0. Oliva, C. & Torres Monreal, F. - Naturalismo, Realismo

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Oliva, César y Torres Monreal, Francisco. (2002). Historia básica del arte escénico. Madrid: Cátedra. C apítulo XIII Naturalismo frente a realismo 1. E l advenimiento del realismo-naturalismo El teatro moderno nace con el realismo, del que el naturalismo es su inevitable acentuación. Cualquier puesta en escena actual de Ib- sen, Chejov u O’Neill permite reconocer referencias a nuestro tiem- po y a nuestras preocupaciones, como si fuéramos sus contemporá- neos. Esta apreciación la podemos extender a sus modos de exposi- ción dramática, formas y técnicas, y a sus exigencias con respecto a la representación. Sin embargo, entre Ibsen y Buero Vallejo, por poner un ejemplo de realismo actual, median más de ochenta años. No se puede decir lo mismo del teatro precedente, drama ro- mántico y postromántico. A este último hemos de ubicarlo en otro tiempo, un tiempo pasado que nos concierne bastante menos, por muchos atractivos que encierre. Llevamos, pues, más de un siglo de teatro realista, y todavía mantienen su vigencia determinados auto- res y obras. Se dice que desde el Romanticismo hasta las primeras manifes- taciones naturalistas en el teatro europeo se produce un lamentable bache. En realidad, durante esos años la tendencia más notable es la que prefigura la nueva estética realista. Ya en plena exaltación ro- mántica se propugnó la necesidad de una representación más acor- de con la realidad; tal era el deseo de Taima. En la mayoría de los casos, eso chocaba con los textos: temas, historias, lenguajes, ele- mentos descriptivos, etc., no conectaban con lo cotidiano, con la 309

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Frangmento del libro sobre historia de teatro centrado en el realismo y naturalismo

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Oliva, César y Torres Monreal, Francisco. (2002). Historia básica del arte escénico. Madrid: Cátedra. Capítu lo XIII

Naturalismo frente a realismo

1. E l a d v e n im ie n to d e l r e a l is m o - n a t u r a l is m o

El teatro moderno nace con el realismo, del que el naturalismo es su inevitable acentuación. Cualquier puesta en escena actual de Ib- sen, Chejov u O’Neill permite reconocer referencias a nuestro tiem­po y a nuestras preocupaciones, como si fuéramos sus contemporá­neos. Esta apreciación la podemos extender a sus modos de exposi­ción dramática, formas y técnicas, y a sus exigencias con respecto a la representación. Sin embargo, entre Ibsen y Buero Vallejo, por poner un ejemplo de realismo actual, median más de ochenta años. No se puede decir lo mismo del teatro precedente, drama ro­mántico y postromántico. A este último hemos de ubicarlo en otro tiempo, un tiempo pasado que nos concierne bastante menos, por muchos atractivos que encierre. Llevamos, pues, más de un siglo de teatro realista, y todavía mantienen su vigencia determinados auto­res y obras.

Se dice que desde el Romanticismo hasta las primeras manifes­taciones naturalistas en el teatro europeo se produce un lamentable bache. En realidad, durante esos años la tendencia más notable es la que prefigura la nueva estética realista. Ya en plena exaltación ro­mántica se propugnó la necesidad de una representación más acor­de con la realidad; tal era el deseo de Taima. En la mayoría de los casos, eso chocaba con los textos: temas, historias, lenguajes, ele­mentos descriptivos, etc., no conectaban con lo cotidiano, con la

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realidad del espectador. Es muy significativo al respecto que las pie­zas consideradas intrascendentes o incluso irrepresentables fuesen precisamente aquéllas que implícitamente reconocían la saciedad de la representación romántica. Es el caso de algunos proverbios- comedias tic Musset, de las piezas tardías de Víctor Hugo agrupadas en su Teatro en libertad (1865-1867), de Kleist y de los dramas sobre la historia reciente, de Büchner. Pero es muy curioso y significativo que las mejores obras de estos autores permaneciesen durante mu­cho tiempo sin representar; lo que nos hace entender que cuando un dramaturgo se adelanta a la escena de su tiempo, ésta le impon­drá una larga espera, con riesgo de desfase, del que sólo se salvan las grandes obras. Eso sucedió con las representaciones tardías de Lo- renzaccio de Musset, o de Woityck y La muerte de Danton, ambas de Büchner.

