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El cumpleaños secreto es un relatofascinante de misterios y secretos, teatro yfarsa, de un asesinato y de un amorimperecedero.1959: En un caluroso día de verano,mientras su familia se va de picnic al arroyode su granja en Suffolk, la adolescenteLaurel se esconde en la casa del árbol desu infancia, fantaseando con un muchachollamado Billy, una huida a Londres y unfuturo grandioso que aguarda conimpaciencia. Sin embargo, antes de queesa tarde idílica toque a su fin, Laurelpresenciará un crimen aterrador que locambiará todo.2011: Siendo ya una actriz célebre, Laurelse ve abrumada por las sombras de supasado. Acechada por los recuerdos y elmisterio de lo que vio ese día, vuelve al

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hogar familiar y comienza a desenmarañarcada rincón de su memoria en busca deaquella historia. Una historia de tresdesconocidos procedentes de mundos muydiferentes —Dorothy, Vivien y Jimmy— quecoinciden en el Londres de los años de laSegunda Guerra Mundial y cuyas vidasquedarán unidas de forma funesta einexorable.

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Kate Morton

El cumpleaños secreto

ePUB r1.1Mezki 14.05.13

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Título original: The secret keeperKate Morton, 2012Traducción: Máximo Sáez Escribano

Editor digital: MezkiePub base r1.0

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Para Selwa,amiga, agente, campeona.

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PARTE 1

—LAUREL—

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La Inglaterra rural, una casa de labranza enmedio de ninguna parte, un día de verano acomienzos de los años sesenta. Es una casamodesta: entramado de madera, pintura blancamedio descascarillada en la fachada oeste y unaplanta trepadora que se encarama por lasparedes. De la chimenea surge una columna dehumo y basta una mirada para saber que algosabroso se cuece a fuego lento en la cocina. Losugiere algo en la disposición del huerto, tanpreciso, en la parte trasera de la casa; en elorgulloso resplandor de la iluminación de lasventanas; en la cuidadosa alineación de las tejas.

Una valla rústica rodea la casa, y a amboslados una puerta de madera separa el cuidadojardín de los prados, más allá de los cuales se

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extiende la arboleda. Entre los árboles, sobre laspiedras, serpentea un arroyo con ligereza,meciéndose entre la luz del sol y la sombracomo ha hecho durante siglos, pero no se oyedesde aquí. Se halla demasiado lejos. La casaestá muy aislada, al final de un camino largo ypolvoriento, invisible desde la carretera cuyonombre comparte.

Aparte de alguna brisa esporádica, todo estáinmóvil, todo está en silencio. Un par de arosblancos de juguete, la moda del año pasado,reposan contra el arco que forma una glicina.Un oso de peluche, con un parche en el ojo yuna mirada tolerante y digna, vigila desde suatalaya en la cesta de un carrito de lavanderíaverde. Una carretilla cargada con macetasespera paciente junto al cobertizo.

A pesar de su quietud, o tal vez por ello, laescena despierta una expectación electrizante,como un escenario de teatro justo antes de lasalida de los actores. Cuando todas las

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posibilidades se extienden ante nosotros y eldestino aún no ha adquirido forma alguna, en esemomento…

—¡Laurel! —La voz impaciente de unaniña, a cierta distancia—. Laurel, ¿dónde estás?

Y es como si el hechizo se hubiesedesvanecido. Las luces de la casa se atenúan; eltelón se levanta.

Unas gallinas aparecen de la nada parapicotear entre los ladrillos de la huerta, unarrendajo arrastra su sombra por el jardín, untractor en la pradera cercana despierta a la vida.Y muy por encima de todos, tumbada deespaldas en el suelo de la casa del árbol, unamuchacha de dieciséis años aprieta contra elpaladar el caramelo de limón que ha estadochupando y suspira.

Era cruel, suponía, dejarles que la siguiesenbuscando, pero, con ese calor y el secreto que

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Laurel albergaba en su interior, el esfuerzo dejugar (y jugar a juegos infantiles) erasimplemente demasiado. Además, formabaparte del desafío y, como siempre decía papá, lojusto era justo y nunca aprenderían si no lointentaban. No era culpa de Laurel que se lediese tan bien encontrar escondites. Ellos eranmás jóvenes, cierto, pero tampoco eran bebés.

Y, de todos modos, no quería que laencontrasen. No hoy. No ahora. Lo único quequería era yacer ahí, dejar que el algodón fino desu vestido aletease contra las piernas desnudas,mientras los recuerdos de él iban invadiendo sumente.

Billy.Cerró los ojos y ese nombre se esbozó con

elegancia en la oscuridad de los párpados. Eranletras de neón, un neón de color rosa intenso. Lepicaba la piel y giró el caramelo para que elcentro hueco hiciese equilibrios sobre la puntade la lengua.

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Billy Baxter.Esa manera en que la miraba por encima de

sus gafas de sol negras, esa sonrisa ladeada, esecabello oscuro a la moda…

Había sido un flechazo, tal como esperabadel amor verdadero. Ella y Shirley se habíanbajado del autobús cinco sábados atrás paraencontrar a Billy y sus amigos fumandocigarrillos en los escalones del salón de baile.Sus miradas se cruzaron y Laurel dio gracias aDios por haber decidido que la paga de un fin desemana era un precio justo por un par de mediasde nailon nuevas.

—Vamos, Laurel. —Era Iris, cuya vozdesfallecía bajo el calor del día—. ¿Por qué nojuegas limpio?

Laurel cerró los ojos con más fuerza.Habían bailado todos los bailes juntos. La

banda tocó más rápido, se le soltó el pelo, quehabía recogido en un moño francés copiadocuidadosamente de la cubierta de Bunty, le

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dolían los pies, pero aun así siguió bailando. Y nose detuvo hasta que Shirley, molesta porque nole había hecho caso, se acercó como si fuese sutía y dijo que estaba a punto de salir el últimoautobús a casa, por si a Laurel le importabavolver a tiempo (ella, Shirley, estaba convencidade que no le importaba en absoluto). Y entonces,mientras Shirley daba golpecitos con el pie yLaurel se despedía ruborizada, Billy le habíaagarrado la mano y la acercó a él, y en lo máshondo Laurel supo con una claridad cegadoraque este momento, este momento hermoso,estrellado, la había estado esperando durantetoda su vida…

—Oh, haz lo que quieras. —El tono de Irisera cortante, enfadado—. Pero no me eches laculpa cuando veas que no queda tarta decumpleaños.

Pasado el mediodía, el sol había comenzadosu descenso y un rayo de calor entró por laventana de la casa del árbol, coloreando el

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interior de los párpados de Laurel de colorcereza. Se sentó, pero no hizo movimientoalguno para salir de su escondite. Era unaamenaza poderosa (la debilidad de Laurel por latarta de su madre era legendaria), pero vacía.Laurel sabía muy bien que el cuchillo de lastartas yacía olvidado en la mesa de la cocina,extraviado en medio del caos de la familia alreunir cestas de picnic, mantas, limonada conburbujas, toallas de baño, el nuevo transistor ysalir a toda prisa de la casa. Lo sabía porque,cuando volvió sobre sus pasos y, con el pretextode jugar al escondite, se coló dentro de la casafresca y en penumbra para ir a buscar elpaquete, había visto el cuchillo junto al frutero, ellazo rojo en el mango.

El cuchillo era una tradición: había cortadotodas las tartas de cumpleaños, los pasteles deNavidad, las tartas para-animar-a-alguien de lafamilia Nicolson, y su madre no se apartabanunca de la tradición. Ergo, hasta que alguien

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fuese a recuperar el cuchillo, Laurel sabía queera libre. Y ¿por qué no? En una casa como lasuya, donde los minutos silenciosos eran másraros que un perro verde, donde siempre habíaalguien que entraba por una puerta o daba unportazo, desperdiciar un momento íntimo era unaespecie de sacrilegio.

Hoy, sobre todo, necesitaba tiempo para símisma.

El paquete había llegado con el últimoreparto del jueves y, en un golpe de suerte, fueRose quien vio al cartero, no Iris, Daphne o —gracias a Dios— su madre. Laurel supo deinmediato quién lo había enviado. Sus mejillasestaban coloradísimas, pero se las arregló parabalbucear unas palabras sobre Shirley y unabanda y un álbum que le iban a prestar. Rose nisiquiera percibió ese esfuerzo para embaucarla,pues su atención, poco fiable en el mejor de loscasos, ya se había centrado en una mariposaque se posaba en el poste de la cerca.

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Más tarde, esa misma noche, cuando seapiñaron frente a la televisión para ver JukeBox Jury e Iris y Daphne comparaban losméritos de Cliff Richard y Adam Faith y supadre se lamentaba del falso acento americanode este último, muestra de la decadencia delImperio británico, Laurel se marchósigilosamente. Echó el cerrojo al cuarto de bañoy se deslizó hasta el suelo, la espalda apoyadacon firmeza contra la puerta.

Con los dedos temblorosos, desgarró un ladodel paquete.

En su regazo cayó un libro pequeño envueltoen papel de seda. Leyó el título a través delpapel, La fiesta de cumpleaños de HaroldPinter, y un escalofrío le recorrió la columnavertebral. Laurel fue incapaz de contener ungritito.

Desde entonces, había dormido con el libroen el interior de la funda de la almohada. No esque fuese muy cómodo, pero le gustaba

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mantenerlo cerca. Necesitaba tenerlo cerca.Era importante.

Había momentos, creía Laurelsolemnemente, en los que una persona se veíaen una encrucijada, cuando algo ocurría, sinprevio aviso, para cambiar el curso de losacontecimientos. El estreno de la obra de Pinterhabía sido uno de esos momentos. Al enterarsepor el periódico, sintió unas ganas inexplicablesde asistir. Dijo a sus padres que iba a visitar aShirley, a quien pidió que guardase el mayor delos secretos, y cogió el autobús a Cambridge.

Fue su primer viaje sola y, mientras veía enla penumbra del Arts Theatre cómo la fiesta decumpleaños de Stanley se iba convirtiendo enuna pesadilla, sintió una elevación del espíritucomo nunca había experimentado antes. Era laclase de revelación de la que las ruborizadasseñoritas Buxton parecían disfrutar en la iglesialos domingos por la mañana y, aunque Laurelsospechaba que su entusiasmo tenía más que

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ver con el nuevo y joven rector que con lapalabra de Dios, ahí sentada, al borde de unabutaca barata, mientras el drama que adquiríavida sobre el escenario le comprimía el pecho ysumaba su vida a la de ella, sintió el calor de surostro arrebatado y lo supo. No estaba segurade qué exactamente, pero lo supo con unacerteza absoluta: en la vida había algo más, algoque aguardaba su llegada.

Se había guardado el secreto para sí misma,sin saber qué hacer con él, sin tener ni idea decómo explicárselo a otra persona, hasta que laotra noche, con el brazo de él alrededor de ella yla mejilla de ella apoyada firmemente contra suchaqueta de cuero, le confesó todo a Billy…

Laurel sacó la carta del interior del libro y laleyó de nuevo. Era breve, y solo decía que laestaría esperando con la moto al final de la calleel sábado a las dos y media de la tarde… Habíaun pequeño lugar que quería mostrarle, su lugarpreferido en la costa.

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Laurel miró el reloj. Quedaban menos dedos horas.

Asintió cuando le habló sobre lainterpretación de La fiesta de cumpleaños ycómo le había hecho sentirse, habló de Londresy el teatro y las bandas que había visto en clubesnocturnos sin nombre, y Laurel entrevió unmundo de posibilidades. Y entonces la besó, suprimer beso de verdad, y una bombilla eléctricaexplotó dentro de su cabeza, así que todo sevolvió de un blanco ardiente.

Se acercó a donde Daphne había clavado unpequeño espejo de mano y se miró, comparandolas líneas negras que había dibujado con esmeroen la esquina de ambos ojos. Satisfecha trascomprobar que quedaban bien, Laurel se arreglóel flequillo y trató de apaciguar la inquietantesensación de haber olvidado algo importante. Sehabía acordado de la toalla de baño; ya llevabapuesto el bañador bajo el vestido; había dicho asus padres que la señora Hodgkins necesitaba

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que pasase unas horas extra en el salón debelleza, para barrer y limpiar.

Laurel se apartó del espejo y se mordisqueóuna uña. No era propio de ella andar aescondidas, no del todo; era una buena chica,todo el mundo lo decía (sus profesores, lasmadres de sus amigas, la señora Hodgkins),pero ¿qué otra opción tenía? ¿Cómo podríaexplicárselo a su madre y a su padre?

Sabía con certeza meridiana que sus padresnunca habían sentido el arrebato del amor; noimportaban las historias que contaban acerca decómo se conocieron. Oh, se amaban el uno alotro, pero era un amor de adultos, acogedor, eseque se manifestaba en apretones de hombros einfinitas tazas de té. No… Laurel suspiróacalorada. Se podía decir que ninguno de los doshabía conocido el otro tipo de amor, el amor confuegos artificiales, corazones desbocados ydeseos (se ruborizó) carnales.

Una cálida ráfaga de viento vino

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acompañada del distante sonido de la risa de sumadre, y la conciencia, por vaga que fuese, deque su vida se encontraba ante un precipicio lehizo sentir cariño. Mamá querida. Ella no teníala culpa de que su juventud se desperdiciase enla guerra. De que hubiera tenido casi veinticincoaños cuando conoció a papá y se casó con él; derecurrir aún a su talento para hacer barcos depapel cuando uno de ellos necesitaba ánimos; deque para ella el mejor momento del veranohubiese sido ganar el premio del Club deJardinería, por lo cual su fotografía apareció enlos periódicos. (No solo en el periódico local: elartículo había sido publicado en la prensalondinense, en un especial acerca de losacontecimientos regionales. El padre de Shirley,un abogado, lo había recortado con gran placerde su periódico y vino a mostrárselo). Mamá sehizo la timorata y se quejó cuando papá pegó elrecorte en la puerta del nuevo frigorífico, perosin poner mucho empeño, y no lo quitó. No,

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estaba orgullosa de sus larguísimas judíasverdes, muy orgullosa, y a eso exactamente serefería Laurel. Escupió un pequeño trozo deuña. De una manera extraña e indescriptible, eramás piadoso engañar a una persona que seenorgullecía de sus judías verdes que obligarla aaceptar que el mundo había cambiado.

Laurel no tenía demasiada experiencia conel engaño. Eran una familia unida, todas susamigas lo comentaban. Se lo decían a la cara y,lo sabía, lo decían a sus espaldas. Por lo querespectaba a sus conocidos, los Nicolson habíancometido el sospechosísimo pecado de llevarsebien entre sí. Pero, últimamente, las cosashabían sido diferentes. Aunque Laurel cumplíacon las formalidades de siempre, había percibidouna nueva y extraña distancia. Fruncióligeramente el ceño cuando unos mechonescayeron sobre la mejilla debido a la brisa estival.Por la noche, sentados a la mesa, mientras supadre hacía esas bromas entrañables que no

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tenían gracia, aunque se reían de todos modos,Laurel sentía que estaba fuera, mirándolo, comosi ellos viajasen en el vagón de un tren,compartiendo los viejos ritmos familiares, y soloella se quedase en la estación mientras losdemás se alejaban.

Salvo que era ella quien iba a dejarlos, ypronto. Ya lo tenía investigado: adonde tenía queir era a la Escuela de Arte Dramático. Sepreguntó qué dirían sus padres cuando lescontase que quería irse. Ninguno de los dostenía mucho mundo (su madre ni siquiera habíaido a Londres desde el nacimiento de Laurel) yla mera sugerencia de que su hija mayor seplanteara mudarse allí, y además para dedicarsea la inestable vida del teatro, con todaprobabilidad les causaría una apoplejía.

Abajo, la ropa tendida se meció húmeda.Una pernera de los vaqueros que la abuelaNicolson tanto detestaba («Pareces unaordinaria, Laurel… No hay nada peor que una

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muchacha que se va con cualquiera») sesacudía contra la otra, lo cual asustó a unagallina, que cloqueó y caminó en círculos. Laureldeslizó las gafas de sol de montura blanca sobrela nariz y se dejó caer contra la pared de la casadel árbol.

El problema era la guerra. Se había acabadohacía más de dieciséis años (toda su vida) y elmundo había seguido adelante. Todo eradiferente ahora; las máscaras antigás, losuniformes, las cartillas de racionamiento y todolo demás solo tenían sentido en el viejo baúlcaqui que su padre guardaba en la buhardilla.Por desgracia, algunas personas no parecíandarse cuenta de ello; concretamente, toda lapoblación que sobrepasaba los veinticinco años.

Billy le dijo que nunca encontraría laspalabras que les hiciesen comprender. Dijo quese trataba de algo llamado brecha generacionaly que intentar explicarse era inútil, que era comoen ese libro de Alan Sillitoe que llevaba a todas

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partes en el bolsillo: los adultos no comprendíana sus hijos y, si lo hacían, es que se estabanequivocando en algo.

Un rasgo habitual de Laurel (la chica buena,leal a sus padres) mostró su desacuerdo, pero noella. En vez de ello, sus pensamientos secentraron en esas noches recientes en quelograba alejarse con sigilo de sus hermanos,cuando salía al atardecer, con una radio ocultabajo la blusa, y subía con el corazón desbocadoa la casa del árbol. Ahí, sola, se apresuraba asintonizar Radio Luxemburgo y se recostaba enla oscuridad, dejando que la música laenvolviese. Y a medida que se iba adentrandoen el aire inmóvil del campo, cubriendo esepaisaje antiguo con las canciones más modernas,a Laurel se le erizaba la piel con la sublimeintoxicación de saberse parte de algo inmenso:una conspiración mundial, un secreto grupal.Una nueva generación de jóvenes, todos a laescucha en este preciso instante, sabedores de

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que la vida, el mundo, el futuro estaban ahí,esperándolos…

Laurel abrió los ojos y el recuerdo sedesvaneció. No obstante, su calidez persistió, yse estiró satisfecha, siguiendo el vuelo de ungrajo. Vuela, pajarito, vuela. Así sería ella, encuanto terminase el colegio. Continuó mirando ysolo parpadeó cuando el ave era un punto en ellejano azul, y se dijo a sí misma que, si lograbaesta proeza, sus padres verían las cosas a sumanera y ante ella se abriría un futuroprometedor.

Sus ojos se humedecieron triunfales y dejóque su mirada se posase en la casa: la ventanade su habitación, el aster que ella y su madrehabían plantado sobre el pobre cadáver deConstable, el gato, la rendija entre los ladrillosdonde, qué vergüenza, solía dejar notas para lashadas.

Eran recuerdos vagos de un tiempoacabado, de una niña pequeña que recogía

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caracolas en una charca a orillas del mar, decenar todas las noches en el cuarto delantero dela pensión que su abuela tenía en la costa, peroeran como un sueño. La casa de labranza habíasido su único hogar. Y, aunque no pretendíatener un sillón propio, le gustaba ver a suspadres en sus sillones por la noche; saber,mientras iba quedándose dormida, que sehablaban en susurros al otro lado de esa paredtan fina; que bastaba estirar un brazo paramolestar a una de sus hermanas.

Iba a echarlas de menos cuando se fuese.Laurel parpadeó. Las iba a echar de menos.

Fue una certeza súbita y abrumadora. Cayó ensu estómago como una piedra. Compartían lamisma ropa, le rompían los pintalabios, lerayaban los discos, pero las iba a echar demenos. El ruido y el calor, el movimiento y lasriñas, y la alegría aplastante. Eran como unacamada de cachorros que retozaban en suhabitación compartida. Abrumaban a los

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visitantes y eso les gustaba. Eran las jóvenesNicolson: Laurel, Rose, Iris y Daphne; un jardínde hijas, como papá decía extasiado cuandohabía bebido una cerveza de más. Pilluelas demil demonios, según proclamaba la abuela trassus visitas estivales.

Ahora oía el jolgorio y los gritos distantes,los sonidos remotos y acuosos del verano juntoal arroyo. Algo dentro de ella se tensó como sihubieran tirado de una cuerda. Podíaimaginarlos, igual que el retablo de un cuadroantiguo. Las faldas metidas a los lados de lascalzas, persiguiéndose unas a otras a lo largo delriachuelo; Rose se ponía a salvo en las rocas, losdelgados tobillos colgando en el agua mientrasdibujaba con un palo mojado; Iris, empapada yfuriosa por ello; Daphne, con sus tirabuzones, setronchaba de risa.

Habrían extendido el mantel de picnic acuadros sobre la orilla cubierta de hierba y sumadre estaría cerca, metida hasta las rodillas en

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la curva donde el agua corría más rápido, parasoltar su último barco. Su padre estaría mirandoa un lado, con los pantalones enrollados y uncigarrillo en los labios. En su rostro (Laurel loveía con claridad meridiana), esa expresión tansuya de ligero desconcierto, como si le costasecreer que la fortuna le hubiese deparado estaren ese lugar, en ese preciso momento.

Salpicando a los pies de su padre, dandogrititos y riendo mientras sus manos, pequeñitasy regordetas, se estiraban en busca del barco demamá, estaría el bebé. El ojito derecho de todosellos…

El bebé. Tenía nombre, por supuesto, Gerald,pero nadie lo llamaba así. Era un nombre deadulto y él era todavía un bebé. Hoy cumplía dosaños, pero aún tenía una cara redonda y conhoyuelos, los ojos resplandecían traviesos y suspiernas eran gordinflonas y deliciosas. A vecesLaurel sentía una tentación casi irresistible deapretujarlas con todas sus fuerzas. Todos

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competían por ser su favorito y todos clamabanvictoria, pero Laurel sabía que su rostro seiluminaba de una manera especial con ella.

Era impensable, por tanto, que se perdiese niun segundo de su fiesta de cumpleaños. ¿A quéestaba jugando escondida tanto tiempo en lacasa del árbol, sobre todo cuando planeabaescaparse junto a Billy más tarde?

Laurel frunció el ceño y sorteó una serie derecriminaciones acaloradas que enseguida seenfriaron hasta formar una decisión. Seenmendaría: bajaría, cogería el cuchillo decumpleaños de la mesa de la cocina y lo llevaríaal arroyo sin perder tiempo. Sería una hijamodelo, la perfecta hermana mayor. Sicompletaba esa tarea antes de que pasaran diezminutos según su reloj, se daría un positivo enesa cartilla de notas imaginaria que siemprellevaba consigo. La brisa soplaba cálida contrasu pie descalzo y bronceado cuando, apresurada,pisó el peldaño superior.

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Más tarde, Laurel se preguntaría si todohabría sido diferente de haber ido un poco másdespacio. Si, quizás, podría haber evitado esesuceso horrible de haber sido más cuidadosa.Pero no lo fue, y no lo evitó. Iba a toda prisa ypor eso siempre se culparía a sí misma de lo queocurriría a continuación. En ese momento, sinembargo, fue incapaz de contenerse. Con lamisma intensidad que antes había deseado estarsola, la necesidad de encontrarse en el meollo dela acción la poseyó con un apremio pasmoso.

Había ocurrido a menudo últimamente. Eracomo la veleta en lo alto del tejado deGreenacres: sus emociones viraban de unadirección a otra según el capricho del viento.Era extraño, y a veces la asustaba, pero encierto sentido era también emocionante. Comoviajar dando bandazos a orillas del mar.

En este caso, fue, además, perjudicial. Pues,en su prisa desesperada por unirse a la fiesta

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junto al arroyo, se golpeó la rodilla contra elsuelo de madera de la casa del árbol. El rasguñoescocía e hizo una mueca de dolor al bajar lavista para ver cómo manaba sangre de un rojosorprendente. En lugar de seguir bajando, subióde nuevo a la casa del árbol para examinar laherida.

Aún estaba ahí sentada, observando surodilla lastimada, maldiciendo sus prisas ypreguntándose si Billy notaría esa costra grandey fea, cómo podría disimularla, cuando percibióun ruido que procedía del bosquecillo. Un ruidosusurrante, natural y sin embargo tan distinto delos otros sonidos de la tarde que le llamó laatención. Echó un vistazo por la ventana de lacasa del árbol y vio a Barnaby caminandotorpón sobre la hierba crecida, las orejassedosas meciéndose como alas de terciopelo. Sumadre caminaba no muy lejos, avanzando azancadas hacia el jardín, con un vestido deverano tejido a mano. El bebé reposaba

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cómodamente sobre su cadera, con laspiernecitas desnudas debido al calor del día.

Si bien aún estaban a cierta distancia, por unextraño efecto del viento Laurel podía oír conclaridad la cantilena que su madre canturreaba.Era una canción que les había cantado a todosellos, y el bebé reía encantado y gritaba: «¡Más!¡Más!» (aunque parecía decir: «¡Ma! ¡Ma!»),mientras su madre recorría su tripita con losdedos para hacerle cosquillas en la barbilla.Estaban tan concentrados el uno en el otro,ofrecían un aspecto tan idílico en ese pradosoleado que Laurel se debatía entre el goce dehaber observado ese momento tan íntimo y laenvidia por no formar parte de él.

A medida que su madre descorría el pestillode la puerta y se acercaba a la casa, Laurelcomprendió con desánimo que había ido abuscar el cuchillo de los cumpleaños.

A cada paso de su madre Laurel veíaalejarse aún más la oportunidad de redimirse. Se

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fue enfurruñando, y ese mal humor, que leimpidió llamarla o bajar, la dejó clavada en elsuelo de la casa del árbol. Ahí permaneciósentada, sufriendo cabizbaja de un modoextrañamente placentero, mientras su madreavanzaba y entraba en la casa.

Uno de los aros de juguete cayó en silencioal suelo, y Laurel interpretó esa acción comouna muestra de solidaridad. Decidió quedarsedonde estaba. Que la echasen de menos unpoco más; ya iría al arroyo cuando estuvieselista. Mientras tanto, iba a leer La fiesta decumpleaños de nuevo al tiempo que imaginabaun futuro lejos de aquí, una vida donde erahermosa y sofisticada, adulta, sin costras.

El hombre, cuando apareció por primera vez,era apenas un borrón en el horizonte, justo alotro extremo del camino. Laurel no llegó a sabercon certeza, más adelante, por qué alzó la vista

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en ese momento. Durante un segundoespantoso, cuando lo percibió caminando haciala parte trasera de la casa de labranza, Laurelpensó que se trataba de Billy, que había llegadotemprano a recogerla. Solo cuando su siluetaadquirió forma y comprendió que no era su ropa(pantalones oscuros, mangas de camisa y unsombrero negro de ala anticuada) se permitió unsuspiro de alivio.

La curiosidad no tardó en ocupar el lugar delalivio. Las visitas eran poco frecuentes en lacasa, menos frecuentes todavía aquellas quellegaban a pie, si bien un recuerdo se ocultabaen un rincón de la mente de Laurel mientrasobservaba a ese hombre que se acercaba, unextraño sentimiento de déjà vu que no lograbaexplicarse por más que lo intentara. Laurelolvidó su mal humor y, gracias a ese esconditeprivilegiado, se entregó a mirar de hito en hito.

Apoyó los codos en el alféizar y la barbillaen las manos. No era feo para un hombre de su

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edad y en su actitud algo sugería la confianza detener un objetivo. He aquí un hombre que nonecesitaba apresurarse. Con certeza, no eraalguien conocido, uno de los amigos de su padrevenido del pueblo ni un mozo de labranza.Siempre quedaba la posibilidad de que fuese unviajero perdido en busca de indicaciones, pero lacasa era una elección improbable, alejada comoestaba de la carretera. ¿Y si se trataba de ungitano o un vagabundo? Uno de esos hombresque aparecían por casualidad, que pasaba unamala racha y agradecería cualquier trabajillo quesu padre le ofreciese. O (Laurel se entusiasmóante esa idea terrible) quizás se tratase de esehombre sobre el cual había leído en el periódicolocal, ese que los adultos mencionabannerviosos, que había molestado a losexcursionistas y asustado a las mujeres quecaminaban solas por una curva oculta río abajo.

Laurel se estremeció, asustándose a símisma por un instante, y a continuación bostezó.

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El hombre no era un demonio; ya podía ver sucartera de cuero. Era un vendedor que venía ahablar con su madre acerca de la nuevaenciclopedia sin la cual no podrían vivir.

Y, por tanto, apartó la vista.

Pasaron los minutos, no muchos, y losiguiente que oyó fue el gruñido quedo deBarnaby al pie del árbol. Laurel se acercó a laventana a toda prisa y vio al spaniel plantado enmedio del camino de ladrillo. Estaba frente a laentrada, observando al hombre, ya mucho máscerca, que hurgaba en la puerta de hierro quedaba al jardín.

—Calla, Barnaby —dijo la madre desde elinterior—. No vamos a tardar mucho. —Saliódel vestíbulo en penumbra y se detuvo ante lapuerta abierta para susurrar algo al oído delbebé, para besar ese moflete rollizo y hacerlereír.

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Detrás de la casa, la puerta cercana al patiode las gallinas chirrió (ese gozne siemprenecesitaba aceite) y el perro gruñó de nuevo. Sele erizó el pelo del lomo.

—Basta, Barnaby —dijo su madre—. ¿Quéte pasa?

El hombre dio la vuelta a la esquina y ellamiró a un lado. La sonrisa desapareció de surostro.

—Hola —dijo el desconocido, que se detuvopara pasarse el pañuelo por las sienes—. Québuen tiempo hace.

La cara del bebé se iluminó de gozo ante elrecién llegado y estiró las manos regordetas,abriéndolas y cerrándolas en un saludoentusiasta. Era una invitación que nadie podríarechazar, y el hombre guardó el pañuelo en elbolsillo y se acercó, alzando la manoligeramente, como si fuese a bendecir alpequeño.

En ese momento su madre se movió con una

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velocidad asombrosa. Alejó al bebé,depositándolo sin delicadeza en el suelo, detrásde ella. Bajo sus piernecitas desnudas habíagrava, y para un niño que solo había conocidocariños y atenciones esa impresión fue más delo que pudo aguantar. Abatido, comenzó a llorar.

A Laurel le dio un vuelco el corazón, pero sequedó helada, incapaz de moverse. Se le pusode punta el vello de la nuca. Estaba observandola cara de su madre y vio una expresión que nohabía visto nunca antes. Era miedo, comprendió:su madre estaba asustada.

El efecto en Laurel fue instantáneo. Lascertezas de toda una vida quedaron reducidas aun humo llevado por el viento. En su lugar surgióuna fría alarma.

—Hola, Dorothy —dijo el hombre—.Cuánto tiempo.

Sabía cómo se llamaba su madre. El hombreno era un desconocido.

Habló de nuevo, tan bajo que Laurel no pudo

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oírlo, y su madre asintió levemente. Continuóescuchando, con la cabeza inclinada a un lado.Alzó la cara al sol y sus ojos se cerraron durantesolo un segundo.

Lo siguiente ocurrió muy rápido.Fue ese resplandor plateado y líquido lo que

Laurel recordaría para siempre. La manera enque la luz del sol se reflejó en el filo de metal yla breve e intensa belleza del momento.

A continuación, el cuchillo bajó, ese cuchilloespecial, hundiéndose en el pecho del hombre.El tiempo se detuvo y se aceleró a la vez. Elhombre gritó y la sorpresa, el dolor y el horrorretorcieron su cara; y Laurel se quedó mirandocómo las manos del hombre se dirigían al mangodel cuchillo, al lugar donde la sangre lemanchaba la camisa, cómo caía al suelo, cómola brisa cálida arrastraba su sombrero en mediodel polvo.

El perro estaba ladrando con fuerza, el bebélloraba en la grava, la cara roja y reluciente, el

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pequeño corazón roto, pero para Laurel esossonidos carecían de intensidad. Los oía perdidosen el galope líquido de su propia sangredesbocada, en el ronco aliento de su respiraciónentrecortada.

Se había soltado la cinta del cuchillo, que searrastró hasta las piedras que bordeaban elcantero del jardín. Fue lo último que vio Laurelantes de que sus ojos se llenasen de diminutasestrellas titilantes y poco después todo sevolviese negro.

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2

Suffolk, 2011

Llovía en Suffolk. En sus recuerdos de niñez nollovía nunca. El hospital estaba al otro lado delpueblo y el coche avanzó lentamente por unacalle principal jalonada de charcos antes de giraren la calzada y detenerse tras dar media vuelta.Laurel sacó la polvera, la abrió para mirarse enel espejo y tiró de la piel de una mejilla haciaarriba, observando con calma cómo las arrugasse congregaban y, a continuación, volvían a caercuando soltaba la piel. Repitió el mismo gesto alotro lado. La gente adoraba sus rasgos. Suagente se lo decía, los directores de casting sedeshacían en elogios, los maquilladorescanturreaban al blandir los cepillos con su

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juventud deslumbrante. Hacía unos meses, unade esas publicaciones de internet había creadouna encuesta en la que invitaba a los lectores avotar por el rostro favorito de la nación, y Laurelhabía quedado segunda. Sus rasgos, se decía,inspiraban confianza en la gente.

Eso sería muy agradable para ellos. Pero aLaurel le hacía sentirse vieja. Y estaba vieja,pensó al cerrar la polvera. No a la manera de laseñora Robinson. Ya habían pasado veinticincoaños desde que actuó en El graduado, en elNational Theatre. ¿Cómo era posible? Alguienhabía acelerado el maldito reloj cuando noestaba mirando, no cabía otra explicación.

El conductor abrió la puerta y la acompañóbajo el cobijo de un enorme paraguas blanco.

—Gracias, Mark —dijo al llegar al toldo—.¿Tienes la dirección del viernes?

El hombre dejó en el suelo el bolso de viaje ysacudió el paraguas.

—Una casa de labranza al otro lado del

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pueblo, carretera estrecha, un camino al final. Alas dos en punto, si le parece bien.

Laurel respondió que sí y el hombre asintió,tras lo cual se apresuró bajo la lluvia para llegaral asiento del conductor. El coche se puso enmarcha y Laurel observó cómo se alejaba, presade una súbita nostalgia por viajar en ese interiorcálido, agradable y anodino a lo largo de lacarretera mojada hacia ninguna parte enconcreto. Ir a cualquier lado, en realidad, con talde no estar ahí.

Laurel contempló la puerta de entrada, perono cruzó el umbral. En su lugar, sacó loscigarrillos y encendió uno. Dio una calada conmás deleite del que sería decoroso. Habíapasado una noche malísima. Había tenidosueños inconexos con su madre, y con estelugar, y con sus hermanas cuando eranpequeñas, y con Gerry de niño. Un niño pequeñoy entusiasta, que sostenía una nave espacial dehojalata que él mismo había hecho y le decía que

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algún día iba a inventar una cápsula del tiempocon la que arreglar las cosas. ¿Qué cosas?,había preguntado en el sueño. Vaya, pues todaslas cosas que habían salido mal, claro… Ellapodría acompañarlo si quería.

Claro que quería.Las puertas del hospital se abrieron de golpe

y salieron dos enfermeras a toda prisa. Una deellas echó un vistazo a Laurel y sus ojos seabrieron de par en par al reconocerla. Laurelasintió con un gesto parecido a un vago saludo ytiró lo que quedaba del cigarrillo mientras laenfermera se acercaba a su amiga parasusurrarle algo al oído.

Rose esperaba en uno de los asientos delvestíbulo y, durante una fracción de segundo,Laurel la miró como habría mirado a unadesconocida. Iba envuelta en un chal púrpura deganchillo que al frente conformaba un lazo

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rosado, y su pelo rebelde, ya cano, estabarecogido en una trenza que caía sobre unhombro. Laurel sufrió un arrebato de cariño casiinsoportable cuando notó que su hermana sehabía sujetado la trenza con el cordel de la bolsadel pan.

—Rosie —dijo, y ocultó su emoción tras unamáscara perfectísima de niña buena, sana yfeliz, odiándose un poco por ello—. Dios, pareceuna eternidad. Somos como un par de barcos enla oscuridad, tú y yo.

Se abrazaron y a Laurel le sobresaltó elaroma a lavanda, tan familiar como fuera delugar. Era el olor de las tardes de las vacacionesde verano en una habitación del Mar Azul, lapensión de la abuela Nicolson, no el olor de suhermana pequeña.

—Cómo me alegra que hayas podido venir—dijo Rose, que estrechó las manos de Laurelantes de guiarla por el pasillo.

—No me lo habría perdido por nada.

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—Claro que no.—Habría venido antes si no hubiera sido por

la entrevista.—Lo sé.—Y me quedaría más tiempo de no ser por

los ensayos. La película empieza a rodarse enun par de semanas.

—Lo sé. —Rose apretó la mano de Laurelun poco más fuerte, como para realzar suspalabras—. Mamá estará encantada de verte.Está orgullosísima de ti, Lol. Todos lo estamos.

Era angustioso recibir elogios de un familiar,así que Laurel no prestó atención.

—¿Y los otros?—No han llegado. Iris está en un atasco y

Daphne llega por la tarde. Viene directa a casadesde el aeropuerto. Nos llamará cuando estéen camino.

—¿Y Gerry? ¿A qué hora llega?Era una broma e incluso Rose, la Nicolson

amable, la única que no era aficionada a las

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tomaduras de pelo, no pudo evitar una risitatonta. Su hermano era capaz de construircalendarios de distancias cósmicas para calcularla ubicación de galaxias distantes, pero bastabapreguntarle a qué hora tenía pensado llegar parasumirlo en el desconcierto.

Doblaron la esquina y se encontraron anteuna puerta con un rótulo que decía: «DorothyNicolson». Rose acercó la mano al pomo de lapuerta, pero dudó.

—Tengo que avisarte, Lol —dijo—. Mamáha ido a peor desde tu última visita. Tienealtibajos. A ratos es ella misma y de repente…—Los labios de Rose temblaron y apretó sulargo collar de perlas. Bajó la voz al proseguir—:Se desorienta, Lol, a veces se altera y dicecosas del pasado, cosas que no siemprecomprendo… Las enfermeras aseguran que noquiere decir nada, que ocurre a menudo cuandola gente… se encuentra en la fase en la queestá mamá. Las enfermeras le dan píldoras que

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la tranquilizan, pero la dejan muy mareada. Nome haría muchas ilusiones hoy.

Laurel asintió. El doctor había dicho algoparecido cuando llamó la semana anterior parapreguntar por su estado. Empleó una letanía deeufemismos tediosos —una vida bien vivida, lahora de responder a la llamada final, el sueñoeterno— con un tono tan empalagoso queLaurel fue incapaz de contenerse: «¿Quieredecir, doctor, que mi madre se está muriendo?».Lo preguntó con una voz majestuosa, por elmero placer de oír cómo tartamudeaba. Larecompensa fue dulce pero breve, pues soloduró hasta que llegó la respuesta.

Sí.La más traicionera de las palabras.Rose abrió la puerta («¡Mira a quién he

encontrado, mamaíta!») y Laurel reparó en queestaba conteniendo el aliento.

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Durante su infancia hubo una época en laque Laurel tuvo miedo. De la oscuridad, de loszombis, de los desconocidos que, según la abuelaNicolson, se ocultaban tras las esquinas pararaptar a las niñas pequeñas y hacerles cosasindescriptibles. (¿Qué tipo de cosas?Indescriptibles. Siempre era así, una amenazamás terrorífica por la escasez de detalles, por lavaga sugerencia de tabaco, sudor y vello enlugares extraños). Tan convincente había sido suabuela que Laurel sabía que era una cuestión detiempo que el destino la encontrase y cumpliesesus perversos designios.

En ciertas ocasiones, sus mayores miedos seacumulaban, así que se despertaba por la nochegritando porque el zombi del armario la mirabapor el ojo de la cerradura, a la espera decomenzar sus terroríficas obras. «Calla, angelito—la tranquilizaba su madre—. No es más que

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un sueño. Tienes que aprender a diferenciarentre lo que es real y lo que es mentira. A mí mellevó muchísimo tiempo comprenderlo.Demasiado». Y entonces se sentaba junto aLaurel y decía: «¿Y si te cuento una historiasobre una niña pequeña que se escapó paraunirse a un circo?».

Era difícil creer que la mujer cuya poderosapresencia derrotaba todos los terrores nocturnosera esta misma pálida criatura extraviada bajolas sábanas del hospital. Laurel había pensadoque estaba preparada. Algunos de sus amigoshabían muerto, conocía el aspecto de la muertecuando llegaba la hora, había ganado un premioBAFTA por interpretar a una mujer en lasetapas finales de un cáncer. Pero esto eradiferente. Se trataba de su madre. Quiso darsela vuelta y echar a correr.

No lo hizo. Rose, de pie junto a la estantería,asintió para darle ánimos, y Laurel se metió enel papel de la hija diligente que está de visita. Se

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movió con premura para tomar la frágil mano desu madre.

—Hola —dijo—. Hola, amor mío.Los ojos de Dorothy parpadearon antes de

cerrarse de nuevo. Su respiración prosiguió conun ritmo dulce cuando Laurel besó condelicadeza sus mejillas de papel.

—Te he traído algo. No podía esperar amañana. —Dejó sus cosas en el suelo y sacó unpequeño paquete del bolso. Tras una brevepausa por respeto a las convenciones, comenzóa desenvolver el regalo—. Un cepillo —dijo,dando vueltas al objeto plateado entre los dedos—. Tiene unas cerdas suavísimas, de jabalí,creo; lo encontré en una tienda de antigüedadesen Knightsbridge. Les pedí que grabasen tusiniciales, ¿ves?, aquí mismo. ¿Quieres que tecepille el pelo?

No esperaba respuesta, y no recibióninguna. Con cuidado, Laurel pasó el cepillo a lolargo de esos mechones finos y canosos que

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formaban una corona sobre la almohada entorno a la cara de su madre, cabellera que enotro tiempo fue abundante, de un castaño muyoscuro, y ahora se disolvía en el aire.

—Ya está —dijo y dejó el cepillo en elestante, de tal modo que la luz daba en lafloritura de la «D»—. Ya está.

Por alguna razón, Rose debió de sentirsesatisfecha, pues le entregó el álbum que habíacogido del estante y le indicó que iba a salir apreparar el té.

Había distintos papeles en las familias: eseera el de Rose, este era el suyo. Laurel seacomodó en un asiento que parecía deenfermos, junto a la almohada de su madre, yabrió el viejo libro con atención. La primerafotografía era en blanco y negro, ya desvaída,con una serie de puntos marrones a lo largo dela superficie. Bajo las manchas, una joven conun pañuelo sobre el pelo había quedado atrapadapara siempre en un momento atribulado.

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Mientras alzaba la vista de lo que estuviesehaciendo, levantaba la mano como si quisieseespantar al fotógrafo. Sonreía pícara, molesta ydivertida al mismo tiempo, la boca abierta parapronunciar unas palabras ya olvidadas. Unabroma, había preferido pensar siempre Laurel,un comentario ingenioso destinado a la personadetrás de la cámara. Era probable que se tratasede uno de los muchos huéspedes de antaño de laabuela: un vendedor ambulante, un veraneantesolitario, algún burócrata silencioso de zapatoslustrosos a la espera del fin de la guerramientras se dedicaba a una tarea segura. Detrásde la mujer, se veía la línea de un mar en calma,si quien veía la fotografía sabía que estaba ahí.

Laurel sostuvo el libro sobre el cuerpoinmóvil de su madre y comenzó:

—Mamá, aquí estás en la pensión de laabuela Nicolson. Es 1944 y la guerra ya toca asu fin. El hijo de la señora Nicolson todavía noha vuelto, pero volverá. En menos de un mes, la

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abuela te enviará al pueblo con las cartillas deracionamiento y cuando vuelvas con la compraencontrarás a un soldado sentado a la mesa dela cocina, un hombre al que no has visto antespero a quien reconoces gracias a la fotografíaenmarcada sobre la repisa. Tiene más añoscuando lo conoces que en ese retrato, y estámás triste, pero viste de la misma manera, consus pantalones de soldado, y te sonríe y sabes alinstante que se trata del hombre a quien hasestado esperando.

Laurel pasó la página, usando el pulgar paraalisar la esquina de la lámina protectora deplástico, ya amarillenta. Con los años se habíavuelto quebradiza.

—Te casaste con un vestido que cosiste túmisma con un par de cortinas de una habitaciónde invitados que la abuela Nicolson se resignó asacrificar. Bien hecho, querida mamá; seguroque no fue nada fácil convencerla. Ya sabemoscómo era la abuela con esas cosas. Hubo una

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tormenta la noche anterior y te preocupaba quelloviese el día de tu boda. Sin embargo, no llovió.Brilló el sol y las nubes se dispersaron y la gentedijo que eso era un buen presagio. Aun así, nocorriste riesgos: ahí está el señor Hatch, eldeshollinador, a los pies de la escalera de laiglesia para traer suerte. Para él fue un placerdarte el gusto: con la suma que papá le pagócompró unos zapatos nuevos para su hijo mayor.

No podía saber con certeza, estos últimosmeses, si su madre la escuchaba, si bien laenfermera más amable dijo que no habíamotivos para pensar lo contrario, y en ocasiones,a medida que avanzaba por el álbum de fotos,Laurel se permitía la libertad de inventar…Nada demasiado discrepante: solo lo consentíacuando su imaginación se desviaba de la acciónprincipal, hacia la periferia. A Iris le parecía mal,decía que esa historia era importante para sumadre y que Laurel no tenía derecho a adornarla verdad, pero el doctor se había limitado a

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encogerse de hombros cuando le comentaron lastransgresiones y dijo que lo que de verdadimportaba era hablar con ella, no tanto la verdadde lo dicho. Se volvió hacia Laurel con un guiño:«De usted es de la que menos debería esperarseque se atuviese a la verdad, señorita Nicolson».

A pesar de que se había puesto de su lado, aLaurel le ofendió esa supuesta connivencia.Estuvo a punto de explicar la diferencia entreactuar sobre un escenario y decir mentiras en lavida real, para dejarle bien claro a ese doctorimpertinente de pelo demasiado negro y dientesdemasiado blancos que la verdad importaba enambos casos, pero comprendió que era inútilmantener una discusión filosófica con alguienque llevaba una pluma con forma de palo de golfen el bolsillo de la camisa.

Pasó de página y se encontró, comosiempre, con los retratos de ella misma de bebé.Narró con celeridad sus primeros años (lapequeñísima Laurel durmiendo en una cuna con

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estrellas y hadas pintadas en la pared;parpadeando adusta en los brazos de su madre;ya un poco crecida, tambaleándose entre losbajíos a orilla del mar) antes de llegar a esepunto en el que dejaba de recitar y comenzabansus recuerdos. Pasó de página, lo que desató elruido y las risas de las otras. ¿Era unacoincidencia que sus primeros recuerdosestuviesen tan vinculados con sus hermanas?Llegaron una tras otra: se tiraban por la hierba,saludaban por la ventana de la casa del árbol,esperaban en fila ante Greenacres (su casa),bien peinadas e inmóviles, limpísimas y con ropanueva, para comenzar una excursión yaolvidada.

Las pesadillas de Laurel habían cesado trasel nacimiento de sus hermanas. O, más bien, sehabían transformado. Ya no recibía visitas dezombis, monstruos o desconocidos que seocultaban por el día en el armario; en su lugar,comenzó a soñar con un maremoto que se

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aproximaba, o con el fin del mundo, o elcomienzo de otra guerra, y ella sola tenía quemantener a sus hermanas a salvo. De las cosasque su madre le dijo durante la infancia, era unade las que recordaba con más claridad: «Cuida atus hermanas. Tú eres la mayor, no las pierdasde vista». Por aquel entonces, no se le ocurrió aLaurel pensar que su madre hablaba porexperiencia; que, implícito en esa advertencia, sehallaba el viejísimo dolor por un hermanopequeño a quien perdió durante un bombardeoen la Segunda Guerra Mundial. Los niños podíanser así de egoístas, en especial los felices. Y losNicolson habían sido niños más felices que lamayoría.

—Aquí estamos en Pascua. Aquí estáDafne en la trona, así que será 1956. Sí, eso es.¿Ves? Rose tiene el brazo escayolado, el brazoizquierdo esta vez. Iris está haciendo el payasosonriendo al fondo, pero no por mucho tiempo.¿Te acuerdas? Esa fue la tarde en que saqueó la

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nevera y devoró todos los cangrejos. Papá loshabía traído cuando fue de pesca el día anterior.—Fue la única vez que Laurel lo vio enfadadode verdad. Se había despertado de la siesta,bañado por el sol, con el capricho de comeralgún cangrejo y en el frigorífico solo encontrólos caparazones huecos. Aún podía ver a Irisescondiéndose tras el sofá, el único lugar dondesu padre no podía alcanzarla con sus amenazasde darle una buena zurra (amenaza falsa, perono por ello menos terrorífica), y negándose asalir. Rogaba a quien pasase cerca que seapiadase y, por favor, por favorcito, le acercasesu ejemplar de Pippi Calzaslargas. El recuerdoconmovió a Laurel. Había olvidado lo divertidaque podía ser Iris cuando no dedicaba todas susenergías a estar enfadada.

Algo se deslizó de la parte trasera del álbumy Laurel lo recogió del suelo. Era una fotografíaque no había visto nunca, un retrato a la viejausanza, en blanco y negro, de dos jóvenes

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cogidas de los brazos. Se reían de ella dentro deese marco blanquecino, de pie en una sala de laque colgaban banderitas, a la luz del sol queentraba por una ventana que no quedaba a lavista. Le dio la vuelta en busca de unaanotación, pero no había nada escrito salvo lafecha: mayo de 1941. Qué extraño. Laurel sesabía de memoria el álbum familiar y estafotografía, estas mujeres, no formaban parte deél. Se abrió la puerta y apareció Rose, con dostazas de té temblando sobre unos platitos.

—¿Has visto esto, Rose? —Laurel alzó lafoto.

Rose dejó una taza en la mesilla, miró conlos ojos entrecerrados la fotografía y sonrió.

—Sí, claro —dijo—. Apareció hace unosmeses en Greenacres… Pensé que podríasbuscarle un lugar en el álbum. ¿A que espreciosa? Qué maravilloso es descubrir algonuevo de mamá, sobre todo ahora.

Laurel miró una vez más la fotografía. Las

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jóvenes lucían peinados tipo victory roll[1] delos años cuarenta, faldas a la altura de la rodilla;de la mano de una de ellas pendía un cigarrillo.Por supuesto, era su madre. Su maquillaje eradiferente. Ella era diferente.

—Qué raro —dijo Rose—, nunca pensé enella así.

—Así, ¿cómo?—Joven, supongo. Divirtiéndose con una

amiga.—¿No? Me pregunto por qué. —Aunque,

por supuesto, lo mismo era cierto para Laurel.En su mente (en la mente de todas ellas, alparecer), la madre había llegado al mundocuando respondió el anuncio que la abuela habíapublicado en un periódico en busca de unaempleada para todo, para trabajar en la pensión.Conocían lo esencial del pasado anterior: quehabía nacido y crecido en Coventry, que habíaido a Londres justo antes del comienzo de laguerra, que su familia había muerto durante los

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bombardeos. Laurel sabía, además, que lamuerte de su familia la había afectadoprofundamente. Dorothy Nicolson habíaaprovechado la menor oportunidad pararecordar a sus hijos que la familia lo era todo:ese había sido el mantra de su infancia. CuandoLaurel atravesaba una fase especialmente durade su adolescencia, su madre la tomó de lasmanos y dijo: «No seas como yo, Laurel. Noesperes demasiado para comprender qué es loimportante. Quizás tu familia te vuelva loca aveces, pero es más importante para ti de lo quepuedes imaginarte». No obstante, en cuanto alos detalles de su vida antes de conocer aStephen Nicolson, Dorothy nunca les aburriócon ellos, y sus hijos nunca se molestaron enpreguntar. No había nada raro en ello, supusoLaurel con cierto malestar. Los hijos no exigenque sus padres tengan un pasado y les resulta untanto increíble, casi embarazoso, que estosaseguren haber tenido una existencia previa.

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Ahora, sin embargo, al mirar a esta desconocidade los tiempos de la guerra, Laurel lamentóvivamente esa falta de conocimiento.

Durante sus comienzos como actriz, undirector muy conocido se había inclinado sobreel guion, se había enderezado las gafas de culode vaso y le había dicho a Laurel que no tenía elaspecto necesario para interpretar papelesprotagonistas. Fue una advertencia dolorosa yLaurel gimió y clamó, tras lo cual dedicó horas amirarse en el espejo, casi sin querer, antes decortarse la larga melena en un arrebato de ebriadeterminación. Sin embargo, fue un momentocrucial en su carrera. Era una actriz de carácter.El director la escogió para interpretar a lahermana de la protagonista y recibió susprimeras críticas entusiastas. Al público lemaravillaba su capacidad de crear personajesdesde dentro, de sumergirse y desaparecer bajola piel de otra persona, pero no había trucoalguno; simplemente, se tomaba la molestia de

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aprender los secretos del personaje. Laurelsabía mucho acerca de guardar secretos. Sabíatambién que así se descubría de verdad a lagente, oculta tras sus manchas más negras.

—¿Sabías que nunca la habíamos visto tanjoven? —Rose se encaramó al brazo del sillónde Laurel, su aroma a lavanda era más intensoque antes, y cogió la fotografía.

—¿De verdad? —Laurel iba a sacar loscigarrillos, recordó que se encontraba en unhospital y cogió el té en su lugar—. Supongo quesí. —Gran parte del pasado de su madre eranmanchas negras. ¿Por qué nunca le habíamolestado antes? Una vez más, echó un vistazoa la fotografía, a esas dos mujeres que ahoraparecían reírse de su ignorancia. Intentó hablaren un tono despreocupado—: ¿Dónde dices quela encontraste, Rose?

—Dentro de un libro.—¿Un libro?—En realidad, una obra de teatro: Peter

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Pan.—¿Mamá salió en una obra? —Su madre

había sido muy aficionada a los disfraces y a losjuegos improvisados, pero Laurel no recordabaque hubiese actuado en una obra de verdad.

—Eso no lo sé con certeza. El libro era unregalo. Tenía una dedicatoria… Ya sabes, comonos pedía que hiciésemos cuando éramospequeñas.

—¿Qué decía?—«Para Dorothy». —Rose entrelazó los

dedos en su esfuerzo por recordar—. «Unaamistad verdadera es una luz entre las tinieblas.Vivien».

Vivien. El nombre tuvo un efecto extraño enLaurel. Sintió calor y a continuación frío en lapiel y le retumbaron las sienes. Por su mentepasó una serie de imágenes vertiginosas: un filoque resplandecía, la cara asustada de su madre,una cinta roja que se desataba. Recuerdosviejos, recuerdos desagradables que el nombre

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de esa desconocida había avivado por algunarazón.

—Vivien —repitió, hablando más alto de loque pretendía—. ¿Quién es Vivien?

Rose alzó la vista, sorprendida, pero Laurelno llegó a saber su respuesta, pues Iris entró porla puerta como una exhalación, con una multa detráfico en la mano. Ambas hermanas se giraronhacia esa poderosa indignación y por tanto nadienotó la brusca respiración de Dorothy, laangustia que se reflejó en su rostro al oír elnombre de Vivien. Cuando las tres hermanasNicolson se reunieron alrededor de su madre,Dorothy parecía dormir tranquila; en sus rasgosno había indicio alguno de que había abandonadoel hospital, ese cuerpo agotado y a sus hijas paraviajar en el tiempo hasta una noche oscura de1941.

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3

Londres, mayo de 1941

Dorothy Smitham bajó las escaleras corriendo,tras lo cual deseó buenas noches a la señoraWhite mientras se enfundaba el abrigo. Lacasera parpadeó tras unas gafas de cristalesgruesos cuando pasó, deseosa de continuar sutratado siempre inacabado sobre las flaquezasde los vecinos, pero Dolly no se detuvo.Aminoró el paso solo lo suficiente para echarseun vistazo en el espejo del vestíbulo y aplicar unpoco de colorete a las mejillas. Satisfecha con loque veía, abrió la puerta y salió como una flechaa las tinieblas. Llevaba prisa; no tenía tiempopara la encargada; Jimmy ya estaría en elrestaurante y no quería hacerle esperar. Tenían

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muchas cosas de las que hablar… Cómo ir, quéhacer una vez llegasen, cuándo deberían partir alfin…

Dolly sonrió entusiasmada. Metió la manoen el profundo bolsillo de su abrigo y giró con losdedos la figurilla tallada. La había visto en elescaparate del prestamista el otro día; no eramás que una baratija, lo sabía, pero le recordó aél y, ahora más que nunca, mientras Londres sederrumbaba a su alrededor, era importante quelas personas supiesen lo mucho que las querías.Dolly se moría de ganas de dárselo: podíaimaginar su cara al verla, cómo sonreiría, laabrazaría y le diría, igual que siempre, cuánto laamaba. Ese pequeño Mr. Punch[2] de maderano sería gran cosa, pero era perfecto; a Jimmysiempre le había gustado el mar. A ambos lesencantaba.

—¿Disculpe? —Era una voz de mujer ysonó de improviso.

—¿Sí? —respondió Dolly, con la sorpresa

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reflejada en su voz. La mujer debió de repararen ella cuando la luz la iluminó por un momentoa través de la puerta abierta.

—Por favor, ¿me podría ayudar? Estoybuscando el número 24.

A pesar del apagón y de que era imposibleque la viese, Dolly se dejó llevar por lacostumbre y señaló con un gesto la puertasituada tras ella.

—Tiene suerte —dijo—. Está justo aquí.Ahora mismo no hay habitaciones libres, metemo, pero pronto habrá. —Su propia habitación,de hecho (si a eso se le podía llamar habitación).Se llevó un cigarrillo a los labios y prendió unacerilla.

—¿Dolly?En ese momento, Dolly escudriñó la

oscuridad. La dueña de la voz se acercaba a ellaa toda prisa; sintió una sucesión de movimientosy a continuación la mujer, ya cerca, dijo:

—Eres tú, gracias a Dios. Soy yo, Dolly.

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Soy…—¿Vivien? —De pronto reconoció la voz;

era una voz familiar y, sin embargo, había algodiferente en ella.

—Pensaba que no iba a encontrarte, quehabía llegado demasiado tarde.

—¿Demasiado tarde para qué? —titubeóDolly; no tenían planes para verse esa noche—.¿Qué pasa?

—Nada… —Vivien comenzó a reírse y elsonido, metálico y desconcertante, erizó laespalda de Dorothy—. Es decir, todo.

—¿Has estado bebiendo? —Dolly nuncahabía visto a Vivien comportarse así; noquedaba ni rastro del usual gesto de elegancia,del perfecto autocontrol.

La otra mujer no respondió, no exactamente.El gato del vecino saltó de un muro cercano ycayó con un ruido sordo en el cuchitril de laseñora White. Tras el sobresalto, Vivien susurró:

—Tenemos que hablar…, rápido.

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Dolly ganó tiempo dando una calada hondaal cigarrillo. Por lo general, le habría encantadosentarse junto a ella y mantener unaconversación abriendo su corazón, pero no enese momento, no esa noche. Estaba impacientepor irse.

—No puedo —dijo—. Estaba a punto de…—Dolly, por favor.Dolly metió la mano en el bolsillo y tocó la

figurilla de madera. Jimmy ya habría llegado;estaría preguntándose dónde estaba y echaría unvistazo a la puerta cada vez que se abriera, conla esperanza de verla. Detestaba hacerleesperar, sobre todo ahora. Pero aquí estabaVivien, que se había subido a la escalera, tanseria, tan nerviosa, y la miraba por encima delhombro, entre súplicas y explicaciones sobre loimportante que era que hablasen… Dollysuspiró, rindiéndose de mala gana. No podíadejar a Vivien así, no ahora que estaba tanalterada.

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Se dijo a sí misma que Jimmy locomprendería, que a su extraña manera éltambién se había encariñado de Vivien. Y en esemomento tomó una decisión que sería fatídicapara todos ellos.

—Vamos —dijo, apagando el cigarrillo ytomando a Viven del brazo, con amabilidad—.Vamos adentro.

Al entrar en la casa y subir las escaleras,Dolly pensó que Vivien habría venido adisculparse. Era lo único que se le ocurría paraexplicar la inquietud de la otra mujer, la pérdidade su habitual compostura; Vivien, con suriqueza y su clase, no era el tipo de mujer dada apedir disculpas. Al pensarlo Dolly se pusonerviosa. No era necesario: por lo que a ellarespectaba, todo ese episodio lamentable yaformaba parte del pasado. Habría preferido novolver a mencionarlo.

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Llegaron al final del pasillo y Dolly abrió lapuerta de su dormitorio. Al apretar el interruptoruna luz mortecina emanó de una bombillasolitaria, que reveló una cama estrecha, unarmario pequeño, un lavabo resquebrajado cuyogrifo goteaba. Dolly sintió una súbita vergüenzacuando vio su habitación a través de los ojos deVivien. Qué vulgar le parecería, acostumbrada alas estancias de esa casa resplandeciente deCampden Grove, con sus arañas de vidriotubular y cubrecamas de piel de cebra.

Se quitó su viejo abrigo y se dio la vueltapara colgarlo en el gancho que había detrás dela puerta.

—Lamento que haga tanto calor aquí dentro—dijo, con un tono que intentaba sonardespreocupado—. No hay ventanas, es unapena. Los apagones son más fáciles desobrellevar así, pero no viene muy bien paraventilar la habitación. —Bromeaba con laesperanza de aligerar el ambiente, de mejorar su

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estado de ánimo, pero no lo logró. No podíadejar de pensar en Vivien, ahí de pie, detrás deella, buscando un lugar en el que sentarse—.Tampoco hay sillas, me temo. —Llevabasemanas pensando en hacerse con una, perocorrían tiempos difíciles y ella y Jimmy habíandecidido ahorrar todo lo posible, así que prefirióapañarse sin ella.

Se dio la vuelta y, en cuanto vio la cara deVivien, se olvidó de la falta de muebles.

—Dios mío —dijo, los ojos abiertos de paren par, al observar la mejilla amoratada de suamiga—. ¿Qué te ha pasado?

—Nada. —Vivien, que ahora caminaba deun lado a otro, hizo un gesto impaciente—. Unaccidente por el camino. Me tropecé con unafarola. Qué estúpida, corriendo como decostumbre. —Era cierto: Vivien siempre ibademasiado rápido. Era una peculiaridad suyaque a Dorothy le resultaba simpática: sonreía alver una dama tan refinada y bien vestida

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apresurándose como una chiquilla. Esa noche,sin embargo, todo era diferente. El atuendo deVivien no combinaba, tenía una carrera en lasmedias, su pelo era un desastre…

—Ven —dijo Dolly, que acompañó a suamiga hacia la cama, satisfecha por haberlahecho tan bien por la mañana—. Siéntate.

Las sirenas antiaéreas comenzaron con susbramidos y maldijo entre dientes. Era lo últimoque necesitaban. El refugio era una pesadilla:todos amontonados como sardinas, las camashúmedas, el olor fétido, los ataques de histeriade la señora White, y ahora, con Vivien en esteestado…

—No hagas caso —dijo Vivien, como sileyese los pensamientos de Dolly. De repente suvoz fue la de la señora de la casa, acostumbradaa impartir órdenes—: Quédate. Esto es másimportante.

¿Más importante que ir al refugio? A Dollyle dio un vuelco el corazón.

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—¿Es por el dinero? —dijo en voz baja—.¿Necesitas que te lo devuelva?

—No, no, olvida el dinero.El lamento de la sirena era ensordecedor y

despertó en Dolly una vaga ansiedad que eraimposible aplacar. No sabía exactamente porqué, pero sabía que tenía miedo. No quería estarallí, ni siquiera con Vivien. Quería ir corriendopor las calles a oscuras a donde sabía queJimmy la estaba esperando.

—Jimmy y yo… —comenzó, antes de queVivien la interrumpiese.

—Sí —dijo, y su cara se iluminó como siacabase de recordar algo—. Sí, Jimmy.

Dolly sacudió la cabeza, confundida. ¿Quépasaba con Jimmy? Las palabras de Vivien notenían sentido. Quizás debería llevarla a ellatambién… Podrían lanzarse a las calles mientrasla gente aún correteaba hacia el refugio. Iríandirectas a Jimmy, él sabría qué hacer.

—Jimmy —dijo Vivien de nuevo, más fuerte

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—. Dolly, se ha ido…La sirena la interrumpió justo en ese

momento y la palabra «ido» dio saltos por toda lahabitación. Dolly esperó a que Vivien añadiesealgo, pero oyeron que alguien daba unos golpesfrenéticos a la puerta.

—Doll, ¿estás ahí? —Era Judith, otrainquilina, sin aliento tras haber bajado corriendo—. Vamos al refugio.

Dolly no respondió, y ni ella ni Vivienhicieron ademán de marcharse. Esperó hastaque los pasos se alejaron por el pasillo, tras locual se apresuró a sentarse junto a la otra mujer.

—Te equivocas —dijo muy rápido—. Lo viayer y hemos quedado esta noche. Nos vamosjuntos, no se habría ido sin mí… —Podría haberdicho muchas más cosas, pero no lo hizo. Vivienla miraba y algo en esa mirada dio vida a unaligera duda que se adentró entre las fisuras de laconfianza de Dolly. Sacó otro cigarrillo del bolsoy lo encendió con dedos temblorosos.

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Vivien comenzó a hablar y, mientras elprimer bombardero de la noche resoplaba en loalto, Dolly se preguntó si existía al menos unapequeñísima posibilidad de que la otra mujerestuviese en lo cierto. Parecía impensable, perola desazón en su voz, su extraña actitud y esascosas que decía… Dolly se mareó; hacía muchocalor ahí dentro, no podía controlar larespiración.

Fumó con avidez mientras fragmentos delrelato de Vivien se entremezclaban con suspropios pensamientos febriles. Una bomba cayóen algún lugar cercano, causando una explosiónenorme, y un sonido agudísimo inundó lahabitación. A Dolly le dolieron los oídos y se leerizó el pelo de la nuca. Hubo una época en quedisfrutaba saliendo durante un bombardeo: eraemocionante y no sentía miedo alguno. Sinembargo, ya no era esa jovencita atontada yesos días sin preocupaciones parecían haberocurrido hacía siglos. Echó un vistazo a la puerta

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y deseó que Vivien se detuviese. Deberían ir alrefugio o a buscar a Jimmy; no debían quedarseahí sentadas, esperando. Quería correr,esconderse; quería desaparecer.

A medida que el pánico de Dolly aumentaba,el de Vivien dio la impresión de disminuir. Ahorahablaba en un tono sosegado, frases en voz bajaque a Dolly le costaba oír acerca de una carta yuna fotografía, acerca de hombres malvados,hombres peligrosos que habían salido en buscade Jimmy. El plan había salido mal de una formaespantosa, dijo Vivien: él se había sentidohumillado; Jimmy no había podido ir alrestaurante; lo había esperado y no habíavenido; fue entonces cuando comprendió que sehabía ido de verdad.

Y de repente las piezas dispersascoincidieron en el mismo lugar del laberinto yDolly comprendió.

—Es culpa mía —dijo, y su voz fue pocomás que un susurro—. Pero… yo no sé

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cómo…, la fotografía…, habíamos decidido queno, que no era necesario, ya no. —La otra mujersupo qué quería decir; era por Vivien por quienhabían abandonado el plan. Dolly agarró el brazode su amiga—. Nada de esto tenía que haberocurrido, y ahora Jimmy…

Vivien asentía, su cara era la viva imagen dela compasión.

—Escúchame —dijo—. Es muy importanteque me escuches. Saben dónde vives y van avenir a buscarte.

Dolly no quiso creerlo; estaba asustada. Laslágrimas corrieron por sus mejillas.

—Es culpa mía —se oyó decir a sí mismauna vez más—. Todo es culpa mía.

—Dolly, por favor. —Había llegado unnuevo escuadrón de bombarderos, y Vivien tuvoque gritar para hacerse oír; tomó las manos deDolly entre las suyas—. La culpa es tan míacomo tuya. De todos modos, ahora nada de esoimporta. Van a venir. Quizás ya estén de

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camino. Por eso estoy aquí.—Pero yo…—Tienes que irte de Londres, tienes que irte

ahora, y no debes volver. No van a dejar debuscarte, nunca…

Una explosión y el edificio entero seestremeció y tembló; las bombas cada vez caíanmás cerca y, aunque no había ventanas, unfantasmagórico destello anegó la habitación,muchísimo más potente que la mortecina luz dela bombilla.

—¿Tienes algún familiar al que puedasacudir? —insistió Vivien.

Dolly negó con la cabeza y una imagen desu familia acudió a su mente: su madre y supadre, su pobre hermanito, las cosas tal comoeran, antes. Una bomba pasó silbando y loscañones respondieron desde tierra.

—¿Amigos? —gritó Vivien en medio de lasexplosiones.

Una vez más, Dolly negó con la cabeza. No

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quedaba nadie, nadie en quien pudiese confiar,nadie salvo Vivien y Jimmy.

—¿Hay algún lugar al que puedas ir? —Otra bomba, un «cesto de pan» Molotov, ajuzgar por el sonido, cuyo impacto fue tanestridente que Dolly tuvo que leer los labios deVivien cuando le rogó—: Piensa, Dolly. Tienesque pensar.

Cerró los ojos. Podía oler el fuego; habríacaído cerca una bomba incendiaria; los agentesde la brigada antiaérea intentarían apagar elfuego con sus bombas de mano. Dolly oyó aalguien gritando, pero cerró los ojos con todassus fuerzas y trató de concentrarse. Suspensamientos se esparcían como despojosdentro del laberinto oscuro de su mente; nopodía ver nada. La tierra se estremecía bajo suspies; el aire estaba demasiado cargado pararespirar.

—¿Dolly?Había más aviones, cazas, no solo

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bombarderos, y Dolly se imaginó a sí misma enla azotea de Campden Grove, observando cómose esquivaban y abatían por todo el cielo, lasluces verdes de los rastreadores que iban a suacecho, los incendios en la lejanía. No hacíamucho le habría parecido emocionante.

Recordó esa noche con Jimmy, cuando sevieron en el Club 400 y bailaron y rieron; cuandofueron a casa en medio de un bombardeo, losdos juntos. Daría cualquier cosa por estar ahí denuevo, acostados el uno al lado del otro,susurrando en la oscuridad mientras las bombascaían a su alrededor, haciendo planes para elfuturo, la casa de labranza, los niños quetendrían, la costa. La costa…

—Envié una solicitud de trabajo hace unassemanas —dijo de repente, alzando la cabeza—.Fue Jimmy quien lo encontró. —La carta de laseñora Nicolson, de la pensión Mar Azul, estabaen la mesilla, junto a la almohada, y Dolly lacogió con un movimiento repentino y se la

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entregó a Vivien con manos temblorosas.—Sí. —Vivien echó un vistazo a la oferta

—. Perfecto. Ahí es donde tienes que ir.—No quiero ir sola. Nosotros…—Dolly…—Íbamos a ir juntos. No tenía que ocurrir

así. Él me iba a esperar. —Dolly estaballorando. Vivien estiró una mano para consolarla,pero las dos mujeres se movieron al tiempo y elcontacto fue de una brusquedad inesperada.

Vivien no se disculpó; tenía el rostro serio.Dolly comprendió que ella también estabaasustada, pero dejaba sus miedos a un lado, talcomo haría una hermana mayor, para adoptar eltono severo y amable que Dolly necesitaba oíren esos momentos.

—Dorothy Smitham —dijo—, tienes quesalir de Londres y tienes que irte ya.

—No creo que pueda.—Yo sé que puedes. Eres una

superviviente.

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—Pero Jimmy… —Otra bomba pasósiseando y explotó. Un grito aterrorizado seescapó de la garganta de Dolly antes de quepudiera contenerlo.

—Ya basta. —Vivien tomó el rostro deDolly entre sus manos, con firmeza, y esta vezno le dolió en absoluto. Sus ojos desbordabanamabilidad—. Quieres a Jimmy, lo sé; y éltambién te quiere… Dios mío, claro que lo sé.Pero tienes que escucharme.

Había algo muy relajante en la mirada de laotra mujer y Dolly logró bloquear el ruido de unavión que caía, los cañonazos de la defensaantiaérea, los pensamientos horribles de edificiosy personas aplastados, destruidos.

Se acurrucaron juntas y Dolly escuchó aVivien, que dijo:

—Esta noche ve a la estación de ferrocarrily cómprate un billete. Tienes que ir… —Unabomba cayó en las cercanías con una explosiónestruendosa y Vivien se puso rígida antes de

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continuar rápidamente—: Sube al tren y no tebajes hasta el final del trayecto. No mires atrás.Acepta el trabajo, sal adelante, vive una buenavida.

Una buena vida. Era justo de lo que Dolly yJimmy solían hablar. El futuro, la casa, los niñosriendo y las gallinas satisfechas… Por lasmejillas de Dolly rodaron las lágrimas mientrasVivien decía:

—Tienes que irte. —Ella también llorabaporque, por supuesto, echaría de menos aDolly… Las dos se echarían de menos—.Aprovecha esta segunda oportunidad, Dolly;piensa que es una oportunidad. Después de todolo que has pasado, después de todo lo que hasperdido…

Y Dolly comprendió en ese momento, pordifícil que fuese aceptarlo, que Vivien teníarazón: tenía que irse. Una parte de ella queríagritar que no, acurrucarse como una pelota yllorar por todo lo que había perdido, por todo lo

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que no había salido como esperaba, pero no ibaa hacerlo. No podía.

Dolly era una superviviente, lo había dichoVivien y Vivien debía de saberlo: al fin y al cabo,ella se había sobrepuesto a unos comienzosdurísimos para crearse una nueva vida. Y, siVivien podía hacerlo, Dolly no iba a ser menos.Había sufrido mucho, pero todavía le quedabancosas por las que vivir: encontraría cosas por lasque vivir. Era el momento de ser valiente, de sermejor de lo que había sido hasta ahora. Dollyhabía hecho cosas de las que se avergonzaba;sus ideas grandiosas no habían sido más quesueños de una jovencita tonta, reducidos acenizas entre los dedos; pero todo el mundomerecía una segunda oportunidad, todo el mundoera digno de ser perdonado, incluso ella: lo habíadicho Vivien.

—Lo haré —dijo, mientras una sucesión debombas caía con poderosas sacudidas—. Loharé.

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La luz de la bombilla osciló, pero no seapagó. Giró en el cable, arrojando sombras porlas paredes, y Dolly sacó su pequeña maleta. Nohizo caso al ensordecedor ruido de fuera, elhumo de los incendios de la calle que se filtraba,la neblina que le dejaba los ojos llorosos.

No había muchas cosas que quisiese llevar.Nunca había poseído muchas cosas. Lo únicoque de verdad quería en aquella habitación no lopodía tener. Dolly dudó al pensar en dejar aVivien; se acordó de lo que estaba escrito enPeter Pan («Una amistad verdadera es una luzentre las tinieblas») y las lágrimas se asomarona sus ojos una vez más.

Pero no había elección; tenía que irse. Elfuturo se extendía ante ella: una segundaoportunidad, una nueva vida. Todo lo que teníaque hacer era aceptarlo, y no mirar atrás. Ir a lacosta, como habían planeado, y comenzar denuevo.

Apenas oía el ruido de los aviones ahora, el

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estruendo de las bombas, la artillería antiaérea.La tierra temblaba con cada explosión y deltecho se desprendía el polvo de yeso. La cadenade la puerta hizo un ruido, pero Dolly no lo oyó.Ya había hecho la maleta: estaba lista para irse.

Se quedó de pie, mirando a Vivien, y, a pesarde su firme decisión, vaciló.

—¿Y tú? —dijo Dolly y durante un segundose le ocurrió que quizás podrían ir juntas, que talvez Vivien la acompañase al fin y al cabo. Deuna forma extraña, era la respuesta perfecta, loúnico que cabía hacer: ambas habíandesempeñado su papel, y nada habría ocurrido siDolly y Vivien no se hubiesen conocido.

Era un pensamiento estúpido, por supuesto:Vivien no necesitaba una segunda oportunidad.Aquí tenía todo lo que deseaba. Una casapreciosa, riqueza, belleza… En efecto, Vivien leentregó la oferta de empleo de la señoraNicolson y sonrió en la llorosa despedida. Lasdos mujeres sabían que era la última vez que se

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verían.—No te preocupes por mí —dijo Vivien,

cuando un bombardero tronó sobre ellas—. Voya estar bien. Voy a ir a casa.

Dolly sostuvo la carta con firmeza y, con ungesto final y decidido, se dirigió a su nueva vida,sin saber qué le depararía el futuro perodecidida, de repente, a hacerle frente.

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4

Suffolk, 2011

Las hermanas Nicolson dejaron el hospital en elcoche de Iris. Aunque era la hija mayor y porcostumbre le correspondía el privilegio delasiento delantero, Laurel iba sentada en la partede atrás, junto a los pelos del perro. Era lamayor, pero su fama complicaba la situación yno estaba dispuesta a que sus hermanaspensasen que se creía superior. De todos modos,prefería la parte de atrás. Exenta del deber deconversar, era libre de concentrarse en suspropios pensamientos.

Había dejado de llover y brillaba el sol.Laurel se moría de ganas de preguntar a Roseacerca de Vivien (había oído el nombre antes,

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estaba segura; más aún, sabía que guardabaalguna relación con ese terrible día de 1961),pero permaneció callada. El interés de Iris, unavez despertado, podía ser sofocante y Laurel noestaba preparada para hacer frente a uninterrogatorio. Mientras sus hermanas charlabandelante, ella observó los prados ante los quepasaban. Las ventanas estaban subidas, perocasi podía oler la hierba recién cortada y oír lallamada de la grajilla. No hay paisaje más vívidoque el de la infancia. No importaba dónde seencontrase o qué aspecto tuviese, esasimágenes y esos sonidos quedaban grabados deforma diferente a los posteriores. Pasaban aformar parte de la persona, ineludibles.

Los últimos cincuenta años se evaporaron yLaurel vio una versión fantasmal de sí mismavolando entre los setos en su bicicleta verde, unaMalvern Star, con una de sus hermanas sentadasobre el manillar. Piel bronceada, piernas devello rubio, rodillas cubiertas de heridas. Fue

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hace mucho tiempo. Fue ayer.—¿Es para la televisión?Laurel alzó la vista para encontrarse a Iris

guiñándole un ojo en el espejo retrovisor.—¿Perdona? —dijo.—La entrevista, esa que te tiene tan

ocupada.—Oh, eso. En realidad, es una serie de

entrevistas. Todavía me queda rodar una ellunes.

—Sí, Rose dijo que ibas a volver a Londrespronto. ¿Es para la televisión?

Laurel hizo un ligero ruido de asentimiento.—Uno de esos programas biográficos, de

una hora más o menos. Va a incluir entrevistascon otras personas (directores y actores con losque he trabajado) junto con secuencias antiguas,cosas de infancia…

—¿Has oído, Rose? —dijo Iris con un tonocortante—. Cosas de infancia. —Se alzó delasiento del coche para torcer mejor el gesto en

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el espejo retrovisor—. Te agradecería queevitases las fotos de familia en las que aparezcototal o parcialmente desnuda.

—Qué lástima —dijo Laurel, que apartó unpelo blanco del pantalón negro—. Me hequedado sin mi mejor material. ¿De qué voy ahablar ahora?

—Con un cámara enfocándote, seguro quese te ocurre algo.

Laurel ocultó una sonrisa. Las demáspersonas la respetaban muchísimo; erareconfortante pelearse con una experta.

Rose, sin embargo, que siempre prefería lapaz, comenzaba a inquietarse.

—Mira, mira —dijo, sacudiendo las manosante un edificio demolido en las afueras de laciudad—. El emplazamiento para el nuevosupermercado. ¿Os lo imagináis? Como si nobastase con tres.

—Vaya, qué ridículo…Con la irritada Iris distraída con elegancia,

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Laurel pudo recostarse en el asiento y mirar denuevo por la ventana. Cruzaron el pueblo,enfilaron la calle principal cuando se estrechóhasta convertirse en una carretera rural ysiguieron sus suaves curvas. Era una secuenciatan familiar que Laurel habría sabido dónde seencontraba con los ojos cerrados. Laconversación en la parte delantera decayó amedida que la carretera se estrechaba y secernían más árboles sobre ellas, hasta que al finIris activó el intermitente y giraron en el caminollamado Greenacres Farm.

La casa estaba donde siempre, en la partesuperior de la cuesta, mirando al prado. No erade extrañar: las casas tienen la costumbre depermanecer donde las construyeron. Iris aparcóen una zona llana, donde había vivido el viejoMorris Minor de su padre hasta que su madreconsintió en venderlo.

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—Esos aleros están un poco maltrechos —dijo.

Rose estaba de acuerdo:—Dan un aspecto triste a la casa, ¿verdad?

Venid y os mostraré las últimas goteras.Laurel cerró la puerta del coche, pero no

siguió a sus hermanas. Se metió las manos enlos bolsillos y se quedó de pie, observando todoel panorama: del jardín a las macetas agrietadasy todo lo que había en medio. La cornisa por laque solían bajar a Daphne en una cesta, laterraza en la que colgaron las cortinas del viejodormitorio para formar un proscenio, labuhardilla donde Laurel aprendió ella sola afumar.

La idea surgió de súbito: la casa larecordaba.

Laurel no se consideraba una romántica,pero era una sensación tan poderosa que, por unmomento, no le costó creer que esa combinaciónde tablas de madera y ladrillos rojos, de tejas

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veteadas y ventanas de forma extraña, eracapaz de recordarla. La estaba observando,podía sentirlo, por cada panel de cristal,rememorando para tratar de encajar a estamujer madura, con su traje de diseño, en la jovenque fantaseaba ante fotografías de James Dean.¿Qué pensaría, se preguntó, de la persona en laque se había convertido?

Qué idiotez, claro: la casa no pensaba. Lascasas no recordaban a la gente; de hecho, norecordaban casi nada. Era ella quien recordabala casa y no al revés. Y ¿por qué no habría dehacerlo? Había sido su casa desde que tenía dosaños; había vivido ahí hasta los diecisiete. Escierto que había pasado algún tiempo desde suúltima visita; a pesar de sus viajes más o menoshabituales al hospital, no había vuelto aGreenacres, porque siempre estaba ocupada.Laurel echó un vistazo hacia la casa del árbol.Había hecho lo posible para mantenerseocupada.

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—¿Tanto tiempo ha pasado que hasta hasolvidado dónde está la puerta? —dijo Iris desdeel recibidor. Desapareció dentro de la casa, perosu voz flotaba tras ella—: No me lo digas…¡Estás esperando a que el mayordomo venga allevar tus maletas!

Laurel puso los ojos en blanco como unaadolescente, cogió la maleta y se dirigió a lacasa. Siguió el mismo camino de piedra que sumadre había descubierto un luminoso día deverano sesenta y tantos años atrás…

En cuanto lo vio, Dorothy Nicolson supo queGreenacres era el lugar donde criar a sus hijos.No tenía intención de buscar una casa. Laguerra había terminado unos pocos años atrás,no disponían de capital alguno y su suegra habíaconsentido amablemente en alquilarles unahabitación en su establecimiento (a cambio deciertos quehaceres diarios, claro: ¡no era la

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beneficencia!). Dorothy y Stephen solo habíanido de picnic.

Era uno de esos raros días libres a mediadosde julio; más raro aún, la madre de Stephen sehabía ofrecido a cuidar de la pequeña Laurel.Despertaron a primera hora del alba, echaronuna cesta y una manta en el asiento de atrás, ycondujeron el Morris Minor hacia el oeste, sinmás planes que seguir el camino que lesapeteciese. Lo hicieron durante un tiempo (lamano de ella en la pierna de él, el brazo de élsobre los hombros de ella, el aire cálido soplandoa través de las ventanas abiertas) y así habríancontinuado de no ser por un pinchazo.

Pero la rueda se pinchó, así que aminoraronla marcha y aparcaron a un lado de la carreterapara revisar los daños. Ahí estaba, claro como elagua: un clavo granuja que sobresalía de lallanta.

No obstante, eran jóvenes, y estabanenamorados, y no tenían tiempo libre a menudo,

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así que no les estropeó el día. Mientras sumarido reparaba el neumático, Dorothy subiópor una colina verde, en busca de un lugardonde extender el mantel del picnic. Y ahí, alcompletar la subida, vio la casa de Greenacres.

Nada de esto era producto de la imaginaciónde Laurel. Los hermanos Nicolson se sabían dememoria la historia de la adquisición deGreenacres. El agricultor viejo y escéptico quese rascó la cabeza cuando Dorothy llamó a supuerta, las aves que anidaban en la chimenea delsalón mientras el agricultor servía té, losagujeros del suelo con tablones sobre ellos comopuentes estrechos. Y, lo que era más importante,nadie dudó respecto a la inmediata certeza de sumadre: debía vivir en ese lugar.

La casa, les había explicado muchas veces,habló con ella, ella escuchó y resultó que secomprendían muy bien. Greenacres era unavieja dama imperiosa, un poco ajada, cómo no,gruñona a su manera, pero ¿quién no lo sería? El

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deterioro, percibió Dorothy, ocultaba unadignidad antigua y grandiosa. La casa eraorgullosa y estaba sola; era ese tipo de lugar queflorece con risas de niños y el amor de unafamilia y el olor a cordero asado en el horno.Tenía buenos huesos, robustos, y la voluntad demirar al futuro y no al pasado, de dar labienvenida a una nueva familia y crecer junto aellos, de adaptarse a sus nuevas costumbres. ALaurel le llamó la atención, como no lo habíahecho antes, que la descripción que su madrehacía de la casa podría haber sido unautorretrato.

Laurel se limpió los zapatos en el felpudo yentró. Las tablas del suelo crujían como siempre,los muebles estaban donde tenían que estar y,sin embargo, algo parecía diferente. El aireestaba viciado y había un olor que no era el decostumbre. Olía a cerrado, comprendió, lo cual

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era comprensible, pues la casa habíapermanecido vacía desde que Dorothy habíaingresado en el hospital. Rose venía a cuidar detodo cuando su horario de abuela se lo permitíay su marido Phil hacía lo que podía, pero nadaera comparable a vivir en la casa. Erainquietante, pensó Laurel conteniendo unescalofrío, lo rápido que la presencia de unapersona podía ser borrada, con qué facilidad lacivilización daba paso a la barbarie.

Se aconsejó a sí misma no estar tan alicaíday añadió sus maletas, por la fuerza de lacostumbre, a la pila bajo la mesa del salón. Acontinuación se dirigió, sin pensar, a la cocina.Este era el lugar donde hacían los deberes,donde le ponían las tiritas y lloraban cuando seles rompía el corazón; el primer sitio al que ibanal volver a casa. Rose e Iris ya estaban ahí.

Rose dio al interruptor de la luz que habíajunto a la nevera y los cables zumbaron. Se frotólas manos de buen humor.

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—¿Preparo un poco de té?—No se me ocurre nada mejor —dijo Iris,

que se quitó los zapatos y estiró los dedos de lospies como una bailarina impaciente.

—He traído vino —dijo Laurel.—Salvo eso. Olvida el té.Mientras Laurel cogía la botella de su

maleta, Iris sacó las copas del aparador.—¿Rose? —Sostuvo la copa en alto,

parpadeando enérgica tras sus gafas de ojos degata. Tenía los ojos del mismo gris oscuro que supelo.

—Oh. —Rose miró de un lado a otro congesto preocupado—. Oh, no sé, son solo lascinco.

—Vamos, querida Rosie —dijo Laurel,hurgando en un cajón de cubiertos un pocopegajosos en busca de un abrebotellas—. Tieneun montón de antioxidantes. —Tras sacarlo,juntó los extremos horteras del sacacorchos—.Es casi medicinal.

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—Bueno…, vale.Laurel quitó el corcho y comenzó a servir.

La costumbre la llevó a alinear las copas paraasegurarse de servir la misma cantidad en lastres. Sonrió al caer en la cuenta: vaya regreso ala infancia. En cualquier caso, Iris estaríacontenta. La igualdad podría ser un gran escollopara cualquier hermano, pero era una obsesiónpara los que estaban en medio. «Deja de contar,florecilla —solía decir su madre—. A nadie lecae bien una chiquilla que espera más que elresto».

—Solo una copita, Lol —dijo Rose concautela—. No quiero ponerme hasta arribaantes de que venga Daphne.

—Entonces, ¿sabes algo de ella? —Laurelentregó la copa más llena a Iris.

—Antes de salir del hospital… ¿No lo hedicho? Desde luego, ¡qué memoria! Va a llegara las seis, si el tráfico se lo permite.

—Supongo que debería ir preparando algo

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para cenar si viene tan pronto —dijo Iris, queabrió la despensa y, de rodillas sobre untaburete, observó las fechas de caducidad—. Sidependiera de vosotras, no habría más quetostadas y té.

—Yo te ayudo —dijo Rose.—No, no. —Iris negó con un gesto sin darse

la vuelta—. No hace falta.Rose echó un vistazo a Laurel, quien le

entregó una copa de vino y señaló la puerta. Notenía sentido discutir. Formaba ya parte de lastradiciones de la familia: Iris siempre cocinaba,siempre sentía que se aprovechaban de ella y losdemás la dejaban disfrutar de su martirio, puesera una de esas pequeñas cortesías que seconceden entre hermanas.

—Bueno, si insistes… —dijo Laurel, que sesirvió un pelín más de pinot en la copa.

Mientras Rose subía para comprobar que la

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habitación de Daphne estaba en orden, Laurelsalió a tomar el vino fuera. La lluvia de anteshabía dejado el aire limpio y Laurel respiróhondo. El columpio de jardín le llamó la atencióny se sentó en él, meciéndose con los tacones,lentamente. El balancín había sido un regalo detodos ellos por el octogésimo cumpleaños de sumadre y Dorothy declaró de inmediato que debíasituarse bajo el gran roble. Nadie señaló quehabía otros lugares en el jardín con mejoresvistas. Quizás un extraño habría pensado que seencontraba ante poco más que un prado vacío,pero los Nicolson comprendían que esa insulsezera ilusoria. En alguna parte entre los movedizostallos de hierba se encontraba el lugar donde supadre cayó y murió.

Los recuerdos eran materia resbaladiza. Losrecuerdos de Laurel la situaban esa tarde aquí,en este mismo lugar, con la mano alzada paraproteger del sol sus entusiastas ojos deadolescente mientras observaba la pradera, a la

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espera de verlo volver del trabajo para salircorriendo, enlazar su brazo con el de él yacompañarle caminando hacia casa. En susrecuerdos lo veía al avanzar a zancadas sobre lahierba; al detenerse a ver la puesta de sol, paracontemplar las nubes rosadas, para decir, comosiempre: «Cielo nocturno y rojo, pastor sinenojo»; y al ponerse rígido y jadear; al llevarse lamano al pecho; al tropezar y caer.

Pero no había sido así. Cuando ocurrió seencontraba al otro lado del mundo, teníacincuenta y seis años en lugar de dieciséis y sevestía para una ceremonia de entrega depremios en Los Ángeles, preguntándose si seríala única persona que asistiera cuya cara sesostenía sin rellenos y una buena dosis debotulina. No supo nada de la muerte de su padrehasta que Iris llamó y dejó un mensaje en elteléfono.

No, fue otro hombre a quien había visto caery morir una tarde soleada cuando tenía dieciséis

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años.Laurel encendió un cigarrillo con una cerilla,

mirando el horizonte con el ceño fruncidomientras guardaba la caja de nuevo en elbolsillo. La casa y el jardín estaban iluminadospor el sol, pero los campos lejanos, más allá dela pradera, cerca de los bosques, empezaban aquedar en sombra. Miró hacia arriba, más alláde las barras de hierro forjado del columpio,hacia donde se veía el suelo de la casa del árbolentre las hojas. La escalera todavía estaba ahí,trozos de madera clavados en el tronco, unoscuantos torcidos ahora. Alguien había colocadouna hilera de cuentas rosas y púrpuras al finalde un peldaño; uno de los nietos de Rose,supuso.

Laurel había bajado muy despacio ese día.Dio una profunda calada al cigarrillo,

recordando. Se había despertado sobresaltadaen la casa del árbol y había recordado derepente al hombre, el cuchillo, la cara

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aterrorizada de su madre y, a continuación, sehabía dirigido a la escalera.

Entonces, cuando llegó a la altura del suelode la casa, se quedó agarrada al peldaño conambas manos, la frente contra el rugoso troncodel árbol, a salvo en el inmóvil sosiego delmomento, sin saber adónde ir o qué hacer acontinuación. Absurdamente, se le ocurrió quedebería dirigirse al arroyo, junto a sus hermanas,el bebé y su padre con el clarinete y la sonrisaperpleja…

Tal vez fue entonces cuando se dio cuentade que ya no podía oírles.

En ese momento se dirigió a la casa,apartando la vista, con los pies descalzos a lolargo del sendero de piedras calientes. Por uninstante miró de refilón y pensó que había algogrande y blanco junto al jardín, algo que nodebería estar ahí, pero bajó la cabeza, apartó lavista y caminó más rápido, con la pueril yalocada esperanza de que quizás, si no lo miraba

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y no lo veía, podría llegar a la casa, cruzar elumbral y todo volvería a ser como siempre.

Estaba conmocionada, por supuesto, pero noera consciente de ello. La poseyó una calmaprodigiosa, como si llevase una capa, una capamágica que le permitía escabullirse de la vidareal, al igual que un personaje de cuento dehadas que vuelve para encontrar el castillodormido. Se detuvo para recoger el aro del sueloantes de entrar.

En la casa reinaba un silencio sobrecogedor.El sol estaba detrás del techo y la entrada sehallaba en sombra. Esperó junto a la puertaabierta para que los ojos se acostumbraran. Seoía un chisporroteo a medida que el caño deldesagüe se enfriaba, un ruido que representabael verano, las vacaciones, los ocasos largos ycálidos con polillas revoloteando en torno a lasluces.

Alzó la vista hacia la escalera alfombrada ysupo que sus hermanas no estaban ahí. El reloj

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del vestíbulo marcaba los segundos y sepreguntó, por un momento, dónde estarían todos:mamá, papá y también el bebé, y si la habríandejado sola con eso que había bajo esa sábanablanca. Al pensarlo, un escalofrío recorrió suespalda. A continuación, oyó un ruido sordo enla sala de estar, volvió la cabeza, y ahí estaba supadre, de pie ante la chimenea apagada. Estabacuriosamente rígido, una mano al costado, la otraformando un puño sobre la repisa de madera, ydijo:

—Por el amor de Dios, mi esposa tienesuerte de estar viva.

La voz de un hombre sonó fuera delescenario, más allá de la puerta, donde Laurelno podía verlo:

—Lo comprendo, señor Nicolson, igual queespero que comprenda que solamente hacemosnuestro trabajo.

Laurel se acercó de puntillas. Se detuvoantes de llegar a la luz que se derramaba por la

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puerta abierta. Su madre estaba en el sillón,acunando al bebé en brazos. Estaba dormido;Laurel podía ver su perfil angelical, sus mejillassonrosadas aplastadas contra el hombro de sumadre.

Había otros dos hombres en la habitación, untipo calvo en el sofá y uno joven junto a laventana que tomaba notas. Policías, comprendió.Por supuesto, eran policías. Algo terrible habíasucedido. La sábana blanca en el jardín soleado.

El hombre de más edad dijo:—¿Lo reconoció, señora Nicolson? ¿Es

alguien con quien se había relacionado antes?¿Alguien a quien había visto, aunque fuese delejos?

La madre de Laurel no respondió, al menosnada que pudiese oír. Estaba susurrando tras lanuca del bebé y sus labios se movíansuavemente contra su pelo fino. Papá habló conrotundidad en su nombre.

—Por supuesto que no —dijo—. Como ya

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le ha dicho, no lo había visto nunca. Por lo que amí respecta, deberían estar comparando sudescripción con la del tipo del periódico, ese queha estado molestando a los excursionistas.

—Vamos a seguir todas las pistas, señorNicolson, puede estar seguro de ello. Pero ahoramismo hay un cadáver en su jardín y solo suesposa sabe cómo ha llegado ahí.

Papá se irritó.—Ese hombre atacó a mi mujer. Fue en

defensa propia.—¿Vio lo ocurrido, señor Nicolson?Había un indicio de impaciencia en la voz del

policía de más edad que asustó a Laurel. Dio unpaso atrás. No sabían que estaba ahí. No eranecesario que la descubriesen. Podríaescabullirse, subir las escaleras, con cuidado deno hacer ruido al pisar, acurrucarse en la cama.Podría abandonarlos a las misteriosasmaquinaciones del mundo de los adultos ydejarles que la encontraran al acabar y le dijeran

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que todo estaba bien…—Repito: ¿estaba usted ahí, señor Nicolson?

¿Vio lo ocurrido?… Pero Laurel se vio arrastrada al salón,

con el contraste de su luz encendida y elvestíbulo en penumbra, su extraño retablo, elaura de la voz tensa de su padre, su postura, quese proyectaba en las sombras. Había algo enella, siempre lo hubo, que exigía inclusión, quetrataba de ayudar cuando no le habían pedidoayuda, que se resistía a dormir por miedo aperderse algo.

Estaba conmocionada. Necesitabacompañía. No podía evitarlo. En cualquier caso,Laurel salió de los bastidores al centro de laescena.

—Yo estaba ahí —dijo—. Lo vi.Papá alzó la vista, sorprendido. Posó los ojos

sobre su esposa y luego volvió a mirar a Laurel.Su voz sonaba diferente cuando habló, ronca,apresurada, casi como un bufido:

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—Laurel, ya basta.Todas las miradas se dirigieron a ella: la de

mamá, la de papá, la de esos hombres. Lassiguientes líneas de su diálogo, Laurel lo sabía,eran cruciales. Evitó la mirada de su padre ycomenzó:

—El hombre fue hacia la casa. Intentóagarrar al bebé. —¿O acaso no lo había hecho?Estaba segura de que eso era lo que había visto.

Papá frunció el ceño.—Laurel…Habló más rápido ahora, con decisión. (Y

¿por qué no? Ya no era una niña que serefugiaba en su dormitorio a la espera de que losadultos arreglasen las cosas: era uno de ellos;tenía un papel que interpretar; era importante).El foco la iluminó y Laurel sostuvo la mirada delhombre de más edad.

—Hubo un forcejeo. Lo vi. El hombre atacóa mi madre y luego…, y luego se cayó al suelo.

Durante un minuto, nadie habló. Laurel miró

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a su madre, que ya no susurraba al bebé, sinoque contemplaba por encima de su cabecita unlugar sobre el hombro de Laurel. Alguien habíahecho té. Laurel recordaría ese detalle a lo largode los años venideros. Alguien había hecho té,pero nadie se lo había bebido. Las tazaspermanecían intactas en las mesas del salón,había otra en la repisa. El reloj del vestíbulomarcó la hora.

Al fin, el hombre calvo cambió de postura enel sofá y se aclaró la garganta.

—Te llamas Laurel, ¿verdad?—Sí, señor.Papá suspiró, y fue una gran corriente de

aire, el sonido de un globo al desinflarse. Sumano hizo un gesto señalando a Laurel y dijo:

—Mi hija. —Parecía derrotado—. Lamayor.

El hombre en el sofá la observó. Sus labiosdibujaron una sonrisa que no alargó su mirada.

—Creo que sería mejor que entrases, Laurel

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—dijo—. Siéntate y empieza desde el principio.Cuéntanos todo lo que viste.

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Laurel dijo la verdad al policía. Se sentó concautela al otro lado del sofá, esperó el reaciopermiso de su padre y comenzó a describir latarde. Todo lo que había visto, tal como habíasucedido. Había estado leyendo en la casa delárbol y se detuvo para observar al hombre quese acercaba.

—¿Por qué te quedaste mirándolo? ¿Habíaalgo raro en su conducta? —El tono y laexpresión del policía no dejaban entrever lo quequería averiguar.

Laurel frunció el ceño, deseosa de recordarcada detalle y ser una buena testigo. Sí, pensóque tal vez sí lo había. No es que gritase ocorriese o hiciese algo obvio, pero aun así era(miró el techo, tratando de evocar la palabra

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exacta) siniestro. Lo dijo una vez más,complacida ante esa palabra tan expresiva. Eraun tipo siniestro y ella tuvo miedo. No, no podíaexplicar exactamente por qué, pero así fue.

¿No era posible que lo que ocurrió despuésinfluyese en su primera impresión? ¿Que lepareciese más peligroso de lo que realmenteera?

No, estaba segura. Sin duda, había algo enese hombre que daba miedo.

El joven policía garabateó en su cuaderno.Laurel suspiró. No se atrevía a mirar a suspadres por miedo a perder el coraje.

—Y cuando el hombre llegó a la casa, ¿quépasó entonces?

—Dio la vuelta a la esquina con mucho máscuidado que un visitante normal (a hurtadillas) yluego mi madre salió con el bebé.

—¿Tu madre lo llevaba en brazos?—Sí.—¿Llevaba algo más?

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—Sí.—¿Qué?Laurel se mordió el interior de la mejilla,

recordando el destello de plata.—Llevaba el cuchillo de los cumpleaños.—¿Reconociste el cuchillo?—Es el que usamos en ocasiones

especiales. Tiene una cinta roja atada alrededordel mango.

No hubo cambio alguno en la actitud delpolicía, aunque esperó un momento antes deproseguir:

—Y ¿qué ocurrió a continuación?Laurel estaba preparada.—El hombre los agredió.Surgió una duda pequeña y molesta, como

un rayo de luz que oculta un detalle en unafotografía, cuando Laurel describió al hombreavanzando hacia el bebé. Vaciló un momento,mirándose las rodillas, mientras se esforzaba porver la acción en su mente. Y continuó. El

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hombre había extendido el brazo hacia Gerry,eso lo recordaba, y estaba segura de que teníaambas manos en alto, para arrebatar a suhermano de los brazos de su madre. Fueentonces cuando mamá había dejado a Gerry enun lugar seguro. Y luego el hombre fue aagarrar el cuchillo, intentó quedárselo y hubo unforcejeo…

—¿Y luego?La pluma del joven agente rayaba el

cuaderno al anotar todo lo que decía Laurel. Eraun sonido fuerte y Laurel tenía calor; el salón sehabía caldeado, sin duda. Se preguntó por quépapá no abría una ventana.

—¿Y luego?Laurel tragó saliva. Tenía la boca seca.—Luego mi madre bajó el cuchillo.Salvo por esa pluma presurosa, en el salón

reinó el silencio. Laurel lo vio todo con claridaden su mente: el hombre, ese hombre horrible derostro lúgubre y manos enormes, agarraba a

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mamá, con la intención de herir al bebé acontinuación…

—¿Y el hombre cayó al suelo de inmediato?La pluma dejó de rasgar. Junto a la ventana,

el joven policía la estaba mirando por encima delcuaderno.

—¿El hombre cayó al suelo enseguida?—Eso creo. —Laurel asintió vacilante.—¿Eso crees?—No recuerdo nada más. Ahí fue cuando

me desmayé, supongo. Me desperté en la casadel árbol.

—¿Cuándo?—Ahora mismo. Y después he venido aquí.El policía de más edad inspiró despacio, no

del todo silenciosamente, y, a continuación,expulsó el aire.

—¿Recuerdas algo más que debamossaber? ¿Algo que hayas visto u oído? —Se pasóla mano por la calva. Sus ojos eran de un azulmuy claro, casi gris—. Tómate tu tiempo: hasta

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el detalle más pequeño podría ser importante.¿Se había olvidado de algo? ¿Había visto u

oído algo más? Laurel lo pensó bien antes deresponder. Creía que no. No, estaba segura deque eso era todo.

—¿Nada de nada?Dijo que no. Papá tenía las manos en los

bolsillos y sus ojos bullían bajo las cejas.Los dos policías intercambiaron una mirada,

el más maduro inclinó la cabeza ligeramente y elmás joven cerró el cuaderno.

El interrogatorio había terminado.

Más tarde, Laurel, sentada sobre la repisade la ventana de su dormitorio, se mordía lasuñas y miraba a los tres hombres junto a lapuerta. No hablaban mucho, pero a veces elpolicía de más edad decía algo y papá respondía,señalando diversos objetos en el horizonte quese oscurecía. Podría haber sido una

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conversación sobre métodos de cultivo, o elcalor estival, o los usos tradicionales de lastierras de Suffolk, pero Laurel dudó que tratasenalguno de esos temas.

Una furgoneta avanzó por el camino y elpolicía más joven fue a su encuentro, dandozancadas sobre la hierba y señalando con gestoshacia la casa. Laurel vio a un hombre surgir delasiento del conductor y una camilla salió por laparte de atrás; la sábana (no tan blanca, segúnveía ahora, con manchas de un rojo que era casinegro) ondeó al recorrer el jardín. Subieron lacamilla y la furgoneta se alejó. Los policías semarcharon y papá entró en casa. La puerta secerró: lo oyó a través del suelo. Unas botassalieron despedidas (una, dos) y, a continuación,oyó los pasos de unos pies descalzos en la salade estar que se acercaban a su madre.

Laurel corrió las cortinas y dio la espalda ala ventana. Los policías se habían ido. Habíadicho la verdad; había descrito con exactitud sus

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recuerdos, todo lo ocurrido. Entonces, ¿por quése sentía así? Rara, insegura.

Se acostó en su cama, con las manos, comosi rezase, entre las rodillas, acurrucada. Cerrólos ojos, pero los abrió de nuevo para dejar dever ese destello plateado, la sábana blanca, lacara de su madre cuando el hombre dijo sunombre…

Laurel se puso en tensión. El hombre habíadicho el nombre de mamá.

No se lo había contado a la policía. Lehabían preguntado si recordaba algo más, algoque hubiese visto u oído, y les había respondidoque no, que nada. Pero había algo, hubo algo.

Se abrió la puerta y Laurel se incorporórápidamente, casi temiendo que el agentehubiera vuelto para leerle la cartilla. Pero erasolo su padre, que había venido a decirle que ibaa buscar a sus hermanas a la casa de losvecinos. Habían acostado al bebé y su madreestaba descansando. Vaciló en la puerta, dando

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golpecitos contra la jamba. Cuando habló denuevo, su voz sonó ronca:

—Ha sido una conmoción lo ocurrido estatarde, una conmoción espantosa.

Laurel se mordió el labio. Muy dentro deella, un sollozo amenazó con salir a la superficie.

—Tu madre es una mujer valiente.Laurel asintió.—Es una superviviente, y tú también lo eres.

Estuviste bien con esos policías.Laurel balbuceó. En los ojos le ardían

lágrimas frescas:—Gracias, papá.—La policía dice que es probable que se

trate del hombre de los periódicos, el que haestado causando problemas junto al arroyo. Ladescripción coincide, y nadie más habría venidoa molestar a tu madre.

Era lo que ella había pensado. Cuando lo viopor primera vez, ¿no se había preguntado si nosería el mismo del que hablaban los periódicos?

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Laurel de repente se sintió más ligera.—Escucha bien, Lol. —Su padre se llevó las

manos a los bolsillos. Las sacudió un momentoantes de continuar—. Tu madre y yo hemoshablado y creemos que es buena idea no contarlo que pasó a los más pequeños. No haynecesidad, y pedirles que comprendan algo asíes demasiado. Si hubiera dependido de mí, túhabrías estado a cientos de kilómetros dedistancia, pero no fue así y eso no se puedecambiar.

—Lo siento.—No tienes que pedir perdón. No es tu

culpa. Has ayudado a la policía y también a tumadre, ahora todo se ha acabado. Un hombremalvado ha venido a nuestra casa, pero ya estátodo solucionado. Todo va a ir bien.

No era una pregunta, no exactamente, perosonó como si lo fuese, y Laurel respondió:

—Sí, papá. Todo va a ir bien.Él sonrió con un solo lado de la boca.

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—Eres buena chica, Laurel. Voy a buscar atus hermanas. Todo esto quedará entre nosotros,¿vale? Buena chica.

Y así lo hicieron. Se convirtió en el granevento nunca mencionado de la historia de sufamilia. Las hermanas no debían saberlo, yGerry era demasiado pequeño para recordarlo,aunque resultó que se equivocaban al respecto.

Las otras comprendieron, por supuesto, quealgo inusual había ocurrido: se las habían llevadosin mayores contemplaciones de la fiesta decumpleaños y las habían dejado frente al nuevotelevisor Decca de un vecino; sus padrespermanecieron extrañamente sombríos durantesemanas; y un par de policías comenzaron arealizar visitas periódicas que conllevabanpuertas cerradas y voces graves y quedas. Sinembargo, todo adquirió sentido cuando papá leshabló del pobre vagabundo que había muerto en

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la pradera durante el cumpleaños de Gerry. Eratriste, pero, como les explicó, esas cosasocurrían a veces.

Laurel, mientras tanto, comenzó a morderselas uñas con entusiasmo. La investigaciónpolicial concluyó en cuestión de semanas: laedad del hombre y su aspecto coincidían con lasdescripciones del acosador del picnic, la policíadijo que no era inusual en estos casos que laviolencia fuese en aumento con el tiempo y eltestimonio de Laurel dejó claro que su madrehabía actuado en legítima defensa. Un robo queacabó mal; una madre que se libró por poco;nada que mereciese la pena difundir en laprensa. Por fortuna, en aquellos tiempos ladiscreción era la norma y un acuerdo entrecaballeros podía llevar un titular a la página tres.Cayó el telón, la representación terminó.

Y aun así… Si bien la vida de su familiahabía regresado a la programación habitual, lade Laurel permanecía estática. La sensación de

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estar separada de los demás se fue agravando yse volvió inexplicablemente inquietante. Elsuceso se repetía en su mente sin pausa y,debido a su papel en la investigación policial y alo que había dicho —peor aún, lo que no habíacontado—, el pánico a veces era tan intenso queapenas podía respirar. Fuese a donde fuese enGreenacres (dentro de la casa o en el jardín), sesentía atrapada por lo que había visto y hecho.Los recuerdos la cercaban por todas partes;eran ineludibles; lo peor era que el suceso queles daba vida era totalmente inexplicable.

Cuando se presentó a la prueba de laEscuela de Arte Dramático y logró una plaza,Laurel hizo caso omiso a sus padres, quienes lerogaron que se quedase en casa, esperase unaño y acabase los estudios, que pensase en sushermanas y el hermanito, que la adoraba másque a nadie. En vez de ello, hizo el equipaje, tanescaso como le fue posible, y dejó a todos atrás.Su vida cambió de dirección al instante, de la

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misma manera que una veleta gira en círculosdurante una tormenta inesperada.

Laurel se acabó el vino y observó un par degrajos volando bajo sobre la pradera de papá.Alguien había accionado el gigante interruptorde luces y el mundo se iba sumergiendo en laoscuridad. Todas las actrices tienen sus palabrasfavoritas, y «carencia»… figuraba entre las deLaurel. Era un placer pronunciarla, esasensación de caída melancólica y ese tonodesvalido inherentes al sonido de la palabra, aunsiendo tan similar a cadencia, de la cual adquiríasu musicalidad.

Era esa hora del día que asociaba sobre todocon la infancia, con su vida antes de ir aLondres: el regreso de su padre a casa despuésde haber trabajado todo el día en la granja, sumadre secando a Gerry con una toalla junto a laestufa, sus hermanas riéndose mientras Iris

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exhibía su repertorio de imitaciones (qué ironíaque Iris acabase convertida en la figura másimitable de la infancia: la directora del colegio),ese instante de transición en que se encendíanlas luces de casa y todo olía a jabón, y la cenaya estaba servida en la gran mesa de roble.Incluso ahora, Laurel percibía de manerainconsciente el giro natural del día. Era lo máscerca que había estado de sentir nostalgia decasa en su propio hogar.

Algo se movió en la pradera, en el senderoque su padre solía recorrer cada día, y Laurel sepuso rígida; pero era tan solo un coche, uncoche blanco (ahora lo veía mejor) que giró enel camino. Se puso en pie, sacudiendo lasúltimas gotas de la copa. Hacía frío y Laurel seabrazó a sí misma. Caminó lentamente hacia lapuerta. La conductora encendió y apagó losfaros con una energía que solo podía procederde Daphne y Laurel alzó una mano para saludar.

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Laurel dedicó gran parte de la cena a observarla cara de su hermana pequeña. Se había hechoalgo, y lo había hecho bien, y el resultado erafascinante. «Una magnífica crema hidratantenueva», respondería Daphne si le preguntasen y,como Laurel no deseaba oír mentiras, seabstuvo de curiosear. En vez de ello, asintiómientras Daphne jugueteaba con sus rizos rubiosy las cautivaba con historias del programaDesayunos en L. A., donde era la mujer deltiempo y coqueteaba con un presentadorllamado Chip. Las pausas en ese monólogo deparlanchina eran escasas y, cuando al fintuvieron ocasión, Rose y Laurel la aprovecharonal unísono.

—Tú primero —dijo Laurel, que inclinó su

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copa de vino (vacía una vez más, segúncomprobó) hacia su hermana.

—Solo iba a decir que quizás deberíamoshablar un poco sobre la fiesta de mamá.

—Estoy de acuerdo —dijo Iris.—Tengo algunas ideas —dijo Daphne.—Claro que sí.—Cómo no.—Nosotras…—Yo…—¿Qué estabas pensando, Rosie? —dijo

Laurel.—Bueno —Rose, quien siempre pasaba

apuros bajo la presión de sus hermanas,comenzó con una tos—, tendrá que ser en elhospital, una pena, pero pensaba que podríamosintentar que fuese especial para ella. Ya sabéiscómo se siente con los cumpleaños.

—Justo lo que iba a decir —indicó Daphne,que contuvo un pequeño hipo tras las uñasrosadas—. Y, al fin y al cabo, va a ser el último.

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Se hizo el silencio entre las mujeres, con lagrosera excepción del reloj suizo, hasta que Irislo rompió con un sollozo.

—Eres una… insensible —dijo, acariciandolas puntas de su melena cana—. Desde que temudaste a Estados Unidos.

—Solo quería decir…—Creo que todas sabemos lo que querías

decir.—Pero es la verdad.—Precisamente por eso no hacía falta que

lo dijeses.Laurel observó a sus hermanas. Iris tenía el

gesto torcido, Daphne parpadeaba con susafligidos ojos azules, Rose retorcía su trenza contal angustia que amenazaba con partirla. Sientrecerraba los ojos, podría verlas de niñas.Suspiró ante la copa.

—Tal vez podríamos llevar algunas de lascosas favoritas de mamá —dijo—. Poner unosdiscos de la colección de papá. ¿En algo así

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pensabas, Rosie?—Sí —dijo Rose, con una gratitud enervante

—. Sí, eso sería perfecto. Pensaba que inclusopodríamos contar alguna historia de las que solíainventar para nosotras.

—Como la de la puerta al fondo del jardínque daba al país de las hadas.

—Y los huevos de dragón que encontrabaen el bosque.

—Y esa vez que se escapó para unirse alcirco.

—¿Os acordáis —dijo Iris de repente— delcirco que tuvimos aquí?

—Mi circo —dijo Daphne, quien sonriódetrás de su copa de vino.

—Bueno, sí —intervino Iris—, pero soloporque…

—Porque tuve un sarampión horrible y meperdí el circo de verdad cuando vino al pueblo.—Daphne se rio con placer al recordarlo—.Mamá pidió a papá que montase una tienda al

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final del prado, ¿recordáis?, y vosotras fuisteislos payasos. Laurel era el león, y mamá laequilibrista.

—No se le daba nada mal —dijo Iris—.Casi no se cayó de la cuerda floja. Seguro quepracticó durante semanas.

—O a lo mejor era verdad que había estadoen el circo —dijo Rose—. De mamá casi me locreo.

Daphne suspiró satisfecha.—¿A que tuvimos mucha suerte de tener

una madre como la nuestra? Tan juguetona, casicomo si no hubiese crecido de verdad; no comotodas esas otras madres tan aburridas. Yopresumía de ella cuando venían a casa misamigas de la escuela.

—¿Tú? ¿Presumías? —Iris fingió sorpresa—. Vaya, eso no parece…

—En cuanto a la fiesta de mamá… —Rosemovió una mano, deseosa de evitar otra disputa—, he pensado que podría hacer una tarta

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Victoria, su favo…—¿Os acordáis —dijo Daphne con un

entusiasmo repentino— de ese cuchillo, el de lacinta…?

—La cinta roja —dijo Iris.—… Y el mango de hueso. Insistía en

usarlo, en todos los cumpleaños.—Decía que era mágico, que concedía

deseos.—¿Sabéis? Yo me lo creí un montón de

tiempo. —Daphne apoyó el mentón en la manocon un bonito suspiro—. Me pregunto qué fuede ese cuchillo tan viejo y raro.

—Desapareció —dijo Iris—. Ahora lorecuerdo. Un año no lo vi y, cuando le pregunté,mamá me dijo que lo había perdido.

—Sin duda ocupó su lugar junto a los milbolígrafos y horquillas desaparecidos en estacasa —dijo Laurel enseguida. Se aclaró lagarganta—. Qué sed. ¿Alguien quiere másvino?

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—¿No sería maravilloso si loencontráramos? —oyó decir al cruzar elvestíbulo.

—¡Qué espléndida idea! Lo podríamosllevar para cortar la tarta…

Laurel llegó a la cocina y, por tanto, se salvóde los entusiastas preparativos de la búsqueda.(«No pudo ir muy lejos», las animaba Daphne).

Dio al interruptor de la luz y la habitacióndespertó a la vida como un viejo y fiable criadoque hubiera trabajado más tiempo delrecomendable. Sin más personas que ella, con latenue media luz del tubo fluorescente, la cocinaparecía más triste de lo que Laurel recordaba; elmosaico de lechada era gris y una capagrasienta de polvo cubría las tapas de losfrascos. Tenía la incómoda sensación de queaquello probaba lo mal que veía su madre.Debería haber contratado a alguien para quelimpiase. ¿Cómo no lo había pensado antes? Yya que estaba flagelándose (¿por qué parar

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ahí?), debería haberla visitado más a menudo yhaber limpiado la casa ella misma.

La nevera, al menos, era nueva; Laurel sehabía encargado de ello. Cuando el viejoKelvinator al fin murió en acto de servicio,Laurel compró por teléfono un sustituto desdeLondres: con ahorro de energía y una lujosamáquina de hielo que su madre nunca usaba.

