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TIENES LO MEJOR DE MÍ

Título original: Carry onPrimera edición en la Argentina bajo este sello: diciembre de 2016

D. R. © 2016, Rainbow RowellPublicado por acuerdo con la autora y The Lotts Agency, Ltd.

D. R. © 2016, derechos de edición mundiales en lengua castellana:Penguin Random House Grupo Editorial, S. A. de C. V.Blvd. Miguel de Cervantes Saavedra núm. 301, 1er piso,

colonia Granada, delegación Miguel Hidalgo, C. P. 11520,Ciudad de México

D. R. © 2016, Emma Julieta Barreiro, por la traducciónD. R. © 2015, Olga Grlic, por el diseño de cubierta

D. R. © 2015, Olga Grlic, por la ilustración de cubierta

Traducción revisada para Cono Sur

© 2016, Penguin Random House Grupo Editorial, S.A.Humberto I 555, Buenos Aires

www.megustaleer.com.ar

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Printed in Argentina – Impreso en la Argentina

ISBN: 978-987-738-298-3

Queda hecho el depósito que previene la ley 11.723.

Esta edición de 6000 ejemplares se terminó de imprimir en Tinta PHI S.A., Av. San Martín 1275, Ramos Mejía, Buenos Aires, en el mes de noviembre de 2016.

Rowell, Rainbow Carry on / Rainbow Rowell. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Alfaguara, 2016. 560 p. ; 22 x 14 cm.

Traducción de: Emma Julieta Barreiro. ISBN 978-987-738-298-3

1. Literatura Infantil y Juvenil. I. Barreiro, Emma Julieta , trad. II. Título.CDD 823.9282

LIBRO UNO

1 Simon

Voy solo a la estación de autobuses.Siempre arman un escándalo con mis papeles cuando me

voy. Durante el verano, ni siquiera me dejan ir al supermercado Tesco sin un acompañante o el permiso de la mismísima reina de Inglaterra. Pero, en otoño, nada más firmo el documen- to de salida de la casa hogar, y dejan que me vaya.

—Él va a una escuela especial —le explica una de las seño-ras de la oficina a la otra cuando me voy.

Están sentadas sobre una caja de unicel y yo les paso mis papeles deslizándolos a través de una ranura en la pared.

—Es una escuela para jóvenes delincuentes —susurra.La otra mujer ni siquiera levanta la cabeza.Esto se repite cada mes de septiembre, a pesar de que

nunca estoy en la misma casa hogar.El Hechicero en persona vino a buscarme para llevar-

me a la escuela la primera vez, cuando tenía once años. Pero, al año siguiente, me dijo que podía llegar a Watford yo solo.

—Fuiste capaz de matar a un dragón tú solo, Simon. Se-guramente serás capaz de caminar algunos tramos y de tomar un par de autobuses.

Yo no quería matar a aquel dragón. No creo que hubiera querido hacerme daño. (A veces todavía sueño con eso. El modo en que el fuego lo consumió de adentro hacia afuera, como una quemadura de cigarrillo consumiendo un trozo de papel.)

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Llego a la estación de autobuses y me como una barra de chocolate de menta mientras espero el primer autobús. Después tengo que tomar otro, y luego un tren.

Cuando estoy instalado en el tren, intento dormir con la maleta en el regazo y los pies apoyados en el asiento de en-frente, pero un hombre que está sentado un par de filas atrás no deja de mirarme. Siento sus ojos trepando por mi cuello.

Podría ser un simple pervertido. O un policía.O podría ser un cazarrecompensas que sabe cuánto le

pagarían por mi cabeza.—Es un cazarrecompensas —le dije a Penelope la pri-

mera vez que nos enfrentamos a uno de ellos.—Que cazarrecompensas ni qué nada —respondió

ella—. Para eso le faltan “colmillos”, que es con lo que se quedan si te atrapan.

Me cambio de vagón y ni siquiera intento volver a dormirme. A medida que me acerco a Watford, me voy po-niendo cada vez más nervioso. Todos los años considero la opción de saltar del tren en marcha y así lograr evitar el resto del camino a la escuela, aunque eso signifique quedar en es-tado de coma.Podría hechizar el tren con un ¡Date prisa!, pero eso puede ser muy arriesgado, y los primeros hechizos que conjuro a principios de curso no suelen salirme bien. Se supone que, durante el verano, debería practicar con hechizos sencillos, predecibles, cuando nadie me viera. Como encender farolas en las noches, o transformar manzanas en naranjas.

—Practica abrochándote la camisa, o atándote los cordo-nes —sugirió la señorita Possibelf—. Practica con distintos ti-pos de cosas.

—Sólo tengo un botón que abrocharme —le dije y, luego me sonrojé cuando ella bajó la vista hacia mis jeans.

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—Entonces, usa tu magia para hacer las tareas domésticas —dijo—. Para lavar los platos, para sacarle brillo a la cuberte-ría de plata.

No me molesté en decirle a la señorita Possibelf que los platos en los que como durante el verano son desechables y los cubiertos son de plástico (sólo tenedores y cucharas, nun-ca me dejan usar cuchillos).

Tampoco me molesté en practicar mi magia este verano.Es aburrido y no tiene sentido, y además no sirve de

nada. No consigo ser mejor mago a base de práctica, lo único que consigo es enojarme y perder el control.

Nadie sabe por qué mi magia es así. Por qué se dispara como una bomba en lugar de fluir a través de mí como un maldito arroyo o como cualquier otra forma en la que les funcione a los demás.

—No lo sé —me dijo Penelope cuando le pregunté qué experimenta ella con la magia—. Supongo que podría descri-birlo como un pozo en mi interior; un pozo tan profundo que ni siquiera alcanzo a ver el fondo. Pero en lugar de bajar cubos para sacarla, lo único que tengo que hacer es tirar de ellos para que afloren a la superficie. Y, entonces, simplemente aparece la cantidad necesaria mientras mantengo la concentración.

Penelope siempre consigue concentrarse. Además, ella es poderosa.

Agatha no lo es; no tanto, al menos. Y a Agatha no le gusta hablar de su magia.

Pero una vez, en Navidad, conseguí mantenerla despier-ta hasta que estuvo tan cansada y atontada que logré que me confesara que, para ella, lanzar un hechizo es como flexionar un músculo y mantenerlo en esa posición.

—Igual que en el croisé devant —me dijo—. ¿Sabes lo que es?

Negué con la cabeza.

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Estaba acostada sobre una alfombra de piel de lobo de-lante de la chimenea, acurrucada como una preciosa gatita.

—Es un paso de ballet —dijo ella—. Es como tener que mantener una posición el máximo tiempo posible.

Baz dice que, para él, es nada más como encender un fósforo. O apretar un gatillo.

En realidad, no tenía intención de contármelo, pero se le escapó cuando tuvimos que luchar contra la quimera en el bosque en quinto. La quimera nos tenía acorralados, y Baz no era lo suficientemente poderoso como para combatir solo contra ella. (Ni siquiera el Hechicero tiene poder suficiente para luchar solo contra una quimera.)

—¡Hazlo, Snow! —me gritó Baz—. ¡Hazlo! Libérala aho-ra, carajo.

—No puedo —intenté explicarle—. No funciona así. —Claro que funciona así, maldita sea. —No puedo activarla sin más —respondí.—Inténtalo.—No puedo, mierda. Yo estaba blandiendo mi espada a mi alrededor; a los

quince años ya la manejaba bastante bien, pero la quimera no era corpórea. (Así es mi mala suerte, casi siempre. En cuanto empiezas a manejarte con la espada, todos tus enemigos se vuelven niebla y telarañas.)

—Cierra los ojos y enciende un fósforo —me dijo Baz.Los dos estábamos intentando escondernos detrás de

una roca. Él lanzaba un hechizo tras otro; prácticamente los estaba cantando.

—¿Qué?—Eso era lo que solía decirme mi mamá —comentó—. En-

ciende un fósforo en tu corazón, y luego sopla sobre la hojarasca. Para Baz, todo está relacionado con el fuego. Me cuesta creer

que todavía no me haya incinerado, o quemado en una hoguera.

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Cuando estábamos en tercero, lo divertía amenazarme con un funeral vikingo.

—¿Sabes qué significa eso, Snow? Una pira en llamas, a la deriva, en el mar. Podríamos hacer la tuya en Blackpool, para que todos tus amigos Normales presumidos puedan venir.

—Vete a la mierda —respondía yo, tratando de ignorarlo.Yo nunca he tenido amigos Normales, ni presumidos ni

de ningún tipo.En el mundo de los Normales, todo el mundo huye de mí

si puede. Penelope dice que perciben mi poder y me evitan instintivamente. Como los perros que no establecen contacto visual con sus amos. (Y no es que yo sea el amo de nadie, no quiero que suene así.)

De todas maneras, con los magos me pasa justo al revés. Les encanta el olor de la magia. Tengo que esforzarme mu-cho para conseguir que me odien.

A no ser que el mago en cuestión sea Baz: él es inmune. Después de compartir habitación conmigo durante siete años, semestre tras semestre, quizá haya desarrollado cierta tolerancia a mi magia.

Aquella noche que estuvimos luchando contra la quime-ra, Baz estuvo gritándome hasta que perdí el control y estallé.

Los dos despertamos unas horas más tarde en un agujero renegrido. La roca detrás de la que nos habíamos estado es-condiendo se convirtió en polvo, y la quimera en vapor. O, tal vez, simplemente había desaparecido.

Baz estaba seguro de que le había chamuscado las cejas, pero a mí me parecía que estaba perfectamente, ni un solo pelo fuera de lugar.

Típico de Baz.

2 Simon

Durante el verano, no me permito pensar en Watford.Después del primer año allí, cuando tenía once años, me

pasé el verano entero pensando en eso. Pensaba en toda la gente que había conocido en la escuela: Penelope, Agatha, el Hechicero. En sus torres y sus jardines; en la hora del té; en los postres; en la magia; en que yo también era mágico.

Llegué a enfermarme de tanto pensar y soñar con la Es-cuela Mágica de Watford, hasta que empecé a sentir que sólo era un sueño. Una simple fantasía con la que pasar el tiempo.

Como cuando solía soñar con que algún día sería futbolis-ta y que mis padres, mis padres biológicos, volverían por mí…

Imaginaba que mi padre sería futbolista profesional. Y mi madre una modelo de alta costura. Y me explicarían que tu-vieron que abandonarme porque eran demasiado jóvenes para ocuparse de un bebé, y porque tenían que sacar adelante sus carreras.

—Pero siempre te extrañamos, Simon —me dirían—. Te hemos estado buscando.

Y me llevarían a su mansión. La mansión de un jugador de futbol… Un internado mágico…A la luz del día, en el mundo real, ambas fantasías pare-

cían una mierda. (Sobre todo si te despiertas en una habita-ción con otros siete chicos abandonados por sus familias.)

Aquel primer verano ya casi había reducido a polvo el recuerdo de Watford cuando me llegó el boleto de autobús

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y mis documentos, junto con una nota del Hechicero en per-sona…

Real. Todo era real.Así que, el verano siguiente, después de mi segundo año

en Watford, no me permití pensar para nada en la magia du-rante meses. Simplemente, fue como si me desconectara de ella. No la extrañé, no se me antojó usarla.

Decidí dejar que la Escuela Mágica llegara como un gran regalo sorpresa en septiembre, si es que llegaba. (Y llegó. Has-ta el momento, siempre ha llegado.)

El Hechicero solía decir que quizá algún día me deja- ría pasar los veranos en Watford, o que tal vez incluso podría pasarlos con él, donde quiera que pase él los veranos.

Pero luego decidió que era mejor que pasara parte del año con los Normales, para acostumbrarme a su lenguaje y mante-nerme alerta:

—Deja que las dificultades te afilen, Simon.Al principio creí que se refería al filo de mi espada, pero

después me di cuenta de que se refería a mí.Yo soy la espada. La Espada de los Hechiceros. No estoy

seguro de que pasar los veranos en una casa hogar para niños me “afile” de ninguna manera… Pero sí me hace sentir más… ávido, como hambriento. Hace que quiera ir a Watford como, no sé, como si mi vida dependiera de eso.

Baz y los de su calaña —las familias antiguas y ricas— opinan que nadie iguala su capacidad de entender la magia: creen que son los únicos a los que se les puede confiar el don de la magia.

Pero no hay nadie a quien le guste la magia más que a mí. Ningún otro mago —ninguno de mis compañeros, ningu-

no de sus padres— sabe cómo es vivir sin magia.Yo soy el único que lo sé.Y haré lo que sea por asegurarme de que siempre esté

aquí para mí y poder hacer de ella mi hogar.

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Intento no pensar en Watford cuando estoy lejos de allí, pero este verano fue casi imposible no hacerlo.

Con todo lo que pasó el año pasado, me costaba creer que el Hechicero fuera a prestarle atención a una cosa tan banal como el final de curso. ¿Quién interrumpe una guerra para mandar a los alumnos a sus casas a pasar las vacaciones de verano?

Además, yo ya no soy un niño. Legalmente, podría haber solicitado la mayoría de edad a los dieciséis años. Podría haber alquilado un departamento en algún lado. Quizá en Londres. (Podía permitírmelo. Tenía un saco lleno de oro de los duendes, que sólo desaparece si intentas dárselo a otros magos.)

Pero el Hechicero me mandó a una nueva casa hogar, como hace siempre. Después de todos estos años, me sigue trayendo de acá para allá, dando vueltas como un trompo. Como si allí fuera a estar a salvo. Como si allí el Humdrum no pudiera invocarme, o lo que sea que nos hizo a Penelope y a mí a finales del semestre pasado.

—¿Es capaz de invocarte? —preguntó Penny en cuanto conseguimos alejarnos de él—. ¿A través de una masa de agua? Eso no es posible, Simon. No existen prece- dentes.

—La próxima vez que me invoque bajo la forma de una puta ardilla demoniaca, no te preocupes, ¡se lo diré!

Penelope tuvo la mala suerte de estar agarrada a mi bra-zo cuando el Humdrum me invocó, por lo que, sin querer, la arrastré conmigo. La única razón por la que conseguimos escapar fue su rapidez de pensamiento.

—Simon —me dijo ese día, cuando finalmente estába-mos en el tren de vuelta a Watford—. Esto es serio.

—¡Por Siegfried y el maldito Roy, Penny!, ya sé que esto es serio. Sabe cómo encontrarme.

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Ni yo mismo sé cómo encontrarme, pero el Humdrum sí sabe cómo hacerlo.

—¿Cómo puede ser que sigamos teniendo tan poca in-formación sobre él? —dijo, furiosa—. Es tan…

—Insidioso —dije—. Por algo lo llaman el Insidioso Humdrum.

—Deja de bromear. Esto es serio.—Ya lo sé, Penny.Cuando volvimos a Watford, el Hechicero escuchó

nuestra historia y se aseguró de que no hubiéramos sufrido ningún daño, pero luego nos mandó a cada uno por nuestro lado. Simplemente… nos mandó a casa.

No tuvo ningún sentido.Así que, como no podía ser de otra manera, me pasé

el verano entero pensando en Watford. En todo lo que pasó, y todo lo que todavía me podría pasar y todo lo que estaba en juego… Me sentía muy ansioso.

Pero, a pesar de todo, procuré no concentrarme en las cosas buenas. Porque las cosas buenas son las que te vuelven loco cuando las extrañas, ¿sabes?

Tengo una lista de todas las cosas buenas que extraño y en las que no me permito pensar hasta que estoy a una hora de Watford. Entonces, repaso la lista, punto por punto.

Es un poco como irte introduciendo poco a poco en agua fría. Bueno, más bien lo contrario, como irte sumergiendo en algo realmente bueno, para reducir el efecto de la impresión. Empecé a hacer esta lista, mi lista de cosas buenas, cuando tenía once años, y probablemente debería eliminar algunos puntos, pero es más difícil de lo que parece.

De todos modos, ahora estoy a una hora de llegar a la escuela, así que recapitulo mentalmente la lista, y apoyo la frente contra la ventanilla del tren.

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Las cosas que más extraño de WatfordNº 1Los bollos de cerezaAntes de estudiar en Watford nunca había probado los

bollos de cereza, sólo los de pasas, pero, por lo general, comía los normales, los del supermercado, que suelen estar dema-siado horneados.

