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5. Régis Debray y Derrida Desde la muerte de Hegel, el discurso so- bre el fin de la filosofía se ha convertido en un lugar común permanente en el diálogo conti- nuo sobre esta disciplina. En el contexto pos- hegeliano, la palabra «fin» significaba, sobre todo, consumación y agotamiento. Los suce- sores, por lo tanto, parecían disponer de una sola alternativa: avenirse a su carácter epigo- nal o defender su originalidad haciendo algo muy distinto. Hacia 1900 apareció, con las fi- losofías de la vida, el intento de superar esa alternativa mediante la combinación de la epigonalidad del punto de vista de la filosofía del espíritu con la originalidad del punto de vista del sustrato vital del pensamiento, es de- cir, de la vida. Como se sabe, la intervención de Heidegger hizo estallar ese lazo para qui- tar a la tesis del fin de la filosofía su significa- ción fatal. Lo que había llegado verdadera- mente a su término era, en la interpretación 57

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Desde la muerte de Hegel, el discurso so­bre el fin de la filosofía se ha convertido en un lugar común permanente en el diálogo conti­nuo sobre esta disciplina. En el contexto pos- hegeliano, la palabra «fin» significaba, sobre todo, consumación y agotamiento. Los suce­sores, por lo tanto, parecían disponer de una sola alternativa: avenirse a su carácter epigo- nal o defender su originalidad haciendo algo muy distinto. Hacia 1900 apareció, con las fi­losofías de la vida, el intento de superar esa alternativa mediante la combinación de la epigonalidad del punto de vista de la filosofía del espíritu con la originalidad del punto de vista del sustrato vital del pensamiento, es de­cir, de la vida. Como se sabe, la intervención de Heidegger hizo estallar ese lazo para qui­tar a la tesis del fin de la filosofía su significa­ción fatal. Lo que había llegado verdadera­mente a su término era, en la interpretación

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de Heidegger, la edad de la filosofía como me­tafísica u ontoteología. Pero el pensamien­to, como cuestionamiento sobre el sentido del Ser, era, según el juicio heideggeriano, más antiguo y más joven que la metafísica. La des­trucción de esta última, decía el filósofo, no

1 debía únicamente sacar a la luz otro comien­zo del pensamiento en una Antigüedad más profunda, sino también otra prolongación del pensamiento en una actualidad más ac-

| tual. En el centro de esa actualidad, Heideg- ! ger encuentra la acción y el sufrimiento de la

lengua, e interpreta el lenguaje esencial como -{) la proclamación del Ser, que adopta la forma

de una exhortación. Por eso la frase: el Ser que puede ser comprendido es lenguaje; para

I mayor claridad, habría que agregar, sin duda: 1 el Ser al cual se puede obedecer es lenguaje.

De tal modo, hallamos en Heidegger una for­ma, teñida de metafísica, del linguistic turn que dominó la filosofía del siglo XX. Como se sabe, al llevar a cabo el giro decisivo entre la filosofía del lenguaje y la filosofía de lo es­crito, Derrida también reveló en la empresa de Heidegger los restos de una metafísica de la presencia: descubrió el idealismo del pen­

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samiento del Ser como una última metafísica del emisor fuerte, y sólo así, es indudable, lle­vó verdaderamente a su término la serie de consumaciones de la filosofía por los medios de la filosofía. Por eso leemos los textos de la historia de las ideas como órdenes que ya no podemos obedecer. Derrida señalaba, si se daba el caso, que su actitud fundamental ante los escritos y las voces de los clásicos estaba determinada por «una mezcla curiosa de res­ponsabilidad y falta de respeto», la más per­fecta descripción de la receptividad «posau- toritaria» que caracterizaba en él la ética de la lectura.

Entre los autores contemporáneos que ex­trajeron consecuencias de esta situación se destaca muy particularmente Régis Debray, quien parece haber comprendido antes que muchos otros que la actividad filosófica en su conjunto exigía un cambio de paradigma. Si la última palabra de la filosofía empujada a sus márgenes había sido «el escrito», la pala­bra siguiente del pensamiento sólo podía ser «el medio» [médium]. Al traer al mundo la es­cuela francesa de mediología —que se distin­gue de la más antigua escuela canadiense por

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su orientación política más profunda, pero comparte con ella el sentido de la seriedad de la religión como médium histórico de la sín­tesis social—, Debray no sólo abrió al pensa­miento posfilosófico un nuevo horizonte sus- tanciàl, sino que también encontró la vincula­ción vital con la investigación acerca de las ci­vilizaciones y con las ciencias teóricas de los sistemas de comunicación simbólica. Es, así, un consejero importante cuando se trata de integrar el fenómeno Derrida a la economía cognitiva de las sociedades posmodernas del saber.

En su libro Dieu, un itinéraire: matériaux pour l’histoire de l’Étemel en Occident, que apareció en 2001, encuentro el signo princi­pal de una recontextualización mediològica de Derrida. No es este el lugar adecuado para rendir homenaje al nuevo tipo de discusión, casi teobiogràfica, que Debray ha fundado con su hibridación de la teología y la medio- logia histórica; acaso baste con decir, de ma­nera provisoria, que ha apadrinado un nuevo tipo de ciencia religiosa secular, semiblasfe­ma, que incita a la comparación con Funk- tion der Religión, la obra de Niklas Luhmann

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de 1977. (Quien se complazca en distinguir este tipo de enfoques funcionalistas y semi- blasfemos con respecto a la blasfemia consu­mada y poética, deberá compararlo con el li­bro de Franco Ferrucci, Il mondo creato, con el que comparte, a la distancia, el mismo espí­ritu.)