Laurel encontró la botella de Chablis quehabía traído y cerró la puerta. Un pocodemasiado fuerte, quizás, pues un imán se cayóy un trozo de papel dio vueltas hasta el suelo. Elpapel desapareció bajo la nevera y Laurel soltóuna palabrota. Se puso a cuatro patas parapalpar entre el polvo. Era un recorte de prensadel Sudbury Chronicle y aparecía unafotografía de Iris, con su aspecto de directora,vestida de tweed marrón y con unas mallasnegras frente a su colegio. A pesar de laexcursión, el recorte seguía en buen estado yLaurel buscó un hueco donde ponerlo. Era más

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fácil decirlo que hacerlo. La nevera de losNicolson siempre había sido un lugar muyconcurrido, incluso antes de que se empezaran avender imanes con el propósito expreso deabarrotar: cualquier cosilla digna de atenciónacababa en la gran puerta blanca para deleite dela familia. Fotografías, elogios, tarjetas y, porsupuesto, las apariciones en los medios decomunicación.

El recuerdo llegó de ninguna parte, unamañana de verano de 1961, un mes antes de lafiesta de cumpleaños de Gerry: los siete estabansentados a la mesa del desayuno untandomermelada de fresa en las tostadas mientraspapá recortaba un artículo del periódico local; lafotografía de Dorothy, sonriente, sosteniendo lajudía ganadora; papá lo pegó a la nevera mástarde, mientras los demás limpiaban.

—¿Estás bien?Laurel se dio la vuelta para ver a Rose de

pie en el umbral.

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—Muy bien. ¿Por qué?—Estabas tardando mucho tiempo. —

Arrugó la nariz y observó a Laurel con atención—. Y debo decir que estás un poco paliducha.

—Eso es por esta luz —dijo Laurel—. Leda a una un encantador aspecto de tísica. —Seafanó con el sacacorchos, dando la espalda aRose para que no viese su expresión—. Esperoque vayan bien los planes para la GranBúsqueda del Cuchillo.

—Oh, sí. De verdad, cuando esas dos sejuntan…

—Si pudiéramos aprovechar esa energía yemplearla para algo positivo…

—Pues sí.Se alzó una ráfaga de vapor cuando Rose

abrió el horno para echar un vistazo a la tarta deframbuesa, uno de los orgullos de su madre. Eldulce olor a frutas llenó el aire y Laurel cerró losojos.

Tardó meses en reunir el valor necesario

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para preguntar por el episodio. Tan firme era ladeterminación de sus padres de mirar al futuro,de negar el suceso, que tal vez nunca lo habríahecho si no hubiera comenzado a soñar con elhombre. Pero soñaba con él todas las noches, ysiempre el mismo sueño. El hombre, a un ladode la casa, llamaba a su madre por su nombre…

—Tiene buena pinta —dijo Rose, que sacóla bandeja del horno—. Quizás no esté tan ricocomo el de ella, pero no debemos esperarmilagros.

Laurel había encontrado a su madre en lacocina, en este mismo lugar, unos días antes deir a Londres. Se lo preguntó sin rodeos: «¿Porqué ese hombre sabía cómo te llamabas,mamá?». Se le encogió el estómago a medidaque las palabras salían de sus labios, y una partede ella, lo comprendió mientras esperaba larespuesta, rezaba para que su madre le dijeseque se había equivocado. Que lo había oído maly el hombre no había dicho nada semejante.

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Dorothy no respondió de inmediato. En vezde eso, fue a la nevera, abrió la puerta y husmeóen el interior. Laurel se quedó observando suespalda durante un tiempo que se le hizo eternoy casi había perdido la esperanza cuando sumadre al fin comenzó a hablar.

—El periódico —dijo—. La policía dice quehabría leído ese artículo del periódico. Lo llevabaen la cartera. Así es como llegó hasta aquí.

Fue una explicación muy convincente.Es decir, Laurel quería que fuese

convincente, y por tanto lo fue. El hombre habíaleído el periódico, había visto la fotografía de sumadre y salió en su busca. Y, si en un rincón desu mente una vocecilla preguntaba «¿Por qué?»,Laurel la acallaba. Ese hombre estaba loco…¿Quién podría adivinar sus motivos? Y, encualquier caso, ¿qué importancia tenía? Todohabía terminado. Siempre que no mirase muy decerca sus delicados hilos, el tapiz se sostenía. Laimagen permanecía intacta.

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Al menos, así había sido… hasta ahora. Eraincreíble que, después de cincuenta años,bastasen una vieja fotografía y un nombre demujer para que el tejido de la ficción de Laurelcomenzara a deshilacharse.

La bandeja del horno volvió a su sitio con unsonido metálico y Rose dijo:

—Quedan cinco minutos.Laurel se sirvió vino e intentó mostrarse

despreocupada:—¿Rosie?—¿Hum?—Esa fotografía de hoy, la del hospital. La

mujer que le dio el libro a mamá…—Vivien.—Sí. —Laurel tembló ligeramente al dejar

la botella. Ese nombre tenía un efecto extrañosobre ella—. ¿Mamá te habló alguna vez deella?

—Un poco —dijo Rose—. Después deencontrar la foto. Eran amigas.

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Laurel recordó la fecha de la fotografía:1941.

—Durante la guerra.Rose asintió, doblando el trapo de cocina en

un pulcro rectángulo.—No dijo gran cosa. Solo que Vivien era

australiana.—¿Australiana?—Vino de niña, no estoy segura de por qué

exactamente.—¿Cómo se conocieron?—No lo dijo.—¿Por qué no la hemos conocido?—Ni idea.—Qué raro que no la haya mencionado

antes, ¿verdad? —Laurel tomó un sorbo de vino—. Me pregunto por qué.

Sonó el temporizador del horno.—Quizás discutieron. Dejaron de

hablarse… No sé. —Rose se quitó las manoplas—. Pero ¿por qué estás tan interesada?

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—No lo estoy. De verdad.—Entonces, a comer —dijo Rose,

sosteniendo el plato de la tarta con ambasmanos—. Esto tiene una pin…

—Se murió —dijo Laurel con súbitaconvicción—. Vivien murió.

—¿Cómo lo sabes?—Quiero decir —Laurel tragó saliva y

rectificó rápidamente—, tal vez murió. Habíauna guerra. Es posible, ¿no crees?

—Todo es posible. —Rose tanteó la cortezacon un tenedor—. Por ejemplo, este glaseadotan respetable. ¿Lista para enfrentarte a lasotras?

—En realidad… —Laurel sintió unanecesidad urgente y lacerante de subir, deexaminar sus recuerdos—, tenías razón antes.No me siento bien.

—¿No quieres tarta?Laurel negó con la cabeza, cerca ya de la

puerta.

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—Ya es tarde para mí, me temo. Seríaterrible enfermar mañana.

—¿Quieres que te lleve algo? ¿Paracetamol,una taza de té?

—No —dijo Laurel—. No, gracias.Excepto, Rose…

—¿Sí?—La obra.—¿Qué obra?—Peter Pan…, el libro donde estaba la

foto. ¿Lo tienes a mano?—Qué rara eres —dijo Rose con una

sonrisa torcida—. Tendré que buscarlo. —Meneó la cabeza ante la tarta—. Pero mástarde, ¿vale?

—Claro, no hay ninguna prisa, ahora voy adescansar. Que aproveche. ¿Rosie?

—¿Sí?—Lamento enviarte sola al campo de

batalla.

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Fue la mención de Australia. Cuando Rosecontó lo que le había dicho su madre, unabombilla se encendió dentro de Laurel y supopor qué Vivien era importante. Recordó,además, dónde había escuchado por primera vezel nombre, hacía ya muchísimos años.

Mientras sus hermanas disfrutaban delpostre y perseguían un cuchillo que nuncaencontrarían, Laurel fue a la buhardilla en buscade su baúl. Había un baúl para cada uno;Dorothy había sido estricta en ese tema. Era porla guerra, les confesó una vez papá: todo lo queDorothy amaba fue destruido cuando aquellabomba cayó en la casa de su familia enCoventry y redujo su pasado a escombros. Seempeñó en que sus hijos nunca sufrieran lamisma suerte. Quizás no fuese capaz deprotegerlos contra el sufrimiento, pero iba adejarles bien claro dónde encontrar susfotografías del colegio cuando las buscasen. Lapasión de su madre por las cosas, por sus

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pertenencias —objetos que podía sostener entrelas manos y se convertían en profundos símbolos—, rayaba en lo obsesivo; su entusiasmo decoleccionista era tan desbordante que resultabadifícil no seguir su ejemplo. Todo se guardaba,no tiraba nada, las tradiciones se respetabanreligiosamente. Por ejemplo, el cuchillo.

El baúl de Laurel se encontraba junto alradiador roto que papá no llegó a arreglar. Supoque era el suyo antes de leer su nombre en latapa. Las correas de cuero curtido y la hebillarota eran un claro indicativo. El corazón le dioun vuelco al verlo, sabedora de lo que iba aencontrar dentro. Qué extraño que un objeto enel que no había pensado durante décadas sedibujase con tanta precisión en su mente. Sabíaexactamente lo que buscaba, cómo sería altacto, qué emociones saldrían a la superficie alverlo. Mientras desataba las correas, se arrodillójunto a Laurel la débil huella de sí misma deaquellos años.

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El baúl olía a polvo, a humedad y a una viejacolonia cuyo nombre había olvidado pero cuyafragancia le hizo sentir que tenía dieciséis añosuna vez más. Estaba lleno de papeles: diarios,fotografías, cartas, boletines escolares, un par depatrones para coser pantalones capri, peroLaurel no se detuvo a mirarlos. Sacó una pilatras otra, tras echar un rápido vistazo.

A la izquierda, hacia la mitad del baúl,encontró lo que buscaba: un librito sin encantoalguno y, sin embargo, para Laurel, rebosante derecuerdos.

Hacía unos años le habían ofrecido el papelde Meg en La fiesta de cumpleaños, su granoportunidad de actuar en el teatro de Lyttelton,pero Laurel no aceptó. No recordaba otraocasión en que hubiese antepuesto su vidapersonal a su carrera. Alegó un rodaje por esasfechas, lo cual no era del todo improbable perotampoco era cierto. Fue una mentirijillanecesaria. No habría podido hacerlo. La obra

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estaba indisolublemente unida al verano de 1961;la había leído una y otra vez cuando esemuchacho (no lograba recordar su nombre, quéabsurdo, si estuvo loca por él) se la regaló.Había memorizado los diálogos, impregnando lasescenas con su ira y frustración acumuladas. Yentonces el hombre recorrió el camino deentrada a la granja y todo acabó tan embrolladoen sus recuerdos que ver cualquier parte de esaobra la ponía enferma.

Aún ahora tenía la piel húmeda y el pulsoacelerado. Menos mal que no era la obra lo quenecesitaba, sino lo que había dentro. Todavíaestaban ahí, lo notó gracias a los bordes ásperosde papel que sobresalían entre las páginas. Erandos artículos de prensa: el primero, delperiodicucho local, informaba de forma más bienvaga sobre la muerte de un hombre en Suffolk;el segundo era un obituario de The Times,recortado a escondidas del periódico que elpadre de su amiga traía consigo al volver de

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Londres. «Mira —le dijo una noche en queLaurel visitó a Shirley—. Un artículo sobre esetipo, el que murió cerca de tu casa el añopasado, Laurel». Era un extenso reportaje, puesal final resultó que el hombre no era el típicosospechoso; hubo una época, mucho antes depresentarse en Greenacres, en que alcanzócierta distinción e incluso elogios. No tuvo hijos,pero sí estuvo casado una vez.

La bombilla solitaria que se mecía en lo altono emitía bastante luz para leer, así que Laurelcerró el baúl y se llevó el libro.

Le habían asignado el cuarto de su infancia(otro hecho implícito en la compleja jerarquía delos hermanos) y la cama estaba lista, consábanas limpias. Alguien (Rose, supuso) habíasubido ya su maleta, pero Laurel no la deshizo.Abrió las ventanas de par en par y se sentó enla repisa.

Con un cigarrillo entre los dedos, Laurelsacó los artículos del libro. Dejó a un lado el del

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periódico local y cogió en su lugar el obituario.Echó un vistazo a las líneas, a la espera de quesus ojos hallaran lo que sabía que estaba ahí.

Tras recorrer un tercio de la página, elnombre la sobresaltó. Vivien.

Laurel retrocedió para leer la frase entera:«Jenkins se casó en 1938 con VivienLongmeyer, nacida en Queensland (Australia),pero criada en Oxfordshire por un tío». Un pocomás abajo lo halló: «Vivien Jenkins falleció en1941 en Notting Hill durante un intenso ataqueaéreo».

Dio una honda calada al cigarrillo y notó quele temblaban los dedos.

Era posible, por supuesto, que hubiera dosVivien, ambas nacidas en Australia. Era posibleque esa amiga de su madre de los años de laguerra no guardase relación alguna con la Viviencuyo marido había muerto ante la puerta de sucasa. Pero no era probable.

Y si su madre conocía a Vivien Jenkins,

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seguramente conoció también a Henry Jenkins.«Hola, Dorothy. Cuánto tiempo», dijo, y Laurelvio el miedo en el rostro de su madre.

La puerta se abrió y apareció Rose.—¿Te sientes mejor? —dijo, arrugando la

nariz ante el humo del tabaco.—Es medicinal —dijo Laurel, que hizo un

gesto tembloroso con el cigarrillo antes desacarlo por la ventana—. No se lo digas amamá, no quiero que me castigue.

—Tu secreto está a salvo conmigo. —Rosese acercó y le entregó un pequeño libro—. Estáen mal estado, me temo.

Rose se quedaba corta. La cubierta del librocolgaba de unos hilillos, y la tela verde delinterior estaba descolorida por la suciedad; talvez, a juzgar por el olor vagamente ahumado,incluso por el hollín. Laurel pasó las páginas concuidado hasta llegar a la portadilla. En elfrontispicio, escrita en tinta negra, figuraba lasiguiente dedicatoria: «Para Dorothy. Una

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amistad verdadera es una luz entre las tinieblas.Vivien».

—Seguro que era importante para ella —dijo Rose—. No se hallaba en la estantería juntoa los otros libros; estaba en su baúl. Lo habíaguardado ahí todos estos años.

—¿Has mirado en su baúl? —Su madretenía ideas muy fijas acerca del respeto a laintimidad.

Rose se sonrojó.—No me mires así, Lol; ni que hubiese

abierto el candado con una lima. Me pidió que lellevase el libro hace un par de meses, justo antesde ir al hospital.

—¿Te dio la llave?—A regañadientes, y solo cuando la pillé

intentando subir por la escalera ella misma.—No me digas.—Sí te digo.—Es incorregible.—Es como tú, Lol.

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Rose hablaba con amabilidad, pero suspalabras estremecieron a Laurel. Un recuerdo laasaltó: esa noche que dijo a sus padres que seiba a Londres a estudiar a la Escuela de ArteDramático. Se mostraron conmocionados ydescontentos, dolidos al saber que había ido asus espaldas a las pruebas de admisión,inflexibles respecto a que era demasiado jovenpara irse de casa, preocupados por que noacabase sus estudios. Se sentaron con ella en lamesa de la cocina y hablaron por turnos paraexponer sus argumentos razonables con vocesexageradamente sosegadas. Laurel intentóparecer aburrida hasta que al fin acabaron.

—De todas formas, voy a ir —dijo con lavehemencia malhumorada propia de unaadolescente confusa y resentida—. Nada de loque digáis me va a hacer cambiar de opinión. Eslo que quiero.

—Eres demasiado joven para saber lo quequieres en realidad —dijo su madre—. Las

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personas cambian, maduran, toman decisionesmejores. Te conozco, Laurel…

—No me conoces.—Sé que eres una cabezota. Sé que eres

testaruda y estás decidida a ser diferente, queestás llena de sueños, como yo a tu edad…

—No me parezco a ti en nada —respondióLaurel, y sus palabras rasgaron como un cuchillola ya tambaleante compostura de su madre—.Yo nunca haría las cosas que tú haces.

—¡Ya basta! —Stephen Nicolson pasó unbrazo alrededor de su esposa. Con un gestoindicó a Laurel que se fuese a la cama, pero leadvirtió que la conversación no había terminadoni mucho menos.

Furiosa, Laurel dejó pasar las horas tumbadaen la cama; no sabía dónde estaban sushermanas, pero las habían llevado a algún lugarpara ponerla en cuarentena. No recordabahaber discutido antes con sus padres y se sentía,al mismo tiempo, eufórica y abatida. No le

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parecía posible que la vida volviese a ser comoantes.

Aún estaba ahí, acostada en la oscuridad,cuando se abrió la puerta y alguien caminó ensilencio hacia ella. Laurel sintió que el borde dela cama se hundía cuando esa persona se sentóy entonces oyó la voz de su madre. Habíaestado llorando, comprendió Laurel, e intuir,saber que ella era la causa, la llevó a rodearlacon los brazos con la intención de no soltarlanunca.

—Lamento que hayamos discutido —dijoDorothy, cuyo rostro bañaba la luz de la luna—.Es extraño cómo cambian las cosas. Nuncapensé que alguna vez discutiría con mi hija. Yosolía meterme en líos cuando era joven…Siempre me sentí diferente a mis padres. Losquería, por supuesto, pero creo que no sabíanmuy bien qué hacer conmigo. Pensaba que yo losabía todo y no escuchaba ni una palabra de loque me decían.

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Laurel sonrió levemente, sin saber quédepararía la conversación, pero aliviada porquesus entrañas no se agitaban como lava ardiente.

—Nos parecemos tú y yo —continuó sumadre—. Supongo que por eso me da tantomiedo que cometas los mismos errores que yo.

—Pero yo no estoy cometiendo un error. —Laurel se sentó erguida, apoyada en lasalmohadas—. ¿Es que no lo ves? Yo quiero seractriz: una escuela de interpretación es el lugarperfecto para mí.

—Laurel…—Imagina que tienes diecisiete años, mamá,

y tienes toda la vida por delante. ¿Se te ocurreun lugar donde ibas a estar mejor que enLondres? —Fue un error decirlo: Dorothy nuncahabía mostrado el menor interés en ir a Londres.

Se hizo un silencio y fuera un mirlo llamó asus amigos.

—No —dijo Dorothy al fin, con delicadeza,un poco triste, mientras acariciaba las puntas del

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pelo de Laurel—. No, supongo que no.A Laurel le sorprendía ahora haber estado

entonces tan absorta en sí misma que ni siquierase había preguntado cómo había sido su madre alos diecisiete años, qué deseaba y cuáles eranesos errores que tanto temía que su hijarepitiese.

Laurel alzó el libro que le había dado Rose ydijo, con una voz más trémula de lo que le habríagustado:

—Qué extraño ver algo de ella de antes.—¿De antes de qué?—De antes de nosotras. Antes de esta

casa. Antes de que fuese nuestra madre.Imagínate, cuando le regalaron este libro,cuando se hizo esta fotografía junto a Vivien,ella no tenía ni idea de que nosotras estábamosen algún lugar a la espera de existir.

—No me extraña que salga tan feliz en la

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foto.Laurel no se rio.—¿Alguna vez has pensado en ella, Rose?—¿En mamá? Claro…—No en mamá, me refiero a esta joven. Era

una persona diferente por aquel entonces, conuna vida de la que no sabemos nada. ¿Algunavez te has preguntado qué quería, qué pensabade las cosas… —Laurel miró a su hermana— oqué secretos guardaba? —Rose sonriódubitativa y Laurel negó con la cabeza—. Nome hagas caso. Estoy un poco sensiblera estanoche. Es por volver aquí, supongo. A este viejocuarto. —Se forzó a hablar con una dicha queno sentía—: ¿Recuerdas cómo roncaba Iris?

Rose se rio.—Más que papá, ¿a que sí? Me pregunto si

sigue igual.—Supongo que pronto lo sabremos. ¿Ya te

vas a la cama?—He pensado que debería tomar un baño

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antes de que ellas acaben y Daphne acapare elespejo. —Bajó la voz y se levantó la piel delpárpado—. ¿Se ha hecho…?

—Eso parece.Rose puso una cara que significaba «qué

rara es la gente» y cerró la puerta al salir.La sonrisa de Laurel desapareció mientras

los pasos de su hermana se alejaban por elpasillo. Se volvió a mirar el cielo nocturno. Lapuerta del baño se cerró y las tuberíascomenzaron a sisear en la pared detrás de ella.

—Hace cincuenta años —dijo Laurel a unasestrellas distantes—, mi madre mató a unhombre. Ella aseguró que fue en defensa propia,pero yo lo vi. Ella alzó el cuchillo y lo bajó y elhombre cayó al suelo de espaldas, donde lahierba estaba aplastada y florecían las violetas.Ella lo conocía, tenía miedo y no tengo ni idea depor qué.

De repente, Laurel pensó que cada ausenciade su vida, cada pérdida y tristeza, cada

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pesadilla en la oscuridad, cada melancolíainexplicable adoptaba la forma tenebrosa de esapregunta sin respuesta que la acompañabadesde que tenía dieciséis años: el secreto nuncamencionado de su madre.

—¿Quién eres, Dorothy? —preguntó entredientes—. ¿Quién eras antes de ser nuestramadre?

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7

El tren Coventry-Londres, 1938

Dorothy Smitham tenía diecisiete años cuandosupo a ciencia cierta que la habían robadocuando era bebé. Era la única explicaciónposible. Descubrió la verdad, clara como elagua, una mañana de un sábado a las once, alobservar a su padre girar el lápiz entre losdedos, pasarse la lengua lentamente por el labioinferior y, a continuación, anotar en su pequeñolibro de contabilidad negro la cantidad exactaque había pagado al taxista por llevar a la familia(3 chelines y 5 peniques) y el equipaje (otros 3peniques) a la estación. Esa lista lo mantendríaocupado la mayor parte de su estancia enBournemouth y, al regresar a Coventry,

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dedicaría una noche gozosa, en la que todosellos ejercerían de testigos reacios, a analizar sucontenido. Crearía tablas, estableceríacomparaciones con los resultados del añopasado (y los de la década anterior, si teníansuerte), contraerían compromisos para hacerlomejor la próxima vez, antes de volver,restaurado por el descanso anual, a su asientode contable en H. G. Walker Ltd., fabricantesde bicicletas, a trabajar muy en serio un añomás.

La madre de Dolly iba sentada en un rincóndel vagón, hurgándose la nariz con un pañuelode algodón. Era un toqueteo furtivo, el pañuelooculto casi siempre dentro de la mano, al cualseguía en ocasiones un esquivo vistazo a sumarido para asegurarse de que nada lo habíamolestado y seguía absorto con sombrío regocijoen su librito. Solo Janice Smitham era capaz deresfriarse antes de las vacaciones de verano contan asombrosa regularidad. Era casi admirable, y

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Dolly quizás habría aplaudido el compromiso desu madre con la tradición de no ser por losestornudos que lo acompañaban (tan sumisos,tan arrepentidos), por los cuales debía contenerlas ganas de clavarse el lápiz de su padre en losoídos. Su madre pasaría esas semanas junto almar como todos los años: esforzándose para queel padre se sintiese el rey de los castillos dearena, agobiada con el corte del bañador deDolly y preocupada por si Cuthbert hacía amigosentre «chicos bien».

Pobrecito Cuthbert. Había sido un bebéglorioso, lleno de carcajadas y sonrisas que erantodo encías y un llanto casi adorable siempreque Dolly salía del cuarto. Cuanto más crecía,sin embargo, era cada vez más evidente que leesperaba un destino aciago: convertirse en elálter ego del señor Arthur Smitham. Lo cualsignificaba, por desgracia, que, a pesar delcariño, Dolly y Cuthbert no podían ser de lamisma sangre, lo que planteaba una cuestión:

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¿quiénes eran sus verdaderos padres y cómohabía acabado con estos desgraciados?

¿Serían artistas circenses? ¿Unaespectacular pareja de equilibristas? Era unaposibilidad; se miró las piernas, relativamentelargas y esbeltas. Siempre se le habían dadobien los deportes: el señor Anthony, el profesorde Educación Física, la escogía todos los añospara el primer equipo de hockey; y, cuando ellay Caitlin apartaron la alfombra del salón de lamadre de Caitlin y pusieron un disco de LouisArmstrong en el gramófono, Dolly sabía que noeran imaginaciones suyas que fuese la mejorbailarina. Ahí estaba (Dolly cruzó las piernas yse alisó la falda): elegancia natural, la pruebadefinitiva.

—¿Puedo comprar un caramelo en laestación, padre?

—¿Un caramelo?—En la estación. En esa pequeña pastelería.—No lo sé, Cuthbert.

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—Pero, padre…—Hay que pensar en las cuentas.—Pero, madre, usted dijo…—Vamos, vamos, Cuthbert. Tu padre es el

que sabe.Dolly centró la atención en los prados que

pasaban a toda velocidad. Artistas circenses,tenía que ser eso. Destellos de luz y lentejuelasy madrugadas bajo la carpa, ya vacía pero aúnimpregnada de la admiración colectiva de unpúblico entregado. Glamour, diversión,romances; sí, eso sería.

Esos fascinantes orígenes explicaríantambién las feroces advertencias de sus padrescada vez que Dolly estaba a punto de «llamar laatención». «La gente se va a quedar mirando,Dorothy —siseaba la madre si el dobladilloestaba demasiado alto, su carcajada erademasiado sonora o el pintalabios demasiadorojo—. Vas a conseguir que se queden mirando.Ya sabes qué piensa tu padre al respecto». Y,

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efectivamente, Dolly lo sabía. Como a su padrele gustaba recordar, la sangre se hereda y elvicio se pega, razón por la cual vivía con miedode que la bohemia, al igual que fruta podrida,echase a perder el decoro que él y su madrehabían alzado con tanto esmero en torno a suhija robada.

Dolly sacó un caramelo de menta delbolsillo, se lo metió en la boca y apoyó la cabezacontra la ventana. Cómo habrían llevado a caboel robo era un asunto de lo más desconcertante.Por muchas vueltas que le diese, Arthur yJanice Smitham no tenían pinta de ladrones.Imaginarlos avanzando sigilosamente hacia uncochecito desatendido y arrebatar un bebédormido era, sin duda, complicado. Las personasque robaban, ya fuese por necesidad o porcodicia, deseaban el objeto apasionadamente.Arthur Smitham, por el contrario, era partidariode arrancar la palabra «pasión» del diccionario,por no hablar del alma de sus compatriotas, y, ya

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puestos, desterraría también el verbo «desear».¿Una excursión al circo? Vaya, vaya, eso olía adiversión innecesaria.

Lo más probable (el caramelo se partió endos) era que hubiesen descubierto a Dolly antela puerta de casa y fuese el deber, más que eldeseo, lo que la condujo a la familia Smitham.

Se recostó en el asiento del vagón y cerrólos ojos; lo podía ver con claridad. El embarazosecreto, la amenaza del dueño, el tren del circoen Coventry. Por un tiempo la joven pareja luchacon valor por sus propios medios, criando a laniña con una dieta de amor y esperanza; pero,por desgracia, sin trabajo (al fin y al cabo, nohay tanta demanda de equilibristas) y sin dineropara comprar comida, la desesperación losatenaza. Una noche, al pasar por el centro de laciudad, con el bebé ya demasiado débil parallorar, una casa les llama la atención. Unaescalera más limpia y reluciente que el resto,una luz en el interior y el aroma sabroso del

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asado de Janice Smitham (sin duda, una delicia)que se escapaba bajo la puerta. Supieron quétenían que hacer…

—Pero no puedo esperar. ¡No puedo!Dolly abrió un ojo lo suficiente como para

observar a su hermano saltando de una pierna aotra en medio del vagón.

—Venga, Cuthbert, ya casi hemos llegado…—Pero ¡tengo que ir al baño ya!Dolly cerró los ojos de nuevo, más fuerte

que antes. Era cierto, no la historia de esa parejajoven y trágica, en realidad no se la creía, sino laparte acerca de ser especial. Dolly siempre sehabía sentido diferente, como si estuviese másviva que otras personas, y el mundo, la suerte oel destino, fuese lo que fuese, tuviese grandesplanes para ella. Ahora, además, tenía unaprueba, una prueba científica. El padre deCaitlin, que era médico y seguro que entendía deestas cosas, lo había dicho, mientras jugaban alBlotto en el salón: había levantado una tras otra

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unas cartas con manchas de tinta y a su vezDolly había dicho lo primero que se le ocurría.«Formidable», masculló tras su pipa cuando ibanpor la mitad; y «fascinante», con un ligeromovimiento de la cabeza; luego, «vaya, yonunca…», y una risilla con la que estabademasiado guapo para ser el padre de unaamiga. Solo la mirada fulminante de Caitlin leimpidió seguirlo a su estudio cuando el doctorRufus declaró que sus respuestas eranexcepcionales y sugirió hacer (no, insistió enhacer) nuevas pruebas.

Excepcionales. Dolly llevó la palabra a losconfines de su mente. Excepcionales. No erauno de ellos, de esos vulgares Smitham, y, desdeluego, no se iba a convertir en uno. Su vida iba aser radiante y maravillosa. Iba a salir bailandode ese comportamiento «decoroso» con el cualsu madre y su padre deseaban atraparla. Tal vezincluso se escapara a un circo a probar suertebajo la gran carpa.

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El tren aminoró la marcha al acercarse a laestación de Euston. Las casas de Londres seveían borrosas por la ventana y Dolly tembló deemoción. ¡Londres! Qué laberinto de ciudad(por lo menos, así la describía la introducción dela Guía de Londres, de Ward Lock & Co’s, quetenía escondida en el cajón, junto a unasbraguitas), repleta de teatros y de vida nocturnay personas grandiosas con vidas magníficas.

Cuando Dolly era más joven, su padre solíair a Londres por cuestiones de trabajo. Ella loesperaba esas noches mirando por labalaustrada cuando su madre pensaba que yaestaba dormida, impaciente por verlo. La llavesonaba en la cerradura, y ella contenía larespiración, y entonces él entraba. Cuando lamadre recogía su abrigo, a su alrededor había unaura de haber estado en Un Lugar, de ser MásImportante que antes. Dolly nunca habría osadopreguntarle por el viaje; aun así, sospechaba quela verdad sería una mala imitación de sus

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fantasías. No obstante, miró a su padre, con laesperanza de que le devolviera la mirada, de veren sus ojos una prueba de que él también sentíala atracción de la gran ciudad ante la quepasaban.

Él no la miró. Arthur Smitham solo tenía ojospara su libro de contabilidad, ya en lacontraportada, donde había anotado con esmeroel horario de los trenes y el número de losandenes. Las comisuras de su boca seretorcieron y Dolly se desanimó. Se preparópara el pánico que se avecinaba, pues erainevitable por mucho que saliesen con tiempo,por mucho que hiciesen el mismo viaje cada año,por mucho que en todas partes los viajerosfuesen en tren de A a B y de B a C sin volverselocos. Como era de esperar (se estremeció deforma preventiva), ahí llegaba ese conmovedorgrito de batalla:

—Todos juntos mientras buscamos un taxi.—Qué valeroso intento del líder para irradiar

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calma ante las tribulaciones que les aguardaban.Tanteó el estante del equipaje en busca de susombrero.

—Cuthbert —se preocupó su madre—,dame la mano.

—No quiero…—Cada uno es responsable de su equipaje

—prosiguió el padre, cuya voz se alzó en unarara muestra de sentimiento—: Agarrad bien lospalos y las raquetas. Y no os quedéis rezagadosdetrás de pasajeros con cojera o bastones. Nodebemos permitir que nos detengan.

Un hombre bien vestido que viajaba en elmismo vagón miró con recelo a su padre y Dollyse preguntó (y no era la primera vez) si seríaposible desaparecer si lo deseaba con todas susfuerzas.

La familia Smitham tenía el hábito,perfeccionado y consolidado gracias a años de

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vacaciones idénticas junto al mar, de salir justodespués del desayuno. Hacía ya mucho tiempo,su padre había descartado alquilar una caseta deplaya, declarando que era un lujo innecesarioque alentaba la vanidad, por lo cual eraindispensable salir temprano si deseaban hallarun espacio digno antes de la llegada de lasmultitudes. Esa mañana, la señora Jennings loshabía entretenido en el comedor Bellevue unpoco más de lo habitual, pues tardó demasiadoen preparar el té y se hizo un lío terrible con latetera de repuesto. Su padre se iba poniendocada vez más nervioso (sentía la llamada de suszapatos de lona blanca, a pesar de las tiritas quese vio obligado a ponerse en los talones por losesfuerzos del día anterior), pero era impensableinterrumpir a la anfitriona, y Arthur Smithamnunca hacía cosas impensables. Al final fueCuthbert quien los salvó a todos. Echó unvistazo al reloj de buque, encima de la fotografíaenmarcada del embarcadero, se tragó un huevo

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escalfado entero y exclamó:—¡Caramba! ¡Ya son las nueve y media!Ni siquiera la señora Jennings podía discutir

eso, así que se dirigió hacia la cocina y les deseóque pasasen una buena mañana.

—¡Y qué día hace!, ¡qué día tan perfecto!En efecto, era un día casi perfecto, uno de

esos días veraniegos de cielo despejado y brisaligera y cálida, y cómo dudar que algoemocionante esperaba a la vuelta de la esquina.Un autobús llegaba al mismo tiempo que ellos alpaseo marítimo, y el señor Smitham apresuró asu familia, en su afán de imponerse a lamuchedumbre. Con los aires de amo y señor dequien había reservado su estancia en febrero yhabía pagado en marzo, el señor y la señoraSmitham no veían con buenos ojos a losexcursionistas de un día. Eran impostores ycaraduras, que ocupaban su playa, hacinaban sumuelle y les obligaban a hacer cola paracomprar sus helados.

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Dorothy se quedó unos pasos atrás mientrasel resto de la familia, capitaneada por suintrépido líder, pasaba ante el quiosco paracortar el paso a los invasores. Subieron lasescaleras con la majestuosidad de losvencedores y ocuparon un lugar junto al muro depiedra. Su padre dejó la cesta del picnic en elsuelo, metió los pulgares en la cintura delpantalón y echó un vistazo a izquierda y derechaantes de declarar que era un buen lugar. Añadió,con una sonrisa de satisfacción:

—Y no está ni a cien pasos de la entrada.Ni a cien pasos.

—Podríamos saludar a la señora Jenningsdesde aquí —dijo la madre, siempre dispuesta aaprovechar la oportunidad de complacer a sumarido.

Dorothy atinó a sonreír sin ganas, tras locual centró su atención en extender bien latoalla. Por supuesto, en realidad no podían verBellevue desde donde estaban sentados. En

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contra de lo que indicaba su nombre (escogidocon una inusual joie de vivre por la adustaseñora Jennings, quien había vivido un buen mesen París), el edificio se encontraba en medio deLittle Collins Street, que daba al paseo marítimo.La vue, por tanto, no era precisamente belle(fragmentos grises del centro de la ciudad en lashabitaciones delanteras, los desagües gemelosde una casa en las traseras), pero tampoco erafrancés el edificio, de manera que ponersequisquilloso, según Dorothy, no tenía muchosentido. Se puso crema Pond’s fría en loshombros y se escondió tras la revista, echandovistazos por encima de las páginas a laspersonas, más ricas y lustrosas, quedescansaban y reían en los balcones de lascasetas de playa.

Había una muchacha en especial. Era rubia,de piel bronceada, y le salían unos hoyuelos

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adorables cuando reía, lo cual hacía a menudo.Dolly no podía dejar de mirarla. Esosmovimientos felinos en el balcón, cálidos yconfiados, estirando el brazo para acariciarprimero a este amigo, luego a este otro; esainclinación del mentón, la sonrisa, mordiéndoseel labio, que reservaba para el tipo más apuesto;ese ligero mecerse de su vestido de saténplateado cuando soplaba la brisa. La brisa.Incluso la naturaleza conocía las reglas.Mientras Dolly se asaba en el puesto de lafamilia Smitham y las gotas de sudor invadían sucabello y volvían pegajoso su traje de baño, esevestido plateado ondeaba tentadoramente en loalto.

—¿Quién se apunta a jugar al cricket?Dolly se guareció detrás de su revista.—¡Yo! ¡Yo! —dijo Cuthbert, saltando de un

pie (ya quemado) al otro—. Me pido tirar, papá,me pido tirar. ¿Puedo? ¿Puedo? Por favor, porfavor, por favor.

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La sombra del padre supuso un breve aliviodel calor.

—¿Dorothy? Siempre pides el primer turno.La mirada traspasó el bate que le ofrecía, la

rotundidad del vientre de su padre, el trocito dehuevo revuelto que pendía del bigote. Y en sumente apareció una imagen de esa muchachahermosa y risueña en su vestido plateado,bromeando y coqueteando con sus amigos, sinun solo padre a la vista.

—Creo que hoy no; gracias, papá —dijo envoz baja—. Me va a dar dolor de cabeza.

Los dolores de cabeza arrastraban elolorcillo de esos «asuntos de mujeres» y el señorSmitham frunció los labios, con asombro ydesagrado. Asintió, retrocediendo lentamente.

—Descansa entonces; eh, no hagas muchosesfuerzos…

—¡Vamos, papá! —exclamó Cuthbert—.Bob Wyatt está saliendo al redil. A ver si leenseñas cómo se hace.

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Ante semejante grito de batalla, su padre nopudo sino actuar. Se dio la vuelta y caminóufano por la playa, el bate sobre el hombro, a laalegre usanza de alguien mucho más joven, másen forma. El juego comenzó y Dolly se encogióaún más contra el muro. Lo bien que jugabaArthur Smitham al cricket formaba parte de laGran Leyenda Familiar, por lo cual el partidilloestival era una institución sagrada.

En cierto modo, Dolly se odiaba por lamanera en que estaba actuando (al fin y al cabo,quizás era la última vez que venía a lasvacaciones familiares anuales), pero era incapazde sacudirse este mal humor. A medida quepasaba el tiempo el abismo que la separaba desu familia iba aumentando. No era que no losquisiese; era solo que se les daba demasiadobien, incluso a Cuthbert, volverla loca. Siemprese había sentido diferente, no era nada nuevo,pero últimamente las cosas habían empeorado.Su padre había comenzado a hablar durante la

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cena acerca de lo que iba a suceder cuandoDolly terminase los estudios. En septiembrehabría un puesto vacante en la secretaría de lafábrica de bicicletas… Y, después de unostreinta años de servicio, él bien podría mover loshilos para que la dirección de secretaríacontratase a Dolly. Su padre siempre sonreía yguiñaba un ojo al decirlo, como si estuvierahaciendo un favor enorme a Dolly y ella debierasentirse agradecida. En realidad, era pensarlo yquerer gritar como la heroína de una película deterror. No se le ocurría nada peor. Más aún, nopodía creerse que, después de diecisiete años,Arthur Smitham, su propio padre, la conociesetan mal.

De la arena llegó un grito de «¡seis!» y Dollymiró por encima de su Woman’s Weekly paraver a su padre girar el bate sobre el hombrocomo si fuese un mosquete y asestar el golpeentre unos portillos improvisados. Junto a ella, deJanice Smitham surgían unos gritos de ánimo

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nerviosos, con indecisas exclamaciones de«¡buen espectáculo!» y «¡muy bien hecho!»,contrarrestadas enseguida con gritosdesesperados de «cuidado», «no tan rápido» o«respira, Cuthbert, recuerda tu asma», mientrasel muchacho perseguía la pelota hacia el agua.Dolly observó el pulcro peinado de su madre, elcorte sensato de su traje de baño, lasprecauciones que había tomado parapresentarse ante el mundo de la forma menosllamativa posible, y suspiró con una perplejidadapasionada. Nada la irritaba más que el que sumadre fuese incapaz de comprender nadaacerca del futuro de su hija.

Cuando se dio cuenta de que su padrehablaba en serio respecto a la fábrica debicicletas, tuvo la esperanza de que su madresonreiría cariñosa ante esa sugerencia, antes deseñalar que su hija se podía dedicar a cosasmucho más interesantes. Porque, si bien Dollyse divertía imaginando que la habían robado

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poco después de nacer, en realidad no lo creía.Nadie que la viese junto a su madre podríahaber pensado tal cosa por mucho tiempo.Janice y Dorothy Smitham tenían el mismocabello castaño, los mismos pómulosprominentes y el mismo busto generoso. Y, talcomo Dolly había aprendido recientemente,tenían algo más importante en común.

Había estado buscando su palo de hockeyen los estantes del garaje cuando hizo eldescubrimiento: una caja de zapatos azul alfondo del estante superior. La caja le resultófamiliar al instante, pero Dolly tardó unossegundos en recordar por qué. En el recuerdo sumadre estaba sentada al borde de la cama en lahabitación que compartía con su padre, la cajaazul en el regazo y un aire de nostalgia en elrostro a medida que iba mirando el contenido.Era un momento íntimo y Dolly supoinstintivamente que debía esfumarse, pero másadelante se preguntó por esa caja, tratando de

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imaginar qué contendría para que su madretuviera ese aspecto soñador y ensimismado, ypareciese joven y anciana al mismo tiempo.

Ese día, sola en el garaje, Dolly habíalevantado la tapa de la caja y todo fue revelado.Estaba llena de pequeños restos de otra vida:programas de actuaciones de canto, premios decertámenes musicales, certificados queproclamaban que Janice Williams era la cantantede voz más hermosa. Había incluso un artículode periódico con la fotografía de una joveninteligente, de mirada idealista y hermosa figuray el aspecto de alguien que iba a ver mundo,que, a diferencia del resto de las chicas de suclase, no iba a contentarse con esa vida aburriday vulgar que se esperaba de ellas.

Salvo que sí lo había hecho. Dolly se quedómirando esa fotografía mucho tiempo. Su madrehabía poseído un talento (un talento real, que laconvertía en un ser especial), pero, trasdiecisiete años viviendo en la misma casa, Dolly

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nunca había oído cantar a Janice Smitham.¿Qué podría haber silenciado a esa joven queuna vez dijo a un periodista: «Cantar es lo quemás me gusta en el mundo; me hace sentir quepodría volar. Un día me gustaría cantar en unescenario para el rey»?

Dolly sospechaba que conocía la respuesta.—¡Sigue así, muchacho! —exclamó su

padre a Cuthbert al otro lado de la playa—.Estate atento, ¿eh? Ponte derecho.

Arthur Smitham: el contable por excelencia,el paladín de la fábrica de bicicletas, el protectorde todo lo que era bueno y correcto. El enemigode lo excepcional.

Dolly suspiró al verlo retroceder dandotumbos, preparándose para lanzar la pelota aCuthbert. Podía haber vencido a su madre,haberla convencido para que renunciara a todolo que la hacía especial, pero no le haría lomismo a Dolly. Se negaba a permitirlo.

—Madre… —dijo de repente, dejando la

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revista sobre el regazo.—¿Sí, cariño? ¿Te apetece un sándwich?

Tengo aquí un poco de paté de gambas.Dolly respiró hondo. No podía creerse que

iba a decirlo, ahora, aquí, sin más, pero se dejóllevar por el viento:

—Madre, no quiero ir a trabajar con padre ala fábrica de bicicletas.

—¿Oh?—No.—Oh.—No creo que pueda soportar hacer lo

mismo todos los días, escribir cartas llenas debicicletas y referencias a pedidos, y lúgubres «lesaluda muy atentamente».

—Ya veo. —Su madre pestañeó con ungesto inexpresivo y hermético en el rostro.

—Sí.—Y ¿qué te propones hacer?Dolly no estaba segura de cómo responder a

esa pregunta. No había pensado en los detalles,

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pero sabía que había algo ahí fuera esperándola.—No sé. Solo… Bueno, la fábrica de

bicicletas no es un lugar para alguien como yo,¿no opinas lo mismo?

—¿Y por qué no?No quería tener que decirlo. Quería que su

madre lo supiese, lo aceptase, lo pensase por símisma sin que se lo dijese. Dolly no encontrabapalabras, mientras la decepción forcejeaba contodas sus fuerzas contra la esperanza.

—Es hora de sentar la cabeza, Dorothy —dijo su madre con amabilidad—. Ya eres casiuna mujer.

—Sí, pero eso es exactamente…—Olvida esas ideas infantiles. Ya ha pasado

la hora de todo eso. Quería decírtelo él mismo,sorprenderte, pero tu padre ya ha hablado con laseñora Levene y ha concertado una entrevista.

—¿Qué?—No tenía que decirte nada, pero te van a

recibir la primera semana de septiembre. Eres

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una muchacha muy afortunada por tener unpadre con tanta influencia.

—Pero yo…—Tu padre es el que sabe. —Janice

Smitham extendió el brazo para dar unosgolpecitos en la pierna de Dolly, pero no llegó atocarla—. Ya verás. —Había un rastro demiedo detrás de esa sonrisa pintada, como sisupiese que estaba traicionando a su hija dealguna manera, pero no se atreviese a pensarcómo.

Dolly ardía por dentro; quería zarandear a sumadre y recordarle que ella también había sidoexcepcional una vez. Quería que le explicasepor qué había cambiado, decirle (aun sabiendo locruel que sería) que ella, Dolly, tenía miedo, queno soportaba pensar que lo mismo podríasucederle a ella. Pero entonces…

—¡Cuidado!Se oyó un alarido procedente de la costa de

Bournemouth, por lo que Dolly centró su

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atención en la orilla del mar y Janice Smitham selibró de una conversación que no quería tener.

Allí, en un traje de baño que parecía salidode Vogue, estaba la Chica, previamente la delVestido Plateado. Su boca formaba una grácilmueca y se frotaba un brazo. La otra gentehermosa había formado un grupo que era unespectáculo de contrición y gestos comprensivosy Dolly aguzó el oído para comprender lo quehabía ocurrido. Vio cómo un chico, más o menosde su edad, se agachaba para coger algo en laarena y se enderezada sosteniendo en alto(Dolly se llevó la mano a la boca consolemnidad) una pelota de cricket.

—Lo siento mucho, chavales —dijo supadre.

Los ojos de Dolly se abrieron de par en par:¿qué diablos estaba haciendo ahora? Dios santo,no se estaría acercando, ¿verdad? Pues sí (lasmejillas le ardían), eso era exactamente lo queestaba haciendo. Dolly quiso desaparecer,

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ocultarse, pero era incapaz de apartar la mirada.Su padre se detuvo junto al grupo e hizo unarudimentaria imitación de golpear con el bate.Los demás asintieron con la cabeza yescucharon, el chico que tenía la pelota dijo algoy la niña se tocó el brazo, se encogió dehombros levemente y sonrió con esos hoyuelos asu padre. Dolly suspiró; al parecer, el desastrehabía sido evitado.

Pero entonces, quizás deslumbrado por elglamour que lo rodeaba, su padre olvidó irse y,en cambio, se giró y señaló un lugar de la playa,así que la atención colectiva de todos ellos secentró en donde estaban sentadas Dolly y sumadre. Janice Smitham, con tan poca eleganciaque su hija quiso morir, comenzó a ponerse enpie antes de pensarlo mejor, no atinar a sentarsey elegir en su lugar quedarse agazapada. En esapostura levantó la mano para saludar.

Algo dentro de Dolly se encogió y murió.Las cosas no podrían haber ido peor.

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Sin embargo, de repente, empeoraron.—¡Mirad aquí! ¡Miradme!Todos miraron. Cuthbert, con la paciencia de

un mosquito, se había cansado de esperar.Olvidado el partidillo de cricket, paseó por laplaya hasta llegar junto a uno de los burros delhotel. Con un pie ya en el estribo, forcejeabapara montarse en el animal. Mirar era doloroso,pero Dolly miró; miraba (lo confirmó un vistazo)todo el mundo.

El espectáculo de Cuthbert abrumando alpobre burro fue la última gota. Sabía que deberíahaberle ayudado, pero Dolly no podía, no estavez. Murmuró algo acerca de un dolor decabeza y un exceso de sol, agarró la revista y seapresuró hacia el triste consuelo de su pequeñahabitación con vistas al desagüe.

Detrás del quiosco, un hombre joven de pelolargo y traje raído lo había visto todo. Había

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estado dormitando bajo el sombrero cuando elgrito de «¡cuidado!» lo arrancó del sueño. Sefrotó los ojos con el dorso de las manos y miróalrededor para descubrir de dónde procedía elgrito, y fue entonces cuando los vio por la zonadel embalse, al padre y al hijo que habían jugadoal cricket toda la mañana.

Se había formado una especie de alboroto, yel padre saludaba a un grupo en el bajío, esosjóvenes ricos, según vio, que tanta importanciase daban en una caseta cercana. La casetaestaba vacía, salvo por un trozo de tela plateadaque se mecía en una barandilla del balcón. Elvestido. Había reparado en ese vestido antes:era difícil no reparar en él, lo cual sin duda erasu razón de ser. No era un vestido de playa, eramás propio de una pista de baile.

—¡Mirad aquí! —exclamó alguien—.¡Miradme! —Y el joven, obediente, miró. Por lovisto, el niño que había estado jugando al cricketestaba empeñado en parecer un burro encima

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de un burro. El resto de la multitud contemplabael espectáculo.

Menos él. Él tenía otras cosas que hacer. Lachica guapa de labios con forma de corazón yunas curvas que despertaban un doloroso deseoestaba sola: se había separado de su familia y sedirigía a la playa. El joven se levantó, echándosela mochila sobre el hombro y calándose elsombrero. Había estado esperando unaoportunidad como esta y no tenía intención dedesperdiciarla.

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Dolly no lo vio al principio. No veía casi nada.Estaba demasiado ocupada limpiándose laslágrimas de humillación y desesperanza mientrascaminaba por la playa hacia el paseo marítimo.Todo era un remolino furioso de arena ygaviotas y rostros sonrientes y detestables.Sabía que no se reían de ella, en realidad no,pero no le importaba en absoluto. Su jovialidadera un ataque personal; todo era cien veces peorasí. Dolly no podía ir a trabajar a esa fábrica debicicletas; simplemente no podía. ¿Casarse conuna versión joven de su padre y, poco a poco,convertirse en su madre? Era inconcebible…Oh, estaría bien para ellos, que se conformabancon lo que tenían, pero Dolly aspiraba a algomás… Si bien aún no sabía a qué ni dónde

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encontrarlo.Se paró en seco. Una ráfaga de viento, más

fuerte que las anteriores, eligió precisamente esemomento, cuando pasó junto a la caseta de laplaya, para levantar el vestido de satén, desasirlode la barandilla y dejarlo caer sobre la arena. Seposó justo delante de ella, un lujo de plataderramada. Vaya, suspiró incrédula, lamuchacha rubia de los hoyuelos no se habríamolestado en colgarlo bien. Pero ¿cómo podíaser tan poco cuidadosa con una prenda desemejante belleza? Dolly negó con la cabeza;una muchacha que tenía en tan poca estima susbienes a duras penas los merecía. Era el tipo devestido que podría haber llevado una princesa…o una estrella de cine estadounidense, unamodelo en una revista, una heredera devacaciones en la Riviera francesa… Si Dolly nohubiese aparecido en ese momento, quizáshabría seguido su vuelo por la arena hastaperderse para siempre.

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Volvió a soplar el viento y el vestido siguiódando vueltas por la playa, desapareciendodetrás de las casetas. Sin dudarlo un momento,Dolly se lanzó tras él; la muchacha había sidouna insensata, era cierto, pero Dolly no iba aconsentir que ese divino pedazo de platacorriese peligro.

Podía imaginar lo agradecida que se sentiríala muchacha cuando se lo devolviese. Dollyexplicaría lo sucedido, con delicadeza, para quela muchacha no se sintiese aún peor de lo queya estaría, y ambas comenzarían a reírse y adecir qué suerte, y la muchacha invitaría a Dollya una limonada fría, una limonada de verdad, noesa bebida acuosa que la señora Jennings servíaen Bellevue. Hablarían y descubrirían que teníanmuchísimo en común y al fin el sol se esconderíatras el horizonte y Dolly diría que tenía que irsey la chica sonreiría decepcionada, antes deanimarse y acariciar el brazo de Dolly. «¿Porqué no te vienes con nosotros mañana por la

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mañana? —preguntaría—. Algunos vamos ajugar un poco al tenis en la playa. Serádivertidísimo… Di que vas a venir».

Ya con prisas, Dolly rodeó la esquina de lacaseta en busca del vestido plateado, solo paradescubrir que ya había cesado de dar vueltas,doblado entre los tobillos de alguien. Era unhombre con sombrero, que se agachó a recogerel vestido y, cuando sus dedos rodearon el tejido,junto a la arena que se desprendía del saténcayeron las esperanzas de Dolly.

Por un instante, Dolly pensó que podríaasesinar al hombre del sombrero, gozararrancándole las piernas y los brazos. Le latíacon furia el corazón, le ardía la piel y se le nublóla vista. Miró atrás, al mar: a su padre, queavanzaba impávido hacia el pobre ydesconcertado Cuthbert; a su madre, todavíapetrificada en esa actitud de doliente súplica; alos otros, los acompañantes de la muchacharubia, que ahora reían, dándose palmadas en las

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rodillas y señalando esa escena ridícula.El burro soltó un rebuzno lastimero y

perplejo, que reflejó con tal perfección lossentimientos de Dolly que, antes de saber quéestaba haciendo, masculló al hombre:

—¡Un momento! —Estaba a punto de robarel vestido de la muchacha rubia y solo Dollypodía detenerlo—. Usted. ¿Qué cree que estáhaciendo? —El hombre alzó la vista,sorprendido, y cuando Dolly vio ese apuestorostro bajo el sombrero por un momento se sintióaturdida. Se quedó ahí, respirando rápido,preguntándose qué hacer, pero, en cuanto lascomisuras de la boca del hombre comenzaron amoverse de forma sugerente, lo supo deinmediato—. Ya se lo he dicho. —Dolly estabamareada, presa de unos nervios extraños—.¿Qué cree que está haciendo? Ese vestido no essuyo.

El joven abrió la boca para hablar y justo enese momento un policía de apellido

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desafortunado, el agente Suckling, quien habíaestado paseando su corpulento cuerpo por laplaya, llegó junto a ellos.

El agente Suckling había estado recorriendoel paseo marítimo toda la mañana, sin quitar ojoa esta playa. Se había fijado en esa niña morenaen cuanto llegó y la había estado observandodesde entonces. Se apartó solo un momento porese endiablado asunto del burro, pero, cuandovolvió la vista, la niña había desaparecido. Elagente Suckling tardó unos tensos minutos enencontrarla de nuevo, detrás de las casetas,inmersa en lo que parecía sospechosamente unadiscusión acalorada. La acompañaba ni más nimenos que ese joven tosco que había estadoagazapado tras el quiosco toda la mañana.

Con la mano apoyada en la porra, el agenteSuckling andaba a empellones por la playa. Suavanzar sobre la arena era más desgarbado de

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lo que le hubiera gustado, pero persistió. Alacercarse la oyó decir: «Ese vestido no essuyo».

—¿Va todo bien? —preguntó el agente, quemetió tripa en cuanto se detuvo. De cerca eraincluso más hermosa de lo que había imaginado.Labios carnosos de comisuras juguetonas. Cutisde melocotón, suave, tierno; lo notó con unasimple mirada. Rizos lustrosos que enmarcabanuna cara con forma de corazón. Añadió—: ¿Laestá molestando este hombre, señorita?

—Oh. Oh, no, señor. De ningún modo. —Tenía el rostro encarnado y el agente Sucklingcomprendió que estaba ruborizándose. No solíatratar con hombres de uniforme, supuso. Eratodo un encanto—. Este caballero estaba apunto de devolverme algo.

—¿Es eso cierto? —Miró al joven con carade pocos amigos, observando la insolenteexpresión, el aire desenvuelto, los pómulosprominentes y los ojos negros y arrogantes. Esos

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ojos le otorgaban un aspecto claramenteextranjero, un aspecto irlandés, y el agenteSuckling entrecerró los suyos. El joven cambióde postura y emitió un pequeño ruido, similar aun suspiro, cuyo carácter quejumbroso enfadó alagente de forma desproporcionada. Dijo denuevo, esta vez en voz más alta—: ¿Es esocierto?

Siguió sin recibir respuesta alguna y la manodel agente Suckling agarró la porra con másfuerza. Apretó los dedos en torno a esa formatan familiar. A veces pensaba que era el mejorcompañero que había tenido, sin duda alguna elmás constante. Con la punta de los dedospalpaba gratos recuerdos y fue casi unadecepción cuando el joven, intimidado, asintió.

—Bien —dijo el agente—. Deprisa.Devuelva a la joven dama lo que le pertenece.

—Gracias, agente —dijo Dorothy—. Quéamable es usted. —Y sonrió una vez más, lo quedespertó una sensación nada desagradable en

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los pantalones del agente—. Se lo llevó el viento,como ve.

El agente Suckling se aclaró la garganta yadoptó su expresión más policial.

—Muy bien, señorita —dijo—. Permítameque la acompañe a casa. Para dejar atrás elviento y el peligro.

Dolly logró eludir los concienzudos cuidadosdel agente Suckling cuando llegaron a la puertade entrada de Bellevue. Por unos momentos lasituación se volvió peliaguda (habló deacompañarla al interior y tomar una buena tazade té para «calmar esos nervios»), pero Dolly,tras un ímprobo esfuerzo, logró convencerlo deque sería una lástima desperdiciar su talento entareas tan triviales, por lo que debería volver ahacer la ronda.

—Al fin y al cabo, agente, seguro que haymucha gente que necesita su protección.

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Dolly le agradeció profusamente la ayuda (élsostuvo su mano un poco más de lo necesario aldespedirse) y, con grandes aspavientos, abrió lapuerta y entró. No llegó a cerrar la puerta deltodo y miró por la rendija al hombre, que volvíapavoneándose al paseo. Solo cuando se habíaconvertido en un punto en la lejanía Dolly guardóel vestido plateado debajo de un cojín y salió denuevo, por el mismo camino que había venido.

El joven andaba merodeando, a la espera deDolly, apoyado contra el pilar de una de lascasas de huéspedes más elegantes. Dolly nisiquiera le echó un vistazo al pasar a su lado ysiguió caminando, los hombros erguidos, lacabeza bien alta. Él la siguió por la calle (ella lonotó) hasta un pequeño camino que se alejabazigzagueando de la playa. Dolly sintió que suslatidos se aceleraban y, como los sonidos delmar se iban apagando contra las frías paredesde piedra de los edificios, también podía oírlos.Continuó caminando, más rápido que antes. Sus

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playeras dejaban marcas en el asfalto, surespiración se entrecortaba, pero no se detuvo yno miró atrás. Conocía un lugar, una oscuraencrucijada donde una vez se perdió de niña,escondida para el mundo mientras su madre y supadre la llamaban y temían lo peor.

Dolly se paró al llegar, pero no se dio lavuelta. Se quedó ahí, muy quieta, a la escucha,esperando, hasta que él estuvo justo detrás deella, hasta que sintió su aliento en la nuca y sucercanía le encendió la piel.

El hombre tomó su mano y ella se quedó sinaliento. Permitió que la girase, despacio, haciaél, y ella esperó, sin palabras, mientras él sellevó la muñeca de ella a la boca y la rozó conlos labios para darle un beso que la estremeciódesde lo más hondo.

—¿Qué haces aquí? —susurró Dorothy.—Te echaba de menos. —Los labios aún

tocaban su piel.—Solo han pasado tres días.

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El hombre se encogió de hombros, y esemechón de pelo oscuro que se negaba aquedarse en su lugar cayó sobre la frente.

—¿Has venido en tren?El hombre asintió una vez.—¿Solo te vas a quedar un día?Asintió de nuevo, con media sonrisa.—¡Jimmy! Si es un viaje larguísimo.—Tenía que verte.—¿Y si me hubiese quedado con mi familia

en la playa? Y si no hubiese vuelto sola, ¿qué?—Te habría visto de todos modos, ¿a que sí?Dolly negó con la cabeza, encantada, pero

disimulándolo.—Mi padre te va a matar si lo descubre.—Creo que podría con él.Dolly se rio; él siempre la hacía reír. Era una

de las cosas que más le gustaban de él.—Estás loco.—Por ti.Y también eso. Estaba loco por ella. El

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estómago de Dolly dio una voltereta.—Vamos —dijo—. Hay un camino por aquí

que va al campo. Ahí nadie nos va a ver.

—¿Te das cuenta de que me podrían haberdetenido por tu culpa?

—¡Oh, Jimmy! No seas tonto.—No viste la cara de ese policía… Estaba

dispuesto a encerrarme y tirar la llave. Y mejorque ni hable sobre cómo te miraba. Jimmy volvióla cabeza para contemplarla, pero ella no ledevolvió la mirada. La hierba estaba crecida ysuave donde se habían tumbado y ella miraba alcielo, tarareando algún baile entre dientes ydibujando rombos con los dedos. Jimmy recorriósu perfil con la mirada: el delicado arco de lafrente, la inclinación entre las cejas que sealzaba de nuevo para formar esa nariz resuelta,la repentina caída y la curva completa del labiosuperior. Dios, qué hermosa era. Ante ella su

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cuerpo entero se convertía en un dolorosodeseo, y debía contenerse con todas sus fuerzaspara no saltar encima de ella, agarrarla de losbrazos y besarla como un loco.

Pero no lo hizo, nunca lo hacía, no así.Jimmy se mantenía casto aunque casi le costarala vida. Ella era aún una colegiala y él unhombre adulto, diecinueve años él, diecisieteella. Dos años quizás no fuesen mucho, peroprocedían de mundos diferentes. Ella vivía enuna casa pulcra e intachable, con una familiapulcra e intachable; él había abandonado losestudios a los trece años, para cuidar de supadre, mientras trabajaba en lo que fuese parallegar a fin de mes. Había sido enjabonador en labarbería por cinco chelines a la semana,ayudante del panadero por siete y seis peniques,cargador en unas obras fuera de la ciudad por lavoluntad; después, a casa por la noche paracocinar las sobras de la carnicería para supadre. Se ganaba la vida, no podían quejarse.

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Siempre había disfrutado con sus fotografías;pero ahora, por razones que Jimmy no entendíay no quería entender por temor a echarlo todo aperder, también tenía a Dolly, y el mundo era unlugar más radiante; con certeza, no iba a correrel riesgo de ir demasiado rápido y estropearlotodo.

Aun así, era muy difícil. Desde que la viopor primera vez, sentada con sus amigas en unamesa del café de la esquina, había estadoperdido. Había alzado la vista para entregar supedido al tendero, y ella le había sonreído, comosi fueran viejos amigos, y luego se había reído yse sonrojó ante su taza de té, y él supo quenunca, aunque viviera cien años, volvería a vernada tan hermoso. Fue la emoción electrizantedel amor a primera vista. Esa risa de ella que lerecordaba la alegría pura de la infancia; ese olora azúcar caliente y aceite para bebé; el oleaje desus senos bajo el vestido de algodón… Jimmymovió la cabeza, frustrado, y se concentró en

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una ruidosa gaviota que volaba bajo hacia elmar.

El horizonte era de un azul intachable,soplaba una brisa ligera y el olor a verano estabapor todas partes. Suspiró y todo quedó atrás: elvestido plateado, el agente de policía, lahumillación de haber sido considerado unaamenaza para ella. No tenía sentido. Era un díademasiado perfecto para discutir y, de todosmodos, no había llegado a pasar nada. Nadiehabía salido mal parado. Los jueguecitos deDolly lo confundían, no comprendía su necesidadde fantasear y no le gustaba demasiado, peroella era feliz así, de modo que Jimmy le seguía lacorriente.

Como si quisiese demostrar a Dolly que noguardaba rencor, Jimmy se incorporó de repentey sacó su fiel Brownie de la mochila.

—¿Y si te hago una fotografía? —dijo,rebobinando el carrete de película—. ¿Unpequeño recuerdo de nuestra cita junto al mar,

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señorita Smitham? —Ella se animó, tal como élesperaba (a Dolly le encantaba que lafotografiasen) y Jimmy miró alrededor paracomprobar la posición del sol. Caminó hasta elotro extremo del pequeño descampado donde lafamilia Smithan había ido de picnic.

Dolly se había sentado y se estiraba comouna gata.

—¿Te gusta así? —dijo. El sol bañaba susmejillas y sus labios estaban rojos por las fresasque le había comprado en un puesto callejero.

—Perfecto —dijo, y era cierto: estabaperfecta—. Una luz maravillosa.

—¿Y qué te gustaría exactamente quehiciese bajo esta luz maravillosa?

Jimmy se rascó la barbilla y fingióreflexionar profundamente.

—¿Qué quiero que hagas? Piensa lo quevas a decir, Jimmy, es tu gran oportunidad, no laestropees… Piensa, maldita sea, piensa… —Dolly se rio, y él también. Entonces Jimmy se

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rascó la cabeza y dijo—: Quiero que seas túmisma, Doll. Quiero recordar este día tal comoes. Si no puedo verte durante otros diez días, almenos así puedo llevarte en mi bolsillo.

Ella sonrió, con un enigmático y levemovimiento de los labios, y asintió.

—Un recuerdo mío.—Exactamente —respondió—. Solo un

momento, estoy arreglando la configuración. —Bajó la lente Diway y, como lucía tanto el sol,ajustó el diafragma para reducir la apertura.Mejor prevenir que lamentar. Por el mismomotivo, sacó un paño del bolsillo y frotó bien elcristal.

—Muy bien —dijo, y cerró un ojo y con elotro miró por el visor—. Estamos list… —Jimmy casi dejó caer la cámara, pero no osóalzar la vista.

Dolly lo miraba fijamente desde el centro delvisor. El pelo, ondeado, mecido por el viento,rozaba su cuello, pero se había desabrochado el

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vestido y lo había dejado caer por los hombros.Sin desviar la mirada de la cámara, comenzó abajarse el tirante del traje de baño, lentamente,por el brazo.

Dios. Jimmy tragó saliva. Debía decir algo;sabía que debía decir algo. Hacer una broma,ser ingenioso, ser inteligente. Pero ante Dolly,sentada así, la barbilla levantada, los ojosdesafiantes, la curva del pecho expuesta… Enfin, diecinueve años de habla se evaporaron alinstante. Incapaz de recurrir a su ingenio, Jimmyhizo aquello en lo que siempre confiaba. Tomó lafotografía.

—Revélalas tú mismo —dijo Dolly, que seabotonaba el vestido con dedos temblorosos. Elcorazón de Dolly estaba desbocado y se sentíaresplandeciente y viva, extrañamente poderosa.Su osadía, la cara de Jimmy al verla, lo difícilque le resultaba, incluso ahora, mirarla a los ojos

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sin sonrojarse… Era embriagador todo ello. Másque eso: era una prueba. Prueba de que ella,Dorothy Smitham, era excepcional, tal comohabía dicho el doctor Rufus. Su destino no erauna fábrica de bicicletas, por supuesto que no;su vida iba a ser extraordinaria.

—¿Crees que permitiría que otro hombre teviese así? —dijo Jimmy, que prestaba unaatención exorbitada a las correas de las quecolgaba su cámara.

—No a propósito.—Lo mataría primero. —Lo dijo con

delicadeza y su voz, que se resquebrajó un pococon ese tono posesivo, derritió a Dolly. Sepreguntó si sería capaz. ¿Pasaban esas cosasrealmente? No en el mundo del que procedíaDolly, con sus semiadosados que imitaban conorgullo el estilo Tudor en esos nuevos barrios sinalma. No podía imaginarse a Arthur Smithamarremangándose para defender el honor de suesposa; pero Jimmy no era como su padre. Era

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lo opuesto: un trabajador de brazos fuertes, carasincera y una sonrisa que surgía de la nada y ledejaba un nudo en el estómago. Ella fingió queno había oído, le quitó la cámara y la mirófijamente, con un gesto demasiado pensativo.

Sosteniéndola en una mano, ella le dedicóuna mirada juguetona y dijo:

—Vaya, es una herramienta muy peligrosalo que lleva aquí, señor Metcalfe. Piense entodas las cosas que podría captar aunque losdemás no quieran.

—¿Como qué?—Vaya —Dolly alzó un hombro—, personas

haciendo cosas que no deberían, una inocentecolegiala descarriada por culpa de un hombremás maduro… Piensa qué diría el padre de esapobre muchacha si lo supiese. —Se mordió ellabio inferior, nerviosa, aunque intentaba que nose notase, y se acercó más, casi tocando eseantebrazo firme y bronceado. Se había formadouna corriente de electricidad entre ellos—.

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Alguien se podría meter en un lío si se lleva malcontigo y tu Box Brownie.

—Entonces, mejor que te lleves bienconmigo. —Le lanzó una sonrisa, perodesapareció con la misma rapidez con que habíaaparecido.

Jimmy no apartó la vista y Dolly notó que surespiración se aceleraba. En torno a ellos elambiente había cambiado. En ese momento, bajola intensidad de su mirada, todo había cambiado.La balanza del control se había inclinado y Dollydaba vueltas. Tragó saliva, insegura yentusiasmada. Algo iba a suceder, algo que ellahabía desencadenado, y era incapaz de evitarlo.No quería evitarlo.

Un ruido, un pequeño suspiro entre los labiosentreabiertos, y Dolly se desvaneció.

Los ojos de él seguían clavados en ella yextendió la mano para acariciar el pelo detrás desu oreja. Dejó la mano ahí, donde estaba, perosujetó con mayor firmeza la parte posterior del

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cuello. Dolly se dio cuenta de que le temblabanlos dedos. La proximidad la hizo sentirse jovende repente, fuera de lugar, y abrió la boca paradecir algo (¿para decir qué?), pero él negó conla cabeza, con un movimiento rápido, y Dollydesistió. A Jimmy le palpitaba un músculo de lamandíbula. Respiró hondo y, a continuación, laacercó hacia él.

Dolly había imaginado una y mil veces suprimer beso, pero nunca había soñado que seríaasí. En el cine, entre Katherine Hepburn y FredMacMurray, parecía bastante agradable, y Dollyy su amiga Caitlin habían practicado con losbrazos para saber qué hacer llegado elmomento, pero esto fue diferente. Había calor,peso y urgencia; podía saborear el sol y lasfresas, oler la sal en su piel, sentir la presión delcalor a medida que el cuerpo de él seestrechaba contra el suyo. Lo más emocionantede todo era notar cuánto la deseaba, surespiración irregular, su cuerpo fuerte y

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musculoso, más alto que ella, más grande,forcejeando contra su propio deseo.

Jimmy se apartó del beso y abrió los ojos. Serio entonces, aliviado y sorprendido, y su risa fueun sonido cálido y ronco.

—Te quiero, Dorothy Smitham —dijo,apoyando la frente contra la de ella. Tiró consuavidad de uno de los botones del vestido—. Tequiero y algún día me voy a casar contigo.

Dolly no dijo nada al bajar por la colina, perolos pensamientos se agolpaban en su mente. Leiba a pedir que se casara con él: el viaje aBournemouth, el beso, la fuerza de lo que habíasentido… ¿A qué otra cosa podían deberse? Locomprendió con una claridad abrumadora ydeseó que dijese aquellas palabras en voz alta,que se volviese oficial. Hasta los dedos de lospies se estremecían de emoción.

Era perfecto. Iba a casarse con Jimmy.

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¿Cómo no había pensado en ello cuando sumadre le preguntó qué quería hacer en lugar detrabajar en la fábrica de bicicletas? Era lo únicoque quería hacer. Lo que debía hacer.

Dolly miró a un lado, observando la felizdistracción del rostro de Jimmy, su silencioinusual, y supo que estaba pensando lo mismo;que se esforzaba en encontrar la mejor manerade pedirlo. Dorothy estaba eufórica; queríasaltar y girar y bailar.

No era la primera vez que decía que queríacasarse con ella; ya habían bromeado con esetema antes, se habían dicho entre susurros «Teimaginas si…» en rincones de cafés enpenumbra en esas partes de la ciudad a las quesus padres nunca iban. Era un tema siempreemocionante; nunca mencionada pero implícitaen sus descripciones de la casa de labranza y lavida que compartirían, había una sugerencia depuertas cerradas, de una cama compartida y unapromesa de libertad (física y moral) irresistible

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para una colegiala como Dolly, cuya madreseguía planchando y almidonando las camisas desu uniforme.

La cabeza le daba vueltas al imaginarse así,junto a él, y se agarró del brazo de Jimmy al salirde los campos soleados y avanzar por uncallejón sombrío. Cuando notó el contacto, él sedetuvo y la llevó contra el muro de piedra de unedificio cercano.

Jimmy sonrió en las sombras,nerviosamente, pensó ella, y dijo:

—Dolly.—Sí. —Iba a ocurrir. Dolly apenas podía

respirar.—Hay algo de lo que quería hablar contigo,

algo importante.

Ella sonrió, y su rostro era tan glorioso en suesperanzada entrega que Jimmy sintió un ardoren el pecho. No podía creer que por fin lo

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hubiera hecho, besarla como siempre habíaquerido, y había sido tan dulce como en susfantasías. Lo mejor de todo fue que ella ledevolvió el beso; había un futuro en ese beso.Procedían de lados opuestos de la ciudad, perono eran tan diferentes, no en lo que importaba,no en lo que sentían el uno por el otro. Lasmanos de ella eran suaves entre las suyascuando dijo lo que había tenido en mente todo eldía:

—El otro día recibí una llamada de teléfonode Londres, de un hombre llamado Lorant.

Dolly asintió para darle ánimos.—Va a lanzar una revista llamada Picture

Post, dedicada a imprimir fotografías quecuentan historias. Vio mis fotografías en TheTelegraph, Doll, y me ha pedido que vaya atrabajar para él.

Esperó a que Dolly diese un grito de alegría,saltase, lo agarrase de los brazos con emoción.Era el trabajo con el que soñaba desde que

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descubrió la vieja cámara y el trípode de supadre en la buhardilla, la caja llena defotografías sepia. Pero Dolly no se movió. Susonrisa se había torcido, petrificada.

—¿A Londres? —dijo.—Sí.—¿Te vas a ir a Londres?—Sí. Ya sabes, donde el palacio enorme, el

reloj enorme, la nube de humo enorme.Trataba de ser gracioso, pero Dolly no se

rio; pestañeó un par de veces y dijo sin respirar:—¿Cuándo?—En septiembre.—¿Te vas a quedar a vivir ahí?—Y a trabajar. —Jimmy vaciló; algo iba mal

—. Una revista de fotografía —dijo vagamente,antes de fruncir el ceño—. ¿Doll?

El labio inferior de Dorothy habíacomenzado a temblar y Jimmy pensó que quizásiba a llorar.

—¿Doll? ¿Qué pasa? —Jimmy se alarmó.

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No obstante, Dorothy no lloró. Dejó caer losbrazos a los costados y luego los subió de nuevopara posar las manos en las mejillas.

—Íbamos a casarnos.—¿Qué?—Tú dijiste… y yo pensé…, pero luego…Estaba enfadada con él y Jimmy no sabía

por qué. Ella gesticulaba con ambas manos,tenía las mejillas sonrosadas y hablaba de formaacelerada, sin separar las palabras, de modo queJimmy solo comprendió «casa», «padre» y, quécurioso, «fábrica de bicicletas».

Jimmy intentó seguir sus palabras, pero no lologró, y se sentía desvalido cuando al fin Dollydio un enorme suspiro y plantó las manos en lascaderas, con un aspecto tan exhausto, tanindignado que no supo qué hacer salvo tomarlaentre los brazos y acariciarle el pelo comohabría hecho con un niño. Podría haber ocurridocualquiera cosa, por lo que Jimmy sonrió al notarque se calmaba. Las emociones de Jimmy eran

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muy estables y las pasiones de Dolly lo pillabandesprevenido a veces. Sin embargo, eranembriagadoras: nunca estaba satisfecha si eraposible estar encantada, no se molestaba sipodía enfurecerse.

—Pensaba que querías casarte conmigo —dijo, levantando la cara para mirarlo—, pero, envez de eso, te vas a Londres.

Jimmy no pudo contener la risa.—«En vez de eso», no, Doll. El señor Lorant

me va a pagar y voy a ahorrar todo lo quepueda. Casarme contigo es lo que más quiero enel mundo… ¿Me estás tomando el pelo? Soloquiero hacerlo bien.

—Pero ya está bien, Jimmy. Nos queremos;queremos estar juntos. La casa…, las gallinas yla hamaca, los dos bailando juntos y descalzos…

Jimmy sonrió. Le había hablado a Dollyacerca de la infancia de su padre en la granja,esos mismos relatos de aventuras que lohipnotizaban de niño, pero ella los había

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adornado y hecho suyos. Le fascinaba cómouna simple verdad en sus manos setransformaba en algo maravilloso gracias a losluminosos hilos de su increíble imaginación.Jimmy le acarició la mejilla.

—Aún no puedo comprar una casa, Doll.—Una caravana de gitanos, entonces. Con

margaritas en las cortinas. Y una gallina…Quizás dos, para que no se sienta sola.

No pudo evitarlo: la besó. Era joven, eraromántica y era suya.

—No será mucho tiempo, Doll, y tendremostodo lo que hemos soñado. Voy a trabajarmuchísimo… Espera y verás.

Un par de gaviotas cruzaron graznandosobre el callejón, y él pasó los dedos por susbrazos, cálidos por el sol. Ella dejó que leagarrase la mano y él la estrechó con fuerza,tras lo cual la llevó hacia el mar. Le encantabanlos sueños de Dolly, su espíritu contagioso;Jimmy nunca se había sentido tan vivo antes de

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conocerla. Pero era a él a quien correspondíaactuar con sensatez en cuanto al futuro, serbastante precavido para ambos. No podíaconsentir que cayesen en las garras de susfantasías y sueños. Jimmy era inteligente, todossus profesores se lo habían dicho, cuando aúniba a la escuela, antes de que su padreempeorase. Además, aprendía rápido; tomabaprestados libros de la biblioteca Boots y casi loshabía leído todos. Lo único que le había faltadoera una oportunidad y ahora, al fin, ahí la tenía.

Recorrieron el resto del callejón en silencio,hasta que volvieron a ver el paseo marítimo,rebosante de viandantes, ya acabados lossándwiches de paté de gamba, de regreso a laarena. Jimmy se detuvo y agarró a Dolly la otramano también, entrelazando los dedos.

—Entonces… —dijo en voz baja.—Entonces…—Te veo dentro de diez días.—No si yo te veo antes.

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Jimmy sonrió y se inclinó para darle un besode despedida, pero un niño pasó corriendo,gritando y persiguiendo una pelota que rodabapor el callejón, y se estropeó el momento. Seapartó de ella, extrañamente avergonzado por laintrusión del muchacho.

—Supongo que debería volver. —Dollyseñaló con un gesto el paseo marítimo.

—No te metas en líos, ¿vale?Ella se rio y, a continuación, le plantó un

beso justo en los labios. Con una sonrisa que lodejó contrito, Dorothy volvió corriendo hacia laluz. El dobladillo de su vestido ondeaba contralas piernas desnudas.

—Doll —la llamó, justo antes de quedesapareciese. Ella se volvió y el sol dibujó unhalo oscuro sobre su cabello—. No necesitasropa de lujo, Doll. Tú eres mil veces máshermosa que esa chica.

Dorothy sonrió (al menos él pensó quesonreía, pero su rostro estaba en la sombra),

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levantó una mano, saludó y se fue.

Entre el sol, las fresas y el hecho de habercorrido para no perder el tren, Jimmy durmiódurante la mayor parte del viaje de regreso.Soñó con su madre, el mismo sueño que habíatenido durante años. Estaban en la feria, los dosjuntos, viendo el espectáculo de magia. El magoacababa de encerrar a su atractiva ayudantedentro de la caja (siempre tan similar a losataúdes que su padre hacía en W. H. Metcalfe& Sons, Pompas Fúnebres) cuando su madre seagachó y dijo: «Va a intentar que mires a otrolado, Jim. Va a intentar distraer la atención delpúblico. No apartes la mirada». Jimmy, quetendría unos ocho años, asintió muy serio y abriólos ojos de par en par. Se negó a parpadear, nisiquiera cuando los ojos comenzaron aescocerle. Pero hizo algo mal, pues la puerta dela caja se abrió y (¡zas!) la mujer ya no estaba,

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había desaparecido, y Jimmy, por alguna razón,se lo había perdido. Su madre se rio y Jimmy sesintió raro, preso del frío, las piernastemblorosas, pero cuando alzó la vista su madreya no estaba junto a él. Ahora estaba dentro dela caja, le decía que debía de haber soñadodespierto, y su perfume era tan fuerte que…

—El billete, por favor.Jimmy se despertó sobresaltado y la mano

se dirigió directamente a la mochila, que habíadejado en el asiento. Aún estaba ahí. Gracias aDios. Qué insensatez quedarse dormido así,sobre todo porque ahí llevaba la cámara. Nopodía permitirse el lujo de perderla; la cámara deJimmy albergaba la llave de su futuro.

—Le he pedido el billete, señor. —Los ojosdel inspector se entrecerraron como una rendija.

—Sí, disculpe. Un momento. —Lo sacó delbolsillo y se lo entregó para que lo perforase.

—¿Sigue hasta Coventry?—Sí, señor.

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Con el ligero pesar de no haber descubiertoa un tramposo, el inspector le devolvió el billetey saludó tocándose el ala del sombrero antes deproseguir su camino.

Jimmy sacó de la mochila el libro de labiblioteca, pero no leyó. Exaltado por losrecuerdos de Dolly y del día, por las ideasrespecto a Londres y el futuro, era incapaz deconcentrarse en De ratones y hombres. Aún sesentía un poco confuso acerca de lo sucedidoentre ellos. Había querido impresionarla con lanoticia, no molestarla (era casi un sacrilegiodecepcionar a alguien tan cívica y ardiente comoDoll), pero Jimmy sabía que había hecho locorrecto.

Ella no querría casarse con un hombre queno tuviese nada, no realmente. Doll adoraba las«cosas»: baratijas, adornos, recuerdos quecoleccionar. Hoy la había estado observando yhabía visto cómo miraba a esos jóvenes de laplaya, a la muchacha del vestido plateado; sabía

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que, a pesar de fantasear con la granja,anhelaba la emoción, el glamour y todas lascosas que el dinero podía comprar. ¿Y por quéno? Era hermosa, divertida, encantadora; teníadiecisiete años. Dolly no sabía qué era vivir concarencias, y no debía averiguarlo. Merecía unhombre capaz de ofrecerle lo mejor de todo, nouna vida con las sobras más baratas de lacarnicería y una gota de leche condensada en elté porque no podían permitirse el azúcar. Jimmytrabajaba muchísimo para convertirse en esehombre y, en cuanto lo lograse, por Dios, iba acasarse con ella y nunca la abandonaría.

Pero no antes.Jimmy sabía por experiencia qué deparaba

el destino a las personas que no tenían nada y secasaban por amor. Su madre habíadesobedecido a su adinerado padre al casarsecon el padre de Jimmy, y fueron muy felicesdurante algún tiempo. Pero no duró mucho.Jimmy aún recordaba su confusión al

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despertarse y descubrir que su madre se habíaido. «Desapareció sin más», oyó a la gentesusurrando por la calle, y Jimmy recordó eseespectáculo de magia que habían visto juntos lasemana anterior. Maravillado, se imaginaba a sumadre al desaparecer, la cálida carne de sucuerpo desintegrada en partículas de aire antesu mirada. Si alguien era capaz de realizar esamagia, pensó Jimmy, era su madre.

Al igual que en tantos asuntos importantesde la infancia, fueron sus compañeros quienes lemostraron la luz, mucho antes de que un adultose dignase a hacerlo. «Jimmy Metcalfe teníauna madre cabizbaja; se escapó con un rico ydejó al pobre sin una migaja». Jimmy cantó encasa la cancioncilla que había oído en el recreo,pero su padre tenía poco que decir al respecto;estaba cada vez más delgado y consumido, yhabía comenzado a pasar mucho tiempo junto ala ventana, fingiendo que esperaba al cartero poruna importante carta de negocios. Daba

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golpecitos en la mano de Jimmy y decía quetodo iba a salir bien, que los dos se lasarreglarían juntos, que todavía se tenían el uno alotro. A Jimmy le ponía nervioso que su padredijese eso una y otra vez, como si tratase deconvencerse a sí mismo en vez de a su hijo.

Jimmy apoyó la frente contra la ventanilladel tren y contempló los raíles que pasaban atoda velocidad. Su padre. El anciano era el únicoescollo en sus planes londinenses. No podíaquedarse solo en Coventry, no en su estadoactual, pero era un sentimental cuando setrataba de la casa donde Jimmy había crecido.Últimamente, su padre había comenzado adesvariar. A veces Jimmy lo encontrabaponiendo la mesa para la madre de Jimmy o,peor aún, sentado ante la ventana, como solíahacer antes, esperando que volviera a casa.

El tren se detuvo en la estación de Waterlooy Jimmy se echó la mochila al hombro. Yaencontraría una solución. Lo sabía. El futuro se

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extendía ante él y Jimmy se había exigido estara la altura de las circunstancias. Con la cámarafirmemente en la mano, saltó del vagón y sedirigió al metro para volver a Coventry.

Mientras tanto, de pie ante el espejo delarmario de su habitación, en Bellevue, Dollycontemplaba un magnífico vestido plateado desatén. Iba a devolverlo más tarde, por supuesto,pero habría sido un crimen no probárseloprimero. Se enderezó y se observó un momentoa sí misma. El movimiento de los senos alrespirar, el contorno del escote, la forma en queel vestido ondeaba con vida propia por toda supiel. No se parecía a nada que hubiese llevadoantes, a nada que hubiese visto en el aburridoarmario de su madre. Ni siquiera la madre deCaitlin tenía un vestido como este. Dolly sehabía transfigurado.

Ojalá Jimmy pudiese verla ahora, así. Dolly

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se tocó los labios y se quedó sin aliento alrecordar el beso, el peso de sus ojos al mirarla,su gesto al tomar la fotografía. Había sido suprimer beso de verdad. Ahora era una personadiferente a la que había sido por la mañana. Sepreguntó si sus padres se darían cuenta, si eraevidente para todos que un hombre como Jimmy,un adulto con callos, de manos endurecidas porel trabajo, fotógrafo en Londres, la había miradocon deseo y la había besado con toda el alma.

Dolly se alisó el vestido sobre las caderas.Saludó con una leve sonrisa a un invisibleconocido. Se rio de un chiste mudo. Y así, trasun giro repentino, se dejó caer en esa camaestrecha, con los brazos abiertos. «Londres»,dijo en voz alta a la pintura descascarillada deltecho. Dolly había tomado una decisión, y laemoción casi la ahogaba. Iba a ir a Londres; selo diría a sus padres en cuanto se acabasen lasvacaciones y estuviesen de vuelta en Coventry.

Su madre y su padre odiarían la idea, pero

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era la vida de Dolly y se negaba a sucumbir antelos convencionalismos; una fábrica de bicicletasno era lugar para ella; iba a hacer exactamentelo que quisiese. Una gran aventura la esperabaen el ancho mundo. Dolly solo tenía que ir yencontrarla.

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9

Londres, 2011

Era un día gris y sombrío, y Laurel se alegró dehaber traído su mejor abrigo. Los productoresdel documental se habían ofrecido a enviarle uncoche, pero Laurel declinó la oferta: el hotel noestaba muy lejos y prefería caminar. Y eracierto. Le gustaba caminar, siempre le habíagustado, y ahora tenía la ventaja adicional decomplacer a los médicos. Hoy, sin embargo,estaba más que encantada de ir a pie; con unpoco de suerte, el aire fresco la ayudaría aaclarar sus pensamientos. Sentía unos nerviospoco habituales respecto a la entrevista de latarde. Bastaba pensar en esas luces cegadoras,el ojo imperturbable de la cámara, las amables

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preguntas de la joven periodista para que Laurelbuscase en el bolso un cigarrillo. Qué difícil eracomplacer a los médicos.

Se paró en la esquina de Kensington ChurchStreet para encender una cerilla y, mientras laapagaba, echó un vistazo al reloj. Habíanacabado los ensayos de la película antes de loprevisto y la entrevista no empezaba hasta lastres. Pensativa, dio una calada al cigarrillo; si seapresuraba, aún tenía tiempo para un pequeñorodeo. Laurel miró hacia Notting Hill. No estabalejos, no tardaría mucho; aun así, dudó. Se sentíaen una especie de encrucijada y una serie detenebrosas consecuencias acechaba tras unadecisión aparentemente sencilla. Pero no, estabaexagerando: por supuesto, debía ir y echar unvistazo. Sería una estupidez no ir, ahora queestaba tan cerca. Abrazada a su bolso, se alejócon brío de High Street. («No cojáis fresas,princesas —solía decir su madre—, no osentretengáis». Solo porque las palabras le

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divertían).Laurel se había sorprendido a sí misma

mirando la cara de su madre durante la fiesta decumpleaños, como si así pudiera encontrarrespuestas al enigma. (¿Cómo conociste aHenry Jenkins, mamá? Sospecho que no eraisbuenos amigos). Habían celebrado la fiesta eljueves por la mañana en el jardín del hospital:hizo buen tiempo y, como señaló Iris, despuésdel triste despojo de verano que habían tenido,habría sido un crimen no aprovechar el sol.

Qué maravillosa cara la de su madre. Dejoven había sido hermosa, mucho más hermosaque Laurel, más que cualquiera de sus hijas, conla posible excepción de Daphne. Con certeza,los directores no la habrían arrinconado enpapeles de carácter. Pero la belleza (esa bellezaque es un don de la juventud) nunca dura, y sumadre había envejecido. Tenía el cutis agrietado,cubierto de nuevas manchas, junto a misteriosasirregularidades; sus huesos parecían haber

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disminuido a medida que se iba encogiendo y elpelo se iba disolviendo en la nada. Pero la carapersistía, los rasgos de niña traviesa, inclusoahora. Sus ojos, aunque cansados, tenían elfulgor de una persona acostumbrada a divertirse,y las comisuras de su boca se alzaban como siacabara de recordar un chiste. Era el tipo derostro que atraía a los desconocidos,encandilados, deseosos de conocerla mejor. Conun ligero movimiento de la mandíbula, te hacíasentir que ella también había sufrido, que todoiría mejor simplemente por estar junto a ella; esaera su verdadera belleza: su presencia, sualegría, su magnetismo. Eso, y sus espléndidasganas de fantasear.

—Mi nariz es demasiado grande para micara —dijo una vez cuando Laurel era pequeña,mientras escogía un vestido—. Los talentos queme dio Dios se han echado a perder. Habría sidouna excelente perfumera. —Se apartó delespejo y sonrió, juguetona, un gesto ante el cual

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a Laurel, expectante, siempre se le aceleraba unpoco el corazón—. ¿Sabes guardar un secreto?

Sentada en un extremo de la cama de suspadres, Laurel asintió y su madre se inclinó detal modo que la punta de su nariz tocaba lanaricita de Laurel.

—Eso es porque yo antes era un cocodrilo.Hace mucho tiempo, antes de ser tu mamá.

—¿De verdad? —preguntó Laurel,boquiabierta.

—Sí, pero era agotador. Todo el ratomordiendo y nadando. Y las colas pueden sermuy pesadas, sobre todo cuando están mojadas.

—¿Por eso te convertiste en una dama?—No, qué va. Las colas pesadas no son

agradables, pero no, eso no es un motivo paraeludir tus deberes. Un día estaba a las orillas deun río…

—¿En África?—Pues claro. No creerás que hay

cocodrilos aquí en Inglaterra, ¿verdad?

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Laurel negó con la cabeza.—Allí estaba yo, tomando el sol, cuando

pasó una niña con su mamá. Iban agarradas dela mano y me di cuenta de cuánto me gustaríahacer lo mismo. Así que lo hice. Me convertí enuna persona. Y luego te tuve a ti. Todo salióbastante bien, tengo que decirlo, salvo por estanariz.

—Pero ¿cómo? —Laurel, maravillada,parpadeó—. ¿Cómo te convertiste en unapersona?

—Bueno… —Dorothy se volvió hacia elespejo y enderezó los tirantes—. No puedocontarte todos mis secretos, ¿a que no? Notodos a la vez. Vuelve a preguntármelo algúndía. Cuando seas mayor.

—Mamá siempre tuvo una granimaginación.

—Vaya, no le quedaba más remedio —dijo

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Iris con un resoplido mientras conducía de vueltaa casa tras la fiesta de cumpleaños—. Tenía queaguantarnos a todas nosotras. Cualquier otramujer se habría vuelto loca de remate. —Locual, tuvo que reconocer Laurel, era cierto. Aella le habría pasado. Cinco niños chillones ypeleones, una casa con goteras nuevas cada vezque llovía, pájaros que anidaban en laschimeneas. Era igual que una pesadilla.

Salvo que no lo había sido. Había sidoperfecto. Esa vida hogareña sobre la queescribían los novelistas sentimentales en esoslibros que los críticos tachaban de nostálgicos.(Hasta que pasó lo del cuchillo. Así mejor,habrían sermoneado los críticos). Laurel serecordaba vagamente alzando la vista de losprofundos abismos de su adolescencia parapreguntarse cómo alguien podría contentarsecon una vida tan insípida. Por aquel entonces nose había inventado la palabra «bucólico», no almenos para Laurel, que en 1958 estaba

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demasiado ajetreada con Kingsley Amis paraperder el tiempo con los queridos brotes demayo. Pero nunca deseó que sus padrescambiasen. La juventud es una fase arrogante ycreer, sin razón alguna, que sus padres eranmenos aventureros que ella le había venido muybien. Ni por un momento se paró a considerarque quizás había algo más que ese aspecto deesposa y madre feliz; que quizás, de joven,estaba decidida a no convertirse en su propiamadre; que quizás, incluso, podría estarescondiéndose de una parte de su pasado.

Ahora, sin embargo, el pasado la cercabapor todas partes. En el hospital, al ver la foto deVivien, se había apoderado de Laurel y no lahabía soltado desde entonces. La esperaba a lavuelta de cada esquina; murmuraba en su oído alcaer la noche. Se iba acumulando, adquiriendomás peso cada día, atraía malos sueños ycuchillos que destellaban, y niños pequeños concohetes de estaño que prometían volver, arreglar

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las cosas. No podía concentrarse en nada más,ni en la película que empezaría a rodar lapróxima semana ni en la serie de entrevistaspara el documental que estaba grabando. Nadaimportaba salvo descubrir la verdad acerca delpasado de su madre.

Y existía un pasado secreto. Si a Laurel lequedaban dudas, su madre acababa deconfirmarlo. En la fiesta de su nonagésimocumpleaños, mientras sus tres bisnietas tejíancollares de margaritas, y su nieto ataba unpañuelo en la rodilla sangrante de su hijo, y sushijas confirmaban que todos tenían suficientetarta y té, y alguien gritaba «¡Que hable! ¡Quehable!», Dorothy Nicolson sonrió beatífica. Lasrosas tardías se sonrojaron en los arbustosdetrás de ella, y juntó las manos, jugueteandodistraída con los anillos ya demasiado grandespara esos nudillos. Y entonces suspiró.

—Qué suerte tengo —dijo con una vozparsimoniosa y desvencijada—. Miraos, mirad a

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todos mis niños. Qué agradecida estoy, soyafortunada por tener… —Sus labios temblaron ysus párpados se cerraron y los otros seapresuraron en torno a ella con besos y gritos de«¡Mamá, cariño, cielo!», así que nadie la oyódecir—: … Una segunda oportunidad.

Nadie salvo Laurel. Y escrutó esa caraadorable, familiar, llena de secretos. En busca derespuestas. Respuestas que se ocultaban ahí; nole cabía duda. Porque las personas que hanvivido vidas monótonas e inocentes no dan lasgracias por haber recibido una segundaoportunidad.

Laurel giró en Campden Grove y seencontró con un montón de hojas secas. Losbarrenderos aún no habían llegado y Laurel sealegró. Caminó por donde había más hojas yentró en un bucle temporal en el que estaba aquíy ahora y, a la vez, en su infancia, a los ocho

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años, jugando en el bosque detrás deGreenacres. «Llenad la bolsa hasta arriba, niñas.Queremos que nuestras llamas lleguen a laluna». Era mamá, en una noche de hogueras.Laurel y Rose llevaban botas Wellington ybufanda, Iris era un bebé envuelto en mantasque parpadeaba en el cochecito. Gerry, quien detodos ellos sería el que más amase esosbosques, no era más que un susurro, una lejanaluciérnaga en el cielo rosado. Daphne, que aúnno había nacido, hacía sentir su presencia,nadando, girando y saltando en el vientre de sumadre: «¡Estoy aquí! ¡Estoy aquí! ¡Estoy aquí!».(«Eso ocurrió cuando estabas muerta», solíandecirle cuando hablaban de algo acaecido antesde su nacimiento. La alusión a la muerte no lamolestaba, pero sí la idea de que eseespectáculo ruidoso persistía sin ella).

A mitad de camino, junto a Gordon Place,Laurel se detuvo. Allí estaba, el número 25.Entre el 24 y el 26, como debía ser. La casa era

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similar a las otras, de estilo victoriano, blancacon verjas negras en el balcón del primer piso yla ventana de una buhardilla en el tejado depizarra. Un cochecito de bebé, que bien podríaservir de módulo lunar, reposaba en el camino deentrada y una guirnalda de calabazas deHalloween, dibujadas por un niño, colgaba deuna ventana baja. No había placa alguna en laentrada, solo el número de la calle.Evidentemente, nadie se había molestado ensugerir a Patrimonio que la estancia de HenryRonald Jenkins en el 25 de Campden Grovedebía señalarse para la posteridad. Laurel sepreguntó si los residentes actuales sabían que sucasa había pertenecido a un escritor célebre.Probablemente no, y ¿por qué deberían saberlo?En Londres no era extraño habitar en una casadonde había vivido una celebridad, y la fama deHenry Jenkins había sido fugaz.

No obstante, Laurel lo había encontrado eninternet. Ahí el problema era el opuesto: uno no

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podía escapar de esa red ni por todo el amor y eldinero de Inglaterra. Henry Jenkins era uno delos millones de fantasmas que vagaban ahídentro, espectros extraviados hasta que alguientecleaba la combinación exacta de letras yresucitaban por un instante. En Greenacres,Laurel había intentado navegar por la red con sunuevo teléfono, pero, justo cuando averiguódónde debía introducir los términos de labúsqueda, se quedó sin batería. Tomar prestadoel portátil de Iris con un fin tan clandestino eraimpensable, así que pasó la última hora enSuffolk en un silencio angustioso, mientrasayudaba a Rose a limpiar el moho de la lechadadel baño.

Cuando Mark, el chófer, vino el viernes, talcomo habían acordado, estuvieron hablando entono afable acerca del tráfico, la próximatemporada teatral, la probabilidad de que lasobras terminasen a tiempo para los JuegosOlímpicos, a lo largo de todo el trayecto por la

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M11. Tras llegar a salvo a Londres, Laurel seobligó a quedarse en la penumbra, con la maleta,a decir adiós al coche hasta que desapareció dela vista y, a continuación, subió con calma lasescaleras, abrió el apartamento sin vacilar yentró. Cerró la puerta en silencio y entonces,solo entonces, en la seguridad de su sala deestar, soltó la maleta y se quitó la máscara. Sinni siquiera detenerse para dar las luces,encendió el portátil y escribió el nombre enGoogle. En esa fracción de segundo quetardaron en aparecer los resultados, Laurelrecuperó el viejo hábito de morderse las uñas.

La página de Wikipedia sobre Henry Jenkinsno era muy detallada, pero contenía unabibliografía y una breve nota biográfica (nacióen Londres, 1901; se casó en Oxford, 1938;vivió en el 25 de Campden Grove, en Londres;murió en Suffolk, 1961); había una lista de susnovelas en unas cuantas librerías de segundamano (Laurel compró dos); y se le mencionaba

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en páginas tan variopintas como la «Lista deantiguos alumnos de Nordstrom» y «Másextraño que la ficción: misteriosas muertesliterarias». Laurel obtuvo información acerca desu obra (ficción semiautobiográfica; interés porescenarios lúgubres y antihéroes de claseobrera, hasta esa historia de amor de 1939 quefue su gran éxito), descubrió que había trabajadopara el Ministerio de Información durante laguerra, pero había mucho más material sobre sudesenmascaramiento como el «acosador delpicnic de Suffolk». Se enfrascó en la lectura,página a página, al borde de un ataque depánico, a la espera de un nombre familiar o unadirección que la sobresaltase.

No ocurrió. No se mencionaba en ningúnlugar a Dorothy Nicolson, madre de una actrizgalardonada con el Oscar y el (segundo) RostroFavorito de Inglaterra, Laurel Nicolson; no habíareferencias geográficas específicas salvo «unapradera en las afueras de Lavenham: Suffolk»;

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ni rumores sensacionalistas acerca de cuchillosde cumpleaños, bebés llorando o fiestas defamilia junto a un arroyo. Por supuesto. Porsupuesto, no los había. La caballerosa falsedadde 1961 había sido apuntalada por loshistoriadores de la red: Henry Jenkins fue unautor que había gozado de un gran éxito antesde la Segunda Guerra Mundial, pero entró endecadencia poco después. Perdió dinero,influencia, amigos y, a la sazón, su sentido de ladecencia; en su lugar, logró caer en la infamia,pero incluso eso se había desvanecido. Laurelleyó la misma triste historia una y otra vez, y esaimagen dibujada a lápiz se volvió máspermanente con cada lectura. Casi comenzó acreer esa ficción.

Pero entonces pinchó en un nuevo enlace.Un enlace en apariencia inofensivo a una páginallamada «El Museo Imaginario de RupertHoldstock». La fotografía apareció en lapantalla como un rostro en la ventana: Henry

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Jenkins, inconfundible, si bien más joven quecuando lo vio en el camino. La piel de Laurel sevolvió fría y caliente. Ninguno de los artículos deprensa de la época incluía una fotografía; era laprimera vez que veía ese rostro desde aquellatarde en la casa del árbol.

No pudo contenerse; realizó una búsquedade imágenes. En 0,27 segundos Google habíaformado un mosaico con fotografías idénticas deproporciones ligeramente diferentes. Visto así,en esa multitud de caras, era macabro. (¿O sedebía a sus recuerdos? El chirrido de la bisagrade la puerta y el gruñido de Barnaby; la hojablanca teñida de rojo). Una fila tras otra deretratos en blanco y negro: vestimenta formal,bigote negro, cejas pobladísimas queenmarcaban una mirada tan directa queasustaba. «Hola, Dorothy. —Todos esos finoslabios parecieron moverse en la pantalla—.Cuánto tiempo».

Laurel cerró el portátil y la habitación quedó

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a oscuras.

Se negó a mirar de nuevo a Henry Jenkins,pero pensó en él, y pensó en esta casa, a lavuelta de la esquina de la suya, y, cuando llegó elprimer libro por correo urgente y se sentó aleerlo, de principio a fin, pensó, además, en sumadre. La doncella ocasional era la octavanovela de Henry Jenkins, publicada en 1940, ynarraba la historia de amor entre un respetadoautor y la doncella de su esposa. La muchacha(Sally, se llamaba) era un tanto descarada y elprotagonista un tipo torturado cuya esposa erahermosa pero gélida. No era un mal libro, unavez que se acostumbró a esa prosa pomposa: lospersonajes estaban bien elaborados y el dilemadel narrador era atemporal, en especial cuandoSally y la esposa se hacían amigas. Al final elnarrador se encontraba a punto de acabar elromance, pero lo atormentaban las posibles

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repercusiones. La pobre muchacha se habíaobsesionado con él, cómo no, y ¿quién podíaculparla? Como escribió el propio Henry Jenkins(es decir, el protagonista), era muy buen partido.

Laurel miró de nuevo a la ventana de labuhardilla del 25 de Campden Grove. Se sabíaque Henry Jenkins se inspiraba en su propia vidaal escribir; su madre había trabajado durante untiempo de doncella (así llegó a la pensión de laabuela Nicolson); su madre y Vivien habían sidoamigas; su madre y Henry Jenkins, al final, sinduda alguna, no. ¿Era demasiado aventuradopensar que la historia de Sally era la deDorothy? ¿Había vivido Dorothy en esapequeña habitación, bajo ese techo? ¿Se habíaenamorado de su patrón y había sufrido undesengaño? ¿Explicaría eso lo que Laurelpresenció en Greenacres, la furia de una mujerdespreciada y todo eso?

Tal vez.Mientras Laurel se preguntaba cómo iba a

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averiguar si una joven llamada Dorothy habíatrabajado para Henry Jenkins, la puerta deentrada del número 25 (que era roja; unapersona con una puerta así debía de ser muysimpática) se abrió, y una maraña de ruidos, depiernas rollizas y gorros con pompón salió a lacalle. En general a nadie le gusta que undesconocido escudriñe su hogar, así que agachóla cabeza y hurgó en el bolso, a fin de aparentarser una mujer perfectamente normal y noalguien que había perseguido fantasmas toda latarde. Aun así, al igual que cualquierentrometido que se precie, se las arregló paraseguir la acción y observó a una mujer que saliócon un bebé en cochecito, tres personas bajitasentre las piernas y (madre mía) otra vocecillainfantil que cantaba a sus espaldas, aún en lacasa.

La mujer bajaba el cochecito por lasescaleras a paso de cangrejo y Laurel vaciló.Estaba a punto de ofrecerle ayuda cuando un

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quinto niño, más alto que los otros, pero que notendría más de cinco o seis años, salió de la casay se adelantó. Juntos, él y la madre bajaron elcochecito. La familia se dirigió hacia KensingtonChurch Street, las niñas dando saltitos delante,pero el muchacho se entretuvo. Laurel loobservó. Le gustaba cómo se movían sus labios,como si canturrease para sí mismo, y cómomovía las manos, que el niño observaba con lacabeza inclinada, bien estiradas, ondeando comohojas al caer. No prestaba atención alguna a suentorno y ese ensimismamiento era cautivador.Le recordó a Gerry de niño.

Al querido Gerry. Nunca había sido normalsu hermano. No dijo una sola palabra durante losseis primeros años de su vida, y las personasque no lo conocían muy a menudo conjeturabanque era un retrasado. (Las personas habituadasa las ruidosas hermanas Nicolson veían susilencio como algo inevitable). Esosdesconocidos también se habían equivocado.

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Gerry no era retrasado, era inteligente…, de unainteligencia implacable. Inteligente como uncientífico. Recopilaba hechos y pruebas,verdades y teoremas, y respuestas a preguntasque a Laurel ni siquiera se le habían ocurrido,acerca del tiempo, del espacio y la materia.Cuando al fin se decidió a comunicarsemediante palabras, en voz alta, fue parapreguntar qué pensaban del plan de losingenieros para evitar que la torre de Pisa sederrumbase (había aparecido en las noticiasalgunas noches antes).

—¡Julian!El recuerdo de Laurel se desvaneció y alzó

la vista para ver a la madre del pequeño, que lollamaba como si estuviera en otro planeta:

—Ju-liante.El chico guio su mano izquierda a un

aterrizaje seguro antes de alzar la vista. Sus ojosse encontraron con los de Laurel y se abrieronde par en par. Sorprendido al principio, pero la

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sorpresa dio paso a algo diferente. Le sonaba sucara, comprendió Laurel; sucedía a menudo, nosiempre de forma acertada. (¿La conozco?¿Nos hemos visto antes? ¿Trabaja en elbanco?).

Asintió con la cabeza y comenzó a alejarse,hasta que el niño soltó:

—Eres la señora de papá.—Ju-lian.Laurel se giró hacia ese extraño hombrecito.—¿Qué has dicho?—Eres la señora de papá.Pero, antes de poder preguntarle qué quería

decir, el niño se había ido, tropezándose, enbusca de su madre, ambas manos navegando enlas corrientes invisibles de Campden Grove.

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Laurel llamó a un taxi en Kensington HighStreet.

—¿Adónde, cariño? —dijo el conductorcuando ella entró como pudo para resguardarsede una lluvia repentina.

—Soho… Charlotte Street Hotel,muchísimas gracias.

Se hizo el silencio, acompañado de unamirada indagadora en el espejo retrovisor, ycuando el coche se incorporó al tráfico:

—Me suena su cara. ¿A qué se dedica?«Eres la señora de papá…». ¿Qué diablos

significaba eso?—Trabajo en un banco.Cuando el taxista se enfrascó en una

diatriba contra los banqueros y la crisis

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financiera, Laurel fingió concentrarse en lapantalla de su teléfono móvil. Recorrió al azarlos nombres de su libreta de direcciones y sedetuvo al llegar a Gerry.

Había llegado tarde a la fiesta de mamá,rascándose la cabeza y tratando de recordardónde había dejado el regalo. Nadie esperabaotra cosa de Gerry, y todas se sintieron tanencantadas como siempre al verlo. A suscincuenta y dos años seguía siendo un niñoadorable y atolondrado que usaba pantalonesestrafalarios y el jersey que Rose le había tejidohacía treinta navidades. Se armó un granalboroto cuando el resto de las hermanascompitieron para ofrecerle té y pasteles. Eincluso mamá se despertó de su sopor y, por unmomento, su rostro viejo y cansado se trasfigurógracias a la deslumbrante sonrisa que habíareservado para su único hijo.

De todos sus hijos, era a él a quien másechaba de menos. Laurel lo sabía porque la

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enfermera más amable se lo había dicho. Sedetuvo junto a Laurel en el pasillo mientraspreparaban la fiesta y dijo:

—Quería hablar con usted.Laurel, siempre dispuesta a alzar la guardia,

respondió:—¿Qué pasa?—No se asuste, nada malo. Es solo que su

madre ha estado preguntando por alguien. Unhombre, creo. ¿Jimmy? ¿Podría ser? Queríasaber dónde estaba, por qué no había venido avisitarla.

Tras reflexionar, Laurel negó con la cabezay dijo la verdad a la enfermera. No creía que sumadre conociese a alguien llamado Jimmy. Noañadió que ella no era la hija indicada pararesponder ese tipo de preguntas, que teníahermanas mucho más diligentes. (Aunque noDaphne. Gracias a Dios por Daphne. En unafamilia de hijas, era una suerte no ser la peor).

—No se preocupe. —La enfermera sonrió

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tranquilizadora—. Ha tenido sus altibajosúltimamente. No es extraño que se sientanconfundidos al final.

Laurel se estremeció al oír esageneralización y la terrible crudeza de la palabra«final», pero apareció Iris con una tetera rota ysu enfado contra Inglaterra, así que dejó lascosas como estaban. Más tarde, cuando fumabaa hurtadillas en el pórtico del hospital, Laurelcomprendió la confusión: por supuesto, elnombre que mamá repetía era Gerry, no Jimmy.

El taxista pegó un volantazo en BromptonRoad y Laurel se agarró al asiento.

—Obras —explicó el hombre, que bordeó laparte posterior de Harvey Nichols—.Apartamentos de lujo. Han pasado doce mesesy aún sigue ahí esa maldita grúa.

—Qué irritante.—Ya los han vendido todos, ¿sabe? Cuatro

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millones cada uno. —Silbó entre dientes—.Cuatro millones… Con eso me compraba unaisla.

Laurel sonrió de manera, esperaba, no muyalentadora (detestaba verse envuelta enconversaciones sobre el dinero de otraspersonas) y se acercó el teléfono a la cara.

Sabía por qué estaba pensando en Gerry, porqué veía el parecido en los rostros de niñosdesconocidos. Habían estado muy unidos, perola situación cambió cuando él cumplió diecisieteaños. Se quedó a vivir en Londres con Laurelcuando iba de camino a Cambridge (una becacompleta, anunciaba Laurel a todos susconocidos, y a veces a quienes no conocíatambién) y lo pasaron bien: siempre lo pasabanbien juntos. Tras ver Los caballeros de la mesacuadrada, fueron a cenar curry en la mismacalle. Más tarde, aún saboreando un deliciosotikka masala, ambos subieron por la ventana delcuarto de baño, llevando almohadas y una manta

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a rastras, y compartieron un porro en la azoteade Laurel.

Era una noche especialmente clara (¿a quehay más estrellas que de costumbre?) y abajo,en la calle, el jolgorio lejano y reconfortante delas otras personas. Al fumar Gerry se volvíainusualmente parlanchín, lo que no representabaproblema alguno para Laurel porque él lamaravillaba. Había tratado de explicarle elorigen de todo, y señalaba los cúmulos deestrellas y las galaxias e imitaba el efecto de lasexplosiones con esas manos delicadas y febrilesmientras Laurel entrecerraba los ojos, volvíaborrosas las estrellas y se dejaba hundir en suspalabras como si fuesen agua. Se habíaextraviado en una corriente de nebulosas,penumbras y supernovas, y no notó que sumonólogo había terminado hasta que le oyó decir«Lol», con insistencia, como si hubiese dicho esapalabra más de una vez.

—¿Eh? —Cerró un ojo, luego el otro, y las

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estrellas saltaron por el cielo.—Hace tiempo que quiero preguntarte algo.—¿Eh?—Madre mía. —Gerry se rio—. Cuántas

veces he repetido esto en mi cabeza y ahora nome salen las malditas palabras. —Se pasó losdedos por el pelo, frustrado, y emitió un ruidoanimal y etéreo—. ¡Vaya! Vale, aquí va: queríapreguntarte si sucedió algo, Lol, cuando éramosniños. Algo… —Su voz se convirtió en unsusurro—: Algo violento.

Laurel comprendió. Una especie de sextosentido le había acelerado el pulso; teníamuchísimo calor. Gerry lo recordaba. Siemprehabían creído que era demasiado pequeño, perolo recordaba.

—¿Violento? —Se incorporó, pero no sevolvió a mirarlo. No se sintió capaz de mirarlo alos ojos y mentir—. ¿Aparte de las trifulcas deIris y Daphne en el baño?

Gerry no se rio.

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—Sé que es estúpido, pero a veces sientoalgo.

—¿Sientes algo?—Lol…—Porque si te quieres poner sentimental,

deberías hablar con Rose…—Dios.—Podría conseguirte un médium ahora

mismo si quieres…Gerry le tiró una almohada.—Hablo muy en serio, Lol. Me está

volviendo loco. Te pregunto a ti porque sé queme vas a decir la verdad.

Sonrió un poco, porque la seriedad no era unhábito entre ellos, y Laurel pensó en lomuchísimo que lo quería una vez más. Sabía concerteza que no habría querido más ni a su propiohijo.

—Es como si estuviese a punto de recordaralgo, solo que no recuerdo qué. Como si noquedase ni rastro de lo sucedido, pero las

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emociones, el arrebato y el miedo, o al menossus sombras, persistiesen aún. ¿Sabes lo quequiero decir?

Laurel asintió. Sabía exactamente quéquería decir.

—¿Y bien? —Levantó un hombro, conincertidumbre, y lo bajó de nuevo, casiderrotado, aunque ella aún no lo habíadecepcionado—. ¿Pasó algo? Lo que fuese.

¿Qué podría haber dicho ella? ¿La verdad?Claro que no. Había ciertas cosas que no sedecían a la ligera a un hermano pequeño, apesar de la tentación. No en la víspera de suingreso en la universidad, no en la azotea de unedificio de cuatro plantas. No, ni siquiera cuandosintió de súbito que se trataba de lo que másquería decirle.

—Nada que recuerde, Ge.Gerry no volvió a preguntar y no hizo señal

alguna de no creerla. Al cabo de un tiempo, levolvió a explicar las estrellas, los agujeros

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negros y el origen de todo, y a Laurel le dolió elcorazón, desbordante de amor y algo parecido alremordimiento. Evitó mirarlo de cerca porquehabía algo en sus ojos, justo entonces, que lerecordaba al hermoso bebé que lloró cuandoDorothy lo dejó en la grava, bajo la glicina, ypensó que no sería capaz de soportarlo.

Al día siguiente, Gerry partió haciaCambridge, y ahí se quedó, convertido en unestudiante galardonado, innovador, granexplorador del universo. Se veían a veces y seescribían cuando podían —relatos garabateadosa toda prisa de sus travesuras entre bastidores(ella) y notas cada vez más crípticasbosquejadas en las servilletas de la cafetería (él)—, pero nunca volvió a ser lo mismo. Se habíacerrado una puerta antes de que Laurel supieseque estaba abierta. Laurel no estaba segura desi era cosa suya o si, por el contrario, esa nocheen la azotea él también advirtió la grieta quehabía fracturado silenciosamente la superficie de

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su amistad. Se había arrepentido de nocontárselo, pero eso fue mucho más tarde.Pensó que estaba haciendo lo correcto,protegerlo, pero ahora no estaba tan segura.

—Muy bien, cariño, Charlotte Street Hotel.Son doce libras.

—Gracias. —Laurel guardó el teléfono en elbolso y le dio al taxista un billete de diez y otrode cinco. Se le ocurrió que, aparte de su madre,Gerry quizás era la única persona con quienpodría hablar de ello; él estuvo ahí, también, esedía; estaban unidos, el uno al otro y a lo quehabían visto.

Laurel abrió la puerta y casi golpeó a suagente, Claire, quien la esperaba en la acera conun paraguas.

—Vaya, Claire, qué susto me has dado —dijo mientras el taxi se alejaba.

—Es parte del sueldo. ¿Cómo estás? ¿Todobien?

—Muy bien.

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Se besaron en las mejillas y se apresurarona entrar en el hotel, cálido y seco.

—Todavía están preparándose —dijo Claire,que sacudió el paraguas—. Las luces y todoeso. ¿Quieres tomar algo en el restaurantemientras esperamos? ¿Té o café?

—¿Una ginebra?—No la necesitas. —Claire arqueó una fina

ceja—. Ya has hecho esto cientos de veces y yovoy a estar a tu lado. Si parece que el periodistapiensa en desviarse del guion, me lanzaré contraél como una leona.

—Una idea muy agradable.—Soy una leona estupenda.—No lo dudo.Acababan de servirles una taza de té

cuando una joven con coleta y una camiseta quedecía «Y qué» se acercó a la mesa y anuncióque estaba todo listo. Con un gesto, Claire llamóa una camarera, quien dijo que le llevaría el té, ytomaron el ascensor hasta la sala.

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—¿Todo bien? —dijo Claire cuando secerraron las puertas de la recepción.

—Todo bien —aseguró Laurel, y trató decreerlo con todas sus fuerzas.

