1. El ciclo de la manifestación del Señor · penitencia, como podría sugerirlo el color morado...

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1. El ciclo de la manifestación del Señor Adviento, Navidad y Epifanía Durante el año litúrgico, la Iglesia nos hace entrar en cada uno de los misterios de Cristo, para actualizar en nosotros la obra de la salvación. El año litúrgico recorre los distintos momentos de la vida mortal o terrena de Cristo, desde la encarnación hasta su ascensión a los cielos y la espera expectante de su segunda venida. Este ciclo, recorrido por el Hijo de Dios durante su vida, para llevar a cabo la obra de la redención humana, es objeto de recuerdo y de celebración por parte de la comunidad cristiana, en los distintos tiempos litúrgicos del año del Señor. El ciclo del Señor, llamado también “propio del tiempo”, comienza el primer domingo de Adviento y termina con la semana que sigue a la solemnidad de Cristo Rey y Señor del Universo. Domingo tras domingo, semana tras semana, día tras día y hora tras hora, Cristo actualiza su obra salvadora en el tiempo, entregándose a su Esposa, la Iglesia, para santificarla y presentarla ante sí, sin mancha ni arruga, santa e inmaculada (cf. SC 7; Ef 5,25-27). Queremos presentar el llamado “Ciclo de la Manifestación del Señor”, es decir, todo el Tiempo de Adviento, Navidad y Epifanía, como manifestación del Señor Jesucristo, en su nacimiento o su salida a la luz, que se hizo hombre y se ha aparecido (manifestado) en nuestra carne, “en la verdad de nuestro cuerpo”, como decía san León Magno, o según la carne, como dicen nuestros hermanos de Oriente. Y Epifanía significa “manifestación”, precisamente... El tiempo de Adviento es la preparación a celebrar la encarnación, el nacimiento y la manifestación del Hijo de Dios. Por eso, no podemos disociar la celebración del Adviento de la celebración de la Navidad- Epifanía, porque en el fondo coinciden en los aspectos fundamentales del misterio que celebran. El Adviento tiene carácter de preparación, y Navidad- Epifanía es tiempo fuerte de celebración. La celebración de la manifestación del Señor en nuestra carne, se inicia con las primeras vísperas de Navidad y termina el domingo después de la Epifanía, en el cual se conmemora el Bautismo de Jesús. Todo este periodo se llama “tiempo de Navidad”. Pero no olvidemos que en la Iglesia, la Pascua es la celebración más importante del año litúrgico. Es la fiesta principal, pero no sería posible sin lo que la Navidad significa, el comienzo de nuestra salvación. Así que la celebración misma de la Navidad mira a la Pascua como su destino y culmen. El resplandor que ilumina el día santo (o la noche santa) en que nació Cristo, es el mismo que brilla en la noche santa o día santo de su resurrección. Nacimiento y Resurrección de Cristo tienen en común la salida de las tinieblas para entrar en la luz, pasar de la muerte a la vida. El tiempo de Adviento El tiempo de Adviento, cuyo nombre viene del latín “adventus Domini” (llegada o venida del Señor), no tiene un número fijo de días, pues está determinado por el día

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1. El ciclo de la manifestación del Señor Adviento, Navidad y Epifanía

Durante el año litúrgico, la Iglesia nos hace entrar en cada uno de los misterios de Cristo, para actualizar en nosotros la obra de la salvación. El año litúrgico recorre los distintos momentos de la vida mortal o terrena de Cristo, desde la encarnación hasta su ascensión a los cielos y la espera expectante de su segunda venida. Este ciclo, recorrido por el Hijo de Dios durante su vida, para llevar a cabo la obra de la redención humana, es objeto de recuerdo y de celebración por parte de la comunidad cristiana, en los distintos tiempos litúrgicos del año del Señor.

El ciclo del Señor, llamado también “propio del tiempo”, comienza el primer domingo de Adviento y termina con la semana que sigue a la solemnidad de Cristo Rey y Señor del Universo. Domingo tras domingo, semana tras semana, día tras día y hora tras hora, Cristo actualiza su obra salvadora en el tiempo, entregándose a su Esposa, la Iglesia, para santificarla y presentarla ante sí, sin mancha ni arruga, santa e inmaculada (cf. SC 7; Ef 5,25-27).

Queremos presentar el llamado “Ciclo de la Manifestación del Señor”, es decir, todo el Tiempo de Adviento, Navidad y Epifanía, como manifestación del Señor Jesucristo, en su nacimiento o su salida a la luz, que se hizo hombre y se ha aparecido (manifestado) en nuestra carne, “en la verdad de nuestro cuerpo”, como decía san León Magno, o según la carne, como dicen nuestros hermanos de Oriente. Y Epifanía significa “manifestación”, precisamente... El tiempo de Adviento es la preparación a celebrar la encarnación, el nacimiento y la manifestación del Hijo de Dios.

Por eso, no podemos disociar la celebración del Adviento de la celebración de la Navidad- Epifanía, porque en el fondo coinciden en los aspectos fundamentales del misterio que celebran. El Adviento tiene carácter de preparación, y Navidad- Epifanía es tiempo fuerte de celebración. La celebración de la manifestación del Señor en nuestra carne, se inicia con las primeras vísperas de Navidad y termina el domingo después de la Epifanía, en el cual se conmemora el Bautismo de Jesús. Todo este periodo se llama “tiempo de Navidad”.

Pero no olvidemos que en la Iglesia, la Pascua es la celebración más importante del año litúrgico. Es la fiesta principal, pero no sería posible sin lo que la Navidad significa, el comienzo de nuestra salvación. Así que la celebración misma de la Navidad mira a la Pascua como su destino y culmen. El resplandor que ilumina el día santo (o la noche santa) en que nació Cristo, es el mismo que brilla en la noche santa o día santo de su resurrección. Nacimiento y Resurrección de Cristo tienen en común la salida de las tinieblas para entrar en la luz, pasar de la muerte a la vida. El tiempo de Adviento

El tiempo de Adviento, cuyo nombre viene del latín “adventus Domini” (llegada o venida del Señor), no tiene un número fijo de días, pues está determinado por el día

de la semana, en que cae la solemnidad de Navidad. Comienza con las primeras vísperas del domingo más cercano o coincidente con el 30 de noviembre y termina antes de las vísperas de Navidad. Es un tiempo rimado por sus cuatro domingos, destinado a preparar a la Iglesia a celebrar la segunda gran fiesta cristiana del año, después de la Pascua, la Natividad del Señor. Es un tiempo de gozosa espera, no de penitencia, como podría sugerirlo el color morado de las vestiduras litúrgicas.

El Adviento tiene un doble carácter, histórico y escatológico: preparar a la Navidad, fiesta de la primera venida del Señor, y dirige la mirada de la Iglesia hacia la segunda y definitiva venida del Señor, al final de la historia. Esta doble venida recorre la liturgia del Adviento, que se centra más en el aspecto escatológico hasta el 16 de diciembre y el del nacimiento histórico, desde el 17 hasta el 24 de diciembre. Por eso, en este último período, la figura de la Virgen María tiene una particular resonancia, que se prolonga en el tiempo de Navidad. Las figuras ejemplares del Adviento

La liturgia nos presenta en Adviento, a tres figuras claves e importantes, que nos enseñan a vivirlo intensamente: el profeta Isaías, del siglo VIII a. C, que anunció la llegada del Salvador, del Enmanuel o Príncipe de la paz (Is 7,14; 9,1-6), que traerá a la tierra los dones mesiánicos (Is 11,1-5). También al profeta Juan el Bautista, el último de la antigua alianza que, con su estilo de vida humilde y austera, con su predicación fuerte y clara, es el modelo del espíritu con el que debemos vivir el Adviento (¡qué contraste con la compradera y el consumismo de nuestra Navidad comercial!), preparando nuestros corazones para recibir a Cristo.

Y finalmente, María, mujer del Adviento y de la esperanza, pues ¿Quién mejor que Ella se preparó a recibir a Jesús, como madre y representante de Israel, “con inefable amor de madre”? Y agregaríamos otras figuras no menos importantes: la de José, el hombre justo, que junto a María, también se preparó a acoger a Jesús, Hijo de Dios, convirtiéndose en padre terreno de Jesús, padre adoptivo de Cristo (Mt 1,20-24), y la del arcángel Gabriel, que anuncia, tanto el nacimiento de Juan el Bautista como el de Jesús, especialmente (Lc 1,11-12.28). Los signos del Adviento. La Corona y las luces

Es de todos conocida la “corona de Adviento”, que se puede hacer en el templo o en nuestras casas, como signo de la espera de Cristo, de nuestra preparación a celebrar la Navidad. Es de forma circular, porque indica la perfección o la eternidad, la plenitud. Los colores de sus velas pueden ser rojo, verde, morado o blanco, o los colores de la liturgia de Adviento: tres moradas y una rosada.

Es una corona, porque nos recuerda la realeza y la dignidad de Cristo Rey y nuestra realeza bautismal (Lc 1,33; 1 Ped 2,9). Sus ramas verdes significan el señorío de Cristo sobre la vida y la naturaleza, como dones de Dios. La luz significa a Cristo, Luz del mundo que viene a iluminarnos (Jn 8,12; 9,5). Se enciende una por semana, toda vez que nos reunamos en casa para rezar o comer. Las luces, por su parte, nos recuerdan

que Cristo es la luz, que disipa nuestras tinieblas y triunfa sobre la oscuridad del pecado y de la muerte, por su Misterio Pascual (Is 2,5; 9,1; 60,1-2). A todos nos gustan poner “bombillitas de aquí y allá” en estos días, que nos hacen recordar la alegría del Adviento y la Navidad, la felicidad, la gloria y la fiesta. Navidad es luz. María, Nuestra Señora de Adviento

Adviento es el tiempo mariano por excelencia. María es la Madre del sí, del hágase, de la esperanza. Es la Virgen orante, que con amor llevó a Jesús en su seno, la que supo creer, esperar y guardar las palabras de Dios en su corazón (Lc 2,19). Concibió a Cristo por la fe, antes que en su seno. Ella fue preparada por Dios, como llena de gracia, para ser la Madre de Jesús (Inmaculada), signo de nuestra preparación a la Navidad y al comienzo de la Iglesia, como enseñaba el Papa Pablo VI (El culto a María 3-4).

La tenemos muy presente en este tiempo, porque Ella es símbolo de la Iglesia que espera al Señor, la mejor maestra de la espera del Adviento, de la alegría acogedora de la Navidad. Ella es modelo de todo aquel y aquella que vive con intensidad este tiempo: vigilantes en la oración, jubilosos en la alabanza, para salir al encuentro del Señor que viene. Adviento es un tiempo para rendir culto a María., nuestra Señora de la Esperanza. Pistas litúrgicas o pastorales en su celebración

Todos y todas, en medio del frenesí de la compradera y del consumismo, deberíamos hacer todo un retiro de Adviento, para prepararnos a Navidad. Adviento es un tiempo para “sacarle jugo”, que debe impregnar nuestro espíritu. Tiene que tener su emoción y sentido, su “chispa”. Sacerdotes, laicos, ministros de la palabra, lectores, monitores, ministros extraordinarios de la comunión, equipos de liturgia, etc, deberíamos sacar espacios para la oración, para escuchar la Palabra de Dios que se proclama, degustar las lecturas de las misas dominicales y feriales, celebrar la Liturgia de las Horas, leer un libro sobre la esperanza cristiana, crear espacios individuales o comunitarios para la meditación, aprovechar algún subsidio de Liturgia para celebrarlo, las posadas, la novena del Niño Dios, siempre y cuando se haga en consonancia con las celebraciones litúrgicas.

Pero nos encontramos con el ambiente “navideño”, montado por la sociedad de consumo, desde setiembre. Más que “despotricar” contra el consumismo reinante, podemos aprovechar y valorar algunos elementos del mismo: recordar la venida de Jesús, enviando felicitaciones o regalos sencillos a los más pobres, preparar el “árbol navideño de la solidaridad”, con un slogan o mensaje sencillo y una campaña de la caridad para con ellos, en especial, los niños marginados; elaborar un proyecto de solidaridad, o visitando las casas con un regalo “simbólico” (una tarjeta, una estrella elaborada con un mensaje), la bendición del árbol y de los pasitos, de las imágenes del Niño Jesús con una pequeña catequesis. Repartir algún recuerdito a la gente, con una frase alusiva al tiempo.

Una novena de Navidad, las Posadas en los sectores (¡hay que salir a la calle!), visitar a los ancianos y enfermos de la parroquia, ambientar el atrio del templo, la iglesia, algunos negocios, con alguna cartulina con mensajes de este tiempo, resaltar signos como la Corona de Adviento, que la gente sienta que algo distinto está sucediendo...

Elaborar un mensaje para la parroquia en este tiempo, darle relieve a las misas

feriales, unas cuantas y buenas celebraciones del Adviento, destacar la imagen de María y de san José en nuestros templos, en el IV Domingo. Dar una buena catequesis de los signos, como el portal y al árbol de Navidad que, quiérase o no, a la gente le gusta colocarlo en sus casas.

Montar la “convivencia” o retiro de Adviento para los grupos parroquiales, no simplemente fiesta de Navidad o de fin de año, la proyección de un vídeo para niños y jóvenes especialmente, jornadas de oración y de celebración del sacramento de la Reconciliación, como forma de preparación a la Navidad.

Convocar a una oración mariana, pues el mes de diciembre es realmente el mes mariano de la Iglesia. Un buen ensayo de los cantos de Adviento, para los que quieran hacerlo con los coros y una comidita con la gente, después de alguna de las misas, en especial, del domingo. Todo esto es para nuestra comunidad sienta, en medio de la dureza y del dolor de la vida, que contrastan con las fiestas, que Dios viene y que quiere compartir nuestra vida.

EL TIEMPO DE NAVIDAD

“Después de la celebración anual del misterio pascual, nada tiene en mayor estima la Iglesia que la celebración del Nacimiento del Señor y de sus primeras manifestaciones: esto tiene lugar en el tiempo de Navidad” (NUAL 32). La Navidad es la fiesta litúrgica que se ha hecho más popular en las culturas del mundo occidental.

Todos sabemos que muchas de las figuras con que el consumismo desenfrenado “celebra” la Navidad, vienen de la Navidad, y que se han “divorciado” de la liturgia y de la fe (el árbol de la Navidad, Santa Claus, los regalos). Deberíamos estudiar este fenómeno desde la antropología, la sicología y otras disciplinas humanas, porque arrasa con el sentido de la fe cristiana, y no nos estamos dando cuenta de ello.