En Watford, si quieres, siempre puedes comer bollos de cereza recién horneados para desayunar. Y a la hora del té hay otra remesa. Tomamos té en el comedor después de las clases, antes de las actividades, el futbol y las tareas.

Siempre tomo el té con Penelope y Agatha, y yo soy el único que siempre come bollos.

—Vamos a cenar dentro de dos horas, Simon —Agatha se sigue burlando de mí, después de todos estos años.

Una vez Penelope intentó calcular la cantidad de bollos que me comí desde que empezamos en Watford, pero se aburrió antes de averiguar el resultado.

Sencillamente, no puedo evitar comérmelos si están allí. Son suaves, ligeros y tienen un leve toque salado. A veces, hasta sueño con ellos.

Nº 2PenelopeEste punto de la lista podría ocuparlo el rosbif. Pero hace

unos años decidí limitarme a un solo alimento. Si no, esta lista se convertiría en una oda a la comida como la del musi-cal Oliver!, y me daría tanta hambre que hasta me dolería el estómago.

Agatha debería ocupar un lugar más alto que Penelope en la lista, porque Agatha es mi novia. Pero Penelope llegó a la lista primero. Nos hicimos amigos durante mi primera se-mana en la escuela, en la clase de Palabras Mágicas.

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No sabía muy bien qué pensar de ella cuando nos cono-cimos: una niña gordita de piel morena con una brillante mata de cabello rojo. Llevaba anteojos puntiagudos, de esos que usas para vestirte de bruja en una fiesta de disfraces, y un enorme y pesado anillo color morado en la mano derecha. Estaba intentando ayudarme con un ejercicio, y creo que yo me limitaba a mirarla fijamente.

—Sé que eres Simon Snow —me soltó—. Mi mamá me dijo que estarías aquí. Dice que eres muy poderoso, proba-blemente más poderoso que yo. Yo soy Penelope Bunce.

—No sabía que alguien como tú pudiera llamarse Pene-lope —dije.

Vaya estupidez. (Ese año sólo dije estupideces.)Ella arrugó la nariz.—¿Y cómo debería llamarse alguien como yo?—No lo sé —de verdad que no lo sabía. Las chicas que

había conocido que se parecían a ella se llamaban Saanvi o Aditi, y definitivamente no eran pelirrojas—. ¿Saanvi? propuse.

—Alguien como yo puede llamarse de cualquier manera —dijo Penelope.

—¡Ah! —dije—. Está bien, perdóname.—Y podemos hacer lo que nos dé la gana con nuestro

pelo —volvió al ejercicio, dando un latigazo en el aire con su coleta pelirroja—. Es de mala educación quedarse mirando fijamente a la gente, ¿sabes?, aunque sean tus amigos.

—¿Somos amigos? —le pregunté, más sorprendido que otra cosa.

—¿Te estoy ayudando con el ejercicio, no?En efecto, acababa de ayudarme a reducir una pelota de

futbol al tamaño de una canica.—Pensé que me estabas ayudando porque soy tonto —res-

pondí.

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—Todo el mundo es tonto —respondió—. Te estoy ayu-dando porque me caes bien.

Resultó que se había teñido el pelo accidentalmente de ese color cuando estaba probando un hechizo nuevo; des-pués lo llevó pelirrojo durante todo primero.

En segundo año probó con el azul.La madre de Penelope es india y su padre es inglés. En

realidad, los dos son ingleses; la rama india de su familia lleva muchísimos años instalada en Londres. Más tarde, Penelope me contó que sus padres le habían pedido que se mantuviera alejada de mí en la escuela.

—Mi mamá dice que nadie sabe realmente de dónde sa-liste. Y que puedes ser peligroso.

—¿Y por qué no le hiciste caso? —le pregunté.—¡Porque nadie sabe de dónde saliste, Simon! ¡Y por-

que puedes ser peligroso!—Tu instinto de supervivencia es nulo.—Además, sentí pena por ti —dijo—. Estabas sosteniendo

tu varita al revés.Todos los veranos extraño a Penny, aunque me repita a mí

mismo que no debo hacerlo. El Hechicero prohibió a todo el mundo que me escriba o me llame durante las vacaciones, pero Penny se las ingenia para encontrar la manera de enviarme mensajes: un día se metió en el cuerpo del anciano de la tienda de abajo, al que se le olvida ponerse la dentadura, y habló a tra-vés de él. Me alegré de tener noticias suyas y eso, pero fue tan raro que le pedí que no lo volviera a hacer a menos que hubiera alguna emergencia.

Nº 3 El campo de futbol No consigo jugar tanto al futbol como antes. No se me

da lo suficientemente bien como para entrar en el equipo de

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la escuela, además siempre estoy metido en algún proyecto, en algún plan o en alguna tragedia, o afuera de la escuela porque el Hechicero me ha enviado a alguna misión. (No se puede defender la portería con confianza cuando el maldito Humdrum de mierda es capaz de invocarte cuando le viene en gana.)

Pero a veces consigo jugar. Y es un campo perfecto: el césped es precioso. La única zona llana del campus. Es muy bonito, y cerca hay árboles, a la sombra de los que podemos sentarnos a ver los partidos. Baz juega en el equipo oficial de la escuela. Obvio, el muy maldito.

En el campo es igual que en todos los demás sitios: fuer-te, agraciado, jodidamente despiadado.

Nº 4El uniforme Incluí este punto en la lista cuando tenía once años. Hay

que entender que, cuando recibí mi primer uniforme, era la primera vez que tenía ropa de mi talle, la primera vez que me ponía un saco y una corbata. De repente, me sentí alto y ele-gante, hasta que Baz entró al salón: él era el más alto y elegante de todos.

En Watford, los estudios duran ocho años. Los alumnos de primero y segundo usan sacos a rayas —de dos tonos de mora-do y dos de verde— con pantalones gris oscuro, suéteres verdes y corbatas rojas.

Hasta sexto, adentro de la escuela hay que usar un som-brero como los que llevan los marineros, aunque en realidad es sólo una prueba para ver si eres capaz de lanzar un Estate quieto lo suficientemente potente como para mantener el sombrero en su sitio. (Penny siempre hechizaba el mío. Si lo hubiera hecho yo, habría terminado durmiendo con el mal-dito sombrero todo el año.)

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Cada otoño, cuando llego a mi habitación, hay un uni-forme nuevo esperándome. Estará sobre mi cama, limpio, planchado, y me quedará perfectamente, no importa cuánto haya cambiado o crecido.

Los alumnos de cursos superiores —como yo, ahora— vis-ten sacos verdes con ribetes blancos. Además, si queremos, podemos llevar suéteres rojos. Las capas son opcionales. Yo nunca las he usado, me hacen sentir un poco tonto, pero a Penny le gustan. Dice que se siente como Stevie Nicks, la cantante de Fleetwood Mac.

Me gusta el uniforme. Me gusta saber la ropa que voy a llevar todos los días. No sé cómo vestiré el año que viene, cuando haya terminado en Watford…

He pensado en unirme a los Hombres del Hechicero. Ellos tienen sus propios uniformes, una mezcla de Robin Hood y agente del MI6, el servicio secreto británico. Pero el Hechicero dice que ése no es mi camino.

Me lo dice así: —Ése no es tu camino, Simon. Tú camino está en otro lado.Él quiere que me mantenga apartado de todo el mundo,

que reciba entrenamiento exclusivo, lecciones especiales. Creo que ni siquiera me habría permitido asistir a Watford si él no fuera el director y pensara que es el lugar más seguro para mí.

Si le preguntara al Hechicero qué ropa debería usar cuando termine en Watford, probablemente me daría un equipamiento de superhéroe.

Pero, cuando me vaya, no pienso preguntarle a nadie cómo debo vestirme. Ya tengo dieciocho años.

Me vestiré yo solo.O me ayudará Penny.

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Nº 5 Mi habitaciónDebería decir “nuestra habitación”, pero no extraño la

parte que comparto con Baz.En Watford, cuando entras a primero, se te asigna una ha-

bitación y un compañero para toda tu estancia allí. Nunca tienes que recoger tus cosas, ni quitar tus pósters.

Compartir habitación con alguien que quiere matarme, con alguien que lleva queriendo matarme desde que tenía once años, ha sido… Bueno, ha sido un poco jodido, ¿no?

Pero tal vez el Crisol se sintiera un poco mal por ponernos a Baz y a mí juntos en la misma habitación (no literalmente: no creo que el Crisol tenga sentimientos), porque, a cambio, Baz y yo tenemos la mejor habitación de Watford.

Vivimos en la Casa de los Enmascarados, casi en el con-fín de los terrenos de la escuela. Es un edificio de piedra de cuatro pisos y medio, y nuestra habitación está en la parte su-perior, en una especie de torreta que da al foso. La torreta es demasiado pequeña para tener más de una habitación, pero es más grande que las habitaciones de los demás alumnos. Y aquí solía alojarse el personal, así que tenemos nuestro pro-pio baño.

Baz es en realidad una persona bastante decente para compartir un baño. Se pasa toda la mañana ahí, pero es lim-pio; y no le gusta que toque sus cosas, así que lo mantiene todo bastante despejado. Penelope dice que nuestro baño huele a cedro y bergamota, y ese olor debe ser de Baz porque, definitivamente, yo no huelo así.

Contaría cómo consigue Penny entrar en nuestra habita-ción —las chicas tienen prohibido entrar a las habitaciones de los chicos y viceversa—, pero es que aún no lo sé. Yo creo que lo hace con el anillo. Una vez la vi usarlo para abrir una cueva, así que cualquier cosa es posible.

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Nº 6El HechiceroTambién metí al Hechicero en la lista cuando tenía once

años. Y ha habido muchas veces que he pensado en sacarlo.Como en sexto, cuando prácticamente me ignoró. Cada

vez que intentaba hablar con él, me decía que estaba en me-dio de algo importante.

A veces, me lo sigue diciendo. Lo entiendo: es el direc-tor. Y es mucho más que eso: es el líder del Aquelarre, así que, técnicamente, es quien gobierna el mundo de los He-chiceros. Y no es que sea mi padre. No es nada mío…

Pero es lo más parecido que tengo a un pariente.El Hechicero fue la primera persona que se acercó a mí

en el mundo de los Normales y me explicó (o intentó expli-carme) quién soy. Sigue cuidando de mí, a veces sin que yo me dé cuenta. Y cuando me puede dedicar un poco de tiem-po, para hablar de verdad conmigo, es cuando me siento más apoyado. Lucho mejor cuando él está cerca. Pienso mejor. Es como si, cuando él está a mi lado, consiguiera creer lo que siempre me dice: que soy el Hechicero más poderoso que ja-más se haya conocido en el mundo de los Hechiceros.

Y que tener tanto poder es algo bueno, o que, al menos, algún día lo será. Que un día conseguiré resolver mis proble-mas y solucionar más de los que causo.

El Hechicero también es la única persona a la que se le permite mantener contacto conmigo durante el verano.

Y siempre se acuerda de que mi cumpleaños es en junio.

Nº 7La magiaNo necesariamente mi magia. Ésa me acompaña a todas

partes y, sinceramente, no es algo con lo que me sienta de-masiado cómodo.

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Lo que extraño, cuando estoy lejos de Watford, es estar rodeado de magia. Un ambiente de magia natural, relajado: gente lanzando hechizos por los pasillos y en las clases; al-guien que envía un plato de salchichas flotando hacia la mesa del comedor como si estuvieran transportándolas con cables.

El mundo de los Hechiceros no es un “mundo” como tal. No tenemos ciudades, ni siquiera barrios. Los magos siempre han vivido entre la gente del mundo de los Normales. Según la madre de Penelope, así es más seguro, y evitamos alejarnos demasiado del resto del mundo.

Ella dice que eso fue lo que les pasó a las hadas. Que se cansaron de tener que lidiar con el resto de criaturas, se refu-giaron en los bosques durante siglos, y después no encontra-ron el camino de vuelta al mundo.

El único lugar donde los magos conviven es en Watford, a no ser que estén emparentados entre sí. Existen algunos clubes sociales y asociaciones de magia, reuniones anuales, ese tipo de cosas. Pero Watford es el único lugar donde com-partimos todo nuestro tiempo juntos. Precisamente por eso, la gente se pone a buscar pareja como loca durante los dos últimos cursos. Si no encuentras pareja en Watford, dice Penny, podrías terminar solo, o inscribiéndote en los viajes de solteros de magos británicos al cumplir los treinta y dos.

Ni siquiera sé de qué se preocupa Penny; ella tiene un novio estadounidense desde cuarto. (Un estudiante que vino de intercambio a Watford.) Micah juega beisbol y tiene una cara tan simétrica que se puede invocar un demonio en ella. Hablan por videoconferencia cuando ella está en casa, y cuando Penny está en la escuela, él le escribe casi todos los días.

—Sí —me dice ella—, pero Micah es estadounidense, y los estadounidenses no ven el matrimonio como nosotros. Igual me deja por alguna chica guapa que conozca en Yale.

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Mi mamá dice que por ahí es por donde se nos está yendo la magia: disipándose en los irreflexivos matrimonios estadou-nidenses.

Penny cita a su madre casi tanto como yo la cito a ella.Son un par de paranoicas. Micah es un chico de fiar. Se

casará con Penelope, y después querrá llevársela a Estados Unidos con él. Eso es lo que nos debería preocupar de verdad.

En fin…La magia. Extraño la magia cuando estoy lejos.Cuando estoy solo conmigo mismo, la magia es algo per-

sonal. Mi carga, mi secreto.Pero, en Watford, la magia es el aire que respiramos. Es lo

que me hace sentir parte de un todo, no lo que me distingue de los demás.

Nº 8 Ebb y las cabrasEmpecé a ayudar a Ebb, la cabrera, en segundo. Y, duran-

te algún tiempo, pastorear a las cabras era básicamente mi actividad favorita. (Y Baz solía ponerse las botas riéndose de mí por eso.) Ebb es la mejor persona de Watford, es más jo-ven que los profesores, y sorprendentemente poderosa para alguien que ha decidido pasarse la vida cuidando cabras.

—¿Qué tendrá que ver ser poderoso con dedicarte a lo que te dé la gana? —diría Ebb—. La gente alta no tiene por qué dedicarse al basquetcanasta obligatoriamente.

—¿Te refieres al basquetbol?(Al no salir de Watford, Ebb ha perdido un poco el con-

tacto con el mundo de los Normales.)—Da igual. Yo no soy un soldado. No veo por qué debería

ganarme la vida luchando sólo porque sepa dar golpes de puño.El Hechicero dice que todos somos soldados, y que to-

dos poseemos una pizca de magia.

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Eso era lo peligroso de los métodos antiguos, según él: los magos simplemente se divertían y hacían lo que les venía en gana, trataban la magia como un juguete o como si fuera un derecho, no como algo que tuvieran que proteger.

Ebb no tiene perro pastor que la ayude a cuidar de las cabras. Sólo su bastón. La he visto traer de vuelta al rebaño con un sencillo gesto de la mano. Empezó a enseñarme a lla-mar a las cabras para que volvieran al redil una a una, y cómo hacer que todo el rebaño sienta que se está alejando dema-siado. Una primavera, incluso, me dejó ayudar en el parto de un cabrito.

Ya no tengo mucho tiempo libre que pasar con Ebb.Pero las sigo manteniendo, a ella y a las cabras, en la lista

de cosas que extraño. Aunque sólo sea para poder pararme un minuto a pensar en ellas.

Nº 9El Bosque Velado Tengo que sacar esto de la lista. A la mierda el Bosque Velado.

Nº 10AgathaQuizá también tendría que sacar a Agatha de la lista.

Ya empiezo a acercarme a Watford. Llegaré a la estación en cinco minutos. Alguien de la escuela vendrá a recogerme.

Solía dejar a Agatha para el final de la lista. Así me pa-saba el verano entero sin pensar en ella, y esperaba hasta estar prácticamente en Watford para volver a traerla a mi mente. De esta manera no tenía que pasarme todo el ve-rano convenciéndome de que era demasiado buena para ser verdad.

