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DIANE ACKERMAN Una historia natural de los sentidos ra ANAGRAMA

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DIANE ACKERMAN

Una historia natural de los sentidos

raANAGRAMA

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Una historia natural de los sentidos

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Diane Ackerman

Una historia natural de los sentidos

Traducción de César Aira

EDITORIAL ANAGRAMABARCELONA

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Titulo de la edición original: A Natural History of Senses Random House Nueva York, 1990

Traducción revisada por Ana Abad Mercader

Portada:Julio VivasIlustración «My Sweet Rose», John Waterhouse, Londres,

Roy Miles Fine Paintings, cortesía de Bridgeman / Art Resource

Primera edición: marzo 1 9 9 2 Segunda edición: noviembre 19 9 3

© Diane Ackerman, 1990© EDITORIAL ANAGRAMA, S.A., 1992

Pedro de la Creu, 58 08034 Barcelona

ISBN: 84-339-1355-7 Deposito Legal: B. 34372-1993

Printed in Spain

Libergraf, S.L., Constitució, 19, 08014 Barcelona

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"Quién recibe una idea de mí, recibe instrucción sin disminuir la mía; igual que quién enciende su vela con la mía, recibe luz sin que yo quede a os "

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Referencia: 1061

Thomas Jefferson

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AGRADECIMIENTOS POR AUTORIZACIONES

Se reconoce con gratitud a las siguientes personas e institucio­nes por la autorización para reproducir material ya publicado:

JUDITH R. BIRNBERG: Fragmentos de la columna «My turn» en la revista Newsweek del 21 de marzo de 1988. Reproducido con permiso de Judith R. Birnberg.

HARCOURT BRACE JOVANOVICH, Inc., y FABER AND FABER LIMITED: Tres versos de «The Dry Salvages» de Four Quartets de T. S. Eliot. Copyright 1943 por T. S. Eliot. Copyright renovado en 1971 por Esme Valerie Eliot. Derechos mundiales, excluyendo los EE.UU., administrados por Faber and Faber Limited. Repro­ducido con autorización de Harcourt Brace Jovanovich, Inc., y Fa­ber and Faber Limited.

DAVID HELLERSTEIN: Fragmentos de su artículo sobre la piel, en la edición de septiembre de 1985 de Science Digest. Copyright 1985 por David Hellerstein. Reproducido con permiso del autor.

Liverig h t Pu blish in g C o r p o r a t io n : «i like my bodywhen it is with your» y dos versos de «notice the convulsed orange inch of moon» del volumen Tulips and Chimneys de e. e. cummings, editado por George James Firmage. Copyright 1923, 1925 por e. e. cummings. Copyright renovado en 1951, 1953 por e. e. cummings. Copyright 1973, 1976 George James Firmage. Derechos para la Comunidad Británica, excluyendo Canadá, controlados por Graf­ton Books, división del Collins Publishing Group. Estos poemas aparecen en Complete Poems, Vol. I por e. e. cummings, publica­do por Grafton Books. Reproducido con permiso de Liveright Pu-

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blishing Corporation y Grafton Books, división del Collins Publish­ing Group.

The Media Development Group: Fragmentos de un anun­cio para las Bolas de Ejercicio Chinas, de The Lifestyle Resource. Copyright 1989 The Lifestyle Resource, The Media Development Group, Norwalk, Conn. Reproducido con autorización.

N a tio n a l G eographic So cie ty : Capítulo titulado «Cómo mirar el cielo», de Diane Ackerman, de The Curious Naturalist. Copyright 1988 por la National Geographic Society. Reproduci­do con autorización de la National Geographic Society.

THE NEW York Times: Fragmento de un artículo de Daniel Goleman, del 2 de febrero de 1988. Copyright 1988 por The New York Times Company. Reproducido con autorización.

NORTH P o in t PRESS: Fragmento de Curious World, de Phi­lip Hamburger. Copyright 1987 por Philip Hamburger. Reprodu­cido con permiso de North Point Press.

V in tag e Books, división de Random House, Inc.: Frag­mentos de Habla, memoria , de Vladimir Nabokov. Copyright 1967 por Vladimir Nabokov. Reproducido con permiso de Vintage Books, división de Random House, Inc. (Traducción española en Anagrama, Barcelona, 1986.)