En el relato que Debray hace de la vida de Dios, las migraciones cumplen naturalmente un papel decisivo, pues la deidad del mono­teísmo en cuestión no podría presentar una biografía digna de nombrarse y relatarse si siempre hubiera sido un Dios con prisión do­miciliaria, condenado a permanecer en el lu­gar de su creación o su autoinvención. Debe­mos a la intuición mediològica de Régis De­bray la capacidad de preguntarnos hoy, de manera explícita, gracias a qué medios logró Dios ser capaz de viajar, y encontramos la res­puesta en una reinterpretación inspiradora de la secesión judía con el mundo egipcio. Su condición es el hecho de que el concepto de medialidad forjado por Debray ya implica, en todo momento, el elemento de la trans- portabilidad. La ciencia de las religiones se convierte en una subdisciplina de la ciencia

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de los transportes. La ciencia de los transpor­tes —o la semiocinética política—, a su tur­no, pasa a ser una subdisciplina de la teoría del escrito y de los medios. La mediología proporciona la herramienta necesaria para comprender las condiciones de posibilidad de las Entstellungen, las desfiguraciones y los desfases. A ella debemos el hecho de no reco­nocer hoy la Entstellung como el solo efecto de las operaciones de lo escrito, tal cual lo proclamó la deconstrucción, sino, más aún, como el resultado del lazo entre el texto y el transporte.

Conquistamos así una posibilidad de ob­servar bajo otra luz el vínculo entre los con­ceptos de différance y Entstellung de los que hablamos antes. Si la Entstellung de una cosa,* como sugiere Freud, no va sólo a la par con un cambio de designación, sino también con un cambio de posición, es decir, con una si­tuación desfasada en el espacio geográfico y político, la actividad de diferenciación debe considerarse entonces, quiérase o no, como un fenómeno de transporte. La manera posi­ble de pensar lo individual se deduce, con ex­trema visibilidad, del arquetipo de todas las

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historias de transporte: el relato de Israel en su salida de Egipto. El relato bíblico del Exo­do deja tal vez muchas cosas en la oscuridad —por ejemplo, la cuestión del origen del án­gel exterminador que, durante la noche críti­ca, visita las moradas de los egipcios y pasa sin detenerse delante de las puertas marcadas con sangre de cordero, pertenecientes a las casas judías—, pero no da lugar a duda al­guna con respecto al interrogante sobre si lo que tenía que ponerse en escena era aquí la aventura del transporte de la antigua huma­nidad, verdadero vector de una significación sagrada.

Al mito de la partida se asocia el mito de la movilización total, en la cual un pueblo ente­ro se transforma en un bien mueble, propie­dad de otro y autoportante. En ese momen­to, la totalidad de las cosas deben ser reeva- luadas desde el punto de vista de su transpor- tabilidad, bajo el riesgo de tener que dejar atrás todo aquello que es demasiado pesado para portadores humanos. De tal manera, la primera reevaluación de todos los valores se relaciona con la dimensión de las cargas. Co­mo lo explica Debray en una interpretación

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estimulante, esta inversión de los valores tiene como primeras víctimas a los pesados dioses de los egipcios, a los cuales su inmovi­lidad petrificada les impide partir: a la cabeza de ellos, Amón, el «pesado dios del Estado», como lo llamaba Thomas Mann. Si el pueblo de Israel pudo, entonces, transformarse en una entidad teofórica, literalmente omnia sua secum portans, fue porque logró transco- dificar a Dios, trasladarlo del medio de la pie­dra al del pergamino; a este respecto, Debray dice lo siguiente:

«En consecuencia, lo divino cambia de ma­nos: de los arquitectos pasa a los archivistas. Deja de ser monumento para ser documento. El Absoluto anverso-reverso es una dimen­sión ganada, dos en lugar de tres. Resultado: una sacralidad plana (milagrosa como un círculo cuadrado) (...) He aquí reconciliados el agua y el fuego: movilidad y lealtad, itine- rancia y pertenencia ( ...) Con un Absoluto en caja, un Dios bien guardado, el sitio de donde se viene importa menos que el sitio adonde se va, a lo largo de una historia dotada de sentido y dirección. Sin esa logística, ¿ha­

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bría podido la llama monoteísta sobrevivir a tantos desvíos?».1

Retengamos el hecho de la reaparición de la palabra «sobrevivir», a cuyo respecto vi­mos que se cuenta entre los conceptos recto­res que determinan el campo problemático deconstructivo. Si se trata aquí de una llama que quiere trasponerse al papel, se compren­de de inmediato cuáles son los riesgos que plantea necesariamente la operación median­te la cual lo eterno quedará ligado en lo suce­sivo a lo efímero, en cuanto lo mortal y pere­cedero accede al rango de vehículo de lo in­mortal.

A partir de ahora, además, surge en forma inevitable la cuestión de si el pueblo del Exo­do, al dejar tras de sí a los dioses pesados, po­día también dejar tras de sí las pesadas tum­bas de los egipcios. Pues los adioses al mundo de las trascendencias petrificadas entrañaban

1 Régis Debray, Dieu, un itinéraire: matériaux pour l’histoire de l’Éternel en Occident, París: Odile Jacob, 2003, pág. 130 [Dios, un itinerario: materiales para la historia del Eterno en Occidente, México: Siglo XXI, 2005].

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eo ipso lsi separación de las pirámides que ser­vían a los grandes muertos como máquinas de inmortalización. Por consiguiente, si la transcripción de Dios llevada a cabo por los judíos se expresaba en el registro transporta­ble, estamos tentados de suponer que tam­bién podrían haber logrado traspone! *el ar­quetipo de la pirámide a un formato portátil, si suponemos, por añadidura, que luego del Exodo sintieron aún una necesidad de-pirá­mide. Sobre este punto vamos a consultar se­guidamente la opinión de Derrida.