07-Lenito Robinson Bent Sobre Nupcias y Ausencias

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  • vii

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  • lenito robinson-bent

    sobre nupcias y ausenciasy otros cuentos

    tomo v i i b ibl ioteca de l i teratura afrocolombianaministerio de culturavii

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  • Robinson-Bent, Lenito Sobre nupcias y ausencias, y otros cuentos / Lenito Robinson-Bent. Bogot : Ministerio de Cultura, 2010. 128 p. (Biblioteca de Literatura Afrocolombiana; Tomo 7) ISBN Coleccin 978-958-8250-88-5 ISBN Volumen 978-958-8250-98-4

    1. Cuentos colombianos. 2. Literatura colombiana Siglo xx. 3. Literatura afrocolombiana Siglo XX. 4. Literatura costumbrista colombiana. 5. Negros cuentos. 6. Mar - cuentos

    CDD 863.6

    Sobre nupcias y ausencias, y otros cuentos

    2010, Ministerio de Cultura2010, Lenito Robinson-Bentisbn coleccin 978-958-8250-88-5 isbn 978-958-8250-98-4

    Jos Antonio Carbonell Blancodireccin editorial

    Gustavo Mauricio Garca Arenascoordinacin editorial

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    Camila Cesarino Costaconcepto grfico y diseo

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    Nomos Impresoresimpresin

    Imagen de cartulajos horacio martnez Se r i e A f r i c A l i Sin ttulo100 cm x 50 cm leo sobre lienzo 2005-2007 Coleccin Galera El Museo, Bogot, Colombia.Coleccin Galera Fernando Pradilla, Madrid, Espaa.

    Impreso en ColombiaPrinted in Colombia

    Reservados todos los derechos. Prohibida su reproduccin total o parcial por cualquier medio, o tecnologa, sin autorizacin previa y expresa del editor o titular.

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    l iter atur a afroColoMbiana

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    roberto burgos Cantor ariel Castillo Mier daro Henao restrepo alfonso Mnera Cavada alfredo Vann romero

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  • prlogo

    Lenito Robinson-Bent, un hallazgo ausente 9

    Claudine Bancel in

    S o b r e n u p c i a S y a u S e n c i a S

    Espectros sobre nudos y desnudos 25

    La agona de Tulia 32

    Desde el otro lado del viaje 41

    Rquiem para violn solo 49

    Las bodas del tiburn de plata 57

    Puertas circulares al viento 60

    El viernes del hidroavin 67

    Dile que... me mor de vieja 79

    El fraticida encadenado 83

    Dubitaciones en creciente 87

    Divagaciones para una carta a Nereida del Mar 93

    ltimos das de noviembre 103

    de las casas huidizas y otros cuentos sobre fugas

    Sombras gemelas contra el muro 113

    Viaje a travs de la transparencia 119

    ndice

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    Claudine Bancelin

    El primer libro de Lenito Robinson-Bent, Sobre nupcias y au-sencias, que ahora se reedita, est lleno de promesas.

    Lo escribi en Pars cuando tena veintiocho aos y haba deja-do atrs a Providencia, la isla del Caribe, de diecisiete kilmetros cuadrados y cinco mil habitantes. Parti porque quera conocer el mundo como lo hacan muchos hombres isleos, solo que ellos se iban en veleros hacia puertos sin nombre.

    Lenito se fue en avin tras las letras y lleg a La Sorbona, una de las universidades ms prestigiosas del mundo. Fue all cuando se le vino la isla encima, con todos sus recuerdos, con todas las nupcias contrariadas y con todas las ausencias donde escribi entonces la mayora de los cuentos de este volumen, mientras transcurra 1984 y preparaba un posgrado en Literatura Francesa.

    Es temerario escribir de la muerte con renovado nimo. Lenito lo logra en todos los cuentos. Cada uno de ellos trae lo irreparable, pero al mismo tiempo lo sublime, por cuanto sus palabras han sido

    Prlogo

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    concatenadas con deleite, con ritmo.Su lenguaje cultivado sorprende, en esas islas bilinges, cuya

    primera lengua es el ingls, que se han caracterizado por solo po-seer un vocabulario bsico que les permite a sus habitantes usar los dos idiomas y cambiar de uno a otro con una fluidez asombro-sa. El suyo es el caso de alguien con un lxico extraordinario que se desenvuelve en un juego irrepetible de palabras sin uso, lo que constituye una excepcin all.

    Robinson-Bent es un escritor privilegiado que escribe en ingls, su lengua materna, o en espaol, la lengua oficial que habl desde nio. Su primer libro lo escribi en espaol no por eleccin, sino por la posibilidad de publicarlo, pues en esa poca en Colombia esta era la nica manera de que aquello pudiera suceder.

    La generacin de sus padres se enfrent a un proceso histrico y drstico de culturizacin que les impuso el uso del espaol. Por ello solo se contrataban en empleos oficiales personas que fuesen catlicas y hablaran en espaol. Por ello tambin, las iglesias pro-testantes quedaron con pocos alumnos en primaria y carecieron de reconocimiento oficial. Surgieron entonces los job catholics o catlicos por conveniencia. Aunque a la generacin de Lenito no le toc vivir directamente esto, s les correspondi a la de sus pa-dres. Pero el ingls se segua hablando en casa, con los amigos. A pesar de dominar ambas lenguas se nota el bilingismo cuando habla en espaol con su pronunciacin anglosajona que arrastra sin afanes.

    La isla de Providencia se va dibujando poco a poco de mane-ra magistral. Los cuentos se hilan uno tras otro como si fusemos pasando de casa en casa y conociendo los secretos de cada una que se precipitan en un derroche de sucesos. Cada relato est lleno de magia, de revelaciones, de premoniciones, de momentos inslitos,

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  • Claudine Bancelin 11Lenito Robinson-Bent, un hallazgo ausente

    como suele suceder en la realidad de esta isla diminuta donde naci Lenito en 1956.

    Sus ttulos son un deleite. Su lenguaje refinado presupone horas interminables de lectura y, para sus lectores, el goce.

    L e it mot i vAparte de la muerte, que es la principal obsesin temtica en

    estos cuentos el mar, los marineros tatuados, los nietos criados por abuelos y las ausencias totales, se repiten con variaciones.

    El mar moja cada uno de estos relatos, o bien porque forma par-te del entorno, o porque trae las sbanas floreadas o el whisky de Escocia que todos beben en la isla, o porque se lleva a los hombres en veleros que buscan otra vida como marineros en su paso fugaz por puertos de olvido y ocanos innombrables. Ese mar, donde se lanzan redes que atrapan peces y lectores, propicia amores que se anudan en cada puerto. As el amor contituye otro tema recurrente en los escritos de Lenito. Sin l no hay posibilidad alguna.

    La orfandad, mas no el abandono total, debido al papel de pa-dres que asumen los abuelos en sus cuentos y en la vida real de las islas, es una constante, pues los hombres se van por aos o para siempre a remotos lugares, de los cuales no vuelven.

    El asombro y el drama aparecen por doquier. En Espectros sobre nudos y desnudos es el paso nefasto de la Segunda Guerra Mundial por el Caribe; en el cuento La agona de Tulia es la venganza des-de el ms all; en otros, lo indefinido, las vsperas, el suspenso.

    Y es que el prodigio y lo sobrenatural como parte de la cotidia-nidad, van arrastrndose a lo largo del libro, en silencio, soterra-damente, como una raz que crece oculta en un lugar inslito. Esta raz es el cimiento de las historias que son contadas en cada uno de los cuentos que integran esta edicin.

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    La alegra de la narracin no presagia ni finales trgicos ni fina-les sorprendentes. En ella salen a relucir las supersticiones, los sue-os con golondrinas o garzas negras que son anuncio de desgracias, y luego, cuando no hay remedio, los entierros en cualquier patio, como ocurre realmente en las islas.

    P r ov ide nc i aQu tiene esa isla, que impide a Lenito olvidarla?

    La historia de Providencia empez tarde pero fue agitada. Exis-ti por siglos como isla deshabitada. Algunos indgenas misquitos, de la hoy Nicaragua, la visitaban para pescar y coger madera. La cercana lo haca posible. La isla de origen volcnico, clima saluda-ble, frtil suelo y agua, fue peleada por muchos, que la habitaron y la olvidaron varias veces.

    En 1600 el Caribe estaba infestado de naves europeas. Entre quienes viajaban en ellas, algunos venan a quedarse en Amrica, otros a saquearla, todos a conquistarla, patrocinados por reyes, no-bles y poderosos.

    En este escenario, llegaron a Providencia, en mayo de 1631, a bordo del Seaflower, noventa ingleses puritanos, luego sus escla-vos y ms tarde sus mujeres. No duraron mucho; los espaoles los sacaron a punta de balas de can, diez aos despus. Luego la olvidaron, pero por all andaba merodeando Sir Henry Morgan, el temible corsario ingls, que asolaba esos mares y quien se dio cuenta enseguida de que por su posicin estratgica, la isla era sitio ideal para esconderse. Entonces la ocup cuatro aos mien-tras atacaba naves espaolas que llevaban oro y piedras preciosas a Europa. Pero como Morgan era hombre de aventuras, de mar y se march de la isla dejndosela a familias inglesas que la ocu-paron de nuevo y empezaron a sembrar algodn que enviaban a

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    Liverpool. Un siglo y medio ms tarde los espaoles volvieron pa-ra expulsar a los ingleses, pero esta vez los anglosajones pidieron quedarse y someterse a la corona espaola. Eran terratenientes y prsperos.

    Luego de cuarenta aos liberaron a los esclavos; les dieron sus apellidos y otros tomaron sus nombres como apellidos. Lenito ad-quiri el suyo por descendencia y mestizaje pues, a partir de este hecho, los cruces raciales se incrementaron y fueron vistos como algo tolerable. Casi siempre se dieron entre hombres blancos con mujeres negras. Los ingleses, los africanos, los chinos que llegaron posteriormente y hasta algunos indios misquitos formaron una nueva raza. Por eso en la isla no es raro ver pobladores de piel negra o cobriza, con ojos rasgados de colores azul o verde.

    Con estas mezclas tambin se cre otro idioma, el creole del Ca-ribe, que conjuga diversidad de lenguas provenientes de frica con el ingls.

    Ya haban surgido las Anancy, historias que se perpetuaron por la tradicin oral y donde los animales salan vencedores, tradas desde el continente negro, que aqu representaban la esclavitud. Eran los prembulos de la literatura islea y los relatos que le refiri su abuela para entretenerlo tardes enteras. Tambin le lea cuentos de hadas. Sin embargo, como Lenito estaba vido de aventuras y a la abuela se le agotaron las narraciones, esta recurri a los textos de la serie Royal Star Readers usada en esa poca en las escuelas de las colonias ingle-sas, desde frica hasta el Caribe, desde Sydney hasta Puerto Stanley. Pero Lenito exiga cada vez ms y entonces la abuela para recuperar algo de tranquilidad, le ense a los cinco aos a leer en ingls y, con las historias Anancy, a ser ganador aun en la adversidad.

