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Martín Zamorano

Pasen y lean

Cuentos, ensayos y una moraleja

Editorial hInvisible

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2015, Martín ZamoranoEditorial hInvisible, Mar del PlataArte de Tapa: Juan Cruz González

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A mi papá querido,y a Julia, mi amor.

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Aunque reconozco mi debilidad por los mamí-feros, es el Cóndor andino un bicho que siempre me gustó mucho, quizá porque alguna vez me enteré que los aborígenes decían que el Cóndor era el encargado de traer el sol al amanecer y llevárselo entre las montañas en el crepúsculo. Si hay algo que siempre admiré de las aves, es volar. Pero no como un tero, alrededor del nido; ni como una migradora, siguiendo rutas prede-terminadas; ni como una gaviota, atrás de un tractor o encima de un basural; tampoco como un pingüino, bajo el agua; menos como una gallina o un pavo que vuelan sólo para subir al árbol en el que duermen; y si quiero correr como una ratite, prefiero cuatro patas como las de un caballo. Volar es ir mucho más allá, parece una paradoja que yo hable de volar, si ni siquiera puedo carretear. Es muy fácil volar con isoter-mas y con viento a favor. Pero es más valorable cuando tenemos viento en contra. Si la tempe-ratura y el viento ayudan hay que volar más alto, como el Cóndor de la cordillera.

M Z

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Cuentos, ensayos y una moraleja

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¡¡Era una obviedad!!

Ahora comprendo cómo se sentía Charles Darwin cuando estaba a punto de publicar “El Origen de las Especies”. No voy a comparar la teoría que este naturalista publicó en 1859, sa-biendo que con ella se iba a exponer a infinitas críticas, con la mía. Además, con mi irrefutable teoría yo no voy a insultar a nadie diciéndole que sus parientes son monos. Al igual que Charles tengo dudas en algunos detalles que pueden dar lugar a ciertas controversias, pero estoy conven-cido de que son menos que las que atormen-taban al viejo Darwin.

Con mi fascinante novedad no pretendo piso-tear la memoria del astrónomo polaco Nicolás Copérnico. Aunque aquí quede claro su grosero error al abandonar la creencia de que el hombre es el centro del universo, cometiendo la herejía de hacerlo girar alrededor del Sol, respeto mu-cho sus más de veinticinco años trabajando en su obra maestra; en 1530 terminó "De revolutio-nibus orbium coelestium" (De las revoluciones de los cuerpos celestes), pero seis meses antes de concluirse la impresión de los primeros mil ejemplares, Copérnico sufrió un ataque de apoplejía. Pocas horas después de tener en sus manos un ejemplar, el 24 de mayo de 1543, Copérnico murió. Sus fallidas conclusiones y su

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falta de sentido común al pensar, por ejemplo, que Dios, indiscutido creador del universo, gira como bola sin manija a merced del Sol, han aumentado la ignorancia que el hombre del siglo XXI tiene como fiel compañera.

Sabemos que, desde los diez años de edad, Nicolás, inconscientemente, engendró un odio muy grande hacia la Sagrada Iglesia Católica. Quizá el incidente que cuando era un niño sostuvo con el párroco de Thorn, a orillas del Río Vístula, o la pésima relación que siempre tuvo con su tío, el Obispo Lucas Watzelrode, quien asumió la responsabilidad de educarlo cuando murió su padre, motivó al muchacho a usar toda su capacidad, que sin ninguna duda sobresalía a la de sus contemporáneos, contra lo que su San-tísima Santidad decía. Su teoría, llamada Helio-céntrica, se opone al concepto Geocéntrico vigente desde épocas de Aristóteles, propuesto por Claudio Ptolomeo. Sorprendentemente (pa-ra mí), la idea de Copérnico fue apoyada por “el padre de las ciencias”, Galileo Galilei.

Voy a comenzar a detallar mi apasionante teoría, mi idea no es la de un loco apasionado por la naturaleza (aunque lo soy), ni la de un des-quiciado cautivado por el romanticismo que ins-piran las flores. Es algo mucho más empírico, algo que va más allá de lo originado solamente por los sentimientos. Aunque sólo parezca un esfuerzo de amor, es algo (y acá quedará claro),

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comprobado y avalado científicamente. Procedo a comentarles: mi teoría no solamente pone al hombre fijo y al Sol, los planetas y sus satélites girando a su alrededor, sino que propone que el eje central sea algo bien terrenal, palpable por nosotros (palpable y comible). A esta altura de mi relato ya deben saber a que me refiero, su nombre lo dice. Es... ¡¿qué era?!, ah sí sí, el cen-tro del universo es, aunque me cueste mucho de-cirlo, ya que soy zoólogo y desearía que ese rol tan importante y primordial lo ocupase un ani-mal, pero el protagonista de mi extraordinaria teoría es un vegetal, una dicotiledónea de la familia de las compuestas, Helianthus annus, con una inflorescencia dorada que puede medir hasta cincuenta centímetros de diámetro, due-ño de una imprescindible raíz pivotante; su nom-bre vulgar lo adueña de mi idea, GIRASOL. Noten que no se llama gira con el Sol o siempre mira ha-cia donde está el Sol; en resumen de una traduc-ción mezcla del latín y el griego, con ayuda del guaraní y un dialecto forjado en la villa de Fuer-te Apache, Girasol = que gira al Sol, o sea que estas bellas plantitas, que adornan los hermosos monocultivos que invaden el pastizal pampeano, son las encargadas de mover al Sol. En este ensayo preliminar, en el que doy a conocer la idea que ocupó mi cabeza muchas noches de droga y alcohol sin límites, solo me voy a limitar a contarles lo referente al punto principal de mi

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postulado, el girasol. Seguramente en futuras publicaciones me explayaré más en cuestiones referidas a los colaboradores del girasol para manejar al Sol, por ejemplo la del Cóndor Andi-no, encargado de ocultarlo bien atrás de los Andes para que el merecido descanso de los girasoles no se vea interrumpido por los rayos del travieso Sol. Como al cóndor, también podríamos mencionar a otros tantos auxiliares que sin fines de lucro ayudan día tras día en esta importante faena.

Realmente no comprendo cómo no se le ocu-rrió a nadie esto, si es tan evidente. Yo siempre pensé que ninguno lo decía porque era una ob-viedad, pero el otro día, en un canal de cable (en casa de un vecino), vi un documental dando por cierta la teoría de Copérnico, al principio creí que era en broma, ¡pero no!, el locutor impos-taba la voz y todo.

Bueno, para qué explicar lo que todos ya sa-ben. Los girasoles al amanecer empiezan a mirar al este, como diciendo “aparecé, aparecé”, y ahí nomás respondiendo a su llamado asoma el Sol, con el correr del día los girasoles van giran-do al Sol hacia el oeste, calculando que en el cre-púsculo el astro esté listo para ocultarse detrás de los Andes. ¡¡Es tan simple como eso!! Las crí-ticas con las cuales mi excelente teoría se puede llegar a confrontar seguramente provendrán de las personas que miran todo el tiempo para

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atrás. Ya escuché a muchos decir socarrona-mente: “el origen del girasol se remonta a 3.000 años a.C. y el universo ¡es un poquito más viejo!”. Al girasol lo comenzaron a cultivar en el norte de México y oeste de Estados Unidos, ya que fue cosechado por las tribus indígenas de Nuevo México y Arizona. Un pequeño detalle en el que me tengo que sentar a pensar (¡ojo!, tam-bién puedo pensar acostado), es una impercep-tible contradicción que descubrí revisando bi-bliografía, se los digo bajito: el hombre se origi-nó en el continente africano y el girasol en el americano, o sea que anduvieron unos cuantos kilómetros a oscuras.

Ese mismo locutor, o el de al lado (¡eran igua-les!), en los cincuenta minutos que duró el pro-grama (creo que lo agarré empezado), repitió hasta el hartazgo el término “Sistema Solar”, mi rápida perspicacia no tardó en alertarme que esa forma de denominar a nuestro sistema pla-netario ponía un tremendo empeño en valorizar al Sol sobre todas las cosas, especialmente sobre el girasol. En ese momento el científico con an-sias de desarraigar los mitos que sustentan a la sociedad en una ignorancia supina, salió desde muy adentro y saltó con más fuerzas que Silvio Soldán, gritando esperanzado en que una nueva generación lo escuche y llene sus oídos con la expresión: “Sistema Girasolar”.

Un fuerte apoyo a mi acierto es la ocurrencia

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de los llamados eclipses, a los que la ciencia aún hoy no les encuentra explicación. Los astróno-mos tratan de justificar sus sueldos diciendo que un eclipse es la ocultación transitoria, total o parcial, de un astro por interposición de otro. Nos subestiman con patrañas, es mucho más fácil, lógico e irrefutable pensar que estos even-tos suceden cuando, simplemente, los girasoles se distraen.

Lo que más me ha empujado a dar a conocer la labor desarrollada durante esas largas “no-ches de droga y alcohol sin limites”, que cuando la correlación de fuerzas ayudaba eran acompa-ñadas de un desquiciado frenesí sexual, entre sombras y ternuras el secreto de mis más céle-bres pensamientos permaneció sepultado en un hermético silencio... decía que lo que me aba-lanzó a enterar al mundo de la verdad (¡posta posta!), es el miedo que me produce ver que se realizan gastos en vano: fabricar heladeras libres de Clorofluorocarbono y libres de Hidro-clorofluorocarbono, combatir el uso indiscrimi-nado de aerosoles y demás esfuerzos por preser-var la capa de ozono, para que ésta nos proteja de los vigorosos rayos del Sol. ¡Cómo siempre, le erran con las prioridades!, no me quiero enojar pero a los problemas hay que atacarlos desde su raíz. Es obvio que mucho más importante que defendernos de los rayos nocivos del Sol, es permitir que la fuente de vida esencial, el Sol,

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siga surcando los cielos de la tierra (si existen dudas al respecto de lo esencial de la relación del Sol con la vida, consultar a los grandes dino-saurios que sufrieron la extinción de hace 65 millones de años). Para que la vida continúe, la primera prioridad es asegurarse de que siempre haya girasoles valientes y fuertes capaces de trasladar al Sol con su “mirada”. Para que esta tarea tenga éxito es imprescindible atacar a las alimañas que atentan contra nuestros héroes. Espero que todo el mundo se informe de cómo reconocer a estos maléficos personajes que día tras día, a veces demostrando cierta inocencia e ingenuidad, atentan contra la vida de todos los seres vivos que habitamos la tierra. Los más dañinos “malos” a tener e cuenta son: Oruga cortadora áspera (Agrotis maléfida); Oruga cor-tadora parda (Porosagrotis gypaetina); Gusano grasiento (Agrotis ipsilon); Gusano variado (Peridroma saucia); Gusanos blancos (Cylocephala spp.); Bicho candado (Diloboderus abderus); Gusanos alambre (Agriotes spp., Conoderus spp.); Escarabajo escrito o larva aterciopelada (Chauliognathus scriptus); Tene-briónido del girasol (Blapstinus punctulatus); Astilo moteado (Astylus atromaculatus); Gorgo-jos (Pantomorus spp., Listroderes spp., Euryme-topus fallas); Grillo subterráneo (Anurogryllus muticus); Hormigas cortadoras (Atta spp., Acro-miyrmex spp.); Babosas y caracoles; Isoca

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medidora (Rachiplusia nu); Gata peluda norteamericana (Spilosoma virginica); Tucuras (Dichroplus spp., Tropinotus spp.); Agromizido del tallo (Melanogromyza cunctanoides). El identikit se los debo, estos que aquí señalo, con nombre y apellido, y otros más, que por temas de publicidad no se me permitió nombrar aquí, son sin duda alguna seres que inescrupulosamen-te juegan con la integridad de toda la comunidad biótica del Sistema Girasolar (erróneamente de-nominado Sistema Solar).

Con este ensayo preliminar considero haber cumplido con mi primer objetivo: informar con objetividad y claridad acerca del dinamismo de los astros del universo, alertar y poner en pie de guerra a todos los terrícolas contra las ladinas y perversas sabandijas que cotidianamente ponen en peligro nuestras vidas.

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Brillo genuino

“Nosotros, los lampíridos, somos una gran familia reconocida mundialmente por la capa-cidad para emitir luz, el famoso poder única-mente realizado sobre la corteza terrestre por nuestra estirpe: ¡la bioluminiscencia!”.

