05. Miguel Dalmaroni. Qué Se Sabe en La Literatura

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     Nota: el texto que sigue es la transcripción apenas corregida de una exposición con forma de clase o de charla, como suele decirse. Regala, creo, con algunas de lasusuales consonancias del género (si así puede llamárselo) y otras tantas de suscacofonías, ripios y afasias. 

    ¿Qué se sabe en la Literatura? Crítica, Saberes y Experiencia.*

     

    Miguel Dalmaroni

    Antes que nada quiero agradecer al grupo  Andamios  por la invitación. Es ungusto para mí estar de nuevo en Santa Fe con algunos amigos y otros que lo serán desde

    hoy.

    A partir de ese título que Silvana Santucci me cuenta que en algún momento

    tenía el ciclo (Ciencia, Investigación y Sociedad ) me pidieron un título para la charla de

    hoy, y yo propuse rápidamente una pregunta: ¿Qué se sabe en la Literatura? Crítica,

    Saberes y Experiencia. Es una pregunta que, espero pueda verse, tiene bastante que ver

    con la opción que subraya Analía Gerbaudo cuando plantea la productividad o laconfianza en lo que ella llama el trabajo de la divulgación con la filosofía en el campo

    de la discusión universitaria y en relación con los espacios en donde se supone que

    deberíamos enseñar literatura.

    Entonces, a partir de ese título me interesaba proponer, si Uds. quieren de un

    modo algo bipolar o esquemático, que hay dos modos de pensar una relación del

    conocimiento con la literatura: lo que podríamos llamar el modo de la distancia y, por

    otro lado, el modo del contacto  o incluso el modo de la sumersión, en el sentido desumergirse.

    El modo de la distancia es algo así como un nombre que yo le pongo a un lugar

    común según el cual la noción misma de “crítica” está articulada precisamente con la

    toma de distancia, con un imperativo casi moral que insta a tomar distancia. No me

    refiero a una toma de distancia respecto de los lugares comunes, de las ideas prefijadas

    o los preconceptos acerca de la cosa, sino a la toma de distancia respecto de la cosa

    *

     Leído en el Panel - Debate “Ciencias Sociales e Investigación”, "Colectivo Andamios", Centro deEstudiantes de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Universidad Nacional del Litoral, Santa Fe, ylibrería "Palabras andantes", 18 de mayo de 2008.

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    misma, digamos por ahora, en este caso, la literatura. Este lugar común suele estar

    asociado a la idea de que la literatura es un “objeto de conocimiento”.

    Voy a ir introduciendo, digamos, como exergos de café, cosas que diría si

    estuviéramos tomando un café, es decir en el tono de una máxima irresponsabilidad.

    La idea de que la literatura puede convertirse en un objeto de conocimiento, para

    mí, es una especie de atrocidad. Yo sospecho además, aunque no estoy muy actualizado

    en las discusiones epistemológicas, que ese es un presupuesto epistemológicamente

    anacrónico ya en el propio campo de las teorías del conocimiento. Además, a veces, no

    sé si siempre, es un presupuesto que descansa en uno de los prejuicios peor demostrados

    que conozco: el que dice que el ejercicio de la inteligencia, del análisis, de la duda, del

     principio de contradicción, debe ubicarse en las antípodas del compromiso. Se esté

    comprometido con la cosa a través de la adhesión o a través de la hostilidad. Pero lo que

    me interesa subrayar es que ese sentido común, digamos, el modo de la distancia, tuvo

    un cierto prestigio en el campo de la crítica literaria universitaria, por lo menos, hasta

    hace un tiempo.

    Según ese modo de la distancia, la crítica literaria sería un saber acerca de un

    objeto, o peor, una “ciencia” cuyo objeto es la literatura.

    En cambio, según el modo del contacto o la sumersión, la crítica literaria sería

    un saber en la literatura y por lo tanto, en rigor, un no-saber, algo así como un des- saber

    o una fuga de lo que pudiera saberse.

    Ahí yo sigo una figura que me gusta mucho, una figura vallejiana, que usa la

     poeta argentina María Negroni, cuando ella dice que “la poesía es una epistemología del

    no saber”. Yo diría entonces que la crítica que sabe lo que sabe en la literatura es una

    sumersión en esa epistemología del no- saber. Por lo tanto carece de objeto o lo va

     perdiendo en el curso del ejercicio de la crítica y consiste más bien en un decir o un

    escribir en la efectuación de un acontecimiento.Cuando se ha tomado distancia, cuando el que ejerce la crítica se puso fuera de

    la efectuación del acontecimiento, no hay crítica. Hay crítica cuando uno mismo, devino

    eso que, perturbándolo, lo sacó de sí, lo puso en experiencia, en ocurrencia artística.

    Cuando uno, usando una figura de Blanchot, ha sido “des-obrado” por la obra”,

    digamos, puesto por la obra fuera de lo que en uno habían obrado la cultura, la

    civilización, el orden del mundo, el orden del discurso. Dicho de otro modo, cuando uno

    ha sido empujado fuera de las fronteras de “Sujeto”, una palabra que yo uso sin elartículo y entre comillas, porque me parece que hay que pensarla como el nombre, para

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    decirlo rápido, de una patraña fundamentalista en torno de la cual se organiza lo que

    conocemos como modernidad y, entre otras cosas, la posibilidad de lo que conocemos o

    lo que conocíamos hasta no hace mucho como moral de la ciencia o más bien como

    moral cientificista.

    El modo de la distancia, es decir, el saber acerca de la literatura ha permitido,

     por supuesto, saber o advertir algunas cosas que de ningún modo son inútiles. Yo diría

    que el saber de la literatura permitió, nos ha permitido saber, dos cosas: por una parte,

    qué han sido la literatura y el arte para la historia, para la sociedad, para la cultura o para

    la civilización. Qué papel, qué función cumplió la literatura como una actividad social

    identificable, qué identidades sociales o históricas configuró, qué roles y posiciones

    sociales e instituciones giraron en torno de la literatura como noción cultural.

    Y por otro lado, el modo de la distancia o el saber acerca de la literatura, permite

    saber en qué estado queda el orden del discurso una vez que la literatura lo perturba de

    algún modo. Saber qué hace la literatura con la lengua. Por ejemplo qué le hizo la

    escritura de Borges al castellano con que se encontró, o qué hace la literatura con las

    matrices sociales de la narración con las que se encuentra. Ahora, ese es un tipo de saber

    que se puede usar no sólo para la literatura sino para otras prácticas. Es un tipo de saber

    que es útil para conocer la cultura, digamos, uno se puede preguntar de una manera

    semejante qué le hizo Internet a la lengua social o qué le hizo la telenovela a la

    narratividad social. Quiero decir entonces, que se trata ahí de un saber que podríamos,

     para decirlo rápido, caracterizar como un saber técnico o descriptivo acerca de las

    formas o de la literatura como máquina o artefacto.