Gracias a Dios, esta desviación de la Navidad, es contrarrestada en buena parte por la hondura del misterio que celebramos en la Navidad. Y es el de la encarnación de Cristo, misterio germinal de la Pascua, de la resurrección. En la debilidad y ternura del Niño Dios del portal, se revela la paradójica grandeza de quien no dudó en hacerse uno como nosotros (Filip 2,6-11), para compartir nuestra humanidad, marcada por el pecado y la muerte, compartir nuestra suerte y salvarla desde dentro, haciéndose carne (Jn 1,14).

El tiempo de Navidad comienza con las primeras vísperas de la fiesta de Navidad y termina con el domingo después de Epifanía, o después del día 6 de enero.

El Bautismo del Señor es la fiesta que cierra el tiempo de Navidad. Se celebra el domingo posterior a la Epifanía, que es la celebración de la manifestación del Señor y se celebra el 6 de enero o bien, donde no es día de precepto, el domingo entre el 2 y el 8 de enero.

Está en íntima relación con la Navidad, pues se remonta a su mismo origen. El acontecimiento bíblico de la llegada de los magos de Oriente a Belén (Mt 2,1-12), adquiere una dimensión universal, como manifestación de Jesús a las naciones (representadas en los sabios), y le da a la fiesta un carácter ecuménico y misionero.

La Epifanía del Señor, que se completa con la manifestación de Jesús a Israel en el bautismo, nos recuerda que Jesús es la revelación de Dios, la manifestación del Padre mismo desde su nacimiento, hasta su vida adulta. El bautismo de Jesús nos recuerda que Jesús inicia su vida pública con su manifestación en el Jordán, a su pueblo Israel. Esta fiesta “completa” el ciclo de Navidad.

Es el término de la infancia de Jesús, para dar comienzo a su vida pública (coincide con el comienzo del Tiempo Ordinario), en el que se despliegan las acontecimientos de la vida pública de Jesús: enseñanzas, milagros y palabras, sin centrarse en algún aspecto particular hasta entrar la Cuaresma en el Miércoles de Ceniza.

La característica más visible del tiempo de Navidad, es la acumulación de fiestas en tan corto período. Las principales son: el 25 de diciembre, Navidad y el 6 de enero, Epifanía. El domingo siguiente a la Navidad, se celebra la fiesta de la Sagrada Familia, el 1 de enero, octava de Navidad, la solemnidad de Santa María, Madre de Dios, el domingo siguiente, segundo domingo de Navidad y el domingo después de Epifanía, la fiesta del Bautismo del Señor.

Dentro de la Octava de Navidad, el 26 de diciembre, la fiesta de San Esteban, el

primer mártir de la Iglesia, el día 27, la fiesta de san Juan Evangelista y el día 28, la fiesta de los Santos Inocentes. El 25 de diciembre, se mantiene la costumbre de celebrar tres misas, además de la vespertina de la vigilia, en la medianoche, la aurora y en el día. María, la Madre de Jesús en Navidad

No podemos dejar de lado a María en este tiempo, pues Ella es la Madre de Jesús, la que lo dio a luz en Belén. Fue preparada por Dios para ser dignísima Madre de su Hijo (llena de gracia, Inmaculada); a Ella Dios le anunció que sería Madre del Redentor (IV Domingo de Adviento). La contemplamos asumiendo con total disponibilidad a Dios su papel de Madre, después de su espera. En compañía de su esposo José, cuida de Cristo Niño en sus primeros años, lo presenta a los Magos (Mt 2,11). La Iglesia la contempla en el misterio de la Sagrada Familia y celebra su maternidad divina (1 de enero)

Podemos hablar, pues, de Nuestra Señora de la Navidad y de Nuestra Señora de la Epifanía, como Madre de Aquel que es Dios y hombre verdadero, la Luz de los pueblos, manifestado al mundo. En Navidad podemos celebrar a María, unida a su Hijo Niño, a Cristo Señor, Mediador y Sumo Sacerdote. Celebramos su presencia como Madre de la Iglesia, el mejor modelo de mujer creyente, que acoge en la fe el misterio de la Navidad. Es la más fiel seguidora de su Hijo, y el primer modelo de cómo podemos recibir, acoger y amar a Jesús en esta Navidad. Navidad es celebrar la grandeza y humildad de María, que hizo posible que Cristo se encarnara, naciera y se manifestara a la humanidad entera. Los signos de la Navidad: el Portal (y el Árbol)

Una de las más bellas tradiciones en nuestros hogares costarricenses, era el “poner el portal” (Belén, Nacimiento, Pesebre), que es la representación del nacimiento de Jesús. De manera que es el signo más netamente cristiano. Todos sus elementos son bíblicos: la Sagrada Familia (Lc 2,1-7; Mt 1,24-25), los pastores (Lc 2,8-20); el ángel de gloria (Lc 2,9-13), los reyes magos (Mt 2,1-12), la estrella de Belén (Mt 2,3.9-10; Núm 24,17), y los animales (Is 1,3). Ojalá que aprovechemos esta tradición para rescatarla y darle el lugar primordial que siempre tuvo, no solamente como signo excelente de Navidad, sino como proclamación de nuestra fe en el misterio de la encarnación y nacimiento de Cristo (Lc 2,10-11).

Y con respecto al árbol de Navidad, tan querido por muchos de nosotros, con sus adornos, nos puede hacer recordar que el verdadero árbol es el de la vida, que Dios puso en el paraíso (Gén 2,9; 3,22), y el árbol de la cruz, en el cual Cristo, extendiendo sus brazos, dio su vida por nosotros para salvarnos.

Que sus adornos y regalos son signo del regalo de Dios al mundo, Cristo hecho hombre, sus luces son símbolo de las verdadera Luz que es Jesucristo, que vino a iluminar a todo hombre y mujer de este mundo (Jn 8,12; 9,5; 11,9; 12,15). El Árbol de Navidad llenos de luces, nos recuerda también la vida, la luz y la esperanza. Su estrella es la misma que guió a los Magos hasta el portal de Belén (Mt 2,2.9). ¿Qué hacer en Navidad?

En primer lugar, respetar la liturgia y celebrar con ella, la ternura de Dios en la calidad de la proclamación de la Palabra de Dios, especialmente los Evangelios de la Infancia de Jesús, que tienen suficiente fuerza evocadora del misterio que se celebra. Las homilías deben brillar, no por el barroquismo o la sensiblería, sino por su sencillez. Los cantos navideños son signo de alegría, su entonación debe manifestar la alegría de la salvación traída por Cristo (Is 9,2-3.5; Lc 2,10-11; Mt 2,10).

La procesión para venerar la imagen del Niño Dios en nuestros templos, podría hacerse al final de la Eucaristía, pues antes de la presentación de las ofrendas, corre el riesgo de “descomponer” la celebración. Al final, puede ser el mejor momento y es allí donde se pueden cantar villancicos, llevando luego la imagen del Niño al portal o Nacimiento.

La Navidad es un tiempo muy familiar. Porque recordamos a la Sagrada Familia,

porque es el tiempo de la “ternura de Dios”, un “sacramento” de su amor. La familia es lugar de celebración del misterio, de acompañamiento, de ayuda, de amor y de celebración festiva. Todos y todas, en algún momento, teníamos en familia la elaboración de los tamales, la comida típica de Navidad (¡motivar una comidita hecha en familia en Nochebuena!). Hay una canción de Luis Aguilé, que bien aprovechada, puede dar un buen mensaje sobre la importancia de la unión familiar en Navidad y que se escucha mucho en estos días: “Ven a mi casa esta Navidad”.

Con los niños se puede celebrar este tiempo con provecho. Ellos lo disfrutan mucho. Y tienen, por especial voluntad de Dios, un especial protagonismo en estos días. Conviene que se note en las celebraciones litúrgicas. Invitar a sus padres a compartir con ellos la celebración de la Eucaristía y la celebración en casa. La visita a algún enfermo con ellos, a los abuelos o personas de la tercera edad, llevándolas e invitándolas a compartir con la familia, hacer una oración con ellos ante el portal... ¿No es, por ventura, momentos privilegiados, para “hacernos niños” y entrar así en el Reino de Dios? (Mt 19,13-15; Mc 9,13-16; Lc 18,15-17; Mt 18,3).

En estos días de Navidad, hacer entre todos, el portal, aprovechando los textos bíblicos que hemos puesto del mismo. Que ocupe el centro de la casa, junto al Árbol de Navidad. No tiene que ser muy recargado, puede ser grande o pequeño, pero sí colocarlo en un lugar visible y destacado. Aprovechar el material adjunto para hacerlo por pasos en el tiempo de Adviento, con los elementos catequéticos que explicamos.

Y ¿por qué no? En la medida de lo posible rescatar la tradición del “portaleo”,

que consistía en ir a las casas de los vecinos a ver el portal y compartir con ellos alguna bebida como la aguadulce, el tamalito y el pan casero que las señoras hacían, con la correspondiente “limosna” para el Niño Dios. Especialmente la tradición era propia de nuestros pueblos rurales y campesinos. Sabemos que los tiempos y los pueblos en Costa Rica han cambiado, lo mismo las situaciones y las costumbres han variado, pero se puede hacer algo parecido en nuestro barrio, con respecto a la devoción del portal… Mucho se puede hacer creativamente.

Ojalá que la familia se reúna ante él, en algún momento (en la cena, almuerzo, para dar gracias), o para rezar el Rezo del Niño Dios, que bien cabe en estos días, y no después, casi pegando con la Cuaresma... O antes de irnos a dormir, si hay niños en casa, hacer una pequeña oración, darle un beso a la imagen del Niño Jesús o cantar algún villancico. Hacer una lectura de un texto bíblico, aprovechando, tal vez, los textos bíblicos de la liturgia de Navidad y Epifanía, que se proclaman en las celebraciones eucarísticas.

Adornar la casa en Nochebuena o Navidad, para acrecentar el ambiente festivo. Compartir la fiesta con algunas personas que viven en situaciones difíciles: los enfermitos, los pobres del barrio, las personas solas, o haciendo alguna colecta para socorrer a los pobres, puede ser víveres o alimentos.

Y como, en la práctica, en Navidad los niños reciben algún regalo o juguete, habría que enseñarles a compartir sus juguetes con otros niños y a no exhibirlos ante aquellos que tienen menos. Esto porque, sin querer, podemos herir a los niños que no recibirán ninguno y que, a veces, piensan que el Niño Dios sólo les lleva juguetes y regalos a los niños ricos, con la correspondiente imagen deformada de Jesús, que prefiere a unos y olvida otros... Recordemos que, en Navidad, proclamamos y celebramos la ternura de Dios. Finalmente, Epifanía

Al celebrar la Epifanía, como parte de la Navidad, esta es la segunda fiesta del ciclo de Navidad, el día en que contemplamos cómo la luz que nace en Belén, es luz que alcanza a todos los pueblos de la tierra, sin distingos de raza, ni cultura, ni lengua. Los Magos de Oriente son los representantes de los pueblos, que nos enseñan que la salvación de Dios es para ellos. Son un símbolo de esa llamada universal a la fe.

La Eucaristía de ese día tendría que ser muy entusiasta, para decirnos mutuamente la alegría de compartir la misma luz de Cristo personas tan distintas, en todos los rincones del mundo (Is 60,1-6). En este día, se le pueden colocar al portal las figuras de los reyes magos (si es que no están puestas ya...), con este sentido de celebrar que el Niño Jesús es “gloria del pueblo de Israel y luz de las naciones (Lc 2,32).

La Epifanía nos presenta un aspecto de la encarnación de Cristo, la manifestación de la gran bondad de Dios para con nosotros. La Epifanía del Señor (con la adoración de los Magos), el Bautismo de Jesús en el río Jordán y el primer milagro o signo de Jesús en Caná, en el cual “manifestó su gloria” (Jn 2,11), recogen el espíritu de esta celebración, pues: “hoy la estrella condujo a los Magos al pesebre; hoy el agua se convirtió en vino en las bodas de Caná; hoy Cristo fue bautizado por Juan para salvarnos...”

2. ¡Hagamos el portal en familia en este Adviento con la Biblia! Primer domingo de Adviento. 2 diciembre 2012

Reunidos todos en familia, escogen el lugar de la casa donde van a poner el portal. Si tienen un “encerado”, ponerlo primero. Casi siempre el encerado trae pintada a la ciudad de Belén, los reyes magos, etc. Esto recordará a la familia, leyendo Juan 7,42, Mateo 2,1.3-6 y Lucas 2,1-4 que Jesús nació en Belén, la ciudad de David y él es el descendiente de David, según 2 Samuel 7,14 y Miqueas 5,1-4. También es el momento de poner la casita o el pesebre para el niño Jesús, pues recordemos que el Señor Jesús nació en un pesebre, es decir, como niño pobre y humilde, que quiso hacer suya la situación de todos los pobres (Lucas 2,17) y que, siendo rico, se hizo pobre por nosotros (2 Corintios 8,9). Segundo domingo de Adviento. 9 de Diciembre del 2012

Reunidos todos en familia, “adornan” sobriamente el portal. Se puede utilizar musgo o lana, recordando que la creación entera es obra de Cristo, la Palabra del Padre, según Jn 1,1-4, la cual le da vida al mundo creado. Pónganle matas al portal, recordando esto mismo. La creación entera alaba a su Señor, según el salmo 148. En los portales o “belenes” de Costa Rica de antaño, se acostumbraba ponerle animalitos. Si le colocan algunos, nos recordarán el salmo 104, donde Dios crea todos los seres vivos. El portal sería muy “ecológico”. Servirá para catequizar sobre el cuidado de la creación (evítese recargarlo de luces y guirnaldas, pues queda muy “artificial”). Tercer domingo de Adviento. 16 de Diciembre del 2012

En este domingo, se le pueden poner al portal algunas figuritas, si fuera posible como los de antes: personajes diversos y representativos, como niños, señoras, campesinos, amas de casa, bomberos, médicos, etc (para todos ellos Cristo ha nacido). También la figura del ángel de gloria o del Señor de Lucas 2,9-13 que, junto con los demás ángeles, simbolizan la presencia de Dios, que trae una buena nueva: el nacimiento de Jesús (¿podrían agregarle otras figuritas de ángeles?). Comentar al respecto el texto de Jueces 13,2-7. También colocarle la “estrella del Niño”, que en Números 24,17 y Mateo 2,1-2 tiene sentido mesiánico, pues anuncia el nacimiento de Jesús el Mesías a todos los pueblos. También simboliza la gloria de Dios, según Isaías 60,1-3. Cuarto domingo de Adviento. 23 de Diciembre del 2012

En este cuarto y último domingo de Adviento, vísperas de Navidad, se le pueden poner al portal la mula y el buey, pues eran los animales domésticos de muchas familias judías, que los tenían en el pesebre, a la par de la casa (Números 22,21). San Francisco de Asís, al ponerlos “vivos” en su portal, recordaba aquel pasaje de Isaías 1,3 que dice: “el buey conoce a su dueño y el asno el pesebre de su señor”. Es decir, que los animales reconocieron a Jesús no siendo racionales, pero el pueblo judío no (Juan 1,11; Mateo 2,1-12). También colocarle al portal las figuras de los pastores, que fueron a visitar al niño Dios y que, en su tiempo, eran gentes humildes, pero marginados y despreciados (Lucas 2,8.15-20). Desde niño, Jesús prefiere a los pobres y los humildes. Estos pastores representan a los pobres y humildes de hoy día y además, nos recuerdan a los grandes pastores de la Biblia: Abrahán, Isaac, Jacob, Moisés, David, Salomón, Amós... En Nochebuena, 24 de Diciembre 2012, por la noche.