Durante los años de transición al realismo-naturalismo, Europa volvió la vista a Francia. A falta de otros modelos, ahí estaba S c r i - be (1791-1861), un maestro en enredos y peripecias, que sabe llevar las acciones al límite, antes de desenmarañar la madeja. Ese breve esquema es el de la piece bien faite, en expresión personal del autor, que hará fortuna en el teatro realista. Aún en plena época románti­ca, Scribe orientó la escena hacia la comedia de costumbres, pero en realidad, más que a su ingenio romántico, su notoriedad se debe a los constantes estrenos que realizaba, hasta alcanzar las casi cuatro­cientas obras.

A l n om b re de Scribe h ay que añ a d ir el de E m ile A u g ie r (1820- 1889), que se in icia en la com edia burguesa para pasar a la c rítica de la v id a m o d ern a en E l yerno del señor Poirier (1854), actualización de E l burgués gentilhombre de M oliere. P o r su lado, A le xan d re D umas (1824-1895), tras el éx ito de su dram a p o strro m á n tico La dama de las camelias, se d esvia rá hacia un p re rrea lism o m oralizante: E l hijo natu­ral (1858), Las ideas de Mme. Aubray (1867) y Monsieur Alfonso (1874). En esta b reve re lació n es justo m en c io n ar igualm ente a V ictorien Sardou (1831-1908), que c u ltiv ó todos los géneros y tendencias y a E ugíín e Labich e (1815-1888), cuya com edia Un sombrero de paja de Italia (1851) — que aún h oy se sigue represen tando con é x i t o - anuncia el n u evo vodevil francés, en el que destacará m ás tarde G eo rges F eydhau (1862-1921).

Estamos a las puertas del naturalismo, mas con un ir y venir de experiencias que caracterizan la inconstancia realista, y afirman la dificultad de establecer compartimientos estancos en arte. La pri­

mera constatación de ello es de carácter histórico. En 1857 aparece en Francia la que la crítica considera la máxima novela realista del siglo, Madame Bovary, de Gustave Flaubert. Los pasos de la protago­nista, el ambiente que la rodea en la pequeña ciudad de provincias en que vive, los giros todos de su alma, aparecen descritos de tal modo que resulta difícil, en su lectura, no sentirse transportado al marco de la acción, y que, aún hoy, viajeros por la Normandía de Emma Bovary, parece como si el paisaje hubiera copiado al libro. Con Madame Bovary, varias veces adaptada al teatro y al cine, se mos­traba el arte realista, aquel que consigue hacernos ver la realidad en la que vivimos y nos movemos, esa realidad que por pereza o por rutina no llegamos a advertir y en la que no llegamos a penetrar.

Pero ésa no es la única tendencia del momento. El mismo año de Madame Bovary aparece otro libro que marcará gran parte del arte moderno hasta nuestros días: Las flores del mal de Baudelaire. En él se confirma la tendencia postrromántica, se anuncia el simbolismo y se profetiza el surrealismo del siglo xx. Cinco años después, en 1862, surge el voluminoso relato de Víctor Hugo Los miserables, don­de el elemento épico, que se adelanta al socialismo naturalista de fin de siglo, queda enmarcado en una historia melodramática. Estos ejemplos hablan claro de la imbricación de unas tendencias en otras, imbricación que podemos advertir desde la segunda mitad del siglo xix hasta nuestros días, con alternados predominios de ta­les estilos diversos.

La segunda constatación del fenómeno antes mencionado es de carácter estético, y se refiere a la inconstancia de esos propios dra­maturgos realistas, dentro de este marco estilístico. Flaubert necesi­taba escapar del detallismo realista y dar rienda suelta a su fantasía e inconsciente. La mejor prueba de ello la tenemos en la constante reescritura de La tentación de San Antonio, inmensa obra del teatro de la imaginación, cuya realización sólo las actuales técnicas cinema­tográficas podrían abordar. O el mismo Zola, que siente la necesi­dad de descansar, tras su enorme esfuerzo naturalista, para ofrecer historias, como la narrada en Ensueño, en la que la criada Angélique, que ha crecido a la sombra de la catedral de provincias, nos muestra sus sueños y fantasías de amor por el Cristo y los santos multicolo­res de las vidrieras. Por consiguiente la práctica totalidad de los natu­ralistas evolucionaron hacia el simbolismo, de no impedirlo la muer­te prematura de algunos, como Chejov. Naturalismo y Simbolismo influiíán en la mayoría de las tendencias dramáticas del siglo xx.