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El misterio inicial latente en cualquier viaje es: ¿cómo ha llegado el viajero a su punto de partida? ¿Cómo he llegado a la ventana, a las pare­des, a la estufa, al cuarto mismo? ¿Cómo es que estoy bajo este techo y sobre este suelo? La respuesta sólo puede ser conjetural, sujeta a argu­mentaciones en favor y en contra, materia para la investigación, las hi­pótesis, la dialéctica. Me es difícil recordar cómo ha sido. A diferencia de Livingstone cuando se adentraba en lo más remoto de Africa, yo no tengo mapas a mano, ni un globo de las esferas terrestre o celeste, ni un plano de montes y lagos, ni sextante ni horizonte artificial. Si alguna vez tuve brújula, hace mucho que la perdí. Empero, tiene que haber al­guna razón que dé cuenta de mi presencia aquí. Hubo un paso que me colocó en dirección a este punto y no a cualquier otro del planeta. Debo pensarlo. Debo descubrirlo.

L o u ise B o g a n , Viaje alrededor de mi cuarto

Una mente que se expande hacia una idea nueva nunca vuelve a su dimensión original.

O l iv e r W e n d e l l H o l m e s

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AGRADECIMIENTOS PERSONALES

Muchos amigos y conocidos me han hecho llegar libros y artí­culos que me han sido útiles, o me comunicaron sus experiencias con los sentidos. Estoy en deuda especialmente con Walter An- derson, Ronald Buckalew, Whitney Chadwick, Ann Druyan, Tif- fany Field, Marcia Fink, Geoff Haines-Stiles, Jeanne Mackin, Char­les Mann, Peter Meese, el Instituto Químico Monell, Joseph Schall, Saúl Schanberg, Dava Sobel, Sandy Steltz y Merlin Tuttle. Mi agra­decimiento, sobre todo, a los doctores David Campbell y Roger Payne, que tuvieron la generosidad de revisar el manuscrito, a la caza de errores.

Mientras escribía el libro, recibía casi todas las semanas, en el sobre color crema que se me había hecho familiar, una carta de mi editor, Sam Vaughan, cuyas pistas, sugerencias y preguntas fue­ron un apoyo cada vez más importante para mí, lo mismo que su amistad.

La revista Parade publicó cuatro fragmentos de los capítulos «Tacto», «Visión» y «Olfato».

«Cortejando a la musa», apareció en The New York Times Book R eview . Una parte de «Por qué las hojas cambian de color en oto­ño» apareció, bajo forma diferente, en Condé Nest Traveler.

«Cómo mirar el cielo» fue escrito originalmente para el libro The Curious Naturalist, y se reproduce aquí con mi gratitud por su autorización.

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INTRODUCCIÓN

E n t o d o s e n t id o

El mundo es un manjar sabroso para los sentidos. En verano, puede sacarnos de la cama el aroma dulce del aire que se cuela con un susurro por la ventana del dormitorio. El sol, jugando a través de las cortinas de tul, les da un efecto de moaré, y la tela parece estremecerse de luz. En invierno, uno puede oír el ruido madru­gador de un cardenal arrojándose contra su reflejo en la ventana del dormitorio y, aun dormido, entender ese sonido, sacudir la ca­beza con resignación, saltar de la cama, ir al estudio y dibujar la silueta de un búho o algún otro predador en un papel, y después pegarlo en la ventana, antes de ir a la cocina y hacerse una taza de café aromático, ligeramente acre.

Podemos neutralizar momentáneamente uno o más de nues­tros sentidos —por ejemplo, flotando en agua a la temperatura del cuerpo—, pero con ello sólo logramos agudizar los demás. No hay modo de comprender el mundo sin detectarlo antes con el radar de los sentidos. Podemos expandir nuestros sentidos con ayuda del microscopio, estetoscopio, robot, satélite, audífono, lupa y todo lo demás, pero lo que se halla fuera del alcance de los sentidos que­dará necesariamente ignorado. Nuestros sentidos definen las fron­teras de la conciencia y, como somos exploradores e investigadores innatos de lo desconocido, pasamos una gran parte de nuestra vida recorriendo ese perímetro turbulento: tomamos drogas; vamos al

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circo; recorremos junglas; escuchamos música ensordecedora; com­pramos fragancias exóticas; pagamos altos precios por novedades culinarias, e incluso estamos dispuestos a arriesgar la vida por pro­bar un sabor nuevo. En Japón, los ch efs sirven la carne del pez glo­bo, o fu gu , que es altamente venenoso, salvo que se haya prepara­do con cuidados exquisitos. Los cocineros más refinados dejan la cantidad precisa de veneno en el pescado como para que se colo­reen los labios de los comensales, y así sepan lo cerca que han esta­do de la muerte. A veces, por supuesto, un comensal se acerca de­masiado, y todos los años hay una cantidad de aficionados al fu gu que dejan la vida en medio de una cena.