Los productores del documental habíanreservado la misma habitación que antes: no eralo ideal grabar una sola conversación a lo largode una semana, así que debían prestar atenciónal pequeño problema de la continuidad (razónpor la cual Laurel había traído, tal como leindicaron, la blusa de la última vez).

El productor fue a saludarlas a la puerta y eldirector de vestuario guio a Laurel al adjunto,donde habían montado una plancha. Se le hizoun nudo en el estómago y tal vez se notó, puesClaire preguntó:

—¿Quieres que vaya contigo?—Claro que no —replicó Laurel, que echó a

un lado los recuerdos de su madre, Gerry y lososcuros secretos del pasado—. Creo que soyperfectamente capaz de vestirme sola.

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El entrevistador («Llámame Mitch») sonrióencantado al verla y señaló con un gesto el sillónsituado junto a un maniquí de costurera.

—Me alegra mucho que hayamos podidohacer esto de nuevo —dijo, estrechando sumano entre las suyas con brío—. Nos encantacómo está quedando. He visto partes del rodajede la semana pasada, es buenísimo. Tu episodiova a ser uno de los más destacados de la serie.

—Me alegra oírlo.—Hoy no necesitamos gran cosa… Solo

hay unas cosillas que me gustaría tratar, si no esmolestia. Para que no queden puntos negroscuando hagamos el montaje.

—Por supuesto. —Nada le gustaba tantocomo explorar sus puntos negros, salvo quizáslas ortodoncias.

Unos minutos más tarde, maquillada, conmicrófono, Laurel se sentó en el sillón y esperó.Al fin se encendieron las luces y un ayudante

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comparó el escenario con fotografías de lasemana anterior; se pidió silencio y alguiensostuvo una claqueta enfrente de la cara deLaurel. La claqueta soltó una dentellada.

Mitch se inclinó hacia delante en su asiento.—Y acción —dijo el cámara.—Señora Nicolson —comenzó Mitch—,

hemos hablado mucho de los buenos y malosmomentos de su carrera teatral, pero losespectadores quieren conocer los orígenes desus héroes. ¿Nos podría hablar de su infancia?

El guion era bastante claro; Laurel lo habíaescrito ella misma. Érase una vez, en una casaen el campo, una niña con una familia perfecta:un montón de hermanas, un hermano y unamadre y un padre que se amaban casi tantocomo amaban a sus hijos. La infancia de esaniña fue dulce y tranquila, llena de espaciossoleados y juegos improvisados y, cuando losaños cincuenta acabaron entre bostezos y lossesenta comenzaron a bailotear, Laurel fue

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hacia las luces brillantes de Londres y llegó enplena revolución cultural. Le había sonreído lasuerte (la gratitud quedaba muy bien en lasentrevistas), no se había rendido nunca (solo losmemos atribuían su buena fortuna únicamente alazar), no había parado de trabajar desde quesalió de la escuela de arte dramático.

—Su infancia parece idílica.—Supongo que lo fue.—Perfecta, incluso.—Ninguna familia es perfecta. —Laurel

tenía la boca seca.—¿Cree que su infancia la moldeó como

actriz?—Eso creo. A todos nos moldea nuestro

pasado. ¿No es eso lo que dicen? Los expertos,los que parecen saberlo todo.

Mitch sonrió y garabateó en el cuaderno quetenía en la rodilla. Su pluma rasgaba lasuperficie del papel y, al verlo, a Laurel le asaltóun recuerdo. Tenía dieciséis años y estaba

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sentada en la sala de estar de Greenacresmientras un policía anotaba sus palabras…

—Es la mayor de cinco hermanos: ¿seenzarzaban en batallas para llamar la atención?¿Tuvo que idear estratagemas para hacersenotar?

Laurel necesitaba un poco de agua. Miró asu alrededor en busca de Claire, quien se habíadesvanecido.

—No, qué va. Al tener tantas hermanas yun hermano pequeño aprendí a desaparecer enun segundo plano. —Con tal habilidad, que podíaescabullirse de un picnic familiar mientrasjugaban al escondite.

—Como actriz no se dedica precisamente adesaparecer en un segundo plano.

—Pero el secreto de actuar no reside enllamar la atención o en lucirse, sino en laobservación. —Una vez un hombre le habíadicho eso a la entrada de artistas. Laurel salíade una obra, aún estremecida por las emociones

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de la actuación, y él la esperó para decirlecuánto le había gustado. «Tiene un gran talentopara la observación —dijo—. Oídos, ojos ycorazón, todo al unísono». Esas palabras leresultaron familiares. Sería una cita de algunaobra, pero Laurel no podía recordar cuál.

Mitch ladeó la cabeza.—¿Es usted una buena observadora?Qué extraño recordarlo ahora, a ese hombre

en la puerta. Esa cita que no lograba ubicar, tanfamiliar, tan esquiva. Casi la había vuelto locadurante un tiempo. También ahora estaba apunto de lograrlo. Sus pensamientos eran unembrollo. Tenía sed. Ahí estaba Claire,observando en la penumbra, junto a la puerta.

—¿Señora Nicolson?—¿Sí?—¿Es usted una buena observadora?—Oh, sí. —Sí, claro. Escondida en la casa

del árbol, en completo silencio. El corazón deLaurel se aceleró. El calor de la habitación,

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todas esas personas mirándola, las luces…—Ha dicho antes, señora Nicolson, que su

madre era una mujer fuerte. Sobrevivió a laguerra, perdió a su familia en un bombardeo,comenzó de nuevo. ¿Cree que heredó esafortaleza? ¿Es eso lo que le permitió sobrevivir,e incluso prosperar, en un oficio tan difícil?

La línea siguiente era sencilla; Laurel lahabía dicho muchas veces antes. Sin embargo,las palabras no salían. Se sentó como un pezaturdido en cuya boca seca las palabras seconvertían en serrín. Sus pensamientos sedesbordaban —la casa de Campden Grove, lafotografía de Dorothy y Vivien, ambassonrientes, su vieja madre en la cama de unhospital— y el tiempo se espesó de tal modo quelos segundos parecían años. El cámara seenderezó, los asistentes comenzaron acuchichear, pero Laurel seguía atrapada bajoesas luces deslumbradoras, incapaz de ver másallá del resplandor, y en su lugar veía a su

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madre, la joven de esa foto que había dejadoLondres en el año 1941, huyendo de algo, enbusca de una segunda oportunidad.

Sintió un toque en la rodilla. Mitch, conexpresión preocupada: ¿necesitaba undescanso?, ¿quería tomar agua?, ¿aire fresco?,¿le podía ayudar en algo?

Laurel atinó a asentir.—Agua —dijo—. Un vaso de agua, por

favor.Y Claire apareció a su lado.—¿Qué pasa?—Nada, solo que hace un poco de calor

aquí.—Laurel Nicolson, soy tu agente y, más

importante, una de tus mejores amigas. No mehagas preguntártelo de nuevo, ¿vale?

—Mi madre —dijo Laurel, mordiéndose unlabio que comenzaba a temblar— no está bien.

—Vaya, cariño… —La mujer tomó la manode Laurel.

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—Se está muriendo, Claire.—Dime qué necesitas.Laurel dejó que los párpados se cerrasen.

Necesitaba respuestas, la verdad, saber concerteza que su familia feliz, su infancia entera,no fueron mentira.

—Tiempo —dijo al cabo—. Necesitotiempo. No queda mucho.

Claire le estrechó la mano.—Entonces, tómate un tiempo.—Pero el rodaje…—No lo pienses más. Ya me ocupo yo de

todo.Mitch llegó con un vaso de agua fresca. Se

quedó ahí, nervioso, mientras Laurel bebía.—¿Todo bien? —dijo Claire a Laurel y,

cuando asintió, se giró hacia Mitch—. Unapregunta más y luego, por desgracia, tenemosque irnos. La señora Nicolson tiene otrocompromiso.

—Por supuesto. —Mitch tragó saliva—.

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Espero no haber… Por supuesto, no pretendíaofender…

—No seas tonto, claro que no nos hasofendido. —Claire sonrió con la misma calidezde un invierno ártico—. Vamos a continuar,¿vale?

Laurel dejó el vaso y se preparó. Trasquitarse ese gran peso de encima, halló laclaridad de una decisión firme: durante laSegunda Guerra Mundial, mientras las bombascaían sobre Londres y los esforzados habitantesse las arreglaban como podían y pasaban lasnoches amontonados en refugios con goteras, semorían de ganas de comer una naranja,maldecían a Hitler y anhelaban el fin de ladevastación, al tiempo que unos descubrían unvalor que no sabían que tenían y otrosexperimentaban un miedo que antes niimaginaban, la madre de Laurel había sido unode ellos. Había tenido vecinos, y probablementeamigos, había cambiado cupones por huevos y

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se había emocionado al encontrar un par demedias, y en medio de todo esto su camino sehabía cruzado con el de Vivien y Henry Jenkins.Una amiga a la que perdería y un hombre al queacabaría matando.

Algo terrible había sucedido entre ellos (erala única explicación de ese hechoaparentemente inexplicable), algo tan horribleque justificase lo que hizo su madre. En el pocotiempo que quedaba, Laurel tenía intención dedescubrirlo. Era posible que no le gustase lo queiba a averiguar, pero era un riesgo que estabadispuesta a asumir. Era un riesgo que necesitabaasumir.

—Última pregunta, señora Nicolson —dijoMitch—. La semana pasada hablamos acercade su madre, Dorothy. Dijo usted que era unamujer fuerte. Sobrevivió a la guerra, perdió a sufamilia en un bombardeo de Coventry, se casócon su padre y comenzó de nuevo. ¿Cree queheredó esa fortaleza? ¿Es eso lo que le permitió

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sobrevivir, e incluso prosperar, en un oficio tandifícil?

Esta vez Laurel estaba preparada. Dijo suparte a la perfección, sin necesidad delapuntador:

—Mi madre fue una superviviente; todavíaes una superviviente. Si he heredado la mitad desu valor, me puedo considerar una mujer muyafortunada.

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PARTE 2

—DOLLY—

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11

Londres, diciembre de 1940

Demasiado fuerte, niña tonta. ¡Demasiadofuerte, maldita sea! —La vieja descargó elmango del bastón, que produjo un golpe sordo asu lado—. ¿Necesito recordarte que soy unadama y no un caballo de tiro al que hay queherrar?

Dolly sonrió con dulzura y se alejó un poco,fuera del peligro. Había varias cosas de sutrabajo que no le gustaban, pero no se lo habríapensado dos veces si le hubieran preguntado quéera lo peor de ser la señorita de compañía delady Gwendolyn Caldicott: limpiarle las uñas delos pies. Esa tarea semanal parecía sacar lopeor de ambas, pero era un mal necesario, así

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que Dolly lo llevaba a cabo sin queja. (Al menos,en el momento; más tarde, en la sala de estar,junto a Kitty y las otras, se quejaba con tal lujode detalles que tenían que rogarle, con lágrimasde tanto reír, que parase).

—Ya está —dijo, guardando la lima en sufunda y frotándose los dedos—. Perfecto.

—¡Ejem! —Lady Gwendolyn se enderezó elturbante con una mano, de tal modo quederramó la ceniza de la colilla que sosteníaolvidada en la mano. Miró por encima delhombro a lo largo del vasto océano de su cuerpoataviado con gasas mientras Dolly levantabaesos pulcros piececitos para examinarlos—.Espero que así esté bien —dijo, tras lo cualrefunfuñó acerca de los viejos tiempos, cuandouna tenía una criada de verdad a su enteradisposición.

Dolly adhirió una sonrisa a la cara y fue abuscar los periódicos. Hacía poco más de dosaños que había salido de Coventry y el segundo

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año prometía ser mucho mejor que el primero.Qué ingenua era cuando llegó… Jimmy la ayudóa encontrar una pequeña habitación (en unbarrio mejor que el suyo, añadió él con unasonrisa) y un puesto en una tienda de vestidos;al poco tiempo, comenzó la guerra y Jimmydesapareció. «La gente quiere historias delfrente —le explicó antes de partir hacia Francia,sentados juntos cerca del lago Serpentine,mientras él jugaba con barquitos de papel y ellafumaba taciturna—. Alguien tiene quecontarlas». Para Dolly lo más emocionante osofisticado de ese primer año fueron los vistazosocasionales a las mujeres elegantes que pasabanpor John Lewis de camino a Bond Street, y lasmiradas absortas de los otros inquilinos en lapensión de la señora White cuando, acabada lacena, se reunían en el salón y rogaban a Dollyque les contase una vez más cómo su padre lehabía gritado cuando se fue de casa, cómo ledijo que nunca más mancharía esa puerta. Se

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sentía interesante e intrépida al describir cómohabía cerrado la puerta detrás de sí, cómo sehabía pasado la bufanda sobre el hombro y sehabía dirigido a la estación sin mirar atrás, haciala casa de su familia, ni una sola vez. Pero mástarde, ya en la cama estrecha de su pequeñahabitación a oscuras, los recuerdos laestremecían tanto como el frío.

Todo cambió, sin embargo, cuando perdió elpuesto de vendedora en John Lewis. (Unestúpido malentendido, en realidad: ¿qué culpatenía Dolly si algunas personas no apreciaban lasinceridad? Y era indiscutible que las faldascortas no sientan bien a todo el mundo). Fue eldoctor Rufus, el padre de Caitlin, quien acudió alrescate. Al conocer el incidente, mencionó queun conocido buscaba una señorita de compañíapara una tía suya.

—Una anciana tremenda —dijo durante unalmuerzo en el Savoy. Cada mes, cuandovisitaba Londres, invitaba a Dolly a un festín, por

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lo general cuando su esposa andaba de comprascon Caitlin—. Un tanto excéntrica, creo,solitaria. Nunca se recuperó una vez que suhermana se mudó para casarse. ¿Te llevas biencon los ancianos?

—Sí —dijo Dolly, concentrada en su cóctelde champán. Era la primera vez que bebía uno yestaba un poco mareada, si bien de una formainesperadamente agradable—. Eso creo. ¿Porqué no? —Lo cual fue respuesta más quesatisfactoria para el risueño doctor Rufus. Leescribió una recomendación y habló con suamigo; incluso se ofreció a llevarla en coche a laentrevista. El sobrino habría preferido cerrar lacasa solariega durante la guerra, explicó eldoctor Rufus al acercarse a Kensington, pero sutía lo había impedido. Ese vejestorio obstinado(en verdad había que admirar su espíritu, dijo) sehabía negado a ir con la familia de un sobrino ala seguridad de una casa de campo, se negó enredondo y amenazó con llamar a su abogado si

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no la dejaban en paz.Desde entonces, durante los diez meses que

había trabajado para lady Gwendolyn, Dollyhabía escuchado esa historia muchísimas veces.La anciana, quien se regodeaba evocando laspequeñas ofensas que había sufrido, dijo que esarata de sobrino trató de llevársela —«en contrade mi voluntad»—, pero insistió en permanecer«en este lugar, donde siempre he sido feliz. Aquíes donde crecimos Henny Penny y yo. Tendránque sacarme con los pies por delante si quierenque me vaya de aquí. Me atrevo a decir que,incluso en ese caso, sabría cómo atormentar aPeregrine, si tuviese la osadía». A Dolly, por suparte, le emocionaba la postura de ladyGwendolyn, pues, gracias a esa insistencia enquedarse, Dolly vivía ahora dentro de esamaravillosa mansión en Campden Grove.

Y era sin duda maravillosa. La fachada delnúmero 7 era clásica: tres pisos y un sótano,estuco blanco con acabados en negro, separada

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de la acera por un pequeño jardín; el interior, sinembargo, era sublime. Paredes empapeladascon diseños de William Morris, espléndidomobiliario que soportaba la mugre divina degeneraciones, estantes que gruñían bajo el pesoexquisito del cristal, la plata y la porcelana. Nopodía ser mayor el contraste con la pensión de laseñora White, en Rillington Place, donde Dollyhabía entregado más de la mitad de su salariosemanal de vendedora a cambio del privilegio dedormir en lo que antes era un armario,impregnado de un olor permanente a picadillo decarne. En cuanto cruzó por primera vez elumbral de la casa de lady Gwendolyn, Dollysupo que haría todo lo posible, que se entregaríapor completo, con tal de vivir entre esos muros.

Y lo logró. La única pega fue ladyGwendolyn: el doctor Rufus estaba en lo ciertocuando la calificó de excéntrica; se le olvidómencionar que había estado marinándose en losamargos jugos del abandono durante casi tres

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décadas. Los resultados eran un tantoaterradores, y los primeros seis meses Dolly nodudó de que su patrona tenía la tentación deenviarla a B. Cannon & Co. para que laconvirtieran en cola de pegar. Ahora lacomprendía mejor: lady Gwendolyn podía serbrusca en ocasiones, pero era su forma de ser.Dolly también había descubierto recientemente,con gran satisfacción, que, en cuanto a laseñorita de compañía se trataba, esa rudezaenmascaraba un afecto real.

—¿Leemos los titulares de la prensa? —preguntó Dolly en tono jovial, de vuelta al pie dela cama.

—Como quiera. —Lady Gwendolyn seencogió de hombros y dio unos golpecitos conuna zarpa húmeda a la otra, sobre la panza—. Amí me da igual una cosa que la otra.

Dolly abrió la última edición de The Lady ybuscó las páginas de sociedad; se aclaró lagarganta, adoptó un tono de reverencia

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adecuado y comenzó a leer las andanzas depersonas cuyas vidas eran como sueños. Era unmundo desconocido para Dolly; ah, había vistocasas grandiosas a las afueras de Coventry y enocasiones su padre hablaba, dándoseimportancia, acerca de un pedido especial parauna de las «mejores familias», pero las historiasque contaba lady Gwendolyn (cuando estaba dehumor) sobre las aventuras vividas junto a suhermana, Penelope (visitaban el Café Royal,vivieron juntas un tiempo en Bloomsbury,posaron para un escultor enamorado de ambas),no estaban al alcance de las fantasías másalocadas de Dolly, lo cual era mucho decir.

Mientras Dolly leía sobre la actualidad de losmejores y más brillantes, lady Gwendolyn,recostada placenteramente sobre las almohadasde satén, fingía desinterés mientras escuchabaabsorta cada palabra. Era siempre lo mismo; talera su curiosidad que nunca resistía muchotiempo.

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—Cielo santo. Parece que las cosas no lesvan nada bien al señor y la señora Horsquith.

—Divorcio, ¿a que sí? —La ancianaresopló.

—Lo dice entre líneas. Ella se ha ido otravez con ese tipo, el pintor.

—No es ninguna sorpresa. Qué falta dediscreción la de esa mujer, siempre sometida asus espantosas —el labio de lady Gwendolyn searqueó al escupir el culpable— pasiones. —Salvo que dijo pesiones, pronunciaciónencantadora y elegante que Dolly gustaba depracticar cuando se sabía sola—. Igual que sumadre antes que ella.

—¿Quién dijo que era?Lady Gwendolyn plantó los ojos en el

medallón burdeos del techo.—De verdad, estoy segura de que Lionel

Rufus no dijo que fueses tan lenta. No apruebototalmente a las mujeres inteligentes, pero,ciertamente, no voy a tolerar una necia. ¿Es

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usted una necia, señorita Smitham?—Creo que no, lady Gwendolyn.—Ejem —dijo, en un tono que sugería que

aún no había llegado a una conclusión definitiva.—La madre de lady Horsquith, lady

Prudence Dyer, fue una parlanchina pesadísimaque nos tenía aburridísimos a todos con susproclamas sobre el voto femenino. Henny Pennysolía imitarla de maravilla: era divertidísimacuando le venía en gana. Como suele ocurrir,lady Prudence agotó la paciencia de la gentehasta tal punto que nadie toleraba ni un minutomás su compañía. Sea egoísta, sea grosera, seaaudaz o malvada, pero nunca, Dorothy, nuncasea tediosa. Al cabo de un tiempo, desapareciósin más.

—¿Desapareció?Con una floritura, lady Gwendolyn movió la

muñeca, perezosa, y la ceniza cayó como polvomágico.

—Se fue en barco a la India, Tanzania,

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Nueva Zelanda… Quién sabe. —Su boca secomprimió como si hiciese un mohín y pareciómasticar algo; un pedacito de comida atrapadoentre los dientes o una información secreta yjugosa, era difícil de adivinar. Hasta que, al fin,con una sonrisa pícara, añadió—: Dios, claro, yun pajarito me confesó que vivía con un nativoen un horror de lugar llamado Zanzíbar.

—No puede ser.—Pues sí. —Lady Gwendolyn dio una

calada tan enfática al cigarrillo que sus ojos seestrecharon como ranuras de dos peniques.Para ser una mujer que no se había aventuradofuera de su tocador en los treinta añostranscurridos desde la partida de su hermana, semantenía muy bien informada. Había muy pocaspersonas en las páginas de The Lady que noconociese, y se le daba de maravilla quehiciesen precisamente lo que ella deseaba.Incluso Caitlin Rufus se había casado con sumarido por decreto de lady Gwendolyn: un

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vejete aburrido, decían, pero riquísimo. Caitlin, asu vez, se había convertido en la peor clase depesada y dedicaba horas a lamentar la estupidezque había sido casarse («Tú muy bien, Doll») ycomprar una casa justo cuando los mejorestapices eran retirados de las tiendas. Dolly habíavisto al esposo una o dos veces y llegó a laconclusión de que debía de haber mejor manerade adquirir riquezas que casarse con un hombreque creía que una partidita de whist y unrevolcón con la doncella tras las cortinas delcomedor eran los mejores pasatiempos.

Lady Gwendolyn movió la mano conimpaciencia para que Dolly continuara y Dollyobedeció con prontitud:

—Oh, vaya, aquí hay una más alegre. LordDumphee se ha prometido con la honorable EvaHastings.

—¿Qué hay de alegre en un compromiso?—Nada, por supuesto, lady Gwendolyn. —

Se trataba de un tema en el que convenía ir con

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tiento.—Estará bien para una muchacha tonta

enganchar su rueda al vagón del marido, peroquedas avisada, Dorothy: a los hombres lesgusta cierto deporte y todos quieren el mejorpremio, pero ¿y una vez que lo logran? Ahí escuando la diversión y los juegos se terminan.Los juegos de él, la diversión de ella. —Giró lamuñeca—. Continúe, lea el resto. ¿Qué dice?

—Hay una fiesta para celebrar elcompromiso este sábado por la noche.

Esa noticia despertó un gruñido que delatabacierto interés.

—¿En la mansión Dumphee? Gran lugar.Henny Penny y yo una vez asistimos ahí a unbaile. Al final todos se quitaron los zapatos ybailaron en la fuente… Porque se va a celebraren la mansión Dumphee, ¿no es así?

—No. —Dolly estudió el anuncio—. Noparece ser el caso. Van a dar una fiesta solo porinvitación en el Club 400.

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Mientras lady Gwendolyn lanzaba unaencendida diatriba contra la vulgaridad de esoslugares («¡clubes nocturnos!»), Dolly fantaseó.Solo había ido una vez al 400, con Kitty y unossoldados amigos de ella. Al fondo de los sótanos,al lado de donde antes se hallaba el teatroAlhambra, en Leicester Square, reinaba el rojooscuro, íntimo y profundo hasta donde alcanzabala vista: la seda en las paredes, los lujososbancos con una única vela encendida, lascortinas de terciopelo que se derramaban comovino hasta la alfombra escarlata.

Hubo música, risas y soldados por todaspartes, y parejas que se mecían soñadoras en lapequeña pista de baile sumida en la penumbra.Y cuando un soldado, con demasiado whisky enlas entrañas y una incómoda protuberancia en elpantalón, se inclinó hacia ella y le explicó, conuna excitada torpeza, todas las cosas que leharía cuando estuviesen a solas, Dolly vio porencima del hombro un grupo de jóvenes guapos

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(más elegantes, más hermosos, más de todo queel resto de los presentes), los cuales seadentraban tras un cordón rojo, donde les recibíaun hombre menudo de bigote negro y enorme.(«Luigi Rossi —dijo Kitty con aire de entendidamientras bebían una copa de ginebra con limónbajo la mesa de la cocina, de vuelta en CampdenGrove—. ¿No lo conocías? Él lleva todo eltinglado»).

—Ya basta —dijo lady Gwendolyn, queaplastó la colilla del cigarrillo en el envaseabierto de pomada que había en la mesilla—.Estoy cansada y no me siento bien… Necesitouno de mis caramelos. Ah, me temo que ya nome queda mucho. Apenas pegué ojo anoche,con todo ese ruido, ese ruido espantoso.

—Pobre lady Gwendolyn —dijo Dolly, quedejó The Lady y sacó la bolsa de caramelos defruta de la gran dama—. La culpa es de eseasqueroso señor Hitler, de verdad que susbombarderos…

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—No me refiero a los bombarderos, niñatonta. Hablo de ellas. Las otras, con sus risitas—se estremeció teatralmente y bajó la voz—infernales.

—Oh —dijo Dolly—. Ellas.—Qué grupo de niñas más espantoso —

declaró lady Gwendolyn, que aún no las conocía—. Niñas oficinistas, encima, tecleando para losministerios… Seguro que van rápido. ¿Quéestarían pensando los del departamento deGuerra? Comprendo, cómo no, que necesitan unlugar, pero ¿tiene que ser aquí? ¿En mi preciosacasa? Peregrine está fuera de sus cabales…¡Qué cartas he recibido! No soporta que esascriaturas vivan entre las reliquias de la familia.—La contrariedad de su sobrino casi le dibujóuna sonrisa, pero la profunda amargura en elcorazón de lady Gwendolyn la extinguió. Estiróla mano para agarrar la muñeca de Dolly—.¿No estarán viéndose con hombres en mi casa,Dorothy?

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—Oh, no, lady Gwendolyn. Conocen suopinión al respecto, me aseguré yo misma.

—Porque no lo consentiría. No habráfornicación bajo mi techo.

Dolly asintió con sobriedad. Esta era, losabía, la gran espina en el áspero corazón de suseñora. El doctor Rufus le había explicado todosobre la hermana de lady Gwendolyn, Penelope.Habían sido inseparables cuando eran jóvenes,dijo, con tal parecido, tanto en aspecto como enmodales, que la mayoría de la gente las tenía porgemelas, si bien una era dieciocho meses mayor.Iban a bailes, a pasar fines de semana en casasde campo, siempre juntas…, pero entoncesPenelope cometió el crimen por el cual suhermana no la perdonaría nunca. «Se enamoró yse casó —dijo el doctor Rufus, dando unacalada al puro con la satisfacción del narradorque ha llegado al punto culminante—. Y, de esaforma, rompió el corazón de su hermana».

—No, no —dijo Dolly, con voz

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tranquilizadora—. Eso no va a ocurrir, ladyGwendolyn. Antes de que se dé cuenta, laguerra habrá terminado y todas volverán pordonde han venido. —Dolly no tenía ni idea de sieso era cierto; por su parte, esperaba que no:esa casa enorme era demasiado silenciosa porlas noches, y Kitty y las otras la entretenían unpoco, pero qué iba a decir, sobre todo con laanciana tan alterada. Pobrecita, debía de serhorrible perder una alma gemela. Dolly eraincapaz de imaginar su vida sin la suya.

Lady Gwendolyn se recostó contra laalmohada. La diatriba contra los clubesnocturnos y sus vilezas, sus vívidasimaginaciones de las babilónicas andanzas queahí se vivían, los recuerdos de su hermana y elriesgo de fornicación bajo su propio techo…,todo había hecho mella. Estaba agotada ydemacrada, tan arrugada como el globo cautivoque había caído en Notting Hill el otro día.

—Vamos, lady Gwendolyn —dijo Dolly—.

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Mire este precioso caramelo que he encontrado.Vamos a saborearlo y descansar un rato, ¿vale?

—Bueno, vale —refunfuñó la anciana—.Pero una hora más o menos, Dorothy. No medejes dormir pasadas las tres… No quieroperderme nuestra partida de cartas.

—Ni pensarlo —dijo Dolly, que depositó elcaramelo entre los labios fruncidos de su señora.

Mientras la anciana chupaba de modofrenético, Dolly se acercó a la ventana paracorrer las cortinas. Al desatar los lazos de lascortinas, su atención se centró en la casa deenfrente, y lo que vio le dio un vuelco alcorazón.

Vivien estaba ahí de nuevo. Sentada ante suescritorio tras la ventana, inmóvil como unaestatua salvo por los dedos de una mano, queretorcían el final de su largo collar de perlas.Dolly saludó con entusiasmo, deseosa de servista por la otra mujer, pero ella no alzó la vista:estaba absorta en sus propios pensamientos.

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—¿Dorothy?Dolly parpadeó. Vivien (se escribía igual que

Vivien Leigh, qué suerte) era quizás la mujermás bella que jamás había visto. Tenía un rostrocon forma de corazón, pelo castaño oscuroresplandeciente con su peinado victory roll ylabios carnosos pintados de escarlata. Sus ojoseran amplios, coronados por unas cejasespectaculares, como las de Rita Hayworth oGene Tierney, pero no era ese el secreto de subelleza. No eran las faldas ni las blusaselegantes que vestía, era el modo en que lasllevaba, con sencillez, sin darles importancia; erael collar de perlas que rodeaba el cuello conligereza, el Bentley marrón que solía conducirantes de donarlo, como un par de botas viejas, alservicio de ambulancias. Era esa historia trágicaque Dolly había descubierto a cuentagotas: niñahuérfana, criada por un tío, casada con unapuesto y rico autor llamado Henry Jenkins, quetenía un puesto importante en el Ministerio de

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Información.—¿Dorothy? Ven a estirar las sábanas y

trae la mascarilla.Normalmente, Dolly habría sentido envidia

por vivir tan cerca de una mujer semejante, perocon Vivien era diferente. Dolly había deseado,toda su vida, tener una amiga como ella. Alguienque la comprendiese de verdad (no como laaburrida Caitlin o la frívola Kitty), alguien conquien pudiese pasear del brazo por Bond Street,elegante y animada, mientras la gente se volvíaa mirarlas y cuchicheaba sobre esas beldadesmorenas y de piernas esbeltas, qué encanto tannatural. Y ahora, al fin, había encontrado aVivien. Desde la primera vez que se cruzaron,caminando por Grove, cuando se miraron ysonrieron (una sonrisa reservada, comprensiva,cómplice), quedó claro para ambas que teníanmucho en común y serían grandes amigas.

—¡Dorothy!Dolly se sobresaltó y se apartó de la

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ventana. Lady Gwendolyn había acabado enmedio de una maraña de gasa púrpura yalmohadas de pato y rezongaba, acalorada, en elcentro.

—No encuentro mi mascarilla por ningúnlado.

—Vamos —dijo Dolly, que echó otro vistazoa Vivien antes de correr las cortinas—. A ver sila encontramos juntas.

Después de una breve pero exitosabúsqueda, apareció la mascarilla, aplastada ycaliente bajo el considerable muslo izquierdo delady Gwendolyn. Dolly retiró el turbantebermellón y lo colocó sobre el busto de mármolde la cómoda, tras lo cual puso la máscara en lacabeza de su señora.

—Con cuidado —advirtió lady Gwendolyn—. Me vas a cortar la respiración si la pasas asísobre la nariz.

—Oh, cielos —dijo Dolly—. No querríamosque pasase eso.

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—¡Ejem! —La anciana dejó que la cabezase hundiese entre las almohadas y su rostropareció flotar sobre el resto de su cuerpo, unaisla en un mar de pliegues cutáneos—. Setenta ycinco años, todos ellos larguísimos, y ¿de qué mehan servido? Abandonada por mis seres másqueridos, lo más cercano que tengo es unamuchacha que me cobra por las molestias.

—Vaya, vaya —dijo Dolly, como a un niñodíscolo—, ¿qué molestias? Ni de broma hableasí, lady Gwendolyn. Ya sabe que la seguiríacuidando aunque no me pagase ni un penique.

—Sí, sí —refunfuñó la anciana—. Bueno.Ya vale.

Dolly arropó con las mantas a ladyGwendolyn. La anciana apoyó el mentón sobreel satén ribeteado y dijo:

—¿Sabes qué debería hacer?—¿Qué, lady Gwendolyn?—Debería dejar todas mis cosas para ti. Así

aprendería una lección el manipulador de mi

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sobrino. Al igual que su padre, ese jovencito estádispuesto a robarme todo lo que me es preciado.Me tienta llamar a mi abogado y hacerlo oficial.

Qué decir ante esos comentarios;naturalmente, era emocionante saber que ladyGwendolyn la tenía en tan alta estima, peromostrarse complacida habría sido terriblementevulgar. Desbordante de orgullo, Dolly se apartóy se puso a alisar el turbante de la anciana.

Fue el doctor Rufus quien informó a Dollyde las intenciones de lady Gwendolyn. Habíanido a uno de sus almuerzos hacía unas semanasy, tras una larga charla acerca de la vida socialde Dolly («¿Y de novios, Dorothy? Sin duda, unajoven como tú debe de tener decenas depretendientes. Mi consejo: busca un tipo madurocon un buen trabajo, alguien que te puedaofrecer todo lo que te mereces»), le preguntócómo le iba en Campden Grove. Cuando le dijo

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que pensaba que todo iba bien, él movió elwhisky, de modo que los cubitos de hielotintinearon, y le guiñó un ojo.

—Mejor que bien, por lo que oigo. Recibíuna carta de Peregrine Wolsey la semanapasada. Escribió que su tía se había encariñadotanto con «mi muchacha», como él dijo —eldoctor Rufus pareció adentrarse en sus propiasensoñaciones hasta que recobró la compostura ycontinuó—, que le preocupaba su herencia.Estaba molestísimo conmigo por haberte enviadoa casa de su tía. —Se rio, pero Dolly solo atinóa sonreír pensativa. No dejó de pensar acercade lo que le había contado el resto de ese día nia lo largo de toda la semana.

El hecho es que Dolly le había dicho laverdad al doctor Rufus. Tras un inicio titubeante,lady Gwendolyn, cuya reputación (acrecentadapor sus propios relatos) de despreciar a todos losseres humanos era sobradamente conocida, sehabía quedado prendada de su joven

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acompañante. Lo cual era una gran noticia.Lástima que Dolly hubiese tenido que pagar unprecio tan alto por el afecto de la anciana.

La llamada telefónica llegó en noviembre; lacocinera respondió y exclamó que era paraDorothy. Ahora era un recuerdo doloroso, peroDolly se alegró tanto al saber que la llamabanpor teléfono en esa grandiosa mansión que bajólas escaleras a toda prisa, agarró el receptor yadoptó su tono más solemne: «Diga. Al hablaDorothy Smitham». Y entonces oyó a la señoraPotter, amiga de su madre, vecina de Coventry,que hablaba a gritos sobre su familia: «Todosmuertos, todos. Una bomba incendiaria… Nohubo tiempo para ir al refugio».

Se abrió un abismo en el interior de Dolly enese momento: era como si, en vez de estómago,tuviese un gran torbellino esférico de dolor,desamparo y miedo. Dejó caer el teléfono, y sequedó ahí, en el enorme vestíbulo del número 7de Campden Grove; se sentía diminuta y sola, a

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merced de los caprichos del viento. Todas laspartes de Dolly, los recuerdos de diferentesmomentos de su vida, cayeron como una barajade cartas, desordenadas, cuyos dibujos yapalidecían. La ayudante de la cocinera llegó enese momento y dijo: «Buenos días», y Dollyquiso gritarle que era un día horrendo, que todohabía cambiado, ¿o acaso no lo veía aquellaestúpida? Pero no lo hizo. Le devolvió la sonrisay dijo: «Buenos días», y se obligó a subir lasescaleras, donde lady Gwendolyn repicaba confuria su campanilla de plata y tanteaba en buscade las gafas que había perdido en un descuido.

Al principio, Dolly no habló con nadie acercade su familia, ni siquiera con Jimmy, quien, porsupuesto, lo sabía y se moría de ganas deconsolarla. Cuando Dolly le dijo que estaba bien,que esto era una guerra y todos sufrían pérdidas,Jimmy pensó que trataba de ser valiente, perono era el valor lo que silenciaba a Dolly. Susemociones eran tan complejas, tan descarnados

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los recuerdos de su salida de la casa queconsideró mejor no empezar a hablar por miedoa lo que podría decir y sentir. No había visto asus padres desde que se fue a Londres: su padrele había prohibido hablar con ellos a menos quefuese a «empezar a comportarse de formadecente», pero su madre le había escrito cartassecretas, con frecuencia si no con cariño, en lamás reciente de las cuales insinuaba un viaje aLondres para ver por sí misma «esa mansión y aesa gran dama que tanto mencionas». Pero yaera demasiado tarde para todo eso. Su madrejamás conocería a lady Gwendolyn, ni entraríaen el número 7 de Campden Grove, ni vería quela vida de Dolly era un gran éxito.

En cuanto al pobre Cuthbert… Para Dollyera demasiado doloroso pensar en él. Recordótambién su última carta, palabra por palabra:cómo describía con todo detalle el refugio queestaban construyendo en el jardín, las fotografíasde Spitfires y Hurricanes que coleccionaba para

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decorar el interior, qué planes tenía para lospilotos alemanes que capturase. Qué orgulloso yengañado estaba, qué emocionado con la parteque iba a desempeñar en la guerra, tanregordete y desgarbado, tan feliz y pequeño, yahora se había ido. La tristeza que embargó aDolly, la soledad de saberse huérfana, era taninmensa que no vio más alternativa quededicarse a trabajar para lady Gwendolyn y nohablar más de ello.

Hasta que un día la anciana se puso aevocar la bonita voz que tuvo de niña, y Dolly seacordó de su madre y de esa caja azul oculta enel garaje, llena de sueños y recuerdos que ahorano eran más que escombros, y rompió a llorar,ahí mismo, al borde de la cama de la anciana,con la lima en la mano.

—¿Qué te ocurre? —dijo lady Gwendolyn,cuya boca, tan pequeña, se quedó abierta de paren par, muestra de la impresión recibida, como siDolly se hubiese quitado la ropa y empezase a

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bailar por la habitación.Sorprendida en un momento de descuido,

Dolly se lo contó todo a lady Gwendolyn. Sumadre, su padre y Cuthbert, cómo eran, quécosas decían, cómo la sacaban de sus casillas,cómo su madre le cepillaba el pelo y Dolly seresistía, los viajes a la playa, el cricket y elburro. Por último, Dolly confesó cómo se fue dela casa, sin pararse apenas cuando su madre lallamó —Janice Smitham, quien habría preferidopasar hambre antes que alzar la voz cerca de losvecinos— y salió corriendo con el libro que lehabía comprado como regalo de despedida.

—Ejem —dijo lady Gwendolyn cuandoDolly terminó de hablar—. Es doloroso, sinduda, pero no eres la primera que pierde a sufamilia.

—Lo sé. —Dolly respiró hondo. El eco desu propia voz parecía recorrer la habitación, yDolly se preguntó si estaba a punto de serdespedida. A lady Gwendolyn no le gustaban los

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arrebatos (a menos que fueran suyos).—Cuando me despojaron de Henny Penny,

pensé que iba a morir.Dolly asintió, esperando, aún, la caída del

hacha.—Pero tú eres joven; vas a salir adelante.

Solo tienes que mirarla a ella, al otro lado de lacalle.

Era cierto: al final, la vida de Vivien se habíaconvertido en un camino de rosas, pero habíaunas cuantas diferencias entre ambas.

—Ella tenía un tío rico que se hizo cargo deella —dijo Dolly en voz baja—. Es unaheredera, casada con un escritor famoso. Y yosoy… —Se mordió el labio inferior, para nollorar de nuevo—. Yo soy…

—Bueno, no estás completamente sola, ¿aque no, niña tonta?

Lady Gwendolyn alzó la bolsa de caramelosy, por primera vez, ofreció uno a Dolly. Tardó unmomento en captar lo que la anciana estaba

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sugiriendo, pero, cuando lo hizo, Dolly ya habíametido la mano, tímidamente, dentro de la bolsapara sacar un dulce enorme, rojo y verde. Losostuvo en la mano, los dedos cerradosalrededor, consciente de que se derretía contrasu palma caliente. Dolly respondiósolemnemente:

—La tengo a usted.Lady Gwendolyn resopló y apartó la vista.—Nos tenemos la una a la otra, supongo —

dijo con la voz aflautada por la emociónimprevista.

Dolly llegó a su dormitorio y añadió elnúmero más reciente de The Lady al montón deejemplares. Más tarde, echaría un vistazo yrecortaría las mejores fotos para pegarlas dentrode su Libro de Ideas, pero ahora tenía cosasmás importantes de las que ocuparse.

Se puso a gatas y tanteó bajo la cama en

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busca del plátano que le había dado el señorHopton, el verdulero, que lo había «encontrado»para ella bajo el mostrador. Tarareando unamelodía para sí misma, salió sigilosa por lapuerta hacia el pasillo. En un sentido estricto, noexistía razón alguna para ser sigilosa (Kitty y lasotras estaban ocupadas aporreando máquinas deescribir en el Ministerio de Guerra, la cocinerahacía cola en una carnicería armada con unpuñado de cartillas de racionamiento y ladyGwendolyn roncaba plácidamente en la cama),pero era mucho más divertido esfumarse quecaminar. Sobre todo porque disponía de unamaravillosa hora de libertad por delante.

Subió corriendo las escaleras, sacó lallavecita que había duplicado y entró en elvestidor de lady Gwendolyn. No ese cuchitrildiminuto donde Dolly escogía una bata por lasmañanas para cubrir el cuerpo de la granseñora; no, no, ese no. El vestidor constaba deun amplio espacio que albergaba innumerables

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vestidos, zapatos, abrigos y sombreros, de unacalidad que Dolly rara vez había visto salvo enlas páginas de sociedad. Sedas y pieles colgabanen enormes armarios empotrados, y zapatos deraso hechos a medida reposaban coquetos en losimponentes estantes. Las cajas circulares desombreros, que lucían con orgullo los nombresde las sombrererías de Mayfair (Schiaparelli,Coco Chanel, Rose Valois), se alzaban hacia eltecho en columnas tan altas que se habíainstalado una escalera blanca con el fin de podersacarlos.

En el arco de la ventana, con unas lujosascortinas de terciopelo que rozaban la alfombra(siempre echadas contra los aviones alemanes),una mesilla albergaba un espejo ovalado, unjuego de cepillos de plata de ley y una serie defotografías con marcos lujosos. Mostraban a unpar de jóvenes, Penelope y GwendolynCaldicott, la mayoría retratos oficiales con elnombre del estudio en la esquina inferior, pero

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unos pocos tomados en el momento mientrasasistían a esta o aquella fiesta de la altasociedad. Había una fotografía en particular quesiempre llamaba la atención de Dolly. Las doshermanas Caldicott eran mayores que en lasotras (treinta y cinco por lo menos) y habían sidofotografiadas por Cecil Beaton en una magníficaescalera de caracol. Lady Gwendolyn estaba depie con una mano en la cadera mirando a lacámara, mientras su hermana echaba un vistazoa algo (o alguien) que no estaba a la vista. Erauna fotografía de la fiesta en la que Penelope seenamoró, la noche en la que el mundo de suhermana se derrumbó.

Pobre lady Gwendolyn; no sabía que su vidaiba a cambiar para siempre esa noche. Y estabatan bonita…; era imposible creer que esaanciana había sido tan joven o tan deslumbrante.(Dolly, tal vez como cualquier joven, ni siquieraimaginaba que a ella le esperaba la mismasuerte). Era una muestra, pensó melancólica, de

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cómo la pérdida y la traición podían corroer auna persona, tanto por dentro como por fuera. Elvestido de noche de satén que lady Gwendolynllevaba en la fotografía era de un color oscuro yluminoso, tan ajustado que realzaba con ligerezasus curvas. Dolly registró los armarios hasta queal fin lo encontró, tendido en una percha entremuchos otros: cuál fue su placer al descubrirque era de un rojo intenso, el más magnífico delos colores.

Fue el primer vestido de lady Gwendolynque se probó, pero, desde luego, no el último.No, antes de la llegada de Kitty y las otras,cuando las noches de Campden Grove lepertenecían y podía hacer lo que le viniese engana, Dolly pasó mucho tiempo aquí, con unasilla bajo el picaporte, mientras se quedaba enropa interior y jugaba a los disfraces. A vecestambién se sentaba a la mesa y se esparcíanubes de talco en el escote desnudo, husmeabaen los cajones con broches de diamantes, se

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peinaba con el cepillo de cerdas de jabalí… ¡Loque habría dado a cambio de un cepillo comoese, con su nombre grabado a lo largo delmango…!

Sin embargo, hoy no tenía tiempo para todoeso. Dolly se sentó con las piernas cruzadas enel sofá de terciopelo, bajo la araña de luz, y pelóel plátano. Cerró los ojos al dar el primermordisco, con un suspiro de satisfacciónsuprema. Era cierto: las frutas prohibidas (o almenos racionadas) eran las más dulces. Locomió entero, saboreando cada bocado, tras locual dejó la cáscara delicadamente en el asientode al lado. Gratamente saciada, Dolly se limpiólas manos y acometió la tarea. Había hecho unapromesa a Vivien y tenía intención de cumplirla.

Arrodillada junto a los estantes de vestidosque se mecían, sacó el sombrerero de suescondite. Ya había dado un primer paso el díaanterior, al meter el casquete junto a otro y usarla caja vacía para albergar el pequeño

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montoncito de tela que había reunido. Era unade esas cosas que Dolly imaginaba que habríahecho por su madre si todo hubiese ido de otromodo. El Servicio Voluntario de Mujeres, acuyas filas se había sumado recientemente,recogía prendas para remendarlas y ajustarlas, yDolly anhelaba hacer su parte. De hecho,deseaba que quedasen encantados con sucontribución y, ya que estaba en ello, ayudar aVivien, quien organizaba la unidad.

En la última reunión, hubo un debateacalorado acerca de todo lo que era necesarioahora que los ataques aéreos eran másfrecuentes (vendas, juguetes para los niños sinhogar, pijamas de hospital para soldados) y Dollyhabía ofrecido un montón de ropa para cortar enretazos y arreglar lo que hiciese falta. Mientraslas otras discutían sobre quién era la mejorcosturera y qué patrón debían emplear para lasmuñecas de trapo, Dolly y Vivien (¡a veces teníala impresión de que eran las únicas que no

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habían cumplido cien años!) intercambiaron unamirada cómplice y siguieron trabajando ensilencio, murmurando cuando necesitaban máshilo u otro pedazo de material, y trataron dehacer caso omiso de las acaloradas disputas quelas rodeaban.

Fue precioso pasar tiempo juntas; era una delas principales razones por las cuales Dolly sehabía inscrito en el Servicio Voluntario deMujeres (la otra, la esperanza de que la Oficinade Empleo no la reclutase para algo horroroso,como fabricar municiones). Ahora que ladyGwendolyn estaba tan apegada a ella (senegaba a conceder a Dolly más de un domingoal mes) y Vivien vivía atrapada en el ajetreadohorario de esposa perfecta y voluntaria, era casiimposible que se viesen.

Dolly, que trabajaba con rapidez, estudiabauna blusa más bien sosa a fin de decidir si lamarca Dior que lucía dentro de la costura leayudaría a evitar la reencarnación en forma de

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venda, cuando la sobresaltó un golpe procedentede abajo. La puerta se cerró y enseguida lacocinera llamó a gritos a la chica que venía porla tarde a ayudar con la limpieza. Dolly miró elreloj de pared. Eran casi las tres y, por tanto,hora de despertar al oso durmiente. Cerró elsombrerero y lo escondió, se alisó la falda y sepreparó para pasar otra tarde jugando a lassolteronas.

—Otra carta de tu Jimmy —dijo Kitty, quela blandió ante Dolly cuando entró en el salónpor la noche. Estaba sentada con las piernascruzadas en la chaise longue mientras, junto aella, Betty y Susan hojeaban un viejo ejemplarde Vogue. Habían apartado el piano de colahacía meses, para horror de la cocinera, y lacuarta muchacha, Louisa, ataviada apenas conropa interior, llevaba a cabo una desconcertanteserie de ejercicios calisténicos sobre la alfombra

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de Besarabia.Dolly encendió un cigarrillo y dobló las

piernas bajo su cuerpo en el viejo sillón decuero. Las demás siempre dejaban ese sillón aDolly. Nadie lo había admitido nunca, pero suposición como doncella de lady Gwendolyn leconfería cierto prestigio entre el personal de lacasa. Si bien solo había vivido en el 7 deCampden Grove uno o dos meses más que ellas,las chicas siempre acudían a Dolly, con todo tipode preguntas acerca de cómo eran lascostumbres o si les permitía explorar la casa. Alprincipio le había divertido, pero ahora noentendía por qué: así era como tenían quecomportarse.

Con un cigarrillo en la boca, abrió el sobre.Era una carta breve, escrita, decía, de pie en untren del ejército abarrotado en el que iban comosardinas, y Dolly recorrió esos garabatos enbusca de lo importante: había tomado fotografíasde los desastres de la guerra en algún lugar del

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norte, estaba de regreso en Londres unos días yse moría de ganas de verla. ¿Estaba libre elsábado por la noche? Dolly casi gritó de placer.

—Ahí está el que se ha llevado el gato alagua —dijo Kitty—. Vamos, cuéntanos quédice.

Dolly siguió sin mirarlas. La carta no erapicante, ni mucho menos, pero qué mal había enhacerles pensar que sí, sobre todo a Kitty, quesiempre les contaba detalles morbosos sobre susúltimas conquistas.

—Es personal —dijo al fin, con unaenigmática sonrisa para rematar el efecto.

—Qué aguafiestas. —Kitty hizo un mohín—. Mira que guardarte un atractivo piloto de laRAF solo para ti… Y ¿cuándo lo vamos aconocer?

—Sí —intervino Louisa, con las manos enlas caderas, inclinando el torso—. Tráelo unanoche para que veamos si es el tipo indicadopara nuestra Doll.

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Dolly observó el busto palpitante de Louise,que sacudía las caderas de un lado a otro. Norecordaba bien cómo habían llegado a laconclusión de que Jimmy era piloto, una ideasurgida hacía muchos meses que dejó sinpalabras a Dolly. No las sacó de su error yahora ya parecía demasiado tarde.

—Lo siento, niñas —dijo, doblando la cartapor la mitad—. Está demasiado ocupado: vuelaen misiones secretas, cosas de la guerra, enrealidad no puedo divulgar los detalles… Y,aunque no fuese así, ya conocéis las reglas.

—Oh, vamos —dijo Kitty—. La viejacriticona no lo sabrá nunca. La última vez quebajó, los carruajes aún estaban de moda, ynosotras no vamos a decir ni pío.

—Sabe más de lo que crees —dijo Dolly—.Además, créeme. Soy lo más parecido que tienea una familia, pero me despediría en cuantosospechase que ando con un hombre.

—¿Y eso sería tan malo? —dijo Kitty—.

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Podrías venir a trabajar con nosotras. Unasonrisa y mi supervisor te contrataría en unsantiamén. Un poco pegajoso, pero muydivertido cuando sabes cómo manejarlo.

—¡Oh, sí! —dijeron Betty y Susan, quetenían una curiosa habilidad para hablar alunísono. Alzaron la mirada de su revista—. Vena trabajar con nosotras.

—¿Y abandonar mi tortura diaria? Ni loca.Kitty se rio.—Estás loca, Doll. Estás loca o eres

valiente, no estoy segura.Dolly se encogió de hombros; desde luego

no iba a hablar de sus razones para quedarsecon una cotilla como Kitty.

En vez de eso, cogió su libro. Estaba en lamesilla donde lo había dejado la noche anterior.Era un libro nuevo, su primer libro (con laexcepción de un tomo nunca leído de El libro delas tareas domésticas de la señora Beeton,que una vez su madre dejó esperanzada en sus

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manos). Fue un domingo libre a Charing CrossRoad con la intención de comprárselo a unlibrero.

La musa rebelde. Kitty se inclinó para leerla portada.

—¿Ese no te lo has leído ya?—Sí, dos veces.—¿Tan bueno es?—Pues sí.Kitty arrugó su bonita nariz.—No soy de leer libros.—¿No? —Tampoco Dolly, normalmente no,

pero Kitty no necesitaba saberlo.—¿Henry Jenkins? Ese nombre me resulta

familiar… Oh, vaya, ¿no es el tipo que vive alotro lado de la calle?

Dolly hizo un vago gesto con el cigarrillo.—Creo que vive por aquí cerca.Por supuesto, esa era la principal razón por

la que había elegido el libro. En cuanto ladyGwendolyn mencionó que Henry Jenkins era

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muy conocido en los círculos literarios por incluirtal vez demasiada realidad en sus novelas(«Podría mencionar a un tipo furioso por ver sustrapos sucios a la vista de todos. Amenazó conllevarlo a los tribunales, pero murió antes depoder hacerlo —era propenso a los accidentes,al igual que su padre—. Por fortuna paraJenkins…»), la curiosidad de Dolly se volvió tanincisiva como una lima. Tras una minuciosacharla con el librero, adivinó que La musarebelde era una historia de amor sobre unapuesto autor y su esposa, mucho más joven, asíque Dolly le entregó con entusiasmo susqueridos ahorros. Dolly pasó una deliciosasemana con los ojos clavados en el matrimonioJenkins, con lo cual aprendió todo tipo dedetalles que nunca se habría atrevido apreguntar a Vivien.

—Un tipo de muy buen ver —dijo Louisa,tumbada ahora sobre la alfombra, con la espaldaarqueada como una cobra para mirar a Dolly—.

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Está casado con esa morena, esa que siempreva por ahí como si tuviese un palo metido enel…

—Oh —gritaron Betty y Susan, con los ojosabiertos—. Ella.

—Una mujer con suerte —dijo Kitty—. Yomataría por tener un marido así. ¿Os habéisfijado en cómo la mira? Como si ella fuese laperfección en persona y él no se creyese susuerte.

—No me importaría nada que me echaseuna ojeadita —dijo Louisa—. ¿Cómo creéis quepodríamos conocer a un hombre así?

Dolly sabía la respuesta, sabía cómo Vivienhabía conocido a Henry, pues salía en el libro,pero no lo reveló. Vivien era su amiga. Hablaracerca de Vivien así, saber que las otrastambién se habían fijado en ella, que habíanconjeturado, preguntado y extraído sus propiasconclusiones indignó de tal modo a Dolly que lasorejas le ardían. Era como si hurgasen en algo

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que le pertenecía, algo precioso, íntimo,importante, como si fuese un sombrerero quecontenía ropa usada.

—He oído que ella no está del todo bien —dijo Louisa—. Por eso nunca le quita los ojos deencima.

Kitty se burló:—A mí me parece que no tiene ni un

resfriado. Todo lo contrario. La he visto en elcomedor del SVM de Church Street cuandollego por la noche. —Bajó la voz y las otraschicas se inclinaron para escucharla—: He oídoque era porque a ella se le van los ojos detrás delos hombres.

—¡Oh! —Betty y Susan susurraron juntas—. ¡Un amante!

—¿No os habéis fijado en lo cuidadosa quees? —continuó Kitty, ante el embeleso de susoyentes—. Siempre lo saluda en la puertacuando él llega a casa, vestida de punta enblanco, y le pone un vaso de whisky en la mano.

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¡Por favor! Eso no es amor, eso es unaconciencia culpable. Oídme bien: esa mujeroculta algo y creo que todas sabemos qué.

Dolly ya no lo soportaba más; de hecho, nopodía estar más de acuerdo con lady Gwendolyncuando decía que, cuanto antes se fuesen del 7de Campden Grove, mejor. Sin duda, qué pocosofisticadas eran.

—Vaya, es tardísimo —dijo, cerrando ellibro—. Me voy a bañar.

Dolly esperó a que el agua alcanzase losdiez centímetros y cerró el grifo con el pie.Metió el dedo gordo dentro del grifo paraimpedir que gotease. Sabía que debía pedir aalguien que lo arreglase, pero ¿a quién? Losfontaneros estaban demasiado ocupados con losincendios y las cañerías reventadas parapreocuparse por un pequeño goteo y, de todosmodos, siempre parecía arreglarse solo. Apoyó

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el cuello en el borde frío de la bañera, de talmodo que los rulos y las horquillas no cayeransobre la cara. Se había cubierto el pelo con unpañuelo para que el vapor no lo encrespase:vana ilusión, por supuesto; Dolly no recordaba laúltima vez que había visto vapor durante unbaño.

Miró al techo mientras llegaba música debaile de la radio de abajo. Era un baño precioso,con baldosas blancas y negras y muchospasamanos y grifos metálicos y brillantes. Elhorroroso sobrino de lady Gwendolyn, Peregrine,sufriría un ataque si viese las braguitas, lossostenes y las medias tendidas en un cordel. Esepensamiento agradó a Dolly.

Estiró un brazo fuera de la bañera y sostuvoel cigarrillo en una mano, La musa rebelde en laotra. Manteniendo ambos fuera del agua (no eradifícil, diez centímetros no cubrían mucho), pasópáginas hasta encontrar la escena que estababuscando. Humphrey, ese escritor inteligente

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pero desdichado, ha recibido una invitación de suviejo director para volver al colegio y hablar alos chicos sobre literatura, a lo cual seguiría unacena en el hogar del maestro. Tras excusarsecon los comensales y salir de la residencia paravolver paseando por el jardín en penumbra allugar donde había aparcado el coche, piensa enel rumbo que ha tomado su vida, los lamentos yel «cruel paso del tiempo», cuando llega al viejolago y algo le llama la atención:

Humphrey atenuó la luz de la linterna yse quedó donde estaba, inmóvil y en silencio,entre las sombras de la sala de baños. En unclaro cercano a la ribera del lago, colgabanunos faroles de vidrio de las ramas y lasvelas oscilaban en la brisa cálida de lanoche. Una muchacha, en el umbral de laedad adulta, estaba en medio de las luces,los pies descalzos y apenas un sencillísimo

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vestido de verano que le llegaba a lasrodillas. Su pelo moreno y ondulado caíasuelto sobre los hombros y la luz de la lunabañaba la escena y daba lustre a su perfil.Humphrey vio que sus labios se movían,como si recitase un poema entre dientes.

Era un rostro exquisito, pero fueron lasmanos las que le cautivaron. Mientras elresto de su cuerpo permanecía en unainmovilidad perfecta, sus dedos formabanfrente al pecho los pequeños pero elegantesmovimientos de una persona que teje hilosinvisibles.

Había conocido a otras mujeres, amujeres hermosas que halagaban y seducían,pero esta joven era diferente. Suconcentración la volvía más bella, la purezade sus intenciones recordaba a la de un niño,si bien ella era ya, sin duda, una mujer.Encontrarla en estos parajes naturales,observar el libre movimiento de su cuerpo, el

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intenso romanticismo de su rostro, lohechizaron.

Humphrey salió de las sombras. La jovenlo vio, pero no se sobresaltó. Sonrió como silo hubiese estado esperando y señaló con ungesto el lago.

—Hay algo mágico en el hecho de nadara la luz de la luna, ¿no cree?

Dolly llegó al final de un capítulo y al final desu cigarrillo, así que se deshizo de ambos. Elagua estaba quedándose fría y quería lavarseantes de que se volviese gélida. Se enjabonó losbrazos pensativa y, al aclararse, se preguntó sieso era lo que Jimmy sentía por ella.

Dolly salió de la bañera y cogió una toalladel estante. De forma inesperada, se vio en elespejo y se quedó muy quieta, tratando deimaginar qué vería un desconocido al mirarla.Cabello castaño, ojos castaños (no demasiado

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juntos, menos mal), naricilla respingona. Sabíaque era bonita, lo sabía desde que tenía onceaños y el cartero comenzó a comportarse deforma extraña al verla en la calle, pero ¿era subelleza de un tipo distinto de la de Vivien? ¿Sehabría detenido un hombre como Henry Jenkins,embelesado, para verla susurrar a la luz de laluna?

Porque, por supuesto, Viola (el personaje dellibro) era Vivien. Aparte de las similitudesbiográficas, estaba esa descripción de la joven, ala luz de la luna, junto al lago, los labioscarnosos, los ojos felinos, esa mirada fija en algoque nadie podía ver. Vaya, si así era como Dollyveía a Vivien desde la ventana de ladyGwendolyn.

Se acercó al espejo. Oía su respiración en elbaño en silencio. ¿Qué habría sentido Vivien, sepreguntó, al saber que había cautivado a unhombre como Henry Jenkins, mayor, con másexperiencia y miembro de los mejores círculos

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literarios y de la alta sociedad? Habría sidocomo volverse una princesa cuando le pidió lamano, cuando la alejó de la monotonía de su vidacotidiana y se la llevó de vuelta a Londres, a unavida en la que dejó atrás a la joven medioasilvestrada para ser una belleza de collares deperlas, Chanel n.º 5, deslumbrante del brazo delmarido en los clubes y restaurantes más lujosos.Esa era la Vivien que Dolly conocía; y,sospechaba, a la que más se parecía.

Toc, toc.—¿Queda algún superviviente ahí dentro?

—La voz de Kitty, al otro lado de la puerta, pillóa Dolly por sorpresa.

—Un minuto —replicó.—Ah, bien, estás ahí. Empezaba a pensar

que te habías ahogado.—No.—¿Vas a tardar mucho?—No.—Es que son casi las nueve y media, Doll, y

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he quedado con un espléndido piloto en el ClubCaribe. En Biggin Hill, toda la noche. ¿No teapetece ir a bailar? Dijo que iba a llevar aalgunos amigos. Uno de ellos preguntó por ti enconcreto.

—No esta noche.—¿Me has oído bien? He dicho pilotos, Doll.

Heroicos y valientes.—Ya tengo uno de esos, ¿recuerdas?

Además, haré mi turno en el comedor del SVM.—¿Es que las solteronas, viudas y

marimachos no pueden vivir sin ti ni una noche?—Dolly no respondió y, al cabo de un momento,Kitty dijo—: Bueno, como quieras. Louisa semuere de ganas de ocupar tu lugar.

Como si eso fuese posible, pensó Dolly.—Diviértete —dijo, y esperó a que los pasos

de Kitty se alejaran.Solo cuando la oyó bajando las escaleras

desató el nudo del pañuelo y se lo quitó. Sabíaque tendría que volver a arreglarse el pelo, pero

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no le importó. Comenzó a quitarse los rulos, quedejaba en el lavabo vacío. A continuación, sepeinó con los dedos, pasando el pelo en torno alos hombros en suaves ondas.

Listo. Giró la cabeza de lado a lado;comenzó a susurrar entre dientes (Dolly no sesabía ningún poema, pero supuso que la letra deuna canción de moda, Chattanooga ChooChoo, sería suficiente); levantó las manos ymovió los dedos ante ella como si tejiera hilosinvisibles. Dolly sonrió al verse. Era igual que laViola del libro.

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Al fin sábado por la noche, y Jimmy se peinabael pelo hacia atrás, intentando convencer a unmechón del flequillo para que se quedara en susitio. Sin Brylcreem era una batalla perdida, perono había podido permitirse un nuevo frasco estemes. En su lugar, empleaba agua y zalamerías,pero los resultados no eran alentadores. La luzde la bombilla parpadeó y Jimmy miró haciaarriba, con la esperanza de que aguantase unpoco más; ya había robado luces para el salón ylas del baño serían las siguientes. No le apetecíabañarse en la oscuridad. La luz flaqueó y Jimmyse sumió en la penumbra, mientras se oía a lolejos la música de la radio de abajo. Cuandorecuperó la intensidad, se animó de nuevo ycomenzó a silbar al compás de In the Mood, de

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Glenn Miller.El traje pertenecía a su padre, de los días de

W. H. Metcalfe & Sons, y era mucho másformal que la ropa de Jimmy. Se sintió un pocotonto, para qué negarlo: estaban en guerra y siya era bastante malo, o eso pensaba, no ir deuniforme, mucho peor era ir de galán barato.Pero Dolly había dicho que se vistiese bien:«¡Como un caballero, Jimmy!», había escrito enla carta, un caballero de verdad…, y suguardarropa no le ofrecía muchas opciones. Eltraje los acompañó cuando se mudaron deCoventry, justo antes del inicio de la guerra; erauno de los pocos vestigios del pasado de los queJimmy no pudo prescindir. Y menos mal: Jimmysabía que era mejor no decepcionar a Dollycuando se le metía una idea en la cabeza, másaún últimamente. En las últimas semanas, desdeque perdió a su familia, se había creado unadistancia entre ellos; ella evitaba su compasión:adoptaba un gesto valiente y se ponía rígida si

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trataba de abrazarla. Ni siquiera mencionaba susmuertes y desviaba la conversación hacia suseñora, de quien hablaba de forma mucho másafectuosa que antes. Jimmy se alegraba de quehubiese encontrado a alguien que la ayudase asobrellevar el dolor, cómo no; pero habríapreferido que esa persona fuese él.

Negó con la cabeza. Qué granuja engreídoera, compadeciéndose de sí mismo cuando Dollytrataba de superar esa enorme pérdida. Aun así,era impropio de ella encerrarse en sí misma;Jimmy tenía miedo: era como si el sol quedaseoculto tras las nubes, y así pudiese vislumbrar lofría que sería su existencia sin ella. Por eso estanoche era tan importante. La carta que le habíaenviado, su insistencia en que fuese todoencopetado… Era la primera vez, desde elbombardeo de Coventry, que la veía animada yno quería estropearlo. Jimmy volvió su atenciónal traje. No podía creer que le quedase tan bien:cuando su padre vestía esa prenda, Jimmy tenía

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la impresión de que era un gigante. Ahora cabíala posibilidad de que hubiese sido solo unhombre.

Jimmy se sentó en la manta desgastada desu estrecha cama y cogió los calcetines. Uno deellos tenía un agujero que llevaba semanaspensando en zurcir, pero le dio la vuelta para quequedase abajo y decidió que así ya no quedabamal. Desperezó los dedos de los pies ycontempló los zapatos, pulidos, en el suelo, yluego miró el reloj. Aún quedaba una hora parala cita. Se había preparado demasiado pronto.No era de extrañar; Jimmy estaba inquieto comoun gato.

Encendió un cigarrillo y se tumbó en lacama, con un brazo detrás de la cabeza. Habíaalgo duro debajo de él; metió la mano bajo laalmohada y sacó De ratones y hombres. Era unejemplar de la biblioteca, el mismo que habíasacado en el verano del 38, pero Jimmy prefiriópagar el libro perdido antes que devolverlo. Le

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gustaba la novela, pero no era ese el motivo porel que se la quedó. Jimmy era supersticioso: erael libro que llevaba ese día a la orilla del mar ybastaba mirar la portada para despertar sus másdulces recuerdos. Además, era el lugar perfectopara guardar su posesión más preciada.Escondida ahí dentro, donde nadie salvo élmiraría nunca, estaba la fotografía de Dolly enese campo junto al mar. Jimmy la sacó y alisóuna esquina doblada. Dio una calada y soltó elhumo, mientras recorría con el pulgar elcontorno de su cabello, el hombro, la curva desus senos…

—¿Jimmy? —Su padre hurgaba en el cajónde los cubiertos al otro lado de la pared. Jimmysabía que debía ayudarle a encontrar lo quebuscaba. Sin embargo, dudó. Gracias a esasbúsquedas el anciano tenía algo que hacer, yJimmy sabía por experiencia que era bueno queun hombre estuviese ocupado.

Volvió a fijarse en la fotografía, como ya

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había hecho un millón de veces. Se sabía dememoria hasta el menor de los detalles: cómoensortijaba el pelo alrededor de un dedo, lainclinación de la barbilla, esa mirada desafiantetan propia de Dolly, siempre actuando con másaudacia de la que sentía («Un recuerdo mío». Ycómo olvidarla así); casi podía oler la sal y sentirel sol en la piel, el peso de su cuerpo arqueadobajo el suyo cuando la besó…

—¿Jimmy? No encuentro la cosa esa, Jim.Jimmy suspiró y se dispuso a ser paciente.—¡Muy bien, papá! —exclamó—.

Enseguida voy. —Sonrió compungido a lafotografía: no se sentía del todo cómodocontemplando los senos desnudos de su chicamientras su padre refunfuñaba al otro lado de lapared. Jimmy guardó el retrato entre las páginasdel libro y se incorporó.

Se puso los zapatos y se ató los cordones, sequitó el cigarrillo de los labios y miró alrededorde las paredes de su pequeña habitación; desde

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el comienzo de la guerra no había dejado detrabajar, y el papel verde descolorido estabacubierto con impresiones de sus mejoresfotografías, o al menos sus favoritas. Eran lasque había tomado en Dunkerque: un grupo dehombres tan exhaustos que apenas se tenían enpie, que se pasaban el brazo sobre los hombros,uno con un vendaje sucio que le cubría el ojo, ycaminaban penosamente, en silencio, con la vistaen el suelo, sin pensar en nada salvo el siguientepaso; un soldado dormido en la playa, sin botas,abrazado a una mugrienta cantimplora como sile fuese la vida en ello; unos barcos a ladesbandada, aviones que disparaban en lasalturas y hombres que habían logrado alejarsesolo para caer tiroteados en el agua al intentarescapar del infierno.

Estaban las fotografías que había tomado enLondres desde el comienzo de los bombardeos.Jimmy contempló una serie de retratos en lapared más lejana. Se levantó y fue a echar un

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vistazo más de cerca. Una familia en el EastEnd cargaba los restos de sus posesiones en unacarretilla; una mujer en delantal tendía la ropa enuna cocina donde faltaba la cuarta pared, unespacio íntimo de repente hecho público; unamadre que leía cuentos a sus seis hijos en elrefugio Anderson; el panda de peluche con lamitad de la pierna arrancada; la mujer sentadaen una silla con una manta sobre los hombros yuna llamarada detrás de ella, donde antes estabasu casa; un anciano que buscaba a su perroentre los escombros.

Esas imágenes lo obsesionaban. A vecessentía que les estaba robando un trozo del alma,que les arrebataba un momento íntimo al tomarla fotografía; pero Jimmy no se tomaba esatransacción a la ligera: quedaban unidos, él y losretratados. Lo observaban desde las paredes yse sentía en deuda con ellos, no solo por habersido testigo de un instante perpetuado, sinotambién por la responsabilidad incesante de

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mantener vivas sus historias. A menudo Jimmyescuchaba los sombríos anuncios de la BBC:«Tres bomberos, cinco policías y cientocincuenta y tres civiles han perdido la vida» (quépalabras tan pulcras, tan medidas, para describirel horror que había experimentado la nocheanterior), y veía las mismas líneas en elperiódico, pero eso sería todo. Ya no habíatiempo para nada más esos días, no tenía sentidodejar flores o escribir epitafios, pues todoocurriría de nuevo a la noche siguiente, y a lasiguiente. La guerra no dejaba espacio para eldolor personal ni los recuerdos, a los que sehabituó de niño en la funeraria de su padre, perole gustaba pensar que sus fotografías ayudaríana dejar constancia de ello. Un día, cuando yatodo hubiese terminado, tal vez esas imágenessobrevivirían y las personas del futuro dirían:«Así fue como ocurrió».

Cuando Jimmy llegó a la cocina, su padre yahabía olvidado la búsqueda de esa cosa

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misteriosa y estaba sentado a la mesa, vestidocon pantalones de pijama y una camiseta. Dabade comer al canario las migajas de galletas rotasque Jimmy le había comprado muy baratas.

—Toma, Finchie —decía, metiendo el dedoentre las barras de la jaula—. Aquí tienes,Finchie, precioso. Qué buen muchacho. —Giróla cabeza cuando oyó a Jimmy detrás de él—.¡Hola! Qué elegante, chico.

—En realidad, no, papá.Su padre lo miraba de arriba abajo y Jimmy

rezó en silencio para que no se diese cuenta dela procedencia del traje. A su padre no le habríaimportado prestárselo (era generoso enextremo), pero era probable que le trajeserecuerdos confusos que lo alterarían.

Al final su padre se limitó a asentir conaprobación.

—Estás muy guapo, Jimmy —dijo, con ellabio inferior temblando con emoción paternal—.Muy guapo, claro que sí. Qué orgulloso estoy.

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—Muy bien, papá, poco a poco —dijoJimmy con amabilidad—. Me voy a ponercabezón si no tienes cuidado. Y no te gustaríavivir conmigo así.

Su padre, que aún asentía, sonrió levemente.—¿Dónde está tu camisa, papá? ¿En tu

dormitorio? Voy a buscarla, no sea que teresfríes.

Su padre arrastró los pies tras él, pero sedetuvo en medio del pasillo. Todavía estaba ahícuando Jimmy volvió de la habitación, con unaexpresión desconcertada en el rostro, como sitratara de recordar por qué se había levantado.Jimmy lo agarró del codo y lo guio con cuidado ala cocina. Le ayudó a ponerse la camisa y asentarse en su asiento habitual; se confundía siutilizaba otro.

La tetera seguía medio llena y Jimmy lavolvió a poner a hervir. Era un alivio tener gasde nuevo; unas noches atrás una bombaincendiaria alcanzó la red de suministro y el

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padre de Jimmy lo pasó mal por tener queacostarse sin su taza de té con leche. Jimmyechó una porción bien medida de hojas de té,con cuidado de no excederse. Quedaban pocasexistencias en Hopwood y no quería arriesgarsea quedarse sin té.

—¿Vas a volver a tiempo para la cena,Jimmy?

—No, papá. Hoy voy a salir hasta tarde,¿recuerdas? Te he dejado unas salchichas en lacocina.

—Vale.—Salchichas de conejo, qué se le va a

hacer, pero te he encontrado algo especial parael postre. Jamás lo adivinarías: ¡una naranja!

—¿Una naranja? —Un recuerdo fugaziluminó la cara del anciano—. Una vez tuve unanaranja en Navidad, Jimmy.

—¿De verdad, papá?—Cuando yo era un chiquillo, en la granja.

Qué naranja más grande y hermosa. Mi

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hermano Archie se la comió cuando yo nomiraba.

La tetera comenzó a silbar y Jimmy la retiródel fuego. Su padre lloraba en silencio, comosiempre que mencionaba a Archie, su hermanomayor, muerto en las trincheras hacía veinticincoaños o más, pero Jimmy hizo caso omiso. Con eltiempo había aprendido que las lágrimas de supadre por las penas de antaño se secaban tanrápido como venían, que lo mejor era continuarcon buen humor.

—Bueno, esta vez no, papá —dijo—. Nadiese va a comer esta salvo tú. —Sirvió un buenchorro de leche en la taza de su padre. Legustaba el té con mucha leche, una de las pocascosas que no escaseaban gracias al señor Evansy a las dos vacas que tenía en el granero, al ladode su tienda. El azúcar era otra historia, y Jimmyechó una pequeña ración de leche condensadaen su lugar. Lo removió y llevó la taza en unplatillo a la mesa—. Escucha, papá, las

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salchichas están hechas en la sartén paracuando tengas hambre, no es necesario queenciendas el fogón, ¿está bien? —Su padremovía las migas de Finchie por el mantel—.¿Está bien, papá?

—¿Qué has dicho?—Tus salchichas ya están cocinadas, no

enciendas el fogón.—Muy bien. —Su padre bebió un sorbo de

té.—Tampoco hace falta abrir los grifos, papá.—¿Qué has dicho, Jim?—Yo te ayudo a limpiarte cuando vuelva.Su padre miró a Jimmy, perplejo por un

instante, y dijo:—Estás muy guapo, muchacho. ¿Vas a salir

esta noche?—Sí, papá. —Jimmy suspiró.—A un lugar elegante, ¿a que sí?—Solo voy a ver a alguien.—¿Una amiga?

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Jimmy no pudo contener una sonrisa ante ladiscreción de la palabra escogida por su padre.

—Sí, papá. Una amiga.—¿Alguien especial?—Mucho.—Tráela a casa un día de estos. —Los ojos

de su padre reflejaron por un momento su viejaastucia y picardía y Jimmy sintió una súbitanostalgia del pasado, cuando él era el niño y supadre era quien lo cuidaba. Se avergonzó deinmediato: tenía veintidós años, por el amor deDios, ya estaba mayor para añorar la infancia.Su vergüenza no hizo sino aumentar cuando supadre sonrió, entusiasta pero inseguro, y dijo—:Trae a esa joven a casa una noche, Jimmy. Dejaque tu madre y yo veamos si es bastante buenapara nuestro hijo.

Jimmy se agachó para besar a su padre enla cabeza. Ya no se molestaba en explicar quesu madre se había ido, que los había dejado soloshacía más de una década por un tipo con un

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coche elegante y una casa enorme. ¿Para quédecírselo? El viejo era feliz pensando queacababa de salir para esperar en las colas delracionamiento y ¿quién era Jimmy pararecordarle la realidad? La vida ya era bastantecruel; no era necesario que la verdad laestropease aún más.

—Cuídate, papá —dijo—. Voy a cerrar conllave al salir, pero la señora Hamblin, la vecina,tiene la llave y te ayudará a ir al refugio cuandoempiece el bombardeo.

—Nunca se sabe, Jimmy. Ya son las seis yni rastro de Adolf. Quizás se ha tomado lanoche libre.

—No apostaría por ello. Hay una luna llenaque parece la linterna de un ladrón. La señoraHamblin vendrá a buscarte en cuanto suene laalarma.

Su padre jugueteaba con el borde de la jaulade Finchie.

—¿Todo bien, papá?

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—Sí, sí. Todo bien, Jimmy. Diviértete y dejade preocuparte tanto. Este vejestorio no va a ir aninguna parte. No me pasó nada en el último, nome va a pasar nada en este.

Jimmy sonrió y tragó ese bulto queúltimamente llevaba siempre en la garganta, unabola de amor y tristeza a la que no podía darpalabras, una tristeza que abarcaba mucho másque a su padre enfermo.

—Así se habla, papá. Que disfrutes del té yde la radio. Estaré de vuelta antes de que notesque me he ido.

Dolly se apresuraba por una calle enBayswater, a la luz de la luna. Dos noches atráshabía caído una bomba en una galería de artecon un ático lleno de pinturas y barnices, y sudueño ausente no había tomado ninguna medida,por lo que todavía era un caos: ladrillos y trozosde madera carbonizada, puertas y ventanas

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arrancadas, montañas de cristales rotos portodas partes. En la azotea del número 7, dondesolía sentarse, Dolly había visto el incendio, lasllamaradas imponentes a lo lejos, feroces yespectaculares, que enviaban columnas de humocontra el cielo encendido.

Dirigió la linterna tapada al suelo, esquivó unsaco de arena, casi se tropezó con un agujerocausado por una explosión y tuvo queesconderse de un guardia diligente en excesocuando tocó el silbato y le dijo que debería seruna chica sensata y entrar: ¿es que no veía esaluna de bombarderos en lo alto?

Al comienzo, Dolly había tenido miedo de lasbombas como todo el mundo, pero últimamentedisfrutaba al salir durante un bombardeo.Cuando se lo dijo, a Jimmy le preocupó que,después de lo ocurrido a su familia, Dollybuscara compartir su destino, pero no se tratabade eso, en absoluto. Era algo estimulante, yDolly experimentaba una curiosa ligereza, un

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sentimiento muy similar a la euforia, al correr alo largo de las calles por la noche. No habríaquerido estar en ningún otro lugar salvo enLondres; esta era su vida, esta guerra, nada asíhabía ocurrido antes, y probablemente nuncavolvería a suceder. No, Dolly ya no tenía nipizca de miedo de ser alcanzada por una bomba;era difícil de explicar, pero, por alguna razón,sabía que no era ese su destino.

Afrontar el peligro y descubrir que no sentíamiedo era emocionante. Dolly estaba radiante, yno era la única; una atmósfera especial se habíaapoderado de la ciudad y a veces parecía quetodos en Londres estaban enamorados. Estanoche, no obstante, si se apresuraba entre losescombros era por algo que trascendía laemoción habitual. En realidad, no necesitaba ircorriendo: había salido con tiempo, trasadministrar a lady Gwendolyn sus tres copitasde jerez de cada noche, que bastaban paraabandonarla en los brazos de un sueño gozoso y

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dejarla ahí incluso en medio de los ataquesaéreos más estrepitosos (la anciana erademasiado grandiosa y melancólica para acudiral refugio), pero Dolly estaba tan emocionadapor lo que había hecho que caminar le resultabafísicamente imposible; impulsada por la fuerzade su propia audacia, podría haber corrido cienmillas sin cansarse.

No lo hizo. Al fin y al cabo, tenía que pensaren sus medias. Era el último par que no teníacarreras y no había nada como los escombrostras un bombardeo para echar a perder unasbuenas medias; Dolly lo sabía por experiencia.En ese caso, se vería obligada a dibujar líneas enla parte posterior de la pierna con un lápiz decejas, al igual que la ordinaria Kitty. No,muchísimas gracias. Deseosa de no correrriesgo alguno, cuando un autobús aparcó cercade Marble Arch, Dolly subió a bordo.

Había un pequeño resquicio al fondo, queocupó, e intentó no oler el aliento salado de un

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hombre pomposo que soltaba un discurso sobreel racionamiento de la carne y la mejor manerade sofreír el hígado. Dolly resistió la tentación dedecirle que la receta parecía repugnante y, encuanto giraron en Piccadilly Circus, se bajó denuevo.

—Diviértete, cielo —dijo un hombre deavanzada edad vestido con el uniforme de labrigada antiaérea mientras el autobúscomenzaba a alejarse.

Dolly respondió con un gesto de la mano.Un par de soldados de permiso, que cantabanNellie Dean con voces ebrias, la tomaron delbrazo al pasar, uno a cada lado, y la llevarondando un pequeño giro. Dolly se rio y le dieronun beso en las mejillas, uno a cada lado, tras locual dijeron adiós y prosiguieron felices sucamino.

Jimmy la esperaba en la esquina de CharingCross Road y Long Acre; Dolly lo vio a la luz dela luna, justo donde dijo que estaría, y se detuvo

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en seco. No cabía duda: Jimmy Metcalfe era unhombre apuesto. Más alto de lo que recordaba,un poco más delgado, pero el mismo pelo oscuropeinado hacia atrás, y esos pómulos que ledaban el aspecto de estar a punto de decir algodivertido o ingenioso. No era, desde luego, elúnico hombre guapo que había conocido, claroque no (en estos tiempos era casi un deberpatriótico hacerles ojitos a los soldados depermiso), pero tenía algo, tal vez una cualidadoscura, animal, una fuerza tanto física como decarácter que lanzaba el corazón de Dollylatiendo contra las costillas.

Era tan buena persona, tan honesto y francoque al estar con él Dolly se sentía la ganadorade una carrera. Al verlo esta noche, vestido conun traje negro, tal y como le había indicado,quiso gritar de puro gozo. Qué bien le quedaba:de no haberlo conocido, Dolly habría supuestoque se trataba de un verdadero caballero. Sacóel pintalabios y el espejo de mano del bolso,

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cambió de postura para que le diese la luz de laluna, y acentuó el arco de los labios. Imitó elmovimiento de un beso ante el espejo y lo cerró.

Echó un vistazo al abrigo marrón por el quese había decidido, preguntándose de qué seríanlos ribetes; de visón, supuso, aunque tal vezfuesen de zorro. No era exactamente la últimamoda (tampoco lo era hace dos décadas), perola guerra restaba importancia a ese tipo decosas. Además, en realidad la ropa carísimanunca pasaba de moda; eso aseguraba ladyGwendolyn, y sabía mucho acerca de eso. Dollyolisqueó la manga. El olor a naftalina eraabrumador cuando había rescatado el abrigo delvestidor, pero lo colgó de la ventana del cuartode baño mientras se bañaba y lo roció con tantoperfume en polvo como podía permitirse, con locual había mejorado mucho. Apenas se notaba,con ese olor a quemado que impregnaba el airede Londres por aquel entonces. Se ajustó elcinturón, con cuidado para que ocultase un

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agujero de polilla en la cintura, y se dio unapequeña sacudida. Estaba tan emocionada quesentía un nervioso hormigueo; no podía esperara que Jimmy la viese. Dolly enderezó el brochede diamantes que había clavado a la suave pieldel cuello, echó los hombros hacia atrás y searregló los rizos de la nuca. Tras respirar hondo,salió de las sombras: una princesa, una heredera,una joven con el mundo a sus pies.

Hacía frío, y Jimmy acababa de encender uncigarrillo cuando la vio. Tuvo que mirar dosveces para asegurarse de que era Dolly quien seacercaba: el abrigo elegante, los rizos oscurosque resplandecían a la luz de la luna, laszancadas de esas largas piernas que taconeabanconfiadas sobre la acera. Era una visión: tanhermosa, fresca y refinada que a Jimmy se leencogió el corazón. Había madurado desde laúltima vez que la vio. Más aún, comprendió de

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repente, al contemplar su porte y glamour,incómodo en el viejo traje de su padre, que habíamadurado lejos de él…, al alejarse de él.Percibió esa distancia como una sacudida.

Dolly llegó, sin palabras, rodeada deperfume. Jimmy quiso ser ingenioso, quiso sersofisticado, quiso decirle que ella era laperfección en persona, la única mujer del mundoa la que podría amar. Quería decir la palabrajusta que permitiese salvar esa horrenda nuevadistancia que se abría entre ellos de una vez ypara siempre; contarle los avances que habíalogrado en el trabajo, la opinión entusiasta de sueditor cuando hablaban por la noche, trascumplir el plazo de impresión, acerca de lasoportunidades que le esperaban cuando acabasela guerra, la fama que podía alcanzar, el dineroque ganaría. Sin embargo, esa belleza y elcontraste con la guerra y su crueldad, los cientosde noches que conciliaba el sueño imaginando sufuturo, su pasado en Coventry y ese picnic junto

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al mar cada vez más lejano… Todo se juntópara aturdirlo, y las palabras no salieron. Atinó asonreír a medias y luego, sin pensárselo dosveces, la agarró del pelo y la besó.

El beso fue como un pistoletazo de salida.Dolly sintió al unísono una bienvenida calma yuna poderosa oleada de emoción acerca delporvenir. Sus planes, ya que era ella quien loshabía creado, la habían carcomido por dentrotoda la semana y ahora, al fin, había llegado elmomento. Dolly deseaba impresionarlo,mostrarle cómo había crecido, que ya era unamujer de mundo y no la colegiala de susprimeras citas. Se concedió un momento dedescanso, para imaginarse dentro del papel,antes de apartarse para mirar su rostro.

—Hola —dijo, en el mismo tono susurrantede Escarlata O’Hara.

—Vaya, hola.

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—Qué curioso encontrarte aquí. —Bajó losdedos despacio por las solapas del traje—. Yqué elegante.

Jimmy se encogió de hombros.—¿Qué? ¿Este trapo viejo?Dolly sonrió, pero intentó no reírse (siempre

la hacía reír).—Bueno —dijo, echándole un vistazo—,

supongo que deberíamos empezar. Tenemosmucho que hacer esta noche, señor Metcalfe.

Pasó el brazo por el de Jim y trató de noarrastrarlo por Charing Cross Road hacia la colaserpenteante del Club 400. Se lanzaron adelantecomo pistolas disparadas al este y los reflectoresse alzaron hacia el cielo como las escaleras deJacob. Un avión cruzó las alturas cuandoestaban casi a la puerta, pero Dolly hizo casoomiso; ni un escuadrón entero habría bastadopara que cediese su lugar en la cola. Llegaron alo alto de las escaleras, donde oyeron la música,las charlas, las risas, y una energía intensa, ajena

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al sueño, embriagó a Dolly de tal manera quehubo de sujetarse firmemente al brazo de Jimmypara no caerse.

—Te va a encantar —dijo—. Ted Heath ysu banda son divinos y el señor Rossi, que dirigeel lugar, es un encanto.

—¿Has estado aquí?—Oh, claro, un montón de veces. —Una

ligerísima exageración (había estado una vez),pero él era mayor que ella y tenía un trabajoimportante en el que viajaba y conocía a todotipo de personas y, a pesar de todo, ella erasuya, y quería desesperadamente que pensaseque era más sofisticada que la última vez, másdeseable. Dolly se rio y le apretó el brazo—.Oh, vamos, Jimmy, no te pongas así. Kitty nuncame perdonaría si no le hiciese compañía aveces; ya sabes que yo solo te quiero a ti. —Alfinal de las escaleras pasaron junto a unguardarropa y Dolly se detuvo para dejar suabrigo. Su corazón latía a martillazos; cuánto

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había anhelado este momento, para el que habíapracticado tanto, y ahora, al fin, había llegado.Recordó todas las historias de lady Gwendolyn,las cosas que hacían juntas ella y Penelope, losbailes, las aventuras, los hombres apuestos quelas cortejaban por todo Londres, y le dio laespalda a Jimmy y dejó caer el abrigo. CuandoJimmy lo cogió, Dolly giró sobre sí misma,despacio, como en sus sueños, tras lo cual posópara mostrar (redoble de tambores, damas ycaballeros) el Vestido.

Era rojo, elegante, incandescente, diseñadopara realzar cada curva del cuerpo de unamujer, y Jimmy casi dejó caer el abrigo al verlo.Recorrió su figura con la mirada hasta llegar alsuelo, tras lo cual subió de nuevo; el abrigo salióde su mano y lo sustituyó un vale, sin quesupiese cómo.

—Estás… —comenzó—. Doll, estás… Ese

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vestido es increíble.—¿Qué? —Alzó un hombro, imitando el

gesto anterior de Jimmy—. ¿Este trapo viejo?—Sonrió, convertida en Dolly de nuevo, y dijo—: Venga. Vamos a entrar —Entonces Jimmysupo que era el único lugar donde quería estar.

Dolly echó un vistazo más allá del cordónrojo, a la sala de baile pequeña y atestada, a lamesa que Kitty había llamada la «mesa real»,justo al lado de la banda; pensó que tal vez veríaa Vivien (Henry Jenkins era amigo de lordDumphee y ambos aparecían retratados juntosen The Lady a menudo), pero la inspeccióninicial no reveló ningún rostro conocido. Noimportaba: la noche era joven; los Jenkins quizásapareciesen más tarde. Condujo a Jimmy haciael fondo de la sala, entre las mesas redondas,tras la gente que cenaba, bebía y bailaba, hastaque al fin llegaron al señor Rossi y el inicio de la

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zona acordonada.—Buenas noches —dijo al verlos, juntando

las manos y haciendo una ligera reverencia—.¿Están aquí por la fiesta de los Dumphee?

—Qué club tan maravilloso —ronroneóDolly, sin responder a la pregunta—. Cuántotiempo, demasiado… Lord Sandbrook y yoprecisamente estábamos diciendo quedeberíamos venir a Londres más a menudo. —Miró a Jimmy, sonriendo de modo alentador—.¿No es así, querido?

El ceño del señor Rossi amenazaba confruncirse mientras se devanaba los sesos paraubicarlos, pero no duró mucho. Gracias a losaños pasados al timón de su club nocturno, sabíacómo mantener el rumbo del buque de la altasociedad y a los pasajeros halagados ysatisfechos.

—Querida lady Sandbrook —dijo, tomandola mano de Dolly, cuyo dorso rozó con los labios—, estábamos sumidos en las tinieblas sin usted,

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pero ya está aquí y por fin la luz nos ilumina. —Centró su atención en Jimmy—. Y usted, lordSandbrook. Espero que le haya ido bien.

Jimmy no dijo nada y Dolly contuvo elaliento; sabía qué pensaba de sus «jueguecitos»,como él los llamaba, y sintió en la espalda que sumano se volvía rígida en cuanto comenzó ahablar. Para ser sinceros, esa incertidumbre erauno de los alicientes de la aventura. Hasta querespondió, todo se agigantó: mientras esperabasu respuesta, Dolly oyó los latidos de su corazón,un feliz chillido entre la multitud, la rotura de unacopa en alguna parte, los compases de la bandaal comenzar otra canción…

El italiano bajito que lo había llamado por elapellido de otro hombre aguardaba con sumaatención la respuesta, y Jimmy tuvo una súbitavisión de su padre, en casa vestido con supijama de rayas, las paredes empapeladas con

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un verde tristón, Finchie en la jaula entre galletasrotas. Sentía la mirada fija de Dolly, que loinstaba a interpretar su papel; sabía que loobservaba, sabía qué deseaba que dijese, peroun peso aplastante le impedía contestarasumiendo un apellido como ese. Habría sidouna deslealtad con su pobre padre, cuya menteerraba perdida, que esperaba a una esposa queno volvería nunca y lloraba a un hermanomuerto hacía veinticinco años, y que había dichoal ver ese apartamento espantoso cuandollegaron a Londres: «Está realmente bien,Jimmy. Buen trabajo, muchacho: tu papá y tumamá no podrían estar más orgullosos».

Miró a un lado, a la cara de Dolly, y vio loque esperaba ver: la esperanza, innegable,perceptible en cada uno de sus rasgos. Estosjuegos de ella lo exasperaban, y no era la razónmenos importante que, cada vez más, resaltabala distancia entre lo que ella quería de la vida ylo que él podía ofrecerle. Sin embargo, no hacían

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daño a nadie. Nadie iba a salir herido esta nocheporque Jimmy Metcalfe y Dorothy Smithampasasen al otro lado de un cordón rojo. Y lodeseaba, se había tomado tantas molestias conel vestido y todo, le había convencido para ir contraje: los ojos, a pesar del maquillaje abundante,estaban tan abiertos y expectantes como los deuna niña, y cómo la quería, no podía defraudarla,no, por culpa de su propio orgullo insensato. Nopor una vaga idea según la cual su precariaposición social era algo de lo que enorgullecerse,y menos aún cuando era la primera vez desde lamuerte de su familia que Dolly volvía a ser ellamisma.

—Señor Rossi —dijo con una ampliasonrisa, dando un firme apretón de manos alhombrecillo—. Qué enorme alegría volver averlo, amigo. —Era la voz más refinada de laque era capaz sin previo aviso; esperaba quefuese suficiente.

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Estar en el otro lado resultaba tanmaravilloso como Dolly había soñado. Eraglorioso, al igual que las historias de ladyGwendolyn. No se trataba de diferencias obvias—las alfombras rojas y paredes cubiertas deseda eran iguales, las parejas bailaban mejillacon mejilla a ambos lados del cordón, loscamareros llevaban comidas y bebidas de unlado a otro— y, de hecho, una observadoramenos perspicaz ni habría percibido que habíados lados, pero Dolly lo sabía. Y cómo sealegraba de encontrarse en este.

Por supuesto, una vez encontrado el SantoGrial, no sabía muy bien qué hacer acontinuación. A falta de una idea mejor, Dolly sehizo con una copa de champán, tomó a Jimmyde la mano y se dejó caer en una lujosabanqueta situada junto a la pared. Realmente, sidijera la verdad, mirar era suficiente: elconstante carrusel de coloridos vestidos yrostros sonrientes la apasionaba. Un camarero

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se acercó y les preguntó qué deseaban, a lo queDolly respondió que huevos y tocino, y llegaronal instante, su copa de champán nunca parecióvaciarse, la música no paraba.

—Es como un sueño, ¿a que sí? —dijoradiante—. ¿No son todos maravillosos?

A lo cual Jimmy, tras una pausa paraencender una cerilla, respondió con un evasivo:«Cómo no». Dejó la cerilla encendida en uncenicero y dio una calada al cigarrillo.

—¿Y tú cómo estas, Doll? ¿Qué tal ladyGwendolyn? ¿Aún al mando de los nuevecírculos del infierno?

—Jimmy, no hables así. Sé que quizás mequejase un poco al principio, pero en realidad esun encanto una vez que la conoces. Me llamamucho últimamente, hemos llegado a estar muyunidas, a nuestra manera. —Dolly se acercópara que Jimmy le encendiese un cigarrillo—. Asu sobrino le preocupa que me deje la casa en eltestamento.

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—¿Quién te ha dicho eso?—El doctor Rufus.Jimmy gruñó de manera ambigua. No le

gustaba que mencionase al doctor Rufus; pormucho que Dolly le asegurase que el médico eraamigo de su padre y que era demasiado viejo, enrealidad, para interesarse por ella de esamanera, Jimmy torcía el gesto y cambiaba detema. Tomó su mano sobre la mesa.

—¿Y Kitty? ¿Cómo está?—Oh, bueno, Kitty… —Dolly vaciló,

recordando esas opiniones infundadas sobreVivien y sus amoríos—. Está en plena forma;por supuesto, las mujeres como ella siempre loestán.

—¿Las mujeres como ella? —repitió Jimmysocarronamente.

—Quiero decir que le vendría bien prestarmás atención a su trabajo y menos a lo queocurre en la calle y en los clubes nocturnos.Supongo que algunas personas no pueden

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contenerse. —Miró a Jimmy—. No te caeríabien, creo.

—¿No?Dolly negó con la cabeza y dio una calada.—Es una chismosa y, tengo que decirlo,

inclinada a la indecencia.—¿Indecencia? —Divertido, una sonrisa

juguetona se asomaba a sus labios—. Vaya,vaya…

Dolly hablaba en serio: Kitty tenía el hábitode meter a sus amigos por la noche a hurtadillas;ella creía que Dolly no lo sabía, pero, quédiablos, con el ruido que armaban, debería haberestado sorda para no darse cuenta.

—Ah, sí, claro —dijo Dolly. En la mesahabía una solitaria vela que parpadeaba en suvaso y ella la giraba, distraída, de un lado a otro.

Todavía no había hablado con Jimmy acercade Vivien. No sabía por qué, exactamente; no sedebía a que temiese que él no aprobase surelación con Vivien, claro que no, pero el instinto

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le pedía que mantuviese esa amistad naciente ensecreto, como algo solo suyo. Esta noche, sinembargo, al verlo en persona, un poco achispadadebido a ese champán dulce, Dolly sintió lanecesidad de contarle todo.

—En realidad —dijo, nerviosa de repente—,no sé si lo he mencionado en mis cartas, pero hehecho una nueva amiga.

—¿Sí?—Sí, Vivien. —Bastaba decir su nombre

para que Dolly sintiese un poco de felicidad—.Casada con Henry Jenkins, ya sabes, el escritor.Viven al otro lado de la calle, en el número 25, ynos hemos hecho buenas amigas.

—¿Es eso cierto? —Jimmy se rio—. Quéextraña coincidencia, pero acabo de leer uno desus libros.

Tal vez Dolly habría preguntado cuál, perono estaba escuchando; en su mente searremolinaban todas las cosas que quería deciracerca de Vivien y se había callado hasta ahora.

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—De verdad, es alguien muy especial,Jimmy. Hermosa, por supuesto, pero no de unaforma llamativa y vulgar; y es muy amable,siempre está ayudando al SVM… Te hablé deese comedor que organizamos para los militares,¿no? Eso pensaba. Además, comprende lo quepasó… a mi familia, en Coventry. Ella tambiénes huérfana, ¿sabes?, criada por su tío tras lamuerte de sus padres, en un gran colegio cercade Oxford, construido en la finca familiar. ¿Hedicho ya que es una heredera? Es la propietariade la casa de Campden Grove, no el marido, estoda suya… —Dolly se detuvo a respirar, perosolo porque no estaba segura de los detalles—.Y no es que no pare de hablar de eso; ella no esuna parlanchina de esas.

—Parece fantástica.—Lo es.—Me gustaría conocerla.—Bu-bueno —balbuceó Dolly—, un día de

estos. —Dio una calada al cigarrillo,

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preguntándose por qué sentía algo parecido alpavor ante esa sugerencia. Entre las muchasposibilidades que había previsto, no figuraba queVivien y Jimmy se conociesen; por un lado,Vivien era muy reservada; por otro, bueno,Jimmy era Jimmy. Un encanto, por supuesto,inteligente y amable…, pero no la clase depersona que Vivien vería con buenos ojos, nopara ser el novio de Dolly. No porque Vivienfuese una desalmada, sino porque pertenecía aotra clase, no a la de ellos, pero Dolly, bajo laprotección de lady Gwendolyn, había aprendidolo suficiente para que la aceptase alguien comoVivien. Dolly detestaba mentir a Jimmy, pues loquería; pero no estaba dispuesta a herir sussentimientos por decir las cosas claras. Posó lamano en su brazo y retiró una pelusa de ladesgastada manga de la chaqueta.

—Todo el mundo está demasiado ocupadopor la guerra, ¿verdad? No hay mucho tiempopara quedar con nadie.

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—Podría ir a…—Jimmy, escucha: ¡es nuestra canción!

¿Bailamos? Anda, vamos a bailar.

Su pelo olía a perfume, ese olor embriagadorque había notado al llegar, casi abrumador por suintensidad y sus promesas, y Jimmy podríahaberse quedado así para siempre, con la manoen la parte baja de su espalda, la mejilla contrala de ella, ambos cuerpos moviéndose despacio.Le tentó olvidar sus evasivas cuando le propusoconocer a su amiga; sospechó que la distanciaentre ellos no se debía solo a la pérdida de sufamilia, sino que esta Vivien, la vecinaricachona, quizás tenía algo que ver. Con todaprobabilidad no sería nada: a Dolly le gustabanlos secretos, siempre le habían gustado. Y, detodos modos, ¿qué importaba, aquí y ahora,mientras durase la música?

No importaba, por supuesto, pero nada dura

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para siempre y la canción, traicionera, terminó.Jimmy y Dolly se separaron para aplaudir y fueentonces cuando Jimmy percibió a un hombre defino bigote observándolos desde el borde de lapista de baile. Este sencillo hecho no habría sidomotivo de alarma, pero, además, el hombremantenía una conversación con Rossi, quien serascaba la cabeza con una mano mientras hacíagestos exagerados con la otra y consultaba unalista.

La lista de invitados, comprendió Jimmy, quese sobresaltó. ¿Qué otra cosa podía ser?

Había llegado el momento de hacer mutispor el foro. Jimmy tomó a Dolly de la mano y lallevó lejos, con aire despreocupado. Era muyposible, calculó, si se movían con rapidez ydiscreción, que pudiesen escabullirse bajo elcordón rojo, fundirse con la multitud y hacer unaescapada silenciosa.

Dolly, por desgracia, tenía otros planes; unavez en la pista de baile, no estaba dispuesta a

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irse.—Jimmy, no —decía—, no, escucha, es

Moonlight Serenade.Jimmy comenzó a explicarse y miró atrás,

hacia el hombre de fino bigote, solo paradescubrir que estaba casi a su lado, con uncigarro entre los dientes y la mano tendida.

—Lord Sandbrook —dijo el hombre aJimmy, con la sonrisa amplia y confiada de quienguarda montones de dinero bajo la cama—, esun placer, viejo amigo.

—Lord Dumphee. —Jimmy sintió unapunzada de dolor—. Enhorabuena a usted y a…su novia. Una fiesta estupenda.

—Sí, bueno, me habría gustado algo másíntimo, pero ya conoce a Eva.

—Sí, cómo no. —Jimmy se rio nervioso.Lord Dumphee dio una calada al puro, que

soltó humo como una locomotora; entrecerró losojos muy ligeramente, y Jimmy comprendió quesu anfitrión también daba palos de ciego,

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haciendo lo posible por ubicar a sus misteriososvisitantes.

—Son amigos de mi prometida —dijo.—Sí, eso es…—Cómo no, cómo no —asentía lord

Dumphee. Y a continuación hubo más caladas,más humo y, justo cuando Jimmy pensó queestaban a salvo—: Será mi memoria, claro(pésima, amigo, la culpa es de la guerra y todasestas malditas noches sin dormir), pero no creoque Eva haya mencionado nunca a losSandbrook. ¿Son viejos amigos?

—Oh, sí. Ava y yo nos conocimos hacemuchísimo tiempo.

—Eva.—Eso he dicho. —Jimmy empujó a Dolly

hacia delante—. ¿Conoce a mi esposa, lordDumphee, conoce a…?

—Viola —dijo Dolly, que sonrió como unamosquita muerta—. Viola Sandbrook. —Tendióla mano y lord Dumphee se sacó el puro para

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besarla. Se apartó, pero sin soltar la mano, quesostuvo en alto, y sus ojos recorrieron conavidez el vestido y todas las curvas de su figura.

—¡Querido! —La llamada provenía del otrolado de la sala—. Querido Jonathan.

Lord Dumphee soltó la mano de Dolly alinstante.

—Ah —dijo, como un colegial a quiensorprende la niñera viendo fotografías demujeres desnudas—, aquí viene Eva.

—Vaya, qué tarde es —dijo Jimmy. Agarróla mano de Dolly y la estrechó con fuerza parahacerle saber sus intenciones. Ella le devolvió elgesto enseguida—. Discúlpeme, lord Dumphee—dijo—. Mi más sincera enhorabuena, peroViola y yo hemos de coger un tren.

Y, sin más preámbulos, salieron a toda prisa.Dolly contuvo la risa a duras penas mientrascorrían y zigzagueaban entre el gentío, se

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detenían ante el guardarropa para que Jimmymostrase el vale y recogiese el abrigo de ladyGwendolyn, antes de precipitarse escalerasarriba, que subieron de dos en dos peldaños,hacia el fresco de una noche oscura de Londres.

Alguien los persiguió por el Club 400 (Dollyvolvió la vista y vio a un hombre de caraenrojecida que jadeaba como un sabueso) y nose detuvieron hasta dejar atrás Litchfield Street,mezclarse con la muchedumbre que salía delteatro de St. Martin’s y hallar refugio en ladiminuta Tower Lane. Solo entonces se dejaroncaer sobre la pared de ladrillo, ambos sin aliento,riendo a carcajadas.

—Su cara… —dijo Dolly, que casi no podíarespirar—. Oh, Jimmy, creo que no lo voy aolvidar jamás. Cuando hablaste del tren, sequedó tan…, tan perplejo.

Jimmy se reía también: era un sonido cálidoen la oscuridad. Ahí, donde estaban, la oscuridadera impenetrable; ni siquiera la luna llena había

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logrado adentrarse en ese estrecho callejón consu luz plateada. Dolly estaba aturdida,desbordante de vida y felicidad, y esa energíaespecial de haber sido otra persona. No habíanada que la exaltase de ese modo: ese momentoinvisible en el que dejaba de ser Dolly Smithamy se convertía en otra. No importaba quiénfuese; era el escalofrío de la actuación lo queadoraba, el placer sublime de la mascarada. Eracomo adentrarse en la vida de otra persona.Robarla por un tiempo.

Dolly miró el cielo estrellado. Durante losapagones había muchas más estrellas; era unade las cosas más bellas relacionadas con laguerra. Se oían enormes estallidos queretumbaban en la distancia, los cañonesantiaéreos que replicaban como podían; pero enlo alto las estrellas seguían centelleando por todolo que valía la pena. Eran como Jimmy,comprendió, fieles, perseverantes, algo en lo queconfiar para toda la vida.

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—Harías cualquier cosa por mí, ¿a que sí?—dijo con un suspiro de satisfacción.

—Ya sabes que sí.Había dejado de reírse y, raudo como el

viento, en el callejón cambió el ambiente. «Yasabes que sí». Lo sabía, y saberlo la encandiló yasustó al mismo tiempo. O, más bien, cómoreaccionó su cuerpo. Al oír esa respuesta, Dollysintió un desgarro en la parte baja del vientre.Tembló. Sin pensar, buscó su mano en laoscuridad.

Era cálida, suave, grande, y Dolly se la llevóa la boca para darle un beso en los nudillos. Oyóla respiración de Jimmy y Dolly acompasó surespiración con la de él.

Se sentía valiente, madura, poderosa. Sesentía bella y viva. Con el corazón desbocado,tomó su mano y se la llevó al pecho.

En la garganta de Jimmy, un sonido delicado,un suspiro.

—Doll…

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Lo silenció con un beso. No podía consentirque hablase, no ahora; quizás nunca volviese areunir el valor. Haciendo memoria de todo lo quehabía oído a las risueñas Kitty y Louisa en lacocina del número 7, Dolly bajó la mano paraposarla en su cinturón. La dejó caer un pocomás.

Jimmy gimió, se inclinó para besarla, peroella movió los labios para susurrarle al oído:

—¿Es verdad que harías cualquier cosa pormí?

Él asintió contra el cuello de ella y respondió:—Sí.—¿Y si llevas a esta joven a casa y la dejas

a salvo en la cama?

Jimmy se incorporó mucho después de queDolly se quedara dormida. Había sido una nochegloriosa y no quería que se acabara tan pronto.No quería que nada rompiese el hechizo. Una

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bomba se estrelló en las cercanías y los marcosde las fotografías vibraron en la pared. Dolly semovió en sus sueños y Jimmy posó una mano ensu cabeza con ternura.

Apenas habían hablado al volver a CampdenGrove, ambos demasiado conscientes delsignificado implícito en sus palabras, de habercruzado una línea y encontrarse en un rumbo delque no podrían desviarse. Jimmy nunca habíaestado en el lugar donde Dolly vivía y trabajaba;era una rareza suya: la anciana, explicaba, teníaideas muy tajantes al respecto, y Jimmy siemprelo había respetado.

Cuando llegaron al número 7, ella lo dejópasar entre los sacos de arena por la puertaprincipal, que cerró con delicadeza tras ellos.Dentro de la casa estaba a oscuras, más aúnque en la calle debido a las cortinas, y Jimmycasi se tropezó antes de que Dolly encendierauna pequeña lámpara de mesa a los pies de laescalera. La bombilla emitió un inestable círculo

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de luz sobre la alfombra y la pared, y Jimmyvislumbró por primera vez qué grandiosa eraesta casa de Dolly en realidad. No seentretuvieron, lo cual le alegró, pues tanto lujoera desconcertante. Era una muestra de todo loque quería ofrecerle pero no podía, y no logróevitar la ansiedad al verla tan cómoda aquí.

Dolly se desabrochó las correas de loszapatos de tacón alto, los enganchó con un dedoy lo tomó de la mano. Con un dedo en los labiosy la cabeza inclinada, comenzó a subir laescalera.

—Yo voy a cuidar de ti, Doll —susurróJimmy cuando llegaron a su dormitorio. Ya notenían más cosas que decirse el uno al otro yestaban de pie, junto a la cama, a la espera deque alguien hiciese algo. Ella se rio cuando lodijo, pero esa risa delató sus nervios y él la quisoaún más por ese indicio de incertidumbre juvenil.

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Había ido a contrapié desde que Dolly lo invitó ala cama en ese callejón, pero ahora, al oírla reírasí, al percibir su temor, Jimmy volvió a estar acargo de la situación y de repente el mundorecuperó el orden.

Una parte de él quería arrancarle el vestido,pero, en vez de ello, deslizó un dedo por debajode uno de los finos tirantes. Su piel estabacálida, a pesar del frío de la noche, y sintió quese estremecía al tocarla. Ese movimiento sutil yrepentino le cortó la respiración.

—Voy a cuidar de ti —dijo de nuevo—.Para siempre. —Ella no se rio esta vez, y Jimmyse agachó para besarla. Dios, qué dulce era.Desabotonó el vestido rojo, bajó los tirantes delos hombros y lo dejó caer con delicadeza alsuelo. Ella se quedó de pie, mirándolo fijamente,los senos subiendo y bajando al compás de sualiento entrecortado, y sonrió, una de esassonrisas insinuantes de Dolly que lo provocabany le hacían sufrir, y, antes de que Jimmy supiese

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lo que estaba ocurriendo, le sacó la camisa delos pantalones…

Estalló otra bomba y cayó polvo de yeso delas molduras, por encima de la puerta. Jimmyencendió un cigarrillo mientras los cañonesantiaéreos respondían al ataque. Las pestañasde Dolly, aún dormida, eran negras contra lasmejillas húmedas. Jimmy le acarició el brazo conternura. Qué tonto había sido, qué tonto deremate, al negarse a casarse con ella cuandocasi se lo había rogado. Y aquí estaba él,enojado por la distancia entre ellos, sin detenerseun instante a pensar en su parte de culpa. Esasviejas ideas a las que se aferraba acerca delmatrimonio y el dinero. Al verla esta noche, noobstante, al verla como no la había visto antes, alcomprender qué fácil sería perderla en estenuevo mundo de ella, todo se volvió claro. Teníasuerte de que lo hubiese esperado, de que aúnsintiese lo mismo. Jimmy sonrió, acariciándole elcabello oscuro y resplandeciente; estar aquí,

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junto a ella, era prueba suficiente.Al principio tendrían que vivir en su

apartamento: no era lo que había soñado paraDolly, pero su padre ya se había adaptado y notenía mucho sentido mudarse en medio de unaguerra. Cuando todo acabase podría alquilaralgo en un barrio mejor, tal vez incluso hablarcon el banco sobre un préstamo para su propiohogar. Jimmy había ahorrado un poco de dinero(durante años había guardado los centavossueltos en una jarra) y su editor creía en susfotografías.

Dio una calada al cigarrillo.De momento, tendrían una boda de guerra, y

no había nada de lo que avergonzarse. Eraromántico, pensó: el amor en los tiempos delucha. Dolly estaría bellísima en cualquier caso,sus amigas podrían ser las damas de honor(Kitty y la nueva, Vivien, cuya sola mención loinquietaba) y tal vez lady Gwendolyn Caldicott,en lugar de sus padres; además, Jimmy ya tenía

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el anillo perfecto. Había pertenecido a su madre,y lo guardaba en una caja de terciopelo negro alfondo del cajón de su dormitorio. Lo habíadejado cuando se fue, junto a una nota en la queexplicaba por qué, sobre la almohada dondedormía su padre. Jimmy lo había cuidado desdeentonces; al principio, para devolvérselo cuandoregresase; más tarde, para recordarla; pero,cada vez más, a medida que pasaban los años,para poder comenzar de nuevo junto a la mujerque amaba. Una mujer que no lo abandonara.

Jimmy había adorado a su madre cuando eraniño. Había sido su ídolo, su primer amor, la granluna resplandeciente cuyos ciclos mantenían sudiminuto espíritu humano bajo su poder. Solíacontarle un cuento, recordó, cada vez que nopodía dormir. Era acerca de La Estrella delRuiseñor, un barco, decía, un barco mágico: unviejo galeón de velas amplias y mástil poderosoy seguro, que navegaba por los mares del sueño,noche tras noche, en busca de aventuras. Solía

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sentarse junto a él a un lado de la cama,acariciándole el pelo y tejiendo cuentos sobre lanave invencible, y su voz, mientras hablaba deesos viajes maravillosos, lo calmaba como nadamás podía calmarlo. Hasta que se encontraseflotando en las orillas del sueño, en ese barcoque lo llevaba hacia la gran estrella de Oriente,no se reclinaría a susurrarle al oído: «Ya te vas,cariño. Te veré esta noche en La Estrella delRuiseñor. ¿Me vas a esperar? Vamos a vivir unagran aventura».

Durante mucho tiempo, lo creyó. Trasmarcharse con el otro, ese ricachón de lenguasibilina y automóvil grande y costoso, se contóese cuento a sí mismo cada noche, con lacerteza de verla en sus sueños, donde laagarraría y la traería de vuelta a casa.

Pensó que nunca habría una mujer a la queamase tanto. Y entonces conoció a Dolly.

Jimmy se terminó el cigarrillo y miró el reloj;eran casi las cinco. Tenía que irse si quería

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llegar a tiempo para cocer el huevo deldesayuno de su padre.

Se levantó tan silenciosamente como pudo,se puso el pantalón y se abrochó el cinturón. Seentretuvo un momento para contemplar a Dolly,tras lo cual se agachó para darle el más ligerode los besos. «Te veré en La Estrella delRuiseñor», dijo en voz baja. Aunque se movió,Dolly no llegó a despertarse, y Jimmy sonrió.

Bajó por las escaleras y salió al frío grisinvernal que precedía el amanecer en Londres.La nieve flotaba en el aire, podía olerla, y soplógrandes bocanadas de niebla al caminar, peroJimmy no tenía frío. No esta mañana. DollySmitham lo amaba, se iban a casar y nunca nadamás volvería a salir mal.

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13

Greenacres, 2011

Al sentarse a cenar judías cocidas con tostadas,a Laurel le llamó la atención que quizás era laprimera vez que estaba a solas en Greenacres.Ni mamá ni papá se ocupaban de sus cosas enotra habitación, ni las hermanas frenéticashacían crujir el suelo de arriba y no había nibebé ni animales. Ni siquiera una gallinaempollando fuera. Laurel vivía sola en Londres,como había hecho la mayor parte del tiempodurante cuarenta años; estaba a gusto en supropia compañía. Esta noche, sin embargo,rodeada de las vistas y los sonidos de la infancia,sintió una soledad cuya hondura la sorprendió.

—¿Seguro que vas a estar bien? —preguntó

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Rose por la tarde, antes de irse. Se habíaquedado en la sala de entrada, retorciendo elextremo de un largo collar de abaloriosafricanos, la cabeza inclinada hacia la cocina—.Porque podría quedarme, ya sabes. No seríaninguna molestia. ¿Me quedo? Voy a llamar aSadie para decirle que no puedo ir.

No era muy habitual que Rose sepreocupase por ella, y Laurel se sorprendió.

—Qué tontería —dijo, tal vez un pocoáspera—, no hagas eso. Voy a estar demaravilla.

Rose no acababa de convencerse.—No sé, Lol, es que… no es muy propio de

ti llamar así, sin razón aparente. Sueles estar tanocupada, y ahora… —El collar parecía a puntode deshacerse en sus manos—. ¿Qué te parecesi llamo a Sadie y le digo que nos vemosmañana? No es ninguna molestia.

—Rose, por favor… —Laurel sabíamanifestar su exasperación de forma adorable

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—, por el amor de Dios, ve a ver a tu hija. Ya telo he dicho, estoy aquí solo para descansar unpoco antes de comenzar el rodaje de Macbeth.Para serte sincera, me hacía ilusión disfrutar deun poco de paz y tranquilidad.

Y era cierto. Laurel agradecía que Rosehubiese venido con las llaves, pero en su cabezase arremolinaba tanto lo que ya sabía como loque necesitaba averiguar acerca del pasado desu madre, así que quería poner en orden suspensamientos. Ver el coche de Rosedesaparecer por el camino la colmó de intensasexpectativas. Parecía ser el comienzo de algo.Al fin estaba aquí; lo había hecho, abandonar suvida londinense para llegar al fondo del gransecreto de su familia.