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2. ZOLA Y LA TEORÍA DEL ARTE NATURALISTA

El advenimiento del teatro naturalista ocurre con evidente re­traso respecto de la novela. Así lo señala Zola, quien lo achaca a que el teatro representa «el último bastión del convencionalismo», lo que no encajaba en el científico siglo xix. Si el xvn fue el siglo del teatro, vino a decir Zola, el xix había de ser el de la novela; y aun­que así lo crea, y aposteriori la historia lo confirme, el autor no arrojó la toalla del teatro, antes bien propugnó la necesidad y posibilidad de una escena adecuada al nuevo estilo: «El teatro será naturalista o no será.»

En 1881, Zola resumiría todas estas ideas, que de tiempo atrás le venían preocupando, en un texto cuyo enunciado, E l naturalismo en el teatro, no podía ser más explícito. Fiel a la idea ya aplicada a la novela de que el medio determina el comportamiento, Zola se de­tiene en los elemetntos que, en el teatro, representan ese medio: el decorado, el vestuario y los accesorios. Razonará que nuestra época no puede ya aceptar el escenario vacío de Shakespeare, ni los espa­cios convencionales y neutros de los clásicos franceses. Se pregunta cómo puede ser creíble una representación, dar eco de la vida coti­diana, si el medio en el que se mueven los personajes es convencio­nal, falso, de objetos pintados, con actores y actrices que salían a es­cena maquillados y vestidos siempre de gala.

Pero había que hacer mayores cambios aún para acertar con la representación objetiva. Había que desterrar los tonos declamato­rios, grandilocuentes, en la dicción de los intérpretes. Había que cambiar los gestos si se quería desmentir a los críticos que, ironizan­do sobre los intentos naturalistas, hablaban de «sus actores falsos en medio de decorados verdaderos». Algunos dramaturgos también solicitaban esta naturalidad en escena. Valga como ejemplo esta acotación de Sardou: «Los actores se sientan en torno a una mesa si­tuada en el centro y hablan con toda naturalidad, mirándose unos a otros como ocurre en la realidad.» Pese a estos deseos, a los come­diantes les era difícil suprimir sus modos de actuar; dejar de respon­der a los aplausos repitiendo, como en la ópera, sus parlamentos más celebrados; en definitiva, ceder a los caprichos del público, otro factor de difícil cambio.

Ciertamente hubo en esta época actores de talento, intermedia­

rios entre el antiguo y el nuevo estilo. Actrices como Sarah Bern- hardt, Gabrielle Réjane y la famosa Rachel pasearon su arte por Eu­ropa, justificando el culto a la vedette que denunciaría Stanislavski viendo en Moscú a la Bernhardt. Los mejores intentos naturalistas (los Meininger, Antoine...) borrarán estos individualismos para in­sistir sobre la representación como un acto colectivo.