Reunida la familia antes de la cena de Navidad, tal vez después de la misa del Gallo o antes, pueden darle al portal la forma definitiva, colocándole las figuras más importantes, la Sagrada Familia de José y María que fue la que hizo posible que el niño Jesús tuviera una familia en la tierra. Ellos fueron los que cumplieron la voluntad de Dios. José, esposo de María y padre adoptivo de Jesús (Mateo 1,18-25). María, la madre de Jesús (Lucas 2,6-7), la que lo dio a luz y lo cuidó. Destacar la importancia de esta familia especial (Mateo 2,13-23; Lucas 2,22-40).

Luego de colocar a estas figuras, se le pueden poner al portal las ovejas, que

recuerdan el rebaño de los pastores de Belén (Lucas 2,8). Las figuras de los reyes magos no ponerlas esta noche, sino dejarlas para el día de la Epifanía del Señor, el 6 de Enero del 2002.

Finalmente, poner la figurita del niño Jesús (Lucas 2,7.12)

(En todo este trabajo, no olviden, además de hacerlo con la participación de la familia, en especial, de los niños, que lo van a disfrutar, acompañarlo de las lecturas bíblicas, de un canto, un villancico y una oración en familia, para darle sentido cristiano a la Navidad y rescatar una devoción muy nuestra, que es la del portal, que, por desgracia, si no la cuidamos, se perderá...) Domingo de la Epifanía del Señor. 6 de enero 2013

En este domingo, en que la Iglesia celebra el misterio de la Epifanía del Señor, es decir, la manifestación del Señor a todos los pueblos, se le colocan al portal las figuras de los reyes magos. En realidad, los magos eran sabios, personas que se dedicaban al estudio de los astros, o sea, eran astrólogos (Mateo 2,1-12). Al ponerlos la tradición como “reyes magos”, lo que hizo fue aplicarles una bellísima profecía de Isaías 60, 3 que dice que los reyes llegan a visitar la ciudad santa, llevando oro e incienso (Isaías 60,6), montados en camellos, los animales del desierto (Génesis 24,61; Isaías 21,7).

Llegan de Oriente, es decir, de otros países vecinos de Israel, del extranjero,

para adorar a Jesús y reconocerlo como el Rey verdadero. Ellos representan a todos los hombres, de todos los pueblos, culturas, razas y religiones, que buscan sinceramente a Jesús y lo encuentran. Buscan su estrella, es decir, los acontecimientos de la vida y encuentran su Luz (Juan 8,12). También pueden comentar el salmo 72, 10 e Isaías 49,23. ¡Ojalá disfruten haciendo el portal con la Biblia en este Adviento y Navidad!

3. Isaías, el profeta del Adviento Reflexión sobre el profeta Isaías

Hemos comenzado el tiempo de Adviento, que nos prepara a las celebraciones

navideñas del nacimiento y manifestación de Jesucristo, de la encarnación del Verbo, la Palabra de Dios (Jn 1,1.14). Adviento significa “venida”, “llegada” y eso es lo que nos preparamos a celebrar: la primera venida del Verbo, del Hijo de Dios, revestido de nuestra naturaleza humana, pero también esperamos su venida definitiva y gloriosa, en la culminación de la historia humana. Adviento es Cristo que vino, que viene y que vendrá...

Una de las figuras más importantes de este hermoso tiempo de espera, es la del

profeta Isaías, cuyas profecías estaremos escuchando, tanto en los domingos de Adviento, como entre semana antes de Navidad. En todas ellas notamos la esperanza de que se cumplan los sueños mesiánicos de Israel. Y los evangelistas, en especial san

Mateo, al contarnos la vida de Jesús, han visto que con la llegada de Cristo, se han cumplido plenamente todas estas profecías. ¿Quién fue Isaías?

Isaías fue un profeta de Jerusalén, que vivió en el siglo VIII a. C. Había nacido hacia el año 760 a. C. Al cumplir aproximadamente los 20 años, en el año 740 a. C, tuvo una visión grandiosa de Dios, allá en el templo de Jerusalén, durante la cual recibió la llamada del Señor a ser profeta, pese a que no se sentía digno y más bien pecador (Is 6,1-8). Vivió y predicó durante los reinados de Ozías, Jotam, Ajaz y Ezequías, que fueron reyes de su pueblo (Is 1,1), es decir, entre los años 767 y 698 a.C. aproximadamente. Recibió una esmerada educación cultural y religiosa. Pronto se casó y tuvo dos hijos, a los que les puso nombres simbólicos y a los que integró a su misión (Is 7,3; 8,3.18).

Los tiempos que le tocó vivir fueron muy difíciles y turbulentos, como los de hoy. A nivel interno, su país dividido en dos territorios: Israel al norte y Judá al sur, donde él vivía. Constataba que, en la comunidad, abundaba la injusticia social y el pecado, sobre todo, esa injusticia social que afligía a los más pobres y débiles, producto de la explotación social, como también hoy sucede, que lo movió a denunciarla, en especial, denunciando el lujo, la codicia, la injusticia y la opresión de los poderosos (Is 1-5). De allí que Isaías invita a la conversión, a buscar la santidad y la justicia social, a proponer la esperanza en Dios, que ha de enviar a un descendiente de David, que gobierne en paz y en prosperidad al pueblo elegido (Is 11,1-11).

A nivel internacional, la presencia del gran imperio asirio, con sus invasiones militares y su gran poderío, sembraba el desconcierto en Israel. Por la historia bíblica, sabemos que los asirios arrasaron el reino de Israel, al norte, llevándose a sus habitantes deportados a Media, en el año 722 a. C. (2 Rey 17,5-6). De manera que hubo una crisis política sin precedentes, ya que nadie quería vivir bajo el poder de esa potencia, tan dominante y terrible, como lo fue Asiria, y, como por desgracia, hoy siguen siendo otras las grandes potencias de la actualidad, que implantan su política y dominio en el mundo (Is 5,26-30; 7,18-20; 8,5-8).

Es decir, como decimos acá, a Isaías “le tocó que bailar con la más fea”, pues tuvo que anunciar la salvación y condenar las injusticias de su tiempo. Su vida, en medio de estas situaciones tan dramáticas para el pueblo judío, transcurrió entre la condena y la esperanza. Aunque hemos de decir que fue la esperanza, la que animó su vida y lo “obligó” a anunciar tiempos mejores. El texto de Is 11,1-10

Queremos presentar el texto de Is 11,1-10, del martes 4 de diciembre, en la primera semana de Adviento, dentro de los llamados “Oráculos sobre Israel y Judá” (Is 1-12). Los oráculos son declaraciones solemnes, proclamadas en nombre de Dios, que pueden ser de condena o de salvación. Y la que hoy escuchamos o leemos, en la

Liturgia de la Palabra, es un oráculo de salvación, en el que se anuncia la llegada del nuevo David.

Pues bien, Isaías propone un sueño, una hermosa ilusión, una segura esperanza, lo que se llama una “utopía”. Por una parte, la vuelta al paraíso antes del pecado (Gén 2,4-25), o anticipar la gloria del cielo, como es descrita de forma bellísima en el libro del Apocalipsis (Ap 22,1-5), pues de lo que se trata es que florezca el viejo tronco de Jesé o Isaí (el padre de David), y que brote de sus raíces un retoño maravilloso, nada más y nada menos que su descendiente, un príncipe lleno del Espíritu Santo, un rey según el corazón de Dios, que cumpla perfectamente su voluntad. Por supuesto que lo hará, no a favor de los poderosos y los opresores, o los amos de este mundo, sino de aquellos que nada tienen, los pobres, los humildes y los pequeños que, como nos enseñó Jesucristo, son los favoritos de Dios.

Notemos que la presentación de este futuro Mesías es fascinante: está lleno del

Espíritu del Señor, es un ser extraordinario que es más que David y está a favor de los pobres, cosa que descuidaron gravemente los reyes de Israel. Una figura que hace presagiar tiempos mejores, de tal manera que Isaías, “echando a volar su imaginación”, ve cómo hasta los animales feroces y salvajes, se “llevan a las mil maravillas” con los animales domésticos.

Es decir, anuncia tiempos plenos de salvación, de felicidad y de justicia, todo un

nuevo paraíso, una armonía plena entre los seres humanos, los animales y la creación entera. Un mundo totalmente recreado, una nueva creación, una nueva mentalidad. Un mundo con el que todos soñamos, en esta sociedad y este mundo tan injusto, en el que vivimos.

El descendiente de David, este Mesías o Ungido del Señor, se define aquí por la liberación que trae, que debe ser entendida como liberación o salvación de todo, tanto en lo material como en lo espiritual. De tal forma que no caben los odios, las guerras, las injusticias y las divisiones, el poder tenebroso del mal y del pecado. Todo esto desaparece ante la presencia de este Mesías, del descendiente de Jesé.

Y todas estas profecías tan bellas y consoladoras, se han cumplido con

Jesucristo, el retoño o descendiente de Isaí o Jesé, el verdadero y nuevo David (Mt 1-2; 11,2-6; Lc 4,14-22) que, con su palabra, sus signos a favor de los humildes y de los pecadores, su predicación, su muerte y resurrección, ha llevado hasta la plenitud estos sueños y estas esperanzas, como nadie se pudo imaginar... Isaías hoy en Adviento

Estamos celebrando el Adviento, el tiempo en que la Iglesia nos recuerda que este futuro maravilloso anunciado por los profetas, se nos ha adelantado. El Reino de Dios se ha hecho presente entre nosotros, con la llegada de Jesús, el retoño de David, como la levadura en la masa (Mt 2,23; 13,33), hasta que la nueva creación sea posible para toda la humanidad.

Empero, los costarricenses y el mundo entero, gemimos en este valle de lágrimas. El país se nos ha estado yendo de las manos: corrupción, miseria, pobreza, insolidaridad e injusticia, pocos que tienen mucho y muchísimos que tienen poco; las grandes potencias que dominan la historia actual, la política de la que ya muchos desconfían, las estructuras económicas injustas, las desigualdades, la intolerancia política, el indiferentismo, las guerras, los gobernantes incapaces de responder a su tarea de implantar en sus países la justicia, el terrible endeudamiento del Tercer Mundo y la globalización del pecado social, la explotación de los que no pueden aspirar a nada.

En fin, tiempos difíciles, en donde se atropellan a las personas, donde hay

muerte, violencia y asesinatos (Is 5,1-5), y una larga lista de males, que a todos nos tienen sumidos en la desesperanza, la angustia y el pesimismo. Aun así, con el profeta Isaías, en este tiempo de Adviento, los cristianos y cristianas apostamos por creer que el cambio y la transformación de todas estas estructuras injustas y situaciones de muerte, pueden ser cambiadas por otra cosa: el Reino de Dios, del que la Iglesia es servidora. Porque ya llegó Jesucristo, que las ha cambiado en vida y salvación. Porque la Iglesia ha optado por la justicia del Reino, a favor de los pobres y los desheredados (Sal 72).

Y porque todos, con la gracia y el poder transformante del Espíritu, podemos cambiarlas también. Porque los sueños de Isaías y de Jesús pueden ser realidad y no pesadillas, como las que estamos viviendo. Porque es posible hoy: “que el lobo habite con el cordero, el leopardo junto al cabrito, el ternero junto al león, la vaca y la osa juntas...” (Is 11,6-7).

4. Juan el Bautista en Adviento Reflexión en torno a la figura de Juan el Bautista

El tiempo de Adviento que estamos viviendo, es el tiempo de preparación, de

forma personal y comunitaria, para celebrar la Navidad, en la cual recordamos el nacimiento de Jesús y en la cual Él viene en su Palabra que se proclama, en la Eucaristía que se celebra y en los acontecimientos de cada día. Adviento es tiempo de espera, de revisión de vida, de conversión y de renovación del compromiso bautismal.

Lástima que este tiempo, junto con la Navidad, lo hemos desfigurado y deformado, por la sociedad de consumo, que lo ha convertido en tiempo de compradera sin freno, de pachangas, comilonas y liviandad, de diversión y superficialidad, “de topes y festivales”, en los que no brilla la luz de Cristo, por cierto (Rom 13,11-14; Lc 21,34-36), pensando que con todo esto estamos celebrando y honrando al Niño Dios, que es el que menos es tenido en cuenta, por estar tan ocupados poniendo adornos y haciendo arreglos, gastando excesivamente y demás, olvidándonos que Jesús nació en la pobreza más radical y que son los pobres, los que menos tienen y los que menos disfrutan de esta caricatura de la “otra Navidad”, la del despilfarro, los “Colachos”, muñecos de nieve y renos..., que no es nuestra, en el fondo...

Además de la figura del profeta Isaías, que ya hemos visto, el Adviento nos presenta la figura impresionante, severa y fascinante de Juan el Bautista y su mensaje de salvación, para prepararle el camino a Cristo al pueblo de Israel. Su presencia la descubrimos en los domingos segundo y tercero del Adviento, en continuidad con los anuncios del profeta Isaías, que animaba al pueblo judío a prepararle el camino al Señor y a enderezar sus senderos.

Tanto Juan el Bautista como el profeta Isaías son las figuras centrales y claves

del tiempo de Adviento. Juan, en este tiempo de esperanza, nos invita a ir al desierto, a salir de nuestras ocupaciones y stress, de nuestras carreras, que no nos dejan escuchar a Dios, para emprender un serio camino de conversión, en vista de recibir al Esperado de todos los tiempos, y ser digno de Él.

Los evangelistas cuentan de la actividad de Juan el Bautista, como previa a la de Jesús. Cada uno lo presenta desde su propio punto de vista, y los diversos aspectos de su figura tan rica y singular, nos proporcionan en este Adviento algunos elementos para reconstruir su extraordinaria personalidad.

