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La tierra del arco iris

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La tierra del arco irisAntonio Martínez Egea

Vélez Rubio2014

CENTRODE ESTUDIOSVELEZANOS

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© Antonio Martínez Egea© Prólogo: José Manuel Llamas Elvira

© Diseño y maquetación: Enrique Fernández Bolea© Diseño de cubierta y guardas: Gregorio Pérez Santander DIXI (Granada)

Foto de contracubierta: Luis García Bañón (Vélez Blanco, 1893-1912),por gentileza de la familia Bañón

Edita: Centro de Estudios Velezanos (Ayuntamiento de Vélez Rubio, Almería)

Impresión: Gráficas La Madraza (Albolote, Granada)Encuadernación: Hnos. Olmedo (Ogíjares, Granada)Depósito legal: AL: 526-2014ISBN: 978-84-935191-8-6Registro Territorial de la Propiedad Intelectual de la Comunidad de Madrid:«LIBROS AME», nº M-004317/2013Primera edición: junio, 2014TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS

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A María:por su apoyo incondicionaly entusiasta al escritor,y su cariño, pacienciay dedicación al hombre.

Gracias a José Domingo Lentisco Puche, por su entusiasmoen la publicación del libro desde el primer momento y su buenhacer durante todo el periplo de la edición, y con él al Centro deEstudios Velezanos por su implicación en el proyecto.

Gracias a mis hermanos y cuñados que han sido pacienteslectores del manuscrito y que con sus ideas, sugerencias y apoyo hanenriquecido el libro.

A José Manuel Llamas Elvira, amigo entrañable, que aceptóescribir el prólogo dando realce con su pluma a la novela.

Y gracias sobre todo a mis dos Marías, sin cuyo apoyo, críticasy empuje posiblemente no hubiera visto la luz ni Ambros ni Tani.

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PRÓLOGO

Una de las mayores satisfacciones que he tenido últimamente ha sido la propuesta de Antonio de escribir unas cuantas frases para prolo- gar este libro. Es cierto que, una vez que lo he leído, me he sentido

entusiasmado con su contenido, la calidad narrativa del mismo y el nivel dedocumentación de los hechos que en él se describen.

Como podrá observar el lector, este libro es fruto de un conocimientoprofundo del entorno geográfico, las circunstancias históricas y unas nocio-nes sobre el modo de vida de la sociedad velezana de finales del XIX y prin-cipios del XX devenidos en vivencias del autor en los años 50-60, durantesu infancia, y que son continuación de aquéllas, de manera casi inalterada,con sólo algunas variantes.

Existen dos secuencias temporales en el libro: una desarrollada en elneolítico, cuya esfera queda enmarcada en el campo de lo especulativo; yotra en los siglos XIX y XX que ofrece un relato de indudable interés yrigurosidad histórica y etnográfica de la comarca.

Posiblemente, Los Vélez no sean una comarca de referencia en las guíaspara tour-operadores, porque éstas carecen de las estrellas que clasifican elpatrimonio humano, pero seguro que estaría muy bien puntuada en caso deexistir éstas. En el texto del libro se recoge fielmente esa generosidad afec-tiva y acogedora de los habitantes de la zona que invita a compartir charlas,ocio, celebraciones de domingo, y esa nostálgica forma de tertulia en casaque el autor refleja con la melancolía propia de los que contemplan conlucidez el fin de una época y de una forma de vida diferente y más humana.

Algunos libros tienen la capacidad de transformarse en algo que no son,de convertirse en algo distinto a lo que pretendían ser. Este es un libro en

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PRÓLOGO

principio supeditado a la historia de unas pinturas rupestres, pero esto essólo una excusa que le sirve de sustento para colarse silenciosamente en elámbito de la ficción con la descripción del pintoresquismo de una época ycomo documento sociológico de la forma de entender la vida de un puebloy sus habitantes. El libro (relato-crónica) está plagado de protagonistas his-tóricos que cobran vida de la mano del autor para convertirse en un reguerode personajes palpitantes y humanos.

Durante los años 60, durante nuestra infancia y adolescencia, la inquietudpor la rica historia que nos rodeaba, por los restos de antiguas civilizacionesasentadas en nuestra tierra marcaba muchas de nuestras excursiones, de nues-tros juegos y de nuestras aventuras. Recuerdo cómo, cuando aún siendo ni-ños, en grupo, los amigos buscábamos la emoción y la aventura en nuestrascorrerías. En el Castellón, donde se encuentra la antigua fortaleza musulma-na, existe una abertura; es como un agujero donde las plantas y los arbustosdisimulan su entrada. Se dice que en su interior existe una gran estancia, unagran cueva oscura que se continúa por un pasadizo atravesando las ramblas yse abre en una lejana casa del pueblo (la casa de Miguel). En esta estancia, yanimados por la imaginación infantil y los cuentos que en las largas noches deinvierno nos contaban los abuelos y la chacha, teníamos la certeza de quecontenía numerosas trampas para los intrusos que quisiesen penetrarla y queen su interior aún vivía un gran «moro» negro. Eso lo sabíamos todos losniños. Nosotros buscábamos la entrada y vigilábamos para ver al «moro». Mi-rábamos la entrada de la cueva como si se tratase de un abismo que a la vezatrae y transmite miedo. Nos poníamos todos de acuerdo para mirar y obser-var fijamente y para que el primero que viese al negro lanzara un grito. Con laboca abierta de curiosidad y miedo, fijábamos la mirada en la grieta hasta queAsensio, un muchacho pelirrojo tenía la impresión de que el agujero empeza-ba a moverse o hasta que Andrés, otro compañero burlón y decidido, gritaba«¡el moro, el moro!» y surgía la desbandada y la decepción e indignación de losque detestaban la ironía o la informalidad.

Antonio y yo hemos sido protagonistas de todas estas correrías que hanmoldeado nuestro gusto por la historia de nuestra tierra y que Antonio reco-ge magistralmente en su libro. También las pinturas rupestres y nuestro riconeolítico han constituido un motivo de fascinación de nuestra adolescencia.Las excavaciones y estudios llevados a cabo por don Miguel Guirao y don

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PRÓLOGO

Miguel Botella a las que asistíamos como observadores alegres de ese traba-jo pulcro y meticuloso de búsqueda y de hallazgo. Quizá todo esto ha unidoun conjunto de inquietudes, añoranzas, recuerdos y conocimientos que hadado lugar a este libro.

Antonio y yo siempre hemos sido amigos, y hemos seguido manteniendoesa condición en la distancia de nuestro vivir diario, pero en nuestros en-cuentros ocasionales, esa distancia y el paso del tiempo no ha disminuido niun ápice esa concurrencia de ideas y principios que marcan y condicionansiempre una relación de amistad. Los amigos se escogen, se cuidan y se vatrabando el vínculo, libremente, paso a paso, evento a evento. No tienenque supeditarse a guiones familiares, a intereses mercantiles o a ningún tipode contrato sacramental o civil. Es una relación de cariño legítimo, y comotal, sólo existe por mutuo deseo, validándose en cada ocasión que pone aprueba su autenticidad. La amistad no está ritualizada en ceremonias iniciá-ticas, ni se acredita en documento alguno: sólo se registra en lo más íntimode nosotros, fortaleciendo la estructura interna de nuestra identidad.

Esta amistad no influye en lo más mínimo en el reconocimiento quehago de la calidad de esta obra, aunque para mí tiene ese valor añadido deque su autor es mi amigo Antonio.

JOSÉ MANUEL LLAMAS ELVIRA

Granada, mayo de 2014

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El brujo espera, con el gesto serio y las manos crispadas, la llegada del consejo de ancianos. Los viejos que lo forman tratan de subir el es- carpado terraplén, ayudándose unos a otros sobre las piedras suel-

tas de vivas aristas que recubren la fuerte pendiente. Nadie puede ayudarlesen su ascenso porque sólo ellos y el brujo pueden acceder a la Cueva Sagra-da. La tribu espera abajo, observando en silencio las dificultades de los sieteancianos que luchan entre resbalones en su penoso ascenso. Los pierden devista un instante cuando están a punto de culminar su subida. Poco despuéslas siete figuras aparecen en la entrada de la cueva y van tomando posicio-nes de forma cansina, según su jerarquía determinada por la edad.

Después de tomar asiento sobre la roca sólo son visibles, desde abajo,sus cabezas. Instantes después el brujo avanza unos pasos ataviado con losornamentos ceremoniales. Sobre su cabeza destaca una gran cornamenta deciervo que agranda sobremanera su figura. Su cuerpo sólo está cubierto porun taparrabos formado con pieles; tiene el resto del cuerpo impregnado depintura roja como si fuera sangre. En cada una de sus manos porta una hoz,hechas con dos grandes quijadas pulidas y afiladas, cubiertas por un rojonegruzco. Del extremo de la que lleva en su mano izquierda, que ahoralevanta aún más para hacerla bien visible, cuelga un corazón, todavía san-grante, fruto del último sacrificio realizado en soledad mientras esperaba lallegada de la tribu.

Al iniciar su parlamento, un rayo de sol aparece de improviso entre lasnubes, proyectando su terrible silueta sobre la roca. Situados junto a ella,los ancianos aprecian sobrecogidos una figura que brilla con los reflejos del

¡La Cueva Sagrada ha sido profanada!

1EL BRUJO

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EL BRUJO

sol; es la imagen exacta, en miniatura, de la sombra que proyecta el brujocegado por el sol. Desde la parte de abajo, la tribu no puede apreciar condetalle la similitud de las dos figuras, la sombra grande del brujo y la peque-ña pintura sobre la pared, pero sí las caras espantadas de los miembros delconsejo. El silencio y la expectación es tal que no se oye ni el llanto de losmás pequeños, que asisten a aquel terrible momento sujetos con cintas decuero a las espaldas de sus madres.

La voz ronca y desagradable del brujo se oye claramente abajo y resuenapor todo el valle. Nadie, salvo el consejo, sabe para qué han sido convoca-dos, pero todos intuyen que se trata de un asunto grave, ya que la tribu alcompleto no sube hasta las inmediaciones de la gruta más que una vez alaño, para los sacrificios rituales que se celebran en el solsticio de verano, eldía más largo del año, o en contadísimas y excepcionales ocasiones comoésta. Para muchos de ellos es la primera vez que asisten a un consejo tansumario. Los más jóvenes tardan en entender las palabras que les llegan; elmiedo y la terrible figura que les habla los absorbe y ensordece.

Durante mucho rato el brujo recalca el carácter sagrado de la cueva ydesgrana las leyendas de cómo sus antepasados habían decorado las rocasde sus paredes con figuras ininteligibles, que sólo los hombres sagrados comoél saben interpretar. Los constantes movimientos de la cornamenta, que semantiene firme, hacen parecer por momentos que es un ciervo de verdad elque se mueve sobre sus cabezas. Cuando el orador considera que todostienen claro lo sagrado de aquel recinto y la inviolabilidad del mismo, calladurante unos instantes para tomar aliento y, de pronto, su voz surge de nue-vo como un trueno erizando los pelos de todos los asistentes:

— ¡La Cueva Sagrada ha sido profanada!La frase resuena en los oídos de los miembros de la tribu. Todos se miran

asustados mientras la figura tensa del cuerpo del hechicero parece a puntode estallar. Se vuelve lentamente y, con la punta de la hoz de su mano dere-cha, señala la figura que lo representa en la roca. El sol vuelve a salir confuerza realzando el brillo de la pintura y proyectando, de nuevo, la sombradel brujo junto al exacto dibujo que a pequeña escala lo representa.

Desde abajo apenas pueden ver la sombra reflejada y no entienden loque está pasando porque no pueden apreciar la pintura sacrílega. Sí distin-guen los ojos abiertos como platos de las figuras de los ancianos incorpora-dos hacia el punto que indica la macabra hoz. Sus caras revelan asombro

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EL BRUJO

por el parecido con la silueta del brujo e indignación por el ultraje. La tribuespera una explicación sobre la violación cometida, sin entender el estadode excitación de su hombre sagrado.

De nuevo aparece a la vista de todos la figura del brujo, inclinada haciaellos a punto de deslizarse ladera abajo.