    En Providencia la tradicin oral ha sido fuerte y una fuente in-agotable de relatos de viajes provenientes de hombres de mar, de

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    aquellos que salan a trabajar en la construccin del Canal de Pa-nam o en los aserros de Centroamrica, quienes a su regreso a la isla entretenan a la gente contando sus experiencias y ancdotas fantsticas.

    Aos despus Lenito quiso escribir e hizo poesa mientras lea los clsicos. Cuando inici el bachillerato unos franceses llegaron a Providencia y le cambiaron la vida para siempre. Se hizo amigo de ellos y empez a comprender el nuevo idioma. Cada ao regre-saron. Mientras tanto, estudiaba sin la ayuda de nadie la gramtica y de manera obsesa escuchaba Radio France Internacional y el pro-grama en francs de La voz de las Amricas.

    Lenito tambin escriba cartas para la gente de la isla que no saba hacerlo o tena impedimentos. De all nace su primer cuento Dile queme mor de vieja que hace parte del libro.

    A los diecisiete aos se fue a San Andrs, la isla vecina, para ter-minar su bachillerato, pues en Providencia no haba dnde hacerlo. Cuando iba a graduarse, su padre muri y los planes universitarios se vinieron abajo. Le toc trabajar en hoteles para sostenerse y, de paso, practicar el francs.

    Estaba en una emergencia y busc una universidad que tuviera facultad de idiomas, reconocida, no costosa, que quedara en una ciudad pequea y peatonal. La bsqueda, para muchos en contra-va, lo llev a Tunja. Lenito dio clases de ingls y francs en colegios, se inici como traductor y logr mantenerse a flote. Algunos aos despus se gradu en Educacin y Lenguas Modernas.

    Ya haba dado un primer paso, pero su meta era La Sorbona. Eso lo tena claro. Era una meta inconfesable desde segundo de bachi-llerato. Ms tarde cuando empec a mencionarlo, todos decan que yo estaba loco, porque me pasaba el da leyendo y cuando me pre-guntaban qu cosa til pensaba hacer cuando grande, yo responda

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    que estudiar en La Sorbona. En su carta de navegacin, Tunja era el primer puerto de escala. As lo ha confesado ahora mientras nos hace un recuento de su vida.

    Toc puertas. Una de ellas, la Embajada de Francia. Al agregado cultural le sorprendi su inters por el francs as que le entreg li-bros y revistas. Luego se present al concurso de becas del Ministe-rio de Relaciones Exteriores de Francia y se gan una para estudiar una maestra en Literatura Francesa en La Sorbona de Pars. Por fin.

    All vivi en una ciudadela universitaria, en residencias juve-niles y en el Quartier Latin, desde donde vea el campanario de la catedral de Notre Dame. Por primera vez en su vida se pudo dedi-car al estudio sin pensar en el dinero pudo comprar libros, viajar y tener boletas de cortesa para ir al cine, al teatro, a las exposiciones de arte y al ballet.

    Estuvo en Francia alrededor de ao y medio, el tiempo preci-so para cursar la maestra y sustentar la tesis de grado: un anlisis crtico de El extranjero de Albert Camus. Este autor lo haba in-quietado desde siempre; saba que esa lectura era solo la punta del iceberg y quiso estudiarlo a fondo. En sus momentos libres, escriba los cuentos.

    A su regreso se vincul a la Universidad Incca, en Bogot, co-mo profesor de Francs y Literatura. A principios de 1988, cuatro aos despus de su regreso de Europa, la Fundacin Simn y Lola Guberek public su primer libro, integrado por once cuentos y una carta.

    Durante los siguientes aos en esta ciudad se dedic a las traduc-ciones desde una pequea empresa que mont hacia 1992, cuando retorn a Providencia para terminar la construccin de una casita de madera, que le servira de refugio ocasional, pero nuevamente qued subyugado por su isla y se qued all hasta 1997.

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    Ese ao fue nombrado profesor de tiempo completo en la sede de la Universidad Nacional de Colombia, ubicada en San Andrs, donde trabaj seis meses. Una llamada le avis que poda viajar a Canad como residente permanente, tal como l lo haba solicitado al gobierno para ingresar all como inmigrante. La decisin no fue fcil. Por un lado le apasionaba el trabajo universitario en la isla. Pero por otro lado, quera explorar nuevos horizontes y visitar otros puertos. As que opt por ir a Montreal donde trabaja actualmente como traductor.

    D e s t inos cr uz a dosMis antepasados vinieron de Pars y se instalaron en el trpico,

    al contrario de Lenito, que era del trpico y se fue a Pars. Por ello, el da que lo conoc, me impact doblemente el que adems compar-tiera con l, el gusto por la literatura. Sucedi una noche cuando, en un alto de su periplo por el mundo, volvi a sus islas para dar a conocer el libro que haba comenzado a escribir cuando estaba lle-no de ausencias en Pars y que continu escribiendo en Amsterdam y en Bogot.

    Me acerqu a orlo leer sus cuentos y qued cautivada. Quiso el destino que me ocupara en ese entonces de la corresponsala de El Tiempo y publiqu en el peridico una nota anunciando su gnesis literaria y su foto, en la que aparece con sus lentes redondos, su ros-tro flaco y detrs el mar y las palmeras de Johnny Cay enajenadas por el viento. Esa noche ley Dile que me mor de vieja.

    Un poeta nadasta lo acompa y les explic a los oyentes quin era ese otro Lenito que regresaba con un libro bajo el brazo. Pre-sent su obra en una sala amplia repleta de gente del Banco de la Repblica de San Andrs, en una noche fresca y estrellada. Lenito estaba delgado y con la mirada ausente.

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  • Claudine Bancelin 17Lenito Robinson-Bent, un hallazgo ausente

    Robinson-Bent fue calificado en ese momento como un hallaz-go por el poeta antioqueo Jaime Jaramillo Escobar y en un acon-tecimiento ilgico, por la pereza de ser lgicos, segn explicara el presentador, naci en 1988 un nuevo escritor colombiano y la lite-ratura de San Andrs y Providencia. Este libro fue la gnesis de la literatura islea, porque ningn autor haba publicado nada hasta entonces.

    Esa noche nuestros destinos quedaron cruzados. Veinte aos despus se me encomend buscarlo. Lo hicimos infructuosamente en las islas, en Bogot, por Facebook, por los tentculos de Hotmail. Nadie daba razn de l, pero de repente, luego de varias semanas, alguien record: est en Canad! Estaba ausente otra vez. Se con-vocaron poetas, escritores, casas culturales, antiguos amigos. Nadie daba razn porque cada cual tena sus afanes. Un da llam a un hombre que haba sido gobernador y le dije perentoriamente: ne-cesito que encuentres a Lenito hoy. Poco despus, gracias al artifi-cio de la tecnologa, hablamos y nos escribimos, solo que nuestras cartas no se cruzaban en barcos de vela como en los cuentos suyos, sino en el universo de lo virtual, de lo inmediato. Algo qued claro. De su libro Sobre nupcias y ausencias no quedaban ejemplares entre familiares o amigos. Finalmente se consigui uno en la biblioteca Luis ngel Arango de Bogot. Me fue entregado en la escalera de la entrada y copiado rpidamente mientras l, al mismo tiempo, man-daba una y otra vez e intilmente una copia por Internet que para ese caso, no quiso funcionar.

    * * *

    Lenito no necesita ir a La Sorbona. Ya fue. Pero su otra pasin, los libros, le sigue persiguiendo. Entre los poetas que le gusta leer en

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  • 18 Claudine Bancelin Lenito Robinson-Bent, un hallazgo ausente

    espaol estn el chileno Pablo Neruda, el uruguayo Mario Bene-detti, el argentino Roberto Juarroz y el colombiano Daro Jaramillo. Cuando lee en ingls prefiere a Robert Frost y cuando lo hace en francs, a Jacques Prvert.

    El escrito alemn Michael Ende lo ha dejado pensativo desde que se meti en su libro de cuentos La prisin de la libertad. Entre los escritores canadienses prefiere a Margaret Atwood y Michael Ondaatje.

    Su vicio por la lectura lo ha llevado a releer varias veces El llano en llamas de Juan Rulfo, El extranjero de Camus, la versin inglesa de Cien aos de soledad con traduccin de Gregory Rabassa y todo lo escrito por Marguerite Yourcenar, Marguerite Duras, Alberto Moravia, Italo Calvino, Alejo Carpentier y, como l mismo dice, la lista sigue.

    * * *

    Su primera obra fue la poesa hecha prosa, a la que no le falta nada y le sobran adverbios. Pero no importa. De alguna manera a todos los de esa generacin nos fue difcil resistirnos al embrujo de Gabo. Y Lenito pincela su pueblo de tal manera que despus de leerlo uno vislumbra que Providencia es un lugar entraable, diferente.

    Hoy vuelve a editarse su obra por segunda vez al tiempo que se dan a conocer relatos inditos. Las primeras promesas estn cum-plidas, pero Lenito sigue siendo un hallazgo ausente aunque viene cada ao. La ltima vez que fue a Providencia llev a su hijo de doce aos para que se convenciera, de una vez por todas de que all haba lagartijas azules.

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  • Claudine Bancelin 19Lenito Robinson-Bent, un hallazgo ausente

    A n t ic ip o a L a s c a s a s huid iz a sy otr o s cuento s sobr e f ug a s

    Los otros cuentos que aqu se presentan, hacen parte de un libro indito que Lenito escribi recientemente en Montreal.

    La primicia es un abrebocas de su trabajo desde el exilio. Esta vez, con el fro entre los huesos y como siempre, el mar corriendo por sus venas. Porque es con el mar que inicia esta serie de cuentos que se reunir bajo el ttulo de Las casas huidizas y otros cuentos sobre fugas. Nuevamente el mar, los difuntos y lo sobrenatural se unen para formar historias de un pueblo donde an es posible ha-blar con los muertos.

    El cuento Sombras gemelas contra el muro empieza por el fi-nal, pero uno no lo sabe, y el presente se confunde con el pasado, los vivos se confunden con los muertos y la realidad queda destrozada.

    Este relato trae la voz de una mujer anciana que camina vesti-da de morado en un viaje hacia la muerte y no sabe si la mujer de la sombra es su abuela o es ella misma. Y es que a Lenito le gusta sumergirse en la vida de los ancianos. Los ha tenido cerca, los ha amado, los ha entendido y siempre ha escrito sobre ellos y, en otras oportunidades, para ellos.

