y obtenido la promesa del sillón presidencial. Se decía que el al-mirante Isaac Rojas había ofrecido gentilmente su apoyo a la gesta. Enfrascados en este rush, los políticos esperaban dejar

No por prevista, la renuncia ya bien entrado el año 1968 de Alvaro Alsogaray a la embajada en Washington causó menos sensación en los ambientes ofi ciales y políticos, así como en los protagonistas y testigos del proceso abierto el 28 de junio de 1966. Cabe recordar que el capitán-ingeniero había preten-dido otorgar a ese motín un cierto perfi l ideológico que sólo logró imponer a medias. No le fue mejor en el plano político. Si el ex embajador imaginó la instalación de un régimen militar capaz de batir al peronismo y establecer la libre empresa -mi-sión para la que se consideraba el más indicado- para luego volver a los cuarteles, Onganía encarnaba una confusa volun-tad de imperio, sin aceptar límites para su vigencia y reacia a franquear el paso a los civiles. Tal vez por eso, Alsogaray renunció a su cargo diplomático con el objetivo de luchar por la primacía civil y el establecimiento de élites califi cadas para go-bernar. Alsogaray “podría convertirse en el jefe de la oposición conservadora”, opinó Le Monde de París el jueves 8 de julio de 1968, “La derecha -agregaba el comentario- hallará en él un líder natural, en un momento en que Onganía parece atraído por fórmulas corporativas”.

Su hermano, el ex Comandante en Jefe, era ya nada me-nos que el décimo general a quien Onganía, con órdenes o utilizando las artes de la política, se las había ingeniado para dejar fuera de combate; los otros eran Carlos Jorge Rosas en 1965 (vale decir, en ese momento eliminando un contrincante en la carrera de Onganía hacia la toma del poder); Augusto César Caro, Nicolás Ure y Pascual A. Pistarini en 1966; Cán-dido López en 1967; Eladio Aguirre, Osiris Villegas, Juan Es-teban Nicolás Iavícoli y Enrique Guiglielmelli en 1968. Claro está, tales movidas siempre tenían sus costos en términos del paulatino desgaste de la fi gura presidencial. Y a esa altura de los hechos, las Fuerzas Armadas mantenían con el Presidente una ligazón que se había quebrado por la suma de relevos dispuestos, siempre cuestionando la teoría del cogobierno mi-litar.

La Junta de Comandantes desplazada el 23 de agosto de

1968 se había constituido en el último reducto del poder que mantenía a las Fuerzas Armadas como integrante del un cuer-po político orgánico dentro del Gobierno. En consecuencia, presionaban a Onganía para que fi jara un “término” a su ges-tión, y garantizara la ruta “hacia la democracia representativa, conforme a las mejores tradiciones internacionales de la Re-pública”. En esa afi rmación se descubría semioculta la pluma de Américo Ghioldi.

Para Onganía (y para el resto del ofi cialismo entre los cua-dros de las Fuerzas Armadas, si bien con fi nes distintos) la solución pasaba por instalar en la cima del Ejército al teniente general Alejandro Agustín Lanusse, “un comandante duro para los próximos diez años”, un caudillo en ciernes; en suma, el poder situado detrás del trono, supuestamente para proteger-lo, según esperaba Onganía.

En realidad se trataba de un caballo de Troya, pero la posi-bilidad de que, en algún momento, Lanusse avanzara hacia ocupar el sitial máximo, constituía un peligro que en la Casa Rosada no era tenido en cuenta, aunque teóricamente fuera posible. “¿Será su rol el de guardaespaldas militar de Onga-nía? -se preguntaba el semanario nacionalista Azul y Blanco- ¿O interpretará Lanusse, por el contrario, que su deber con-siste en controlar al Gobierno? Solamente se abren esos dos caminos para el fl amante titular del Ejército”. Vale decir que la tercera hipótesis -reemplazar a Onganía- aún se juzgaba que no estaba madura. Habría de precipitarla el ajusticiamiento de Aramburu.