— ¡Alguien ha osado ofendernos gravemente accediendo a la Cueva Sa-grada, donde sólo puede entrar el consejo y yo mismo! ¡Alguien ha mancilladosus paredes mezclando una figura con los signos sagrados y los ídolos bicóni-cos que nos protegen! Alguien ha osado además a representarme a ¡mí! –gritócon la voz desgarrada–, ¡el hombre sagrado que dedica su vida a que los espí-ritus nos protejan! ¡El tabú ha sido roto tres veces! ¡Los ídolos claman vengan-za, y yo también!

Todos los hombres y mujeres de la tribu se miran entre sí espantados,intercambiando con sus ojos el temor y exclamando, cada vez más fuerte:

— ¡Qué va a ser de nosotros...!En voz baja, entre los gritos de la multitud, dos jóvenes se repiten el uno

al otro la misma frase monótonamente, hasta que los brazos tersos del brujose extienden despacio reclamando silencio. Los destellos del fuerte sol sobrelas cruentas hoces en lo alto del terraplén ciegan por un momento a los dosjóvenes, aterrados ahora por el silencio que precede al embate final de la figu-ra del corazón sangrante, que parece ahora rezumar sangre más que nunca.

— ¡Yo maldigo a quien lo ha hecho y reclamo venganza para aplacar alos espíritus ofendidos!

Los siete ancianos se van poniendo de pie sin dejar de mirar al hombresagrado que parece poseído y fuera de sí.

— ¡Yo pido al consejo que castigue a los culpables!Las carnes fofas de los ancianos parecen ajarse aún más al oír la terrible

acusación:— ¡Yo acuso a los hermanos Ambros y Tani, del clan de los blancos, de

ser los autores del ultraje!Los dos jóvenes aludidos tiemblan al oír sus nombres y tratan de negar

con la cabeza la acusación, soportando todas las miradas iracundas de latribu sobre ellos.

— ¡Cogedlos!La orden suena como un trueno por todo el valle. Los dos hermanos dan

unos pasos hacia atrás, siendo rodeados de inmediato por varios hombres

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EL BRUJO

armados con sus lanzas. El miedo los invade y no son capaces de articularpalabra.

El más anciano del consejo surge junto al brujo y con potente voz, queno parece salir de su viejo cuerpo, se dirige a la tribu:

— ¡Apartadlos de los demás y vigiladlos hasta que el consejo decida!Los muchachos, rodeados por los hombres más fuertes de la tribu, son

alejados del grupo y llevados, junto a unas rocas, al borde del precipiciobajo el que se extiende el valle.

Desde allí tienen mejor visión de lo que pasa en la gruta, y pueden ob-servar cómo los ancianos toman asiento en círculo junto a la entrada de lacueva y cómo comienzan sus deliberaciones. Nadie se dirige a ellos, pero lashostiles miradas de los vigilantes les hacen temer por su vida antes inclusode que concluya el consejo. No tienen escapatoria; están a merced de lo quelos ancianos decidan sobre ellos.

El brujo se introduce en el centro del círculo y, sin parar de gesticular,gira continuamente mirando de cerca la cara de cada uno de los ancianos,explicando sus sospechas, y responde, volviéndose como un rayo, hacia elque le pregunta.

Abajo, los miembros de la tribu se van sentando poco a poco en el sueloa esperar, sin parar de cuchichear en voz baja para no molestar al consejo ensu terrible deliberación. El clan de los blancos, al que pertenecen los dosjóvenes, queda también aislado de los demás, sin dejar de observar a los dosacusados con cara de incredulidad. La mirada de los ojos grandes y negrosde su madre consuela a Ambros y Tani; la del jefe del clan muestra duda ytemor a lo que pueda suceder.

El paso de los minutos hace crecer la esperanza de salvación de losacusados: si el consejo lo tuviera claro ya habría habido sentencia. Que seretrase la resolución empieza a parecerles una buena señal.

Una hora después los dos hermanos se vuelven a animar al ver salir albrujo del círculo casi histérico y separarse de los ancianos, que achican elcorro y comienzan a deliberar en voz muy baja. Pierden de vista la imagen desu acusador, que se sumerge en el fondo de la cueva a esperar el veredicto.

La tribu al completo aguanta bajo el fuerte sol del final del verano, espe-rando la decisión de los ancianos. Algunos niños comienzan a lloriquear yotros a impacientarse, pero apenas se atreven a moverse impresionados porla solemnidad del momento.

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EL BRUJO

Antes de que el sol alcance su cenit los ancianos deshacen el corro ysalen hasta la cresta del terraplén. Todos se levantan al verlos aparecer y seagolpan lo más cerca posible para oír la sentencia. El más viejo levanta losbrazos y, con la cabeza mirando al cielo, se dirige a los reunidos:

— El consejo ha llegado a una conclusión.Hace una pausa antes de continuar. La tribu aguarda; todas las bocas

están abiertas sin perder de vista al anciano, que continúa:— El ultraje no puede quedar sin castigo, so pena de que los espíritus

hagan caer sobre nosotros todas las maldades inimaginables. Ellos nos am-paran, como lo hicieron con nuestros antepasados y lo harán con nuestroshijos y sus descendientes.

En la nueva pausa, el sudor cae por las caras de los dos hermanos queestán a punto de conocer su destino; temen ser sacrificados a manos delsalvaje hechicero que los ha acusado.

— ¡El brujo pide el sacrificio de los dos acusados para aplacar la ira denuestros ídolos!

Un murmullo recorre el valle, y la mirada de la madre hacia sus hijosrefleja la angustia que está viviendo. El anciano continúa:

— Sin embargo el consejo, todos de acuerdo, no encuentra pruebas sufi-cientes de que los acusados sean los autores de tamaño sacrilegio. La pala-bra del brujo, sin prueba alguna, no es suficiente para dictaminar el sacrifi-cio, salvo que ellos mismos confiesen su culpa.

Todas las miradas se dirigen entonces a los acusados. Ambros coge delbrazo a su hermano Tani y lo mira suplicando silencio: cualquier palabra,cualquier gesto los puede llevar a la roca de los sacrificios. Tani responde asu hermano en silencio que no va a abrir la boca; la mirada suplicante de sumadre y el contacto de su hermano lo hacen callar. A lo mejor se libran deuna terrible muerte.

— Ya veo –continua con voz cansada el viejo– que no tenéis nada quedecir...

Ambos mueven despacio la cabeza hacia los lados.— La falta no puede quedar sin castigo, de manera que este consejo ha

decidido que los hermanos Ambros y Tani, del clan de los blancos, debenser exiliados. Partirán al amanecer del día de mañana, sin más pertrechosque sus armas, y deberán alejarse al menos a dos jornadas completas demarcha para no volver jamás. Si son encontrados alguna vez a menos de esa

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EL BRUJO

distancia, serán sacrificados aquí, en la Cueva Sagrada. Como desagravio anuestros ídolos bicónicos, el brujo sacrificará solemnemente una cabra an-tes de partir, y ofrecerá su corazón en espera de que los Sagrados Espíritusacepten la decisión de este consejo.

Toda la tribu oyó los desgarradores gritos del animal, hasta que fueronahogados por su propia sangre. El brujo surgió de nuevo con el corazón dela cabra aún moviéndose ensartado en su hoz, y estalló un grito unánime dedesagravio y de respiro por la decisión del consejo. Nadie sabía si lo habíanhecho aquellos jóvenes, pero casi todos los estimaban y consideraban justala sentencia. Los dos hermanos se abrazaron emocionados. En un susurro,apenas audible, Ambros dijo al oído de su hermano:

— Al menos hemos salvado el pellejo. Gracias.Los ancianos comenzaron entonces su descenso, aun más penoso que la

subida, porque las piedras cortantes resbalaban bajo sus pies hiriéndolos yhaciéndoles casi perder el equilibrio. Nadie podía ayudarles, el terraplén eraconsiderado tabú y tenían que esperar, con el alma en vilo, temiendo quealguno de aquellos cansados viejos se despeñara ladera abajo. Pero los ído-los parecían apiadarse de ellos tras el sacrificio y todos llegaron, magulladosy con las piernas sangrando, hasta la base, e iniciaron el camino de vueltahacia el poblado.

Antes de ponerse en marcha, Ambros y Tani echaron una última miradahacia la Cueva Sagrada: la imagen del brujo, igual a la pintada en la roca, serecortaba impresionante. Sintieron como su mirada de odio los traspasaba.Sabían que hasta que no se marcharan de allí seguían en peligro.

El camino hasta el poblado, abajo en el valle, era largo; aun siendo cues-ta abajo, el paso de los viejos que abrían la marcha era cansino. Habíanpasado muchas horas desde que, al amanecer, iniciaran el ascenso hasta lacueva. Aún les quedaban al menos dos horas de dura caminata.

Llegaron al poblado, en el Cerro de las Canteras, situado cerca del ríoCorneros, pero a resguardo de sus crecidas, cansados y hambrientos. Losancianos dispusieron que los dos hermanos pudieran estar con su gente, sinabandonar el poblado, hasta que tuvieran que partir al alba siguiente.

El clan se reunió en su cabaña. Todos estaban tristes y asustados, peroninguno reprochó nada a los dos hermanos; no sabían si habían sido ellos, niquerían saberlo, sólo les importaba que estaban vivos y que les quedaban

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EL BRUJO

pocas horas para estar con aquellos dos jóvenes alegres y vigorosos quesuponían una gran ayuda para el sustento del grupo. Ninguno de ellos salióde la cabaña en toda la tarde; no querían encontrarse con la mirada hosca deotros clanes, ancestralmente enemigos, ni correr el peligro de que alguien setomase la justicia por su mano.

Antes de dormir, cuando las estrellas empezaban a brillar en el cielo,Ambros se lamentó ante todos ellos por los problemas que les iban a causar.El resto de la tribu no miraría con buenos ojos al clan durante algún tiempo,señalándolos como posibles causantes de sus desgracias futuras. El abuelo,el más viejo del clan, tomó la palabra y les hizo saber que lo importante eraque ellos sobrevivieran y se buscaran una nueva vida; los que allí quedabaneran suficientes, notarían la falta de sus cuatro hermosos brazos, pero sa-brían salir adelante.

En el silencio de la noche sólo se oía el rebullir de Ambros y Tani sobrelos juncos intentando dormir. Ninguno de los dos pegó ojo pensando en loque les esperaría a partir del día siguiente, en cómo sería su nueva vida, enqué les depararía el destino...

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Una semana antes del acontecimiento que iba a cambiar sus vidas enla Cueva Sagrada, los dos hermanos habían salido del poblado per-trechados con sus armas de caza, dispuestos a aumentar la despen-

sa del clan antes de que el tiempo cambiara y comenzaran las fuertes lluviasy el terrible viento que azotaba la zona durante semanas, y que hacía casiimposible alejarse del poblado.

Habían partido hacia el oeste, atravesando barrancos y subiendo peque-ños pero escarpados montes hasta llegar al inmenso bosque que se extendíabajo la imponente mole del Mahimón en su cara sur. Después de mediajornada de marcha encontraron el sitio ideal para iniciar la caza. Dedicarontoda la tarde a preparar las trampas; era un trabajo delicado del que depen-día en gran parte el éxito de su excursión.

A la mañana siguiente, cuando los primeros rayos de sol superaban laslejanas montañas y comenzaban a inundar el valle, los dos hermanos ya esta-ban eligiendo los mejores sitios y apostándose para iniciar la caza de pequeñaspresas, sobre todo conejos, que era lo que podían transportar a su vuelta. Lasgrandes piezas las dejaban para cuando salían con más hombres, necesariospara acabar acorralándolas y poder luego transportarlas.

Las tardes las dedicaban a limpiar las piezas, secarlas al sol y luego ahu-marlas junto al fuego para conservarlas mejor. Por la noche se refugiaban enuno de los numerosos abrigos que había en las paredes rocosas por encimadel bosque. Allí, aunque las noches no eran aún frías, encendían una peque-ña fogata para mantener alejados a los lobos y otras alimañas que, al olor dela sangre, acudían peligrosamente, merodeando con sigilo hasta el alba.

Ambros inicia su afición pictórica.

UNA SEMANA ANTES

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UNA SEMANA ANTES

Dos días después habían conseguido reunir todo lo que creían podertransportar y, cargados con grandes fardos que habían preparado atandofuertemente unas piezas con otras mediante trozos de cuero, iniciaron elregreso hacia el poblado, satisfechos con su caza.