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Pero, ahora… No sé, quizá Agatha sea realmente demasiado buena para ser verdad, al menos para mí.

El semestre pasado, justo antes de que el Humdrum nos secuestrara a Penny y mí, vi a Agatha con Baz en el Bosque Velado. Supongo que en algún momento noté que quizá había algo entre ellos, pero nunca creí que Agatha me traicionaría de esa manera, que cruzaría esa línea.

No tuve tiempo de hablar con ella después de verla con Baz: estaba demasiado ocupado siendo secuestrado y, luego, intentando escapar. Y, después, no pude hablar con ella por-que durante el verano no se me permite hablar con nadie. Y, ahora, yo no sé…

No sé qué significa Agatha para mí.Ni siquiera estoy seguro de haberla extrañado.

3 Simon

Cuando llego a la estación, nadie me está esperando. Nadie que conozca, al menos. Hay un taxista de aspecto cansa- do que lleva una cartulina en la que está escrito “Snow”.

—Ése soy yo —le digo.Parece dudar. No me veo como el alumno de un internado

privado, sobre todo cuando no uso el uniforme. Llevo el pelo demasiado corto —me lo rapo todos los años cuando termina el semestre—, mis zapatillas baratas, y no parezco lo suficiente-mente aburrido: no puedo mantener los ojos quietos.

—Ése soy yo —repito en un tono levemente agresivo—. ¿Quiere que le muestre mi identificación?

Suspira y baja el letrero.—Si quieres que te deje en medio de nada, colega, yo no

pienso discutir contigo.Me siento en la parte trasera del taxi y coloco la maleta en

el asiento, a mi lado. El conductor enciende el motor y tam-bién el radio. Cierro los ojos; siempre me mareo en los coches, y hoy no va a ser la excepción. Estoy nervioso, y la única comi-da que me queda es una barra de chocolate y una bolsa de papas fritas con sabor a queso y cebolla.

Ya casi llegamos.Ésta es la última vez que hago esto. Volver a Watford en

otoño. Volveré alguna vez, claro, pero no así, no como si es-tuviera volviendo a casa.

En la radio se escucha Candle in the Wind y el conductor se pone a cantarla.

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La traducción del título de la canción de Elton John, Una vela al viento, es un hechizo peligroso. Aunque la frase hecha simboliza algo frágil, que se puede apagar en cualquier momento, los chicos de la escuela dicen que se puede usar para tener más, bueno, ya sabes, aguante. Pero si se enfatiza la sílaba equivocada, se puede terminar prendiendo un fuego imposible de apagar. Un fuego real. Nunca se me habría ocu-rrido intentarlo, ni aunque lo hubiera necesitado: nunca se me han dado bien los hechizos con doble sentido.

El coche cae en un bache, y yo salgo propulsado hacia delan-te: me tengo que agarrar del asiento delantero para no caerme.

—Ponte el cinturón —me dice bruscamente el conductor.Obedezco mientras miro a mi alrededor. Ya hemos deja-

do la ciudad atrás y estamos entrando en el campo. Trago saliva y echo los hombros hacia atrás para estirarlos.

El taxista vuelve a cantar, más fuerte ahora, “nunca sé a quién recurrir”, como si estuviera realmente metido en la canción. Me dan ganas de decirle que se ponga él también el cinturón.

Caemos en otro bache, y estoy a punto de golpearme la cabeza contra el techo. Estamos en una ruta de grava. Éste no es el camino habitual a Watford.

Miro el reflejo del conductor en el espejo. Tiene algo raro: su piel es verde oscuro y sus labios son rojos como la carne cruda.

Entonces, lo miro directamente: está sentado justo delante de mí. No es más que un taxista con los dientes re-torcidos, la nariz de borracho, cantando Elton John.

Luego lo miro otra vez en el espejo. Piel verde, labios rojos, hermoso como una estrella del pop. Un duende.

No pienso esperar a averiguar qué se trae entre manos. Me llevo la mano a la cadera y comienzo a murmurar el encantamiento de la Espada de los Hechiceros.

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Es un arma invisible. Más que invisible, de hecho. Ni si-quiera aparece hasta que se pronuncian las palabras mágicas.

El duende me escucha conjurar y nuestros ojos se en-cuentran en el espejo. Sonríe con malicia y busca algo en el in-terior de su campera.

Si Baz estuviera aquí, estoy seguro de que haría una lista con todos los hechizos que podría usar en este momento. Probablemente haya alguno en francés que quedaría de ma-ravilla. Pero en cuanto la espada se materializa en mi mano, aprieto los dientes y la extiendo hacia delante para cortar de un tajo la cabeza girada del duende y, de paso, el reposacabe-zas del coche. ¡Listo!

Él sigue conduciendo durante un segundo; luego el vo-lante se vuelve loco. Gracias a la magia, la parte delantera y la trasera no están separadas por una barrera: me desabrocho el cinturón, me lanzo hacia el asiento delantero (por el lugar donde estaba la cabeza del duende) y me aferro al volante. Debe de tener el pie apoyado en el acelerador. Salimos del camino, y no dejamos de acelerar.

Intento volver al camino. En realidad, no sé manejar: giro el volante hacia la izquierda y el costado del taxi golpea contra una valla de madera. La bolsa de aire se abre en mi cara y salgo despedido hacia atrás. El coche sigue golpeando contra algo, probablemente otra parte de la valla. Nunca pensé que fuera a morir así…

El taxi se detiene antes de que se me ocurra una manera de salvarme.

Estoy medio tirado en el suelo, me golpeé la cabeza con-tra la ventanilla y luego contra el asiento. Cuando tenga oportunidad de contarle esto a Penny, pienso saltarme la parte en la que me desabrocho el cinturón de seguridad.

Estiro el brazo por encima de mi cabeza y agarro la ma-nija de la puerta. Cuando se abre, caigo del taxi de espaldas

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sobre la hierba. Parece que ya pasamos la valla y entramos en un campo. El motor sigue encendido. Me levanto con un gemido, estiro el brazo por la ventanilla del conductor y lo apago.

Esto es un desastre. La bolsa de aire está llena de sangre, y el cadáver también, y yo.

Le abro la campera al duende, pero no encuentro nada más que un paquete de chicles y una navaja suiza. Eso no pa-rece obra del Humdrum, en el aire no se percibe su rastro áspero e irritante. Respiro profundo, sólo para asegurarme.

Quizá sea otro intento de venganza, entonces. Los duen-des han estado detrás de mí desde que ayudé al Aquelarre a expulsarlos de Essex. (Se dedicaban a hechizar borrachos en los baños de las discotecas, y el Hechicero estaba preocupado de que se empezara a perder la jerga regional.) Creo que el duende que consiga matarme se convertirá en rey de su raza.

Pero no será éste el que se ponga la corona. Mi espada se quedó clavada en el asiento del copiloto, así que la saco de un tirón y dejo que desaparezca de nuevo en mi cadera. Entonces me acuerdo de mi maleta y también la recojo, me limpio la sangre en mis pants grises antes de abrir la maleta para sacar mi varita. No puedo dejar este desastre así, sin más, y no creo que valga la pena dejar ninguna evidencia.

Sostengo mi varita sobre el taxi y siento cómo mi magia fluye con dificultad hacia mi piel.

—Funciona aquí… —murmuro—. ¡Afuera, maldita mancha!He visto a Penelope usar el conjuro para deshacerse de

cosas horribles. Pero a mí para lo único que me sirve es para limpiarme un poco la sangre de los pantalones. Supongo que algo es algo.

La magia se está acumulando en mi brazo tan intensa-mente que me empiezan a temblar los dedos.

—Vamos —digo, apuntando—. ¡Que baje el telón!

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De mi varita mágica y de las puntas de mis dedos brotan chispas.

—Carajo, vamos…Sacudo la muñeca y apunto de nuevo. Veo la cabeza del

duende, que ha recuperado su verdadero color verde, sobre el césped junto a mis pies. Los duendes son diablos guapos. (Bueno, la mayoría de los diablos está bastante bien.)

—Supongo que te comiste al taxista —digo, dando una patada a la cabeza y enviándola hacia el taxi.

Siento como si el brazo me quemara.—¡Desaparece sin dejar rastro! —grito.Siento una oleada caliente que va desde el suelo hasta la

punta de mis dedos, y el coche desaparece. Y la cabeza desa-parece. Y la valla desaparece. Y el camino…

Una hora más tarde, sudoroso y aún cubierto de sangre seca de duende y del polvo que sale de las bolsas de aire, finalmente veo aparecer frente a mí los edificios de la escuela. (Sólo hice desaparecer un trozo de camino de grava, que en realidad no era una ruta. Lo único que tuve que hacer fue volver a la ruta principal y seguirla hasta aquí.)

Los Normales piensan que Watford es un internado su-perexclusivo, y supongo que lo es. Sus terrenos están cubiertos con encantamientos antiguos. Una vez Ebb me comentó que la escuela se va hechizando con conjuros nuevos a medida que los desarrollamos. Así que hay capas y capas de protec-ción. A un Normal, toda esta magia le quemaría los ojos.

Me acerco al portón de hierro —en la parte superior se lee Escuela Watford—, y apoyo la mano sobre las barras para hacerles sentir mi magia.

Antes, eso era lo único que hacía falta. Los portones se abrían ante cualquier persona que poseyera magia. Incluso hay una inscripción sobre el travesaño a modo de recordato-

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rio: “La magia nos separa del mundo, no dejemos que nada nos separe entre nosotros”.

—Es una idea bonita —dijo el Hechicero cuando convo-có al Aquelarre a endurecer las medidas de seguridad—, pero no vamos a seguir los consejos de una puerta de seiscientos años de antigüedad en materia de protección. Yo no espero que la gente que entra en mi casa obedezca los mensajes que están bordados a punto de cruz en los cojines.

Yo asistí a aquella asamblea del Aquelarre junto con Penelope y Agatha.

(El Hechicero quiso que asistiéramos para mostrar al resto del Aquelarre lo que estaba en juego. “¡Los niños! ¡El futuro de nuestro mundo!”). Yo no presté atención a todo el debate. Mi mente andaba perdida, pensando en dónde vi-vía realmente el Hechicero y si alguna vez me invitaría allí. Era difícil imaginar al Hechicero en una casa, y mucho me-nos con cojines bordados a punto de cruz. Tiene aposentos en Watford, pero a veces se ausenta por semanas enteras. Cuando era más pequeño, pensaba que, cuando el Hechicero se iba, vivía en el Bosque Velado alimentándose de frutos se-cos y bayas y durmiendo en las madrigueras de los tejones.

La seguridad en las puertas de Watford y en la muralla del perímetro exterior se ha endurecido año tras año.

Uno de los Hombres del Hechicero —Premal, uno de los hermanos de Penelope— está justo ahora montando guardia. Probablemente esté furioso por tener que cumplir este encargo. El resto del equipo del Hechicero debe de estar en su oficina, planeando la próxima ofensiva, y Premal está abajo, llenando el registro de los alumnos de primero. Da un paso para colocarse delante de mí.

—¿Todo bien, Prem?—Parece que soy yo el que debería preguntarte eso…Bajo la vista hacia mi camisa ensangrentada.

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—Un duende —le digo.Premal asiente y me apunta con su varita, murmurando

un hechizo de limpieza. Es tan poderoso como Penny. Prácti-camente es capaz de lanzar hechizos en voz baja. Detesto que la gente me lance hechizos de limpieza; me hace sentir como un niño.

—Gracias —le digo de todas maneras y empiezo a avan-zar, dejándolo atrás.

Premal me detiene extendiendo el brazo.—Espera ahí un minuto —dice, levantando su varita

hasta mi frente—. El día de hoy tenemos medidas de seguri-dad especiales. El Hechicero dice que el Humdrum anda merodeando por aquí con tu cara.

Me estremezco, pero intento no apartarme de su varita.—Pensé que eso era secreto.—Sí —respondió—. Pero es un secreto que la gente

como yo tiene que saber si se supone que vamos a protegerte.—Si fuera el Humdrum —digo—, a estas alturas ya

te habría devorado.—Quizá eso sea lo que el Hechicero tenga en mente —dice

Premal—. Al menos así estaríamos seguros de que es él. Baja la varita. —Estás limpio. Adelante.—¿Penelope ya llegó?Se encoge de hombros. —No soy el guardián de Penelope.Por un segundo, creo que está diciendo eso con cierto

énfasis, con magia, lanzando un hechizo, pero se aparta de mí y se apoya contra el portón.

No hay nadie afuera en el Gran Prado. Debo de ser uno de los primeros en haber regresado a la escuela. Empiezo a co-rrer, sólo por el placer de hacerlo, espantando un montón de

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golondrinas escondidas en la hierba. Vuelan a mi alrededor, gorjeando, y yo sigo corriendo. Atravieso a la carrera el césped, el puente levadizo, otra muralla, el segundo y tercer nivel de puertas.

Watford lleva en pie desde el siglo xvi. Está estructurada como una ciudad amurallada: los campos y bosques afuera de las murallas, y los edificios y los patios en el interior. Por la noche, suben el puente levadizo, y nada ni nadie puede cru-zar más allá del foso y las puertas interiores.

Sigo corriendo hasta que llego a lo alto de la Casa de los Enmascarados, y me recuesto contra la puerta de mi cuarto. Saco la Espada de los Hechiceros y me hago un pequeño corte con el filo en la yema del pulgar, que presiono contra la piedra. Esto también se puede hacer con un hechizo: que la habitación me reconozca y me permita acceder después de los meses que han pasado, pero la sangre es más rápida y más segu-ra, y Baz no está cerca para olerla. Me meto el pulgar en la boca para chupármelo y empujo la puerta, ahora abierta, sonriendo.

Mi cuarto. En unos días, volverá a ser nuestro cuarto, pero ahora es mío. Me dirijo hacia las ventanas y abro una. El aire fresco tiene un olor aún más dulce ahora que estoy aden-tro. Abro la otra ventana, todavía chupándome el pulgar, mientras observo cómo las motas de polvo se arremolinan en la brisa y la luz del sol para luego caer de nuevo sobre mi cama.

El colchón es muy antiguo —relleno de plumas y preser-vado con hechizos— y me hundo en él. Ay, por Merlín. Merlín y Morgana y Matusalén, cómo me alegro de estar de vuelta. Siempre me alegro tanto de estar de vuelta…

La primera vez que volví a Watford, en segundo, me metí directamente en la cama y me puse a llorar como un bebé. Todavía seguía llorando cuando Baz entró.

—¿Qué haces que ya estás llorando? —gruñó—. Vas a echar a perder mis planes de hacerte llorar.

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Ahora cierro los ojos y aspiro todo el aire que puedo. Plumas. Polvo. Lavanda.El olor del agua del foso.Además de ese olor ligeramente acre que Baz dice que

son los lobos de mar. (No hay que dejar que Baz provoque a los lobos de mar: a veces se asoma por la ventana y escupe en el foso, sólo para fastidiarlos.)

Si él estuviera aquí, difícilmente podría oler otra cosa que no fuera su jabón caro…

Aspiro profundamente ahora, tratando de atrapar una nota de olor a cedro.

Escucho un forcejeo en la puerta, y me levanto, con la mano en la cadera y vuelvo a invocar la Espada de los He-chiceros. Ya van tres veces en lo que llevo del día, quizá sim-plemente tenga que dejarla afuera. El conjuro de invocación es el único hechizo que siempre me sale bien. Quizá porque no es como otros hechizos. Es más bien una promesa: Por la justicia. Por el valor. En defensa del débil. En presencia de los poderosos. Mediante la magia, la sabiduría y el bien.

No está obligada a aparecer.Yo tengo la Espada de los Hechiceros, pero no pertenece

a nadie. Sólo aparece si confía en ti.La empuñadura se materializa en mis manos, y yo levan-

to la espada a la altura de mi hombro al tiempo que Penelope empuja la puerta abierta.

Bajo la espada.—Se supone que no deberías poder abrir esa puerta —le digo.Se encoge de hombros y se deja caer sobre la cama de Baz.Me doy cuenta de que estoy sonriendo.—Ni siquiera deberías poder atravesar la puerta.Penelope vuelve a encogerse de hombros y se coloca la

almohada de Baz bajo la cabeza. —Si Baz se entera de que has tocado su cama —digo—, te mata.