Las esferas civiles se hacían eco de la última hipótesis, así como de las condiciones que el nuevo líder del Ejército im-pondría. Estas consistían en el relevo de los nacionalistas que integraban el Gabinete y que todo el control pasara a manos del Ministerio de Economía, bastión de su amigo Krieger Va-sena. Ese rumor luego sería desmentido con un gesto del Pre-sidente, almorzando con sus cinco ministros. Sin embargo, el sector liberal volvería a la carga con nuevos bríos y reclamos

Alsogaray de vuelta en Buenos Aires

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agregados. Lanusse pidió a Onganía la fi rma de un protocolo sobre garantía de inversiones, por el que tanto habían luchado Krieger Vasena y Alvaro Alsogaray -por una vez de acuerdo-, así como el cese de la gestión militar en los Ferrocarriles y su traspaso al Ministerio de Economía.

Las versiones acerca de lo que ocurría en las intrigas de Palacio, que auguraban un súbito giro del Gobierno hacia su ala “liberal”, quizá brotaron de conjeturas alentadas por la re-ferida amistad de Lanusse y Krieger Vasena. De acuerdo con esas “usinas”, ya era imposible descartar la futura unción de un nuevo team político, más práctico, menos dogmático y más funcional al bando colorado, disimulado tras un aparente pro-fesionalismo. No obstante, subsistía el temor acerca de nuevas diferencias que se manifestaban en el plano militar, debido al despecho -digno de una prima donna- provocado en el general Julio Alsogaray, al haber sido sustituido por Onganía con una rudeza expeditiva inhabitual.

La historia posterior permite constatar que el cambio de Al-sogaray por Lanusse fue un error fatal de Onganía. Si bien el primero representa intereses económicos foráneos y tam-bién apoyaba la gestión económica de Krieger Vasena, no era nada más que un instrumento de los monopolios, careciendo de fuerza militar efectiva como para infl uir sobre el Presidente. Pegado a la imagen de su hermano, el general Alsogaray mo-lestaba, sin duda, pero no podía ir lejos.

En cambio, Lanusse, que -como dijimos- compartía la política de Krieger Vasena, era un caudillo en el ejército, visceralmente antiperonista y hombre de buen diálogo con el poder económi-co. Contaba con tropa propia y su temperamento belicoso lo arrojaría inevitablemente contra Onganía, tarde o temprano. En una hipótesis generosa, Lanusse bloquearía los actos del Presi-dente; en la peor, como sucedió, terminaría derribándolo.

En ese momento, para evitar su derrumbe o por lo menos hacer más digna la caída, el Gobierno desdeñaba abrirse a la sociedad. No faltó quien se preguntase porqué Onganía no explicaba al país, de una vez por todas, a dónde quería llegar el Gobierno, qué pensaba hacer más allá de practicar las costumbres y la lógica cuartelera, y el viaje sin retorno

hacia el neoliberalismo. Dos años habían ya gastado las pa-labras y las esperanzas; se sabía que para la cúpula militar la frase “democracia representativa” equivalía a la exclusión de un amplio sector del pueblo, el empleo abusivo del en-juague político y la concesión el predominio de los intereses de grupo sobre los nacionales. Era difícil que en ese con-texto fuera el pueblo quien se interesara por la suerte de Onganía.

El Presidente de facto terminó, entonces, el segundo ani-versario de su gestión sin demasiadas razones para el júbilo. Tuvo que festejarlo con temor y esta actitud era curiosa, por-que en teoría detentaba la suma del poder público, sin dar cuenta de sus actos a Parlamento alguno y, supuestamente, respaldado por las Fuerzas Armadas. Sin embargo, la expli-cación principal de sus tribulaciones era la mediocridad de la obra que podía exhibir. Su inhabilidad política había hecho que resucitara una oposición cada día más belicosa. Nacido soberbiamente sin aceptar vencimientos electorales, desliga-do de la partidocracia y sus daños, si el Gobierno no modi-fi caba su rumbo era cada vez más probable que terminara por verse obligado a restaurar esas supuestas antiguallas institucionales.

A la hora de repasar las promesas incumplidas, cabe recor-dar que el Gobierno militar, con el fi n de justifi car los tragos amargos que inicialmente le impuso a la ciudadanía, había sembrado un cantero de promesas incumplidas: a trueque de la paz social que necesitaba para estabilizar la moneda, interesó a los sindicatos en una futura “participación” que no se produjo; ansioso por distanciarse, al menos en lo formal, del nacionalismo, el Poder Ejecutivo -como dijimos- blandió como bandera la comunión de intereses entre capital y tra-bajo. Nada de eso ocurrió. Sólo se practicó la desangelada propuesta del programa económico. Nunca se supo con cer-teza si Onganía compartía ese proyecto tecnocrático neoli-beral con apariencia heterodoxa. En consecuencia, dos años después los trabajadores mostraban un duro escepticismo, su ira se traducía en cada vez mayor tensión social y el sector social genéricamente defi nido como nacionalista, que acom-pañó al golpe de junio de 1966, no evitaba disimular su feroz desencanto.