    En cambio, lo que llamo provisoriamente, con esa metáfora natatoria, el modo de

    la sumersión, es decir, el saber en la literatura, sería un saber autocontradictorio en tanto

    tal, porque es un saber que quiere saberse ya no-sabido. La crítica sabe ahí y tienta decir

    o escribir el saber de lo no-sabido. Todo lo que alcanzamos a saber es que algo en o conel texto ocurre, y que eso que ocurre, que llamamos literatura, es ajeno a todo régimen

    de lo social y al régimen de lo identificable.

    Como digo, por supuesto que son dos formas, la dos son dos modos productivos

    de saber. Con el primero, hay narratología, hay retórica, hay poética en el sentido en

    que se usó durante casi todo el siglo XX, en el sentido de Jakobson, es decir, hay

     poética en el sentido de teoría de la lengua poética y hay historia cultural, historia

    social, intelectual de la literatura en tanto institución, en tanto práctica social encirculación e incorporada, enseñable y funcional. Con el segundo, con el saber en, hay

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    crítica, hay eso para lo que yo preferiría reservar la noción de crítica. Por supuesto, no

    ignoro que toda una tradición que de ningún modo desprecio, la tradición de la razón o

    de la luz, acuñó una noción iluminista de “crítica”; pero creo que es erróneo hasta

    suponer que esa noción iluminista de crítica impone una toma de distancia que suprime

    el contacto o, peor, lo prohibe. Un ejemplo obvio: toda la “luz” que los textos de Marx

    echaron sobre la burguesía, sobre el capital o sobre la propiedad privada es impensable

    sin la fascinación visceral, sin ese compromiso corporal y anímico fervoroso que la

     prosa mordaz, injuriosa y física de Marx despliega sin parar. Si algo le pasa al sujeto de

    la enunciación de los textos de Marx, es que los monstruos de la era burguesa lo

    atraviesan, lo ahogan, lo perturban, lo sacan de sí. Y al respecto es muy iluminador ver

    un caso aparentemente contrario, el de Freud, que –sumergido en la cosa- resulta a

    veces casi cómico en sus modos de enmascarar sus pasiones con retóricas de la distancia

    descriptiva de la ciencia: es muy difícil creerle (esa retórica es una trampa cazabobos,

    funciona y hasta se deja ver como eso).

    Para volver menos hermética la distinción, para comenzar a explicarla (o bien

     para oscurecerla ya de modo definitivo) organicé dos itinerarios para cada uno de estos

    modos. Me parece que el modo de la distancia  tuvo un itinerario que pasó por dos

    momentos (estoy pensando sobre todo en el siglo XX). El primer momento, sería el

    momento cientificista o teoricista, que tiene algún contacto con lo que Analía

    [Gerbaudo] llamó “lingüisticismo”; y un segundo momento, sería el momento sacrílego

    de este modo de la distancia, que tiene dos versiones: la politicista y la comunicológica.

    Con eso me refiero sobre todo a lo que conocemos como la crítica de la literatura

     pensada como institución de eficacia, como institución funcional, es decir como

    “discurso”: el sacrilegio es politicista cuando pone el acento en el conflicto (las

    corrientes que acentúan la relación de la literatura con la dominación cultural, o que la

    ven como canon); es comunicológico cuando pone el acento en el intercambio, en elentendimiento, en el consenso.

    El momento cientificista o teoricista es precisamente el momento en el que se

    instala, como un imperativo que casi nadie discute en el campo de los estudios

    literarios, la pretensión de cientificidad. La idea de que la literatura podía convertirse en

    tema de una ciencia, es decir, en objeto de un conocimiento universalmente fiable o de

    criterios de fiabilidad universalmente sancionables, compartibles. Es el momento

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    histórico de invención de la teoría literaria en un sentido estrecho (o estricto, para no ser

    tan panfletario).

    En fin, el momento en que la ciencia gana terreno como moral de la lectura

    universitaria del arte durante el siglo XX (coincidiría cronológicamente con lo que

    Hobsbawm llama el siglo XX corto). Es decir, esto empieza más o menos alrededor de

    la primera guerra, con hitos, con textos que son lugares comunes: El arte como

     procedimiento, ese texto del formalista ruso Víctor Schklovsky, que es de 1917 y a la

    vez, con el Curso de Lingüística General de Ferdinand de Saussure.

    Este momento teoricista declina entre mediados y fines de los años ´60, digamos

     para identificarlo en la obra de Barthes, entre El efecto de realidad   y  La lección

    inaugural; si ustedes quieren, el centro ahí tal vez esté en S/Z, en cuya primera página

    Barthes dice: bueno, en trabajos anteriores yo intentaba organizar un modelo general

     para explicar todos los relatos. Ahí Barthes está aludiendo a uno de sus textos, el mas

    cientificista, que es la “Introducción al análisis estructural de los relatos” en la que dice:

    voy a analizar las novelas de Fleming sobre James Bond para inferir un modelo

    hipotético-deductivo que justamente sirva para analizar cualesquiera de los relatos que

    en el mundo han sido. Es decir, un modelo científico en tanto es una especie de ley o

    diagrama general que vale para todos los casos imaginables, para toda la empiria,

    digamos.

    Esta orientación está representada en convicciones como las que planteaba

    Jakobson en ese célebre texto titulado  Lingüística y Poética,  que no casualmente se

     publicó por primera vez en 1960 por el Instituto Tecnológico de Massachussets que,

    como ustedes saben, es una de las universidades más poderosas del planeta. Ese texto es

    muy interesante para pensar eso, porque en la primera página lo que dice Jakobson

    (escribe ese texto para leerlo en un congreso) es que celebra que los congresos

    científicos no tengan nada que ver con los congresos políticos, que sean sustancialmentediferentes que los congresos políticos. En ese texto Jakobson dice: “desgraciadamente la

    confusión terminológica entre estudios literarios y crítica es una tentación para el

    estudioso de la literatura; ningún manifiesto que esgrima los gustos y opiniones

     particulares de un crítico, puede funcionar como un sucedáneo de un análisis científico

    objetivo del arte”.