El evangelista San Mateo, en los dos primeros domingos de Adviento del ciclo A, acentúa el rasgo de predicador que tenía, incluso por la ropa que llevaba puesta, al estilo de los antiguos profetas (2 Re 1,8), y por la comida tan frugal: unos pocos grillos o chapulines y un poco de miel. Es decir, un profeta excepcional y penitencial, que no se acomodaba a los usos de la gente normal de su tiempo (y del nuestro), tan preocupada por cuidarse tanto, por aparentar tanto, por tener tanto, por gastar tanto...

A Juan lo escuchaban los maestros de la ley, los fariseos y los saduceos. También, y por supuesto, la gente que iba a las orillas del río Jordán. A todos los cuestionaba y los interpela con mucha dureza Sus palabras resonaban desde el desierto, pero tenían impacto en la ciudad santa, en Jerusalén, desde la cual, todos iban a buscarlo y escucharlo.

A todos los “molesta”: a los fariseos, porque les invita a un cambio profundo de

mente y de corazón, a una conversión profunda, como lo hará Jesús también, en contraposición a sus prácticas legalistas, exigiéndoles a dar frutos dignos de conversión, pues de un árbol malo, no pueden sacarse frutos buenos...

A los saduceos, que eran los aristócratas del pueblo, los poderosos y los que confiaban en sus riquezas, como signo de las bendiciones de Dios, es decir, los opulentos, Juan les llama la atención, tratándolos con una dureza sin paliativos, diciéndoles que ante Dios nadie puede exigir nada, que no pueden alegar privilegios de ninguna clase (el ser hijos de Abrahán) y que ante Dios no hay acepción de personas, pues Dios puede hacer de las piedras hijos de Abrahán...

Podemos imaginar y sentir su voz fuerte y tronadora en el desierto, exigiendo justicia para el pueblo, oprimido bajo tantos aspectos, y anunciando la salvación, que no sería otra cosa que la llegada de Jesucristo, con el evidente fin de todas las

injusticias, de la liberación de los males y la llegada del mundo nuevo, cumpliendo las esperanzas anunciadas y soñadas por el profeta Isaías (Is 11,1-11), en especial, aquellas que nos anuncia este mismo profeta en el texto de Is 35,1-6.8-10 y que se cumplen plenamente con Jesús (Mt 11,2-11).

Así, Juan el Bautista anuncia la inminente llegada de Jesús y ante el cual se inclinará en su momento para bautizarlo, a Aquel que fue el portador del bautismo perfecto, en Espíritu Santo y fuego..., y anunciando, a la vez, el juicio de este mundo injusto, en que vivió Israel y en el que vivimos nosotros.

De allí que la Iglesia vuelve extasiada a contemplar la figura de Juan que, como ya sabemos, anunciaba al que había de venir, a Cristo, ante el cual no se sentía lo bastante digno para quitarle las sandalias. Pero el mismo Juan quiere asegurarse de que Jesús era el Mesías esperado por tanto tiempo en Israel.

Por eso indaga y pregunta, manda recados a Jesús, a los que Él contesta citando en parte lo que afirma el profeta Isaías (Is 35,1-6.8-10; 42,18; 61,1), asegurándole que todas las esperanzas anunciadas por los profetas del Israel de antaño, ya están sucediendo... y que, con Él, han llegado los tiempos de salvación, los días del Mesías. Él es el que había de venir y no otro...

Seguidamente, Jesús hace la presentación de Juan (Mt 11,7-12). Y afirma que la gente no vio en Juan una caña sacudida por el viento, es decir, un Juan “pelele”, que se doblega ante las amenazas o las promesas. Ni era una figura celeste o un hombre vestido elegantemente. Todo lo contrario, era un hombre firme, inflexible, recto e íntegro ante el mal y las injusticias. Lo demostró en el caso de Herodes Antipas, cuando denunció su pecado y pagó con su sangre, su apego a la verdad y a sus convicciones más profundas (Mt 14,1-12).

Fue un profeta singular, fuera de serie, el mensajero o heraldo que había de venir a anunciar la presencia del Mesías y a preparar sus caminos (Mal 3,1). Es decir, su precursor. En esto estaba su grandeza y su pequeñez. Sin embargo, pese a ser el más grande los nacidos de mujer, los que han entrado en el Reino de Dios, a través del seguimiento de Jesús, son más grandes que él... Y cualquiera de nosotros, si lo desea, lo puede ser... Juan el Bautista hoy...

Jesús le manda a decir a Juan que los débiles son sanados, que los cojos, ciegos y rencos son curados de sus males y que a los pobres se les anuncia el Evangelio. Estas son las credenciales que le presenta a Juan, que no estaba muy seguro de la autenticidad de los signos. Jesús le dice: “para muestra un botón”, ¡fíjese en lo que está hoy sucediendo!

A nosotros se nos ha confiado el Evangelio, que debe producir estos frutos de justicia, salud y vida, en una sociedad en que los males, las injusticias y el pecado, en

especial, el pecado social y estructural, está haciendo “mella” en nuestras comunidades, familias, en nosotros mismos.

Pese a que esgrimimos que todo va mejor que antes, lo cierto es que, en Costa Rica y el mundo, no obstante la ciencia y la técnica, son millares los seres humanos que sufren la pobreza, el dolor, la muerte, las enfermedades, las pocas oportunidades de surgir y de educarse, que viven sin trabajo, los marginados y los que sufren estos y otros males, de sobra bien conocidos.

El informe del Estado de la Nación refleja una Costa Rica partida en dos. Ya no

se trata de que las distancias entre los ricos y los pobres se ensanchan, hablamos de que mientras hay quienes nadan en dinero, a escasos metros otros pasan hambre. No es una situación que surgió ayer, ni es necesariamente fruto de alguna gestión de gobierno en específico, se trata de la incapacidad sostenida y compartida para lograr reducciones significativas en la pobreza, que afecta hoy a uno de cada cinco hogares.

Alguien podría pensar que exageramos porque los datos porcentuales se

mantienen invariables desde hace cinco, diez o veinte años, pero sería una omisión perversa desconocer que con el aumento de la población, ese 20% de pobreza significan cada año más y más personas. Para el 2011, que es el periodo que abarca el estudio, 287.367 hogares vivían en pobreza total, y 85.557 en extrema pobreza, es decir, que no podían satisfacer siquiera sus necesidades alimentarias.

En un país que se precia de la inspiración social de sus leyes, un dato como este

es de escalofrío. Se dice rápido, pero un 20% de la población en estas condiciones engloba el drama de ancianos, mujeres y niños para quienes nuestra sociedad no tiene más que sobras, exclusión y nulas oportunidades (ver Eco Católico. Opinión. Domingo 18 de noviembre 2012, p 10)

Por eso, el Evangelio es una llamada a un cambio urgente, a forjar una sociedad más justa, a luchar contra todo aquello que haga surgir a los seres humanos. Para que sean posibles que se manifiesten la gracia redentora y el amor misericordioso de Dios, que no quiere ninguno de estos males para sus hijos e hijas. Y que nos invita a poner en práctica la justicia.

Pero, por otra parte, Juan y Jesús nos siguen hablando, cuestionando, interpelando... ¿Estará nuestra sociedad, nuestro mundo, incluso la misma Iglesia, dispuestos a escucharlo en este Adviento? En estos días, donde vivimos tan ajetreados por consumir, comer en grande, comprar y gastar, derrochar y festejar a lo grande ¿Habrá personas que escuchen a este hombre de Dios?

¿Habrá comunidades que se dejen iluminar por el Precursor del Señor?

¿Habrán ricos y poderosos, que sepan sentir su llamada a la fraternidad y a la justicia, con los más pobres? ¿Nos convertiremos todos en esta Navidad, gracias a Juan el bautista?

5. ¡Mantengamos la esperanza!-Meditación para el tiempo de Adviento a

modo de lectio divina Introducción

En Costa Rica y en el mundo, vivimos situaciones de sufrimientos, injusticia, muerte, violencia y pobreza. Basta con que echemos una mirada alrededor, para que nos demos cuenta de cómo se ha fragmentado nuestro país, la situación de desconfianza, desilusión, apatía, pérdida del sentido de la vida y desesperanza de mucha gente, aunado al sentimiento de inseguridad reinante, violencia doméstica, accidentes y muerte...

Nuestro pueblo se siente amenazado, la vida es disminuida, la muerte ronda...

Y, para colmo, la corrupción, la inestabilidad y la desesperanza, que producen las diversas situaciones, de un país que, hasta hace poco, era todo lo contrario, nos desconcierta a todos.

Sin embargo, somos un pueblo fuerte, amante de la vida, que lucha, que no se rinde, que se aferra a la existencia, a la vida, la libertad y la esperanza. No queremos resignarnos a vivir en la muerte, ya que la vida es más fuerte que ella. Y porque, sobre todo, persiste en nosotros la fe en un Dios que salva, que viene en este Adviento y viene siempre, para que todos tengamos vida y la tengamos en abundancia.

En este momento de contacto con la Palabra de Dios, vamos a ver lo que nos dice el profeta Isaías, que nos anuncia la justicia y la paz y nos llama a mantener la esperanza, aún en medio de las situaciones de muerte y de pecado, en especial, del pecado social o de la corrupción que nos aqueja. El Niño de Belén es el Dios fuerte, el Príncipe de la paz (Is 9,5). Él es nuestra salvación.

Él nos da la fuerza y la esperanza, para construir una nueva historia y para

esperar una nueva vida. Lectura y comentario de Isaías 9,1-6 El pueblo que caminaba en tinieblas, ha visto una gran luz, a los que habitaban en tierra de tinieblas y sombras una luz les ha brillado. Has multiplicado su júbilo, has aumentado su alegría, se alegran en tu presencia con la alegría de la cosecha, como se regocijan los que se reparten un botín. Porque, como hiciste el día de Madián has roto el yugo que pesaba sobre ellos la vara que castigaba sus espaldas, el látigo de opresor que los hería.

Arden devorados por el fuego la bota del guerrero prepotente y su manto empapado en sangre. Porque un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado. sobre sus hombros descansa el poder, y su nombre es: “Consejero prudente, Dios fuerte, Padre eterno, Príncipe de la paz”. Acrecentará su soberanía y la paz no tendrá límites; establecerá y afianzará el trono y el reino de David, sobre el derecho y la justicia, desde ahora y para siempre. El amor ardiente del Señor todopoderoso lo realizará. Comentario al texto

El profeta Isaías escribió este bello y magnífico texto, en una situación dramática y difícil para los pueblos de Israel y de Judá, amenazados e invadidos por el poder de los asirios. Los gobernantes centraban sus esperanzas en alianzas con otros pueblos, lo que desencadenó una crisis interna aún peor. En medio de esta situación tan caótica, oscura y desesperanzadora, el profeta Isaías deja entrever una gran luz, pues la promesa de la llegada del Mesías Salvador estaba vigente. La tradición cristiana vio la realización plena de este anuncio profético en el nacimiento de Jesús, y en el Reino que Él inauguró (Mateo 4,12-16). Para nuestra reflexión personal

¿Qué nombre le da Isaías al niño que “nos ha nacido”? ¿Quién es este niño?

¿Qué nos traerá este niño? ¿Por qué podemos poner en él nuestra esperanza?

¿Cuál es el rostro de Dios que nos deja entrever este texto?

En medio de la situación que vive Costa Rica y nuestras comunidades que estamos afrontando, y de los anuncios de salvación que nos vienen de todas partes ¿En qué o en quién ponemos generalmente nuestra esperanza de una vida mejor?

¿Cómo puede la luz de esta próxima Navidad reavivar nuestra esperanza?

¿Cómo podríamos trabajar, en nuestras comunidades cristianas, en la familia, en la consecución y construcción del reino de justicia, de amor y de paz?

ORACIÓN FINAL De luz nueva se viste la tierra, porque el Sol que del cielo ha venido

en el seno feliz de la Virgen nuestra carne mortal ha asumido. El amor hizo nuevas las cosas, el Espíritu ha descendido y la sombra del que es poderoso en la Virgen su luz ha encendido Ya la tierra reclama su fruto y de bodas se enuncia alegría, el Señor que en los cielos moraba se hizo carne en la Virgen María. Gloria a Dios, el Señor poderoso, a su Hijo y Espíritu Santo, que en su gracia y su amor nos bendijo y a su reino nos ha destinado. Amén.

6. La anunciación a san José (IV Domingo de Adviento- ciclo A) Reflexión sobre José, figura clave e importante de Adviento

La Iglesia, en el cuarto domingo de Adviento, dedica su meditación en una

figura importantísima del Adviento: la Virgen María. Bien podemos decir de Ella, que es “Nuestra Señora de Adviento”, porque aguardó con corazón generoso y maternal, el cumplimiento en Ella de las profecías del antiguo Israel, de la venida del Señor. Ella preparó su llegada, lo recibió al nacer en Belén, pues fue su madre.

María fue preparada por Dios para la maternidad de su Hijo (Inmaculada), fue

una mujer sencilla y de fe que lo concibió y lo dio a luz (su maternidad divina) y lo presentó a los magos de Oriente (la Epifanía del Señor). Ella es la “hija de Sión”, es decir, la representante del pueblo de Israel y de la humanidad, la primera cristiana que acogió la salvación de Dios.

Pero en el cuarto domingo domingo del ciclo A, la liturgia de la Iglesia,

siguiendo al evangelista san Mateo, se fija más en san José, el esposo de María y el padre adoptivo de Jesucristo, el que tuvo la delicada tarea de ser el custodio de la Sagrada Familia y el padre en la tierra del mismísimo Hijo de Dios. Por eso, le dedicamos a él que, podemos decir, es la cuarta figura del Adviento, puesto que le tocó ser el esposo de María y el responsable de esta peculiar familia, el varón justo que, junto a María, recibieron con amor al Hijo de Dios en la tierra.

El texto del Evangelio de san Mateo, nos cuenta de la concepción virginal de

Cristo, por obra del Espíritu Santo, estando desposada María con José. Él, siendo un hombre recto, y sin querer denunciarla, decide dejarla en secreto. Estaba pensando en esto, cuando un ángel del Señor le comunica que el niño que ella va a tener, viene del Espíritu Santo. Que a él le tocará darle por nombre Jesús, porque será el Salvador de su pueblo. Que lo ocurrido estaba vaticinado por el profeta Isaías, que decía que una

virgen daría a luz un hijo, llamado Emanuel. Y, siendo así, José se llevó a casa a su mujer (Mt 1,18-24).