trascendentales de la obra de Gobierno y el acrecentamiento de las tensiones internas justifi can la emisión de una pieza oratoria de envergadura, no el disparo de fuegos artifi ciales. Onganía prefi rió lo segundo y, acaso por este motivo, no re-cibió un solo aplauso de sus 500 contertulios. Claro está, su falta de carisma no era un secreto; supuestamente él lo sabía, y desechaba todo aquello que rozara la demagogia. En cambio, se negaba a abandonar el ejercicio de un paternalismo frío, se-vero, anacrónico y de pronto inesperadamente benévolo, por lo menos en los ademanes, con los sectores más desprotegidos. A dos años de ingresar en la Casa Rosada, parecía seguir pen-sando que su única tarea era la de tutelar a los argentinos, no la de conducirlos en una ruta de progreso individual y colectivo.

En la práctica, el Gobierno de las Fuerzas Armadas había sembrado un cantero de promesas incumplidas: a cambio de

la paz necesaria para estabilizar la moneda, interesó a los sin-dicatos en una “participación” que fi nalmente nunca se produjo. En esta materia, el Poder Ejecutivo malversó todas las expec-tativas obreras: la pomposa participación consistía tan sólo en un 6 por ciento de aumento en los salarios, y en la devolución de algunas personerías retenidas en febrero de 1967. Tan em-barazosa fue la situación de los caudillos gremiales ofi cialistas, que aquellos personajes encorbatados que acudieran en tro-pel, dos años atrás, a la jura de Onganía, ahora solicitaban al Presidente que modifi cara su política económica, so pena de dejarlos en una actitud poco airosa ante las bases. Asimismo, dado que, ansioso por evitar la hégira del nacionalismo, el Po-der Ejecutivo había regado al país de mensajes “comunitarios” donde se daba por descontada la permanente conciliación con las fuerzas del trabajo, terminó recogiendo el escepticismo de los obreros y el desencanto de los nacionalistas.

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La tercera tentativa ¿sería la vencida?

Contrariando las expectativas a las que hacíamos referencia más arriba, en la segunda semana de julio de 1969 el Presi-dente sustituyó a sus ministros, afi anzando el dominio del ala “nacionalista” (de algún modo hay que llamarle), y se enfrentó con las Fuerzas Armadas, al menos con sus tres comandan-tes, porque, como siempre, se negó a consultarles nombres o a solicitarles opiniones. Estas actuaron, en apariencia, como dispuestas a salvar la estabilidad del Gobierno, pero a cambio de recuperar su papel de comitentes y exigir el derrocamiento de los funcionarios culpables de la crisis, su imagen sufrió un daño cuantioso. Ya era demasiado tarde. A los ojos de vastos sectores en la sociedad, los militares (sin distinciones) eran los grandes responsables del proceso abierto hacía tres años, ¿cómo no llegaron a tiempo para impedir no sólo la violencia, sino su propia labor represiva?

El Ministro del Interior, general Francisco Imaz, prome-tía buscar una apertura hacia los sectores populares, pero, ¿era el hombre capaz de desmontar a la nueva oposición, que se estaba convirtiendo en una bomba de tiempo para el Gobierno? Por otra parte, ¿permitirían los ofi ciales del ban-do colorado, obstinadamente antiperonistas, dar un giro que traería consigo -por ejemplo- llegar a un diálogo franco con Perón? Además, ¿estaría dispuesto el ex Presidente -preci-samente en ese momento de gran debilidad que acosaba al Gobierno- a respaldar a Imaz, quien en 1955 lo había aban-donado cuando supuestamente era el jefe que debía hacerse cargo de la represión? Y si lo apoyaba, ¿cómo reaccionaría

el Departamento de Estado ante la virtual rehabilitación de Perón?

La mayoría de los mandos militares sólo pedía un cambio del equipo político y educacional -Guillermo Borda y José M. Astigueta-; si bien, ciertamente, también muchos ofi ciales adi-cionaban a la lista el nombre de Krieger Vasena, cuya rígida actitud estabilizadora sería, a juicio de ellos, el motor de los incidentes que ensangrentaron a la Argentina a partir de la segunda quincena de mayo. Algunos proponían liberalizar el ala política, mediante la unción, en el Ministerio del Interior, de Conrado Etchebarne, un “demócrata conservador”. Otros, en fi n, postulaban la instalación en Economía de Carlos Moyano Llerena, una fi gura afín con Krieger Vasena, pero capaz de suavizar sus métodos.