Ahora, sin embargo, a solas en la sala deestar con un plato de comida como todacompañía y una larga noche que se extendíaante ella, Laurel comprobó que su certezadecaía. Deseó haber sopesado mejor la oferta

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de Rose; el amable parloteo de su hermana eralo mejor para evitar que sus pensamientos seadentrasen en las tinieblas; ahora, a Laurel lehabría venido bien esa ayuda. El problema eranlos fantasmas, pues en realidad no estaba sola,pululaban por todas partes: ocultos tras lasesquinas, subiendo y bajando por las escaleras,ruidosos sobre los azulejos del baño. Niñaspequeñas, descalzas, vestidas con canesú, quecrecían desgarbadas; la figura delgada de papáque silbaba en las sombras; y, sobre todo, mamá,en todas partes al mismo tiempo, que era lacasa, Greenacres, cuya pasión y energíaimpregnaba cada tabla de madera, cada panelde vidrio, cada piedra.

Se encontraba en un rincón de la sala ahoramismo… Laurel la veía ahí, envolviendo unregalo de cumpleaños para Iris. Era un librosobre historia antigua, una enciclopedia paraniños, y Laurel recordó la impresión que lecausaron esas hermosas ilustraciones, en blanco

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y negro, que retrataban misteriosos lugares deun pasado remoto. El libro, como objeto, lepareció muy importante a Laurel, y se sintiócelosa cuando Iris lo desenvolvió en la cama desus padres a la mañana siguiente, cuandocomenzó a pasar las páginas con celo depropietaria y colocó la cinta de lectura. Losbuenos libros inspiraban dedicación y un deseocreciente de poseerlos, especialmente a Laurel,que no tenía muchos.

No habían sido una familia muy aficionada alos libros (a la gente le sorprendía saberlo), peronunca prescindieron de los cuentos. Papá semostraba pletórico de anécdotas durante la cenay Dorothy Nicolson era ese tipo de madre queinventaba sus propios cuentos de hadas en lugarde leerlos.

—¿Alguna vez te he hablado —dijo una veza la pequeña Laurel, que se resistía a dormir—de La Estrella del Ruiseñor?

Laurel negó con la cabeza, entusiasmada.

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Le gustaban las historias de mamá.—¿No? Vaya, eso lo explica todo. Me

preguntaba por qué nunca te veía por ahí.—¿Dónde, mamá? ¿Qué es la estrella del

ruiseñor?—Vaya, es el camino a casa, por supuesto,

angelito. Y, además, es el camino hacia allá.—¿El camino adónde? —Laurel estaba

confundida.—A todos los lugares… A cualquier lugar.

—Sonrió entonces, de esa manera que siemprealegraba a Laurel por estar cerca de ella, y seinclinó, como si fuera a decir un secreto. Sucabello oscuro caía sobre un hombro. A Laurelle encantaba escuchar secretos; además, se ledaba muy bien guardarlos, así que prestó sumaatención cuando mamá dijo—: La Estrella delRuiseñor es un gran barco que zarpa cadanoche de las orillas del sueño. ¿Has visto algunavez una foto de un barco pirata, uno de velasblancas y escaleras de soga meciéndose al

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viento?Laurel asintió esperanzada.—Entonces, lo vas a reconocer nada más

verlo, pues es así. El mástil más recto quepuedas imaginar, y una bandera en lo alto, decolor plateado, con una estrella blanca y un parde alas en el centro.

—¿Cómo podría subir a bordo, mami?¿Tengo que ir nadando? —Laurel no era unanadadora muy diestra.

Dorothy se rio.—Eso es lo mejor de todo. Lo único que

tienes que hacer es desearlo y, cuando te quedesdormida esta noche, te verás en esas cálidascubiertas, a punto de zarpar hacia una granaventura.

—¿Y tú estarás ahí, mamá?Dorothy tenía la mirada ausente, una

expresión misteriosa que adoptaba a veces,como si recordase algo que le hiciese sentirse unpoco triste. Pero entonces sonrió y alborotó el

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pelo de Laurel.—Claro que sí, tesoro. ¿Es que crees que te

dejaría ir sola?

En la lejanía, un tren tardío entró silbando enla estación y Laurel dejó escapar un suspiro. Diola impresión de retumbar de una pared a otra yLaurel consideró encender la televisión, solo portener un poco de ruido. Sin embargo, mamá sehabía negado rotundamente a comprar unaparato nuevo con mando a distancia, así quesintonizó BBC Radio 3 en la vieja radio y cogióel libro.

Era su segunda novela de Henry Jenkins, Lamusa rebelde, y, a decir verdad, le estabaresultando árida. De hecho, empezaba asospechar que el autor era un machistaredomado. Sin duda, el protagonista, Humphrey(tan irresistible como el galán de su otro libro),tenía algunas ideas cuestionables acerca de la

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mujer. La adoración era una cosa, pero élparecía considerar a su esposa, Viola, como unapreciada posesión; no tanto una mujer de carney hueso como un espíritu burlón al cual habíacapturado y que, por tanto, le debía su salvación.Viola era un «ser de la naturaleza» venido aLondres para ser civilizado (por Humphrey,cómo no), pero a quien la ciudad no debía«corromper». Laurel puso los ojos en blanco,impaciente. Deseaba que Viola recogiese susbonitas faldas y saliese corriendo tan rápido ytan lejos como pudiese.

No lo hizo, por supuesto: accedió a casarsecon su héroe; al fin y al cabo, era la historia deHumphrey. Al principio a Laurel le habíagustado la joven, pues parecía una heroína víviday digna, impredecible y fresca, pero, cuanto másleía, menos quedaba de ella. Laurel comprendióque se mostraba injusta: la pobre Viola eraapenas adulta y, por tanto, inocente de susdiscutibles criterios. Y, en realidad, ¿qué sabría

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Laurel? Nunca había logrado mantener unarelación más de dos años. No obstante, elmatrimonio de Viola con Humphrey no secorrespondía con su idea de un bonito romance.Persistió durante otros dos capítulos, quellevaron a la pareja a Londres, donde Viola entróen su jaula dorada, antes de perder la pacienciay cerrar el libro con un gesto de frustración.

Apenas eran las nueve, pero Laurel decidióque ya era bastante tarde. Estaba cansadadespués de viajar durante todo el día y queríadespertarse temprano para llegar al hospital abuena hora y, con suerte, encontrar a su madreen su mejor momento. El marido de Rose, Phil,le había prestado un coche (un Mini de 1960,verde como un saltamontes) y Laurel iba adirigirse al pueblo en cuanto estuviese lista. ConLa musa rebelde bajo el brazo, lavó el plato y semetió en la cama, abandonando la planta baja alos fantasmas de Greenacres.

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—Está de suerte —dijo una enfermeraantipática cuando Laurel llegó por la mañana,con un tono que parecía lamentar esa buenasuerte—. Su madre está despierta y en plenaforma. La fiesta de la semana pasada la dejóagotada, ya sabe, pero las visitas de la familiaparecen sentarle de maravilla. Aunque intenteno animarla demasiado. —Sonrió con unallamativa falta de calidez y centró la atención enunas carpetas de plástico.

Laurel se resignó a no bailar danzasirlandesas y se dirigió al pasillo. Llegó a lapuerta de su madre y llamó con delicadeza.Como no hubo respuesta, abrió con cuidado.Dorothy se encontraba recostada en el sillón, yla primera impresión de Laurel fue que estabadormida. Al acercarse, en silencio, comprendióque su madre se hallaba despierta y prestabaatención a algo que sostenía en las manos.

—Hola, mamá —dijo Laurel.La anciana se sobresaltó y giró la cabeza.

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Su mirada parecía perdida entre brumas, perosonrió al distinguir a su hija.

—Laurel —dijo en voz baja—. Creía queestabas en Londres.

—Y estaba. Pero me voy a quedar aquí untiempecito.

Su madre no le preguntó por qué y Laurel secuestionó si, al llegar a cierta edad, cuando setomaban tantas decisiones a sus espaldas ytantos detalles permanecían ocultos, lassorpresas ya no eran desconcertantes. Sepreguntó si también ella descubriría un día que laclaridad absoluta no era posible ni deseable. Quéespantosa perspectiva. Apartó la bandeja y sesentó en la silla de vinilo.

—¿Qué tienes ahí? —Señaló con la cabezael objeto que tenía su madre en el regazo—. ¿Esuna fotografía?

La mano de Dorothy tembló al sostener elpequeño marco plateado. Aun siendo viejo ymaltrecho, estaba reluciente. Laurel no

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recordaba haberlo visto antes.—De Gerry —dijo su madre—. Un regalo

de cumpleaños.Era el regalo perfecto para Dorothy

Nicolson, la patrona de todos los viejosdesechos, lo cual era típico de Gerry. Justocuando parecía ajeno por completo al mundo y atodos sus habitantes, mostraba una lucidezasombrosa. Laurel sintió una punzada al pensaren su hermano: le había dejado un mensaje en elbuzón de voz de la universidad (tres, de hecho),desde que tomó la decisión de irse de Londres.En el más reciente, a última hora de la noche,tras tomarse media botella de tinto, habló conmás claridad, se temía, que en los anteriores. Ledijo que estaba en casa, en Greenacres, decididaa averiguar qué sucedió «cuando éramos niños»,que las otras hermanas no lo sabían todavía yque necesitaba su ayuda. Parecía una buenaidea en ese momento, pero no había recibidorespuesta alguna.

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Laurel se puso las gafas de lectura paraobservar de cerca la fotografía de tonos sepia.

—Una boda —dijo, fijándose en ladisposición de unos desconocidos de atuendosformales detrás del cristal moteado—. Noconocemos a nadie, ¿verdad?

Su madre no respondió, no exactamente.—Qué cosa tan preciosa —dijo, negando

con la cabeza, con una tristeza parsimoniosa—.Una tienda de la beneficencia, ahí es donde laencontró. Esas personas… deberían estar en lapared de una casa, no al fondo de una caja decosas tiradas… Es terrible, ¿verdad, Laurel?,cómo apartamos a la gente.

Laurel mostró su acuerdo.—Es una foto preciosa, ¿verdad? —dijo,

pasando un dedo por el cristal—. Eran tiemposde guerra, por el tipo de ropa, aunque él no llevauniforme.

—No todo el mundo llevaba uniforme.—¿Haraganes, quieres decir?

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—Había otros motivos. —Dorothy tomó denuevo la fotografía. La estudió una vez más, traslo cual extendió una mano temblorosa paradejarla junto a la fotografía enmarcada de supropia boda, tan austera.

Al mencionar la guerra, Laurel sintió, ante laoportunidad que se presentaba, el vértigo de laexpectativa. No iba a encontrar otro momentomejor para charlar sobre el pasado de su madre.

—¿Qué hiciste en la guerra, mamá? —preguntó con una despreocupación estudiada.

—Estuve en el Servicio Voluntario deMujeres.

Así, sin más. Ni rastro de duda, ni reticencia,ni nada que sugiriese que era la primera vez quemadre e hija abordaban el tema. Laurel seagarró con ímpetu a ese hilo de la conversación.

—Es decir, ¿tejías calcetines y servíascomida a los soldados?

Su madre asintió.—Teníamos una cantina en una cripta.

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Servíamos sopa… A veces íbamos en unacantina móvil.

—¿Qué? ¿Por las calles, esquivando lasbombas?

Otro ligero gesto con la cabeza.—Mamá… —Laurel no encontraba

palabras. Una respuesta, había recibido unarespuesta—. Qué valiente eras.

—No —dijo Dorothy, con un tonosorprendentemente cortante. Le temblaron loslabios—. Había personas mucho más valientesque yo.

—Nunca habías hablado de esto.—No.¿Por qué no?, quiso indagar Laurel. Dime.

¿Por qué era todo un gran secreto? HenryJenkins y Vivien, la infancia de su madre enCoventry, los años de guerra antes de conocer apapá… ¿Qué había sucedido para que su madrese aferrase a esa segunda oportunidad con todassus fuerzas, para convertirla en una persona

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capaz de matar al hombre que amenazaba conrevivir su pasado? En vez de ello, Laurel dijo:

—Ojalá te hubiese conocido entonces.Dorothy sonrió débilmente.—Habría sido difícil.—Ya sabes lo que quiero decir.Su madre cambió de postura en la silla. El

malestar se reflejó en las líneas de su frenteacartonada.

—No creo que te hubiese caído muy bien.—¿Qué quieres decir? ¿Por qué no?La boca de Dorothy se retorció, como si las

palabras se negasen a salir.—¿Por qué no, mamá?Dorothy se obligó a sonreír, pero una

sombra, en su voz y en sus ojos, desmentía esasonrisa.

—Las personas cambian a medida que vanenvejeciendo… Se vuelven más sabias, tomandecisiones mejores… Yo soy muy vieja, Laurel.Para alguien que ha vivido tanto como yo, es

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imposible no arrepentirse de… cosas que hizoen el pasado…, cosas que le habría gustadohacer de otro modo.

El pasado, el arrepentimiento, las personasque cambian… Laurel sintió la emoción dehaber llegado al fin. Procuró hablar con ligereza,como una hija cariñosa que pregunta a suanciana madre acerca de su vida.

—¿Qué cosas, mamá? ¿Qué habrías hechode otro modo?

Pero Dorothy ya no estaba escuchando. Sumirada se extraviaba en la lejanía; sus dedos seafanaban recorriendo los bordes de la manta quele cubría el regazo.

—Mi padre solía decirme que me iba ameter en líos si no tenía cuidado…

—Todos los padres dicen eso —aseguróLaurel con cautela y ternura—. No me cabeduda de que no hiciste nada peor que el resto denosotros.

—Trató de avisarme, pero yo nunca lo

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escuché. Pensé que sabía lo que me hacía. Fuicastigada por mis malas decisiones, Laurel… Loperdí todo…, todo lo que amaba.

—¿Cómo? ¿Qué pasó?Pero el discurso anterior, y los recuerdos

que trajo consigo, dejaron agotada a Dorothy yse desplomó sobre los cojines. Sus labios semovieron un poco, pero no emitieron sonidoalguno y, al cabo de un momento, se dio porvencida y giró la cabeza hacia la ventanaempañada.

Laurel estudió el perfil de su madre y deseóhaber sido otro tipo de hija, disponer de mástiempo, poder volver atrás y comenzar de nuevo,no dejarlo todo para el final y encontrarsesentada junto al lecho de su madre con tantosespacios en blanco por rellenar.

—Oh, vaya —dijo con alegría, probando unatáctica diferente—, Rose me mostró algo muyespecial. —Buscó el álbum de familia en elestante y sacó la fotografía de su madre y

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Vivien. A pesar de todos sus intentos pormantener la compostura, notó que le temblabanlos dedos—. Estaba en un baúl, creo, enGreenacres.

Dorothy tomó la fotografía que le ofrecía yla miró.

En el pasillo se abrieron y cerraron unaspuertas, un timbre sonó a lo lejos, los cochesfrenaban y aceleraban en la rotonda.

—Erais amigas —comentó Laurel.Su madre asintió, vacilante.—Durante la guerra.Asintió de nuevo.—Se llamaba Vivien.Esta vez Dorothy alzó la vista. En su cara

arrugada se reflejó fugazmente la sorpresa,seguida de algo más. Laurel estaba a punto deexplicarse acerca del libro y su dedicatoriacuando su madre, en voz tan baja que Laurelcasi no lo oyó, dijo:

—Murió. Vivien murió en la guerra.

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Laurel recordó haberlo leído en el obituariode Henry Jenkins.

—En un bombardeo —dijo.Su madre no mostró señal alguna de haberla

oído. De nuevo miraba la fotografía, fijamente.Tenía los ojos bañados en lágrimas y de repentesus mejillas estaban húmedas.

—Casi no me reconozco —dijo con una vozdébil y remota.

—Fue hace muchísimo tiempo.—En otra vida. —Dorothy sacó un pañuelo

arrugado de algún lugar y lo apretó contra lasmejillas.

Su madre aún hablaba en voz queda tras elpañuelo, pero Laurel no comprendió todas laspalabras: hablaba de bombas y el ruido y detener miedo de volver a empezar. Se acercó,con un hormigueo en la piel al presentir que lasrespuestas estaban al alcance.

—¿Qué has dicho, mamá?Dorothy se volvió hacia Laurel y la miró

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asustada, como si hubiera visto un fantasma.Agarró la manga de Laurel; cuando habló, suvoz estaba crispada.

—Hice algo, Laurel —susurró—, durante laguerra… No pensaba con claridad, todo salióterriblemente mal… No sabía qué otra cosahacer y parecía el plan perfecto, que loarreglaría todo, pero él lo descubrió… y seenfadó.

A Laurel le dio un vuelco el corazón. Él.—¿Por eso vino ese hombre, mamá? ¿Por

eso vino ese día, en el cumpleaños de Gerry? —Se le comprimió el pecho. Una vez más, teníadieciséis años.

Su madre aún agarraba la manga de Laurel,tenía la cara pálida y su vocecilla oscilaba comoun junco:

—Me encontró, Laurel… Nunca dejó debuscarme.

—¿Por lo que hiciste en la guerra?—Sí. —Apenas audible.

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—¿Qué fue, mamá? ¿Qué hiciste?La puerta se abrió y apareció la enfermera

Ratched con una bandeja.—La hora de comer —dijo bruscamente,

colocando la mesa en su sitio. Llenó a medias unvaso de plástico con té tibio y comprobó quequedaba agua en la jarra—. Toca el timbrecuando hayas terminado, cielo —canturreó convoz atronadora—. Cuando vuelva, te ayudo a iral baño. —Echó un vistazo a la mesa paraasegurarse de que todo estaba en orden—.¿Necesitas algo más antes de que me vaya?

Dorothy estaba aturdida, exhausta, y susojos exploraron el rostro de la mujer.

La enfermera sonrió de buen humor, seagachó para estar más cerca.

—¿Necesitas algo más, cielo?—Oh. —Dorothy pestañeó y ofreció una

sonrisa desconcertada y tenue que rompió elcorazón a Laurel—. Sí, sí, por favor. Necesitohablar con el doctor Rufus…

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—¿El doctor Rufus? Querrás decir el doctorCotter, cielo.

La confusión se extendió como una sombrapor su rostro pálido y dijo:

—Sí. —Su sonrisa eran aún más tenue—.Por supuesto, el doctor Cotter.

La enfermera, tras asegurarle que se lopediría en cuanto pudiese, se volvió hacia Laurelcon una mirada cómplice y se dio unosgolpecitos en la frente con un dedo. Laurelresistió la tentación de estrangular con la correadel bolso a la mujer, que recorría la habitaciónhaciendo ruido con el calzado de suela blanda.

La espera para que se marchara fueinterminable: recogió las tazas usadas, tomónotas en el historial médico, se detuvo parahacer comentarios ociosos sobre la lluvia. Laurelestaba a punto de perder la paciencia cuando alfin se cerró la puerta detrás de ella.

—¿Mamá? —comenzó, más alto de lo quele hubiera gustado.

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Dorothy Nicolson miró a su hija. Había unaagradable inexpresividad en su rostro y Laurelse sobresaltó al comprender que había caído enel olvido lo que tanto le urgía decir antes de lainterrupción. Se había retirado, allá donde losviejos secretos descansan. La frustración fueabrumadora. Podría preguntar de nuevo, porejemplo: «¿Qué hiciste para que ese hombre tepersiguiese? ¿Tenía algo que ver con Vivien?Por favor, dímelo, para olvidarme de toda estahistoria», pero esa cara tan querida, esa caraanciana y agotada, la miraba ahora en un estadode leve perplejidad y una leve sonrisa se dibujócuando dijo:

—¿Sí, Laurel?Reuniendo toda la paciencia de la que era

capaz (mañana, lo intentaría de nuevo mañana),Laurel le devolvió la sonrisa y dijo:

—¿Te ayudo con la comida, mamá?

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Dorothy no comió mucho; se habíamarchitado durante la última media hora y unavez más a Laurel le impresionó lo frágil que era.El sillón verde, que habían traído de casa, erabastante humilde, y Laurel había visto a sumadre ahí sentada muchísimas veces a lo largode los años. No obstante, las proporciones delsillón habían cambiado en los últimos meses yera ahora una cosa descomunal que devoraba amamá como un oso hambriento.

—¿Y si te cepillo el pelo? —dijo Laurel—.¿Te gustaría?

El fantasma de una sonrisa se esbozó en loslabios de Dorothy, que asintió levemente.

—Mi madre solía cepillarme el pelo.—¿De verdad?—Fingía que no me gustaba, quería ser

independiente, pero era maravilloso.Laurel sonrió mientras alcanzaba el cepillo

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de un estante detrás de la cama; lo pasósuavemente entre esas pelusas de diente de leóny trató de imaginar a su madre de niña.Aventurera sin duda, traviesa en ocasiones, perosu forma de ser inspiraría cariño. Laurel supusoque nunca lo sabría, no a menos que su madrese lo contase.

Los párpados de Dorothy, finos como elpapel, se cerraron y de vez en cuando secontraían ante las misteriosas imágenes que seformaban bajo esa oscuridad. Su respiración sevolvió más pausada mientras Laurel leacariciaba el pelo y, cuando adquirió el ritmo delsueño, Laurel dejó el cepillo tan silenciosamentecomo pudo. Cubrió bien el regazo de su madrecon la manta de ganchillo y la besó con ternuraen la mejilla.

—Adiós, mamá —susurró—. Vuelvomañana.

Estaba saliendo de puntillas, con cuidado deno mover demasiado el bolso ni hacer ruido con

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los zapatos, cuando una voz somnolienta dijo:—Ese muchacho.Laurel se giró, sorprendida. Los ojos de su

madre aún estaban cerrados.—Ese muchacho, Laurel —farfulló.—¿Qué muchacho?—Ese con el que andas…, Billy. —Sus ojos

brumosos se abrieron y giró la cabeza haciaLaurel. Levantó un dedo y habló con una vozsuave y triste—: ¿Es que crees que no meentero? ¿Es que crees que yo no fui joven unavez? ¿Que no sé qué es soñar con un muchachoapuesto?

Laurel comprendió que su madre ya noestaba en la habitación del hospital, que estabade vuelta en Greenacres, hablando con su hijaadolescente. Era un hecho desconcertante.

—¿Me estás escuchando, Laurel?Tragó saliva, encontró la voz:—Te estoy escuchando, mami. —Hacía

mucho tiempo que no llamaba a su madre así.

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—Si te pide que te cases con él y tú loquieres, entonces di que sí… ¿Me comprendes?

Laurel asintió. Se sintió extraña, aturdida,acalorada. Las enfermeras le habían dicho queúltimamente su madre divagaba entre elpresente y el pasado como un sintonizador deradio que pierde el canal, pero ¿qué la habíatraído hasta aquí? ¿Por qué ese interés por unjoven al que apenas había conocido, un idiliofugaz de Laurel de hace muchísimo tiempo?

Dorothy movió los labios uno contra el otro,suavemente, y dijo:

—He cometido tantos errores…, tantoserrores. —Las lágrimas bañaban sus mejillas—.Amor, Laurel, esa es la única razón paracasarse. Por amor.

Laurel necesitó entrar en los baños delpasillo del hospital. Abrió el grifo, juntó lasmanos y se echó agua en la cara; apoyó las

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palmas en el lavabo. Cerca del desagüe habíaunas grietas finísimas, que se fundieron cuandosu visión se volvió borrosa. Laurel cerró los ojos.Le latía el pulso como un taladro contra losoídos. Dios, estaba perturbada.

No era el mero hecho de que le hablaracomo si fuera adolescente, de haber borrado alinstante cincuenta años, el conjuro de la juventudde antaño, la lejana sensación del primer amorque la rodeaba. Eran las palabras en sí, elapremio en la voz de su madre, la sinceridad quesugería que lo que ofrecía a su hija adolescenteera su propia experiencia. Que presionaba aLaurel para que tomase las decisiones que ella,Dorothy, no había tomado…, para que evitaselos mismos errores que ella cometió.

Pero no tenía sentido. Su madre habíaquerido a su padre; Laurel lo sabía con la mismacerteza con que sabía su nombre. Habían estadocasados cinco décadas y media antes de lamuerte de él, sin ni siquiera un atisbo de crisis

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matrimonial. Si Dorothy se había casado poralguna otra razón, si había lamentado esadecisión todos esos años, lo había disimulado demaravilla. ¿Era posible prolongar en el tiempouna actuación semejante? Por supuesto que no.Además, Laurel había escuchado cientos deveces cómo sus padres se conocieron y seenamoraron; había visto cómo su madre mirabaarrobada a su padre mientras él evocaba cómosupo al instante que su destino era estar juntos.

Laurel alzó la vista. La abuela Nicolson tuvosus dudas. Laurel notó desde el principio ciertatirantez entre su madre y su abuela: laformalidad con que se hablaban, los labiosfruncidos de la mujer mayor al contemplar a sunuera cuando pensaba que nadie la estabamirando. Y entonces, cuando Laurel teníaquince años más o menos y estaban de visita enla pensión de la abuela Nicolson junto el mar,oyó algo que no debería haber oído. Unamañana pasó demasiado tiempo al sol y volvió

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temprano con un intenso dolor de cabeza y loshombros muy quemados. Estaba acostada en suhabitación a oscuras, con una toallita húmeda enla frente y una sensación opresora en el pecho,cuando la abuela Nicolson y la señorita Perry,una anciana inquilina, pasaron por el pasillo.

—Tienes que estar muy orgullosa de él,Gertrude —decía la señorita Perry—. Claro quesí, siempre ha sido un buen muchacho.

—Sí, vale su peso en oro, mi Stephen. Es demás ayuda de lo que lo fue su padre. —Laabuela se detuvo, a la espera del resoplido deconformidad que se avecinaba, tras lo cualprosiguió—: Y bondadoso, también. Incapaz dever una perra callejera y no cuidarla.

Fue entonces cuando Laurel comenzó ainteresarse. Las palabras acarreaban los ecosde conversaciones anteriores, y desde luego laseñorita Perry parecía saber exactamente a quése refería la abuela.

—No —dijo—. El pobre no tenía la menor

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oportunidad. No con una tan bonita como ella.—¿Bonita? Bueno, supongo, si te gustan así.

Un poco demasiado… —la abuela hizo unapausa, y Laurel se estiró para oír qué palabraarrojaba—, un poco demasiado madura, para migusto.

—Oh, sí —se retractó la señorita Perryenseguida—, madura en exceso. Sabía quién eraun buen partido nada más verlo, ¿eh?

—Pues sí.—Sabía a quién echarle el guante.—Sin duda.—Y pensar que se podía haber casado con

una buena vecina, como Pauline Simmonds, quevive ahí mismo. Siempre pensé que debía deestar loca por él.

—Por supuesto que lo estaba —masculló laabuela—, ¿y quién podría culparla? Pero nocontábamos con Dorothy, ¿verdad? La pobrePauline no tenía la menor posibilidad, no con unacomo esa, que tenía las cosas muy claras.

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—Qué lástima. —La señorita Perry sabíabien qué le tocaba decir—. Qué lástima másgrande.

—Lo embrujó, vaya que sí. Mi queridomuchacho ni lo vio venir. Él creía que ella erauna joven inocente, claro, ¿y quién podríaculparlo? Apenas unos meses después de volverde Francia ya estaban casados. Le sorbió lossesos. Es una de esas personas que siemprelogra lo que quiere, ¿a que sí?

—Y lo quería a él.—Quería escapar, y mi hijo le dio la

oportunidad. En cuanto se casaron, ella loarrastró lejos de sus seres queridos paracomenzar de nuevo en esa casa medio enruinas. Me culpo a mí misma, por supuesto.

—Pero ¡no deberías!—Yo fui quien la trajo a esta casa.—Estábamos en guerra, era casi imposible

contratar a alguien de confianza… ¿Cómo ibasa saberlo?

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—Pues es eso, precisamente. Deberíahaberlo sabido: tenía que haberme propuestosaberlo. Fui demasiado confiada. Al menos, alprincipio. Hice algunas pesquisas sobre ella,pero solo después, y para entonces ya erademasiado tarde.

—¿Qué quieres decir? ¿Demasiado tardepara qué? ¿Qué averiguaste?

Pero el hallazgo de la abuela Nicolson, fueselo que fuese, siguió siendo un misterio paraLaurel, pues salieron del pasillo antes de que suabuela respondiese. En realidad, a Laurel no lepreocupó demasiado por aquel entonces. Laabuela Nicolson era una mojigata a la que legustaba ser el centro de atención y martirizar asu nieta, pues, en cuanto miraba a un chico en laplaya, se lo decía a sus padres. En cuanto a loque la abuela creía haber descubierto acerca desu madre, pensó Laurel, acostada en laoscuridad, maldiciendo el dolor de cabeza, nosería más que una exageración o una mentira.

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Ahora, sin embargo (Laurel se secó la caray las manos), ya no estaba tan segura. Lassospechas de la abuela (que Dorothy buscabauna escapatoria, que no era tan inocente comoparecía, que se había casado por conveniencia)parecían concordar, de algún modo, con lo quesu madre le acababa de contar.

¿Huía Dorothy Smitham de un compromisoroto cuando apareció en la pensión de la señoraNicolson? ¿Era eso lo que la abuela habíadescubierto? Era posible, pero debía de haberalgo más. Quizás una relación habría bastadopara que su abuela se agriara (qué poco senecesitaba para eso), pero, con certeza, sumadre no lo seguiría lamentando sesenta añosmás tarde (y se sentía culpable, creía Laurel:hablaba de errores, de no haberlo pensado bien),a menos que, tal vez, hubiese huido sin decirlenada a su novio. Pero ¿por qué, si lo amabatanto, habría hecho tal cosa? ¿Por qué no secasó con él? Y ¿qué tenía que ver todo esto con

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Vivien y Henry Jenkins?Había algo que se le escapaba; muchas

cosas, probablemente. Dejó escapar un suspirode exasperación que retumbó por las paredesdel baño. La frustración se apoderó de ella.Cuántos indicios dispares que no significabannada por sí mismos. Laurel arrancó un pedazode papel higiénico y frotó el maquillaje que se lehabía corrido bajo los ojos. El misterio era comoel comienzo de un juego infantil de unir lospuntos o una constelación en el cielo nocturno.Su padre una vez los llevó a observar el cielocuando Laurel era pequeña. Acamparon en loalto del bosque del Ciego y, mientras esperabanque el ocaso terminase y surgiesen las estrellas,les contó que una vez se perdió de niño y siguiólas estrellas para volver a casa.

—Solo hay que buscar los dibujos —dijo,ajustando el telescopio en el trípode—. Si algunavez estáis solas en la oscuridad, os mostrarán elcamino de vuelta.

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—Pero yo no veo ningún dibujo —protestóLaurel, que frotaba los mitones y escudriñabalas estrellas, que titilaban en el cielo.

Papá sonrió con cariño.—Eso es porque te estás fijando en las

estrellas —dijo— y no en el espacio que hay enmedio. Tienes que trazar las líneas en tu mente,así es como se ve el dibujo completo.

Laurel se observó en el espejo del hospital.Parpadeó y ese recuerdo adorable de su padrese disolvió. Lo reemplazó un repentino dolor detristeza mortal: cómo lo echaba de menos, seestaba haciendo vieja, su madre decaía.

Tenía un aspecto desastroso. Laurel sacó elpeine y se arregló el pelo como pudo. Era uncomienzo. Encontrar dibujos en lasconstelaciones nunca fue su punto fuerte. FueGerry quien los impresionó a todos al darlesentido al cielo nocturno; ya de pequeñoseñalaba imágenes y formas donde Laurel soloveía estrellas dispersas.

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Los recuerdos de su hermano arremetieroncontra Laurel. Deberían estar juntos en estabúsqueda, maldita sea. Era de ambos. Sacó elteléfono y miró si tenía llamadas perdidas.

Nada. Todavía nada.Recorrió la libreta de direcciones hasta

llegar al número de su despacho y llamó. Esperómordiéndose las uñas y lamentando (no porprimera vez) que su hermano se negase enredondo a comprarse un móvil, mientras sonabay sonaba un teléfono lejano sobre un escritoriodesordenado de Cambridge. Al fin, un clicseguido de un mensaje: «Hola, ha llamado aGerry Nicolson. En estos momentos estoy enotra galaxia. Por favor, deje su número».

Sin embargo, no prometía que fuese allamar, observó Laurel, irónica. No dejómensaje. Tendría que seguir sola por ahora.

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14

Londres, enero de 1941

Dolly entregó el enésimo tazón de sopa y sonrióal joven bombero, quien dijo unas palabras queno oyó. Las risas, las charlas y la música depiano eran atronadoras pero, a juzgar por sugesto, había sido una insinuación. Sonreír nuncale hacía mal a nadie, así que Dolly sonrió y,cuando el joven tomó la sopa y se fue en buscade un lugar donde sentarse, Dolly al fin tuvo surecompensa: un respiro entre todas esas bocashambrientas para sentarse y descansar sus piesagotados.

La estaban matando. Tardó en salir deCampden Grove, pues la bolsa de caramelos delady Gwendolyn había «desaparecido» y la

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anciana cayó presa de un colosal malestar. Loscaramelos aparecieron al fin, aplastados contrael colchón bajo el grandioso trasero de la grandama; pero Dolly ya iba tan mal de tiempo quehubo de correr hasta Church Street con un parde zapatos de raso cuya única función era seradmirados. Llegó sin aliento y con los piesdoloridos, solo para que sus esperanzas deentrar sigilosamente entre los soldados deparranda se derrumbaran. A medio camino ladivisó la jefa de la sección, la señoraWaddingham, una mujer de hocico animal y unagrave afección de eccema por lo que siempreiba enguantada y de mal humor, incluso cuandohacía buen tiempo.

—Tarde otra vez, Dorothy —dijo con loslabios prietos como el culo de un perro salchicha—. Ve a la cocina a servir sopa; hemos estadotoda la tarde con el agua al cuello.

Dolly conocía esa sensación. Peor aún, unrápido vistazo confirmó que sus prisas habían

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sido en vano: Vivien ni siquiera estaba ahí. Locual no tenía sentido, pues Dolly habíacomprobado con atención que compartían elmismo turno; es más, había saludado a Viviendesde la ventana de lady Gwendolyn hacíaapenas una hora, cuando la vio salir del número25 con su uniforme del SVM.

—Vamos, niña —dijo la señoraWaddingham, que le metió prisa con un gesto delas manos enguantadas—. A la cocina. Laguerra no va a esperar por una niña como tú, ¿aque no?

Dolly contuvo las ganas de derribar a lamujer con un fuerte golpe en la tibia, perodecidió que no sería recatado. Suprimió unasonrisa (a veces imaginarlo era tan placenterocomo hacerlo) y asintió servilmente a la señoraWaddingham.

Habían montado un comedor en la cripta de

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la iglesia de Santa María y la «cocina» era unpequeño nicho con corrientes de aire en el cualuna mesa de caballetes, cubierta con una falda ybanderas del Reino Unido, servía de mostrador.Había un pequeño lavabo en un rincón, y unacocina de queroseno para mantener la sopacaliente; lo mejor de todo, por lo que a Dollyrespectaba, era un banco junto a la pared.

Echó un último vistazo a su alrededor paraasegurarse de que nadie notaría su ausencia: lasala estaba llena de militares satisfechos, un parde conductores de ambulancia jugaban al tenisde mesa y el resto de las chicas del SVMmantenían sus agujas de tejer y sus lenguas bienocupadas en un rincón lejano. La señoraWaddingham estaba entre ellas, de espaldas a lacocina, y Dolly decidió incurrir en el riesgo dedespertar la ira del dragón. Dos horas erademasiado tiempo para estar de pie. Se sentó yse quitó los zapatos; con un suspiro de dulcealivio, arqueó los dedos de los pies, despacio,

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adelante y atrás.Los miembros del SVM no debían fumar en

la cantina (la normativa contra incendios), peroDolly hurgó en el bolso y sacó un paquete nuevoy reluciente que había comprado al señorHopton, el tendero. Los soldados fumaban todoel rato (quién iba a prohibírselo), y una nubeperenne de tabaco gris pendía del techo; Dollypensó que nadie notaría si la nube crecía unpoquito. Se puso cómoda en el suelo de baldosasy encendió la cerilla, entregándose por fin aevocar ese hecho trascendental acaecido por latarde.

Había comenzado de un modo más bienanodino: Dolly tuvo que ir de compras despuésde comer y, a pesar de que se avergonzaba alrecordarlo ahora, la tarea la puso de muy malhumor. Por aquel entonces no era fácilencontrar caramelos, pues el azúcar estabaracionado, pero lady Gwendolyn no aceptaba unno como respuesta y Dolly se vio obligada a

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husmear en los callejones de Notting Hill enbusca de un amigo de un tío de un señor, quien(se rumoreaba) todavía tenía contrabando a laventa. Acababa de llegar al número 7 dos horasmás tarde y se estaba quitando la bufanda y losguantes cuando sonó el timbre.

Con el día que estaba teniendo, Dolly esperóver a una chusma de niños malcriadosrecogiendo chatarra de los Spitfire; en vez deeso, se encontró con un hombre menudo de finobigote y con una marca de nacimiento que lecubría una mejilla. Llevaba un enorme maletínnegro de piel de cocodrilo, repleto a más nopoder, cuyo peso parecía causarle ciertamolestia. Un vistazo a su pulcro peinado bastó,sin embargo, para percibir que no era de los queadmitían que algo les irritaba.

—Pemberly —dijo bruscamente—.Reginald Pemberly, abogado, vengo a ver a ladyGwendolyn Caldicott. —Se inclinó para añadir,con voz sigilosa—: Se trata de una cuestión

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urgente.Dolly había oído hablar del señor Pemberly

(«Un ratoncito de hombre, nada que ver con supadre. Pero sabe cómo mantener la contabilidad,así que le permito que lleve mis cuentas…»),pero no lo había visto antes. Lo dejó entrar, aresguardo de la helada, y se apresuró escalerasarriba para averiguar si lady Gwendolyn sealegraría de verlo. Nada la alegraba, en realidad,pero cuando se trataba de dinero siempre estabaalerta, por lo que, a pesar de hundir las mejillascon desdén taciturno, hizo un gesto con suporcina mano para indicar que le daba permisopara entrar en sus aposentos.

—Buenas tardes, lady Gwendolyn —resoplóel hombre (había tres tramos de escaleras, al finy al cabo)—. Lamento visitarla tan de repente,pero es por el bombardeo, ya ve. Recibí unfuerte golpe en diciembre, y he perdido todosmis documentos y archivos. Una terriblemolestia, como puede imaginar, pero lo estoy

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recuperando todo… A partir de ahora, lo voy allevar todo encima. —Dio unos golpecitos almaletín atiborrado.

Pidieron a Dolly que se retirase y pasó lasiguiente media hora en su dormitorio, conpegamento y tijeras en la mano, actualizando suLibro de Ideas y echando vistazos al reloj concreciente ansiedad a medida que se acercaba lahora de su turno en el SVM. Al final, lacampanilla repiqueteó arriba y acudió de nuevoa los aposentos de su señora.

—Acompañe al señor Pemberly a la puerta—dijo lady Gwendolyn, que hizo una pausadebido al aparatoso hipo— y luego vuelve aacostarme. —Dolly sonrió y asintió, y, mientrasesperaba a que el letrado cargase el maletín, laanciana, con su despreocupación habitual,añadió—: Esta es Dorothy, señor Pemberly,Dorothy Smitham. La joven de quien le hablaba.

Hubo un cambio inmediato en la actitud delabogado.

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—Es un placer conocerla —dijo con grandeferencia, tras lo cual abrió la puerta y dejópasar a Dolly. Mantuvieron una conversacióncordial al bajar las escaleras y, cuando llegaron ala puerta principal y estaban despidiéndose, él sevolvió hacia ella y dijo, con un atisbo de asombro—: Ha hecho algo notable, señorita. Creo queno había visto jamás a la estimada ladyGwendolyn tan alegre, no desde ese espantosoasunto con su hermana. Vaya, ni siquiera mealzó la mano, no digamos ya el bastón. Quéespléndido. No es de extrañar que tengadebilidad por usted. —Y entonces sorprendió aDolly con un sutil guiño.

«Algo notable…, no desde el espantosoasunto con su hermana…, tenga debilidad porusted». Sentada en las losas de la cripta cantina,Dolly sonrió dulcemente al evocar la escena.Era difícil de asimilar. El doctor Rufus habíainsinuado que lady Gwendolyn quizás cambiasesu testamento para mencionar a Dolly y la

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anciana siempre hacía comentarios jocosos eneste sentido, pero hablar con su abogado,explicarle cuánto apreciaba a su jovenacompañante, decirle que ya eran casi fami…

—Hola. —Una voz familiar interrumpió lospensamientos de Dolly—. ¿Qué hay que hacerpara que te atiendan por aquí?

Dolly alzó la vista, sobresaltada, y vio aJimmy, quien se inclinaba sobre el mostradorpara mirarla. Se rio, y ese mechón de pelomoreno le cayó sobre los ojos.

—Haciendo novillos, ¿eh, señorita Smitham?A Dolly se le heló la sangre.—¿Qué haces aquí? —dijo, poniéndose en

pie.—Pasaba por aquí. Trabajo. —Señaló la

cámara que llevaba al hombro—. Se me ocurrióentrar para llevarme a mi chica.

Dolly se llevó un dedo a los labios y le pidiósilencio mientras apagaba el cigarrillo en lapared.

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—Dijimos que nos veríamos en LyonsCorner House —susurró al tiempo que seapresuraba hacia el mostrador y se alisaba lafalda—. Todavía no he terminado mi turno,Jimmy.

—Ya veo que estás muy ocupada. —Sonrió,pero Dolly siguió seria.

Echó un vistazo hacia la sala abarrotada. Laseñora Waddingham aún cotorreaba sobre hacerpunto y no había ni rastro de Vivien… Aun así,era arriesgado.

—Ve sin mí —dijo en voz baja—. Yo iré encuanto pueda.

—No me importa esperar; así puedo ver ami chica en acción. —Se inclinó sobre elmostrador para besarla, pero Dolly se apartó.

—Estoy trabajando —dijo, a modo deexplicación—. Voy de uniforme. No seríacorrecto. —Jimmy no parecía totalmenteconvencido por esa súbita dedicación alprotocolo, y Dolly intentó una táctica diferente

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—: Escucha —dijo, tan bajo como pudo—. Ve ysiéntate… Toma, un poco de sopa. Yo acaboaquí, busco mi abrigo y nos vamos. ¿Vale?

—Vale.Lo observó al marcharse, y no suspiró

aliviada hasta que encontró sitio, al otro lado dela sala. A Dolly le cosquilleaban los dedosdebido a los nervios. ¿Qué diablos estabapensando al venir aquí cuando ella le había dichomuy claro que se veían en el restaurante? SiVivien hubiese estado trabajando como estabaprevisto, Dolly no habría tenido más remedio quepresentarlos, lo cual habría sido un desastre paraJimmy. Una cosa era en el 400, gallardo yapuesto en el papel de lord Sandbrook, peroaquí, esta noche, vestido con su ropa habitual,andrajosa y sucia tras pasarse la nochetrabajando entre bombardeos… A Dolly le dioun escalofrío al pensar qué diría Vivien aldescubrir que Dolly tenía semejante novio. Peoraún: ¿qué pasaría si se enterase lady

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Gwendolyn?Por ahora (y no había sido fácil), Dolly había

conseguido ocultar la existencia de Jimmy aambas mujeres, al igual que había evitadoabrumar a Jimmy con detalles de su vida enCampden Grove. Pero ¿cómo iba a separar susdos mundos si se empeñaba en hacer locontrario de lo que le pedía? Volvió a enfundarlos pies en esos zapatos tan preciosos comomalsanos y se mordió el labio inferior. Eracomplicado, y jamás sería capaz de explicárselo,aunque él no lo entendería de todos modos, perosolo quería no herir sus sentimientos. Él no teníacabida aquí, en la cantina, ni en el número 7 deCampden Grove ni detrás del cordel rojo del400. Tampoco ella.

Dolly lo miró mientras tomaba la sopa. Québien lo pasaban juntos, como esa noche en el400 y luego en su habitación, pero las personasde esta otra vida suya no debían saber quehabían estado juntos de esa manera, ni Vivien, ni

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mucho menos lady Gwendolyn. El cuerpo enterode Dolly ardió con ansiedad al imaginar quépasaría si su señora descubriese a Jimmy. Cómose le rompería el corazón de nuevo por el temorde perder a Dolly tal y como había perdido a suhermana…

Con un suspiro atribulado, Dolly salió delmostrador y fue a buscar el abrigo. Tendría quehablar con él, encontrar una forma delicada dehacerle comprender que era lo mejor paraambos si iban un poco más despacio. No estaríacontento, lo sabía: odiaba fingir; era una de esaspersonas de principios aburridísimosacostumbradas a ver las cosas con excesivarigidez. Pero lo acabaría aceptando; sabía que loharía.

Dolly casi comenzaba a sentirse optimistacuando llegó a la despensa a coger su abrigo,pero la señora Waddingham le desinfló el ánimo:

—Nos vamos pronto, ¿eh, Dorothy? —Sindarle tiempo a responder, la mujer husmeó el

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aire, recelosa, y añadió—: ¿Es a tabaco a lo quehuelo aquí?

Jimmy se metió la mano en el bolsillo delpantalón. Aún se hallaba ahí, esa cajita deterciopelo negro, en el mismo sitio donde estabalas últimas veinte veces que lo habíacomprobado. El gesto comenzaba a convertirseen una obsesión, así que, cuanto antes pusiese elanillo en el dedo de Dolly, mejor. Había repasadola escena innumerables veces en su mente, perotodavía estaba nerviosísimo. El problema eraque quería que todo fuese perfecto, y Jimmy nocreía en la perfección, no después de todo lo quehabía visto, ese mundo resquebrajado lleno demuerte y de dolor. Dolly, sin embargo, sí creía,de modo que haría todo lo posible.

Había tratado de reservar mesa en uno delos restaurantes de lujo con los que ellafantaseaba últimamente, el Ritz o el Claridge’s,

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pero resultó que estaban llenos y todas susexplicaciones y ruegos cayeron en saco roto. Alprincipio, Jimmy se sintió decepcionado, irritadopor la vieja sensación de querer ser más rico,estar mejor situado. Se recuperó, no obstante, ydecidió que así era mejor: esa exuberancia, detodos modos, no era su estilo, y en una nochetan importante Jimmy no quería sentir queestaba fingiendo ser algo que no era. Encualquier caso, tal como bromeó su jefe, con elracionamiento servían el mismo filete en elClaridge’s que en el Lyons Corner House, soloque más caro.

Jimmy volvió la vista al mostrador, peroDolly ya no estaba ahí. Supuso que había ido abuscar el abrigo y a pintarse los labios o una deesas cosas que las mujeres pensaban que teníanque hacer para estar guapas. Él habría preferidoque no lo hiciese: no necesitaba maquillaje niropas caras. Eran como capas, pensaba a vecesJimmy, con las cuales ocultar la esencia de una

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persona, donde era vulnerable y real y, por tanto,hermosa para él. Las complejidades y lasimperfecciones de Dolly formaban parte de loque amaba en ella.

Se rascó la parte superior del brazo y sepreguntó qué había ocurrido antes, por qué habíaactuado de forma tan extraña al verlo. La habíasorprendido, lo sabía, al aparecer sin previoaviso y llamarla cuando ella pensaba que estabasola, a escondidas con un cigarrillo y esa sonrisasoñadora y abstraída. Por lo general, a Dolly leencantaban las sorpresas (era la persona másvaliente, más atrevida que conocía, y nada laasustaba), pero, sin duda, se había mostradoesquiva al verlo. No parecía la misma joven quehabía bailado con él por las calles de Londres laotra noche, y que lo llevó a su cuarto.

A menos que tuviese algo detrás delmostrador que no quisiera que viese (Jimmysacó el paquete de cigarrillos y se llevó uno a loslabios), una sorpresa para él, quizás, algo que le

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quería mostrar en el restaurante. O tal vez lahabía sorprendido recordando la noche quecompartieron: eso explicaría por qué sesobresaltó, casi avergonzada, cuando alzó lavista y lo vio ahí. Jimmy encendió una cerilla,pensativo. Era imposible adivinarlo y, mientrasno fuese parte de uno de sus juegos (no estanoche, por Dios, tenía que permanecer al mandoesta noche), supuso que no tenía mayorimportancia.

Metió la mano en el bolsillo y negó con lacabeza, pues, por supuesto, la caja del anillo aúnestaba en el mismo lugar que hacía dos minutos.Esa obsesión se estaba volviendo ridícula;necesitaba encontrar una forma de distraersehasta que ese maldito anillo estuviese en el dedode Dolly. Jimmy no había traído un libro, así quesacó la carpeta negra donde guardaba lasfotografías. No solía llevarla consigo cuandosalía a trabajar, pero acababa de salir de unareunión con su editor y no había tenido tiempo

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de ir a casa.Se fijó en su fotografía más reciente, tomada

en Cheapside el sábado por la noche. Era deuna niña pequeña, de cuatro o cinco años,calculaba, enfrente de la cocina de la iglesia delbarrio. Su ropa quedó destrozada en el mismobombardeo que mató a su familia, y el Ejércitode Salvación no disponía de ropa infantil. Vestíaunos enormes bombachos, una rebeca de mujery unos zapatos de claqué. Eran de color rojo y ala niña le encantaban. Las señoras de St. John’sse afanaban al fondo en busca de galletas parala pequeña, quien movía los pies como ShirleyTemple cuando Jimmy la vio, mientras la mujerque la cuidaba contemplaba la puerta con laesperanza de que un familiar de la niñaapareciese milagrosamente, entero, intacto ylisto para llevarla a casa.

Jimmy había tomado muchísimas fotografíasde guerra, las paredes de su habitación y susrecuerdos estaban cubiertos de desconocidos

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que desafiaban la destrucción y la pérdida; estamisma semana había estado en Bristol,Portsmouth y Gosport; pero había algo en esaniña (ni siquiera sabía su nombre) que Jimmy nopodía olvidar. Algo que no quería olvidar. Esacara diminuta, tan feliz con tan poco tras habersufrido la que sin duda sería su mayor pérdida,una ausencia que se prolongaría durante añospara cambiar su vida entera. Jimmy lo sabíabien: todavía buscaba entre los rostros de lasvíctimas de las bombas a su madre.

Esas tragedias pequeñas y personales nosignificaban nada ante el horror incomparable dela guerra; la niña y sus zapatos de claquéfácilmente podrían acabar ocultos como el polvobajo la alfombra de la historia. Esa fotografía, noobstante, era real; captaba un instante y lopreservaba para el futuro, como un insecto enámbar. Le recordaba a Jimmy por qué su labor,registrar la verdad de la guerra, era importante.Necesitaba recordarlo a veces, en noches como

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esta, cuando miraba alrededor de la sala y sentíael intenso desasosiego de no llevar uniforme.

Jimmy apagó el cigarrillo en el tazón de lasopa que alguien, amablemente, había dejadopara ese propósito. Miró el reloj (habíantranscurrido quince minutos desde que se sentó)y se preguntó por qué tardaba Dolly. Justocuando se planteaba si recoger sus cosas e ir abuscarla, percibió una presencia a sus espaldas.Se volvió, esperando ver a Doll, pero no era ella.Era otra persona, alguien a quien no había vistonunca.

Al fin Dolly consiguió eludir a la señoraWaddingham y estaba cruzando la cocina,preguntándose cómo unos zapatos tan similaresa un sueño podían hacer tanto daño, cuando alzóla vista y el mundo dejó de girar. Había llegadoVivien.

Estaba de pie junto a una de las mesas.

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Enfrascada en una conversación.Con Jimmy.El corazón de Dolly comenzó a latir con

fuerza y se escondió detrás de un pilar, a un ladode la encimera de la cocina. Intentó no ser vistay verlo todo. Con los ojos abiertos de par en par,miró entre los ladrillos y comprendió,horrorizada, que era peor de lo que habíapensado. No solo estaban hablando, sino, por laforma en que señalaban con gestos hacia lamesa (Dolly se puso de puntillas y seestremeció), al lugar donde se encontraba,abierta, la carpeta de Jimmy, solo cabía deducirque hablaban de sus fotografías.

Una vez se las enseñó a Dolly, que quedóconsternada. Eran terribles, nada que ver conlas que solía tomar en Coventry, de puestas desol, árboles y preciosas casas en medio delprado; ni eran tampoco como los noticiarios deguerra que ella y Kitty iban a ver al cine, conretratos sonrientes de militares que regresaban,

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cansados y sucios pero triunfantes; de niños quesaludaban en las estaciones de ferrocarril; demujeres incondicionales que repartían naranjas alos alegres soldados. Las fotos de Jimmy erande hombres de cuerpos quebrantados y mejillasoscuras y hundidas, de ojos que habían vistodemasiadas cosas que no deberían haber visto.Dolly no supo qué decir; habría deseado que nisiquiera se las hubiese mostrado.

¿En qué estaría pensando al enseñárselas aVivien? Ella, bella y perfecta, era la últimapersona que debería ser perturbada por toda esafealdad. Dolly quiso proteger a su amiga; unaparte de ella anhelaba volar hasta ahí, cerrar lacarpeta y poner fin a todo aquello, pero fueincapaz. Jimmy quizás la besase de nuevo o,peor aún, tal vez dijese que era su novia y Vivienpensaría que estaban comprometidos. Lo cualno era así, no oficialmente; habían hablado deello, por supuesto, cuando eran adolescentes,pero de eso hacía ya mucho tiempo. Ya no eran

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críos, y la guerra cambiaba las cosas, cambiabaa las personas. Dolly tragó saliva; este momentoera lo que más temía y, ahora que habíasucedido, no le quedaba más remedio queesperar en un limbo insoportable hasta que todoacabase.

Tuvo la impresión de que pasaron horasantes de que Jimmy cerrase la carpeta y Viviense diese la vuelta. Dolly suspiró aliviada, peroenseguida fue presa del pánico. Su amiga veníapor el pasillo entre las mesas, con el ceñoligeramente fruncido, mientras se dirigía a lacocina. Dolly tenía muchas ganas de verla, perono así, no antes de saber qué le había dichoJimmy, palabra por palabra. A medida queVivien se acercaba a la cocina, Dolly tomó unadecisión súbita. Se agachó y se escondió detrásdel mostrador, fingiendo buscar algo bajo unacenefa roja y verde de Navidad con la actitud dealguien que lleva a cabo un acto importantísimo.En cuanto sintió que Vivien había pasado, Dolly

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cogió el bolso y se apresuró hacia donde Jimmyla esperaba. No pensaba más que en sacarlo dela cantina antes de que Vivien los viese juntos.

Al final no fueron a Lyons Corner House.Había un restaurante en la estación de tren, unedificio sencillo con las ventanas cerradas contablas y un agujero de barrena tapado con uncartel que decía: «Más abierto de lo habitual».Cuando llegaron, Dolly declaró que no podía darun solo paso más.

—Tengo ampollas, Jimmy —dijo, a punto deromper a llorar—. Vamos a entrar aquí, ¿vale?Está helando… Seguro que nieva esta noche.

Dentro, gracias al cielo, hacía más calor, y elcamarero los guio a un rincón agradable, junto aun radiador. Jimmy fue a colgar el abrigo deDolly, quien se quitó el gorro del SVM, que dejójunto a la sal y la pimienta. Una de las horquillasse le había clavado en la cabeza toda la tarde y

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se frotó con energía mientras se quitaba esoszapatos lamentables. Antes de volver, Jimmy sedetuvo a hablar en voz baja con el camarero quelos había atendido, pero a Dolly le preocupabademasiado qué habría dicho a Vivien paraextrañarse. Sacó un cigarrillo y encendió lacerilla con tal fuerza que se partió. Tenía lacerteza de que Jimmy ocultaba algo: se habíacomportado de un modo extraño desde quesalieron de la cantina y ahora, al volver a lamesa, apenas podía mirarla a los ojos sin apartarla vista enseguida.

En cuanto Jimmy se sentó, el camarero trajouna botella de vino y comenzó a servirles doscopas. Ese sonido borboteante pareció dominarla escena, de un modo embarazoso, y Dolly mirómás allá de Jimmy para fijarse en el resto de lasala. En un rincón, tres camareros rezongabanaburridos mientras el barman limpiaba la barra.Tan solo había otra pareja, que hablaba ensusurros sobre la mesa al compás de una

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canción de Al Jolson que sonaba en elgramófono del bar. La mujer, que daba laimpresión de estar dispuesta a todo, como Kittycon su nuevo novio (piloto, o eso había dicho),pasaba una mano por la camisa del hombre y sereía de sus bromas.

El camarero posó la botella en la mesa yadoptó un tono distinguido al anunciar que nodisponían de menú esa noche debido a laescasez, pero que el chef les prepararía unmenu du jour.

—Vale —dijo Jimmy, casi sin mirarlo—. Sí,gracias.

El camarero se fue y Jimmy se encendió uncigarrillo, tras lo cual sonrió a Dolly brevementeantes de centrar la atención en algo que flotabapor encima de la cabeza de ella.

Dolly ya no podía aguantar más. Tenía unnudo en el estómago y debía saber qué le habíacontado a Vivien, si la había mencionado a ella.

—Bueno —dijo.

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—Bueno.—Me preguntaba…—Hay algo que…Ambos se detuvieron y dieron una calada al

cigarrillo. Se observaron a través de una nubede humo.

—Tú primero —dijo Jimmy con una sonrisa,abriendo las manos y mirándola a los ojos de unamanera que a Dolly le habría parecido excitantede no estar tan nerviosa.

Dolly eligió sus palabras con tiento.—Te vi —dijo, echando la ceniza en el

cenicero—, en la cantina. Estabas hablando. —El gesto de Jimmy era difícil de interpretar; laobservaba con suma atención—. Con Vivien —añadió.

—¿Esa era Vivien? —preguntó Jimmy, losojos abiertos de par en par—. ¿Tu nueva amiga?No me di cuenta… No me dijo su nombre. Oh,Doll, si hubieses llegado antes nos podrías haberpresentado.

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Parecía sinceramente decepcionado, y Dollydejó escapar un pequeño suspiro de alivio. Nosabía el nombre de Vivien. Quizás ella tampocosupiese el suyo, ni por qué se encontraba en lacantina esa noche. Intentó hablar en un tonodespreocupado.

—¿De qué estabais hablando?—De la guerra. —Se encogió de hombros y

dio una calada nerviosa al cigarrillo—. Ya sabes.Lo de siempre.

Estaba mintiendo, notó Dolly: a Jimmy no sele daba bien mentir. Tampoco disfrutaba de laconversación; había contestado muy rápido,demasiado rápido, y ahora evitaba su mirada.¿De qué podrían haber hablado para queestuviese tan evasivo? ¿Habían hablado de ella?Oh, Dios… ¿Qué habría dicho?

—La guerra —repitió Dolly, haciendo unapausa para darle la oportunidad de explicarse.No lo hizo. Le ofreció una sonrisa quebradiza—.Es un tema de conversación muy amplio.

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El camarero llegó a la mesa y dejó doshumeantes platos ante ellos.

—Sucedáneo de vieiras —afirmó congrandiosidad.

—¿Sucedáneo de vieiras? —farfullóJimmy.

La boca del camarero se retorció y su gestose agrietó un poco.

—Alcachofas, creo, señor —dijo en vozbaja—. El cocinero las cultiva en su huerto.

Jimmy contempló a Dolly, al otro lado delmantel blanco. No era esto lo que habíaplaneado, declararse en un tugurio vacío, trasinvitarla a una alcachofa arrugada y a un vinoamargo, y enfadarla hasta la exasperación.Entre ambos se hizo el silencio y la caja delanillo pesaba sobremanera en el bolsillo delpantalón de Jimmy. No quería discutir, no queríanada salvo deslizar el anillo en ese dedo, no solo

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porque la ataba a él (lo cual, cómo no, deseaba),sino porque era el símbolo de algo bueno yverdadero. Comió desganado.

No podía haberlo estropeado más si lohubiera intentado. Peor aún: no se le ocurríacómo arreglarlo. Dolly estaba enfadada porquesabía que no le había dicho todo, pero esa mujer,Vivien, le había pedido que no se lo contase anadie. Más aún, se lo había suplicado y algo ensu mirada le impulsó a cerrar la boca y asentir.Arrastró la alcachofa por una tristísima salsablanca.

Tal vez no se refería a Dolly. Qué idea: al finy al cabo, eran amigas. Dolly quizás se riese sise lo contase, moviendo la mano y diciendo queya lo sabía. Jimmy tomó un sorbo de vino,pensándolo bien, preguntándose qué habríahecho su padre en la misma situación. Intuía quesu padre habría respetado la promesa hecha aVivien, pero, después de todo, él había perdido ala mujer que amaba. Jimmy no estaba dispuesto

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a permitir que le ocurriese lo mismo.—Tu amiga —dijo con ligereza, como si no

hubiera habido ningún roce entre ellos—, Vivien,vio una fotografía mía.

Dolly prestó atención, pero no dijo nada.Jimmy tragó, se prohibió pensar en su padre,

esos discursos que había soltado a Jimmycuando era pequeño acerca del valor y elrespeto. Esta noche no tenía otra opción, teníaque decir la verdad y, en realidad, ¿qué tenía demalo?

—Era de una niña pequeña cuya familiamurió la otra noche durante un bombardeo enCheapside. Era triste, Doll, tristísimo, estabasonriendo, ¿sabes?, y llevaba… —Se detuvo ehizo un gesto con la mano; por su expresión,sabía que Dolly estaba perdiendo la paciencia—.No importa… Lo que pasa es que tu amiga laconocía. Vivien la reconoció al ver la foto.

—¿Cómo?Era la primera palabra que pronunciaba

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desde que les sirvieron la comida y, aunque nose trataba exactamente de un perdón sinreservas, Jimmy se sintió aliviado.

—Me dijo que tiene un amigo, un médico,que dirige un pequeño hospital privado enFulham. Cedió una parte al cuidado dehuérfanos de la guerra y ella le ayuda a veces.Ahí es donde conoció a Nella, la niña de lafotografía. La han llevado ahí, pues nadie sepresentó a buscarla.

Dolly lo observaba, esperando quecontinuara, pero a Jimmy no se le ocurría quémás decir.

—¿Eso es todo? —dijo Dolly—. ¿No ledijiste nada acerca de ti?

—Ni siquiera mi nombre. No hubo tiempo.—En la distancia, en algún lugar de la oscura yfría noche de Londres, hubo una serie deexplosiones. Jimmy se preguntó de repente aquién alcanzarían las bombas, quién estaríagritando ahora mismo de dolor, pena y horror.

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—¿Y ella no dijo nada más?Jimmy negó con la cabeza.—No acerca del hospital. Quise preguntarle

si podía ir con ella un día, llevar algo paraNella…

—¿Y no lo hiciste?—No tuve ocasión.—¿Y esa era la única razón por la que

estabas tan evasivo…, porque Vivien te dijo queayuda a su amigo el doctor en el hospital?

Se sintió tonto ante la cara de incredulidadde Dolly. Sonrió, se encogió un poco y se maldijoa sí mismo por tomarse las cosas siempre tan enserio, por no darse cuenta de que Vivien habíaexagerado las cosas y, por supuesto, Dolly ya losabía… Se había agobiado por nada. Dijo, sinmucha convicción:

—Me rogó que no se lo dijera a nadie.—Oh, Jimmy —dijo Dolly, riéndose mientras

le acariciaba el brazo suavemente—. Vivien nose refería a mí. Hablaba de otras personas, de

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desconocidos.—Lo sé. —Jimmy sujetó la mano de ella,

sintió la suavidad de sus dedos—. He sido untonto por no darme cuenta. Esta noche soy unasombra de mí mismo. —De repente, fueconsciente de encontrarse al borde de algo; deque el resto de su vida, su vida en común,comenzaba al otro lado—. De hecho —dijo, conla voz resquebrajada solo un poco—, hay algoque quiero preguntarte, Doll.

Dolly sonreía distraída mientras Jimmy leacariciaba la mano. Un amigo, un doctor, unhombre… Kitty estaba en lo cierto: Vivien teníaun amante, y de repente todo tuvo sentido. Ladiscreción, las ausencias frecuentes de lacantina del SVM, la expresión distante alsentarse en la ventana del número 25 deCampden Grove, fantaseando. Dijo «Mepregunto cómo se conocieron» al mismo tiempo

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que Jimmy arrancaba: «Hay algo que quieropreguntarte, Doll».

Era la segunda vez que hablaban al unísonoesa noche, y Dolly se rio.

—Tenemos que dejar de hacer esto —dijo.Se sintió inesperadamente lúcida y risueña,capaz de reírse toda la noche. Quizás era elvino. Había bebido más de la cuenta. Qué alivio:cuando comprendió que Jimmy no se había dadoa conocer, la euforia la embargó—. Solo queríadecir…

—No. —Jimmy llevó un dedo a los labios deDolly—. Déjame acabar, Doll. Tengo queacabar.

Su expresión la tomó por sorpresa. No laveía a menudo: decidida, casi apremiante, y, apesar de morirse de ganas de saber más acercade Vivien y su amigo el doctor, Dolly cerró laboca.

Jimmy deslizó la mano a un lado paraacariciarle la mejilla.

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—Dorothy Smitham —dijo, y algo dentro deella se sobresaltó por la forma en que mencionósu nombre. Se derritió—. Me enamoré de ti laprimera vez que te vi. ¿Recuerdas, en esacafetería en Coventry?

—Llevabas un saco de harina.Jimmy se rio.—Un verdadero héroe. Ese soy yo.Dolly sonrió y apartó el plato vacío.

Encendió un cigarrillo. Hacía frío, notó: elradiador había dejado de funcionar.

—Bueno, era un saco muy grande.—Te he dicho antes que no hay nada que no

haría por ti.Ella asintió con la cabeza. Lo había dicho,

muchas veces. Era entrañable, y no queríainterrumpirle diciéndolo una vez más, pero Dollyno sabía cuánto tiempo más podría contener laspreguntas sobre Vivien.

—Lo digo de verdad, Doll. Haría cualquiercosa que me pidieses.

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—¿Le podrías pedir al camarero quecompruebe la calefacción?

—Hablo en serio.—Yo también. De repente hace muchísimo

frío. —Se abrazó a sí misma—. ¿No lo notas?—Jimmy no respondió: estaba demasiadoocupado hurgando en el bolsillo del pantalón enbusca de algo. Dolly vislumbró al camarero ytrató de captar su atención. Pareció verla, perose giró y se dirigió hacia la cocina. Notóentonces que la otra pareja había desaparecido yque eran los únicos clientes del restaurante—.Creo que deberíamos irnos —dijo a Jimmy—.Ya es tarde.

—Solo un momento.—Pero hace frío.—Olvida el frío.—Pero, Jimmy…—Estoy intentando pedirte que te cases

conmigo, Doll. —Se sorprendió a sí mismo,Dolly lo notó por la expresión, y se rio—. Y, al

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parecer, lo estoy enfangando todo… Nunca lohabía hecho antes. No tengo intención dehacerlo de nuevo. —Se levantó del asiento y searrodilló ante ella, respirando hondo—. DorothySmitham —dijo—, ¿me concedes el honor deconvertirte en mi esposa?

Dolly aguardó a comprender, a que sesaliese del personaje y comenzase a reírse.Sabía que se trataba de una broma: fue él quieninsistió en Bournemouth en que esperasen hastahaber ahorrado bastante dinero. En cualquiermomento empezaría a reír y le preguntaría siquería postre. Pero no lo hizo. Se quedó dondeestaba, mirándola.

—¿Jimmy? —dijo—. Te van a salirsabañones ahí abajo. Levanta, vamos.

No lo hizo. Sin apartar la mirada, levantó lamano izquierda y dejó ver un anillo entre losdedos. Era una alianza de oro con una pequeñapiedra… Demasiado viejo para ser nuevo,demasiado nuevo para ser una antigüedad.

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Había traído utilería, comprendió, parpadeandoperpleja. Era de admirar, qué bien estabainterpretando su papel. Ojalá pudiese decir lomismo de ella, pero la había pilladodesprevenida. Dolly no estaba acostumbrada aque Jimmy iniciase un juego (eso le correspondíaa ella) y no estaba segura de que le gustase.

—Deja que me lave el pelo y piense en ello—bromeó.

Un mechón del pelo de Jimmy había caídosobre un ojo y este movió la cabeza pararetirarlo. En su rostro no había ni el atisbo deuna sonrisa mientras la contemplaba unmomento, como si estuviera poniendo en ordensus pensamientos.

—Te estoy pidiendo que te cases conmigo,Doll —dijo, y ante esa voz, de una sinceridadsólida, ante la falta de subterfugios y doblessentidos, Dolly sintió el primer barrunto desospecha de que tal vez hablaba en serio.

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Pensaba que estaba bromeando. Jimmy casise rio al darse cuenta. Sin embargo, no se rio; seapartó el pelo de los ojos y pensó en cómo lohabía invitado a su cuarto la otra noche, cómo lomiraba mientras su vestido rojo caía al suelo,alzando el mentón y sosteniéndole la mirada, y élse sintió joven, poderoso, feliz de estar vivo enese momento, en ese lugar, junto a ella. Pensóen cómo se incorporó más tarde, incapaz dedormir debido a la certeza dichosa de que unajoven como ella estaba enamorada de él, cómosupo, al verla dormida, que la amaría durantetoda la vida, y que se harían viejos juntos,sentados en unos cómodos sillones en su casa,los hijos ya adultos y lejos, y se turnarían parapreparar el té.

Quería contárselo todo, recordárselo, paraque viese con la misma claridad que él, peroJimmy sabía que Dolly era diferente, que a ellale gustaban las sorpresas y no necesitaba ver elfinal cuando aún estaban en el inicio. En cambio,

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cuando todos sus pensamientos se habíanamontonado como hojas secas, dijo consencillez:

—Cásate conmigo, Doll. Todavía no soy unhombre rico, pero te quiero, y no quierodesperdiciar otro día más sin ti. —Y entoncesvio cómo su rostro cambiaba, y vio en lascomisuras de la boca y en el ligerodesplazamiento de las cejas que al fin habíacomprendido.

Mientras Jimmy esperaba, Dolly exhaló unsuspiro largo y lento. Cogió el sombrero y le diovueltas por el ala, con el ceño ligeramentefruncido. Siempre había sentido predilección porla pausa dramática, razón por la cual él no sepreocupó al observar la línea perfecta de superfil, como había hecho en esa colina junto almar; al decir ella: «Oh, Jimmy», con una voz queno era del todo suya; al volverse hacia él y veruna lágrima fresca rodando por su mejilla.

—Mira que pedirme eso; mira que pedirme

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eso precisamente ahora.Antes de que Jimmy pudiese preguntarle

qué quería decir, Dolly pasó junto a él como unaexhalación, golpeándose la cadera contra otramesa en su huida apresurada, y desapareció enel frío y la oscuridad de ese Londres sumido enla guerra, sin hacer ademán de mirar atrás. Solodespués, cuando pasaron los minutos y ella nohabía regresado, Jimmy al fin comprendió lo quehabía sucedido. Y se vio a sí mismo de repente,como desde lo alto, como si se encontrase enuna fotografía suya: un hombre que habíaperdido todo, arrodillado a solas en el suelo suciode un restaurante lúgubre donde hacíademasiado frío.

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15

Suffolk, 2011

Más tarde, Laurel se preguntaría cómo eraposible que hubiese tardado tanto en buscar elnombre de su madre en Google. Sin embargo,por lo que sabía de Dorothy Nicolson, eraimposible sospechar ni por un segundo queapareciese en internet.

No esperó a llegar a la casa de Greenacres.Se sentó en el coche, que se hallaba aparcadojunto al hospital, sacó el teléfono y tecleó«Dorothy Smitham» en la ventana de búsqueda.Lo hizo demasiado rápido, por supuesto, loescribió mal y hubo de comenzar de nuevo. Trasarmarse de valor ante lo que pudiese encontrar,pulsó la tecla. Había 127 resultados. Una página

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estadounidense sobre genealogía, una ThelmaDorothy Smitham que buscaba amigos enFacebook, una entrada de las páginas amarillasde Australia y, a mitad de página, una menciónen el archivo sobre la guerra de la BBC, con elsubtítulo Una telefonista de Londres recuerdala Segunda Guerra Mundial. El dedo deLaurel tembló al seleccionar esa opción.

La página contenía los recuerdos de laguerra de una mujer llamada Katherine FrancesBarker, quien había trabajado como telefonistapara el Ministerio de Guerra en Westminsterdurante los bombardeos. Según una nota en lacabecera del texto, fue Susanna Barker quien lohabía enviado en nombre de su madre. En laparte superior aparecía la fotografía de unaanciana vivaz que posaba con cierta coqueteríaen un sofá con reposacabezas de ganchillo. Elpie de foto decía:

Katherine Kitty Barker,

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descansando en casa. Cuando estallóla guerra, Kitty se mudó a Londres,donde trabajó como telefonista. Kittyse hubiera alistado en la MarinaReal, pero las comunicaciones seconsideraban un servicio esencial yno se lo permitieron.

El artículo era bastante largo y Laurel loleyó por encima en busca del nombre de sumadre. Lo encontró unos párrafos más abajo.

Yo crecí en Midlands y no teníafamilia en Londres, pero durante laguerra había servicios paraencontrar alojamiento a lostrabajadores de la guerra.Comparada con otras, yo tuve suerte,pues me enviaron a la casa de unamujer de cierta importancia. La casaestaba en el número 7 de Campden

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Grove, en Kensington, y, aunque talvez no lo crea, el tiempo que pasé ahídurante la guerra fue muy feliz.Había otras tres oficinistas, y un parde mujeres del personal de ladyGwendolyn Caldicott que se habíanquedado cuando estalló la guerra,una cocinera y una muchachallamada Dorothy Smitham, que erauna especie de señorita de compañíade la señora de la casa. Nos hicimosamigas, Dorothy y yo, pero perdimosel contacto cuando me casé con mimarido, Tom, en 1941. Las amistadesse forjaban enseguida durante laguerra (supongo que eso no essorprendente) y con frecuencia mepregunto qué fue de mis amigos deentonces. Espero que sobrevivieran.

Laurel se sentía extasiada. Era increíble el

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efecto de ver el nombre de su madre, su nombrede soltera, por escrito. Especialmente en undocumento como este, que hacía referencia alperiodo y al lugar que más despertaban sucuriosidad.

Leyó el párrafo de nuevo y su entusiasmono decayó. Dorothy Smitham había sido real.Trabajó para una mujer llamada lady GwendolynCaldicott y vivió en el número 7 de CampdenGrove (la misma calle de Vivien y HenryJenkins, observó Laurel con unestremecimiento), y había tenido una amigallamada Kitty. Laurel buscó la fecha de lapublicación del artículo: el 25 de octubre de2008… Una amiga que muy posiblemente aúnvivía y estaría dispuesta a hablar con Laurel.Cada descubrimiento era una estrella más en elcielo enorme y oscuro que formaba el dibujo quellevaría a Laurel a casa.

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Susanna Barker invitó a Laurel a visitarlapor la tarde. Encontrarla resultó tan sencillo queLaurel, que nunca había creído en los golpes desuerte, sintió una razonable desconfianza. Bastóteclear los nombres de Katherine Barker ySusanna Barker en la página del directorio deNumberway y, a continuación, marcó losnúmeros resultantes. Dio en el clavo a latercera. «Mi madre juega al golf los jueves ycharla con los estudiantes de la escuela primariadel barrio los viernes —dijo Susanna—. Perohoy tiene un hueco en su agenda a las cuatro».Laurel aceptó la sugerencia con mucho gusto, yahora seguía las minuciosas instrucciones deSusanna a lo largo de unos campos verdesempapados a las afueras de Cambridge.

Una mujer gordita y jovial, con una mata depelo cobrizo encrespado por la lluvia, laesperaba junto a la puerta principal. Llevaba una

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alegre rebeca amarilla sobre un vestido pardo yempuñaba un paraguas con ambas manos conuna actitud de educada ansiedad. A veces,pensaba la actriz que Laurel llevaba dentro(«Oídos, ojos y corazón, todos al unísono»), eraposible saberlo todo acerca de una personagracias a un solo gesto. La mujer del paraguasera nerviosa, digna de confianza y agradecida.

—Vaya, hola —dijo con voz cantarinacuando Laurel se acercó al cruzar la calle. Susonrisa dejó al descubierto unas enormes encíasresplandecientes—. Soy Susanna Barker y esun placer enorme conocerla.

—Laurel. Laurel Nicolson.—Cómo no, ya sé quién es. Venga, venga,

por favor. Qué horror de tiempo, ¿verdad? Mimadre dice que es porque maté una araña encasa. Qué tonta soy, ya debería haberaprendido. Siempre llueve por eso, ¿no escierto?

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Kitty Barker era más lista que el hambre yaguda como la espada de un pirata.

—La hija de Dolly Smitham —dijo, dando ungolpecito en la mesa con sus puños diminutos—.Qué maravillosa sorpresa. —Cuando Laurelintentó presentarse, explicar cómo había halladoel nombre de Kitty en internet, la frágil mano seagitó con impaciencia y su dueña bramó—: Sí,sí, mi hija ya me lo ha dicho… Se lo contaste porteléfono.

Laurel, quien había sido acusada de serbrusca más de una vez, concluyó que el tonoeficiente de la mujer era refrescante. Supusoque, a los noventa y dos años, ya no se teníanpelos en la lengua ni se perdía el tiempo connimiedades. Sonrió y dijo:

—Señora Barker, mi madre nunca hablómucho acerca de la guerra cuando era niña…Imagino que deseaba olvidarlo todo, pero ahoraestá enferma y es importante para mí averiguartodo lo posible acerca de su pasado. Pensé que

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tal vez usted podría hablarme un poco deLondres durante la guerra, en particular acercade la vida de mi madre por aquel entonces.

Kitty Barker estaba más que dispuesta acumplir su deseo. En otras palabras: se lanzócon presteza a satisfacer la primera parte delruego de Laurel con una conferencia sobre laguerra, mientras su hija servía té y pastas.

Laurel prestó toda su atención durante unrato, pero comenzó a distraerse cuando resultóevidente que a Dorothy Smitham solo lecorrespondía un papel muy secundario en esahistoria. Observó los recuerdos de la guerra quese alineaban en la pared del salón, carteles queimploraban a la gente que no derrochase al ir decompras y no olvidase las legumbres.

Kitty seguía describiendo los accidentes quese podían sufrir durante el apagón y, mientrasLaurel contemplaba el avance de la aguja delreloj, que marcaba la media hora, su atención sedesvió hacia Susanna Barker, que observaba a

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su madre embelesada y movía los labios pararepetir cada palabra en silencio. La hija de Kittyya había oído estas anécdotas muchísimasveces, intuyó Laurel, y de repente comprendió ala perfección la mecánica: los nervios deSusanna, su deseo de complacer, la reverenciacon que hablaba de su madre. Kitty era loopuesto a su madre: había creado de los años dela guerra una mitología de la cual su hija nuncapodría escapar.

Tal vez todos los niños cayesen presos, deun modo u otro, del pasado de sus padres. Al finy al cabo, ¿a qué podría aspirar la pobreSusanna en comparación con las historias deheroísmo y sacrificio de su madre? Por primeravez, Laurel agradeció a sus padres haberevitado a sus hijos una carga tan insufrible. (Porel contrario, Laurel era presa de una historia desu madre que no existía. Era imposible noapreciar la ironía).

Algo dichoso ocurrió entonces: mientras

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Laurel perdía la esperanza de averiguar nadaimportante, Kitty hizo un alto en su relato pararegañar a Susanna por haber tardado demasiadotiempo en servir el té. Laurel aprovechó laoportunidad para centrar la conversación denuevo en Dorothy Smitham.

—Qué tremenda historia, señora Barker —dijo, recurriendo a su tono más señorial—.Fascinante… Qué dechado de valor. Pero ¿quéhay de mi madre? ¿Me podría hablar un poco deella?

Evidentemente, las interrupciones noformaban parte del ritual, y un silencioanonadado planeó sobre la reunión. Kitty inclinóla cabeza como si tratara de adivinar el motivode tal descaro, mientras Susanna, con sumocuidado, evitó la mirada de Laurel mientrasservía temblorosa el té.

Laurel se negó a hacerse la tímida. Esapequeña niña que llevaba dentro disfrutó alinterrumpir el monólogo de Kitty. Le caía bien

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Susanna, cuya madre era una prepotente; aLaurel le habían enseñado a hacer frente a esetipo de personas. Prosiguió de buen humor:

—¿Ayudaba mi madre en la casa?—Dolly hacía su parte —admitió Kitty a

regañadientes—. En la casa todas hacíamosturnos para sentarnos en la azotea con un cubode arena y una bomba de mano.

—¿Y hacía vida social?—Se lo pasó bien, como todas nosotras.

Estábamos en guerra. Una tenía que disfrutardonde pudiese.

Susanna le ofreció una bandeja con leche yazúcar, pero Laurel la rechazó con un gesto.

—Supongo que dos jóvenes bonitas comoustedes tendrían un montón de pretendientes.

—Por supuesto.—¿Sabe si hubo alguien especial para mi

madre?—Había un tipo —dijo Kitty, que tomó un

sorbo de té negro—. Por más que lo intento, no

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logro recordar su nombre. —Laurel tuvo unaidea: se le ocurrió de repente. El jueves pasado,durante la fiesta de cumpleaños, la enfermeradijo que su madre había preguntado por alguien,extrañada por no haber recibido su visita. En esemomento, Laurel supuso que la enfermera habíaoído mal, que preguntaba por Gerry; ahora, sinembargo, tras haber visto cómo su madrevagaba entre el presente y el pasado, Laurelsupo que se había equivocado.

—Jimmy —dijo—. ¿Se llamaba Jimmy?—¡Sí! —dijo Kitty—. Sí, eso es. Ahora lo

recuerdo, solía bromear con ella y decirle quetenía su propio Jimmy Stewart. No es que yo loconociese, ojo; solo me figuraba su aspecto porlo que me había dicho.

—¿No llegó a conocerlo? —Era extraño.Dorothy y Kitty habían sido amigas, habíanvivido juntas, eran jóvenes… ¿Presentarse a losnovios no era parte de las reglas del juego?

—Ni siquiera una vez. Era muy particular

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respecto a eso. Él era piloto y estaba demasiadoocupado para hacer visitas. —La boca de Kittyse frunció de forma taimada—. O eso decía ella,al menos.

—¿Qué quiere decir?—Solo que mi Tom era piloto y él, sin duda,

tenía tiempo para visitarme, ya sabe a qué merefiero. —Rio diabólicamente y Laurel sonriópara mostrar que sí, que la comprendía a laperfección.

—¿Cree que mi madre tal vez mintió? —insistió.

—Mentir exactamente, no, pero adornar laverdad… Con Dolly siempre era difícil saberlo.Tenía una gran imaginación.

Laurel lo sabía muy bien. Aun así, le parecíaextraño que mantuviese en la sombra al hombrea quien amaba. Los jóvenes enamorados solíanquerer gritarlo al viento desde los tejados y sumadre nunca había sido dada a ocultar susemociones.

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A menos que, por algún motivo, la identidadde Jimmy debiese permanecer en secreto.Estaban en guerra… Tal vez fuera un espía. Sinduda, eso explicaría la reserva de Dorothy, laimposibilidad de casarse con el hombre al queamaba, su propia huida. Relacionar a Henry yVivien Jenkins en ese caso iba a ser un pocomás problemático, a menos que Henry hubiesedescubierto que Jimmy representaba unaamenaza para la seguridad nacional.

—Dolly nunca trajo a Jimmy a casa porquela vieja señora, la dueña de la casa, no veía conbuenos ojos que recibiéramos visitas de hombres—dijo Kitty, que pinchó con una aguja el globode la grandiosa teoría de Laurel—. La vieja ladyGwendolyn tenía una hermana… De jóveneseran como uña y carne; vivían en la casa deCampden Grove y siempre iban juntas a todaspartes. Todo se echó a perder cuando la másjoven se enamoró y se casó. Se mudó a otrolugar con su marido y su hermana nunca la

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perdonó. Se encerró en su dormitorio durantedécadas y se negó a ver a nadie. Odiaba a lagente, aunque evidentemente no a la madre deusted. Estaban muy unidas; Dolly fue leal a lavieja y respetó esa regla. No tenía problemas enromper casi todas las demás, ojo (nadie comoella para obtener nailon y pintalabios en elmercado negro), pero respetó esa como si suvida dependiese de ello.

Algo en la forma de expresar ese últimocomentario dio que pensar a Laurel.

—¿Sabe usted? Ahora que lo pienso, creoque eso fue el comienzo de todo. —Kitty fruncióel ceño debido al esfuerzo de escudriñar el túnelde los viejos recuerdos.

—¿El comienzo de qué? —dijo Laurel, conun hormigueo expectante en las manos.

—Su madre cambió. Dolly era divertidísimacuando llegamos a Campden Grove, pero luegose volvió muy rara queriendo hacer feliz a lavieja.

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—Bueno, lady Gwendolyn era quien pagaba.Supongo que…

—Había algo más. Comenzó a decir sinparar que la vieja la consideraba de la familia.Empezó a actuar como una niña rica, además, ynos trataba como si no fuéramos lo bastantebuenas para ella… Hasta hizo nuevos amigos.

—Vivien —dijo Laurel, de repente—. Serefiere a Vivien Jenkins.

—Ya veo que su madre sí le ha hablado deella —dijo Kitty, con un movimiento mordaz delos labios—. Se olvidó del resto de nosotras,cómo no, pero no de Vivien Jenkins. No mesorprende, por supuesto, no me sorprende enabsoluto. Era la esposa de un escritor, sí, y vivíaal otro lado de la calle. Bien presumida, guapa,claro, eso no se podía negar, pero fría. No sedignaba a pararse y hablar con una en la calle.Una terrible influencia para Dolly…, pensabaque Vivien era el no va más.

—¿Se veían a menudo?

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Kitty cogió un bollito y echó una cucharadade mermelada reluciente encima.

—¿Cómo iba a saber yo esos detalles? —preguntó con aspereza, untando la mermeladaroja—. A mí nunca me invitaron a ir con ellas yDolly ya había dejado de contarme sus secretospor entonces. Supongo que por eso no supe quealgo iba mal hasta que fue demasiado tarde.

—¿Demasiado tarde para qué? ¿Qué ibamal?

Kitty echó una porción de nata en el bollito yobservó a Laurel.

—Algo pasó entre ellas, entre su madre yVivien, algo malo. A principios de 1941; lorecuerdo porque acababa de conocer a miTom… Quizás por eso no me molestó tanto.Dolly siempre tenía un humor de perros:despotricaba todo el tiempo, se negaba a salircon nosotras, evitaba a Jimmy. Como si fueseuna persona diferente, sí… Ni siquiera iba a lacantina.

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—¿La cantina del SVM?Kitty asintió, preparada para dar un delicado

mordisco al bollito.—Le encantaba trabajar ahí, siempre se

escabullía para hacer un turno a escondidas…Qué valiente su madre, nunca tuvo miedo de lasbombas… Pero de repente dejó de ir. Y novolvía ni por todo el té de China.

—¿Por qué no?—No lo dijo, pero sé que tuvo que ver con

esa, con la que vivía al otro lado de la calle. Lasvi juntas el día que discutieron, ¿sabe?; yo volvíadel trabajo, un poco antes de lo normal debido auna bomba sin estallar que apareció cerca de mioficina, y vi a su madre saliendo de la casa delos Jenkins. ¡Vaya! ¡Qué mirada tenía! —Kittynegaba con la cabeza—. Ni bombas ni nada…Por su mirada, pensé que era Dolly quien estabaa punto de estallar.

Laurel tomó un sorbo de té. Se le ocurríauna situación en la que una mujer dejaría de ver

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tanto a su amiga como a su novio al mismotiempo. ¿Jimmy y Vivien habían tenido unaaventura? ¿Por eso su madre había roto elcompromiso y había huido para comenzar unanueva vida? Sin duda, explicaría el enojo deHenry Jenkins, aunque no con Dorothy; ytampoco concordaba con los recientes lamentosde su madre por el pasado. No había nada quelamentar por haber comenzado de nuevo: era unacto de valentía.

—¿Qué cree que pasó? —apremió condelicadeza, posando la taza en la mesa.

Kitty alzó esos hombros huesudos, perohabía algo taimado en el gesto.

—Dolly nunca le dijo nada al respecto,¿verdad? —Su expresión de sorpresa disimulabaun placer profundo. Suspiró teatralmente—.Bueno, supongo que siempre le gustó guardarsecretos. No todas las madres e hijas están tanunidas, ¿verdad?

Susanna resplandeció; su madre dio un

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bocado al bollito.Laurel tenía la poderosa sensación de que

Kitty ocultaba algo. Siendo la mayor de cuatrohermanas, sabía muy bien cómo sonsacárselo.No había muchos secretos que resistiesen latentación de la indiferencia.

—Ya le he robado mucho tiempo, señoraBarker —dijo, mientras doblaba la servilleta ydejaba la cuchara en su sitio—. Gracias porhablar conmigo. Ha sido una gran ayuda. Sirecuerda algo más que pueda explicar lo quesucedió entre Vivien y mi madre, hágamelosaber. —Laurel se levantó y metió la silla bajo lamesa. Se dirigió hacia la puerta.

—¿Sabe? —dijo Kitty, que la siguió—. Hayalgo más, ahora que lo pienso.

No fue fácil, pero Laurel consiguió conteneruna sonrisa.

—¿Sí? —dijo—. ¿Qué es?Kitty se chupó los labios como si estuviera a

punto de hablar en contra de su voluntad y no

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supiese muy bien qué le había impulsado a ello.Exigió a Susanna que se llevara la tetera y,cuando se hubo ido, llevó a Laurel de vuelta a lamesa.

—Le he hablado del mal humor de Dolly —dijo—. Espantoso. Muy sombrío. Y duró todo eltiempo que pasamos en Campden Grove. Luego,una noche, un par de semanas después de miboda, mi marido había vuelto al servicio y yoquedé con algunas de las muchachas del trabajopara ir a bailar. A Dolly casi ni le pregunté(había estado muy pesada últimamente), pero selo dije y, aunque no me lo esperaba, decidióvenir.

»Llegó al club de baile vestida de punta enblanco y riéndose como si ya le hubiese dado alwhisky. Además, trajo a una amiga con ella, unachica de Coventry, Caitlin o algo así, muyestirada al principio pero que enseguida entró encalor… Con Doll no había otra opción. Era unade esas personas llenas de vida, que provocaba

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ganas de divertirse con su mera presencia.Laurel sonrió levemente al reconocer a su

madre en esa descripción.—Esa noche, sin duda, se lo estaba pasando

muy bien, déjeme que lo diga. Tenía una miradaalocada y se reía y bailaba y decía unas cosasmuy raras. A la hora de marcharnos, me agarrópor los brazos y me dijo que tenía un plan.

—¿Un plan? —Laurel sintió que se leerizaban todos los pelos de la nuca.

—Dijo que Vivien Jenkins le había hechoalgo repugnante, pero que tenía un plan paraarreglarlo todo. Ella y Jimmy iban a vivir felicespara siempre; todos iban a recibir su merecido.

Era lo mismo que su madre le había dicho enel hospital. Pero el plan no había salido comotenía previsto y no llegó a casarse con Jimmy.En cambio, Henry Jenkins se había enfurecido.Laurel tenía el corazón desbocado, pero hizo loposible para parecer indiferente.

—¿Le dijo en qué consistía el plan?

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—No y, para ser sincera, no le di demasiadaimportancia entonces. Las cosas eran diferentescon la guerra. La gente decía y hacía cosas queni se les habrían ocurrido en otrascircunstancias. Nunca sabía una qué ledepararía el día siguiente, ni siquiera si llegaríasa verlo… Esa incertidumbre disminuía losescrúpulos de las personas. Y su madre siempretuvo un don para lo teatral. Me imaginé que todaesa palabrería sobre la venganza no era más queeso: palabrería. Más tarde me pregunté si hablómás en serio de lo que yo pensaba.

Laurel se acercó un poco.—¿Más tarde?—Se desvaneció en el aire. Esa noche, en el

club de baile, fue la última vez que la vi. Nuncamás supe de ella, ni una palabra, y no respondióa ninguna de mis cartas. Pensé que tal vez lahabía herido una bomba, hasta que recibí unavisita de una mujer mayor, justo después del finde la guerra. Era muy misteriosa: preguntaba

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por Doll, quería saber si había algo«innombrable» en su pasado.

Laurel vio la habitación oscura y fresca dela abuela Nicolson.

—¿Una mujer alta, guapa, que parecíahaber estado chupando limones?

Kitty arqueó una sola ceja.—¿Una amiga de usted?—Mi abuela. Por parte de padre.—Ah —Kitty sonrió mostrando los dientes

—, la suegra. No lo dijo, solo dijo que habíacontratado a su madre y estaba comprobandosus antecedentes. Entonces, al final se casaron,su padre y su madre… Él debía de estar locopor ella.

—¿Por qué? ¿Qué le dijo a mi abuela?Kitty pestañeó, la viva imagen de la

inocencia.—Yo estaba dolida. Como no sabía nada de

ella, me había preocupado, pero entoncesdescubrí que se había ido sin más, sin decir

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palabra. —Hizo un vago gesto con la mano—.Quizás adorné la verdad un poquito, dije queDolly había tenido unos pocos novios más de losque tuvo, cierta afición a la bebida… Nadagrave.

Pero más que suficiente para explicar laactitud de la abuela Nicolson: lo de los novios yaera bastante malo, pero ¿la afición a la bebida?Eso era casi un sacrilegio.

De repente, Laurel se sintió impaciente porsalir de esa casa atestada de recuerdos y estar asolas con sus pensamientos. Le dio las gracias aKitty Barker y comenzó a recoger sus cosas.

—Dele recuerdos a su madre, ¿vale? —dijoKitty, que acompañó a Laurel a la puerta.

Laurel le aseguró que lo haría y se puso elabrigo.

—No tuve la oportunidad de despedirme.Me acordé de ella a lo largo de los años, sobretodo cuando supe que había sobrevivido a laguerra. No había nada que hacer… Dolly era

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muy decidida, una de esas chicas que siempreconsiguen lo que quieren. Si quería desaparecer,nadie podía impedirlo ni encontrarla.

Salvo Henry Jenkins, pensó Laurel cuandoKitty Barker cerró la puerta detrás de sí. Habíasido capaz de encontrarla y Dorothy se aseguróde que sus razones para buscarladesaparecieran junto a él aquel día enGreenacres.

Laurel se sentó en el Mini verde, frente a lacasa de Kitty Barker, con el motor en marcha.Deseó que la calefacción caldeara rápidamenteel interior del coche. Ya eran las cinco pasadasy la oscuridad había comenzado a cernirse a sualrededor. Los chapiteles de la Universidad deCambridge relucían contra el cielo oscuro, peroLaurel no los vio. Estaba demasiadoconcentrada en imaginar a su madre (a esajoven de la fotografía que había encontrado) en

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un club de baile, agarrando a Kitty Barker porlas muñecas para decirle en un tono impetuosoque tenía un plan, que iba a arreglar las cosas.«¿Qué era, Dorothy? —masculló Laurel entredientes, mientras buscaba un cigarrillo—. ¿Quédiablos hiciste?».

Su teléfono móvil sonó mientras hurgaba enel bolso, y lo sacó, con la súbita esperanza deque fuese Gerry, para devolverle por fin susllamadas.

—¿Laurel? Soy Rose. Phil tiene una reuniónesta noche, y he pensado que te vendría bien unpoco de compañía. Podría llevar la cena, quizásuna película.

Laurel, decepcionada, vaciló, intentandoencontrar una excusa. Se sentía mal por mentir,especialmente a Rose, pero aún no estabapreparada para compartir esta búsqueda, almenos no con sus hermanas; ver una comediaromántica y charlar mientras se devanaba lossesos para desenmarañar el pasado de su madre

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sería agobiante. Una lástima: le habríaencantado entregar el embrollo a alguien y decir:«A ver qué puedes hacer con esto»; pero lacarga era suya y, aunque acabaría contandotodo a sus hermanas, se negaba a hacerlo (enrealidad, no podía) hasta saber bien qué debíadecir.

Se mesó los cabellos, rastreando en sucerebro un motivo para no aceptar la cena(Dios, qué hambre tenía, ahora que pensaba enello) y en ese momento distinguió las orgullosastorres de la universidad, majestuosas en lasombría distancia.

—¿Lol? ¿Estás ahí?—Sí. Sí, aquí estoy.—No se oye muy bien. Te estaba

preguntando si querías que te preparase algo decenar.

—No —dijo Laurel enseguida, vislumbrandode repente el borroso perfil de una buena idea—. Gracias, Rosie, pero no. ¿Te parece bien si

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te llamo mañana?—¿Va todo bien? ¿Dónde estás?Cada vez había más interferencias y Laurel

tuvo que gritar:—Todo va bien. Es que… —Sonrió cuando

su plan adquirió forma, claro y nítido—. No voya estar en casa esta noche, voy a llegar tarde.

—¡Ah!—Eso me temo. Acabo de recordar, Rose,

que hay alguien a quien tengo que ir a ver.

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16

Londres, enero de 1941

Las dos últimas semanas habían sido terribles, ya Dolly no le quedó más remedio que culpar aJimmy. Si no hubiera estropeado todo al forzartanto las cosas… Justo cuando estaba decididaa pedirle que fuesen más discretos, él le pidió lamano, y dentro de ella se abrió una grieta que senegaba a cerrarse. A un lado estaba DollySmitham, la joven ingenua de Coventry, quienpensaba que casarse con su novio y vivir parasiempre en una granja junto a un arroyo era elcolmo de sus deseos; al otro lado, DorothySmitham, amiga de la sofisticada y rica VivienJenkins, heredera y dama de compañía de ladyGwendolyn Caldicott, una mujer madura que ya

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no necesitaba fantasear con el futuro pues sabíamuy bien qué aventuras le esperaban.

Eso no significaba que a Dolly no ledesgarrara salir así del restaurante, entre lasmiradas y los cuchicheos de los camareros; perointuía que, de haberse quedado un momentomás, habría dicho que sí, solo para que selevantase. Y ¿dónde habría acabado en esecaso? ¿En un apartamento diminuto con Jimmyy el señor Metcalfe, preocupada por encontrarla próxima jarra de leche? ¿Cómo habríaacabado con lady Gwendolyn? La anciana habíasido muy amable con Dolly, casi pensaba en ellacomo parte de la familia; ¿cómo iba a soportarque la abandonaran por segunda vez? No, Dollyhabía hecho lo correcto. El doctor Rufus fuecomprensivo cuando comenzó a llorar duranteuno de sus almuerzos: ella era joven, dijo, teníala vida entera por delante, no había motivoalguno para atarse tan pronto.

Kitty (por supuesto) percibió que algo iba

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mal y reaccionó haciendo desfilar a su pilotoante el umbral del número 7 a la menoroportunidad, sacando a relucir su anillo decompromiso y haciendo preguntas incómodasrespecto al paradero de Jimmy. En comparación,su tarea en la cantina era casi un alivio. Almenos lo habría sido si Vivien se hubierapresentado alguna vez para animarla. Se habíanvisto solo una vez desde la noche en que Jimmyllegó sin previo aviso. Vivien estaba donandouna caja de ropa y Dolly se disponía a acercarsepara saludarla cuando la señora Waddingham leordenó que regresara a la cocina bajo amenazade muerte. Bruja. Casi merecía la penainscribirse en la oficina de empleo para no tenerque volver a ver a esa mujer. Lástima que fueseuna posibilidad remota. Dolly había recibido unacarta del Ministerio de Trabajo, pero cuandolady Gwendolyn se enteró, de inmediato tomómedidas para que los funcionarios del más altonivel comprendiesen que Dolly le resultaba

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indispensable en su estado actual y no podíaprescindir de ella para que se fuera a hacerbombas de humo.

Un par de bomberos cuyos rostros estabancubiertos de hollín negro llegaron al mostrador yDolly forzó una sonrisa que dibujó un hoyuelo encada mejilla mientras servía la sopa en dostazones.

—Una noche ajetreada, ¿eh, muchachos?—comentó.

—Las malditas mangueras están heladas —contestó el hombre más bajo—. Tendrías queverlo. Apagamos las llamas en una casa y haycarámbanos colgando al lado, donde ha caídoagua.

—Qué horror —dijo Dolly, y los doshombres se mostraron de acuerdo, antes dearrastrarse hacia una mesa y dejarla sola unavez más en la cocina.

Apoyó el codo en la encimera y el mentónen las manos. Sin duda, Vivien estaba ocupada

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últimamente con ese doctor suyo. Dolly se llevóuna desilusión cuando Jimmy se lo contó (habríapreferido enterarse por boca de Vivien), perocomprendió la necesidad de guardar el secreto.A Henry Jenkins no le habría hecho ningunagracia que su esposa tantease el terreno:bastaba una mirada para saberlo. Si alguienescuchase las confidencias de Vivien o viesealgo sospechoso y se lo contase al marido,ocurriría un desastre. No era de extrañar queinsistiese en que Jimmy no contase a nadie loque le había dicho.

—¿Señora Jenkins? ¡Oiga, señora Jenkins!Dolly alzó la vista en el acto. ¿Había llegado

Vivien cuando no estaba mirando?—Oh, señorita Smitham —la voz perdió

parte de su alborozo—, es usted.Maud Hoskins, pulcra como un alfiler, se

hallaba ante el mostrador, con un camafeo alcuello, rígido como el alzacuello de un rector.Vivien no estaba a la vista y a Dolly se le

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encogió el corazón.—Solo yo, señora Hoskins.—Sí —rezongó la anciana—, ya lo veo. —

Echó un vistazo en derredor como gallinaazorada que da picotazos, y dijo—: Vaya, vaya,supongo que no la habrá visto…, es decir, a laseñora Jenkins.

—Déjeme pensar. —Dolly, pensativa, se diounos golpecitos en los labios mientras, bajo elmostrador, sus pies se deslizaban dentro de loszapatos—. No, no creo haberla visto.

—Qué lástima. Tengo algo para ella, ¿sabe?Supongo que lo perdió la última vez que estuvoaquí, y lo he guardado con la esperanza deencontrarme con ella. Pero lleva días sin venir.

—¿De verdad? No me había dado cuenta.—Toda la semana sin venir. Espero que no

le haya pasado nada malo.Dolly pensó en decirle a la señora Hoskins

que veía a Vivien todos los días, sana y salva,desde la ventana del dormitorio de lady

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Gwendolyn, pero decidió que eso plantearía máspreguntas de las que respondía.

—Seguro que está bien.—Supongo que tiene razón. Tan bien como

se puede estar en estos tiempos tan difíciles.—Sí.—Pero es una molestia. Voy a Cornualles, a

quedarme con mi hermana un tiempo, y queríadevolverlo antes de irme. —La señora Hoskinsmiró a su alrededor dubitativa—. Supongo quetendré que…

—¿Dejármelo a mí? Claro que sí. —Dollysacó a relucir su sonrisa más cautivadora—. Yome encargo de dárselo.

—Oh… —La señora Hoskins la escudriñódesde detrás de las gafas—. No habíapensado… No sé si debería dejarlo.

—Señora Hoskins, por favor. Me alegrapoder ayudarla. Voy a ver a Vivien pronto, sinduda.

La anciana exhaló un suspiro breve y

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recatado, fijándose en que Dolly había empleadoel nombre de pila de Vivien.

—Bueno —dijo, ahora con un tono deadmiración en la voz—. Si está segura…

—Estoy segurísima.—Gracias, señorita Smitham. Muchísimas

gracias. Sin duda sería todo un alivio. Es unapieza bastante valiosa, creo. —La señoraHoskins abrió el bolso y sacó un pequeñopaquete de papel de seda. Lo dejó en la manoextendida de Dolly, al otro lado del mostrador—.Lo he envuelto para que esté a buen recaudo.Tenga cuidado, querida… No queremos quecaiga en malas manos, ¿verdad?

Dolly no abrió el paquete hasta llegar acasa. Tuvo que contenerse para no rasgar elpapel en cuanto la señora Hoskins se dio lavuelta. Lo guardó en el bolso y ahí permanecióhasta que se acabó su turno y regresó a toda

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prisa a la casa de Campden Grove.Cuando cerró la puerta de la habitación tras

de sí, la curiosidad de Dolly se había convertidoen un dolor físico. Se metió en la cama, con loszapatos y todo, y sacó el pequeño paquete delbolso. Al desenvolverlo, algo cayó sobre suregazo. Dolly lo cogió y dio vueltas entre losdedos: era un delicado medallón oval que pendíade una cadena de oro rosa. Notó que uno de loseslabones se había abierto un poco, con lo cualsu compañero había quedado libre. Ensartó elfinal del círculo abierto en el siguiente eslabón,tras lo cual, con sumo cuidado, lo cerró con lauña.

Ya estaba: arreglado. Y muy bien, además;era difícil ver dónde estaba la abertura. Dollysonrió satisfecha y centró su atención en elmedallón. Era del tipo empleado para guardarfotografías, comprendió, mientras pasaba elpulgar sobre el grabado de formas curvadas.Cuando Dolly al fin logró abrirlo, se encontró

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con una fotografía de cuatro pequeños, dosniñas y dos niños, sentados en unas escaleras demadera, con los ojos entrecerrados ante el soldeslumbrante. La fotografía había sido cortadaen dos para encajarla en los dos paneles delmarco.

Dolly reconoció a Vivien al instante, la niñamás pequeña, de pie con un brazo apoyado en elpasamanos, la otra mano en el hombro de unode los niños, un pequeño de apariencia sencilla.Eran sus hermanos, comprendió Dolly, en sucasa, en Australia, un retrato tomado,obviamente, antes de que enviaran a Vivien aInglaterra. Antes de conocer a su tío yconvertirse en una mujer adulta en una torre enla finca familiar, el mismo lugar donde conoceríaal apuesto Henry Jenkins. Dolly se estremecióde placer. Era como un cuento de hadas…, dehecho, como el libro de Henry Jenkins.

Sonrió al ver a Vivien de niña. «Ojalá tehubiera conocido entonces», dijo Dolly en voz

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baja, aunque resultaba absurdo, pues era muchomejor conocerla ahora, tener la oportunidad deser Dolly y Viv de Campden Grove. Observó elrostro de la pequeña, identificó la versión infantilde los rasgos que admiraba tanto en la mujer ypensó en lo extraño que era querer tanto aalguien a quien conocía desde hacía tan pocotiempo.

Cerró el medallón y notó que en la parteposterior había algo grabado, en intrincadacaligrafía. «Isabel», leyó en voz alta. ¿La madrede Vivien, tal vez? Dolly no recordaba si sabía elnombre de la madre de Vivien, pero teníasentido. Era una de esas fotografías que unamadre guardaba cerca del corazón: toda su prolejunta, sonriendo al fotógrafo ambulante. Dollyera demasiado joven para pensar en niños, perosupo que, cuando los tuviese, llevaría unafotografía similar a esta.

Una cosa era indudable: este medallón debíade ser importantísimo para Vivien si había

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pertenecido a su madre. Dolly tendría queprotegerlo con su propia vida. Pensó unmomento y una sonrisa se extendió por surostro: vaya, lo guardaría en el lugar más seguroque conocía. Dolly desabrochó el cierre, se pasóel collar bajo el cabello y lo cerró alrededor delcuello. Suspiró satisfecha, alegre, cuando elmedallón se deslizó bajo la blusa y el frío metalse encontró con su piel cálida.

Dolly se quitó los zapatos y tiró el sombreroa la silla que estaba junto a la ventana, se dejócaer sobre las almohadas y cruzó los pies.Encendió un cigarrillo y lanzó anillos de humohacia el techo, imaginando cómo se emocionaríaVivien cuando le devolviese el medallón.Probablemente tomaría a Dolly entre los brazos,la abrazaría y la llamaría «querida amiga», y susencantadores ojos negros se bañarían enlágrimas. Invitaría a Dolly a sentarse junto a ellaen el sofá y charlarían de todo un poco. Dollypresentía que Vivien incluso le hablaría del otro,

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de su amigo el doctor, una vez que pasasen untiempo juntas.

Sacó el medallón de entre los senos y miróel bello diseño de la superficie. La pobre Vivienestaría desolada, pensando que lo había perdidopara siempre. Dolly se preguntó si deberíadecirle de inmediato que el collar estaba a salvo(¿quizás una carta por la ranura de la puerta?),pero pronto descartó la idea. No disponía depapel, no sin el monograma de lady Gwendolyn,lo cual no resultaba muy apropiado. En cualquiercaso, era mejor dárselo en mano. La preguntacrucial era qué debería ponerse.

Dolly se tumbó bocabajo y sacó el Libro deIdeas de su escondite, bajo la cama. El libro delas tareas domésticas de la señora Beeton nohabía despertado el interés de Dolly cuando selo regaló su madre, pero el papel valía su pesoen oro y las páginas del libro habían demostradoser la guarida ideal para sus fotografías favoritasde The Lady. Dolly las había recortado y

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pegado encima de las normas y las recetas de laseñora Beeton durante más de un año. Lashojeó, prestando suma atención al atuendo de lasmujeres más distinguidas, en busca de prendassimilares a las que había visto en el vestidor. Sedetuvo en una imagen reciente. Era Vivien,fotografiada en un acto benéfico en el Ritz,gloriosa en un delicado vestido de seda fina.Pensativa, Dolly recorrió con el dedo el contornodel canesú y la falda: había uno igual arriba; conunas ligeras modificaciones, sería perfecto. Sesonrió al imaginarse lo guapa que estaría alcruzar la calle a paso vivo para tomar el té conVivien Jenkins.

Tres días más tarde, en un gesto deamabilidad tan poco característico, ladyGwendolyn soltó la bolsa de caramelos y pidió aDolly que corriese las cortinas y la dejara asolas para echarse la siesta. Eran casi las tres

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de la tarde y Dolly no esperó a que se lo dijerados veces. Tras comprobar que la anciana sesumía en el letargo, se enfundó el vestidoamarillo que tenía preparado y cruzó la calle debuen humor.

Ya en el escalón superior, preparada paratocar el timbre, Dolly imaginó la cara de Vivienal abrir la puerta y encontrarse con ella; esasonrisa de alivio, agradecida, cuando se sentarana tomar el té y le mostrara el medallón. Podíahaber bailado de alegría.

Tras una pausa para acicalarse el pelo ysaborear el momento, Dolly tocó el timbre.

Esperó a la escucha de sonidos reveladoresal otro lado de la puerta. Esta se abrió y una vozdijo: «Hola, cari…».

Dolly no pudo contenerse y dio un pasohacia atrás. Henry Jenkins estaba de pie delantede ella, más alto de cerca de lo que pensaba,gallardo como todos los hombres poderosos. Ensu actitud había una cualidad casi brutal, que se

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desvaneció al instante, por lo que Dolly supusoque lo había imaginado debido a la sorpresa. Sinduda, en todas sus fantasías, tan numerosas,nunca previó algo así. Henry Jenkins tenía untrabajo importante en el Ministerio deInformación y rara vez se encontraba en casade día. Dolly abrió la boca y la cerró de nuevo;se sentía intimidada ante su corpulencia y suexpresión sombría.

—¿Sí? —dijo él. Su tez estaba ligeramentesonrosada y Dolly sospechó que había estadobebiendo—. ¿Viene en busca de retazos?Porque ya hemos donado todo lo que podíamosdar.

Dolly recuperó la voz.—No, no, lo siento —dijo—. No he venido

en busca de telas. He venido a ver a Vivien…, ala señora Jenkins. —Al fin: su aplomoregresaba. Sonrió al hombre—. Soy amiga de suesposa.

—Ya veo. —Su sorpresa era evidente—.

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Una amiga de mi esposa. ¿Y cómo se llama estaamiga de mi esposa?

—Dolly… Quiero decir, Dorothy. DorothySmitham.

—Bueno, Dorothy Smitham, supongo queserá mejor que entre, ¿no le parece? —Seapartó e hizo una señal con la mano.

Según se adentraba en la casa de Vivien,Dolly reparó en que, a pesar de todo el tiempoque había vivido en Campden Grove, esta era laprimera vez que traspasaba el umbral delnúmero 25. Por lo que veía, tenía la mismadisposición que el número 7: un vestíbulo con untramo de escaleras que conducían a la primeraplanta y una puerta a la izquierda. Mientrasseguía a Henry Jenkins hacia la sala de estar, noobstante, vio que las semejanzas acababan ahí.Era evidente que la decoración del número 25procedía de este siglo y, en contraste con elmobiliario de caoba, pesado y barroco, y lasparedes atestadas de lady Gwendolyn, esta casa

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era toda luz y ángulos agudos.Era magnífica: el suelo era de parqué y del

techo colgaba un conjunto de arañas de luz devidrio esmerilado. Alineadas en las paredeshabía unas llamativas fotografías de arquitecturacontemporánea y el sofá verde lima tenía unapiel de cebra plegada en un reposabrazos. Quéelegante, qué moderno… A Dolly casi leentraron moscas en la boca al observarlo todo.

—Siéntese. Por favor —dijo Henry Jenkins,que señaló un sillón junto a la ventana. Dolly sesentó y alisó el dobladillo del vestido antes decruzar las piernas. De repente, se sintióavergonzada por su atuendo. Era bastantefavorecedor, para su época, pero sentada aquí,en esta espléndida sala, daba la impresión de seruna pieza de museo. Se había creído tanelegante en el vestidor de lady Gwendolyn,girando ante el espejo; ahora, solo veía losribetes y los volantes anticuados… Quédiferentes, en realidad (¿cómo es posible que no

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lo notase antes?), de las pulcras líneas de losvestidos de Vivien.

—Le ofrecería té —dijo Henry Jenkins, quese atusó las puntas del bigote de una formaextraña que resultaba encantadora—, pero noshemos quedado sin doncella esta semana. Unagran decepción… Fue sorprendida robando.

Estaba mirándole las piernas, comprendióDolly con un arrebato de emoción. Sonrió, unpoco incómoda (al fin y al cabo, era el esposo deVivien), pero también halagada.

—Lo siento —dijo, y en ese momentorecordó algo que le había oído decir a ladyGwendolyn—: Qué difícil es encontrar buenpersonal estos días.

—Sin duda. —Henry Jenkins se encontrabajunto a una maravillosa chimenea, revestida deazulejos blancos y negros, como un tablero deajedrez. Miró a Dolly, burlón, y dijo—: Dígame,¿de qué conoce a mi esposa?

—Nos conocimos en el Servicio Voluntario

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de Mujeres, y resulta que tenemos mucho encomún.

—Qué horarios más intempestivos tienen.—Sonrió, pero no se trataba de una sonrisaespontánea, y su morosidad, la forma en que lamiraba, indicaron a Dolly que había algo quequería saber, que ella le dijese. No se le ocurríaqué podría ser, así que le devolvió la sonrisa yguardó silencio. Henry Jenkins miró el reloj—.Hoy, por ejemplo. En el desayuno, mi esposa medijo que acabaría a las dos. He venido a casatemprano para darle una sorpresa, pero ya sonlas tres menos cuarto y ni rastro de ella. Imaginoque habrá surgido algo, pero es inevitablepreocuparse.

La irritación se reflejaba en sus palabras, yDolly comprendió por qué: era un hombreimportante con un trabajo crucial del que habíasalido solo para quedarse con las manoscruzadas mientras su esposa se paseaba por laciudad.

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—¿Tenía cita para ver a mi esposa? —preguntó de repente, como si se le acabara deocurrir que para Dolly también era uninconveniente el retraso de Vivien.

—Oh, no —dijo en el acto. Parecía ofendidoy Dolly quiso tranquilizarlo—: Vivien no sabíaque iba a venir. Le he traído algo, algo que haperdido.

—¿Sí?Dolly sacó el collar del bolso y lo sostuvo

con delicadeza entre los dedos. Se había pintadolas uñas para la ocasión con el último CotyCrimson de Kitty.

—Su medallón —dijo en voz baja, tendiendola mano para recogerlo—. Lo llevaba puesto eldía que nos conocimos.

—Es un collar precioso.—Lo lleva desde niña. No importa qué le

regale, por bonito o sofisticado que sea, que nose pone otro collar que este. Lo lleva incluso consu collar de perlas. No recuerdo que se lo haya

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quitado nunca y, sin embargo —estudió lacadena—, está intacto, así que esta vez lo hahecho. —Miró de soslayo a Dolly, quien seencogió levemente bajo la intensidad de esamirada. ¿Miraba así a Vivien, se preguntó,cuando le alzaba el vestido, cuando apartaba elmedallón para besarla?—. ¿Ha dicho que lohabía encontrado? —continuó—. Me preguntodónde.

—Yo… —Los pensamientos de Dolly laruborizaron—. Me temo que no lo sé… No fuiyo quien lo encontró, solo me lo dieron para quese lo devolviese a Vivien. Por nuestra cercanía.

Él asintió lentamente.—Me pregunto, señora Smitham…—Señorita Smitham.—Señorita Smitham. —Sus labios se

movieron, en un atisbo de sonrisa que sirvió pararuborizarla aún más—. A riesgo de parecerimpertinente, me pregunto por qué no se lodevolvió a mi esposa en la cantina del SVM.

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Con certeza, habría sido más conveniente parauna dama ocupada como usted.

Una dama ocupada. A Dolly le gustó cómosonaba.

—No es impertinente en absoluto, señorJenkins. Como sabía lo importante que es paraVivien, quería dárselo cuanto antes. Nuestrosturnos no siempre coinciden, ya ve.

—Qué extraño. —Pensativo, cerró el puñoen torno al medallón—. Mi esposa se presentaal servicio todos los días.

Antes de que Dolly pudiese responder quenadie iba a la cantina todos los días, que estabananotados todos los turnos y había una señoraWaddingham muy estricta, sonó una llave en lacerradura de la puerta.