Así, como vemos o leemos el texto, nos da la impresión que José no sabía para nada del embarazo de María. Podemos imaginar las dudas, el sufrimiento de saber que aquel niño no era suyo y, por otra parte, sin duda alguna de la integridad de su esposa. Estaba ante un acontecimiento que no entendía... A lo mejor se preguntaría ¿Si su mujer sería una adúltera? ¡El castigo que le esperaba, según la ley! (Dt 22,23-24) ¡El divorcio era mejor que la muerte! (Mt 1,19). En la película “Jesús de Nazareth”, de Franco Zeffirelli, se presenta a Yorgo Voyagis, el actor que hace las veces de José, teniendo pesadillas, pues ve en sueños a María siendo apedreada por su supuesta infidelidad, según lo establecido en la ley...(sabemos que no fue así). Los desposorios de José y María

Pero si leemos el texto bíblico en el ambiente en que nace y lo analizamos con calma, las cosas pudieron ser de otro modo. Lo primero que dice el texto, es que María estaba “desposada con José” Los desposorios judíos eran todo un compromiso, un tiempo que duraba un año aproximadamente, antes de celebrarse el matrimonio como tal. Era un compromiso formal y jurídico, en el que la muchacha quedaba consagrada para siempre a su prometido, debido a la corta edad de los jóvenes requerida al casarse (13 años para ella y 18 años para él, una edad muy temprana, como vemos).

De tal manera que a los novios comprometidos se les consideraban verdaderos esposos, a tal punto que si ella se acostaba con otro hombre, era adúltera, o si el novio se le moría, se le consideraba viuda... o viceversa. Terminado este año “de los desposorios”, los jóvenes se casaban “con todas las de ley”, con la ceremonia propia del matrimonio judío.

El matrimonio judío constaba, pues, de dos partes: el desposorio y el matrimonio, ya cuando los esposos se iban a vivir como casados... Aún más, la ley judía no veía tan severamente que estos “novios- esposos”, eventualmente tuvieran relaciones íntimas, como si fuera un pecado grave imperdonable, entre el desposorio (tiempo intermedio) y el matrimonio, porque estaban “casi” casados. Y si nacía un hijo de esta relación, se le consideraba hijo legítimo, por la ley. Viendo estas costumbres, entenderemos mejor que María quedó embarazada del Espíritu Santo, en el tiempo de sus desposorios con José (Mt 1,18-19). San José lo sabía todo...

Ahora bien, creemos que san José conocía bien lo que estaba sucediendo con María, porque Ella misma se lo comunicó, pues no existen razones serias para no hacerlo, máxime si estos esposos no tenían secretos que esconder y porque la Virgen María no se iba a quedar, como decimos nosotros, “con abejón en el buche”, es decir, que Ella se lo dijo todo a José y no se guardó este secreto tan delicado e importante para sí sola... Lo normal, pues, era comunicárselo a su esposo. José estaría enterado y

al corriente del embarazo divino de su mujer. Entonces ¿por qué duda, siendo justo, como dice san Mateo?

La duda de José no fue acerca de la culpabilidad o inocencia de María, sino sobre el papel que él personalmente, tenía que asumir en esta situación. De allí que, para él, lo justo es dejarla, porque Dios se había fijado en Ella, pese a que era su mujer también. ¿Cómo competir con Dios por el amor de su esposa? ¿Podía tener al mismo Dios como contrincante? Pues no. Tampoco él podría apropiarse de un hijo que no le pertenecía, sino que era de Dios. Eso hubiera sido una injusticia.

Por eso, es que decide dejar a María. Siendo un hombre justo, no queriendo adueñarse de un hijo que no era suyo, y viendo que Dios había elegido a la misma mujer, para que el mundo se salvara por medio de la concepción y nacimiento de Cristo, resuelve dejar libre a María de su compromiso (dejarla en secreto divorciándose), para que Ella haga su vida y quedara libre de él. No quiere interponerse entre Dios y María.

Estaba pensando en eso, cuando recibe el anuncio del ángel del Señor, que le dice que no tenga miedo (es decir, escrúpulos) en recibir a María, su mujer, es decir, celebrar el matrimonio como tal, después del tiempo de los desposorios y hacerse cargo del niño Jesús (ponerle nombre), indicando con eso que es su padre aquí en este mundo y que Dios se lo confía.

En otras palabras, Dios Padre le pide a José que se quede con María, que se

case con Ella y que sea padre de Jesús, pues estaba dentro de sus planes de salvación, que él no debía quedarse por fuera. Máxime que, siendo de la familia o la dinastía del rey David, al adoptar a Jesús como hijo, automáticamente el Hijo de Dios pasaba a formar parte de la familia de David, ser su descendiente, su retoño, y nacer de este linaje, como “hijo de David” también (Mt 1,1-17)

De manera que la forma adecuada y correcta de traducir este pasaje es así: “José, no tengas miedo en tomar contigo a María como esposa, porque (si bien) lo que ella ha concebido viene del Espíritu Santo, dará a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús...” (Mt 1,20-21). Por lo tanto, lo que el ángel le informa o le anuncia, no es el origen divino del niño, cosa que ya él sabía por boca de María, sino que él debe quedarse con María y hacerse cargo de Jesús, cosa que todavía no sabía.

Así, José estará ya tranquilo y, de seguro, contentísimo de ser el padre de Jesús.

Papel que asumió con toda cabalidad, responsabilidad y cariño, como el mejor padre que Jesús pudo tener y como tantos niños y niñas sueñan tener en este mundo... O como tantas esposas desean tener: un modelo de esposo, hombre bueno y justo, responsable y más que bueno. Así fue José... Se lo merecían María y Jesús. San José hoy

Estamos en la Iglesia en deuda con san José. La liturgia sólo le celebra dos fiestas: el 19 de marzo y el 1 de mayo. Es poco de lo que se habla de él. Algunos

cuadros y pinturas lo presentan como una persona de edad avanzada, con una varita de azucenas en la mano, cosa que no fue cierta, pues fue un hombre joven, esposo de María, judío descendiente de David, de profesión carpintero y un hombre justo, es decir, que cumplía con la voluntad de Dios que se manifestaba en la Ley. Su santidad tenemos que descubrirla, en la doble misión para la cual Dios lo tenía destinado: la paternidad legal respecto de Jesús y su condición de esposo de María.

Fue un hombre normal, trabajador, humilde, responsable, entregado a su hogar, a cuidar de su mujer María y de su Hijo, a los que amó como esposo y padre respectivamente, en el hogar de Belén y Nazaret. Un hombre que se santificó en el matrimonio, y en el que Dios supo confiar lo más grande y amado que Él tiene: a su Hijo. Mucho nos puede enseñar hoy, en especial, a los matrimonios y a las familias, este hombre humilde, sencillo, justo y trabajador... Más en este Adviento, porque también, junto con su esposa María y con su pueblo Israel, él supo aguardar con esperanza los tiempos de la salvación que llegaron con Cristo.

7. María, la Madre del Emanuel – Reflexión acerca de la figura de María en el tiempo de Adviento

Durante estos días de Adviento y Navidad, la Iglesia nos presenta varios textos de los llamados “Evangelios de la Infancia del Señor” (ver Mt 1-2; Lc 1-2). Los textos de la infancia de Cristo, precedida por la infancia de Juan el Bautista, los escucharemos desde el miércoles 19 de diciembre, el texto de Lc 1,5-25; el jueves 20 de diciembre, el texto de Lc 1,26-38. El viernes 28 de diciembre, fiesta de los Santos Inocentes, escucharemos el texto de Mt 2,13-18 y el domingo 30 de diciembre, el de Lc 2,41-42 en la fiesta de la Sagrada Familia. Así también, en la Solemnidad de la Epifanía del Señor, el próximo domingo 6 de enero del 2013, escucharemos el de Mt 2,1-12. Varios de los textos de la Infancia del Señor están tomados del Evangelio de San Mateo, que está compuesto de forma bien estructurada: una introducción y cinco escenas cortas, en las que juegan intercaladamente los sueños, Herodes y Belén, pero todo en función de Jesús, como Aquel que cumple las Escrituras en plenitud. A cada escena, Mateo pone una “cita bíblica de cumplimiento”, para poner de manifiesto la contemplación que su comunidad ha hecho y la conclusión a la que ha llegado, cuando trata de integrar la realidad de Jesús con la palabra de la Escritura.

Vamos a poner las cinco escenas, para que, con el Evangelio en la mano, las busquemos, junto con las citas de cumplimiento:

1ª. Escena. La genealogía de Jesús (Mt 1,1-17).

2ª. Escena. Nacimiento de Jesús (Mt 1,18-25), y visita de los magos (Mt 2,1-12). Cita de cumplimiento de Miq 5,1.

3ª. Escena. Segundo sueño de José. Huida a Egipto (Mt 2,13-15). Cumplimiento de Os 11,1.

4ª. Escena. Herodes persigue al Mesías y mata a los niños de Belén (Mt 2,16-18). Cumplimiento de Jer 31,15.

5ª. Escena. Tercer sueño de José (Mt 2,19-23). Regreso de Jesús a Belén y establecimiento en Galilea. Cumplimiento de Juec 13,5-7; 16,17; Is 11,1-2.

En todas estas citas, san Mateo quiere demostrar que Jesús es el Mesías esperado por Israel, el que cumple plenamente las Escrituras, el que viene a colmar las esperanzas de su pueblo (ver Mt 4,14; 8,17; 12,17; 13,35; 21,4; 26,54.66; 27,9). Y en todos estos acontecimientos de la vida de Jesús, está María su Madre. Y la comunidad de Mateo llega a la siguiente conclusión: que Ella forma parte del cumplimiento de esas Escrituras, con una misión especial a favor de Jesús, el Salvador del mundo. Llama la atención que la presencia de María es callada, silenciosa, casi no se nota. Esto tenemos que entenderlo, pues en el ambiente judío, las mujeres estaban relegadas y marginadas, no tenían gran protagonismo. De esto ya hemos hablado muchas veces en diversos artículos del Eco Católico, sobre la mujer judía. Y Mateo escribe para una comunidad cristiana de origen judío. Esto no quiere decir que, por ser judía, María acá no tiene relevancia. Todo lo contrario. Mateo aunque la presente en todo estos relatos como mujer silenciosa, callada y casi inadvertida, María está allí, presente y activa, servicial y atenta, siempre en función del Evangelio y del plan del salvación, que Dios quiere realizar a través de su Hijo. Esto lo pone posteriormente de manifiesto San Lucas, al colocar a María como protagonista de aquellos acontecimientos (ver Lc 1- 2). En cambio, Mateo nada más nos presenta a María en estos relatos (Mt 1-2) y en el ministerio público de Jesús (ver Mt 12,46-50; 13,54-58), como la Madre del Mesías- Emmanuel y su más cercana discípula. En estos relatos de la Infancia del Señor, Jesús viene a este mundo gracias a María (y gracias también a José, porque nadie nace sin padre ni madre). Jesús es hijo de David (descendiente de Abrahán y de David), gracias a José, esposo de María. María es la que engendra y es la madre de Jesús, en tanto que José es solamente el padre legal. Pero Ella no tiene existencia sin José, del que es su esposa, y sin Jesús, del que es la madre. El cumplimiento de dar un Mesías a Israel viene a darse de una virgen madre y de un padre adoptivo. Al hablar de la concepción virginal de Jesús, san Mateo afirma que nace de una virgen, para que se cumpliera el oráculo del profeta (citando a Is 7,14), en el cual se anuncia el nacimiento del Emanuel (ver Is 7-12). En este texto, el profeta se refiere a hijo del rey Ajaz, que nace de una joven. Pero luego el texto adquiere un sentido profético y mesiánico especial: aquel niño que va a nacer es tipo del Mesías que vendrá. De hecho, cuando la versión griega del Antiguo Testamento, llamada “versión de los Setenta”, tradujeron al griego la palabra “joven” o “muchacha” de Is 7,14, por el término “virgen”, los judíos le dieron un contenido profético nuevo: el Mesías nacerá de un Madre Virgen. Cuando San Mateo nos presente el nacimiento de Jesús, acudirá al texto griego de Isaías, no sólo asumiendo la interpretación mesiánica, sino que él mismo afirma que Jesús es el Enmanuel (Dios con nosotros), que nace de María Virgen. En ellos dos se

realiza plenamente el oráculo del profeta: Jesús es el Mesías y María la Madre Virgen, y este hecho maravilloso sólo puede ser entendido como obra del Espíritu Santo. Esto es lo que hoy nos enseña acerca de María, el Evangelio de este domingo (ver Mt 1,18-25). Si hacemos una lectura atenta del primer capítulo de San Mateo (Evangelio de la Infancia de Jesús), podemos deducir los siguientes aspectos sobre María:

La relación de María con José (es su esposa) y su independencia respecto a él, en la generación de Jesús, se hacen relación (virgen) y dependencia exclusiva de Dios, mediante la acción del Espíritu (ver Mt 1,18.20).

Su Hijo es Jesús (Mt 1,16), llamado el Cristo o Jesucristo (Mt 1,18), el Emmanuel (Mt 1,23). No es simplemente la Madre de Jesús: es la Madre de Jesucristo, del Emanuel. Esta sola afirmación sería suficiente para que la Iglesia Católica presente, en un cordial diálogo respetuoso y ecuménico a los cristianos no católicos, su posible aceptación de María en el misterio de salvación y en la práctica de la Iglesia.

La insistencia de Mateo en tan pocos versículos, es muy importante, tiene un sentido teológico claro: De Ella (María), nació Jesús (ver Mt 1,16). Ella lo dio a luz (ver Mt 1,21.23.25).

Por esto mismo es su Madre, con todo el derecho y todo el realismo de la

palabra “madre”. ¿Por qué, si no, la repetición de esta expresión por seis veces? (ver Mt 1,18; 2,11.13.14.20.21). María es la madre de Jesús y es, a la vez, discípula del Emanuel, tema del que hemos ya tratado en varios artículos sobre el discipulado de las mujeres bíblicas, de María y de los discípulos.

Aún más, si nos fijamos en el relato de los magos de Mt 2,1-12, en lugar de aparecer José, lo normal en aquella cultura donde el varón era muy importante, aparece “el niño (Jesús), con María su madre” (ver Mt 2,11). Porque los magos buscan al Mesías y lo encuentran con su madre (una insistencia de Mateo). Ella es la madre que lo ofrece al mundo pagano, para ser reconocido y adorado como Señor y como Cristo.