(Incontenibles aplausos de los oyentes).“Como ya todos lo sabemos, bajo nuestra cu-

tícula, situada en la parte inferior del abdomen, poseemos células que contienen una sustancia llamada luciferina. La luciferina producida por estas células se combina con el oxígeno. La reacción química, la unión y desunión de átomos y moléculas emite energía de diversos tipos, esta energía puede ser eléctrica, calórica o, en nuestro caso, ¡luminosa!”.

(Algarabía y más aplausos).“Sin embargo, la combinación química direc-

ta de la luciferina con el oxígeno es demasiada lenta por lo que produciríamos muy poca luz. Es por ello que también atesoramos una enzima lla-mada luciferasa, gracias a la cual la combinación de luciferina con oxígeno se realiza con mucha mayor rapidez. Es decir, la oxidación de lucife-rina en presencia de la enzima luciferasa permi-te emitir una luz muy brillante con poca eleva-ción de la temperatura. Esta maravillosa combi-nación es la que nos da el don de brillar y así

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enamorar a los seres de este mundo. ¿Quién puede evitar enamorarse de un ser que brilla con luz propia?”.

(Eufóricos gritos, abrazos de amistad, besos por doquier e incontables suspiros de orgullo por ser luciérnagas).

Néstor era una luciérnaga muy especial, no brillaba, era el famoso bichito de luz sin luz. Él, de toda la explicación dada por su tío, el orador de la comunidad que en las reuniones semanales no se cansaba de repetir el mismo discurso, en-tendía muy poco. Imagine usted lector, de quien desconozco su poder de comprensión de las reacciones químicas pero estoy seguro de que es un humano, lo difícil que será entenderlo para un insecto que no razona.

Días enteros Néstor pensaba en la “luci-ferinda” y en la “chuchiferasa” y trataba de que se oxidasen, se “oriadasen” o algo así, pero na-da, la panza no se le encendía.

Los días en la pradera son muy rutinarios: las noches cálidas las hembras se quedan inmóviles mientras los machos que revolotean las localizan por su luz.

Néstor volaba junto a los otros una de esas noches indistinguibles cuando Rocky, un mono forastero en la pradera, dio un salto, atrapó cinco luciérnagas en un frasquito y se las llevó a la selva. Cuando comenzó a oscurecer, muy na-turalmente los bichitos empezaron a prenderse

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dentro del frasco, convirtiendo a este en un fa-rolito. Rocky observó el frasquito y vio que todos los insectos, intermitentemente, se prendían y se apagaban. Todos menos uno, pues Néstor era una de las víctimas del rapto. El mono sacudió el frasco varias veces para que reaccionase el bi-chito apagado. Por los sacudones Néstor se ganó humillantes insultos de los otros cuatro secues-trados. El mono corrió con el farolito por la sel-va. Utilizando la capacidad lumínica de sus rehe-nes se acercó sin hacer bullicio a la casita de un peón. Su intención era la de vislumbrar algo para robar. Se asustó por la presencia de un perro que se arrimó a curiosear de dónde provenía la luz, y dando saltos se trepó a una pequeña acacia. Apoyó el frasco en una de sus ramas y se sentó a esperar que se le pasaran el miedo y la zozobra que lo embargaban.

El joven árbol se estremeció por los arañazos que, para afilarse las garras, le propinaba Euse-bio, el sabio yaguareté. El frasquito se deslizó entre las hojas y cayó estrepitosamente al piso, justo sobre una raíz. El estruendo de vidrios rotos se hizo escuchar desentonando con la melodía nocturna de la selva. El ruido sobresaltó a los perros del peón y con sus ladridos lo des-pertaron. El peón salió raudamente con su esco-peta cargada. El estallido también llamó la aten-ción del yaguar, este al mirar los vidrios rotos vio algunos insectos que luchaban por escapar, casi

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todos estaban iluminados, pero había uno, al que sólo pudo ver por el intermitente alumbra-miento de sus compañeros que, apagado, se es-forzaba por liberar a uno de los que brillaban. Eusebio, sin demorarse agarró delicadamente a Néstor con su garra y lo acomodó sobre su lomo. Al ver el movimiento de las malezas el peón dis-paró al yaguareté que ya se perdía en la espesura de la selva.

Lentamente los rayos del tibio sol matinal se abrieron paso entre el dosel selvático haciendo posible que Néstor y Eusebio se vieran nítida-mente los rostros.

- Hola, yo me llamo Eusebio, esta jungla es mi casa. Vos, ¿qué sos?, ¿cómo te llamás?

- Hola, me llamo Néstor y soy una luciérnaga fallida. Por acá no conocía, yo solía habitar en la pradera. Todavía no te agradecí, pero muchas gracias.

- Disculpá, ¿pero a que te referís con fallida? Preguntó dulcemente la pantera.

- ¿Conocés a las luciérnagas?, indagó Néstor.- Sí, claro.- Entonces, como sabrás, las luciérnagas se

iluminan... y yo no, parezco un escarabajo, explicó Néstor, mientras observaba su oscuro cuerpo.

- Pero yo te vi, remarcó Eusebio.- Porque me iluminaban mis compañeros.- Pero te vi.

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- Me dicen que soy medio tonto, comentó Néstor, porque no entiendo eso de oxidar la “lucifarina” y la “luciterraza”. Habré escuchado la explicación cientos de veces y sin embargo aquí me ves, apagado como el agua del pantano. De chico intenté cargarme bajo el Sol, tomarme un reflejo de luna, tragarme una lucecita del arbolito de navidad, enchufarme electricidad, ponerme pila, acercarme a las estrellas, hasta casi me prendí fuego al llevar colgando una vela encendida. Pero comprendí que mi destino era no brillar, dijo resignadamente la luciérnaga.

- Néstor, ¿me ves prendido vos a mí?, cuestiono el yaguareté.

- No. Pero vos no sos una luciérnaga, aunque tus ojos sí brillan.

- Sabés una cosa, reflexionó el yaguar, la esencia es la que genera el brillo verdadero, ninguna sustancia te hará brillar. No busqués la luz en tu panza, encontrala en tu alma y cargá tu corazón con sueños, esperanza y cosas que ha-gan bien, a vos y a los demás. Admiro mucho a los que brillan con luz propia, pero no puedo des-cribir lo que siento por los que tienen sinceros deseos de brillar. Y sentir que en algo puedo ayudar a estos últimos realmente me reconforta el alma y hacen brillar mis ojos cada vez más.

No te resignés, continuó Eusebio, no dedi-qués tu vida a esforzarte para lucir como los de-más quieren. Brillar con luz propia es mucho más

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que eso. Una lamparita es igual a todas las otras. No te pierdas persiguiendo una mediocridad. Se-guí tu esencia, solo así tu brillo será realmente genuino. Ahora volvé a tus praderas y no busqués enamorar a todos, alégrate sólo cuando lo hagan aquellos que saben apreciar ese brillo verda-dero. Recordá cargar tu corazón con sueños sencillos y complejos, y tené en cuenta que la esperanza solamente está en aquellos que ye-rran, que no son perfectos. Su buena carga hará perdurar el brillo.

Dentro de un tiempo regresá a visitarme e iluminame, ¡bichito de luz!

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Cóndor andino

El vapor que salía de la olla anunciaba la hora de comer. Nicolás irrumpió en la cocina, después de una mañana pastoreando en nuestra patago-nia extra-andina. En la mano traía un huevo blanco,

- Mamá me encontré un huevo, contó con-tento Nico.

- La pava ayer empezó a empollar, al lado del establo, acomodalo entre los suyos, dijo la ma-dre naturalmente, sin despegar los ojos del esto-fado.

- Pero, los pavos no ponen los huevos allá arri-ba, y mirá este parece más grande.

- Ponelo bajo la pava, lavate las manos y vení a almorzar, replicó la mamá de Nicolás.

Nico hizo caso y se dedicó a comer para repo-ner energías y así enfrentar la ardua tarea que le restaba realizar en la tarde.

Al tiempo, los pavitos y su extraño hermano se juntaron con los otros pavos de la chacra. A los cinco años a nuestro amigo le apareció un coque-to collar blanco, que fue motivo de burla de par-te de los otros pavos, que al verlo diferente no perdían oportunidad de ridiculizarlo. Un día de otoño en la granjita sureña soplaba un fuerte viento, mientras los pavos trataban de soportar el polvo que volaba y se les metía en los ojos, él abrió sus imponentes alas, sacudió sus plumas y

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el aire que bajaba de los andes lo elevó, como a diez metros. Cerro fuertemente los ojos y man-tuvo sus alas extendidas, durante un rato estuvo suspendido, los pavos que lo veían desde abajo le gritaban,

- Bidruidrubidru, bidruidrubidru, bájate de ahí, refunfuñaban los pavos desde abajo.

El viento amainó y llevó al imponente ave de nuevo al suelo con los pavos. La pavada estaba furiosa porque ellos no podían realizar esa osada pirueta. Esa noche los pavos le propinaron una terrible paliza. Nuestro amigo nunca más se animó a desplegar las alas, las mantenía lo más pegadas al cuerpo que podía. A los nueve años sus plumas eran de un negro brillante, estas le confería un aspecto solemne y majestuoso. Bus-cando granos con su torpe pico, sin levantar la vista vio como a los rayos del sol de una apacible tarde de primavera, los interrumpía una silueta de unos tres metros de envergadura. Esta som-bra hizo que los pavos corrieran a esconderse en el establo o bajo los árboles. Nuestro amigo len-tamente levantó la cabeza y vio a la espec-tacular ave, que completaba el soberbio paisaje de montañas con picos nevados, cielo quebra-dizo y el sol ocultándose detrás de las inalcan-zables cumbres.

- Y vos quién sos, preguntó mirando hacia arriba.

- Soy un cóndor, igual que vos.

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Atónito se quedo admirándolo desde el piso. El cóndor suspendido prosiguió,

- Nacimos para tragarnos la inmensidad, para observar todo desde las alturas, para bebernos toda la libertad, terminó de decir esto y su im-pactante figura se marchó surcando el cielo has-ta la cima de las montañas.

Nuestro cóndor estaba muy contento, -Mañana al amanecer despliego mis alas y a

¡¡volar!!, se perjuró el cóndor.Los pavos desde el establo y debajo de la co-

pa de los árboles habían escuchado toda la con-versación, rabiosos por la envidia esa noche le propinaron al cóndor una feroz paliza. Cuando, al amanecer comenzó a clarear, en el suelo de la chacra se dejaba ver el cuerpo sin vida de nues-tro cóndor.

Moraleja:- Nunca escuches a los pavos de al lado.- Nunca dejes el volar para mañana.

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Cuenta Impaga

¡Uf!, por suerte el gordo no me alcanzó. Decí que es un gordito flácido con menos estado aeróbico que una ameba, pero sé que tarde o temprano nos vamos a encontrar. Hace tiempo me acecha, ya no sé qué hacer para despistarlo. Quizá dormido o capaz duchándome, pero no cabe duda que me atrapará.

Reconozco que es todo muy distinto a lo que alguna vez sin pensarlo pensé. Para ir en orden, las sorpresas que me llevé fueron: primero, siempre creí que él era ella, es decir que “el” era “la”, y la vicisitud del cambio de sexo no sé bien si asimilarlo como algo negativo o como algo positivo; digamos, si fuese femenino, como mi predeterminación esperaba, ya me asustaba, ahora que sé que es un ente masculino... la ver-dad no sé. Siguiendo con el orden de sorpresas que me llevé, y la coloco en segundo lugar aun-que podría considerarla como la que más me im-pactó de entrada nomás, fue el cambio de for-ma. Por ahí esto me llamó poderosamente la a-tención por un tema “cultural” o por una cues-tión meramente tradicional porque desde chico, ya sea por un dibujo animado, una película, al-gún cuento e incluso alguna enciclopedia, siem-pre, siempre, la había visto flaca, muy flaca,

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desgarbada, raquítica, esquelética. En cambio ahora se me aparecía gordo, fofo, culón, cache-tón y con una adormecedora cara de torta. Pero ¿por qué a mí?, o mejor dicho ¿por qué ahora?