Vivien estaba en casa.Tanto Dolly como Henry miraron fijamente

la puerta cerrada de la sala, escuchando lospasos en el vestíbulo. La alegría desbordó elcorazón de Dolly, que se imaginó lo feliz que

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sería Vivien cuando Henry le mostrase el collar,cuando le explicase que Dolly se habíaencargado de traerlo; cómo la embargaría lagratitud y, sí, el amor, y una sonrisa radiante leiluminaría la cara y diría: «Henry, cariño. Mealegra que por fin hayas conocido a Dorothy.Llevo mucho tiempo pensando en invitarte atomar el té, querida, pero con este ajetreo hasido imposible». Y entonces bromearía sobre laestricta tirana de la cantina, y ambas se moriríande la risa, y Henry sugeriría que saliesen a cenarjuntos, quizás a su club…

Se abrió la puerta del salón y Dolly se sentóen el borde del asiento. Henry se movió conceleridad para tomar a su esposa entre losbrazos. Fue un abrazo duradero, romántico,como si él se anegase en el aroma de ella, yDolly comprendió, con una pizca de envidia, queHenry Jenkins amaba a su esposaapasionadamente. Ya lo sabía, por supuesto, trashaber leído La musa rebelde, pero aquí, en el

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salón, observándolos, no le quedó duda alguna.¿En qué estaría pensando Vivien, viéndose conese doctor cuando un hombre como Henry laquería tanto?

El doctor. Dolly miró a Henry, que tenía losojos cerrados mientras apretaba con firmeza lacabeza de Vivien contra su pecho; la estrechabacon el ardor que cabría esperar tras meses deausencia en los que se temió lo peor; y Dolly, derepente, comprendió que lo sabía. Los nerviospor el retraso de Vivien, las preguntasincómodas a Dolly, el tono frustrado con el quehablaba de su adorada esposa… Lo sabía. Esdecir, lo sospechaba. Y había albergado laesperanza de que Dolly confirmase o disipasesus sospechas. «Oh, Vivien —pensó,entrelazando los dedos mientras miraba a laespalda de la mujer—, ten cuidado».

Henry se apartó al fin y alzó el mentón de sumujer para mirarla fijamente a la cara.

—¿Has tenido un buen día, mi amor?

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Vivien esperó hasta que la soltó, tras lo cualse quitó el sombrero del SVM.

—Ajetreado —dijo, alisándose el pelo conunas palmaditas. Dejó el sombrero en unamesilla, junto a una fotografía enmarcada del díade su boda—. Estamos recolectando bufandas yla demanda es enorme. Está tardando más de loque debería. —Hizo una pausa y prestó atenciónal ala de su sombrero—. No sabía que estaríasen casa tan temprano; habría salido a tiempopara estar contigo.

Él sonrió, desdichado, pensó Dolly, y dijo:—Quería darte una sorpresa.—No lo sabía.—No tenías que saberlo. Por eso es una

sorpresa, ¿no? Pillar a una personadesprevenida. —La agarró del codo y girólevemente su cuerpo para que mirase hacia elsalón—. Hablando de sorpresas, cariño, tienesuna invitada. La señorita Smitham ha venido asaludarte.

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Dolly se puso en pie, el corazón a punto deestallar. Por fin había llegado el gran momento.

—Tu amiga ha venido a verte —continuóHenry—. Hemos tenido una deliciosa charlasobre el buen trabajo que haces en el SVM.

Vivien pestañeó al mirar a Dolly, con ungesto del todo inexpresivo, y dijo:

—No conozco a esta mujer.A Dolly se le cortó la respiración. El salón

comenzó a dar vueltas.—Pero, cariño —dijo Henry—, claro que sí.

Te ha traído esto. —Sacó el collar del bolsillo ylo dejó en las manos de su esposa—. Te loquitarías y se te olvidó.

Vivien le dio la vuelta, abrió el medallón ymiró las fotografías.

—¿Por qué tenía mi collar? —dijo, con untono tan gélido que estremeció a Dolly.

—Yo… —A Dolly le dio vueltas la cabeza.No comprendía lo que estaba ocurriendo, porqué Vivien se comportaba así; después de todas

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esas miradas, breves, sin duda, pero cargadas desentimiento, de camaradería; después de todaslas veces que se habían observado la una a laotra desde la ventana; después de todo lo queDolly había imaginado para su futuro. ¿Eraposible que Vivien no hubiese entendido, que nosupiese lo que significaban la una para la otra,que no soñase también con Dolly y Viv?—.Estaba en la cantina. La señora Hoskins loencontró y me pidió que se lo devolviera, cuandosupo que éramos… —Cuando supo que éramosalmas gemelas, excelentes amigas, espíritusafines—. Cuando supo que éramos vecinas.

Las cejas perfectas de Vivien se arquearony observó a Dolly. Hubo un momento decavilación y su expresión cambió, de forma sutil.

—Sí. Ahora caigo. Esta mujer es la criadade lady Gwendolyn Caldicott.

Dijo esas palabras con una significativamirada a Henry, quien cambió de actitud alinstante. Dolly recordó el desdén con el cual

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había hablado de su doncella, a quien habíandespedido por robar. Miró esa joya preciosa ydijo:

—¿No es una amiga, entonces?—Claro que no —dijo Vivien, como si la

mera idea la repugnase—. No tengo ningunaamiga a la que no conozcas, Henry, querido. Yalo sabes.

Miró perplejo a su esposa y asintiófríamente.

—Me pareció extraño, pero insistió mucho.—A continuación, se volvió hacia Dolly, con laduda y la irritación reflejadas en un ceñofruncido que le arrugaba la frente. Se sentíadecepcionado, percibió Dolly; peor aún, suexpresión estaba teñida de desprecio—.Señorita Smitham —dijo—, le agradezco quehaya devuelto el collar de mi esposa, pero ya eshora de que se vaya.

A Dolly no se le ocurrió nada que decir.Estaba soñando, no cabía duda: nada de esto era

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lo que había imaginado, lo que se merecía, lavida que estaba destinada a vivir. Se despertaríay se encontraría a sí misma riéndose junto aVivien y Henry mientras tomaban un vaso dewhisky y hablaban de las aflicciones de la vidacotidiana, y ella y Vivien, juntas en el sofá, semirarían la una a la otra y se reirían de la señoraWaddingham, y Henry sonreiría con cariño ydiría: «Qué par, qué par tan incorregible yencantador».

—¿Señorita Smitham?Atinó a asentir, recogió el bolso y se

escabulló entre ambos de vuelta al vestíbulo.Henry Jenkins la siguió, dudando

brevemente antes de abrirle la puerta de par enpar. Su brazo le cortó el camino y Dolly no tuvomás remedio que quedarse donde estaba yesperar a que se decidiese a dejarla marchar.Tuvo la impresión de que Henry estabapensando qué decir.

—¿Señorita Smitham? —Habló como

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hablaría a una niña tonta o, peor aún, a unacriada insignificante que había olvidado cuál erasu lugar, entregada a fantasías rebuscadas ysueños de una vida que no le correspondían.Dolly fue incapaz de mirarlo a los ojos; se sintiódesfallecer—. Sal corriendo, sé buena —dijo—.Cuida de lady Gwendolyn y no te metas en másproblemas.

Caía el crepúsculo y, al otro lado de la calle,Dolly vio a Kitty y Louisa, que llegaban deltrabajo. Kitty alzó la vista y su boca dibujó una«O» al ver lo que estaba ocurriendo, pero Dollyno tuvo ocasión de sonreír, saludar o alegrar lacara. ¿Cómo hacerlo, ahora que todo estabaperdido? ¿Cuando todos sus deseos, todas susesperanzas habían sido aplastados con talcrueldad?

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17

Universidad de Cambridge, 2011

Había dejado de llover y la luna asomaba entrejirones de nubes. Tras haber visitado labiblioteca de la Universidad de Cambridge,Laurel estaba sentada frente a la capilla deClare College, a la espera de ser atropellada porun ciclista. No un ciclista cualquiera; tenía enmente a uno en concreto. El oficio de vísperasestaba a punto de terminar; había escuchado enun banco situado bajo un cerezo durante mediahora, embelesada por el órgano y las voces. Encualquier momento, sin embargo, todo sedetendría y por las puertas saldría la gente, enbusca de sus bicicletas apiladas en las rejillas demetal al lado de la entrada, y partiría en todas

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direcciones. Uno de ellos, esperaba Laurel, seríaGerry; era algo que siempre habían compartido,su amor por la música (ese tipo de música queles permitía vislumbrar respuestas a preguntasque desconocían hasta ese momento) y, encuanto llegó a Cambridge y vio los carteles queanunciaban el oficio de vísperas, supo que esaera la mejor oportunidad de encontrar a suhermano.

En efecto, pocos minutos después de laasombrosa conclusión de Regocijo en elcordero, de Britten, mientras el públicocomenzaba a salir en parejas y grupos por laspuertas de la capilla, un hombre caminaba solo.Una figura alta y desgarbada, cuya aparición enlo alto de las escaleras dibujó una sonrisa en loslabios de Laurel, pues una de las bendicionesmás sencillas de la vida era, sin duda, conocer aalguien tan bien que bastaba una mirada fugazpara identificarlo incluso al otro lado de un patioa oscuras. La figura subió a la bicicleta y se

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impulsó con un pie, tambaleándose un pocohasta adquirir ritmo.

Laurel salió a la calle cuando se acercó,saludando y llamándolo por su nombre. Casi laderribó antes de pararse y mirarla perplejo a laluz de la luna. La sonrisa más encantadorailuminó su rostro y Laurel se preguntó por quéno venía de visita más a menudo.

—Lol —dijo—. ¿Qué haces aquí?—Quería verte. He intentado llamarte; te he

dejado mensajes.—El contestador —Gerry negaba con la

cabeza— no dejaba de pitar y esa malditalucecita roja no paraba de encenderse yapagarse. No funcionaba, creo… Lo tuve quedesenchufar.

Era una explicación tan propia de Gerry que,a pesar de lo exasperante que había sido nopoder hablar con él, de lo mucho que le habíapreocupado que estuviese molesto con ella,Laurel no pudo más que sonreír.

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—Bueno —dijo—, así tengo una excusapara visitarte. ¿Ya has ido a cenar?

—¿Cenar?—Ingerir alimentos. Una engorrosa

costumbre, lo sé, pero intento hacerlo todos losdías.

Gerry se mesó esa maraña de pelo oscuro,como si tratase de recordar.

—Vamos —dijo Laurel—. Yo invito.Gerry caminó con la bicicleta al lado y

hablaron de música mientras se dirigían a unapequeña pizzería construida en un boquete delmuro con vistas al Arts Theatre. El mismo lugar,recordó Laurel, donde vio, siendo adolescente,La fiesta de cumpleaños, de Pinter.

Estaba tenuemente iluminado, a la luz deunas candelas que parpadeaban en unasampollas de cristal sobre los manteles a cuadrosrojos y blancos. El lugar se encontraba lleno decomensales, pero Gerry y Laurel se sentaron auna mesa libre al fondo, justo al lado del horno

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de la pizzería. Laurel se quitó el abrigo y unjoven de larga cabellera rubia, que formabatirabuzones en las sienes, les tomó el pedido:pizzas y vino. Volvió en cuestión de minutos conuna botella de Chianti y dos vasos.

—Bueno —dijo Laurel, que sirvió el vino—,no sé si atreverme a preguntarte en qué hasestado trabajando.

—Hoy mismo he terminado un artículosobre los hábitos alimentarios de las galaxiasadolescentes.

—Hambrientas, ¿no?—Muchísimo, parece.—Y mayores de trece años, supongo.—Un poco. Entre tres y cinco mil millones

de años después del Big Bang.Laurel observó a su hermano, que habló con

entusiasmo acerca del telescopio de la ESO enChile («Es para nosotros lo que un microscopiopara los biólogos») y explicó que esas vagasmanchas en el cielo eran en realidad galaxias

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distantes, y había algunas («Es increíble, Lol»)cuyo gas parecía no rotar («Ninguna teoríaactual lo predice»), y Laurel asintió, si bien sesintió un poco culpable porque en realidad noestaba escuchando en absoluto. Pensaba encómo, cuando Gerry se entusiasmaba, suspalabras se atropellaban, como si su boca fueseincapaz de seguir el ritmo de esa menteprodigiosa; cómo se detenía para respirar solocuando no le quedaba más remedio; cómo abríalas manos de forma expresiva y estiraba losdedos, pero con precisión, como si sostuvieseestrellas en las yemas. Eran las manos de papá,pensó Laurel al mirarlo; los pómulos de papá yla misma mirada amable detrás de las gafas. Dehecho, había mucho de Stephen Nicolson en suúnico hijo. No obstante, Gerry había heredado larisa de su madre.

Dejó de hablar y se bebió el vaso de vino deun trago. A pesar del nerviosismo que atenazabaa Laurel debido a esta búsqueda, en especial por

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la conversación que se avecinaba, era tansencillo estar con Gerry que le hacía anhelaralgo que no sabía explicar. Recordó cómo solíanser las cosas entre ellos, y deseó saborear eseeco lejano antes de echarlo a perder con suconfesión.

—Y ¿qué viene a continuación? —dijo—.¿Qué puede competir con los hábitosalimentarios de las galaxias adolescentes?

—Voy a crear el mapa más reciente detodo.

—Veo que sigues contentándote conobjetivos pequeñitos.

Gerry sonrió.—Va a ser pan comido… No voy a incluir

todo el espacio, solo el cielo. Solo unosquinientos sesenta millones de estrellas, galaxiasy otros objetos, y ya.

Laurel sopesaba ese número cuandollegaron las pizzas y el aroma del ajo y laalbahaca le recordó que no había comido desde

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el desayuno. Almorzó con la voracidad de unagalaxia adolescente, convencida de que jamásun alimento había sido tan sabroso. Gerry lepreguntó acerca de su trabajo y, entre bocado ybocado, Laurel le habló del documental y lanueva versión de Macbeth que estaba filmando.

—O, al menos, dentro de poco. Me hetomado un tiempo libre.

Gerry alzó una mano enorme.—Espera… ¿Tiempo libre?—Sí.—¿Qué pasa? —Gerry inclinó la cabeza.—¿Por qué todo el mundo me pregunta lo

mismo?—Porque nunca te tomas tiempo libre.—Qué tontería.—¿Es una broma? —Gerry arqueó las cejas

—. Me han dicho que a veces no las pillo.—No, no es una broma.—Entonces, tengo que informarte de que

toda la evidencia empírica contradice tu

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afirmación.—¿Evidencia empírica? —se burló Laurel

—. Por favor. No sabes ni hablar. ¿Cuándo fuela última vez que tú te tomaste unas vacaciones?

—Junio de 1985, boda de Max Seerjay enBath.

—¿Entonces?—No he dicho que yo sea diferente. Tú y yo

somos iguales, los dos casados con nuestrotrabajo: por eso sé que algo va mal. —Se pasóla servilleta de papel por los labios y se reclinócontra la pared de ladrillo color carbón—.Tiempo libre anómalo, visita anómala…Deduzco que hay una relación entre ambascosas.

Laurel suspiró.—Suspiro ahogado. La prueba que

necesitaba. ¿Me quieres decir qué ocurre, Lol?Dobló la servilleta por la mitad un par de

veces. Era ahora o nunca; todo este tiempohabía deseado la compañía de Gerry en este

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viaje; era hora de invitarlo a bordo.—¿Te acuerdas de esa vez que te quedaste

conmigo en Londres? —dijo—. ¿Justo antes devenir aquí?

Gerry respondió con una cita de Loscaballeros de la mesa cuadrada:

—«Por favor. Esta es una ocasión feliz».—«No peleemos sobre quién mató a quién».

—Laurel sonrió—. Me encanta esa película. —Movió un pedazo de aceituna de un lado a otrodel plato, evasiva, tratando de encontrar laspalabras adecuadas. Imposible, pues no existían,no en realidad, solo cabía lanzarse al vacío—.Me preguntaste algo, esa noche en la azotea;me preguntaste si ocurrió algo cuando éramosniños. Algo violento.

—Lo recuerdo.—¿De verdad?Gerry asintió con un solo movimiento,

enérgico.—¿Recuerdas lo que dije?

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—Me dijiste que no se te ocurría nada.—Sí. Eso. Eso dije —concedió, en voz baja

—. Pero te mentí, Gerry. —No añadió que lohizo por su propio bien ni que pensaba que era locorrecto. Ambas aclaraciones eran ciertas, pero¿qué importaba ahora? No quería excusarse, deningún modo; había mentido y se merecía todoslos reproches que le hiciese… Y no solo porocultar la verdad a Gerry, sino por lo que dijo aesos policías—. Mentí.

—Ya sé que mentiste —dijo Gerry, que seacabó la corteza.

Laurel parpadeó.—¿Lo sabías? ¿Cómo?—No me miraste al decirlo y me llamaste

Ge. Dos cosas que nunca haces a menos queestés confusa. —Se encogió de hombros paraquitarle importancia—. La mejor actriz del país,quizás; pero presa fácil para mis poderes dededucción.

—Y la gente dice que eres despistado.

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—¿Eso dicen? No tenía ni idea. Quédecepción. —Se sonrieron, pero con cautela, yGerry dijo—: ¿Quieres contármelo ahora, Lol?

—Sí. Muchísimo. ¿Aún quieres saberlo?—Sí. Muchísimo.Laurel asintió.—Vale, muy bien. Muy bien. —Y comenzó

desde el principio: una niña en la casa del árbolun día del verano de 1961, un desconocido en elcamino, un pequeño en brazos de su madre.Describió con especial detalle cómo la madreadoraba a esa criatura, la pausa en la puertasolo para sonreírle, respirar ese aroma lácteo yhacerle cosquillas en los pies regordetes; peroen ese momento el hombre del sombrero entróen escena y el foco lo iluminó a él. El caminarfurtivo al pasar junto a la puerta lateral, el perroque supo antes que nadie que se acercaba algolúgubre, los ladridos con que avisó a la madre,quien se giró y vio al hombre y, mientras la niñaen la casa del árbol miraba, se asustó en el acto.

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Al llegar a esa parte de la historia concuchillos, sangre y un niño pequeño llorando enla grava, Laurel pensó, mientras escuchaba suvoz como si no procediera de su boca yobservaba el rostro de su hermano ya adulto,qué extraño era mantener una conversación taníntima en un lugar público y, sin embargo, quénecesarios eran el ruido y las voces de estelugar para poder contarla. Aquí, en una pizzeríade Cambridge, entre estudiantes que reían ybromeaban en torno a ellos, jóvenes estudiososcon toda la vida por delante, Laurel se sintiósegura y protegida, más cómoda, capaz depronunciar palabras que se le habríanatragantado en el silencio de su habitaciónuniversitaria, palabras como:

—Lo mató, Gerry. El hombre, se llamabaHenry Jenkins, murió ahí, frente a nuestra casa.

Gerry había escuchado con suma atención,con la vista clavada en el mantel y un gesto queno revelaba nada. Un músculo se estremeció en

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su mandíbula en sombra y asintió, más paraadmitir el fin de la historia que para responder ala narración. Laurel esperó, se terminó el vasode vino y sirvió un poco más para ambos.

—Bueno —dijo—. Eso es todo. Eso es loque vi.

Al cabo de un momento, Gerry la miró.—Supongo que eso lo explica —dijo.—¿Explica qué?A Gerry le temblaron los dedos, llenos de

energía nerviosa, mientras hablaba.—De niño solía ver algo, por el rabillo del

ojo, una sombra oscura que me asustaba sinrazón aparente. Es difícil de describir. Me dabala vuelta y no había nada ahí, solo esta terriblesensación de haber mirado demasiado tarde. Micorazón latía a toda prisa y yo no tenía ni idea depor qué. Una vez se lo conté a mamá; me llevóa un oculista.

—¿Por eso te pusieron gafas?—No, resulta que yo era miope. Las gafas

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no me ayudaron con la sombra, pero al menoslas caras de la gente dejaron de ser borrosas.

Laurel sonrió. Gerry no. El científico estabaaliviado, Laurel lo sabía, por disponer de laaclaración de un suceso antes inexplicable, peroel hijo de una madre querida no se iba a calmartan fácilmente.

—Las buenas personas hacen cosas malas—dijo, y se mesó un mechón de pelo—. Dios.Qué horrible cliché.

—Pero es cierto —dijo Laurel, que queríaconsolarlo—. Lo hacen. Y a veces con buenosmotivos.

—¿Qué motivos? —La miró y fue un niñode nuevo, con unas ganas desesperadas de queLaurel lo explicase todo. Lo sintió por él… Unminuto antes era feliz contemplando lasmaravillas del universo, al siguiente su hermanale decía que su madre había matado a unhombre—. ¿Quién era ese tipo, Lol? ¿Por qué lohizo?

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De la manera más directa posible (conGerry era mejor recurrir a su sentido de lalógica), Laurel le explicó lo que sabía acerca deHenry Jenkins: que era escritor, casado con unaamiga de su madre, Vivien, durante la guerra.También le contó lo que le había dicho KittyBarker, que hubo un terrible desencuentro entreDorothy y Vivien a principios de 1941.

—Y piensas que esa discusión estárelacionada con lo que sucedió en Greenacresen 1961 —dijo—. De lo contrario, no lomencionarías.

—Sí. —Laurel recordó el relato de Kittysobre la noche que salió con su madre, el modoen que se comportaba, las cosas que decía—.Creo que mamá estaba molesta por lo quesucedió entre ellas e hizo algo para castigar a suamiga. Creo que su plan (fuese el que fuese)salió mal, mucho peor de lo que esperaba, peroya era demasiado tarde para arreglar las cosas.Mamá huyó de Londres, y Henry Jenkins estaba

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tan furioso por lo ocurrido que vino a buscarlaveinte años más tarde. —Laurel se preguntócómo una persona podía describir esasespeluznantes teorías con tal franqueza y sentidocomún. A ojos de un observador, Laurelparecería tranquila y dispuesta a llegar hasta elfondo del asunto; no reveló ni rastro de laprofunda angustia que la carcomía por dentro.Sin embargo, bajó la voz para añadir—: Mepregunto si mamá sería responsable de lamuerte de Vivien.

—Santo Dios, Lol.—Si tuvo que convivir con los

remordimientos todo este tiempo y la mujer queconocemos es el resultado de ello; si el resto desu vida fue su expiación.

—¿Convirtiéndose en la madre perfecta desus hijos?

—Sí.—Lo cual dio resultado hasta que Henry

Jenkins vino a ajustar cuentas.

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—Sí.Gerry se quedó callado, el ceño ligeramente

fruncido, pensativo.—¿Y bien? —insistió Laurel, que se inclinó

hacia él—. Tú eres el científico… ¿Tienesentido esa teoría?

—Es verosímil —dijo Gerry, que asintió,despacio—. No es difícil de creer que losremordimientos motiven un cambio. Ni que unmarido trate de vengar una afrenta contra suesposa. Y si lo que hizo a Vivien fue bastantegrave, entiendo que pensase que su única opciónera silenciar a Henry Jenkins de una vez y parasiempre.

A Laurel se le encogió el corazón. En elfondo, comprendió, se había aferrado a laremota esperanza de que Gerry se riese,agujerease su teoría con el temible filo de supoderoso cerebro y le dijese que necesitaba unbuen descanso y dejar de leer a Shakespearedurante un tiempo.

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No lo hizo. Su lado racional había tomado lasriendas, y dijo:

—Me pregunto qué pudo haber hecho aVivien para lamentarlo tanto.

—No lo sé.—Fuese lo que fuese, creo que estás en lo

cierto —prosiguió—. Salió peor de lo que ellaesperaba. Mamá nunca habría hecho daño a unaamiga a propósito.

Laurel ofreció una respuesta evasiva,recordando cómo su madre había hundido elcuchillo en el pecho de Henry Jenkins sintitubear.

—No lo habría hecho, Lol.—No, yo tampoco lo habría creído… al

principio. Pero ¿has pensado que tal vez soloestamos poniendo excusas porque es nuestramadre y la conocemos y la queremos?

—Es probable —concedió Gerry—, pero nopasa nada. La conocemos bien.

—O eso creemos. —Kitty Barker había

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dicho algo que Laurel era incapaz de olvidar,sobre la guerra y la exaltación de las pasiones;la amenaza de la invasión, el miedo y laoscuridad, noches y noches de escasas horas desueño—. ¿Y si fuese una persona diferente poraquel entonces? ¿Y si la presión de losbombardeos la hubiese trastornado? ¿Y sicambió después de casarse con papá y tenernosa nosotros? Después de tener una segundaoportunidad.

—Nadie cambia tanto.Sin previo aviso, el cuento del cocodrilo se

abrió paso en la mente de Laurel. «¿Por eso teconvertiste en una dama, mamá?», preguntó, yDorothy respondió que había abandonado suscostumbres de cocodrilo cuando se convirtió enmadre. ¿Era demasiado rebuscado pensar queese cuento era una metáfora, que su madreestaba confesando que había cambiado de algúnmodo? ¿O le estaba dando demasiadaimportancia a un relato que solo pretendía

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entretener a una niña? Evocó a Dorothy aquellatarde, de espaldas al espejo, enderezando lostirantes de ese precioso vestido, mientras unaLaurel de ocho años se preguntaba, con los ojosabiertos de par en par, cómo habría ocurrido esamaravillosa transformación. «Vaya —le dijo sumadre—, no puedo contarte todos mis secretos,¿a que no? No todos a la vez. Vuelve apreguntármelo algún día. Cuando seas mayor».

Y eso era lo que pretendía hacer Laurel. Derepente tuvo calor, los otros comensales se reíany se hacinaban en el salón, y el horno de lapizzería emitía oleadas de aire caliente. Laurelabrió la cartera y sacó dos billetes de veinte yuno de cinco, que dejó bajo la cuenta, y acallólas protestas de Gerry con un gesto.

—Ya te lo dije, invito yo —aclaró. Noañadió que era lo menos que podía hacer, trashaber esparcido su oscura obsesión en esemundo estrellado en el que él vivía—. Venga —dijo, poniéndose el abrigo—. Vamos a dar un

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paseo.

La charla de los restaurantes se desvaneciótras ellos cuando cruzaron el patio del King’sCollege de camino al Cam. Todo estabatranquilo junto al río y Laurel oyó las barcas, quese mecían suavemente sobre la superficieplateada por la luna. Una campana sonó a lolejos, severa y estoica, y en una habitaciónalguien practicaba con el violín. La música,hermosa y triste, atenazó el corazón de Laurel ysupo, de repente, que había cometido un error alvenir.

Gerry no había dicho gran cosa desde quesalieron del restaurante. Caminaba en silenciojunto a ella, llevando la bicicleta con una mano.La cabeza gacha, tenía la mirada clavada en elsuelo. Laurel creyó que la carga del pasado sevolvería más ligera al compartirla, convencida deque Gerry debía saberlo, que él también estaba

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unido a esa monstruosidad que habíapresenciado. Pero por aquel entonces era pocomás que un bebé, una persona diminuta, y ahoraera un hombre dulce, el favorito de su madre,incapaz de aceptar que ella hubiese hecho algoterrible. Laurel estaba a punto de reconocerlo,de pedir disculpas y restar importancia a eseinterés obsesivo, cuando Gerry dijo:

—¿Y ahora qué hacemos? ¿Tenemosalguna pista?

Laurel le miró de reojo.Se había parado bajo la luz amarillenta de

una farola y se subió las gafas por el puente dela nariz.

—¿Qué? No ibas a dejar las cosas así,¿verdad? Evidentemente, tenemos que averiguarqué ocurrió. Es parte de nuestra historia, Lol.

Laurel no podía recordar otro momento enque lo hubiese querido tanto como ahora.

—Algo hay —dijo, con la respiraciónentrecortada—. Ahora que lo dices. Fui a visitar

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a mamá esta mañana, estaba muy confusa ypidió a la enfermera que llamase al doctor Rufuscuando lo viese.

—No es algo tan extraño en un hospital,¿verdad?

—No por sí mismo, salvo que su médico sellama Cotter, no Rufus.

—¿Un lapsus?—No creo. Lo dijo con mucha seguridad.

Además… —La misteriosa imagen de un jovenllamado Jimmy, antaño amado por su madre,llorado ahora, acudió a la mente de Laurel—.No es la primera vez que habla de alguien aquien conocía de antes. Creo que el pasado seconfunde en su cabeza; creo que casi quiere quesepamos las respuestas.

—¿Le preguntaste al respecto?—No acerca del doctor Rufus, pero sí sobre

otras cosas. Respondió con bastante franqueza,pero la conversación la alteró. Hablaré con ellade nuevo, claro, pero, si hay otra manera, estoy

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dispuesta a probar.—Estoy de acuerdo.—Fui a la biblioteca antes para ver si era

posible encontrar los detalles de un médico enactivo en Coventry y quizás también en Londresen los años treinta y cuarenta. Solo disponía delapellido y no sabía qué tipo de médico era, asíque el bibliotecario sugirió que comenzase con labase de datos de The Lancet.

—¿Y?—Encontré a un doctor Lionel Rufus. Gerry,

estoy casi segura de que es él: vivió en Coventrydurante esos años y publicó artículos acerca dela psicología de la personalidad.

—¿Crees que fue paciente suya? ¿Quemamá sufría algún tipo de trastorno por aquelentonces?

—No tengo ni idea, pero pienso averiguarlo.—Yo me encargo —dijo Gerry de repente

—. Hay gente a la que puedo preguntar.—¿De verdad?

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Gerry asentía con la cabeza, y sus palabrasse atropellaron con entusiasmo al decir:

—Vuelve a Suffolk. En cuanto sepa algo, tellamo.

Era más de lo que Laurel se había atrevido aesperar… No, no lo era: era exactamente lo queestaba esperando. Gerry iba a ayudarla; juntos,averiguarían lo que realmente había ocurrido.

—Sabes que quizás descubras algo terrible.—No quería asustarlo, pero tenía que avisarle—. Algo que convertiría en mentira todo lo quecreíamos saber acerca de ella.

Gerry sonrió.—Actriz hasta los tuétanos. ¿No es ahora

cuando me dices que las personas no son unaciencia, que los personajes son contradictorios yuna nueva variable no refuta todo el teorema?

—Solo te aviso. Prepárate para lo peor,hermanito.

—Siempre estoy preparado —dijo con unasonrisa—, y aún confío en nuestra madre.

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Laurel alzó las cejas, deseosa de compartiresa fe. Pero ella había visto lo sucedido ese díaen Greenacres, sabía de qué era capaz sumadre.

—No es muy científico por tu parte —lereprendió—, no cuando todo señala a la mismaconclusión.

Gerry tomó su mano.—¿Es que el hambre de las galaxias

adolescentes no te ha enseñado nada, Lol? —dijo con ternura y Laurel sintió un arrebato deamor protector, pues veía en sus ojos lo muchoque necesitaba creer que todo saldría bien, y ellasabía en lo más hondo que eso no era muyprobable—. Nunca descartes la posibilidad deuna respuesta que no predicen las teoríasactuales.

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18

Londres, finales de enero de 1941

A Dolly no le cabía duda de que nunca la habíanhumillado tanto en toda su vida. Aunque llegasea los cien años, sabía que no olvidaría cómo lahabían mirado Henry y Vivien Jenkins cuando sefue, esas expresiones burlonas quedistorsionaban sus rostros bellos y espantosos.Casi habían logrado convencer a Dolly de queno era más que la criada de la vecina, de visitacon un vestido viejo tomado del vestuario de suseñora. Casi. Pero Dolly estaba hecha de buenamadera. Como el doctor Rufus le decía siempre:«Eres una entre un millón, Dorothy, de verdadque sí».

En su último almuerzo, dos días después de

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lo sucedido, él se reclinó en su asiento en elSavoy y la observó tras un puro. «Dime,Dorothy —dijo—, ¿por qué crees que esa mujer,esa tal Vivien Jenkins, fue tan desdeñosacontigo?». Dolly negó con la cabeza, reflexiva,antes de decir lo que pensaba: «Creo quecuando nos vio a los dos juntos, al señor Jenkinsy a mí, así, en el salón… —Dolly apartó la vista,un poco avergonzada por las miradas de HenryJenkins—. Bueno, me había vestido con especialesmero ese día, ¿sabes?, y sospecho que Vivienno lo soportó». Él asintió, admirado, y sus ojos seestrecharon mientras se acariciaba el mentón.«Y ¿cómo te sentiste tú, Dorothy, cuando tedespreció de ese modo?». Dolly pensó que iba aponerse a llorar cuando el doctor Rufus formulóesa pregunta. No obstante, se contuvo; sonrióvalerosa, clavándose las uñas en las palmas dela mano, orgullosa de su dominio de sí misma, ydijo: «Me sentí muy avergonzada, doctor Rufus,y muy, muy dolida. Creo que nunca me habían

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tratado tan vilmente, y menos aún alguien aquien solía considerar mi amiga. De verdad, mesentí…».

—¡Para! ¡Para ahora mismo! —En lasoleada habitación del número 7 de CampdenGrove, Dolly se sobresaltó cuando ladyGwendolyn soltó una pequeña patada y gritó—:Me vas a arrancar el dedo si no tienes cuidado,niña tonta.

Dolly observó con contrición el pequeñotriángulo blanco donde tenía que encontrarse lauña del dedo meñique de la anciana. Había sidopor estar pensando en Vivien. Dolly habíaempleado la lima más rápido y más fuerte de loaconsejable.

—Lo lamento muchísimo, lady Gwendolyn—dijo—. Voy a tener más cuidado…

—Ya he tenido bastante. Tráeme misgolosinas, Dorothy. He pasado una nochenauseabunda. Malditas recetas… ¡Morcillo deternera con lombarda guisada para cenar! No

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me extraña que diese vueltas y más vueltas ysoñase cosas horrendas.

Dolly obedeció y esperó con pacienciamientras la anciana husmeaba en la bolsa enbusca del caramelo de menta más grande.

La vergüenza no tardó en convertirse enhumillación y escarnio para dar paso a la ira.Vaya, Vivien y Henry Jenkins casi la llamaronladrona y mentirosa cuando solo pretendíadevolver el precioso collar de Vivien. Era unaironía casi insoportable que Vivien (la que seescabullía a espaldas de su marido y mentía atodos los que se preocupaban por ella, rogando alos demás que no revelasen sus secretos)condenase así a Dolly, que siempre salía en sudefensa cuando las otras hablaban mal de ella.

Bueno… (Dolly, el ceño fruncido, decidida,guardó la lima de uñas y limpió el tocador), esose había acabado. Dolly tenía un plan. No habíahablado con lady Gwendolyn, aún no, perocuando la anciana supiese lo que había sucedido

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(que su joven amiga había sido traicionada, igualque ella), Dolly estaba segura de que recibiría subendición. Iban a dar una gran fiesta cuando laguerra terminase, una gran mascarada contrajes, faroles y tragafuegos. Acudirían laspersonas más fabulosas, publicarían fotografíasen The Lady y se hablaría de ello en los añosvenideros. Dolly podía ver a los invitados quellegaban a Campden Grove, vestidos de punta enblanco, desfilando ante el número 25, dondeVivien Jenkins miraría desde la ventana,excluida.

Mientras tanto, hacía lo posible pararehuirlos. A ciertas personas, sabía ahora Dolly,habría sido mejor no haberlas conocido. Evitar aHenry Jenkins no era difícil (Dolly apenas loveía en el mejor de los casos) y logrómantenerse alejada de Vivien al retirarse delSVM. En realidad, había supuesto un alivio: degolpe se había librado de la señora Waddinghamy podía dedicar más tiempo a mantener feliz a

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lady Gwendolyn. Menos mal, habida cuenta delos eventos. La otra mañana, a una hora en quenormalmente habría estado trabajando en lacantina, Dolly masajeaba las piernas doloridasde lady Gwendolyn cuando sonó el timbre. Laanciana giró la muñeca hacia la ventana y dijo aDolly que echara un vistazo para ver quién habíavenido a molestarlas esta vez.

Al principio a Dolly le preocupó que setratase de Jimmy (había venido ya unas cuantasveces, gracias a Dios cuando no había nadiemás en casa, por lo que había evitado unaescena), pero no era él. Al mirar por la ventana,cuyo cristal cruzaba la cinta contra lasexplosiones, Dolly vio a Vivien Jenkins, quemiraba por encima del hombro, como si fueseindigno de ella llamar al número 7 y laavergonzase incluso encontrarse ante su puerta.La piel de Dolly se acaloró, pues supo al instantepor qué había venido Vivien. Era justo el tipo decrueldad mezquina que Dolly esperaba de ella:

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iba a informar a lady Gwendolyn de los hábitosde ladronzuela de su «criada». Dolly podíaimaginarse a Vivien, sentada elegantemente enel polvoriento sillón de cretona, junto a lacabecera de la anciana, las piernas cruzadas,inclinada hacia delante con aire de conspiradora,para lamentar la calidad del servicio. «Qué difíciles encontrar a alguien en quien se pueda confiar,¿no es así, lady Gwendolyn? Vaya, nosotrostambién hemos sufrido contratiemposúltimamente…».

Mientras Dolly observaba a Vivien, que aúnlanzaba miradas a sus espaldas, de pie ante elumbral, la gran dama ladró desde la cama:

—Bueno, Dorothy, no voy a vivir parasiempre. ¿Quién es?

Dolly contuvo los nervios y señaló, con untono tan despreocupado como le fue posible, queera solo una mujer de aspecto antipático querecogía ropa para la caridad. Cuando ladyGwendolyn dio un resoplido y dijo: «¡Que no

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entre! No va a poner sus dedos mugrientos enmi vestidor», Dolly obedeció con gusto.

Pum. Dolly se sobresaltó. Sin darse cuenta,se había acercado a la ventana y contemplabadistraída el número 25. Pum, pum. Se dio lavuelta para ver a lady Gwendolyn con la miradaclavada en ella. Las mejillas de la ancianaestaban hinchadas para dar cabida al carameloenorme y golpeaba el suelo con el bastón parallamar la atención.

—¿Sí, lady Gwendolyn?La anciana se pasó los brazos alrededor del

cuerpo y fingió tiritar, helada.—¿Tiene un poco de frío?Asintió una vez, dos veces.Dolly disimuló un suspiro con una sonrisa

condescendiente (acababa de retirar las mantasporque se quejaba del calor) y se dirigió a lacabecera.

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—Vamos a ver si podemos ponernoscómodas, ¿vale?

Lady Gwendolyn cerró los ojos y Dollycomenzó a extender las mantas, pero era másfácil decirlo que hacerlo. La vieja mujer seretorcía con el bastón, de modo que la cama erauna maraña, y la manta estaba atrapada bajo suotra pierna. Dolly fue a toda prisa al otro lado dela cama y tiró con todas sus fuerzas parasoltarla.

Más tarde, al recordar la escena, culparía alpolvo de lo que sucedería a continuación. En esemomento, sin embargo, estaba demasiadoocupada empujando y dando tirones paranotarlo. Por fin, la manta quedó libre y Dolly lasacudió, tras lo cual la subió hasta arriba paracubrir la barbilla de la mujer. Mientras recogía eldobladillo, Dolly estornudó con un ímpetuinusualmente llamativo. ¡Aaa-chúúúús!

La sacudida estremeció a lady Gwendolyn,que abrió los ojos de par en par.

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Dolly pidió disculpas, frotándose la nariz,cosquilleante. Parpadeó para aclararse la vista y,entre brumas, vio que la gran dama agitaba losbrazos; sus manos aleteaban como un par depajarillos atemorizados.

—¿Lady Gwendolyn? —dijo, acercándose.La cara de la anciana estaba roja como unaremolacha—. Lady Gwendolyn, querida, ¿quéocurre?

De la garganta de lady Gwendolyn surgió unruido áspero y la piel se oscureció como unaberenjena. Se señalaba la garganta conaspavientos desmedidos. Algo le impedíahablar…

El caramelo de menta, comprendió Dollycon angustia; se había atravesado en la gargantade la anciana como un tapón. Dolly no supo quéhacer. Estaba desesperada. Sin pensar, metió losdedos en la boca de lady Gwendolyn, en unintento de extraer el dulce.

No lo consiguió.

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Dolly sufrió un ataque de pánico. Tal vez sile diese unas palmaditas en la espalda o leapretase la tripa…

Intentó ambas cosas, el corazón desbocado,los latidos retumbando en los oídos. Trató delevantar a lady Gwendolyn, pero era tan pesada,el camisón de seda tan resbaladizo…

—Todo va bien —se oyó decir Dolly a símisma mientras forcejeaba para no soltarla—.Todo va a salir bien.

Lo dijo una y otra vez, apretando con todassus fuerzas, mientras lady Gwendolyn bregaba yse retorcía en sus brazos.

—Todo va bien, todo va a salir bien, todo vabien.

Hasta que al fin Dolly se quedó sin aliento ydejó de hablar, momento en el que reparó en quela anciana se había vuelto más pesada, que yano agonizaba ni boqueaba en busca de aire, quereinaba una calma muy poco natural.

Todo quedó en silencio en el majestuoso

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dormitorio, salvo por la respiración de Dolly y elinquietante chirrido de la cama que salió dedebajo de su señora muerta, y dejó que elcuerpo aún cálido se sumiese en su posturahabitual.

Cuando llegó el médico, se situó al borde dela cama y decretó que se trataba de «un casoclaro de extinción natural». Miró a Dolly, quiensostenía la fría mano de lady Gwendolyn y selimpiaba los ojos con un pañuelo, y añadió:

—Siempre había padecido de una debilidaddel corazón. Tuvo escarlatina de niña.

Dolly contempló la cara de lady Gwendolyn,más severa aún tras la muerte, y asintió. Nohabía mencionado ni el caramelo ni el estornudo;no le pareció necesario. Las cosas nocambiarían, ya no, y habría parecido una neciabalbuceando sobre caramelos y polvo. De todosmodos, el dulce ya se había disuelto antes de

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que el médico se abriese camino entre losescombros de los últimos bombardeos.

—Vamos, vamos, chiquilla —dijo el doctor,que dio unas palmaditas en la mano de Dolly—.Sé que le tenía cariño. Y ella a usted, debo decir.—Y se caló el sombrero, cogió el maletín y dijoque dejaría el nombre de la funeraria preferidade la familia Caldicott en la mesa de abajo.

La lectura del testamento de ladyGwendolyn tuvo lugar en la biblioteca delnúmero 7 de Campden Grove el 29 de enero de1941. En sentido estricto, no había necesidadalguna de una lectura pública; el señor Pemberlyhabría preferido una discreta carta a losherederos (el abogado sufría de un terriblemiedo escénico), pero lady Gwendolyn, con suinstinto para el drama, había insistido. Nosorprendió a Dolly, quien, como una de losbeneficiarios, recibió la invitación de asistir a la

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lectura. El odio de la anciana contra su únicosobrino no era ningún secreto, y qué mejormanera de castigarlo desde la tumba quedespojarlo de la herencia y obligarlo a asistir a lahumillación pública de ver el legado en manos deotra persona.

Dolly se vistió con esmero, tal como habríaquerido lady Gwendolyn, deseosa de interpretarel papel de digna heredera, pero sin aparenteesfuerzo.

Estaba nerviosa mientras esperaba a que elseñor Pemberly comenzase. El pobre hombretartamudeaba y balbuceaba durante los artículospreliminares, la marca de nacimiento más rojaque nunca al recordar a los presentes (Dolly ylord Wolsey) que los deseos de su cliente,ratificados por él mismo, abogado titulado eimparcial, eran definitivos e inapelables. Elsobrino de lady Gwendolyn era un bulldogenorme y Dolly deseó que estuviese escuchandocon atención esas pomposas advertencias. Por

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lo que se imaginaba, no iba a estar demasiadofeliz cuando cayese en la cuenta de lo que habíahecho su tía.

Dolly tenía razón. Lord Peregrine Wolseyestaba a punto de sufrir una apoplejía cuando seterminó de leer el testamento. En el mejor de loscasos, era un caballero impaciente y, muchoantes de que el señor Pemberly acabase elpreámbulo, ya le salía humo de las orejas. Dollylo oía rezongar y resoplar ante cada frase queno empezaba: «A mi sobrino, Peregrine Wolsey,lego…». Al final, sin embargo, el abogadorespiró hondo, sacó un pañuelo para secarse lafrente y pasó a administrar la generosidad de sucliente.

—«Yo, Gwendolyn Caldicott, que por elpresente revoco todos los testamentos previospor mí realizados, lego a la esposa de mi sobrino,Peregrine Wolsey, la mayor parte de mivestuario, y a mi sobrino, el contenido delvestidor de mi difunto padre».

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—¿Qué? —rugió tan de repente queescupió el puro—. ¿Qué diablos significa esto?

—Por favor, señor Wolsey —se trastabilló elseñor Pemberly, cuya marca se oscureció hastaun púrpura furioso—, le ruego, po-po-por favor,que guarde silencio un mo-mo-momento másmientras a-a-acabo.

—Le voy a demandar, gusano mugriento. Séque era usted, cuchicheando al oído de mi tía…

—Señor Wolsey, po-po-por favor, se loruego.

El señor Pemberly continuó con la lectura,alentado por un gesto amable de Dolly:

—«Lego el resto de mis bienes y patrimonio,incluyendo la casa del número 7 de CampdenGrove, en Londres, con la excepción de lospocos artículos mencionados en lo sucesivo, alalbergue de animales Kensington». —El hombrealzó la vista—. Le ha sido imposible alrepresentante de dicho albergue asistir hoy… —Más o menos en ese momento, Dolly dejó de oír

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nada salvo el ruido ensordecedor de lascampanas de la traición.

Lady Gwendolyn, por supuesto, había dejadouna disposición para «mi joven acompañante,Dorothy Smitham», pero Dolly estabademasiado conmocionada para escuchar. Solomás tarde, en la intimidad de su propiodormitorio, al estudiar la carta que el señorPemberly había dejado en sus manostemblorosas mientras sorteaba las amenazas delord Wolsey, comprendió que su herenciaconstaba de una pequeña selección de abrigosdel vestidor. Dolly reconoció los artículosmencionados al instante. Con la excepción de unabrigo de piel blanco más bien ajado, los habíadonado todos en las sombrereras que regalabacon alegría al dispositivo del SVM organizadopor Vivien Jenkins.

Dolly estaba lívida de rabia. Le hervía la

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sangre. Después de todo lo que había hecho poresa anciana, las numerosas indignidades quehubo de soportar (esas uñas de los pies, esasorejas que debía limpiar), las raciones diarias deveneno que había aguantado. No lo había sufridocon gusto (ni Dolly trataría de negarlo), pero lohabía sufrido de todos modos, y al final paranada. Lo había dado todo por lady Gwendolyn;creyó que era como de la familia; le habíanhecho creer que una gran herencia leaguardaba, el señor Pemberly másrecientemente, pero también lady Gwendolyn enpersona. Dolly no lograba entender qué habríamotivado ese cambio de opinión.

A menos que… La respuesta cayó como unhacha, rápida y fatídica. Las manos de Dollycomenzaron a temblar y la carta del abogadorodó por el suelo. Por supuesto, todo encajaba ala perfección. Vivien Jenkins, esa mujerrencorosa, había visitado a lady Gwendolyndespués de todo; era la única explicación

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posible. Debió de sentarse junto a la ventana, ala espera de una ocasión propicia, una de esasraras ocasiones de las últimas semanas en que aDolly no le quedó más remedio que salir de lacasa para hacer un recado. Vivien habíaesperado y luego se lanzó sobre su presa; sesentó junto a lady Gwendolyn, llenando lacabeza de la anciana de mentiras sórdidasacerca de Dolly, quien no había hecho nadasalvo velar por los intereses de la gran dama.

El primer acto del albergue de animalesKensington como propietario del número 7 deCampden Grove fue ponerse en contacto con elMinisterio de Guerra y solicitar que se buscaseotro alojamiento para las oficinistas. La viviendase iba a convertir de inmediato en una clínicaveterinaria y centro de rescate. La medida nopreocupó a Kitty y Louisa, las cuales se casaroncon sendos pilotos a principios de febrero, con

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escasos días de diferencia; las otras dos chicaspasaron tan desapercibidas en la muerte comoen la vida, pues el 30 de enero las alcanzó unabomba mientras iban juntas del brazo a un baileen Lambeth.

De modo que solo quedaba Dolly. No erafácil encontrar alojamiento en Londres, no paraalguien acostumbrado a lo mejor de la vida, yDolly miró tres miserables tugurios antes deregresar a la pensión de Notting Hill en la quehabía vivido dos años atrás, en sus días detendera, cuando Campden Grove era apenas unnombre en un plano y no el origen de losmayores sueños y decepciones de su vida. Laseñora White, la viuda propietaria del 24 deRillington Place, estaba encantada de ver aDolly de nuevo (aunque «ver» era unadescripción demasiado optimista: sin sus gafas,la viejecita estaba ciega como un murciélago),más encantada aún de informarla de que suantigua habitación estaba disponible…, en

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cuanto pagara la señal y le entregara su libretade racionamiento, por supuesto.

No era de extrañar que la habitación aúnestuviese libre. Ni siquiera en el Londres de lostiempos de la guerra, pensó Dolly, habríapersonas tan desesperadas como para pagar unbuen dinero por dormir entre estas paredes. Eramás una improvisación, en realidad, que uncuarto: lo que quedaba cuando la habitación deuna casa era dividida en dos mitades desiguales.La ventana correspondió a la otra parte, lo cualdejó un área diminuta y lúgubre, muy similar aun armario, del lado de la pared de Dolly. Habíaespacio para una cama estrecha, una mesilla, unpequeño lavabo y poco más. No obstante, sinapenas luz ni ventilación, el precio era bajo yDolly no necesitaba mucho espacio: todo lo queposeía cabía en la maleta con la que salió de lacasa de sus padres tres años antes.

Una de las primeras cosas que hizo al llegarfue colocar sus dos libros, La musa rebelde y el

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Libro de Ideas de Dorothy Smitham, en el únicoestante, encima del lavabo. Una parte de ella noquería ni volver a ver el libro de Jenkins, perotenía tan pocos bienes y a Dolly le gustabantanto los objetos especiales que no logróprescindir de él. Al menos, no todavía. Encambio, dio la vuelta al libro, de modo que ellomo quedase contra la pared. Aun así, elestante ofrecía un aspecto tristón, de modo queDolly añadió la cámara Leica que Jimmy lehabía regalado en un cumpleaños. La fotografíano llegó a despertar su interés (exigía demasiadainmovilidad y paciencia), pero la habitación eratan inhóspita y desolada que habría alardeadocon orgullo del inodoro, de haberlo tenido. Al fin,tomó el abrigo de piel que había heredado y locolgó de una percha que dejó en el gancho de lapuerta: así lo veía bien desde cualquier lado delexiguo cuarto. Ese viejo abrigo blanco se habíaconvertido en un emblema de todos los sueñosde Dolly que habían acabado hechos jirones. Lo

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contemplaba, se soliviantaba y descargaba todala furia que sentía contra Vivien Jenkins en esaspieles ajadas.

Dolly encontró trabajo en una fábrica demuniciones cercana, pues la señora White nohabría dudado en echarla a la calle en caso deno pagar el importe semanal, y porque era ese eltipo de trabajo que se podía hacer sin prestarlela menor atención. Con lo cual, la mente deDolly podía regodearse en las afrentas sufridas.Llegaba a casa por la noche, se forzaba aengullir el estofado de ternera de la señoraWhite, tras lo cual dejaba al resto de las jóvenes,que se reían juntas de sus novios y gritaban alord Haw-Haw cuando aparecía en la radio, y sedirigía a su angosto lecho, donde fumaba elúltimo paquete de cigarrillos y pensaba en todolo que había perdido: la familia, lady Gwendolyn,Jimmy… Evocaba, también, cómo Vivien habíadicho: «No conozco a esta mujer» (susrecuerdos siempre volvían a esas palabras) y

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veía a Henry Jenkins señalando la puerta, ysentía de nuevo olas de calor y frío a lo largo delcuerpo.

Y así era un día tras otro, hasta que unanoche, a mediados de febrero, ocurrió algodiferente. La mayor parte del día fue como losotros: Dolly trabajó dos turnos en la fábrica y sedetuvo a comprar la cena en un restaurantecercano, por la sencilla razón de que noaguantaba los estofados infames de la señoraWhite. Se quedó ahí sentada, en un rincón, hastala hora del cierre, observando a los otroscomensales tras el humo del cigarrillo, enespecial a las parejas y sus besos robados sobrelos manteles, que reían como si el mundo fueraun buen lugar. Dolly apenas recordaba sentirseasí, rebosante de alegría, felicidad y esperanza.

De regreso a la pensión, atajando por unestrecho callejón mientras los bombarderossonaban en la distancia, Dolly se tropezó enpleno apagón (se había dejado la linterna en

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Campden Grove cuando hubo de marcharse, porculpa de Vivien) y cayó en el boquete de unaexplosión. Dolly se torció el tobillo y la rodillamanchó de sangre la nueva carrera de susmejores medias, pero fue su orgullo lo que sellevó el peor golpe. Tuvo que recorrer el caminode regreso a la pensión de la señora White(Dolly se negaba a llamarlo hogar: no era sucasa, pues su casa le había sido arrebatada…por culpa de Vivien) cojeando, sumida en el fríoy la oscuridad, y, cuando al fin llegó a la puerta,ya estaba cerrada a cal y canto. El toque dequeda era algo que la señora White se tomaba arajatabla; no por Hitler (si bien albergaba eltemor de que el 24 de Rillington Place figuraseentre sus principales objetivos), sino para darejemplo a los inquilinos más bohemios. Dollyapretó los puños y cojeó hacia el callejón lateral.Sentía un dolor punzante en la rodilla e hizo unamueca de dolor al trepar por la pared,sirviéndose del viejo cerrojo de hierro para

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apoyarse. Durante el apagón la oscuridad eramás intensa de lo habitual y aquella noche nohabía luna, pero, de alguna manera, consiguióencaramarse en lo alto de la montaña deescombros del jardín de atrás para llegar a laventana del pestillo roto. Tan silenciosamentecomo le fue posible, Dolly presionó con elhombro hasta que el cerrojo cedió y pudo entrar.

El vestíbulo apestaba a aceite rancio yfrituras de carne barata, y Dolly contuvo elaliento al subir las escaleras mugrientas. Cuandollegó a la primera planta, notó una fina franja deluz bajo la puerta de la señora White. Nadiesabía con certeza qué ocurría detrás de esapuerta, salvo que era rara la noche que la luz dela señora White se apagaba antes de queentrara la última chica. Por lo que Dollyimaginaba, quizás se comunicara con losmuertos o enviara mensajes cifrados por radio alos alemanes, y francamente no le importaba.Mientras la mantuviese ocupada en tanto que los

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inquilinos más tunantes volvían a hurtadillas, todoel mundo estaba contento. Dolly continuó a lolargo del pasillo, con especial cuidado de evitarlos tablones más ruidosos, abrió la puerta de lahabitación y se encerró en el interior, a salvo.

Solo entonces, con la espalda apoyadacontra la puerta, Dolly se entregó al fin al dolorpunzante que se había acumulado dentro delpecho durante toda la noche. Sin ni siquierasoltar el bolso en el suelo, comenzó a llorarcomo una niña, lágrimas ardientes de vergüenza,dolor e ira. Se miró la ropa andrajosa, la rodillaherida, la sangre mezclada con arena por todaspartes; intentó contener las lágrimas paraobservar la habitación espantosa, diminuta yparca, la colcha con agujeros, el lavabo conmanchas marrones alrededor del desagüe; ycomprendió, con una certeza aplastante, que nohabía nada en su vida que fuese bueno, bello overdadero. Sabía, además, que todo era culpa deVivien Jenkins…, todo: la pérdida de Jimmy, la

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indigencia de Dolly, el trabajo tedioso en lafábrica. Incluso el percance de esta noche (larodilla desgarrada y las medias rotas, llegar a lapensión cuando ya estaba cerrada, sufrir lahumillación de entrar a hurtadillas en un lugardonde pagaba un dineral) no habría sucedido siDolly no se hubiese fijado en Vivien, si no sehubiese ofrecido a devolver ese collar, si nohubiese tratado de ser una buena amiga de esamujer indigna.

La mirada llorosa de Dolly se posó en elestante que contenía su Libro de Ideas. Vio ellomo del libro doblado hacia dentro y en suinterior el dolor aumentó hasta estallar. Dolly seabalanzó sobre el libro. Se sentó en el suelo, conlas piernas cruzadas, y los dedos pasaronfrenéticos las páginas hasta llegar a la partedonde había recogido y pegado, con tanto cariño,las fotografías de sociedad de Vivien Jenkins.Eran fotografías que miraba absorta antaño, quememorizó y le sirvieron de modelo en cada

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detalle. No podía creer lo estúpida que habíasido, cómo se había engañado.

Con todas sus fuerzas, Dolly arrancó esaspáginas del libro. Las rasgó como una gatasalvaje, redujo la imagen de esa mujer a losjirones más diminutos; canalizó toda su rabia enesa tarea. Esa Vivien Jenkins que miraba a lacámara con discreción (ras), sin ofrecer nuncauna sonrisa plena (ras), a ver cómo se sentíacuando la trataban como a un trozo de basura(ras).

Dolly estaba lista para continuar con eldestrozo (con mucho gusto lo habría hecho todala noche) cuando algo le llamó la atención. Sequedó de piedra y miró más de cerca el trozoque tenía entre manos, con la respiraciónentrecortada… Sí, ahí estaba.

En una de las fotografías, el medallón sehabía salido del interior de la blusa de Vivien yera claramente visible, sobre el volante de seda.Dolly tocó ese lugar con un dedo y dio un grito

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helado al experimentar el dolor del día quedevolvió el medallón.

Tras dejar ese fragmento en el suelo, junto aella, Dolly apoyó la cabeza contra el colchón ycerró los ojos.

La cabeza le daba vueltas. La rodilla ledolía. Estaba exhausta.

Sin abrir los ojos, sacó el paquete decigarrillos y encendió uno, que fumó abatida.

La herida aún estaba fresca. Dolly recreóde nuevo la escena entera: Henry Jenkins, queabre la puerta de modo imprevisto, las preguntasque le hizo, su sospecha evidente acerca delparadero de su esposa.

¿Qué habría ocurrido, se preguntó, sihubiesen dispuesto de un poco más de tiempojuntos? Ese día tuvo en la punta de la lenguacorregirlo, explicarle cómo eran los turnos en lacantina. ¿Y si lo hubiese hecho? Podría haberdicho: «No, señor Jenkins, me temo que eso noes posible. No sé qué le dirá, pero Vivien no

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aparece por la cantina más de, eh…, una vezpor semana».

Pero Dolly no dijo ni una palabra alrespecto. Había desaprovechado su únicaoportunidad de decir a Henry Jenkins que noeran imaginaciones suyas, que su esposa sededicaba a otros asuntos más de lo que le habríagustado. Había desaprovechado su únicaoportunidad de sumir a Vivien Jenkins en mediode un estupendo embrollo. Ya no era posibledecírselo ahora. Henry Jenkins ni se dignaría amirar a Dolly dos veces, no ahora que, gracias aVivien, la consideraba una criada ladronzuela, noahora que vivía en semejante precariedad y,ciertamente, no sin prueba alguna.

Era una situación desesperada… Dollyexpulsó una larga y triste columna de humo. Amenos que viese a Vivien abrazada a unhombre, a menos que lograse una fotografía dela pareja, una imagen que confirmase los miedosde Henry, era inútil. Y Dolly no tenía tiempo

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para esconderse en callejones oscuros, explorarhospitales desconocidos y encontrarse, casi demilagro, en el sitio justo, en el momentoadecuado. Quizá, si supiese dónde y cuándoVivien se vería con su doctor…, pero ¿quéposibilidades tenía?

Dolly dio un grito ahogado y se incorporócomo un resorte. Era tan simple que podríahaberse reído. Y se rio. Todo este tiempomortificada por la injusticia, deseando poderarreglarlo todo, y siempre había tenido laoportunidad perfecta justo delante de lasnarices.

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19

Greenacres, 2011

Dice que quiere volver a casa.Laurel se frotó los ojos con una mano y

tanteó la mesilla con la otra. Por fin encontró lasgafas.

—¿Quiere qué?La voz de Rose recorrió la línea de nuevo,

más despacio esta vez y con una pacienciaexcesiva, como si hablase con alguien que aúnestuviese aprendiendo a hablar inglés.

—Me lo dijo esta mañana. Quiere volver acasa. A Greenacres. —Otra pausa—. En vezde seguir en el hospital.

—Ah. —Laurel pasó las gafas por debajodel teléfono y echó un vistazo por la ventana.

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Dios, cuánta luz—. Quiere volver a casa. ¿Y elmédico? ¿Qué dice?

—Voy a hablar con él cuando acabe lasvisitas, pero… Oh, Lol —bajó la voz—, laenfermera me ha dicho que cree que ya le hallegado la hora.

Sola en la habitación de su niñez,observando cómo la luz de la mañana seextendía por el papel descolorido de las paredes,Laurel suspiró. La hora. No era necesariopreguntar a qué se refería la enfermera.

—Entonces…—Sí.—Tiene que volver a casa.—Sí.—Y la cuidamos aquí. —No hubo respuesta

y Laurel dijo—: ¿Rose?—Estoy aquí. ¿Lo dices de verdad, Lol? ¿Te

vas a quedar?, ¿tú también vas a estar ahí?Laurel habló mientras intentaba encenderse

un cigarrillo:

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—Claro que lo digo de verdad.—Estás rara. ¿Estás… llorando, Lol?Sacudió la cerilla y se quitó el cigarrillo de

los labios.—No, no estoy llorando. —Otra pausa y

Laurel casi oyó a su hermana retorcer,preocupada, las cuentas del collar. Dijo, másamable esta vez—: Rose, estoy bien. Va a salirbien. Lo vamos a hacer juntas, ya verás.

Rose emitió un pequeño ruido apagado,quizás para asentir, quizás para mostrar susdudas, y cambió de tema:

—¿Volviste bien anoche?—Sí. Un poco más tarde de lo que

esperaba. —De hecho, eran ya las tres de lamadrugada cuando volvió a casa. Había ido conGerry a su habitación después de la cena y pasógran parte de la noche formulando conjeturasacerca de su madre y Henry Jenkins.Decidieron que, mientras Gerry buscaba aldoctor Rufus, Laurel investigaría a la evasiva

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Vivien. Al fin y al cabo, era la piedra angularentre su madre y Henry Jenkins, y quizás larazón por la cual él emprendió la búsqueda deDorothy Nicolson en 1961.

Entonces, tuvo la impresión de que era unamisión factible; ahora, sin embargo, a la luz deldía, Laurel no estaba tan segura. El plan poseíala endeble consistencia de un sueño. Se miró lamuñeca y se preguntó vagamente dónde habríadejado el reloj.

—¿Qué hora es, Rosie? Qué luz tanindiscreta.

—Son las diez pasadas.¿Las diez? Oh, Dios. Se había quedado

dormida.—Rosie, voy a colgar, pero voy directa al

hospital. ¿Vas a estar ahí?—Hasta el mediodía, que voy a la guardería

a recoger a la pequeña de Sadie.—Vale. Te veo ahora… Vamos juntas a

hablar con el médico.

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Rose estaba con el médico cuando Laurelllegó. En la recepción una enfermera dijo aLaurel que la esperaban y le indicó la direcciónde la cafetería. Rose habría estado buscándolacon la mirada, pues la saludó con la manoincluso antes de que Laurel entrase. Laurel seabrió paso entre las mesas y, al acercarse, vioque Rose había estado llorando, y no poco.Había pañuelos de papel arrugados por toda lamesa y tenía manchas negras bajo los ojoshúmedos. Laurel se sentó junto a ella y saludó aldoctor.

—Le decía a su hermana —afirmó,precisamente en el tono profesional y atento queLaurel habría utilizado para interpretar a unadoctora que debía dar noticias malas einevitables— que, en mi opinión, hemos agotadotodos los posibles tratamientos. No lessorprenderá, creo, si les digo que ahora loimportante es controlar el dolor y mantenerla tan

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cómoda como sea posible.Laurel asintió.—Mi hermana me ha dicho que nuestra

madre quiere volver a casa, doctor Cotter. ¿Eseso posible?

—No nos parece un problema. —Sonrió—.Naturalmente, si desease quedarse en elhospital, nos gustaría complacer ese deseo… Dehecho, la mayoría de nuestros pacientespermanecen con nosotros hasta el final…

El final. La mano de Rose buscó la deLaurel bajo la mesa.

—Pero si están dispuestas a cuidar de ellaen casa…

—Lo estamos —dijo Rose en el acto—.Claro que sí.

—… En ese caso, creo que ahora esprobablemente el mejor momento para hablar dela vuelta a casa.

Los dedos de Laurel le cosquillearon por lafalta de un cigarrillo. Dijo:

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—A nuestra madre no le queda mucho. —Más que una pregunta, era una afirmación, partedel proceso de asimilación de Laurel, pero elmédico respondió de todos modos.

—Me he llevado sorpresas antes —dijo—,pero, para responder a su pregunta, no, no lequeda mucho tiempo.

—Londres —dijo Rose, mientras caminabanjuntas por el pasillo del hospital hacia lahabitación de su madre. Habían pasado quinceminutos desde que se despidieron del doctor,pero Rose aún empuñaba un pañuelo húmedo—.Una reunión de trabajo, ¿es eso?

—¿Trabajo? ¿Qué trabajo? Ya te lo hedicho, Rose, estoy de vacaciones.

—Ojalá no hablaras así, Lol. Me ponesnerviosa cuando dices esas cosas. —Roselevantó una mano para saludar a una enfermeraque pasaba.

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—¿Qué cosas?—Tú, de vacaciones. —Rose se detuvo y se

estremeció; su pelo, lanoso y encrespado, temblócon ella. Llevaba una túnica vaquera con unbroche en forma de huevo frito—. No esnatural, no es normal. Ya sabes que no megustan los cambios… Me preocupan.

Laurel no pudo contener la risa.—No hay nada de qué preocuparse, Rosie.

Solo voy a Euston a mirar un libro.—¿Un libro?—Para una investigación que estoy

haciendo.—¡Ja! —Rose comenzó a caminar de nuevo

—. ¡Una investigación! Sabía que no habíasdejado de trabajar del todo. Oh, Lol, qué alivio—dijo, pasándose la mano por la cara manchadade lágrimas—. Tengo que decirlo, me sientomucho mejor.

—Muy bien —dijo Laurel, sonriendo—, mealegra haber servido de ayuda.

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Fue idea de Gerry iniciar las pesquisas en laBiblioteca Británica. Sus indagaciones nocturnasen Google solo habían proporcionado páginas delrugby galés y otros callejones sin salida enremotos y curiosos rincones de la red, pero labiblioteca, insistió Gerry, no les defraudaría.«Tres millones de artículos nuevos al año, Lol —dijo mientras rellenaba el formulario—. Eso sonnueve kilómetros de estanterías; seguro quetienen algo». Se entusiasmó al describir elservicio en línea —«Te envían por correo copiasde lo que encuentres»—, pero Laurel pensó(perversamente, aseguró Gerry con una sonrisa)que era más fácil ir en persona. La perversidadno tenía nada que ver: Laurel había actuado enseries policiacas y sabía que a veces no quedabamás remedio que patear la ciudad para buscarpistas. ¿Y si la información que hallaba conducíaa otras pistas? Mucho mejor encontrarse in situque tener que hacer otro pedido electrónico yesperar; mucho mejor hacer que esperar.

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Llegaron a la puerta de Dorothy y Rose laabrió. Su madre estaba dormida en la cama,aparentemente más delgada y débil que lamañana anterior, y a Laurel le impresionó que sudeterioro fuera cada vez más rápido. Lashermanas se sentaron juntas un rato, observandoel dulce movimiento del pecho de Dorothy, yRose sacó un paño del bolso y comenzó alimpiar las fotografías enmarcadas.

—Supongo que deberíamos meterlas en unacaja —dijo en voz baja—. Para llevarlas a casa.

Laurel asintió.—Son muy importantes para ella estas

fotos. Siempre lo han sido, ¿a que sí?Laurel asintió de nuevo, pero no dijo nada.

Al mencionar las fotografías sus pensamientosvolvieron al retrato de Dorothy y Vivien enLondres durante la guerra. Databa de mayo de1941, el mismo mes en que su madre empezó atrabajar en la pensión de la abuela Nicolson yVivien Jenkins murió en un ataque aéreo.

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¿Dónde se hicieron la fotografía?, se preguntó.¿Y quién la hizo? ¿Era el fotógrafo alguien aquien las dos conocían? ¿Henry Jenkins, quizás?¿O el novio de mamá, Jimmy? Laurel frunció elceño. La mayor parte del enigma aún estabafuera de su alcance.

La puerta se abrió en ese momento y lossonidos del mundo exterior irrumpieron tras laenfermera de su madre: gente que reía, timbresestridentes, llamadas de teléfono. Laurel miró ala enfermera, que se movía eficazmente por lahabitación, comprobando el pulso de Dorothy, latemperatura, anotando cosas en el historial quecolgaba de la cama. Sonrió amablemente aLaurel y a Rose cuando terminó y les dijo queiba a guardar el almuerzo de su madre por siacaso se despertaba con hambre. Laurel le diolas gracias y la enfermera se marchó, cerrandola puerta detrás de sí. La habitación se sumió denuevo en la quietud y el silencio de una sala deespera. Pero ¿a qué esperaban? No era de

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extrañar que Dorothy quisiese volver a casa.—¿Rose? —dijo Laurel de repente,

observando cómo su hermana limpiaba losmarcos de las fotografías.

—¿Hum?—Cuando te pidió que le buscases ese libro,

el de la fotografía, ¿se te hizo raro mirar dentrode su baúl? —O, para ser más precisos, ¿habíaalgo ahí dentro que pudiese ayudar a Laurel aresolver el misterio? Se preguntó si habríaalguna manera de indagar sin poner a Rosesobre aviso.

—En realidad, no. No lo pensé mucho, paraserte sincera. Fui tan rápido como pude, pormiedo a que subiera detrás de mí las escaleras sitardaba demasiado. Por fortuna, fue razonable ypermaneció en la cama. —Rose se quedó sinaliento.

—¿Qué? ¿Qué pasa?Rose suspiró aliviada, apartándose el pelo de

la frente.

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—No, nada —dijo, con un gesto de la mano—. Es que no podía recordar qué había hechocon la llave. Ella estaba un poco insufrible; sealteró mucho cuando vio que había encontradoel libro. Estaba contenta, creo (eso supongo, almenos fue ella quien pidió el libro), pero tambiénestaba insolente, bastante irascible; ya sabescómo se pone.

—Pero ¿al final lo recordaste?—Ah, sí, claro… La volví a dejar en la

mesilla. —Movió la cabeza y sonrió sin malicia—. De verdad, a veces me pregunto dóndetengo la cabeza.

Laurel le devolvió la sonrisa. Su querida einocente Rose.

—Lo siento, Lol… ¿Me ibas a preguntaralgo… sobre el baúl?

—Oh, no, no era nada. Era hablar porhablar.

Rose miró al reloj y anunció que tendría queirse a buscar a su nieta a la guardería.

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—Vuelvo esta noche y creo que Iris vienemañana por la mañana. Entre las tresdeberíamos tener todo preparado parallevárnosla el sábado… ¿Sabes? Casi me haceilusión. —Pero en ese momento su gesto seensombreció—. Imagino que es terrible sentireso, dadas las circunstancias.

—No creo que haya reglas al respecto,Rosie.

—No, supongo que tienes razón. —Rose seagachó para besar a Laurel en la mejilla y sefue, dejando tras ella el rastro de su aroma delavanda.

Con Rose en la habitación, otro cuerpo enmovimiento, era distinto. Sin ella, Laurel fueincluso más consciente de lo apagada e inmóvilque se había quedado su madre. Su teléfonoseñaló la llegada de un mensaje y lo miró deinmediato, agradecida por estar en contacto con

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el mundo exterior de nuevo. Se trataba de uncorreo electrónico de la Biblioteca Británica, queconfirmaba que el libro que había solicitadoestaría disponible a la mañana siguiente y lerecordaba que llevase su identificación paraobtener un pase de lectora. Laurel lo leyó dosveces y guardó el teléfono a regañadientes en elbolso. El mensaje le había ofrecido unbienvenido momento de distracción; ahoraestaba de vuelta al principio, en la quietudaletargada de una habitación de hospital.

No lo aguantaba más. El doctor había dichoque su madre probablemente dormiría toda latarde debido a los sedantes, pero Laurel sacó elálbum de fotos de todos modos. Se sentó cercade la cabecera y comenzó por el principio, poresa fotografía tomada cuando Dorothy era unamujer joven que trabajaba para la abuelaNicolson en una pensión junto al mar. Hizo unrecorrido a lo largo de los años narrando lahistoria de la familia, escuchando el

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reconfortante sonido de su propia voz, con lavaga idea de que hablar así, en un tono normal,de alguna forma preservaría la vida dentro de lahabitación.

Al fin, llegó a una fotografía de Gerrydurante su segundo cumpleaños. Era temprano,mientras preparaban el picnic juntos en lacocina, antes de salir al arroyo. La adolescenteLaurel (qué flequillo) tenía a Gerry apoyado enla cadera y Rose le hacía cosquillas en labarriguita, para hacerle reír y gorjear; el dedo deIris aparecía en la fotografía señalando algo(enfadada, sin duda), y mamá estaba al fondo,con la mano en la cabeza contemplando elcontenido de la cesta. En la mesa (el corazón deLaurel casi se detuvo, no lo había notado antes)se encontraba el cuchillo. Junto al jarrón dedalias. «No lo olvides, mamá —pensó Laurel—.Lleva el cuchillo y no tendrás que volver a casa.No ocurrirá nada. Yo bajaré de la casa del árbolantes de que el hombre recorra el camino y

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nadie sabrá que vino ese día».Pero era una lógica infantil. ¿Quién podría

asegurar que Henry Jenkins no habría vuelto sila casa se hubiese encontrado vacía? Y quizássu siguiente visita habría sido peor. Quizáshubiese muerto la persona equivocada.

Laurel cerró el álbum. Había perdido lasganas de narrar el pasado. Entonces alisó lasábana y dijo:

—Anoche fui a ver a Gerry, mamá.De la nada, como si fuese un sonido traído

por el viento:—Gerry…Laurel miró los labios de su madre. Aún

estaban entreabiertos. Los ojos, cerrados.—Eso es —dijo, ansiosamente—, Gerry. Fui

a verlo a Cambridge. Está muy bien, siempre taninteligente. Está haciendo un mapa del cielo, ¿losabías? ¿Alguna vez pensaste que ese pequeñonuestro haría cosas tan increíbles? Dice queestán pensando en enviarlo a investigar durante

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algún tiempo a Estados Unidos, lo que sería unaoportunidad magnífica.

—Oportunidad… —Mamá exhaló lapalabra. Tenía los labios secos. Laurel buscó lataza de agua y llevó con delicadeza la pajita a suboca.

Su madre bebió trabajosamente, solo unpoco. Abrió los ojos levemente.

—Laurel —dijo en voz baja.—Estoy aquí, no te preocupes.Los delicados párpados de Dorothy se

estremecieron por el esfuerzo de permanecerabiertos.

—Parecía… —Su respiración era pocoprofunda—. Parecía inofensivo.

—¿El qué?Más que caer, las lágrimas habían

comenzado a filtrarse por sus ojos. Lasprofundas arrugas de su rostro se llenaron deluz. Laurel sacó un pañuelo de la caja y lo pasópor las mejillas de su madre, con la ternura con

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que limpiaría a una niña pequeña atemorizada.—¿Qué parecía inofensivo, mamá? Dímelo.—Era una oportunidad, Laurel. Yo tomé…

Yo tomé…—¿Qué tomaste? —¿Una joya, una

fotografía, la vida de Henry Jenkins?Dorothy apretó la mano de Laurel con más

fuerza y abrió los ojos llorosos tanto como pudo.Había una nueva nota de desesperación en suvoz cuando continuó, y decisión, como si hubieraestado esperando mucho tiempo para decir estascosas y, a pesar del esfuerzo sobrecogedor, iba adecirlas.

—Era una oportunidad, Laurel. No penséque fuese a hacer daño a nadie, la verdad esque no. Solo quería…, pensé que merecía… loque era justo. —Al oír la respiración ronca deDorothy, un escalofrío recorrió la espalda deLaurel. Sus siguientes palabras se extendieroncomo una tela de araña—: ¿Crees en la justicia,en que si nos roban deberíamos poder tomar

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algo para nosotros mismos?—No lo sé, mamá. —A Laurel le dolía ver a

su madre, esa mujer anciana y enferma quehabía expulsado monstruos y disipado lágrimas,consumida por la culpa y el arrepentimiento.Quería desesperadamente reconfortarla; con lamisma intensidad, deseaba saber qué habíahecho. Dijo con ternura—: Supongo quedepende de lo que nos hayan robado y de lo quenos proponemos tomar.

La intensidad de la expresión de su madrese disolvió y sus ojos bañados en lágrimas sedirigieron a la luz de la ventana.

—Todo —dijo—. Sentí que lo había perdidotodo.

Esa misma tarde, Laurel se sentó a fumaren medio de la buhardilla de Greenacres. Elsuelo de madera era suave bajo ella, sólido, y elúltimo sol de la tarde caía por la diminuta

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ventana de cuatro cristales iluminando como unfoco el baúl cerrado de su madre. Laurel dio unalenta calada al cigarrillo. Llevaba sentada allímedia hora, a solas con el cenicero, la llave delbaúl y su conciencia. Fue muy sencilloencontrarla, guardada donde dijo Rose, al fondodel cajón de la mesilla de su madre. Laurel notenía más que introducirla en el candado, girar, ylo sabría.

Pero ¿qué es lo que sabría? ¿Más acerca deesa oportunidad que Dorothy había vislumbrado?¿Qué era lo que había tomado o había hecho?

No era que esperase encontrar unaconfesión por escrito; nada de eso. Solo que eraun lugar importante, casi obvio, donde buscarpistas respecto al misterio de su madre. Sinduda, si ella y Gerry estaban dispuestos arecorrer el país molestando a la gente en buscade información que les ayudase a rellenar losespacios en blanco, sería un descuido evidenteno empezar por casa. Y, en realidad, no suponía

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una mayor invasión de la intimidad de su madreque las indagaciones que ya habían hecho enotros lugares. Abrir el baúl no era peor quehablar con Kitty Barker o perseguir las notas deldoctor Rufus o ir a la biblioteca mañana enbusca de Vivien Jenkins. Aun así, sentía que erapeor.

Laurel observó el candado. Con su madrefuera de casa, Laurel casi logró convencerse deque no era tan importante: al fin y al cabo,mamá había dejado a Rose que le buscase ellibro, y ella no tenía favoritos (excepto en lo quese refería a Gerry, pero era una debilidad quetodas ellas compartían); por tanto, a mamá no leimportaría que Laurel echase un vistazo. Unrazonamiento endeble, tal vez, pero era todo loque tenía. Y una vez que Dorothy volviese aGreenacres todo se echaría a perder. Era deltodo imposible, Laurel lo sabía, proseguir labúsqueda mientras su madre estuviera abajo.Era ahora o nunca.

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—Lo siento, mamá —dijo Laurel, que apagóel cigarrillo con un gesto decidido—, pero tengoque saberlo.

Se levantó despacio y, al acercarse al bordeinclinado de la buhardilla, se sintió gigantesca.Se arrodilló para meter la llave y abrir elcandado. Había llegado el momento, lo sintió enlo más hondo; aunque no abriera la tapa, yahabía cometido el crimen.

Ya puestos, ¿no sería mejor hacerlo deltodo? Laurel se levantó y comenzó a levantar latapa del viejo baúl; aun así, no miró. Lasbisagras de cuero chirriaban por el poco uso yLaurel contuvo el aliento. Era de nuevo una niñaque quebrantaba una regla escrita a fuego. Semareó un poco. Y la tapa se abrió, tanto comoera posible. Laurel apartó la mano y las bisagrasse tensaron por el peso. Tras respirar hondopara hacer acopio de valor, cruzó el Rubicón ymiró.

Había algo encima, un sobre, viejo y un poco

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amarillento, dirigido a Dorothy Nicolson, enGreenacres. El sello era de color verde oliva ymostraba a una joven Isabel durante sucoronación; Laurel sintió un temblor repentino alver esa imagen de la reina, como si fueraimportante aunque no supiese el motivo. Nofiguraba la dirección del remitente y se mordió ellabio cuando abrió el sobre y una tarjeta colorcrema cayó del interior. Había una palabraescrita en tinta negra: «Gracias». Laurel le dio lavuelta y no vio nada más. Sacudió la tarjeta a unlado y otro, pensativa.

A lo largo de los años muchas personashabrían tenido motivos para dar las gracias a sumadre, pero hacerlo así, de forma tan anónima(sin dirección, sin nombre alguno), era, sin duda,extraño; que Dorothy la guardase bajo llave,más extraño todavía. Y eso probaba, pensóLaurel, que su madre sabía muy bien quién lahabía enviado; más aún, que el motivo por elcual esa persona estaba agradecida era un

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secreto.Todo ello era sumamente misterioso (tanto

que el corazón de Laurel se aceleró), pero nonecesariamente significativo en su búsqueda.(Por otra parte, existía la posibilidad de quefuese la pista crucial, pero Laurel no teníamanera alguna de saberlo, no por ahora; no amenos que le preguntase a su madredirectamente, y no tenía intención de hacerlo.De momento). Devolvió la tarjeta al sobre, quedeslizó por un lado del baúl, donde cayó junto auna pequeña figurilla de madera; Laurelcomprendió con una sonrisa que se trataba deltítere Mr. Punch, lo que le recordó lasvacaciones en la pensión de la abuela.

Había otro objeto en el baúl tan grande quecasi ocupaba todo el espacio. Parecía unamanta, pero cuando Laurel lo sacó y lo extendió,vio que era un abrigo de piel ajado que antañosería blanco. Laurel lo sostuvo por los hombros,al igual que habría mirado una chaqueta en una

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tienda.Al otro lado de la buhardilla había un

armario con espejo. Solían jugar dentro de esearmario cuando eran niños, al menos Laurel; alos otros les daba miedo, con lo cual era el lugarideal para esconderse cuando necesitaba lalibertad de desaparecer dentro de sus historiasinventadas.

Laurel llevó el abrigo hacia el armario ydeslizó los brazos dentro de las mangas. Secontempló a sí misma, girando lentamente de unlado a otro. El abrigo caía por debajo de lasrodillas, con botones al frente y un cinturón enmedio. Por la atención a los detalles, por la línea,era de un corte bello, a pesar de lo que pensabade los abrigos de pieles. Laurel estaba dispuestaa apostar que alguien había pagado muchodinero por este abrigo, cuando era nuevo. Sepreguntó si fue su madre y, en ese caso, cómose lo habría podido permitir una joven quetrabajaba como doncella.

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Al observar su reflejo, la asaltó un recuerdolejano. No era la primera vez que Laurel seponía el abrigo. Fue un día de lluvia, cuando eraniña. Habían vuelto loca a su madre toda lamañana, subiendo y bajando las escaleras, yDorothy las desterró a la buhardilla para quejugaran a disfrazarse. Las niñas Nicolsondisponían de un enorme vestidor que su madrereponía con viejos sombreros, camisetas ybufandas, cosas curiosas que encontraba por ahíy que la magia infantil podía convertir en algofascinante.

Mientras sus hermanas se vestían con losfavoritos de siempre, Laurel vio una bolsa en unrincón de la buhardilla, de la que salía algoblanco y peludo. Sacó el abrigo y se lo puso alinstante. Se situó ante este mismo espejo, aadmirarse, sorprendida de lo majestuosa que seveía: como una pérfida pero maravillosa Reinade las Nieves.

Laurel era una niña y, por tanto, no se fijó en

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los claros de la piel, ni en las manchas oscurasen torno al dobladillo; pero sí reconoció elsuntuoso poder inherente a semejante prenda.Pasó unas horas maravillosas ordenando a sushermanas que entrasen en las jaulas, bajo laamenaza de soltar los lobos contra ellas si noobedecían, a lo que seguía una carcajadamaléfica. Cuando su madre las llamó para quebajasen a comer, Laurel estaba tan encariñadacon el abrigo y su curioso poder que ni pensó enquitárselo.

La expresión de Dorothy cuando vio a suhija mayor llegar a la cocina fue difícil deinterpretar. No se mostró satisfecha, perotampoco gritó. Fue peor que eso. Su rostroperdió el color y habló con voz temblorosa.«Quítatelo —dijo—. Quítatelo ahora mismo».Como Laurel no reaccionó, su madre se acercóenseguida y comenzó a quitarle el abrigo por loshombros, murmurando acerca del calor quehacía, del abrigo tan largo, de la escalera a la

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buhardilla, demasiado inclinada para llevar talcosa. Vaya, tenía suerte de no haber tropezado yhaberse matado. Se quedó mirando a Laurelentonces, el abrigo de piel entre los brazos, y sumirada fue casi una acusación, mezcla deangustia y de traición, casi miedo. Durante unmomento único y terrible, Laurel pensó que sumadre iba a llorar. No lo hizo; mandó a Laurelque se sentase a la mesa y desapareció,llevándose el abrigo consigo.

Laurel no volvió a verlo. Una vez preguntópor él, unos meses más tarde, cuando necesitabaun disfraz para la escuela, pero Dorothy selimitó a decir, sin mirarla a los ojos: «¿Esa cosavieja? La tiré. No era más que comida para lasratas de la buhardilla».

Pero ahí estaba, oculto en el baúl de sumadre, bajo llave durante décadas. Laurelsuspiró pensativa y metió las manos en losbolsillos del abrigo. Uno de ellos tenía un agujeroy sus dedos se colaron en la parte de dentro.

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Tocó algo; parecía la esquina de un trozo decartón. Laurel lo agarró y lo sacó a través delorificio.

Era un trozo de cartulina blanca, limpio,rectangular, con algo impreso. La tinta estabadescolorida y Laurel tuvo que acercarse alúltimo rayo de sol para descifrar las palabras.Era un billete de tren, comprendió, con untrayecto solo de ida desde Londres hasta laestación más cercana al pueblo de la abuelaNicolson. La fecha que figuraba en el billete erael 23 de mayo de 1941.

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Londres, febrero de 1941

Jimmy recorría Londres apresurado, con un bríopoco habitual en su caminar. Habían pasadosemanas desde que supo de Dolly por última vez(se había negado a recibirlo cuando intentóvisitarla en Campden Grove y no habíarespondido a sus cartas), pero ahora, por fin,esto. Podía sentir la carta en el bolsillo, el mismodonde llevaba el anillo esa noche horrible…Deseó que no fuese un mal augurio. La cartallegó a la oficina del periódico a principios desemana: era una sencilla nota que implorabaverlo en el banco de un parque en KensingtonGardens, cerca de la estatua de Peter Pan.Necesitaba hablar con él acerca de un asunto,

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un asunto que sería de su agrado.Había cambiado de opinión y quería casarse

con él. Tenía que ser eso. Jimmy trató de sercauteloso, pues odiaba llegar a conclusionesprecipitadas, no cuando había sufrido tanto trassu rechazo, pero no lograba refrenar suspensamientos (ni, admitió, sus esperanzas).¿Qué otra cosa podía ser? Un asunto que seríade su agrado: solo se le ocurría una posibilidad.Por Dios, a Jimmy le vendría muy bien unabuena noticia.

Habían sido bombardeados diez días antes.Fue un acto inesperado. Últimamente habíareinado la calma, lo cual resultaba másinquietante que el peor de los bombardeos (todaesa quietud y paz lograban enervar a la gente),pero el 18 de enero una bomba solitaria cayósobre el apartamento de Jimmy. Volvía a casatras pasar la noche trabajando y vio los estragosal girar la esquina. Dios, cómo contuvo el alientoal correr hacia el incendio y las ruinas. No

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percibía nada salvo su propia voz y su cuerpo,que respiraba y bombeaba sangre, mientras seabría paso a través de los escombros, llamandoa su padre a gritos, y se maldijo por no haberencontrado un lugar más seguro, por no haberestado ahí cuando el viejo más lo necesitaba.Cuando Jimmy encontró la jaula aplastada deFinchie, prorrumpió en un insólito ruido animalde dolor y tristeza, un grito del que Jimmy no sesabía capaz. Y a continuación vivió la espantosaexperiencia de habitar una de sus fotografías,pero esta vez la casa en ruinas era su casa, losbienes destruidos, sus bienes, el ser querido quese había ido para siempre, su padre, y supoentonces, a pesar de los elogios encendidos desus editores, que había fracasadomiserablemente en su intento de capturar laverdad de estos momentos: el miedo, el pánico yla sorprendente realidad de haberlo perdido todosúbitamente.

Se apartó y cayó de rodillas, como un peso

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muerto, y vio a la señora Hamblin, la vecina deal lado, que lo saludaba aturdida desde el otrolado de la calle. Se acercó a ella, la tomó entresus brazos y dejó que sollozara en su hombro, yél también lloró, lágrimas ardientes, deimpotencia, ira y dolor. Y entonces ella levantóla cabeza y preguntó: «¿Has visto ya a tupadre?», y Jimmy respondió: «No lo heencontrado», y ella señaló calle abajo. «Se fuecon la Cruz Roja, creo. Un médico joven yencantador le ofreció una taza de té, ya sabescuánto le gusta el té, y él…».

Jimmy no se quedó para oír el resto.Comenzó a correr hacia la iglesia, donde sabíaque se encontraba la Cruz Roja. Irrumpió por lapuerta principal y vio a su padre casi deinmediato. El anciano estaba sentado a la mesa,una taza de té frente a él y Finchie en elantebrazo. La señora Hamblin lo había llevado alrefugio a tiempo, y Jimmy creyó que jamásvolvería a sentirse tan agradecido. Le habría

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regalado el mundo si pudiese, así que era unalástima no poseer nada digno de ser regalado.Había perdido todos sus ahorros en la explosión,junto con todo lo demás. Lo único que lequedaba era la ropa que vestía y la cámara quellevaba consigo. Y gracias a Dios… ¿Quéhabría hecho sin ella?

Jimmy se apartó el pelo de los ojos alacercarse. Tenía que dejar de pensar en supadre, en ese alojamiento angosto y temporal. Elviejo lo volvía vulnerable y hoy no quería serdébil. No podía permitírselo. Hoy debíamantener el control, la dignidad, quizás inclusomostrarse un poco distante. Quizás era un rasgode orgullo excesivo, pero quería que Dolly loviese y supiese que había cometido un error.Esta vez no se había engalanado torpemente conel traje de su padre (imposible), pero habíahecho un esfuerzo.

Giró en la calle y entró en el parque. Caminósobre el césped, ahora transformado en huertos

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para la victoria, junto a los caminos que parecíandesnudos sin sus verjas de hierro, y se preparópara verla de nuevo. Ella siempre había tenidoun gran poder sobre él: con solo una mirada eracapaz de doblegar su voluntad. Esos ojos,desbordantes de alegría, que lo habíanobservado sobre una taza de té en un café deCoventry; esa forma de los labios al sonreír, unpoco burlona a veces, pero, Dios, quéemocionante era verla, tan llena de vida. Seestaba animando solo con pensar en ella y, paracontenerse, se concentró en recordar con detallecuánto le había herido, cómo lo humilló (laexpresión de los camareros al ver a Jimmy soloen el restaurante, aún con el anillo en la mano;nunca olvidaría esas miradas, cómo se habríanreído de él cuando se fue). Jimmy se tropezócon el bordillo del camino. Dios. Debía mantenerel control, sofocar el optimismo y la nostalgia,protegerse contra la posibilidad de una nuevadecepción.

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Lo intentó con todas sus fuerzas, perollevaba demasiado tiempo queriéndola, supuso(más tarde, de vuelta en casa, cuando cavilabaacerca de los acontecimientos del día), y el amorconvertía en tontos a los hombres, todo el mundolo sabía. Un ejemplo perfecto: sin pensarhacerlo, en contra de su voluntad, cuando JimmyMetcalfe se acercó al lugar del encuentro,comenzó a correr.

Dolly estaba sentada en el banco,exactamente donde dijo que estaría. Jimmy lavio primero y se paró en seco, respiró y se alisóel cabello, la camisa, enderezó la espalda, sinquitarle ojo de encima. Su entusiasmo inicialenseguida se convirtió en asombro. Tan solohabían pasado tres semanas (si bien parecíantres años debido a las circunstancias de laseparación), pero había cambiado. Era Dolly, erahermosa, pero algo ocurría, lo supo incluso antes

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de acercarse. De repente, Jimmy se sintiódesconcertado; estaba preparado paramostrarse fuerte, petulante incluso, pero al verlaahí sentada, abrazada a sí misma, la miradagacha, más menuda de lo que recordaba…, esoera lo último que se esperaba y le pillódesprevenido.

Ella lo vio entonces, sonrió y un brillovacilante le iluminó el rostro. Jimmy le devolvióla sonrisa y se dirigió hacia ella, preguntándosequé diablos habría ocurrido; si alguien le habríahecho daño, tanto como para arrebatarle eltemple, y supo al instante que sería capaz dematarlo en ese caso.

Dolly se puso en pie cuando él se acercó, yse abrazaron, los huesos de ella finos como losde un pájaro bajo sus manos. No iba bienabrigada; había estado nevando a ratos, y suabrigo de piel, viejo y ajado, no era suficiente.Dolly tardó en desprenderse de Jimmy (quien sehabía sentido tan dolido, tan furioso por la

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manera en que lo había tratado, por su negativaa explicarse, quien se había prometido a símismo no dejar de pensar en esa amarguracuando la viese hoy) y él se descubrió a símismo acariciándole el pelo igual que a una niñaperdida y vulnerable.

—Jimmy —dijo Dolly al fin, el rostro aúncontra su camisa—. Oh, Jimmy…

—Chisss —dijo Jimmy—. Vamos, no llores.Pero siguió llorando, y las lágrimas no

parecían tener final, y Dolly se agarró a loscostados de Jimmy con ambas manos, de modoque Jimmy se sintió preocupado y excitado almismo tiempo. Dios, ¿cómo podía ser tan tonto?

—Oh, Jimmy —dijo Dolly de nuevo—. Losiento mucho. Qué vergüenza.

—¿De qué hablas, Dolly? —La agarró delos hombros y Dolly, reticente, le devolvió lamirada.

—Cometí un error, Jimmy —dijo Dolly—.He cometido muchos. No te debería haber

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tratado así. Esa noche en el restaurante, lo quehice…, dejarte, irme así. Lo siento muchísimo.

Jimmy no llevaba pañuelo, pero tenía el pañode las gafas, que utilizó para secarle las mejillas.

—No espero que me perdones —dijo—. Ysé que no podemos volver atrás en el tiempo, losé muy bien, pero tenía que decirlo. Me hesentido muy culpable y necesitaba pedirteperdón en persona para que vieses que lo decíade verdad. —Parpadeó entre lágrimas y dijo—:Lo digo de verdad, Jimmy. Lo siento muchísimo.

Jimmy asintió. Debía decir algo, pero estabademasiado sorprendido y conmovido paraencontrar las palabras adecuadas. Pareció sersuficiente, pues ella sonrió, más ampliamenteahora, como respuesta. Jimmy vio un destello desu antigua vitalidad en esa sonrisa y deseópreservarla dentro de ese momento para que nodesapareciese de nuevo. Necesitaba que lahicieran feliz, comprendió. No era una cuestiónde expectativas egoístas, sino un simple rasgo de

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diseño; al igual que un piano o un arpa, ellafuncionaba mejor en cierta sintonía.

—Vaya —dejó escapar un suspiro de alivio—, ya lo he dicho.

—Lo has dicho —aceptó Jimmy, con la vozentrecortada, y no pudo evitar recorrer su labiosuperior con el dedo.

Ella juntó los labios para besarlo y cerró losojos. Sus pestañas resaltaban oscuras yhúmedas contra sus mejillas.

Se quedó así un rato, como si ella tambiénquisiera detener, de alguna manera, elmovimiento del mundo. Cuando al fin se apartó,lo miró con timidez.

—Bueno —dijo.—Bueno. —Jimmy sacó los cigarrillos y le

ofreció uno. Dolly lo aceptó con alegría.—Me has leído la mente. Se me han

acabado.—Qué raro en ti.—¿Sí? Bueno, he cambiado, supongo.

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Lo dijo como si tal cosa, pero cuadraba tanbien con todo lo que había visto Jimmy al llegarque este frunció el ceño. Encendió doscigarrillos y señaló con un gesto el camino por elque había venido.

—Deberíamos irnos —dijo—, nos acusaránde espionaje si nos quedamos aquí hablando ensusurros.

Caminaron de regreso hacia donde solíanestar las puertas, hablando como cortesesdesconocidos acerca de nada importante.Cuando llegaron a la calle se detuvieron, ambosa la espera de que el otro decidiese qué hacer acontinuación. Dolly tomó la iniciativa,volviéndose hacia él para decir:

—Me alegra que hayas venido, Jimmy. Nome lo merecía, pero gracias. —En su voz habíaun tono concluyente, que al principio Jimmy nodetectó, pero, cuando ella sonrió con valentía yle dio la mano, comprendió que se iba. Quehabía pedido disculpas, que lo había hecho para

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complacerlo, y ahora se iba a ir.Y en ese instante Jimmy vio la verdad como

una luz brillante. Lo único que le complaceríasería casarse con ella, llevarla consigo, cuidarla,arreglar las cosas.

—Doll, espera…Se había pasado el bolso por el hombro y

comenzaba a alejarse, pero volvió la vista atráscuando Jimmy habló.

—Ven conmigo —continuó—, no trabajohasta más tarde. Vamos a comer algo.

Antaño Jimmy habría hecho las cosas deotro modo, lo habría planeado todo para quesaliese a la perfección, pero ahora no. Al diablocon el orgullo y la perfección; tenía demasiadaprisa. Había visto que nada dura en la vida…Una bomba y todo se había acabado. Esperósolo hasta que hicieron el pedido a la camareray, tras hacer acopio de valor, dijo:

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—Mi oferta, Doll, sigue en pie. Te quiero,siempre te he querido. No quiero nada más quecasarme contigo.

Dolly se quedó mirándolo, con los ojosabiertos por la sorpresa. Y quién podría culparla:acababa de ponderar las ventajas de los huevosrespecto al conejo, y ahora esto.

—¿De verdad? ¿Incluso después de…?—Incluso después de eso. —Jimmy

extendió la mano sobre la mesa y Dolly puso suspequeñas manos encima. Sin su abrigo blanco,Jimmy vio que en sus brazos, pálidos y delgados,había arañazos. La miró de nuevo a la cara, másdecidido que nunca a cuidar de ella—. No puedoofrecerte un anillo, Doll —dijo, entrelazando losdedos con los de ella—. Mi apartamento fuebombardeado y lo he perdido todo; por unmomento pensé que había perdido a mi padretambién. —Dolly asintió levemente, al pareceraturdida todavía, y Jimmy continuó hablando.Tenía la vaga sensación de dispersarse, de

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hablar demasiado, de no decir las palabrasjustas, pero no podía detenerse—. No fue así,gracias a Dios. Es un superviviente, mi padre,estaba con la Cruz Roja cuando lo encontré, asus anchas, con una taza de té. —Jimmy sonriófugazmente ante el recuerdo y luego negó con lacabeza—. Bueno, lo que quería decir es que heperdido el anillo. Pero te compraré uno nuevo encuanto pueda.

Dolly tragó saliva y habló con una voz suavey triste.

—Oh, Jimmy —dijo—, ¡en qué poca estimadebes de tenerme para creer que eso meimporta!

Ahora le tocó a Jimmy sorprenderse.—¿No te importa?—Por supuesto que no. No necesito un

anillo para estar unida a ti. —Dolly le estrechólas manos y sus ojos resplandecieron entrelágrimas—. Yo también te quiero, Jimmy.Siempre te he querido. ¿Qué puedo hacer para

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convencerte de ello?

Comieron en silencio, turnándose para alzarla vista y sonreírse. Cuando acabaron, Jimmyencendió un cigarrillo y dijo:

—Supongo que tu vieja dama no querrá quete cases en Campden Grove.

El rostro de Dolly se descompuso.—¿Doll? ¿Qué pasa?Se lo contó entonces: lady Gwendolyn había

muerto y ella, Dolly, ya no vivía en CampdenGrove, sino otra vez en esa pequeña habitaciónde Rillington Place. Le explicó también que no lehabía dejado nada y que trabajaba turnos muylargos en una fábrica de municiones parapagarse la pensión.

—Pero pensaba que lady Gwendolyn te ibaa dejar algo en el testamento —dijo Jimmy—.¿No era eso lo que me dijiste, Doll?

Doll miró hacia la ventana, con una

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expresión amarga que borró la felicidad de hacíaunos momentos.

—Sí —dijo—. Me lo prometió, pero eso eraantes. Antes de que las cosas cambiasen.

Por su gesto demacrado, Jimmy supo que loocurrido entre Dolly y su señora era el motivodel desánimo que había percibido antes.

—¿Qué cosas, Doll? ¿Qué cambió?Dolly no quería contarlo, y era evidente

porque se negaba a mirarlo, pero Jimmynecesitaba saberlo. Era egoísta, pero la quería,iba a casarse con ella y se negó a dejar que sesaliese con la suya. Se sentó en silencio, dejandoclaro que esperaría tanto como hiciese falta, yDolly debió de darse cuenta de que no aceptaríaun no por respuesta, pues, al fin, suspiró.

—Una mujer intervino, Jimmy, una mujerpoderosa. La tomó contra mí y se empeñó endestrozarme la vida. —Apartó la vista de laventana y lo miró a él—. Yo estaba sola. Notenía ninguna posibilidad contra Vivien.

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—¿Vivien? ¿La de la cantina? Creía queerais amigas.

—Yo también —dijo Dolly, que sonrió contristeza—. Al principio, según creo, lo éramos.

—¿Qué pasó?Dolly tembló bajo esa fina blusa blanca y

miró la mesa; su gesto era muy comedido, yJimmy se preguntó si le avergonzaba lo que leiba a contar.

—Fui a devolverle algo, un collar que habíaperdido, pero cuando llamé a la puerta no estabaen casa. Me recibió su esposo… Te he habladode él, Jimmy, el escritor. Me pidió que entrara yla esperara, y acepté. —Bajó la cabeza y susrizos temblaron suavemente—. Quizás nodebería haberlo hecho, no sé, porque, cuandoVivien llegó a casa y me vio, se puso furiosa. Lovi en su expresión, sospechaba que nosotros…Bueno, ya te lo puedes imaginar. Traté deexplicarme, estaba segura de que mecomprendería, pero entonces… —Volvió a mirar

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la ventana y un débil rayo de luz le iluminó elpómulo—. Bueno…, digamos que meequivoqué.

El corazón de Jimmy comenzó a latir confuerza; sentía indignación, pero también miedo.

—¿Qué hizo, Doll?La garganta de Dolly se movió, un

movimiento rápido, ascendente y descendente, yJimmy pensó que iba a llorar. En vez de llorar,sin embargo, se volvió hacia él, y su expresión(tan triste, tan herida) resquebrajó algo en suinterior. Su voz era apenas un susurro:

—Inventó mentiras terribles acerca de mí,Jimmy. Dijo que yo era una falsa delante de sumarido, pero luego fue mucho peor: le dijo a ladyGwendolyn que yo era una ladronzuela y nodebía confiar en mí.

—Pero eso es, eso es… —Estabaestupefacto, indignado por lo sucedido—. Esdespreciable.

—Lo peor de todo, Jimmy, es que es una

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mentirosa. Tiene una aventura desde hacemeses. ¿Recuerdas cuando en la cantina tehabló de ese doctor amigo suyo?

—¿Ese tipo que dirige el hospital infantil?—No es más que una ficción… Quiero

decir, el hospital es real, el doctor también, peroes su amante. Lo utiliza para encubrirse, paraque a nadie le extrañe que vaya de visita.

Jimmy notó que Dolly estaba temblando y¿quién podría culparla? ¿A quién no lemolestaría descubrir que una amiga la hatraicionado de forma tan cruel?

—Doll, lo siento.—No hace falta que me compadezcas —

dijo, tratando de ser valiente con taldesesperación que Jimmy sintió dolor—. Fue ungolpe muy duro, pero me he prometido a mímisma que no me dejaría vencer.

—Esa es mi chica.—Lo que pasa…La camarera llegó para llevarse los platos y

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miró a ambos mientras se hacía un lío con elcuchillo de Jimmy. Pensaba que estabandiscutiendo, se percató Jimmy; se habíanquedado callados cuando ella se acercó, Dollhabía girado la cabeza rápidamente mientrasJimmy apenas atinaba a responder a loshabituales comentarios de la camarera («El BigBen no se ha retrasado ni un segundo»;«Mientras San Pablo siga en pie…»). Miró desoslayo a Dolly, quien hizo lo posible por ocultarel rostro. No obstante, Jimmy veía su perfil ynotó que su labio inferior había comenzado atemblar.

—Eso es todo —dijo, tratando dedeshacerse de la camarera—. Eso es todo,gracias.

—¿No quieren pudin? Les aconsejo que…—No, no, eso es todo.—Como quieran. —La camarera resopló y

giró sobre sus talones.—¿Doll? —dijo Jimmy, una vez que se

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quedaron a solas—. ¿Ibas a decir algo?Tenía los dedos sobre la boca para contener

el llanto.—Lo que pasa es que quería a lady

Gwendolyn, Jimmy, la quería como a una madre.Y pensar que se fue a la tumba pensando que yoera una mentirosa y una ladrona… —Se vinoabajo y las lágrimas comenzaron a rodar por susmejillas.

—Chisss. Vamos, no llores, por favor. —Sesentó junto a ella, besando las lágrimas a medidaque caían—. Lady Gwendolyn sabía lo quesentías por ella. Se lo demostrabas todos losdías. ¿Y sabes qué?

—¿Qué?—Estabas en lo cierto. No vas a consentir

que Vivien te derrote. Yo lo voy a impedir.—Oh, Jimmy. —Jugueteó con el botón

suelto de la blusa, girándolo alrededor del hilo—.Eres muy amable, pero ¿cómo? ¿Cómo voy asalir ganando contra alguien como ella?

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—Viviendo una vida larga y feliz.Dolly parpadeó.—Conmigo. —Jimmy sonrió, pasándose un

mechón por detrás de la oreja—. Vamos avencerla juntos al casarnos, ahorrar y mudarnosa la costa o al campo, lo que prefieras, comosiempre hemos soñado; vamos a vencerla siendofelices para siempre. —La besó en la punta dela nariz—. ¿Verdad?

Pasó un momento y Doll asintió despacio, unpoco vacilante, pensó Jimmy.

—¿Verdad, Doll?Esta vez ella sonrió. Si bien de forma sutil y

la sonrisa desapareció con la misma celeridadcon que había aparecido. Suspiró y posó lamejilla en la mano.

—No quiero ser desagradecida, Jimmy.Ojalá pudiésemos hacerlo antes, desaparecer yamismo y comenzar de nuevo. A veces piensoque es la única manera para que me pongamejor.

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—No tardará mucho, Doll. Trabajo todo eltiempo, tomo fotografías cada día y mi editor esoptimista acerca de mi futuro. Creo que si…

Dolly dio un grito ahogado y lo agarró de lamuñeca. Jimmy se detuvo en seco.

—Fotografías —dijo Doll, con la respiraciónentrecortada—. Oh, Jimmy, me has dado unaidea, un modo de tenerlo todo y ahora mismo (lacosta y todo lo demás), y podemos dar unalección a Vivien al mismo tiempo. —Tenía losojos resplandecientes—. Eso es lo que quieres,¿no? Irnos juntos, iniciar una nueva vida.

—Ya sabes que sí, pero el dinero, Doll, yono tengo…

—No me estás escuchando. ¿Es que no vesque eso es exactamente lo que digo, que sécómo conseguir el dinero?

Tenía los ojos clavados en él,resplandecientes, casi ardientes, y aunque no lehabía contado el resto de la idea, algo dentro deél comenzó a hundirse. Jimmy se negó a

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permitirlo. No iba a consentir que nada echase aperder este día feliz.

—¿Recuerdas —preguntó, sacando uno delos cigarrillos de Jimmy del paquete— que unavez me dijiste que harías cualquier cosa por mí?

Jimmy observó cómo encendía la cerilla.Recordaba haberlo dicho; recordaba haberlodicho muy en serio. Pero ese brillo en los ojos deDoll, mientras los dedos no atinaban con la cajade cerillas, lo llenó de aprensión. No sabía quéiba a decir a continuación, pero sospechaba queno quería oírlo.

Dolly dio una calada al cigarrillo y dejóescapar una densa columna de humo.

—Vivien Jenkins es una mujer muy rica,Jimmy. También es una mentirosa y una adúlteraque se empeñó en hacerme daño, en volver amis seres queridos en mi contra y robarme laherencia que me prometió lady Gwendolyn.Pero la conozco, y sé que tiene una debilidad.

—¿Sí?

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—Un marido apasionado a quien destrozaríael corazón descubrir que ella le es infiel.

Jimmy asintió como si fuese una máquinaprogramada para responder.

—Sé —prosiguió Dolly— que suenaextraño, Jimmy, pero escúchame. ¿Y si alguiense hiciese con una fotografía que mostrase aVivien y a ese hombre juntos?

—¿Qué pasaría? —Su voz era inexpresiva,no parecía suya.

Dolly lo miró y una sonrisa nerviosa sedibujó en sus labios.

—Sospecho que pagaría un montón dedinero para quedarse la foto. Lo bastante paraque dos jóvenes enamorados que merecen unpoco de suerte se puedan escapar juntos.

Se le ocurrió a Jimmy entonces, mientras seesforzaba por comprender lo que le estabadiciendo, que todo esto formaba parte de uno delos juegos de Dolly. Que en cualquier momentoiba a abandonar el personaje, se moriría de la

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risa y diría: «¡Jimmy, es una broma, porsupuesto! Pero ¿qué piensas que soy?».

Pero no lo hizo. En vez de eso, cogió sumano y la besó con ternura.

—Dinero, Jimmy —susurró, llevando lamano de él a su mejilla caliente—. Es lo quesolías decir. Bastante dinero para casarnos ycomenzar de nuevo, y vivir felices parasiempre… ¿Acaso no es eso lo que siempre hasdeseado?

Lo era, por supuesto, Dolly lo sabía bien.—Se lo merece, Jimmy. Tú mismo lo has

dicho: se merece pagar por lo que ha hecho. —Dolly dio una calada al cigarrillo y habló rodeadade humo con un ritmo febril—: Ella fue quien meconvenció para que rompiese contigo, ¿losabías? Me indispuso en tu contra, Jimmy. Mehizo pensar que no deberíamos estar juntos. ¿Esque no lo ves, todo el daño que nos ha hecho?

Jimmy no sabía qué sentir. Despreciaba loque estaba proponiendo. Se despreció a sí

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mismo por no decírselo. Se oyó decir:—Supongo que quieres que sea yo el que

tome la fotografía, ¿verdad?Dolly le sonrió.—Oh, no, Jimmy, qué va. Eso conlleva

demasiados riesgos, y habría que esperar asorprenderlos en el acto. Mi idea es mucho mássencilla, es un juego de niños en comparación.

—Bueno —dijo Jimmy, mirando fijamente labanda de metal que cruzaba la mesa—. ¿Dequé se trata, Doll? Dime.

—Yo voy a sacar la fotografía. —Tiró de unbotón de Jimmy, juguetona, y el botón se quedóentre sus dedos—. Y tú vas a salir en ella.

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21

Londres, 2011

No había tráfico en la autopista y, antes de lasonce, Laurel conducía por Euston Road enbusca de un lugar donde aparcar. Lo encontrójunto a la estación, donde dejó el Mini verde.Perfecto: la Biblioteca Británica estaba a unpaso, y había vislumbrado la marquesina azul ynegra de un Caffè Nero a la vuelta de laesquina. Toda la mañana sin cafeína y sucerebro amenazaba con derretirse.

Veinte minutos más tarde, una Laurel muchomás concentrada avanzaba por el vestíbulo grisy blanco de la biblioteca hacia la Oficina deRegistro del Lector. Una joven, con una tarjetade identificación que decía «Bonny», no pareció

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reconocerla y, viendo su reflejo al entrar por lapuerta de cristal, Laurel lo interpretó como uncumplido. Tras haber pasado la mayor parte dela noche dando vueltas, entre una maraña deconjeturas acerca de lo que su madre habríatomado de Vivien Jenkins, se despertó tarde yapenas dispuso de diez minutos para ir de lacama al coche. Su velocidad fue encomiable,pero era consciente de que no salía en su mejorestado. Intentó arreglarse un poco el pelo ycuando Bonny dijo: «¿Puedo ayudarla en algo?»,Laurel respondió: «Querida, eso espero». Sacóel trozo de papel en el que Gerry había escritosu número de lectora.

—Creo que me espera un libro en la sala delectura de Humanidades.

—Vamos a comprobarlo, ¿vale? —dijoBonny, que escribió algo en el teclado—. Voy anecesitar un carné de identidad con su direcciónactual para completar el registro.

Laurel se lo entregó y Bonny sonrió.

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—Laurel Nicolson. Como la actriz.—Sí —concedió Laurel—. Ni más ni

menos.Bonny le entregó un pase y señaló hacia una

escalera de caracol.—Tiene que ir a la segunda planta. Vaya al

escritorio, el libro debería estar ahí.Así lo hizo. Aunque lo que encontró fue un

caballero de lo más solícito, ataviado con unchaleco de punto rojo y una poblada barbablanca. Laurel explicó lo que estaba buscando,le mostró la hoja que le habían dado en larecepción y enseguida el hombre se dirigió a losestantes detrás de él y dejó sobre el mostradorun fino tomo encuadernado en cuero negro.Laurel leyó el título entre dientes y experimentóun escalofrío expectante: Henry Jenkins: Lavida, el amor y la pérdida de un escritor.

Encontró un asiento en un rincón y se sentó,abrió el libro e inhaló el glorioso aromapolvoriento del papel, lleno de posibilidades. No

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era un libro demasiado largo. Lo había publicadouna editorial que Laurel no conocía y el diseñoera muy poco profesional: la tipografía y sutamaño, los márgenes inexistentes y lasfotografías escasas y de mala calidad; en granmedida, también parecía que los extractos de lasnovelas de Henry Jenkins servían de relleno.Pero era un punto de partida, y Laurel estabaimpaciente por comenzar. Echó un vistazo alíndice y su corazón latió con fuerza cuando vioun capítulo titulado «Vida de casado», que habíadespertado su interés en el listado de internet.

Pero Laurel no se dirigió directamente a lapágina noventa y siete. Últimamente, cada vezque cerraba los ojos, aparecía la oscura siluetadel hombre de sombrero negro, grabada en suretina, recorriendo el camino iluminado por elsol. Tamborileó con los dedos en la página delíndice. Aquí estaba su oportunidad de conocerlomejor, de añadir color y detalles a esa siluetaque le ponía los pelos de punta, tal vez incluso

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descubrir el motivo de lo que hizo su madre esedía. Laurel había tenido miedo antes, cuandobuscó a Henry Jenkins en la red, pero esto, estelibrito más bien insignificante, no le imponía elmismo respeto. La información que contenía sehabía publicado hacía mucho tiempo (en 1963,según vio en la página de créditos), lo cualsignificaba, debido a un desgaste natural, queprobablemente quedaban muy pocos ejemplares,la mayoría perdidos en rincones oscuros y pocofrecuentados. Este ejemplar en concreto habíapermanecido oculto durante décadas entre milesy miles de libros olvidados; si Laurel encontrabaalgo en su interior que no le gustase,simplemente lo cerraría y lo devolvería a sulugar. Y nunca más hablaría de él. Vaciló, perosolo un instante, antes de hacer acopio de valor.Con un hormigueo en los dedos, se dirigiórápidamente al prólogo. Tras respirar hondo,para contener una emoción súbita y extraña,comenzó a leer acerca de ese desconocido del

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camino.