El gran peso que transportaban les había hecho caminar lentamente, ycuando la noche se les echaba encima, aún lejos de su destino, decidieronbuscar otro abrigo, ya casi fuera del bosque, y no arriesgarse a hacer el restodel camino de noche, con las manadas de lobos pendientes de su botín.

Antes del amanecer, Ambros, el mayor, avivó el fuego que los protegía ysalió de la covacha dejando a su hermano, agotado por la fuerte carga, des-cansar un rato más. Salió del bosque, alejándose del escondrijo cuando elcielo empezaba a clarear. Fuera de la espesura disfrutaba de la vista delvalle y del reconfortante vientecillo que lamía su cara y su cuerpo desnudo.

Cuando los rayos de sol comenzaron a iluminar la ladera este del Mahi-món, se dio cuenta de que estaba en una zona conocida; giró la vista hacia laizquierda, en la dirección que la luz le indicaba, y vio, entre los reflejos queel sol dejaba en las rocas, una mancha oscura que lo atrajo. Estaba bajo laCueva Sagrada de la tribu; la ladera que lo separaba de ella era tabú, y duda-ba si subirla o no. La soledad del amanecer y la curiosidad le hicieron iniciarel ascenso, despacio, para protegerse los pies de las piedras y porque el te-mor, ante lo que estaba haciendo, lo atenazaba un poco. Cuando llegó arribay pudo levantar la cabeza se quedó impresionado. Ante él se abría espléndi-da la Cueva Sagrada. Miró a ambos lados temeroso, pero no vio rastro algu-no del brujo, el auténtico amo de la cueva y el único que podía acceder aella: para los demás, excepto para los ancianos en excepcionales ocasiones,estaba totalmente prohibido. Dudó; no sabía si acercarse hasta ella –la teníaa apenas veinte metros– o si salir corriendo ladera abajo y alejarse del peli-gro que estaba corriendo. Si el brujo lo cogía allí, haría de él la próximavíctima de sus sacrificios.

Despacio, mirando hacia todos lados, recorrió la escasa distancia que loseparaba de lo prohibido, y cuando se quiso dar cuenta estaba colocado bajoel gran corte de piedra que formaba la parte alta de la cueva. Estaba impre-sionado; era mucho más grande de lo que parecía desde abajo. Giró su cabe-za hacia el interior y se encontró, a pocos metros de él, con la pared depiedra de la gruta llena de extraños dibujos: allí estaban los ídolos bicónicossagrados de la tribu, de los que tanto había oído hablar, y otras muchas

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UNA SEMANA ANTES

representaciones incomprensibles para él. ¡Por fin tenía ante su vista laspinturas sagradas!

La mayoría de ellas no parecían tener sentido alguno, pero descubrió quehabía algunas pequeñas pinturas que le recordaban a las cabras que a vecescazaba. Se introdujo un par de metros más, en el fondo de la cueva, y descu-brió nuevas figuras que lo fascinaron. De pronto sintió miedo y volvió asalir hasta la entrada. Recordó la figura temible del brujo mostrando a todala tribu el corazón sangrante de alguna víctima de sus sacrificios. Tenía unaidea en la cabeza que lo turbaba. Pensativo, se separó de la abertura de lagruta, estando casi a punto de caer por la ladera. Se desvió hacia un lado yconsiguió llegar a una pequeña explanada.

Cuando se dio cuenta –iba casi poseído– estaba de vuelta junto a la grutacon un pequeño ratón en la mano y un puñado de arcilla roja en la otra. Sobreuna piedra cóncava mezcló la sangre caliente del roedor con la tierra y, poco apoco, sin dejar de aplastar la mezcla con un canto rodado, consiguió una masaespesa de color rojizo intenso, la mezcló con un poco de agua de su calabazay contempló con satisfacción que había conseguido lo que quería. Después,fuera de sí, trazó, mojando con una aguja de pino en su mezcla, la silueta delbrujo tal y como la recordaba de las ceremonias anuales. Luego, sin levantarlos ojos de la roca, fue rellenando la silueta con la sanguinolenta mezcla, ayu-dándose para ello con los pelillos de la cola del ratón, que utilizaba como sifuera un pequeño pincel. Cuando terminó su obra, el sol calentaba su espalday le corrían fuertes chorros de sudor por la cara y el cuello.

Poco después, cuando aún miraba extasiado la barbaridad que había he-cho, oyó a su hermano llamándolo con grandes voces. No contestó; recogiórápidamente todos los bártulos que había utilizado, tratando de salir de allícuanto antes. No quería que Tani lo viera donde no debía estar. A toda prisase deslizó sobre las piedras del terraplén y consiguió llegar abajo antes deque apareciese su hermano. Apenas había dado unos pasos para alejarse,cuando apareció Tani.

— ¿Dónde estabas? ¿Qué hacías?Ambros se quedó mudo.— ¿Cómo te has arañado así las piernas? –le preguntó contemplando la

sangre que corría por sus piernas, heridas por los riscos y las prisas–.Nuevo silencio. Era mejor que no supiera nada de lo que había hecho,

pero una ligera mirada hacia la cueva lo delató.

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UNA SEMANA ANTES

— ¡¿Has subido a la Cueva Sagrada?!— ¡¡Sí!! –estalló–. No he podido resistirme. He subido.— ¡Estás loco! ¿Sabes lo que eso significa?— Nada, si nadie se entera...— Pero el brujo es muy listo; sabrá que alguien ha estado ahí –dijo

mirando hacia la cueva–.— No creo que se fije –contestó Ambros con desgana–.— ¿Que se fije en qué?Inmediatamente Ambros se dio cuenta de que había metido la pata. Tani

repitió la pregunta, zarandeándolo por los hombros.— ¿Que se fije en qué?— En la pintura –contestó en voz baja–.— ¿Qué pintura? –gritó, volviendo a zarandearlo–.— La que he hecho en la cueva.— ¡¿Has profanado los ídolos sagrados?!— Sólo son pinturas, que además no significan nada.— ¡Estás loco! ¡Estás loco! ¿Tú sabes lo que has hecho?Los gritos de Tani retumbaban en el oído de su hermano como un tambor.— No hace falta que lo grites de esa manera, nadie se va a enterar

–añadió–.— ¡¿Que el brujo no se va a enterar?! ¡¿Que el hombre sagrado no se va

a enterar?!Tani caminaba de un lado a otro como loco.— Tranquilízate –le dijo su hermano tratando de apaciguarlo–.— ¡¿Que me tranquilice?! Tu locura puede cambiar nuestras vidas...El silencio se apoderó de ambos. Miraban a todos lados sin saber qué

hacer.— ¡Vámonos! –dijo Tani de pronto–. Huyamos de aquí.— Pero...— Ya no hay solución. Volvamos al poblado y esperemos que los espíri-

tus se apiaden de nosotros...Volvieron a toda prisa a recoger su preciada carga y emprendieron el cami-

no hacia el cerro de Las Canteras, donde moraba su tribu. Una hora después,Ambros se salió de la senda ante la mirada atónita de su hermano, y se acercóhasta un pozo natural, fuera del recorrido habitual de la tribu. Sin decir pala-bra, sacó un hatillo de debajo de su taparrabos y lo arrojó con fuerza a la sima.

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UNA SEMANA ANTES

— ¿Qué haces? –oyó a Tani detrás de él–.— Tirar todo lo que he usado para hacer la pintura. ¿No querrás que

vuelva con eso al poblado?El hermano asintió y volvió sobre sus pasos hasta coger de nuevo la

senda sin volver la vista atrás. Ambros lo siguió recolocándose la carga ylimpiándose el sudor que inundaba su cara; no sabía si era el sol o el pánicolo que lo provocaba.

Una hora después entraban en el poblado fingiendo alegría por lo bienque se les había dado la caza. Las mujeres del clan recogieron de inmediatotoda la carga y se dispusieron a prepararla para conservar la carne y secar laspieles; todavía les quedaba mucha tarea, pero merecía la pena. Mientrastanto, los cazadores relataban a los demás dónde habían estado, dando deta-lles de todo. De todo menos de la cueva y de la profanación que Ambroshabía llevado a cabo en ella.

Pasados dos días, el brujo apareció en el poblado gritando como un loco.Sin dar explicaciones, pidió que se reuniera el consejo de ancianos. La ex-pectación era máxima. Nadie sabía que pasaba, sólo Ambros y Tani intuíanlo que iba a pasar.

Al caer las primeras sombras de la noche en el poblado, el más viejo delos ancianos convocó a toda la tribu, antes de que se refugiaran en sus cho-zas, para comunicarles que al amanecer del día siguiente todos, sin excep-ción alguna, partirían hacia la Cueva Sagrada; el brujo tenía algo que comu-nicar y quería hacerlo solemnemente junto al Santuario, y con el consejo deancianos reunido en sesión sumaria.

No hubo más explicaciones, pero todos sabían que algo muy grave habíasucedido. Se retiraron cabizbajos a sus chozas, comentando en voz muybaja qué nueva desgracia caería sobre ellos. Ambros miró a su hermanoantes de agacharse para entrar en la choza y le dijo en un susurro:

— Ni una palabra o estamos muertos.Tani no tuvo tiempo de contestar; miró hacia poniente, donde ya apenas se

distinguían las laderas del Mahimón, y suspiró profundamente antes de entrar ybuscar su zona de juncos sobre los que trataría inútilmente de descansar.

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Los dos viajeros llevaban todo el día a lomos de sus cabalgaduras. A latarde calurosa, casi veraniega, del mes de junio aún le quedaban algu- nas horas de luz cuando, por fin, vieron a lo lejos, hacia levante,

aparecer su objetivo. Miguel, el más impaciente, se dirigió a don Manuel:— ¿Usted cree que conseguiremos llegar alguna vez?— Ya estamos cerca. ¿No ve usted al fondo el hermoso pueblo al que

nos dirigimos?— Yo ya no veo nada –contestó revolviéndose sobre su mula–. Tengo el

cuerpo tan magullado..., y no le digo nada de mis posaderas.— No sea quejica hombre de Dios. En una hora estamos allí.— Si no me quejo. ¿Quién me mandará a mí meterme en estas historias?

–añadió para sí–.— Disfrute de la vista. Mire aquellas hermosas montañas que nos ro-

dean por la izquierda. Son las que mañana visitaremos y ¿quién sabe quémaravillas escondidas entre sus rocas conseguiremos descubrir…?

Miguel no contestó, ni siquiera volvió la vista hacia donde le indicaba sucompañero de viaje; sólo pensaba en el momento en que se bajaría de unavez de la dócil mula que lo llevaba soportando sobre sus lomos todo el día.

Don Manuel de Góngora Martínez era catedrático de la Universidad deGranada. Todos los años, en cuanto acababa el curso, se olvidaba de sucátedra y se dedicaba a viajar por Andalucía para disfrutar de su aficiónfavorita: la arqueología. Le fascinaban sobre todo las cuevas prehistóricas ytenía el secreto deseo de escribir un libro con todo lo que iba visitando, yalguna vez descubriendo, que recopilara sus andanzas, pero aún le quedaba

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¿El Nano se llama el guía? –preguntó con un poco de guasa–.

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mucho camino por recorrer. Este año había decidido empezar por Vélez-Ru-bio, un pueblo del norte de la provincia de Almería, aprovechando que unosparientes le habían escrito hablándole de las posibilidades de la zona para suafición y brindándole asilo por todo el tiempo que necesitara. Tenía grandesesperanzas puestas en ese viaje, lo que no era una novedad: cada verano hacíasu campaña con la misma ilusión que un crío en su primer día de escuela.

Miguel Martínez de Castro, su acompañante, vivía también en Granada.Era un pintor de mediana reputación en la capital andaluza que aprovecha-ba las campañas de don Manuel para plasmar en sus papeles los descubri-mientos de su mentor. Al contrario de éste, no tenía ninguna afición por laarqueología y lo aburrían el campo y las montañas. Su viaje sólo estabamotivado por interés pecuniario. Acompañaba al catedrático de mala gana,a cambio de unos buenos reales que al final de la campaña engrosaban suexigua bolsa y le hacían más llevadera la espera de algún nuevo encargo dela clase alta granadina.

Mientras el catedrático contemplaba a lo lejos las rocosas montañas quepronto recorrería, el pintor iba cabizbajo notando cada paso de su monturaen sus doloridas nalgas, que ya no sabía cómo poner. Protestando por lobajinis, llegaron a las primeras casas del pueblo cuando el sol caía a susespaldas.