A distancia de estos hechos, es fácil advertir hoy día los aciertos y desaciertos de Zola. Entre los primeros está el haber roto las ba­rreras moralistas del público burgués, poniendo en entredicho la moral burguesa y sus comportamientos sociales. También Zola abrió el mundo teatral a la objetividad poco menos que rechazada por la tradición escénica. Entre los desaciertos está, sin duda, el querer suprimir radicalmente las convenciones del género dramáti­co, sus denegaciones. Está claro que, por mucho que se intente el natu­ralismo escénico, la realidad exterior no cabe en el escenario, los per­sonajes han de ser re-presentados o figurados, y el propio lenguaje es ya de por sí una pura convención. Todo el teatro naturalista no tarda­ría mucho en dejar de ser un equivalente de la realidad, para con­vertirse en otra serie de convenciones. El error de Zola estaba en querer aplicar a la escena las recetas de la novela, estableciendo un sistema de imposibles transferencias de un género a otro. Es imposible pretender que el decorado o la caracterización de los personajes su­plan las extensas descripciones y digresiones de la novela naturalis­ta, tal y como quería Zola. Las muestras de teatro naturalista adap­tadas de relatos, en especial de las propias obras de Zola — a excep­ción de La taberna— , no fueron del gusto de la crítica ni del público de París. Ni lo fueron los estrenos de Los cuervos (1882) o de La pari­sina (1883), ambas de Henri Becque, considerado como el más des­tacado naturalista francés según la fórmula de Zola. Porque, ade­más, este teatro no representaba la realidad cotidiana a fin de susci­tar el interés del público, sino sólo aquellos casos más sobresalientes y disparatados de la misma. Teresa Ranquín, de Zola, que en 1873 no pasó de las nueve representaciones, cuenta cómo Teresa y su aman­te dan muerte al marido de aquélla. Teresa acabará suicidándose ante la mirada de la madre del esposo, muda y paralítica.

La teoría iba por delante de la práctica. El teatro de París no daba con la fórmula de la representación naturalista. Pronto lo con­seguirá Antoine. En Alemania, mientras tanto, una ejemplar com­pañía lo estaba logrando: los Meininger.

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Bocetos de decoración de los Meininger, ambos para Ju lio César, de Shakespeare, 1869.

Dos escenas de Ju lio O sar, de Shakespeare, la de arriba debida a la realización de los Meininger (1874), y la de abajo, de Antoine.

3. Los M e in in g e r

Ocurrió esto cerca de Weimar, en donde Goethe había puesto las bases de la futura afición al teatro lírico y dramático alemán. En Meiningen, el propio duque Jorge II se hizo cargo de la dirección de los actores en su Teatro de Corte. Este duque era consciente de la decadencia de la escena alemana en décadas precedentes, lo que achacaba a la influencia de la preocupación de las cortes alemanas por los problemas económicos y políticos que habrían de desembo­car en la creación del Imperio de Bismarck, en 1871. El duque de Sax-Meiningen advirtió que las programaciones del teatro en Ale­mania estabán calcadas de las del bulevar parisino — operetas, pie­zas sentimentales...— , imponiéndose la fantasía sobre los tan repe­tidos deseos de autenticidad escénica.

El entusiasmo del duque no tenía límites. Entrenaba a los acto­res, los dirigía con férrea disciplina, tanto a los protagonistas como a las comparsas, que habían de actuar como elemento ambientador y realista. Su manejo de las masas fue siempre muy ensalzado. Pero, además, prodigaba todos los detalles del decorado, para el que pre- féría la habitación cerrada, incluso por el techo. Amante de la his­toria y de la pintura, disciplinas que había estudiado en la Escuela de Munich, él mismo diseñaba los decorados, buscaba originales perspectivas y dibujaba el vestuario, indicando siempre los colores más apropiados. Se dice que los tonos marrones rojizos eran los pre­feridos, pues sobre ellos sobresalían vivos colores para el vestuario. Este naturalismo no era el de Zola, sino más bien el que perseguía la fidelidad histórica y la verdad absoluta en ella. Las armas, por ejem­plo, tenían que ser auténticas. De ahí que su repertorio tuviese como norma la calidad de las obras. En este sentido, superó el deba­te de las reglas, sin hacer distinción ni de tono ni de nacionalidad ni de escuela. Representó a Shakespeare, a Moliere y a Schiller, y se in­teresó igualmente por autores alemanes no estrenados, como Kleist, y jóvenes dramaturgos nórdicos, como Bjórnson e Ibsen. De éste hizo el estreno absoluto de Espectros.

Entre 1 8 7 4 y 1 8 9 0 , los Meininger dieron más de tres mil repre­sentaciones en gira por Europa. Su campo preferido, no obstante,' era la propia Alemania, y principalmente Berlín, considerada ya como nueva capital del imperio germano, en donde, en 18 8 3 , se

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fundaba el Deutscher Theater, que será el primer teatro alemán. En esas giras por Alemania los Meininger se vieron favorecidos por la infraestructura teatral existente, que ellos supieron estimular. Es significativo que, a partir de 1870, empezaran a florecer teatros pri­vados junto a los viejos teatros de corte. Pero sorprende aún más el ritmo con que este fenómeno se propaga, pues en quince años el número de salas pasa de doscientas a seiscientas.