Onganía tuvo una entrevista defi nitiva con el reaparecido Fe-lipe Tami, que fue la última. El ex titular del Banco Central -al que Salimei inmolara en el altar de las presiones alsogaraís-tas- propuso al Presidente establecer el control de cambios. Pero Onganía se negó a permitir la intervención del Estado en el valor de la moneda. Esa misma tarde, Krieger Vasena le anunciaba que su intención de irse era defi nitiva. Entonces -por consejo de Imaz-, el Presidente citó a José María Dagnino Pastore. En esos momentos, el Ejecutivo ya contaba con la renuncia de todos los gobernadores.

Ocurría que las versiones sobre la instalación de un equipo “socialcristiano” fomentaban toda clase de tendencias deses-tabilizadoras, particularmente en el mercado de cambios; se decía que el Banco Central, desde la dimisión del anterior ga-binete, había vendido entre 5 y 8 millones de dólares diarios para sostener el peso, una cuota que en aproximadamente 20 días podría liquidar buena parte de las reservas monetarias genuinas: ése era el plazo rumoreado para tramar la reorgani-zación. Pero “no hay signos que puedan preocupar”, desalentó esa tarde las especulaciones el saliente Krieger Vasena.

Aparentemente, Onganía gozaría, a partir de los cambios en su equipo de gobierno, de un compás de espera. Se especu-laba con que la mayor homogeneidad en su gabinete quizá le ayudaría a mejorar la situación; con todo, el arribo del equipo cuya cara visible era el ex gobernador de Buenos Aires, gene-ral Imaz, signifi caba la permanencia de la teoría “comunitaria”, del “consejalismo”, una tímida maniobra que no alcanzaba a entusiasmar al pueblo. En el campo económico -cuyo nuevo líder, Dagnino Pastore, era considerado como un técnico de talento, aunque inexperto, mas absolutamente falto de caris-ma- se corrían los mayores riesgos, debido a que la ausencia de calor popular signifi caba, para el Gobierno, por una parte seguir dependiendo del aval que le otorgaran las cúpulas mili-tares y por otra la tentación de caer en el dirigismo y el gasto incontrolado, como una manera de compensar, fantásticamen-te, las necesidades de los trabajadores y ganarse su apoyo. A esa altura, ambas eran misiones imposibles.

¿Podía la convaleciente economía nacional incurrir en ese riesgo? Teóricamente, existían tres posibilidades de salida: 1) mantener, como ocurría por entonces, una relativamente alta tasa de ahorro, combinada con un módico incremento de los consumos; 2) sostener las inversiones y alentar, a la vez, el poder de compra de las gentes, lo cual signifi caba, a jui-

Valor agregado sectorial Crecimiento acumulado y tasas anuales acumulativas (A precios de mercado de 1960) 1960-1969 Sectores Acumulada Anual acu- (en %) mulativo (en %) Agropecuario, silvicultura, caza y pesca 18,3 1,9 Construcciones 50,0 4,6Industria manufacturera 43,1 4,1Energía y combustibles 101,3 8,1Comercio 25,8 2,6Transporte y comunicaciones 56,4 5,1Servicios de gobierno 11,7 1,1Otros servicios 29,1 2,9PIB (a precios de mercado) 35,8 3,5

FUENTE: FIDE, con datos de Banco Central de la República Argentina (BCRA): Origen del Producto y composición del Gasto Nacional (suplemento del Boletín Estadístico nº 6, junio de 1966); Boletín Estadístico (agosto de 1969), Ministerio de Economía y Trabajo; y Plan Nacional de Desarrollo 1970-1974, Secretaría del Consejo Nacional de Desarrollo.

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cio del nuevo equipo económico, desatar otra vez la infl ación; 3) acompañar la primera variante, esto es, la del sacrifi cio, pero hacerlo con la efectiva participación de las masas y su control del proceso de crecimiento.

Pero también Dagnino Pastore pondría algunas condiciones: no asumiría -le dijo al Presidente- si Hacienda constituía un ministerio fuera de la órbita de Economía: “No es posible di-rigir la actividad económica del país sin controlar las fi nanzas públicas”, objetó. Fue un golpe mortal para la promoción de Raúl Cuello.