    La era de la teoría, la era del fetichismo cientificista, estuvo marcada por dos

    circunstancias conocidas: por un lado, el imperialismo de la semiótica y, por otro, laorientación formalista. El imperialismo de la semiótica consistió en una expansión

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     prolongada del modelo lingüístico. Se había vuelto evidente que Saussure había logrado

     para la lingüística algunas condiciones de cientificidad: recortar un objeto y elaborar un

    método; entonces el modelo lingüístico garantizaba cientificidad. El propio Saussure,

    como sabemos, decía que la lingüística es una primera parcela de una especie de árbol o

    de gran ciencia de los signos, es decir, él mismo pedía que se hiciese con el resto de las

     prácticas culturales lo mismo que él había hecho con la lengua. Y esa expansión fue la

    semiótica hasta los años ´60 -´70, que alcanzó no solo a la crítica literaria sino al

    territorio entero de las ciencias sociales. Para identificar un momento de saturación,

    Levi-Strauss. Describir los sistemas de parentesco, o la relación de las comunidades con

    la gastronomía, según el modelo fonológico de Trubetzkoy.

    La otra marca del modo teoricista fue la orientación formalista, que consistió en

    adoptar, me parece, la respuesta del modelo lingüístico para la pregunta por la

    “literaturidad”. La “literaturidad” era una noción vacía pero que nombraba aquello que

    supuestamente hacía de un texto, un texto literario, la pregunta por la especificidad de la

    literatura. Es decir, la pregunta fundante de la crítica literaria para el modo teoricista era

    la pregunta que Boris Eichembaun (otro de los formalistas) había hecho en el título de

    su análisis de un relato de Gogol:¿ Cómo está hecho El Capote de Gogol? 

    Voy adelantando que me encuentro entre quienes pensamos más bien que la

     pregunta que hay que dirigirle a la literatura es, en cambio, ¿por qué está hecho de ese

    modo y por qué a la vez, hecho de ese modo, me hace lo que me hace?

    Bueno, voy a derrapar ahora en algunos ejemplos, digamos (con ejemplos uno

    siempre derrapa, porque la literatura te hace derrapar).

    Primer ejemplo: voy a leer dos textos. El primer texto diría esto: “el arpa se veía

    silenciosa y cubierta de polvo en el ángulo oscuro del salón, tal vez olvidada de su

    dueño”. El segundo texto, obviamente, es el que dice en cambio: “Del salón en un

    ángulo oscuro / de su dueño tal vez olvidada / silenciosa y cubierta de polvo /veíase elarpa”. ¿Qué diría la orientación formalista? ¿Qué propondría respecto del segundo de

    los textos? Diría que el segundo de los textos es un texto literario por el modo en que

    está hecho, en este caso digamos por la forma de su sintaxis. Lo que propondría en

    cambio una crítica de la sumersión sería, primero, que la forma es un resultado, si Uds.

    quieren, un resultado del evento de la escritura y en la lectura, digamos, una

    testificación y un territorio de efectuación, en el que algo que nunca es idéntico vuelve a

    ocurrir. Y en segundo lugar, la pregunta crítica debería decir, en cambio, ¿qué produceese resultado?, ¿de qué o de quién sale eso?, o ¿qué clase de perturbación o de voluntad

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    de trastorno afecta al sujeto que escribe eso, que escribe así , que da vueltas la cosa de

    ese modo? 

    - Otro ejemplo: todos recordamos el comienzo de la Odisea: un grupo de

    cortesanos y parientes adulones revolotea alrededor de Zeus (que es una especie de

    erotómano, un violador reincidente e impune, un patrón cuasi-fachista). La más astuta

    de los que lo están adulando es una de sus hijas, Atenea, esa virgen neurótica que, para

    colmo, le nació de la cabeza porque el tipo se tragó a la madre embarazada y que le

    dice, igual que los otros: Por supuesto, Zeus, guay de quienes desobedezcan tus

    dictámenes. Pero inmediatamente le pide que le levante una prohibición “porque a mí el

    corazón se me parte pensando en Ulises”. Entonces el otro le responde: bueno, esta

    bien, andá. Para colmo de males, para ir en auxilio de Telémaco y de su padre, Atenea

    se trasviste. Pues bien: ¿a quién podría ocurrírsele que lo que hace de este texto un texto

    literario, lo distintivo, lo relevante, lo diferencial de ese texto es la forma?, ¿qué quiere

    decir, ahí, “lo que hace de este texto un texto literario es la forma”?

    Tercer ejemplo:  Nadie nada nunca, la novela de Juan José Saer, comienza con

    esta frase : “No hay, al principio, nada. Nada” (repite esa frase 11 veces, a medida que

    va comenzando cada parte de la novela). Como sabemos, ese comienzo es una negación

    de los dos comienzos de la Biblia: el comienzo del Génesis, “en el principio creó Dios

    los cielos y la tierra”, y del comienzo del evangelio de Juan “En el principio era el

    Verbo”. Por supuesto que se trata de un procedimiento; pero eso -que se trata de un

     procedimiento- es lo menos que se puede decir de un comienzo de novela como ese.

    Diríamos, por lo menos, ese comienzo es la condensación de un desafío radical

    contra las bases de uno de los más poderosos órdenes del mundo u órdenes de discurso

    (digamos, la bíblica cristiana). Entonces lo que hay que preguntar ahí, ante el comienzo

    de  Nadie nada nunca,  no es cómo está hecho, cuál es ese procedimiento, sino qué se

    efectúa en esa configuración, por qué y por quién. En la gramática de ese comienzo:“No hay, al principio, nada. Nada”, no hay una forma sino lo que yo llamo la

    materialización verbalmente cursada de una experiencia para la cual, antes del texto de

    Saer, no había lengua ni sujeto. Es decir, para la cual no había un decir culturalmente

    disponible. No se trata de que eso se pudiese decir de otra forma. Se trata de que lo que

    hace Saer, la efectuación, o para decirlo con sus términos, el objeto que produce cuando

    escribe ese comienzo y esa novela, no estaba. Para decirlo más simplemente: no existía

    antes de Nadie nada nunca.

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    Ahí me parece que una cosa interesante es que la concepción del arte de Saer se

    toca, en ese punto, con algunos de los ensayos más deslumbrantes de Susan Sontag.

    Sobre todo de la Susan Sontag combativa de los ´60, la de Contra la interpretación,

    que dice: lo que importa del arte es que es una cosa que está ahí, que antes no estaba, y

    que nos hace algo, digamos, y que nunca terminamos de saber bien qué es eso que nos

    hace.