Cuando empezaron a subir la primera cuesta, don Manuel se acercó son-riente a su compañero:

— No rece más, que ya hemos llegado.Obtuvo un gruñido por toda respuesta de Miguel mientras éste se reaco-

modaba por enésima vez sobre su mula.No tuvieron necesidad de hacer muchas preguntas para llegar a su desti-

no: las señas eran inequívocas. La casa de sus parientes se encontraba en laplaza del pueblo, frente a la magnífica iglesia cuyas torres habían podido verdurante la última hora de camino. Recorrieron una de las calles principalessaludando con la mano en el sombrero a varios transeúntes y comenzaron asubir la última cuesta. Miguel marchaba delante arreándole a su montura,deseoso de bajarse por fin de ella.

Nada más hacer su entrada en la plaza, sus cabezas se volvieron a laderecha. La portada de piedra y las altas torres de ladrillo de la iglesia atra-jeron sus miradas. El pintor ya se veía delante de ella con sus carboncillos yel catedrático ardía en deseos de que sus parientes le contaran la historia del

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majestuoso edificio, más propio de una ciudad que de aquel pueblo de tandifícil acceso.

Echaron pie a tierra justo en el centro de la plaza y, con las riendas en lamano, se dirigieron a la casa situada justo enfrente. En el corto paseo, Mi-guel aprovechó para desentumecer sus músculos pegando ridículos saltitos,con el deseo de que la sangre circulara nuevamente con libertad por su tra-sero. Don Manuel miraba sonriente las extrañas contorsiones de su compa-ñero, que más bien parecía salido del largo encierro de una mazmorra querecién bajado de una mula.

El catedrático dejó sus riendas en manos de Miguel, que seguía con susejercicios ante la mirada asombrada de algunos vecinos; subió unos escalo-nes y llamó a la casa que creía de sus parientes. Abrió la puerta una criadacon un delantalito blanco inmaculado sobre un vestido azul marino que leindicó que pasara, asintiendo a la pregunta de si era la casa de don JuanGómez. El pintor, mientras tanto, algo más relajado, giraba sobre sí mismocontemplando el agradable entorno de la plaza, sin soltar las riendas de lasmulas.

Antes de ser avisados por la criada, los señores de la casa salieron alencuentro del visitante con una amplia sonrisa en la cara. Don Juan le estre-chó afablemente la mano.

— Sea usted bienvenido. Considérese como en su casa.— Muchas gracias. Perdonen ustedes la intromisión...— De ninguna manera intromisión.Intervino doña Filomena adelantándose para saludar a su pariente, que

quedó un poco descolocado al tratar de coger la mano de la anfitriona parabesarla, mientras ella se abalanzaba sobre él y le daba dos sonoros besos enlas mejillas.

— Entre familiares no vamos a andarnos con cumplidos, don Manuel–dijo, viendo el azoramiento de su huésped–.

— Naturalmente –contestó dirigiéndose a ella–. Son ustedes muy amables.— Ni hablar del tema –volvió a intervenir don Juan–. Pero pase, pase

–le dijo indicándole el camino hacia el salón–.A continuación se preguntaron mutuamente por las familias y entraron

en animada charla. De pronto, don Manuel golpeó su frente exclamando:— ¡Ahí va!— ¿Qué le sucede? –preguntó el matrimonio al unísono–.

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— Que me he olvidado de mi ayudante. Está en la puerta sujetando lasmulas. ¡Bueno estará!

El anfitrión reaccionó de inmediato llamando a la criada y dándole ins-trucciones para que avisara a José, el hombre para todo que tenían en lacasa, para que se encargase de los animales e hiciese pasar de inmediato alhombre que había en la puerta. «Es amigo de don Manuel», recalcó a lacriada para que supiera el trato que debía darle.

Miguel, que ya pensaba que se habían olvidado de él, se dedicaba en laespera a observar el ir y venir de la gente mientras el atardecer caía sobre laplaza, fijándose sobre todo en alguna de las mozas que cruzaban con pasodecidido a hacer algún recado. Soltó las riendas de mil amores a requerimientodel mozo y subió los escalones siguiendo a la criada, mirándolo todo con grancuriosidad. «No está nada mal la casa», pensaba cuando le salieron al encuen-tro huésped y anfitriones. Su compañero fue el primero en dirigirse a él:

— Perdóneme Miguel. Se me ha ido el santo al cielo.— Eso me parecía... –contestó un poco mohíno–.— La culpa ha sido nuestra –intervino sonriente doña Filomena–, que

lo hemos entretenido. Pero pase, pase usted.Miguel besó la mano que la anfitriona le tendía solícita y saludó a su

marido mientras don Manuel hacía las presentaciones:— Don Miguel Martínez de Castro es un afamado pintor granadino.La sonrisa del matrimonio se amplió aún más al oír que era pintor.— Me ayuda en mis locuras veraniegas –continuó el catedrático– por

pura afición y de paso cambia de aires. En Granada no para durante todo elaño...

— Sea usted bienvenido –se apresuró a decir don Juan– y, como le he-mos dicho a don Manuel, considérese como en su casa.

— Muchas gracias –contestó un poco mosqueado por el comentario desu mentor, que sabía perfectamente como le escaseaba el trabajo última-mente–. Son ustedes muy amables –añadió repartiendo las miradas, primeroal matrimonio y luego, un poco más hosca, al catedrático–.

— Estarán cansados, y deseosos de asearse un poco. ¡Gertrudis! –subióla anfitriona la voz llamando a la criada, que apareció de inmediato–.

— Dígame doña Filomena.— Acompañe a los señores a sus habitaciones. Y diga a José que suba de

inmediato sus cosas a las habitaciones –añadió autoritaria–.

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— No se moleste... –intentó intervenir el pariente–.— Ni hablar. Ustedes descansen un poco, que luego tenemos mucho de

qué hablar.— Muchas gracias –contestaron al unísono mientras se dirigían a las

escaleras detrás de Gertrudis–.Miguel se separó un poco de la criada y se dirigió a su compañero en voz

baja:— Ha estado usted muy gracioso con lo de afamado pintor, y con lo de

mi trabajo...— No se enfade hombre –contestó echándole una mano por el hombro–.

Es verdad que últimamente está usted flojillo –el pintor lo atravesó con lamirada retirando el brazo de su hombro–. Hay que darse importancia –dijomás serio–, a esta gente le impresionan muchos los artistas...

— Tengamos la fiesta en paz don Manuel –dijo mientras se dirigía hastala puerta de la habitación, que la criada le mostraba mirándolo–.

— Lávese un poco y cámbiese. Ya verá cómo cuando se quite el polvode encima ve las cosas de otra manera.

Antes de cerrar la puerta de la habitación tras de sí emitió un gruñidocomo respuesta. Don Manuel sonrió, siguiendo a la criada hasta la siguientepuerta. Antes de cerrarla, ya estaba allí José con todos los bultos de los dosviajeros.

Una hora después, aseado y con ropa limpia, ya se encontraba don Ma-nuel en animada charla con el matrimonio. Minutos después apareció, tam-bién reluciente, Miguel. Le invitaron a tomar asiento.

— Si no les importa preferiría dar un paseo para estirar las piernas.— Como usted prefiera –contestó, educada, doña Filomena-. Poca cosa

va a encontrar a estas horas por el pueblo.— Me conformo con que me dé un poco el aire. A ver si me olvido de la

dichosa mula.Nada más salir el catedrático disculpó a su compañero:— Se le ha hecho un poco larga la última jornada del viaje.— Es comprensible –intervino don Juan–. Verdaderamente no es nada

cómodo llegar hasta aquí.— Parece mentira en los tiempos que estamos –terció la anfitriona– que

haya tan malas comunicaciones con esta parte de la provincia.— La verdad es que no es fácil el camino –apostilló el catedrático–.

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— Se habla de una carretera –explicó el anfitrión– tanto para levante,hacia Lorca, como para poniente, en dirección a Baza.

— ¿Pero quién verá eso? –dijo melancólica la mujer–. Pero bueno,sigamos con lo nuestro –dijo cambiando de tercio–, hábleme de su señoraesposa.

— Antes de continuar con eso, si no le importa doña Filomena –dijo,incorporándose un poco en su sillón y cambiando la mirada hacia el mari-do–, me gustaría que avisara a ese hombre del que me habló en su carta.

— ¿Pero no se va usted a tomar ni un respiro?— El tiempo apremia. Me gustaría aprovechar el tiempo; ya sabe que

tengo otros viajes a la vista antes de que empiece la canícula veraniega.— Como usted quiera.— Pero, ¿de quién hablan? –interrumpió la mujer, nerviosa–.— De Felipe el Nano.— ¿El cabrero?— El mismo.— ¿Y qué negocio tiene usted –dijo dirigiéndose a su pariente– con ese

sujeto?— Su marido me dijo que podría servirme de guía para mis excursiones.— Desde luego el campo se lo conoce bien. Toda la vida por ahí, con el

ganado –añadió un poco desdeñosa–.Don Juan llamó a la criada y le encargó que mandara a José a buscar al

Nano. La conversación volvió entonces a las familias respectivas. Veinteminutos después, apareció el criado acompañado de Felipe:

— Pásalo al despacho –dijo a José el anfitrión–. Será mejor que hablenallí –añadió dirigiéndose entonces al catedrático–. ¿No te parece Filomena?

— Será lo mejor. Yo voy mientras a dar instrucciones para la cena.Los dos hombres se levantaron ceremoniosamente mientras la anfitrio-

na salía del salón. Don Juan acompañó entonces a su pariente camino deldespacho para hablar con el futuro guía.

La reunión no duró mucho. Felipe era un hombre tosco y de pocas pala-bras. Se mostró dispuesto a lo que le mandaran. Don Manuel, deseoso deempezar cuanto antes su búsqueda arqueológica, lo citó para el día siguien-te a las ocho de la mañana, cuando el sol ya brillara en el cielo. Ajustó con elcabrero el jornal que le pagaría por cada día de excursión y lo despidieronhasta el día siguiente. El Nano abandonó el despacho, con su gorra en la

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mano, deseando tímidamente las buenas noches y siguiendo después a José,que había esperado pacientemente en la entrada el fin de la reunión.

Nada más volver a tomar asiento en el salón sonó el timbre de la puerta.Instantes después apareció Miguel, que volvía de su paseo reconfortado yde mejor humor; había recorrido el pueblo y visitado un par de tabernas,ambiente que le encantaba porque decía que ahí se conocía de verdad a lagente. Tras saludar, tomó asiento en el sofá.

— Ya he quedado con el guía para mañana –dijo enseguida el catedrático–.— ¿Con el guía? –preguntó algo sorprendido–.— Sí hombre, con el guía, para empezar la búsqueda...— Me gustaría hablar de eso luego con usted –dijo mirando incómodo a

don Juan, que enseguida hizo intención de levantarse para dejarlos a solas–.— Por favor –dijo don Manuel cogiendo el brazo del anfitrión antes de

que este acabara de levantarse–, no hace falta, no creo que lo que tengamosque hablar sea tan... secreto –añadió tras dudar un instante sobre el califica-tivo–. Además, usted es de confianza.

El hombre volvió a su posición, en el sillón que ocupaba, encogiendo unpoco los hombros y expectante por lo que tuviera que decir Miguel, que leparecía todo un personaje. Éste, un poco incómodo, tomó la palabra deinmediato:

— Verá don Manuel –empezó tímidamente–, yo mañana no voy a nin-gún sitio a las ocho de la mañana. Estoy baldado del ajetreo de hoy –añadióllevándose las manos a los riñones–.

— Comprendo que el viaje ha sido duro pero... –intentó hablar el cate-drático a su amigo–.

— Usted mañana comienza su búsqueda –dijo Miguel muy resolutivo–y, en cuanto haya encontrado algo y yo tenga que intervenir, me uno a lafiesta. No creo que vaya a ser llegar y besar el santo...

— Está bien, ya sé lo poco que le gusta el campo, y menos las montañas–dijo mirando a don Juan que asistía mudo a la conversación–. También séque cuando haga falta allí estará usted...

— No faltaría más –dijo Miguel, casi ofendido, por la duda sobre suprofesionalidad–.

— Así lo haremos. Mientras se recupera de los trotes, yo iniciaré lasandanzas con el Nano.