    Una estela de misterio rodea esta historia porque despus de veinte aos la muerte sigue siendo una recurrencia y la isla, su es-cenario.

    Lenito sigue jugando con las palabras y logra lo hermoso, esta vez ms depurado.

    Viaje a travs de la transparencia es un minucioso relato de un hombre dos veces nufrago que busca en los laberintos de su con-ciencia para torturarse por el crimen de indiferencia que cometi en el primer naufragio y que quiere expiar en el segundo. De hecho lo logra y puede resolver su vida en el ambiente desolador que lo

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  • 20 Claudine Bancelin

    rodea. As como en muchos de sus cuentos, las realidades son con-tundentes, abrumadoras.

    Otra vez su relato est lleno de ritmo y expectativa para des-cifrar el final y otra vez Lenito cuida cada palabra de manera minuciosa. Camina por el sendero literario no solo como el primer escritor de la isla sino como un hombre de gran talento que ser difcil de superar en su tierra.

    Ambos cuentos estn atravesados por la evocacin de lo que se fue. Fueron escritos hace algunos aos, bajo el auspicio de Col-cultura en un proyecto para la creacin literaria que no inclua la publicacin; por ello los hizo en espaol. Sin embargo, Lenito ha traducido algunos al ingls y tambin en ingls ha escrito una nove-la corta, an sin concluir titulada Coral Nuptials for Sunday (Bodas de coral en domingo). En Canad los est puliendo todos y escri-biendo una serie de relatos cortos tambin en ingls.

    Lenito es el marinero tatuado por la vida, que le ha dejado en la piel marcas perennes. Poco a poco, a la manera de Kavafis, la isla lo perseguir por dondequiera que l recorra el mundo.

    Providencia est en las letras que han sido durante toda su vida, su oficio, cuando trabaja una por una la palabra adecuada, la frase justa. Lenito no se ha apresurado. No tiene porqu; as lo aprendi en su isla cuando se convenci de que ira a La Sorbona. Hoy sabe que fue para poder escribir de la isla que lo sigue a cualquier confn del mundo, as l pretenda fugarse, as est ausente.

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  • Claudine Bancelin

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  • 25

    E spec t ros sobr e nudos y de snudos

    Desde haca varios aos, cada maana al apuntar el alba, Ulises Salomn recorra la playa de cabo a rabo. Conservaba an la aeja esperanza de que el mar, un domingo de desbordante generosidad, le trajera cualquier objeto extraviado de otros mares. Sin embargo, so-lo encontraba botellas de vino vacas, maderas de balsas rotas, zapa-tos dispares de mujer, bolsas plsticas manchadas con brea, troncos de rboles exticos, pequeas boyas de colores vivos. Y a pesar de no haber encontrado nada interesante, siempre reanudaba su bsqueda matinal con el fervor obstinado de un buscador de tesoro oculto, con la sola diferencia de que tal vez lo que Ulises esperaba se encontraba en andurriales ms profundos que todos los ocanos ignotos.

    O quiz ya no esperaba nada. No obstante su mala suerte, sigui manteniendo desahuciadamente la ceremonia de inspeccin mati-nal, ms que todo porque, de romper con la rutina, no sabra en qu ocupar tanto tiempo libre.

    Si bien no fue de inters especial, el domingo pasado hizo un descubrimiento inesperado que lo llev a desempolvar vetustas re-miniscencias enterradas desde la edad de las plumas doradas en los tricornios. Caminaba lentamente sobre las finas y blancas arenas frente al mar, cuyas olas frescas le baaban los pies descalzos con un agua sedosa al tacto, la cual iba borrando las huellas tan pronto el pie era levantado. A lo lejos el sol ya haba empezado a asomarse; Ulises

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    lo vio ms all de donde comienza el mar silencioso poblado de un viento dulce cuyo contacto con la piel le pronosticaba un da agra-dable como no hubo en mucho tiempo. l no piensa sino en el mar, en el mar sin nada ni nadie. Al extremo sur de la playa, sacudido por un estupor sin tiempo, y sin llegar a sentirse alarmado, se detuvo bruscamente para permanecer por largo rato mirando fijamente la doble estampa todava fresca y casi caliente abandonada en la arena an gris de la alborada; era la impronta de dos cuerpos troquelada en bajo relieve y cuya apariencia daba la imagen de un molde donde se acuan las deidades; a la vez evocaba el nido tibio donde se anu-dan los cuerpos frgiles y tiernos de las diosas con los marineros fuertes y apasionados de todas las odiseas. En el momento no hizo ningn despilfarro de esfuerzos para relacionar el descubrimiento con vivencia alguna, mas pens en cunto haban evolucionado las costumbres en la isla de San Macario desde el da en que lleg la primera horda concupiscente de turistas.

    A los ochenta aos, Ulises considera que las nicas cosas tiles que ha hecho en su vida de aciertos y fracasos han sido, por una parte, la dedicacin de ms de media vida a las faenas del mar, y por otra parte, toda la vida consagrada al recuerdo de todas las mujeres de blanda sumisin que pasaron fugazmente por su existencia, unas dejando huellas de nieve, otras, marcas de fuego.

    Desde muy temprana juventud haba trabajado de marinero en distintos barcos desde y hacia tantos puertos olvidados. Al igual que todos los marineros, lleva los brazos tatuados con figuras legendarias y erticas en un color de tinta que ya se confunde entre las arrugas de su piel morena curtida por el sol y los aos; sobre el brazo izquierdo lleva una mujer desnuda con los cabellos de sirena loca desplegados al viento; sobre el derecho navega un galen inmvil rodeado de ga-viotas de altos vuelos. En el mar, Ulises arriaba velas, haca nudos

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    fuertes para luego deshacerlos rpidamente, timoneaba por mares sin nombres, escrutaba el cielo en busca de estrellas, especulaba so-bre vientos, y sobre todo pensaba en las fastuosas mujeres de frases delicadas que se desvivan por l en cada puerto de la rosa nutica.

    En aquellos tiempos era joven y bello; por la poca en que ms all del bauprs de todos los bergantines descansaba un puerto con casas de ventanas iluminadas del alba repleto de mujeres aletargadas aguardando impacientes su llegada, pues l arrastraba tras s la pri-mavera, las flores y el fuego latente de la pasin para edulcorar todos los gestos y entibiar todos los abrazos. Sus andanzas de trotamundos lo llevaron a acumular un denso repertorio de nombres femeninos, uno ligado a cada puerto de paso, los cuales sonaban a diosas y sin que l recordara cmo era cada mujer en el mosaico de la caras y cuerpos, sin embargo las distingua, una por la risita alegre y explosi-va, otra por los ojos adormecidos, otra aun por la sensualidad carno-sa de los labios como frutos del trpico, y as sucesivamente. Puertas y brazos abiertos en cada puerto. Mil mujeres de amanecer tibio que sellaron en l nombres y huellas indelebles: Serena, Lourdes, Bianca, Nadia, Paulinha Mara, Estrella, Susana, Ccile, Mirelle, Nereida, Ondina, Noris, Helga, otra Susana y la lista sigue interminable en su obituario de aoranzas. Nunca supo cunto las amaba, nunca trat de totalizarlas, ni tampoco se interes por la parte alcuota del senti-miento que le corresponda a cada una, sino que meda la intensidad de la pasin por el vaivn de la nostalgia aeja y tarda despus de que ya ni faro ni puerto lo esperaba en ningn amanecer. Ahora, cualquier noche se sienta frente al mar de olas apacibles el mis-mo que resplandeca bajo tantos crepsculos dorados y que lo vea entrar al puerto de La Habana de antao a pensar que La Habana era sinnima de Nereida, aquella habanera de piel canela cuyas risas estrepitosas hacan desbordar la champaa de las copas; Ondina a la

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    que tanto amaba y a la que nunca le conoci otro nombre ni apellido, solo saba que adoraba ese nombre y ese puerto de los aos treinta, y quin dira que algn da estara tan diametralmente distancia-do de aquellos nombres de gloria por lagunas ms extensas y ms abisales que ocanos; es como si su bergantn rebosante de ternuras an nuevas hubiera sido abandonado a la deriva cualquier noche en un sargazo de corrientes adormecidas sin tiempo, y de repente ese nombre, Ondina, viniera a su encuentro con su batir angelical de alas despertndole antiguas vivencias latentes de La Habana sumer-gida an, gracias a su espejismo, en sus bacanales de sbado por la noche despus de un viernes de ardiente expectativa, con mujeres de labios de corazn de barajas desfilando sobre todos los muelles del atardecer. Despus de tantos aos peregrinando a solas en su desier-to de soledades compactas y de nebulosas aletargadas, ahora, este descubrimiento dominical acaba de poner tierra firme bajo sus pies frente al oasis de sus tiempos sublimes. Aquellos nombres hasta cuya musicalidad l haba conseguido olvidar gracias a las ocupaciones de la vida sedentaria, volvieron a florecer en el jardn otoal del re-cuerdo solo como una hojarasca de desastre levantada por un cicln.

    Cuando nio, de eso muy bien me acuerdo, la maestra de la es-cuela primaria me castigaba por estar distrado ya que, en vez de repetir las lecciones de catecismo recitadas por ella, yo miraba por la ventana para contemplar cmo el viejo Ulises se pasaba el da en el sol canicular de marzo confeccionando redes de arrastre. Amarraba un extremo en un poste de la cerca frente a la calle, luego exten-da la red por el patio de la escuela, por detrs de la cisterna, por la cancha de bisbol, cercando as toda la escuela. l, en aquel tiempo demostraba ser mucho ms joven de lo que realmente era y por lo tanto poda soportar los rigores que implicaba ese tipo de trabajo. Ya sus largos y huesudos dedos le tiemblan algo, se apoya sobre el

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    bastn para caminar y la vlvula del pensamiento empieza a gotear sobre su voz; habla a solas, dice cosas ntimas y se re: el otro da la vi bandose en la playa, estaba como vino al mundo, y le dije, ji, ji, ji, si ella hubiera atravesado el patio cuando yo era el gallo del gallinero Cmo es de injusta la vida, esper todo este tiempo a que yo estuviera decrpito para crear la estirpe de ngeles. A ve-ces entona en falsete viejos aires antillanos olvidados en las cuerdas oxidadas de las guitarras de fiestas de los aos veinte y me pregunta si recuerdo cuando esa cancin estaba de moda. Le digo que no, y me mira con aire de desilusin, se calla por un momento y retoma silenciosamente su labor.