    Cuarto ejemplo: el soneto de Quevedo que dice “Cerrar podrá mis ojos la

     postrera/ sombra que me llevare el blanco día” y que cierra con “serán cenizas, mas

    tendrá sentido/ polvo serán, mas polvo enamorado”. Si dijésemos que lo que nos hace

    ese soneto de Quevedo nos lo hace por la forma, deberíamos razonar la literaturidad  del

    soneto ignorando el lugar que tiene en el texto nada menos que la compulsión por

    suprimir la discrepancia entre amor y mortalidad. Si yo digo que lo que me hace el texto

    me lo hace por el modo en el que está escrito, dejo afuera esa cuestión, dejo afuera que

    el texto trabaja con la compulsión por suprimir esa discrepancia entre amor, entre deseo,

    entre eternidad para el amor, y mortalidad. Nada menos ¿no?

    Un último ejemplo. En textos como  La metamorfosis de Kafka o Esperando a

    Godot  de Beckett, encuentro la oportunidad de ilustrar algo así como una ecuación, una

    hipótesis útil para revisar la orientación formalista. Estos textos (aunque podríamos

    también armar un repertorio con otras obras) son textos caracterizados por una

    desproporción constitutiva. ¿Cuál es la desproporción? Diría: mínimo de artificio,

    máximo de perturbación. ¿Qué es  La metamorfosis? Un relato realista-costumbrista,

     plano, en el que lo único que se sale de madre es que al principio del relato Gregorio

    Samsa se despierta convertido en una cucaracha. Mínimo de procedimiento, mínimo de

    artificio, máximo de perturbación (o máximo de artisticidad , si se quiere).

    Esperando a Godot   o  La Metamorfosis,  como invención de forma son textos pobrísimos. Entonces, digo, para Jakobson literarios son los textos… (lo estoy

    caricaturizando un poco a Jakobson, que no era tan estúpido y ahora inmediatamente lo

    voy a reivindicar un poco); digamos, para los que fuimos lectores escolares de Jakobson

    o fuimos lectores de lo peor de Jakobson, literarios son, en esa perspectiva, los textos en

    que se vuelve predominante lo que él llama el principio de la función poética, que

    estaría también en frases del uso pragmático de la lengua (“el tonto de Antonio”, “I like

    Ike” esos ejemplos de aliteración en donde aparece la función poética en el lenguaje

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    cotidiano o pragmático). De manera que si uno sigue esa línea, la literatura parece ser

    uno de los predios de lo decible.

    En cambio, para escritores como Kafka o Beckett, para ellos o para lo que nos

     pasa con sus textos, pareciera que se trata exactamente de lo inverso. Es decir mientras

    la forma, el artificio o el estilo son sonoramente decibles, en cambio, la literatura sucede

    en esa especie de no lugar que adviene cuando se ha huido de lo decible a causa de una

    compulsión de experiencia.

    A mi me gusta ilustrar eso con una cita de Benjamin. Ustedes recordarán ese

    célebre texto de Walter Benjamín donde está una de sus frases más citadas: es el texto

    sobre Julien Green que dice que “arte significa cepillar la realidad a contrapelo”.

    Inmediatamente antes de eso, Benjamín señala que el virtuosismo o la sofisticación del

    estilo o el trabajo de las formas, de ningún modo salvaguardan de la trivialidad de la

    experiencia; que lo que hace importante una obra de arte es su capacidad para penetrar

    hasta el fondo de las cosas. Para, dice, proceder del estrato metafísico fundamental de la

    realidad.

    Muchos artistas imaginaron el arte en esos términos, digamos en términos

    “minimalistas”, que uno puede leer en La Metamorfosis, en Esperando a Godot , en esta

    lectura que hace Benjamín de las novelas de Julien Green (mínimo de invención formal,

    máximo de efectuación de experiencia). Ahí, no puedo sino pensar en los pintores que

    le gustaban a Saer: Rothko, Malevich, digamos los pintores que perseguían el cero de la

    forma.

    En un libro extraordinario que se llama  Lo que vemos. Lo que nos mira, el

    crítico de arte Georges Didi- Huberman, narra una historia que yo creo debe ser mas o

    menos conocida en la historia del arte contemporáneo, narra cómo Tony Smith, un

    escultor y arquitecto minimalista norteamericano, hizo la escultura que tituló “Die”,

    cómo fue en concreto la hechura de esa obra. Tony Smith se la pasó pensando, se la pasó buscando y un día levantó el tubo del teléfono, llamó al taller y les dijo: mándenme

    un cubo de contrachapado negro de 1,85 x 1,85 x1,85. Vinieron los tipos, le trajeron el

    cubo, lo bajaron, lo plantó en el jardín y le puso “Die” de título, “muere” (o “dado”). El

    maximalismo del minimalismo, digamos. Un mínimo de forma, casi nada de forma

    digamos, dejándose arrastrar por la compulsión de una perturbación extrema y

     provocándola. Es un elemento parecido al tipo de artista que inventa Saer con Héctor, el

     pintor suprematista que en La Mayor  pinta una tela toda blanca, que intenta expresar lamera verticalidad de lo visible.

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     No obstante, la era de la teoría tiene algunos momentos de esplendor,

    obviamente. Un momento de esplendor autodestructivo, porque cuando la forma se lee

    fuera del formalismo, empieza a ser leída como la boca de entrada, la señal, la

    testificación o el borde del acontecimiento. Algunos momentos de la escritura de

    Barthes, algunos momentos de la obra crítica de Kristeva, aun en los momentos en que

    Kristeva coquetea de manera más… uno diría kitsch, merengue, mersa, con la moral

    cientificista. Digamos, el encuentro fatal de la crítica literaria con el psicoanálisis,

    momentos en que el teoricismo resbala en sumersión, derrapa en un cierto compromiso

    que ya no controla. Cuando digo compromiso no pienso tanto en la idea sartreana de

    compromiso, sino en el uso de la palabra cuando se dice que un tumor compromete,

    digamos, el hígado. O en las Mitologías de Barthes, ese es un caso interesante. Ese libro

    es uno de los más saussureanos de Barthes. En uno de los prólogos que le agrega más

    adelante Barthes dice que escribió ese libro cuando acababa de leer a Saussure. Y ahí

    todo el tiempo despunta el analista y el crítico que se vuelve lector de literatura y

    escritor. Por ejemplo, hay una mitología ahí que se titula “Los romanos en el cine”,

    donde Barthes se pregunta por qué los romanos de las películas norteamericanas

    siempre llevan flequillo. Significa lisa y llanamente la “romanidad”, la evidencia