Cuando Henry Ronald Jenkins tenía seisaños de edad, vio a un hombre recibir unapaliza a manos de policías que casi le costóla vida, en una calle de Yorkshire, su aldea.El hombre, según se cuchicheaba entre losaldeanos, vivía cerca, en Denaby, un«infierno en la tierra» ubicado en el valle delos Riscos, la que muchos consideraban «lapeor aldea de Inglaterra». Fue un incidenteque el joven Jenkins no olvidaría jamás, y ensu primera novela, A merced de los diamantesnegros, publicada en 1928, dio vida a uno delos personajes más memorables de laliteratura británica de entreguerras: unhombre de sinceridad y dignidadinquietantes, cuyo sufrimiento generó unaenorme empatía tanto entre el público comoen la crítica.En el capítulo inicial de Diamantes negros, la

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policía, equipada con botas con punteras deacero, se lanza contra el desafortunadoprotagonista, Walter Harrison, un hombreanalfabeto pero trabajador cuyasfrustraciones personales le han llevado apromover el cambio social, lo cual, en últimainstancia, es la causa de su muerteprematura. Jenkins habló del evento real y laprofunda influencia en su obra —«y en mialma»— durante una entrevista radiofónicacon la BBC en 1935: «Ese día comprendí, alver a un hombre reducido a la nada poragentes uniformados, que en nuestrasociedad existen los débiles y los poderosos,y que la bondad no interviene al decidir aqué grupo pertenecemos». Era un tema queapareció en muchas obras posteriores deHenry Jenkins. Diamantes negros fuedeclarada una obra maestra y, debido a lasentusiastas críticas iniciales, se convirtió enun éxito editorial. Sus primeras obras, en

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particular, recibieron elogios por suverosimilitud y por los retratosinquebrantables de la vida de la claseobrera, que incluía descripcionesimplacables de la pobreza y la violenciafísica.El propio Jenkins creció en una familia declase obrera. Su padre era un supervisor debajo nivel en las minas Fitzwilliams; era unhombre severo que bebía en exceso («perosolo los sábados») y que trataba a su familia«como a los subordinados en las minas».Jenkins fue el único de los seis hermanosque salió de la aldea y rebasó lasexpectativas sociales. Acerca de sus padres,Jenkins dijo: «Mi madre fue una mujer bella,pero vanidosa también, y decepcionada porsu suerte; carecía de una idea realistarespecto a cómo mejorar su situación, y sufrustración la convirtió en una personaamargada. Acosaba a mi padre, a quien

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importunaba sin cesar por lo primero que sele ocurría; él era un hombre de gran fuerzafísica, pero demasiado débil en otros sentidospara estar casado con una mujer como ella.La nuestra no era una familia feliz». Cuandoel entrevistador de la BBC le preguntó si lavida de sus padres le había proporcionadomaterial para sus novelas, Jenkins se rio ydijo: «Más que eso: me dieron un ejemploperfecto de un mundo del cual quería huirfuese como fuese».Y logró huir. A pesar de esos orígeneshumildes, Jenkins, gracias a su precozinteligencia y tenacidad, consiguió salir delas minas y conquistar el mundo literario.Cuando The Times le preguntó acerca de eseascenso meteórico, Jenkins reconoció elmérito de un maestro de escuela, HerbertTaylor, por alentar su capacidad intelectual yanimarle a presentarse a los exámenes paralograr becas en las mejores escuelas

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privadas. A los diez años de edad, Jenkinsobtuvo una plaza en el pequeño peroprestigioso colegio Nordstrom, enOxfordshire. Dejó la casa familiar en 1911,para subir solo a bordo de un tren hacia elsur desconocido. Henry Jenkins jamásvolvería a Yorkshire.Si bien ciertos antiguos alumnos de colegiosprivados, en especial aquellos cuyo origensocial era distinto del resto, hablan de unahorrible experiencia escolar, Jenkins nuncase explayó sobre el tema y se limitó a decir:«Ser admitido en un colegio como Nordstromcambió mi vida en el mejor de los sentidos».Su maestro, Jonathan Carlyon, dijo deJenkins: «Era increíblemente trabajador.Aprobó los exámenes finales con notasbrillantes y fue a la Universidad de Oxfordal año siguiente, la primera universidad quehabía escogido». Aun reconociendo lainteligencia de Jenkins, Allen Hennessy,

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compañero en Oxford y también escritor,habló en tono jocoso de otros talentos a losque recurría: «Nunca he conocido a unhombre con tanto carisma como Jenkins —afirmó—. Si te gustaba una chica, enseguidaaprendías que lo mejor era no presentárselaa Harry Jenkins. Solo tenía que clavar enella una de sus famosas miradas y tusposibilidades se desvanecían». Lo cual noquiere decir que Jenkins abusase de sus«poderes»: «Era guapo y encantador,disfrutaba de la atención de las mujeres,pero nunca fue un rompecorazones», declaróRoy Edwards, editor de Jenkins enMacmillan.Fuese cual fuese el efecto de Jenkins sobreel sexo débil, su vida personal no gozó de lamisma trayectoria que su carrera editorial.En 1930, su compromiso con la señoritaEliza Holdstock se rompió, sobre lo cual senegó a hablar en público, antes de casarse

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finalmente, en 1938, con Vivien Longmeyer,la sobrina de su maestro en el colegioNordstrom. A pesar de una diferencia deedad de veinte años, Jenkins consideró queese matrimonio fue «el momento más sublimede mi vida», y la pareja se instaló enLondres, donde disfrutaron de una feliz vidadoméstica antes de la Segunda GuerraMundial. Durante los sucesos previos a ladeclaración de la guerra, Jenkins comenzó atrabajar para el Ministerio de Información;cumplió con su función de formasobresaliente, hecho que no sorprendió aquienes lo conocían bien. Como dijo AllenHennessy: «Todo lo que hacía [Jenkins], lohacía a la perfección. Era deportista,inteligente, encantador… El mundo estáhecho para hombres como él».En cualquier caso, el mundo no siempre esamable con hombres como Jenkins. Tras lamuerte de su joven esposa en un ataque

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aéreo durante las últimas semanas delbombardeo de Londres, Jenkins sufrió undolor tan profundo que su vida comenzó adesmoronarse. No volvió a publicar máslibros; de hecho, junto a otros muchosdetalles de la última década de su vida, siguesiendo un misterio si volvió a escribir.Cuando murió en 1961, la fama de HenryRonald Jenkins había caído tan bajo que elsuceso apenas se mencionó en esosperiódicos que antaño lo describieron como«un genio». A principios de la década de1960 se rumoreó que Jenkins eraresponsable de los actos de ultraje contra lamoral pública cuyo autor era conocido como«el acosador del picnic»; sin embargo, lasacusaciones nunca han sido probadas.Independientemente de si Jenkins eraculpable o no de semejante obscenidad, queeste hombre antes célebre fuese objeto deesas conjeturas ilustra la profundidad de su

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caída. El muchacho de quien su maestro dijoser «capaz de lograr todo lo que sepropusiese» murió sin nada ni nadie. Lapregunta eterna para los admiradores deHenry Jenkins es cómo pudo acabar así unhombre que lo tuvo todo; un final contrágicas semejanzas al de su personajeWalter Harrison, cuyo destino fue tambiénuna muerte solitaria y silenciosa tras unavida en la cual el amor y la pérdida llegarona entrelazarse.

Laurel se recostó en la silla de la biblioteca ysoltó la respiración que había contenido. Nohabía nada ahí que no hubiese visto en Google, yel alivio fue extraordinario. Se le había quitadoun gran peso de encima. Mejor aún, a pesar dela referencia al indigno final de Jenkins, no semencionaba en absoluto a Dorothy Nicolson niGreenacres. Gracias a Dios. Laurel no se habíadado cuenta de lo nerviosa que estaba por lo que

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pudiese encontrar. Lo más desconcertante en elprólogo fue ese retrato de un hombre cuyo éxitono se debía más que a su arduo trabajo y sugran talento. Laurel esperaba descubrir algo quejustificase el odio enconado que sentía contra elhombre del camino.

Se preguntó si existía la posibilidad de que elbiógrafo se hubiese equivocado por completo.Quién sabe; todo era posible. Sin embargo, apesar de ese breve consuelo, Laurel puso losojos en blanco. Su arrogancia no conocía límites:tener una corazonada era una cosa, suponer quesabía más sobre Henry Jenkins que la personaque había investigado y escrito su vida, algo muydistinto.

Había una fotografía de Jenkins en elfrontispicio del libro y volvió a mirarla, decidida aver más allá del carácter amenazante otorgadopor sus prejuicios y descubrir al escritorencantador y carismático descrito en el prólogo.Era más joven en esta fotografía que en la que

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había visto en internet y Laurel tuvo que admitirque era guapo. De hecho (pensó al observaresos rasgos bien definidos), le recordaba a unactor de quien estuvo enamorada. Habíaninterpretado una obra de Chéjov en los añossesenta y vivieron un romance apasionado. Noacabó bien (rara vez acababan bien los amoríosdel teatro), pero, oh, fue deslumbrante e intensomientras duró.

Laurel cerró el libro. Tenía las mejillasacaloradas y experimentó una hermosasensación de nostalgia. Vaya. Eso sí que no se loesperaba. Y era un tanto incómodo, dadas lascircunstancias. Tras acallar una ligera inquietud,Laurel se recordó a sí misma su objetivo y abrióel libro por la página noventa y siete. Respiróhondo para concentrarse y comenzó el capítulotitulado «Vida de casado».

Si Henry Jenkins había tenido mala suertehasta ahora en sus relaciones personales,

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todo estaba a punto de cambiar para mejor.En la primavera de 1938, el director de sucolegio, el señor Jonathan Carlyon, invitó aJenkins a que volviese a Nordstrom parahablar a los estudiantes acerca de lossinsabores de la vida literaria. Fue allí, alpasear por la finca de noche, donde Jenkinsconoció a la sobrina del director, VivienLongmeyer, una belleza de diecisiete años deedad. Jenkins describió el encuentro en Lamusa rebelde, una de sus novelas másexitosas, que marcó una clara ruptura conlos descarnados temas de su obra anterior.Qué opinaba Vivien Jenkins acerca de quelos detalles de su noviazgo y los inicios de sumatrimonio fuesen expuestos al público siguesiendo un misterio, como lo es ella misma. Lajoven señora Jenkins apenas comenzaba adejar su huella en el mundo cuando su vidaterminó trágicamente durante el bombardeode Londres. Lo que se sabe, gracias a su

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marido, que adoraba sin duda a esta «musarebelde», es que fue una mujer de belleza yencanto extraordinarios, por quien lossentimientos de Jenkins quedaron clarosdesde el principio.

A continuación se reproducía un largofragmento de La musa rebelde en el cual HenryJenkins narraba de modo apasionado el cortejo asu joven esposa. Como había sufridorecientemente el libro entero, Laurel pasó laspáginas para retomar el hilo de la biografía, quese centró en la vida de Vivien:

Vivien Longmeyer era hija de la únicahermana de Jonathan Carlyon, Isabel, quiense fugó de Inglaterra con un soldadoaustraliano tras la Primera Guerra Mundial.Neil e Isabel Longmeyer se establecieron enuna pequeña comunidad de leñadores deMount Tamborine, al sureste de Queensland,

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y Vivien fue la tercera de sus cuatro hijos.Durante los primeros ocho años de su vida,Vivien Longmeyer vivió una modestaexistencia colonial, hasta que la enviaron aInglaterra para que la criase su tío maternoen el colegio que había construido en lafinca de la familia.Las primeras menciones de Vivien Longmeyerse deben a la señorita Katy Ellis, unaprestigiosa educadora, a quien se le encargóacompañar a la niña durante el viaje aInglaterra en 1929. Katy Ellis la mencionóen sus memorias, Nacida para enseñar, lo cualsugiere que fue este encuentro lo quedespertó su interés por educar a los jóvenesque habían sobrevivido a un trauma.«La tía australiana de la niña me advirtió, alexplicarme mi cometido, que era retrasada yque no me sorprendiese si no se comunicabaconmigo durante el viaje. Yo era joven, y portanto todavía no estaba preparada para

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censurarla por esa falta de compasión querayaba en la crueldad, pero ya confiaba losuficiente en mis impresiones para noaceptar esa valoración. Vivien Longmeyer nosufría retraso alguno, lo supe en cuanto lavi; sin embargo, también comprendí por quésu tía la había descrito de ese modo. Vivienera capaz, lo cual podía ser inquietante, dequedarse muchísimo tiempo inmóvil, con elrostro (que nunca era inexpresivo, sin duda)encendido por pensamientos eléctricos, perode tal forma que cualquier observador sesentía excluido.»Yo misma había sido una niña imaginativa,a menudo reprendida por mi padre, unestricto pastor protestante, por fantasear yescribir en mi diario (un hábito que no heabandonado) y vi con claridad que Vivientenía una intensa vida interior, dentro de lacual se escabullía. Además, parecía lógico ycomprensible que una niña que sufría la

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pérdida simultánea de su familia, su casa ysu país natal buscara necesariamentepreservar las pequeñas certezas de suidentidad interiorizándolas.»En el transcurso de nuestro largo viaje pormar, fui capaz de ganarme la confianza deVivien y entablamos una relación quepersistió durante muchos años. Mantuvimoscorrespondencia con afectuosa frecuenciahasta su trágica y prematura muerte en laSegunda Guerra Mundial y, si bien nunca fuisu maestra o consejera de forma oficial, mealegra decir que nos hicimos amigas. Notuvo muchos amigos: aunque despertaba enotras personas el deseo de ser amados porella, Vivien nunca estableció relaciones confacilidad ni a la ligera. Al mirar atrás,considero que uno de los grandes logros demi carrera fue que me confiase con tantodetalle el mundo privado que se habíaconstruido para sí misma. Era un lugar

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«seguro» al cual se retiraba si se sentíaasustada o sola, y tuve el honor de podermirar detrás de ese velo».La descripción de Katy Ellis del «mundoprivado» de Vivien coincide con lasdescripciones de la Vivien adulta: «Eraatractiva, y mirarla era un placer, pero enrealidad era muy difícil decir que laconocías»; «Te hacía sentir que había másbajo la superficie de lo que saltaba a lavista»; «En cierto modo, su carácterindependiente la convertía en un imán: noparecía necesitar a nadie». Tal vez fue «eseaspecto extraño, casi místico», lo que llamóla atención de Henry Jenkins esa noche enNordstrom. O tal vez fuese el hecho de queella, al igual que él, había sobrevivido a unainfancia marcada por una violencia trágica ypronto se encontrase en un mundo pobladopor personas de procedencia muy distinta ala suya. «A nuestra manera, los dos éramos

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seres marginales —declaró Henry Jenkins ala BBC—. Nuestro destino era estar juntos.Lo supe en cuanto le puse los ojos encima.Verla caminar hacia mí por el pasillo,sublime con su vestido blanco, fue laconclusión, en cierto sentido, de un viaje quecomenzó cuando llegué al colegioNordstrom».

A continuación, se reproducía una fotografíade ambos, de mala calidad, tomada el día de suboda, al salir de la capilla del colegio. Vivienmiraba a Henry, con su velo de encaje ondeandoen la brisa, mientras él la llevaba del brazo ysonreía mirando a la cámara. Las personas,aglomeradas a su alrededor para arrojarles arrozen la escalera de la capilla, eran felices, pero lafotografía entristeció a Laurel. Las fotografíasviejas a menudo tenían ese efecto en ella; al finy al cabo, era hija de su madre, y resultaba muyaleccionador ver las caras sonrientes de

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personas que no sabían todavía qué lesdepararía el destino. Más aún en un caso comoeste, donde Laurel conocía muy bien loshorrores que acechaban a la vuelta de laesquina. Había sido testigo de la violenta muertede Henry Jenkins y sabía, además, que la jovenVivien Jenkins, tan esperanzada en la fotografíade su boda, estaría muerta apenas tres añosdespués.

No cabe duda alguna de queHenry Jenkins adoraba a su esposahasta el punto de adularla. No eraningún secreto lo que ella significabapara él: la llamaba su «gracia» o su«salvación» y, en más de unaocasión, expresó que no merecería lapena vivir sin ella. Esa afirmaciónsería tristemente premonitoria, pues,tras la muerte de Vivien el 23 de mayode 1941, el mundo de Henry Jenkins

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comenzó a desmoronarse. A pesar detrabajar en el Ministerio deInformación y de poseer unconocimiento detallado de lasnumerosas víctimas civiles de losbombardeos, Jenkins nunca aceptóque la muerte de su mujer se debiesea una causa tan común. Ahora bien,las extravagantes afirmaciones deJenkins —que la muerte de Vivien fueprovocada, que fue víctima desiniestros estafadores, que de locontrario nunca se habríaencontrado en el edificiobombardeado— fueron el primerindicio de una locura que acabaríaconsumiéndolo. Se negó a aceptar lamuerte de su mujer como un simpleaccidente de guerra y juró «atrapar alos responsables y llevarlos ante laJusticia». Jenkins fue hospitalizado

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tras una crisis nerviosa a mediadosde los cuarenta, pero, por desgracia,no se curó nunca de su obsesión,vivió al margen de la sociedad y, a lasazón, murió solo en 1961, convertidoen un indigente y un hombredestrozado.

Laurel cerró el libro de golpe, como siquisiese impedir que el contenido se escapase deentre las cubiertas. No quería leer más sobre lassospechas de Henry Jenkins respecto a lamuerte de su mujer, ni sobre su promesa deencontrar a los responsables. Tenía la sensaciónapremiante y desagradable de que Jenkins habíacumplido con su palabra, y que ella, Laurel,había presenciado el resultado. Pues su madre,con su «plan perfecto», era la persona a la queHenry Jenkins culpaba de la muerte de su mujer,¿o no? La «siniestra estafadora» que pretendía«tomar» algo de Vivien, que fue responsable de

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atraer a Vivien al lugar de su muerte, donde delo contrario nunca habría estado.

Con un estremecimiento involuntario, Laurelmiró detrás de ella. De repente sintió quellamaba la atención, como si la espiaran unosojos invisibles. Su estómago pareció haberseconvertido en líquido. Era la culpa, comprendió,culpa por asociación. Pensó en su madre en elhospital, en las palabras con que habíaexpresado el remordimiento, el deseo de«tomar» algo, el agradecimiento por su «segundaoportunidad»: eran estrellas, todas ellas, en laoscuridad del cielo nocturno; a Laurel tal vez nole gustaban las formas que comenzaba adistinguir, pero no podía negar su existencia.

Miró la portada negra, aparentementeinofensiva, de la biografía. Su madre conocíatodas las respuestas, pero no fue la única; Vivientambién las supo. Hasta este momento, Vivienhabía sido un susurro: una cara sonriente en unafotografía, un nombre en la dedicatoria de un

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libro viejo, una quimera hundida entre las grietasde la historia ya olvidada.

Pero era importante.Laurel tuvo la súbita convicción de que el

plan de Dorothy fracasó por Vivien. Que algointrínseco en el carácter de esa mujer laconvertía en la peor persona con quieninvolucrarse.

La descripción de Katy Ellis de la niña quefue Vivien era afectuosa, pero Kitty Barkerhabía descrito a una mujer «bien presumida»,una «pésima influencia», superior y fría.¿Habían desgarrado a Vivien los traumas de suinfancia, la habían endurecido y convertido enesa clase de mujer, hermosa y rica, cuyo poderresidía en su frialdad, su reserva, suinaccesibilidad? La información en la biografíade Henry Jenkins (cómo fue incapaz desobreponerse a su muerte y cómo había buscadodurante décadas a los responsables) ciertamentesugería una mujer de carácter sumamente

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cautivador.Con una leve sonrisa de suficiencia, Laurel

abrió la biografía una vez más y pasó las páginashasta encontrar lo que buscaba. Ahí estaba. Conmano un poco temblorosa por la emoción, anotóel nombre de Katy Ellis y el título de suautobiografía, Nacida para enseñar. Tal vezVivien no necesitase (o no tuviese) muchosamigos, pero había escrito cartas a Katy Ellis,cartas en las cuales (¿o era demasiadoesperar?) habría confesado sus secretos másoscuros. Existía la posibilidad de que aquellascartas aún existiesen en algún lugar: muchaspersonas no guardaban su correspondencia, peroLaurel estaba dispuesta a apostar a que laseñorita Katy Ellis, prestigiosa educadora yautora de su autobiografía, no era así.

Porque, cuantas más vueltas le daba, másevidente se volvía: Vivien era la clave.Encontrar información sobre esta figura esquivaera la única manera de aclarar el plan de

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Dorothy y, más importante, qué salió mal. Yahora (Laurel sonrió) la tenía agarrada por elborde de su sombra.

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PARTE 3

—VIVIEN—

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22

Mount Tamborine (Australia), 1929

En realidad, Vivien fue castigada por la grandesgracia de ser sorprendida en la tienda delseñor McVeigh en Main Street. Su padre noquería hacerlo, cualquiera lo habría notado. Eraun hombre de corazón bondadoso que habíaperdido el temple durante la Gran Guerra y, adecir verdad, siempre había admirado elasombroso carácter de su hija menor. Pero lasreglas eran las reglas, y el señor McVeigh nodejaba de soltar bravatas respecto a lo que haríacon una vara y esa niña, y las diferencias entremimar y dar, y una multitud había comenzado aaglomerarse y, diablos, hacía un calorinsufrible… Aun así, era inconcebible que

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ningún hijo suyo recibiese una tunda, no por sumano, y menos aún por hacer frente a unabusón como ese Jones. De modo que hizo loúnico que podía hacer: le prohibió en público ir ala excursión. Escogió ese castigo de formaprecipitada y más tarde se convirtió en motivode profundo pesar y frecuentes discusiones consu esposa, pero ya no había vuelta atrás.Demasiadas personas le habían oído decirlo. Encuanto las palabras salieron de la boca de supadre y llegaron a sus oídos, Vivien supo, apesar de tener solo ocho años, que no habíanada que hacer salvo levantar el mentón ycruzarse de brazos para mostrar a todos que leimportaba un rábano, que ni siquiera tenía ganasde ir.

Lo cual explicaba que se encontrase encasa, sola, el día más caluroso del verano de1929, mientras su familia se dirigía al picnicanual en Southport. Durante el desayuno recibióseveras indicaciones de su padre, una lista de

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cosas que hacer y una lista aún más larga decosas que no debía hacer, unos apretones demano un tanto angustiados de la madre cuandopensaba que no la miraban, una dosis preventivade aceite de ricino para todos los pequeños(ración doble para Vivien, que la necesitabamás), tras lo cual, con el frenesí de lospreparativos de última hora, se montaron en unFord Lizzie y se dirigieron al camino de cabras.

La casa se quedó en silencio sin ellos. Y, poralguna razón, más oscura. Y las motas de polvopendían inmóviles en el aire sin el habitualmovimiento de los cuerpos que las arrastraban asu alrededor. La mesa de la cocina, dondehabían reído y discutido minutos antes, estabalimpia, sin platos, y en su lugar había un nutridosurtido de tarros con la mermelada de mamá yel cuaderno que había dejado papá para queVivien escribiese notas de disculpa al señorMcVeigh y Paulie Jones. De momento, habíaescrito: «Querido señor McVeigh», había

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tachado el «Querido» y había escrito «Para»encima, y se quedó sentada mirando la páginaen blanco, preguntándose cuántas palabrasnecesitaría para llenarla. Les rogó queapareciesen antes de que papá llegase a casa.

Cuando se hizo evidente que la nota no seiba a escribir sola, Vivien dejó la pluma, estirólos brazos por encima de la cabeza, movió lospies descalzos adelante y atrás, y estudió elresto de la cocina: las fotografías enmarcadasde la pared, los muebles de caoba, el diván consu tapete de ganchillo. Este era el Interior, pensócon desagrado, el lugar de los adultos y losdeberes, donde se limpiaban dientes y cuerpos,de los «Silencio» y «No corras», de peines yencajes y mamá tomando el té con la tía Ada, ylas visitas del reverendo y el médico. Erasepulcral y aburrido y siempre intentaba evitarloy, sin embargo (Vivien se mordisqueó dentro dela boca, entusiasmada por una idea), hoy elInterior le pertenecía, a ella y solo a ella, y

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seguramente sería la única vez.Primero, Vivien leyó el diario de su hermana

Ivy, luego repasó los recortes de prensa deRobert y estudió la colección de canicas dePippin; por último, dirigió su atención alguardarropa de su madre. Introdujo los pies enel fresco interior de unos zapatos quepertenecían a ese tiempo remoto previo a sunacimiento, frotó el suave tejido de la mejorblusa de mamá contra la mejilla, se pasó por elcuello los collares de perlas brillantes de la cajade nogal que había sobre la cómoda. En el cajónrevolvió las monedas egipcias que su padrehabía traído de la guerra, los documentos,cuidadosamente doblados, que lo eximían delservicio, un paquete de cartas atadas con unacinta, y un trozo de papel titulado Certificadode matrimonio, con los nombres reales demamá y papá, cuando mamá era «IsabelCarlyon» de «Oxford (Inglaterra)» y no una deellos.

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Las cortinas de encaje ondearon y el dulceolor de Fuera se coló por la ventana de guillotinaabierta: eucaliptos, mirto limón y mangosdemasiado maduros que comenzaban aabrasarse en el preciado árbol de su padre.Vivien guardó los papeles en el cajón y se pusoen pie de un salto. El cielo estaba despejado,azul como el mar y liso como la piel de untambor. Las hojas de la parra resplandecían a labrillante luz del sol, las plumerías centelleabanrosas y amarillas, y las aves se llamaban unas aotras en la selva, detrás de la casa. Iba a hacerun calor insoportable, comprendió Vivien consatisfacción, y luego caería una tormenta. Leencantaban las tormentas: las nubes furiosas ylas primeras gotas gordas, el olor a sed de latierra roja y la lluvia torrencial contra lasparedes mientras papá caminaba de arriba abajopor la veranda, con la pipa en la boca y un brilloen los ojos, tratando de contener la emociónmientras las palmeras gemían y se doblaban.

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Vivien giró sobre los talones. Ya habíaexplorado bastante; era inconcebibledesperdiciar otro precioso segundo en el Interior.Se detuvo en la cocina solo el tiempo necesariopara empaquetar el almuerzo que mamá le habíapreparado y encontrar unas galletas Anzac. Unafila de hormigas rodeaba el fregadero y subíapor la pared. Ellas también sabían que la lluviase avecinaba. Sin ni siquiera echar un vistazo ala disculpa no escrita, Vivien salió bailando a laveranda. Nunca caminaba si podía evitarlo.

Hacía calor fuera y, aun así, el aire erahúmedo. Sus pies ardieron de inmediato sobrelos tablones de madera. Era un día perfecto parair al mar. Se preguntó dónde estarían los otrosahora, si ya habrían llegado a Southport, si lasmamás, los papás y los niños estarían nadando yriendo y preparando las comidas, o si su familiase habría montado en uno de esos barcos derecreo. Había un nuevo embarcadero, segúnRobert, quien había estado espiando a los

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antiguos compañeros del ejército de papá, yVivien se imaginó a sí misma lanzándose al aguay hundiéndose como una nuez de macadamia,tan rápido que su piel hormigueaba y la fría aguadel mar le obstruía la nariz.

Podría bajar a la cascada de las Brujas paradarse un chapuzón, pero en un día así eseestanque entre rocas no se podía comparar conel océano salado; además, no debía salir decasa, y seguro que algún chismoso del pueblo ladelataba. Peor aún, si Paulie Jones estuviese ahí,bronceando esa tripa blancucha y descomunalcomo la de una ballena vieja, creía que no seríacapaz de contenerse. Que se atreviese a insultara Pippin una vez más, a ver qué sucedía. Que seatreviese, le diría Vivien. Que se atreviese elmuy cobarde.

Abriendo los puños, ojeó el cobertizo. Elviejo Mac estaba ahí, trabajando en lasreparaciones, y por lo general merecía la penavisitarlo, pero su padre le había prohibido

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molestarlo con sus preguntas. Ya tenía bastantetrabajo que hacer, y papá no le pagaba un dineroque no tenía para beber té y cotorrear con unaniña que aún no había hecho sus deberes. Elviejo Mac sabía que ella se hallaba en casa yestaría atento por si había problemas, pero, amenos que estuviese enferma o sangrando, elcobertizo le estaba vedado.

Lo cual solo le dejaba un lugar al que ir.Vivien bajó las escaleras correteando, cruzó

el jardín, rodeó la huerta, donde mamá intentabaobstinadamente cultivar rosas y papá lerecordaba con cariño que no estaban enInglaterra, y entonces, tras dar tres excelentesvolteretas seguidas, se dirigió al arroyo.

Vivien había ido ahí desde que aprendió acaminar, serpenteando entre los árbolesplateados, recogiendo las flores de las acacias,con cuidado de no pisar las hormigas saltadoras

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o las arañas, mientras se alejaba cada vez másde las personas y los edificios, los maestros y lasreglas. Era su lugar favorito en todo el mundo; lepertenecía; era parte de ella y ella era parte deél.

Hoy tenía más ganas de lo habitual de llegaral fondo. Más allá del primer escarpado, dondecomenzaba la pendiente y se alzaban losmontículos de las hormigas, agarró el paquetedel almuerzo y se lanzó a la carrera, gozando delos latidos del corazón contra el tórax, laterrorífica velocidad de sus piernas, queavanzaban, avanzaban bajo ella hasta casitropezar, y se agachaba para esquivar las ramas,saltaba de roca en roca, resbalaba entremontones de hojas secas.

Los pájaros látigo clamaban en lo alto, losinsectos zumbaban, la cascada del barranco delMuerto borbotaba. A medida que corría, la luz ylos colores se deshacían en fragmentos, comoen un caleidoscopio. El monte estaba vivo: los

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árboles se hablaban con voces resecas y viejas,miles de ojos invisibles se abrían en las ramas ylos troncos caídos, y Vivien sabía que, si sedetuviese y apretase la oreja contra el suelo,oiría a la tierra llamándola, cantando melodías detiempos remotos. Sin embargo, no se detuvo; semoría de ganas de llegar al arroyo queserpenteaba por el desfiladero.

Nadie más lo sabía, pero el arroyo eramágico. Había un recodo en concreto, donde laribera formaba un círculo escarpado; el caucese había formado hacía millones de años, cuandola tierra suspiró y se desplazó y las grandesrocas afiladas se juntaron, de modo que lo queera plano en los márgenes de pronto se habíavuelto profundo y oscuro en el centro. Y ahí fuedonde Vivien hizo el descubrimiento.

Estaba pescando con los tarros de vidrio quehabía robado de la cocina de mamá y guardabaen un leño carcomido, detrás de los helechos.Vivien almacenaba todos sus tesoros dentro de

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ese leño. Siempre había algo que descubrir entrelas aguas del arroyo: anguilas y renacuajos,cubos viejos y oxidados de los días de la fiebredel oro. Una vez, llegó a encontrar unadentadura postiza.

El día que descubrió las luces, Vivien estabatumbada bocabajo sobre una roca, con losbrazos estirados dentro del agua, tratando deatrapar el renacuajo más grande que había vistojamás. Lanzó la mano y falló, lanzó la mano yfalló, tras lo cual se estiró aún más, de modo quesu rostro casi tocaba el agua. Y fue entoncescuando las notó, varias, todas naranjas ytitilantes, observándola desde el fondo delestanque. Al principio pensó que se trataba delsol, y miró hacia arriba, a los lejanos trozos decielo, para comprobarlo. No lo era. El cielo sereflejaba sin duda en la superficie del agua, peroesto era diferente. Estas luces eran profundas,más allá de los juncos y el musgo que cubría laensenada. Eran otra cosa. Eran otro lugar.

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Vivien pensó mucho en esas luces. No eradada a aprender en los libros (eso era cosa deRobert, y de mamá), pero se le daba bien hacerpreguntas. Tanteó al viejo Mac y luego a papá,hasta que al fin se encontró con el negro Jackie,el rastreador de papá, que sabía más que nadieacerca del monte. Dejó de hacer lo que estabahaciendo y se plantó una mano en la parte bajade la espalda, arqueando su cuerpo nervudo.

—¿Viste las luces al fondo del estanque?, ¿aque las viste?

Vivien asintió y él la miró fijamente, sinparpadear. Al cabo, una leve sonrisa se esbozóen sus labios.

—¿Alguna vez has tocado el fondo de eseestanque?

—Qué va. —Espantó a una mosca quetenía en la nariz—. Demasiado profundo.

—Yo tampoco. —Se rascó bajo el ala delsombrero y, a continuación, hizo ademán deretomar su trabajo. Antes de hundir la pala en la

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tierra, giró la cabeza—. ¿Por qué estás tansegura de que tiene fondo, si no lo has visto contus propios ojos?

Y fue entonces cuando Vivien comprendió:había un agujero en el arroyo que llegaba al otrolado del mundo. Era la única explicación posible.Había oído hablar a papá de cavar un agujerohasta China, y lo había encontrado. Un túnelsecreto, un camino al centro de la tierra (el lugarde donde habían surgido la magia, la vida y eltiempo) y más allá, hasta las estrellas de un cielodistante. La pregunta era: ¿qué iba a hacer conél?

Explorarlo, ni más ni menos.Vivien se detuvo de golpe sobre la gran roca

plana que hacía de puente entre el monte y elarroyo. Hoy el agua estaba inmóvil, espesa yturbia en los bajíos de la ribera. Una capa delodo arrastrada por la corriente se habíaasentado en la superficie como una pielgrasienta. El sol brillaba justo encima y la tierra

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se cocía. Las ramas de los imponentes árbolesdel caucho crujían con el calor.

Vivien escondió el almuerzo bajo loshelechos que cubrían la roca; en la maleza fría,algo se arrastró, invisible.

Al principio, el agua estaba fría en torno asus tobillos desnudos. Vadeó el bajío, con lospies tanteando las rocas viscosas, que derepente se volvían afiladas. Su plan consistía envislumbrar las luces y comprobar que aúnestaban donde debían, tras lo cual iba a buceartan hondo como pudiese para verlas mejor.Durante semanas había practicado cómocontener la respiración, y había traído una pinzade madera de mamá para taponarse la nariz,pues Robert pensaba que, si el aire no seescapaba por las fosas nasales, aguantaría mástiempo.

Cuando llegó a la cresta, donde el peñónformaba una pendiente, Vivien se asomó al aguaoscura. Tardó unos segundos, con los ojos

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entrecerrados y muy agachada, pero al fin…¡ahí estaban!

Sonrió y casi perdió el equilibrio. Sobre lacresta un par de cucaburras se reían.

Vivien se apresuró de vuelta a la orilla delestanque, escurriéndose a veces por las prisas.Corrió por la roca plana, chapoteando, y hurgóentre sus cosas en busca de la pinza.

Mientras decidía cómo ponérsela, notó algonegro en el pie. Una sanguijuela: una cosarechoncha y enorme. Vivien se agachó, laagarró con el pulgar y el índice y tiró con todassus fuerzas. El bicho, resbaladizo, no sedesprendió.

Se sentó y lo intentó de nuevo, pero, pormucho que apretase o tirase, no se movía. Entresus dedos, el cuerpecillo era viscoso, húmedo yblando. Hizo acopio de valor, cerró los ojos y dioun último empellón.

Vivien maldijo con todas las palabrasprohibidas («¡Mierda! ¡Puñetero! ¡Capullo!

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¡Guarro!») que había acumulado tras ocho añosde escuchar a hurtadillas en el cobertizo depapá. La sanguijuela se despegó, pero la sangremanó en abundancia.

La cabeza le dio vueltas y se alegró de estarsentada. Podía ver al viejo Mac decapitandogallinas sin problemas; llevó el dedo cercenadode su hermano Pippin a la casa del doctorFarrell cuando se lo rebanó un hacha; destripabael pescado mejor y más rápido que Robertcuando acampaban en el río Nerang. Al ver supropia sangre, sin embargo, quedó desvalida.

Con pasos vacilantes, se acercó al agua ymetió el pie, que movió de un lado a otro. Cadavez que lo retiraba, la sangre seguía manando.No le quedaba más remedio que esperar.

Se sentó en la roca y abrió el almuerzo.Ternera en rodajas del asado de anoche, cuyasalsa, fría, brillaba en la superficie; patata yñame, que comió con los dedos; una porción depudin con la mermelada fresca de mamá untada

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en lo alto; tres galletas Anzac y una sanguina,recién cogida del árbol.

Una caterva de cuervos se materializó enlas sombras mientras comía. Los cuervos laobservaban con ojos distantes, sin pestañear.Cuando terminó, Vivien les arrojó las últimasmigajas y oyó un aletear pesado en su busca. Selimpió el vestido y bostezó.

Su pie por fin había dejado de sangrar.Deseaba explorar el agujero al fondo delestanque, pero de repente se sintió cansada;cansada en exceso, como la niña de ese cuentoque mamá les leía a veces con una voz remotaque se volvía más extraña con cada palabra.Vivien se sentía rara al oír esa voz: era elegantey, si bien Vivien admiraba a mamá por ello, almismo tiempo se ponía celosa de esa parte de sumadre que no le pertenecía.

Vivien bostezó una vez más, tanto que ledolieron los ojos.

¿Y si se acostase, solo un ratito?

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Gateó hasta el borde de la roca y se deslizóbajo las hojas de los helechos, de modo que,cuando se dio la vuelta para tumbarse deespaldas, el último fragmento del cielo habíadesaparecido. Bajo ella había hojas suaves yfrescas, los grillos chirriaban en la maleza y unarana, en algún lugar, pasaba la tarde entreresuellos.

Era un día cálido y Vivien era pequeña, asíque no fue sorprendente que se quedasedormida. Soñó con las luces del estanque, con eltiempo que tardaría en llegar a China a nado ycon un largo muelle de madera, desde el cualsus hermanos se arrojaban al agua. Soñó con latormenta que se avecinaba y papá en laveranda, y el cutis inglés de su madre, pecosotras un día a orillas del mar, y la mesa a la horade cenar esa noche, con todos ellos a sualrededor.

El sol ardiente se arqueaba sobre lasuperficie de la tierra, la luz variaba a lo largo

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del monte, la humedad volvía tirante la piel deltambor y unas pequeñas gotas de sudoraparecieron en la frente de la niña. Los insectoschasqueaban y chirriaban, la niña dormida semovió cuando una hoja de helecho le hizocosquillas en la mejilla, y entonces…

—¡Vivien!… Su nombre sonó de repente, bajando por

la ladera, atravesando la maleza para llegar aella.

Se despertó con un sobresalto.—¿Vi-vien?Era la tía Ada, la hermana mayor de papá.Vivien se sentó y se apartó los mechones de

pelo húmedo de la frente con el dorso de lamano. Las abejas zumbaban cerca. Vivienbostezó.

—Señorita, si está aquí, por el amor de Dios,muéstrese.

A Vivien no le importaba demasiado serobediente, pero la voz de su tía, por lo común

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imperturbable, estaba tan perturbada quesucumbió a la curiosidad y salió de debajo de loshelechos, con las cosas del almuerzo. El día yano era tan luminoso; las nubes cubrían el cieloazul y el desfiladero se encontraba ahora ensombras.

Con una mirada triste al arroyo y la promesade volver tan pronto como pudiese, se dirigió acasa.

La tía Ada estaba sentada en la escalera deatrás, con la cabeza entre las manos, cuandoVivien surgió de la floresta. Un sexto sentido lediría que tenía compañía, pues miró a un lado,parpadeando, con la misma expresión deperplejidad que si un duende del bosque sehubiese plantado ante ella.

—Ven aquí, criatura —dijo al fin, haciendoseñas con una mano mientras se levantaba.

Vivien caminó lentamente. En su estómago

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había una sensación extraña y pesada para lacual no tenía nombre, pero que algún díareconocería como pavor. Las mejillas de la tíaAda estaban teñidas de un rojo brillante yparecía a punto de perder el control: daba laimpresión de que iba a comenzar a gritar o atirar a Vivien de las orejas, pero no hizo nada deeso y en su lugar rompió a llorar diciendo:

—Por Dios, entra y lávate toda esa mugrede la cara. ¿Qué pensaría tu pobre madre?

Vivien volvió al Interior. Desde entonces, suvida estaría llena de Interiores. La primerasemana negra, cuando las cajas de madera, oataúdes, como las llamaba la tía Ada, fueroncolocadas en la sala de estar; esas largasnoches en las cuales las paredes de sudormitorio se hundían en las tinieblas; los díassofocantes, con adultos que susurraban ychasqueaban la lengua ante lo repentino de todo,

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y mojaban de sudor la ropa ya húmeda por lalluvia que caía tras las ventanas empañadas.

Se había hecho un nido junto a una pared,resguardada entre el aparador y el sillón depapá, y ahí se quedó. Las palabras y las fraseszumbaban como mosquitos en el aire viciado…(«Un Ford Lizzie… Justo por el precipicio…quemados… apenas se les reconocía»), peroVivien se tapó las orejas y pensó en el túnel delestanque y en la gran sala de máquinas quehabía en el centro, donde se hacía girar elmundo.

Durante cinco días se negó a abandonar eselugar, y los adultos lo consintieron y le trajeronplatos con comida y movían la cabeza con unatristeza amable, hasta que al fin, sin aviso previo,sin advertencia alguna, la línea invisible de laclemencia se tambaleó y la llevaron a rastras devuelta al mundo.

Ya había llegado la estación de lluvias porentonces, pero un día el sol brilló y percibió los

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tenues indicios de su antiguo yo, que salía ahurtadillas al patio soleado para encontrar alviejo Mac en el cobertizo. Este dijo muy poco;posó una mano huesuda y enorme en su hombroy apretó con fuerza, y entonces le dio un martillopara que le ayudase con la valla. A medida queavanzaba el día, pensó en visitar el arroyo, perono lo hizo, y luego volvieron las lluvias y la tíaAda llegó con unas cajas, donde metió lo quehabía en casa. Los zapatos favoritos de suhermana, los de satén, que se habían pasadotoda la semana en la alfombra, en el mismolugar donde los había lanzado de una patadacuando mamá dijo que eran demasiadoelegantes para el picnic, acabaron en una cajacon los pañuelos de papá y su cinturón viejo.Poco después Vivien vio un letrero en el patioque decía «Se vende» y se encontró durmiendoen un suelo extraño, mientras sus primos lamiraban con curiosidad desde sus camas.

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La casa de la tía Ada era diferente a lasuya. La pintura de la pared no estabadescascarillada, no había hormigas deambulandopor los asientos, las flores del jardín nodesbordaban los floreros. Era una casa dondeestaba prohibido terminantemente cualquier tipode mancha. «Un lugar para cada cosa y cadacosa en su lugar», solía decir la tía Ada, con unavoz estridente como una cuerda de violíndemasiado tensa.

Mientras la lluvia continuaba fuera, Viviense acostumbró a tumbarse bajo el sofá de lahabitación buena, apoyada en el rodapié. Habíaun rasguño en el forro de arpillera, que no seveía desde la puerta, y acurrucarse ahí era comovolverse invisible. Era reconfortante la basedesgarrada de ese sofá, le recordaba a su casa,su familia, su dichoso desorden. Ahí es dondeestuvo más cerca de llorar. La mayoría de lasveces, sin embargo, se concentraba solo en larespiración, en inhalar la menor cantidad de aire

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posible y expulsarlo sin mover apenas el pecho.Horas (días enteros) pasaban así, la lluviagorgoteando por el desagüe, los ojos de Viviencerrados y el tórax inmóvil; a veces, casi podíaconvencerse a sí misma de haber detenido eltiempo.

La mayor virtud de esa habitación, sinembargo, era que estaba vedada. Vivien fueinformada de esta regla en su primera noche enla casa: la habitación buena era solo para lasvisitas que recibía la tía en persona, solo cuandoel estatus del invitado lo exigiese, y Vivienasintió solemne cuando se lo dijeron, paramostrar que sí, que había comprendido. Y lohabía comprendido, a la perfección. Nadie usabala habitación, lo que significaba que, una vezterminadas las tareas de limpieza, podía confiaren que estaría a solas entre esas paredes.

Y así había sido, hasta hoy.El reverendo Fawley había estado sentado

en el sillón junto a la ventana durante los últimos

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quince minutos mientras la tía Ada se afanabacon el té y los pasteles. Vivien estaba atrapadabajo el sofá, más concretamente, inmovilizadapor la depresión formada por el trasero de su tía.

—Señora Frost, no es necesario recordarlequé recomendaría el Señor —dijo el reverendoen ese tono empalagoso que solía reservar parael Niño Jesús—. «No os olvidéis de mostrarhospitalidad, pues por ella algunos, sin saberlo,hospedaron ángeles».

—Si esa niña es un ángel, entonces yo soyla reina de Inglaterra.

—Sí, bueno —el piadoso tintineo de unacuchara de porcelana—, la niña ha sufrido unagran pérdida.

—¿Más azúcar, reverendo?—No…, gracias, señora Frost.La base del sofá se hundió más con el

suspiro de su tía.—Todos hemos sufrido una gran pérdida,

reverendo. Cuando pienso en mi querido

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hermano, pereciendo así…, esa enorme caída,todos ellos, el Ford que se salió por el borde delprecipicio… Harvey Watkins, que los encontró,dijo que estaban tan quemados que no sabía loque estaba mirando. Fue una tragedia…

—Una terrible tragedia.—Aun así. —Los zapatos de la tía Ada se

movieron por la alfombra y Vivien vio la puntade uno rascando el juanete atrapado en el otro—. No puede quedarse aquí. Tengo seis míos, yahora mi madre va a vivir con nosotros. Ya sabecómo está desde que el doctor tuvo queamputarle una pierna. Soy una buena cristiana,reverendo, voy a la iglesia todos los domingos,pongo mi granito de arena para recaudar fondospara la Pascua, pero no puedo con esto.

—Ya veo.—Ya lo sabe usted, no es una niña fácil.Hubo una pausa en la conversación mientras

sorbían el té y sopesaban las asperezas propiasdel carácter de Vivien.

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—Si hubiese sido cualquier otro —la tía Adadejó la taza en el platillo—, incluso el pobre ysimple Pippin…, pero no puedo con esto.Perdóneme, reverendo, sé que es pecadodecirlo, pero no puedo mirar a la niña sinculparla de todo lo que ha ocurrido. Deberíahaber ido con ellos. Si no se hubiese metido enlíos y no la hubiesen castigado… Salierontemprano, ¿sabe?, porque mi hermano no queríadejarla sola tanto tiempo, siempre fue unbonachón… —Se deshizo en un llanto lastimosoy Vivien pensó qué feos podían ser los adultos,qué débiles. Tan acostumbrados a conseguir loque querían que no sabían nada acerca de servalientes.

—Vamos, vamos, señora Frost. Vamos,vamos.

Era un llanto turbio y trabado, como el dePippin cuando quería llamar la atención demamá. El asiento del reverendo crujió y sus piesse aproximaron. Entregó algo a la tía Ada, pues

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ella dijo «Gracias» en medio de las lágrimas y sesonó la nariz.

—No, quédeselo —dijo el reverendo, quevolvió a su lugar. Se sentó con un suspiro—. Mepregunto, no obstante, qué será de la niña.

La tía Ada se sorbió la nariz con unosruiditos que señalaban su recuperación y osósugerir:

—He pensado que tal vez la escuela de laiglesia de Toowoomba…

El reverendo cruzó los tobillos.—Creo que la monjas cuidan bien a las

niñas —prosiguió la tía Ada—. Con firmezapero con justicia, y la disciplina no le vendríanada mal… David e Isabel siempre fuerondemasiado blandengues.

—Isabel —dijo el reverendo de repente,inclinándose hacia delante—. ¿Qué hay de lafamilia de Isabel? ¿No hay nadie a quienescribir?

—Me temo que nunca habló mucho acerca

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de ellos… Aunque, ahora que lo dice, tenía unhermano, creo.

—¿Un hermano?—Un maestro de escuela, en Inglaterra.

Cerca de Oxford, creo.—Entonces…—¿Entonces?—Sugiero que comencemos por ahí.—¿Quiere decir… por establecer contacto

con él? —La voz de la tía Ada parecía aliviada.—Hay que intentarlo, señora Frost.—¿Le envío una carta?—Yo mismo le escribo.—Oh, reverendo…—A ver si convenzo a ese hombre de actuar

con compasión cristiana.—Para hacer lo correcto.—Cumplir con su deber familiar.—Cumplir con su deber familiar. —Había

un nuevo azoramiento en la voz de la tía Ada—.¿Y qué hombre se resistiría a sus argumentos?

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Yo misma me la quedaría si pudiese, de no serpor mi madre, los seis hijos y la falta deaposento. —Se levantó y la base del sofásuspiró aliviada—. ¿Otro trocito de tarta,reverendo?

Al final resultó que sí tenía un hermano, y elreverendo lo indujo a obrar de forma recta y así,sin mayores preámbulos, la vida de Vivien volvióa cambiar. Todo sucedió con una celeridad dignade mención. La tía Ada conocía a una mujer queconocía a un hombre cuya hermana se disponíaa cruzar el océano para viajar a un lugar llamadoLondres en busca de un empleo de institutriz, yesta mujer se llevaría a Vivien consigo. Setomaron las decisiones oportunas y se perfilaronlos detalles pertinentes en una sucesión deconversaciones entre adultos que parecían flotarsiempre por encima de la cabeza de Vivien.

Se encontraron un par de zapatos casi

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nuevos, le recogieron pulcramente el pelo entrenzas y la ataviaron con un vestido de almidóncon un lazo en la cintura. Su tío las llevó por lamontaña a la estación de ferrocarril para tomarel tren de Brisbane. Aún llovía y hacía calor, yVivien dibujó con el dedo en la ventanaempañada.

La plaza frente al hotel Railway estabaabarrotada cuando llegaron, pero encontraron ala señorita Katy Ellis precisamente donde habíanacordado, bajo el reloj del mostrador.

Ni por un segundo Vivien se habíaimaginado que había tanta gente en el mundo.Pululaban por todas partes, diferentes unos deotros, correteando como hormigas en la arenahúmeda donde antes yacía un tronco podrido.Paraguas negros, grandes contenedores demadera, caballos de enormes ojos castaños queresoplaban.

La mujer se aclaró la garganta y Viviencomprendió que le habían dirigido la palabra.

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Hurgó en sus recuerdos para evocar qué lehabían dicho. Caballos y paraguas, hormigas enla arena, gente que correteaba… Su nombre. Lamujer le había preguntado si se llamaba Vivien.

Asintió con la cabeza.—Ojo con tus modales —gruñó la tía Ada,

que enderezó el cuello del vestido de Vivien—.Es lo que habrían deseado tu padre y tu madre.Di «Sí, señorita» cuando te hagan una pregunta.

—A menos que no estés de acuerdo, claro,en cuyo caso un «No, señorita» esperfectamente aceptable. —La mujer le ofrecióuna sonrisa impecable para mostrar que setrataba de una broma. Vivien observó ese par derostros expectantes que la miraban. Las cejasde la tía Ada se iban acercando durante laespera.

—Sí, señorita —dijo Vivien.—¿Y cómo te sientes esta mañana?Mostrarse sumisa nunca se le había dado

bien; antes, Vivien habría dicho lo que pensaba,

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habría gritado que se sentía muy mal, que noquería irse, que no era justo y que no podíanobligarla… Pero no ahora. Había comprendidoque era más sencillo limitarse a decir lo que lagente quería oír. Y, de todos modos, ¿quédiferencia había? Las palabras eran cosastorpes; no podía pensar en ninguna paradescribir el agujero negro sin fondo que se habíaabierto dentro de ella, el dolor que devoraba susentrañas cada vez que creía oír los pasos de supadre por el pasillo, que olía la colonia de sumadre o, peor aún, cuando veía algo quedeseaba compartir con Pippin…

—Sí, señorita —dijo a esa mujer cordial ypelirroja, que llevaba una falda larga y recatada.

La tía Ada entregó la maleta de Vivien a unmozo, dio unas palmaditas en la cabeza de susobrina y le dijo que se portase bien. Katy Elliscomprobó los billetes con atención y se preguntósi el vestido que había escogido para laentrevista de trabajo en Londres sería el

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indicado. Y, cuando el tren anunció su inminentepartida, una niña pequeña con trenzas quecalzaba los zapatos de otra persona subió por lasescaleras de hierro. El humo se extendió por elandén, la gente se despedía y gritaba, un perrocallejero corría ladrando entre la multitud. Nadieprestó atención cuando la niña cruzó ese umbralen penumbra; ni siquiera la tía Ada, aunque erade esperar que guiase a esa sobrina huérfanacon ambas manos hacia su futuro incierto. Y así,cuando la esencia de luz y vida que había sidoVivien Longmeyer se contrajo y desapareciódentro de sí misma en busca de un refugio, elmundo siguió girando y nadie vio lo que habíaocurrido.

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Londres, marzo de 1941

Vivien se tropezó con aquel hombre porque noiba mirando por dónde iba. Caminaba, además,muy deprisa: demasiado deprisa, como decostumbre. Y así chocaron, en la esquina de lascalles Fulham y Sydney, en un día frío y gris demarzo en Londres.

—Disculpe —dijo, cuando la sorpresa inicialse convirtió en consternación—. No lo he visto.—El hombre tenía una expresión aturdida yVivien pensó en un principio que había sufridouna conmoción. Dijo, a modo de explicación—:Voy demasiado deprisa. Desde siempre. —«A lavelocidad de la luz y tus piernas», solía decir supadre cuando ella era pequeña y se adentraba

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en la floresta. Vivien postergó el recuerdo.—Es culpa mía —dijo el hombre con un

gesto de la mano—. Es difícil verme…, a vecessoy casi invisible. No se imagina lo molesto queresulta.

Su comentario la pilló desprevenida y Viviensintió el atisbo de una sonrisa. Fue un error, puesel hombre ladeó la cabeza y la observó conatención, entrecerrando levemente los ojos.

—Nos conocemos.—No. —Vivien borró la sonrisa de

inmediato—. No creo.—Sí, estoy seguro.—Se equivoca. —Vivien asintió, con la

esperanza de poner fin a la conversación, y dijo—: Que tenga buen día. —Entonces prosiguiósu camino.

Pasaron unos momentos. Ya estaba casi enCale Street cuando:

—La cantina del SVM en Kensington —dijoel hombre tras ella—. Vio una fotografía mía y

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me habló del hospital de su amigo.Vivien se detuvo.—El hospital para niños huérfanos, ¿verdad?Las mejillas de Vivien se ruborizaron, se giró

y se acercó deprisa al hombre.—Basta —siseó, llevándose un dedo a los

labios cuando llegó junto a él—. No sigahablando.

El hombre frunció el ceño, confundido, yVivien miró atrás, por encima del hombro, antesde arrastrarlo al escaparate de una tiendadestrozado por una bomba, lejos de miradasindiscretas.

—Estoy segura de haberle pedido bien claroque no repitiese lo que le dije…

—Entonces, lo recuerda.—Por supuesto que lo recuerdo. ¿Es que

parezco estúpida? —Echó un vistazo a la calle yesperó a que pasase una mujer que llevaba unacesta de la compra. Cuando la mujer se alejó,susurró—: Le dije que no mencionara el hospital

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a nadie.El hombre la imitó y habló entre susurros:—No pensé que eso la incluyese a usted.La siguiente frase de Vivien se desvaneció

antes de poder decirla. La expresión del hombreera seria, pero algo en su tono le hizo pensar quebromeaba. No se permitió seguirle la corriente;solo serviría para animarlo y eso era lo últimoque quería.

—Bueno, pues así era —dijo—. Sí, meincluía a mí.

—Ya veo. Bueno. Ahora ya está claro.Gracias por explicármelo. —Una leve sonrisajugueteó en sus labios al decir—: Espero nohaberlo estropeado todo revelándole su propiosecreto.

Vivien se dio cuenta de que lo teníaagarrado por la muñeca y lo soltó como siquemase. Dio un paso atrás entre los escombrosy se arregló un mechón de pelo que había caídosobre la frente. El broche de rubí que Henry le

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había regalado en su aniversario era precioso,pero no era tan fiable como una horquilla.

—Tengo que irme —dijo secamente y, sinmás palabras, caminó a zancadas hacia la calle.

Lo había recordado al instante, por supuesto.En cuanto se tropezaron, se apartó y vio su cara,supo quién era, y reconocerlo fue como unadescarga de electricidad. Aún no era capaz deexplicarlo, ni siquiera a sí misma: el sueño quehabía tenido tras conocerlo esa noche en lacantina. Dios, aún se ruborizaba al recordarlo aldía siguiente. No había sido sexual; había sidomás embriagador aún, mucho más peligroso. Elsueño la había colmado de una nostalgia,profunda e inexplicable, de un lugar y una épocaremotos, un deseo que Vivien creía haber dejadoatrás hacía tiempo y cuya ausencia le doliócomo la pérdida de un ser querido al despertarsea la mañana siguiente y comprender cuántotiempo había vivido sin recordarlo. Lo intentótodo para sacárselo de la cabeza, ese sueño,

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esas sombras voraces que se negaban a diluirse;no fue capaz de mirar a los ojos a Henrydurante el desayuno sin temer que descubrieselo que ocultaba…, ella, que había aprendido tanbien a ocultarle cosas.

—Espere un momento.Oh, Dios, era él de nuevo; la perseguía.

Vivien siguió caminando, ahora más rápido, elmentón un poco más levantado. No quería quela alcanzase; lo mejor para todos sería que no laalcanzase. Y sin embargo… Una parte de ella(la misma parte irreflexiva y curiosa que dominósu infancia y le generó tantos problemas, laparte que desesperó a la tía Ada y que su padrehabía cultivado, esa parte pequeña y escondidaque se negaba a desaparecer a pesar de todo)deseaba saber qué quería decirle el hombre delsueño.

Vivien maldijo esa parte de sí misma. Cruzóla calle y aceleró el paso en la acera. Suszapatos repiqueteaban con frialdad. Qué mujer

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tan insensata. La había visitado esa noche soloporque su cerebro había arrojado la imagen delhombre al barullo inconsciente donde nacen lossueños.

—Espere —dijo el hombre, ya más cerca—.Cielo santo, no bromeaba cuando decía quecamina rápido. Debería pensar en los JuegosOlímpicos. Una campeona así subiría la moraldel país, ¿no cree?

Vivien sintió que el brío de sus zancadasdisminuía, pero no lo miró y se limitó a escucharcuando el hombre añadió:

—Lamento que hayamos comenzado conmal pie. No pretendía burlarme, pero es que meha alegrado verla.

Vivien le echó un vistazo.—Ah, ¿sí? ¿Y por qué?Él dejó de caminar y la seriedad de su

expresión consiguió que ella también sedetuviese. Vivien miró a ambos lados de la calle,con el fin de comprobar que nadie más la había

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seguido, cuando él dijo:—No se preocupe, es que…, desde que nos

conocimos, he pensado mucho en el hospital, enNella…, la niña de esa foto.

—Ya sé quién es Nella —le interrumpióVivien—. La he visto esta misma semana.

—Entonces, ¿sigue en el hospital?—Sí.Su brevedad, comprobó Vivien, lo crispó

(bien), pero enseguida el hombre sonrió,probablemente para despertar su simpatía.

—Mire, me gustaría verla, eso es todo. Nopretendo molestarla y prometo que no meinterpondré en su camino. Si me lleva ahí un día,le estaré muy agradecido.

Vivien supo que debía negarse. Lo últimoque necesitaba (o deseaba) era un hombre comoél detrás de ella cuando fuese al hospital deldoctor Tomalin. Ya era bastante peligroso;Henry comenzaba a albergar sospechas. Pero lamiraba con tal entusiasmo y, maldita sea, su

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rostro estaba tan lleno de luz y bondad, deesperanza, que esa sensación volvió, elreluciente anhelo del sueño.

—Por favor. —Alzó la mano hacia ella; enel sueño ella la sostuvo.

—Tendrá que mantener el paso —dijobruscamente—. Y solo será esta vez.

—¿Qué? ¿Quiere decir ahora? ¿Es ahíadonde va?

—Sí. Y llego muy tarde. —No añadió: «Porsu culpa», pero confió en que quedase claro—.Tengo… una cita ineludible.

—No voy a importunarla. Lo prometo.Vivien no había pretendido animarlo, pero su

sonrisa le mostró que lo había hecho.—Lo voy a llevar hoy —dijo—, pero luego

va a desaparecer.—Ya sabe que en realidad no soy invisible,

¿verdad?Vivien no sonrió.—Va a volver al sitio de dondequiera que

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haya venido y va a olvidar todo lo que le dije esanoche en la cantina.

—Tiene mi palabra. —Le tendió la mano—.Me llamo…

—No. —Lo dijo enseguida y notó que sequedaba sorprendido—. Nada de nombres. Losamigos se dicen el nombre, nosotros no somosamigos.

El hombre pestañeó y luego asintió.Vivien hablaba con frialdad. Eso la alegró;

ya había sido bastante insensata.—Una cosa más —dijo—. Una vez que lo

lleve junto a Nella, confío en que no volvamos avernos más.

Jimmy no bromeaba, no del todo: VivienJenkins caminaba como si le hubiesen colgadouna diana en la espalda. O, más bien, como sitratase de permanecer dos pasos por delante deltipo al que había accedido a guiar, si bien a

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regañadientes, a la cita con su amante. Tuvo quecorrer un poco para seguir su ritmo mientras ellase apresuraba entre la maraña de calles, y leresultó imposible sostener una conversación almismo tiempo. Menos mal: cuanto menos sehablasen, mejor. Como le había dicho, no eranamigos, ni lo iban a ser. Le alegraba que lohubiese dejado tan claro: fue un recordatoriooportuno para Jimmy, quien tenía la costumbrede llevarse bien con casi todo el mundo, de queél no quería conocer a Vivien Jenkins más de loque ella quería conocerlo a él.

Al final había accedido al plan de Dolly, enparte porque le había prometido que no haríadaño a nadie. «¿Es que no ves lo sencillo quees? —le dijo, apretándole la mano en LyonsCorner House, cerca de Marble Arch—. Teencuentras con ella por casualidad (o esoparece) y, mientras habláis de esto y de lo otro,le dices que te gustaría visitar a la pequeña, lade la explosión, la huérfana».

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—Nella —dijo él, que observaba cómo el solno lograba que el borde de la mesa de metalbrillase.

—Estará de acuerdo… ¿Quién no loestaría? En especial cuando le cuentes cómo teconmovió la situación de la niña, lo cual escierto, ¿o no, Jimmy? Tú mismo me dijiste que tegustaría ver cómo le iba.

Jimmy asintió, todavía sin mirarla a los ojos.—Ve con ella, busca un modo de quedar de

nuevo, y entonces yo aparezco y os saco unafotografía en la que estéis, ya sabes, muy cerca.Le enviamos una carta (anónima, por supuesto)para que sepa lo que tengo, y luego ella haráencantada todo lo posible para mantenerlo ensecreto. —Con unos golpes violentos contra elcenicero, Dolly decapitó su cigarrillo—. ¿Loves? Es tan simple que es infalible.

Simple tal vez, infalible probablemente, peroaun así no estaba bien.

—Eso es extorsión, Doll —dijo suavemente

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y añadió, girando la cabeza para mirarla—: Esrobar.

—No —Dolly era inflexible—, es justicia; eslo que se merece por lo que me hizo, a mí, anosotros, Jimmy…, por no mencionar lo que lehace a su marido. Además, está forrada dedinero… Ni siquiera va a echar de menos lamodesta cantidad que pedimos.

—Pero su marido, él…—… No lo sabrá nunca. Eso es lo mejor,

Jimmy: es todo de ella. La casa de CampdenGrove, los ingresos… La abuela de Vivien se lolegó todo con la condición de que mantuviese elcontrol incluso después de casarse. Deberíashaber oído a lady Gwendolyn hablando de eso…Pensaba que era una payasada enorme.

Jimmy no había contestado y Dolly debió depercibir sus reticencias, pues comenzó a serpresa del pánico. Sus ojos, ya enormes, seabrieron suplicantes y entrelazó los dedos, comosi fuese a rezar.

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—¿Es que no lo ves? —dijo—. Ella apenaslo va a sentir, pero tú y yo vamos a poder vivirjuntos, como marido y mujer. Felices parasiempre, Jimmy.

Todavía no sabía qué contestar, así que nodijo nada y se limitó a juguetear con una cerillamientras la tensión entre ellos seguíaaumentando; como ocurría siempre que estabadisgustado, sus pensamientos se habían disipado,al igual que las formas caprichosas del humo,para alejarse del incendio. Se descubrió a símismo pensando en su padre. En esa habitaciónque compartían hasta encontrar algo mejor, y encómo el anciano se sentaba junto a la ventanamirando la calle, preguntando en voz alta si lamadre de Jimmy podría encontrarlos ahora,comentando que tal vez no había venido por eso,y todas las noches le rogaba a Jimmy quevolviesen al apartamento de antes, por favor. Aveces lloraba, y casi le rompía el corazón aJimmy verlo sollozar contra la almohada y decir

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una y otra vez a nadie en concreto que solodeseaba que las cosas volviesen a ser comoantes. Cuando tuviese hijos, Jimmy esperabaencontrar las palabras justas para serenarlescuando llorasen como si el mundo estuviese apunto de acabar, pero era más difícil cuandoquien lloraba era su padre. ¡Cuánta genteahogaba el llanto contra las almohadasúltimamente…! Jimmy pensó en todas las almasperdidas que había fotografiado desde elcomienzo de la guerra, los desposeídos y losdesolados, los desesperados y los valientes, ymiró a Doll, que encendía otro cigarrillo yfumaba con ansiedad, tan distinta a esa niña demirada alegre en la costa, y pensó queprobablemente mucha gente compartía el deseode su padre de volver al pasado.

O de ir al futuro. La cerilla se partió entresus dedos. Era imposible volver, no era más queuna vana ilusión, pero había otra forma deescapar del presente: hacia delante. Recordó

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cómo se había sentido durante las semanassiguientes al rechazo de Dolly, el gran vacío quese extendió lúgubre ante él, la soledad que leimpedía dormir por las noches, mientrasescuchaba los sollozos de su padre y eldesdichado e interminable latir de su propiocorazón, y se preguntó al fin si la sugerencia deDoll era tan terrible.

Normalmente, Jimmy habría respondido quesí, que lo era: antaño sus ideas acerca del bien yel mal estaban muy claras; pero ahora, en estaguerra, en medio de un mundo hecho pedazos,bueno… (Jimmy sacudió la cabeza dubitativo),todo era diferente. Había momentos,comprendió, en que aferrarse a las viejas ideasera un riesgo.

Alineó los trozos de la cerilla rota y, alhacerlo, Jimmy oyó suspirar a Doll. La miró: sehabía derrumbado sobre el asiento de cuero yocultaba el rostro entre las manos. Notó denuevo los arañazos en los brazos, lo delgada que

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estaba.—Lo siento, Jimmy —dijo entre los dedos

—. Lo siento mucho. No debería habértelopedido. Era solo una idea. Yo solo… Yo soloquería… —Su voz se iba apagando, como si nosoportase oírse decir la horrible, la simple verdad—. Hizo que me sintiera como si yo no fuesenada, Jimmy.

A Dolly le encantaba fantasear, y nadiecomo ella desaparecía bajo la piel de unpersonaje imaginario, pero Jimmy la conocíabien y su sinceridad desgarrada lo hirió en lomás hondo. Vivien Jenkins había logrado que suhermosa Doll (tan inteligente y alegre, cuya risale hacía sentirse más vivo, que tenía tanto queofrecer al mundo) sintiese que no era nada.Jimmy no necesitó oír más.

—Deprisa. —Vivien Jenkins se habíadetenido y lo esperaba ante el umbral de un

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edificio de ladrillo que no se diferenciaba ennada de los colindantes salvo por una placa debronce en la puerta: «Dr. M. Tomalin». Vivienmiró el reloj de oro rosa que llevaba como unbrazalete y su cabello oscuro reflejó la luz del solcuando echó un vistazo a la calle, detrás de él—. Oiga, señor…, bueno, usted, no puedoentretenerme. —Respiró hondo al recordar suacuerdo—. Ya llego muy tarde.

Jimmy la siguió al interior y llegó a lo que enotro tiempo fue el vestíbulo de una casagrandiosa, pero que ahora servía de recepción.Una mujer cuyo pelo gris lucía el peinadodecididamente patriótico de la victoria alzó lavista detrás del mostrador.

—Este señor desea ver a Nella Brown —dijo Vivien.

La mujer centró su atención en Jimmy y loobservó sin pestañar por encima de las gafas demedia montura. Jimmy sonrió; la mujer no.Jimmy comprendió que necesitaba explicarse.

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Se acercó al mostrador. De repente, se sintiócomo un personaje de Dickens, el chico de lafragua que se encuentra ante su granoportunidad.

—Conozco a Nella —dijo—, más o menos.Es decir, la conocí la noche en que murió sufamilia. Soy fotógrafo. Para los periódicos. Hevenido a saludarla…, a ver qué tal le va. —Seobligó a dejar de hablar. Miró a Vivien, con laesperanza de que interviniera en su favor, perono lo hizo.

Un reloj marcó la hora en algún lugar, unavión pasó volando y al fin la recepcionista lanzóun suspiro reflexivo.

—Ya veo —dijo, como si le pareciese unatemeridad admitirlo—. Un fotógrafo. Para losperiódicos. ¿Y cómo dijo que se llamaba?

—Jimmy —dijo, mirando una vez más aVivien. Ella apartó la vista—. Jimmy Metcalfe.—Podría haber mentido (tal vez debería habermentido), pero no se le ocurrió a tiempo. No

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tenía mucha práctica con semejantes ardides—.Solo quería ver qué tal le va a Nella.

La mujer lo contempló, los labiosperfectamente sellados, y a continuación asintióbrevemente.

—Muy bien, señor Metcalfe, sígame. Perose lo advierto, no le permito que perturbe elhospital ni a mis pacientes. En cuanto atisbe unproblema, le echo.

Jimmy sonrió agradecido. Y un pocoasustado también.

La mujer metió la silla con esmero bajo elescritorio, enderezó el crucifijo de oro quependía de un fino collar y entonces, sin miraratrás, subió las escaleras con tal decisión queJimmy se sintió obligado a seguirla. Y lo hizo. Amitad de camino notó que Vivien no los habíaacompañado. Se volvió y la vio junto a unapuerta en la pared de enfrente, arreglándose elcabello ante un espejo ovalado.

—¿No viene? —preguntó. Pretendía ser un

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susurro, pero, debido a la forma de la sala y a sucúpula, retumbó de forma aterradora.

Ella negó con la cabeza.—Tengo algo que hacer… Alguien me

espera. —Se ruborizó—. ¡Váyase! No puedoseguir hablando, ya llego tarde.

Jimmy se quedó en el dormitorio cerca deuna hora, viendo a la niña bailar claqué, yentonces sonó una campana y Nella dijo: «Lahora de comer», y él pensó que había llegado elmomento de despedirse. La niña caminó de sumano por el pasillo y, cuando llegaron a lasescaleras, alzó la vista.

—¿Cuándo me vas a visitar otra vez? —preguntó.

Jimmy dudó (no lo había pensado), pero, alver esa expresión sincera y confiada, lo asaltóun recuerdo súbito de la marcha de su madre,seguido de un fugaz destello de comprensión,

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demasiado breve para aprehenderlo, perorelacionado con la inocencia de los niños, lafacilidad con que se entregaban y la sencillezcon que ponían su pequeña manita en la de unadulto sin imaginar que podrían ser defraudados.

—¿Qué te parece dentro de un par de días?—dijo, y ella sonrió, se despidió con la mano yvolvió bailando feliz por el pasillo hacia elcomedor.

—Perfecto —dijo Doll esa misma noche,cuando Jimmy le contó lo sucedido. Habíaescuchado con avidez cada palabra, los ojosabiertos de par en par cuando mencionó elespejo junto a la consulta del doctor y cómo sesonrojó Vivien (remordimientos, estaban deacuerdo) cuando notó que Jimmy la había vistoacicalarse («Te lo dije, Jimmy, ¿a que sí? Estáviendo a ese doctor a escondidas de sumarido»). Doll sonrió—. Oh, Jimmy, qué cerca

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estamos.—No lo sé, Doll. —Jimmy no se sentía tan

seguro. Encendió un cigarrillo—. Es complicado:le prometí a Vivien que no volvería al hospital…

—Sí, y le prometiste a Nella que volverías.—Entonces, ya ves mi problema.—¿Qué problema? No vas a incumplir la

promesa dada a una niña, ¿verdad? Y encimahuérfana.

No, por supuesto que no iba a hacerlo, peroera evidente que Doll no había comprendido lomordaz que había sido Vivien.

—¿Jimmy? —insistió—. No irás adecepcionar a Nella, ¿verdad?

—No, no —agitó la mano que sostenía elcigarrillo—, voy a volver. Pero Vivien no sepondrá muy contenta. Me lo dejó muy claro.

—Ya le harás cambiar de idea. —Conternura, Dolly tomó su cara entre las manos—.Creo que no te das cuenta, Jimmy, de cómo seencariña la gente contigo. —Acercó la cara a la

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de él, de modo que los labios rozaban su oído.Dijo en tono juguetón—: Mira qué cariñosaestoy yo ahora.

Jimmy sonrió, pero distraído, cuando ella lobesó. Estaba viendo la cara de reproche deVivien Jenkins cuando lo viese de nuevo en elhospital, desobedeciendo su orden. Aún tratabade encontrar el modo de explicar su reaparición(¿bastaría con decir que Nella se lo habíapedido?) cuando Dolly se sentó y dijo:

—De verdad, es lo mejor.Jimmy asintió. Tenía razón; él lo sabía.—Visita a Nella, crúzate con Vivien, di

dónde y cuándo y yo me encargo del resto. —Inclinó la cabeza y le sonrió; parecía más jovencuando sonreía—. ¿Fácil?

Jimmy atinó a sonreír sin ganas.—Fácil.

Y lo parecía, sin embargo Jimmy no se

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encontró con Vivien. Durante dos semanas, fueal hospital a la menor oportunidad que se lepresentaba, haciendo hueco para las visitas aNella entre sus responsabilidades laborales, supadre y Doll. Si bien vio a Vivien dos vecesdesde lejos, no se le presentó la ocasión decorregir la mala opinión que tendría de él yconvencerla para quedar algún día. La primeravez ella salía del hospital al mismo tiempo queJimmy doblaba la esquina en Highbury Street.Vivien se había detenido en la puerta y mirabaen ambas direcciones mientras se ponía unabufanda que le ocultaba la cara para que nadiela reconociese. Jimmy aceleró el paso, perollegó demasiado tarde y ella ya se había alejadoen sentido contrario, con la cabeza gacha paraevitar las miradas indiscretas.

La segunda vez Vivien no fue tan cuidadosa.Jimmy acababa de llegar a la recepción delhospital y se detuvo para decirle a Myra (larecepcionista de pelo cano: se habían hecho

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bastante amigos) que iba a subir a ver a Nella,cuando notó que la puerta situada detrás delmostrador estaba entreabierta. Al echar unvistazo al despacho del doctor Tomalin vislumbróa Vivien, que se reía sin hacer ruido con alguienoculto tras la puerta. Mientras observaba, lamano de un hombre se posó en el antebrazodesnudo de ella, y a Jimmy se le hizo un nudo enel estómago.

Deseó haber traído la cámara. Apenas veíaal médico, pero a Vivien la veía con claridad: lamano del hombre en su brazo, la expresión defelicidad…

Y no tener la cámara precisamente esedía… No habrían necesitado más que eso.Jimmy aún se estaba fustigando cuando Myraapareció de la nada, cerró la puerta y lepreguntó cómo le iba el día.

Por fin, a comienzos de la tercera semana,mientras Jimmy subía el tramo final de lasescaleras y se dirigía por el pasillo al dormitorio

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de Nella, vio una figura familiar caminandodelante de él. Jimmy se quedó donde estaba,prestando una atención desmedida al cartel de lapared, en el que salía un niño de pies torcidoscon su azada y su pala, y escuchó esos pasosque se alejaban. Cuando Vivien dobló la esquina,salió corriendo tras ella, con el corazón en unpuño, mientras observaba su avance desde ladistancia. Vivien llegó a una puerta, una puertadiminuta en la cual Jimmy no había reparadoantes, y la abrió. La siguió y se sorprendió alencontrarse ante una escalera estrecha queascendía. Con premura, pero en silencio, subióhasta que un resquicio de luz reveló la puertapor la que había salido. Él hizo lo mismo y seencontró en una planta de la vieja casa contechos más bajos y menos aspecto de hospital.Oía sus pasos distantes pero no estaba segurode por dónde había ido, hasta que miró a laizquierda y vio una sombra deslizarse por elpapel de la pared, de un azul y dorado

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descoloridos. Se sonrió (el niño que llevabadentro estaba disfrutando de la persecución) yfue tras ella.

Jimmy sospechaba que sabía adónde iba: sehabía escabullido para ver a escondidas aldoctor Tomalin, en la buhardilla, íntima ytranquila, de la vieja casa, oculta donde nadie losbuscaría. Nadie salvo Jimmy. Asomó la cabezapor la esquina y vio que Vivien se detenía. Estavez sí llevaba la cámara. Era mucho mejortomar una fotografía que la implicase de verdadque el enredo de crear una escena falsa queresultase comprometedora. De este modo,Vivien sería culpable de una indiscreción real,con lo cual todo sería mucho más sencillo paraJimmy. Aún quedaría el asunto espinoso deenviarle la carta (¿acaso no era chantaje?; lascosas, por su nombre); para Jimmy aún era unaidea desagradable, pero se había vuelto másdespiadado.

Vio cómo abría la puerta y, cuando entró, se

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deslizó tras ella, quitando la tapa de la cámara.Puso el pie en el umbral justo a tiempo paraimpedir que la cerrase. Y en ese momentoJimmy alzó la cámara.

Cuando miró por el visor, sin embargo, labajó de inmediato.

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24

Greenacres, 2011

Las hermanas Nicolson (menos Daphne, que seencontraba en Los Ángeles para grabar unnuevo anuncio, si bien había prometido volver aLondres «en cuanto puedan prescindir de mí»)llevaron a Dorothy a casa, a Greenacres, elsábado por la mañana. Rose estaba preocupadaporque no había sido capaz de ponerse encontacto con Gerry, pero Iris (quien se las dabade experta) declaró que había telefoneado a launiversidad y le habían dicho que estaba de viajepor «asuntos muy importantes»; le habíanprometido hacerle llegar su mensaje.Inconscientemente, Laurel buscó el teléfonomientras Iris soltaba su revelación y lo giró en la

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mano, preguntándose por qué aún no había oídoni una palabra acerca del doctor Rufus, perocontuvo sus ganas de llamar. Gerry trabajaba asu manera, a su ritmo, y sabía por experienciaque telefonear a su despacho no depararía nadabueno.

A la hora del almuerzo, Dorothy ya estabaen su dormitorio profundamente dormida, con supelo blanco como un halo sobre la almohadaburdeos. Las hermanas se miraron entre sí yllegaron a un acuerdo tácito para dejarlatranquila. El cielo se había despejado y hacía uncalor poco habitual para la época, y salieron asentarse en el columpio de jardín, bajo el árbol, acomer el pan que Iris insistió en hornear ellamisma, mientras espantaban las moscas ydisfrutaban de lo que seguramente sería elúltimo sol del año.

El fin de semana pasó sin contratiempos. Seacomodaron alrededor de la cama de Dorothy,leyendo en silencio o charlando en voz baja, e

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incluso intentaron jugar al Scrabble (aunque nopor mucho tiempo: Iris era incapaz de completaruna ronda sin desesperarse debido a lasmuchísimas y extrañas palabras de dos letrasque sabía Rose), pero la mayor parte del tiempose limitaron a establecer turnos para sentarse enla silenciosa compañía de su madre dormida.Habían acertado, pensó Laurel, al traerla devuelta a casa. Greenacres era el verdaderohogar de Dorothy, esta casa extraña y deenorme corazón que descubrió por casualidad yde la cual se quedó prendada de inmediato.«Siempre había soñado con una casa como esta—solía decirles, con una amplia sonrisa que seextendía por toda la cara, al entrar por el jardín—. Llegué a pensar que había perdido mioportunidad, pero al final todo salió bien. Encuanto la vi, supe que iba a ser mía…».

Laurel se preguntó si su madre pensó en eselejano día cuando la trajeron en coche; si seacordó del viejo granjero que les preparó té a

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ella y a papá cuando llamaron a su puerta en1947, de esas aves que los observaron detrás dela chimenea, y de lo joven que era por aquelentonces, aferrada con ambas manos a susegunda oportunidad, con la mirada puesta en elfuturo, decidida a escapar de lo que había hechoen el pasado. ¿O quizás Dorothy había pensado,al recorrer el camino, en los eventos de ese díade verano de 1961 y en la imposibilidad deescapar de verdad del pasado? ¿O Laurelestaba siendo demasiado sentimental, y esaslágrimas que derramó su madre en el asientotrasero del coche de Rose, esas lágrimas dulcesy silenciosas, se debían solo a los efectos de lavejez?

En cualquier caso, el viaje desde el hospitalla había agotado y durmió la mayor parte del finde semana, durante el cual comió poco y hablóaún menos. Laurel, cuando le llegó el turno desentarse junto a la cabecera de la cama, deseóque su madre se moviese, que abriese los ojos

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cansados y reconociese a su hija mayor, quereanudaran la conversación del otro día.Necesitaba saber qué había tomado su madre deVivien Jenkins… Era la clave del misterio.Henry tenía razón al insistir en que la muerte desu esposa no era lo que parecía, que fue víctimade unos estafadores siniestros. (Estafadores, enplural, observó Laurel: ¿se trataba de una meraexpresión o su madre había actuado junto a otrapersona? ¿Podría haber sido Jimmy, el hombre aquien amó y perdió? ¿Quizás ese fue el motivodel fin de su romance?). Tendría que esperarhasta el lunes, pues Dorothy no había abierto laboca. De hecho, a Laurel le pareció, al ver a laanciana dormir tan plácidamente, mientras lascortinas ondeaban por una brisa ligera, que sumadre había atravesado un umbral invisiblehacia un lugar donde los fantasmas del pasadoya no podían tocarla.

Solo una vez, a altas horas de la madrugadadel lunes, la visitaron los terrores que la habían

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acechado durante las últimas semanas. Rose eIris habían vuelto a sus casas a pasar la noche,así que fue Laurel quien se despertó en laoscuridad con un sobresalto y caminó atrompicones por el pasillo, tanteando la pared enbusca del interruptor de la luz. Acudió a sumente el recuerdo de las muchas noches que sumadre había hecho lo mismo por ella:despertarse por un grito en la oscuridad yapresurarse por el pasillo para espantar losmonstruos de su hija, acariciarle el pelo ysusurrarle al oído: «Tranquila, angelito… Yapasó, tranquila». A pesar de los sentimientosencontrados de Laurel respecto a su madre, eraun privilegio poder hacer lo mismo por ella, másaún en el caso de Laurel, que había salido de lacasa de un modo tan tenso, que no había estadoahí cuando murió su padre, que durante toda lavida no se había entregado a nadie salvo a símisma y su arte.

Laurel se metió en la cama junto a su madre

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y abrazó a la anciana con fuerza, pero concuidado. El algodón del largo camisón blanco deDorothy estaba húmedo por los sinsabores de lapesadilla y su delgado cuerpo tembló.

—Fue culpa mía, Laurel —decía—. Fueculpa mía.

—Tranquila, tranquila —la consoló Laurel—. Ya pasó, todo está bien.

—Fue culpa mía que ella muriese.—Lo sé, lo sé. —De nuevo el nombre de

Henry Jenkins acudió a la mente de Laurel, suinsistencia en que Vivien había muerto porencontrarse en un lugar donde nunca habría idopor sí misma, embaucada por alguien en quienconfiaba—. Vamos, vamos, mamá. Ya pasó.

La respiración de Dorothy se calmó,adquirió un ritmo estable y Laurel pensó en lanaturaleza del amor. Que lo sintiese consemejante intensidad, a pesar de lo que estabadescubriendo acerca de su madre, era digno demención. Al parecer, los actos innobles no

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bastaban para extinguir el amor; pero, oh, siLaurel lo permitiese, la decepción podría haberlaaplastado. Era una palabra anodina,«decepción», pero la vergüenza y la impotenciaque conllevaba eran abrumadoras. No se tratabade que Laurel esperase que su madre fueseperfecta. Ya no era una niña. Y no compartía lafe ciega de Gerry en que, solo porque DorothyNicolson era su madre, se demostraría suinocencia milagrosamente. No, de ningún modo.Laurel era una persona realista, comprendía quesu madre era un ser humano y era natural queno se hubiese comportado siempre como unasanta; había odiado y amado y cometido erroresque nunca olvidaría, igual que la propia Laurel.Pero la imagen que Laurel comenzaba acomponer de lo sucedido en el pasado deDorothy, lo que había visto hacer a su madre…

—Él vino a buscarme.Laurel estaba ensimismada en sus

pensamientos y la voz de su madre la sobresaltó.

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—¿Qué has dicho, mamá?—Yo intenté ocultarme, pero me encontró.Hablaba de Henry Jenkins, comprendió

Laurel. Parecía que se acercaban cada vez mása lo sucedido ese día de 1961.

—Ya se ha ido, mamá, no va a regresar.Un susurro:—Yo lo maté, Laurel.A Laurel se le cortó la respiración.

Respondió con otro susurro:—Lo sé.—¿Podrás perdonarme, Laurel?Era una pregunta que Laurel no se había

formulado; no sabía qué contestar. Alplanteársela en ese momento, en la silenciosaoscuridad de la habitación de su madre, solopudo decir:

—Calla. Todo va a salir bien, mamá. Tequiero.

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Unas horas más tarde, cuando el solcomenzaba a elevarse por encima de losárboles, Laurel entregó el relevo a Rose y sedirigió al Mini verde.

—¿Otra vez Londres? —preguntó Rose,que la acompañó hasta el jardín.

—Hoy, Oxford.—Ah, Oxford. —Rose retorció las cuentas

del collar—. ¿Otra investigación?—Sí.—¿Te acercas a lo que buscas?—¿Sabes, Rosie? —dijo Laurel, al sentarse

en el asiento del conductor, con la manoextendida para cerrar la puerta—, creo que sí.—Sonrió, se despidió y dio marcha atrás, alegrede escapar antes de que Rose pudiese preguntaralgo que exigiese una farsa más elaborada.

El tipo que la atendió en el mostrador de lasala de lectura de la Biblioteca Británica pareció

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complacido por la solicitud de buscar «unasmemorias desconocidas», más aún cuandoLaurel caviló acerca de cómo descubrir elparadero de la correspondencia de Katy Ellisdespués de su muerte. Frunció el ceño condeterminación ante la pantalla de su ordenador,con pausas frecuentes para apuntar cosas en sucuaderno, y las esperanzas de Laurel crecían ymenguaban según el movimiento de sus cejas,hasta que al fin la atención absorta con que lomiraba incomodó al hombre, quien sugirió que talvez tardase y que ella podría dedicarse a otracosa mientras tanto. Laurel captó la indirecta ysalió para fumar un pitillo rápido (bueno, tres) ycaminar en círculos un tanto neuróticos, antes devolver a toda prisa a la sala de lectura paracomprobar cómo le había ido.

Nada mal, resultó. Deslizó un pedazo depapel sobre el escritorio con la sonrisa deexhausta satisfacción de un corredor demaratón, y dijo:

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—La he encontrado. O al menos susdocumentos privados. —Se hallaban en losarchivos de la biblioteca de New College, enOxford; Katy Ellis estudió ahí durante sudoctorado y sus trabajos fueron donadosdespués de su muerte, en septiembre de 1983.También disponían de una copia de susmemorias, pero Laurel pensó que sería másprobable encontrar lo que buscaba en losdocumentos privados.

Laurel aparcó el Mini verde en elaparcamiento disuasorio de Thornhill y fue enautobús hasta Oxford. El conductor le indicó quebajase en High Street, cosa que hizo, justoenfrente de Queen’s College; pasó ante labiblioteca Bodleiana y por Holywell Street parallegar a la entrada principal de New College.Nunca se cansaba de la extraordinaria bellezade la universidad (las piedras y esas torrecillasque apuntaban al cielo, desgarradas por el pesodel tiempo), pero hoy Laurel no tenía tiempo

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para admirarla; se metió las manos en losbolsillos del pantalón, se protegió del fríoagachando la cabeza y se apresuró sobre lahierba de camino a la biblioteca.

Dentro la recibió un hombre joven de cabellonegro enmarañado. Laurel explicó quién era, porqué había ido y mencionó que el bibliotecario dela Biblioteca Británica había llamado el viernespara concertar una cita.

—Sí, sí —dijo el joven (cuyo nombre, segúnsupo más tarde, era Ben, y cumplía, con granentusiasmo, había que decirlo, un año deprácticas en la biblioteca)—, yo mismo hablécon él. Ha venido a consultar una de nuestrascolecciones de antiguos alumnos.

—Los documentos pertenecientes a KatyEllis.

—Eso es. Le he traído el archivo de la torrede documentos.

—Genial. Muchas gracias.—No es nada… Me subo a la torre a la

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menor excusa. —Sonrió y se acercó un poco,con aire de conspirador—. Es una escalera decaracol, ¿sabe?, a la que se accede medianteuna puerta escondida en los paneles de la pared.Como en Hogwarts.

Laurel había leído Harry Potter, cómo no, yno era inmune a los encantos de los viejosedificios, pero las horas de apertura eranlimitadas, las cartas de Katy Ellis estaban alalcance de la mano y, dada la combinación deambos hechos, sintió pánico ante la idea dededicar un minuto más a hablar de arquitecturao literatura con Ben. Ella sonrió fingiendo que nocomprendía (¿Hogwarts?), él reaccionó con ungesto compasivo (Muggle), y ambosprosiguieron con su conversación.

—La colección se encuentra en la sala delectura del archivo —dijo—. ¿La acompaño? Escomo un laberinto si no ha estado antes.

Laurel lo siguió a lo largo de un pasillo depiedra. Ben no paró de hablar alegremente

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sobre la historia de New College, hasta que alfin llegaron, muchas vueltas más tarde, a unasala con mesas y ventanas con vistas a unamagnífica muralla medieval cubierta de hiedra.

—Aquí lo tiene —dijo tras pararse ante unamesa con unas veinte cajas apiladas encima—.¿Está cómoda aquí?

—Seguro que sí.—Excelente. Hay guantes cerca de las

cajas. Por favor, póngaselos al tocar el material.Yo estoy ahí si me necesita —indicó un montónde papeles sobre un escritorio en la esquina másalejada—, transcribiendo —añadió, a modo deexplicación. Laurel no preguntó qué por temor ala respuesta, y así, tras despedirse con lacabeza, Ben se fue.

Laurel esperó un momento y, al cabo de unrato, silbó bajito sumida en el pedregoso silenciode la biblioteca. Al fin estaba a solas con lascartas de Katy Ellis. Se situó frente al escritorioe hizo que crujieran sus nudillos (no metafórica,

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sino literalmente; le pareció lo adecuado), sepuso las gafas de lectura y los guantes blancos ycomenzó a buscar respuestas.

Las cajas eran idénticas: de cartón marrónlibre de ácido, del tamaño de una enciclopedia.Estaban numeradas con un código que Laurel nocomprendía del todo, pero que parecía indicar uncompleto catálogo de numerosos artículos.Pensó en pedir una explicación a Ben, perotemió recibir una exaltada conferencia acercade la historia de la gestión de los expedientes.Por lo que parecía, las cajas estaban ordenadascronológicamente… Laurel decidió confiar enque todo tendría sentido a medida que avanzase.

Abrió la tapa de la caja número uno y seencontró con varios sobres. El primero conteníaunas veinte cartas atadas con cinta blanca ysostenidas por un rígido trozo de cartón. Laurelcontempló el enorme montón de cajas. Alparecer Katy Ellis fue una corresponsalprolífica, pero ¿a quién había escrito? Por lo

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visto, las cartas estaban organizadas por lafecha de entrega, pero debía existir un métodomás eficaz de encontrar lo que necesitaba que elsimple ensayo y error.

Laurel tamborileó con los dedos, pensativa, yentonces miró por encima de las gafas a lamesa. Sonrió al ver lo que había echado en falta:el índice. Lo cogió enseguida y echó un vistazopara comprobar si contenía una lista deremitentes y destinatarios. Ahí estaba.Conteniendo el aliento, Laurel recorrió con eldedo la columna de los remitentes, dubitativa alprincipio, la J de Jenkins, la L de Longmeyer y,al fin, la V de Vivien.

Ninguna de las opciones aparecía.Laurel miró una vez más, ahora con suma

atención. Aun así, no encontró nada. En elíndice no se hacía referencia alguna a las cartasde Vivien Longmeyer ni de Vivien Jenkins. Y,sin embargo, Katy Ellis mencionaba esas cartasen el fragmento de Nacida para enseñar

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citado en la biografía de Henry Jenkins. Laurelsacó la fotocopia que había tomado en laBiblioteca Británica. Ahí estaba, escrito conclaridad meridiana: «En el transcurso de nuestrolargo viaje por mar, fui capaz de ganarme laconfianza de Vivien y entablamos una relaciónque persistió durante muchos años. Mantuvimosuna correspondencia con afectuosa frecuenciahasta su trágica y prematura muerte en laSegunda Guerra Mundial…». Laurel apretó losdientes y comprobó la lista por última vez.

Nada.No tenía sentido. Katy Ellis decía que esas

cartas existían: toda una vida de cartas, «conafectuosa frecuencia». ¿Dónde estaban? Laurelmiró la espalda encorvada de Ben y decidió queno quedaba otro remedio.

—Esas son todas las cartas que hemosrecibido —dijo tras oír su explicación. Laurelseñaló las líneas de la autobiografía y Benarrugó la nariz y admitió que era extraño, pero

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entonces se le iluminó el gesto—. ¿Tal vezdestruyó las cartas antes de morir? —No podíasaber que estaba aplastando los sueños deLaurel como una hoja seca entre los dedos—. Aveces ocurre —continuó—, en especial en elcaso de las personas que tienen intención dedonar su correspondencia. Se aseguran de quecualquier cosa que no desean que salga a la luzno forme parte de la colección. ¿Sabe si hayalguna razón para que hiciese algo así?

Laurel pensó en ello. Era posible, supuso.Las cartas de Vivien podrían haber contenidoalgo que Katy Ellis considerara íntimo oincriminatorio… Dios, todo era posible a estasalturas. El cerebro de Laurel ardía. Dijo:

—¿Cabe la posibilidad de que se encuentrenen otro lugar?

Ben negó con la cabeza.—La biblioteca de New College fue la única

beneficiaria de los expedientes de Katy Ellis.Todo lo que legó está aquí.

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Laurel sintió la tentación de arrojar lasordenadas cajas de archivos por la sala, demontar un buen espectáculo para Ben. Haberllegado tan cerca solo para perder el rastro…Era desmoralizador. Ben sonrió compasivo yLaurel estaba a punto de desmoronarse ante elescritorio cuando se le ocurrió algo.

—Diarios —dijo rápidamente.—¿Qué ha dicho?—Diarios. Katy Ellis escribía un diario: lo

menciona en sus memorias. ¿Sabe si formanparte de la colección?

—Sí lo sé, y sí, forman parte —dijo—. Losbajé para usted.

Señaló una pila de libros que había en elsuelo, junto al escritorio, y Laurel tuvo ganas debesarlo. Se contuvo y se limitó a sentarse ycoger el primer volumen, encuadernado encuero. Databa de 1929, el año, según recordóLaurel, en que Katy Ellis acompañó a VivienLongmeyer en el largo viaje por mar desde

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Australia a Inglaterra. La primera páginacontenía una fotografía en blanco y negro,insertada perfectamente con unos triángulosdorados, moteados ahora por el tiempo. Era elretrato de una joven ataviada con falda larga yblusa, su cabello (era difícil decirlo con certeza,pero Laurel sospechó que era rojizo) con raya aun lado y pulcros rizos. En su vestimenta todoera modesto, recatado e intelectual, pero en susojos relucía la determinación. Había alzado elmentón ante la cámara y, más que sonreír,parecía satisfecha consigo misma. Laureldecidió que le caía bien la señorita Katy Ellis,más aún cuando leyó la pequeña anotación a piede página: «Un acto de vanidad pequeño eimpúdico, pero la autora adjunta aquí estafotografía, tomada en Hunter & Gould Studios,en Brisbane, como recuerdo de una joven apunto de lanzarse a su gran aventura en el añode nuestro Señor de mil novecientosveintinueve».

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Laurel pasó a la primera página, de cuidadacaligrafía, una entrada que databa del 18 demayo de 1929, titulada «Primera semana:nuevos comienzos». Sonrió ante el estilo untanto pomposo de Katy Ellis y respiró hondo alver el nombre de Vivien. En medio de unasomera descripción de la embarcación —losalojamientos, los otros pasajeros y (en lo quemás se explayaba) las comidas—, Laurel leyó losiguiente:

Mi compañera de viaje es una niña de ochoaños de edad, llamada Vivien Longmeyer. Esuna niña de lo más inusual, muydesconcertante. Muy agradable a la vista:pelo oscuro con raya en medio, recogido(por mí) en trenzas, enormes ojos castaños ylabios carnosos de un rojo cereza queaprieta con una firmeza que da la impresiónde petulancia o fuerza de voluntad; todavíano he averiguado cuál de las dos. Es

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orgullosa y tenaz, lo cual percibo por elmodo en que esos ojos oscuros indagan enlos míos, y, ciertamente, la tía me haproporcionado toda clase de informes encuanto a la mordacidad de la niña y supresteza en emplear los puños; sin embargo,hasta el momento no he visto evidenciaalguna de sus rumoreados arrebatos, ni hapronunciado más de cinco palabras,mordaces o no, en mi presencia.Desobediente es, ciertamente; maleducada,no cabe duda; y sin embargo, por uno deesos inexplicables rasgos de la personalidadhumana, la niña resulta, por extraño queparezca, entrañable. Me embelesa, inclusocuando no hace más que sentarse en lacubierta a mirar el mar; no es la merabelleza física, aunque sus rasgos morenosson con certeza encantadores; es un aspectode sí misma que surge de lo más profundo yse expresa aun sin proponérselo, de modo

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que uno no puede sino observar.Debo añadir que posee un extraño sosiego.Cuando otros niños estarían correteando yhusmeando por la cubierta, ella se decantapor esconderse y sentarse en unainmovilidad casi completa. Es una quietudpoco natural, para la cual nada me habíapreparado.

Al parecer Vivien Longmeyer continuófascinando a Katy Ellis, pues, junto con otroscomentarios respecto al viaje y notas sobremateriales didácticos que tenía intención deemplear en Inglaterra, durante las siguientessemanas ofrecía descripciones similares. KatyEllis observaba a Vivien desde la distancia,relacionándose con ella solo en la medida en queera necesario en ese viaje compartido, hastaque, finalmente, en una entrada fechada el 5 dejulio de 1929 y titulada «Séptima semana»,pareció producirse un avance.

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Hacía calor esta mañana, y una leve brisasoplaba del norte. Estábamos sentadasjuntas en la cubierta después de desayunar,cuando sucedió algo imprevisto. Le dije aVivien que volviese al camarote en busca desu libro de ejercicios para practicar unaslecciones; había prometido a su tía que nodescuidaría las lecciones de Vivien mientrasestábamos en el mar (la mujer teme, creo,que si el intelecto de la niña esinsatisfactorio para el tío inglés, la envíe devuelta a Australia). Nuestras clases son unainteresante farsa, siempre igual: yo sostengoy señalo el libro, explicando los distintosprincipios hasta que mi cerebro se queja porla eterna búsqueda de la explicación clara; yVivien observa con aburrimiento inexpresivolos frutos de mi trabajo.Aun así, hice una promesa, y por tantopersisto. Esta mañana, no por primera vez,Vivien no hizo lo que le pedí. Ni siquiera se

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dignó a mirarme a los ojos, y me vi en laobligación de repetirme, no dos sino tresveces, y cada vez en un tono más severo. Laniña siguió sin hacerme caso, hasta que alfin (casi con ganas de llorar) le rogué queme explicase por qué tan a menudo secomportaba como si no me oyese.Tal vez mi pérdida de compostura conmovió ala niña, pues suspiró y me dijo el motivo. Memiró a los ojos y me explicó que, puesto queyo era simplemente una parte del sueño, unaquimera de su imaginación, no veía lanecesidad de escuchar, a menos que el temade mi «parloteo» (palabra de ella) fuera desu interés.De otro niño podría haber sospechado unabroma y le habría tirado de las orejas porresponder así, pero Vivien no es como losotros niños. Para empezar, nunca miente —sutía, a pesar del entusiasmo de sus críticas,admitió que nunca escucharía una falsedad

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de boca de la niña («Es franca hasta lagrosería, esta niña»)—, de modo que me sentíintrigada. Intenté mantener un tono de vozsereno al inquirir con desenfado, como si lepreguntase la hora, qué quería decir con queyo era parte de un sueño. Parpadeó con esosojos enormes y dijo: «Me quedé dormidajunto al arroyo, cerca de casa, y no me hedespertado todavía». Todo lo que habíasucedido desde entonces, me dijo (la noticiadel accidente automovilístico de su familia,su traslado a Inglaterra como un objetodesechado, este largo viaje por mar con unamaestra por toda compañía), no era más queuna larga pesadilla.Le pregunté por qué no despertaba, cómoera posible que alguien durmiese durantetantísimo tiempo, y ella respondió que era lamagia de la floresta. Que se había dormidobajo unos helechos a orillas del arroyoencantado (el de las luces, dijo, y el túnel

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que lleva a una gran sala de máquinas, justoal otro lado del mundo)… Por eso no sedespertaba como cabría esperar. Lepregunté, entonces, cómo sabría cuándo sehabía despertado, y ella inclinó la cabezacomo si yo fuese un poco boba: «Cuandoabra los ojos y vea que estoy de nuevo encasa». Por supuesto, añadió con su caritaseria.

Laurel hojeó el diario hasta que, dossemanas más tarde, Katy Ellis retomó el tema:

He estado indagando (delicadamente) acercade este mundo de ensueño de Vivien, pues meinteresa sobremanera que una niña elijainterpretar un acontecimiento traumático deesta manera. Por los detalles que meproporciona, deduzco que ha invocado unmundo fantasma a su alrededor, un lugarlúgubre en el cual ella debe aventurarse con

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el fin de volver a la Vivien dormida del«mundo real», a orillas de ese riachuelo enAustralia. Me dijo que cree que a veces estáa punto de despertar; si se sienta muy, muyquieta, dice, puede ver a través del velo;puede ver y oír a sus familiares, dedicados asus quehaceres cotidianos, sin saber que ellase encuentra al otro lado, observándolos. Almenos ahora comprendo por qué la niñamuestra esa profunda quietud.La teoría de la niña de dormir despierta esuna cosa. Puedo entender muy bien elinstinto de retirarse a un mundo seguro eimaginario. Lo que me inquieta más es laaparente alegría de Vivien ante el castigo. O,si no alegría, pues no se trata de esoexactamente, su resignación, casi alivio,cuando se enfrenta a una reprimenda. Fuitestigo de un pequeño incidente el otro díaen el cual fue injustamente acusada dellevarse el sombrero de una anciana de la

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cubierta. Era inocente del delito, hecho delque no me cabía duda, pues había visto esaespantosa prenda caer por la borda,arrastrada por la brisa. Mientras yo miraba,sin embargo (tan aturdida por un momentoque perdí el habla), Vivien se presentó pararecibir el castigo, una feroz reprimendaverbal; cuando la amenazaron con elcinturón, parecía dispuesta a aceptarlo. Laexpresión de sus ojos al recibir la regañinaera casi de alivio. Recuperé mi bríoentonces, e intervine para detener lainjusticia, al informarles, en un tono gélido,del destino del sombrero, antes de poner aVivien a salvo. Pero la mirada que habíavisto en los ojos de la niña me inquietómucho tiempo. ¿Por qué, me preguntaba,aceptaría una niña de buena gana uncastigo por una falta que no habíacometido?

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Unas páginas más adelante, Laurel encontrólo siguiente:

Creo que he respondido a una demis preguntas más apremiantes. Aveces he oído a Vivien gritar ensueños; estos sucesos suelen ser decorta duración, pues terminan encuanto la niña se da la vuelta, pero laotra noche la situación se agravó ysalí corriendo de mi cama paratranquilizarla. Hablaba muy rápido alaferrarse a mis brazos (nunca lahabía visto tan efusiva) y pudededucir por lo que me dijo que estabaconvencida de que la muerte de sufamilia era culpa de ella por algúnmotivo. Una idea ridícula, cuandorecibe el escrutinio de la lógicaadulta, pues, según tengo entendido,murieron en un accidente

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automovilístico mientras ella estaba amuchos kilómetros de distancia, perola infancia no se rige por la lógica nilas unidades de medir y la idea (nopuedo dejar de pensar que con laayuda de la tía) ha echado raíces.

Laurel alzó la vista del diario de Katy Ellis.Ben hacía ruido recogiendo las cosas y ella miró,desconsolada, el reloj. Era la una menos diez…Maldita sea: le habían advertido de que labiblioteca cerraba una hora durante el almuerzo.Laurel se centraba en las referencias a Vivien,con la sensación de estar llegando a algunaparte, pero no tenía tiempo para leerlo todo.Hojeó el resto del viaje, hasta que al fin llegó auna entrada con caligrafía más vacilante que lasanteriores, escrita, dedujo Laurel, cuando KatyEllis tomó el tren a York, donde trabajaría comoinstitutriz.

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Se acerca el revisor, de modo que voy aanotar de forma breve, antes de que se meolvide, el extraño comportamiento de la niñaal desembarcar ayer en Londres. En cuantonos bajamos, mientras yo miraba a un lado yotro en mi intento de discernir adóndedirigirnos a continuación, la niña se puso agatas (lástima de vestido, que yo mismahabía lavado a mano para que lo llevase alconocer a su tío) y posó la oreja en el suelo.No me avergüenzo con facilidad, así que nofue esa insignificante emoción lo que me hizochillar al verla, más bien la preocupaciónpor que la niña fuese pisoteada por lasmultitudes de transeúntes o los cascos de loscaballos.No pude evitarlo, grité alarmada: «¿Quéhaces? ¡Levántate!».A lo cual (no debería sorprenderme) no huborespuesta alguna.«¿Qué haces, niña?», pregunté.

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Ella negó con la cabeza y dijoatropelladamente: «No puedo oírlo».«¿Oír qué?», respondí.«El sonido de las ruedas al girar».Recordé entonces que me había hablado deuna sala de máquinas en el centro de latierra, el túnel que la llevaría a casa.«Ya no puedo oírlas».Comenzaba a percibir, por supuesto, lairrevocabilidad de su situación, pues, aligual que yo, no volverá a ver su patriadurante muchos años, como mínimo, yciertamente no esa versión a la cual sueñaregresar. Si bien mi corazón se rompió poresa obstinada pequeñaja, no le ofrecí vanaspalabras de aliento, pues es mejor, sin duda,que ella misma se escape a la sazón de susfantasías. De hecho, parecía que yo no teníanada que decir o hacer salvo tomar su manoamablemente y llevarla al lugar de encuentroque su tía había acordado con el tío inglés.

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La declaración de Vivien me atribulaba, sinembargo, ya que era consciente de laconfusión que desgarraba a la niña pordentro, y sabía además que se acercaba elmomento en que tendría que despedirme ydejarla sola.Tal vez me sentiría menos inquieta si hubiesepercibido más afecto por parte del tío. Pordesgracia, no fue así. Su nuevo tutor es eldirector del colegio Nordstrom enOxfordshire, y posiblemente fuese algúnaspecto de orgullo profesional (¿masculino?)lo que alzase una barrera entre nosotros,pues parecía decidido a no reparar en mipresencia, y solo se detuvo parainspeccionar a la niña, antes de decirle quese acercara, que no tenían un segundo queperder.No, no me dio la impresión de ser el tipo queabre su casa con el cariño y la comprensiónque necesitaría una delicada niña cuya

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historia reciente está llena de tanta angustia.He escrito a la tía australiana para expresarmis dudas, pero no tengo muchas esperanzaspuestas en que acuda a socorrer a la niña yexija su inmediato regreso. Mientras tanto,he prometido escribir a menudo a Vivien aOxfordshire, y tengo la intención decumplirlo. Ojalá mis nuevasresponsabilidades no me llevasen al otrolado del país… Con alegría resguardaría ala niña bajo mis alas para mantenerla asalvo. A pesar de mí misma, y en contra delas mejores teorías de mi carrera (observar,no absorber), he llegado a albergar unpoderoso sentimiento hacia ella. Deseoardientemente que el tiempo y lascircunstancias (¿quizás el cultivo de unaamistad cercana?) se confabulen para sanarla profunda herida que desgarra el interiorde la niña causada por su sufrimientoreciente. Puede ser que esa fuerte emoción

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me lleve a exagerar y a dudar en demasía delfuturo, que sea víctima de mis peoresfantasías, pero temo lo contrario. Viviencorre el riesgo de desaparecer dentro de laseguridad del mundo de sueños que hacreado, reducida a una extraña en el mundoreal, convirtiéndose así en presa fácil, amedida que se aproxima a la edad adulta, deaquellos que busquen beneficiarse de ellacon malas artes. Una se pregunta (con unexceso de sospecha, tal vez) por las razonesdel tío para aceptar a esa niña como supupila. ¿Deber? Es posible. ¿Apego por losniños? Me temo que no. Con la belleza quesin duda le aguarda, y la vasta riqueza que,según he sabido, va a heredar en la edadadulta, me preocupa que posea tanto deaquello a lo que otros aspiran.

Laurel se reclinó en el asiento y miró sin verla muralla medieval al otro lado de la ventana.

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Se mordió una uña mientras las palabras dabanvueltas y vueltas dentro de su cabeza: «Mepreocupa que posea tanto de aquello a lo queotros aspiran». Vivien Jenkins recibió unaherencia. Eso lo cambiaba todo. Era una mujeradinerada con el tipo de personalidad, o esotemía su confidente, que la convertía en lavíctima perfecta para quienes desearanaprovecharse de ella.

Laurel se quitó las gafas, cerró los ojos y sefrotó las aletas de la nariz. Dinero. Era uno delos motivos más antiguos, ¿no? Suspiró. Era tanvil, tan predecible…, pero tenía que ser eso. Sumadre no parecía desear más de lo que tenía,menos aún parecía ser capaz de hacer planespara arrebatárselo a otra persona, pero eso eraahora. Décadas separaban a la DorothyNicolson que Laurel conocía de la jovenhambrienta que una vez fue; una muchacha dediecinueve años que había perdido a su familiaen un bombardeo y que tuvo que arreglárselas

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sola en el Londres de la guerra.Sin duda, los lamentos que su madre

acababa de expresar, sus palabras acerca deerrores, segundas oportunidades y perdonesencajaban con la teoría. Y ¿qué solía decir aIris…? A nadie le cae bien una chiquilla queespera más que el resto. ¿Tal vez era unalección que había aprendido en carne propia?Cuanto más pensaba Laurel al respecto, másinevitable resultaba la conclusión. Era dinero loque su madre necesitaba, un dinero que habíaintentado tomar de Vivien Jenkins, pero todosalió mal. Se preguntó de nuevo si Jimmyparticipó, si el fracaso del plan representó el finde su relación. Y se preguntó qué parte,exactamente, desempeñó el plan en la muerte deVivien. Henry había culpado a Dorothy de lamuerte de su mujer: huyó a una vida deexpiación, pero el marido de Vivien se negó aabandonar su búsqueda, y al fin la encontró.Laurel vio lo que sucedió a continuación con sus

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propios ojos.Ben ya estaba detrás de ella, haciendo

pequeños ruidos al aclararse la garganta, y elminutero del reloj de la pared había pasado de lahora. Laurel fingió no oírle, preguntándose quéhabría salido mal con el plan de su madre.¿Habría comprendido Vivien lo que estabaocurriendo y puso fin a esa situación o fue algopeor lo que tiró todo por tierra? Ojeó la pila dediarios, mirando los lomos en busca del año1941.

—Yo dejaría que se quedase aquí, de verdadque sí —dijo Ben—, pero el director me colgaríade los dedos de los pies. —Tragó saliva—. Oalgo peor.

Oh, maldición. Diablos. A Laurel se leencogió el corazón, sentía un abismo en el fondodel estómago, y ahora iba a tener que enfriar susánimos durante cincuenta y siete minutosmientras el libro que tal vez contenía lasrespuestas que necesitaba languidecía aquí, en

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una habitación cerrada.

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Londres, abril de 1941

Jimmy metió el pie en el resquicio de la puertade la buhardilla del hospital y miró a Vivien porla rendija. Estaba perplejo. No era el escenariodel encuentro extraconyugal que esperaba.Había niños por todas partes: jugaban conrompecabezas en el suelo, saltaban en círculos,uno hacía el pino. Estaba en una vieja guardería,comprendió Jimmy; estos niños eran, con todaprobabilidad, los pacientes huérfanos del doctorTomalin. Como si hubiesen llegado a un acuerdotácito para centrar su atención colectiva, todosalzaron la vista para comprobar que Vivienestaba entre ellos. Mientras Jimmy observaba,todos se apresuraron hacia ella, con los brazos

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extendidos como aviones. Vivien estabaradiante, con una enorme sonrisa, y cayó derodillas y abrió los brazos para atrapar a tantosniños como pudiese.

Todos empezaron a hablar entonces,atropelladamente y con inquietud, acerca deaviones, buques, cuerdas y hadas, y Jimmy supoque estaba escuchando una conversacióncomenzada mucho antes. No obstante, Vivienparecía saber qué querían decir, ya que asentíapensativa y no de esa forma fingida de losadultos cuando tratan a los niños: ella escuchabay reflexionaba, y ese ceño levemente fruncidomostraba a las claras que estaba tratando deencontrar soluciones. Era diferente a cuando lehabló en la calle; estaba más a gusto, no tan a ladefensiva. Cuando todos dijeron lo que queríandecir y el ruido cesó (como a veces ocurre, derepente), Vivien levantó las manos y habló:

—¿Por qué no empezamos y ya iremossolucionando los problemas a medida que

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surjan?Estuvieron de acuerdo, o al menos eso

imaginó Jimmy, ya que, sin otra palabra de queja,se dispersaron de nuevo y se pusieron manos ala obra: arrastraron sillas y otros objetos enapariencia aleatorios (mantas, cepillos, muñecoscon parches en el ojo) al centro de la sala ycomenzaron a organizarlos en una especie deestructura bien estudiada. Jimmy comprendióentonces, y se rio con un placer inesperado.Ante sus ojos estaba naciendo un barco: ahíestaba la proa, y el mástil, y un tablón sostenidoa un lado por un escabel y al otro por un bancode madera. Mientras Jimmy observaba, se alzóuna vela, una sábana plegada en forma detriángulo que se sostenía firme y orgullosamediante unas finas cuerdas en cada esquina.

Vivien se había sentado en un cajón volteadoy sacó un libro de algún lugar (el bolso, supusoJimmy). Lo abrió, pasó los dedos por el mediopara alisarlo y dijo:

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—Vamos a empezar por el capitán Garfio ylos niños perdidos… Vaya, ¿dónde está Wendy?

—Aquí estoy —dijo una niña de unos onceaños, con el brazo en cabestrillo.

—Bien —dijo Vivien—. Atenta a tu entradaen escena. No queda mucho.

Un muchacho, con un loro hecho a manosobre el hombro y un garfio de cartón en elpuño, comenzó a acercarse a Vivien con unpaso que hizo reír a la mujer.

Estaban ensayando una obra, comprendióJimmy: Peter Pan. Su madre le había llevado averla de niño. Viajaron a Londres y despuéstomaron el té en Liberty’s, un local muy lujoso,en el cual Jimmy se sentó en silencio,sintiéndose fuera de lugar, y escrutó a hurtadillasla expresión nostálgica de su madre, que mirabapor encima del hombro hacia los percheros. Mástarde sus padres discutieron por el dinero (¿porqué si no?) y Jimmy escuchaba en su dormitoriocuando algo se rompió haciéndose pedazos

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contra el suelo. Cerró los ojos y recordó la obra,su momento favorito, cuando Peter extendió losbrazos y se dirigió a los miembros del públicoque estuviesen soñando con el País de NuncaJamás: «¿Creéis en las hadas, niñas y niños? —gritó—. Si creéis, batid las palmas; no dejéis queCampanilla muera». Y Jimmy se levantó delasiento, con un hormigueo en sus flacaspiernecillas, y palmoteó las manos y gritóesperanzado: «¡Sí!», con la confianza ciega deque así traería a Campanilla de vuelta a la vida ysalvaría todo lo que era mágico en el mundo.

—Nathan, ¿tienes la linterna?Jimmy parpadeó, de regreso al presente.—¿Nathan? —dijo Vivien—. Necesitamos

la linterna ahora.—Ya la he encendido —dijo un niño menudo

de pelo rizado y con un aparato ortopédico en elpie. Estaba sentado en el suelo y apuntaba conla linterna a la vela.

—Ah, sí —dijo Vivien—. Ya veo. Bueno,

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está… bien.—Pero casi no se ve —dijo otro niño, con

las manos en las caderas. Se estiraba hacia lavela, con los ojos entrecerrados tras las gafas,para ver esa tenue luz.

—No sirve de nada si no podemos ver aCampanilla —dijo el chico que interpretaba alcapitán Garfio—. Así no va a salir bien.

—Sí, va a salir bien —dijo Vivien condeterminación—. Claro que sí. El poder de lasugestión es muy poderoso. Si decimos quepodemos ver el hada, el público también la verá.

—Pero si nosotros no la vemos.—Bueno, no, pero si decimos que sí…—¿Quieres decir que mintamos?Vivien miró hacia el techo, en busca de las

palabras con las que explicarse, y los niñoscomenzaron a pelearse entre sí.

—Perdón —dijo Jimmy desde el umbral.Nadie pareció oírlo, así que lo dijo de nuevo, másalto—: ¿Perdón?

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Todos se volvieron entonces. Vivien contuvola respiración al verlo y torció el gesto. Jimmyadmitió sentir cierto placer al fastidiarla,mostrándole que las cosas no siempre salíancomo ella quería.

—Me estaba preguntando algo —dijo—. ¿Ysi utilizarais el flash de una cámara? Es similara una linterna, pero mucho más intenso.

Los niños, como era de esperar, noreaccionaron con sospecha ni sorpresa al verque un desconocido se había sumado a esaconversación tan peculiar en la guardería delático. En su lugar, se sumieron en el silenciopara sopesar la sugerencia, que discutieron entreligeros susurros, tras lo cual:

—¡Sí! —gritó uno de los niños, que selevantó de un salto, preso del entusiasmo.

—¡Perfecto! —dijo otro.—Pero no tenemos la luz de una cámara —

dijo triste un niño con gafas.—Yo podría conseguir una —dijo Jimmy—.

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Trabajo para un periódico; tenemos un estudiolleno.

Más vítores entusiastas de los niños.—Pero ¿cómo vamos a hacer para que

parezca un hada, que vuela y todo eso? —dijo elmismo chiquillo tristón, que se adelantó a losotros.

Jimmy dejó la puerta y entró en lahabitación. Todos los niños se habían giradohacia él; Vivien, con Peter Pan cerrado en elregazo, tenía cara de pocos amigos. Jimmy no lehizo caso.

—Supongo que habrá que ponerla en unlugar alto. Sí, eso valdría, y, si siempre apuntaseal escenario, el foco de luz sería más pequeño,en vez de un brillo general, y si hicieseis unaespecie de embudo…

—Pero ninguno de nosotros es lo bastantealto para manejarla. —Otra vez, el niño de lasgafas—. No desde aquí. —Huérfano o no, aJimmy empezaba a caerle mal.

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Vivien había estado observando conexpresión seria, a la espera de que Jimmyrecordase lo que le había dicho y desapareciese,pero Jimmy no podía irse. Ya veía lo brillanteque iba a quedar y se le ocurrían cientos demaneras para lograr que funcionase. Si pusiesenuna escalera en un rincón, o atasen la luz a unaescoba (que reforzarían de algún modo) y lasostuviesen como una caña de pescar, o bien…

—Yo lo hago —dijo de repente—. Yo meencargo de la luz.

—¡No! —dijo Vivien, de pie.—¡Sí! —gritaron los niños.—No es posible —dijo ella, fulminándolo

con la mirada—. No lo va a hacer.«¡Sí es posible!», «¡Sí lo va a hacer!»,

«¡Tiene que hacerlo!», gritaron los niños alunísono.