El nuevo Ministro debería soportar la comparación con los resultados acumulados por Krieger que eran, en apariencias, asombrosos. AKV acabó con el alza de los precios, acumuló una respetable masa de reservas en el Banco Central y, no obstante, logró que el producto bruto saliera de su parálisis, alcanzando tasas aceptables de crecimiento. También logró disminuir la desocupación, y en los últimos tiempos hasta em-pezaba a percibirse una tímida expansión del consumo. Lo malo vendría después; o sea, ahora.

Por lo demás, el producto había crecido, sí, pero el 65% del ahorro se canalizaba hacia un sector no reproductivo como el de la construcción, en tanto la inversión en maquinarias y equipos se desbarrancaba un 9%. El milagro de Krieger Vase-na amenazaba ser tan efímero como rápido. No existían miras a largo plazo y su mismo autor reconoció ante los periodistas, en vísperas de su viaje postrero a Washington, que en realidad nunca había habido ningún “Plan Krieger”.

Cuando dejó el Ministerio, la mentada expansión empezaba a generar expectativas infl acionistas, replanteando la disyuntiva secular entre el crecimiento y la estabilidad. La máquina eco-nómica seguía exigiendo un bombeo de inversiones ofi ciales, pero se habían terminado los fondos: Krieger en sus últimos meses tuvo que agenciárselos a través de un sobreimpues-to a la nafta que rompía en la práctica el apacible cuadro de precios, tan trabajosamente forjado. Pero todas estas señales amarillas resultaban disimuladas por los éxitos acumulados y su magnifi cación mediática por la prensa adicta.

El fl anco más débil, empero, residía en la cruda insensibi-lidad del Gobierno por el bienestar de la población, y la im-posición de tal sacrifi cio a cambio de nada. De acuerdo a los cálculos gubernamentales, el costo de la vida había subido un 9,6% en los doce meses anteriores, lo que garantizaría un in-cremento de 2 puntos en el salario real. Como siempre ocurre, las estimaciones privadas calculaban el aumento de precios en un 15%. Esto suponía, de ser cierto, una pérdida de poder adquisitivo del 10% para los ingresos medios, ya poco fl ore-cientes cuando Krieger asumió el cargo. No era casual que en todos los recientes estallidos obrero-estudiantes que por en-tonces se sucedían -y cada vez eran más violentos- las quejas contra la conducción económica hayan sido aún más estrepi-tosas que el descontento contra el manejo político.

Al asumir la conducción económica, Dagnino dijo que a cor-to plazo el esquema de AKV había sido satisfactorio, pero que en este momento se necesitaba “concentrar esfuerzos para el logro de un crecimiento estable y vigoroso como meta de más largo plazo”, con objeto de garantizar “niveles aceptables de

bienestar a todos los sectores”. Un par de semanas más tarde, en su primera entrevista exclusiva a redactores del quincena-rio Competencia, fue más explícito: “La estabilidad monetaria y el crecimiento económico no son fi nes o abstracciones técni-cas, sino que constituyen los medios idóneos y efi cientes para lograr un bienestar social creciente”.

El Ministro parecía sincero cuando proclamaba que la esta-bilidad era una condición previa del desarrollo, pero descarta-ba que el segundo fuera un efecto automático de la primera: muy al contrario, el crecimiento demandaba un esfuerzo espe-cífi co, arduas planifi caciones, difíciles ejercicios de timón. Se-gún Dagnino Pastore, tanto la estabilidad como el crecimiento se hallan esencialmente subordinados al bienestar: por eso no podía admitirse que en nombre de progresos sociales se arriesgara un retorno de la infl ación, pero menos aún se admi-tiría que en el altar monetario o desarrollista se sacrifi cara el nivel de vida de la comunidad.