    arbitraria, convencional, y por lo tanto simbólicamente violenta por parte del que

    construye el signo arbitrario, de que estamos en la Roma de antaño. Bueno, ahí Barthes

    en el final de la mitología, despotrica, aprovechando el descubrimiento saussureano de

    la arbitrariedad, contra las convenciones de efecto naturalizador o de efecto político de

    la cultura de masas, eso que él llama la moral del signo bastardo, que sería el signo que,

    arbitrario, se hace pasar por natural; y entonces dice que habría que reemplazarla por

    dos extremos: la pura artificialidad, un lenguaje que sea como el álgebra, es decir que

    no pueda de ningún modo ocultar su artificialidad sino más bien exhibirla todo el

    tiempo. O, en el otro extremo, un lenguaje completamente motivado, único cada vez,capaz de nombrar este momento y solo éste, en que toco esta mesa y solo ésta; un signo

    capaz de suprimir la fantasmagoría de los universales, que anulan la experiencia y la

    reemplazan por una moneda de cambio. Es decir, de lo que está hablando Barthes ahí es

    de la poesía. Está repitiendo el poema de Alejandra Pizarnik, que todos hemos repetido

    hasta el hartazgo y sin embargo aguanta, resiste, el poema 13 de  Árbol de Diana  que

    dice: “explicar con palabras de este mundo / que partió de mí un barco llevándome”.

    Encontrar un signo no ya que “diga” sino que actúe esa experiencia única, irrepetible,indecible. El poema no dice “ay! si yo pudiera explicar con palabras de este mundo…”,

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    no dice “cómo quisiera…”. No, sólo dice: “explicar con palabras de este mundo / que

     partió de mí un barco llevándome”. Bueno, ahí en “Los Romanos en el cine”, Barthes

    termina introduciendo lo mismo que se lee en esa consigna de Pizarnik: el sueño

    insomne e imposible de la poesía moderna.

    Hay otra  Mitología de Barthes que se titula “Nautilus y el barco ebrio”, donde

    opone a Julio Verne con el poema de Rimbaud “El barco ebrio”. Mientras en las novelas

    de Verne ve la construcción de una poética de la caverna en la que el sujeto sabe todo

     porque llena todos los espacios, en cambio en “El barco ebrio” ya no hay sujetos,

     porque el que está ebrio es el barco, que navega a la deriva en una especie de poética de

    la exploración sin destino, una poética de la exploración que-no-se-sabe-porque-no hay-

    sujeto y que no sabe a dónde va, que va a ninguna parte.

    Y ahora podemos ir al rescate del Jakobson menos atrapado en la moral

    cientificista, porque en ese mismo texto Lingüística y poética advierte en un momento

    sobre las consecuencias menos banales o más cataclísmicas del descubrimiento

    saussureano de la arbitrariedad: Jakobson dice en un momento que eso que llama la

    función poética promociona la patentización de los signos y, entonces, profundiza la

    dicotomía fundamental entre signos y objetos. Es decir que Jakobson alcanza a ver que

    lo relevante de la literatura no residiría tanto en el procedimiento sino en sus efectos de

    disolución y de perturbación de nuestros órdenes del mundo. En la medida en que, dice

    Jakobson, lo que la función poética nos obliga a ver (a diferencia de lo que sucede en el

    uso social del discurso) es la disimetría, el hiato, el vacío, entre nuestros órdenes de

    discurso y la experiencia. Ahí, Jakobson ve algo parecido a lo que pocos años después

    va a escribir Foucault en el prefacio a “Las palabras y las cosas”. Foucault empieza

    diciendo que su libro nació de un texto de Borges, de su lectura de “El idioma analítico

    de John Wilkins”, el cuento en que aparece la clasificación de los animales de una

    enciclopedia china que los presenta en orden alfabético según “pertenecientes alemperador”, “que acaban de romper el jarrón”, “que de lejos parecen moscas”,

    “incluidos en esta clasificación”, etc. Lo que dice Foucault ahí es que, precisamente, la

    literatura es el lugar donde el lenguaje se ha abandonado a sí mismo y nos obliga a ver

    su inconsistencia para dar cuenta de lo que en el texto sucede, o nos sucede.

    Lo que he llamado el  modo de la distancia  tiene históricamente ese primer

    momento cientificista, y un segundo momento sacrílego, que corresponde precisamente

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    a la declinación de la fe cientificista y a su abandono, no solo en el campo de los

    estudios literarios.

    Estoy pensando en el momento en que más o menos coinciden Foucault y la

    teoría de los paradigmas de Kuhn, en ese libro titulado  La estructura de las

    revoluciones científicas, donde Kuhn dice que salvo el momento donde aparece una

    anomalía, que es algo así como una resistencia de lo material a los compromisos

     políticos de los científicos, el conocimiento científico es una construcción, una

    construcción arbitraria respecto de supuestos patrones de fiabilidad del saber en cuanto

    tal. Ahí ustedes saben que hay una coincidencia histórica con la idea foucaultiana de la

    “episteme” como una invención que periódicamente es reemplazada por otra, una

    invención cultural a través de la cual construimos mundo; una idea parecida a lo que el

    mismo Foucault llamará “orden del discurso”. Es algo así como el momento

     pragmático, contextualista, relativista del campo de las ciencias sociales. Es el momento

    donde se escriben libros como El antropólogo como autor   de Clifford Geertz, que

     plantea que la ciencia antropológica no es nada más que un tipo de enunciación. Es

    decir es una textualidad fundada en una especie de enunciado matriz que dice: yo estuve

    ahí y ahora estoy aquí para contarlo. Es un tipo de relato, un tipo de literatura. Hay ahí

    una especie de fenómeno de literaturización de las ciencias sociales, es decir los

    cientistas sociales (los etnógrafos, los historiógrafos, los sociólogos) se vuelven críticos

    literarios, adoptan las convicciones del giro lingüístico: lo que tenemos y lo que

    hacemos, se dicen, son modos de hablar, las ciencias son hablas y por lo tanto, el mejor

    modo de autoexaminarlas es utilizar la experiencia o los instrumentos de la crítica

    literaria. Cuando, en lugar de adoptar una perspectiva consensualista, se adopta una

     postura conflictivista, ese es, a su vez, un momento fuertemente politicista: una de las

    convicciones que empiezan a acompañar al relativismo del giro lingüístico es la idea, a

    veces más o menos nietzscheana, de que reemplazamos un modo de hablar por otro odisputamos entre modos de hablar a causa de una motivación que nietzscheanamente

    sería la voluntad de poder, o el instinto de apropiación y conquista.