— ¿El Nano se llama el guía? –preguntó con un poco de guasa–.

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— Se llama Felipe –intervino, pacificador, don Juan– pero ya sabe ustedque en los pueblos funciona mucho lo de los motes. Es una buena solución–añadió, entonces, dirigiéndose a sus huéspedes–. Usted empieza con susexcursiones –dijo mirando a don Manuel–, y usted, mientras tanto, recuperasu maltrecho cuerpo –dijo mirando ahora a Miguel–.

— Pues no se hable más del asunto. Así se hará, y no mareemos más anuestros amables anfitriones con nuestras relaciones... profesionales –sen-tenció el catedrático, dando por zanjado el tema–.

Miguel respiró aliviado, agradeciendo en silencio, con una sonrisa, laintervención del anfitrión; sabía que de haber estado solos la conversaciónhabría sido mucho más agria, pero ya había conseguido lo que quería y seolvidó de ello por un rato.

El resto de la tarde transcurrió con normalidad, sobre todo desde laincorporación de doña Filomena, una vez dadas las instrucciones pertinen-tes para agasajar a sus huéspedes como se merecían. Hablaron de cosaslocales y de algunas personas de las que don Manuel, que nunca antes habíaestado allí, había oído hablar a su madre.

Tras una exquisita y ceremoniosa cena, en la que Miguel se comportóadecuadamente, comiendo como si hiciera una semana que no probara bo-cado, y celebrando los platos que les servían, los dos huéspedes se retirarontemprano a sus habitaciones. Uno, porque tenía que descansar antes de ma-drugar y ponerse de caminata el día siguiente, y, el otro, porque después dela cena y algunos vasos de vino que la acompañaron necesitaba metersecuanto antes en la cama y aprovechar el sopor que lo invadía para relajarsepor fin en posición horizontal.

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A las siete y media de la mañana don Manuel ya estaba desayunandoen el comedor, atendido por Gertrudis. Por supuesto la anfitriona no había madrugado, pero se había ocupado de que la criada atendie-

ra adecuadamente al invitado, que se sorprendió de que a esas horas aquellamujer estuviera tan dispuesta y le hubiera preparado incluso comida paratodo el día, por si se alargaba la jornada. Lo había dispuesto todo en unmorral, de los que su amo utilizaba cuando iba de caza años atrás.

Antes de dar el último trago a su taza de café de malta con leche, yaestaba Felipe llamando tímidamente a la puerta para no despertar al resto dela familia. Se colgó el morral a la espalda pese a las reticencias del catedrá-tico, que pretendía llevarlo él, y se dirigió a la calle dispuesto a esperar.

— Cuando usted disponga –dijo antes de salir–.Don Manuel subió a su habitación, metió uno de sus cuadernos y un lapi-

cero en uno de los bolsillos del pantalón, tipo militar, que usaba para esasocasiones, apretó fuertemente los cordones de sus botas y salió a la plaza.

A las ocho en punto la figura estilizada y elegante del catedrático, y lamenuda y algo encorvada del Nano abandonaban la plaza por el mismo sitiopor el que los dos visitantes habían entrado la tarde anterior.

Al llegar a campo abierto le indicó a su guía que parara y que tomaraasiento en una peña junto al camino. Antes de meterse en faena quería ha-blar con Felipe y saber un poco hacia dónde se dirigían; no tenía muy clarosi aquél hombre de tan pocas palabras sabía qué era lo que andaba buscan-

AL DÍA SIGUIENTE

Su sorpresa aumentó cuando al recorrer todas las paredes,bajó la vista y contempló que las rocas del suelotambién estaban pintadas.

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AL DÍA SIGUIENTE

do, no quería pasarse el día dando vueltas al buen tuntún. Antes de comen-zar a hablar, se fijó en las esparteñas que llevaba el cabrero, preguntándosecómo era posible que con material tan áspero pudiera caminar horas y horas.Enseguida llegó a una conclusión: si llevaba toda la vida en el monte, elsabría lo que le convenía; seguramente sus pies encallecidos no necesitarande tantos mimos como los suyos. Miró a su guía, que contemplaba distraídolas bandadas de pájaros mañaneros que recorrían el cielo, y abordó sin preám-bulos lo que le interesaba:

— Felipe, ¿tú sabes lo que busco? –dijo llamando su atención–.— Sí, señor –contestó sin mirarlo a la cara–. Cuevas y cosas así.— ¿Y conoces alguna? Habrás visto muchas en tus años de pastor.— Hay muchas en la zona, pero no sé si será lo que busca...— Me habló don Juan de una que se dice que tiene la roca pintada.— Yo he oído hablar de ella, pero no he estado.— ¿Pero sabes por dónde está?— Creo que sí; en la falda del Mahimón –dijo señalando la alta montaña

que se elevaba a su izquierda, hacia el noroeste–, pero a ciencia cierta...— No te preocupes, la buscaremos. ¡En marcha!Don Manuel estaba eufórico. Cada vez que iniciaba una de sus excursio-

nes le pasaba lo mismo: su entusiasmo y su optimismo, a pesar de habersufrido varios chascos, le hacían caminar con alegría; la frescura de la maña-na y un cielo azul intenso sin una sola nube lo animaban aún más. El cabreroinició la marcha ayudado por su cayado, del que nunca se separaba, y acom-pasando los movimientos de su cabeza a los de sus pasos.

El terreno se empinaba enseguida, pero el guía no cedía en su caminarcon pasos monótonos y firmes, sin volver la cabeza. Atravesaron varioscampos de maíz, cuidando de no destrozar demasiado a su paso, y despuéstomaron una rambla siempre hacia el norte. La pendiente allí era menor,pero la arena suelta hacía más penoso el caminar. El capitalino no tuvo másremedio que tocar con la vara con la que se ayudaba al Nano en la espalda yhacerle señas de que aflojara un poco el ritmo. Aunque estaba acostumbra-do a largos y difíciles paseos, a ese ritmo no llegaría ni al medio día. Elcabrero, sumiso, aflojó su ritmo sin poder evitar una mirada de superioridadhacia el acompañante; estaba en su terreno y eso le gustaba.

Al rato abandonaron la rambla e iniciaron la subida de una fuerte pendiente,dirigiéndose claramente hacia la montaña, que se hacía más grande según se iban

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AL DÍA SIGUIENTE

acercando. A media subida el Nano se paró de pronto, y señaló con su garrotahacia la curva que hacía la vereda. Al principio don Manuel no sabía qué le indica-ba, puesto que unos matorrales le impedían ver bien el sitio. No lo entendió hastaalcanzar a Felipe, que lo miraba con una casi sonrisa, la primera que le veía, quedejaba a la vista los dos únicos dientes de que disponía. Se quedó asombrado: unaenorme fuente manaba en plena ladera con un chorro de agua como él nuncahabía visto. Mientras tomaba resuello, oyó a su acompañante:

— Es la fuente de los Molinos.— ¿...? –aún no daba el habla–.— Con esta agua se riegan todas las huertas. Las del Rubio –dijo, seña-

lando hacia el sur– y las del Blanco –ahora señalaba hacia el noreste–.— Nunca había visto nada igual.— ¿Verdad usted? –dijo el cabrero orgulloso–.— ¡Qué cantidad de agua! ¡Qué hermosura!— También alimenta esos molinos que ve usted ahí abajo.— ¡Una maravilla! –dijo sin poder quitar los ojos del torrente impetuoso

que manaba ante él–.— Si le parece, vamos a subir a esos abrigos y ahí almorzamos.— Que ya va siendo hora –contestó asintiendo–.Antes de terminar de hablar el Nano ya había iniciado la nueva ascen-

sión camino del sitio indicado. Al catedrático se le animó el cuerpo al ver losabrigos que se abrían por encima de sus cabezas; ya empezaba a ver cosasque le gustaban y donde podría empezar a ver algo interesante. Realizó lasubida con energía, aunque cuando llegó arriba su guía ya estaba sentadosobre una roca y había empezado a sacar su almuerzo. Sonrió y se sentójunto a él, tomando el morral que le acercaba aquel personaje, dispuesto atomar fuerzas con la comida y con un buen descanso que pensaba realizar.

Estuvieron allí parados un buen rato. Mientras don Manuel degustaba par-te del contenido del morral con gran apetito, el Nano comía a bocados un largochorizo que alternaba con mordiscos al trozo de pan oscuro. El catedrático seolvidó por un momento de su acompañante y se centró en observar todo loque lo rodeaba. Abajo, a la derecha, el pueblo y, abriéndose hacia levante, unhermoso valle en el que se perdía la vista hasta llegar a las lejanas montañasmurcianas. Por debajo de ellos discurría alegre el agua del manantial, forman-do a todo lo largo una hermosa ribera, frondosa y verde donde las copas delos álamos vibraban al son de la brisa matinal. A la izquierda, nuevos montes

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AL DÍA SIGUIENTE

rocosos y, justo a sus espaldas, se alzaba el Mahimón. Sin poder llegar, desdeallí, a ver sus cumbres, estaban ya en los inicios de la alta montaña. De vez encuando señalaba algún lugar preguntándole a Felipe qué era lo que se veía.

Antes de partir, ante la atenta mirada del guía que lo observaba apoyadoen su cayado esperando la orden de reiniciar la marcha, el catedrático estu-vo un buen rato inspeccionando los abrigos inmediatos a la zona de su al-muerzo. De vez en cuando se agachaba y cogía alguna piedra, que observa-ba durante un buen rato. El Nano, viendo que la espera iba para largo, optópor volver a sentarse, sin perder de vista aquel extraño señor que miraba laspiedras y las rocas como si esperara encontrar algún tesoro. Una hora lecostó al arqueólogo convencerse de que allí no había nada que mereciera lapena para sus estudios y dar la orden de marcha.

Anduvieron un buen trecho a media ladera hasta encontrar una vereda, unpoco más abajo de por donde ellos iban, pero que tomaron seguros de que haríaalgo más cómodo su caminar. Un poco después, llegaron a un bosque de pinosque atravesaron sin detenerse. Siguieron en dirección norte, sin que el catedrá-tico tuviera muy claro que el guía supiera muy bien a donde iba. Estuvo segurode ello cuando, al llegar a un pequeño alto del terreno, Felipe se paró y se puso amirar en todas direcciones. Habían salido de la falda de la montaña y no habíanvisto nada. Don Manuel se quitó el sombrero y se puso a rascarse la cabezapensativo; después limpió con un pañuelo el sudor que ya le corría hacia subarba y volvió a colocárselo, dirigiendo su mirada al despistado experto que nosabía muy bien para dónde tirar. Acostumbrado a buscar y buscar, no se impa-cientó; miró a su izquierda y dijo convencido pero sin suspicacia:

— Felipe, ¿qué te parece si subimos a ese alto?— Ahí no hay nada don Manuel. Es el Mahimón Chico, y en todas esas

cuevas que usted ve he estado yo cien veces a resguardo, y como yo muchospastores.

— Pero a lo mejor desde ahí podemos observar bien la zona y orientar-nos –dijo conciliador–.

— Como usted ordene –contestó el guía encogiéndose de hombros–.Les llevó casi media hora alcanzar una buena altura en el cerro. La subi-

da había hecho que los chorros de sudor inundaran la cara y el cuello de donManuel, que al detenerse observó con curiosidad a su acompañante, imper-turbable y con su arrugada cara seca como una piedra, como si hubiera hechoaquello miles de veces. Ambos se acercaron a la sombra de una peña; el sol ya

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empezaba a picar de firme y se sentaron mirando hacia su derecha, donde seabría un espeso bosque de pinos, en la parte trasera de la montaña que habíandejado atrás. Después posaron su mirada cada vez más a la izquierda, siguien-do la falda escarpada bajo la que habían caminado. Se distinguía perfectamen-te la vereda que habían surcado y el pequeño bosque que habían atravesado.Los dos encogían los ojos para acomodarlos a la fuerte luz que las rocas blan-quecinas desprendían al verse bañadas por el sol.