La modalidad del placer que extraemos de los sentidos varía mucho de una cultura a otra (las mujeres masai, que emplean ex­cremento como fijador capilar, considerarían asombroso el deseo de las mujeres norteamericanas de que su aliento huela a menta), pero el mecanismo con que usamos esos sentidos es exactamente el mismo. Lo más sorprendente no es cómo los sentidos tienden un puente sobre las distancias y las culturas, sino cómo lo hacen sobre el tiempo. Los sentidos nos conectan íntimamente al pasa­do con una eficacia que no lograrían nuestras ideas más elabora­das. Por ejemplo, cuando leo los poemas del poeta romano Pro- percio —que describió con gran detalle la respuesta sexual de su novia Hostia, con la que le gustaba hacer el amor en las riberas del Arno—, me sorprende lo poco que han cambiado los juegos eróticos desde el año 20 a. C. El amor tampoco ha cambiado mu­cho: Propercio promete y suspira como lo han hecho siempre los amantes. Más notable es que el cuerpo de ella sea exactamente el mismo cuerpo de una mujer que viva hoy en St. Louis. Miles de años no han cambiado eso. Todos sus pequeños «lugares» delica­dos y secretos son tan atractivos y sensibles como los de una mujer actual. Es posible que Hostia interpretara las sensaciones de un modo diferente, pero la información enviada a sus sentidos, y en­viada por ellos, era la misma.

Si fuéramos a Olduvai Gorge, donde yacen los huesos de nuestra madrecita, Lucy 2, en el sitio donde murió hace muchos milenios, y miráramos el valle, reconoceríamos en la distancia las mismas mon­tañas que vio ella. De hecho, bien pudieron ser la última cosa que

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vio Lucy 2 antes de morir. Muchos rasgos de su mundo físico han cambiado: las constelaciones han modificado ligeramente su posi­ción, el paisaje y el clima se han transformado algo, pero el perfil de las montañas sigue en buena medida siendo el mismo que cuan­do ella estaba viva. De modo que las vería como las vemos ahora. Pues bien, saltemos por un instante a 1940, en Río de Janeiro, a una elegante mansión propiedad del compositor brasileño Héctor Villa-Lobos, cuya música, austera y profusa a la vez, comienza con las formas ordenadas de la convención europea y más adelante ex­plota en los sonidos chillones, jadeantes, inquietos, tintineantes de la jungla amazónica. Villa-Lobos solía componer al piano, en su salón, de la siguiente manera: abría las ventanas que daban a las montañas que rodean Río, elegía una perspectiva para la jorna­da, dibujaba el perfil de las montañas en su papel pautado y utili­zaba ese dibujo como línea melódica. Dos millones de años se ex­tienden entre esos dos observadores en Tanzania y Brasil (sus ojos buscaban un sentido en el perfil de una montaña) y, sin embargo, el proceso es idéntico.

Los sentidos no se limitan a darle sentido a la vida mediante actos sutiles o violentos de claridad: desgarran la realidad en taja­das vibrantes y las reacomodan en un nuevo complejo significati­vo. Toman muestras contingentes. Sacan la generalidad de un caso único. Negocian hasta establecer una versión razonable y, para ello, hacen toda clase de pequeñas y delicadas transacciones. La vida lo baña todo como una cascada radiante. Los sentidos transmiten unidades de información al cerebro como piezas microscópicas de un gran rompecabezas. Cuando se reúne la cantidad suficiente de «piezas», el cerebro dice vaca. Veo una vaca. Esto puede suceder antes de que todo el animal sea visible; el «dibujo» sensorial de una vaca puede ser una silueta, o la mitad del animal, o sólo dos ojos, dos orejas y un morro. En las llanuras del sudoeste norte­americano, un punto oscuro a lo lejos puede crear estas asociacio­nes. O bien la silueta de un sombrero nos hacer pensar un vaque­ro. A veces la información llega de segunda o tercera mano. Un torbellino de polvo a distancia: una camioneta que corre. A eso lo llamamos «razonar», como si fuera un aroma mental.

Un marinero está en la cubierta de un barco, con un par de

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banderas de señales en las manos. De pronto las levanta, sacude ambas hacia la derecha en un gesto de «llévate-eso-de-aquí», des­pués gira los brazos en redondo, y termina sacudiendo las bande­ras sobre su cabeza. El marinero es un transmisor de sentidos. Los que lo ven y leen son los receptores. Las banderas son siempre las mismas, pero el modo en que las mueve difiere según el mensaje, y su repertorio de gestos cubre muchas posibilidades. Cambiemos la imagen: una mujer está sentada ante un telégrafo y transmite en código Morse por cable. Los puntos y rayas son impulsos ner­viosos que pueden combinarse de diferentes maneras para trans­mitir claramente sus mensajes.