    Entonces ahí, entre otras cosas, lo que se da en el campo de los estudios

    literarios es un abandono de la teoría, o por lo menos, un abandono de lo que la noción

    de teoría representa como convicción epistemológica. La idea de teoría en el sentido

    clásico suponía que era posible construir un conocimiento más o menos universal, no

    atado a la mera contingencia del sujeto que lo produce, es decir, más o menos científico.

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    El abandono de la teoría se combina con lo que María Teresa Gramuglio llama

    la crítica de la literatura, es decir, desaparece o declina la crítica literaria y lo que se

    empieza a construir es una crítica de la literatura entendida como un dispositivo cultural

    de dominación.

    Hay un momento en que esto, en los lugares comunes de nuestra biblioteca, es

    muy claro. Pienso en el libro de Terry Eagleton de 1983, Una introducción a la teoría

    literaria. ¿Qué dice Eagleton en el primer capítulo?: examinemos la noción de literatura

    según una mirada epistemológica más o menos convencional y abstracta, es decir, según

    un examen científico. ¿Qué es la literatura, entonces? Nada, la literatura no existe,

     porque no hay manera de definirla, de recortarla, de distinguirla como objeto. La única

    manera de distinguirla es saber que se trata de un invento social, histórico, el curso de

    cuyas transformaciones es datable; el invento de una compartimentación del discurso

    que se hace pasar por natural en función de determinados propósitos. Entonces, en el

    último capítulo, Eagleton plantea que si la literatura no existe debemos resolver a qué

    dedicarnos los críticos literarios; la respuesta de Eagleton, que veinte años después ya

    no tiene nada de llamativo y sí bastante de deprimente, es que nos dediquemos a una

    crítica de las prácticas discursivas. Bueno, eso a mi modo de ver es también atroz y es

    fatal. Eagleton no es el único crítico literario del que hemos aprendido mucho, por otra

     parte, como con Jakobson; pero son críticos que construyeron esta convicción según la

    cual la literatura es un discurso, una variante del discurso, una idea que considero uno

    de los más severos errores filosóficos y una de las más patéticas negociaciones con las

    morales sociales de la utilidad en que los estudios literarios cayeron en las últimas

    décadas. Fue una convicción que, hay que reconocerlo, tuvo su efecto profiláctico:

    sirvió para abandonar la concepción cultual, veneracional, de las “bellas letras” o

    “bellas artes”, pero a cambio pagó el precio de negar una forma material de la

    experiencia (yo creo, en cambio, que “literatura” o “arte” siguen siendo útiles paranombrar la experiencia en su sentido de acontecimiento, algo que –como el sueño o el

    sexo, pongamos por caso- no tiene nombre, no puede ser hablado por la cultura). A esto

    voy a volver en breve. Retomo ahora lo que introduje con la cita de Eagleton: después

    de que se instala esa convicción (la literatura no existe, es una práctica discursiva más)

    vienen los años de la politización de la crítica americana, no solo norteamericana sino

    también latinoamericana. El momento de emergencia de los estudios culturales, de los

    estudios post-coloniales, los estudios subalternistas.

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    Los mejores ejemplos que yo conozco de eso están, en el campo internacional,

    en la obra de Edward Said. ¿Qué dice Said, cuál es su tesis principal? Por lo menos la

    alta literatura inglesa, dice Said, fue un dispositivo eficacísimo para producir, mantener

    o reproducir la ideología imperial británica. Entonces ahí, el problema que uno tiene es

    lo que esa tesis no explica. Esa tesis por cierto puede explicar algo de lo que todavía son

    capaces de hacernos las novelas de Jean Austen o Cumbres borrascosas. Pero eso que

    esa tesis explica no es la literatura; por el contrario, es lo que esas novelas tienen de

    reproducción o de producción de la ideología dominante, o de ciertos valores de las

    ideologías dominantes en el momento en que se escribieron, valores que todavía se

    superponen o se parecen o son más o menos los mismos valores (o dis-valores) de las

    ideologías dominantes que nos atraviesan. Pero lo que pensamos algunos es que ahí no

    está la literatura de Austen o de Cumbres borrascosas.

    Hay por supuesto, y nosotros tenemos que manejarla, una noción civil  de

    literatura, una cierta noción sociológica de la literatura. La literatura es una

    compartimentación de las prácticas culturales con las cuales la civilización o los

    itinerarios de la dominación social o como quieran llamarle, hace algo en el mundo

    social. El problema es que si agotamos ahí la noción de literatura nos perdemos lo

    mejor. Es decir, nos perdemos la artisticidad de la literatura.

    Entonces, lo que yo creo es que hay que mantener, a la vez que esta noción

    cultural, una noción artística de la literatura. A mi modo de ver, las contribuciones que

    ayudan a pensarla, y a sumergirnos en una noción de literatura como esa, vienen más

     bien de la filosofía que de la lingüística.

    Said es interesante además porque es un lector sofisticado, no es que lee así por

    sus propias limitaciones, porque no podría leer de otro modo. No: Said organizó un

     programa poderosísimo y de alto impacto en el campo de la crítica literaria y de la

    enseñanza universitaria de la literatura, bajo la convicción de que es políticamente preferible no atribuir propiedades de fuga, libertarias o autocontradictorias a la alta

    literatura de la era burguesa. Si lo tenemos a Franz Fanon, mejor reservar para él las

     potencialidades indóciles, emancipatorias, destartalantes  o disyuntivas; sabemos que

    Fanon no era una chica inglesa de la aristocracia provinciana como Jean Austen, es

    decir: Fanon nos tranquiliza políticamente. El problema es que ahí uno se pierde de leer

    en el “canon” lo mismo que Said quiere reservar para los escritores de identidad política

    clara, progresista, antiimperialista; uno se pierde de leer eso en los pespuntesauntocontradictorios en los que la subjetividad de quien está ahí circulando se desujeta.

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    Jean Austen se desdice porque no puede soportar los límites a que está constreñida la

    subjetividad en el modelo social al que pertenece. Entonces deja que suceda, que le

    suceda la literatura, que la literatura ponga a esa subjetividad fuera de sí. También en

    Austen, también en la literatura firmada por autores de las “elites”, y no sólo en la de los

    autores deliberadamente libertarios, el viejo topo cava la tierra. No adopto esta

     perspectiva única ni principalmente porque me parezca políticamente preferible, pero

     parece obvio que esta perspectiva, menos dual o menos maniquea, resulta políticamente

     preferible. Que abre algo así como una teoría de lo emancipatorio más compleja y

    menos calculada, menos calculable.