Jimmy vio entonces a Nella, sentada en elsuelo; ella lo saludó y miró a su alrededor, a losdemás, con un orgullo inconfundible en la

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mirada. ¿Cómo podría negarse? Jimmy levantólas manos ante Vivien, en un gesto de disculpano del todo sincero, y sonrió a los niños.

—Entonces, decidido —dijo—. Estoy convosotros. Habéis encontrado una nuevaCampanilla.

Más tarde resultaba difícil de creer, pero,cuando Jimmy se ofreció a hacer de Campanillaen el hospital, no estaba pensando (niremotamente) en el encuentro con VivienJenkins que debía amañar. Simplemente, sehabía dejado llevar por su visión de lo bien querepresentarían el hada con la luz de su cámara.En cualquier caso, a Dolly no le importó.

—Oh, Jimmy, qué listo eres —dijo, dandouna calada entusiasta al cigarrillo—. Sabía quese te ocurriría algo.

Jimmy aceptó el elogio y le permitió pensarque todo era parte del plan. Qué feliz estaba

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Doll últimamente; era un alivio tenerla de vuelta.—He estado pensando en la costa —decía

algunas noches tras entrar a hurtadillas por laventana de la despensa de la señora White ymeterse en esa cama angosta suya, con ellavabo al lado—. ¿Te imaginas, Jimmy?Hacernos viejos juntos, rodeados de nuestroshijos, de los nietos algún día, que nos visitarán ensus coches voladores. Podríamos tener uno deesos columpios de jardín para dos, ¿qué teparece, cielo?

Jimmy dijo «sí, por favor». Y entonces labesó de nuevo en el cuello desnudo y la hizo reíry dio gracias a Dios por esta nueva intimidad ycariño que compartían. Sí, quería lo que elladescribía; lo deseaba tanto que resultabadoloroso. Si le complacía pensar que él y Vivientrabajaban juntos y cada vez se llevaban mejor,era una ficción que no estaba dispuesto acontradecir.

La realidad, como sabía demasiado bien, era

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muy diferente. A lo largo de las dos semanassiguientes, en las que Jimmy se presentaba atodos los ensayos que podía, la hostilidad deVivien lo dejó asombrado. Le costaba creer quefuese la misma persona que conoció en lacantina esa noche, que, al ver la fotografía deNella, le habló de su trabajo en el hospital; ahorani se dignaba a intercambiar unas pocaspalabras con él. Jimmy estaba seguro de que nole habría hecho ningún caso si hubiera sidoposible. Esperaba cierta frialdad (Doll le habíaadvertido de lo cruel que podía ser VivienJenkins cuando la tomaba con alguien); lo que leresultó sorprendente fue que de ella emanara unodio tan personal. Apenas se conocían y,además, no podía sospechar su relación conDolly.

Un día ambos se reían de algo gracioso quehabía hecho uno de los niños, y Jimmy la miró,pues era la única adulta presente, sin otraintención que compartir el momento. Vivien

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sintió la mirada y la sostuvo, pero, en cuanto vioque sonreía, su expresión alegre desapareció. Laanimadversión de Vivien ponía a Jimmy entre laespada y la pared. En algunos aspectos, leconvenía que lo aborreciese (la idea dechantajearla no encajaba con Jimmy, pero sesentía más justificado cuando Vivien lo tratabacomo si fuera un trapo sucio); aun así, singanarse su confianza, ya que no su cariño, elplan no iba a funcionar.

Por tanto, Jimmy lo siguió intentando. Hizocaso omiso del resentimiento que le inspiraba lahostilidad de Vivien, su deslealtad respecto aDoll, el modo con que se desprendió de esamuchacha brillante y la hizo caer tan bajo, y sefijó, en cambio, en cómo trataba a los huérfanosdel hospital. En cómo había creado un mundo enel que, al cruzar la puerta, podían desaparecerlos problemas reales olvidados entre los cuartosde abajo y las salas del hospital. En cómo todosla observaban, boquiabiertos, cuando, acabado el

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ensayo, narraba cuentos sobre túneles quellegaban al centro de la tierra, y arroyos mágicosy oscuros que no tenían fondo, y unas lucecillasbajo el agua que pedían a los niños que seacercasen un poquito…

Y al final, a medida que continuaban losensayos, Jimmy comenzó a sospechar que laantipatía de Vivien Jenkins disminuía; que ya nolo odiaba como al principio. Aún evitaba hablarcon él y se limitaba a reconocer suscontribuciones con una leve inclinación decabeza, pero a veces Jimmy la sorprendíamirándolo cuando creía que no prestabaatención, y le parecía que su expresión, en vezde enojada, era reflexiva, incluso curiosa. Quizáspor eso cometió el error. Había empezado apercibir un creciente…, bueno, no era cariño,pero al menos un creciente deshielo, y un día, amediados de abril, cuando los niños se habían idoa comer y él y Vivien se quedaron a recoger lascosas, le preguntó si tenía algún hijo.

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No pretendía más que iniciar unaconversación trivial, pero el cuerpo entero deVivien pareció congelarse, y Jimmy supo alinstante que había cometido un error (aun sinsaber cuál) y que ya era demasiado tarde paraevitarlo.

—No. —La palabra le cayó como unapiedra en el zapato. Vivien se aclaró la garganta—. No puedo tener niños.

En ese momento, Jimmy deseó encontrar untúnel hasta el centro de la tierra en el quepudiese caer, caer y caer. Farfulló un «losiento», que motivó una ligera inclinación decabeza por parte de Vivien, quien terminó derecoger la vela y salió de la buhardilla con unportazo que sonó como un reproche.

Se sintió como un bufón insensible. No esque hubiese olvidado por qué estaba allí (el tipode persona que era ella, lo que le había hecho aDoll), pero, en fin, a Jimmy no le gustaba herir anadie. Al recordar lo tensa que se había puesto

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se estremecía, así que lo evocaba una y otravez, fustigándose por ser tan torpe. Aquellanoche, cuando salió a fotografiar los efectos delúltimo bombardeo, al apuntar con la cámara alas almas que iban a sumarse a los desposeídosy despojados, la mitad de su cerebro seguíabuscando formas de enmendarse.

Al día siguiente llegó temprano al hospital yla esperó al otro lado de la calle, fumandonervioso. Se habría sentado en la escalera deentrada, pero sospechaba que Vivien se daría lavuelta y se alejaría si lo viese ahí.

Cuando se acercó a zancadas por la calle,Jimmy tiró el cigarrillo y se dirigió a suencuentro. Le entregó una fotografía.

—¿Qué es esto? —preguntó Vivien.—Nada —dijo, observando cómo le daba la

vuelta—. La tomé para ti… anoche. Merecordó tu relato, ya sabes, el arroyo con esas

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luces al fondo, y la gente…, la familia al otrolado del velo.

Vivien miró la fotografía.La había tomado al amanecer; la luz del sol

iluminaba unos pedazos de vidrio entre losescombros y, más allá de la columna de humo,se vislumbraban las siluetas en sombra de unafamilia que acababa de salir del refugioAnderson, que les había salvado la vida. Jimmyno había dormido después de tomarla, sino quefue directamente a las oficinas del periódico arevelar la imagen para Vivien.

Ella no dijo nada, y su expresión hizo pensara Jimmy que iba a llorar.

—Me siento muy mal —dijo Jimmy. Vivienlo miró—. Por lo que dije ayer. Te puso triste.Lo lamento.

—¿Cómo ibas a saberlo? —Con delicadeza,guardó la fotografía en el bolso.

—Aun así…—¿Cómo ibas a saberlo? —Y casi sonrió, o

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al menos eso pensó Jimmy; era difícil saberlocon certeza, porque ella se volvió enseguidahacia la puerta y entró a paso vivo.

El ensayo de ese día pasó volando. Losniños entraron como una exhalación en la sala yla llenaron de luz y ruido, hasta que sonó lacampana del almuerzo y desaparecieron con lamisma celeridad con la que habían llegado; unaparte de Jimmy sintió la tentación de ir con ellos,para evitar estar a solas con Vivien, pero habríadetestado su debilidad, así que se quedó paraayudar a recoger el barco.

Sintió que lo miraba mientras apilaba lassillas, pero no se volvió; no sabía qué encontraríaen ese rostro y no quería sentirse aún peor. Suvoz, cuando habló, sonó diferente:

—¿Por qué estabas en la cantina esa noche,Jimmy Metcalfe?

Jimmy miró a un lado; ella había centrado laatención en el telón que estaba pintando conpalmeras y arena para la obra. Había una

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juguetona formalidad en el uso de su nombrecompleto y, por alguna razón, un escalofrío nadadesagradable recorrió la espalda de Jimmy. Nopodía hablarle de Dolly, lo sabía, pero él no eraun mentiroso. Dijo:

—Había quedado con alguien. —Vivien lomiró y la más leve de las sonrisas se esbozó ensus labios. Jimmy nunca sabía cuándo dejar dehablar—. Se suponía que íbamos a vernos enotro lugar —dijo—, pero fui a la cantina.

—¿Por qué?—¿Por qué?—¿Por qué no seguiste el plan original?—No sé. Me pareció mejor así.Vivien lo estudiaba todavía, sin ofrecer

indicio alguno de lo que pensaba, y luego sevolvió hacia la palmera que estaba dibujando.

—Me alegro —dijo, con un atisbo denerviosismo en esa voz por lo demás tan clara—. Me alegro de que lo hicieses.

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Las cosas cambiaron ese día. No por lo quedijo ella, aunque eso fuera muy agradable: eraesa inexplicable sensación que se habíaapoderado de Jimmy cuando ella lo miraba, unaimpresión de cercanía que lo anegó cuando, mástarde, recordó las palabras que intercambiaron.Si bien nada de lo que habían dicho había sidoespecialmente relevante, en conjunto habíasignificado algo. Jimmy lo supo entonces, ytambién más tarde, cuando Dolly le pidió elinforme habitual con los avances del día yJimmy no mencionó esa parte. Habría alegradoa Doll, lo sabía (lo habría visto como unaevidencia de que se iba ganando la confianza deVivien), pero Jimmy no dijo nada. Laconversación con Vivien le pertenecía;representaba un progreso de cierto tipo, y no delque Dolly hubiera deseado. No queríacompartirlo; no quería estropearlo.

Al día siguiente Jimmy se presentó en elhospital con paso animado. Sin embargo, cuando

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abrió la puerta y entregó el glorioso regalo deuna naranja madura a Myra (era sucumpleaños), esta le dijo que Vivien no estaba.

—No se encuentra bien. Llamó estamañana y dijo que tendría que guardar cama.Quería saber si podrías hacerte cargo delensayo.

—Claro que sí —dijo Jimmy, que sepreguntó, de repente, si la ausencia de Vivientenía algo que ver con lo sucedido entre ellos; sital vez lamentaba haber bajado la guardia. Bajóla vista al suelo con el gesto torcido y, acontinuación, miró a Myra—. ¿Enferma, dices?

—No parecía estar muy bien, la pobre. Perono te pongas así… Ya mejorará. Siempremejora. —Myra levantó la naranja—. Le guardola mitad, ¿vale? Dásela en el próximo ensayo.

Pero Vivien tampoco apareció en elsiguiente ensayo.

—Aún en la cama —dijo Myra a Jimmycuando este entró, esa misma semana—. Mejor

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así.—¿Es grave?—No creo. Parece que tiene mala suerte, la

pobre, pero pronto estará de vuelta… No puedeestar lejos de los niños demasiado tiempo.

—¿Ha ocurrido esto antes?Myra sonrió, pero el gesto quedó contenido

por algo más, un momento de comprensión, caside preocupación fraternal.

—Todo el mundo se siente mal a veces,señor Metcalfe. La señora Jenkins ha sufridosus reveses, pero ¿no nos pasa a todos? —Dudó, y al hablar de nuevo su voz era suavepero firme—: Escucha, Jimmy, cariño, veo quete preocupas por ella, y eso es muy amable de tuparte. Sabe Dios que ella es un ángel, con todolo que hace por los niños aquí. Pero seguro queno hay motivos para preocuparse y que sumarido estará cuidando bien de ella. —Sonrióuna vez más, de forma maternal—. Deja depensar en ella, ¿vale?

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Jimmy dijo que así lo haría y subió lasescaleras, pero el consejo de Myra le dio quepensar. Si Vivien estaba enferma, acordarse deella sería lo natural; ¿por qué, entonces, Myra sehabía propuesto que Jimmy la apartase de sumente? Además, Myra había recalcado laspalabras «su marido». Era lo que se diría aalguien como el doctor Tomalin, quien tenía losojos puestos en una mujer casada.

No tenía un ejemplar de la obra, pero Jimmyhizo lo posible en el ensayo. Los niños no se lopusieron difícil: repasaron sus partes, apenasdiscutieron y todo fue bien. Incluso comenzaba asentirse un poco satisfecho consigo mismo,hasta que terminaron de recoger el escenario yse reunieron en torno al cajón volteado pararogarle que les contase un cuento. Jimmy lesdijo que no se sabía ninguno y, cuando senegaron a creerlo, se lanzó a un intento fallido

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de recrear una de las historias de Vivien, antesde recordar (justo a tiempo para evitar unarevuelta) La Estrella del Ruiseñor. Escucharoncon los ojos abiertos y Jimmy comprendió, comonunca antes, cuánto tenía en común con lospacientes del hospital del doctor Tomalin.

Con tanta actividad, se le olvidaron loscomentarios de Myra y, cuando se despidió delos niños y bajaba las escaleras, Jimmy comenzóa ponderar cómo asegurarle que se estabaimaginando lo que no era. Se situó frente almostrador cuando llegó al vestíbulo, pero, antesde poder decir una palabra, tranquilizadora o no,Myra le dijo:

—Ya estás aquí, Jimmy. El doctor Tomalinquiere saludarte. —Le había hablado con elmismo respeto con el que habría anunciado queel rey en persona hubiera decidido venir por latarde y hubiera mostrado interés por conocerlo.Myra estiró la mano para retirar una pelusa delcuello de la camisa de Jimmy.

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Jimmy esperó, consciente de una crecienteamargura en la garganta, el mismo sentimientoque lo embargaba de niño cuando imaginaba quese enfrentaba al hombre que les había robado asu madre. Los minutos se le hicieron eternoshasta que al fin se abrió una puerta cerca delmostrador y apareció un digno caballero. Lahostilidad de Jimmy se disolvió, sustituida poruna poderosa confusión. El hombre tenía pelocano, pulcramente recortado, y unas gafas tangruesas que sus pálidos ojos azules parecíanabiertos como platos; tenía unos ochenta añospor lo menos.

—Bueno. Usted es Jimmy Metcalfe —dijoel doctor, que estrechó la mano de Jimmy—.Confío en que esté a gusto aquí.

—Sí, gracias, señor. Muy a gusto —balbuceó Jimmy, tratando de comprender elsignificado de todo. La edad del hombre nodescartaba una aventura con Vivien Jenkins, nodel todo, pero aun así…

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—Lo tendrán bien controlado, imagino —prosiguió el doctor—, entre Myra y la señoraJenkins. Nieta de un viejo amigo mío, ¿sabe?, lajoven Vivien.

—No lo sabía.—¿No? Bueno. Ahora lo sabe.Jimmy asintió y trató de sonreír.—En cualquier caso, excelente trabajo el

que está haciendo, el de ayudar así a los niños.Muy amable. Le estoy muy agradecido. —Ytras estas palabras asintió con formalidad y seretiró a su despacho, con una leve cojera en lapierna izquierda.

—Le caes bien —dijo Myra, con los ojosabiertos de par en par, cuando se cerró lapuerta. Los pensamientos de Jimmyrevoloteaban en círculos mientras trataba deseparar las certezas de las sospechas.

—¿De verdad?—Oh, sí.—¿Cómo lo sabes?

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—Ha reconocido tu existencia. No tienetiempo para muchos adultos. Prefiere a losniños, desde siempre.

—¿Lo conoces desde hace mucho tiempo?—He trabajado para él treinta años. —Se

hinchó orgullosa y enderezó el crucifijo en elcentro del escote—. De verdad —dijo,observando a Jimmy por encima de las gafas—,no tolera a muchos adultos en su hospital. Eresel único con el que le he visto hacer un esfuerzo.

—Excepto Vivien, por supuesto —tanteóJimmy. Myra, sin duda, sería capaz de poner lascosas en su sitio—. La señora Jenkins, quierodecir.

—Sí, claro —Myra giró la mano—, porsupuesto. Pero la conoce desde que era niña…No es lo mismo. Es como un abuelo para ella.De hecho, apostaría a que es a ella a quientienes que dar las gracias por su atención.Seguro que le ha hablado bien de ti. —Myra secontuvo en ese momento—. En cualquier caso,

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le caes bien al doctor. Estupendo. Y ahora…¿no tienes que tomar fotografías para miperiódico de mañana?

Jimmy le ofreció un jocoso saludo militar quehizo sonreír a Myra y se marchó.

La cabeza le daba vueltas al volver a casa.Dolly se había equivocado: por muy

convencida que estuviese, se había equivocado.El doctor Tomalin y Vivien no tenían unaaventura; el anciano era como un «abuelo» paraella. Y ella (Jimmy sacudió la cabeza,horrorizado por las cosas que había pensado, porla forma en que la había juzgado) no era unaadúltera, solo una mujer, una buena mujer quehabía renunciado a su tiempo libre para dar unpoco de felicidad a unos huérfanos que lo habíanperdido todo.

Tal vez fuera extraño si se tenía en cuentaque todo lo que había creído firmemente no eramás que una mentira, pero Jimmy se sintióoptimista. No podía esperar a decírselo a Doll;

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ya no hacía falta seguir con el plan… Vivien noera culpable de nada.

—Salvo de tratarme de un modo horrible —respondió Dolly tras escuchar a Jimmy—. Perosupongo que eso ya no importa, ahora que soistan buenos amigos.

—Ya vale, Doll —dijo Jimmy—. Sabes queno es así. Mira… —Estiró el brazo sobre lamesa para tomar sus manos y adoptó ese tonoligero que sugería que todo no había sido másque una broma, pero que ya era hora de hablaren serio—. Sé que te ha tratadodesconsideradamente, y no la tengo en muchopor ello. Pero este plan… no va a funcionar. Ellano es culpable… Leería la carta y se reiría si laenvías. Hasta puede que se la enseñase almarido y se riesen juntos.

—No, de eso nada. —Dolly retiró las manosy cruzó los brazos. Era terca o quizás,simplemente, estaba desesperada: a veces eradifícil notar la diferencia—. Ninguna mujer

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quiere que su marido sospeche que estáteniendo una aventura con otro hombre. Nosdará el dinero.

Jimmy sacó un cigarrillo, lo encendió yobservó a Doll tras la llama. Antaño se habríaacercado para engatusarla; su adoración ciegale habría impedido ver sus defectos. Ahora, sinembargo, las cosas eran diferentes. Una grietarecorría el corazón de Jimmy, una fina línea queapareció la noche que Dolly lo rechazó y lo dejósolo en el suelo del restaurante. Desde entonces,la rotura se había recompuesto y la mayor partedel tiempo no se veía; pero, al igual que el jarrónque su madre arrojó al suelo el día que fueron aLiberty’s y que su padre había reparado conpegamento, las líneas de la fractura se veíansiempre bajo cierta luz. Jimmy amaba a Dolly,eso no cambiaría nunca (para Jimmy, ser lealera su forma de respirar), pero, al mirarla al otrolado de la mesa, pensó que no le gustabademasiado en ese momento.

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Vivien regresó. Había faltado poco menosde una semana y, cuando Jimmy giró por laesquina de la buhardilla, abrió la puerta y la vioen el centro de una horda de niños de lenguavivaz, algo inesperado ocurrió. Se alegró deverla. No solo se alegró: el mundo pareció másbrillante que en el momento anterior.

Se detuvo en seco.—Vivien Jenkins —dijo, y ella alzó la vista y

lo miró a los ojos.Le sonrió y Jimmy le devolvió la sonrisa, y él

supo entonces que se había metido en un buenlío.

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26

Biblioteca de New College (Universidad deOxford), 2011

Laurel dedicó los siguientes cincuenta y sieteminutos, todos ellos insoportables, a recorrer losjardines de New College. Cuando las puertas alfin se abrieron, debió de establecer un nuevorécord en la biblioteca y se comparó a sí mismacon una compradora en el primer día de rebajas,pues se abrió paso a empujones en su prisa porvolver al escritorio; ciertamente, Ben parecióimpresionado.

—Estupendo —dijo, y bromeó—: No me heequivocado y la he dejado aquí dentro, ¿verdad?

Laurel le aseguró que no, y se puso manos ala obra con el primer diario de Katy de 1941, en

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busca de un indicio que explicase qué habíachafado el plan de su madre. En los primerosmeses del año apenas se mencionaba a Vivien,salvo alguna nota ocasional que aclaraba queKaty había escrito o recibido una carta, ydiscretas declaraciones del tipo «todo pareceseguir igual para la señora Jenkins», pero el 5 deabril de 1941 las cosas se animaron.

Hoy el correo ha traído noticias de mi jovenamiga Vivien. Era una larga carta para loque ella acostumbra, y de inmediato mealertó un sutil cambio en su tono. Alprincipio me alegré, ya que tuve la impresiónde que un atisbo de su antiguo ser habíaregresado, y me pregunté si había halladouna nueva paz en su vida. Pero,desgraciadamente, no fue así, pues la cartano describía un compromiso renovado con suhogar; más bien, se explayaba largo ytendido acerca de su trabajo como

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voluntaria en el hospital para niñoshuérfanos del doctor Tomalin, y me compelía,como siempre, a destruir su carta y aabstenerme de mencionar su trabajo en mirespuesta.Por supuesto, voy a acceder a sus deseos,pero tengo intención de implorarle, en lostérminos más enérgicos posibles, que pongafin a su participación en ese lugar, al menoshasta que encuentre una solución duraderaa sus problemas. ¿Acaso no es suficiente suinsistencia en hacer donaciones para cubrirlos costes del hospital? ¿Es que no leimporta nada su propia salud? No cejará ensu empeño, lo sé; ya tiene veinte años, peroVivien es aún esa niña obstinada que conocíen el barco, y se niega a escuchar misconsejos si no son de su agrado. Voy aescribirle de todos modos. Nunca meperdonaría a mí misma si lo peor llegara asuceder y no hubiese hecho todo lo posible

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por evitarlo.

Laurel frunció el ceño. ¿Lo peor? Eraevidente que se había perdido algo: ¿por quédiablos Katy Ellis, maestra y amiga de pequeñostraumatizados de todo el mundo, pensaba deforma tan tajante que Vivien debía dejar decooperar con el hospital del doctor Tomalin parahuérfanos de la guerra? A menos que el doctorTomalin en persona fuese un peligro. ¿Era eso?¿O tal vez el hospital estaba situado en una zonabombardeada a menudo por los alemanes?Laurel ponderó la cuestión durante un minutoantes de decidir que era imposible saberexactamente qué temía Katy sin enfrascarse enotra investigación que amenazaba con absorberel poco tiempo del que disponía. Era un enigmafascinante, pero sin mayor relevancia, sospechó,respecto al plan de su madre. Continuó leyendo:

El motivo del ánimo renacido de Vivien se me

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reveló en la segunda página de su carta. Alparecer ha conocido a alguien, un joven, yaunque se esfuerza por mencionarlo solo dela forma más fortuita («Se ha unido a miproyecto con los niños otro voluntario, unhombre que parece saber tan poco acerca delos límites personales como yo sobreconvertir luces en hadas»), conozco bien ami joven amiga, y sospecho que su tonodespreocupado no es más que una actuaciónpara ocultar algo más profundo. Qué,exactamente, no lo sé, pero es insólito quededique tantas líneas a hablar de unapersona a quien acaba de conocer. Estoypreocupada. Mi instinto nunca me defrauda,y voy a escribirle de inmediato para rogarleprudencia.

Katy Ellis debió de cumplir su promesa, yaque su próxima entrada en el diario contenía unalarga cita de una carta escrita por Vivien

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Jenkins, en respuesta a sus inquietudes.

Cómo te echo de menos, Katy, querida… Yaha pasado más de un año desde que nosvimos; diríase que han pasado diez. Al leertu carta deseé que estuviésemos sentadasbajo ese árbol en Nordstrom, junto al lago,donde solíamos ir de picnic. ¿Recuerdas esanoche que nos escabullimos de la gran casay colgamos faroles de papel de los árbolesdel bosquecillo? Dijimos a mi tío que debíande haber sido los gitanos y se pasó todo eldía rastreando la finca con la escopeta alhombro y con ese pobre perro artríticodetrás… El viejo y querido Dewey. Quésabueso tan fiel.Más tarde me soltaste un sermón por causarmolestias, pero creo recordar, Katy, que fuistetú quien describió con todo detalle duranteel desayuno esos «temibles» ruidos que seoían por la noche, cuando los gitanos

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bajaban a los terrenos sagrados deNordstrom. Ah, pero ¿no fue maravillosonadar a la luz de esa gran luna plateada?Cómo me gusta nadar… Es como lanzarsedesde el borde del mundo, ¿verdad? Creoque jamás he dejado de creer quedescubriría el agujero al fondo del arroyoque me llevaría de vuelta.Ah, Katy… Me pregunto cuántos años he decumplir para dejar de preocuparte. Quécarga tengo que ser. ¿Crees que seguirásimplorando que no me ensucie la falda y queme limpie la nariz cuando sea una ancianatejiendo en la mecedora? Qué bien me hascuidado a lo largo de los años, qué difícil tehe puesto la tarea en ocasiones y qué suertetuve de que fueses tú quien me esperaba esedía horrible en la estación de tren.Como siempre tu consejo es sabio y, porfavor, queridísima amiga, queda tranquila alsaber que yo soy igualmente sabia en mis

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acciones. Ya no soy una niña y soy muyconsciente de mis responsabilidades. No tequedas tranquila, ¿verdad? Incluso mientraslees estas palabras, sacudes la cabeza ypiensas lo imprudente que soy. Para calmartus temores, te prometo que apenas hehablado con el hombre en cuestión (se llamaJimmy, por cierto; vamos a llamarlo por sunombre; «el hombre en cuestión» suena untanto siniestro); en realidad, siempre hehecho lo posible por desalentar cualquiercontacto, incluso llegando, cuando eranecesario, al ámbito de la grosería. Te pidodisculpas, querida Katy, ya sé que no tegustaría que tu joven pupila adquiriese unareputación de maleducada y, por mi parte,detesto hacer algo que pueda perjudicar tubuen nombre.

Laurel sonrió. Le gustaba Vivien; surespuesta era jocosa sin dejar de ser amable con

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Katy y su agotadora tendencia a preocuparse.Incluso Katy escribió bajo el extracto: «Quéagradable es ver que mi descarada y jovenamiga ha vuelto. La he echado de menos estosaños». A Laurel no le gustó tanto el nombre deljoven que cooperaba en el hospital junto aVivien. ¿Era el mismo Jimmy del que se habíaenamorado su madre? Sin duda. ¿Era unacoincidencia que trabajase con Vivien en elhospital del doctor Tomalin? Sin duda, no. Laurelsintió una aprensión creciente a medida que elplan de los amantes comenzaba a tomar formaen su mente.

Era evidente que Vivien no tenía ni idea dela conexión entre el simpático joven del hospitaly su amiga de antaño, Dorothy, lo cual no erasorprendente, supuso Laurel. Kitty Barkermencionó el cuidado con que su madre manteníaa su novio lejos de Campden Grove. Tambiéndescribió cómo las emociones se avivaban y lascertezas morales se disolvían durante la guerra,

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lo que proporcionaba, se le ocurrió a Laurel, elentorno perfecto en el que un par de amantesdesventurados podrían padecer una folie àdeux.

Las entradas de la siguiente semana nomencionaban a Vivien Jenkins ni «al hombre encuestión»; en su lugar, Katy Ellis trató sobre laspreocupaciones inmediatas de las divisionespolíticas y habló por la radio de la invasión. El 19de abril anotó su ansiedad porque Vivien nohabía escrito, como esperaba, pero al díasiguiente mencionó una llamada telefónica deldoctor Tomalin, quien le dijo que Vivien estabaenferma. Era interesante: al parecer, los dos seconocían después de todo, y no era una objeciónal carácter del médico lo que llevó a Katy aoponerse tan firmemente contra el hospital.Cuatro días más tarde, lo siguiente:

Hoy, una carta que me inquietasobremanera. No sabría captar el tono al

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resumirla y no sabría por dónde empezar niterminar al citar las partes que mepreocupan. Por tanto, en contra de losdeseos de mi querida (¡y desesperante!)joven amiga, solo por esta vez no voy aarrojar la carta al fuego esta noche.

Laurel nunca había pasado una página consemejante rapidez. Ahí estaba, en elegante papelblanco y con una caligrafía más bien confusa,escrita, al parecer, a toda prisa, la carta deVivien Jenkins que Katy Ellis fechó el 23 deabril de 1941. Un mes antes de su muerte, notóLaurel con pesadumbre.

Te escribo en el restaurante de una estación,querida Katy, porque se apoderó de mí eltemor de que, si no lo escribía sin demora,todo desaparecería y me despertaría mañanapara descubrir que solo fue fruto de miimaginación. Nada de lo que voy a escribir

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va a ser de tu agrado, pero eres la únicapersona a quien puedo contárselo, y tengoque contárselo a alguien. Perdóname, pues,querida Katy, y acepta mis más sincerasdisculpas por la ansiedad que sé quesentirás tras leer esta confidencia. Si vas apensar mal de mí, hazlo con afecto yrecuerda que aún soy tu pequeña compañerade viaje.Hoy ha sucedido algo. Salía del hospital deldoctor Tomalin y me había detenido en laescalera para ponerme bien la bufanda… Tejuro, Katy, y sabes que no miento, que no meentretuve a propósito; aun así, cuando oí lapuerta abrirse detrás de mí, supe, antes degirarme, que se trataba del joven, de Jimmy(creo que lo he mencionado una o dos vecesen mis cartas).

Katy Ellis había subrayado esta frase e hizouna anotación al margen, con una letra tan

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menuda y pulcra que Laurel podía imaginarsesin esfuerzo el mohín de disgusto de la autora:«¡Mencionado una o dos veces! Los delirios delas víctimas de Cupido nunca dejarán desorprenderme». Víctimas de Cupido. A Laurelse le encogió el estómago, preocupada, mientrasse concentraba de nuevo en la carta de Vivien.¿Se había enamorado Vivien de Jimmy? ¿Fueeso lo que dio al traste con el «inofensivo» plan?

En efecto, era él; Jimmy se acercó a mí en laescalera e intercambiamos unas palabrasrespecto a un cómico incidente entre losniños. Me hizo reír (qué divertido es, Katy…Siento predilección por las personasdivertidas, ¿acaso tú no? Mi padre era muydivertido, siempre nos reíamos con él) y mepreguntó, como es natural, si podríamoscaminar juntos a casa, puesto que ambosíbamos en la misma dirección, a lo cual,contra toda prudencia, respondí: «Sí».

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Mientras niegas con la cabeza, Katy (puedoimaginarte ante ese pequeño escritorio delque me hablaste, junto a la ventana…¿Tienes prímulas recién cortadas en unjarrón? Claro que sí, lo sé), déjame decirtepor qué respondí así. Durante semanas, heseguido tu consejo y he hecho caso omiso deél, pero el otro día me dio algo, un regalopara disculparse, al cabo de un pequeñomalentendido del cual no hace falta hablar.El regalo era una fotografía. No voy adescribirla salvo para decir que daba laimpresión de haber mirado dentro de mialma, dentro de ese mundo que he mantenidooculto ahí desde pequeña.Llevé la fotografía a casa y la guardé comoun niño celoso, y la sacaba a la menoroportunidad para observar hasta el máspequeño detalle, antes de guardarla en lacaja fuerte oculta tras el retrato de miabuela…, al igual que un niño ocultaría un

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objeto precioso, sin otro motivo que el placerde ocultarlo, pues, al ser solo para mí, suvalor se magnificaba. Me ha oído contarcuentos a los niños del hospital, claro, y nosugiero que haya nada «mágico» en suelección de ese regalo, pero aun así meemocionó.

La palabra «mágico» estaba subrayada ymereció otra nota de Katy Ellis:

Es precisamente lo que sugiere: conozco aVivien y conozco la fortaleza de su fe. Unade las cosas que he aprendido gracias a mitrabajo es que nunca nos escapamos deltodo del sistema de creencias adquirido en lainfancia; tal vez desaparezca por un tiempo,pero siempre vuelve en épocas de necesidadpara reclamar el alma que ha forjado.

Laurel pensó en su propia niñez y se

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preguntó si lo que decía Katy era cierto. Porencima de cualquier sistema teísta, sus padreshabían predicado los valores de la familia; sumadre, en particular, se ofrecía como ejemplo:ella se había dado cuenta demasiado tarde,decía, del valor de la familia. Laurel tuvo quereconocer que, aparte de las afables disputas,los Nicolson se apiñaban en épocas denecesidad, como les enseñaron de niños.

Tal vez, además, mi reciente indisposición meha hecho más imprudente de lo normal:después de una semana en la oscuridad demi dormitorio, bajo el estrépito de losaviones alemanes, con Henry sentado a lacabecera, mi mano entre las suyas, deseosode mi pronta recuperación, me impresionósalir de nuevo, respirar el aire fresco deLondres en primavera. (Por cierto, ¿no teparece extraordinario, Katy, que el mundo seenzarce en esta locura llamada guerra y, al

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mismo tiempo, las flores, las abejas y lasestaciones sigan su curso, sabias, sincansarse de esperar a que la humanidadrecapacite y recuerde lo bella que es la vida?Es extraño, pero mi amor y añoranza delmundo siempre se avivan cuando meausento; es maravilloso, ¿no te parece?, queuna persona oscile entre la desesperación yel hambre gozosa, y que incluso en estos díasoscuros la felicidad se encuentre en las cosasmás pequeñas).De todos modos, sea cual sea la razón, mepidió que caminase con él y le dije que sí, demodo que caminamos, y me di permiso parareír. Me reía porque me contaba historiasdivertidas y era sencillo y agradable. Caí enla cuenta del mucho tiempo transcurridodesde que disfruté del más sencillo de losplaceres: compañía y conversación en unatarde soleada. Estoy impaciente porexperimentar esos placeres, Katy. Ya no soy

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una niña, soy una mujer, y quiero cosas,cosas que no voy a tener; pero es humano,¿o acaso no lo es?, anhelar lo que nos estáprohibido.

¿Qué cosas? ¿Qué tenía prohibido Vivien?No por primera vez, Laurel tuvo la sensación deque le faltaba una parte importante delrompecabezas. Hojeó la siguiente quincenahasta ver el nombre de Vivien una vez más, conla esperanza de que todo se aclarase.

Aún se ve con él… en el hospital, lo cual yaes bastante malo, pero también en otroslugares, cuando debería estar trabajando enla cantina o cumpliendo con sus deberesdomésticos. Me dice que no me preocupe,que «se trata de un amigo y nada más».Como prueba menciona a la prometida deljoven: «Se va a casar, Katy; están muyenamorados y tienen planes para mudarse al

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campo en cuanto la guerra termine; van abuscar una casa antigua y grande y la van allenar de niños; ya ves, no corro peligro deromper mis votos matrimoniales, como pareceser que temes».

Laurel experimentó el vértigo de lacomprensión. Vivien se refería a Dorothy…, asu madre. Esa intersección entre el pasado y elpresente, entre la historia y la experiencia, fuepor un momento abrumadora. Se quitó las gafasy se frotó la frente, concentrándose un instanteen la pared de piedra que se veía por la ventana.

Y entonces permitió a Katy que continuase:

Sabe que no es lo único que temo; esta niñadeliberadamente malinterpreta mispreocupaciones. Tampoco soy inocente; séque el compromiso de este joven no esobstáculo para el corazón humano. Nopuedo saber qué siente, pero conozco bien a

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Vivien.

Más preocupaciones extravagantes porparte de Katy, pero Laurel seguía sincomprender el motivo: Vivien insinuaba que lostemores de Katy se debían a sus rígidasopiniones acerca del comportamiento conyugaldecoroso. ¿Solía Vivien ser desleal? No habíamucho en lo que basarse, pero Laurel casi veíaen las reflexiones floridas y románticas deVivien el espíritu del amor libre…, casi.

Entonces Laurel encontró una entrada,fechada dos días más tarde, que le hizopreguntarse si Katy había intuido desde elprincipio que Jimmy era una amenaza paraVivien.

Horrible parte de guerra: Westminster Hallfue bombardeado anoche, y la Abadía y elParlamento; ¡se llegó a creer que el Big Benhabía sido destruido! En vez de leer el

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periódico o escuchar la radio, esta noche hedecidido limpiar el armario del salón paradar cabida a mis nuevas notas escolares.Confieso ser una especie de pájarocoleccionista (rasgo que me avergüenza;preferiría tener la casa igual de ordenadaque mis pensamientos), y encontré ahí unaimpresionante colección de bagatelas. Entreellas, una carta que recibí hace tres años deltío de Vivien. Junto a la descripción de su«agradable docilidad» (esa línea meexasperó tanto esta noche como cuando laleí por primera vez… Qué poco conocía a laVivien real), había incluido una fotografía,que aún se encontraba con la carta. Teníadiecisiete años cuando fue tomada, y era unabelleza; recuerdo que pensé, al verla poraquel entonces, que parecía el personaje deun cuento de hadas, tal vez Caperucita Roja;los ojos muy abiertos y los labios de rosa, yaún preservaba la mirada directa e inocente

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de una niña. Recuerdo que deseé, asimismo,que no la aguardase un lobo allá en elbosque.Que la carta y la fotografía apareciesenprecisamente hoy me dio que pensar. No meequivoqué la última vez que tuve una de miscorazonadas. No actué entonces, para mieterno pesar, pero esta vez no me voy aquedar de brazos cruzados y permitir que mijoven amiga cometa otro error con nefastasconsecuencias. Habida cuenta de que nopuedo expresar mi preocupación por escritocomo desearía, voy a viajar a Londres averla en persona.

Viaje que realizó (y sin demora), dado que lasiguiente entrada del diario fue escrita cuatrodías más tarde.

He estado en Londres y es peor de lo que metemía. Era obvio que mi querida Vivien se

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había enamorado del joven Jimmy. No loadmitió, por supuesto, es demasiadoprudente para ello, pero la conozco desdeniña y así lo noté en cada gesto, lo oí encada palabra no pronunciada. Peor aún, alparecer ha abandonado toda precaución; havisitado en repetidas ocasiones la casa deljoven, donde vive con su padre enfermo.Insiste en que «todo es inocente», a lo cualrespondí que no existe tal cosa, y que talesdistinciones no le servirían de nada sihubiese de justificar esas visitas. Me dijoque no iba a «renunciar a él» (niñaobstinada), ante lo cual hice acopio de todomi valor y le dije: «Cariño, estás casada». Lerecordé asimismo la promesa que hizo a sumarido en la iglesia de Nordstrom, que loamaría, honraría y obedecería hasta que lamuerte les separase, etcétera. Ah, pero cómovoy a olvidar la mirada de ella en esemomento…, la decepción con que me dijo

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que no comprendía.Comprendo muy bien qué es amar aquelloque está prohibido, y así se lo dije, pero esjoven, y los jóvenes creen que son los únicoscapaces de sentir emociones poderosas.Lamento decir que nos separamos con malosmodos… Hice un último intento paraconvencerla de que renunciara al trabajo enel hospital; ella se negó. Le recordé quedebía pensar en su salud; ella desdeñó misdesvelos. Decepcionar un alma como la suya(ese rostro que parece surgido de los pincelesde un consumado artista) me hace sentirmetan culpable como si hubiera borrado labondad del mundo. Aun así, no voy a darmepor vencida… Aún tengo un as en la manga.Corro el riesgo de despertar su indignacióneterna, pero decidí, mientras el tren salía deLondres, escribir a ese Jimmy Metcalfe paraexplicarle cuánto daño le está haciendo. Talvez él, a diferencia de ella, obre con la

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debida cautela.

El sol había comenzado a ponerse y la salade lectura se volvía más oscura y fría pormomentos; los ojos de Laurel estaban cansadosde leer la pulcra pero diminuta letra de KatyEllis durante dos horas, sin descanso alguno. Sereclinó en el asiento y cerró los ojos, con la vozde Katy dando vueltas en su cabeza. ¿Habíaescrito la carta a Jimmy?, se preguntó Laurel.¿Fue eso lo que truncó el plan de su madre?¿Las razones de Katy, que ella creía losuficientemente persuasivas para que Jimmyrenunciase a una amistad de la que Vivien noestaba dispuesta a prescindir, bastaron paracausar la ruptura entre su madre y Jimmy? Enun libro, pensó Laurel, eso es exactamente loque sucedería. Había cierta justicia poética enque un par de jóvenes amantes se separasen porel acto mismo que iban a cometer con el fin decomprar su felicidad. ¿En qué estaría pensando

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su madre cuando le dijo en el hospital que secasase por amor, que no esperase, que nadamás importaba? ¿Había esperado demasiadotiempo Dorothy, y deseando demasiadas cosas,y por eso perdió a su amante a causa de otramujer?

Laurel había supuesto que algo intrínseco enel carácter de Vivien Jenkins la convertía en elpeor objetivo que Dorothy y Jimmy podían haberescogido para su plan. ¿Era, sencillamente,porque Vivien era el tipo de mujer de la queJimmy podría enamorarse? ¿O la intuición deLaurel se debía a algo diferente? Katy Ellis (alfin y al cabo, hija de un clérigo) estabaobviamente preocupada por el matrimonio deVivien, pero había otro factor, además. Laurel sepreguntó si Vivien padecía una enfermedad.Katy se preocupaba por todo, pero su inquietudpor la salud de Vivien parecía causada más poruna enferma crónica que por una veinteañerallena de vida. Vivien se había referido a sus

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«ausencias» del mundo exterior, cuando sumarido Henry se sentaba junto a la cama y leacariciaba la mano mientras ella convalecía.¿Padecía Vivien Jenkins un trastorno que lavolvía vulnerable ante el mundo? ¿Había sufridouna crisis, emocional o física, por lo que erapropensa a las recaídas?

¿O (Laurel se incorporó ante el escritoriocomo un resorte) había abortado varias vecestras su matrimonio con Henry? Ciertamente, esoexplicaría la desvelada atención del marido;incluso, en cierta medida, las ganas de Vivien desalir de casa al recuperarse, de abandonar losconfines domésticos de su infelicidad y hacermás de lo que en verdad era capaz. Explicaríaincluso, tal vez, la desazón de Katy Ellis ante eltrabajo de Vivien con los niños del hospital. ¿Setrataba de eso? ¿Le preocupaba a Katy que latristeza de su amiga se avivase ahí, rodeada derecuerdos incesantes de su esterilidad? En sucarta, Vivien había escrito que era propio de la

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naturaleza humana, y ciertamente de ella, desearlo que no se podía tener. Laurel estaba segurade haber descubierto algo… Incluso losconstantes eufemismos de Katy erancaracterísticos de ese tema en esa época.

Laurel deseó disponer de más lugares dondebuscar respuestas. Se le ocurrió que la máquinadel tiempo de Gerry sería de gran ayuda enestos momentos. Por desgracia, debíaconformarse con los diarios de Katy. Duranteunas cuantas páginas, la amistad de Vivien yJimmy parecía afianzarse a pesar del constanterecelo de Katy y, de repente, el 20 de mayo, unaentrada informaba de una carta de Vivien en laque aseguraba que no volvería a ver a Jimmy,que era hora de que él comenzase una nuevavida, y que le había deseado lo mejor y le habíadicho adiós.

Laurel respiró hondo y se preguntó si Katyhabía enviado la carta a Jimmy después de todo,y si sus palabras motivaron este abrupto cambio

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de parecer. En contra de lo que esperaba,compadecía a Vivien Jenkins: si bien Laurelsabía que su amistad con Jimmy no era lo queparecía a simple vista, no pudo evitar sentirlástima por esa joven que se contentaba con tanpoco. Laurel supuso que se sentía así porconocer el destino aciago que aguardaba aVivien; pero incluso Katy, quien tanto habíadeseado el fin de esa relación, ahora semostraba ambivalente al respecto.

Estaba preocupada por Vivien y deseaba quesu aventura con el joven tocase a su fin;ahora sufro la condena de que mi deseohaya sido otorgado. He recibido una cartaque no abunda en detalles pero cuyo tono noes difícil de interpretar. Escribe resignada. Selimita a decir que yo tenía razón, que laamistad se ha acabado; y que no mepreocupe, pues todo ha sido para mejor.Dolor o furia, podría aceptarlos. Este tono

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abatido es lo que me inquieta. No puedoevitar el temor de que no augura nadabueno. Voy a aguardar su siguiente cartacon la esperanza de una mejoría, y meaferraré a la certeza de haber actuado conla mejor de las razones.

Pero no hubo más cartas. Vivien Jenkinsmurió tres días más tarde, lo que Katy Ellisanotó con el dolor que cabría esperar.

Treinta minutos más tarde, Laurel seapresuraba por el césped de New College,sumido en el atardecer, hacia la parada delautobús, reflexionando sobre lo que habíadescubierto, cuando su teléfono comenzó avibrar en el bolsillo. No reconoció el número,pero respondió de todos modos.

—¿Lol? —dijo la voz.—¿Gerry? —Laurel tuvo que esforzarse

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para oír, debido a las interferencias en la línea—. ¿Gerry? ¿Dónde estás?

—En Londres. En una cabina telefónica deFleet Street.

—Vaya, ¿todavía hay cabinas quefuncionan?

—Eso parece. A menos que me encuentreen otra dimensión, en cuyo caso estaría enserios problemas.

—¿Qué haces en Londres?—Buscar al doctor Rufus.—¿Sí? —Laurel se tapó la otra oreja con la

mano para oír mejor—. ¿Y? ¿Has dado con él?—Sí. O con su diario, al menos. El doctor

murió de una infección al final de la guerra.Laurel tenía el corazón desbocado; hizo caso

omiso de la muerte prematura del médico. Enesta búsqueda de respuestas al misterio, eranecesario imponer ciertos límites a lacompasión.

—¿Y? ¿Qué has averiguado?

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—No sé por dónde empezar.—Lo más importante. Y, por favor, deprisa.—Espera. —Laurel oyó que depositaba otra

moneda en el receptor—. ¿Sigues ahí?—Sí, sí.Laurel se detuvo bajo la luz brillante y

anaranjada de una farola cuando Gerry dijo:—Nunca fueron amigas, Lol. Mamá y esa

tal Vivien Jenkins… Según el doctor Rufus, nofueron amigas.

—¿Qué? —Se imaginó que había oído mal.—Casi ni se conocían.—¿Mamá y Vivien Jenkins? ¿Qué dices?

He visto el libro, la fotografía… Claro que eranamigas.

—Mamá quería ser su amiga… Por lo quehe leído, más bien quería ser Vivien Jenkins. Seobsesionó con la idea de que eraninseparables…, «espíritus afines» fueron suspalabras exactas, pero eran solo imaginacionessuyas.

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—Pero… Yo no…—Y entonces ocurrió algo…, no quedó claro

qué exactamente…, pero Vivien Jenkins hizoalgo que dejó claro a mamá que no eran buenasamigas después de todo.

Laurel recordó la disputa de la que hablóKitty Barker, que había puesto a Dorothy demuy mal humor y despertó su deseo devenganza.

—¿Qué pasó, Gerry? —preguntó—. ¿Sabesqué hizo Vivien? —O qué tomó.

—Ella… Espera. Mierda, se me hanacabado las monedas. —Llegó el sonido de unosbolsillos zarandeados con energía y de unreceptor que se movía—. Se va a cortar, Lol…

—Llámame. Busca más monedas y vuelvea llamar.

—Demasiado tarde, no tengo. Hablamospronto; voy a ir a Greena…

La señal de ocupado sonó inexpresiva yGerry desapareció.

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27

Londres, mayo de 1941

Jimmy se había sentido avergonzado la primeravez que llevó a Vivien a casa a visitar a supadre. Su pequeña habitación ya le parecíabastante destartalada, pero al verla a través delos ojos de Vivien comprendió que sus patéticosarreglos para volverla más acogedora no eransino actos desesperados. ¿De verdad habíapensado que un viejo paño sobre el arcón demadera bastaría para convertirlo en una mesa?Al parecer, sí. Vivien, por su parte, fingió a lasmil maravillas que no había nada ni remotamenteextraño en beber té negro con tazas que nohacían juego junto a un pájaro al pie de la camade un anciano, y todo fue bastante bien.

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Y eso que su padre insistió en llamar aVivien «tu prometida» todo el tiempo y preguntó,con un tono de voz de lo más nítido, cuándopensaban casarse. Jimmy había corregido alanciano por lo menos tres veces antes deencogerse de hombros para disculparse anteVivien y tomárselo todo como una broma. ¿Quéotra cosa podría haber hecho? Se trataba solodel error de un anciano, que había visto a Dolluna sola vez, allá en Coventry, antes de laguerra, y no hacía mal a nadie. A Vivien nopareció importarle y el padre de Jimmy fue feliz.Sumamente feliz. Se llevó de maravilla conVivien. En ella, al parecer, había encontrado elpúblico que había esperado toda su vida.

A veces, al mirarlos mientras reían juntospor alguna anécdota contada por su padre, ocuando trataban de enseñar un nuevo truco aFinchie o discutían de buen humor sobre lamejor manera de cebar un anzuelo, Jimmy creíaque su corazón podría estallar de gratitud.

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Cuánto tiempo había pasado (años) desde quehabía visto a su padre sin esa línea que lesurcaba el ceño al tratar de recordar quién era ydónde estaba.

En ocasiones, Jimmy se sorprendió a símismo tratando de imaginar a Doll en el lugar deVivien, al servir una taza de té a su padre,removiendo la leche condensada como a él legustaba, o al contar historias ante las que elanciano sacudía la cabeza de sorpresa yplacer…, pero, por alguna razón, no lo logró. Sereprendió a sí mismo por intentarlo. Lascomparaciones eran irrelevantes, lo sabía, einjustas para ambas mujeres. Doll habría venidode visita si hubiera podido. No era una damaociosa; sus turnos en la fábrica de municioneseran largos y siempre acababa agotada, así queera natural que dedicase sus escasas tardeslibres a ver a sus amigas.

Vivien, por otra parte, parecía disfrutar deverdad el tiempo que pasaba en su pequeña

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habitación. Una vez, Jimmy cometió el error dedarle las gracias, como si le hubiese hecho ungran favor, pero lo miró como si hubiese perdidola cabeza y preguntó: «¿Por qué?». Se sintiótonto ante su perplejidad y cambió de temagracias a una broma, pero se vio obligado areflexionar más tarde que tal vez se equivocaray era al anciano a quien Vivien quería ver enverdad. Era una explicación tan plausible comocualquier otra.

A veces aún pensaba en ello y sepreguntaba por qué había aceptado ese día en elhospital cuando le propuso caminar a su lado.No necesitaba preguntarse por qué se lo habíapropuesto: por tenerla de vuelta tras suenfermedad, por cómo se iluminó todo al abrir lapuerta de la buhardilla y verla ahí,inesperadamente. Se apresuró a alcanzarlacuando se marchó y abrió la puerta de entradatan rápido que aún estaba ahí, en las escaleras,poniéndose la bufanda. No había esperado que

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aceptase; solo sabía que había pensado en ellodurante todo el ensayo. Quería pasar tiempo conella, no porque Dolly se lo hubiese pedido, sinoporque le gustaba su compañía, quería estar conVivien.

—¿Tienes hijos, Jimmy? —le preguntómientras caminaban. Vivien se movía másdespacio de lo habitual, aún delicada tras laenfermedad que la había mantenido en casa.Jimmy había percibido cierta reticencia a lolargo del día… Se reía con los niños como decostumbre, pero en su mirada había una cautelao una reserva a la que no estaba acostumbrado.Jimmy se sintió triste por ella, si bien no sabíapor qué exactamente.

—No —negó con la cabeza. Y notó que seruborizaba al recordar cómo le había molestadoa ella que le formulase esa misma pregunta.

Esta vez, sin embargo, era ella quien dirigíala conversación, e insistió:

—Pero quieres tenerlos algún día.

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—Sí.—¿Uno o dos?—Para empezar. Luego los otros seis. —

Vivien sonrió—. Fui hijo único —dijo, a modo deexplicación—. Demasiada soledad.

—Nosotros éramos cuatro. Demasiadoruido.

Jimmy se rio, y aún sonreía cuandocomprendió algo que no había entendido hastaese momento.

—Esas historias que cuentas en el hospital—dijo, mientras doblaban la esquina, pensandoen la fotografía que había tomado para ella—,con casas de madera sobre pilotes, el bosqueencantado, la familia al otro lado del velo…, esaes tu familia, ¿verdad?

Vivien asintió.Jimmy no sabía muy bien qué le motivó a

hablar acerca de su padre ese día… Quizás elaspecto de ella al hacerlo sobre su propiafamilia, los cuentos que le había oído contar,

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llenos de magia y nostalgia, que detenían el pasodel tiempo, la necesidad repentina de sentirsecerca de alguien… En cualquier caso, habló deél, y Vivien hizo preguntas y Jimmy se acordódel primer día que la vio con los niños, de lasuma atención con que escuchaba. CuandoVivien dijo que le gustaría conocerlo, Jimmy diopor hecho que era una de esas cosas que lagente decía mientras pensaban en el tren quetenían que coger y se preguntaban si llegarían ala estación a tiempo. Pero lo volvió a decir en elsiguiente ensayo.

—Le he traído algo —añadió—. Algo quecreo que le va a gustar.

Y era cierto. La semana siguiente, cuandoJimmy al fin accedió a llevarla a conocer a supadre, regaló al anciano un estupendo trozo dejibia: «Para Finchie». Lo había encontrado en laplaya, dijo, mientras ella y Henry visitaban a lafamilia del editor de este.

—Es una preciosidad, Jim, muchacho —dijo

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el padre de Jimmy en voz alta—. Muy bonita…Como salida de un cuadro. Y amable. ¿Vas aesperar para celebrar tu boda a que vayamos ala costa?

—No lo sé, papá —dijo Jimmy, mirando aVivien, que simulaba un interés desmedido poralgunas de las fotografías colgadas en la pared—. Ya veremos, ¿eh?

—No esperes demasiado, Jimmy. Tu madrey yo somos cada día más viejos.

—Vale, papá. Tú serás el primero ensaberlo, te lo prometo.

Más tarde, cuando acompañó a Vivien a laestación de metro, le explicó la constanteconfusión de su padre y le dijo que esperaba queno se hubiese sentido demasiado incómoda.

Ella pareció sorprendida.—No pidas disculpas por tu padre, Jimmy.—No, lo sé. Es que… no quería que te

sintieses incómoda.—Al contrario. No me había sentido tan

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cómoda en mucho tiempo.Caminaron un poco más sin decir palabra,

hasta que al fin Vivien preguntó:—¿De verdad vas a vivir en la costa?—Ese es el plan. —Jimmy se estremeció.

Plan. Había dicho esa palabra sin pensarlo dosveces y se maldijo. Qué torpeza tan enormemencionar ante Vivien ese mismo futuro que ensu mente se entrelazaba con el ardid de Dolly.

—Y te vas a casar.Jimmy asintió.—Eso es maravilloso, Jimmy. Me alegro por

ti. ¿Es una buena chica?… Sí, claro que lo es.Qué pregunta más tonta.

Jimmy sonrió ligeramente, con la esperanzade no hablar más del tema, pero Vivien dijo:

—¿Y bien?—¿Y bien?Vivien se rio.—Háblame de ella.—¿Qué quieres saber?

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—No sé…, lo normal, supongo… ¿Cómo osconocisteis?

La mente de Jimmy regresó a esa cafeteríade Coventry.

—Yo llevaba un saco de harina.—Y ella fue incapaz de resistirse —bromeó

Vivien con amabilidad—. Así que evidentementesiente debilidad por la harina. ¿Qué más cosas legustan? ¿Cómo es?

—Juguetona —dijo Jimmy, a quien se lecontrajo la garganta—. Llena de vida, desueños. —No estaba disfrutando de laconversación en absoluto, pero se descubrió a símismo evocando a Doll: la muchacha que habíasido, la mujer que era ahora—. Perdió a sufamilia en un bombardeo.

—Oh, Jimmy. —La expresión de Vivien seensombreció—. Pobre. Estará destrozada.

Su compasión era profunda y sincera yJimmy no lo soportó. Su vergüenza porengañarla, por la parte que ya había

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desempeñado; su repugnancia por esa doblez…Todo ello lo impulsó a ser sincero. Tal vez, en elfondo, esperaba que la verdad saboteara losplanes de Dolly.

—En realidad, creo que tal vez la conoces.—¿Qué? —Le echó un vistazo, alarmada, al

parecer, por tal posibilidad—. ¿Cómo?—Se llama Dolly. —Contuvo la respiración,

consciente de lo mal que habían acabado lascosas entre ellas—. Dolly Smitham.

—No. —Vivien se mostró visiblementealiviada—. No, no creo que conozca a nadie conese nombre.

Jimmy se sintió confundido. Sabía que eranamigas…, es decir, que lo habían sido; Dolly selo había contado todo.

—Trabajabais juntas en el SVM. Antes vivíacerca de ti, al otro lado de la calle, en CampdenGrove. Era la dama de compañía de ladyGwendolyn.

—¡Ah! —Vivien al fin comprendió—. Oh,

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Jimmy —dijo, y se detuvo para agarrarlo delbrazo, con esos ojos oscuros abiertos de par enpar por el pánico—. ¿Sabe que trabajamosjuntos en el hospital?

—No —mintió Jimmy, y se odió a sí mismo.Su alivio fue palpable; una sonrisa trató de

abrirse paso solo para acabar aplastada por unapreocupación renovada. Suspiró apesadumbraday se llevó los dedos a los labios.

—Dios, Jimmy, seguro que me odia. —Susojos indagaron en los de él—. Fue horrible… Nosé si te lo habrá contado: una vez me hizo ungran favor, me devolvió un medallón que habíaperdido, pero yo… me temo que fui muy groseracon ella. Había tenido un mal día, había ocurridoalgo inesperado; no me sentía bien y fuidescortés. Fui a verla para pedirle disculpas,para explicarme; llamé a la puerta del número 7,pero nadie abrió. Luego la anciana murió y todosse fueron; todo sucedió muy rápido. —Losdedos de Vivien habían bajado al medallón

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mientras hablaba; lo retorcía, dándole vueltas enel hueco de la garganta—. ¿Se lo puedes decir,Jimmy? ¿Decirle que no pretendía tratarla tanmal?

Jimmy dijo que lo haría. La explicación deVivien lo había complacido sobremanera.Confirmaba la versión de Dolly; pero al mismotiempo demostraba que esa aparente frialdad deVivien no había sido más que un granmalentendido.

Caminaron un poco más en silencio, ambosabsortos en sus pensamientos, hasta que Viviendijo:

—¿A qué esperas para casarte, Jimmy?Estáis enamorados, ¿no? Tú y Dolly.

Su alegría se disipó. Deseó, con todas susfuerzas, que dejase de hablar del tema.

—Sí.—Entonces, ¿por qué no os casáis ya?Las únicas palabras que se le ocurrieron

para enmascarar la mentira eran un lugar

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común:—Queremos que sea perfecto.Vivien asintió, pensativa, y dijo:—¿Qué podría ser más perfecto que

casarse con la persona que amas?Quizás la vergüenza que sentía lo llevó a

justificarse a sí mismo; quizás fueron losrecuerdos latentes de su padre esperando envano el regreso de su madre, pero Jimmy repitióla pregunta («¿Qué podría ser más perfecto queel amor?») y se rio amargamente.

—Saber que puedes ofrecerle lo bastantepara hacerla feliz, para empezar. Que puedesmantener un techo sobre su cabeza, ponercomida en la mesa, pagar la calefacción. No espoco para aquellos que no tenemos nada. No estan romántico como tu idea, lo admito, pero asíes la vida, ¿no?

Vivien había palidecido; Jimmy le habíahecho daño, lo notó, pero ya estaba muyacalorado en ese momento y, aunque se sentía

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molesto consigo mismo y no con ella, no sedisculpó.

—Tienes razón —dijo Vivien al fin—. Losiento, Jimmy. He hablado sin pensar; he sidoinsensible. De todos modos, no es asunto mío.Es que dibujas una imagen tan vívida (la casa delabranza, la costa…), es todo tan maravilloso…Me he dejado llevar por tus planes.

Jimmy no respondió; la había estado mirandomientras hablaba, pero ahora se dio la vuelta. Alobservarla el rostro de Vivien le había inspiradouna imagen clarísima, en la cual los dos, él y ella,huían juntos a la costa, y deseó interrumpirla, ahíen la calle, tomar su rostro entre las manos ybesarla apasionadamente. Dios. ¿Qué le estabaocurriendo?

Jimmy encendió un cigarrillo y fumómientras caminaba.

—¿Y a ti? —farfulló, avergonzado, en unintento de hacer las paces—. ¿Qué te espera enel futuro? ¿Con qué sueñas?

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—Oh… —Vivien hizo un gesto con la mano—. No pienso mucho en el futuro.

Llegaron a la estación de metro y sedespidieron con torpeza. Jimmy se sentíaincómodo, por no decir culpable, sobre todoporque debía darse prisa para ir a ver a Dolly enLyons, como habían acordado. Aun así…

—Déjame que te acompañe a Kensington—dijo antes de que Vivien se fuese—. Paraasegurarme de que llegas bien a casa.

Vivien se volvió para mirarlo.—¿Vas a detener la bomba que lleva escrito

mi nombre?—Saltaré tan alto como pueda.—No —dijo Vivien—. No, gracias. Prefiero

ir sola. —Entonces atisbó de nuevo a la Viviende antes, la que caminaba por delante de él en lacalle y se negaba incluso a sonreír.

Sentada a la mesa del restaurante, Dolly

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fumaba y miraba por la ventana en busca deJimmy. De vez en cuando se apartaba del cristaly acariciaba la piel blanca de la manga delabrigo. En realidad, hacía demasiado calor paravestir pieles, pero Dolly prefería no quitárselo.Enfundada en ese abrigo, se sentía importante(incluso poderosa), una sensación quenecesitaba ahora más que nunca. Últimamentehabía tenido la terrible sensación de que los hilosse le escapaban de los dedos y comenzaba aperder el control. El temor le revolvía elestómago… y lo peor de todo era esaincertidumbre creciente que la asaltaba por lasnoches.

Cuando lo concibió, el plan parecía infalible,una manera sencilla de darle una lección aVivien Jenkins que al mismo tiempo arreglaríalas cosas para ella y Jimmy, pero, a medida quepasaba el tiempo y Jimmy no quedaba conVivien para sacar la fotografía, y notaba ladistancia que crecía entre ellos, lo difícil que le

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resultaba mirarla a los ojos, Dolly comenzó acomprender que había cometido un gran error;que jamás debió pedirle a Jimmy que lo hiciese.En sus peores momentos, Dolly llegó a pensarque tal vez ya no la amaba como antes, que talvez ya no creía que fuese excepcional. Y esaidea la aterrorizaba.

Habían tenido una discusión horrible la otranoche. Comenzó por una nadería, por uncomentario acerca de su amiga, Caitlin, sobre suconducta al salir a bailar juntas, con Kitty y lasotras. Había dicho cosas así cientos de vecesantes, pero en esta ocasión se convirtió en unaverdadera trifulca. Le sorprendió su tono áspero,las cosas que dijo (que escogiera mejoresamigas si tanto le decepcionaban las que tenía,que la próxima vez fuese a visitarlos a él y a supadre en vez de salir con personas a las queapreciaba tan poco) y le pareció tan desmedido,tan cruel que se echó a llorar en plena calle.Cuando Dolly lloraba, Jimmy solía comprender

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lo dolida que se sentía y se acercaba paraenmendar las cosas, pero esta vez no. Solo gritó«¡Dios!» y se alejó, con los puños apretados.

Dolly contuvo los sollozos, escuchando yesperando en la oscuridad, y durante un minutono oyó nada. Pensó que se había quedado solade verdad, que lo había presionado demasiado yque la había abandonado al fin.

Jimmy volvió, pero, en lugar de disculparsecomo Dolly esperaba, dijo, en una voz que ellacasi no reconoció: «Deberías haberte casadoconmigo, Doll. Maldita sea, debiste habertecasado conmigo cuando te lo pedí».

Dolly sintió un gemido doloroso que seescapaba de la garganta y se oyó a sí mismagritar: «No, Jimmy…, ¡tú deberías habertedeclarado antes!».

Se reconciliaron más tarde en las escalerasde la pensión de la señora White. Se dieron unbeso de buenas noches, cauteloso, amable, yestuvieron de acuerdo en que se habían dejado

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llevar por la emoción, eso era todo. Pero Dollysabía que era más que eso. Se quedó despiertadurante horas, reflexionando acerca de lasúltimas semanas, recordando las veces que lohabía visto, lo que había dicho, la forma en quese comportaba, y así, mientras recreaba esasescenas en su mente, lo supo. Era el plan, esoque le había pedido hacer. En vez de arreglar lascosas como esperaba, su ingenioso plan corría elriesgo de malograrlo todo…

Ahora, en el restaurante, Dolly apagó elcigarrillo y sacó la carta del bolso. Abrió elsobre y la leyó de nuevo. Una oferta de trabajoen una pensión llamada Mar Azul. Fue Jimmyquien encontró el anuncio en el periódico y lorecortó para ella. «Suena de maravilla, Doll —dijo—. Un lugar precioso en la costa: gaviotas,sal marina, helados… Y puedo trabajar en…,bueno, ya encontraré algo». Dolly no fue capazde imaginarse a sí misma barriendo la arenaarrastrada por turistas paliduchos, pero Jimmy

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se quedó junto a ella hasta que escribió la carta,y en parte le gustaba verlo así, tan enérgico. Alfinal, pensó que por qué no. Jimmy se pondríacontento y, si le ofrecían el trabajo, siemprepodría enviar una carta discreta y rechazarlo.Dolly se dijo que no necesitaría un trabajo comoese, no cuando consiguiese la fotografía deVivien…

La puerta del restaurante se abrió y Jimmyentró. Había venido corriendo, notó Dolly… Porlas ganas de verla, esperaba. Dolly saludó y loobservó acercarse a la mesa; el cabello, moreno,caía sobre su rostro, lo que le otorgaba unaspecto atractivo y desaliñado, con cierto carizpeligroso.

—Hola, Doll —dijo, dándole un beso en lamejilla—. ¿No hace un poco de calor para eseabrigo?

Dolly sonrió y negó con la cabeza.—Estoy bien. —Le hizo sitio en el

reservado, pero Jimmy se sentó enfrente y alzó

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la mano para llamar a la camarera.Dolly esperó hasta que pidieron el té y

entonces ya no pudo aguantarse más. Respiróhondo y dijo:

—He tenido una idea. —El gesto de Jimmyse volvió tenso y Dolly sintió una punzada deremordimientos, al ver cómo recelaba de ella.Le acarició la mano con ternura—. Oh, Jimmy,no tiene nada que ver con… —Se interrumpió yse mordió el labio—. De hecho —bajó la voz—,he estado pensando en lo otro, en el plan.

Jimmy levantó el mentón, en un gestodefensivo, y Dolly se apresuró a continuar:

—He pensado que deberías olvidar todoeso…, lo de quedar con ella, y hacer lafotografía.

—¿De verdad?Dolly asintió y, por el aspecto de la cara de

Jimmy, supo que había tomado la decisióncorrecta.

—No debería habértelo pedido —sus

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palabras se atropellaban unas a otras—, no teníala cabeza en su sitio. El asunto con ladyGwendolyn, mi familia…, todo eso me desquicióun poco, Jimmy.

Jimmy fue a sentarse junto a ella y tomó sucara entre las manos. Sus ojos oscurosindagaron en los de ella.

—Claro que sí, mi pobre niña.—No debería habértelo pedido —dijo de

nuevo, y él la besó—. No era justo. Lo sien…—Chisss —dijo, con tono aliviado—. Ya no

importa. Es parte del pasado. Tú y yo tenemosque olvidar todo eso y mirar hacia delante.

—Me gustaría.Se apartó para observarla, tras lo cual

sacudió la cabeza y se rio con una mezcla desorpresa y placer. Era un sonido precioso quedespertó un cosquilleo en la espalda de Dolly.

—A mí también me gustaría —dijo—.Vamos a empezar por tu idea. ¿No ibas adecirme algo cuando llegué?

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—Ah, sí —dijo Dolly con entusiasmo—. Esaobra que estás montando… Debería trabajar,pero he pensado en hacer novillos yacompañarte.

—¿De verdad?—Pues claro. Me encantaría conocer a

Nella y a los otros y, además, ¿qué otraoportunidad voy a tener de ver a mi chicohaciendo de Campanilla?

La primera y última representación de PeterPan por el joven elenco del hospital parahuérfanos de la guerra del doctor Tomalin fue unéxito abrumador. Los niños volaron y lucharon ehicieron magia en esa buhardilla polvorienta conunas sábanas viejas; los que estaban demasiadoenfermos para actuar aplaudían y animabandesde donde los habían colocado entre elpúblico; y Campanilla, bajo las seguras manos deJimmy, intervino de manera admirable. Al

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finalizar, los niños sorprendieron a Jimmy albajar la bandera pirata y sustituirla por una en laque estaba escrito «La Estrella del Ruiseñor»,tras lo cual interpretaron una versión del relatoque les había contado, que habían practicado ensecreto durante semanas. Después de que losactores salieran a saludar (otra vez), el doctorTomalin pronunció un discurso y pidió a Vivien yJimmy que saludasen también. Jimmy vio a Doll,que lo aplaudía entre el público; él sonrió y leguiñó un ojo.

Le había puesto nervioso su presencia,aunque ahora no sabía por qué. Supuso, cuandoDolly lo sugirió, que se sentía culpable por suintimidad con Vivien y que le ponía nervioso quelas cosas acabasen mal entre ellas. En cuantoresultó evidente que no iba a ser capaz dedisuadirla, Jimmy trató de minimizar los daños.No había confesado su amistad con Vivien; ensu lugar, se había limitado a explicar cómo lepidió cuentas por tratar tan mal a Dolly cuando

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le devolvió el medallón.—¿Le has hablado de mí?—Claro —dijo Jimmy, que tomó su mano al

salir del restaurante y adentrarse en la oscuridaddel apagón—. Eres mi chica. ¿Cómo no iba ahablarle de ti?

—¿Qué dijo? ¿Lo admitió? ¿Te dijo lohorrible que fue su comportamiento?

—Sí. —Jimmy se detuvo mientras Dollencendía un cigarrillo—. Se sentía muy mal porello. Dijo que había sufrido un enorme disgustoese día, pero que eso no justificaba su conducta.

A la luz de la luna, Jimmy vio que el labioinferior de Dolly temblaba de emoción.

—Fue espantoso, Jimmy —dijo en unsusurro—. Las cosas que dijo. Lo que me hizosentir.

Jimmy pasó a Dolly el cabello por detrás dela oreja.

—Quería pedirte disculpas; al parecer, lointentó, pero cuando fue a la casa de lady

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Gwendolyn no había nadie.—¿Vino a verme a mí?Jimmy asintió, y notó que el gesto de Dolly

se dulcificaba. Así, sin más, toda la amarguradesapareció. Fue una transformaciónsobrecogedora y, sin embargo, no deberíahaberle sorprendido. Las emociones de Dolleran cometas de largos hilos: en cuanto unabajaba, otra de colores brillantes se alzaba en labrisa.

Fueron a bailar y por primera vez en variassemanas, sin ese maldito plan pendiendo sobresus cabezas, Jimmy y Dolly se divirtieron juntos,igual que antes. Bromearon y se rieron y,cuando se despidió con un beso y salió ahurtadillas por la ventana de la señora White,Jimmy pensaba que quizás no era tan mala ideallevar a Doll a la obra.

Estaba en lo cierto. Tras un inicio titubeante,

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el día salió mejor de lo que había soñado. Vivienestaba arreglando la vela del barco cuandollegaron. Vio un gesto de sorpresa en su rostrocuando se dio la vuelta y lo vio junto a Doll, unasonrisa que comenzó a borrarse antes derecuperar la compostura, y Jimmy sintió ciertorecelo. Vivien se bajó con cuidado mientrasJimmy colgaba el abrigo blanco de Doll y,cuando las dos mujeres se saludaron, Jimmycontuvo el aliento. Pero fue un saludo cordial.Se sintió orgulloso por la actitud de Dolly. Seesforzó por olvidar el pasado y ser amable conVivien. Notó que Vivien estaba aliviada, si bienmás callada de lo habitual, y quizás menosafectuosa. Cuando Jimmy le preguntó si Henryiba a venir a ver la obra, lo miró como siacabara de insultarla, antes de recordarle que sumarido tenía un trabajo muy importante en elministerio.

Menos mal que estaba Dolly, con su don desubir los ánimos.

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—Vamos, Jimmy —dijo, pasando el brazopor el de Vivien cuando los niños empezaron allegar—. Sácanos una fotografía, ¿vale? Unrecuerdo de este día.

Vivien comenzó a poner reparos, ya que nole gustaba, dijo, que la fotografiasen, pero Dollestaba esforzándose y Jimmy no quería quefuese en vano.

—Te prometo que no duele —dijo con unasonrisa, y al final Vivien mostró un leveasentimiento…

Los aplausos por fin acabaron y el doctorTomalin dijo a los niños que Jimmy tenía algopara todos ellos. El anuncio recibió otra ronda devítores y aplausos. Jimmy los saludó y comenzóa repartir copias de una fotografía. La habíatomado durante la ausencia de Vivien porenfermedad: mostraba al elenco con sus trajes,juntos en el barco.

Jimmy también había imprimido una paraVivien. La divisó en un rincón de la buhardilla,

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recogiendo los disfraces en una cesta demimbre. El doctor Tomalin y Myra hablaban conDolly, así que se acercó a dársela.

—Bueno —dijo al llegar a su lado.—Bueno.—Críticas entusiastas en el periódico de

mañana, seguro. —Vivien se rio.—Sin duda.Le dio la fotografía.—Esto es para ti.Vivien la cogió y sonrió al ver las caras de

los niños. Se agachó para dejar el cesto y, alhacerlo, su blusa se abrió ligeramente y Jimmyvislumbró un moratón que se extendía desde elhombro al pecho.

—No es nada —dijo, al notar su mirada, ylos dedos se movieron con presteza para ajustarla tela—. Me caí, en un apagón, al ir al refugio.Un buzón se puso en mi camino… Y eso que supintura se ve en la oscuridad.

—¿Estás segura? Tiene mal aspecto.

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—Me salen moratones con facilidad. —Susmiradas se cruzaron y, durante una fracción desegundo, Jimmy pensó que veía algo en sus ojos,pero ella sonrió—. Por no mencionar quecamino demasiado rápido. Siempre me estoytropezando con cosas… y a veces con gentetambién.

Jimmy le devolvió la sonrisa, recordando eldía que se conocieron; pero, cuando uno de losniños tomó la mano de Vivien y se la llevó lejos,sus pensamientos se centraron en esasenfermedades recurrentes, en que no tuviesehijos y en lo que sabía acerca de las personas aquienes les salen moratones con facilidad, yJimmy sintió que la preocupación le encogía elestómago.

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Vivien se sentó a un lado de la cama y cogió lafotografía que le había regalado Jimmy, la quetomó tras un bombardeo, con el humo y loscristales relucientes y la familia al fondo. Sonrióal mirarla y se tumbó, con los ojos cerrados,deseosa de que su mente cayese por el borde, ala tierra de sombras. El velo, las luces al fondodel túnel, y más allá su familia, que la esperabaen casa.

Se quedó ahí, y trató de verlos, y lo intentóde nuevo.

Fue en vano. Abrió los ojos. Últimamente, alcerrar los ojos, lo único que veía Vivien era aJimmy Metcalfe. Ese mechón de pelo oscuroque caía sobre la frente, esa contracción de loslabios cuando iba a decir algo gracioso, las cejas

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que se enarcaban al hablar de su padre…Se levantó de repente y se acercó a la

ventana, dejando la fotografía sobre la sábana.Ya había pasado una semana desde la obra yVivien estaba inquieta. Echaba de menos losensayos con los niños, y a Jimmy, y no soportabaesos días interminables que se dividían entre lacantina y esta casa enorme y silenciosa. Erasilenciosa, sin duda: espantosamente silenciosa.Debería haber niños corriendo por las escaleras,deslizándose por las barandillas, pisoteando labuhardilla. Incluso Sarah, la doncella, se habíaido… Henry insistió en despedirla después de loocurrido, pero a Vivien no le habría importadoque Sarah se hubiese quedado. No se habíadado cuenta de lo mucho que se habíaacostumbrado al ruido de la aspiradora contralos rodapiés, el crujido de los suelos avejentados,la certeza intangible de que alguien másrespiraba y se movía en el mismo espacio queella.

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Un hombre montando en una vieja bicicletase tambaleaba por la calle, la cesta del manillarllena de herramientas de jardinería sucias, yVivien dejó que la fina cortina cayese sobre loscristales. Se sentó en el borde del sillón e intentóde nuevo poner en orden sus pensamientos.Durante días había escrito cartas a Katy en sumente; Vivien percibía una distancia desde lareciente visita a Londres de su amiga, y estabadispuesta a enmendar las cosas. No a ceder(Vivien jamás se disculpaba si se sabía en locierto), pero sí a explicar.

Quería que Katy comprendiese, a diferenciade cuando se vieron, que su amistad con Jimmyera buena y verdadera; sobre todo, que erainocente. Que no tenía intención de abandonar asu marido, poner en peligro su salud o cualquierade esas terribles posibilidades contra las cualesle advertía Katy. Quería hablarle del viejo señorMetcalfe y cómo la hacía reír, acerca de lo gratoque era hablar con Jimmy o mirar sus

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fotografías, cómo Jimmy pensaba siempre lomejor de las personas y cómo le inspiraba laconfianza de que nunca sería cruel. Queríaconvencer a Katy de que sus sentimientos porJimmy eran sencillamente los de una amiga.

Aunque no fuera del todo cierto.Vivien sabía en qué momento comprendió

que se había enamorado de Jimmy Metcalfe.Sentada a la mesa del desayuno, mientras Henryhablaba de un trabajo que hacía en el ministerio,Vivien asentía al mismo tiempo que recordabauna anécdota del hospital, algo gracioso queJimmy había hecho para animar a un pacientenuevo, y se había reído sin poderlo evitar, lo cual,gracias a Dios, coincidió con una escena delrelato que Henry consideraba divertida, ya quele sonrió, se acercó a besarla y dijo: «Sabía quepensarías lo mismo, cariño».

Vivien también sabía que sus sentimientosno eran compartidos y que nunca los revelaría.Incluso si él sintiese lo mismo, no había futuro

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alguno para Jimmy y Vivien. No podíaofrecérselo. El destino de Vivien estaba sellado.Esa condición no la angustiaba ni molestaba, yano; había aceptado desde hacía tiempo la vidaque la aguardaba y, desde luego, no necesitabaconfesiones ilícitas entre susurros o muestrasfísicas de cariño para sentirse plena.

Todo lo contrario. Vivien había aprendidobien pronto, de niña, en una ajetreada estaciónde ferrocarril, a punto de embarcar hacia un paísdesconocido, que lo único que podía controlarera su vida interior. Cuando estaba en la casa deCampden Grove, cuando oía a Henry silbar en elcuarto de baño, recortarse el bigote y admirar superfil, le bastaba saber que lo que llevaba dentrosolo le pertenecía a ella.

Aun así, ver a Jimmy y a Dolly Smithamjuntos en la obra había sido turbador. Habíahablado una o dos veces acerca de suprometida, pero Jimmy siempre se habíamostrado esquivo y Vivien dejó de preguntar. Se

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había acostumbrado a pensar que no tenía vidamás allá del hospital, ni más familia que supadre. Al verlo con Dolly, sin embargo (con quéternura la tomaba de la mano, cómo la mirabasin quitarle los ojos de encima), Vivien se vioobligada a enfrentarse a la verdad. Tal vezVivien amase a Jimmy, pero Jimmy quería aDolly. Además, Vivien comprendía por qué.Dolly era guapa y divertida, y poseía unentusiasmo y un valor que atraían a la gente.Jimmy la había descrito como brillante, y Vivienentendió a lo que se refería. Por supuesto que laamaba; no era de extrañar que se empeñase enproporcionar el mástil a esa vela gloriosa yondulante… Era el tipo de mujer que inspiraríadevoción a un hombre como Jimmy.

Y eso era exactamente lo que Vivienpensaba decir a Katy: que Jimmy estabaprometido, que su novia era una mujerencantadora y que no había motivo para que él yVivien no siguiesen siendo…

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El teléfono sonó en la mesilla de al lado yVivien lo miró, sorprendida. De día, nadiellamaba al 25 de Campden Grove; los colegas deHenry lo telefoneaban al trabajo, y Vivienapenas tenía amigos, no de los que hacíanllamadas telefónicas. Descolgó el receptor conincertidumbre.

Oyó una voz masculina desconocida. Nocomprendió el nombre: lo dijo demasiado rápido.

—¿Hola? —repitió—. ¿Cómo ha dicho quese llamaba?

—Doctor Lionel Rufus.Vivien no recordaba a nadie con ese nombre

y se preguntó si tal vez sería socio del doctorTomalin.

—¿En qué puedo ayudarle, doctor Rufus?—A veces le sorprendía a Vivien que su vozfuera como la de su madre, ahora, aquí, en estaotra vida; la voz de su madre que les leíacuentos, penetrante, perfecta, lejana, tan distintaa su voz cotidiana.

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—¿Hablo con la señora Vivien Jenkins?—¿Sí?—Señora Jenkins, me pregunto si me

permitiría hablar con usted sobre un asuntodelicado. Se trata de una joven a quien creo queha visto una o dos veces. Vivió al otro lado de sucalle durante un tiempo, donde trabajaba comoseñorita de compañía de lady Gwendolyn.

—¿Se refiere a Dolly Smitham?—Sí. Bueno, lo que tengo que decirle no es

algo de lo que normalmente hablaría, porcuestiones de confidencialidad; sin embargo, eneste caso creo que le conviene saberlo. Esposible que desee sentarse, señora Jenkins.

Vivien ya estaba sentada, así que hizo unpequeño sonido para asentir, y escuchó consuma atención cómo un médico que no conocíale contaba una historia que no se podía creer.

Escuchó y habló muy poco y, cuando eldoctor Rufus finalmente colgó, Vivien se sentócon el auricular en la mano durante mucho

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tiempo. Repasó sus palabras, intentandoentrelazar los hilos para que tuviesen sentido.Habló de Dolly («Buena chica, que a veces sedeja llevar por su gran imaginación») y su jovennovio («Jimmy, creo… No lo conozco enpersona»); y le habló de su deseo de estarjuntos, de la necesidad que sentían de disponerde dinero para comenzar de nuevo. Y entoncesdetalló el plan que se les había ocurrido, la parteque le correspondía y, cuando Vivien sepreguntó por qué la habían elegido a ella, él leexplicó la desesperación de Dolly al serrepudiada por alguien a quien admiraba tanto.

Al principio, la conversación dejó a Vivienanonadada…, gracias al cielo, pues habría sidoabrumador el dolor de descubrir que tantascosas que creía buenas y verdaderas no eranmás que una mentira. Se dijo que el hombreestaba equivocado, que era una broma cruel oun error…, pero entonces recordó la amarguraque había visto en la cara de Jimmy cuando le

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preguntó por qué él y Dolly no se casaban ya;cómo la reprendió, asegurando que los idealesrománticos eran un lujo solo para quienespudiesen pagarlos; y entonces lo supo.

Se sentó, inmóvil, mientras sus esperanzasse disolvían en torno a ella. A Vivien se le dabamuy bien desaparecer tras la tempestad de susemociones (tenía mucha experiencia), pero estoera diferente; el dolor atenazaba una parte deella que había ocultado hacía tiempo en un lugarseguro. Vivien vio con claridad, como no lohabía visto antes, que no deseaba solo lacompañía de Jimmy, sino lo que representaba.Una vida diferente; la libertad y el futuro que sehabía impedido imaginar, un futuro que seextendiese ante ella sin impedimentos. También,de un modo extraño, el pasado, y no el pasadode sus pesadillas, sino la oportunidad dereconciliarse con los sucesos de antaño…

Hasta que oyó el reloj del vestíbulo, Vivienno recordó dónde estaba. En la habitación hacía

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más frío y tenía las mejillas húmedas por laslágrimas que había derramado sin notarlo. Unaráfaga de aire entró por algún sitio y lafotografía de Jimmy cayó de la cama al suelo.Vivien la observó, preguntándose si incluso eseregalo tan especial formaba parte del plan, unardid para ganarse su confianza y poder llevar acabo el resto de la estafa: la fotografía, lacarta… Vivien se enderezó. Tenía un nudo en elestómago. De pronto comprendió que había másen juego que su propia decepción. Mucho más.Un tren terrible estaba a punto de ponerse enmarcha y ella era la única persona que podíadetenerlo. Dejó el auricular en su sitio y miró elreloj. Las dos en punto. Lo que significaba quedisponía de tres horas antes de tener que volvera casa a prepararse para el compromiso de lacena de Henry.

No tenía tiempo para lamentar sus pérdidas;Vivien se acercó al escritorio e hizo lo que teníaque hacer. Titubeó al dirigirse a la puerta, único

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gesto que delató su tormento interior, su temorcreciente, y luego fue rápidamente a recoger ellibro. Escribió el mensaje en el frontispicio, tapóla pluma y, sin otro instante de vacilación, seapresuró escaleras abajo y salió.

La señora Hamblin, la mujer que venía ahacer compañía al señor Metcalfe mientrasJimmy trabajaba, abrió la puerta. Sonrió al ver aVivien y dijo:

—Ah, qué bien, eres tú, querida. Voy unmomentito a la tienda, si no te importa, ahoraque estás aquí para cuidarlo. —Se pasó unabolsa por el brazo y se sonó la nariz mientrassalía a toda prisa—. He oído decir que hayplátanos en el mercado negro para quien sepapedirlos con amabilidad.

Vivien se había encariñado muchísimo con elpadre de Jimmy. A veces pensaba que su padrepodría haber sido como él, de haber tenido la

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oportunidad de alcanzar esa edad. El señorMetcalfe había crecido en una granja, entre unmontón de hermanos, y Vivien podíaidentificarse con muchas de las anécdotas querelataba; ciertamente, habían influido en lasideas de Jimmy respecto a su futuro. Hoy, sinembargo, no era un buen día para el anciano.

—La boda —dijo, agarrándola del brazo,alarmado—. No nos hemos perdido la boda,¿verdad?

—Claro que no —dijo con amabilidad—.¿Una boda sin usted? ¿Cómo se le ocurre? Esimposible que eso ocurra. —El corazón deVivien se desbordó por él. Estaba viejo,confundido, asustado; Vivien deseó que hubiesealgo más que pudiese hacer para ayudarlo—.¿Una tacita de té? —preguntó.

—Sí —dijo él—. Oh, sí, por favor. —Con lamisma gratitud que si le hubiese concedido sumayor deseo—. Sería estupendo.

Mientras Vivien removía la leche

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condensada, como a él le gustaba, sonó unallave en la cerradura. Jimmy entró y, si sesorprendió al verla ahí, no lo demostró. Sonrióafectuosamente y Vivien le devolvió la sonrisa,consciente del aro de acero que le apretaba elpecho.

Se quedó un rato, hablando con amboshombres, y alargó la visita todo lo que pudo. Porfin, sin embargo, tuvo que irse; Henry laesperaba.

Como siempre, Jimmy la acompañó a laestación, pero esta vez, al llegar al metro, Vivienno entró de inmediato, como era habitual.

—Tengo algo para ti —dijo, buscando en elbolso. Sacó su ejemplar de Peter Pan y se lodio.

—¿Quieres que me lo quede?Ella asintió con la cabeza. Jimmy estaba

emocionado, pero también, comprendió ella,confundido.

—He escrito una dedicatoria —añadió.

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Jimmy abrió el libro y leyó en voz alta lo quehabía escrito.

—«Una amistad verdadera es una luz entrelas tinieblas». —Sonrió mirando el libro y luego,bajo ese mechón rebelde, a ella—. VivienJenkins, este es el mejor regalo que jamás herecibido.

—Qué bien. —El pecho le dolía—.Entonces, estamos en paz. —Dudó, pues sabíaque lo que estaba a punto de hacer iba acambiarlo todo. Entonces, se recordó a sí mismaque ya había cambiado: la llamada telefónica deldoctor Rufus se había encargado de ello; aquellavoz desapasionada aún retumbaba en su cabeza,y las cosas que había dicho con tanta claridad—. Tengo algo más para ti.

—No es mi cumpleaños. Lo sabes,¿verdad?

Le entregó un trozo de papel.Jimmy le dio la vuelta, lo leyó y, a

continuación, la miró, consternado.

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—¿Qué es esto?—Creo que no necesita explicación.Jimmy echó un vistazo por encima del

hombro; bajó la voz:—Quiero decir, ¿para qué es?—Es un pago. Por tu magnífico trabajo en el

hospital. —Jimmy le devolvió el cheque como sifuera veneno—. No pedí que me pagaran, soloquería ayudar. No quiero tu dinero.

Por una fracción de segundo, la duda seconvirtió en un estallido de esperanza en supecho; pero lo conocía bien y vio cómo sus ojosse apartaban de los de ella. Vivien no se sintiójustificada por su vergüenza; solo le inspiró mástristeza—. Sé que querías ayudar, Jimmy, y séque nunca has pedido que te paguen. Peroquiero que te lo quedes. Estoy segura de quesabrás qué hacer con ello. Úsalo para ayudar atu padre —dijo—. O a tu preciosa Dolly… Si loprefieres, piensa que es mi manera deagradecerle la gran bondad que tuvo de

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devolverme el medallón. Cásate, haz que todosea perfecto, como los dos queréis, id a la costay comenzad de nuevo…, la costa, los niños, elfuturo que sueñas.

Jimmy habló con una voz inexpresiva:—Creo que dijiste que no pensabas en el

futuro.—En el mío, no.—¿Por qué haces esto?—Porque me gustas. —Vivien tomó sus

manos y las estrechó con firmeza. Eran manoscálidas, esbeltas, amables—. Creo que eres unbuen hombre, Jimmy, uno de los mejores que heconocido, y quiero que seas feliz.

—Eso suena demasiado a una despedida.—¿De verdad?Jimmy asintió.—Supongo que lo es. —Vivien se acercó y,

tras una brevísima vacilación, lo besó, ahímismo, en plena calle; fue un beso tierno,apenas un roce, y entonces agarró su camisa y

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apoyó la frente en su pecho, para guardar eseespléndido momento en su memoria—. Adiós,Jimmy Metcalfe —dijo al fin—. Y esta vez…,esta vez, de verdad, no nos volveremos a ver.

Jimmy se quedó mucho tiempo sentado en laestación, con la mirada clavada en el cheque. Sesentía traicionado, enfadado, aun sabiendo queera injusto con ella. Pero… ¿por qué le habríadado tal cosa? Y ¿por qué ahora que el plan deDoll había caído en el olvido y se estabanhaciendo amigos de verdad? ¿Tendría algo quever con su misteriosa enfermedad? Habíahablado con un tono terminante; Jimmy estabapreocupado.

Día tras día, mientras esquivaba laspreguntas de su padre, quien quería sabercuándo volvería su chica, Jimmy miraba elcheque y se preguntaba qué iba a hacer. Poruna parte, quería desgarrar ese papel odioso en

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cien pedazos diminutos; pero no lo hizo. No eraestúpido; sabía que era la respuesta a todas susoraciones, a pesar de que ardía de vergüenza yfrustración y le causaba un dolor extraño einnombrable.

La tarde que quedó con Dolly en Lyons,dudó si debía llevar o no el cheque. Dio vueltasy más vueltas al asunto: lo guardó dentro dePeter Pan, lo metió en el bolsillo y, al final, lovolvió a poner en el libro para no tener que verese maldito papel. Miró el reloj. Y, acontinuación, lo hizo de nuevo, una y otra vez.Iba a llegar tarde. Sabía que Dolly lo estaríaesperando; lo había llamado al periódico paradecirle que tenía algo importante que mostrarle.Dolly estaría mirando fijamente a la puerta, losojos abiertos y brillantes, y Jimmy nunca sabríacómo explicarle que acababa de perder algoextraño y precioso.

Con la impresión de que todas las sombrasdel mundo lo acechaban, Jimmy se guardó Peter

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Pan en un bolsillo y salió.

Dolly estaba sentada en el mismo asientodonde le había propuesto el plan. La vio alinstante porque llevaba puesto ese horribleabrigo blanco; ya no hacía mucho frío, peroDolly se negaba a quitárselo. Para Jimmy, eseabrigo guardaba una relación tan estrecha conese plan espantoso que le bastaba verlo paraque un estremecimiento enfermizo recorriese sucuerpo.

—Siento llegar tarde, Doll. Yo…—Jimmy. —Los ojos de Dolly resplandecían

—. Lo he hecho.—¿Has hecho qué?—Toma. —Sostenía un sobre entre los

dedos de ambas manos y sacó un pedazocuadrado de papel fotográfico—. Yo misma lahe revelado. —Deslizó la fotografía hasta el otrolado de la mesa.

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Jimmy la cogió y durante un breve instante,antes de poder contenerse, sintió un arrebato deternura. Era una fotografía tomada en elhospital, el mismo día de la obra. Se veía conclaridad a Vivien, y también a Jimmy, cerca deella, con la mano tendida para tocarle el brazo.Estaban mirándose; Jimmy recordó el momento,cuando le vio ese moratón… Y entoncescomprendió qué era lo que estaba mirando.

—Doll…—Es perfecto, ¿a que sí? —Sonreía,

orgullosa, como si le hubiera hecho un enormefavor…, casi como si esperase que le diera lasgracias.

En voz más alta de lo que pretendía, Jimmydijo:

—Pero habíamos decidido no hacerlo…,dijiste que era un error, que no deberíashabérmelo pedido.

—A ti, Jimmy. No debería habértelo pedidoa ti.

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Jimmy contempló una vez más la fotografía,tras lo cual miró a Doll. Su mirada era una luzimplacable que mostraba todas las grietas de unprecioso jarrón. Ella no había mentido; fue élquien comprendió mal. Nunca le habíaninteresado los niños, la obra, ni hacer las pacescon Vivien. Simplemente, había visto suoportunidad.

—Debería haber… —Su rostro sedescompuso—. Pero ¿por qué me miras así?Creía que te alegrarías. No has cambiado deopinión, ¿verdad? Escribí la carta con muchotacto, Jimmy, sin ser desconsiderada en absoluto,y ella va a ser la única que vea la fot…

—No. —Jimmy recuperó la voz—: No, nola va a ver.

—¿Jimmy?—De eso quería hablarte. —Guardó la

fotografía en el sobre y lo alejó de sí,devolviéndosela—. Tírala, Doll. No hace falta,ya no.

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—¿Qué quieres decir? —Los ojos de Dollyse entrecerraron, llenos de sospecha.

Jimmy sacó Peter Pan del bolsillo, cogió elcheque y lo deslizó sobre la mesa. Dolly le dio lavuelta con cautela.

Sus mejillas se ruborizaron.—¿Para qué es?—Me lo dio… Nos lo dio. Por ayudar en el

hospital, y para agradecerte que le devolvieras elmedallón.

—¿De verdad? —Las lágrimas bañaron losojos de Dolly; no eran lágrimas de tristeza, sinode alivio—. Pero, Jimmy…, son diez mil libras.

—Sí. —Encendió un cigarrillo mientras ellaobservaba el cheque, anonadada.

—Mucho más de lo que habría pedido.—Sí.Dolly se levantó de un salto para besarlo, y

Jimmy no sintió nada.

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Deambuló por Londres casi toda la tarde.Doll tenía su libro de Peter Pan… Había sidoreacio a desprenderse de él, pero Dolly se loarrebató y le rogó que le permitiese llevarlo acasa y ¿cómo podría haberle explicado sureticencia? Sí se había quedado el cheque, queera un peso muerto en el bolsillo mientrasvagaba por una calle tras otra cubiertas deescombros. Sin su cámara no veía los pequeñosdetalles poéticos de la guerra, no veía más queuna destrucción aterradora. Una cosa sabía aciencia cierta: sería incapaz de usar un solopenique de ese dinero y creía que no podríamirar a Doll a los ojos si ella lo hacía.

Estaba llorando cuando regresó a suhabitación, lágrimas ardientes, furiosas, que selimpió con el dorso de la mano, porque todohabía salido mal y no sabía cómo arreglarlo. Supadre percibió que estaba molesto, y le preguntó

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si algún niño del barrio le trataba mal en laescuela… ¿Quería que su papá fuese a darlesuna lección? El corazón de Jimmy dio un vuelcoante el imposible anhelo de regresar, de ser unniño otra vez. Dio a su padre un beso en lacabeza y le dijo que estaba bien y, al hacerlo, viola carta sobre la mesa, dirigida en letra pequeñay clara al señor J. Metcalfe.

El remitente era una mujer llamada KatyEllis, y su motivo para escribir a Jimmy, segúndecía, era la señora Vivien Jenkins. Mientrasleía, el corazón de Jimmy comenzó a latir conira, amor y, finalmente, determinación. Katy Ellisofrecía razones de peso para que Jimmypermaneciese lejos de Vivien, pero Jimmy solosintió una necesidad desesperada deencontrarla. Por fin entendía todo lo que le habíaparecido tan confuso.

En cuanto a la carta que Dolly Smitham

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escribió a Vivien Jenkins y la fotografía quecontenía el sobre, quedaron olvidadas. Dolly yano tenía necesidad de ellas, por lo que no buscóel sobre y no echó de menos su desaparición.Pero desapareció. Arrastrado por la gruesamanga de su abrigo blanco al agarrar el chequee inclinarse extasiada para besar a Jimmy, elsobre se detuvo al borde de la mesa, osciló unossegundos antes de vencerse, al fin, y cayó enesa fina rendija entre el asiento y la pared.

El sobre quedó oculto a simple vista y tal vezasí hubiese permanecido, acumulando polvo,carcomido por las cucarachas, desintegrado alfin en el continuo flujo y reflujo de lasestaciones, hasta mucho después de que esosnombres que contenía no fuesen más que ecosde vidas lejanas. Pero el destino es juguetón yno fue eso lo que ocurrió.

Esa misma noche, mientras Dolly dormía,acurrucada en su angosta cama en RillingtonPlace, donde soñaba con la cara que puso la

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señora White cuando anunció que se iba de lapensión, un Heinkel 111 de la Luftwaffe, ya deregreso a Berlín, soltó una bomba de relojeríaque cayó en silencio por el cálido cielo nocturno.El piloto habría preferido alcanzar Marble Arch,pero estaba cansado y su puntería se resintió, demodo que la bomba cayó donde estaba la verjade hierro, justo enfrente de Lyons CornerHouse. Detonó a las cuatro de la mañanasiguiente, precisamente cuando Dolly, que sedespertó temprano, demasiado excitada paraseguir durmiendo, se sentaba en la cama,hojeando el ejemplar de Peter Pan que habíatraído del restaurante, y copió su nombre(Dorothy), con gran esmero, encima de ladedicatoria. Qué amable Vivien al regalárselo…Dolly se entristeció al pensar lo mal que la habíajuzgado, en especial cuando la fotografía deJimmy, con las dos juntas en la obra, cayó deentre las páginas. Se alegraba de que ahorafuesen amigas. La bomba se llevó el restaurante

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y la mitad de la casa de al lado. Hubo víctimas,pero no tantas como era de esperar, y laambulancia de la Estación 39 respondió conprontitud, tras lo cual se rastrearon las ruinas enbusca de supervivientes. Una amable agentellamada Sue, cuyo marido había regresado deDunkerque con neurosis de guerra y cuyo únicohijo había sido evacuado a un lugar de Galescuyo nombre era incapaz de pronunciar, estaballegando al final de su turno cuando vio algoentre los escombros.

Sue se frotó los ojos y bostezó, pensó endejarlo, pero decidió agacharse para recogerlo.Se trataba de una carta, con destinatario ysellos, pero que no había sido enviada. Porsupuesto, no la leyó, pero el sobre no estabacerrado y una fotografía se deslizó en la palmade su mano. Ahora que el amanecer reinababrillante sobre un Londres devastado, Sue lo viocon claridad: era una fotografía de un hombre yuna mujer, amantes, como dedujo con una sola

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mirada. Cómo clavaba el hombre los ojos en esabella joven; no podía dejar de mirarla. Él nosonreía como ella, pero todo en ese gestotransmitió a Sue que el hombre de la fotografíaamaba a esa mujer con todo su corazón.

Se sonrió, un poco triste, recordando cómoella y Don solían mirarse el uno al otro, y cerróla carta y se la metió en el bolsillo. Se subió deun salto en su viejo Daimler junto a sucompañera de turno, Vera, y condujeron devuelta al centro. Sue creía en el optimismo y enayudar a los demás; enviar esa nota de los dosamantes sería su primera buena acción en esedía naciente. Echó el sobre en un buzón decamino a casa y, el resto de su vida, casisiempre feliz, de vez en cuando recordaba aesos amantes y deseaba que todo les hubierasalido bien.

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29

Greenacres, 2011

Un día más de ese veranillo otoñal, y una calimadorada se cernía sobre los campos. Tras pasarla mañana junto a su madre, Laurel entregó eltestigo a Rose y dejó a ambas con el ventilador,que giraba despacio sobre el tocador, y seaventuró a salir. Tenía intención de dar un paseojunto el arroyo para estirar las piernas, pero lacasa del árbol acaparó su atención, y se decidióa subir la escalera. Iba a ser la primera vez encincuenta años.

Cielos, la puerta era mucho más baja de loque recordaba. Laurel trepó, con el traseroinclinado en un ángulo desafortunado, tras locual se sentó con las piernas cruzadas, a

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contemplar la habitación. Sonrió cuando vio elespejo de Daphne, que todavía estaba en la vigatransversal. El tiempo había resquebrajado elazogue, de modo que, cuando Laurel miró sureflejo, la imagen parecía moteada, como si seviera a través del agua. Era extraño encontrarseen este lugar lleno de recuerdos de la infancia yver su cara avejentada frente a ella. ComoAlicia al caer por la madriguera del conejo; o,más bien, al caer de nuevo, cincuenta años mástarde, y descubrir que solo ella había cambiado.

Laurel dejó el espejo en su sitio y fue amirar por la ventana, tal como había hecho esedía; casi podía oír ladrar a Barnaby, ver la gallinade un ala trazando círculos en el polvo, sentir elresplandor del verano reflejado en las piedrasdel camino. Estaba casi convencida de que, sivolvía la vista hacia la casa, vería el aro dejuguete de Iris meciéndose contra el poste bajoel roce de la brisa cálida. Y, por tanto, no miró.A veces la distancia de los años, todo eso que

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acababa entre sus pliegues de acordeón, seconvertía en un dolor físico. Laurel se apartó dela ventana.

Había traído la fotografía de Dorothy yVivien a la casa del árbol, la que Rose habíaencontrado dentro de Peter Pan, y la sacó delbolsillo. Junto con la obra, la llevaba consigo atodas partes desde que regresó de Oxford; sehabía convertido en una especie de talismán, elpunto de partida de este misterio que trataba dedesentrañar y (por Dios, eso esperaba), con unpoco de suerte, la clave para solventarlo. Nohabían sido amigas, había dicho Gerry, pero, enese caso, ¿cómo explicar esta fotografía?

Decidida a encontrar una pista, Laurelcontempló a ambas mujeres, quienes, cogidasdel brazo, sonreían al fotógrafo. ¿Dónde sehicieron la fotografía?, se preguntó. En unahabitación, eso era evidente; una habitación detecho inclinado…, ¿una buhardilla, tal vez? Noaparecía nadie más en la foto, pero detrás de las

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mujeres había una pequeña mancha oscura quepodría ser una persona que avanzaba muydeprisa… Laurel miró más de cerca…, unapersona menuda, a menos que la perspectivafuese engañosa. ¿Un niño? Tal vez. Aunque esono era de gran ayuda, pues hay niños por todaspartes. (¿O no, en ese Londres en tiempos deguerra? Muchos fueron evacuados, en especialdurante los primeros años, cuando Londressufría constantes bombardeos).

Laurel suspiró, frustrada. Era inútil; a pesarde todos sus esfuerzos, seguía siendo un juegode adivinanzas: una opción era tan plausiblecomo la siguiente y nada de lo que habíadescubierto hasta el momento explicaba lascircunstancias de este retrato. Salvo, quizás, ellibro donde se había ocultado durante todasestas décadas. ¿Significaba algo? ¿Guardabanrelación esos dos objetos? ¿Su madre y Vivienhabían actuado en una obra juntas? ¿O setrataba, simplemente, de otra coincidencia

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exasperante?Centró su atención en Dorothy, para lo cual

se ajustó las gafas e inclinó la fotografía bajo laluz procedente de la ventana abierta, para vermejor cada detalle. Reparó en un rasgo extrañoen el rostro de su madre; era un gesto forzado,como si el excelente humor que mostraba alfotógrafo no fuese del todo genuino. No eraantipatía, ciertamente no; no se percibía que nole gustase la persona que sostenía la cámara…Más bien parecía que esa felicidad era en parteuna actuación. Que la motivaba otra emociónque no era pura alegría.

—¡Eh!Laurel se sobresaltó y lanzó un graznido

similar al de un búho. Miró a la entrada de lacasa del árbol. Gerry se encontraba al pie de laescalera, riéndose.

—Oh, Lol —dijo, sacudiendo la cabeza—.Deberías haberte visto la cara.

—Sí. Muy divertido, seguro.

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—De verdad que sí.El corazón de Laurel aún latía con fuerza.—Para un niño, tal vez. —Miró el camino

vacío—. ¿Cómo has venido? No he oído ningúncoche.

—Hemos estado trabajando en lateleportación…, ya sabes, disolver la materia yluego transmitirla. Va bastante bien por ahora,aunque creo que me he dejado la mitad delcerebro en Cambridge.

Laurel sonrió con una paciencia exagerada.Si bien se sentía encantada de ver a su hermano,no estaba de humor para bromas.

—¿No? Ah, vale. Cogí un autobús y caminédesde la aldea. —Se subió y se sentó a su lado.Parecía un gigante greñudo y desgarbado queestiraba el cuello para contemplar la casa delárbol desde todos los ángulos—. Dios, cuántotiempo desde la última vez que subí aquí. Megusta mucho cómo lo tienes decorado.

—Gerry.

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—Es decir, también me gusta tuapartamento de Londres, pero esto es menospretencioso, ¿no crees? Más natural.

—¿Ya has acabado? —Laurel lo reprendiócon la mirada.

Gerry fingió reflexionar, dándose golpecitosen la barbilla con un dedo, y se echó atrás elpelo enmarañado.

—¿Sabes? Creo que sí.—Qué bien. Ahora, ¿tendrías la amabilidad

de decirme qué descubriste en Londres? Nopretendo ser maleducada, pero estoy intentandoresolver un importante misterio familiar.

—Bueno, vale. Si te pones así… —Llevabauna cartera de lona verde y se pasó la correapor encima de la cabeza; sus dedos largoshurgaron dentro para sacar un pequeñocuaderno. Laurel se sintió consternada al verlo,pero se mordió la lengua y no comentó lodesvencijado que estaba: trozos de papel quesobresalían por todas partes, Post-it arrugados

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arriba y abajo, una mancha de café en laportada. Su hermano tenía un doctorado ymucho más: era de suponer que sabía tomarbien notas, era de esperar que fuese capaz deencontrarlas.

—Mientras estás ocupado —dijo condecidida alegría—. He estado pensando en loque dijiste por teléfono el otro día.

—¿Hum? —Gerry continuó rebuscandoentre ese montón de papeles.

—Dijiste que Dorothy y Vivien no eranamigas, que casi no se conocían.

—Eso es.—Es que… Lo siento, pero no entiendo

cómo es posible. ¿No crees que a lo mejor teequivocaste? Me refiero a que… —levantó lafotografía de las dos jóvenes cogidas del brazo,sonrientes— ¿qué dices de esto?

Gerry tomó la fotografía.—Digo que son dos jóvenes muy bonitas. La

calidad del revelado ha mejorado una barbaridad

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desde entonces. El blanco y negro proporcionaun acabado mucho más sugerente que el…

—Gerry —advirtió Laurel.—Y —le devolvió el retrato— digo que lo

único que esta foto me dice es que en ciertomomento, hace setenta años, nuestra madrecogió del brazo a una mujer y sonrió a lacámara.

Maldita lógica científica. Laurel torció elgesto.

—¿Y esto? —Sacó la vieja copia de PeterPan y la abrió—. Lleva una dedicatoria —dijo,señalando con el dedo las líneas escritas a mano—. Mira.

Gerry dejó sus papeles sobre el regazo ytomó el libro. Leyó el mensaje.

—«Para Dorothy. Una amistad verdaderaes una luz entre las tinieblas. Vivien».

Fue un tanto mezquino por su parte, lo sabía,pero Laurel se sintió un poquito triunfante.

—Eso es un poco más difícil de contradecir,

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¿o no?Se llevó el pulgar al hoyuelo de la barbilla y

frunció el ceño, sin quitar la vista de la página.—Esto, lo reconozco, es un poco más

complicado. —Se acercó el libro, arqueó lascejas como si tratara de concentrarse, y seinclinó hacia la luz. Mientras Laurel observaba,una sonrisa iluminó la cara de su hermano.

—¿Qué? —preguntó—. ¿Qué pasa?—Bueno, no me extraña que no lo hayas

notado… Vosotros los de letras no os fijáismucho en los detalles.

—¿De qué hablas, Gerry?Gerry le devolvió el libro.—Mira bien. Me parece que la dedicatoria

está escrita con una pluma diferente al nombreque lo encabeza.

Laurel se situó bajo la ventana de la casa delárbol para que la luz del sol iluminase la página.Se ajustó las gafas de leer y miró con sumaatención la dedicatoria.

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Vaya, qué detective estaba hecha. Laurel nopodía creer que no lo hubiese notado antes. Elmensaje acerca de la amistad estaba escrito conuna pluma y las palabras «Para Dorothy», en loalto, también en tinta negra, con otra, un pocomás fina. Era posible que Vivien hubiesecomenzado a escribir con una y continuase conotra (quizás se le acabó la tinta), pero era pocoprobable.

Laurel sintió el desaliento de buscar unaaguja en un pajar, especialmente cuando, alseguir mirando, comenzó a percibir diferenciasentre las dos letras. Habló en voz baja,desanimada:

—Lo que sugieres es que mamá añadió sunombre, ¿no? Para que pareciese un regalo deVivien.

—No sugiero nada. Solo digo que se tratade dos plumas diferentes. Pero sí, es una claraposibilidad, sobre todo a la luz de lasobservaciones del doctor Rufus.

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—Sí —dijo Laurel, que cerró el libro—. Eldoctor Rufus… Cuéntame todo lo queaveriguaste, Gerry. Todo lo que escribió acercade ese —movió los dedos— trastorno obsesivode mamá.

—En primer lugar, no era un trastornoobsesivo, era solo una obsesión de las de andarpor casa.

—¿Es que hay diferencias?—Bueno, sí. Una es una definición clínica, la

otra es una característica común. Sin duda, eldoctor Rufus pensaba que tenía ciertosproblemas (ahora hablamos de eso), pero nuncafue su paciente. El doctor Rufus la conocíadesde niña…, su hija era amiga de mamá enCoventry. Le caía bien, supongo, y se interesópor su vida.

Laurel echó un vistazo a la fotografía quesostenía en la mano, a su madre, joven yhermosa.

—Se interesó, claro.

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—Quedaban a menudo para comer y…—… Y a él le daba por escribir casi todo lo

que le contaba. Vaya amigo.—Y menos mal, por lo que a nosotros se

refiere. —Laurel tuvo que concederle la razón.Gerry cerró el cuaderno y miró la nota que

había pegado en la cubierta.—Según Lionel Rufus, siempre fue una

chica extravertida, juguetona, divertida y muyimaginativa…, como ya sabemos que es mamá.Sus orígenes eran bastante humildes, pero semoría de ganas de vivir una vida fabulosa. Seinteresó por ella porque llevaba a cabo unainvestigación sobre el narcisismo…

—¿Narcisismo?—… En concreto el papel de la fantasía

como mecanismo de defensa. Percibió quealgunas cosas que mamá hacía o decía deadolescente concordaban con la lista de rasgosque investigaba. Nada exagerado, solo ciertonivel de ensimismamiento, una necesidad de ser

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admirada, una tendencia a considerarseexcepcional, a soñar con ser exitosa y popular…

—Como todos los adolescentes que heconocido.

—Exactamente, y todo forma parte de unaescala. Algunos rasgos narcisistas son comunesy normales, otras personas se valen de esosrasgos de tal forma que la sociedad losrecompensa con generosidad.

—¿Por ejemplo?—Oh, no sé… Actores… —Sonrió con

picardía—. Pero, en serio, a pesar de lo queCaravaggio nos quiera hacer creer, no se tratade pasarse el día ante un espejo.

—Eso espero. Daphne estaría en un lío siasí fuera.

—Pero la gente con personalidad contendencia al narcisismo es susceptible de tenerideas y fantasías obsesivas.

—¿Como amistades imaginarias conpersonas a las que admiran?

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—Sí, exactamente. Muchas veces se tratade una inofensiva ilusión que acaba pordesvanecerse, sin que afecte al objeto de esearrebato; en otras ocasiones, sin embargo, si lapersona se ve obligada a confrontar el hecho deque su fantasía no es real (si ocurre algo queresquebraja el espejo, por así decirlo), bueno,digamos que suelen sentir los rechazos muyvivamente.

—¿Y suelen buscar venganza?—Eso creo. Aunque es más probable que

piensen que buscan justicia y no venganza.Laurel encendió un cigarrillo.—Las notas de Rufus no se explayan

demasiado, pero parece que a comienzos de losaños cuarenta, cuando mamá tenía unosdiecinueve años, tuvo dos grandes fantasías: laprimera con respecto a su señora…, estabaconvencida de que la vieja aristócrata laconsideraba como si fuera su hija y le iba a dejarla mayor parte de sus bienes…

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—¿Y no lo hizo?Gerry inclinó la cabeza y esperó

pacientemente a que Laurel dijese:—No, por supuesto que no. Continúa…—La segunda fue su amistad imaginaria con

Vivien. Se conocían, pero no tanto como mamácreía.

—¿Y entonces ocurrió algo que estropeó lafantasía?

Gerry asintió.—No encontré muchos detalles, pero Rufus

escribió que mamá sufrió una «afrenta» deVivien Jenkins; las circunstancias no estánclaras, pero tengo entendido que Vivien declaróabiertamente que no la conocía. Mamá se sintióherida y humillada, enfadada también, pero bien,o eso pensaba él, hasta que más o menos unmes más tarde supo que tenía una especie deplan para «arreglar las cosas».

—¿Eso le dijo mamá?—No, no creo… —Gerry recorrió la nota

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con la vista—. No especificó cómo lo supo, perome dio la impresión, por su forma de expresarse,de que esa información no provino directamentede mamá.

Laurel torció la boca, pensativa. Laspalabras «arreglar las cosas» le recordó la visitaa Kitty Barker, en concreto la descripción quehizo la anciana de esa noche que salió a bailarcon mamá. El extraño comportamiento de Dolly,ese «plan» del que hablaba sin parar, la amigaque la acompañaba, una muchacha con quienhabía crecido en Coventry. Laurel fumóensimismada. La hija del doctor Rufus, tenía queser ella, quien más tarde contaría a su padre loque había oído.

Laurel sintió lástima por su madre:despreciada por una amiga, delatada por otra.Recordaba muy bien la ardiente intensidad desus fantasías de adolescente; fue un alivioconvertirse en actriz y ser capaz de expresarlasen sus creaciones artísticas. Dorothy, sin

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embargo, no había tenido esa oportunidad…—Entonces, ¿qué sucedió, Gerry? —dijo—.

¿Mamá olvidó sus fantasías y se convirtió en símisma? —Laurel recordó el cuento delcocodrilo que inventó su madre. Ese tipo decambio era exactamente lo que sugería en elrelato, ¿o no? La transición de la joven Dolly delos recuerdos londinenses de Kitty Barker a laDorothy Nicolson de Greenacres.

—Sí.—¿Es posible algo así?Gerry se encogió de hombros.—Puede ocurrir, puesto que ha ocurrido.

Mamá es la prueba.Laurel movió la cabeza, maravillada.—Vosotros los científicos os creéis todo lo

que las pruebas os dicen.—Pues claro. Por eso se llaman pruebas.—Pero, Gerry, ¿cómo…? —Laurel

necesitaba algo más—. ¿Cómo se libró deesos… rasgos?

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—Bueno, si consultamos las teorías denuestro buen amigo Lionel Rufus, parece que,aunque algunas personas llegan a padecer unauténtico trastorno de la personalidad, muchasotras superan esos rasgos narcisistas de laadolescencia al llegar a la edad adulta. Demayor importancia para el caso de mamá, sinembargo, es su teoría de que un acontecimientotraumático (ya sabes, una fuerte impresión, unapérdida, un desengaño), algo que no pertenece alámbito propio de la persona narcisista, puede, enalgunos casos, «curarlas».

—¿Devolverlas a la realidad, quieres decir?¿Y que miren hacia fuera en lugar de haciadentro?

—Exactamente.Era lo que se habían planteado esa noche en

Cambridge: que su madre había participado enalgo que salió muy mal y por ello se convirtió enmejor persona.

—Supongo que es así con todos nosotros…

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—dijo Gerry—. Crecemos y cambiamos segúnnos trate la vida.

Laurel asintió absorta y se terminó elcigarrillo. Gerry estaba guardando el cuaderno yparecía que habían llegado al final del camino,pero entonces se le ocurrió algo.