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—Que lo intente, si se atreve.Giro levemente la muñeca y la espada desaparece.—Tienes un aspecto horrible.—Me crucé con un duende malvado cuando venía para acá.—¿No pueden simplemente votar para elegir a su nuevo rey?Habla con naturalidad, pero sé que me está evaluando. La

última vez que me vio, yo era un manojo de hechizos y harapos. La última vez que vi a Penny, todo se estaba desmoronando…

Acabábamos de escapar del Humdrum, huimos de re-greso a Watford e irrumpimos en la Capilla Blanca en medio de la ceremonia de clausura: la pobre Elspeth estaba reci-biendo un premio por ocho años de asistencia intachable. Yo todavía estaba sangrando (por los poros, nadie sabía por qué). Penny lloraba. Su familia estaba allí —porque todas las familias estaban presentes—, y su madre empezó a gritarle al Hechicero.

—Míralos, ¡esto es culpa tuya! Y, entonces, su hermano Premal se interpuso entre ellos

y empezó a devolverle los gritos a su madre. La gente creyó que el Humdrum estaba justo detrás de nosotros, y empeza-ron a salir corriendo de la capilla con las varitas mágicas en ristre. Era el típico caos de final de curso multiplicado por cien, y la sensación era mucho peor que un simple caos. Aquello parecía el fin del mundo.

Entonces, la madre de Penelope hechizó a todos los miembros de su familia para sacarlos de allí, incluso a Pre-mal. (Es probable que sólo los llevara hasta el coche, pero, aun así, armó un buen numerito.)

Desde entonces, no he vuelto a hablar con Penelope.Una parte de mí quiere agarrarla y acariciarla desde la

cabeza hasta los pies, sólo para tener la seguridad de que si-gue entera, pero Penny odia los numeritos casi tanto como a su madre le encantan.

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—No me saludes, Simon —me dijo un día su madre—. Porque después tendremos que decir adiós, y no puedo so-portar las despedidas.

Mi uniforme está doblado al borde de mi cama, y empie-zo a guardarlo, prenda a prenda. Pantalones grises nuevos. Corbata nueva a rayas verdes y moradas.

Penelope resopla a mis espaldas. Me dirijo a la cama otra vez y me dejo caer, delante de ella, intentando no sonreír de oreja a oreja.

Tiene el rostro contraído en un mohín.—¿Qué mosco te picó? —pregunto.—Adelfa —resopla. Adelfa es su compañera de cuarto. Penny dice que la

cambiaría por una docena de vampiros malvados y conspira-dores en un abrir y cerrar de ojos.

—¿Qué hizo ahora?—Volver.—¿Y esperabas que no lo hiciera?Penny se coloca la almohada de Baz.—Todos los años vuelve más desquiciada de lo que estaba el

curso anterior. Primero se convirtió el pelo en un diente de león, y luego le dio por llorar cada vez que soplaba el viento y se lo volaba.

Me reí.—En defensa de Adelfa —digo—, hay que tener en

cuenta que es mitad elfa. Y casi todos los elfos están un poco desquiciados.

—Ay, como si no lo supiera. Estoy segura de que lo usa como una excusa. No creo que pueda sobrevivir un año más con ella. No garantizo que no vaya a convertirle la cabe-za en un diente de león para luego soplársela.

Contengo una carcajada y hago un esfuerzo enorme para intentar no sonreírle. Serpientes siseantes, cuánto me alegro de volver a verla.

Brie Spangler

EL CORAZÓNDE LA BESTIA

Traducción de Laura Rins Calahorra

Título original: BeastPrimera edición en la Argentina bajo este sello: marzo de 2017

D.R. © 2016, Brie SpanglerD.R. © 2017, Penguin Random House Grupo Editorial, S.A.U.

Travessera de Gràcia, 47-49, 08021, BarcelonaD.R. © 2017, derechos de edición mundiales en lengua castellana:

Penguin Random House Grupo Editorial, S.A. de C.V.Blvd. Miguel de Cervantes Saavedra núm. 301, 1er piso,

colonia Granada, delegación Miguel Hidalgo, C.P. 11520,Ciudad de México

D.R. © 2017, Laura Rins Calahorra, por la traducción

© 2017, Penguin Random House Grupo Editorial, S.A.Humberto I 555, Buenos Aires

www.megustaleer.com.ar

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de este libro y por respetar las leyes del copyright al no reproducir, escanear ni distribuir ningunaparte de esta obra por ningún medio sin permiso. Al hacerlo está respaldando a los autores

y permitiendo que PRHGE continúe publicando libros para todos los lectores.

Printed in Argentina – Impreso en la Argentina

ISBN: 978-987-3820-54-0

Queda hecho el depósito que previene la ley 11.723.

Esta edición de 3000 ejemplares se terminó de imprimir en Arcángel Maggio - División Libros, Lafayette 1695, Buenos Aires, en el mes de febrero de 2017.

Spangler, Brie El corazón de la bestia / Brie Spangler. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Montena, 2017. 344 p. ; 22 x 15 cm (Ellas)

Traducción de: Laura Rins Calahorra. ISBN 978-987-3820-54-0

1. Narrativa estadounidense. I. Rins Calahorra, Laura, trad. II. Título. CDD 813

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UNO

No sé qué cayó primero, si la pelota o yo.

En teoría, debió de ser la pelota porque yo, pobre de mí, soy un puro

amasijo de carne y músculo, incapaz de andar y mascar chicle al mismo

tiempo. ¡Como para recuperar una pelota perdida! Me alegro de que

nadie me viera trepando hasta el techo porque habría sido objeto de bur-

las. Me habrían dicho las tonterías de siempre: “No hagas eso”, “Pesas

demasiado”, “Eres demasiado alto”… ¡incluso “Eres demasiado pelu-

do”! A todo el mundo le encanta recordarme el aspecto que tengo.

Como si no hubiera espejos. Sin embargo, allí arriba se estaba muy

tranquilo. No se movía nada, ni siquiera el viento. Me acerqué hasta el

borde, donde se juntan las dos canaletas, y me puse de pie sobre una hi-

lera de tejas que se movían. Mi sombra, larga y delgada, se proyectó en

el césped del suelo.

No tendría que haber mirado.

Ya es muy difícil medir casi un metro noventa y cinco y tener sufi-

ciente vello corporal como para mantener aislado del frío a todo un

pueblo y encima tener que comprar en la sección de elefantes. Los uni-

formes de tallas normales no me quedan. Antes de que empezara el nue-

vo curso, mi mamá tuvo que coser esos ridículos emblemas escolares en

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chamarras cafés y playeras polo blancas del tamaño de pianos de media

cola. Parezco un ogro salido de debajo del puente Fremont que ha deci-

dido seguir una educación católica a precio razonable.

Hoy el día no empezó mal del todo; podría haber sido peor. Mien-

tras tomaba un ligero desayuno consistente en seis hot cakes, cuatro

rebanadas de pan tostado y un puñado de tiras de tocino, me pareció

que mi mamá estaba en lo cierto cuando me dijo: “Éste va a ser tu año,

Dylan, ¡lo presiento!”. Porque, quién sabe, tal vez después de la traumá-

tica experiencia que supone crecer treinta centímetros con cada estirón

y de tener que afeitarme continuamente desde sexto de primaria, éste,

el segundo año de secundaria, podría ser mi año. El cambio sería de

agradecer. Incluso me encontré una moneda de la buena suerte en la

acera de camino a la parada del autobús, señal de que mi padre estaba

pensando en mí. Sin embargo, la vana promesa del año de buena suerte

se hizo añicos al enterarme de que en el Saint Lawrence prohibieron que

los chicos lleven la cabeza cubierta y el pelo largo. La escuela entera vol-

teó a mirarme fijamente.

Todos los días la misma historia con el pelo: me hago la raya en me-

dio, en horizontal, lo peino hacia delante para esconderme tras él y me

encasqueto la gorra. Mi mamá odia mi pelo. Dice que me tapa toda la

cara y no se me ven los ojos. Pero mi pelo es cosa mía.

Rectifico; era cosa mía.

—Por Dios, ahora tendremos que verle la cara a la Bestia todos los

días —soltó Madison en ese momento.

Les juro que dijo eso. En plena asamblea escolar. Yo estaba sentado

justo en la fila de atrás. JP se doblaba de la risa, ¡cómo no! Cuando Fern

Chapman vio a Madison con cara de exasperación y le ordenó que se

callara, el corazón me dió un vuelco.

Gracias, Fern Chapman. Por eso estoy enamorado de ti como un

idiota.

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Es tan guapa que cuesta respirar cuando estás a su lado.

—Llévate a Madison a tu cueva, Bestia —dijo JP al mismo tiempo

que me daba un codazo para que me riera. Y eso fue lo que hice, porque

no me quedaba más remedio. No podía hacer otra cosa estando el direc-

tor de la escuela en mitad del escenario gritando a los cuatro vientos que

el Saint Lawrence se ha empeñado en demostrar al mundo la inmundi-

cia genética que llego a ser.

Estar sentado junto a mi mejor amigo, JP, demuestra mi teoría. No

hay que resolver ninguna ecuación de segundo grado, no; es tan fácil

como constatar que una sola de las pecas de JP vale más que cualquier

parte de mi cuerpo. Así de claro. Por lo que respecta al físico, JP es un hé-

roe de flamante armadura montado en un caballo completamente blan-

co, que blande su sable de empuñadura dorada y me da muerte mientras

el pueblo lo vitorea. Ésa es la realidad. Su lema es: “Simul adoratur”, que

si se buscara en el traductor de Google vendría a significar, sin exagerar

lo más mínimo: “Ser adorado”. Se me parte el alma viéndolo coleccio-

nar chicas como quien colecciona mariposas y les atraviesa el corazón.

Sin embargo, en cierta manera quiero a JP porque no se asusta de

mí. Nunca me ha resultado fácil tener amigos. Mi madre siempre me

decía: “Habla con los otros niños, ¡enséñales tu bonita sonrisa!”. Por fa-

vor, mamá… Siempre que lo intentaba, salían corriendo. O peor: fin-

gían que no me veían. Cuando estaba en primero y pesaba trece kilos

más que cualquier otro chico, JP fue el único que me preguntó: “¿Quie-

res jugar?”. Por supuesto, le contesté que sí. Y si, de vez en cuando, me

pedía que le diera una paliza a alguien yo le hacía caso porque él quería

que fuéramos amigos. Tampoco era para tanto, normalmente me basta-

ba con acercarme amenazadoramente sobre el chico en cuestión y ful-

minarlo con la mirada. Además, andar junto a JP es todo un distintivo

de honor en el Saint Lawrence. No pienso sacrificar el asiento que ocu-

po a su lado en el comedor.

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JP es el mejor, sólo que a veces lo odio. Como ahora. Si no fuera por

él, es posible que no me hubiera subido al techo y tal vez todavía tendría

pelo. Fue idea suya lo de acudir a la peluquería al salir de la escuela. Dijo

que me lo pagaba él, y yo me quedé alucinado porque es tan rico que da

asco y yo soy más pobre que las ratas. “JP debe de saber que tengo

la moral por los suelos”, pensé al sentarme en el sillón. Qué detalle de su

parte. Así que le dije al peluquero que quería el mismo corte de pelo que

JP, exactamente el mismo. Él se lo echa hacia un lado y siempre le que-

da perfecto. Las chicas aprovechan para pasarle los dedos por el pelo a la

menor oportunidad. Eso es lo que yo quería. Y justo cuando se lo estaba

diciendo, ¡el tipo va y me afeita toda la parte central de la cabeza! ¿Qué

carajo estaba haciendo? Salté de la silla sin siquiera quitarme la ridícula

capa de plástico y me le puse enfrente; y él se encogió, como sucede siem-

pre, y señaló a JP. Mi amigo le había dado veinte dólares de propina para

que me afeitara la cabeza. En ese mismo momento, JP se echó a reír.

Yo también me eché a reír, pero porque no me quedaba otro remedio.

O sea que ahora llevo la cabeza afeitada. No me gusta. Me recuerda

demasiado a la quimioterapia. Me pregunto qué pensará mi padre de

mi nuevo corte de pelo, ya que él era todo un experto en este estilo en

particular. Si es que todavía piensa, claro.

Intenté apartar del pensamiento lo mucho que detesto mi imagen

de paciente de quimioterapia, pero sólo lo logré hasta que llegué

a casa, me quité la gorra y me vi reflejado en el espejo del recibidor.

Por si alguien lo pregunta, sí, el cristal hecho añicos y el rastro de gotas

de sangre hasta el techo son cosa mía. Vaya cosa. Necesitaba un poco de

aire fresco, así que fui por la pelota perdida desde hacía tiempo, respi-

ré hondo, me resbalé y caimos dando tumbos. El final perfecto de un

día perfecto.

¡Pero luego fue aún mejor! Mis vecinos, los Swampole, escucharon

el trancazo y los gritos y llamaron a una ambulancia. Ahora estoy en

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el hospital, acabo de despertarme de una operación de dos fracturas

espiroideas en la pierna derecha y el ruido de esta máquina me está vol-

viendo loco. ¿De verdad tiene que pitar cada vez que me late el corazón?

Ojalá alguien lo pare. Me refiero al ruido, claro. Cada vez que suena oigo

la voz de Madison repitiendo una y otra vez: “Por Dios, ahora tendremos

que verle la cara a la Bestia todos los días. Por Dios, ahora tendre-

mos que verle la cara a la Bestia todos los días…”.

Cierro los ojos para dejar de ver el blanco deslumbrante de la habi-

tación del hospital, y siento cierta decepción. No creía que fuera a aca-

bar aquí. No lo tenía previsto. Tengo la pierna derecha atada al armazón

metálico de la cama, y de ella sobresalen pernos, clavos y alambres, y en

el sopor inducido por la morfina me veo en un espectáculo de marione-

tas psicodélico. Me arrellano en la cama del hospital e inhalo las sustan-

cias asépticas como si se tratara del perfume de Fern Chapman. O su

desodorante; lo que sea que hace que huela de forma tan increíble. No

puedo mentir: he tenido sueños en los que soy invisible y no hago más

que andar detrás de ella y aspirar su olor.

Supongo que en mis próximos sueños tendré que andar cojeando.

Las muletas me vienen perfectas. A partir de ahora me llamarán “el

de las muletas”. ¡Eh, miren al de las muletas!, dirá la gente cuando pase

por mi lado. Me gusta la idea. Me resulta increíblemente familiar.

El silencio dura poco.

Mi madre entra en la habitación como un cohete.

—¡Dylan!

No sostiene en la mano su habitual taza de té chai para el trayecto

de vuelta a casa. Debe de haber venido directo desde Beaverton, donde

trabaja muchas horas y en cuya tienda para empleados compra nues-

tros zapatos. Me abate una oleada de culpabilidad. No hay en el mun-

do suficiente té chai para borrar la impresión que le habrá causado re-

cibir el aviso en el trabajo de que su hijo fue trasladado al hospital en

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ambulancia y le practicaron una operación de urgencia. Tal vez necesite

cambiar al té de kombucha.

—¡Cariño! —exclama, y cruza como una flecha la habitación para

tranquilizarme con un tremendo abrazo—. Vine en cuanto pude. El

médico me puso al corriente mientras estabas dormido, dice que te

pondrás bien. ¿Cómo te sientes?

Podrían ponerme un poco más de morfina. No es que me duela

nada, pero la morfina es la morfina.

—Mejor que nunca.

—¿Necesitas algo?

Una transformación genética de arriba abajo.

—No.

Mi madre se aparta un poco y mira alrededor del panteón. Quise

decir de la habitación. Un escalofrío le recorre la espalda.

—Te pareces muchísimo a tu padre —musita.

No me cabe duda. Verme lleno de tubos, calvo y más pálido que una

barra de pegamento debe de remontarla a la época en la que el grandote

de mi padre yacía en una cama de hospital.

Una nueva sonrisa aflora a sus mejillas, esa sonrisa que le forma

arrugas incluso en los pómulos cuando se esfuerza por no pasarse de

efusiva. Suelta la barra metálica del lateral de la cama.