No sé cómo pero esa tarde al verlo lo reconocí inmediatamente y eso es raro porque la ciudad está repleta de gordos con cara de chanta. Pero este era único y aunque, como ya expliqué, ima-ginaba que la Parca, era femenina y esquelética, no un desagradable gordo vestido de traje, y lo que esperaba es que en la mano sostuviera una hoz, no un maletín. La Muerte que me perseguía en mis pesadillas se movía velozmente y era in-fatigable, jamás se detendría a descansar. Pero este gordo que me perseguía no podía seguirme ni media cuadra y traspiraba como esos gordos que se disfrazan de Papá Noel. Por un momento lo pensé, si era él, si se había afeitado y era él, aunque como siempre había sospechado la barba podía ser falsa y ahora que venía de civil apare-cía afeitado. Motivos tendría, eso no lo voy a negar, no pocas veces blasfemé a sus renos a viva voz y más de una vez puse en tela de juicio su hombría aludiendo a la ausencia de una Mamá Noel. Nunca lo logré, pero creo que en dos años consecutivos estuve parte de la tarde del 24 de diciembre trabajando minuciosamente en los cables de las luces del arbolito de Navidad, pro-curando que el inadvertido gordinflón se queda-se pegado después de dejarme el hermoso y tan

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esperado par de medias. Por la fecha podía ser, estábamos a mediados de diciembre, y quizá luego de meditar en su iglú había decidido lim-piar un poco el camino de viejas amenazas y había arrancado la depuración por el Cono Sur, suponiendo que cuánto más avanzara diciem-bre, por acá abajo, el calor y la humedad se tor-narían más pujantes.

En los lugares más inhóspitos, en los más hú-medos y calurosos, me sentía más protegido. En esos desérticos, solitarios, menos frecuentados por transeúntes que evitaban agonizar bajo los taladrantes rayos del sol, yo estaba a salvo de su funesta presencia. En cambio, sabía que si circu-laba a la sombra, cerca de piscinas o si me dete-nía a descansar en un cómodo sitio con aire a-condicionado sería presa fácil del gordito. Igual-mente tenía bien en claro, ya sea por las decenas de películas y cuentos que durante mi niñez transformaban las más plácidas noches en periodos de constante súplica deseando que la oscuridad desapareciera, o por los numerosos mitos escuchados, que era inevitable escapar de la Parca y que el huir solamente podía demorar, aunque no mucho, el ineludible y desafortunado encuentro. ¿Tenía sentido seguir vagando por circuitos inaguantables? Al fin y al cabo, tarde o temprano, nos encontraríamos y sería solo esti-rar la fatídica confrontación. Esa pregunta me la hacía una y otra vez y ninguna de esas veces

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hallé respuesta a la cuestión.Por primera vez y sin hacer dieta, pesaba

siete u ocho kilos menos, quizás eran nueve o más, no tenía tiempo de ir a pesarme. La cosa era, que entre el trajín bajo el sofocante calor y humedad de un despiadado diciembre, los ner-vios y el cargar con fatigosos atuendos, que creía que podrían hacerme irreconocible (incluyendo el bigote falso), transpiraba canelones. Sumado a que ganas de comer a pleno rayo de sol, la ver-dad, no dan, estaba más flaco que Gandhi y con más hambre que “El Chavo del Ocho”. Mi deplo-rable aspecto me apuró a tomar una decisión. Creo que fue la correcta, igual ya estaba, no ha-bía espacio para arrepentimientos ni tiempo de escapar. Ahí nos encontrábamos, la Muerte con forma de un gordo cara de galleta y yo. Para ser sincero, si esa que tenía enfrente no era la Par-ca, y si en vez de ese gordo que rozaba lo aborre-cible se hubiese parecido a Angelina Jolie o a esa de la que me enamoré, dicho encuentro le haría cosquillas a la cita ideal. El lugar escogido real-mente era muy acogedor. Estábamos sentados en dos sillones extremadamente cómodos, la vista se entretenía observando el bello y colo-rido parque, a través del enorme y limpio venta-nal, y el enorme acuario, de aguas de un profun-do azul, que junto con diversos peces y atrac-tivos invertebrados marinos, recreaban el fondo del océano. Las condiciones climáticas de la

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elegante confitería eran las deseadas para con-trarrestar el agobiante calor que gobernaba las calles de la ciudad. Allí sentados frente a frente, intercambiando inquietas miradas, el mante-coso y yo disfrutábamos de frescos y ricos dai-quiris. Yo picaba unos maníes con cáscara y, cuando le pedimos los tragos a la moza que obviamente no desentonaba con la hermosura del lugar, el mofletudo pidió una porción de torta, eligió una porción de la menos dietética de las tortas.

- Este cuerpito no se mantiene solo, acotó la Muerte, dirigiéndome por primera vez la pala-bra.

Las primeras palabras que la Parca me dedicó me decepcionaron un poco. Tantos años de callado respeto para que el gordo chantapufi me diga esa boludez, me sentí meramente desi-lusionado, cualquiera que escuchara a la tan te-mida Muerte refiriéndose así, de esa forma cuasi graciosa, a su contextura, le perdería el respeto de inmediato, si es que alguna vez se lo tuvo. Apuré los sorbos del exquisito daiquiri y, cuando la moza regresó con la considerable porción de torta, le pedí un fernet con cola con mucho fernet. El gordo, apenas habiéndole dado solo un trago a su daiquiri, ordenó un mojito.

Hasta ahora mis suposiciones, para que se concretara la tan intimidante reunión, eran co-rrectas: había escogido el sitio más idóneo de la

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ciudad. Me senté en una mesa para dos y sólo esperé diez minutos para que el gordito abriera la gruesa puerta de vidrio, ingresara y se sentara en mi mesa. Ahora bien, ¿de qué íbamos a ha-blar?, ¿había algo de qué hablar? Esas y otras du-das tenía pensado evacuarlas durante ese en-cuentro que ya había comenzado.

Luego de devorar la empalagosa porción de torta sin siquiera mirarme y, ya habiendo consu-mido su daiquiri y más de la mitad del mojito, levantó la cabeza, me miró fijamente a los ojos y me dijo:

- Me comentaron que los martinis que hacen acá son estupendos, ¿pedimos un par?

Aún sin haber terminado mi fernet con cola y anonadado por la situación, accedí moviendo levemente la cabeza.

- Bueno mi amigo, nos podemos tutear, ¿no?- Sí, supongo que sí. Nunca antes te había

visto pero toda mi vida supe de tu existencia.En ese momento apareció la moza, un poco

sorprendida por la rapidez de los encargos. Mi compañero le ordenó amablemente los martinis.

- No te preocupes que yo invito, me aclaró por lo bajo.

- Para serte sincero, en este momento y acá sentado frente a vos, hay cosas que me preocu-pan más.

Y sí, había muchas cosas que me preocupaban más que saber quién iba a pagar la cuenta. Aun-

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que debo reconocer que, hasta ahora, las aco-taciones realizadas por la Parca lograban des-comprimir la situación y librarme un poco del nerviosismo que me asediaba. Digamos que los paupérrimos comentarios que el gordito profería no conseguían más que confirmar que, palabra tras palabra, la Muerte perdía el respeto que le supe tener. Ahora lo que crecía en mí era el temor de comenzar a subestimar a la Muerte. Varios libros me habían advertido que la Parca tiene jugarretas imprevisibles, y acaso este constante hacer que le perdiera el respeto fuera una de esas.

- No hace falta que me presente, ¿no?, pregunto el gordo después de haberle dado el último trago al mojito.

- No. No sé por qué, pero sé perfectamente quien sos.

La Parca no ocultó el orgullo que le generaba saber que era totalmente inconfundible, luciera como luciese. Sonrió echándose para atrás mientras observaba de reojo a la moza que venía con los martinis. Apenas la bella muchacha abandonó la mesa, tras haber dejado los tragos y haber retirado los altos vasos vacíos, agarró su martini, bebió no menos que la mitad. Luego tosió disimulando un eructo y retomó la conver-sación:

- Es verdad, acá hacen martinis excelentes. ¿Te molesta si cuando acabo con el mío bebo el

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tuyo? Veo que aún estás con el fernet. Igual no te preocupes, cuando se acerque la moza le pido otro para vos. Aguantame que me voy a echar una meadita y vengo, concluyó la Muerte gui-ñándome un ojo.

La Muerte chupaba como una esponja, me invitaba tragos alcohólicos, disimulaba eructos, se iba a echar una meadita y ahora me guiñaba el ojo. Extravagante, poco serio, realmente muy distinto de lo que hubiese podido imaginar. Con la cabeza señalé mi martini y le aclaré:

- Todo tuyo gordo.Esto era inaudito. Había llamado gordo, muy

naturalmente, a la Muerte. Lo más raro del caso era que a ella no le había importado.

- Bue.., ahora sí, ya desagoté. ¿En qué andábamos?

- En que te ibas a tomar mi martini, le recordé asombrado.

- Ah sí, sonrió el obeso. Terminó de un trago el suyo, esta vez hacien-

do ruido, y agarró el mío. En una mano sostenía el vaso del que estaba bebiendo y levantando la otra llamó a la moza, a quien el asombro le abría cada vez más sus hermosos ojos verdes. Ni bien la chica estuvo cerca ordenó dos martinis más y continuó hablándome:

- Mirá Eugenio, mi trabajo suele ser sencillo, mis objetivos son muy claros. En este caso, por segunda o tercera vez en mi experimentada

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carrera haciendo de “la Muerte”, reconozco que se me complicó. Desconozco el motivo, no sé si por qué ya estoy medio cansada, si me llegó la hora de jubilarme o qué, pero la labor se me está haciendo muy cuesta arriba; encima querido, el calor que hace en tu zona..., te lo regalo, acotó el gordo respaldándose, mientras absorbía el martini.

Descansó en el respaldo un momento, hasta ver que venía la moza con los tragos. Entonces se enderezó e hizo lugar para que el vaso lleno aterrizara en la mesa cerca de su boca. Cuando la chica se dio vuelta la quiso llamar y, no sé que tan sin querer, le tocó el culo. La empleada se volvió raudamente y él, sin más expresividad que Riquelme, le pidió, por favor, más maníes.

Yo ya empezaba a presentir que de ahí iba a salir vivo y cada vez me quedaba más tranquilo al recordar que mi compañero pagaría la cuenta. Esta vez apuré mi fernet y manoteé un martini, procurando no correr la misma suerte que con el anterior.

- Como te venía diciendo, prosiguió la Parca, las personas tienen que estar bien vivas para después morirse. Ya te habrás dado cuenta de cómo funciona la cosa: para disfrutar bien la comida un poco de hambre hay que tener, te-niendo sed y calor la bebida fresca siempre es más gustosa, reflexionó el gordo mirando su vaso ya casi vacío. Y, en esta vida, es así casi con todo.

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La última frase la pronunció intercalándola con un molesto hipo.

Proporcionalmente a su mal aliento, que em-pezaba a tornarse nauseabundo, e inversamente proporcional a la claridad y velocidad con las que enunciaba sus frases, estas, paulatina-mente, comenzaban a ser más interesantes.

- Como te decía, hay que estar bien vivo antes de estar completa y definitivamente muerto, continuó. Yo soy como esos jugadores que de visitante juegan mejor, esos que se agrandan cuando la adversidad aumenta. Que a la gente le moleste verme o saber que la acecho me facilita enormemente la faena. La seguridad de que las personas no me ignoran y se sienten fastidiosas ante mi presencia o ante el conocimiento de mi pronta llegada, me da fuerzas para seguir vehe-mentemente cumpliendo mi misión.

- ¿Disfrutás causando pánico?, indagué.- Por favor, no sintetices así mi sincera expli-

cación, me solicitó haciendo un gran esfuerzo para que su rostro lograra apariencia seria. Trataré de explicarte, dijo mirando su vaso vacío y el mío con unas pocas gotas. Por ejemplo, pro-siguió con su explicación mientras levantaba la mano para llamar a la moza, ir a visitar a un sui-cida, a un enfermo terminal o a un condenado a muerte no me incentiva. Ya estoy para otras tareas, esas quedan para Parcas principiantes.

La moza se acercó a la mesa, está vez toman-

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do la precaución de no darle la espalda al gordo en ningún momento. Sin consultarme y sin disi-mular conocer mis gustos el gordito ordenó dos gin tonic, para los dos.