Al Consejo Nacional de Desarrollo se empeñó en llevar justamente a Eduardo Andrés Zalduendo, un egresado de la Universidad de Berkeley, cuya fama de econometrista era me-recida y que tiempo atrás pasaba por ser el cerebro del equipo de Tami. El CONADE debía entregar en septiembre de 1969 un escrupuloso programa de inversiones públicas que contem-plara, a la vez, el carácter rentable de cada operación y su incidencia dentro de un cuadro de prioridades en función del desarrollo. Para fi n del año se aguardaba la aparición del “Plan Cuantitativo Sectorial” -de carácter indicativo para el sector pri-vado e imperativo para las empresas y servicios ofi ciales- que orientaría las decisiones de Dagnino Pastore. Se trataba así de dar los toques fi nales al Primer Plan General de Desarrollo, una avanzada del “Plan Nacional 1970-1974”, y el “Plan de Inversiones”, en los cuales había trabajado Pastore durante su gestión al frente del CONADE. Tanto el “Plan General de Desa-rrollo” como el “Plan Nacional de Desarrollo 1970-1974” tenían por objeto crear las condiciones necesarias para que las de-cisiones económicas, públicas y privadas, pudieran adoptarse con un conocimiento razonablemente preciso sobre el curso futuro de la economía.

En tales documentos se enunciaba un nuevo encuadre ideo-lógico con un notable cambio de enfoque en las ideas acer-ca del desarrollo industrial deseado. Este suponía un giro del tradicional planteo sustitutivo de importaciones, moviéndose hacia un esquema más orientado hacia la especialización ex-portadora, discriminando contra la inefi ciencia del sector ma-nufacturero, el derroche de dinero que suponía la instalación de industrias básicas como siderurgia o petroquímica y los excesos de la protección externa. Se trataba de un planteo novedoso que hacía suyas muchas de las propuestas acadé-micas de Guido Di tella y de economistas de la Universidad de Harvard. Lo cierto es que este debate sobre la industrialización ya había experimentado algunas apariciones pioneras durante el gobierno del Dr. Arturo Illia, si bien no fue más allá del plano académico. Ahora se incorporaba a la propuesta estratégica de largo plazo que se ofrecía al Gobierno.

Una dictadura que se deshilacha

Las graves convulsiones sociales que se sucedieron en los

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meses siguientes relevaron a un segundo plano estas disqui-siciones teóricas que, sin embargo, continuaron alimentando muchas de las decisiones acerca de prioridades en los secto-res productivos años después, especialmente aquéllas que se adoptaron a partir de 1976. En los tiempos fi nales de la gestión Onganía, el tema predominante en los cónclaves que se suce-dían dentro de las Fuerzas Armadas llevaba inevitablemente a la actitud que fi nalmente se adoptó. Consistió en advertirle al Presidente de facto que las Fuerzas Armadas ya no garantiza-ban la continuidad de su Gobierno, con semejante gabinete a cuestas. Entonces, si Onganía daba cualquier traspié, caería solo, como por inercia, de la Casa Rosada.

Tal situación rápidamente trascendió y la consecuente incer-tidumbre que se generó en el sistema fi nanciero llegó a engen-drar un verdadero mercado paralelo de dólar-futuro, donde se cotizaron primas de hasta 22 por ciento anual. Se fugaban los capitales que habían llegado atraídos en los buenos tiempos del Krieger Vasena exitoso. En muchos casos, lo habían hecho sin tomar seguros de cambio y ahora se apresuraban a adqui-rirlos, pagándolos a cualquier precio. En la calle se rumoreaba la formación de una Junta Militar, presidida por el almirante Gnavi; por su parte, la nueva oposición gestionaba otras accio-nes de lucha: la FUA proponía a la CGT “rebelde” una huelga general, obstaculizada, es cierto, por la actitud negociadora de

Augusto Vandor. Por su parte, la CGT unifi cada de Rosario califi caba a la reorganización del Gabinete como “un cambio de caretas”. Como si algo faltara, en las alforjas del mercantil Juan José Minichilo llegó a Buenos Aires la última orden de Perón: mantener la beligerancia contra el régimen; sólo si On-ganía se animaba a enfrentar públicamente a los “liberales” se le brindaría apoyo popular, pero jamás antes de ese gesto.

Recapitulemos. En junio de 1967 el Gobierno se había mos-trado fi rme, capaz de inspirar confi anza en el poder económi-co y disciplinar a los sindicatos. Mal o bien, daba la imagen de haber superado el desastre de sus primeros seis meses; estaban abatidas las organizaciones sindicales (que en marzo debieron arriar la agresiva bandera de su Plan de Acción) y se iniciaba la reforma económica. Un futuro mejor parecía posi-ble para la Casa Rosada. Las Fuerzas Armadas se allanaban a no gobernar ni cogobernar, a ser “guardianes de la Revolu-ción”. Quizá aquel impacto inicial los convenció de que podían instalarse en el poder y avanzar con una política económi-ca que explícitamente discriminaba contra los trabajadores. A partir de ese punto, encerrados en su torre de cristal, los jefes militares y la dirigencia política tradicional se dedicaban a la práctica del internismo sin prestar mayor atención a las turbulencias que sacudían, en lo profundo, a la sociedad en su conjunto, algo que daban por descontado como sometido

al poder militar.