Cuando nos describimos como seres «sensibles» (del latín sen- tire, «sentir», del indoeuropeo sent-, «dirigirse a», «ir», de ahí, «ir mentalmente»), lo que queremos decir es que somos conscientes. El significado más literal y amplio es que tenemos percepción sen­sorial. En inglés existe la expresión to b e ou t o f his senses, «estar fuera de sus sentidos», para representar la locura. La imagen de alguien arrancado de su cuerpo, vagando por el mundo como un espíritu desencarnado, parece imposible. Sólo a los fantasmas se los representa como ajenos a sus sentidos, lo mismo que a los án­geles. Liberados de sus sentidos, preferimos decir, si lo hemos pen­sado como algo positivo, por ejemplo el estado de serenidad tras­cendental de las religiones asiáticas. Ser mortales y sensibles es a la vez nuestro pánico y nuestro privilegio. Vivimos atados a la trailla de nuestros sentidos. Aunque ellos nos permitan expandirnos, tam­bién nos limitan y restringen, pero debe reconocerse que lo hacen hermosamente. El amor es también una hermosa restricción.

Necesitamos volver a sentir las texturas de la vida. Gran parte de nuestra experiencia en la vida norteamericana del siglo XX es un esfuerzo por apartarnos de esas texturas, para caer en una rutina de desnudez, simplicidad, puritana solemnidad, despojada de todo lo que pueda parecer sensual. Uno de los grandes «sensoriales»1 de todos los tiempos —no Cleopatra, Marilyn Monroe, Proust, ni ningún otro de los voluptuosos clásicos— fue una mujer disminui­da que carecía de varios sentidos. Ciega, sorda, muda, Helen

1. Es decir, alguien que goza con las experiencias de los sentidos. Un «sen­sual», en cambio, es alguien interesado en gratificar sus apetitos sexuales.

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Keller tenía sus restantes sentidos tan finamente sintonizados que, cuando ponía las manos sobre la radio para gozar de la música, po­día captar la diferencia entre los bronces y las cuerdas. Escuchaba las coloridas y nostálgicas historias de la vida a lo largo del Missis­sippi de los labios de su amigo Mark Twain. Escribió extensamen­te sobre los aromas, gustos, texturas y sensaciones de la vida, que exploró con la voluptuosidad de una cortesana. A pesar de estar incapacitada, pocas personas de su generación tuvieron una vida tan plena como la suya.

Nos agrada pensar que somos criaturas magníficamente evolu­cionadas, con nuestro traje y corbata, gente que vive a muchos mi­lenios y muchas circunvoluciones mentales de distancia de la ca­verna, pero nuestros cuerpos no están tan convencidos de ello. Po­demos darnos el lujo de estar en la cima de la cadena alimentaria, pero nuestra adrenalina sigue fluyendo cuando nos enfrentamos con predadores reales o imaginarios. Incluso alimentamos ese miedo primordial yendo a ver películas de monstruos. Seguimos marcan­do nuestro territorio, aunque ahora a veces lo hacemos con ondas de radio. Seguimos luchando por la posición y el poder. Seguimos creando obras de arte para realzar nuestros sentidos y sumar más sensaciones aún al mundo ya lleno de ellas, de modo que podamos anegarnos en el lujo inagotable de los espectáculos de la vida. Se­guimos aferrándonos con doloroso orgullo al amor, el sexo, la leal­tad y la pasión. Y seguimos percibiendo el mundo, en toda su mó­vil belleza y su terror, allí mismo, en el latir del pulso. No hay otro modo. Para empezar a entender la magnífica fiebre que es la con­ciencia, debemos tratar de entender los sentidos: cómo evolucio­nan, cómo pueden expandirse, cuáles son sus límites, a cuáles he­mos puesto un tabú, y qué pueden enseñarnos sobre el fascinante mundo que tenemos el privilegio de habitar.

Para entender, tenemos que «usar la cabeza», es decir, la men­te. En general, se piensa en la mente como algo localizado en la cabeza, pero los últimos hallazgos en psicología sugieren que la mente no reside necesariamente en el cerebro sino que viaja por todo el cuerpo en caravanas de hormonas y enzimas, ocupada en dar sen­tido a esas complejas maravillas que catalogamos como tacto, gus­to, olfato, oído, visión. Lo que deseo explorar en este libro es el

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origen y la evolución de los sentidos, el modo como varían de una cultura a otra, su amplitud y reputación, su folklore y ciencia, los idiomas sensoriales que empleamos para hablarle al mundo, y al­gunos temas especiales que espero que inspirarán a otros «senso­riales» como me inspiran a mí, y harán que aun las mentes menos extravagantes se detengan al menos un momento y se maravillen. Inevitablemente, un libro de tales características se vuelve un acto de celebración.

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