    En el campo de la crítica latinoamericana el sacrilegio politicista funciona

    claramente en el libro de Ángel Rama  La ciudad letrada. En 1960, en el semanario

    “Marcha”, Rama había organizado el programa político de la construcción de la

    literatura en el continente. Tenemos una serie de buenas obras, decía Rama, pero con

    eso no basta, necesitamos además un conjunto de escritores que se conviertan en

    intelectuales y que construyan con eso algo así como un servicio social cultural en torno

    de un acontecimiento central: la Revolución Cubana. Que es algo así como la clave de

     bóveda de una transformación cultural e irrefrenable.

    Poco antes de morir, Rama escribe los borradores de  La ciudad letrada donde,

    en cambio, los intelectuales, los letrados y la literatura que escribían esos letrados en el

    curso de la historia de la modernización de América Latina, es una serie de dispositivos

    de dominación cultural. Es decir, la literatura es lo que se enseña, es lo que escriben los

    letrados, una élite cultural más o menos nueva (depende del momento en que se la tome)

    y lo que enseñan otros letrados, o sea los profesores de literatura, para reproducir una

    serie de valores, predisposiciones y creencias que tienen cierta funcionalidad, que son

    funcionales al modelo social dominante (o más bien a la hegemonía, digamos).

    Por ejemplo: entre la generación del ´37 y los letrados en vías de profesionalización del 900, esas élites, le atribuyeron o de hecho le dieron a la literatura

    esa función en la construcción de una identidad nacional. Para mí, este es un problema

    tanto del momento cientificista como del momento sacrílego; digo sacrílego porque el

     punto de partida de los estudios culturales en esta versión que he contado, es una crítica

    ideológica de las “bellas letras”, de la sacralización de la literatura y el arte que se

    identifica con esta noción de “bellas letras” o “bellas artes”.

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    Tanto el modelo teoricista como el politicismo sacrílego, decía, comparten esta

    idea de que la literatura es un discurso. Ahí es interesante el final del manual de

    Eagleton que está ya más acá de la convicción científicista y la ha criticado, y que sin

    embargo mantiene la idea de que tenemos un objeto, digamos, que son las prácticas

    discursivas. Lo que la cultura de la civilización llama literatura, lo que hemos llamado

    literatura es una de esas prácticas discursivas. Y a mí me parece que en cambio puede

    ser por lo menos más interesante (seguro más divertido) pensar que la literatura,

    condenada a trabajar la materia verbal y con su carga de discursividad social, no es sin

    embargo un discurso. Empecé a pensar esto hace bastante, cuando encontré un texto de

    Karlheinz Stierle, un alemán que viene de la Estética de la Recepción, un texto del ´77

    que salió en la revista Poétique; es un texto bastante foucaultiano, que se titula

     Identidad del discurso y transgresión lírica. Stierle dice ahí que el problema para

    definir la lírica es que no es un género, más bien la lírica es un anti-discurso, un camino

    de puesta en fuga de las identidades discursivas. A mí me gustaría proseguir esa idea de

    Stierle para pensar que literatura es más que un antidiscurso, es algo así como un des-

    discurso, o una práctica que ocurre entre el anti-discurso y el des-discurso. Barthes

    decía: una práctica (una traza, una materiación) que dentro de la lengua combate a la

    lengua. Que la pone fuera de sí desde su interior (para usar una fórmula de, creo, Saer y

    de Alberto Giordano).

    Hay una frase de John Berger, un novelista y crítico de arte inglés que en una

    entrevista dice: “Escribo que para que eso, que está del otro lado, ajeno a las palabras,

     pueda hacerse presente”. Entonces mi propuesta, es que mientras el discurso es

    funcional, hermenéutico y reparador (el discurso social o el discurso a secas digamos),

    mientras el efecto del discurso es sustraernos la experiencia y devolvernos al mundo y a

    sus nombres, la literatura en cambio es disfuncional o afuncional y su efecto es

    sustraernos del mundo y de sus nombres y dejarnos suspendidos en el umbral delacontecimiento.

    El discurso, digamos, es una terapéutica paranoica, está todo el tiempo colmando

    las faltas, suturando la herida, reparando la grieta.

    Susan Sontag dice: “la imaginación está todo el tiempo llenando todas las

    fisuras”. En cambio la literatura sería patógena, porque en lugar de curar la herida, la

    abre, se aloja en ella y la deja abierta ocupándola. Deja que sobrevenga un estado en que

    la experiencia resta o sobra. Berger entrevé que hay literatura, porque si hayexperiencia, si algo pasa, siempre faltan palabras y estamos ante lo que no tiene nombre.

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    Raymond Williams, que fue un socialista radical estrechamente vinculado con el

    corpus marxista, y cuyo materialismo filosófico parece difícil poner en dudas, fue muy

    claro. Se pasó toda la vida tratando de definir la noción de experiencia, vinculándola

    con una “cualidad de presencia” de lo impresentado, emergencia de lo indisponible.

    Williams no ignora que la literatura y el arte pudieron haber sido distinguidos por la

     burguesía como un dispositivo de compartimentación de los discursos funcional a

    ciertos propósitos de dominación. Pero además la idea que tiene Williams es que, aun si

    eso no hubiese sucedido, la literatura y el arte hubiesen sido culturalmente distinguidos

     porque los sujetos históricos advertimos que, en el momento en que despunta, en ese

     presente, en ese instante que es la pura efimeridad en que despunta, despunta algo que

    no está articulado, algo de lo que no disponemos, que no puede ser dicho por los

    lenguajes, por las constelaciones de sentido: aparece lo inaparecido.

    En 1979, Williams se presta a una larga entrevista con los jóvenes de la New Left

     Rewiew, que eran ya un poco post-althuserianos pero que habían sido althusserianos

    duros, y para quienes, por lo tanto, la noción de experiencia era un anatema, como lo era

     para Althusser, era el predio de la ideología, la experiencia era una patraña de la

    ideología. Entonces, sin embargo, los jóvenes de la  New Left   le hacen ese prolongado

    reportaje a Williams en el que uno y otros se tienen mucha paciencia, es un intercambio

    intelectual realmente admirable que salió en un libro, Politics and Letters,  de 1979.