De pronto, el Nano levantó su garrota y señaló por encima del bosquecillo:— Yo creo que debe estar por esa zona.— ¿Encima de los pinos que hemos pasado? –preguntó el catedrático

cucando un poco más sus ojos–.— Yo diría que sí –dijo el cabrero con poca convicción–.— Parece que se ve una zona oscura. Desde luego podría ser una cueva.— Podría ser...— Pues echemos otro trago de agua y vayamos a ver.— Como usted mande.Antes de que el arqueólogo hubiera guardado su cantimplora, ya estaba

su guía deshaciendo el camino. Subieron y bajaron un par de lomas y seencontraron de nuevo cerca de los pinos, pero desde allí no se veía nada.Esta vez, en lugar de atravesar el bosque paralelos a la montaña, decidieronhacerlo subiendo por la ladera. El manto de la aljuma de los pinos le hizovarias veces perder pie al catedrático, pese a sus estupendas botas de mon-taña. El cabrero, sin embargo, con sus esparteñas, no resbaló ni una vez, ysacó varios metros de distancia antes de abandonar los pinos.

Al salir a campo abierto el capitalino, el Nano, situado en medio de unaexplanada que acababa en las rocas, ya señalaba con el cayado hacia arriba.Desde donde estaba no podía ver nada que le hiciera creer que se hallabancerca, pero al acercarse al guía sí le pareció distinguir una abertura en laroca, a no mucha distancia, pero bastante más alta que donde estaban. Porun momento creyó oír voces por toda la explanada, incluso le pareció veralguna silueta en lo alto. Volvió a secarse el sudor, creyendo que el sol esta-ba haciendo estragos en su cabeza, y se dirigió a Felipe, que no se habíamovido del sitio y seguía señalando con la garrota hacia arriba:

— Felipe, ¿no tienes una sensación extraña?— ¿...? –Felipe bajó el cayado con lentitud mientras miraba a su acom-

pañante con cara de no entender–.

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— Este es un sitio mágico –continuó don Manuel su reflexión–. Seguroque estamos cerca.

El cabrero no contestó; se limitó a encogerse de hombros mientras pensabaque el sol estaba haciendo mella en la cabeza de aquel señorito. Sin decir palabrallegó al final de la explanada y, antes de comenzar la subida, se volvió hacia suacompañante que, absorto, giraba una y otra vez sobre sí mismo pensativo,como si estuviera escuchando algo. El Nano movió la cabeza varias veces hacialos lados, subió varias veces las cejas hacia arriba e inició el ascenso.

El ruido de las piedras sueltas que se deslizaban por la ladera sacó a donManuel del ensimismamiento, y se dispuso a iniciar la subida. Tuvo queesperar un poco porque cada pisada de las esparteñas hacía correr haciaabajo un sinfín de piedras, afiladas como cuchillos, que amenazaban conherirlo. Se movió hacia la izquierda, para no estar en el recorrido de aquellaamenaza, y dio sus primeros pasos sobre aquella inestable ladera. Tardó unrato en llegar a unas rocas donde lo esperaba el cabrero; había subido despa-cio y con mucho cuidado para no herirse las piernas.

— Esto está mal –oyó decir al guía mientras se apoyaba en una de lasrocas estables que interrumpían el camino–.

— No debe de quedar mucho –contestó casi sin aliento–.De nuevo los hombros de Felipe hablaron por él, como diciendo cual-

quiera sabe...Bordearon unas rocas de varios metros de altura, agarrándose donde

podían, y volvieron a encontrarse con la misma situación que acababan deatravesar. De nuevo abrió la marcha el cabrero e instantes después, sepa-rado hacia la izquierda, el sudoroso catedrático lo siguió. El trozo queatravesaron era más corto que el anterior y no tardaron mucho en estararriba, en un trozo de terreno casi horizontal. Cuando don Manuel levantóla vista con la respiración casi normalizada, se encontró de nuevo el caya-do del Nano señalándole hacia dónde tenía que mirar. A su derecha, amenos de veinte metros se abría entre las rocas una gran cueva. ¿Seríaaquella la que buscaba? La sangre comenzó a golpearle las sienes mientrasse dirigía presuroso hacia ella dejando atrás a su guía, que volvía a moverla cabeza hacia los lados.

El catedrático se paró en seco al llegar a donde empezaba el abrigo, por-que quería saborear el momento y porque observó que a la derecha se abría uncortado peligroso. Trató de serenarse antes de iniciar su exploración.

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Don Manuel se olvidó del cabrero y entró en una pequeña explanada,muy desigual y totalmente rocosa. A la derecha estaba el precipicio y a laizquierda se abría la cueva. La abertura medía al menos quince metros delarga y estaba coronada, a unos seis metros de altura, por roca viva. Losprimeros pasos sobre la pulida roca le hicieron sospechar que no iba a en-contrar muchos restos prehistóricos. Cuidando de no resbalar, fue subiendohasta encontrarse en el centro de la abertura; levantó entonces la vista y sequedó petrificado: las rocas del fondo del abrigo, a apenas dos o tres metrosde profundidad, estaban llenas de pinturas. Su sorpresa aumentó cuando,tras recorrer todas las paredes, bajó la vista y contempló que las rocas delsuelo también estaban pintadas. Volvió su cabeza hacia la izquierda y sumirada se encontró con la del Nano, que apoyado en su cayado con las dosmanos miraba hacia arriba desde el inicio de la pequeña rampa.

— ¡Esto es una maravilla, Felipe!Exclamó ante la mirada incrédula del cabrero. Después giró sobre sí mis-

mo y disfrutó durante unos instantes de la hermosa naturaleza que se abríaante él. Las vistas eran impresionantes desde aquél lugar privilegiado. Vol-vió de nuevo la vista hacia las rocas pintadas, deteniéndose varios minutosen cada uno de los paños. Nunca había visto nada igual y estaba absorto. Lecostó oír al guía que ya se había colocado cerca de él:

— ¿Entonces es esto lo que buscaba?— No exactamente; esperaba encontrar algunos restos. Algún hacha de

piedra o alguna punta de flecha, ¡qué sé yo...!, pero me alegro de haber venido.El cabrero se acomodó como pudo en el fastidioso suelo aprovechando la

pequeña sombra de una roca, y el catedrático se dispuso a inspeccionar decerca cada una de las pinturas. Pasaba su mano sobre la roca, sin apenas tocar-la, saboreando aquel momento. El tiempo no contaba para él. De vez en cuandosubía su cabeza para contemplar las figuras situadas en lo alto, a las que nollegaba con sus manos y puesto de pie. No supo ni el tiempo que estuvo enesas lides, pero de pronto se sintió cansado: la postura incómoda –era difícilponer los dos pies en el mismo plano– había hecho que la espalda y el cuelloempezaran a dolerle. Se acercó a Felipe, que miraba más hacia el valle que alas rocas, y se acomodó junto a él. Dejó su sombrero, con los bordes empapa-dos de sudor, sobre una roca junto a él y sacó de nuevo su pañuelo, que ibatomando un color oscuro, para secarse cuidadosamente el sudor. Acabadosu curioso aseo, sacó su reloj del bolsillo y abrió la tapa para mirar la hora:

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— ¡Caramba! Si son más de las dos. Con razón noto las quejas de miestómago.

— Vamos –contestó el pragmático cabrero, resultándole curiosa aquellaforma de hablar–, que tiene usted hambre.

— Pues sí Felipe, no lo podías haber descrito mejor.— ¿...? –el cabrero seguía anonadado por aquella retórica y sólo pensaba

en cuándo podría echar mano a su morral–.— Vamos, pues, a satisfacer nuestro inquieto apetito.— Entonces, ¿vamos a comer ya? –dijo simplificando la cuestión mien-

tras echaba ya mano al morral–.— Sí. Lo suyo sería hacerlo a la sombra de los pinos –Felipe detuvo su

mano que ya tenía dentro del macuto–, pero cualquiera baja hasta allí yluego vuelve a subir.

— Como usted mande –replicó sacando rápidamente la mano con unapequeña olla antes de que se arrepintiese–.

— Esto es un poco incómodo, pero así aprovechamos el tiempo –dijo elcatedrático recogiendo el morral con la comida que le tendía su guía–.

Comieron en silencio, cada uno de lo suyo. De vez en cuando don Ma-nuel echaba un trago de la bota que la previsora parienta le había echado yluego se la pasaba a Felipe. Los tragos del primero duraban apenas unossegundos, los del cabrero se alargaban hasta el medio minuto ante la miradadel patrón, que asistía divertido a la escena, admirado de la cantidad de vinoque metía en su cuerpo el cabrero en cada trago. Al final compartieron, antela insistencia del catedrático, unos mostachones que doña Filomena habíaenviado como postre. El guía los deglutía de un solo bocado, a pesar de laescasez de sus dientes, no dejando ni uno. Al acabar pusieron sus morralesbajo la cabeza y, recostados, cerraron los ojos, uno soñando con lo que teníadelante y el otro con un cigarro recién liado en la boca sin pensar en nada.

Media hora después, harto de moverse para evitar que las piedras se leclavaran por todo el cuerpo, don Manuel se incorporó, sacó su cuaderno ysu lapicero y se puso a tomar notas de todo cuanto había vivido ese día y,sobre todo, de lo que tenía delante. De vez en cuando levantaba la vistapara contemplar las figuras y tratar de entenderlas, pero aquellos signos leparecían indescifrables. Pronto se acostumbró a los ronquidos de su acom-pañante, al que no parecía importarle la dureza del asiento. El cigarro apa-gado, aún en la boca, se estremecía con cada espasmo que daba el felizcabrero. Don Manuel sonreía mirándolo y volvía a su cuaderno.

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Cuando acabó sus notas, se levantó y volvió a recorrer cada uno de lospaños pintados. Al rato, un imponente silencio lo sobrecogió; extrañado,volvió la cabeza y enseguida entendió lo que pasaba: los ronquidos habíancesado y el cabrero restregaba sus ojos, estirando luego los brazos tersoshacia el cielo para desentumecerse.

— Buen sueño ha echado amigo –le dijo sonriente–.— Bsch –fue la contestación que obtuvo–.— Será mejor que nos vayamos, no se nos vaya a hacer de noche.— La vuelta es más fácil –sentenció Felipe mientras encendía la colilla

que llevaba horas en sus labios–.— No creas. Tenemos que bajar la terrible ladera de piedras...Sin contestar, el cabrero comenzó a colgarse los morrales y luego se

situó a la entrada del abrigo a esperar al catedrático, que echaba una últimamirada a su descubrimiento:

— ¿Cómo dices que llaman a esta cueva por aquí? –preguntó al acercar-se al guía–.

— La cueva de los Letreros, me parece...— Acertado nombre, sí señor.El cabrero volvió a encogerse de hombros dirigiéndose a buen paso has-

ta la primera ladera que tenían que pasar. El catedrático lo siguió sin pararde mover la cabeza en todas direcciones, empapándose de todo. Antes deiniciar la bajada, señaló hacia abajo y preguntó:

— ¿Y ese camino que se ve a lo lejos?— Es el del Blanco.— Mañana podríamos venir por él, y luego entrar por dode lo hemos

hecho esta mañana.— Se da un poco de vuelta, pero si usted quiere.— Será algo más cómodo. Y Miguel me lo agradecerá –añadió para sí–.Bajaron como pudieron la fuerte ladera, arrastrando el culo en más de

una ocasión el catedrático, y atravesaron los pinos esta vez en dirección sur.Después el camino, casi el mismo que el de la mañana, fue más fácil: lacuesta abajo ayudaba mucho a ello.

Llegaron al pueblo casi a las siete de la tarde. Antes de despedirse, ya enla plaza, don Manuel le dijo que volviera al día siguiente a la misma hora.Felipe entregó el morral a la criada y se despidió:

— Queden ustedes con Dios.

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— Hasta mañana Felipe –contestó el catedrático, observando como lapequeña figura encorvada alcanzaba uno de los callejones que daba a laplaza en pocos segundos–.

Todos recibieron al excursionista como si llegara de una batalla. La ampliasonrisa ya les hacía adivinar, antes de que contara nada, que el día había sidoprovechoso. Les resumió lo que había descubierto, y prometió que en cuantose aseara un poco y se pusiera ropa decente les daría todos los detalles.

Miguel no pudo esperar tanto tiempo. Subió a la habitación del catedrá-tico, llamó con impaciencia, pasó cuando oyó adelante y se acercó haciadon Manuel, que todavía estaba componiéndose.

— Pero hombre de Dios, no puede esperar un poco –dijo señalándose suaspecto–.