    Ahora debe trabajar sentado a causa de su avanzada edad. Ya no hace redes de arrastre porque son demasiado pesadas para ser ma-nipuladas; en cambio fabrica nasas durante el da y de noche hace esparavel. Me deleita sentarme a su lado para ver cmo sus dedos autmatas van trenzando el mimbre para terminar una nasa perfec-ta igual a todas las otras ya hechas. A veces me mira atentamente y me habla de cualquier cosa; generalmente me cuenta alguna anc-dota mientras le va dando la forma al embudo, un cilindro de cur-vas labernticas donde los peces pierden el sentido de la orientacin. Nunca se equivoca.

    De noche a la luz de la luna, o si no hay luna, al resplandor ma-cilento de una linterna de queroseno, teje la red del esparavel sobre una delgada varilla de madera pasando rpidamente la aguja por entre la trama ya hecha mientras canta en falsete aires ancestrales de los tiempos del pirata Morgan. A menudo hace una pausa en la labor, suspira hondamente como si lo que fuera a decir viniera de lejos en el aire fresco de la noche cargado de aromas de frangipane, y me pregunta si recuerdo las letras de aquella cancin. Le digo que no con un respetable silencio. l comprende. Al retomar su labor,

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    para consolarse agrega que es posible que yo no hubiera nacido an; despus me cuenta cun fascinante y pegajosa era aquella cancin, cmo la gente se abrazaba en las tabernas de baile al son de ella, c-mo la gente se amaba, cmo la tarareaban hasta en la iglesia.

    La historia de su vida sedentaria haba empezado desde haca mucho tiempo atrs. Desde la noche en que fue hundido el bergan-tn La Galera Dorada, en donde l era segundo oficial de alguna cosa (nunca me acuerdo de qu cosa precisamente), y nunca volvi a la mar. Siempre me contaba lo sucedido, mas ahora no quiere acordar-se de aquella noche aciaga. Fue durante la Segunda Guerra Mundial, a escasas veinte millas de la isla de San Macario. Un submarino de patrullaje fantasma, al amparo de la densa oscuridad y la neblina, pas como un blido por el casco de madera de su nave dejando de esta solo un reguero de astillas esparcidas por medio mar Caribe.

    Mucho tiempo despus, solamente poda recordar que en ese momento l se encontraba encaramado en alguna parte del palo mayor cuando sinti el sacudn ssmico cuyo impacto retumb en un estrpito de catstrofe, y l no se dio cuenta de nada hasta tres das ms tarde cuando un barco de bandera liberiana lo encontr a la deriva delirando sobre una balsa, abandonado a los designios de la Divina Providencia. Fue el nico sobreviviente de la tragedia. Lleg a la isla con las manos vacas y se instal en la casa donde todava vive, donde tiene la mar de frente para as disponer de suficiente espacio baldo para desplegar a sus anchas los recuerdos, y suficiente cielo para soltar a volar las nostalgias como cometas rosadas al atar-decer; desde all puede ver en lontananza los mstiles de los barcos annimos flechando el cielo hacia los rumbos ms disparatados con su cargamento de marineros tatuados.

    En el mar Ulises haca nudos, amarraba amantillos, soltaba jar-cias, etctera; en los puertos anudaba suspensos e idilios, soltaba

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    hebillas y desnudaba mujeres pedigeas. Todo lo haca con la mis-ma habilidad. Con el tiempo lleg a constatar que ambos procedi-mientos eran idnticos: en el mar, a la penumbra de la luna o a veces en la oscuridad; en el puerto, en la penumbra de un candil o en lo oscuro indescifrable. Muy pronto se convirti en un experto en las martingalas de ambas artes. Ahora, amordazado a la rutina de sedentario, contina haciendo trenzas de mimbre y nudos de hilos mientras pasa el tiempo y sin que llegue a precisar la naturaleza de su esperanza.

    A la noche termina la red, se levanta lentamente de la silla, mira su obra desde la puerta al otro extremo de la casa, la mira largamente a contraluz como si esperara encontrar algo escondido ms all de la otra orilla de los rombos de hilo. La dbil luz emitida por la lin-terna de queroseno encima de la mesa de la sala le llega en mosaicos a travs de la red para atigrarle la piel. Terminada la muda contem-placin, entra al dormitorio, se desviste lenta y metdicamente antes de acostarse con la soledad, en un silencio apenas roto por las notas monocordes de un grillo tan melanclico como l. Las ltimas gotas de combustible de la lmpara se van consumiendo en una llamita convaleciente anaranjada, y a medida que la oscuridad baja del cielo raso sus recuerdos se van apagando; los siente cada vez ms lejos, ms livianos, se cubren de nubes oscuras y se apagan sigilosamente. Maana ser otro da suele decir. Con el primer nudo los recuerdos volvern a germinar desde sus cenizas, desde antes del caos, desde antes de la existencia de las alboradas de plata bajo cuyo amparo los cuerpos tiernos de los hombres se juntaban con las diosas nbiles y aquiescentes sobre la llanura sin fin del mar.

    Pars, marzo 10 de 1984

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    L a agon a de Tul i a

    Ay, aay, aay! Pero es que me est doliendo demasiado, repeta incesantemente Tulia, gimiendo y revolcndose en la cama deshe-cha, los dedos crispados frreamente a la funda de la almohada. Trata de mantener la calma mientras llega el mdico, dijo la abue-la sin saber muy bien qu ms decir. Escucho golpes de caballos aproximndose al patio, minti por hacer un ltimo intento de consolacin. Debe de ser tu hermano que viene con el doctor. No tardarn en estar aqu. Pero no puedo; me est perforando el o-do, respondi Tulia desde unos ojos lacrimosos, me voy a morir, aay, aay, me voy a morir. No te vas a morir, querida, ya viene el mdico. Diciendo esto, la abuela retir sus dedos nudosos de en-tre la cabellera alborotada de la muchacha, se levant lentamente, sali del cuarto en direccin a la puerta de la sala que daba hacia el patio delantero donde sola cantar bajo la luna en las noches de rondas, adelant algunos preparativos para recibir al mdico y de esta manera caus la impresin de la presencia de este bajo el dintel de la puerta, quitndose el sombrero; tambin abri los batientes de la puerta que se estaban cerrando, los tranc con dos palisandros, traslad una silla desde junto a la pared divisoria entre la sala y el cuarto de la enferma y la puso junto a la ventana por donde entraba la brisa serena del atardecer, orden los vasos encima de la mesa de modo tal que quedara suficiente espacio donde colocar el doctor

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    Gmez sus instrumentos de rigor, descorri la cortina de una de las ventanas y sac a chancletazos un gato amarillo que dormitaba en una silla tras el mantel colgante de la mesa. En efecto, ya haba ago-tado todo un nutrido repertorio de frases y gestos lenitivos en los frustrados esfuerzos, tras varios das con sus noches en vela, para apaciguar los quejidos agnicos de la nieta.

    Tulia llevaba el sexto da confinada a la cama por causa de un intenso dolor en el odo derecho. El doctor Gmez, cuyos hondos conocimientos hipocrticos nunca fueron puestos en duda, mani-fest en privado a la abuela su total ignorancia ante la afeccin asin-tomtica y enigmtica de la paciente, pues l auscultaba en busca de sntomas para establecer el diagnstico del caso, y sin embargo, ca-da examen conduca a resultados ms desahuciados. Le haba exa-minado cuidadosamente el odo en cinco ocasiones sin encontrar inflamacin ni objeto extrao dentro, y aun, con todo lo sencillo que pareca el caso, el aguijn segua trepanando el odo de la mu-chacha, siempre con ms intensidad y continu siendo refractario a todos los brebajes, biznas, cataplasmas, elxires, fricciones, me-junjes, pcimas, etctera. El dolor se hizo rebelde contra la ventosa y todas las otras frmulas del recetario medieval de medicamentos silvestres.

    Todo haba empezado la noche del viernes anterior. Tulia dorma apaciblemente lo mismo que la abuela y los dos hermanos mayores. Afuera las ltimas gotas de lluvia repicaban sobre el techo de zinc; solo el rumor lejano y casi apagado de los ladridos de un perro in-somne atravesaba el sigilo de la medianoche. De repente Tulia emi-ti un grito aterrador de quien recibe un fuerte latigazo inesperado, cuyas vibraciones estremecieron a los que dorman entregados a sus sueos sin sobresaltos; luego sigui llorando con lloriqueos ahoga-dos desde las movedizas arenas de su infernal pesadilla. La abuela y

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    los hermanos de Tulia, pasmados por la intensidad del grito que se poda escuchar a una milla a la redonda, se levantaron con un sobre-salto de tigre al ataque. Alguien encendi rpidamente la linterna de queroseno sin haberse despertado por completo. Luego que la abuela le hubo iluminado la cara con la difusa luz ambarina, demasiado brillante para los ojos recin despertados de la anciana, esta no pudo menos que consternarse: Santo cielo, exclam, tenme la linterna. Los dos hermanos se acercaron el uno tras el otro y tambin se cons-ternaron debidamente como lo exiga la ocasin.

    Tulia pataleaba y luchaba desesperadamente, como nadando des-de el embudo de perdicin de un tornado apocalptico, ensopada en sudor espeso que chorreaba por la cara y el cuello a libre vertiente para luego desembocarse en el pecho; echaba copos de espumas ver-duzcas por la boca y la nariz al mismo tiempo que temblaba como cuerda de arpa taida. Haba que sacudirla insistentemente para cal-marla; haba que propinarle fuertes y sonantes palmadas en las nal-gas sudorosas y llamarla por el nombre varias veces para rescatarla de su pesadilla atorbellinada. Luego que estuvo despierta y despa-bilada, se sent sobre el borde de la cama, an temblorosa, atnita, los ojos en xtasis. Con el borde de la sbana, nico lugar seco de la misma, la abuela le enjug la frente, el cuello y los brazos.

    Trae un vaso con agua para la nia, pero rpido.No hay agua contest uno de los muchachos despus de bus-

    car infructuosamente esta noche nadie entr agua.Ve a la cocina a buscar dijo exasperada. Pero ya! En esta casa

    la gente se est muriendo y ni una gota de agua sigui hablando para s.

    La cocina quedaba al lado sur de la casa, a unas veinte yardas de esta. Primero haba que ir a la cocina a buscar la olla con la pita y des-pus ir a la cisterna para llenar el balde con agua. Los dos muchachos

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    salieron por la puerta trasera de la sala, uno sostena la linterna por la manija con una mano y tapaba el tubo con la otra para que la brisa no apagara la llama; el otro hermano llevaba el balde y la olla ama-rrada al extremo de una cabuya para sacar el agua de la cisterna. Ya haba cesado de llover y en el patio las ltimas venas de agua corran bajo la obediencia de la gravedad buscando los charcos ms grandes, los cuales a su vez se desbordaban para repetir el crculo vicioso. La noche era de una oscuridad tan compacta que el brillo macilento de la linterna apenas si alcanzaba a despejar el sitio del paso siguiente para as poder esquivar el charco ms cercano.