- Creo que algo de lo que decís comprendo, pero, por más que me esfuerce, no logro enten-der ¿por qué te me aparecés a mí?, ¿y por qué ahora?

- Eugenio, te conozco bien y sé que no sos boludo así que tratá de entenderme un poquito. Estoy haciendo una gran excepción con vos, ya estoy bien metida en esto, prestá atención porque te contaré detalles que los humanos desconocen. Pero antes tengo que ir a cambiarle el agua al canario, aclaró soltando una sonrisa muy natural.

Yo también tenía muchas ganas de ir al baño pero, por temor a ver imágenes que podrían quedar eternamente grabadas en mi mente, preferí esperar que volviese. Aprovechando la ausencia del gordito pervertido la muchacha dejó los gin tonic, cambió el recipiente con maníes y retiró los vasos vacíos.

- ¡Aahh, hice un río!, sonrió el gordo, ahora mucho más suelto.

- Ahora iré yo a visitar los sanitarios.- Andá nomás y mandale saludos a sacu...,

sacu..., sacudila, aclaró riéndose de su propio chiste.

Cuando volví, el risueño gordito estaba

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toman-do su gin tonic. Mi vaso, el cual yo no había tocado, estaba, sospechosamente, no lle-no hasta el borde.

- Retomando…, ¿qué es lo que los humanos desconocemos?, pregunté arrimándome bien a la mesa.

- Te cuento, apoyó el vaso para poder gesti-cular con comodidad, en mi época, luego de aprobar el curso y los duros exámenes, nos gra-duábamos de “Muerte”. Ahora, con las nuevas autoridades, creo que varió un poco pero el sis-tema de promoción sigue siendo prácticamente el mismo. Una vez que terminábamos los papele-ríos burocráticos, existen en todos lados, se nos daba una larga lista, mucho más grande de lo que te debés estar imaginando, de las personas que deberíamos visitar. La lista determina la fe-cha y hora exactas de los encuentros, allí tam-bién se encuentra un acceso que nos permite co-nocer, minuciosa-mente, los detalles de sus vidas. ¡Ojo!, su vida la van escribiendo ustedes, nosotros espiamos los hechos ya consumados, no predecimos el futuro.

Lo escuchaba totalmente pasmado y ahora era yo quien, sin interrumpir a mi interlocutor, alzaba la mano llamando a la moza. Cuando esta llegó, como si fuera él quien la había llamado, le pidió dos destornilladores con poco hielo.

- Nuestro mayor mérito, prosiguió, es pasar inadvertidas frente al mundo que rodea a nues-

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tro efímero anfitrión. Es decir, los demás mor-tales nos verían como el último cigarrillo que fuma el fumador empedernido, como la bala que mata al ladrón, el último vaso de vino que bebe el alcohólico, el cirujano que no puede salvar a su paciente, la bomba que extermina al islá-mico, el último gramo de droga que ingiere el adicto, la yarará que muerde al desprotegido ha-chero, el pico de presión que aniquila al estre-sado, etc etc. ¿Me explico?

- Perfectamente, contesté mientras tomaba de mi destornillador que la moza dejó sobre la mesa sin que me diera cuenta.

- Eugenio, vos ocupás uno de los últimos luga-res de mi inacabable lista. He acumulado muchí-sima experiencia y a tu vida la estudié mejor que a ninguna. Y te confieso que no la comprendo. A veces tengo la sensación de haberme perdido de leer algunas páginas, pero la he releído unas cuantas veces y me aseguré de no haber come-tido ese error. Me tomé el atrevimiento de visi-tarte antes de la fecha señalada en mi lista. Hoy tenés 39 años y aún te quedan muchos por vivir. No te pienso decir exactamente cuántos. Pero me daría mucha lástima que llegue la fecha que índica la lista y que no le hayas sacado jugo a la vida. …Y muy contrariamente a lo que vos insi-nuaste yo no disfruto causando pánico.

- Disculpá.Fue el “disculpá” más sincero y espontáneo

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que había expresado en mi vida. - No hay problema Eugenio, dijo con un tono

que era mezcla de enojo y tristeza. Desde que empezaste a verme, a desvanecer definitiva-mente las dudas sobre mi existencia, a saber que te estaba buscando; nunca sentiste miedo. Sé que hiciste lo posible para no cruzarte conmigo, eso es natural en todos los humanos, es parte de la rutina cotidiana evitar mi presencia, pero miedo, temor como el que siente al verme el que ama la vida, no tuviste Euge.

Asentí, meditabundo, casi imperceptible-mente con la cabeza.

- Realmente quiere vivir el que me teme, el que no me ignora, aquel al que mi presencia no le es indiferente, continuó desahogándose la Parca. Es imposible pensar o creer y disfrutar de la vida sin estar plenamente convencido de que algún día llegaré. Eugenio, pensá en la vida como si fuese un océano, es muy difícil atravesar un gran cuerpo de agua sólo haciendo la plan-cha. Hace falta remar, con los remos que uno tenga, a veces también sin ellos, con las orejas si hace falta. Y, obviamente, sin olvidarse de hacer la plancha, pero asegurándose siempre que du-rante ese vagar placentero, mientras reposan los remos, el rumbo sigue siendo el deseado. Enamorate de la vida pibe. Arriesgate. Tratá de alcanzar tus sueños. La vida es aquí y ahora. No me llames. No desees mi llegada. Al final del

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camino nos encontraremos, gozá al transitarlo, en él podés hacer o intentar hacer muchas cosas, pero nunca regresar. Odiame, teneme mucho miedo y respeto. Pero no te olvidés que te vas a ir de esta vida conmigo. No tengo ningún amigo y no quiero que seas el primero. No hago con vos esta excepción ni porque sea altruista ni porque te quiera, todo lo contrario, lo hago para estar seguro de que cuando venga a buscarte definiti-vamente no vas a sentir el menor deseo de venir conmigo. ...Ah, Eugenio, un consejo de compa-ñero de copas, no te vivas ocultando, ni te pro-tejas desmesurada-mente, cuando sea el pre-ciso momento que índica la lista vendré, te en-contraré y nos iremos juntos, no te quepa duda.

El gordo agarró su maletín, lo abrió y de él sacó un extraño lápiz, y junto con una servilleta me los alcanzó diciendo:

- Escribí en esta servilleta la fecha en la que presentís que nos volveremos a ver. Yo te digo si nuestro encuentro será antes o después del día estimado por vos.

- Tengo la esperanza que sea dentro de mu-cho, pero ni loco quiero averiguarlo, le aclaré mirándola a los ojos, mientras destrozaba la servilleta como si ésta contuviera la indeseada fecha.

La Muerte sonrió satisfecha, guardó su raro lápiz, se aseguró de vaciar completamente el vaso donde estaba su destornillador y también lo

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guardó. Con dificultad se puso de pie y me estiró la mano. Se la estreché sin dudarlo.

- No me habrás creído que te iba a invitar, dijo con inigualable cara de pícara.

Acto seguido salió corriendo del local y, como lo hizo con un zigzaguear impredecible, tumbó varias sillas y mesas a su paso.

Yo sentí que, paradójicamente, la Muerte me había salvado la vida.

Al apreciar la escandalosa retirada, la bonita moza se acercó a la mesa. Me paré, la besé apa-sionadamente y también salí corriendo.

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El gallo y el Sol

Su padre, unos meses antes de morir, lo con-dujo hacia la sombra de un sauce que estaba detrás del gallinero y mirándolo fijamente le dijo:

- Guillermo, tú eres sangre de mi sangre y en ti voy a depositar mi quehacer más sagrado, no pienses que solo estoy posando una carga sobre tu espalda, piensa en que te estoy dando un don. Desde el momento en que se agote mi respira-ción y ya no ingrese aire en mis pulmones, de ti dependerán todos los seres vivos.

Guillermo, un torpe adolescente que admi-raba e intentaba imitar a su padre para así poder convertirse en su fiel reflejo, lo miraba atónito mientras escuchaba con mucha atención las palabras que éste le decía.

- ..querido hijo, continuó, sé que me aqueja una enfermedad que en algún tiempo terminará con mi vida. Pero con mi muerte solamente debo morir yo. No sé si lo has notado pero el Sol, sí, el Sol, ese enorme astro que ilumina y calienta nuestros días, solamente sale cuando canto yo. Me siento muy orgulloso. Desde el día en que mi padre murió he cumplido responsablemente con esta faena. Cuando yo no lo haga más será tu turno hijo mío y confío en que lo harás con gran valor, la tarea es sencilla, sólo espera que

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comience a clarear y entonces hinchando bien el pecho, ¡canta!, canta lo más fuerte que puedas hasta que el Sol despierte y se ponga suntuo-samente en el horizonte. Recuérdalo siempre hijo, tú tienes el deber y el poder para despertar al Sol.

Hasta el final el joven estuvo al lado de su padre. Durante esos días aprendió a realizar los cantos más estridentes que se hayan escuchado. La última vez que el imponente gallo cantó fue una fría mañana, posado sobre el techo del granero.

Guillermo, convertido en el único gallo de la granja, admiraba el ocaso plácidamente sabien-do que el majestuoso Sol podía dormir tranquilo pues él mismo lo despertaría al amanecer. Guille trataba de no trasnochar reiteradamente para estar descansado y, cuando el cielo comenzara a diferenciarse de la tierra, poder entonces repro-ducir los enérgicos cantos, los que hiciesen falta, para que el Sol asomara en el horizonte. Pero no faltaba a ningún evento social, jamás se retiraba de una reunión antes de que se agotase la conversación. Dialogando con el alazán, su mejor amigo, el bello gallo pasó más de una no-che sin dormir. Nunca se arrepintió de no des-cansar lo suficiente por compartir noches de juerga o de melancolía junto a sus amigos. Pero ¡siempre! al alba se hallaba situado en algún

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lugar estratégico para generar sus más vigorosos cantos.

Las charlas que entablaba con el caballo o con sus otros amigos abarcaban amplios temas, incluido el importante deber del gallo de tener, todas las jornadas, que despertar al Sol. Aunque sus amigos creían fervientemente que si Guiller-mo no cantaba el Sol saldría como todos los días, respetaban la certidumbre del gallo y lo admira-ban porque nunca abandonaba lo que él estaba convencido que era su responsabilidad. Guille sabía la opinión de sus amigos y obviamente no la compartía, como muchas otras cosas que tampo-co tenían que ser motivo para romper la amis-tad. No todos los habitantes de la granja practi-caban esa forma de ver la amistad y habían opta-do por alejarse de Guille, como el viejo pavo real y el malhumorado perro afgano que hasta había tratado de morderlo.

- Hoy te ganaron Guille, la camioneta salió a toda velocidad a la madrugada, comentó el ala-zán.

- Sí, sí, a mí me llenó de polvo el nido, acotó Rosendo, hoy me cuesta hasta gritar “chajá” como siempre.

- Tuvo que irse con las luces prendidas porque yo aun no había cantado para que salga el Sol, señaló Guille, mientras con el ala se acomodaba el copete.

- Yo hoy no te escuché, dijo el chancho, el

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tapón de barro me ayuda a dormir hasta tarde, sonrió.

- Algo debe haber ocurrido, hoy ni siquiera me ensillaron. Por suerte, todavía estoy cansado de la jineteada de ayer.

- En mis revoloteadas matinales no divisé nada extraño, contó Rosendo.

- Después que canté y salió el Sol no vi ni la camioneta ni rastros del polvo levantado.

- Y dale con eso Guille, cómo puede ser que insistas con lo mismo, siempre que terminamos de charlar me voy creyendo que nos estás jugan-do una broma, agregó el chancho sonriendo y sin dejar de mirar al gallito.

- No Rulo, no es ninguna broma, ya lo he ex-plicado cientos de veces, yo despierto al Sol, es esa mi impostergable tarea diaria.

- Cuando lo decís noto en tus ojos el brillo de la sinceridad. Estoy totalmente seguro de que el Sol no sale gracias a tu canto. Tu franqueza no me permite desconfiar de que realmente lo crees, pero los demás chanchos del chiquero dicen que nos estás jorobando con eso.

- A mí la verdad no me importa quién o qué haga que salga el Sol. ¡Me importa que salga!, porque si no, me muero de frío y cuando vuelo me choco todo, sonrió el chajá. En cambio a mi difunta esposa sí que le importaba, ¡bah!, nunca supe si le interesaba saber por qué salía el Sol todas las mañanas, o si sencillamente le

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molestaba la idea de que tu padre piense que era gracias a él que salía, como ahora lo hacés vos.