Y desde que Ella quedó esperando por la acción poderosa del Espíritu (ver Mt 1.18-20), la unión con su Hijo es permanente: en el nacimiento (Mt 2,11), en la persecución, el destierro y el sufrimiento (Mt 2,13-14), pero también en su reingreso a la patria y su vida entre los pobres (Mt 2,20-21). Todo esto es lo que nos enseña San Mateo en su presentación sobre María, a la que contemplaremos en estos días, en el misterio de su maternidad divina.

8. ¡Un niño nos ha nacido!- Reflexión en torno a los textos bíblicos de la Misa del Gallo. 24 de diciembre

“¡Un niño nos ha nacido!”. Es la feliz expresión del profeta Isaías, que

escucharemos en la primera lectura de la Misa del Gallo, de esta Nochebuena, y que los cristianos (as) hemos visto cumplida en el Niño Jesús, nacido en Belén y recostado en el pesebre (ver Is 9,1-5; Lc 2,11-12). Un niño que es el signo de la Navidad de todos los tiempos, que fue la esperanza de los pobres y lo es para el mundo tan convulso en que vivimos. Las profecías de este niño recién nacido, se desarrollaron en tiempos muy difíciles, como veremos a continuación:

El profeta Isaías vivió junto a su pueblo tiempos bastantes turbulentos y calamitosos. Fueron los tiempos de reyes como Ozías, Jotán, Ajaz y Ezequías (años 740-687 a. C). Una época marcada por constantes ataques y asedios militares de los asirios, que formaban todo un imperio muy poderoso de la antigüedad y que querían dominar a los pueblos pequeños como Israel. Esto también favorecía el abuso de los poderosos, lo que produjo escandalosas injusticias y diferencias sociales muy marcadas.

Y, para variar como decimos, el pueblo judío “pagaba los platos rotos”: vivía temeroso e inseguro en medio de esta gran inestabilidad política y social. El profeta Isaías, pues, denunció todo esto en su libro (ver Is 1,10-18; 10,1-4), pero también anunció tiempos de esperanza y serenidad, la llegada del Mesías y promovió la fe y la confianza en el Señor, en Yahvé Dios, que sabe conducir la historia.

En su libro, hay anuncios de la llegada de varios niños, que podemos decir son uno solo (Is 7-13). Vayamos al primero, que encontramos profetizado en Is 7,14. Resulta que en los tiempos del rey Ajaz de Judá, dos comunidades vecinas, Siria e Israel querían obligar a Judá, para hacer, entre los tres pueblos, un frente a los terribles asirios que invadían sus tierras. Es decir, formar una coalición contra Asiria. El rey Ajaz sentía que su trono y dinastía estaba en peligro y no sabía qué hacer.

Estaba en esas, cuando Dios, por medio de Isaías, le envió una señal de su protección: una muchacha embarazada, que luego dará a luz un niño, nacido de la familia o dinastía del rey David. El nombre simbólico del niño es “Enmanuel”, que quiere decir “Dios con nosotros”. Los estudiosos de la Biblia identifican a este niño con el hijo del rey Ajaz, el futuro rey Ezequías, que se distinguió por su bondad, fe, piedad y fortaleza, que fue un gran gobernante y reformador de la religión y que logró mantener a raya a los asirios, es decir, todo un signo de Dios para su pueblo.

Siglos más tarde, la señal dada por Dios a Ajaz, fue interpretada mesiánicamente, o sea, era un anuncio de la venida del Mesías. Al ser traducida la Biblia al griego, la palabra hebrea “almah”, que significa “joven” o “muchacha casadera”, fue traducida por “parthenos”, que significa “virgen”. De tal forma que, en el horizonte profético, quedó anunciada la virginidad y maternidad de María. Así nos la presenta san Mateo en su relato de la concepción de Cristo (ver Is 7,10-17; Mt 1,18-25, en especial, los versos 22 al 23).

La profecía del segundo niño la tenemos en la primera lectura de la Misa del Gallo, la noche del día 24 de diciembre (ver Is 9,1-3.5-6). Es un anuncio de felicidad para el pueblo de Israel, pues, como hemos anotado, los tiempos en que el profeta Isaías pronunció este poema, eran tiempos de guerra, pues los asirios estaban a punto de invadir a las tribus del Norte, por allí del año 733 a.C. Además, el pueblo se sentía cansado, con hambre y angustia (Is 8,21-23).

Un panorama tan negro, como la oscuridad de la que habla Isaías, pero que es

disipada por una luz, por un rayo de esperanza (Is 9,1). Siglos después, los oyentes de Jesús, se dieron cuenta que, con su predicación en los comienzos de su ministerio, la luz que brilló fue la palabra del Hijo de Dios, que resonó en las orillas del lago de Galilea, anunciando la llegada del Reino de Dios (ver Mt 4,13-16). Pero también el texto es una profecía de su nacimiento, que se realizó y cumplió allá en Belén (Mt 2,1; Lc 2,1-7).

El profeta Isaías anuncia que “el pueblo que caminaba en la oscuridad vio una gran luz”, allá en las tierras del norte de Palestina (Is 9,1). Esta luz es un anuncio de salvación para los israelitas deportados a Asiria. Además, Isaías completa la trayectoria del niño Enmanuel anunciado en Is 7,14, que es coronada con su ascensión al trono de David.

A él se le dan títulos mesiánicos, que solían darse a los reyes orientales:

“Admirable en sus planes, Dios invencible, Padre eterno, Príncipe de la paz”. El texto alude a la coronación del rey Ezequías, cuando era todavía un niño. Pero también el texto apunta al futuro, pues evoca los tiempos mesiánicos, que los judíos aguardaban ilusionados con la llegada del Mesías.

Es probable que ambos niños, cuyo nacimiento se anuncia en los textos que hemos citado, sean uno solo (el rey Ezequías). Pero los cristianos vemos en ellos una profecía o un anticipo del nacimiento de Cristo, el verdadero Rey de Israel, el “Enmanuel”, “Dios con nosotros”, y al que mejor le podemos llamar: “Consejero prudente”, “Dios fuerte”, “Padre eterno” y “Príncipe de la paz”. El Niño Dios es el que mejor cumple todas las esperanzas de un cambio de la situación, tanto de los tiempos en que nació como los actuales: tiempos de sufrimiento, guerra, opresión y angustia. Porque Él es el verdadero Mesías.

San Lucas, al contarnos el nacimiento de Jesús (el Evangelio de esta Nochebuena), tenía presente estos textos, en especial, el de Is 9,1-6 (ver Lc 2,1-14). Jesús nace en tiempos del emperador romano Augusto, el “dueño del mundo”. Lucas menciona el censo de Quirino, la ciudad de David y su familia. Pero cuando el Ángel dice que la señal que han de buscar los pastores, es la de un niño recién nacido, alude al niño real de Isaías (Lc 2,11-12; Is 7,14; 9,5).

Y le pone tres títulos: el Mesías, el Salvador y el Señor. El Mesías, porque este niño es descendiente del rey David, de su linaje; luego el Salvador, que es un título reservado a Dios (Jesús lo es por antonomasia), y luego el Señor, que es el título que se le dará a Cristo Resucitado, además, para afirmar que el verdadero Rey y Emperador

del mundo es Jesús y no el César romano (Augusto). San Lucas menciona a estos gobernantes de turno, porque ellos eran los protagonistas de la “historia oficial”. El Imperio Romano dominó el escenario político, económico y social donde vivían pueblos como Palestina, Siria, Egipto y Asia Menor (siglos I- II d. C).

Tiempos difíciles de explotación, injusticias, guerras y revueltas, impuestos

sobre el pueblo y una cultura extraña a su fe y costumbres. Fue en esos tiempos difíciles también, en que Dios envió a su Hijo al mundo, el niño nacido en Belén, que se manifestó, no a los poderosos y reyes del mundo aquel, sino al pueblo pobre, sencillo y sufriente, representado en sus pastores y marginados (Lc 2,15-17).

Los asirios y los romanos, a quienes los textos bíblicos de Is 7, 14; 9, 5 y Lc 2,12 aluden o hacen mención (con la profecía de los dos niños), desaparecieron de la historia hace mucho tiempo. Pero lamentablemente, hoy día son otros “señores” los dominadores y “dueños” del mundo, los que siguen explotando, dirigiendo la economía y de los destinos de Costa Rica, América Latina y el Tercer Mundo.

El pueblo costarricense sigue sufriendo la pobreza, la exclusión y la explotación,

la angustia y la oscuridad, sin ver la luz que necesita. El problema de fondo es que en las últimas dos décadas, como denuncia el Estado de la Nación, el país no ha podido construir una estrategia de combate a la pobreza con visión de largo plazo y con financiamiento sostenido. Dicha dispersión de esfuerzos y recursos pasa por las decisiones políticas de turno, para desgracia de los pobres. Hoy se pone énfasis en una cosa y mañana en otra, así van pasando los años, los funcionarios y los gobiernos sin que el problema tenga una solución definitiva.

En este momento, por ejemplo, el énfasis del Poder Ejecutivo está sin lugar a

dudas en el tema de la seguridad, campo en que se han logrado cosas interesantes, pero ello no debería implicar dejar relegada de las prioridades nacionales la atención a la pobreza (ver Eco Católico. Opinión. Domingo 16 de noviembre, p 11).

Dios quiera en esta Navidad que el Niño Jesús, Consejero prudente, Dios fuerte

y Príncipe de la paz, que nació en Belén, como niño pobre y pequeño y que vino a poner su tienda entre nosotros (Jn 1,14), nos ayude a fortalecer nuestra fe y esperanza, en estos tiempos tan conflictivos, nos ayude a seguirlo y a construir con Él un mundo de justicia, de solidaridad, de paz y de amor entre nosotros.

Celebración familiar en Nochebuena

Antes de la cena de Navidad se reúne toda la familia junto al

Nacimiento o portal, que recuerda el nacimiento de Jesús en Belén. 1. SE CANTA O SE ESCUCHA UN VILLANCICO 2. ACTO PENITENCIAL

Guía: Para preparamos a recibir a Dios que se hizo hombre para salvamos, reconozcamos que somos pecadores y que necesitamos su salvación.

Todos: Yo confieso ante Dios todopoderoso… LECTURA DEL EVANGELIO

Guía: Recordemos lo que pasó aquella bendita noche hace más de dos mil años:

Evangelio según san Lucas 2,1-14:

En esos días, el emperador dictó una ley que ordenaba hacer un censo en todo el imperio. Este primer censo se hizo cuando Quirino era gobernador de la Siria. Todos iban a inscribirse a sus respectivas ciudades. También José, como era descendiente de David, salió de la ciudad, de Nazaret de Galilea y subió a Judea, a la ciudad de David, llamada Belén, para inscribirse con María, su esposa, que estaba embarazada.

Cuando estaban en Belén llegó el día en que debía tener su hijo. Y dio a luz a su primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en la sala común.

En la región había pastores que

vivían en el campo y que por la noche se turnaban para cuidar sus rebaños. El ángel del Señor se les apareció y los rodeó de claridad la gloria de Dios. Como estaban muy asustados, el ángel les dijo: “No teman, pues he venido para comunicarles una buena nueva que será motivo de alegría para todo el

pueblo: Hoy ha nacido para ustedes en la ciudad de David un Salvador, que es Cristo Señor. En esto lo reconocerán: hallarán a un niño recién nacido, envuelto en pañales y acostado en un pesebre”.

De pronto una multitud de seres celestiales aparecieron en torno al

ángel, y cantaban a Dios: “Gloria a Dios en lo más alto del cielo y en la

tierra, gracia y paz a los hombres…” Palabra del Señor.

Todos: Gloria a ti, Señor Jesús.

ACOSTAMIENTO DEL NIÑO

Guía: Antes de colocarlo en el nacimiento, Fulano o Fulana (alguien

de la familia: niño, joven, adulto o persona de la tercera edad) va a darnos a besar la imagen de Niño Dios

VILLANCICO

Se canta o se escucha un villancico mientras se besa la imagen del Niño Dios. Al terminar, se hacen las siguientes PETICIONES

A cada petición responden todos: Te lo pedimos, Señor.

Guía: Pidamos al Niño Dios que así como esta noche es el centro de este nacimiento o portal, sea todos los días el centro de nuestra familia y de nuestra vida.

Guía: Que Jesús, pudiendo nacer rico quiso nacer pobre, nos enseñe a estar contentos con lo que tenemos y que compartamos con los demás.

Guía: Que Jesús, que vino a perdonamos, nos enseñe a no ser rencorosos con los demás.

Guía: Que él, que vino a fundar la mejor familia del mundo, haga que en la nuestra reine siempre el amor, la unión y el deseo de ayudarnos mutuamente, así también a las demás familias.

Guía: Que él, que fue puesto por María en un pesebre, porque no hubo lugar en la sala común de la casa, se acuerde en esta noche de tantos niños para los que no hay lugar en los hogares, de tantos hombres y mujeres para los que no hay lugar en las fábricas, de tantos refugiados para los que no hay lugar en el mundo y de tantos pobres, marginados e indigentes, para los que no hay lugar en nuestro mundo.

Se reza el Padrenuestro, el Ave María y la siguiente oración:

Señor Dios, Padre nuestro, que tanto amaste al mundo que nos entregaste a tu Hijo único nacido de María la Virgen, dígnate bendecir este nacimiento o este portal y a la familia cristiana que está aquí presente, para que las imágenes de este Belén nos ayuden a profundizar en la fe. Te lo pedimos por Jesús, tu Hijo amado, que vive y reina por los siglos de los siglos.

9. ¿Se perdió el niño Jesús en el templo?

Reflexión en torno al Evangelio de Lc 2,41-52 Fiesta de la Sagrada Familia- 30 diciembre 2012

Cuenta el evangelista San Lucas que, Jesús, siendo un preadolescente, se perdió

en el templo de Jerusalén y que, al cabo de tres días, lo encontraron sus padres que lo andaban buscando angustiados. Y que Jesús les respondió que “debía estar en las cosas (o en la casa) de su Padre” (Lc 2,41-52). A nosotros (as) hoy día, esto nos resulta extraño e insólito, pues sabiendo que José y María, como buenos padres, jamás se hubieran descuidado ni un instante con el mismísimo Hijo de Dios. Lo pensamos máxime en estos tiempos, en que los niños (as) corren peligro en Costa Rica, el niño Jesús también... solo y perdido en la ciudad santa, “sin que sus padres lo notaran”.