En sus giras, los Meininger llegaron a los países escandinavos y Rusia. Por su lado, Ibsen ya había entablado contacto con ellos en Alemania, donde acudió para estudiar su arte.

4. E l TEATRO NÓRDICO

La escasa tradición del teatro escandinavo se había contentado en el siglo xix con las comedias de estudiantes y la aclimatación del vodevil francés, que florece a partir de 1830 en Copenhague y Esto- colmo. En esa dramaturgia, el teatro de vodevil constituye el pri­mer escaño de la ascensión realista. A mitad del siglo xix, se crean dos grandes teatros: la Escena Nacional de Bergen y el Teatro de Christiana, luego Teatro Nacional de Oslo. La animación de este último fue confiada primero a Henrik Ibsen, y, posteriormente, a Bjórnstjerne Bjórnson.

Para su propia instrucción, Ibsen recorrió Europa. A partir de 1864 vivió casi permanentemente fuera de Noruega. En la escritura dramática se inició con obras de inspiración romántica, y comedias al modo de Scribe. Por su lado, Bjórnson admiró particularmente al Musset de las comedias y proverbios.

En la obra de He n rik Ibsen (1828-1906), la crítica suele hacer varios apartados. Dejando a un lado sus primeras comedias, tene­mos un primer bloque de dramas poéticos nacionales, como Brand (1866), ataque metafórico a la falta de solidaridad panescandinava ante la violación prusiana a Dinamarca en la persona del sacerdote Brand, que, por mantener sus principios, sacrifica a su mujer y a su hijo; Peer Gynt (1868) es un personaje radicalmente distinto del an­terior, caricatura del genio noruego. La segunda etapa la compone su época realista, con Casa de muñecas (1879), Espectros (1881), Un ene­migo del pueblo (1882) y Elpato salvaje (1884), entre las más conocidas. Finalmente, se encuentra su etapa simbolista, en la que sobresalen

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La dama del mar (1888), Hedda Gabler (1890) y Solness el arquitec­to (1892).

Entre los problemas sociales que más le preocupan durante su segunda época, adquiere gran relieve el de la liberación de la mujer, tema que le proporciona excelentes desarrollos dramáticos. Se dice que había en ello razones muy profundas, incluso biográficas, y que el dramaturgo se identifica frecuentemente con sus protagonistas femeninas. Para Freud, Ibsen era el escritor más interesante de su tiempo. Pero no conviene limitar el alcance crítico a este sólo problema. Aplicando las mismas intencionalidades a Ibsen y a Bjornson, Maurice Gravier escribirá:

Conservando siempre el sentido del arte y de la medida, Ib- sen y Bjórnson evitan normalmente proponernos soluciones de­masiado concretas. Pero despiertan las conciencias, hacen salir de su letargo las mentes propensas a satisfacerse fácilmente con las situaciones adquiridas. Ibsen y Bjornson viven en una socie­dad petrificada, tiranizada y entristecida por el espíritu pietista. Un vicio quieren denunciar antes que cualquier otro: la hipocre­sía. «V ivir según la verdad», ése es el ideal que Bjórnson propone a los espectadores de sus dramas, mientras que Ibsen les pide que sigan «la exigencia ideal», que descubran su vocación y disipen, si es preciso, la «mentira vital». Mas decir la verdad a un pueblo que se mantiene simple y zafio no es ciertamente nada fácil.