- Sí, lo sabía, pero cada uno puede pensar lo que quiera, siempre y cuando no dañe a los demás, aclaró el gallito mirando de reojo una lombriz que se escondía bajo una hoja.

- Sin embargo, continuó Rosendo, ella no era muy tolerante. Siempre discutíamos al respecto y yo le decía que suponiendo que tu padre estu-viese equivocado no le hacía ningún mal ni a ella ni a nadie. Ella no lo podía ver así y un tiempo antes del accidente que acabó con su vida me había pedido que dejara de verlo.

- Yo siempre la respeté y me entristecí mucho cuando murió, susurró Guille al oído de su amigo el chajá, mientras le cubría la espalda con su ala.

Las conversaciones entre el gallo y sus amigos sucedían a diario. Como en cualquier grupo de amigos existían diferentes relaciones de amis-tad, Guille se sentía más cercano al alazán. Se conocían desde chicos, pollito y potrillo se cru-zaron por primera vez en el granero y a partir de entonces fueron grandes confidentes. Juntos habían pasado momentos difíciles en la granja, como el día en que el alazán saltó con valentía y bravura sobre la serpiente que se disponía a atacar a Guille, o cuando el gallito con decisión le quitó al potro con su pico la espina que no lo dejaba caminar. Al alazán al principio un poco le

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fastidiaba escuchar a Guille tan convencido de su deber de despertar al Sol. El día en que el joven gallo regresó de conversar con su padre traía el alma dividida: por un lado lo acongojaba terriblemente haberse enterado de que su papá se iba a morir y, por otro, sentía un orgullo que no le entraba en el pecho, se acababa de enterar de la trascendental tarea que heredaría. Desde ese momento el elegante caballo comprendió que su fiel amigo podría estar equivocado pero que no era su intención mentir. El alazán optó por nunca destruir la valiosa amistad. Aunque siempre tuvo bien claro que su amigo no desper-taba al sol y nunca le ocultó su opinión, jamás dejó de respetar a Guille y, si bien en ningún mo-mento lo compadeció, admiraba los esfuerzos del gallito por cumplir con su responsabilidad cotidiana.

Faltaba una semana para que Guille cum-pliera tres años. Sus amigos ya estaban pensando en organizarle una fiestita sorpresa. Se aveci-naba el verano, las noches eran cada vez más cá-lidas. Guille ya con la claridad del día encima se decidía a posarse en el techo del granero para, una vez más, cantar hasta que el Sol despertase.

Esa madrugada los sobrinos del patrón, que poco conocían de la vida de campo, habían sa-lido después de cenar, cargando sus nuevas es-copetas, a cazar liebres. Por la poca experiencia

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y por la escasez de liebres regresaban a la casa con las manos vacías y sin haber gastado muchos cartuchos. Cuando el menor de los inexpertos cazadores escuchó el enérgico canto del gallito se alertó, alcanzó a observar la silueta de Guille que sobre el techo del granero no paraba de cantar para que el Sol despertara. Preparó su escopeta, apuntó y la descargó sobre el cuerpo del gallo. Su amigo, el alazán, oyó su canto como todos los amaneceres. Lo miraba de reojo, mien-tras arrancaba la fresca hierba, y se sobresaltó cuando el estampido rompió la serenidad de la apacible alborada. Enfocó el cuerpo de Guille que, tras haber recibido el disparo, se desplo-maba. El alazán llegó lo más aprisa que pudo al lado del cuerpo agonizante de su mejor amigo. Con su último aliento el gallito miró tiernamente a los ojos de su amigo y balbuceó:

- Me escuchó y se despertó..., siento su calor. Cumplí hasta hoy solemnemente con mi man-dato. Gracias por haberme siempre compren-dido. Hice lo que pude amigo, perdónenme.

La granja se quedó sin el más hermoso gallo que había tenido y aunque su inconfundible silueta ya no se podía divisar, al amanecer se oía, nítidamente, el esplendoroso relinchar del alazán.

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Ella vil e infame y yo el más dulce

¡¡Perversa!!. Sí, eso, ¡perversa!, es la única definición que le cabe. Me he roto la cabeza tratando de justificarla y cuando estoy a punto, luego de acomodar los datos para que la teoría que procuro elaborar me mantenga a salvo de la desazón, ¡zas!, ella se despacha con algo que arroja todo por la borda. Y ahí voy de nuevo, tras pasar algún tiempo en las oscuras profundidades de la nostalgia, a buscar otro pretexto que la absuelva y que me salve.

Les voy a contar para que me entiendan un poco y para ver si al contarlo me descargo y me siento más aliviado. Primero me presento: soy Agustín, “Cabezón” me dicen mis hermanos. Vivo aquí en calle Garramendi al 3055. Cuando las persianas del negocio están abiertas me encontrarán casi siempre al lado de la caja registradora, tras el mostrador. También les voy a contar de ella, se llama Florencia, tiene veintiocho años, nunca la medí pero debe tener un metro setenta de estatura. Su cuerpo es bastante exuberante y su cara una verdadera delicia, su pelo negro y ondulado no desentona con sus brillantes ojos, enmarcando así tan bello rostro. Flor -como le dicen- también vive en la calle Garramendi, ella al 3058, justo frente al negocio. Se mudó hace poco, antes no sé dónde

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vivía, nunca se lo pregunté. La cosa es que yo la conocí cuando se instaló frente al local.

¿Fue amor a primera vista?, yo creo que no. Obviamente me gustó de entrada, eso no lo voy a negar. Desde un principio me encantó su sonrisa y me maravilló el brillo de sus ojos. Pero conven-gamos que frente a mí se paran muchas chicas lindas por día, ya sé que no entran por mí, aun-que a veces lo sospecho. Ellas vienen a comprar desde chicles hasta galletitas e inclusive reali-zan alguna transacción sólo con el fin de conse-guir monedas para el colectivo. La primera vez que entró y la vi, solamente era una más de esas “muchas chicas lindas”. Me acuerdo de que en ese momento mi hermano, el Colo, que por esos días aún estaba en el negocio conmigo, me co-deó. La miramos bien, no era muy llamativa, pe-ro sí muy bonita. A decir verdad su hermosura no opacaba la de Anita, la moza de la confitería de la otra cuadra que no hacía más de una hora había abandonado el kiosco con un alfajor de mousse de chocolate. Entonces Flor habló. Des-de esa primera vez en que oí su voz no puedo dejar de pensar en ella y de amarla en silencio. No recuerdo las palabras que en esa ocasión pronunció, si hizo referencia al tiempo, si pre-guntó por una nueva barra de cereal o si solo pidió cambio en monedas. Tampoco importa. El Colo, mientras estuvo acá hasta que se fue con la japonesa, esa que a mí nunca me cayó bien, me

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intentó disuadir: - Hermano, es una clienta, solo eso, no pier-

das la cabeza por ella, disfrutá de mirarla y de escuchar su dulce tono de voz, pero no anheles más.

- Colo, vos lo decís como si los sentimientos pudiesen enjaularse y los míos quieren volar y enredarse con los de ella, le respondí inmerso en un océano de amor.

Cómo ella misma lo confirmó, los primeros años de su infancia trascurrieron en Santiago del Estero, de donde arrastraba una apacible y dulce tonada. El encanto de su presencia, la suavidad de sus gestos y el fulgor de sus ojos no eran ni derivados de su región natal ni heredados de algún familiar, eran propios. Se notaba que esos rasgos habían sido sembrados y los cultivaba con amor.

Existe solamente un motivo que juega a su favor y es que nunca le dije nada. Ni siquiera le di a entender que la amaba con toda mi alma, desde lo más profundo de mi ser. Yo sé que soy, sin temor a equivocarme, muy dulce, bueno, muy bueno, y no me considero feo. Al contrario, sin soberbia puedo asegurar que soy bastante atractivo. Varias son las mujeres que me clavan la vista y el deseo brota de su mirada como el brillo en la aurora boreal. Pero también soy muy tímido, extremadamente tímido. Miles de veces estuve a punto de confesárselo todo, tratar de

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encarrilar lo que por ella sentía, el más puro amor, en bellas palabra que fueran capaces, es-curriendo por sus oídos, de impactar el lo más hondo de su corazón. O simplemente ser muy sincero y, sin preámbulos, decirle: “Flor, te amo”. Más de una vez me miró fijo, pero mi estúpida falta de valor me obligaba a bajar la vista y hasta en ocasiones toparme con alguna risita burlona. Un viernes me acuerdo que Lalo cuando se estaba yendo me gritó:

- Chau, ¡Agustín maricón!Y no le pude decir nada, primero porque ya se

había ido y además porque tenía razón. No soy un nene y sé lo que quiero o al menos que la quiero y cómo y cuánto la adoro. Estaba absolu-tamente seguro de que yo, sin haberle dicho todo lo que ella me conmovía, la amaba más que los que le habían confesado su amor, incluso más que los que aún no lo habían hecho.

Hasta ahí toda la historia podría sintetizarte en el título de una telenovela venezolana “El desdichado Agustín y la bella Flor” o “El temor al amor” u otros cientos de títulos ya utilizados. Pero me queda por contar la parte de la historia en la que pienso descargar mi ira. Bronca que considero completamente justificada y de la que estoy seguro que ninguno de ustedes podría evi-tar sentir. No sé por dónde empezar a relatarles. Creo que lo más ordenado, para ustedes y para mí, es que lo haga cronológicamente, desde el

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comienzo, después de oír por primera vez su voz pronunciando esas palabras que no recuerdo cuáles fueron.

Verla y escuchar su melodiosa voz esa prime-ra vez me conmovió plenamente, del resto de ese día no me acuerdo absolutamente nada. Co-menzaré desde el segundo día cuando, nueva-mente, habló:

- Galletitas sin sal, ¿tenés?Exactamente eso fue lo que dijo, no tengo

dudas. A partir de ese segundo día, en el que la vorágine que me producía oír su dulce tonada se fue sosegando y comencé a escuchar y digerir sus tiernas palabras, me invadió una sensación de atraimiento totalmente irresistible. Estrenaba una sensación que nunca había recalado en mí y, no sé cómo explicarlo, el solo hecho de sentirla cerca era sumamente placentero. Ese día entró, me miró, hizo la pregunta que ya les comenté, cuya respuesta presiento que sabía, pagó con cambio y se retiró lentamente, me animo a decir que muy sensualmente, seguida por mi atenta mirada. A la media hora volvió y dijo:

- Perdón que moleste de nuevo, ¿vendés dulce de leche o alguna otra mermelada para untar las galletitas que te compré hace un rato?

Que perdón ni perdón, me moría de ganas de que volvieses, ¡¿no te das cuenta de que te amo como nunca amé a nadie?! Casi se me escapa todo eso, pero solamente la miré y quizá

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vislumbró en mi mirada todo el amor contenido. Pero no dijo nada, tomó el pote de dulce de leche que la esperaba sobre el mostrador y se alejó. Podría asegurar que en esta oportunidad su retirada fue más lenta y por demás sensual, ya que cuando se dio vuelta me di cuenta que la blusa que ahora llevaba puesta, distinta a la de hacía media hora, dejaba ver más de la mitad de su hermosa espalda. Estuve a punto de lanzarme sobre ella pero me contuve y guardé la compo-stura.

Me van entendiendo cómo venía la situación. La sensación de derretirme cuando sus labios se me acercaban aumentaba día a día, qué digo día a día, ¡crecía segundo a segundo! Solamente verla y sentir su presencia angelical hacía que me conmoviera totalmente, como nunca me había conmovido en mi vida. Hasta ahí es otra historia más, la de otro corazón roto. Un nuevo amor no correspondido que la ciudad sumaba. Pero ahora, cuando les narre un poco más los sucesos quedarán claras las razones por las que siento una inconmensurable rabia.