    Finalmente trajeron el vaso con agua. Tulia se la bebi toda con rapidez y docilidad; le llenaron el vaso de nuevo, lo vaci por se-gunda vez aplacando as su sed pantagrulica. Le sirvieron ms, aun cuando neg con un movimiento de cabeza. No se la tom. Sigui mirando con ojos desorbitados como si contemplara algo ms all de las cosas visibles, y sin haber todava reconocido a la abuela ni a los hermanos.

    Ya te sientes mejor? pregunt calmadamente la abuela. Qu fue lo que te suedi?

    S asinti con un gesto de cabeza para responder a la primera de las preguntas.

    Qu fue lo que te pas? insisti. Una pesadilla?Me est zumbando el odo contest con voz temblorosa lo

    siento como si tuviera todo un panal de abejas dentro de la cabeza.Pero cuntame exigi, evitando exasperarse, qu fue el grito?Fue un sueo horrible hizo una pausa para tragar saliva. Yo

    me encontraba parada en la puerta que da al patio trasero; era casi de noche, la cada de la tarde, no haba nadie ms en casa, solo yo; entonces como a sesenta yardas de donde yo estaba, cerca del r-bol de tamarindo apareci una mujer vestida de falda negra y blusa

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    blanca; se me qued mirando fijamente mientras yo a ella tambin; yo esperaba que ella preguntara o dijera algo, pero no. Se qued all quietaTulia hizo una pausa y sin moverse del sitio levant una mano y me propin una brutal bofetada; era una mano largusima. Despus no supe nada ms.

    Solo fue una pequea pesadilla, mueca dijo la abuela con tono paliativo vulvete a dormir, ya todo pas.

    No voy a poder dijo tengo miedo, estoy caliente.La abuela le puso el dorso de la mano sobre la frente para consta-

    tar lo dicho por la muchacha y se dio cuenta de que en efecto herva en una calentura de temperaturas volcnicas.

    Bueno, psate a la cama conmigo propuso.S acept.No obstante, no pudo conciliar el sueo; el miedo y ese zumbi-

    do siguieron rondndola durante toda la noche. Hizo fuerzas para mantenerse inmvil, con los ojos cerrados hasta que la abuela empe-zara a roncar y as ella pudiera seguir ah a la deriva en sus insom-nios sin tregua, sin estorbar a nadie.

    Hacia el domingo por la noche el zumbido se haba metarfosea-do en una especie de murmullo lejano cuyos sonidos montonos se iban volviendo cada vez ms humanos, como voces de una pequea reunin de mujeres en la cual todas cuchicheaban al mismo tiempo y como si se les fuera sumando ms gente. Las senta cada vez ms cerca, hasta alcanz a distinguir entre varias pausas las carcajadas lejanas y burlonas de una mujer en particular; asimismo, lleg a identificar la voz de la misma persona que a ratos lloraba, luego pro-testaba histricamente. Tulia estaba deprimida, plida y agobiada por la fiebre que jams la liber. Hacia el lunes al medioda, el mur-mullo multitudinario se haba transformado en un dolor punzante e intermitente, que a su vez haba ido evolucionando en la misma

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    proporcin ascendente como sucedi en el caso del murmullo. De ah en adelante todo se convirti en una desenfrenada agona. La abuela tard hasta el lunes por la noche para llamar al doctor G-mez, quien luego haba seguido viniendo todos los das, hasta tres veces al da a pesar de la distancia de tres horas a caballo por sen-deros cruzados y pedregosos. l sigui brindando sus visitas gene-rosas cotidianamente, no con la esperanza de aportar algo til a la curacin de Tulia, sino solo por cumplir con los principios de la tica profesional cuyas normas observaba al pie de la letra, y tambin de-bido a cierta conmiseracin para con el prjimo, segn lo mandaba el cdigo del buen cristiano.

    Tulia era una muchacha de piel acanelada, alta, sin ser demasiado delgada, ancha de caderas; en pocas palabras, un cuerpo magistral-mente esculpido, dos trenzas negras colgantes sobre los hombros y con diecisiete aos recin cumplidos. Era hurfana lo mismo que sus dos hermanos mayores. Su madre falleci durante el parto en el cual ella vino al mundo. Su padre, un marinero sin piso ni puerto, dispers huesos en un naufragio sin fecha. La abuela los cri a todos tres con un cario que la misma madre hubiera envidiado.

    Sin importar a quin fuera ni dnde viniera, la abuela le prohibi a los muchachos mencionar lo relatado por Tulia. Solo ella misma se lo confi al doctor Gmez y luego al reverendo Dickman, el pas-tor de la iglesia. En efecto, debido al aura de misterio que envolva el caso pens haba que evitar decir cosas susceptibles de crear especulaciones.

    El candor de la adolescencia de Tulia y lo enigmtico de su re-pentina agona suscitaron la cordialidad y la solidaridad de unos y la curiosidad de otros. Desde muy temprano en la maana y hasta muy tarde en la noche, todos los das, la casa se mantena tan llena de gente que apenas si haba donde colocar un vaso o guardar una

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    escoba. Las hordas de visitantes solidarios, preguntones, curiosos, hasta borrachos locuaces venan de los sectores ms apartados de la isla de San Macario; a veces se los vea buscando infructuosamente por todo el alrededor del patio una estaca o un palo libre dnde amarrar las riendas del caballo, o tanteando la resistencia de un montculo seco en el lodazal del patio para no embarrar los zapatos. La pequea casa de madera sobre pilotes alcanz a llenarse tanto de la turbamulta preguntona y parlanchina interrogando a diestra y siniestra que por poco se desfonda el piso.

    El mircoles siguiente, para agotar el ltimo recurso de todos los imaginables y por imaginar, la abuela mand llamar a la seora Bett, de cuya destreza en la aplicacin de ventosas toda la isla estaba convencida. Cuando lleg mir a la muchacha jadeante en la cama, la examin de pies a cabeza con una mirada cargada de esa tristeza reservada para los moribundos, luego rehus silenciosamente con un ademn negativo de cabeza. Posteriormente confirm la nega-cin argumentando que la encontr demasiado agotada y dbil y por consiguiente no resistira el tratamiento de rigor.

    La abuela haba pasado todos los das anteriores enredada en las tramas de una misteriosa telaraa de dudas y temores. Mientras ms trataba de poner el asunto en orden, ms se iba enzarzando. Fue entonces cuando se resolvi a despejar algunas dudas tiles cuyas causas estaban o podan estar a su alcance antes de que la muchacha cayera en estado de alfereca.

    Tulia, cmo era la mujer? pregunt con tono neutro para no alarmarla.

    Ya te lo dije. Era alta, morena negra enfatiz vestida de fal-da negra y blusa blanca; era flaca, los cabellos peinados en muchas trenzas pequeas y cortas, la nariz algo aplastada y era un poco bel-fuda. Era fea concluy, antes de retomar el gemido dejado a medias.

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    Santo Cielo! exclam la abuela mientras sala del cuarto para desempolvar a solas los viejos recuerdos devnicos abandonados a la voluntad de los aos.

    La abuela necesit un instante de sosiego para recuperarse del estremecimiento tardo causado por la revelacin final de Tulia. Al llegar a la sala tena frente a los ojos la imagen clara, ntida y mul-titudinaria del cortejo fnebre sin fin saliendo del patio por las dos puertas. En el acto mand a Lucas, el hermano mayor de Tulia, a traer al pastor Dickman de donde estuviera. Sin duda alguna, esa descripcin corresponda en todos los detalles a Alsina, de cuya muerte la abuela volvi a acordarse como si hubiera sido apenas el da anterior. La mujer se haba suicidado ingiriendo un frasco de estricnina, suficiente veneno para fulminar a todo un ejrcito. Eso haba sucedido haca diecinueve aos, exactamente durante la noche de bodas entre Ignacio y Florencia, los padres de Tulia. An-tes de suicidarse la mujer profiri amenazas de venganza desde el fondo de su alma errante y eso lo dijo en la iglesia ese da. La abuela record que Ignacio haba mantenido relaciones a escondidas con esa mujer desde tiempos inmemoriales, y que segn esta, l le haba prometido solemnemente llevarla de blanco ante el altar. Entonces, el da del matrimonio de los padres de Tulia, cuando el pastor pre-gunt, como lo ordenan los procederes rituales, si haba alguien en contra del enlace, Alsina se levant desde la ltima banca, atraves toda la nave central del recinto y se coloc frente al plpito, de lado al pblico, y expuso meticulosamente todo el meollo de las intimi-dades y las promesas claudicadas. Al principio nadie se atrevi a callarla, ni siquiera el pastor, mas el silencio de los convidados se iba haciendo torturante para el novio y fue cuando este dijo lac-nicamente que jams haba visto semejante mujerzuela en toda su vida, respuesta que caus estrepitosas carcajadas entre la multitud.

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    Avergonzada, abucheada y humillada, Alsina sali del sacro recinto profiriendo maldiciones y venganzas de ultratumba.

    Al amanecer del sptimo da Tulia haba cado en una especie de aletargamiento comatoso, con los ojos vidriosos y en xtasis, ex-traviada en los laberintos distantes de un delirio concntrico. Poco antes trataba intilmente de balbucear nombres, nmeros y frases confusas e inaudibles cuya incoherencia confirmaba lo inevitable. A medianoche se volte lenta y tranquilamente sobre el lado izquierdo, el odo con dolor hacia arriba, y expir sin queja. Antes de caer presa de las histerias de todas las furias, antes de que la multitud adolorida se abalanzara sobre la casa, la abuela se levant de la silla para cerrar los ojos de Tulia y fue entonces cuando distingui la huella hinchada en alto relieve sobre el lado derecho de la cara de la muchacha, desde la parte superior de la mejilla hasta el orificio del odo: una mano de mujer con sus cinco dedos.

    Pars, primavera de 1984

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    De sde el ot ro l a do del v i a je

    Sylvia cumpla sagradamente con el deber de ir a la oficina del correo todos los martes del calendario a reclamar su carta, que llegaba sin falta ni retraso aun cuando cosas ms vitales fallaban. Desde haca ms de tres aos l escriba una epstola semanal rica en detalles conmovedores capaces de alterar el sosiego de un co-razn de porcelana. Lo haca con el mismo fervor apasionado y el mismo candor devoto como si cada semana volviera a escribir la primera carta, y aunque ella nunca se preocup ni siquiera por enviarle un telegrama en el da de su cumpleaos, ni en Navidad, mucho menos por contestar las cartas, l siempre encontraba pala-bras y frases nuevas desbordantes de elocuencia en su retrica per-sonal para mantener siempre viva la llama invisible de la esperanza que haba de intentar el deshielo del corazn obstinado de Sylvia.