Menos idílico fue el año siguiente. Ya eran visibles, en-tonces, las discrepancias del Comandante en Jefe del Ejército, Julio Rodolfo Alsogaray, con el Presidente. Alar-mado por los devaneos “antidemocráticos” del ministro Guillermo Borda, Alsogaray supuso que Onganía abjura-ba de los principios liberales contenidos en el Anexo 3 de los documentos básicos del régimen, un texto que había escrito o inspirado su hermano Alvaro.

En la relación con el poder gremial Lo más grave para el Gobierno fue el derrumbe de una morosa trama parti-cipacionista armada por Borda y San Sebastián, que este año supuestamente debía desembocar en una CGT úni-ca, con los grupos animados de espíritu colaborador; es que en Córdoba, en cuestión de minutos, se produjo una alianza de obreros y estudiantes hasta entonces inimagi-nable: las conducciones gremiales debieron adecuarse a esa nueva realidad y ponerse a la cabeza. A ese cuadro debía sumarse el enfriamiento de relaciones entre el pe-ronismo y el Gobierno, tras las severas medidas que se adoptaron contra muchos de sus adherentes, debido al creciente activismo de la “resistencia peronista”.

Por su parte, el movimiento obrero acababa de consoli-dar su división: existía un ala negociadora, la CGT de Azo-pardo, orientada por Augusto Timoteo Vandor; un sector dispuesto a enfrentarse con el Gobierno, bajo el liderazgo de Raimundo Ongaro y hacerlo en una alianza implícita con el radicalizado sindicalismo cordobés; y por último es-taban los colaboracionistas de siempre, que se quedaron a la espera de recibir el mando de la central única, moldea-da para ellos por el secretario de Trabajo, Rubens San Se-bastián. La economía mejoraba, gracias a la impunidad y el talento de sus conductores, pero la distribución personal y regional de los ingresos distaba de ser compatible con

Sustitución de importaciones para atender al mercado de clase media en ascenso

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ese merecimiento en el PIB; los disueltos partidos descansa-ban, agotados de su guerra de palabras y declaraciones. No manifestaban inquietud ni parecían dispuestos a darle apoyo a la protesta social, que se extendía “como un incendio en la pradera”.

Fuego era lo que sobraba en la Capital Federal y sus su-burbios cuando al alba del 29 de mayo de 1970 ardieron trece supermercados de la empresa Minimax. Esta era una de las 20 fi rmas argentinas en las que había invertido su dinero el Grupo Rockefeller, cuyo titular estaba de visita en Buenos Ai-res como parte de una gira de buena voluntad que le había adosado el Presidente Richard Nixon para mejorar su imagen en América Latina; el martes, miércoles, jueves y viernes de la misma semana, los estudiantes batallaban en las Facultades de Ciencias Económicas, Filosofía y Derecho, como también en los alrededores de la Plaza Miserere. La CGT de Paseo Colón, por su parte, decidió un paro de 24 horas, que se de-sarrollaría el 1º de julio. Paralelamente, el 30 de junio, ocurrió el copamiento de la localidad de Garín por un comando de las FAR.

De las diferencias entre Lanusse (más sus pares de la Mari-na y la Aeronáutica) y el Presidente ya hablaba la calle desde abril; entonces, el titular de Ejército encarceló a militares re-tirados fi lo-peronistas, en un operativo dirigido a quebrar las negociaciones entre esa corriente, mayoritaria en el país, y el Gobierno, que buscaba bases de sustentación para continuar aguantando. Tal vez el destino de Onganía se jugaba en la espera del último ofi cial del sector Azul, el General Lanusse, “militar de fi bra”, como lo defi nieran sus operadores mediáti-cos, según los cuales nadie ignoraba su arrojo para la acción (sin defi nir de qué batalla estaban hablando) y la fi neza de que estaría dotado para trenzar los rudos hilos de la política. Algo de toda esa cháchara periodís-tica era cierto: las Armas deliberaban como no lo habían hecho en los últimos tres años. Sin duda conspiraban y estaban listos para desalojar a Onganía. Un análisis frío de la situación señalaba, sin embargo, la presencia de contradicciones y reparos que postergaban el golpe efi nitivo. Este impulso encontró su detonante en el se-cuestro del general Aramburu, en mayo de 1970.