—Has dicho que el doctor Rufus estudiabala fantasía como mecanismo de defensa.¿Defensa contra qué, Gerry?

—Un montón de cosas, aunque el doctorRufus creía que los niños que se sentíaninadaptados en sus familias (ya sabes, que suspadres los mantenían a distancia o se sentíanraros o diferentes) eran susceptibles dedesarrollar rasgos narcisistas como una formade autoprotección.

Laurel caviló sobre la reticencia de sumadre a hablar acerca de su pasado enCoventry, de su familia. Siempre lo habíaaceptado, pensando que la afectabasobremanera el dolor de su pérdida; ahora, sin

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embargo, se preguntó si su silencio no respondíaen parte a otro motivo. «Yo solía meterme enlíos cuando era joven. —Laurel recordó laspalabras de su madre (que solía decir cuandoLaurel se portaba mal)—; siempre me sentídiferente a mis padres… Creo que no sabíanmuy bien qué hacer conmigo». ¿Y si la jovenDorothy Smitham nunca fue feliz en su hogar?¿Y si se sintió un ser marginal toda su vida y susoledad la impulsó a crear esas fantasíasgrandiosas en un desesperado intento por saciarsu hambre interior? ¿Y si todo hubiera salidoterriblemente mal y sus sueños sedesmoronasen, y tuviese que convivir con esehecho hasta que al fin se le concedió unasegunda oportunidad, la ocasión de superar elpasado y comenzar de nuevo, para convertirse,esta vez sí, en la persona que siempre quiso ser,rodeada de una familia que la adoraba?

No era de extrañar que la hubieseconmocionado de tal modo ver a Henry Jenkins,

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después de tanto tiempo, llegando por el camino.Debió de ver al causante del fracaso de su gransueño y su aparición representaría una colisióndel pasado y del presente propia de unapesadilla. Tal vez fuese la impresión lo que lallevó a hundir el cuchillo. La impresión y eltemor a perder la familia que había formado yque adoraba. Laurel no se sentía menosdesgarrada por lo que había visto, pero sin duda,en cierta medida, ayudaba a explicarlo.

Pero ¿cuál fue ese «acontecimientotraumático» que tanto la cambió? Tenía que vercon Vivien, con ese plan; Laurel habría apostadoun brazo. Pero ¿qué, exactamente? ¿Existíaalguna manera de averiguarlo? ¿Un lugar dondebuscar?

Laurel pensó en el baúl cerrado de labuhardilla, el lugar donde su madre habíaescondido el libro y la fotografía. Contenía muypocas cosas: solo el viejo abrigo blanco, el Mr.Punch de su madre y la tarjeta de

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agradecimiento. El abrigo formaba parte de lahistoria (con certeza, ese billete que databa de1941 debía de ser el que mamá compró al huirde Londres), si bien era imposible saber laprocedencia de la figurilla… Pero ¿y la tarjeta yel sobre con el sello de la coronación? Alencontrar la tarjeta Laurel experimentó unefímero déjà-vu… Se preguntó si merecería lapena echarle otro vistazo.

Esa noche, cuando el calor del díacomenzaba a batirse en retirada y caía la noche,Laurel dejó a sus hermanas mirando viejasfotografías y desapareció en la buhardilla. Habíacogido la llave en la mesilla de su madre sinsiquiera una pizca de remordimientos. Tal vez,como sabía exactamente qué contenía el baúl,curiosear ya no era tan grave. Eso o susprincipios morales yacían casi moribundos. Encualquier caso, no se entretuvo: tomó lo que

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buscaba y enseguida volvió abajo.Cuando Laurel devolvió la llave, Dorothy

aún dormía, con la sábana extendida sobre elcuerpo y el rostro pálido sobre la almohada. Laenfermera se había ido hacía una hora y Laurelayudó a bañar a su madre. Mientras bajaba elcamisón de franela por los brazos de la anciana,pensó: «Estos son los brazos que me criaron»; alsostener la mano, vieja, vieja, se descubrió a símisma tratando de recordar la sensaciónopuesta, sus dedos pequeñitos cubiertos por lamano segura de su madre. Incluso el clima, esecalor tan impropio de la estación, las ráfagas deaire cálido que llegaban de la chimenea, hizo queLaurel sintiera una nostalgia inexplicable. «Nohay nada inexplicable en ello —dijo una vozdentro de su cabeza—. Tu madre se muere…,claro que sientes nostalgia». A Laurel no legustó esa voz y la espantó.

Rose asomó la cabeza por la puerta de suhabitación y dijo, en voz baja:

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—Acaba de llamar Daphne. Su aviónaterriza en Heathrow mañana al mediodía.

Laurel asintió. Menos mal. Antes de irse, laenfermera les había dicho, con una delicadezaque Laurel agradeció, que era hora de llamar alresto de la familia. «No le queda mucho caminopor recorrer —dijo la enfermera—. Su largoviaje toca a su fin». Y era un largo viaje, sinduda: Dorothy había vivido toda una vida antesdel nacimiento de Laurel, una vida que Laurelapenas comenzaba a vislumbrar.

—¿Quieres algo? —dijo Rose, que ladeó lacabeza. Unas ondas de pelo plateado cayeronsobre un hombro—. ¿Una taza de té?

—No, gracias —dijo Laurel, y Rose se fue.Abajo, en la cocina, los sonidos delataron susmovimientos: el zumbido de la tetera, las tazasque se posaban en la mesa, el ruido de lacubertería en el cajón. Eran los sonidosreconfortantes de la vida en familia y Laurel sealegró de que su madre estuviese en casa para

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oírlos. Se acercó a la cama y se sentó en unasilla. Acarició la mejilla de Dorothy, levemente,con la yema de los dedos.

Era relajante ver el suave ascenso ydescenso del pecho de su madre. Laurel sepreguntó si, aun dormida, oía lo que sucedía a sualrededor; si estaría pensando: «Mis hijos estánaquí, mis hijos ya crecidos, felices y sanos, quedisfrutan al estar juntos». Era difícil de saber.Sin duda, el sueño de su madre era ahora másreposado; no había vuelto a tener pesadillasdesde esa noche y, si bien sus momentos delucidez eran escasos, cuando llegaban eranradiantes. Parecía haberse librado de lainquietud (de la culpa, supuso Laurel) que lahabía dominado durante las últimas semanas, yse alejaba del lugar donde reinaba la contrición.

Laurel se alegraba por ella; a pesar de loocurrido en el pasado, era insoportable pensarque su madre, cuya vida estaba llena de bondady amor (¿de arrepentimiento, quizás?) se viese

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engullida por la culpa al final del camino. Sinembargo, una parte egoísta de Laurel queríasaber más, necesitaba hablar con su madreantes del fin. Era abrumador pensar queDorothy Nicolson podía morir sin haber habladocon ella acerca de lo ocurrido ese día de 1961, yde lo que sucedió mucho antes, en 1941, ese«suceso traumático» que lo cambió todo. Aestas alturas, era evidente que Laurel solo iba aencontrar las respuestas que necesitaba siformulaba las preguntas a su madre. «Vuelve apreguntarme algún día, cuando seas mayor»,respondió su madre cuando Laurel quiso sabercómo ese cocodrilo se había transformado enpersona; y Laurel tenía intención de preguntarloya. Por sí misma, pero sobre todo para ofrecer asu madre la paz y el perdón verdadero que sinduda ansiaba.

—Háblame de tu amiga, mamá —dijoLaurel con voz queda en la habitación silenciosay en penumbra.

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Dorothy se movió y Laurel lo dijo de nuevo,un poco más fuerte:

—Háblame de Vivien.No esperaba respuesta (la enfermera le

había administrado morfina antes de irse) y norecibió ninguna. Laurel se recostó en la silla ysacó la vieja tarjeta del sobre.

El mensaje no había cambiado; aún decía«Gracias», nada más. No habían aparecidonuevas palabras, ni pistas acerca de la identidaddel remitente, ni respuestas al enigma quepretendía resolver.

Laurel dio vueltas y más vueltas a la tarjeta,preguntándose si la consideraba importante soloporque carecía de otras opciones. Al guardarlade nuevo en el sobre, el sello le llamó laatención.

Al igual que la última vez, sintió el roce deun recuerdo.

Algo se le escapaba, algo relacionado conese sello.

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Laurel lo miró más de cerca, y estudió lacara de la joven reina, el vestido de sucoronación… Era difícil de creer que habíanpasado casi sesenta años. Hizo sonar el sobre,pensativa. Quizás intuía que la tarjeta eraimportante no tanto en relación con el misteriode su madre como con un evento que dominóimponente la imaginación de la Laurel niña. Aúnrecordaba verlo en la televisión que sus padreshabían tomado prestada especialmente para laocasión; todos se reunieron a su alrededor y…

—¿Laurel? —La vieja voz era tan levecomo una voluta de humo.

Laurel apartó la tarjeta y apoyó los codos enel colchón mientras tomaba la mano de sumadre.

—Estoy aquí, mamá.Dorothy sonrió débilmente. Sus ojos se

empañaron al mirar a su hija mayor.—Estás aquí —repitió—. Creía que había

oído… Creía que habías dicho…

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«Vuelve a preguntarme algún día, cuandoseas mayor». Laurel se sintió al borde de unprecipicio; siempre había creído en losmomentos cruciales, que se abrían como unaencrucijada: este, lo sabía, era uno de ellos.

—Te preguntaba por tu amiga, mamá —dijo—. En Londres, en los años de la guerra.

—Jimmy. —El nombre surgió de súbito,acompañado por una mirada de pánico,desvalida—. Él… Yo no…

La cara de mamá era una máscara deangustia y Laurel se apresuró a calmarla.

—Jimmy no, mamá… Hablaba de Vivien.Dorothy no dijo ni una palabra. Laurel vio

que su mandíbula temblaba con frases nopronunciadas.

—Mamá, por favor.Y tal vez Dorothy percibió la desesperación

en la voz de su hija mayor, pues suspiró con undolor antiguo, sus párpados se estremecieron ydijo:

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—Vivien… era débil. Una víctima.A Laurel se le puso la piel de gallina. Vivien

era una víctima, fue la víctima de Dorothy…,era casi una confesión.

—¿Qué le ocurrió a Vivien, mamá?—Henry era una mala bestia…—¿Henry Jenkins?—Un hombre despiadado…, le pegaba… —

La anciana mano de Dorothy agarró la deLaurel, con dedos temblorosos.

La cara de Laurel se acaloró al comprender.Pensó en los interrogantes que se habíaplanteado al leer los diarios de Katy Ellis. Vivienno estaba enferma ni era estéril: estaba casadacon un hombre violento. Una bestia encantadoraque maltrataba a su esposa a puerta cerrada yse mostraba sonriente ante el mundo; quien lasometía a palizas que la mantenían en camadurante días al mismo tiempo que guardabavigilia a su lado.

—Era un secreto. Nadie lo sabía…

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Eso no era del todo cierto. Katy Ellis losupo: las eufemísticas referencias a la salud y elbienestar de Vivien; la excesiva preocupaciónpor la amistad de Vivien con Jimmy; la carta quetenía la intención de escribir, para explicarle porqué debía alejarse de ella. Katy se desesperabaintentando que Vivien no hiciese nada quedespertase la ira de su marido. ¿Por esoaconsejó a su joven amiga que no acudiese alhospital del doctor Tomalin? ¿Estaba Henryceloso del lugar que ocupaba ese hombre en elafecto de su esposa?

—Henry… Yo tenía miedo…Laurel miró la cara pálida de su madre.

Katy había sido la amiga y la confidente deVivien: era comprensible que conociese eselúgubre secreto conyugal; pero ¿cómo sabíamamá tal cosa? ¿La violencia de Henry no selimitó a los confines del hogar? ¿Por eso fracasóel plan de los jóvenes amantes?

Y entonces a Laurel se le ocurrió una idea

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repentina y terrible. Henry había matado aJimmy. Descubrió la amistad de Jimmy conVivien y lo mató. Por eso mamá no se habíacasado con el hombre al que amaba. Lasrespuestas caían como fichas de dominó: poreso sabía el secreto de la violencia de Henry,por eso estaba asustada.

—Por eso —dijo Laurel atropelladamente—. Mataste a Henry por lo que le hizo a Jimmy.

La respuesta llegó con tal ligereza quepodría haber sido el movimiento de las alas de lapolilla que entró por la ventana abierta y volabahacia la luz. Pero Laurel la oyó.

—Sí.Una sola palabra, pero fue música para los

oídos de Laurel. Esas dos sencillas letrasencerraban la respuesta a la pregunta de todauna vida.

—Te asustaste cuando vino aquí, aGreenacres, por si había venido a hacerte daño,porque todo salió mal y Vivien murió.

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—Sí.—Pensaste que también iba a hacer daño a

Gerry.—Él dijo… —Los ojos de mamá se abrieron

de par en par; agarró la mano de Laurel conmás fuerza—. Dijo que iba a destruir todo lo queyo amaba…

—Oh, mamá.—Igual que yo…, igual que yo había hecho

con él.Cuando su madre la soltó, extenuada, Laurel

podría haber llorado; la abrumó una sensaciónde alivio casi opresiva. Al fin, después desemanas de indagaciones y de años deconjeturas, todo quedó explicado: lo que habíavisto, la amenaza que sintió al ver al hombre desombrero negro avanzando por el camino, lareserva que más adelante no lograbacomprender.

Dorothy Nicolson mató a Henry Jenkinscuando vino a Greenacres en 1961 porque era

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un monstruo violento que solía maltratar a suesposa; había matado al amante de Dorothy ypasó dos décadas buscándola. Cuando laencontró, amenazó con destruir a la familia queella tanto quería.

—Laurel…—¿Sí, mamá?Pero Dorothy no dijo nada más. Sus labios

se movieron en silencio al mismo tiempo querastreaba los polvorientos rincones de su mente,aferrándose a hilos perdidos que era incapaz deagarrar.

—Tranquila, mamá. —Laurel acarició lafrente de su madre—. Todo va bien. Todo vabien ahora.

Laurel extendió las sábanas y se quedó untiempo observando la cara de su madre, yasosegada, dormida. Durante todo este tiempo,comprendió, esta búsqueda había sido motivadapor el anhelo de saber que su familia feliz, suinfancia entera, esas miradas llenas de amor

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entre su madre y su padre, no eran mentira. Yahora lo sabía.

Le dolía el pecho, sumido en una complejamezcla de ardiente amor, de sobrecogimiento y,sí, por fin, de aceptación.

—Te quiero, mamá —susurró, cerca deloído de Dorothy, y se sintió ante el final de subúsqueda—. Y te perdono, también.

Como de costumbre, la voz de Iris sonabacada vez más acalorada en la cocina y Laurel,de repente, deseó ir junto a sus hermanos. Subiólas mantas de mamá con delicadeza y le dio unbeso en la frente.

La tarjeta de agradecimiento reposaba en lasilla, detrás de ella, y Laurel la cogió, con laintención de guardarla en el dormitorio. Sumente ya estaba abajo, preparando una taza deté, debido a lo cual más tarde no sabría decir porqué notó esas pequeñas manchas negras en elsobre.

Pero las notó. A mitad de camino, en la

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habitación de mamá, sus pasos vacilaron y sedetuvieron. Se acercó a donde había más luz, sepuso las gafas de leer y acercó el sobre a losojos. Y, entonces, sonrió, lentamente,asombrada.

Había prestado tanta atención al sello quecasi se perdió la pista verdadera. Era una cartafranqueada. El matasellos, de hacía décadas, noera fácil de leer, pero era lo bastante claro paradistinguir la fecha en que enviaron la tarjeta (el 3de junio de 1953) y, mejor aún, de dónde lahabían enviado: Kensington (Londres).

Laurel miró atrás, a la figura dormida de sumadre. Era el mismo lugar donde mamá habíavivido durante la guerra, en una casa deCampden Grove. Pero ¿quién le había mandadouna tarjeta de agradecimiento más de unadécada después, y por qué?

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30

Londres, 23 de mayo de 1941

Vivien miró el reloj, la puerta de la cafetería y,finalmente, la calle. Jimmy había dicho que a lasdos, pero ya eran casi las dos y media y nohabía ni rastro de él. Quizás hubiese tenido unproblema en el trabajo, o quizás con su padre,pero Vivien no lo creía. Su mensaje había sidourgente (necesitaba verla) y lo había entregadomediante un método un tanto críptico; Vivien nopodía creer que se hubiese entretenido. Semordió el labio y volvió a mirar el reloj. Sus ojosrecorrieron la taza de té que se había servidohacía quince minutos, la muesca en el borde delplatillo, el té ya seco en la cuchara. Echó otrovistazo por la ventana, no vio a nadie que

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conociese e inclinó el sombrero para ocultarse lacara.

Su mensaje había sido una sorpresa, unasorpresa maravillosa, terrible, turbadora. Cuandole dio el cheque, Vivien creyó que no volvería averlo. No había sido un truco, un ardid paraembaucarlo; Vivien valoraba la vida de Jimmy, sino la propia, demasiado para ello. Su intenciónhabía sido la opuesta. Después de oír la historiadel doctor Rufus, tras darse cuenta de lasposibles repercusiones (para todos ellos) siHenry descubriese su amistad con Jimmy y sutrabajo en el hospital del doctor Tomalin, no viootra alternativa. Y, de hecho, era la alternativaperfecta. Proporcionaba dinero a Dolly y era eltipo de afrenta que más ofendería a un hombrecomo Jimmy, un hombre de honor, amable y, portanto, debería ser suficiente para mantenerloalejado (a salvo) para siempre. Vivien había sidoimprudente al permitirle acercarse tanto, deberíahaberlo sabido; ella misma había provocado esta

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situación.De alguna manera, dar el cheque a Jimmy

proporcionó a Vivien lo que más quería. Sonrió,solo un poco, al pensarlo. Su amor por Jimmyera generoso: no porque ella fuese buenapersona, sino porque debía serlo. Henry nuncapermitiría que estuviesen juntos, así que el amorde Vivien adquirió otra forma, la de desearle lamejor vida posible, incluso si ella no podíaformar parte de ese futuro. Jimmy y Dolly ahoratenían la libertad de cumplir sus sueños: irse deLondres, casarse, vivir felices para siempre. Yal regalar ese dinero que Henry tan celosamenteguardaba, Vivien lo golpeaba de la única maneraque podía. Lo descubriría, por supuesto. No erafácil soslayar las estrictas reglas de su herencia,pero a Vivien no le interesaba el dinero ni lo quepodía comprar: firmaba lo que Henry le pedía yella apenas necesitaba cosas. No obstante,Henry se encargaba de saber con precisión quégastaba y dónde; Vivien iba a pagar un alto

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precio, al igual que cuando hizo la donación alhospital del doctor Tomalin, pero valía la pena.Oh, sí, le complacía saber que el dinero quetanto deseaba acabaría en manos de otro.

Lo cual no significaba que despedirse deJimmy no fuese uno de los actos másangustiosos de la vida de Vivien, pues lo habíasido. Ahora que esperaba verlo, la alegríapalpitaba bajo su piel al imaginar que entraba poresa puerta, con el mechón de pelo moreno sobrelos ojos, esa sonrisa que sugería cosas secretas,ante la cual se sentía comprendida y admiradaantes de que él dijese una sola palabra: no sepodía creer que hubiese encontrado la fuerzapara haber venido.

Ahora, en el café, alzó la vista cuando unade las camareras se acercó a su mesa y lepreguntó si deseaba algo de comer. Vivien le dijoque no, que por el momento solo quería té. Se leocurrió que Jimmy quizás hubiese venido y sehubiese ido ya, que no había llegado a tiempo

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(Henry estaba inusualmente tenso estos días, nohabía sido fácil escabullirse), pero, cuando lepreguntó, la camarera negó con la cabeza.

—Sé quién dice —afirmó—. Un hombreguapo que siempre lleva una cámara. —Vivienasintió—. Llevo un par de días sin verlo, losiento.

La camarera se fue y Vivien se giró y mirópor la ventana de nuevo, a ambos lados de lacalle, por si veía a Jimmy o a alguien queestuviese al acecho. Las palabras del doctorRufus la dejaron conmocionada al principio,pero, de camino a casa de Jimmy, Vivien creyócomprender: la desolación de Dolly alimaginarse rechazada, su sed de venganza, suardiente deseo de reinventarse y comenzar denuevo. Había personas, pensó, para quienes unardid de este tipo sería inconcebible, pero Vivienno era una de ellas. No le resultaba difícil creerque una persona podría llegar a tales extremos sipensaba que así podría escapar; en especial,

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alguien como Dolly, a la deriva tras la muerte desu familia.

La parte de la historia del doctor Rufus quecortaba como un cuchillo era que Jimmyestuviese involucrado. Vivien se negaba a creerque todo lo que habían compartido había sidouna mentira. Sabía que no lo había sido. Noimportaban los motivos por los cuales Jimmy seacercó a ella ese día en la calle: lo que ambossentían era real. Su corazón se lo decía, y elcorazón de Vivien nunca se equivocaba. Losupo esa misma noche, en la cantina, cuando viola fotografía de Nella y exclamó, y Jimmy alzó lavista y sus ojos se encontraron. Lo sabía,también, porque él no se había alejado. Le habíadado el cheque (todo lo que Dolly ansiaba ymás), pero no se había ido. Jimmy se negaba adejarla marchar.

Jimmy envió un mensaje mediante una mujera la que Vivien no conocía, bajita y simpática,que llamó a la puerta del 25 de Campden Grove

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con una lata en la mano para pedir donaciones alHospital de Soldados. Vivien estaba a punto decoger el bolso cuando la mujer sacudió la cabezay susurró que Jimmy necesitaba verla, que laesperaría en el café de la estación el viernes alas dos. Y la mujer desapareció y Vivien sintió elrenacer de la esperanza antes de saber cómocontenerla.

Pero (Vivien miró el reloj) ya eran casi lastres; no iba a venir. Lo sabía. Lo había sabidodurante la última media hora.

Henry llegaría a casa dentro de una hora ytenía que ocuparse de ciertas cosas antes deque apareciese, esas cosas que él daba porhechas. Vivien se levantó y metió la silla debajode la mesa. Su decepción era ahora cien vecesmás desoladora que la última vez que lo vio.Pero no podía esperar más tiempo; ya se habíaquedado más de lo que era sensato. Vivien pagóla taza de té y, tras recorrer el café con unaúltima mirada, se caló el sombrero y se apresuró

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hacia Campden Grove.

—¿Has salido de paseo?Vivien se puso rígida en el vestíbulo de

entrada; miró por encima del hombro, al otrolado la puerta abierta. Henry se encontraba enel sillón, con las piernas cruzadas, los zapatosnegros relucientes, y la observaba por encima deun voluminoso informe del ministerio.

—Yo… —Sus pensamientos se estancaron.Había llegado temprano. Debía darle labienvenida en la puerta cuando llegaba a casa,ofrecerle un whisky y preguntarle si había tenidoun buen día—. Hace un día precioso. No mepude resistir.

—¿Has ido al parque?—Sí. —Sonrió, tratando de inmovilizar el

conejo que saltaba en su pecho—. Los tulipanesestán en flor.

—¿De verdad?

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—Sí.Alzó de nuevo el informe, que le cubrió la

cara, y Vivien se permitió respirar una vez más.Se quedó donde estaba, pero solo un segundo,para estar segura. Con cuidado de no moversedemasiado rápido, dejó el sombrero en elperchero, se quitó la bufanda y caminó ensilencio, lejos.

—¿Has visto a algún amigo mientrasestabas fuera? —La voz de Henry la detuvo alpie de las escaleras.

Vivien se dio la vuelta, lentamente; Henry seapoyaba, indiferente, contra la jamba del salón,mesándose el bigote. Había estado bebiendo; lodenotaban sus modales, esa laxitud que Vivienreconocía, que le encogió el estómago contemor. Otras mujeres, lo sabía, pensaban queHenry era atractivo, por esa expresión oscura,casi burlona, por la forma en que sus ojos seclavaban en los de ellas; pero no Vivien. No lopensó jamás. Desde la noche en que se

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conocieron, cuando creía estar sola junto al lago,en Nordstrom, y alzó la vista para encontrarloapoyado contra una pared, observándolamientras fumaba. Había algo en esos ojos almirarla; lujuria, por supuesto, pero algo más. Sele puso la piel de gallina. Lo vio en sus ojosahora, una vez más.

—Vaya, Henry, no —dijo, con el tono másligero que pudo—, claro que no. Ya sabes queno tengo tiempo para ver a mis amigos, no conel trabajo en la cantina.

En la casa reinaba el silencio: abajo lacocinera no estiraba la masa para el pastel de lacena, la doncella no forcejeaba con el cable dela aspiradora. Vivien echaba de menos a Sarah;la pobre chica había llorado, avergonzada yhumillada, cuando Vivien los sorprendió juntosesa tarde. Henry se puso furioso, el placermalogrado y la dignidad maltrecha. Paracastigar la docilidad de Sarah, la despidió; paracastigar a la inoportuna Vivien, la obligó a

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quedarse.Y aquí estaban ambos, a solas. Henry y

Vivien Jenkins, un hombre y su esposa. «Henryfue uno de mis mejores estudiantes —le dijo sutío al anunciarle lo que los dos hombres habíanacordado en su estudio, lleno de humo—. Es undistinguido caballero. Tienes mucha suerte deque se haya interesado por ti».

—Creo que voy a subir a acostarme —dijo,tras una pausa que había parecido interminable.

—¿Cansada, cariño?—Sí. —Vivien trató de sonreír—. Los

bombardeos. Todo Londres está cansado,supongo.

—Sí —Henry se acercó, con labios quesonreían y ojos que no—. Supongo que sí.

El puño de Henry alcanzó su oreja izquierday el zumbido fue ensordecedor. La fuerza delgolpe lanzó su rostro contra la pared de la

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entrada y cayó al suelo. En el acto, Henryestaba encima de ella, agarrando el vestido,sacudiéndola, mientras ese rostro bello sedescomponía por la ira y la golpeaba. Gritaba, lesalían hilillos de saliva por la boca que caían enla cara de Vivien, en el cuello, y los ojos se leencendían al decirle una y otra vez que ella lepertenecía y siempre le pertenecería, que era sutrofeo, que nunca consentiría que otro hombre latocase, que prefería verla muerta antes quedejarla marchar.

Vivien cerró los ojos; sabía que se volvíaloco de furia cuando se negaba a mirarlo. Enefecto, la sacudió con más fuerza, la agarró porla garganta, gritó cerca de su oreja.

Al fondo de su mente, Vivien buscó elarroyo, las luces brillantes…

Nunca ofrecía resistencia, ni siquiera cuandosus puños se le hundían en los costados, y esaparte de sí misma, acurrucada en su interior, laesencia de Vivien Longmeyer que había

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escondido hacía tanto tiempo, forcejeó paraliberarse. Su tío habría alcanzado un acuerdo ensu estudio lleno de humo, pero Vivien tenía susmotivos para ser tan dócil. Katy había hecho loposible para que cambiase de opinión, peroVivien siempre fue terca. Esta era su penitencia,era lo que merecía. Sus puños fueron el motivopor el que la castigaron, el motivo por el que sequedó en casa, el motivo por el que su familiavolvió a toda prisa del picnic y se extravió.

Su mente era ya líquida; estaba en eltúnel, buceando cada vez más hondo, conbrazos y piernas fuertes, que la impulsabana través del agua hacia casa…

A Vivien no le importaba ser castigada; solose preguntaba cuándo acabaría. Cuándoacabaría Henry con ella. Porque algún día loharía, no le cabía duda. Vivien contuvo el aliento,con la esperanza de que fuese ahora. Pues,cada vez que se despertaba y se encontrabaaquí, todavía, en la casa de Campden Grove,

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dentro de ella el abismo de la desesperación sevolvía más profundo.

El agua estaba más cálida ahora; estabacada vez más cerca. A lo lejos, las primerasluces centelleantes. Vivien nadó haciaellas…

¿Qué sucedería, se preguntó, cuando lamatase? Conociendo a Henry, sabía que seaseguraría de que alguien cargase con la culpa.O haría que pareciese un accidente: una caídadesafortunada, mala suerte en los ataquesaéreos. El lugar equivocado en el momentoequivocado, diría la gente, con un movimiento dela cabeza, y Henry sería para siempre el maridodevoto y desolado. Quizás escribiría un libroacerca de ello, acerca de una Vivien imaginaria,al igual que el otro, La musa rebelde, sobre esaniña horrible y maleable que ella no reconocía,quien adoraba a su marido escritor y soñaba convestidos y fiestas.

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Las luces ya eran brillantes, estaban máscerca, y Vivien distinguía sus formasrelucientes. Sin embargo, miró más allá deellas; lo que había más allá era lo quebuscaba…

La habitación se ladeó. Henry habíaacabado. La levantó en brazos y Vivien sintió sucuerpo vencido como un muñeco de trapo, inerteen sus brazos. Debería hacerlo ella misma.Coger unas rocas o ladrillos, algo pesado, yguardarlos en los bolsillos; caminar hacia elSerpentine, paso a paso, hasta ver las luces.

Henry besaba su rostro, bañándolo conlabios húmedos. La respiración desacompasada,el olor a brillantina y alcohol convertido en sudor.

—Tranquila —dijo—. Te quiero, ya sabesque te quiero, pero cómo me enfureces… Nodeberías enfadarme de ese modo.

Luces diminutas, muchísimas luces y, alotro lado, Pippin. Se volvió hacia ella y, por

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primera vez, pareció que podía verla…Henry la llevó escaleras arriba, como un

espeluznante recién casado, y la depositó condelicadeza sobre la cama. Podía hacerlo ellamisma. Lo veía con tanta claridad ahora. Ella,Vivien, era la última cosa que podía arrebatarle.Henry le quitó los zapatos y le arregló el pelo,para que cayese uniforme sobre los hombros.

—Tu cara —dijo con tristeza—, tu preciosacara. —Besó la palma de su mano y la bajó—.Descansa —dijo—. Te sentirás mejor cuandodespiertes. —Se agachó y llevó los labios cercade su oído—. Y no te preocupes por JimmyMetcalfe. Ya me he encargado de él; estámuerto, pudriéndose en el fondo del Támesis.No va a interferir más entre nosotros. —Unospasos pesados; una puerta que se cerró; unallave que giró en la cerradura.

Pippin levantó la mano, y en parte fue unsaludo, en parte un gesto para que seacercase, y Vivien fue hacia él…

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Se despertó una hora más tarde, en eldormitorio del 25 de Campden Grove, con el solde la tarde bañándole el rostro. Vivien cerró losojos de inmediato. El dolor de cabeza palpitabacontra las sienes, bajo las cuencas de los ojos,en la base del cuello. Toda su cabeza parecíauna ciruela madura caída al suelo desde lasalturas. Yacía inmóvil como una tabla, tratandode recordar qué había ocurrido, por qué le dolíael cuerpo de ese modo espantoso.

Lo recordó a ráfagas, el episodio entero,mezclado, como siempre, con las impresiones dela salvación de su mente bajo el agua. Esos eransiempre los recuerdos más dolorosos: esalúgubre sensación de bienestar, de nostalgiainfinita, más febriles que los recuerdos reales y,aun así, mucho más poderosos.

Vivien hizo una mueca de dolor al moverdespacio cada parte de su cuerpo, en un intento

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de comprobar los daños. Era parte del proceso;Henry esperaba que estuviese «repuesta»cuando llegase a casa; no le gustaba que tardasedemasiado en recuperarse. Sus piernas parecíanintactas: eso estaba bien, pues las cojeras dabanlugar a preguntas incómodas; sus brazos estabancubiertos de moratones pero no estaban rotos.Un dolor lacerante le recorría la mandíbula, eloído aún zumbaba y un lado de la cara ardía.Eso era inusual. Henry no solía tocarle la cara;tenía cuidado de golpear siempre por debajo delcuello. Ella era su trofeo, nada debía marcarlasalvo él, y no le gustaba tener que hacer frente ala evidencia; le recordaba cómo lo habíaenfurecido, qué decepcionante podía ser. Legustaba que sus heridas quedasen ocultas bajo laropa, donde solo ella podía verlas, pararecordarle cuánto la amaba…, nunca pegaría auna mujer que no le importase.

Vivien apartó a Henry de sus pensamientos.Algo más trataba de salir a la superficie, algo

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importante; lo oía como a un mosquito solitarioen plena noche, que zumba cerca antes dealejarse, pero no podía atraparlo. Se quedó muyquieta mientras el ruido se acercaba yentonces… Vivien se quedó sin aliento; recordóy se estremeció. Su propio sufrimiento se volvióinsignificante. «Y no te preocupes por JimmyMetcalfe. Ya me he encargado de él; estámuerto, pudriéndose en el fondo del Támesis.No va a interferir más entre nosotros».

No lograba respirar. Jimmy… no había ido ala cita de hoy. Lo había esperado, pero noapareció. Jimmy no habría hecho algo así; habríavenido de haber podido.

Henry sabía su nombre. Lo habíadescubierto de alguna manera, se había«encargado» de él. Hubo otros antes, personasque osaron interponerse entre Henry y susdeseos. Nunca lo hacía él mismo, no habríaresultado decoroso: Vivien era la única personaque sabía de la crueldad de los puños de Henry.

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Pero Henry contaba con sus hombres, y Jimmyno había venido.

Un ruido atormentado llenó el aire, el sonidoespantoso de un animal herido, y Viviencomprendió que era ella. Se acurrucó sobre uncostado y se llevó las manos a la cabeza paraaliviar el dolor, y creyó que nunca volvería amoverse.

Cuando se despertó, el sol ya no era tanintenso y la habitación había adquirido el tonoazulado del comienzo de la noche. Los ojos deVivien escocían. Había estado llorando mientrasdormía, pero ya no sollozaba. Estaba vacía pordentro, desolada. Había desaparecido todo lobueno del mundo, Henry se había encargado deello.

¿Cómo lo había averiguado? Tenía susespías, lo sabía, pero Vivien había tenidocuidado. Había acudido al hospital del doctor

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Tomalin durante cinco meses sin incidentealguno; había roto el contacto con Jimmyprecisamente para que esto no ocurriese; encuanto el doctor Rufus le habló de lasintenciones de Dolly, enseguida supo…

Dolly.Por supuesto, fue Dolly. Vivien se obligó a

recordar los detalles de la conversación con eldoctor Rufus; le dijo que Dolly planeaba enviaruna fotografía de Vivien y Jimmy junto a unacarta que revelase al marido de Vivien su«aventura», a menos que Vivien pagase por susilencio.

Vivien creyó que el cheque sería suficiente,pero no, Dolly debió de enviar la carta al fin y alcabo, en la cual, junto con la fotografía,mencionaría a Jimmy. Qué insensata, quéinsensata muchacha. Se creía la autora de unplan ingenioso; el doctor Rufus le dijo que ellapensaba que era inofensivo, que estabaconvencida de que no haría daño a nadie; pero

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no sabía con quién estaba tratando. Henry, quiense ponía celoso si Vivien se paraba a decirbuenos días al viejo que vendía periódicos en laesquina; Henry, quien no le permitía haceramigos ni tener hijos por miedo a que laapartasen de él; Henry, quien tenía contactos enel ministerio y podía averiguar lo que fuese dequien fuese; quien había utilizado el dinero deella para «encargarse» de otros en el pasado.

Vivien se incorporó con cautela: el dolorpalpitaba detrás de los globos oculares, dentrodel oído, en lo alto de la cabeza. Respiró hondo yse obligó a ponerse en pie, aliviada al descubrirque aún podía caminar. Vio su rostro en elespejo y se quedó mirando: había sangre seca aun lado y un ojo había comenzado a hincharse.Giró la cabeza, despacio, hacia el otro lado, ytodo le dolió al moverse. Los puntos sensiblestodavía no estaban amoratados; mañana tendríapeor aspecto.

Cuanto más tiempo pasase en pie, mejor

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soportaría el dolor. La puerta del dormitorioestaba cerrada, pero Vivien tenía una llavesecreta. Se acercó con lentitud al escondrijodetrás del retrato de su abuela, dudó unmomento antes de recordar la combinación y, acontinuación, giró el dial. Tuvo un recuerdoborroso de un día en el que su tío la llevó aLondres, unas semanas antes de la boda, paravisitar a los abogados de la familia y,posteriormente, la casa. La casera la llevó a unlado cuando se quedaron a solas en la habitacióny señaló el retrato, la caja fuerte que se ocultabadetrás. «Una dama necesita un lugar para sussecretos», susurró y, aunque a Vivien no le gustóla mirada taimada de la anciana, siempre habíadeseado tener un lugar solo para ella, y recordóel consejo.

La puerta de la caja de seguridad se abrióde golpe y recuperó la llave que había duplicadola última vez. También tomó la fotografía queJimmy le había regalado; era extraño, pero se

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sentía mejor al tenerla cerca. Con sumo cuidado,Vivien cerró la puerta y enderezó el cuadro.

Encontró el sobre en el escritorio de Henry.Ni siquiera se había tomado la molestia deocultarlo. Vivien era la destinataria, fue selladodos días antes y estaba abierto. Henry siempreabría sus cartas… y ahí residía el error fatal delgrandioso plan de Dolly.

Vivien sabía qué diría la carta, pero aun asíla leyó con el corazón desbocado. Era lo queesperaba; la carta mostraba un tono casiamable; Vivien dio gracias a Dios al ver que esaniña tonta no había firmado con su nombre, quese había limitado a escribir «Una amiga» al piede la carta.

Las lágrimas se asomaron a sus ojos al verla fotografía, pero Vivien las contuvo. Y cuandosu memoria le arrojó esos tentadores ecos de lospreciosos momentos vividos en la buhardilla del

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doctor Tomalin, de Jimmy, de cómo a su ladosintió que existía un futuro que le ilusionaba,Vivien los aplastó. Sabía mejor que nadie que noera posible regresar.

Vivien giró el sobre y casi lloró dedesesperación. Ahí, Dolly había escrito: «Unaamiga, 24 Rillington Place, Notting Hill».

Vivien trató de correr, pero la cabeza le diovueltas, sus pensamientos flotaron a la deriva ytuvo que detenerse en cada farola para no caer,mientras se abría paso por las calles sumidas enla oscuridad de camino a Notting Hill. EnCampden Grove se quedó solo el tiemponecesario para aclararse la cara, ocultar lafotografía incriminatoria y garabatear una cartaapresurada. La echó en el primer buzón que vioy prosiguió su camino. Solo le quedaba una cosapor hacer, el acto final de su penitencia, antes deque todo se arreglase.

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Una vez que comprendió eso, todo lo demásadquirió una luz gloriosa. Vivien se desprendióde la desolación como de un abrigo viejo y sedirigió hacia las luces brillantes. Qué sencillo eratodo, en realidad. Había causado la muerte de sufamilia, había causado la muerte de Jimmy, peroiba a hacer todo lo posible por salvar a DollySmitham. Entonces, y solo entonces, iría alSerpentine con los bolsillos llenos de piedras.Vivien podía ver el final y era un final hermoso.

«A la velocidad de la luz y de tus piernas»,solía decir su padre y, aunque un dolor punzantele taladraba la cabeza, aunque a veces tenía queagarrarse a las verjas para no caerse, Vivien erauna buena corredora, y se negó a detenerse.Imaginó que era un ualabí que rastreaba elmonte, un dingo que avanzaba furtivo en lassombras, un lagarto que se arrastraba en laoscuridad…

Había aviones a lo lejos; Vivien miraba alcielo negro de vez en cuando y se tropezaba al

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hacerlo. Una parte de ella deseaba que seacercasen, que dejasen caer su carga si seatrevían; pero todavía no, todavía no, todavíatenía cosas que hacer.

Había caído la noche cuando llegó aRillington Place, y Vivien no había traído unalinterna. Mientras se esforzaba en encontrar elnúmero correcto, una puerta se cerró detrás deella; vislumbró una figura que bajaba lasescaleras de la casa vecina.

—¿Disculpe? —dijo Vivien.—¿Sí? —Una voz de mujer.—Por favor, ¿me podría ayudar? Estoy

buscando el número 24.—Tiene suerte. Está justo aquí. Ahora

mismo no hay habitaciones libres, me temo, peropronto habrá. —La mujer prendió una cerilla yla acercó al cigarrillo, de modo que Vivien pudoverle la cara.

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No se podía creer su suerte y pensó alprincipio que sería una imaginación suya.

—¿Dolly? —dijo, acercándose deprisa a esabonita mujer del abrigo blanco—. Eres tú,gracias a Dios. Soy yo, Dolly. Soy…

—¿Vivien? —La voz de Dolly reflejó susorpresa.

—Pensé que no iba a encontrarte, que habíallegado demasiado tarde.

De inmediato Dolly sospechó algo.—¿Demasiado tarde para qué? ¿Qué pasa?—Nada. —Vivien se rio de repente. Le

daba vueltas la cabeza y vaciló—. Es decir,todo.

Dolly dio una calada al cigarrillo.—¿Has estado bebiendo?Algo se movió en la oscuridad; sonaron unos

pasos. Vivien susurró:—Tenemos que hablar… rápido.—No puedo. Estaba a punto de…—Dolly, por favor. —Vivien echó un vistazo

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por encima del hombro, con miedo de ver a unode los hombres de Henry—. Es importante.

La otra mujer no respondió en el acto,temerosa tal vez ante esta visita inesperada. Alfin, a regañadientes, tomó el brazo de Vivien ydijo:

—Vamos. Vamos adentro.Vivien dejó escapar un pequeño suspiro de

alivio cuando la puerta se cerró detrás de ellas;hizo caso omiso de la mirada entrometida de unaanciana con gafas, y siguió a Dolly por lasescaleras, a lo largo de un pasillo que olía acomida rancia. En la habitación, pequeña yoscura, faltaba aire.

Una vez dentro, Dolly pulsó el interruptor dela luz y una bombilla solitaria se encendió sobreellas.

—Lamento que haga tanto calor aquí dentro—dijo, quitándose el abrigo blanco. Lo colgó enun gancho que había en la puerta—. No hayventanas, qué pena. Los apagones son más

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fáciles de sobrellevar así, pero no viene muybien para ventilar la habitación. Tampoco haysillas, me temo. —Se dio la vuelta y vio la carade Vivien a la tenue luz de la bombilla—. Diosmío, ¿qué te ha pasado?

—Nada. —Vivien había olvidado que debíade tener un aspecto horrible—. Un accidentepor el camino. Me tropecé con una farola. Quéestúpida, corriendo como de costumbre.

Dolly no parecía muy convencida, pero, envez de insistir, indicó a Vivien que se sentase enla cama. Era angosta, baja, y la colcha estabacubierta con las manchas indefinidas del pasodel tiempo y el uso excesivo. Vivien no eraquisquillosa; sentarse fue un agradable respiro.Se desplomó sobre el colchón fino al mismotiempo que las sirenas comenzaban a aullar.

—No hagas caso —dijo rápidamentecuando Dolly hizo ademán de irse—. Quédate.Esto es más importante.

Dolly dio una calada nerviosa al cigarrillo y

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cruzó los brazos, a la defensiva, sobre el pecho.Su voz sonó tensa:

—¿Es por el dinero? ¿Necesitas que te lodevuelva?

—No, no, olvida el dinero. —Lospensamientos de Vivien vagaban dispersos y seesforzó en poner orden, en recuperar la claridadque necesitaba; todo parecía muy claro antes,pero ahora la cabeza le pesaba, sus sienes eranuna agonía y la sirena no dejaba de tronar.

—Jimmy y yo… —dijo Dolly.—Sí —dijo enseguida y su mente se despejó

de inmediato—. Sí, Jimmy. —Se detuvoentonces para encontrar las palabras necesariaspara decir esa terrible verdad en voz alta. Dolly,que la observaba de cerca, comenzó a negarcon la cabeza, casi como si hubiera adivinado loque Vivien pretendía decirle. El gesto animó aVivien, que dijo—: Jimmy. Dolly —justo en elinstante en que la sirena cesó su lamento—, seha ido. —Las palabras retumbaron en el silencio

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recién nacido de la habitación.Se ha ido.Unos golpes frenéticos a la puerta, y un

grito:—Doll, ¿estás ahí? Vamos al refugio.Dolly no respondió; sus ojos sondearon los

de Vivien; se llevó el cigarrillo a la boca y fumófebrilmente, con dedos temblorosos. Aquellapersona llamó de nuevo, pero, como no huborespuesta, recorrió el pasillo y bajó las escalerascorriendo.

Una sonrisa vaciló, esperanzada, incierta, enlos labios de Dolly al sentarse junto a Vivien.

—Te equivocas. Lo vi ayer y hemosquedado esta noche. Nos vamos juntos, no sehabría ido sin mí…

No había comprendido y Vivien no dijo nadamás de momento, silenciada por el abismo deintensa compasión que se había abierto dentrode ella. Por supuesto, Dolly no comprendía; laspalabras eran témpanos de hielo que se

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derretían ante su ardiente incredulidad. Viviensabía demasiado bien qué era recibir noticias tanterribles, descubrir, sin previo aviso, que un seramado había muerto.

Pero entonces un avión resopló en lo alto, unbombardero, y Vivien supo que no había tiempoque perder en penas, que tenía que explicarse,para que Dolly viera que decía la verdad, paraque comprendiera que debía irse ahora si queríasalvarse.

—Henry —comenzó Vivien—, mi marido…,sé que tal vez no lo parece, pero es un hombreceloso, un hombre violento. Por eso tuve queecharte ese día, Dolly, cuando me devolviste elmedallón; no me permite tener amigos… —Hubo una tremenda explosión en algún lugarcercano y un sonido agudísimo cruzó el aire porencima de ellas. Vivien hizo una breve pausa,con todos los músculos del cuerpo en tensión,doloridos, y prosiguió, ahora más rápido, másdecidida, limitándose a lo esencial—. Recibió la

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carta y la fotografía y se sintió humillado. Lehiciste creerse un cornudo, Dolly, así que envió asus hombres a que arreglaran las cosas… Así love: envió a sus hombres a castigaros a ti y aJimmy.

La cara de Dolly se volvió blanca como latiza. Estaba conmocionada, era evidente, peroVivien sabía que estaba escuchando, ya que laslágrimas comenzaban a correr por sus mejillas.Vivien continuó:

—Hoy iba a ver a Jimmy en un café, perono vino. Ya conoces a Jimmy, Dolly, no habríafaltado a una cita, no cuando aseguró que iba air…, de modo que fui a casa y Henry estaba ahí,y estaba enfadado, Dolly, muy enfadado. —Sumano se posó, distraída, en la mandíbula dolorida—. Me contó lo que había sucedido, que sushombres habían matado a Jimmy por acercarsea mí. Yo no sabía cómo se había enterado, peroluego encontré tu carta. La había abierto (élsiempre abre mis cartas) y nos vio juntos en la

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fotografía. Todo salió mal, ¿lo ves?, tu plan salióterriblemente mal.

Cuando Vivien mencionó el plan, Dolly leagarró el brazo; tenía una mirada alocada y suvoz fue un susurro.

—Pero… yo no sé cómo…, la fotografía…,habíamos decidido que no, que no era necesario,ya no. —Miró a Vivien a los ojos y negó con lacabeza, frenéticamente—. Nada de esto teníaque haber ocurrido, y ahora Jimmy…

Con un gesto, Vivien indicó que nonecesitaba explicarse. Que Dolly tuvieseintención o no de enviar la fotografía erairrelevante, por lo que a ella respectaba; nohabía venido aquí a restregarle a Dolly su error.No había tiempo para echar culpas; Diosmediante, Dolly dispondría de tiempo de sobrapara reprocharse en el futuro.

—Escúchame —dijo—. Es muy importanteque me escuches. Saben dónde vives y van avenir a buscarte.

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Las lágrimas caían por la cara de Dolly.—Es culpa mía —decía—. Todo es culpa

mía.Vivien agarró las manos delgadas de la

mujer. El dolor de Dolly era natural, eradescarnado, pero no ayudaba.

—Dolly, por favor. La culpa es tan míacomo tuya. —Alzó la voz para hacerse oír sobrelos bombarderos—. De todos modos, ahoranada de eso importa. Van a venir. Quizás yaestén de camino. Por eso estoy aquí.

—Pero yo…—Tienes que irte de Londres, tienes que irte

ahora, y no debes volver. No van a dejar debuscarte, nunca. —Hubo una explosión y eledificio entero se estremeció; las bombas cadavez caían más cerca y, aunque no habíaventanas, un fantasmagórico destello anegó lahabitación a través de los poros diminutos de lapiel del edificio. Los ojos de Dolly estabanabiertos de par en par, atemorizados. El ruido

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era incesante; el silbido de las bombas quecaían, la explosión al llegar a tierra, los disparosde los cañones antiaéreos. Vivien tuvo que gritarpara hacerse oír al preguntar acerca de lafamilia de Dolly, los amigos, si podía ir a un lugara salvo. Pero Dolly no respondió. Negó con lacabeza y siguió llorando, desolada, el rostrocubierto por las manos. Vivien recordó entonceslo que Jimmy le había contado acerca de lafamilia de Dolly; por aquel entonces, despertó susimpatía, al saber que también ella había sufridoesa pérdida devastadora.

La casa vibró y tembló, el tapón casi sedesprendió de ese lavabo repugnante y Viviensintió que el pánico renacía.

—Piensa, Dolly —rogó, al mismo tiempoque el ruido ensordecedor de una explosión—.Tienes que pensar.

Había más aviones, cazas, no solobombarderos, y los cañones traqueteabanfuriosos. La cabeza de Vivien palpitaba con el

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ruido, y se imaginó los aviones que pasaban porencima del techo de la casa; a pesar del techo yla buhardilla, casi veía esos vientres de ballena.

—¿Dolly? —gritó.Los ojos de Dolly estaban cerrados. A pesar

del clamor de las bombas y los cañones, delrugido de los aviones, por un momento su rostrose iluminó, y pareció casi en paz, y entonceslevantó la cabeza de golpe y dijo:

—Envié una solicitud de trabajo hace unassemanas. Fue Jimmy quien lo encontró. —Tomóuna hoja de papel de la mesilla que había al ladode la cama y se lo entregó a Vivien.

Vivien echó un vistazo a la carta, una ofertade trabajo para la señorita Dorothy Smitham enuna pensión llamada Mar Azul.

—Sí —dijo—, perfecto. Ahí es adondetienes que ir.

—No quiero ir sola. Nosotros…—Dolly…—Íbamos a ir juntos. No tenía que ocurrir

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así, él me iba a esperar…Dolly comenzó a llorar de nuevo. Durante

un instante fugaz, Vivien se permitió hundirse enel dolor de la mujer; qué tentador eraderrumbarse, renunciar y darse por perdida,sumergirse… Pero no haría bien a nadie, sabíaque debía ser valiente; Jimmy ya estaba muerto,Dolly lo estaría pronto si no comenzaba aescuchar. Henry no perdería demasiado tiempo.Sus secuaces ya estarían de camino. Atenazadapor la urgencia, abofeteó la mejilla de la mujer,no con saña, pero con fuerza. Funcionó, puesDolly se tragó su apremiante sollozo, con elrostro entre las manos.

—Dorothy Smitham —dijo Vivien conseveridad—, tienes que salir de Londres y tienesque irte ya.

Dolly negaba con la cabeza.—No creo que pueda.—Yo sé que puedes. Eres una

superviviente.

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—Pero Jimmy…—Ya basta. —Agarró a Dolly por la barbilla

y la obligó a mirarla—. Querías a Jimmy, lo sé—«yo también lo quería»—; y él te quería…Dios mío, claro que lo sé. Pero tienes queescucharme.

Dolly tragó saliva y asintió entre lágrimas.—Esta noche ve a la estación de ferrocarril

y cómprate un billete. Tienes que ir… —La luzde la bombilla osciló cuando otra bomba cayócerca con una estruendosa explosión; los ojos deDolly se dilataron, pero Vivien permaneciótranquila, decidida a no dejarla marchar—. Subeal tren y no te bajes hasta el final del trayecto.No mires atrás. Acepta el trabajo, sal adelante,vive una buena vida.

La mirada de Dolly había cambiado mientrasVivien hablaba; se había centrado, y Vivien notóque ahora escuchaba, que oía cada palabra y,más aún, comenzaba a comprender.

—Tienes que irte. Aprovecha esta segunda

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oportunidad, Dolly; piensa que es unaoportunidad. Después de todo lo que has pasado,después de todo lo que has perdido.

—Lo haré —dijo Dolly rápidamente—. Loharé. —Se levantó y sacó una pequeña maletade debajo de la cama, que comenzó a llenar conropa.

Vivien se sentía muy cansada; sus ojosestaban empañados de puro agotamiento. Seencontraba preparada para que todo llegase a sufin. Había estado preparada desde hacía mucho,mucho tiempo. Fuera, los aviones surcaban elcielo por todas partes; la artillería antiaéreadisparaba y los proyectores rajaban elfirmamento. Las bombas caían y la tierratemblaba, y lo sentían a través de los cimientos,bajo los pies.

—¿Y tú? —dijo Dolly, que cerró la maleta yse puso en pie. Extendió la mano para recuperarla carta de la pensión.

Vivien sonrió; le dolía la cara y estaba

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exhausta; se sintió hundirse bajo el agua, hacialas luces.

—No te preocupes por mí. Voy a estar bien.Voy a ir a casa.

Al mismo tiempo que decía esas palabras,sonó una enorme explosión y la luz lo inundótodo. El mundo pareció detenerse. La cara deDolly se iluminó, sus rasgos congelados por laconmoción; Vivien miró hacia arriba. Cuando labomba cayó a través del tejado del 24 deRillington Place, y el tejado se hundió junto altecho, y la bombilla del cuarto de Dolly sedespedazó en un millón de fragmentos diminutos,Vivien cerró los ojos y se deleitó. Sus oracionesal fin habían sido respondidas. No habríaninguna necesidad de ir al Serpentine estanoche. Vio las luces centelleantes en laoscuridad, el fondo del arroyo, el túnel al centrodel mundo. Y ella buceaba, cada vez más hondo,y el velo se encontraba delante de ella, y Pippinestaba ahí, saludando con la mano, y pudo verlos

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a todos. Ellos también podían verla, y VivienLongmeyer sonrió. Después de tantísimo tiempo,había llegado al final. Había hecho lo que teníaque hacer. Por fin iba a volver a casa.

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PARTE 4

—DOROTHY—

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31

Londres, 2011

Laurel fue a Campden Grove en cuanto pudo;no sabía exactamente por qué, pero tenía laconvicción de que debía hacerlo. En lo máshondo, supuso que esperaba llamar a la puerta yencontrarse con la persona que envió a sumadre la tarjeta de agradecimiento. Le habíaparecido lógico entonces; pero ahora, frente a laentrada del número 7 (convertido en un bloquede apartamentos para turistas), que olía aambientador de limón y a viajeros cansados, sesintió un tanto ridícula. La mujer que trabajabaen la recepción, una zona pequeña y abarrotada,alzó la vista tras un teléfono para preguntar si sesentía bien y Laurel le aseguró que sí. Volvió a

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fijarse en la moqueta sucia y reanudó suspensamientos.

Laurel no se sentía bien; de hecho, estabasumamente desanimada. Se entusiasmó la nocheanterior, cuando mamá le habló de HenryJenkins, del tipo de hombre que había sido. Todotenía sentido y creyó haber llegado al final, quepor fin había comprendido lo ocurrido ese día.Entonces vio el matasellos del sobre y sucorazón dio un vuelco; sabía que era importante;más aún, que era un descubrimiento personal,como si ella, Laurel, fuera la única personacapaz de deshacer este último nudo. Pero aquíestaba, en un alojamiento de tres estrellas, trasuna persecución estéril, sin otro lugar al que ir,nada que encontrar y nadie con quien hablar quehubiese vivido aquí durante la guerra. ¿Quésignificaba esa tarjeta? ¿Quién la había enviado?¿Tenía alguna importancia? Laurel comenzaba apensar que no.

Se despidió de la recepcionista, que movió

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los labios para decir «adiós» en silencio, con elauricular en la mano, y Laurel salió. Encendió uncigarrillo y fumó, irascible. Iba a recoger aDaphne a Heathrow más tarde; por lo menos eldesplazamiento no sería una completa pérdidade tiempo. Miró el reloj. Aún tenía un par dehoras por delante. Hacía un día precioso,acogedor, de cielo azul y claro, cruzado solo porla perfecta estela de los aviones cuyos viajerossí iban a llegar a un lugar… Laurel pensó que lomejor sería comprar un sándwich y dar un paseopor el parque, junto al Serpentine. Mientras dabauna calada recordó la última vez que habíavenido a Campden Grove. Ese día que vio alniño enfrente del número 25.

Laurel echó un vistazo a la casa. La casa deVivien y Henry: el lugar de sus maltratossecretos; donde Vivien sufrió. De un modoextraño, gracias a los diarios de Katy Ellis,Laurel sabía más acerca de la vida en esa casaque de la del número 7. Se acabó el cigarrillo,

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pensativa, y se agachó para tirar la colilla en elcenicero que había junto a la entrada. Antes deenderezarse, Laurel ya había tomado unadecisión.

Llamó a la puerta del 25 de Campden Grovey esperó. Ya no había decoraciones deHalloween en la ventana y en su lugar seencontraban unas manos de niños pintadas, de almenos cuatro tamaños diferentes. Era bonito.Era bonito que una familia viviese ahí ahora. Losdesagradables recuerdos del pasado estabansiendo desplazados por otros nuevos. Podía oírruidos en el interior (sin duda, había alguien encasa), pero no abrió nadie, así que llamó denuevo. Se dio la vuelta en las baldosas delrellano y miró hacia el número 7, tratando deimaginar a su madre de joven, con su trabajo dedoncella, al subir las escaleras.

La puerta se abrió detrás de ella y la bonita

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mujer que Laurel había visto la última vez estabaahí, de pie, con un bebé en brazos.

—Oh, Dios mío —dijo, con esos ojos azulesabiertos de par en par—. Es… usted.

Laurel estaba acostumbrada a que lareconociesen, pero había algo diferente en eltono de esta mujer. Sonrió y la mujer se sonrojó,se limpió la mano en los vaqueros azules y se latendió a Laurel.

—Lo siento —dijo—. ¿Dónde están mismodales? Yo soy Karen y este es Humphrey —dio una palmadita en el trasero del niño y unmechón rubio y rizado ondeó ligeramente sobresu hombro, mientras sus ojos azul cielocontemplaban a Laurel con timidez—, y, porsupuesto, ya sé quién es usted. Es un gran honorconocerla, señora Nicolson.

—Llámame Laurel.—Laurel. —Karen se mordió levemente el

labio inferior, un gesto nervioso y satisfecho, ysacudió la cabeza, incrédula—. Julian mencionó

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que la había visto, pero pensé… A veces él…—Sonrió—. No importa… Aquí está. Mi maridose va a volver loco cuando la vea.

«Eres la señora de papá». Laurel tuvo lafuerte sospecha de que no entendía bien lo queocurría.

—¿Sabe? Ni siquiera me dijo que iba avenir.

Laurel no explicó que no había llamado deantemano; aún no sabía cómo explicar por quéhabía venido. Se conformó con sonreír.

—Entre, por favor. Voy a decirle a Martyque baje de la buhardilla.

Laurel siguió a Karen por un vestíbuloatestado, junto al cochecito con aspecto demódulo lunar, entre un mar de pelotas, cometasy pequeños zapatos que no coincidían, yentraron en una sala de estar cálida y luminosa.Había unas estanterías blancas que llegaban altecho, con libros apilados de cualquier modo, yen la pared dibujos de niños junto a fotografías

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de familia de personas sonrientes y felices.Laurel casi se tropezó con un cuerpo menudo enel suelo: era el niño de la otra vez, que yacíaboca arriba con las rodillas dobladas. Con unbrazo en alto daba vida a un avión de Lego yhacía ruidos graves, de motor, ensimismado porcompleto en la simulación del vuelo de su avión.

—Julian —dijo su madre—, Juju, sube,cariño, y dile a papá que tenemos visita.

El niño alzó la vista, parpadeando de vuelta ala realidad; vio a Laurel y sus ojos se iluminaronal reconocerla. Sin decir palabra, sin ni siquierauna vacilante pausa en el ruido del motor, dirigiósu avión a un nuevo rumbo, se puso en pie y losiguió por las escaleras de moqueta.

Karen insistió en poner la tetera a hervir, asíque Laurel se sentó en un cómodo sofá conmarcas de lápiz sobre la funda a cuadros rojos yblancos y sonrió al bebé, que se encontrabasentado en la alfombra, dando patadas a unsonajero con su piececito regordete.

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Se oyeron unos crujidos apresuradosprovenientes de las escaleras y un hombre alto,guapo a su estilo desastrado, de cabello castañoy gafas de montura negra, apareció en la puertadel salón. Su hijo piloto lo siguió. El hombreextendió una mano enorme y sonrió al ver aLaurel, sacudiendo la cabeza, asombrado, comosi una aparición acabase de materializarse en sucasa.

—Cielos —dijo al tocarla y demostrarse queera un ser de carne y hueso—. Creía que Julianme tomaba el pelo, pero aquí está.

—Aquí estoy.—Soy Martin —dijo—. Llámeme Marty. Y

disculpe mi incredulidad, pero… Doy clases deinterpretación en Queen Mary College, ¿sabe?,e hice mi tesis doctoral sobre usted.

—¿De verdad? —«Eres la señora de papá».Bueno, eso lo explicaba.

—Interpretaciones contemporáneas delas tragedias de Shakespeare. Mucho menos

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árido de lo que suena.—Ya me imagino.—Y ahora… aquí está. —El hombre sonrió,

frunció el ceño ligeramente y sonrió de nuevo.Se rio y su risa era un sonido precioso—. Losiento. Es una coincidencia extraordinaria.

—¿Le has hablado a la señora Nicolson…,a Laurel —Karen se ruborizó al entrar en elsalón—, del abuelo? —Dejó una bandeja de tésobre la mesa de centro, abriéndose paso entreun bosque de materiales de manualidades paraniños, y se sentó al lado de su esposo en el sofá.Sin desviar la vista, la mujer entregó una galletaa una niña de tirabuzones castaños que habíadetectado la llegada de los dulces y surgió de lanada.

—Mi abuelo —explicó Marty—. Él es quiendespertó mi interés por su obra. Yo soy unadmirador, pero él era un creyente. No se perdióni una sola de sus representaciones.

Laurel sonrió complacida, aunque intentó no

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parecerlo; le encantaban esta familia y su casaacogedora y desordenada.

—Alguna se perdería.—Jamás.—Háblale a Laurel de su pie —dijo Karen,

que frotó con ternura el brazo de su marido.Marty se rio.—Un año se rompió el pie y obligó a los del

hospital a que le diesen el alta antes de tiempopara verla en Como gustéis. Solía llevarme conél incluso cuando era tan pequeño quenecesitaba tres cojines para que la butaca dedelante no me tapase la vista.

—Parece un hombre de un gusto exquisito.—Laurel estaba coqueteando, y no solo conMarty, sino con todos ellos; se sentía muyquerida. Menos mal que Iris no estaba ahí parapresenciarlo.

—Lo fue —dijo Marty con una sonrisa—.Yo lo quería muchísimo. Lo perdimos hace diezaños, pero no pasa un día sin que lo eche de

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menos. —Se subió las gafas de montura negrapor el puente de la nariz y dijo—: Pero ya hemoshablado bastante de nosotros. Disculpe, verla hasido tan sorprendente que ni siquiera le hemospreguntado por qué ha venido a vernos. Es desuponer que no ha sido para que le hablemos delabuelo.

—Se trata de una larga historia, en realidad—dijo Laurel, que tomó la taza de té que leofrecía y añadió un poco de leche—. He estadoinvestigando la historia de mi familia, enparticular la de mi madre, y resulta que hacemucho tiempo —Laurel dudó— se relacionó conla gente que vivía en esta casa.

—¿Cuándo fue eso?, ¿lo sabe?—A finales de los años treinta y al principio

de la guerra.La ceja de Marty se movió con un tic

nervioso.—Qué extraordinario.—¿Cómo se llamaba la amiga de su madre?

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—preguntó Karen.—Vivien —dijo Laurel—. Vivien Jenkins.Marty y Karen intercambiaron una mirada y

Laurel observó a ambos.—¿He dicho algo extraño? —dijo.—No, extraño no, es que… —Marty sonrió

mirándose las manos mientras pensaba cómoexpresarse— aquí conocemos muy bien esenombre.

—¿De verdad? —El corazón de Laurelcomenzó a latir ruidosamente. Eran losdescendientes de Vivien, claro. Un niño del queLaurel no sabía nada, un sobrino…

—Es una historia un tanto peculiar, enrealidad, de las que entran en las leyendas de lasfamilias.

Laurel asintió con impaciencia, deseandoque continuara, y tomó un sorbo de té.

—Mi bisabuelo Bertie heredó esta casadurante la Segunda Guerra Mundial. Estabaenfermo, según cuenta la historia, y era muy

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pobre: había trabajado toda su vida pero corríantiempos difíciles (estaban en guerra, al fin y alcabo) y vivía en un diminuto apartamento cercade Stepney, donde lo cuidaba una vieja vecina,cuando un día, sin previo aviso, recibió la visitade un elegante abogado, quien le dijo que habíaheredado esta casa.

—No comprendo —dijo Laurel.—Él tampoco lo comprendía —dijo Marty

—. Pero el abogado fue contundente alrespecto. Una mujer llamada Vivien Jenkins, dequien mi bisabuelo nunca había oído hablar, lohabía nombrado su heredero universal.

—¿No la conocía?—Ni había oído hablar de ella.—Pero qué extraño.—Estoy de acuerdo. Y al principio no quería

mudarse. Sufría demencia; no le gustaban loscambios; puede imaginarse cuánto lotrastornó…, así que se quedó donde estaba y lacasa siguió vacía, hasta que su hijo, mi abuelo,

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volvió de la guerra y fue capaz de convencer alanciano de que no había gato encerrado.

—¿Su abuelo conoció a Vivien, entonces?—Sí, pero nunca habló de ella. Era muy

abierto, mi abuelo, pero había un par de temassobre los que nunca hablaba. Ella era uno; elotro era la guerra.

—Creo que eso no es infrecuente —dijoLaurel—. ¡Los horrores que vieron, los pobres!

—Sí. —Su rostro se entristeció—. Pero, enel caso del abuelo, era más que eso.

—¡Oh!—Fue reclutado en la cárcel.—Ah, entiendo.—No se explayó con los detalles, pero hice

unas pesquisas. —Marty parecía un pocoavergonzado y bajó la voz al continuar—:Encontré los informes policiales y descubrí queuna noche del año 1941 a mi abuelo lorecogieron en el Támesis, tras haber recibidouna paliza brutal.

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—¿Quién lo hizo?—No estoy seguro, pero cuando estaba en

el hospital se presentó la policía. Se les habíametido en la cabeza que había estadoinvolucrado en un intento de chantaje y se lollevaron para interrogarlo. Un malentendido, jurósiempre mi abuelo, y, si hubiese conocido a miabuelo, sabría que nunca mentía, pero la poli nole creyó. Según el informe llevaba un chequepor una suma considerable cuando loencontraron, pero él no explicó por qué lo tenía.Lo mandaron a la cárcel; no se podía permitir unabogado, claro, y, al final, la policía no teníasuficientes pruebas contra él, así que loalistaron. Es curioso, pero solía decir que lesalvaron la vida.

—¿Que le salvaron la vida? ¿Cómo?—No lo sé, nunca lo entendí. Quizás era una

broma…, era un bromista, mi abuelo. Loenviaron a Francia en 1942.

—¿No había estado en el ejército antes?

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—No, pero sí había estado en el frente(estuvo en Dunkerque, de hecho), aunque nollevaba armas. Llevaba una cámara. Erafotógrafo. Venga a ver algunas de susfotografías.

—Dios mío —dijo Laurel, que comprendió,al estudiar las fotografías en blanco y negro quecubrían la pared—, su abuelo era JamesMetcalfe.

Marty sonrió orgulloso.—En persona. —Enderezó el marco de una

fotografía.—Las reconozco. Las vi en una exposición

en el Museo de Victoria y Alberto hace unosdiez años.

—Eso fue poco después de su muerte.—Su obra es increíble. ¿Sabe?, mi madre

tenía una copia de una foto suya en la paredcuando yo era niña, una pequeña… Todavía la

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tiene, de hecho. Solía decir que le ayudaba arecordar a su familia, lo que les sucedió.Murieron en un bombardeo en Coventry.

—Lo lamento —dijo Marty—. Terrible.Imposible imaginarlo.

—En cierta medida, las fotografías de suabuelo ayudan a intentarlo. —Laurel miró lasfotografías, de una en una. Eran excepcionales:personas que habían perdido sus casas en losbombardeos, soldados en el campo de batalla.En una de ellas, salía una niña pequeña, ataviadacon una indumentaria extraña, zapatos de claquéy unos bombachos enormes—. Esta me gusta—dijo.

—Es mi tía Nella —dijo Marty, sonriendo—.Bueno, así es como la llamamos, aunque no erade la familia. Era una huérfana de la guerra. Esafoto la tomó la noche que murió su familia. Miabuelo siguió en contacto con ella y, cuandoregresó de la guerra, buscó a su familia deacogida. Fueron amigos el resto de su vida.

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—Qué bonito.—Él era así, muy leal. ¿Sabe?, antes de

casarse con mi abuela, fue a buscar a un antiguoamor solo para asegurarse de que le iba bien.Nada le habría impedido casarse con mi abuela,por supuesto (se querían muchísimo), pero dijoque era algo que debía hacer. Tuvieron quesepararse durante la guerra y solo la vio una vezdespués de regresar, y de lejos. Ella estaba en laplaya con su nuevo marido y él no quisomolestarlos.

Laurel escuchaba y asentía, cuando derepente las piezas del rompecabezas encajaron:Vivien Jenkins había dejado la casa a la familiade James Metcalfe. James Metcalfe, con supadre viejo y enfermo…, vaya, tenía que serJimmy, ¿no? Tenía que serlo. El Jimmy de sumadre, y el hombre de quien Vivien se habíaenamorado, contra el que le advirtió Katy,temerosa de lo que haría Henry si se enterase.Lo cual significaba que mamá era la mujer a la

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que Jimmy había buscado antes de casarse.Laurel pensó que se iba a desmayar, y no soloporque era su madre de quien hablaba Marty;había algo que se abría paso entre sus propiosrecuerdos.

—¿Qué pasa? —preguntó Karen,preocupada—. Parece que ha visto unfantasma.

—Yo…, yo… —balbuceó Laurel—, yo…tengo una idea de lo que pudo haberle ocurrido asu abuelo, Marty. Creo que sé por qué le dieronuna paliza, quién lo dio por muerto.

—¿De verdad?Laurel asintió, preguntándose por dónde

empezar. Había muchísimo que contar.—Volvamos a la sala de estar —dijo Karen

—. Voy a preparar otro té. —Tembló,entusiasmada—. Oh, qué tonta soy, lo sé, pero¿no es maravilloso resolver un misterio?

Estaban dándose la vuelta para salir de lahabitación cuando Laurel vio una fotografía que

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le cortó la respiración.—Es hermosa, ¿verdad? —dijo Marty, que

sonrió al percibir la dirección de su mirada.Laurel asintió y tenía en la punta de la

lengua decir «Esa es mi madre», cuando Martydijo:

—Es ella, esa es Vivien Jenkins. La mujerque legó esta casa a Bertie.

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32

Al final del trayecto, mayo de 1941

Vivien hizo andando la última parte del viaje. Eltren estaba abarrotado de soldados ylondinenses de gesto cansado; le tocó ir de pie,pero alguien le cedió un asiento. Conllevabaciertas ventajas, comprendió, tener el aspecto dehaber sido rescatada de entre los escombros deun bombardeo. Un niño iba sentado en el asientode enfrente, con una maleta en el regazo y unajarra que agarraba con fuerza en una mano.Contenía, qué curioso, un pececito rojo y, cadavez que el tren frenaba, aceleraba o paraba conuna sacudida en una vía muerta a la espera deque pasase una alerta, el agua se lanzaba contrael cristal y el niño levantaba la jarra para

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comprobar que el pez no sufría un ataque depánico. ¿Los peces sufrían ataques de pánico?Vivien estaba segura de que no, aunque la ideade estar atrapada en una jarra de cristal laagobió de tal modo que le resultó difícil respirar.

Cuando no miraba al pez, el niño observabaa Vivien con unos ojos azules enormes y tristesque recorrían sus heridas y ese abrigo blanco, apesar de que la primavera tocaba a su fin.Vivien sonrió levemente cuando sus miradas secruzaron, una hora después de comenzar elviaje, y el niño hizo lo mismo, pero fue unasonrisa breve. Entre los otros pensamientos queinundaban su mente y luchaban por su atención,figuraba la cuestión de quién era el muchacho ypor qué viajaba solo en plena guerra, pero no selo preguntó: estaba demasiado nerviosa parahablar y temía delatarse.

Un autobús salía hacia el pueblo cada mediahora (al acercarse a la estación escuchó a unpar de ancianas maravilladas de su sorprendente

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puntualidad), pero Vivien decidió caminar. Nolograba quitarse de encima la sensación de quesolo estaría a salvo si no dejaba de moverse.

Un automóvil aminoró la marcha detrás deella y todos los nervios del cuerpo de Vivien seencresparon. Se preguntó si alguna vez dejaríade tener miedo. No hasta que muriese Henry,pensó, pues solo entonces sería libre. Elconductor del coche era un hombre de uniformea quien no reconoció. Se imaginó qué pensaría alverla: una mujer enfundada en un abrigo deinvierno, con una cara triste y amoratada y unapequeña maleta, que caminaba sola hacia elpueblo.

—Buenas tardes —dijo el hombre.Sin girar la cabeza, Vivien asintió a modo de

respuesta. Habían pasado casi veinticuatrohoras desde que había hablado en voz alta porúltima vez. Era una convicción absurda, pero nopodía librarse de la sensación de que, en cuantoabriese la boca, el juego se acabaría, que Henry

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la oiría de alguna manera, o quizás uno de suscompinches, y vendría en su busca.

—¿Va al pueblo? —preguntó el conductor.Vivien asintió de nuevo, pero sabía que,

tarde o temprano, iba a tener que responder,aunque solo fuese para demostrarle que no erauna espía alemana. Solo le faltaba que laarrastrase a la comisaría un voluntario entusiastade la Defensa Civil obsesionado con descubririnvasores.

—Puedo llevarla, si quiere —dijo—. Mellamo Richard Hardgreaves.

—No. —Su voz sonó hosca por la falta deuso—. Gracias, pero me gusta caminar.

Fue el hombre quien asintió ahora. Echó unvistazo al camino por el parabrisas antes degirarse hacia Vivien.

—¿Va a visitar a alguien?—Voy a empezar un nuevo trabajo —dijo—.

En la pensión Mar Azul.—¡Ah! El local de la señora Nicolson.

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Bueno, entonces nos veremos por el pueblo,señorita…

—Smitham —dijo—. Dorothy Smitham.—Señorita Smitham —repitió el hombre con

una sonrisa—. Estupendo. —Y entonces sedespidió con la mano y prosiguió su viaje.

Dorothy siguió el coche con la mirada hastaque desapareció tras la cima de la colina y, acontinuación, lloró aliviada. Había hablado ynada terrible había sucedido. Una conversaciónentera con un desconocido, la mención de unnuevo nombre y el cielo no había caído sobreella ni la tierra se la había tragado. Tras respirarhondo, cautelosamente, abrió el más leveresquicio a la esperanza: quizás todo iba a salirbien. Quizás le iban a conceder esta segundaoportunidad. El aire olía a sal y a mar, y unabandada de gaviotas trazaba círculos en el cielolejano. Dorothy Smitham cogió la maleta y siguióavanzando.

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Al final, fue esa anciana miope de RillingtonPlace quien le dio la idea. Cuando Vivien abriólos ojos en medio del polvo y los escombros ycomprendió que aún estaba,incomprensiblemente, viva, se echó a llorar.Sonaban las sirenas y las voces de unoshombres y mujeres valientes que acudían aapagar el incendio, a atender a los heridos y allevarse a los muertos. ¿Por qué, se preguntó, nopodía ser uno de estos?, ¿por qué la vida no lahabía dejado marchar?

Ni siquiera estaba malherida: Vivien teníaexperiencia en evaluar la gravedad de susheridas. Algo había caído sobre ella, una puerta,pensó, pero había una brecha y logró zafarse. Sesentó, mareada, en la oscuridad. Hacía frío, unfrío que helaba, y Vivien tiritó. No conocía bienla habitación, pero sintió algo peludo bajo lamano (¡el abrigo!) y tiró para desprenderlo de lapuerta. Encontró una linterna en el bolsillo ycuando apuntó con esa tenue luz vio que Dolly

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estaba muerta. Más que muerta: la habíanaplastado los ladrillos, el techo de yeso y unenorme baúl de metal que había caído de labuhardilla de arriba.

Vivien se mareó, conmocionada, dolorida ydecepcionada por haber fracasado en su intento;se puso en pie. El techo había desaparecido yveía las estrellas en el cielo; las estaba mirando,tambaleándose, mientras se preguntaba cuántotardaría Henry en encontrarla, cuando oyó a laanciana decir:

—¡La señorita Smitham, la señoritaSmitham está viva!

Vivien se volvió hacia la voz, desconcertada,pues sabía que Dolly, sin duda alguna, no estabaviva. Estaba a punto de decirlo, de señalar conel brazo, desorientada, hacia donde estaba Dolly,pero no encontró palabra alguna dentro de lagarganta, solo un sonido ronco, prolongado, y laanciana seguía gritando que la señorita Smithamestaba viva, y señalaba a Vivien, quien entonces

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comprendió el error de la casera.Era una oportunidad. La cabeza de Vivien

era un dolor punzante y sus pensamientos unabruma desordenada, pero vio en el acto que lehabían concedido una oportunidad. De hecho, enlos desconcertantes momentos que siguieron a laexplosión, todo pareció de una sencillezsorprendente. La nueva identidad, la nueva vida,eran tan fáciles de adquirir como el abrigo quese puso en la oscuridad. No haría daño a nadie;no quedaba nadie a quien pudiera hacer daño:Jimmy se había ido, había hecho todo lo queestaba en sus manos por el señor Metcalfe,Dolly Smitham no tenía familia y no quedabanadie que llorase a Vivien, así que aprovechó laocasión. Se quitó la alianza de matrimonio y seagazapó en la oscuridad para ponerla en el dedode Dolly. El ruido se extendía por todas partes,la gente gritaba, las ambulancias iban y venían,los escombros aún rechinaban y se asentaban enla oscuridad humeante, pero Vivien solo oía su

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propio corazón, que latía sin miedo, decidido. Laotra mano de Dolly aún empuñaba la oferta deempleo y Vivien templó los nervios, cogió lacarta de la señora Nicolson y se la guardó en unbolsillo del abrigo blanco. Ya había otras cosasahí: un objeto pequeño y duro y un libro, lo notóal rozarlo con los dedos, pero no miró cuál era.

—¿Señorita Smitham? —Un hombre concasco había apoyado una escalera contra elborde del suelo resquebrajado y subió, de modoque su rostro estaba a la misma altura que ella—. No se preocupe, señorita, vamos a sacarlade aquí. Todo va a salir bien.

Vivien lo miró y se preguntó si por una vezsería cierto.

—Mi amiga —dijo con una voz ronca,utilizando la linterna para indicar el cadáver queyacía en el suelo—. ¿Está…?

El hombre echó un vistazo a Dolly, a esacabeza aplastada bajo el baúl de metal, a esasextremidades que se extendían en direcciones

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que no tenían sentido alguno.—Maldita sea —dijo—, creo que sí. ¿Me

podría decir su nombre? ¿Hay alguien a quiendebamos llamar?

Vivien asintió.—Se llama Vivien. Vivien Jenkins y tiene un

marido que debería saber que no va a volver acasa.

Dorothy Smitham pasó el resto de los añosde la guerra haciendo camas y limpiando tras loshuéspedes de la pensión de la señora Nicolson.Mantuvo la cabeza gacha, intentó no hacer nadaque atrajese una atención indebida, nuncaaceptó invitaciones a los bailes. Lavaba,planchaba y barría y, por la noche, cuandocerraba los ojos para dormir, intentaba no ver losojos de Henry, mirándola en la oscuridad.

De día, mantenía los ojos muy abiertos. Alprincipio lo veía por todas partes: un hombre que

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se pavoneaba de un modo familiar al bajar por elembarcadero, unos rasgos maduros y brutalesen un desconocido que pasaba, una voz en lamultitud que le puso los pelos de punta. Con eltiempo, fue viéndolo menos, lo cual le alegró, sibien nunca bajó la guardia, pues Dorothy sabíaque algún día la encontraría (era solo cuestiónde tiempo) y tenía la intención de estarpreparada.

Solo envió una postal. Tras haber pasadounos seis meses en la pensión Mar Azul, se hizocon la fotografía más bonita que encontró (ungran buque de pasajeros, de los que iban de unaparte del mundo a la otra) y escribió al dorso:«Aquí hace un tiempo glorioso. Todo el mundobien. Por favor, quémalo al recibirlo», y la envióa su querida amiga (su única amiga), Katy Ellis,a Yorkshire.

La vida adquirió un ritmo. La señora

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Nicolson era muy estricta, lo cual convenía aDorothy: era profundamente terapéuticosometerse a la disciplina militar de un servicio delimpieza exigente, y se libró de sus lúgubresrecuerdos gracias a la necesidad apremiante depulir con tanto aceite como fuese posible («perosin desperdiciarlo, Dorothy: estamos en guerra,¿no lo sabías?») los pasamanos de las escaleras.

Y entonces, un día de julio de 1944, más omenos un mes después del desembarco deNormandía, Vivien volvió de la tienda paraencontrarse con un hombre de uniforme sentadoa la mesa de la cocina. Era mayor, por supuesto,y tenía peor aspecto, pero lo reconoció en elacto gracias a esa seria fotografía de juventudque su madre atesoraba en la repisa delcomedor. Dorothy había pulido ese cristalmuchas veces, y conocía tan bien esa miradaseria, los ángulos de los pómulos y el hoyuelo dela barbilla que se sonrojó al verlo ahí sentado,como si lo hubiese espiado a través de una

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cerradura durante todos esos años.—Usted es Stephen —dijo Vivien.—Lo soy. —Se levantó de un salto para

ayudarla con la bolsa de papel.—Yo soy Dorothy Smitham. Trabajo para su

madre. ¿Sabe ella que está aquí?—No —dijo él—. La puerta lateral estaba

abierta, así que he entrado sin llamar.—Está arriba; voy a ir a…—No —dijo con rapidez, y su cara se

contrajo en una sonrisa avergonzada—. Esdecir, es muy amable de su parte, señoritaSmitham, y no quiero darle una impresiónequivocada. Quiero a mi madre, le debo la vida,pero, si no es molestia para usted, voy aquedarme aquí sentado un ratito a disfrutar deesta tranquilidad, antes de que dé comienzo miverdadero servicio militar.

Dorothy se rio y eso la tomó por sorpresa.Se dio cuenta de que era la primera vez que reíadesde que había venido de Londres. Muchos

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años más tarde, cuando sus hijos les pedían quecontaran la historia (¡otra vez!) de cómo seenamoraron, Stephen y Dorothy Nicolsonhablaban de esa noche que se escabulleron parabailar al final del embarcadero. Stephen llevóconsigo su viejo gramófono y esquivaron losagujeros de los tablones al compás de By theLight of the Silvery Moon. Más tarde, Dorothyse resbaló y se cayó cuando trataba de hacerequilibrios a lo largo de la barandilla (pausa parauna advertencia paternal: «Nunca intentéishacer equilibrios encima de una barandilla,cielos»), y Stephen, que ni siquiera se quitó loszapatos, se zambulló y la rescató («Y así pesquéa vuestra madre», decía Stephen, y los niñossiempre se reían al imaginar a mamá colgada delanzuelo de una caña de pescar), y la pareja sesentó sobre la arena después de aquello, porqueera verano y era una noche cálida, y comieronberberechos de un cucurucho de papel yhablaron durante horas, hasta que un sol rosado

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salió por el horizonte y volvieron paseando aMar Azul y supieron, sin decirse nada más, queestaban enamorados. Era una de las historiasfavoritas de los niños, con esa imagen de suspadres caminando por el embarcadero,empapados, su madre, un espíritu libre, su padre,un héroe; pero en el fondo Dorothy sabía queera, en parte, una ficción. Ella quería a suesposo desde mucho antes. Se enamoró de él elprimer día, en esa cocina, cuando le hizo reír.

La lista de virtudes de Stephen, si alguna vezle hubiesen pedido escribirla, habría sido larga.Era valiente y protector, y gracioso; se mostrabapaciente con su madre, si bien ella era de esasmujeres cuya charla más amable contenía ácidosuficiente para arrancar la pintura de lasparedes. Tenía manos fuertes y sabía usarlas:podía arreglar casi cualquier cosa, y sabíadibujar (aunque no tan bien como le habríagustado). Era guapo, y tenía una manera demirarla que la encendía de deseo; era un

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soñador, pero no tanto como para perdersedentro de sus fantasías. Le encantaba la músicay tocaba el clarinete, canciones de jazz queDorothy adoraba e irritaban a su madre. Aveces, mientras Dorothy se sentaba con laspiernas cruzadas junto a la ventana de suhabitación, para ver cómo tocaba, la señoraNicolson cogía el palo de la escoba abajo yaporreaba el techo, lo que llevaba a Stephen atocar más fuerte y a Dorothy a reírse tanto quetenía que taparse la boca con ambas manos. Élle hacía sentirse segura.

Lo que encabezaría la lista, sin embargo, loque valoraba más que nada, era la fortaleza desu carácter. Stephen Nicolson tenía el valor desus convicciones: nunca consentiría que suamante le doblegase la voluntad, y a Dorothy legustaba eso; era peligroso, pensaba, ese amorque motivaba a la gente a volverse en contra desí mismos.

También sabía respetar un secreto.

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—No hablas mucho acerca de tu pasado —le dijo una noche, sentados juntos en la arena.

—No.El silencio se extendió entre ellos con la

forma de un signo de interrogación, pero ella nodijo nada más.

—¿Por qué no?Dorothy suspiró, pero la brisa nocturna del

mar atrapó el suspiro y se lo llevó en silencio.Sabía que su madre había estado cuchicheandoal oído de Stephen mentiras horribles acerca desu pasado, para convencerlo de que esperase unpoco, conociera a otras mujeres, pensara ensentar la cabeza con una bonita muchacha delpueblo, alguien que no tuviese «modales deLondres». Sabía que Stephen le había dicho a sumadre que le gustaban los misterios, que la vidasería muy aburrida si supiéramos todo lo quehabía que saber acerca de una persona antes decruzar la calle para saludarla. Dorothy dijo:

—Por la misma razón, sospecho, por la que

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tú no hablas mucho acerca de la guerra.Él tomó su mano y la besó.—Lo comprendo.Sabía que algún día se lo contaría todo, pero

debía ir con tiento. Stephen era capaz de irdirecto a Londres en busca de Henry. YDorothy no estaba dispuesta a perder a otro serquerido a manos de Henry Jenkins.

—Eres un buen hombre, Stephen Nicolson.Él negaba con la cabeza; Dorothy sintió el

movimiento de su frente contra la de ella.—No —insistió—. Solo un hombre.Dorothy no discutió, pero tomó su mano y,

en medio de la oscuridad, con ternura, apoyó lamejilla sobre su hombro. Había conocido a otroshombres, buenos y malos, y Stephen Nicolsonera un hombre bueno. El mejor de todos. Lerecordaba a alguien a quien había conocido.

Dorothy pensaba en Jimmy, por supuesto, de

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la misma manera que seguía pensando en sushermanos y su hermana, en su madre y supadre. Se había ido a vivir con ellos en esa casade madera cerca del trópico, bien acogido porlos Longmeyer que habitaban su mente. No eradifícil imaginarlo ahí, más allá del velo; siemprele había recordado a los hombres de su familia.Su amistad había sido una luz entre las tinieblas,había renovado sus esperanzas y tal vez, sihubieran tenido la oportunidad de conocersemejor, esa amistad se habría transformado en eltipo de amor del que se habla en los libros, esetipo de amor que había encontrado gracias aStephen. Pero Jimmy pertenecía a Vivien, yVivien estaba muerta.

Una vez creyó verlo. Fue unos pocos díasdespués de su boda, cuando ella y Stephencaminaban de la mano a lo largo de la orilla y élse inclinó para besarla en el cuello. Dorothy serio y se deshizo de su abrazo, dando un saltoadelante antes de mirar por encima del hombro

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para bromear con él. Y entonces notó lapresencia de una figura en la playa, muy lejos,observándolos. Se le cortó el aliento alreconocerlo cuando Stephen la alcanzó y la alzóen brazos. Pero había sido solo una jugarreta desu mente, pues cuando se dio la vuelta paramirar de nuevo no había nadie.

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33

Greenacres, 2011

Su madre había pedido la canción y queríaescucharla en la sala de estar. Laurel se ofrecióa traer un reproductor de música a la habitaciónpara que no tuviera que moverse, pero lasugerencia fue descartada en el acto y Laurelsabía que discutir no era una buena idea. No conmamá, no esta mañana, que tenía esa mirada deotro mundo. Llevaba así desde hacía dos días,desde que Laurel volvió de Campden Grove y ledijo a su madre lo que había descubierto.

El trayecto desde Londres, largo y lento,incluso con Daphne hablando de Daphne todo eltiempo, no disminuyó un ápice el júbilo deLaurel, y fue a sentarse junto a su madre en

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cuanto se quedaron a solas. Hablaron, por fin,de todo lo que había sucedido, de Jimmy, deDolly, de Vivien, y también de la familiaLongmeyer en Australia; su madre le contó aLaurel lo culpable que se había sentido siemprepor haber ido a ver a Dolly la noche delbombardeo y rogarle que hablasen en casa. «Nohabría muerto ahí de no ser por mí. Iba alrefugio cuando yo llegué». Laurel le recordó quehabía intentado salvar la vida a Dolly, que fue aprevenirla y que no podía culparse por unabomba alemana que había caído al azar.

Mamá le pidió a Laurel que trajese lafotografía de Jimmy (que no era una copia, sinola original), uno de los pocos vestigios de supasado que no había encerrado bajo llave. Ahí,sentada junto a su madre, Laurel la había miradode nuevo, como si fuese la primera vez: la luzdel alba después del ataque aéreo, los cristalesrotos en primer plano, brillantes como lucesdiminutas, la personas que salían del refugio, al

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fondo, en medio del humo.—Fue un regalo —dijo mamá en voz baja

—. Significó mucho para mí cuando me la dio.Fui incapaz de deshacerme de ella.

Ambas lloraron al hablar y Laurel sepreguntó en ocasiones, a medida que su madreencontraba nuevas reservas de energía yconversaba, de manera vacilante pero decidida,acerca de lo que había visto y sentido, si esasucesión de viejos recuerdos, algunos de ellosdolorosos en grado sumo, sería demasiado parasu madre; pero, ya fuese por la alegría de oír lasnoticias sobre Jimmy y su familia o por el aliviode compartir al fin sus secretos, Dorothy pareciórevivir. La enfermera les advirtió que no seríaduradero, que no se dejasen engañar, y que,cuando llegase, el declive sería súbito; perotambién sonrió y les dijo que disfrutasen de lacompañía de su madre mientras pudiesen. Y lohicieron; la rodearon con amor y ruido, y elbarullo cascarrabias y feliz de esa vida familiar

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que Dorothy Nicolson siempre había adorado.Ahora, mientras Gerry llevaba a mamá al

sofá, Laurel recorrió con el dedo los discos delestante, en busca del álbum adecuado. Fue unrepaso rápido, pero se detuvo un momento alllegar al de Chris Barber’s Jazz Band y unasonrisa se extendió por su rostro. Era un discode su padre; Laurel aún recordaba el día que lotrajo a casa. Sacó su clarinete y tocó al compásdel solo de Monty Sunshine durante horas, depie, ahí en medio de la alfombra, deteniéndosede vez en cuando para sacudir la cabeza,maravillado ante el virtuosismo de Monty. Esanoche, durante la cena, su padre se encerró ensí mismo, ajeno al ruido de sus hijas, sentado a lacabecera de la mesa con una sonrisa de plenasatisfacción que le iluminaba la cara.

Emocionada por ese recuerdo encantador,Laurel apartó a Monty Sunshine y siguióhurgando entre los discos hasta encontrar el quebuscaba, By the Light of the Silvery Moon, de

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Ray Noble y Snooky Lanson. Miró atrás, allugar donde Gerry acomodaba a su madre,tirando de la manta con delicadeza para cubrirese cuerpecillo frágil, y Laurel esperó, pensandoque había sido una bendición tenerlo aquí enGreenacres estos últimos días. Fue al único aquien confió la verdad de su pasado. La nocheanterior, sentados juntos en la casa del árbolmientras bebían vino tinto y escuchaban unacadena de radio londinense de rockabilly queGerry había descubierto en internet, charlaronde tonterías, del primer amor y de la vejez y detodo lo que había entre medias.

Cuando hablaron del secreto de su madre,Gerry dijo que no veía razón alguna paradecírselo a las otras.

—Nosotros estábamos allí ese día, Lol; esparte de nuestra historia. Rose, Daphne e Iris…—Se encogió de hombros y bebió un sorbo devino—. Bueno, les podría molestar, ¿y para qué?—Laurel no estaba tan segura. Desde luego,

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había historias más sencillas de contar; seríaarduo de asimilar, especialmente para alguiencomo Rose. Pero, al mismo tiempo, últimamenteLaurel había pensado mucho sobre los secretos,sobre lo difícil que es guardar un secreto, y sutendencia a acechar en silencio bajo lasuperficie antes de surgir sin previo aviso poruna grieta en la voluntad de su dueño. Supusoque tendría que esperar un tiempo y ver cómoiban las cosas.

Gerry, que alzó la vista para mirarla, sonrió yasintió desde donde estaba sentado, cerca de lacabeza de mamá, para indicar que pusiese lacanción. Laurel sacó el disco de la funda depapel y lo colocó en el reproductor, tras lo cualsituó la aguja en el borde. La apertura del pianollenó los rincones de la habitación silenciosa yLaurel se recostó al otro lado del sofá, con lamano sobre los pies de su madre, y cerró losojos.

De repente, volvió a tener nueve años. Era

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una noche de verano de 1954. Laurel llevaba uncamisón de manga corta, y la ventana situadapor encima de la cama estaba abierta, con lavana esperanza de atraer la fresca brisanocturna. Con la cabeza sobre la almohada, supelo largo y liso se extendía tras de ella como unventilador, y los pies reposaban en el alféizar dela ventana. Mamá y papá habían invitado a unosamigos a cenar y Laurel había permanecido así,tumbada en la oscuridad, durante horas,escuchando las suaves ráfagas de conversacióny risas que a veces llegaban entre los suspirosde sus hermanas dormidas. De vez en cuando elolor del humo de tabaco subía por las escalerasy pasaba por la puerta abierta; los cristalesentrechocaban en el comedor y Laurel seregodeaba pensando que el mundo de los adultosera cálido y luminoso y aún seguía enmovimiento más allá de las paredes de sucuarto.

Al cabo de un tiempo oyó el sonido de las

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sillas al ser colocadas debajo de la mesa y depasos en la entrada, y Laurel se imaginó a loshombres estrechándose las manos y a lasmujeres besándose en las mejillas mientrasdecían «Adiós» y «¡Oh! Qué noche tanmaravillosa», y prometían repetir la experiencia.Las puertas de los coches se cerraron, losmotores ronronearon por el camino a la luz de laluna y, por fin, el silencio y la quietud regresarona Greenacres.

Laurel esperó a oír los pasos de sus padresen las escaleras al ir a la cama, pero no llegabany vaciló al borde del sueño, incapaz deabandonarse y dejarse caer en sus redes. Yentonces, a través de los tablones de madera,llegó la risa de una mujer, fresca y placentera,como un trago de agua cuando se tiene sed, yLaurel se desveló. Se incorporó y escuchó másrisas, esta vez de papá, seguidas por el sonido dealgo pesado al ser movido. Laurel no deberíaestar levantada tan tarde, a menos que estuviese

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enferma, necesitase usar el baño o la hubiesedespertado una pesadilla, pero no podía cerrarlos ojos e ir a dormir, no ahora. Algo ocurríaabajo y necesitaba saber qué. Tal vez lacuriosidad mató al gato, pero las niñas pequeñassolían ser más afortunadas.

Salió de la cama y caminó de puntillas sobrela alfombra del pasillo, con el camisón rozándolelas rodillas. Silenciosa como un ratón, bajó lasescaleras a hurtadillas y se detuvo en el rellanocuando oyó la música, tenues compases queprovenían del otro lado de la puerta del salón.Laurel bajó el resto de las escaleras deprisa y,tras arrodillarse con sumo cuidado, apretóprimero una mano y luego un ojo contra lapuerta. Parpadeó contra el ojo de la cerradura yrespiró. Habían apartado el sillón de papá a unrincón, de modo que había un amplio espaciolibre en el centro del salón, y él y mamá estabanjuntos sobre la alfombra, los cuerpos fundidos enun abrazo. La mano de papá era grande y firme

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en la espalda de mamá y su mejilla descansabacontra la de ella mientras se mecían al compásde la música. Tenía los ojos cerrados y su gestoencendió las mejillas de Laurel, que tragó saliva.Parecía casi que su padre estuviese dolorido y,sin embargo, al mismo tiempo, tambiénexactamente lo contrario. Era papá y no lo era yverlo de ese modo sumió a Laurel en laincertidumbre e incluso se sintió un poco celosa,lo cual fue incapaz de comprender.

La música se animó con un ritmo más vívidoy los cuerpos de sus padres se apartaronmientras Laurel observaba. Estaban bailando,bailando de verdad, como en una película, conlas manos entrelazadas, y los zapatos sedeslizaban y mamá daba vueltas y vueltas bajoel brazo de papá. Las mejillas de mamá estabansonrosadas y sus rizos parecían más sueltos delo normal, el tirante del vestido color perla habíaresbalado un poco por un hombro, y Laurel, asus nueve años, supo que nunca volvería a ver a

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nadie tan hermoso aunque viviese cien años.

—Lol.Laurel abrió los ojos. La canción había

terminado y el disco seguía girando. Gerryestaba junto a su madre, quien se había quedadodormida, y le acariciaba el pelo con ternura.

—Lol —dijo de nuevo, y algo en esa voz, eltono acuciante, atrajo su atención.

—¿Qué pasa?Gerry miraba la cara de mamá fijamente y

Laurel siguió la dirección de sus ojos. Entonceslo supo. Dorothy no dormía; se había ido.

Laurel estaba sentada en el columpio deljardín, bajo el árbol, meciéndose lentamente conun pie. Los Nicolson dedicaron casi toda lamañana a hablar del funeral con el pastor delpueblo, y ahora Laurel pulía el medallón que su

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madre llevaba siempre. Habían decidido (demanera unánime) enterrarlo con mamá; ellanunca se había interesado por los bienesmateriales, pero ese medallón era muyimportante para ella y se negaba a quitárselo.«Contiene mis tesoros más preciados», solíadecir siempre que surgía el tema, y lo abría paramostrar las fotografías de sus hijos. De niña, aLaurel le encantaba cómo funcionaban esaspequeñas bisagras y el placentero clic delbroche al cerrarse.

Lo abrió y lo cerró, observando los rostrosjóvenes y sonrientes de sus hermanas, de suhermano y de ella misma, fotografías que habíavisto cientos de veces; y, en ese momento, notóque una de las piezas ovaladas de cristal teníauna pequeña muesca. Laurel frunció el ceño ypasó el pulgar por ese defecto. El borde de lauña lo enganchó y el cristal (estaba más sueltode lo que pensaba) se soltó y cayó sobre elregazo de Laurel. Sin el cierre, el fino papel

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fotográfico perdió la tirantez, se curvó en elcentro y Laurel pudo ver lo que había debajo.Miró más de cerca, deslizó el dedo por debajo ysacó la fotografía.

Era lo que había pensado. Dentro había otrafotografía, de otros niños, niños de un tiemporemoto. Comprobó el otro lado también, yaimpaciente, y apartó el cristal y sacó el retratode Iris y Rose. Otra foto antigua: otros dosniños. Laurel miró a los cuatro juntos y se lecortó la respiración: la ropa de época, lasugerencia de un inmenso calor en la forma deentrecerrar los ojos ante la cámara, esaparticular impaciencia tan obstinada en la carade la niña más pequeña… Laurel supo quiéneseran estos niños. Eran los Longmeyer de MountTamborine, los hermanos y la hermana demamá, antes del terrible accidente y de que ellase viera en un barco rumbo a Inglaterra, bajo lasalas protectoras de Katy Ellis.

Laurel estaba tan abstraída por su hallazgo,

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preguntándose cómo podría hallar másinformación acerca de esta familia lejana queacababa de descubrir, que no oyó el coche en elcamino hasta que casi llegó a la verja. Habíantenido visitas durante todo el día, que aparecíanpara darles el pésame, siempre con unaanécdota de Dorothy que les hacía sonreír yante las cuales Rose lloraba aún más,empapando todos esos pañuelos de papel quetuvieron que comprarle. Sin embargo, alobservar el coche que se acercaba, Laurel vioque se trataba del cartero.

Se acercó a saludarlo; se había enterado,por supuesto, y le dio el pésame. Laurel se loagradeció y sonrió cuando el hombre le contóuna historia acerca de las sorprendenteshabilidades de Dorothy Nicolson con un martillo.

—Era increíble —dijo— cómo clavaba lasestacas de la cerca una bella dama como ella,pero sabía muy bien lo que hacía. —Laurelmovió la cabeza para acompañar el gesto

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maravillado del cartero, pero pensaba en esosleñadores de antaño de Mount Tamborinecuando llevó el correo al columpio.

Había una factura de la luz, un panfletosobre las elecciones locales, además de un sobrede considerable tamaño. Laurel alzó las cejascuando vio que estaba dirigido a ella. No podíaimaginar quién sabría que se encontraba enGreenacres, salvo Claire, que nunca le enviaríauna carta mientras existiesen los teléfonos. Diola vuelta al sobre y vio el remitente: MartinMetcalfe, 25 Campden Grove.

Intrigada, Laurel lo abrió y sacó lo quecontenía. Era un folleto, la guía oficial del museopara la exposición de James Metcalfe en elVictoria y Alberto, de hacía diez años. «Penséque te gustaría. Saludos, Marty», decía la notapegada en la portada. «P. D.: ¿Por qué novienes a vernos la próxima vez que pases porLondres?». Laurel pensó que sería una buenaidea: le caían bien Karen, Marty y sus hijos, el

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niño del avión de Lego y de mirada absorta; deuna manera extraña, confusa, eran como de lafamilia, unidos todos ellos por aquellos sucesosfatídicos de 1941.

Hojeó el folleto y admiró una vez más elglorioso talento de James Metcalfe, que habíalogrado captar más que simples imágenes con lacámara y sabía transmitir un relato con loselementos dispersos de un momento único. Yqué relatos tan importantes: estas fotografíaseran el testimonio de una experiencia históricaque casi sería imposible de concebir sin ellas. Sepreguntó si Jimmy lo supo; si, al captar esospequeños ejemplos de sufrimientos y pérdidas,comprendió qué magnífico recuerdo iba a legaral futuro.

Laurel sonrió cuando vio la fotografía deNella y se detuvo ante una foto suelta, pegadaen la parte de atrás, una copia de la que habíavisto en Campden Grove, el retrato de mamá.Laurel la desprendió, la sostuvo de cerca y

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contempló cada rasgo de la belleza de su madre.Iba a devolverla a su sitio cuando reparó en laúltima fotografía del folleto, un autorretrato deJames Metcalfe, que databa de 1954.

Experimentó una sensación extraña ante esaimagen, que atribuyó, en un principio, a laimportancia crucial que tuvo Jimmy en la vida desu madre, a las cosas que mamá le había dichoacerca de su bondad, acerca de cómo la hizofeliz en esa época tan sombría de su vida. Peroentonces, a medida que miraba, Laurel adquirióla certeza de que se sentía así por otro motivo,un motivo más poderoso, más personal.

Y entonces, de repente, lo recordó.Laurel se desplomó sobre el asiento y miró

al cielo, con una sonrisa amplia e incrédula.Todo se iluminó. Supo por qué el nombre deVivien la impresionó tanto cuando Rose lo dijoen el hospital; supo cómo había averiguadoJimmy que debía enviar esa tarjeta deagradecimiento para Vivien a nombre de

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Dorothy Nicolson, a la granja Greenacres; supopor qué sentía esos fugaces déjà vu cuandomiraba el sello de la coronación.

Cielo santo (Laurel no pudo evitar reírse),incluso comprendió el enigma del hombre ante laentrada de artistas. Esa misteriosa cita, tanfamiliar y, aun así, imposible de ubicar. Nopertenecía a obra alguna; por eso le había dadotantos quebraderos de cabeza: había rastreadouna parte equivocada de su memoria. La citaprocedía de un día lejano, de una conversaciónque había olvidado por completo hasta hoy…

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Greenacres, 1953

Lo mejor de tener ocho años era que Laurel yapodía dar volteretas de verdad. Las había estadopracticando durante todo el verano, y, demomento, su mejor marca eran trescientasveintiséis seguidas, desde lo alto del caminohasta el viejo tractor de papá. Esta mañana, sinembargo, se había impuesto un nuevo reto: iba acontar cuántas volteretas hacían falta para darla vuelta alrededor de la casa, y, por si fuerapoco, lo iba a hacer lo más rápido posible.

El problema era la puerta lateral. Cada vezque llegaba (tras cuarenta y siete volteretas, aveces cuarenta y ocho), hacía una marca en laarena, donde las gallinas habían picoteado la

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hierba, corría a abrir y volvía al mismo sitio.Pero, cuando levantaba las manos, preparadapara impulsarse, la puerta ya se había cerradocon un chirrido. Pensó en poner algo paramantenerla abierta, pero las gallinas eran muypícaras y probablemente aletearían hasta lahuerta a la menor oportunidad.

No obstante, no se le ocurría otro modo decompletar la vuelta. Se aclaró la garganta, aligual que su maestra, la señorita Plimpton, cadavez que debía hacer un anuncio importante, ydijo: «Escuchad, vosotras —apuntó con el dedopara realzar sus palabras—, voy a dejar estapuerta abierta, pero solo un minuto. Si alguna devosotras tiene la brillante idea de entrar aescondidas cuando me dé la vuelta, sobre todo ala huerta de papá, os advierto que mamá va acocinar pollo esta tarde y a lo mejor buscavoluntarias».

A mamá ni se le habría ocurrido echar a laolla a una de sus pequeñas (las gallinas con la

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buena fortuna de haber nacido en la granjaNicolson tenían asegurada la muerte por vejez),pero Laurel no vio motivo alguno para decirleseso.

Cogió las botas de trabajo de papá, al ladode la puerta principal, y las dejó, una junto a laotra, contra la puerta abierta. Constable, el gato,que había observado los acontecimientos desdeel umbral de la entrada, maulló para expresarsus reservas respecto al plan, pero Laurel fingióno haberlo oído. Convencida de que la puerta nose cerraría esta vez, reiteró su advertencia a lasgallinas y, con una última mirada al reloj, esperóa que el segundero llegara a las doce, gritó«¡Ya!» y comenzó a dar volteretas.

El plan funcionó a las mil maravillas. Ibadando vueltas y más vueltas, con las trenzasarrastrándose por el polvo y luego atizando laespalda como la cola de un caballo: a lo largo delcercado, por la puerta abierta (¡hurra!) y devuelta al comienzo. Ochenta y nueve volteretas,

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tres minutos y cuatro segundos exactamente.Laurel se sintió exultante…, hasta que notó

que esas pícaras gallinas habían hechoprecisamente lo que les había pedido que nohiciesen. Corrían alborotadas por la huerta de supadre, tiraban el maíz al suelo y lo picoteabancomo si no hubiesen comido en todo el día.

—¡Eh! —gritó Laurel—. Vosotras, al corral.No le hicieron caso, y Laurel caminó

decidida, mientras movía los brazos y pisoteabael suelo, pero se topó con un desdénimperturbable.

Laurel no vio al hombre al principio. Nohasta que él dijo: «Hola», y miró hacia arriba y lovio ahí, cerca de donde papá solía aparcar elviejo Morris.

—Hola —dijo Laurel.—Pareces un poco enfadada.—Es que estoy enfadada. Estas se han

escapado y se están comiendo todo el maíz demi papá y me van a echar la culpa.

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—Cielos —dijo el hombre—. Parece serio.—Es que lo es. —El labio inferior amenazó

con temblar, pero Laurel no lo consintió.—Vaya, es un hecho poco conocido, pero yo

hablo gallino bastante bien. ¿Por qué no vemosqué podemos hacer para que vuelvan?

Laurel estuvo de acuerdo, y juntospersiguieron las gallinas por toda la huerta,mientras el hombre cloqueaba y Laurel lomiraba por encima del hombro, asombrada.Cuando la última gallina entró en el corral, asalvo tras la puerta cerrada, el hombre inclusoayudó a eliminar las pruebas de las plantas rotasde papá.

—¿Has venido a ver a mis padres? —dijoLaurel, que de repente cayó en la cuenta de queel hombre tendría otro objetivo aparte deayudarla.

—Eso es —dijo—. Yo conocí a tu madrehace mucho tiempo. Éramos amigos. —Elhombre sonrió, y esa sonrisa hizo pensar a

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Laurel que le caía bien, y no solo por lo de lasgallinas.

Al reparar en ello se volvió un poco tímida ydijo:

—Puedes esperar dentro, si quieres. Yodebería estar ordenando.

—Vale. —El hombre la siguió a la casa y sequitó el sombrero al cruzar el umbral. Echó unvistazo al salón y notó, a Laurel no le cupo duda,que papá acababa de pintar las paredes—. ¿Tuspadres no están en casa?

—Papá está en el campo y mamá ha ido apedir prestado un televisor para ver lacoronación.

—Ah. Por supuesto. Bueno, seguro queestoy bien aquí, si necesitas seguir ordenando.

Laurel asintió, pero no se movió.—Voy a ser actriz, ¿sabes? —Sintió la

repentina necesidad de contarle a aquel hombretodo acerca de sí misma.

—¿De verdad?

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Laurel asintió de nuevo.—Vaya, entonces tendré que estar

pendiente de ti. ¿Crees que vas a actuar en losteatros de Londres?

—¡Oh, sí! —dijo Laurel, que frunció loslabios, pensativa, como veía hacer a los adultos—. Creo que muy probablemente.

El hombre había estado sonriendo, pero suexpresión cambió entonces, y al principio Laurelpensó que sería por algo que había dicho ohecho. Sin embargo comprendió que ya no laestaba mirando, que tenía la mirada clavada másallá de ella, en la fotografía de la boda de mamáy papá, la que estaba en la mesilla del vestíbulo.

—¿Te gusta? —preguntó.El hombre no respondió. Se había acercado

a la mesilla y sostenía el marco, que mirabacomo si fuese incapaz de creer lo que veía.

—Vivien —dijo en voz baja, tocando la carade mamá.

Laurel frunció el ceño, preguntándose qué

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querría decir.—Esa es mi mamá —dijo—. Se llama

Dorothy.El hombre miró a Laurel y su boca se abrió

como si fuese a decir algo, pero no lo hizo. Lacerró de nuevo y una sonrisa apareció en suslabios, una sonrisa divertida, como si acabase deencontrar la respuesta a un rompecabezas y eldescubrimiento le entristeciera y alegrara almismo tiempo. Se puso de nuevo el sombrero yLaurel comprendió que iba a marcharse.

—Mamá no va a tardar —dijo, confundida—. Solo ha ido al pueblo de al lado.

Aun así, el hombre no cambió de opinión ycaminó de vuelta a la puerta y salió a la brillanteluz del sol, al cenador bajo la glicina. Tendió lamano y le dijo a Laurel:

—Bueno, compañera pastora de gallinas, hasido un placer conocerte. Que disfrutes de lacoronación, ¿vale?

—Vale.

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—Por cierto, me llamo Jimmy y voy abuscarte por los escenarios de Londres.

—Yo soy Laurel —dijo ella, y le estrechó lamano—. Nos veremos en los teatros.

El hombre se rio.—No me cabe duda. Me parece que eres

de esas personas que saben escuchar con losoídos, los ojos y el corazón, todos al unísono.

Laurel asintió, dándose importancia.El hombre había comenzado a marcharse

cuando se detuvo de repente y se dio la vueltapor última vez.

—Antes de irme, Laurel, ¿me podríasdecir…? Tu papá y tu mamá… ¿son felices?

Laurel arrugó la nariz, sin saber muy bienqué quería decir.

El hombre se explicó:—¿Hacen bromas juntos y se ríen y bailan y

juegan?Laurel puso los ojos en blanco.—Ah, sí —dijo—, todo el tiempo.

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—¿Y tu papá es amable?Laurel se rascó la cabeza y asintió.—Y divertido. La hace reír, y siempre

prepara el té, y ¿sabías que una vez le salvó lavida? Así es como se enamoraron: mamá secayó por un acantilado enorme y estaba muyasustada y sola y supongo que su vida corríapeligro, hasta que mi papá se tiró al agua,aunque había tiburones y cocodrilos y creo quehasta piratas, y la rescató.

—¿De verdad?—Sí. Y después comieron berberechos.—Vaya, entonces, Laurel —dijo el hombre,

Jimmy—, creo que tu papá parece el tipo dehombre que tu mamá se merece.

Y entonces se miró las botas, de esa maneratriste y feliz tan suya, y se despidió. Laurel loobservó al marcharse, pero solo un rato, yenseguida comenzó a preguntarse cuántasvolteretas harían falta para llegar hasta elarroyo. Y, cuando su madre llegó a casa, y sus

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hermanas también (con la televisión metida enuna caja en el maletero), ya se había olvidado deese hombre amable que vino un día y la ayudócon las gallinas.

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Agradecimientos

He de dar las gracias al inestimable trío de misprimeros lectores, Julia Kretschmer, DavinPatterson y Catherine Milne; mi brillante einagotable equipo editorial, incluyendo a mieditora, Maria Rejt, Sophie Orme, Liz Cowen yAli Blackburn en Pan Macmillan, de GranBretaña; Christa Munns y Clara Finlay en Allen& Unwin, de Australia; la editora Lisa Keim,Kim Goldstein e Isolda Sauer en Atria, deEstados Unidos; la correctora por excelencia,Lisa Patterson; y a mi editora y gran amiga,Annette Barlow, quien alegremente se alejó delos límites de la razón conmigo.

Estoy enormemente agradecida a miseditores en todo el mundo por su constanteapoyo, y a todas las personas de talento que

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ayudan a convertir mis historias en libros y asacarlos a la luz. Gracias a todos los libreros,bibliotecarios y lectores que siguen manteniendola fe; a Wenona Byrne por la infinidad de cosasque hace; a Ruth Hayden, artista e inspiración; ya mi familia y amigos por dejarme desaparecerdentro de mi mundo imaginario y volver a ellosmás tarde como si nada hubiera sucedido.Gracias especiales, como siempre, a mi agente,Selwa Anthony, mis preciosos chicos, Oliver yLouis, y, sobre todo, por todo y más, a miesposo, Davin.

He consultado muchas fuentes mientrasinvestigaba y escribía El cumpleaños secreto.Entre las que me han sido de más ayudaestaban: el archivo virtual de la BBC, WW2People’s War y el Museo Imperial de la Guerra,en Londres; el Museo y Archivo PostalBritánico; Black Diamonds: The Rise and Fallof an English Dynasty, de Catherine Bailey;Nella Last’s War: The Second World War

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Diaries of Housewife, 49, editado por RichardBroad y Suzie Fleming; Debs at War 1939 -1945: How Wartime Changed Their Lives, deAnne de Courcy; Wartime Britain 1939 - 1945,de Juliet Gardiner; The Thirties: An IntimateHistory, de Juliet Gardiner; Walking theLondon Blitz, de Clive Harris; Having it soGood: Britain in the Fifties, de PeterHennessy; Few Eggs and No Oranges: TheDiaries of Vere Hodgson 1940 - 45; How WeLived Then: A History of Everyday Lifeduring the Second World War, de NormanLongmate; Never Had It So Good: 1956 - 63,de Dominic Sandbrook; The Fortnight inSeptember, de R. C. Sheriff; Our LongestDays: A People’s History of the SecondWorld War, por los escritores de MassObservation, editado por Sandra Koa Wing;London at War 1939 - 1945, de Philip Ziegler.

Gracias también a Penny McMahon, en elMuseo y Archivo Postal Británico, por

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responder a mis preguntas acerca de losmatasellos; a la buena gente de Transportes deLondres, que me permitieron entrever cómo erauna estación de metro en 1940; a John Welhampor compartir su notable conocimiento respectoa tantos temas históricos; a Isobel Long porsuministrarme información sobre el fascinantemundo de la gestión de archivos y registros; aClive Harris, quien continúa proporcionandoperspicaces respuestas a todas mis consultassobre la guerra y cuyo recorrido a pie por elLondres de los bombardeos fue la primerainspiración de esta historia; y a Herbert y Rita,de quienes heredé mi amor por el teatro.

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Notas

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[1] El victory roll era una maniobra acrobáticaque hacían los aviones aliados en señal devictoria, y que dio nombre a un peinado congrandes bucles y tirabuzones. (N. del E.). <<

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[2] Mr. Punch y Judy son los dos personajesprincipales de la tradición inglesa de los títeresde cachiporra. A diferencia del resto detradiciones, Mr. Punch sigue hablando con elpeculiar tono de voz que da el uso de lalengüeta; y la historia es cerrada: por lo generalse repite sin cambios en todas lasrepresentaciones y todos los teatrillos. Elargumento es tan violento, con varios asesinatosgrotescos y esperpénticos, que, pese a ser unasencilla obra de títeres, claramente teatral yburlesca, su representación ha sido prohibida envarias etapas de la historia inglesa. <<