    Ella nunca ley una carta en la oficina del correo, ni tampoco en el parque como lo suelen hacer las personas demasiado ansiosas por enterarse del contenido de la misiva. En ese aspecto ella tena para su uso privativo una serie de rituales ms dogmticos, normativos y sofisticados. Llegaba a su casa como cualquier otro da, caminaba los pocos pasos que separaban la casa de la orilla del mar, se sentaba en-tre los ramajes entrelazados de los manglares, en el lugar acostum-brado, que bien pudo llamarse su trono, en la rama colgante donde el agua tibia de la tarde suba y bajaba rtmicamente alrededor de sus

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    tobillos desnudos; aquel lugar era una especie de dominio del silen-cio donde no haba riesgo de que alguien la interrumpiera. Lea y a veces colocaba el dedo ndice derecho para marcar una puntuacin, o haca una pausa en cualquier parte para mirar distradamente las picadas acrobticas de las gaviotas en el puerto pesquero al frente, o para contemplar atentamente la otra orilla o tal vez la vela de un pescador tardo perfilada contra el horizonte nublado, sin saber bien si se acercaba o se alejaba. Poco le interesaba. Despus de tanto tiem-po viviendo en martes, para Sylvia, leer una carta no era un gesto de simple conmiseracin ni una delicadeza a nombre de la cortesa y las buenas maneras, sino ms bien un ritual pleno de formalidades ce-remoniosas y recursos protocolarios dignos de encabezar cualquier tratado modelo en el tema. Siempre haca las pausas con el mismo intervalo de tiempo en las distintas cartas, segn lo confirmara un observador cauteloso. Haca una primera pausa larga para contem-plar las gaviotas en su vaivn de fiestas, luego una pausa ms corta, aproximadamente en la mitad de la lectura donde suspiraba honda-mente varias veces como si las palabras descendieran al encuentro de otras extraviadas ms all de las cosas memorables; esto lo haca sin que su rostro delatara signos de tristeza ni alegra; haca la ltima pausa poco antes del final de la carta, y sonrea a solas mirando el agua que envolva sus tobillos. Eso haca pensar que l se tomaba el cuidado de contar los mismos hechos, escribir los mismos dichos y frases, pero cambiando en cada carta los nombres de personas, lugares y flores, dicho de otro modo, una nueva historia pero en el fondo la misma, todo eso quiz para poner en prctica aquello dicho por algn escolstico acerca de que si unas gotas de agua caen sobre una roca compacta no producen ni siquiera musgo, pero si cae gota tras gota en el mismo sitio ao tras ao, dcada tras dcada y hasta por siglos, acaban perforndola. Sylvia jams se refiri al contenido

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    de ninguna de las cartas; tampoco hizo comentarios con nadie. Una vez cumplidos los pasos rituales ella volva a doblar la hoja en cuatro para luego pasarla a un destino misterioso para las otras personas a su alrededor.

    A veces las cartas venan con sellos postales de pases cuyos nom-bres ella jams haba odo mencionar ni visto, ni siquiera en los li-bracos ms nutridos de geografa universal. Fue as que aprendi sin necesidad de atravesar el mar, sin sentarse atentamente frente a los programas culturales y didcticos de la televisin, sin tener que entregarse a la investigacin en enciclopedias ilustradas, cmo era la Tour Eiffel, la Plaza de la Concordia, el Tmesis, el Vstula, el Taj-Majal, los barrios antiguos de Mlnik y todo un catlogo propeduti-co de nombres de plazas, torres, avenidas, barrios, jardines, parques, paseos, catedrales, etctera. Esta maana, a pesar de la primavera radiante llovi sobre el mar Dubrovnik, y la lluvia era fina y platea-da, fresca y tierna. Corr bajo la lluvia con una rosa roja en la mano buscando tus trenzas de antao y cantando esa cancin que tanto cantabas en la escuela y Dubrovnik tena color de paraso, pero faltabas t. Ella se pasaba la semana pensando en ese nombre que saltaba en la memoria como una bolita de caucho rodando cuesta abajo. Imaginaba amorfamente esa ciudad como un andurrial re-moto una aldea sobre una colina pensaba en ella hasta confun-dirla con cualquier otra cosa en el repertorio bablico de nombres impronunciables de mares y valles. Ella se imaginaba esa lluvia co-mo cualquier otra en cualquier parte, verbigracia, en Anchorage o en Puerto Stanley. Lo que ms le habra gustado, tal vez era ver por ella misma el mar de Dubrovnik y constatar que all tambin haba gaviotas blancas trazando acrobacias sobre la tarde.

    Su padre Mateo, consternado por el ritual de los martes, le pre-gunt un da, sin precisar detalles ni enfatizar inters alguno, sobre

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    el progreso de aquella relacin sentimental en diferido, a lo que ella le respondi lacnicamente, con su manera habitual de contestar las preguntas cuyas respuestas se reservaba:

    No hay ninguna relacin sentimental.Y l por qu sigue escribiendo?Porque quiere.Y t qu le has dicho?Nada.Y qu piensas decir?Nada.Mateo permaneci parado bajo el dintel de la puerta, con las

    manos en los bolsillos del pantaln, en una quietud de estatua de museo; la miraba fijamente, con mitad rabia, mitad conmiseracin, luego sali sin dejar opinin ni consejo al respecto. Su padre nunca la entendi. Ella a menudo sala con amigos; no obstante, desde ha-ca cuatro aos no mantena lazos sentimentales ntimos con nadie. Se supo por va de filtracin de secretos que ella haba tirado fue-ra de borda a su ltimo Adonis debido a lo que ella misma defini como incompatibilidad mltiple de caracteres y gustos divergentes; adems, la decisin fue ntegramente suya, y admiti segn un confidente cauteloso que no hubo heridas, lo que supone o hasta confirma la inexistencia de huellas o cicatrices.

    Las cartas siguieron llegando con una puntualidad infalible. En ellas l le manifestaba un amor grandioso, heroico e invencible, el mismo desde los tiempos inmemoriales. En la escuela que ambos frecuentaban, l le pasaba papelitos con corazones flechados pinta-dos lerdamente con lpices de colores; ella los miraba con un frunce despreciativo antes de destinarlos finalmente a la caneca de basura o entregrselos a la maestra; esta ltima alternativa le garantizaba a l una fuerte reprimenda, pero a la larga poco le importaba. Ninguno

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    de los desprecios, castigos, torturas, penas, viacrucis, lo desanim. Al contrario. En el colegio, ya crecidos y menos ingenuos ambos, l sigui pasando cartas en esquelas con paisajes nrdicos desde el otro lado del pupitre. Y despus de media vida sigui obstinado en sus anhelos y aferrado a muerte a su pasin heroica para continuar escribiendo una carta semanal a la misma destinataria desde el otro lado de todos los viajes. Esta noche Copenhague est cubierta de nieve. Abr la ventana de mi habitacin y vi la nieve en su lento des-censo, flotando en el aire como copos de algodn. Una muchacha con trenzas largas cruz la plaza; era diferente de todas puesto que las trenzas eran negras como las que t llevabas y la nieve iba tapi-zando sus cabellos como los aos y el silencio van poblando mi voz y mi esperanza. En un principio pens que era un sueo, pero no. Adems, en el cruce de cualquier camino se encuentran y se con-funden los sueos con la realidad para crear angustias. Ella se alej, cerr la cortina y segu pensando en ti con recuerdos restaurados desde antes de nuestra gnesis Sylvia, no me olvides. La vida no me alcanzar para olvidarte. Sylvia, no me olvides.

    Las cartas haban seguido llegando con la acostumbrada regu-laridad de todos los martes, Sylvia las sigui reclamando conforme iban llegando sin que ninguna alterara su tradicional comporta-miento, excepto la ltima, que hizo sensiblemente algn efecto sobre ella, no por el contenido estereotipado, sino por la frase de la posda-ta: Anoche so con golondrinas.

    Sylvia no supo si pensar en un presagio o en una coincidencia. Ciertamente, la noche anterior haba cado una lluvia torrencial y ella haba recogido una golondrina ensopada hasta los trinos, la cual se haba posado agnicamente sobre las barandillas del balcn ha-cia el lado del mar. La sec junto al fuego de la cocina, la abrig maternalmente bajo una toalla seca y luego la coloc en el rincn

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    ms caluroso de la casa. Cumpli toda la labor con un candor y una resignacin tan caritativos que se pensaba que era para con alguien querido de haca muchos aos. En la madrugada amain el tempo-ral. En la maana siguiente encontr la toalla en el mismo rincn, con la forma an comba del cuerpecito moldeado dentro, nica hue-lla visible del tierno husped que a esas horas estara sobrevolando las islas Galpagos. Sigui pensando en la coincidencia, lo que le re-sultaba un paliativo.

    El martes siguiente cuando Sylvia lleg a la oficina del correo, el viejito del correo como lo llambamos cariosamente estaba algo preocupado, pues hubiera preferido tener que escribir l mismo una carta a Sylvia a decirle que aquel martes no haba carta para ella; se sinti hasta culpable, lo not ella. Pero con lstima y sinceridad tuvo que confesarle la verdad.

    Seorita Sylvia, hoy tu carta no lleg dijo separando los brazos en alto, desesperado no s qu habr pasado.

    Ella qued como la esposa de Lot.Debe de estar extraviada entre las otras dijo decepcionada.No. La he buscado como cien veces.Me dejas buscar? solicit humildemente.S, por supuesto. Pasa accedi mientras abra la media porte-

    zuela que separaba a los clientes de l.Ella busc durante media hora. Efectivamente, no lleg. Se con-

    sol esa noche con la idea de que pudo haber sido una falla de algn empleado distrado al empacar el correo. Volvi el mircoles. Nada. El jueves. En vano. El viernes. Empresa desahuciada. Tampoco hubo carta ni el lunes ni el martes siguiente. Solo entonces Sylvia triste se dio cuenta de cunto le iba a hacer falta la carta semanal de los martes desde el otro lado de todos los viajes.

    El tercer martes de silencio, despej la mesa y puso encima una

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    maleta azul repleta de sobres timbrados en los sitios ms distantes y antipdicos del mapamundi. Fue a la hora en que el crepsculo se desplegaba sobre el mar. Orden las cartas por fechas desde la ltima hasta la primera; luego tuvo que encender la lmpara de que-roseno antes de comenzar a escribir, puesto que ya haba entrado la noche por la ventana abierta hacia el puerto sin gaviotas acrbatas. Empez por la ltima carta, luego contest la penltima y as suce-sivamente. Mas lo cierto fue que nunca volvi a recibir una carta cada martes y de ningn otro da. Tal vez est muerto pens en un pas sin nombre ni estampillas. Sin embargo sigui contestando y enviando cartas con una diligencia incansable a cualquier parte y a todas partes, cada martes y sin haber dejado de preguntar por noticias a su nombre, por si acaso

    Una medianoche cuando an se encontraba a la deriva en su mare magnum de cartas por contestar, tratando de terminar una, la sptima tal vez, entr su padre Mateo, encendi la linterna de la cocina, y al pasar por la sala la vio absorta, como extraviada y a la zozobra en un sargazo de delirios tardos, los ojos llorosos. Mateo no pudo menos que subir el brillo de la linterna para consternarse del estado demacrado del rostro de su hija.