—Me gusta tu corte de pelo; así puedo verte otra vez la cara. Estás

mucho mejor que escondido detrás de tanta greña —me acaricia sua-

vemente la mejilla con la mano como cuando era pequeño—. Eres igual

que él en todo.

No digo nada porque es verdad, he visto fotos y tiene razón. Si te

plantaran delante una foto de mi padre, creerías que soy yo.

El mismo cuerpazo que obstruye la cámara y la misma cara ca-

paz de romper el objetivo. Pero yo, encima, soy mucho más peludo

que él.

15

—Ay, Dylan —mi madre suspira mientras me ahueca la almoha-

da—. El médico me dijo que estabas intentando recuperar una pelota,

¿verdad? Pero había mejores maneras de bajarla de allí, ¿sabes?

—Mmm…

—Creía que odiabas el futbol.

Ignoro el comentario y alcanzo la bomba dosificadora del calmante.

Una dosis; dos; tres.

—¡Para! —exclama mi madre arrancándomela de la mano—. Sólo

me falta tener que dejarte en una clínica de metadona todas las mañanas

antes de clase. No, hoy no nos vamos a volver adictos a la morfina, mu-

chas gracias.

—Es-tá mu-muy bien.

—No lo dudo —responde—. Bueno, mientras esperábamos a que

te despertaras, llamé a la escuela y les dije que empezarás el curso co-

jeando de una pierna.

Pongo los ojos en blanco debajo de los párpados cerrados en el

mismo momento en el que noto que el calmante me empieza a hacer

efecto.

—En fin. ¿A quién más se lo dijiste? ¿A Fern Chapman?

Juro que si Fern cruza esa puerta con su aire majestuoso, me

moriré.

—Avisé a la escuela y a la familia.

—¿Y a mis amigos? —me da miedo preguntárselo—. Por favor,

dime que seré el primero en contárselo a JP.

—No te enfades, cariño… —se muerde el labio.

—Pero ya le mandaste un mensaje —termino la frase en su lugar.

—No, no; fue él quien me mandó un mensaje a mí. Se enteró de

que te había ocurrido algo y quería asegurarse de que estás bien. ¿No es

eso lo que hacen los amigos?

—Supongo que sí.

16

—No mates al mensajero. Fueron ustedes los que de pequeños

decidieron que serían como hermanos, no yo. Él cuidaba de ti —mi

madre hace amago de reírse—. Bueno, puede que JP no viera tu aterri-

zaje, pero seguro que tu papá disfrutó desde su asiento de primera fila.

Los dos nos echamos a reír, pero es una risa forzada. Claro que ¿qué

otra cosa podemos hacer? Nada. El hombre al que cada día me parez-

co más, desde la estatura hasta el vello pasando por el volumen en con-

tinua expansión, nos dejó hace doce años. Tuvo una muerte lenta y dura

a causa del cáncer, así que espero que por lo menos esté por ahí arriba

riéndose.

Siento frío en la cabeza. Poco a poco, me la toco y noto el pelillo

inci piente; ni rastro de la tela de algodón desgastada ni la rígida visera

raída.

—¿Dónde está mi gorra de beisbol? —pregunto de inmediato.

Mi madre mira alrededor.

—No lo sé.

Me incorporo y estiro el cuello a izquierda y derecha, buscándola.

—No puede ser. Mi gorra… ¿Dónde está?

—Acuéstate —me ordena—. Dylan, la pierna, la tienes en alto.

—No pasa nada —empiezan a oírse pitidos y entran unos cuantos

enfermeros y enfermeras gritándome que deje de moverme—. Sólo

quiero mi gorra —intento decir lo más lenta y calmadamente posible.

Pero no sirve de nada. Mil millones de manos y brazos nerviosos me

sujetan contra la cama. Supongo que debo de ser tan grande como

dicen—. No es por la pierna —trato de asegurarles. Cualquiera diría

que están inmovilizando a un búfalo que se revuelve en el agua. ¡Eh! ¡Que

soy yo!—. Sólo quiero mi gorra, nada más.

—¿Quieres taparte la cabeza? —pregunta una de las enfermeras.

—Te traeré algo —se ofrece uno de los enfermeros que entró—.

Enseguida vuelvo.

17

Mi madre se acerca y me acaricia el hombro.

—No pasa nada, cariño —dice—. Eres un chico muy guapo, ¿sa-

bes? No hace falta que te escondas detrás de ninguna gorra. Eres una

persona muy atractiva, por dentro y por fuera, y algún día…

—Mamá… Déjalo.

Mamá… Dios, ¿por dónde empiezo? ¿Le suelto la verdad sin anes-

tesia? Mi madre es de las que, cuando un completo extraño se hace daño

en el pie, lo acompaña a casa en coche y le da la mitad de los ahorros

de su vida para asegurarse de que salga adelante. Cuando se trata de mí,

eso se traduce en que no para de agobiarme con sus alabanzas maternas

hasta que, aunque me pese, no me cabe duda de lo maravilloso que lle-

go a ser.

El hecho de que tenga que esforzarse tanto por convencerme me

molesta más que lo que dice.

—Aquí tienes.

El enfermero está de vuelta con un gorro de algodón blanco en las

manos. Le echo un vistazo y lo dejo a un lado de la cama.

—Gracias —le digo de todos modos.

No me veo poniéndome ninguna otra cosa en la cabeza que no sea

mi gorra de beisbol. Mi gorra y yo hemos superado juntos muchas si-

tuaciones; es como mi yelmo. Este gorro de hospital, en cambio, no es

capaz de protegerme de nada. Me quedo mirando la estructura metáli-

ca. El sistema de poleas y cables mantiene mi pierna inmóvil, en alto.

Mi pierna. Un vacío me recorre por dentro mientras la miro. Como si

estuviera desprovista de vida. Un pez espada que libró una dura batalla

pero que al fin cayó en el puerto.

—Dylan, cariño, ¿estás bien? —pregunta mi madre.

—Me duele —finjo sentir algo de dolor, pero ella no cede, así que

me retuerzo un poco más. Se ha puesto tan contenta al volver a verme

la cara que la desencajo de puro sufrimiento sólo para ella, y entonces

18

me permite accionar la bomba del calmante. (¡Bien!)—. Necesito ha-

blar con el médico.

Uno de los enfermeros comprueba los reflejos de los dedos de los

pies, y una enfermera sale de la habitación.

—Voy a buscarlo —se ofrece.

Me muerdo el labio superior. ¿Debo seguir? ¿Debo hacerle la pre-

gunta que hasta ahora sólo me he atrevido a hacérsela a Google? Creo

que sí. Al cabo de veinte minutos más o menos, el traumatólogo que me

operó, el doctor Jensen, entra y calibra la situación.

—¿Qué le ocurre, señor Ingvarsson?

No puede decirse que no es directo con los enfermos.

—No importa —mascullo, y la vergüenza vuelve a invadirme de

lleno—, ya se me pasó.

Todo el mundo me mira. El médico mira a mi madre.

—¿Puedo hablar con mi paciente?

—Claro —responde ella.

Mi madre sigue allí plantada, pestañeando con inocencia.

El médico la mira con las cejas enarcadas hasta que mi madre no

puede seguir ignorando la insinuación.

—Voy… Mmm… Voy a buscar algo para comer. Vuelvo en un

momento —hace una pausa. Los enfermeros se detienen a medio ca-

mino, como si estuvieran esperando a marcharse con ella—. ¿Se te an-

toja algo?

—No —respondo.

—¿Estás seguro? Puedo traerte una hamburguesa o cualquier otra

cosa. ¿Pastel de manzana? Te encanta el pastel de manzana.

—¡Mamá!

—Okey, muy bien, entendido —dice antes de desaparecer.

En cuanto nos quedamos solos, el doctor Jensen me mira directa-

mente a los ojos.

19

—De acuerdo, dime, ¿cuál es el verdadero problema?

Sus ojos son como un láser.

—Es, o sea… Bueno, a ver, ¿usted podría…? —sacudo la cabeza,

esta cabeza tan patética.

—Si puedo ¿qué?

El doctor Jensen mira el reloj.

Suspiro y lo intento de nuevo. Puede que sea mi única oportuni-

dad.

—¿Podría recomendarme a alguien que… me cambie?

20

DOS

No me estoy quejando, simplemente es injusto.

Y lo peor es que si alguna vez lo comento con alguien, lo único que

me dicen es: “Te aguantas”. A menos que se trate de mi madre, porque

entonces lo que me dice es: “Eres maravilloso, eres increíble, te quiero y

siempre, siempre te querré. ¡Hip, hip, hurra!”, y suelta toda una retahí-

la de los vítores propios de una madre (mamítores®). Por eso ya nunca

hablo con ella sobre las cosas que me preocupan de verdad. Además, no

parece que pueda evitar que me vuelva más peludo.

La primera vez que me puse una camiseta de manga corta para ir a

clase, en cuarto de primaria, Madison dijo que parecía que me hubiera

metido en un tarro de pegamento y me hubiera revolcado por el suelo de

una peluquería canina. Después de eso no volví a ponerme manga corta

hasta primero de secundaria, cuando a finales de septiembre nos invadió

una ola de calor y las temperaturas subieron tanto que no pude soportarlo.

Por algo me apodan Bestia. O Bola Peluda, Hombre de las Nieves u

Hombre Lobo. Todos los días, un nombre distinto. Yo me río, pero de-

testo todos esos motes. Preferiría no ser un pedazo de carne con pelo, y

que no me creciera la barba a los cinco minutos de haberme afeitado.

Preferiría no tener los dedos tan peludos que ni siquiera veo si llevo

21

puesto el anillo de mi padre. Preferiría que el vello no me asomara por

el cuello de la camiseta, tanto por delante como por detrás.

He oído que las chicas comentan que es muy feo, que doy asco. Soy

consciente de eso.

Uno de los peores días de mi vida fue cuando acudí a que me de-

pilaran la espalda. Resultó muy humillante que mi mamá se mostrara

dispuesta a llevarme a su estética, pero estaba desesperado. El verano

pasado mis amigos y yo pensábamos ir al parque acuático y yo quería

que todos vieran que era capaz de salir de las cavernas. Creí que tal vez

si algunas chicas veían que tengo suficiente músculo en el cuerpo para

lanzar una vaca por encima de mis suaves hombros desprovistos de

pelo, cambiarían su opinión sobre mí. Por desgracia, descubrí que es

imposible depilarse la espalda si tienes la destreza de un Tiranosaurio

Rex. No llegaba a todas partes y necesité la ayuda de profesionales con

experiencia, de modo que mi mamá me llevó a su estética. Aquí entran

las risas enlatadas.

La chica que me atendió me acompañó detrás de una cortina y yo

me quedé allí plantado, incapaz de despegar los pies del suelo.

Ella me miró de arriba abajo y dio un paso atrás.

—¿Qué quieres?

—¿A qué se refiere?

—A que me digas qué parte del cuerpo quieres depilarte —dijo agi-

tando los brazos como si tratara de ahuyentar a una mosca enorme.

Si hubiera sabido lo duro que me resultaba encontrarme tras aquella

cortina blanca, tal vez no habría puesto aquella cara de asco. Tragué sa-

liva y pensé en el parque acuático. En ser un chico normal.

—¿La espalda? —pregunté con un hilo de voz—. ¿Los hombros?

—Quítate la camisa.

Hice lo que me decía.

Ella chascó los dientes y suspiró.

22

—Acuéstate.

De nuevo le hice caso. Tardó cuatro horas, las cuatro horas más do-

lorosas de mi vida, pero cuando terminó tenía toda la piel suave. La em-

pleada se dejó caer en la silla y mi madre le dio una buena propina.

Los dos sabíamos que cualquier cosa que mi madre dijera resultaría

de mal gusto, así que no hizo ningún comentario, pero cuando llegué a

casa me eché el pelo hacia delante y di vueltas y vueltas frente al espejo.

Ni rastro de vello. Ya no parecía un felpudo sino una persona. Era in-

creíble. Estaba listo para ir al parque acuático. Estaba listo para que Fern

Chapman saltara sobre mis hombros y ganar juntos las batallas en la

piscina.

Fern. ¿Qué puedo decir de Fern? Es guapísima y huele como las

flores. Es el tipo de chica que quiero tener a mi lado para que JP asienta,

dándome su aprobación. Tiene unos enormes ojos azules y es menuda,

así que estoy seguro de que podría rescatarla de un edificio en llamas o

de un coche tras un accidente, por ejemplo. Es de tamaño bolsillo,

como diría JP. Perfecta.

Pero el día en el parque acuático no fue perfecto. No pude tirarme

por los toboganes. Va contra las normas entrar en la piscina con la cabe-

za cubierta, así que me quedé sentado en la terraza porque no quería

que nadie me viera la cara. Simplemente, mentí; dije que no quería ti-

rarme por los toboganes, y todos se echaron a reír y contestaron: “Me-

jor, porque podrías romperlos”. Por si fuera poco, no me sirvió de nada

haberme depilado de arriba abajo. Nadie hizo el más mínimo comenta-

rio. Agradable, quiero decir, porque JP me preguntó: “¿Qué has hecho

con esa alfombra de suelo a techo?”. Más risas. Y me dio una palmada

en la espalda, desnuda y dolorida, porque era divertidísimo.

Pero, ya que era el blanco de todas las bromas, ¿por qué se aparta-

ban aún más de mí? Las chicas me rehuían, como si me tuvieran miedo.

En el bar, me ofrecí a pagar las papas fritas de mi compañera de clase de

23

español porque a ella le faltaban quince centavos. No veo que eso tenga

nada de malo ni de raro. Me porté como un auténtico caballero, de los

que sacan tres dólares de la cartera: “Deja, te invito yo”. Me planté de-

lante de ella con toda mi altura y la miré con cariño, sin dejar de sonreír

en ningún momento. Me comporté de la forma más agradable que sé.

¿Y qué hizo ella? Masculló algo que no pude oír, miró a su amiga con

cara de “Oh, Dios mío” y salió en estampida, dejando las papas fritas

encima de la barra. Está visto que, haga lo que haga, les doy asco.

De modo que me puse la camisa, me senté en una hamaca de plás-

tico bajo la sombrilla y fingí leer mensajes muy importantes. En reali-

dad lo que hice me sirvió para ver desde primera fila cómo JP le ofrecía

su toalla a Fern Chapman cuando salieron juntos de la piscina. Ella la

aceptó con una sonrisa.

El doctor Jensen se aclara la garganta.

Me da una palmada en el brazo, y el día en el parque acuático se des-

vanece. Mi pierna. Las paredes blancas. El doctor Jensen mira su reloj

de pulsera.

—¿Sigues aquí?

—Sí —mascullo—. Sigo aquí, en el hospital.

—¿Qué quieres decir con lo de cambiarte? ¿Podrías concretar un

poco más?

—¿Concretar?

—Explicar qu…

—Ya sé lo que quiere decir concretar —le espeto. No soy imbécil.

Nunca lo he sido y nunca lo seré. De todos modos, no estoy dispuesto a

volver a abrir la boca como no sea para darle las gracias por mandarme

a un especialista.

El doctor Jensen pasa unas cuantas hojas de su tablilla sujetapapeles

y toma algunas notas. Me traspasa la cabeza con su mirada de precisión

fulminante.

24

Mis pulgares se incordian el uno al otro.

—Un cirujano plástico, o algo así —mascullo. Esa gente hace mila-

gros. Seguro que consiguen que desaparezca el ogro recortando por aquí

y por allá y recolocar las cosas para que parezca una persona normal. Lo

he visto en Discovery Channel.

—¿Y qué tiene que ver un cirujano plástico con tu pierna rota?

—pregunta.

—No, no lo digo por eso… Ya sé que lo de la cirugía plástica suena

mal, pero ¿sabe?, es… —¿lo primero que haría si ganara la lotería?

—Necesito que me lo expliques mejor.

Me ahogo de calor. Me arden las mejillas.

—Es que no parezco un chico de quince años.

—Créeme, no todos los chicos de quince años son iguales, y hay

cosas mucho peores que medir casi un metro noventa y cinco y pesar

ciento veinte kilos. Si me preguntas qué haría yo, pediría una beca para

entrar en un equipo de futbol americano —dice, sacando el bolígrafo

del bolsillo.