¿Por qué no les dijo que se quedaba? ¿Es posible este comportamiento tan irresponsable de Jesús, que les produciría preocupación y angustia a sus papás? ¿Dónde y con quién pasó el niño Jesús esos tres días y noches? ¿Por qué José y María se demoraron tanto en encontrarlo, si sabían que posiblemente estaba allí en el templo? Estas y otras preguntas podríamos hacernos, de este misterio de la vida de Jesús, que meditamos en el V Misterio gozoso del Santo Rosario y que escuchamos en el Evangelio de este domingo de la Sagrada Familia, en este tiempo tan lindo de la Navidad del Señor.

En los tiempos de Jesús, los muchachos judíos se convertían en “hombres hechos y derechos” a la edad de doce años (Lc 2,42.52), y eran iniciados, junto con otros compañeritos, en una ceremonia conocida actualmente como “Bar Mitzvah”, que significa “hijo del mandamiento”. Era el momento en que ellos comenzaban la educación formal en la Torah, es decir, en la Ley y en la lectura de lo que nosotros llamamos el “Antiguo Testamento”, a fin de que pudieran cumplir los deberes rituales de un varón hebreo adulto.

San Lucas describe parcialmente una escena de este momento importante de la vida del jovencito Jesús, pero no lo hace como si fuera un “reportaje” de un disgusto que le ocasionó a sus padres, sino que quiere enseñar algo, el sentido de aquel acontecimiento, que es lo más importante y es lo que vamos s ver.

En primer lugar, al “perderse” Jesús en Jerusalén, san Lucas enseña que es en Jerusalén, donde vivirá el misterio de su Pascua, es decir, su muerte y resurrección por nosotros, cuando sea adulto. Es que la ciudad santa de Jerusalén reviste gran importancia en el Evangelio de san Lucas, como ciudad donde Dios se manifiesta y desde donde manda su salvación a toda la humanidad.

Por eso, es en Jerusalén donde comienza la historia de salvación, con la escena de Zacarías en el templo (Lc 1,5-8). Y el Evangelio termina, después de la ascensión del Señor en Jerusalén, con los discípulos en esta ciudad, “bendiciendo a Dios” (Lc 24,52-53).

Los grandes acontecimientos de Jesús, de su vida desde niño hasta adulto, suceden en la ciudad santa. Allí es presentado en el templo recién nacido (Lc 2,22), se pierde allí en su primera pascua, siendo un jovencito (Lc 2,41-50), allí es tentado en el alero del templo (Lc 4,9). En su vida pública, hizo su viaje más importante desde Galilea a Jerusalén (Lc 9,51) para consumar su pascua. Todo un largo viaje hacia ella, durante el cual nos dejó hermosas enseñanzas, que van del capítulo 19, verso 51 al capítulo 19, verso 28, del Evangelio de San Lucas.

Al llegar a ella, entra en la ciudad como rey (Lc 19,28-37), allí sufre su pasión y muerte (Lc 22-23), resucita y se aparece en Jerusalén a los apóstoles (Lc 24,36-49). De ella sube al cielo (Lc 24,50-51), y deja allí a la primera comunidad, esperando al Espíritu Santo (Hech 1,1-14). El acontecimiento de Pentecostés ocurre en la ciudad santa (Hech 2,1-3). San Lucas dice que la misión de los apóstoles partió de Jerusalén (Lc 24,47; Hech 1,8). Es decir, todo se realiza en Jerusalén, que es aquí el centro de la salvación.

Ahora bien la clave para entender esta historia de la infancia de Jesús, es el versículo 49, donde Jesús dice: “¿No sabían que yo debo ocuparme de los asuntos de mi Padre?”. Ahora bien, como bien sabemos, la tarea o asunto más grave y grandioso que Dios le confió a su Hijo fue la salvación de la humanidad, comenzando con su pueblo, un “asunto de Dios”.

San Lucas presenta a Jesús “perdiéndose” en Jerusalén (desde niño). Lo que la

Iglesia proclama en este evangelio es un adelanto, de lo que haría Jesús en Jerusalén, en los días de su pasión y muerte por nosotros, atendiendo los asuntos concernientes a la salvación. Porque si vemos el episodio, es lo mismo que le sucede a Jesús siendo adulto. Veamos:

1. El niño Jesús se pierde en la ciudad santa. Y Jesús, siendo adulto, morirá en ella. 2. Él, siendo un chiquillo, se pierde en una fiesta de Pascua; siendo adulto morirá en los días de una fiesta de Pascua. 3. El niño Jesús se pierde tres días, hasta que lo vuelven a encontrar. Jesús, al morir, desaparecerá tres días, hasta que lo vuelvan a encontrar. 4. Para perderse en Jerusalén, el niño Jesús tuvo que subir desde Galilea, a Jerusalén. Para morir en Jerusalén, Jesús tuvo “que subir”, desde Galilea a Jerusalén (Lc 18,31).

5. Ante la angustia de sus padres, el niño Jesús les dice que su pérdida “era necesaria” (nuestras Biblias traducen “debía estar”, pero en griego dice “es necesario”). Ante la angustia de sus discípulos, Jesús les dice que su muerte “es necesaria”, incluso después de resucitar (Lc 9,22; 13,33; 24, 25). 6. Cuando Jesús explica la razón de su pérdida, sus padres “no comprendieron sus palabras”. Cuando Jesús explica la razón de su pasión, sus discípulos “no comprendieron sus palabras” (Lc 9,45).

7. Al perderse el niño Jesús, les reprocha a sus padres diciéndoles: “¿Por qué

me buscaban?”. Cuando muere y después de su resurrección, dos ángeles reprochan a las mujeres su búsqueda del cadáver del Señor (Lc 24,5). 8. El niño Jesús dice que se

pierde para estar con su Padre. Jesús dirá que muere para estar con su Padre (Lc 23,46).

El relato, pues, no es un “cuento curioso, bonito o edificante” de un niño desobediente. Nada de eso. Este relato, tan conocido por nosotros , no se escribió para contarnos el disgusto que pasaron José y María, ante su hijo “desobediente”, sino un relato de fe, toda una cristología, en la cual se afirma que Jesús es el Hijo de Dios, que desde muy jovencito tenía conciencia de serlo y sentirlo, de su relación con su verdadero Padre y de su misión en el mundo.

Y, por supuesto, Jesús nunca desobedeció a sus padres, pues ya desde sus doce años, quiso anticipar lo que más tarde tendría que hacer: “perder” su vida en Jerusalén, para estar en la casa de su Padre (Lc 23,43.46). Él entendió desde niño, que tenía que estar en los asuntos de su Padre, no podía esperar a crecer, desarrollarse y a formarse para su delicada misión, de allí que se adelanta.

Desde jovencito debía estar en esta tarea redentora, se ocupó desde su adolescencia y les demostró a sus padres, la importancia de esta tarea, aunque ellos no lo entendieran de momento. Lo entenderán después, cuando adulto, se dedique a tiempo completo a los asuntos de Dios, ya hecho hombre, adulto. Jesús fue un joven responsable desde chiquito, ocupado de la salvación del género humano, desde sus doce años. Esto es lo que debemos aprender del Evangelio del “niño Jesús, perdido y hallado en el Templo”.

La sabiduría del Niño Dios ha consistido en entregarse desde su adolescencia a su Padre, sin que esto quiera decir que supiera, desde ese momento, adónde le llevaría esta entrega. Pero en ella va incluida, ciertamente, su decisión de anteponer su cumplimiento a toda otra consideración. José y María no tienen, hasta ese momento, esa sabiduría.

La Virgen María parece que llega a presentirla. De todas formas, respetan ya en su Hijo una vocación que va más allá del medio familiar. Y esto es muy valioso para nuestras familias, hoy que la Iglesia celebra la fiesta de la Sagrada Familia. La educación de los hijos debe comenzar en el hogar por una actitud de sincero respeto. Si no, es imposible que surja el amor.

Que Jesús, que decidió desde temprana edad dedicarse a los asuntos de Dios “perdiéndose” en el templo, nos enseñe a nosotros (as) en hacer la voluntad de Dios y dedicarnos a su causa, desde el seno familiar, “no esperando para mañana, lo que podamos hacer hoy”.

10. La Manifestación del Señor- Reflexión en torno a la fiesta de la Epifanía. 6 de enero 2013

La palabra “Epifanía” significa “manifestación”. Lo que el pasado 25 de

diciembre celebramos como acontecimiento histórico, es decir, el nacimiento del Señor, en la fiesta de Epifanía lo celebramos como acontecimiento de salvación: Dios, el Ser Infinito, el Eterno, el Todopoderoso, se nos aparece en nuestra carne, se nos muestra en nuestra pequeñez, se nos da en nuestra propia realidad humana, herida por el pecado.

La Iglesia desde muy antiguo, celebraba este acontecimiento uniendo tres episodios de la vida de Jesús: la adoración de los magos, es decir, su manifestación como Salvador de todos los pueblos y no sólo de los judíos; su Bautismo, donde la voz del Padre y la manifestación del Espíritu Santo lo presentan como el Salvador y el primer milagro en Caná (un signo o señal como lo llama san Juan), donde se manifiesta el poder divino de Jesús y también, de forma discreta, el poder de intercesión de María, su Madre.

Dios, pues, manifiesta o revela a su Hijo Niño como el Unigénito “por medio de una estrella, en este día, a los pueblos gentiles”, representados en los magos de Oriente (Oración colecta de la Misa). Esto mismo afirma el prefacio: “Porque hoy has revelado en Cristo, para luz de todos los pueblos, el misterio de nuestra salvación”. Jesús, nacido en Belén, es la luz de todos los pueblos.

De allí “que los pueblos caminarán a su luz y los reyes al resplandor de su aurora... Vienen de Madián, de Efá y de Sabá” (Is 60,1-6), reconociendo en Jesús la Luz que vence las tinieblas, indicada por “una estrella” (Oración colecta de la Misa). La fiesta de la Epifanía es misionera y evangelizadora. Es profundización y extensión del misterio celebrado en Navidad, es prolongación de la Navidad.

El relato del Evangelio (Mt 2,1-12) nos recuerda situaciones y acontecimientos similares, que sucedieron en la historia de Israel y que nos cuentan algunos libros del Antiguo Testamento. Por ejemplo, el libro de Daniel nos presenta a un rey poderoso, a Nabucodonosor, que se inquieta a causa de unos magos (ver Dan 2,1). Estos magos han de interpretar un signo (los sueños del rey), pero son ignorantes y es Daniel quien lo interpreta, gracias a una revelación del Dios del cielo (ver Dan 2,28).

San Mateo presenta a unos magos de Oriente y a un rey poderoso, Herodes, quien también se inquieta (ver Mt 2,3). Los magos, es decir, los sabios, también son ignorantes, necesitan que los sumos sacerdotes y los escribas del pueblo judío interpreten el acontecimiento partiendo de las Escrituras.

Los magos que nos presenta Mateo, venidos de Oriente, nos recuerdan al

adivino y mago Balaam, que también se presentó ante un rey poderoso, a Balac, rey de los moabitas, enemigos de los hebreos, al cual le anunció la aparición de una estrella, el alzamiento de un cetro (es decir, de un rey), allá en Israel (ver Núm 24,17).

San Mateo, que escribe este pasaje a una comunidad cristiana de origen judío, ve en la llegada de los magos, el cumplimiento de la profecía de los reyes extranjeros, de la primera lectura y del salmo de hoy (ver Is 60,1-6; Salmo 71), que llegan con sus pueblos y sus regalos a reconocer en el Niño Jesús, al Rey de todos los pueblos de la tierra.

El pasaje del Evangelio fija la mirada, por una parte, en dos lugares: Jerusalén, la ciudad donde vive el rey poderoso y el judaísmo oficial y Belén, el lugar del rey humilde, de los pobres y de los pequeños; y por otra parte, en dos actitudes diferentes: la de sospecha y rechazo por parte del rey poderoso y de las autoridades judías (que anuncia desde ya el rechazo y la condena de Jesús por parte de ellos, durante su pasión y muerte, como vemos en Mt 26-27); y la de acogida y alegría, por parte de los magos (que anuncia la entrada de todos los pueblos a la Iglesia de Cristo).

El centro de interés del relato, consiste en encontrar al Mesías: “¿Dónde está el

rey de los judíos que acaba de nacer?”, y reconocerlo sin ser judíos: “Y postrándose, le rindieron homenaje”.

Cuando nace el rey de los judíos, el centro de poder se inquieta y los magos se alegran (Mt 2,3.10). Cuando el rey de los judíos, ya adulto, entra en Jerusalén, el poder se inquieta, pero los niños lo reconocen y se alegran (Mt 21,10-16). La ciudad de Belén nos recuerda el mesianismo del recién nacido, porque es el lugar de donde saldrá el pastor, el rey de Israel (san Mateo combina magistralmente dos textos bíblicos, el de Miqueas 5,1 y el de 2 Samuel 5,2), y manifiesta a la vez quiénes lo recibirán, los extranjeros y los pequeños, es decir, los pobres y los humildes.

En el relato del Evangelio de la Infancia, San Mateo resume el rechazo que sufre Jesús por parte de los suyos, a lo largo de su vida (tema fundamental de su Evangelio) y la aceptación, por otra, de los paganos del Evangelio y su mensaje, simbolizados en los magos.

Por otra parte, el relato está construido con ricos elementos simbólicos de la

Biblia, como hemos visto, y del ambiente judío que acompañaban las narraciones de nacimientos de personajes famosos: la aparición de una estrella o luz reveladora, la reacción hostil de ciertas personas, la liberación del personaje, etc. Los sabios o magos (en griego magoi) del relato, son personajes de pueblos lejanos, dedicados al estudio de la astrología.

Los regalos que ellos ofrecen al Niño, son propios del “hijo de David”. En este homenaje se expresa, de acuerdo a las antiguas profecías, el reconocimiento mesiánico de los pueblos llegados de lejos (1ª lectura y Salmo responsorial de la fiesta). Los magos, que encarnan a los pueblos no judíos o paganos, y del mundo de la cultura y de la sabiduría que busca con corazón sincero, experimentan “una inmensa alegría” (ver Mt 2,10). Es el gozo mesiánico que se difunde entre los paganos, que entran a formar parte de la Iglesia de Cristo, como nos dice San Pablo en la segunda lectura: “también los paganos son coherederos y partícipes de la promesa...” (Ef 3,2-3.5-6).

Es llamativo y notable cómo la sabiduría de nuestro pueblo, ha hecho su propia

interpretación del Evangelio de la Epifanía. La tradición popular ha fijado en tres el número de los magos, es decir, de los sabios de Oriente, que fueron a buscar al Rey de los judíos, probablemente por los tres regalos que le ofrecieron a Jesús: oro, incienso y mirra, dones que apuntan, simbólicamente, a Cristo como Rey, como Dios y como Hombre.