Luego de esas primeras dos veces que la vi pasaron tres o cuatro días, ¡bah!, para que me voy a hacer el canchero, exactamente transcu-rrieron 3 días 13 horas 27 minutos y 12 segundos hasta que ingresó al negocio y la contemplé nuevamente. Esta vez entró con más confianza. Como las otras dos veces me clavó la mirada y

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me encaró. Un instante antes de llegar hasta donde yo estaba giró repentinamente y ante mi mirada estupefacta abrazó y besó en los labios a un chico. El susodicho era un pibe de unos veintisiete años que yo tenía visto en el kiosco. Temblé por la bronca y la impotencia de pre-senciar esa situación y al mover el mostrador volqué una caja de chicles. Escuchó el ruido y, volteándose, vio los chicles desparramados tras ella. Con absoluta frialdad se inclinó y comenzó a recoger las golosinas caídas. Ni se apuró en hacerlo, ni tomó algún recaudo para que yo, con lujo de detalles, no observara todo lo que ocul-taba su escote. Luego retiró al pibe llevándolo de la mano hasta la vereda. Fuera del local y aún sin quitarse de mi vista, lo besó apasionada-mente, como diciéndome “si vos ves esto imagi-nate lo que no ves”. Y Flor no se podía dar una idea de todo lo que yo imaginaba y soñaba hacer con ella.

Cómo me hubiese gustado que mi hermano todavía estuviera acá a mi lado. Él no sé qué me diría, seguramente hubiese sido algo que me tranquilizara. El Colo me conocía mejor que nadie y siempre utilizaba alguna palabra justa que me sirviese de consuelo... Cabezón no seas gil, es una minita más, o quizá, con el levante que tenés vos te vas a quedar enganchado con esa trolita, algo así diría. Cómo me hacían falta sus palabras. No tenía nadie con quien hablar y,

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hasta que no te pasa no te das cuenta, eso causa un dolor tremendo. Los más cercanos con quié-nes podría hablar serían los caramelos, pero ellos no entienden nada, además son mudos. Llegué a pensar en hablar con un caramelo. Indudablemente mi estado era grave, gravísimo. Cuando el desamor se encarniza con uno es impensada la magnitud del desvarío.

Así trascurrieron los días, en verdad no sé cuántos, viéndola a ella apasionada por ese mu-chacho, muchas veces a poca distancia de mí y durante esas ocasiones no cesaba de desearme con la mirada. Los lapsos para nosotros, los des-dichados, los que tenemos el corazón roto, se hacen eternos, pero a la vez son muy difíciles de dividir. Es por esto último que desconozco los días que duró mi tortura, pero fueron más de lo que pensé que podía soportar. Considero que con estos datos pueden comprenderme muy bien, no creo que haga falta que detalle la pasión de los besos que sin pretenderlo contemplé. Está claro que tampoco deseaba presenciar el desver-gonzado manoseo, ni oír cosas que no quise mi-rar. Pero tuve que estar ahí y aguantarme, lo que sin duda era una ofensa total. En mi lugar, en mi kiosco, estaba siendo humillado, basureado, co-mo si yo fuera uno de esos caramelos mudos. Pero claro que no, nunca nadie me maltrató así. ¿Y ella quién era? ¡Sí, eso!, ¿Flor se creía que por ser dulce y hermosa me podía lastimar de esa

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manera? ¡No, eh!, yo soy Agustín, el “Cabezón” de Garramendi al 3055 y exijo respeto. Una noche soñé que la mataba, otra noche que lo mataba a él. Una tarde elucubré quemar todo el negocio y acabar con los dos. Matar a ambos sería lo más justo, últimamente notaba cómo me miraban y se reían burlonamente de mí. Pensé que si incendiaba todo, ellos incluidos, me libe-raría del suplicio y acabaría con el insoportable martirio. Pero podría arriesgar a algún inocente y yo nunca había sido injusto.

Meditaba esas posibilidades y planeaba otras cuando esta mañana una nena que no pasaba los doce años entró al kiosco. Le decían Nati, su vestido infantil llamó poderosamente mi aten-ción. Comencé a mirarla con vehemencia y no tardó en sentirse irresistiblemente atraída. Len-tamente empezó a deslizarse hacia mí. Tuve la seguridad de no tener pulso y aunque no me to-qué la cabeza estaba convencido de que se encontraba húmeda. Quizá fuera el vacío en mis sentimientos que Florencia había provocado o sencillamente la sonrisa de esa niña, pero me invadió un poderoso deseo de rozar los delicados labios de Nati. La ansiedad de que su inocente figura viniese a mi encuentro se agigantaba. Pa-rada frente a mí, sin quitarme la vista de en-cima, Nati entrecerró sus ojos y estiró ambos brazos. Con sus aniñadas manos me agarró del cuello y me acercó a su boca…

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Lo que está ocurriendo es inevitable: sin quitar una de sus manos de mi nuca y por primera vez alejando su mirada de mí, dando a los alre-dedores un vistazo, me despoja de la camisa. Me toma con fuerza con sus dos manos del cuello y con ahínco y avidez me estrecha contra sus la-bios. Cierro los ojos y me entrego a su apasio-namiento. Con dulzura abre su boca y me intro-duce en ella. Comienzo a derretirme y sé que rápidamente mi cabeza se convertirá en una pe-queña bolita pronta a desaparecer. Luego que-daré reducido a un palito que Nati dejará caer en la vereda.

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La neotenia de la oruga

Sí, sí, siempre lo supo, alguna vez debería transformarse en mariposa. Sus padres, sus abuelos y todos sus ancestros lo habían hecho. Aunque solamente lo vio en fotos y lo escuchó de los vecinos más viejos del apacible bosque don-de transcurrían sus felices jornadas, sabía que tíos, cuñados y demás parientes habían sido oru-gas sólo por un tiempo y luego... ¡zas!, se meta-morfoseaban.

- Arriba el ánimo Eulalia, pronto tendrás alas y podrás volar como yo, le gritaba Carlos, el viejo alguacil.

Pero nadie comprendía que ella no quería convertirse en una hermosa mariposa, no desea-ba ser admirada por su despampanante belleza, tampoco anhelaba estar, después de muerta, adornando una vitrina del museo de la ciudad como su odiosa tía Clementina. Eulalia era una horrenda oruga, de las más feas del bosque, eso lo sabía muy bien, a diario veía su horripilante aspecto en el reflejo que le devolvía el manso arroyito. Pero era extremadamente feliz y no le quitaba el sueño su apariencia. Lo que última-mente la sobresaltaba en las noches, y no le permitía dormir placidamente, era el miedo a despertar dentro de un delicado capullo, capullo que, actuando como una máquina transfor-

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madora, la devolvería al medio ambiente con patas y alas. A nuestra amiga, luego del traumá-tico pasaje por esa máquina transformadora, le cambiaría rotundamente el estilo de vida y eso le causaba pavor.

Eulalia visitaba a menudo a Gervasio, el viejo y sabio cascarudo. Ningún otro bicho conocía como él los avatares de la naturaleza,

- Hola don Gerva, ¿cómo le va?- Hola Eulalia, justo estaba terminando el

desayuno, ¿amaneciste bien hoy?, ¿ya desayu-naste?

- No mucho, pero algo comí. Ya sabe, última-mente muy tranquila no estoy, la pesadilla de despertar en el capullo me atormenta noche tras noche.

- No dormir bien te trastorna el día, sentenció el cascarudo. Vení, entrá en mi cuevita y mien-tras comemos unas hojas predigeridas que tengo almacenadas conversaremos un rato.

Obviamente, pese a la edad, don Gerva in-gresó más rápidamente.

La oquedad que refugiaba a Gervasio había sido labrada por su tatarabuelo y era una ver-dadera protección cuando las tormentas azo-taban el bosquecito. Gracias al solidario casca-rudo allí se habían guarecido largas noches frías de invierno Lili la langosta, Floro el grillo, Marco el saltamontes, y muchos otros habitantes del bosque, y también alguno que otro bicho

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foráneo que volaba por el lugar.Lo que Gervasio trataba de que Eulalia asi-

milara era que la metamorfosis en sus congé-neres siempre había sido un proceso ineludible y como toda etapa de la vida había que superarla.

-Eulalia, la transformación que vas a pasar es parte del ciclo de tu vida, todos nacemos, nos desarrollamos y morimos. Ese proceso en cada una de las aproximadamente dos millones de es-pecies conocidas es diferente. El desarrollo en tus familiares constó de grandes y abruptos cam-bios estructurales y fisiológicos, que produjeron variaciones en su modo de vida. Comprendo que esto último es lo que más te preocupa… pero, Eulalia, sabé que siempre serás Eulalia y nunca habrá ni alas ni atractivos colores que puedan modificarlo.

-Por ejemplo, continuó el cascarudo, tu pri-mo Vladimir ya sufrió severas variaciones y aún no tiene alas. ¿Leíste el cartelito que colgó en la puerta de su madriguera?, dice: “No quiero que cuando sea una preciosa mariposa me hable al-gún ser sin alas”. Después de metamorfosearse el tendrá colores y alas, pero nunca podrá volar muy alto, esto solo se logra con la fuerza del corazón, esa fuerza es la que, hace rato, a vos te permite volar sin despegarte del suelo.

- Entonces, ¿no hace falta que me convierta en mariposa?, preguntó Eulalia inflando el pe-cho.

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- Más que eso, es totalmente imprescindible que te metamorfosees, señaló don Gerva. La naturaleza vive en un delicado equilibrio forjado desde hace millones de años. Imaginate si de repente los delfines no quisieran saltar fuera del agua, si no brillasen las luciérnagas, si los pimpo-llos se negaran a abrirse en primavera. Los océ-anos perderían parte de su misterio y her-mosura; las noches en los campos sin luna y es-trellas, mostrarían su cerrada oscuridad; no ha-bría estación esperada para ver florecer y así contemplar cómo la belleza se renueva. Nada sería igual, querida amiga, la vida se volvería taciturna si los pájaros se aburriesen de surcar los cielos, los peces de nadar, los lobos de aullar. Pensá solamente en la imperceptible semilla, si ella se abstuviese de germinar la existencia so-bre este planeta se acabaría. Eulalia, el deslum-brante colorido que alcances y dejes ver durante tu zigzagueante vuelo será observado por mu-chos seres a los que alegrarás y reconfortarás.

- Don Gerva, lo que usted dice es muy lindo, pero nadie notaría que hay una mariposa menos en el bosque, murmuró la oruga desinflando el pecho y encogiendo los hombros.

- Tenés razón amiga, afirmó el cascarudo mientras se sentaba. Pero si alguien lo advirtie-se, por ejemplo yo, la ausencia sería inconmen-surable. Nicanor, el sapo, es mucho más que un renacuajo que se metamorfoseó, ante todo es

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Nicanor. Cada ser es único e irremplazable. La apariencia no cambia la esencia.

Esas palabras aún retumbaban en la cabeza de Eulalia cuando el sol se escondía invitándola a refugiarse en su casita. Esa noche hizo un frío extraño. La oruga nunca más salió de su madri-guera. Al espiar por la entrada de la casa de Eulalia se podía ver un delicado capullo.

No pasó mucho tiempo y una mañana de sol radiante una majestuosa mariposa aterrizó desde el cielo azul en la puerta del refugio del sabio cascarudo.

Hola, don Gerva, soy Eulalia, ¿puedo pasar...?

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Viajando por historias

“...el diablo sabe por diablo pero más sabe por viejo.", pero “viejos son los trapos” y ¿los trapos son diabólicos?, porque saber no saben nada, aunque algunos de ellos con inscripciones comunican muchas verdades. El protagonista de esta historia saber sabe, es un tanto diabólico, es un poquitín viejo y usa algunos trapos. Él se adueña de esta historia porque su papá tuvo un abuelo que también supo ser padre, el hermano menor disfrutó mucho del abuelo, así que estamos en condiciones de asegurar que nuestro protagonista, al que a partir de este séptimo renglón llamaremos por su nombre, Américo, contó con la dicha de tener un abuelo, al menos uno. A su vez su papá conoció una bisnieta, hija del hijo de Américo. A los tres años Catalina vio nacer a su hermano Rafa, quien al año de vida dijo su primera palabra para llamar a Américo, ¡ABUELO! A partir de ese momento Rafa y Amé-rico, nieto y abuelo, trascendieron los lazos obli-gados por el parentesco para sumergirse en los inquebrantables y seleccionados vínculos que solo brinda la amistad.