— No –contestó lacónico–.— ¿Le han tratado bien?— Como a un marqués, pero cuénteme lo que ha visto y cuál es el plan

de mañana. Ya le relataré yo cómo me ha ido el día, después.Don Manuel le relató con pelos y señales, mientras seguía componién-

dose, todo lo que había visto, sobre todo las extrañas imágenes que había enlas paredes y en el suelo, explicándole su teoría, que había rumiado duranteel viaje de vuelta, de que aquellos jeroglíficos podían ser una nueva formade escritura hasta entonces nunca vista. Le ahorró la descripción de la últi-ma subida para que no se desanimara, e incluso le propuso ir al día siguientepor el camino de Vélez-Blanco, en lugar de campo a través.

— Podemos incluso ir en las mulas hasta bastante cerca.— Déjese de mulas –dijo tocándose el trasero todavía dolorido–, ya

habrá tiempo para ese martirio cuando nos vayamos.Don Manuel rió a carcajadas mientras daba el último toque a su corba-

tín, y le indicó a su amigo que lo mejor era bajar a contarle a sus anfitrionesla jornada y a agradecerles su hospitalidad. Cuando ya iniciaban la bajadapor las escaleras, lo cogió del brazo y le dijo en un susurro:

— Ya sabe, mañana a las ocho esté preparado, con todos sus bártulos, yni se le ocurra protestar ahí abajo. No le caliente la cabeza a esta buenagente, que bastante tienen con aguantarnos.

Miguel se soltó el brazo e inició la bajada muy estirado, sin volver lavista hacia su mentor que sonreía todavía, parado en lo alto de la escalera.

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A las ocho en punto de la mañana siguiente ya estaban todos prepara- dos y debidamente pertrechados para pasar el día en el campo. Abría la marcha la figura encorvada del Nano y, tras él, los dos expedicio-

narios, don Manuel respirando profundamente el aire fresco de la mañana yMiguel con cara de pocos amigos debido al madrugón y a lo poco que legustaba pisar bojas y cardos, aunque esperanzado porque su mentor le habíaasegurado que la mayor parte del recorrido sería por caminos.

Salieron del pueblo en silencio y tomaron el camino de la vecina locali-dad de Vélez-Blanco. La anchura del camino, algo mayor que la de un carro,les permitía a los dos forasteros caminar juntos. El catedrático disfrutaba decada paso que daba hacia su descubrimiento y sonreía de vez en cuando a sucompañero, que se limitaba a subir la cabeza mirando hacia donde teníanque subir con cara seria.

Después de la primera y larga subida, el camino se abría a la derecha,separándose del destino final, pero suavizando la pendiente durante casi unkilómetro. En ese trayecto, el sombrío Miguel se animó un poco e intercam-bió algunas frases con su compañero, que le indicaba solícito las caracterís-ticas de la espléndida naturaleza que divisaban. Poco después empezaronde nuevo las curvas y el camino se puso cada vez más empinado. Volvió elsilencio a los viajeros que fijaban ahora su vista en el cabrero, que los prece-día sin variar su paso ni un instante.

Después de más de una hora de marcha, cerca ya del punto donde de-bían abandonar el camino, decidieron hacer un alto. Don Manuel gritó aFelipe, que les había sacado un buen trecho, para que se detuviera, indicán-

LA HISTORIA DE DON MANUEL

¡Extraño espectáculo el de un autor atacado por un libro inédito!

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LA HISTORIA DE DON MANUEL

dole con su vara un montecillo de pinos situado a la derecha. Los dos perse-guidores llegaron a su altura casi sin resuello y con las primeras gotas desudor en la cara, aunque el sol no había empezado todavía su peor castigo.A la sombra de los primeros pinos echaron un refrescante trago de agua yconsiguieron reducir su respiración a ritmo normal. Desde allí –el Pinar delRey les había dicho Felipe que se llamaba– podían divisar, hacia poniente,las rocas a las que se dirigían. Debatieron durante el descanso si aquél eraun buen punto para que el pintor plasmara la gruta y sus alrededores comodon Manuel quería. A Miguel le pareció que estaba un poco lejos y dijo queprefería esperar a terminar el recorrido, por si encontraba un lugar más apro-piado. De acuerdo, por una vez sin mucha discusión, echaron un nuevotrago de sus cantimploras y le indicaron al cabrero que reanudara la marcha.

Anduvieron aún un trecho por el camino hasta que éste volvía a girar ala derecha, hacia el ya cercano pueblo de Vélez-Blanco. Ellos tomaron unavereda a la izquierda que, pocos metros después, los llevaba a un barrancopedregoso que tuvieron que atravesar hasta volver a encontrar la vereda.En fila india subieron los primeros tramos en dirección sur; el camino quehabían abandonado quedaba ahora a su izquierda, al otro lado del barrancoy cada vez un poco más lejos. Miguel se iba rezagando un poco, pensandocuánto le quedaría de aquel suplicio. Para su fortuna, enseguida empezarona caminar casi en horizontal. Hasta que llegaron al bosque de pinos situadobajo la gruta caminaron en silencio, sin perder la fila. Una vez allí, antes deatravesar los pinos, el pintor pidió un nuevo descanso y no pudo reprimirsepreguntando:

— ¿Queda mucho?— Ya estamos cerca –contestó don Manuel–. Atravesando este peque-

ño bosque llegaremos a una explanada y ya sólo queda la última subida.No se atrevió a adelantarle lo que le esperaba aún para no desanimarlo. Le

indicó a Felipe que continuara; el cabrero movió la cabeza afirmativamente yhundió su cayado en las primeras aljumas que se extendían entre los pinos.Miguel resbaló sobre ellas varias veces, soltando algunos improperios, antesde conseguir llegar a la explanada prometida. Cuando llegó a ella, don Manuely Felipe ya se habían sentado sobre unas rocas dispuestos a almorzar.

— Vamos a coger fuerzas antes de la subida final, son más de las diez.— Me parece muy bien –contestó el pintor resoplando–. Me parece que

no vamos a llegar nunca.

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LA HISTORIA DE DON MANUEL

— Es allí arriba –dijo el catedrático señalándole el terraplén que teníanenfrente–.

— ¿Hay que subir allí? Dios me ampare –dijo con resignación–.— Relájese y disfrute de su almuerzo, y de las espléndidas vistas que

tenemos –dijo extendiendo la mano hacia el valle–.— Espléndidas vistas... –rezó para sí Miguel mientras los otros dos son-

reían mirándose–.A los pocos minutos ya estaban los tres almorzando en animada charla,

dando la espalda a la cueva y disfrutando de las vistas hacia el valle, aunqueel sol, que les daba de frente, les limitaba un poco la contemplación.

Media hora después el cabrero se había colgado su zurrón e iniciaba lasubida. Miguel, reconfortado con el descanso y el alimento, hizo ademán deseguirle, pero se vio sujetado por el brazo antes de dar el primer paso. Cuan-do iba a volverse, extrañado por la detención de don Manuel, las primeraspiedras llegaban hasta sus pies amenazando con herirlo.

— Es mejor que nos vayamos un poco hacia la izquierda. El terreno estámuy suelto y no conviene ir por la misma línea que el Nano.

— Ya veo, ya –dijo separándose temeroso de la zona donde las piedrascontinuaban llegando a toda velocidad–.

Los dos a la misma altura, pero separados unos metros, atacaron el tra-mo final. El catedrático no quiso adelantarse para acompañar al pintor, aun-que tuviera que aguantar durante toda la subida los improperios que salíanpor su boca. Al llegar por fin arriba, entre bocanada y bocanada de aire,Miguel le reprochó:

— Esto no me lo había dicho usted...— Tampoco es para tanto. Si le llego a decir lo que aún le quedaba, a lo

mejor se hubiera dado la vuelta...— No lo dude –contestó mientras Felipe enseñaba sus dos dientes con

la primera sonrisa del día–.Recorrieron los pocos metros que los separaban de la cueva y se aden-

traron en ella. Miguel, que no era fácil de impresionar, miraba boquiabiertoa las paredes y al suelo que pisaba, también pintado. Aunque no entendíanada, no pudo evitar exclamar:

— ¡Nunca había visto nada igual!— Ve usted como merecía la pena venir –respondió el catedrático,

orgulloso–.

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LA HISTORIA DE DON MANUEL

Enseguida se pusieron a trabajar. Lo primero era levantar un alzado detoda la gruta, señalando las zonas pintadas y numerándolas, según un bos-quejo que el día antes había hecho don Manuel. El pintor se acomodó comopudo y puso un papel en blanco sobre un cartón que previsoramente habíallevado. Mientras él empezaba a deslizar su lápiz, el catedrático, ayudadopor el cabrero, empezó a tomar medidas, que le iba dando según las necesi-taba. Una vez marcado el contorno, marcó una a una las siete zonas de lasinscripciones según el boceto inicial, procurando ser fidedigno en cada tra-zo. Aquello no era pintar, era más bien un croquis, pero ponía todo su empe-ño porque le parecía importante situar bien sus próximas zonas a copiar.Debido a lo incómodo de la oquedad y a la poca pericia del cabrero ensujetar la cinta exactamente donde le decían, el trabajo inicial les llevó casidos horas. Don Manuel quedó satisfecho cuando se acercó para ver cómohabía quedado plasmada la respectiva situación de las inscripciones.

— Ahora le toca lucirse. Dígame si necesita algo.— ¿Por dónde empiezo?— Como están numeradas las zonas, por donde quiera.— Manos a la obra entonces.Miguel puso un nuevo papel blanco sobre el cartón y comenzó a dibujar

las inscripciones más fáciles y en las que aparecían algunas figuras conoci-das, dejando para más adelante aquellas en las que no entendía nada y quele supondrían mucho esfuerzo dibujar.

De vez en cuando le hacía algún comentario al catedrático, señalándoleuna cabra, o la figura de un arquero junto a otras que parecían sus presas,pero don Manuel le respondía con monosílabos; estaba obsesionado conaquella nueva escritura y no paraba de tomar notas haciendo poco caso a loscomentarios del pintor, que, poco a poco, viendo el escaso éxito que tenía,dejó de hacerlos, limitándose a dibujar en silencio, sin importarle el fuertesol que le calentaba la espalda.

Cuando decidieron parar para comer, Miguel ya tenía terminadas tres delas zonas. Don Manuel aprobó con elogios su trabajo y se dirigió a él mien-tras guardaba cuidadosamente sus dibujos:

— Si quiere bajamos a los pinos para comer a la sombra...— Me conformo con la sombra de esas rocas –dijo señalando la zona de

entrada de la cueva y fulminándolo con la mirada–.— Me parece bien, así aprovecharemos más el tiempo.

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LA HISTORIA DE DON MANUEL

Por la tarde, mientras el catedrático y el cabrero sesteaban, cada uno a sumanera, el pintor consiguió acabar otras dos zonas llenas de figuras. Cuandootra de las zonas la tenía a medias, empezaron a hablar de volver al pueblo.Miguel quería seguir para terminar su trabajo y no tener que volver otra vezpor aquellas empinadas cuestas. Al terminar el que tenía empezado aceptóque no podía acabar y que debían volver. Le quedaba lo más difícil, unazona de tres metros y medio de altura de figuras indescifrables. Guardó to-dos sus bártulos de mala gana, pensando que al día siguiente tendría quevolver, y se puso a disposición del cabrero para iniciar el descenso.

Llegaron al pueblo avanzada la tarde. Tardaron una hora en lavarse ycomponerse hasta que bajaron a departir con sus anfitriones. Sentados en elpatio, al fresco, relataron su experiencia del día, bebiendo varios vasos de ladeliciosa y fresca limonada que doña Filomena les había preparado. Miguelenseñó los dibujos que había hecho y que no entusiasmaron a los señores dela casa. Aunque no dijeron nada, por prudencia, les pareció que las figurasque tenían delante no representaban nada, y aceptaron las explicaciones desu pariente sobre la posibilidad de que aquello fuera un nuevo lenguaje quealguien tendría que estudiar concienzudamente. La señora, mucho más ami-ga de las cosas mundanas, interpeló a su pariente para que les explicaracómo había llegado a esa afición por las cosas antiguas, palabra que dijo conprecaución para no herir la susceptibilidad de don Manuel que, por otraparte, ya estaba acostumbrado a esos y peores comentarios. Ante la insis-tencia de los presentes, excepto la de Miguel que asistía con los ojos semi-cerrados a la escena, el catedrático aceptó contar sus cuitas en el mundo dela arqueología:

— Siendo aún joven, ya me alentaba el excelentísimo marqués de Gero-na en mis ensayos literarios. Después, cuando mi poca fortuna me habíaarrinconado en una cátedra de Humanidades en Ávila, tierra austera y fríadonde las haya, me trasladó dicho marqués, siendo entonces ministro de laCorona, a la cátedra de Historia y Geografía de Jaén, lo que me dejó francoel camino para mi afición y más decididos estudios. Siempre he creído queun profesor debe hacer algo más que asistir con puntualidad a la cátedra, asícomo que también tiene la obligación indeclinable de procurar el adelanta-miento de la ciencia que enseña, y contribuir en lo que pueda al mayor lustrede la patria. Eso es lo que me ha llevado a mis investigaciones y mi ahíncoen el estudio de las antigüedades andaluzas.