Pongo cara de exasperación. Por eso precisamente odio el futbol

americano. Es para lo único que creen que sirvo. Grandote + feo = fut-

bol americano. El doctor Jensen pasa una página de su cuaderno y hace

algunas anotaciones.

—¿Cuándo empezó a tener importancia tu aspecto?

—¿Importancia?

—¿Cuándo empezó a preocuparte?

—Creo que en sexto.

—¿Y cuántos años tenías cuando comenzaste la pubertad?

—Diez u once —respondo—. Estaría en cuarto.

—Debiste de pasarlo bien en esa época.

Toma notas.

—Puf —más bien no.

25

—¿Cómo andas de autoestima?

Si soy sincero, la perdí en la taza del retrete. Si soy doblemente sin-

cero, arrastro una depresión desde hace cuatro años.

—No muy bien.

—En una escala del uno al diez en la que diez es el valor más alto,

¿cuánto influye el aspecto físico en tu vida cotidiana? —pregunta el

doctor Jensen—. En lo que respecta al estado de ánimo, las actividades

extraescolares, la vida social, etcétera.

Once. Daría cualquier cosa por quitarme de encima cincuenta kilos

y treinta o cuarenta centímetros. Por ser normal. Eso es lo único que

quiero, ser normal.

—No lo sé, puede que un siete —miento.

—Ya —dice el doctor con una mueca—. ¿Has tenido novia algu-

na vez?

—No.

—¿Y te gustaría tenerla?

—Sí.

—¿Y por qué crees que nunca has tenido novia? —pregunta.

Ya ha empezado a retorcer el cuchillo.

—¿Quizá porque tengo una cara que sólo una madre es capaz de

querer? —señalo mi cara.

—No es para tanto —dice—. Yo diría que tienes aspecto de tipo

duro.

Más bien parezco el hombre de Cromañón, pero está bien.

El bolígrafo del doctor Jensen estrena otra hoja de papel.

—¿Qué tal te va en la escuela?

—Bien.

—¿Y en casa?

—Bien.

—¿Madre? ¿Padre? ¿Hermanos?

26

—Mi mamá es genial aunque un poco pesada. No tengo herma-

nos. Y mi papá murió cuando yo tenía tres años.

Detiene el bolígrafo un momento.

—Lo siento.

—No pasa nada —digo—. Sé que debería sentirlo más, pero no es

así. Cuando mi padre murió yo era muy pequeño y lo único que recuer-

do de él es que estaba muy enfermo y que todo el mundo insistía en

que morirse era lo mejor que le podía pasar. No recuerdo nada más.

Vuelve a sostener el bolígrafo y sigue tomando notas.

—¿Dirías que tu nuevo corte de pelo tiene algo que ver con que te

rompieras la pierna? —pregunta con precisión técnica.

—Mmm…

—¿Por qué dudas?

—¿Cómo sabe que el corte de pelo es nuevo?

El doctor sonríe para sus adentros.

—Ya no estamos en verano. Curso nuevo, corte de pelo nuevo. Me

parece que además llevabas gorra.

—Ah, sí, bueno… —intento echarme a reír—. En la escuela cam-

biaron las normas y ahora no podemos traer el pelo largo ni llevar gorra.

Han prohibido las gorras.

—¿Cuándo fue eso?

—Hoy —ahora el bolígrafo escribe a un ritmo frenético—. Pero…

es una coincidencia.

—Y hoy te caíste del techo y te has roto la pierna, a las… —pasa

varias páginas— tres y media de la tarde.

—Estoy bien.

—Tienes dos fracturas espiroideas y la pierna se te sujeta gracias

a las férulas y los clavos de titanio. No me parece que estés muy bien

—observa—. ¿Te has autolesionado alguna vez?

—¿Qué? ¡No! No me he autolesionado. ¿Habla en serio?

27

—Dylan, te caíste del techo el mismo día que prohibieron ir a la escuela con gorra —arquea una ceja.

—¡Porque prefiero que me conozcan por las muletas que por ser un monstruo!

—Ahí está —el doctor Jensen baja la vista a la tablilla sujetapapeles y casi escribe un libro entero en la última hoja—. Creo que hay una per-sona con quien deberías hablar. Me pondré en contacto con ella. Es la doctora Burns, la codirectora de la planta de psicología, y dirige un pro-grama estupendo de terapia de grupo ambulatoria para adolescentes con problemas aquí, en el hospital.

—Espere, yo no… Doctor Jensen, yo no tengo problemas —pro-testo desde la cama.

Él me da una palmada en el brazo y sale tranquilamente de la habi-tación esbozando una sonrisa.

—Hablaré con tu mamá.—No, no…Desaparece y me quedo solo en la habitación. Mierda, mierda,

mierda, mierda, mierda.Dedico un minuto a pensar en la forma de escapar antes de que mi

madre cruce la puerta como una bala. El doctor Jensen la sigue.—¡Oh, Dylan! —exclama, y se abalanza sobre mí.—No, mamá, no. ¡No es lo que crees! Estoy bien.—¿Subiste al techo a propósito?Empieza a acariciarme y a manosearme por aquí y por allá.—Más o menos —confieso—. Pero no me planteaba ninguna locu-

ra. Fue un accidente.—¡Sabía que no habías subido por la pelota! —me abraza. Jamás me

he sentido tan tonto—. Bueno, sea lo que sea lo que te recomiende esa psicóloga, lo haremos, porque no estoy dispuesta a que te subas al te-cho cada vez que la vida te resulte dura. ¡Podrías haberte matado de un

golpe en la cabeza!

28

Lo dice como si fuera algo malo.

—Sólo pretendía hacerme un esguince en el tobillo.

—¿Es por tu papá? —pregunta, llevándose la mano al pecho. Su

mano es tres veces más pequeña que la mía; somos polos opuestos. Si yo

soy el minotauro que acecha en el laberinto, con los ojos oscuros lanzan-

do destellos rojos en la penumbra, mi madre es una liebre que mastica

hojas de diente de león en una pradera, cuyos ojos castaños pestañean y

pestañean hasta que los cazadores se vuelven vegetarianos. No lo entien-

do. Estoy por pedir una prueba de maternidad—. ¿Tanto lo echas de

menos que quieres irte al cielo con él? —empieza a echarle la bronca a

mi difunto padre porque es su válvula de escape cuando las cosas se

ponen feas conmigo—. ¿Es eso?

—No, mamá, de verdad que no es para tanto.

—En cierta manera sí —apostilla el doctor Jensen—. Pero la doctora

Burns es maravillosa; te enseñará algunas estrategias para arreglártelas

cuando tengas que superar obstáculos y así la próxima vez el techo te

resultará menos tentador.

—En realidad…

—Allí estará —me interrumpe mi madre—. Irá encantado.

—Bien —dice el doctor Jensen, y le entrega a mi madre una tarjeta

de color blanco—. Le pediré que les llame a lo largo del día para infor-

marles.

Y se marcha a fastidiar a otro paciente.

Cuando nos quedamos solos, mi madre da media vuelta para mirar-

me cara a cara y planta el dedo sobre la tarjeta que sostiene en la palma

de la mano.

—Oye… —intento atajarla.

—Ni se te ocurra inventarte una excusa, jovencito —suelta—. Irás

a la terapia.

ALEX GINO

George

Traducción de Noemí Sobregués

ALEX GINO

George

Traducción de Noemí Sobregués

Título original: George

Primera edición en la Argentina bajo este sello: junio de 2016

© 2015, Alex Gino. Todos los derechos reservados. Publicado por acuerdo con Scholastic Inc., 557 Broadway, New York, NY 10012 USA.

© 2016, Penguin Random House Grupo Editorial, S. A. U.Travessera de Gràcia, 47-49. 08021 Barcelona

© 2016, Noemí Sobregués Arias, por la traducciónTraducción revisada para el Cono Sur

© 2016, Penguin Random House Grupo Editorial, S.A.Humberto I 555, Buenos Aires

www.megustaleer.com.ar

Este libro ha sido negociado a través de Ute Körner Literary Agent, S.L.U., Barcelona - www.uklitag.com

Penguin Random House Grupo Editorial apoya la protección del copyright. El copyright estimula la creatividad, defiende la diversidad en el ámbito de las ideas y el conocimiento,promueve la libre expresión y favorece una cultura viva. Gracias por comprar una edición autorizada

de este libro y por respetar las leyes del copyright al no reproducir, escanear ni distribuir ningunaparte de esta obra por ningún medio sin permiso. Al hacerlo está respaldando a los autores

y permitiendo que PRHGE continúe publicando libros para todos los lectores.

Printed in Argentina – Impreso en Argentina

ISBN: 978-987-3820-27-4 Queda hecho el depósito que indica la ley 11.723.

Compuesto en La Nueva Edimac, S. L.

Esta edición de 8000 ejemplares se terminó de imprimir en Gráfica Pinter S.A., Diógenes Taborda 48, Ciudad de Buenos Aires, en el mes de mayo de 2016.

Gino, Alex George - 1ª ed. - Buenos Aires : Nube de Tinta, 2016. 192 p. ; 22x14 cm. - (Nube de Tinta) Traducción de: Noemí Sobregués Arias

ISBN 978-987-3820-27-4

1. Narrativa Juvenil Estadounidense. I. Sobregués Arias, Noemí, trad. II. Título CDD 813.928 3

9

1

Secretos

George sacó una llave plateada del bolsillo más peque-

ño de una gran mochila roja. Su madre la había cosido

al bolsillo para que no la perdiera, pero, con la mochila

en el suelo, la cinta no llegaba a la cerradura, así que

George tenía que mantenerse en equilibrio con una pier-

na y apoyar la mochila en la rodilla de la otra. Movió la

llave hasta que encajó en la cerradura.

Entró a tropezones y gritó: «¡¿Hola?!». Todas las luces

estaban apagadas. Aun así, George quiso asegurarse de

que no había nadie en casa. La puerta de la habitación

de su madre estaba abierta, y la cama estaba hecha. En la

habitación de Scott tampoco había nadie. Segura de que

estaba sola, George entró en la tercera habitación, abrió

10

la puerta del armario y observó el montón de peluches y

juguetes de todo tipo. Nadie los había tocado.

Su madre se quejaba de que George llevaba años sin

jugar con aquellos juguetes y decía que debían donarlos

a familias necesitadas. Pero George sabía que los nece-

sitaba allí, vigilando su colección más querida y secreta.

Metió la mano por debajo de los ositos y los conejos de

peluche y sintió una bolsa de tela vaquera. Con ella en

la mano, corrió al cuarto de baño, cerró la puerta y pasó

el cerrojo. Sujetó la bolsa con ambas manos contra su

pecho y se sentó en el suelo.

Mientras dejaba la bolsa vaquera a un lado, las sua-

ves y escurridizas páginas de una docena de revistas res-

balaron por las baldosas del suelo del cuarto de baño.

Las portadas prometían cómo tener una piel per-

fecta, doce cortes de pelo veraniegos, cómo

decirle a un chico que te gusta y modelos di-

vertidos para el invierno. George solo era unos

años más joven que las chicas que le sonreían desde las

páginas de las revistas. Imaginaba que eran sus amigas.

Tomó una revista del mes de abril que había hojea-

do mil veces. El crujido de las páginas avivaba el tenue

olor del papel.

11

Se detuvo en una foto de cuatro chicas en la playa.

En traje de baño, una al lado de la otra, cada una en

una pose. A la derecha de la página, el texto recomen-

daba diversos estilos de traje de baño en función del

tipo de cuerpo. A George los cuerpos le parecían igua-

les. Todos eran cuerpos de chica.

En la página siguiente, dos chicas sentadas en una

manta, riéndose, agarradas por los hombros. Una lleva-

ba un biquini de rayas, y la otra, un traje de baño de

lunares con aberturas en las caderas.

Si George estuviera allí, se mezclaría con ellas, se

reiría y uniría sus brazos a los de ellas. Llevaría un bi-

quini rosa fucsia y tendría una melena que a sus nuevas

amigas les encantaría trenzar. Le preguntarían cómo se

llama, y ella les diría: «Me llamo Melissa». Melissa era

el nombre con el que se llamaba a sí misma delante del

espejo cuando nadie la veía y podía cepillar su pelo cas-

taño rojizo hacia delante, como si llevara flequillo.

George dejó atrás llamativos anuncios de bolsos,

de esmalte para uñas, de los últimos modelos de móvil

e incluso de tampones. Se saltó un artículo sobre

cómo hacer pulseras y otro con consejos para hablar

con los chicos.

12

Había empezado a coleccionar revistas por casua-

lidad. Dos veranos antes había visto un número atra-

sado de Girls’ Life en el contenedor de papel de la

biblioteca. La palabra «girl» le llamó la atención de

inmediato, así que se metió la revista dentro de la

chaqueta para darle un vistazo después. No tardó en

llegar otra revista de chicas, en esa ocasión rescatada

de un tacho de basura, delante de su casa. El fin de

semana siguiente encontró la bolsa vaquera en una

feria por veinticinco centavos. Tenía la medida per-

fecta para revistas y se cerraba con un cierre relámpa-

go. Fue como si el universo hubiera querido que pu-

diera guardar a salvo su colección.

George se detuvo en un artículo de dos páginas que

decía modela tu rostro con maquillaje. Aunque

nunca se había maquillado, leyó atentamente la gama

de colores de la parte izquierda de la página. El corazón

le latía con fuerza en el pecho. Se preguntó cómo se

sentiría con los labios pintados. A George le encantaba

ponerse crema de cacao. La utilizaba todo el invierno,

tanto si tenía los labios cortados como si no, y cada

primavera escondía el tubo para que no lo viera su ma-

dre y lo utilizaba hasta que se acababa.

13

George oyó un ruido fuera y pegó un salto.

Miró por la ventana hacia la puerta de la calle, que

estaba justo debajo. No vio a nadie, pero la bici de

Scott estaba en la entrada, con la rueda de atrás toda-

vía girando.

¡La bici de Scott! Eso quería decir que había llegado

Scott. Scott era el hermano mayor de George, y había

empezado el secundario. Sintió un escalofrío. No tardó

en oír fuertes pasos subiendo la escalera hasta el primer

piso. La puerta del cuarto de baño se sacudió. Fue como

si Scott sacudiera la caja torácica de George, con el co-

razón dentro.

¡Bang! ¡Bang! ¡Bang!

—¿Estás ahí, George?

—S-sí.

Las brillantes revistas estaban esparcidas por el sue-

lo. Las amontonó y las metió en la bolsa vaquera. El

corazón le golpeaba el pecho casi con la misma fuerza

que el pie de Scott contra la puerta.

—¡Oye, hermano, necesito entrar! —gritó Scott des-

de el otro lado.

George corrió el cierre lo más silenciosamente po-

sible y buscó un sitio en el que esconder la bolsa. No

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podía salir con ella. Scott querría saber qué había den-

tro. El único armario del cuarto de baño estaba lleno

de toallas y no se cerraba del todo. En cualquier caso,

no servía. Al final, colgó la bolsa de la canilla de la

ducha y cerró la cortina con la desesperada esperanza

de que Scott no descubriera la higiene personal en

aquel preciso momento.

Scott entró corriendo en cuanto George abrió la

puerta y empezó a desabrocharse los vaqueros antes de

haber llegado al inodoro. George salió a toda prisa, ce-

rró la puerta y se apoyó en la pared para recuperar el

aliento. Seguramente la bolsa seguía balanceándose en

la ducha. George esperaba que no chocara con la corti-

na o, peor, que no se cayera y aterrizara en la bañera

con un golpe.

Como George no quería que Scott la encontrara al

lado de la puerta al salir del baño, bajó a la cocina. Se

sirvió un vaso de jugo de naranja y se sentó a la mesa con

un cosquilleo en la piel. Afuera pasó una nube, que os-

cureció la cocina. Cuando oyó la puerta del baño abrién-

dose, George dio un salto en su silla y se derramó parte

del jugo en la mano. Se dio cuenta de que apenas había

respirado.

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Pam, pam, pam-pam-pam-pam-pam. Scott llegó

ruidosamente a la planta baja con un DVD en la mano.