    Entonces lo apuran a Williams y le dicen: ¿usted qué quiere decir con esto de

    experiencia?, no se entiende, “experiencia”, “emergente”, “cualidad de presencia”;

    entonces Williams les responde que hay que buscar una palabra para eso, y en un

    momento les dice: “para eso que no está articulado, no es completamente confortable en

    silencios diversos que, sin embargo, no son usualmente muy silenciosos”. Bueno,

    ¿saben que pasa? les dice Williams, es que yo "no tengo una palabra para nombrar

    eso". Entonces, me parece muy interesante que un teórico de la literatura que insistiótoda la vida en su procedencia modesta (Williams es un hijo de ferroviarios del límite

    entre Gales e Inglaterra y que estudió en Cambridge), que se mantuvo toda la vida en

    contacto con experiencias artísticas, que trabajó en teatro, en cine y que hizo un intento

    monumental por repensar el corpus marxista desde la teoría literaria, diga claramente

    que el problema consiste en que, sujetos a los sistemas culturales, sujetos a la lengua, no

    tenemos una palabra para nombrar eso que acontece en el arte. Eso que “sobra” respecto

    de lo social dado, dicho, creído y sabido; eso que, por tanto, le falta a lo social, lo que lefalta a “Sujeto”, el lugar donde “Sujeto” ya no habla y se ha ausentado. Desde la

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     perspectiva política de Williams eso es algo así como un argumento optimista, es algo

    así como una testificación de que indefectiblemente la realidad social cambia, se mueve,

     porque en la experiencia despunta, emerge la configuración de una incomodidad, de una

    disimetría, de un atasco, de una omisión de la que no puede dar cuenta el sistema de

    sentidos que se nos impone, nos encarcela y nos quiere hacer creer que estamos

    viviendo lo que sabemos o pensamos, que estamos viviendo lo ya pensado, lo ya

    articulado, lo decible. La noción de “experiencia presente” de Williams, que es una

    teoría del arte y de la literatura, apunta a esos momentos o promontorios en que la

    experiencia ocurre, se materializa en la práctica artística y por la realidad material en

    que funciona el arte: esos momentos en que se materializa lo radicalmente exterior a

    todo. Eso es muy próximo a lo que Alain Badiou dice cuando explica la noción de

    “acontecimiento”: no es un concepto ni una definición, acontecimiento es “la

    nominación poética de un suplemento indecidible, un azar, un incalculable”. Algo que,

    en tanto se presenta, no puede ser previsto y por tanto no está pensado ni dicho, es decir

    no tiene nombre, no tiene signo. Por consiguiente, dice Badiou, para nominar   el

    acontecimiento hay que abrevar en el vacío de sentido, de la carencia de significaciones

    establecidas, hay por consiguiente que poetizar, y el nombre poético del acontecimiento

    es lo que nos lanza fuera de nosotros mismos.

    Bueno, esa es una teoría de la literatura, por supuesto que no es una teoría

    especificista de la literatura, porque lo que yo trato de plantear es que en la literatura, en

    el arte y seguramente en otras experiencias (de las que puedo hablar poco porque las he

     pensado menos) sucede algo que no pertenece al orden de la comunicación, que no

     pertenece al orden del discurso y que se escapa de los regímenes de la representación o

     por lo menos los hostiliza. Y me parece muy relevante que Badiou diga: eso no puede

    ser conceptualizado, podemos nominarlo, y solo podemos nominarlo poéticamente. Ahí

    lo que está diciendo Badiou es que hay un territorio, el territorio de lo que en efectoocurre, que solo podemos pensar, teorizar o filosofar por vía poética.

    Para terminar, me gustaría insinuar una biblioteca. Nunca sabemos bien qué es

    eso que ocurre y se presenta, eso que está ahí, nunca sabemos qué es el acontecimiento.

    Pero el acontecimiento es algo así como aquello en lo que los artistas modernos

    insistieron, en una biblioteca o un arco que va del poema que abre “Las flores del mal”

    de Baudelaire a la parrafada de Tomatis contra “el hombre común” en  Lo imborrable. 

    Ese poema inicial de Baudelaires… que es una especie de… ¿qué es ese primer poema?Un estercolero al final del cual Baudelaire habla en segunda persona y le dice al lector:

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    vos sos igual que yo, vos sos esto que yo estoy poniendo. A mí me gusta cerrar el arco

    antidiscursivo que veo abierto en ese primer poema de “Las flores del mal”, con esa

     parrafada de Tomatis acerca del hombre común. Se acuerdan que está criticando a

    Walter Bueno, ese novelista dictatorial que habla por televisión a favor del gran público

    y del hombre común, y entonces Tomatis dice que no tiene nada contra el hombre

    común, salvo que si uno escarba un poco enseguida encuentra el estercolero, es decir,

    lo que está escondido. Y agrega que lo que tiene que hacer un novelista, un artista, no es

    hablarle al hombre común; por el contrario, “lo que el hombre común guarda del modo

    más oscuro y cuidadoso, al abrigo de toda indiscreción, alimentándolo con insistencia

     periódica y del modo más compulsivo, sin escrúpulo ni compasión ni consigo mismo ni

    con el prójimo, hay que sacarlo a la luz del día y ponerlo sobre el tapete para que, de

    manejo sombrío se vuelva, bien a la vista, evidencia cegadora”. La figura es interesante

     porque es autocontradictoria, es un oxímoron que controla la tentación iluminista,

    controla la tentación de pensar que, cuando nos da lo real, la literatura nos revela la

    verdad de lo real: en efecto, en la frase de Saer no se nos habla de una evidencia sin

    más, ni de una evidencia iluminadora (como sería de esperar), sino de una evidencia

    que nos ciega. Como si Tomatis repitiese la frase de Negroni: “la poesía es una

    epistemología del no saber”.

    Obviamente en los textos no sabemos qué es eso que la literatura muestra, que

    está al abrigo, que está escondido, como no lo saben los colastiné de El Entenado. No

    saben qué es eso a lo que dan rienda suelta en la orgía cíclica, colectivamente,

    suprimiendo la subjetividad a la que están atados la mayor parte del tiempo. Y no

     pueden hablarlo, y tienen una palabra para des-hablarlo, "def-ghi", una palabra que de

    ningún modo es “discurso”, sino una sarta de marcas, caligrafemas (ahí Saer hace un

    chiste con la clasificación borgiana de los animales de la enciclopedia china, que va en

    orden alfabético, e inventa una palabra colastiné mordiendo al azar un fragmento delorden del alfabeto, de la D a la I). Def-ghi, una materia vocal y visual, una no-palabra

    que significa cualquier cosa y todas las cosas y no significa nada: como el arte, nomás

    ocurre y hace un real.