Se nos dice que eran reyes, es decir, representantes de pueblos enteros, y que se llamaban Gaspar, Melchor y Baltasar, porque una persona sin nombre no es persona. También se dice que eran varones de edades distintas: un hombre anciano, un hombre maduro y un hombre joven, y que su color de piel también era diverso: uno blanco, uno trigueño y uno negro, es decir, el europeo, el asiático y el africano, provenientes de los tres continentes conocidos en aquel tiempo. Esto se enfatiza por el hecho de que cada uno monta un animal distinto: un caballo, un camello o un elefante (esto dependiendo del lugar o país en que se presentan a estos animales).

Todo esto tan bello y folclórico, pone de manifiesto que nuestro pueblo sencillo

tiene conciencia de que Dios, en Jesucristo, es la salvación para todos y todas, para todas las edades y para todos los tiempos. Esto es lo más importante que debemos aprender de esta fiesta, pues, en algunos países, para el “Día de Reyes”, en ciertos países, en los que la gente se preocupa más por los regalos de los niños o del llamado “roscón de reyes”, un queque especial que se come en España y por los elementos festivos de la fiesta que, si bien son bonitos y llamativos, no llevan a profundizar el misterio que celebramos.

Esto, a lo mejor, como sucede con los regalos de Navidad, con el riesgo de los excesos y el consumismo, tan lejanos del Evangelio, tendríamos que pensar que lo valioso de la fiesta, es el sentido de la universalidad de la Iglesia y el de la fraternidad, es decir, el de saber compartir con lo que menos tienen.

Que los regalos, la fiesta y todo lo demás, sólo tiene sentido en la medida en que compartamos, porque Jesús, en esta Navidad y Epifanía, quiso acercarse a todos y todas (los pastores y los magos), sobre todo, a los más pobres y marginados que, bien sabemos, son abundantes en Costa Rica y en el mundo entero, para que puedan ser iluminados por su Luz.

Que el mejor regalo en este tiempo de Navidad y Epifanía es Cristo mismo, que nos invita a compartirlo y a llevarlo a los demás. Porque, a lo mejor, casi al terminar la Navidad, quizá no nos hemos acercado aún a Belén para recibirlo como vida... Estamos, pues, en esta fiesta de la manifestación del Señor, llamados y llamadas a salir de nuestro “Oriente” a la búsqueda de Cristo y de ofrecerlo a otros y otras, que dejen su propio “Oriente”.

11. Fiesta del Bautismo del Señor Reflexión en torno a la fiesta del Bautismo del Señor. 13 de enero 2013

La Iglesia celebra la fiesta del Bautismo del Señor que, junto con la anterior de Epifanía, termina el ciclo o tiempo de Navidad, para comenzar el Tiempo Ordinario, es decir, el tiempo durante todo el año. Es una fiesta que continúa el misterio de la Manifestación o Epifanía del Señor, desde su infancia (con los magos) hasta los comienzos de su vida pública, en que se manifiesta también, cuando es bautizado por Juan el Bautista. El bautismo de Jesús, hecho histórico

Ciertamente Jesús se bautizó. En esto, los evangelistas Mateo, Marcos y Lucas están de acuerdo y narran aquel acontecimiento. El problema es que tenemos tres relatos del bautismo de Jesús, no uno solo, que coinciden en tres datos básicos (apertura de los cielos, descenso o bajada del Espíritu, voz celeste), pero contienen detalles diferentes y hasta contradictorios (ver Mt 4,13-17; Mc 1,9-11; Lc 3,31-22).

Hasta podríamos preguntarnos, si los analizamos con calma y detenidamente: ¿Cuál fue el papel de Juan el Bautista? ¿Quién vio la paloma? ¿Jesús, Juan, la gente? ¿Quiénes escucharon la voz de Dios? ¿Jesús, Juan o el pueblo? De manera que todos estos detalles no podemos interpretarlos al pie de la letra, sin dejar de lado el mensaje que transmiten los textos, que es lo más importante.

En todos estos detalles, los evangelistas no se ponen de acuerdo. Y eso no debe extrañarnos. Porque sabemos, y esto es bueno recordarlo, que los evangelios no son una biografía de Jesús, sino un testimonio de fe, una catequesis sobre su persona. Son libros históricos, pero no novelas, ni puros mitos inventados, pero no son libros de historia exacta, que sean cuidadosos en contarnos todos los detalles. No fueron escritos por historiadores, cronistas o periodistas, sino por catequistas creyentes.

En otras palabras, lo importante no es saber “cómo” exactamente y con todos los detalles, fue el bautismo de Jesús, sino “qué” me enseña a mí (o a nosotros) el acontecimiento del bautismo del Señor. Lo primero no interesa para nada a los evangelistas; lo segundo evidentemente que sí: es para que creamos que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios y creyendo en Él tengamos vida... (ver Jn 20,31). Tres “momentos” de un “único” momento...

Ya hemos dicho que los relatos evangélicos no pretender darnos una crónica periodística detallada del bautismo de Jesús, sino un mensaje de fe sobre su persona: ¡lo que ocurre en su bautismo nos dice quién es Jesús! Por eso, todos los relatos insisten, más que describirnos la escena, en hacer notar su significado. Y lo hacen señalando tres aspectos fundamentales o tres momentos de aquel único momento del bautismo del Señor:

El cielo se abre o se “rasga”: es una bella expresión utilizada por los profetas (Is 63,19; Ez 1,1), para significar la intervención de Dios, su revelación. Tras un largo tiempo de silencio o de “cielos cerrados”, ha llegado un tiempo de gracia y salvación. Yahvé Dios se decide a hablar y actuar a favor de su pueblo, según sus promesas, pues ya se acercan los tiempos mesiánicos, los tiempos “últimos” de la salvación.

Desciende el Espíritu “en forma de paloma”: como en los primeros tiempos de la creación, cuando el espíritu de Dios (en hebreo ruah elohim), se cernía o volaba sobre las aguas (Gén 1,1-2), ahora el Espíritu está sobre Jesús, el siervo elegido por Dios para llevar a cabo la misión liberadora del pueblo en nombre de Yahvé Dios (Is 41,1; 61,1). El mismo Espíritu de fortaleza que se le dio al ungido del Señor y capaz de renovar al mundo.

Se escucha una voz que viene del cielo: esta voz proclama a Jesús como Hijo amado, elegido del Padre. Una nueva y clara indicación de que Jesús de Nazaret es el Mesías elegido para salvar a las naciones (salmo 2), cumpliendo con actitud filial su misión de “siervo” en el sentido que anunciaba Isaías (Is 42,1-3) y merecedor por eso, del amor de Dios.

Aún más, san Mateo y san Lucas (Mt 3,15; Lc 3,21), añaden dos elementos de

especial significado: Jesús se bautiza para cumplir con la justicia querida por Dios (un nuevo signo mesiánico), y está orando cuando el Espíritu baja o desciende sobre Él (modelo de la actitud del cristiano). El mensaje o enseñanza de los relatos del bautismo de Cristo

¡Es realmente difícil enseñarnos más cosas sobre Jesús en tan pocas palabras y con sólo algunos signos! El cielo se abre, el Espíritu viene, Dios se comunica con los seres humanos. Tres bellas maneras de darnos un mismo mensaje: han llegado los últimos tiempos, se cumplen las promesas, Jesús es el Mesías esperado, el Redentor, el Siervo de Yahvé, el profeta de los tiempos de la plenitud, el Hijo amado del Padre Dios, el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo (Jn 1,36).

Así lo presenta Juan el Bautista a sus discípulos y así los proclaman los evangelistas a sus lectores, con esta escena. El niño Jesús que un día fue adorado por el pueblo judío (los pastores en Belén) y por los paganos (los magos de Oriente), se manifiesta ya adulto y se presenta públicamente ahora a Israel. A partir del bautismo, Jesús comienza su vida pública y su actuación mesiánica, después de su casi treinta años de vida oculta en el taller de su padre José y de su familia, con sus padres José, María y sus parientes, habiendo sido uno más en Galilea.

Significado del bautismo de Jesús

El bautismo de Jesús es por eso un misterio, un hecho histórico pero cargado, a la vez, de un hondo contenido de fe. Es necesario que profundicemos en esto, para conseguir lo que pretenden los evangelistas al presentarlo: alimentar nuestra fe en

Jesucristo, presentar toda una verdadera catequesis sobre su figura y dar testimonio de su condición de Mesías e Hijo de Dios.

Jesús no fue bautizado por las razones que los evangelios ponen como motivación para el bautismo de la gente que iba en masa a hacerlo: confesar sus pecados, pedirle perdón a Dios o significar la conversión. Jesús de Nazareth, semejante en todo a nosotros, menos en el pecado (Heb 4,15), no necesitaba pedir perdón por sus pecados ni convertirse.

Tampoco Jesús se bautizó para ser el Mesías o el Hijo de Dios (ya la era desde su nacimiento), sino por las siguientes razones:

Jesús quiso ser bautizado para poner de manifiesto su acuerdo y comunión con la línea profética de Juan Bautista, con su mensaje de conversión, con su crítica a la falsa religiosidad del culto y del templo de Jerusalén en su tiempo.

Jesús quiso ser bautizado para manifestar su solidaridad, comunión y compromiso con su pueblo pobre, pecador y necesitado de redención. Jesús no fue un pecador, pero se hace solidario con los pecados de su pueblo. Él es el Siervo de Yahvé, que lleva sobre sí los pecados de su pueblo y del mundo, para liberarnos de ellos (Is 53,5).

Jesús quiso ser bautizado para manifestar su condición de Mesías, asumirla personalmente y aparecer públicamente ante el pueblo al que era enviado. Este es el contenido principal y el mensaje teológico de los relatos del bautismo que nos conservan los evangelios.

El bautismo de Jesús como Epifanía

Hemos dicho la palabra manifestar. “Manifestación” se dice en griego epifanía. De allí que la Iglesia, cuando celebra la fiesta de la Epifanía del Señor en el tiempo de Navidad (la adoración de los magos), une al bautismo de Jesús su celebración, porque es toda una “epifanía” o manifestación del Señor.

Por eso, los cuatro evangelios, aunque dos de ellos no nos cuentan la infancia de Jesús (Marcos y Juan), subrayan sí su bautismo. Al escribirse los evangelios, a la luz de la Pascua de Cristo Resucitado, se presenta este bautismo como el momento de la proclamación del Mesías prometido: él bautizaría en el Espíritu y actuaría con la fuerza del mismo. Es el Padre Celestial quien proclama a Jesús como su “ungido”, con palabras únicas y solemnes: ¡Tú eres mi Hijo, el amado, tú eres mi Elegido! (Mc 1,11).

Es así como el bautismo de Juan, que originalmente era un rito con sentido penitencial, es presentado en los evangelios, en el caso de Jesús, con un claro sentido mesiánico. Más aún, como una teofanía de Dios (una manifestación) y una epifanía de Jesús (una manifestación pública). Jesús de Nazareth llega al río Jordán, como un hombre comprometido personalmente con Dios y con el mensaje proclamado por el Bautista.

En el momento del bautismo, recibe la confirmación definitiva de su vocación

mesiánica, que en su momento debe manifestarse públicamente (Lc 4,14-21). Desde entonces, se convierte en misionero y predicador del Evangelio, llevando a su plenitud el mensaje del profetismo con sus palabras, sus obras y su vida, estando plenamente investido del Espíritu. Compromiso, vocación y misión se unen en el bautismo de Jesús. También deberían estar unidos en la vida de todos los bautizados en la Iglesia. Jesús no recibió el bautismo “cristiano”

Claro está que Jesús no recibió como nosotros, el sacramento del bautismo. Su bautismo no es el mismo que el nuestro, que es un sacramento cristiano, que lo recibimos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo (Mt 28,19). Las razones son evidentes.

No existía aún el sacramento del bautismo – Juan bautizaba con agua, no en el

Espíritu (Lc 3,16)-, que sólo el mismo Jesús pudo instituir y encomendar a sus discípulos a administrar, después de su resurrección (Mc 16,15). Ni Jesús necesitaba ser bautizado, como nosotros, para que se le perdonaran los pecados y llegar a ser hijo de Dios. ¡Él lo era por naturaleza y no tenía ningún pecado!

Por eso, resulta absurdo presentar el bautismo de Jesús, tal y como lo hacen equivocadamente algunos cristianos no católicos, como “modelo” del bautismo cristiano y argumento para defender que este sacramento sólo lo deberían recibir los adultos y no los niños y, además, en un río. La relación entre el bautismo de Jesús y nuestro bautismo

Pero esto no quiere decir que no exista ninguna relación entre el bautismo de Jesús y el nuestro, el de los cristianos. Hemos dicho del compromiso, de la vocación y de la misión como aspectos importantes y significativos en el bautismo de Jesús. Compromiso, vocación y misión que también se significan y realizan en el sacramento del Bautismo, la Confirmación y en toda la iniciación cristiana.

También el cristiano es, en Cristo, como le gusta decir a san Pablo: hijo de Dios, ungido por el Espíritu, elegido y enviado al mundo. No simplemente un bautismo de agua, sino en el Espíritu del Señor resucitado. En nuestro bautismo y confirmación, compartimos el compromiso de Jesús, cuya vida fue una total entrega a Dios. Y en virtud de su resurrección gloriosa, nos brindó la fuerza del Espíritu Santo para que, a la luz de nuestro bautismo cristiano, podamos “activar” nuestra existencia con la esperanza de compartir su triunfo pascual.

Nuestro bautismo habla, pues, de compromiso, esperanza y triunfo. El relato del bautismo de Jesús ilumina así el sentido de toda la iniciación cristiana. Y podemos afirmar que el bautismo de Jesús ayuda a valorar nuestro bautismo, en lo que tiene de inmersión en el agua como fuente de la vida, de inmersión (muerte) y emersión (nacimiento a una vida nueva, como apunta Rom 6). El bautismo de Juan o de Jesús

supone un cambio de vida, un deseo de ajustarse al programa salvador de Dios, rechazando el pecado. El bautismo cristiano supone el compromiso de compartir con Jesús la vida y proclamación del mensaje del Reino, que Él inició en el río Jordán.

El cristiano bautizado queda penetrado, como Jesús, por el Espíritu y recibe la fuerza para luchar por el Reino. Es el mismo Espíritu, el que descendió sobre Jesús en el Jordán, bautizó a la Iglesia en Pentecostés (Hech 2,1-4) y sigue actuando en quienes, por el bautismo, decidan llamarse y ser cristianos. De manera que la Iglesia continúa el compromiso de vivir el ideal de Jesús, pues como creyentes, nuestro Jordán está en el bautismo.