    A quin escribes? pregunt distrado para no alarmarla.A l.Pero vacil si l no volvi a escribir.No.Y por qu le escribes ahora?Porque quiero.Qu le vas a decir?Todo.Permanecieron luego atnitos ambos, mirndose el uno al otro,

    el padre con la linterna en la mano suspendida en el aire, la hija con

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    el estilgrafo en remanso sobre el papel. La escena dur poco. l entr al dormitorio, apag la linterna, se acost con la oscuridad y se durmi sin pensar en ella. Sylvia retom la faena y escribi varias pginas de una epstola sin fin. Afuera diluviaba y ella, ajena a la llu-via torrencial y otras posibles catstrofes, sigui escribiendo su carta de martes hacia el otro lado del silencio de todos los viajes.

    Pars, invierno de 1983

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    Rquie m pa r a v iol n sol o

    Nicomedes, descendiente en lnea directa de esclavos africanos, era violinista de playa y de fiesta. A lo largo de sus cuarenta aos de vida llena de aprietos y decepciones haba alimentado en vano muchos sueos, pero sobre todo dos: el primero, llegar a componer una pieza magistral para violn solo, y segundo, llegar a ser padre de un mucha-cho para que este cosechara los triunfos dejados por el progenitor a lo largo de los caminos caniculares de la frustracin. Todos aquellos anhelos grandiosos fueron como alimentar golondrinas de un verano feliz sobre un balcn acogedor, las cuales se iban en busca de refugios ms tiernos a la llegada del invierno. Sin embargo, tena tanta fe en esos dos deseos que era imposible que no se hubieran cumplido.

    Desde nio, Nicomedes empez a instruirse en el sofisticado arte de la msica para violn por partituras, bajo la acertada tutela de su abuelo paterno, pues nunca conoci a su padre, quien se embarc antes de que l naciera y se qued para siempre en un puerto sin nombre. El muchacho demostraba siempre un talento casi envidia-ble para cualquiera de los prodigios de la msica clsica; era tal que el viejo pronosticaba, mitad en broma, mitad en serio, que no tar-daba el da en que Nicomedes hara hablar al violn; mas la primera estrella aciaga cruz el cenit de su cielo cuando ascenda vertiginosa y gloriosamente hacia la cumbre. El viejo sucumbi ante la severi-dad despiadada de los aos, llevndose tantas partituras inditas y

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    tantas melodas an no escuchadas, sin siquiera haber tenido el tiempo suficiente para legar al nieto una ltima nota elocuente sobre el pentagrama para completar algn comps inconcluso.

    Coaccionado por la estrechez pecuniaria, Nicomedes haba ido trocando sus notas, compases, arpegios y acordes clsicos por los rpidos y movidos ritmos de la polka y por el comps de tres por cuatro de la mazurka, lo mismo que por una extensa gama de ai-res populares que se iban acoplando a su repertorio musical. En esa poca Euterpe, su violn bruido que siempre llevaba debajo del brazo izquierdo, lo acompaaba en sus ms exitosas presen-taciones; hablaba con el instrumento y le contaba sus penas y sus esperanzas durante sus largas y solitarias caminatas a casa, de madrugada. Tocaba gratuitamente y cobraba con aplausos en las distintas fiestas patrias celebradas sobre la playa dos o tres veces al ao. Tambin amenizaba los domingos de fiestas de carreras de caballos por honorarios muy exiguos para una jornada tan agota-dora. Asimismo tocaba como acompaamiento en los salones de baile de los sbados. Cada dos o tres meses l esperaba una con-centracin suficientemente nutrida de admiradores para sacar al aire su nueva cancin bailable, que siempre era acogida con gritos eufricos y aplausos desmesurados del pblico fogoso. Luego sus canciones eran cantadas, tarareadas y silbadas por otros msicos, jornaleros, pescadores, amas de casa, lavanderas, nios de escuela y hasta por respetables pastores de iglesia. No obstante el xito, l segua acariciando la esperanza de sacar al aire algo diferente algn da, algo as como un himno grandioso. Se pasaba los das y noches trazando pentagramas y pendindoles notas altisonantes que inmediatamente eran confrontadas en el violn, pero l mismo se daba cuenta de que a esa concatenacin de notas musicalmente estructuradas le haca falta quizs un punto de apoyo firme, un

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    tema magnificente y grandioso, una leyenda inverosmil, o tal vez una gesta patritica. Y precisamente eso era lo que no haba llega-do a su inspiracin.

    La alegra y la ansiedad se conjugaron en una misma mnada de dicha y optimismo aquel domingo de madrugada cuando regre-s de la funcin sabatina en el saln de baile. Roxana, su esposa, quien le haba brindado ms de quince aos de noches consentidas, se encontraba acostada pero an despierta cosa inusual de ella y con la lmpara de queroseno dejada a llama baja sobre la mesa de noche, contrariamente a lo que sola hacer. l colg sigilosamente el estuche de cuero que contena a Euterpe en un sitio seguro sobre el cabezal de la cama. Fue cuando estuvo a punto de dar media vuelta que se dio cuenta de que Roxana no estaba dormida como l haba supuesto.

    Estaba que te esperaba dijo con tono algo nervioso como por ah desde la media noche.

    Y eso por qu? pregunt entre curioso y carioso, mientras suba el brillo de la lmpara cuyo resplandor empez a iluminar a Euterpe, y a la vez beba agua de un vaso con la otra mano. Suce-di algo?

    S contest ella creo que s.Qu es? volvi a preguntar mientras sostena el vaso con agua

    a la altura del pecho. Cuntamelo.Adivina!Vamos reclam exasperado est muy tarde para adivinanzas;

    adems estoy que me duermo parado.Tomaste ron? pregunt ella cuando l llenaba de nuevo el vaso

    con agua.No, pero cant mucho. Esta noche lanc mi nueva cancin, Llu-

    via de estrellas para Laura, es mi mejor calipso y tuve que cantarlo

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    como una docena de veces consecutivas. Luego camin todo el tra-yecto a casa. A propsito prosigui. A qu se debe tanto miste-rio? Soaste con el tesoro de Morgan o qu?

    Vamosatenerunnio dijo silabeando el anuncio.A Nicomedes se le cay el vaso con agua al piso y se volvi ai-

    cos junto a los zapatos. Luego se precipit a la cama con una especie de euforia progresiva, como si le hubiera dicho que el nio ya se en-contraba debajo de la cobija.

    Para el domingo siguiente los nombres ya estaban listos en casa esperando la llegada feliz de la criatura dentro de los prximos ocho meses. Le manifest dogmticamente a Roxana que en caso de ser nio esperanza de l llevara el nombre de Amadeo, y de ser nia, el de Violeta Marina.

    Durante los meses siguientes a la revelacin Nicomedes consagraba la totalidad de sus ratos libres en la playa y sobre las colinas, frente al viento, bruendo a Euterpe y contndole sus renovados anhelos, es-peranzas y a veces sus decepciones. Durante esa poca, hasta lleg a desatender muchas de las obligaciones domsticas importantes para dedicar ese rato a la caricia de sus sueos. Un sbado, cuando termin la delicada tarea de bruir a Euterpe, lo levant frente a los ojos: era un espejo ntido, una laguna lmpida en cuyo fondo l, sonriente, fabuloso y tal vez efmeramente feliz, se encontraba sumergido. Roz el arco en cruz sobre las cuerdas de Euterpe y siete notas chispeantes se alejaron ondulando en el viento que vena desde el mar. Ya Euterpe haba em-pezado a hablarle en un lenguaje a cuya simbologa l no tena acceso. Tampoco se dio cuenta de ello.

    Durante los ltimos meses haba empezado a pasar las noches rodndose en sueos pedregosos e insomnios irreconciliables has-ta el alba. Sin embargo alcanzaba a seducir el sueo los domingos durante el da, mas por la noche pasaba el tiempo contando notas

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    blancas y negras sobre huidizos pentagramas imaginarios. El do-mingo anterior al parto de Roxana, el insomnio tom dimensiones de crisis de ansiedad; ella tuvo que intervenir con sus conocimientos curativos de ama de casa ejemplar.

    Nico dijo tiernamente te voy a preparar una infusin de hier-bas azucarada.

    No te molestes dijo sin dejar de revolcarse en la cama quda-te tranquila; no es bueno para el nio que ests tan inquieta. Adems ya me estoy durmiendo minti.

    Aqu est el t dijo despus de un rato eso te har pasar la no-che profundo agreg al entregarle el pocillo blanco sin oreja. l se sent sobre el borde de la cama; la lmpara le ilumin medio rostro. En silencio se lo tom a sorbos lentos, aprovechando las pausas para pensar en Amadeo, o tal vez en Violeta Marina.

    El domingo temprano vino vociferando pronsticos de suerte y nmeros desde la calle, Lucas, el viejito que venda el chance para ju-gar con la lotera de Panam. Nicomedes ya se encontraba despierto. Pensaba en el sueo de la noche anterior. Sin embargo no se lo cont al chancero como sola hacer, ni siquiera a su esposa, a quien no se lo dijo sino despus de la partida del hombre.

    Anoche tuve un sueo dijo pensativo es la primera vez queNo se lo dijiste al chancero?No. No es un sueo para ganar dinero con la lotera. Es para

    perder.A lo mejor fue por el insomnio supuso ella en voz alta, pero

    s, las hierbas aromticas estuvieron fuertes.No creo que sea eso insisti, el t no hace soar con garzas.

    Garzas negras.El viernes, la noche del parto, l permaneci en la sala de la casa

    agotando sus ltimas reservas de ansiedad y de impaciencia mientras

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    escuchaba los gemidos intermitentes de Roxana filtrndose por en-tre las hendiduras de la pared de madera, lo mismo que la voz de la partera dndole instrucciones prcticas y consoladoras. Camin por la sala, desde la puerta hasta la mesa, desde la ventana hasta la pared, mir el estuche bruido de Euterpe acostado encima de la mesa junto a la lmpara y pens en palabras sueltas que, rimadas en versos y combinadas con notas armnicamente colocadas sobre un pentagrama, daran nacimiento a su himno grandioso concebido desde siempre, por ejemplo, la Oda magna a las Nereidas. La espera era angustiosa y el silencio expectante.