Abrió la puerta del refrigerador, sacó el tetrabrik de

jugo de naranja y le dio un gran trago. Llevaba una

camiseta negra y vaqueros con un pequeño agujero en

la rodilla. Como hacía meses que no se cortaba el pelo,

enrulado y oscuro, parecía que llevara una escoba en la

cabeza.

—Perdona que te haya interrumpido la cagada.

Scott se limpió el jugo de los labios con el antebrazo.

—No estaba cagando —le contestó George.

—¿Y por qué tardabas tanto?

George dudó.

—Ah… Ya sé —dijo Scott—: apuesto a que estabas

con una revista.

George se quedó paralizada, con la boca entrea-

bierta, pensando. Le entraron sofocos y le dio vueltas la

cabeza. Apoyó las manos en la mesa para asegurarse de

que seguía allí.

—Muy bien. —Scott sonrió, ajeno al pánico de

George—. ¡Ese es mi hermanito! Crece y hojea revistas

puercas.

—Oh —dijo George en voz alta.

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Traducción de Victoria Simó

Jandy nelson

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Título original: I’ll give you the sun© del texto: Jandy Nelson, 2014 Publicado originalmente por Dial Books for Young Readers, con la autorización de Pippin Properties, Inc a través de Right People, Londres© de la traducción: Victoria Simó Traducción revisada para el Cono Sur© de la maquetación: Javier Barbado © 2015, de la presente edición en castellano para todo el mundo: Penguin Random House Grupo Editorial, S.A.U. Travessera de Gràcia, 47-49. 08021 Barcelona

© De esta edición: 2015, Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara S.A. Humberto I 555, Buenos Aires www.megustaleer.com.ar

ISBN: 978-987-738-052-1 Hecho el depósito que indica la Ley 11.723 Impreso en la Argentina. Printed in Argentina Primera edición: mayo de 2015

Nelson, JandyTe daría el mundo - 1a ed. - Buenos Aires : Alfaguara, 2015. 416 p. ; 22x14 cm.

Traducido por: Victoria Simó

ISBN 978-987-738-052-1

1. Literatura Infantil y Juvenil Inglesa. I. Victoria Simó, trad. II. Título

CDD 823.928.2

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.

Esta edición de 7000 ejemplares se terminó de imprimir en Encuadernación Araoz S.R.L, Av. San Martín 1265, Ramos Mejía, Buenos Aires, en el mes de abril de 2015.

Traducción de Victoria Simó

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EL MUSEO INVISIBLE

Noah13 años

Así empieza todo.Zephyr y Fry, también conocidos como los psicópatas oficiales del barrio, me persiguen a toda máquina, y el bosque entero tiembla bajo mis pies mientras yo propago un terror ciego a los cuatro vien­tos, a los árboles en lo alto.

—¡Estás perdido, marica! —grita Fry.De sopetón, Zephyr me alcanza, me agarra un brazo y luego el

otro por la espalda, momento que Fry aprovecha para arrancarme el cuaderno de las manos. Me doy impulso hacia delante para arre­batárselo, pero no tengo brazos; estoy a su merced. Me retuerzo para romper la toma de Zephyr. Imposible. Trato de convertirlos en poli­llas por la fuerza del pensamiento. Nada. Siguen siendo ellos: dos ta­rados de Bachillerato, de cuatro metros por barba, que arrojan a chicos de trece años por precipicios para divertirse.

Zephyr me retuerce el brazo y su pecho resuella contra mi es­palda, mi espalda contra su pecho. Estamos bañados en sudor. Fry empieza a hojear el cuaderno.

—A ver qué dibujaste, mariposa —trato de imaginar que lo atropella un camión. Sostiene el cuaderno en alto, abierto por una página de apuntes—. Zeph, mira cuántos tipos en pelotas.

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Se me hiela la sangre en las venas.—No son tipos. Son el David —jadeo.Para mis adentros, estoy rezando para que no me tomen por un

baboso, para que no lo sigan hojeando y lleguen a los apuntes que dibu­jé hoy, cuando los estaba espiando, en los que aparecen ellos saliendo del agua con las tablas de surf bajo el brazo, sin trajes de neopreno ni nada, con la piel reluciente y, ejem, de la mano. Está bien, puede que me haya tomado alguna que otra licencia artística. Van a pensar… Me van a matar antes incluso de matarme, eso es lo que van a hacer. El mundo empieza a girar a lo loco. Desesperado, le espeto a Fry:

—¿Sabes siquiera de quién hablo? ¿Miguel Ángel? ¿Alguna vez lo oíste nombrar?

Es una gran actuación. Hazte el duro y serás duro, como dice mi pa­dre una y otra y otra vez, como si yo fuera una especie de paraguas roto.

—Sí, oí hablar de él —dice Fry por esa boca protuberante que le asoma junto con la enorme nariz bajo la frente más estrecha del mundo. Es fácil confundirlo con un hipopótamo. Arranca la página del cuaderno—. Dicen que era gay.

Lo era (mi madre escribió un libro entero acerca del tema), pero Fry no lo sabe. Tiene la costumbre de llamar «gay» a todo el mundo, al igual que «marica» y «mariposa». Y a mí, marica, mariposa y homosexual.

Zephyr lanza una risotada siniestra que me retumba por todo el cuerpo.

Fry pasa la página. Otro David. La parte inferior de su cuerpo. Un estudio profuso en detalles. Tierra, trágame.

Ahora se están riendo con ganas. Sus carcajadas resuenan por todo el bosque. Se ríen los pájaros.

Forcejeo otra vez para arrancarle el cuaderno a Fry, pero mi ges­to solo sirve para que Zephyr me agarre con más fuerza. Zephyr, que

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Te daría el mundo

es el maldito Thor. Uno de sus brazos me rodea el cuello, el otro me sujeta el cuerpo a modo de cinturón de seguridad. Está desnudo de cintura para arriba, acaba de llegar de la playa y el calor que despren­de su cuerpo se filtra hasta mi piel. El aceite solar de olor a coco que lleva me acaricia la nariz, me embriaga… y también el fuerte olor a mar, como si lo llevara consigo. Zephyr arrastrando la marea como un man­to a su espalda. Qué imagen brutal (RetRato: El chico que salió del agua con el mar a rastras), pero ahora no, Noah, ni hablar, no es el momento de ponerte a pintar mentalmente a este cretino. Me sacudo a mí mis­mo, saboreo la sal de mis labios, me recuerdo que estoy al borde de la muerte.

Las greñas mojadas de Zephyr me empapan el cuello y los hom­bros. Respiramos al unísono con jadeos fuertes y pesados. Intento romper el compás. Y luego intento romper la sincronía con la ley de la gravedad para salir flotando. No puedo. No puedo hacer nada. Mis dibujos (casi todos retratos familiares) salen volando a pedazos de las manos de Fry. Los está rompiendo uno a uno. Ahora rasga por la mitad un retrato en el que aparecemos Jude y yo; me quiere borrar de la escena.

Veo cómo se me lleva el viento.Se acerca cada vez más a los bocetos que serán mi perdición.La sangre me ruge en las venas.De repente, Zephyr dice:—No los rompas, Fry. Su hermana dice que son buenos.¿Lo habrá dicho porque le gusta Jude? A casi todos los chicos les

gusta, porque surfea mejor que cualquiera de ellos, salta de las pe­ñas más altas y no le teme a nada, ni siquiera al gran tiburón blanco ni a mi padre. Y por su melena. Empleo todos los amarillos habidos y por haber para pintarla. Mide cientos de kilómetros de largo y to­dos los habitantes del norte de California corren peligro de enamo­

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rarse de ella, sobre todo los niños pequeños, los caniches y ahora los surfistas tarados.

Y también por sus tetas, que aparecieron de la noche a la maña­na, lo juro.

Por increíble que parezca, Fry obedece a Zephyr y tira el cuader­no al suelo.

Jude me mira desde el papel, deslumbrante, cómplice. Gracias, le digo mentalmente. Siempre es ella la que me rescata, lo que suele avergonzarme, pero esta vez no. Fue un rescate digno.

(RetRato, autoRRetRato: Mellizos. Noah se mira al espejo; Jude le devuelve la mirada.)

—Sabes lo que te espera, ¿verdad? —me amenaza Zephyr al oído, decidido a seguir adelante con el plan homicida según lo pre­visto. Su aliento me embriaga. Él me embriaga.

—Por favor, chicos —suplico.—Por favor, chicos —me imita Fry con una vocecita llorosa.Se me revuelven las tripas. La peña del Diablo, la segunda más

alta de la colina y de la cual se disponen a arrojarme, recibe ese nom­bre por algo. En el agua hay un montón de rocas punzantes, además de un remolino que arrastra lo que queda de tus pobres huesos al in­framundo.

Intento romper la llave de Zephyr otra vez. Y otra.—¡Agárrale las piernas, Fry!Un hipopótamo de trescientos kilos me aferra los tobillos. Per­

dón, pero esto no está pasando. O sea, no. Odio el agua; tengo ten­dencia a ahogarme y flotar a la deriva hasta la costa asiática. Necesito conservar el cráneo de una pieza. Machacarlo sería como demoler un museo secreto antes de saber siquiera lo que contiene.

Así que decido crecer. Crezco y crezco hasta pegarme un cosco­rrón contra el cielo. Cuento hasta tres y me vuelvo completamente

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Te daría el mundo

loco, sin olvidarme de dar gracias mentales a mi padre por toda la lucha cuerpo a cuerpo que me ha obligado a practicar en la platafor­ma de nuestra casa, un combate a muerte tras otro en los que yo siempre acabo mordiendo el polvo, aunque él lucha con un brazo y yo con los dos, porque mi padre mide diez metros y su cuerpo no es de carne sino de trozos de camión.

Ah, pero yo soy su hijo, un coloso como él. Soy un remolino vi­viente, un Goliat demoledor, un tifón envuelto en piel, y ahora for­cejeo y me retuerzo cuanto puedo mientras ellos se abalanzan sobre mí riendo y diciendo cosas como la madre que lo parió. Incluso creo advertir una nota de respeto en la voz de Zephyr cuando se queja:

—No puedo sujetarlo, es como una maldita anguila.Oír eso me da fuerzas (me encantan las anguilas, son eléctricas),

y me imagino que soy un cable de alta tensión cargado al máximo voltaje, y azoto por aquí y por allá mientras sus cuerpos cálidos y res­baladizos se retuercen contra el mío, mientras intentan atraparme una y otra vez sin conseguirlo, porque yo siempre los esquivo. Y aho­ra estamos entrelazados, la cabeza de Zephyr hundida en mi pecho, el cuerpo de Fry a mi espalda, se diría que agarrándome con cientos de manos, y todo es movimiento y confusión y yo estoy absorto en la lucha, absorto, absorto, absorto, cuando empiezo a sospechar… cuan­do advierto… que estoy empalmado, la tengo dura como una piedra, clavada contra la barriga de Zephyr.

Un terror de alto voltaje me recorre el cuerpo. Imagino una ma­sacre gore superasquerosa y sangrienta (mi antídoto más eficaz en es­tos casos), pero es demasiado tarde. Zephyr se queda un momento petrificado y luego me suelta como si se hubiera quemado.

—Pero ¿qué…?Fry se desploma de rodillas.—¿Qué pasó? —jadea en dirección a Zephyr.

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Jandy nelson

Yo me escabullí hasta aterrizar sentado con las rodillas contra el pecho. No puedo levantarme aún por miedo a que se me note el bul­to, así que me concentro a tope en no llorar. Una sensación nausea­bunda se abre paso por todos los recovecos de mi cuerpo mientras exhalo mis últimos jadeos. Y aunque no me maten aquí y ahora, esta noche toda la colina estará enterada de lo que acaba de pasar. Más me valdría tragarme un cartucho de dinamita encendido y saltar yo mismo de la peña del Diablo. Ojalá hubieran visto mis estúpidos bo­cetos y ya está. Esto es peor, muchísimo peor.

(autoRRetRato: Funeral en el bosque.)Pese a todo, Zephyr no dice nada. Se limita a quedarse plantado, con

su pinta de vikingo de siempre, solo que muy raro y callado. ¿Por qué?¿Le habré fundido los cables con mis poderes mentales?No. Señala el mar con un gesto y le dice a Fry:—Al cuerno. Agarremos las tablas y vamos.El alivio me inunda de la cabeza a los pies. ¿Será posible que no

lo haya notado? No, no lo es. La tenía dura como una piedra y él se ha apartado horrorizado. Sigue horrorizado. ¿Y por qué no me está gritando maricamariposa? ¿Será porque le gusta Jude?

Fry se atornilla la sien con un dedo mientras le dice a Zephyr:—A alguien de por aquí se le soltó un tornillo —y a mí—: No

creas que te has librado, marica.Su manaza imita la trayectoria de mi caída en picado desde la

peña del Diablo.El peligro pasó. Se alejan hacia la playa.Antes de que esos dos neandertales cambien de idea, recojo el

cuaderno a toda velocidad, lo sujeto con el brazo y, sin mirar atrás, me interno en la arboleda a paso ligero, como si mi corazón no estu­viera a punto de estallar, como si no se me saltaran las lágrimas, como si no supiera que acabo de volver a nacer.

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Te daría el mundo

Cuando llego al claro, salgo disparado como un guepardo; los ki­lómetros pasan de cero a ciento veinte por hora en tres segundos, y yo prácticamente también. Soy el cuarto corredor más rápido de mi clase. Puedo abrir una puerta en el aire y desaparecer por ella, y eso es precisamente lo que hago hasta dejar bien atrás lo que acaba de pasar. Por lo menos, no soy una efímera, el insecto alado más antiguo de la Tierra. Las efímeras macho tienen dos pitos por los que sufrir. Yo ya llevo media vida debajo de la ducha por culpa del mío, pensando en cosas que no puedo alejar de mi mente por más que me esfuerce, porque me la paso demasiado bien pensando en ellas. Es así.

Al llegar al estuario, voy saltando por las piedras hasta encontrar una buena cueva donde quedarme cien años mirando el sol que nada en la corriente. Debería existir un cuerno, un gong o algo así para des­pertar a Dios. Porque me gustaría decirle unas cuantas cosas. Tres pa­labras, en realidad: ¿Pero qué mierda?

Cuando llevo un rato sin obtener respuesta, como viene siendo habitual, me saco las carbonillas del bolsillo trasero del pantalón. De algún modo sobrevivieron intactos a la odisea. Me siento y abro el cuaderno de dibujo. Pinto de negro una página entera, luego otra y otra más. Presiono con tanta fuerza que rompo un palillo tras otro, pero gasto los trozos hasta el final, de modo que si alguien me vie­se pensaría que la negrura está brotando de mi dedo, de mí. Pinto de negro el resto del bloc. Tardo horas.

(SeRie: Chico dentro de un caparazón de oscuridad.)

Al día siguiente, a la hora de cenar, mi madre anuncia que esa misma tarde la abuela Sweetwine se subió a su coche para darle un mensaje dirigido a Jude y a mí.

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Jandy nelson

Debo añadir un detalle: mi abuela está muerta.—¡Por fin! —exclama Jude, reclinándose en la silla—. ¡Me lo

prometió!Lo que la abuela le prometió a Jude, poco antes de morir mien­

tras dormía hace tres meses, fue que si Jude de verdad la necesitaba acudiría en menos que canta un gallo. Jude era su nieta favorita.

Mi madre apoya las manos en la mesa, no sin antes mirar a Jude sonriendo. Yo las apoyo también, pero me percato de que la estoy imitando y escondo las manos en el regazo.

Mi madre es contagiosa.Y cayó del cielo. Algunas personas proceden de otro mundo y

mi madre es una de ellas. Llevo años reuniendo pruebas. Luego pro­fundizaré en el tema.

Ahora, a lo que íbamos. Su rostro se ilumina cuando nos descri­be cómo el perfume de la abuela invadió el coche.

—¿Se acuerdan de que el efluvio de su perfume llegaba siempre antes que ella? —mi madre aspira el aire con ademán teatral, como si el intenso perfume floral de la abuela acabara de inundar la cocina. Yo aspiro el aire con ademán teatral. Jude aspira el aire con ademán teatral. Toda California, los Estados Unidos, la Tierra entera aspira con ademán teatral.