Cualquiera de las obras de Ibsen, y no sólo las de este periodo, muestra la enorme dosis de autenticidad y de valor para desafiar a los sectores denunciados. Un enemigo del pueblo puede ser propuesta como el paradigma de tales denuncias. Por su lado, los estrenos de Ibsen se encargaron de demostrarlo. Como anécdota podemos citar el enfrentamiento que hubo en Francia entre dos grandes políticos, Clemenceau yjean Jaurés, con motivo del estreno de esa obra. Aun­que tuvo mayor eco, en Noruega y en toda Europa, la polémica sus­citada por Casa de muñecas. Hace más de un siglo, el dramaturgo se convirtió en abanderado del movimiento feminista. La obra propo­ne la dialéctica de estar a favor o en contra de Nora, la protagonista. Cuando el tema salía a debate, era difícil contener los nervios. Sé I dice que en invitaciones y tarjetas de visita se rogaba abstenerse de hablar de Nora. >ri

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Nora es la esposa gentil del abogado Helmer. Para salvar a su marido de una grave enfermedad, Nora contrae una gran deuda con un acreedor, viéndose obligada a falsificar su firma para mantener este hecho en secreto. La buena de Nora va pagando poco a poco dicha deuda sin que el marido sepa nada de ello. Pero un buen día todo se descubrirá: Helmer quiere despedir del banco, en el que es director, a un empleado, que resulta ser el acreedor de Nora. Este la amenaza con el chantaje. Para los espo­sos ha llegado la hora de la verdad, la hora de actuar ante la ver­dad, característica del drama ibseniano. Helmer aparece ahora frente a Nora como un ser mezquino, al que sólo le interesa su reputación. A Nora el mundo se le derrumba y todo le parece sin sentido. De pronto, descubre que aún le queda un asidero para evitar su desesperación: su libertad. Desoyendo las súplicas del marido, Nora abandona la casa dando un portazo, que algún co­mentarista ha conceptuado como el más valiente y consecuente de toda la historia del teatro.

A Ibsen le preocupaba sobremanera la composición dramática. Muy superior en ese terreno a los franceses, sus obras sí son modelo de la llamada piece bien faite. Sabe administrar el pathos dramático, mantener los enfrentamientos en su cumbre, emplear el lenguaje y las fórmulas psicológicas adecuadas. Ese es el secreto de su pervi- vencia.

Durante su tercer periodo se interesa menos por lo social, cui­dando más la simbología de la obra y su conformación poética.

Otro nombre estelar del teatro nórdico es el del sueco A u g u s t S t r in d b e r g (1849-1912). Dejando aparte sus inicios, en los que se opone al drama romántico y a la comedia burguesa importada de Francia, hemos de reseñar sus dramas naturalistas: E l padre (1886), Señorita Julia (1888) y Acreedores (1888). En ellas ahonda en los deta­lles del relato, de modo incluso obsesivo, y en la huella que deja en el alma de los personajes, a veces con insistencia masoquista. Esta­ríamos ante una escritura que, partiendo de la observación minu­ciosa de la realidad, y de su propia biografía, se nos presenta como el drama de ias obsesiones del yo frente a la realidad.

¡ V i Pero Strindberg escapa del naturalismo para convertirse en pre- | cursor del expresionismo. A la salida de una grave crisis psíquica y nora/, que dejó reflejada en sus relatos Infierno y Combate con e l auge/, dramaturgo escribió una extensa obra, Camino de Damasco (1898-

'i)í,en: ¡a que ¡as alucinaciones crean un mundo interior en e¡

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cual simbolismo y expresionismo se han aunado en diversas oS , nes para escenificarlo. Aún se podría decir más sobre su siguie obra, E l sueño (1902), que cabe conceptuar de precursora del teatr surrealista, pues el inconsciente liberado se adueña de la escena, im­poniendo sus esquemas incoherentes. Esta obra puede ser conside­rada justamente como una de las grandes concepciones del teatro moderno. Artaud y los surrealistas de entreguerras pensaron en ella como ejemplo ilustrador de sus propias concepciones dramáticas.

La aportación de Strindberg a la escena fue más allá. A raíz de su decepción por la ciencia, en la que tanto había confiado — e in­cluso por la alquimia, pues había intentado fabricar oro— , se con­vierte a una fe a caballo entre el budismo y el cristianismo. Ello ex­plica su concepción simbolista, la nueva estructura compositiva en la que incluye himnos en latín y desarrollos litúrgicos en títulos como Adviento o Pascua.■

En 1902 fundó en Estocolmo el Intim Teatern. El término ínti­mo puede aplicarse tanto a las modestas dimensiones del local, como a la temática de las obras a las que se destina, o a su modo de repre­sentación. En ésta se procedió a la simplificación de los elementos decorativos para estimular en todo momento la imaginación del es­pectador; se preocupó de la creación de climas psicológicos, parti­cularmente con juegos de iluminación que proyectaban las sombras de los personajes. Para algunos, esta experiencia del Intim Teatern podría ser considerada como la cuna del expresionismo. Allí repre­sentó sus piezas íntimas o, como él prefería llamarlas, piezas de cáma­ra, imitando la expresión musical: Tempestad, La casa quemada, E l peli­cano y La sonata de los espectros.