    El sbado por la maana Nicomedes envi un mensaje con el pri-mer chancero en pasar para avisar en el saln de baile que esa noche no tocaba. Tambin le encarg llamar de urgencia al pastor Haller.

    Cuando el pastor lleg por la tarde, Nicomedes lo hizo pasar al dormitorio donde Roxana se encontraba hasta el cuello bajo una s-bana blanca con flores color magenta. En la cuna, al lado de la cama, yaca Violeta Marina.

    Aqu estoy en respuesta a tu llamado dijo el pastor en la puerta despus de haberse quitado el sombrero.

    Gracias por haber venido, pastor dijo Nicomedes recibindole el panam. Es por el asunto de la nia. Naci muerta y

    Varias perlas grandes de lgrimas rodaron cuesta abajo por las mejillas de Nicomedes. El pastor trat de consolarlo ponindole la mano derecha sobre el hombro.

    Y entonces t me llamaste para los oficios religiosos de la sepul-tura dijo el pastor. Por qu no me dijiste para qu era?

    Pues vacil tuve que enviar el mensaje por boca y no me pareci bien decirlo as no ms.

    De acuerdo dijo entrando al dormitorio lo har de todos mo-dos.

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    No s cmo agradecrselo, pastor.Cuando los dos hombres penetraron al dormitorio Roxana dor-

    mitaba debajo de la sbana hasta el cuello. La cortina blanca desco-rrida a medias en la ventana dejaba entrar la tarde an transparente mezclada con una brisa tibia y agradable. Al lado de la cama, dentro de la cuna, reposaba el estuche bivalvo de Euterpe en cuya concavi-dad yaca la diminuta criatura sin vida. El pastor retrocedi estupe-facto, mir consternado a Nicomedes quien no se inmut, pues todo estaba premeditado obedeciendo esquemas trazados que el religioso tal vez jams entendera.

    La vas a enterrar en ese estuche de violn? pregunt escanda-lizado No estars ebrio?

    No, pastor dijo lcido y sereno. Toco en las cantinas, pero jams bebo una copa.

    No creo que sea una buena idea dijo calmado por qu no haces

    No, pastor interrumpi. Si me dice dnde est el pecado o la falta de moral, entonces har lo que usted proponga. Si usted rehsa yo mismo leer los oficios fnebres.

    El pastor, a duras penas, acept y sali tras Nicomedes quien llevaba debajo del brazo derecho el estuche que en otros tiempos portaba a Euterpe y que en ese momento contena a Violeta Marina. Silenciosos, caminaron ascendiendo lentamente a travs de senderos sinuosos escasamente delineados hasta la colina frente al mar donde Nicomedes sola ensayar sus partituras de ensueos. Haba cavado con anticipacin la fosa en forma de violn. Mientras el pastor ofi-ciaba la breve ceremonia Nicomedes lo escuchaba inmvil, mirando fijamente el estuche bruido de Euterpe debajo del cual reposaban los restos de sus sueos grandiosos; de tiempo en tiempo se secaba los ojos y las mejillas con un pauelo arrugado. Ambos, con la mano

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    desnuda, llenaron la fosa echando tierra blanda sobre el estuche cu-yo sonido hueco de tambor se perciba cada vez ms distante.

    Terminado el funeral, se miraron, luego ambos miraron a Eu-terpe y su arco que yacan frente al montculo. Nicomedes levant el violn a la altura del corazn mientras sostena frente a las cuer-das yertas de este el arco tieso. Gracias pastor Haller dijo. Usted puede irse en paz. Yo me quedo.

    El pastor se fue. Nicomedes pens entonces que el dolor no estaba en la muerte sino en la vida. Luego levant a Euterpe un poco ms, a la altura del cuello, vio en l sus ojos inundados de lgrimas an tier-nas, pero tambin vio el reflejo del mar detrs. Roz el arco sobre las rgidas cuerdas, y sin coordinar los movimientos del brazo el violn vibr como por algn encanto recndito y permanecieron estticas, en remanso, en el viento triste del crepsculo notas magnnimas armnicamente encadenadas, y toc el rquiem que nunca composi-tor alguno haya transcrito. Al concluir, acost el instrumento sobre el montculo sin flores ni coronas, en forma atravesada puso el arco encima y se alej en la sombra de la noche dejando tras s a Violeta Marina, a Euterpe y a su rquiem magistral.

    Pars, 3 de mayo de 1984

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    L a s boda s del t iburn de pl ata

    Me llaman Solivn y me dedico desde hace veinticinco aos a la tarea de esperar el prximo barco que, con toda seguridad traer a mi novia con quien me casar. No me acuerdo cuntos aos tengo exactamente; mi abuelita no me lo ha vuelto a decir desde hace tiem-po, y lo nico que dice a veces es que yo llevo veinticinco aos en esta tontada, y yo solo s que nac para esperarla. Debi llegar en el barco del viernes pasado, pero no lleg. No s qu habr pasado. Con toda seguridad llegar hoy. La vi anoche, o tal vez fue un sueo, o me lo dijeron. As fue, ahora que lo recuerdo. Alguien vino de la playa gri-tando: Solivn, Solivn, tu novia lleg en el barco, ve a buscarla, que te est esperando en el embarcadero. As dijo la voz desde la calle mientras, acostado sobre una oreja, yo dormitaba.

    Yo no la conozco personalmente puesto que nunca la vi. S que se llama Ondina porque a m me gusta ese nombre y yo quiero que as se llame. Suena a algo lindo; no s a qu, tal vez a ngel. Tambin s cmo es ella: es alta como una palma y su piel morena tiene el color de la canela, como dice la cancin, y tiene los ojos sonrientes. Nun-ca la vi, sin embargo es como si nunca la perdiera de vista. En este momento en que escucho mi propia voz hablar de ella, podra estar seguro de tenerla frente a mis ojos, parada con las piernas juntitas, las manos la una dentro de la otra sostenidas de frente a la altu-ra de la cintura, la cabeza gacha mirndome fijamente con los ojos

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    desbordantes de sonrisa como solo ella lo sabe hacer. No digo ms. Es mejor esperar que ella llegue en persona; dentro de poco estar aqu sobre la playa de la alegra.

    Hoy es domingo y la playa est llena de gente de todos los secto-res de la isla, porque hay carreras de caballos, apuestas, bailes, msica, partidos de bisbol y todos andan locos y sueltos. La gente dice que soy un loco cuando ellos estn ms locos que yo. Ese seor corpulento, por ejemplo, vestido de pantaln azul y camisa con paisajes est ms loco que yo; solo hay que ver cmo apuesta tan airadamente y agita las manos y salta de un lado para otro y discute simplezas ruidosamente, parece que en una de esas le va a pegar a alguien. Si yo fuera de sus ami-gos le quitara las riendas de uno de los caballos y se las pondra a l.

    Hay demasiada gente en la playa. As sucede los domingos. Aqu el extremo de la playa, sobre las rocas, es ms tranquilo, adems es mucho ms despejado para ver arribar el barco que traer a Ondi-na. Desde aqu me tirar al agua y nadie me podr detener como lo hacen siempre. Cuando me vean nadando ya estar alcanzando el barco al cual me subir como un pulpo, rescatar a Ondina en mis brazos, nos lanzaremos riendo al agua de nuevo y volveremos a la playa nadando de dicha. Ella tambin sabe nadar como una sirena a veces pienso que ella es una sirena.

    Mi pap no quiere que yo venga a la playa a esperar el barco que traer a mi novia. l dice que yo me pongo a imaginar cosas raras que no existen. Yo le dije que yo la quera, la quiero, y que el pastor de la iglesia ya prometi casarnos en unas bodas grandes que luego sern amenizadas con msica de guitarras, acordeones, tambores, violines y mucha comida y mucha bebida, pero mucho ms que en las fiestas de los domingos en la playa. Mi pap siempre trata de asustarme con el cuento del tiburn, pero yo no le tengo miedo. No s, pero es posi-ble que algn da venga uno mientras yo est nadando hacia el barco.

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    As va a suceder: una vela blanca aparece a los lejos en el horizonte y cuando est cerca empiezo a nadar con todas mis fuerzas, ms rpido que la barracuda de don Simn. Cuando est ya lejos de la playa la gente me grita, tiburn, tiburn; devulvete Solivn, pero yo no los escucho a causa del viento fuerte que no me deja or nada, y aunque oyera no les creera nada, siempre me dicen mentiras para asustarme, y adems, tengo demasiado afn para llegar a donde est mi Ondina. Y viene el tiburn que ya se voltea boca arriba para cortarme una pierna. Sobre la playa abigarrada la multitud reunida que mira hacia el mar est viendo cmo la aleta de plata del monstruo se desliza cor-tando el agua, y ellos me agitan desesperadamente las manos y gritan a todo pulmn cosas que yo no oigo y que tampoco quiero escuchar. El tiburn logra amputarme una pierna y me desmayo ahogndome en una nube de sangre que opaca el ocano; luego vuelve y me lleva la otra mientras me hundo ms y ms echando burbujas rojas por la nariz y la boca, retorna y me lleva una mano y despus la otra, luego el tronco con la cabeza y qu tal si Ondina est viendo todo eso? Pobrecita. Yo creo que tambin ella se tirara al agua.

    Luego se acaba la fiesta del domingo en la playa y todos los hom-bres, armados de arpn, sedal, lanzas, machetes, cuchillos, empujan sus canoas al agua para salir a pescar al tiburn malhechor. Mejor no pensar en eso; sera horrible que despus de capturar al tiburn y cortar su vientre mi Ondina me tenga que ver descuartizado y as no me va a querer. Es muy probable que eso suceda hoy, pero es seguro que mi Ondina llega en el barco que acabo de ver en el horizonte. Veinticinco aos esperndola no es nada, y si el tiburn plateado no me come, las bodas sern ms grandes que todas las fiestas de domingo en la playa.

    Bogot, 3 de febrero de 1985

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  • 60 Sobre nupcias y ausencias

    Puer ta s c ircul a r e s a l v ien to

    Siempre esper que todos los otros domingos fueran como el da despus del huracn. De eso, no recuerdo hasta qu edad mantuve ese flamante deseo, mas lo cierto es, y eso s lo recuerdo muy bien, que a los nueve aos an abrigaba esa viva esperanza infantil. Fue por esa poca que mi exceso de curiosidad me indujo a desarmar, ta-chuela por tachuela, la nueva silla de montar de mi abuela, para lue-go llegar a la nica conclusin de que debajo del faldn y del asiento de cuero bruido haba solo un tosco armazn de madera. Recuerdo que ese da mi abuela salmodiaba amenazas de ejecucin si alcan-zaba a agarrarme toda la tarde. Deja que te