Rafa era un chico muy sociable, sus compa-ñeros de colegio y sus amigos del barrio con los que pasaba mucho tiempo lo querían mucho, él también los apreciaba mucho a ellos, a sus pri-

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mos, a los que veía menos y a sus hermanas con las que convivía. Pero su abuelo, su gran amigo, hacía algo mejor que nadie y eso fascinaba a Rafa. Américo le contaba a Rafa infinidad de historias que nunca jamás repetía, salvo que su maravillado espectador se lo pidiese. En esos casos Américo, sin inconvenientes, podía repe-tirlas casi textualmente. Lo que más atraía a Ra-fa a conocer esas historias y no fatigarse de oír-las era el interés con que su abuelo se las rela-taba. Rafa, al escucharlas, cerraba los ojos, se subía a su imaginación y se transportaba hasta el lugar en que se situaba la historia, justo en el momento en que Américo la había vivido. Su vasto conocimiento de lugares y su envidiable memoria convertían a Américo en un narrador magistral. Las arboladas en el desierto, el sol escondiéndose detrás de las montañas, la calma del profundo mar azul y la espuma que lo cubre en las costas borrascosas, las más bellas prade-ras envueltas por delicadas flores de todos los colores del arco iris, las playas más paradisíacas, las plácidas montañas reflejadas en el espejo que le ofrecen los lagos serenos, el bello y sose-gado volar de las aves, las pacíficas nubes repo-sando sobre los picos nevados de las altas cum-bres, los cielos furiosos de los que brotan rayos anunciando rabiosas tormentas, el brillo en los ojos y la tristeza que sólo se puede alcanzar mi-rando la luna, las peleas con lobos hambrientos,

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los pleitos a la madrugada en las más recónditas tabernas con borrachos pendencieros que falta-ban el respeto a inocentes y hermosas damas. Todos estos pormenores y muchos otros forma-ban parte de las historias que Américo describía cautivadoramente a su nieto. Rafa no perdía oportunidad para estar a solas con su abuelo. Américo vivía solo en una deteriorada casita, a nueve cuadras de la casa de su nieto. Este último amaba correr las nueve cuadras cuando empe-zaba a lloviznar advirtiendo la pronta llegada de un aguacero. La vieja casita contaba con un par-que, parte del cual cubría un alero, ese sitio era ideal para observar el chubasco mientras se deleitaba escuchando a su abuelo. El resto del parque, a la intemperie, era perfecto para re-costarse junto a su abuelo y oír esas historias contemplando las estrellas que resplandecían en el firmamento.

Así pasaron felices años, atravesando la in-fancia de Rafa. La mañana de un sábado llegó a lo de su abuelo con medialunas para desayunar. Tocó el timbre reiteradas veces, golpeó la puer-ta, aplaudió y no recibió respuesta, entonces le pidió a Teresa, la vecina, que lo dejase saltar la pared del patio. Cuando Rafa cayó en el parque de Américo levantó la vista y lo vio recostado en una silla bajo el alero. Parecía placidamente dormido, se acercó corriendo al ver que no se percataba de sus llamados. Cuando lo tocó, el

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cuerpo de su abuelo estaba frío. A la noche fue el velorio, en la casita de Américo. A diferencia de lo que Rafa imaginó la casita no fue muy con-currida, solo familiares directos y el único amigo del abuelo que él conocía. Temprano fueron a acompañar los restos de Américo al cementerio local. Esa misma tarde visitó a Rafa el abogado y viejo amigo de su difunto abuelo. Con la tristeza por la que estamos atravesando vengo a comuni-carte una petición de tu abuelo que imagino que un poco te alegrará. Como tú sabrás, continuó diciendo el abogado, tu abuelo tenía mucho di-nero depositado en el banco y te nombró su úni-co heredero. El abogado añadió, ante la cara de asombro de Rafa, daba por hecho que lo sabías, hace treinta años tu abuelo acertó la lotería, ganó un gran premio que, aconsejado por mí, in-virtió en acciones, le fue muy bien, estoy ha-blando de una fortuna, enfatizó abriendo grande los ojos. Rafa proseguía atónito, por lo cual el Dr. Velazco dijo, apoyando su mano en el hombro del afligido jovencito, entiendo que estés sor-prendido, tu abuelo llevaba una vida austera, sin lujos, recuerdo que siempre me decía que con tener para comer, algo para leer, un techo, po-der hablar y contar con alguien que lo escuche le alcanzaba y sobraba. Si no hubiese sido por ese estúpido temor a viajar y conocer nuevos sitios al menos habría vivido aventuras donde hubiese gastado parte de su dinero. ¡Pero qué dice!,

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inquirió Rafa, mi abuelo vivió infinidad de peri-plos recorriendo remotos lugares. A decir ver-dad, acotó el doctor en voz baja temiendo herir al joven, tu abuelo nunca durmió fuera de su ca-sa, no se podía alejar por mucho tiempo de su bi-blioteca, solamente en escasas y obligadas oca-siones abandonó nuestro pueblo. Exactamente, continuó diciendo el abogado, no sé que relación tenían ustedes pero tu abuelo comenzó a disfru-tar de la vida desde que la pudo empezar a com-partir contigo. Américo no tuvo suerte, la vida se ensañó con él, esa maldita enfermedad que a temprana edad acabó con la vida de tu abuela se llevó su alegría. Pero cuando tú escuchabas atentamente sus historias él realmente las vivía, el fulgor que conociste en sus ojos recién se encendió cuando comenzaron a pasar tiempo juntos. Espero que el abuelo haya disfrutado todo lo que vivimos en esos lugares, manifestó tiernamente Rafa.

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¿Y la torta?

¡La puta!, me olvidé la estufa apagada, con lo fresco que está, refunfuñó Don Alfredo, mien-tras se enroscaba la remendada bufanda al cue-llo. ¿Y los fósforos dónde carajo están?, una y otra vez revisaba el segundo cajón del viejo ar-mario. Cuando lo cerró resignado, vio que enci-ma del ordinario mármol de la mesada de la co-cina se encontraba la anhelada cajita. Luego de sacar algunos fósforos usados, halló uno con ca-beza colorada, lo prendió y después de varios intentos, al fin logró encender el calentador que no tardó mucho en calentar el pequeño depar-tamento. El aire de la casita ya se había templa-do, pero sus agrietadas manos continuaban ate-ridas. Con paciencia Alfredo frotó sus manos so-bre la estufa, para que se entibiaran y dejasen de dolerle. En sus manos se reflejaban sus más de ochenta años, también en ellas se dejaba ver que esos años no habían sido fáciles, habían sido años de arduo trabajo, lejos de escritorios, lejos de las grandes ciudades con hospitales y de ciertas comodidades que a esta edad no le eran prescindibles. Arriba de las muñecas, más allá de la piel que había sido resguardada por los guantes de grueso cuero, se observaban tajos que los árboles le habían hecho en un vano es-fuerzo por evitar ser derribados. La humedad y

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el calor de los impenetrables bosques del Chaco argentino condenaban a sus cansadas manos, permanentemente transpiradas y expuestas al constante roce con el curtido cuero de esos guantes llenos de espinas y persistente sucie-dad, a acostumbrarse al dolor provocado por fas-tidiosas ampollas que prolongaban la, ya de por sí, infinita jornada a la que un hachero estaba sometido. Las palmas de sus manos eran su sal-voconducto para que sus pensamientos llegaran a ese lejano momento, en el cual, aunque no lo podía argumentar, había sido feliz. Cada una de las grietas que cruzaban sus manos eran tan profundas que a través de ellas se podía espiar el alma. Siempre había sido leal a sus convicciones, fiel a sus valores y jamás abandonó sus esperan-zas, a pesar de las duras temporadas de trabajo, colmadas de rutinarias jornadas que agotaban al joven y enérgico Alfredo, de espíritu siempre al-tivo. Aunque los desplomes de los tenaces que-brachos lo aturdían, su cabeza estaba en otro lado, quizás cerca de la brisa marina que en los veranos humedece la cara provocando la justa frescura que requiere la piel expuesta al sol, o solamente sentado bajo la sombra de alguna planta que filtra los rayos del sol, nunca tan bra-vos como esos que, por quince años, lo habían atormentado sin piedad.

Los interminables años hachando acompaña-do por el insoportable calor con el que el bosque

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chaqueño abrazaba a sus visitantes, eran contra-rrestados con el inacabable amor que Alfredo re-cibía de Alicia, su prometida. Ella, a muchos ki-lómetros de distancia, de diversas maneras, lograba que su novio se enterase de cuánto lo amaba. Durante esos años, Alicia no sufría condi-ciones climáticas tan adversas como las que soportaba su enamorado. En aquel periodo ella se encontraba sometida en la secretaría de una empresa maderera. Su tarea en la empresa le dejaba ahorrar un poco de plata. Alicia se esfor-zaba mucho, escatimaba sus gastos, para así po-der acumular una suma de dinero que le permi-tiera a Alfredo desligarse del trabajo en el hostil bosque chaqueño y volver a Santa Fe junto a su pareja.

Fueron más de quince años sin verse los que tuvieron que soportar los apasionados amantes. En esos años los largos días resultaban insoporta-bles, pero jamás pensaron en abandonar a su fiel amor que a kilómetros afanosamente lo estaría añorando. Pero al fin llegó el momento en que Alfredo y a Alicia estuvieron juntos y está vez para siempre. No tardaron en casarse y formar una familia. Tuvieron dos hijos, Jorge y Adriana. Los cuatro se mudaron a un pequeño departa-mento en la ciudad de Córdoba. Allí Alfredo, hasta hace algunos años, trabajó de encargado en el supermercado del primo de un hachero que conoció en el bosque.

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Hoy 6 de julio, Alfredo cumple ochenta y dos años. Como en todos sus cumpleaños fuera del Chaco hace mucho frío. Pese a la baja tempera-tura, mientras Alicia aún dormía, Alfredo se había levantado temprano y fue a buscar bizco-chitos de grasa recién horneados. Pero cuando regresó, su incansable compañera que siempre lo espera con el mate preparado, no se encon-traba en la casa. Quizá Alicia había decidido ir hasta el centro a comprar una torta y se demora-ría por algo, pensó el confundido Alfredo. Ya era media mañana y Adriana no llamaba desde Espa-ña para saludar a su padre, eso le extrañaba so-bremanera porque ella, que sabía que su papá se levantaba temprano, siempre era la primera en desearle un feliz cumpleaños. Jorge tal vez tenía planeado viajar desde Río Cuarto, para llevar a sus cuatro hijos a visitar al abuelo.

El teléfono no sonaba ni nadie golpeaba a su puerta. Inmerso en una comprensible tristeza, Alfredo mantenía la esperanza de que le estuvie-ran preparando una fiesta sorpresa como hace dos años, pero todo era muy raro, nadie lo había saludado. Mientras buscaba opciones sentado en un sillón el sueño se hizo presente. Lo despertó el frío, la estufa se había apagado, quizás por falta de oxígeno, el aire fresco obligó a que nue-vamente enredara la bufanda en su cuello. El sol ya no estaba, ahora la luz de la luna que entraba

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por el ventiluz de la cocina se reflejaba en la única taza que había sobre la mesada. Decidido a dirigirse a la policía, Don Alfredo quiso mano-tear el picaporte de la puerta, para su sorpresa la puerta no tenía picaporte. Buscó la llave en la mesita que solía estar a la izquierda de la aber-tura y que ahora, quién sabe por qué, se encon-traba a la derecha. No la halló allí, la ubicó en el bolsillo de su abrigo. Abrió la puerta y atravesó el pasillo hasta llegar a la puerta del ascensor que estaba llegando. Alfredo se apuró y comenzó a abrir la puerta, desde adentro la empujaron raudamente, sus cansadas manos se aflojaron y la puerta golpeó su cara haciéndolo trastabillar hasta casi caer. Un fuerte abrazo lo ayudó a re-cuperar el equilibrio, era de su hijo, quien con el portero del edificio lo había estado buscando to-da la tarde desesperadamente. Sin dejar de abrazar a Jorge, Alfredo miró de reojo la puerta por la que había salido y comprendió que había estado todo el día angustiado dentro del depar-tamento de su vecino.