Cabe decir que todo en la obra de Strindberg fue íntimo, en el sentido de que toda la realidad fue modelada en su interior, en su propia atormentada biografía. En él están presentes casi todos los desarrollos dramáticos vanguardistas del siglo xx. i

5 T,¡ US' '

5. E l t e a t r o l i b r e d e A n t o i n e nS

Como hemos indicado al hablar de Zola, las piezas francesas re­presentadas en París, adaptadas directa o indirectamente de la no­vela, no convencieron. Pero las ideas de Zola tampoco cayeron en terreno baldío. Un aficionado al teatro, A ndré A ntoin e (1858- 1943), por quien pocos habrían apostado en un principio, quiso

utv xsaxxo dotvdt todo Imes*. Nt’td'ídfcxo, V m y t tA cotcvo «ne tran- jfüt de vie (una. tiyada de. vida), espte&vbtv <\ue. deívtve. eXocuentemetite. su idea de la puesta en escena naturalista. Antoine Yvabía estudiado la teoría naturalista con Taine, y conocía los escritos de Zola. Fue comparsa en la Comedie Fran^aise y asistió al curso de declamación de Lainé. Vivía como empleado de la Compañía de Gas, formando el grupo galo junto a otros jóvenes aficionados con la decisión de re­novar el teatro. El 30 de marzo de 1887, noche memorable para el arte escénico, Antoine inauguró su Théátre Libre (Teatro Libre) en la humilde sala del Elíseo de Montmartre con capacidad para unas trescientas cincuenta personas. Se representaron cuatro obras bre­ves, una de ellas Jacques Damour, de Zola, adaptada por Léon Henni- que. La visita a Bruselas, para ver actuar a los Meininger, le confir­mó en sus ideas dramáticas. De lo que fue su labor de dirección en los años que siguen nos da cuenta otro director importante, Gastón Baty:

Antoine puso al desnudo todos los artificios de las fórmulas antiguas, arrojó fuera las complicaciones, los trucos, los golpes efectistas, la ampulosidad, los largos parlamentos, la verborrea de la pieza de intriga, mostrando la vanidad de las maquinarias complicadas y las exhibiciones sensacionalistas. La obra recons­tructiva de Antoine creó el gusto por la acción simple, rápida, concisa y visual, tanto en los gestos como en las actitudes y en las palabras, buscando sus motivaciones en los caracteres y no en los enredos de la situación, interpretando las obras sin muletillas, con naturalidad y en medio de un marco expresivo.

Como puntos fuertes habría que subrayar dentro de su labor de coherencia, acorde con el realismo impuesto a los medios visuales, la representación antiteatral, es decir, la técnica de actuar como si no se estuviese en un teatro, como si entre los actores y el público existiera realmente una cuarta pared, y uno se encontrase sólo con los otros personajes, en una situación real de la vida; de ahí que impor­te poco, contrariamente a las prescripciones del cuadro plástico, hablar de espaldas, o desde fuera del escenario visible. Insistió en la labor de conjunto de la compañía, que nunca debía conformarse con ser una banda de comparsas en torno al primer actor o vedette de turno. Por estas razones, buscó y estimuló la escritura de obras nuevas. Se dice que estrenó más de ciento veinte, de cincuenta y un autores, de los cuales cuarenta y dos eran menores de cuarenta años,

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la mayoría cu un acto y <le* fácil representación. Pero no olvidó por ello los grandes nombres extranjeros, como Tolstoi, Hauptmann o Ibsen.