Salvo mi padre. Él carraspea.No se lo traga. Porque es un limón. En palabras de su propia

madre, la abuela Sweetwine, que nunca entendió cómo había parido y criado a un hijo tan rancio. Yo tampoco.

Un limón cuyo trabajo consiste en investigar parásitos. Sin co­mentarios.

Le echo una ojeada, todo musculoso y con su bronceado de guardavidas, con sus dientes fosforescentes, su normalidad fosfores­cente, y noto un sabor agrio, porque ¿qué pasaría si lo descubriera?

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Te daría el mundo

Por ahora, Zephyr no soltó prenda. Es probable que no lo se­pan, porque yo soy la única persona del mundo que está enterada, pero el nombre científico del pito de la ballena en inglés es dork, que significa «imbécil». ¿Y el imbécil de una ballena azul? Dos metros y medio. Repito: ¡dos meeeeeeeeetros y medio! Pues así me siento desde ayer.

(AutoRRetRato: El dork de cemento.)Sí.En ocasiones creo que mi padre lo sospecha. En ocasiones creo

que la tostadora lo sospecha.Jude me atiza un puntapié por debajo de la mesa para que le

preste atención a ella y no al salero, que me tiene fascinado. Señala a mi madre con un gesto de la barbilla. Ahora tiene los ojos cerrados y las manos cruzadas sobre el corazón. Luego señala a mi padre, que mira a su esposa tan enfurruñado que las cejas le rozan la barbilla. Nos hacemos gestos con los ojos y me muerdo la mejilla por dentro para no echarme a reír. Jude también lo hace; siempre nos entra la risa a la vez. Apretamos los pies por debajo de la mesa.

(RetRato familiaR: Madre comulgando con la muerte durante la cena.)—¿Y entonces? —la azuza Jude—. ¿Cuál era ese mensaje?Mi madre abre los ojos, nos hace un guiño, vuelve a cerrarlos y

prosigue en un tono de sesión espiritista:—Pues inspiré el efluvio floral que había inundado el aire y noté

un fulgor extraño…Mueve los brazos como cintas de tela para exprimir al máximo el

momento. Por eso la nombran Profesora del Año con tanta frecuen­cia: todo el mundo quiere formar parte de su película. Nos inclinamos hacia delante para no perder palabra de lo que viene a continuación, el mensaje del más allá, pero mi padre rompe la magia con paladas de aburrimiento.

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Jandy nelson

Él nunca ganó el premio al Mejor Profesor del Año. Ni una sola vez. Sin comentarios.

—Deberías aclararles a los chicos que hablas en un sentido me­tafórico, cariño —dice, irguiéndose tanto que su cabeza atraviesa el techo. En mis retratos, casi siempre lo dibujo enorme. Como no cabe en la página, le dejo fuera la cabeza.

Mi madre pone los ojos en blanco, ahora con una expresión de lo más prosaica en la cara.

—Pero es que no hablo en un sentido metafórico, Benjamin —antes, a mi madre le brillaban los ojos cuando se dirigía a él. Ahora no puede hablarle sin apretar los dientes. No sé por qué—. Lo que digo —afirma/gruñe—, es que la maravillosa abuela Sweet­wine, que en paz descanse, estaba literalmente en el coche, a mi lado, tan clara como el día —sonríe a Jude—. De hecho, tenía puesto un vestido vaporoso y estaba despampanante.

Mi abuela poseía su propia línea de ropa, cuya pieza estrella era el vestido vaporoso.

—¿Sí? ¿Cuál? ¿El azul? —Jude parece tan ilusionada que se me encoge el corazón.

—No, el de las florecitas anaranjadas.—Claro —asiente Jude—. Es ideal para un fantasma. Comen­

tábamos a menudo la cuestión del vestido —de repente, se me pasa por la cabeza que mi madre está inventando todo esto porque Jude extraña muchísimo a la abuela. Los últimos días apenas se separó de su lecho. Cuando mi madre las encontró por la mañana, la una dormida, la otra muerta, Jude aún le sostenía la mano. Se me pu­sieron los pelos de punta cuando me lo contaron, pero cerré la boca—. Y bien… —Jude enarca una ceja—. ¿El mensaje?

—¿Saben lo que me encanta? —interviene mi padre, abriéndose paso a codazos en la conversación. Como esto siga así, jamás sabremos

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Te daría el mundo

cuál era el maldito mensaje—. Me encanta que por fin podamos de­clarar extinguido el Reino del Absurdo.

Ya estamos. El reino al que se refiere comenzó cuando la abuela se vino a vivir con nosotros. Mi padre, que es «un hombre de cien­cia», nos dijo que tomáramos con pinzas todas y cada una de las idioteces supersticiosas que salían de labios de mi abuela. La abuela replicó que ignoráramos al limón de su hijo y que nos echáramos una cucharada de sal por encima del hombro izquierdo para dejar ciego al diablo.

A continuación sacó su «biblia» (un tocho encuadernado en piel repleto de ideas delirantes, alias «idioteces») y se puso a leer los evangelios. A Jude sobre todo.

Mi padre levanta su porción de pizza. El queso se derrama por los bordes. Me mira.

—¿Qué dices, Noah? ¿Dime si no es un alivio estar cenando al­go que no sea uno de esos guisos de la buena suerte de la abuela?

Yo no digo ni mu. Lo siento, muchacho. Me encanta la pizza, tanto que quiero una pizza incluso cuando me la estoy comiendo, pero no me subiría al carro de mi padre ni aunque el mismísimo Mi­guel Ángel viajara a bordo. Mi padre y yo no nos entendemos, algo que él tiende a olvidar. Yo nunca lo olvido. Cuando me llama a gritos para que vaya a ver un partido de los Niners de San Francisco o algu­na película de carreras y explosiones, o a escuchar jazz, que me hace sentir como si tuviera el cuerpo del revés, abro la ventana de mi cuarto, salto fuera y echo a correr hacia el bosque.

De vez en cuando, si no hay nadie en casa, entro en su despa­cho y le rompo los lápices. Una vez, tras una charla particularmente vomitiva sobre Noah, el Paraguas Roto, durante la que se burló de mí y me dijo que si Jude no fuera mi hermana melliza pensaría que yo había nacido por partenogénesis (según el diccionario, concepción

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sin padre), me colé en el garaje mientras todos dormían y le rayé el coche con una llave.

Habida cuenta de que a veces veo el alma de las personas cuando las estoy dibujando, estoy al tanto de lo siguiente: el alma de mi madre es un girasol inmenso, tan grande que apenas le ca­ben los órganos en el cuerpo. Jude y yo compartimos una misma alma: un árbol con las ramas ardiendo. La de mi padre es un plato de gusanos.

Ahora, Jude le dice:—¿Crees que la abuela no acaba de oír cómo criticabas su

comida?—La respuesta es un categórico no —replica mi padre antes de

morder un bocado de pizza. Los labios le rezuman aceite.Jude se levanta. Su melena cae en torno a ella como carámbanos

de luz. Mira hacia el techo y declara:—Siempre me han encantado tus guisos, abuela.Mi madre toma la mano de Jude y se la aprieta. Luego afirma,

también mirando al techo:—A mí también, Cassandra.Jude sonríe con todo su ser.Mi padre se dispara con el dedo.Mi madre frunce el ceño; cuando lo hace, envejece cien años.—Ríndete al misterio, profesor —dice.Siempre le está diciendo lo mismo, pero antes empleaba otro

tono. Se lo decía como si le abriera una puerta para cederle el paso, no como si se la cerrara en las narices.

—Me casé con el misterio, profesora —replica él como siempre, pero antes sonaba a cumplido.

Seguimos comiendo pizza. Qué situación tan incómoda. Mis padres echan tanto humo que el aire se está oscureciendo. Estoy

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Te daría el mundo

oyendo el ruido que hago al masticar cuando el pie de Jude vuelve a buscar el mío por debajo de la mesa. Le devuelvo el toque.

—¿Y el mensaje de la abuela? —aprovecha mi hermana entre la tensión.

Mi padre la mira y su expresión se suaviza. También es su favori­ta. Mi madre, en cambio, no tiene un favorito, así que el puesto sigue vacante.

—Como iba diciendo… —esta vez mi madre emplea su tono de voz normal, grave, como si fuera una cueva la que estuviera hablando—. Esta tarde, cuando pasaba por delante de la EAC, la Escuela de Arte de California, la abuela se me apareció para decirme que sería el lugar perfecto para ustedes dos —sacudiéndose a sí misma, se anima y reju­venece de golpe—. Y tiene razón. No me puedo creer que no se me haya ocurrido a mí. No dejo de pensar en una cita de Picasso: «Todos los niños nacen artistas. El problema es cómo seguir siendo artista cuando creces» —su rostro exhibe esa expresión maníaca que se apo­dera de ella en los museos, como si de un momento a otro fuera a ro­bar un cuadro—. Piénsenlo bien. Es una oportunidad única en la vida, chicos. No quiero que sus espíritus acaben aplastados como… —deja la frase en suspenso, se pasa los dedos por el cabello (negro y encres­pado, como el mío) y se gira hacia mi padre—. Tenemos que hacerlo, Benjamin. Ya sé que es caro, pero piensa la opor…

—¿Y ya está? —la interrumpe Jude—. ¿Eso te dijo la abuela? ¿Ese era el mensaje del más allá? ¿Que nos matricules en la escuela no sé cuántos? —parece a punto de echarse a llorar.

Yo no. ¿La Escuela de Arte de California? Jamás se me había pa­sado por la cabeza nada parecido, nunca imaginé que me libraría de ir al Roosevelt, el instituto de los tarados, con los demás. Estoy segu­ro de que la sangre se me ha iluminado en las venas.

(AutoRRetRato: Una ventana se abre de sopetón en mi pecho.)

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Jandy nelson

Mi madre recupera la expresión de maníaca.—No es un colegio cualquiera, Jude. Es una escuela que te per­

mitirá gritar tu verdad a los cuatro vientos. ¿No quieres gritar tu verdad a los cuatro vientos?

—¿Qué verdad? —pregunta Jude.Mi padre suelta una risita a borbotones.—No sé, Di —interviene—. ¿No es condicionarlos demasiado?

Olvidas que para el resto del mundo, el arte solo es arte, no una reli­gión —mi madre agarra un cuchillo, se lo clava a su marido en la tripa y lo retuerce. Mi padre sigue hablando sin darse cuenta—. En cual­quier caso, solo están en primero de Secundaria. Aún falta mucho para eso.

—¡Yo quiero ir! —exploto—. ¡No quiero que me machaquen el espíritu!

Son las primeras palabras que pronuncio en voz alta en toda la comida. Mi madre sonríe. No dejaré que mi padre le quite la idea de la cabeza. Allí no habrá surflerdos, lo sé. Seguro que solo asisten alumnos de sangre resplandeciente. Solo revolucionarios.

Mi madre le dice a mi padre:—Tardarán un año en prepararse. Es una de las mejores escuelas

de Artes Plásticas de todo el país y con un profesorado de primera, así que no hay problema en ese aspecto. ¡Y está a dos pasos de nues­tra casa! —su emoción me exalta. Estoy a punto de echar a volar—. Es difícil que te admitan, pero ustedes dos no tendrán problema. Poseen un talento natural y ya saben muchísimo —nos sonríe con tal expresión de orgullo que veo amanecer en la mesa. Dice la verdad. A otros niños les compraban libros ilustrados. A nosotros nos compra­ban libros de Arte—. Este fin de semana empezaremos a visitar mu­seos y galerías. Será genial. Organizaremos competiciones de dibujo entre los dos.

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Te daría el mundo

Jude vomita una charco azul fosforescente sobre el mantel, pero nadie más se da cuenta. No dibuja mal, pero su caso es distinto. Para mí, la escuela solo dejó de ser una sesión diaria de cirugía estomacal cuando comprendí que mis compañeros preferían que los dibujase a charlar conmigo o a partirme la cara. A nadie se le pasaría por la ca­beza partirle la cara a Jude. Es brillante, divertida y normal —no una revolucionaria— y habla con todo el mundo. Yo hablo conmigo mis­mo. Y con Jude, claro, aunque casi siempre en silencio porque así es como nos comunicamos. Y con mi madre, porque ella cayó del cielo. (Ah, sí, las pruebas: de momento, no la he visto atravesar paredes, hacer las tareas de la casa con sus poderes mentales, detener el tiem­po ni nada descollante, pero noté cosas. Por ejemplo, hace unos días, estaba tomándose un té plantada en la plataforma como hace siem­pre por las mañanas y, cuando me acerqué, advertí que sus pies no tocaban el suelo. Al menos, eso me pareció a mí. Y el argumento irrefutable: no tiene padres. ¡Fue abandonada al nacer! La dejaron en una iglesia de Reno, Nevada, siendo un bebé. ¿Ejem? ¿Quién la dejó, eh?) Ah, y también hablo con Rascal, que vive en la puerta de al lado, y que, lo mires por donde lo mires, es un caballo, pero... sí, claro.

De todas esas rarezas deriva lo de mariposa.Pues sí, la mayor parte del tiempo me siento como un rehén.Mi padre apoya los codos sobre la mesa.—Dianna, para el carro. Me parece que estás proyectando tus

sueños sobre ellos. Los viejos sueños mueren…Mi madre lo hace callar. Le rechinan los dientes como si estuvie­

ra poseída. Se diría que se está conteniendo para no soltarle todas las palabrotas del diccionario o una bomba nuclear.

—NoahyJude, lleven sus platos y vayan a comer a la sala de estar. Tengo que hablar con su padre.

24

Jandy nelson

No nos movemos.—NoahyJude, ahora.—Jude, Noah —dice mi padre.Tomo mi plato y camino hacia la puerta del comedor pegado a

los talones de Jude. Ella me tiende la mano. Le doy la mía. Me fijo en que lleva un vestido de los colores del pez payaso. ¡Oh! La voz de Profeta, el nuevo loro de nuestros vecinos, se cuela por la ventana abierta.

—¿Dónde demonios está Ralph? —grazna—. ¿Dónde demo­nios está Ralph?

Es lo único que dice, veinticuatro horas al día, siete días a la se­mana. Nadie sabe quién es Ralph y mucho menos dónde está.

—¡Maldito loro! —grita mi padre con tanta furia que el viento nos agita el pelo.

—No habla en serio —tranquilizo mentalmente a Profeta, pero parece ser que lo dije en voz alta. A veces las palabras saltan de mi boca como sapos. Me dispongo a explicarle a mi padre que me dirigía al loro, pero me muerdo la lengua porque no le va a ha­cer ninguna gracia y, en lugar de disculparme, emito una especie de balido. Todo el mundo menos Jude me mira con cara rara. Salimos corriendo.

Instantes después, estamos sentados en el sofá. No encendemos la tele para poder oír lo que dicen, pero hablan con susurros rabio­sos, imposibles de descifrar. Tras comerse la mitad de mi porción, que compartimos bocado a bocado porque ella ha olvidado su plato, mi hermana comenta:

—Pensaba que la abuela nos diría algo impresionante, como que en el cielo hay mar, ¿sabes?

Me arrellano en el sofá, aliviado de estar a solas con Jude. Nunca me siento como un rehén cuando estamos los dos solos.

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Te daría el mundo

—Pues claro que lo hay, ni lo dudes, pero es de color lila, con la arena azul y el cielo de un verde alucinante.

Sonríe, se queda un momento pensativa y luego dice:—Y, cuando estás cansado, trepas a tu flor y te duermes. Duran­

te el día, todo el mundo habla en colores y no mediante sonidos. El silencio es increíble —cierra los ojos y prosigue, despacio—: Las per­sonas, cuando se enamoran, arden en llamas.

A Jude le encanta este juego; era uno de los favoritos de la abue­la. Siempre jugábamos a él de niños.

—¡Sáquenme de aquí! —decía o, a veces—: ¡Sáquenme de aquí cuanto antes, niños!

Cuando Jude abre los ojos, toda la magia se ha esfumado de su rostro. Suspira.

—¿Qué pasa? —le pregunto.—No pienso ir a esa escuela. Solo los aliens estudian allí.—¿Los aliens?—Sí, los frikis. Escuela de Frikis de California. Así la llama la

gente.