La suma de turbulencias socio-políticas, combinadas con el run-run de los cuarteles, entre otros efectos, ter-minaron por quebrar el esquema cambiario que había impuesto el Banco Central. La desconfi anza derivó en una fuerte presión sobre el mercado del dólar, invirtien-do la tendencia estacional, vendedora, característica de esos meses en que se liquida la cosecha gruesa, y co-menzó a actuar como un factor de absorción de medios de pago. Por otra parte, el deseo de los particulares en el sentido de evitar endeudamientos en moneda extran-jera hizo que muchas empresas derivaran sus pedidos de fondos al mercado interno y, especialmente, a las instituciones extrabancarias. El resultado conjunto fue un aumento de las tasas de interés en esas entidades. Como consecuencia, muchos particulares retiraron su dinero de los Bancos públicos y privados, para colocarlo en el circuito extrabancario.

Por fi n, llegó el punto en que las revueltas populares,

que estallaban en todo el país, generaron inquietudes entre los militares, más allá del desplazamiento de Onganía. Quienes integraban la cúpula del partido militar y que habían gober-nado desde 1966 de espalda a los intereses del pueblo y al servicio del capital más concentrado parecían haber tomado conciencia de que llegaba la hora de tocar retirada. A partir del Cordobazo, ya las cuestiones de la economía se desvane-cían frente a las turbulencias de la vida política y social. Ni los comandantes en Jefe ni los tecnócratas a los cuales habían confi ado el manejo de la cuestión económica entendían (o no querían entender) las consecuencias de las recetas aplicadas, siempre carentes de legitimidad política y viabilidad social.

Alejado Onganía, y luego del corto interinato de Levingston, asumió el Poder Ejecutivo Alejandro Lanusse, quien ya venía transmitiendo, en las frecuentes visitas que realizaba por las guarniciones del país, su proyecto a mediano plazo para aban-donar el barco. Asimismo, consideraba que había llegado su hora para ser recordado como aquél que devolvió el gobierno a los civiles. Sin embargo, la cuestión, que ya estaba liquidada a fi nes de 1969, se estiró hasta que, con el regreso de Perón el 17 de noviembre de 1972, se terminó de hundir el proyecto lanussista de “pasar al bronce” mediante el denominado “Gran Acuerdo Nacional”. El precio pagado por ese loco afán que-dantista fue la escalada de violencia que no se apagaría aún con el peronismo en el gobierno. Esta terminó siendo una ex-celente excusa para que el 24 de marzo de 1976 el partido militar volviera a usurpar el poder. Lo cierto es que, luego del estallido en Córdoba, el manejo de la cuestión económica se convirtió en un mero trámite, materia poco atractiva para el abordaje histórico.

Revolución Argentina Ministros de Economía y tasa de inflación Tasa de infl ación cuando abandonó el cargo (b)

Nombre Período en que actuó (a) Según Según precios costo de mayoristas la vida Salimei, N.J. Jul-dic. 1966 22,6 29,9Krieger Vasena, A. Enero 1967-mayo 1969 5,1 6,6Dagnino Pastore, J.M. Junio 1969-mayo 1970 11,6 12,7Moyano Llerena, C.M. Jun-sep. 1970 14,5 14,7Ferrer, A. Oct. 1970-abril 1971 34,1 29,8Quilici, J.A. Mayo-sep. 1971 46,0 39,6Licciardo, C. Oct. 1971-sep. 1972 77,6 59,2Wehbe, J.H. Oct. 1972-mayo 1973 65,7 75,9 (a) A los fi nes del cálculo de la tasa de infl ación hemos considerado como fi nalización del perío-do el último mes completo que estuvo cada uno en funciones(b) Aumento porcentual de precios de los 12 meses que terminan en el último mes completo que permaneció en su cargo. En el renglón anterior a cada ministro puede leerse la tasaanual de infl ación con que éste recibió el cargo. FUENTE: FIDE, con datos de “El Plan Antiinfl acionario del Sesenta y Siete, Juan Carlos de Pablo”, Desarrollo Económico, Revista de Ciencias Sociales, Nº 57 abr-jun.’75.