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Ctrl Z

En el año 2023 Walterio Nemecindes descu-brió la tecla Ctrl escondida en el cuerpo humano y fue Evagelina Leuci quien en el 2026 encontró a no más de veinte centímetros del Ctrl la letra Z. Esta última estaba muy bien camuflada y no ex-trañó a nadie que el hallazgo se hubiera produ-cido gracias a la delicada y detallista observa-ción femenina. Aspectos del resultado de com-binar ambas teclas alcanzaron el dominio popu-lar cuando trascurría la primavera de 2029, año que quedaría señalado como el del “Ctrl Z”. Luego del 2026 hubo muchísimos individuos que, enterados del exacto lugar anatómico donde se hallan las mencionadas teclas, se suicidaron al darse cuenta de que habían malgastado las, aho-ra conocidas, siete oportunidades de uso. La ubi-cación de dichos botones, en este texto, por no

1redundar, no se repetirá ( ).

Durante el 2028, año en el que muy pocos sabían que los seres humanos nacían disponien-do de siete ocasiones de hacer efectiva la fun-ción producida al presionar Ctrl más Z, corrió un fuerte rumor acerca de que la combinación de dichas teclas por octava vez provocaba la putre-facción, en breves minutos, de los genitales, tanto femeninos como masculinos. Un conocido actor de Hollywood (California), quien también

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ocupó, representando al partido republicano, un alto cargo político a principios de siglo en Estados Unidos, exhibió en el 2028 su muerte en un vídeo de tres minutos que millones de perso-nas siguieron “en vivo” por Internet. En el vídeo el ex fisicoculturista se dejaba ver agonizando sobre el suelo recién vomitado y sosteniendo con sus manos su miembro putrefacto. Luego tras-cendió que la muerte del actor y político fue pro-vocada por una alta dosis de cocaína y nunca se aclaró el motivo por el cual su pene estaba po-drido. A días del fallecimiento, Emery Trentery, vecina del republicano, declaró ante las cáma-ras de televisión que una semana antes de la tra-gedia un fuerte olor a podrido proveniente de la casa de Arnold invadía su hogar.

Cuando terminaba la primavera del 2029, más de la mitad de la población del globo estaba enterada del Ctrl Z. Casi todos conocían el resultado de su empleo pero los detalles de esta aplicación no muchos los manejaban y eran solo algunos los que reparaban en sus peligrosas consecuencias. Durante el 2030, “Año del caos del Ctrl Z”, los libros más leídos fueron “Uso del Ctrl Z en un mundo capitalista”, “Darwin vislum-braba el Ctrl Z” y “¿Todavía no encontraste el Punto G?”. Ninguno de ellos aportaría dema-siada claridad al tema e hicieron falta aún al-gunos años para que se comenzara a dominar la metodología. Por el 2030 no fueron pocos los

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maleantes que intentaron tergiversar la regla de las siete oportunidades de uso pertenecientes a cada ser humano, robándosela a otras personas vivas o muertas y en reiteradas ocasiones ayu-dándolas a morir. Tampoco faltaron los rufianes con dinero, acostumbrados a comprar no solo objetos materiales y que sin escrúpulos quisie-ron sobrepasar el cupo de posibilidades prede-terminadas para usar la nueva función. Terribles abusadores, familiares bien intencionados y no tan bien, médicos ignorantes y ventajeros de los que nunca faltan, se desvivieron en ayudar a en-fermos con límites mentales o físicos que no po-dían, por alguna razón, realizar la necesaria combinación. Corrompiendo algunos cuerpos inertes quedó totalmente comprobado que una vez que el corazón se detiene caducan las opor-tunidades, al menos nueve personas perdieron la vida al intentarlo.

Aunque sin ahondar, para no redundar ni subestimar al lector, se recuerda en pocas pala-bras, el resultado que daba presionar a la vez la tecla Ctrl y la tecla Z escondidas en el cuerpo humano, en el lugar donde ya saben todos. Al presionar dichas teclas en vida, sobre uno mismo y nunca en más de siete ocasiones, se vuelve en el tiempo hasta el instante previo de haber reali-zado el último acto trascendental. La utilidad es muy arbitraria, y hasta hoy es discutida por los grandes pensadores de la época (que no son

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muchos). Cabe recordar que aún en situaciones similares la aplicación no siempre alcanza los resultados esperados. Un claro ejemplo es lo sucedido durante diferentes partidos de fútbol, ante una misma situación vivida por un jugador después de errar el penal que le hubiera dado el triunfo a su equipo. El 24 de Octubre de 2029, el protagonista fue el Chino Gòng sà luó M d ng nèi z portando la casaca número ocho del Dalian Shide: instantes después de que el arquero detu-viera el débil tiro del volante, Gòng sà luó se arrojó al suelo e hizo uso del Ctrl Z. Inmediata-mente se encontró corriendo hacia la pelota depositada en el punto penal, esta vez apuntó al otro palo convirtiendo el gol y dándole así la vic-toria a su equipo. Ese mismo día, horas más tar-de y esta vez en el continente europeo, Hernán Valdés, hijo del conocido arquero catalán, ju-gando para el Girondins Bordeaux de Francia, luego de malograr el penal con un tiro que levan-tó la pelota cuatro metros sobre el travesaño, quedó acostado en el césped observando de reojo las burlonas sonrisas de sus contrincantes. Entonces optó por apretar su Ctrl Z y de inme-diato estaba entrando al área con la pelota do-minada, un instante después un defensor se lan-zó a barrer a Hernán, quien esta vez decidió sal-tar y esquivar al violento líbero y así rematar ha-cia el arco, en esta ocasión estrellando el balón contra el poste izquierdo, desperdiciando la

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nueva chance. Al marcador de punta hondureño Juan Ramón Chandía lo que le sucedió el 7 de noviembre de ese mismo año fue que después de un tremendo pelotazo un joven arquero evitó que el penal fuera convertido desviando la pelo-ta con un movimiento del codo al que siguió un gesto claramente sobrador. Ni bien la pelota gol-peó el alambrado Juan Ramón arremetió contra el arquerito pegándole un puñetazo que le voló un diente. Durante la trifulca, que no demoró en armarse, el marcador de punta presionó el CtrlZ, volviendo al instante previo al lanzamiento del puñetazo, esta vez apuntó mejor y le quebró el tabique.

Este ejemplo, como muchos otros, han gene-rado innumerables polémicas y removido las neuronas de cientos de filósofos, sociólogos, opinólogos y paseadores de perros. ¿Qué es más trascendental, el haber errado el penal, causan-do así el descenso del equipo o la acción que derivó en los diecisiete años de suspensión para Juan Ramón? ¿Hizo bien Juan Ramón en culpar a Dios por la decisión del Ctrl Z? ¿El marcador de punta debe desbordar y tirar centro o conviene que enganche para adentro?, e infinidad de pre-guntas que, habiendo textos específicos, aquí no

2vamos a profundizar ( ).

La función que brinda el Ctrl Z había sido tan soñada... y hoy causa más problemas que soluciones. La gente aún no está lista para

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sacar ventajas a esta propiedad como en su libro 3

Alex lo detalla sin tapujos ( ). El poder cadu-cante del Ctrl Z originó una nueva clase social, por primera vez, puramente concebida al mar-gen de las dispares adquisiciones económicas. No es lo mismo que te queden tres chances de uso teniendo sesenta años, que solamente te reste una a los veintiún años. En los pueblos, sobre todo, donde todos saben todo de todos, se podía oír murmurar a los habitantes que a la hija de Manfredo, el almacenero, sin siquiera tener aún la mayoría de edad, ya no le quedaban posibilidades de utilizar el Ctrl Z. Según rumores no tan infundados gracias a ello todavía no tenía hijos, Roedirng publicó un libro que profundiza

4este tópico ( ). El caso opuesto que también se dejaba oír era como el comentado en estos tér-minos: “¡Qué capo el viejo Eusebio! Tiene ochenta y tres años y aún le queda la chance de usar seis veces el Ctrl Z”. Como no podía ser de otra manera existían rumores de que el viejo ya había olvidado el lugar de su cuerpo donde se encontraban sus teclas.

Para el año 2035 eran vistas con malos ojos las personas que comentaban a viva voz haber usado el Ctrl Z., Hacer alarde de haber aprove-chado dicha propiedad denotaba debilidad y una paupérrima moral. Fue en el 2037 que se oficia-lizó la extirpación de la tecla Ctrl y de la tecla Z. Está de más aclarar que no hacía falta quitar

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ambas, con eliminar una se suprimía la posi-bilidad de realizar la combinación que producía el efecto. No fueron pocas las dudas sobre cuál

5de las dos quitar ( ). En el 2036, año llamado “Me lo arranco cuándo y cómo mierda quiero”, mu-rieron miles de personas, cifra que casi iguala los fallecimientos provocados, durante Semana Santa del 2020 por la ingesta indiscriminada de Viagra. La gente sucumbió por infecciones reali-zadas luego de arrancado el pedazo de carne con los más variados utensilios, excepcionalmente esterilizados. Recordemos que para el 2036 ya había aumentado previsiblemente la cantidad y

6diversidad de bacterias ( ). Este último año se hizo muy famoso el nieto de Julio Iglesias, hijo de Enrique, por pedirle a su novio que le arran-cara, con los dientes, la Z o el Ctrl, cuál de las dos no se pudo confirmar debido a que una hora después, preso de un ataque de celos, el guarda-espaldas de Enrique le extirpó, también con los dientes, el otro botón. Durante el 2037 la gente continuó realizandose intervenciones clandesti-nas para librarse de la tan anhelada y ahora tan rechazada propiedad. Pese a que en los hospi-tales públicos se operaba sin costo, la gran de-manda existente obligaba a sacar turnos con meses de anticipación.

Para el otoño del 2040 solamente algunas personas, por variadas causas, conservaban la posibilidad de utilizar el Ctrl Z. Más de dos

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décadas el mundo subsistió a lo que ahora llama-ban “La pesadilla del Ctrl Z”. El recordado fut-bolista Juan Ramón Chandía describió deta-lladamente, durante sus años tras las rejas, las

7penurias que le causó la propiedad ( ).

Sin lugar a dudas la sociedad no estaba preparada para meterle un poco la mano en el bolsillo al destino. Es imposible saber qué des-hacer si no se sabe qué se ha hecho y, sobre todo, si tampoco se sabe qué hacer ahora.

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Notas:

(1) En el libro publicado por esta editorial: “Ya sabe-

mos donde está el ́ Punto G´, ahora vamos por el Ctrl

Z”; (Armendáriz, 2029; con fotografías de Eugen

Pleuper).

(2) Ver los libros publicados por esta editorial: “El

Divino creador del Ctrl Z”; “¿El Ctrl Z es adaptable?”;

“La parábola del Ctrl Z “; “Si lo que me pasó no es

trascendental, ¿qué mierda es trascendental?; ; “Ctrl

Z y la re puta que te parió”, y muchos más.

(3) El Antropólogo Social y Striper, Alex González, au-

tor de “Ctrl Z una utopía, llevamos 80 años cono-

ciendo el ́ Punto G´ y muy pocos lo saben usar”, publi-

cado en el 2030.

(4) “La utilización del´Ctrl Z en lugar del preservativo

u otros métodos anticonceptivos” (Roedirng, 2030).

(5)Ver los libros publicados por esta editorial: “El

´Ctrl´ o la´Z´” esa es la cuestión”; “Por las dudas las

dos”; “Dejarse la Z es de putos”; “El Ctrl se la come y

la Z se la da”.

(6) Para más detalle ver el trabajo publicado en Natu-

re “Riqueza específica de bacterias a nivel mundial”

(Barral et al., 2036) y la nota emitida anónimamente

por Debacle en ese mismo año “Los Procariotas nos

invaden”.

(7) En el libro publicado por esta editorial: “El ́ Ctrl Z´

arruinó mi carrera provocándome una suspensión de

diecisiete años tras un arrebato pugilístico y mi

difunta esposa arruinó mi vida provocándome la

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perdida de libertad tras asesinarla con premeditación

y alevosía” (Chandía, 2040).

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Indice

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Nota del autor 7

¡¡Era una obviedad!! 11

Brillo genuino 19

Cóndor andino 25

Cuenta Impaga 29

El gallo y el Sol 45

Ella vil e infame y yo el más dulce 53

La neotenia de la oruga 63

Viajando por historias 69

¿Y la torta? 75

Ctrl Z 81

Indice 91

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Este libro se terminó de imprimir en Mar del Plata el día trece del mes de marzo del año dos

mil quince.

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