Por otro lado, cuidó de su público al abaratar las entradas, y se interesó por el confort de la sala. Concentró la luz en el escenario, dejando a los espectadores en la oscuridad. Siguiendo a Zola, en es­cena dio mayor importancia al ámbito de la acción sobre la acción misma, «porque es el medio el que determina los movimientos de los personajes, y no los movimientos de los personajes los que deter­minan el medio». De ahí que propugnara la solidez de los elementos escénicos: prefirió los objetos y muebles auténticos, rechazó los bas­tidores de tela que imitan la madera, imponiendo que las paredes y ventanas fuesen realmente practicables y no meramente decorati­vas. Este rechazo de las convenciones escenográficas le acarreó las más duras críticas, y algunos llegaron a caricaturizar sus excesos: se han citado con harta frecuencia los pedazos de carne auténtica col­gados en la escenificación de la obra Los carniceros, y el desagradable olor que generó a los pocos días; o las gallinas vivas picoteando por el escenario de La tierra. Pero sería injusto quedarse en estos ejem­plos e ignorar lo mucho que Antoine significaba en su momento para la evolución del arte teatral, tanto para los que en la fidelidad reformaron sus ideas, como para los que, desde la oposición a las mismas, abrieron vías antinaturalistas a la representación escénica. En el mismo París, esta oposición, tan beneficiosa para la escena, fue encabezada por el citado Paul Fort y su Teatro del Arte. En los epígrafes finales del presente capítulo entraremos más a fondo en esta cuestión.

En 1906 Antoine pasó a la dirección del Odeón, en la que se man­tuvo hasta 1914. Después abandonó la dirección teatral para dedi­carse al cine, medio que juzgó verdaderamente expresivo para mos­trar la realidad. Como actor y director impuso también su estilo na­turalista a montajes de textos de Zola, Hugo y Dumas. Con Antoi­ne, tanto en teatro como en cine, se estaba diseñando netamente la moderna figura del director de escena.

6. L a «F reie B ühne» y la co n so lidació ndel teatro alem án

En 1889, el movimiento naturalista alemán funda Escena L i­bre (Freie Bühne), dirigida por Otto Brahn. Brahn reclama para ella la misma verdad que Antoine proclama en su Teatro Libre. Pero Brahn no quiso experimentar con actores aficionados y, desde el principio, reclutó actores profesionales. En lo que al repertorio se refiere supo tomar buena nota de los Meininger y de los naturalistas franceses. Inició sus representaciones con Ibsen (Espectros), al que se unirán los nombres de Tolstoi, Zola, Becque y Strindberg. Pero supo también apostar por los dramaturgos alemanes del momento. Dos nombres quedarán para la historia del teatro unidos al suyo: G e r h a r t H au p tm an n (1862-1946), revelado por la Freie Bühne, y I"r a n k W e d e k in d (1864-1918), al que conoce en el Deutscher Thea- ter, en 1912.

El segundo estreno de la Freie Bühne fue precisamente una obra de Hauptmann, Antes del amanecer. En la línea de Zola, el natu­ralismo de Hauptmann está también imbuido de un manifiesto so­cialismo. Este queda especialmente de relieve en otro conocido tex­to, Los tejedores, igualmente estrenado en la Freie Bühne por Otto Brahn. Cuando éste pasó al Deutscher Theater siguió rodeándose de los mejores actores. Entre ellos se encontraba Max Reinhart, que le sucederá en la dirección de dicho teatro. Reinhart se convirtió en una de las más interesantes figuras de la dirección escénica de nues­tro siglo, dentro de una tendencia abiertamente antinaturalista.

Como muchos otros naturalistas, Hauptmann evolucionó hacia el drama poético y simbolista. Lo mismo le ocurría a Wedekind, que de actor pasó a consagrarse a la escritura dramática. Su natura­lismo se vio pronto teñido de una extraña y amarga simbología, que exigía puestas en escena cuyo atrevimiento chocaba muchas veces con la sensibilidad del público de su época: ambientes marginales y depravados, personajes asocíales, prostitutas, criminales, lesbianas; . todo ello con los lenguajes propios de tales personajes y ambientes. Lo cual 1c hará engrosar pronto las listas de los repertorios expre­sionistas. A Wedekind debe el teatro ese tipo turbio, sincero, mor­bosamente atractivo, llamado Lulú, que encontramos en dos de sus mejores creaciones: Gnomo (1895) y La caja de Pandora (1902).

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