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LA HISTORIA DE DON MANUEL

— Loable labor –interrumpió don Juan–.— No es para tanto, ya digo que es una labor que creo intrínseca con la

cátedra. El caso es que habiendo tenido correspondencia con muchas per-sonas hidalgas, que me han honrado y favorecido con sus epístolas, me heempeñado vivamente en investigaciones, de las cuales no tengo motivo dearrepentirme.

Miguel, que ya se sabía el discurso, empezaba a dormitar. Los señores dela casa, sin embargo, atendían interesados a las explicaciones de su pariente,que continuó:

— Hace un par de años, en 1860, acudí a un concurso provocado por laReal Academia de la Historia, con una Memoria y con un libro que la Aca-demia atendió con largos y honrosísimos premios.

— Que sin duda se merece –terció doña Filomena–.— Sea así, o no, el caso es que la Academia acordó que dicho libro se

publicara a sus expensas. Era más de lo que yo esperaba, por supuesto. Sinembargo, por esas fechas visitaba nuestras provincias, estudiando sus anti-güedades, el célebre profesor de la universidad de Berlín, don Emilio Hüb-ner. Acudí a varios puntos deseoso de conocerlo, pero sin encontrarlo. Milibro, aún sin publicar llegó, no obstante, a sus manos, y aunque lo aprecióen su generalidad, halló en él lunares y reparos, inseparables de toda obrahumana, que yo acepté agradecido, reconociendo la enmienda que en mu-chos parajes hizo de su propio puño. Mientras esperaba turno para ver demolde mi libro, una persona en quien me complazco en reconocer mérito ydoctrina, y cuyo nombre no revelaré, me pidió el manuscrito, y yo se lofacilité con gusto y sin recelo. Enterado así dicho señor de los reparos deldoctor Hübner, ni corto ni perezoso publicó un largo trabajo combatiendoel mío y vulgarizando las inscripciones y descubrimientos hechos por mí acosta de tanta laboriosidad.

— ¡Qué canallada! -dijo don Juan subiendo un poco la voz, por lo queMiguel dio un respingo en medio de su sueño–.

— Y que lo diga. Opiniones que yo no tenía, o que había abandonado,fueron a deshora rudamente combatidas. Para más inri, hizo suyas mis lec-ciones y aciertos, y me maltrató en lo dudoso u opinable seguro de que, noconociendo el público mi libro, podía decir y hacer lo que quisiera sabiendoque no le faltarían aplausos de aquellos hombres a quienes el bien ajeno lesduele y el ajeno desprestigio les satisface y deleita. ¡Extraño espectáculo el

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de un autor atacado por un libro inédito! –don Manuel iba subiendo el tono–.¡Como si sus opiniones fueran inmutables antes de darlas a la estampa!–volvió a subir el tono– ¡Como si no pudiera cambiarlas o modificarlas oilustrarlas en las últimas pruebas! ¡Y hasta en la prensa misma!

El tono de las últimas quejas de don Manuel sacó a Miguel de su sopor.El matrimonio, metido en el tema, se interesó por el futuro del libro:

— ¿Y qué hizo usted ante esa bajeza?El interpelado tomó un sorbo de agua, respiró profundamente y continuó:— Coincidió con este singular suceso la noticia de que la Academia

había convocado a grabadores e impresores para que hicieran el presupues-to del coste de la impresión de mi libro. Decidí entonces escribir a mis res-petables amigos, que los tengo, los señores Fernández-Guerra y Amador delos Ríos, rogándoles con el mayor encarecimiento que influyeran para quesuspendieran la edición

— ¿Cómo hizo usted eso? –preguntó doña Filomena–.— Destripado mi trabajo, éste había perdido completamente su mayor

importancia. Me formé entonces un nuevo propósito, empeñándome en ladifícil empresa de hacer nuevos descubrimientos, y en tal manera que lasinscripciones del trabajo nuevo fueran en tanto número, que superasen fa-bulosamente las del antiguo.

— Formidable labor, sin duda –aseveró don Juan–.— Sin embargo –continuó el catedrático mirando al anfitrión–, ni mi egoís-

mo ni mi codicia literaria fueron tales que me propusiera reservar para mí lamayor parte del nuevo tesoro arqueológico, y no la franquease al doctor Hüb-ner, colector de inscripciones latinas, cuyo trabajo ocupa hoy las prensas deBerlín, para lustre y esclarecimiento de la Historia y Geografía españolas.

— ¡Es usted admirable! –le confió doña Filomena, impresionada por lamodestia de su pariente–.

— ¡Lejos de mí la vanidad y la soberbia –añadió orgulloso–, la avaricia yla ingratitud, pestes execrables del mezquino corazón humano!

— No esperaba menos de usted –dijo don Juan ante la somnolienta mi-rada de Miguel, que no había podido volver a coger el sueño–.

— Así que no pudiendo ya publicar mi libro –siguió la explicación–,debía justificarlo con otro, en el cual se confundiera el primitivo, y se expli-caran las honras con que repetidamente me había favorecido la Real Acade-mia de la Historia.

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LA HISTORIA DE DON MANUEL

— ¡Naturalmente que tenía que hacerlo! –dijo don Juan apoyando ladecisión–.

— Desde entonces, queridos anfitriones, me he consagrado enteramen-te a mi propósito, sin reparar en los gastos ni en los sacrificios que me impo-ne, superiores con mucho a mis fuerzas.

— Es una labor titánica –dijo doña Filomena sin saber muy bien lo quedecía–.

— Sí que lo es, querida señora, pero arrojado a mi empresa ya no podíavolver atrás en la pendiente a que me había lanzado, resintiéndose mi fortu-na gravemente, siéndome forzoso desprenderme de mis libros, de mi mone-tario, de cuanto podía enajenar, incluyendo la única finca que heredé de micariñoso y buen padre.

— ¡Válgame Dios! –se le escapó a la anfitriona–.— Así que, consumidos ya mis recursos, mi locura no puede arrastrarme

con la velocidad de antes, y debo recurrir a la benevolencia de señores comoustedes para continuar mis investigaciones, mientras espero tiempos másprósperos y bonancibles para terminar el empeño de honor, tan adelantadoya que, a poder publicarse el fruto de mis investigaciones, habría de recono-cerse que he prestado algún no despreciable servicio a mi patria.

Acabada la disertación, don Manuel volvió a servirse de la jarra un vasode agua que necesitaba imperiosamente tras mostrar tan claramente sus car-tas. La pareja no tardó en contestar. En cuanto su huésped hubo terminadocon el agua, don Juan tomó la palabra:

— Por nuestra parte no tenga ningún pesar, lo hacemos con gusto, no solopor la ciencia, sino por el parentesco que nos une. Sería para nosotros un granhonor que su estancia aquí le sirviera para enriquecer sus conocimientos.

— Por supuesto que sí –apostilló su mujer–.— Son ustedes muy amables.— Nada de amabilidad –volvió don Juan–, pura justicia. Lo recibimos

encantado por lo que nos une, pero además, ahora, conocida su historia,estamos dispuestos a colaborar, en lo que podamos, a su hercúlea empresa.

— Muchísimas gracias –contestó el huésped agradecido–.— Me uno al agradecimiento con mucho gusto –intervino el ya despier-

to Miguel–.— Pero... Dígame –terció doña Filomena, más práctica que su marido–.

¿Usted cree que algo de lo que ha descubierto aquí le será útil para su libro?

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LA HISTORIA DE DON MANUEL

— Sin duda. Lo que he visto es algo nuevo. No les cansaré con detallesprolijos y técnicos, pero puede ser que nos encontremos ante el descubri-miento de una nueva forma de escritura prehistórica.

— ¡Jesús! –dijo doña Filomena llevándose las manos a la boca–.— Sí. Esos jeroglíficos de la Cueva de los Letreros darán mucho que

hablar. Yo no soy especialista en la materia, pero cuando los dé a conocerotros vendrán que sabrán interpretarlos. Tienen algo de mágico...

— Cuanto me alegro de la utilidad de su estancia –dijo don Juan–, apar-te, por supuesto, de su agradable compañía, y la de su amigo...

Ambos sonrieron incorporándose levemente en sus asientos, en señal deagradecimiento por el trato que les daban.

Continuaron en animada charla hasta la hora de la cena. Miguel les ex-plicó la dificultad del trabajo que estaba haciendo –copiar algo que no en-tendía–, y Don Manuel les dijo que tratarían de acabar cuanto antes sustrabajos. El matrimonio casi se incomoda por esas palabras, insistiendo enque estuvieran todo el tiempo que fuera necesario, que no les causaba nin-gún problema que se quedaran, antes al contrario estaban encantados, con-cluyeron al unísono.

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Al día siguiente los tres expedicionarios colvieron a la cueva por el mismo camino. Al llegar al pinar del Rey volvieron a hacer un alto en el camino. Miguel estaba convencido de que era el mejor punto

desde el que podía dibujar la gruta. Se colocó bajo uno de los primerospinos y preparó sus bártulos con parsimonia. En cuanto desaparecieron donManuel y su guía, dispuestos a merodear por la zona mientras él dibujaba,comenzó su trabajo.

Estaba tan concentrado dando los últimos toques a su obra que ni losoyó llegar dos horas después.

— ¿Ha terminado ya? Se nos ha hecho un poco tarde –dijo el catedráti-co acercándose hasta el puesto de trabajo del pintor–.

— Ya está listo. Mire –dijo volviendo el papel hacia su mentor con carade satisfacción–.

— ¡Es soberbio! Ha reflejado usted perfectamente la zona.— De eso se trataba ¿no? –respondió incorporándose–.Sin acercarse, el Nano miraba por encima del hombro de don Manuel el

dibujo, sorprendido de la realidad con que aquel hombre había captado elambiente de la cueva y los agrestes picos rocosos del Mahimón sobre ella.Miguel, sonriendo, guardó cuidadosamente el dibujo y se colgó su mochiladispuesto para continuar el recorrido. Durante el resto del camino, el pintoriba de mucho mejor humor que el día anterior; la parada y el dibujo habíanreconfortado su ánimo, que sólo empezó a enflaquecer cuando abandona-ron los pinos y se encontraron de nuevo en la explanada, dispuestos para el

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Miguel se negó en redondo a colaborar en la búsqueda delos mejores cráneos para que él los dibujara.

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ascenso final. Esta vez no hubo que decirle que no se pusiera debajo delcabrero para evitar las piedras. Sin muchas protestas, inició la subida decidi-do a acabar cuanto antes su labor, pensando que no tendría que volver denuevo al riesgo de desollarse las piernas en aquél infierno.

Hasta la hora de comer no terminó de copiar el gran mural que le queda-ba para completar las siete partes previstas. Al dar el último retoque, giró elpapel hacia el catedrático, que sonrió satisfecho por el resultado del trabajode su amigo.

— Como premio a su buena mañana, vamos a bajar a comer junto a lospinos.

La mirada recelosa del pintor le hizo añadir de inmediato:— No tema, no tenemos que volver a subir: doy por terminado el trabajo.— ¡Alabado sea Dios! –contestó Miguel expirando profundamente–.El rato de la comida fue divertido. La relajación del pintor le hacía estar

de buen humor e interrogar a Felipe sobre las curiosidades de la zona, que elcabrero relataba a su manera, entre trago y trago de la bota que le ofrecíangenerosamente. Mientras sesteaban satisfechos, don Manuel le comunicó asu amigo sus intenciones con cautela:

— He pensado que podíamos volver por ahí –dijo señalando a su dere-cha en dirección al pueblo–.

— No invente don Manuel.— No sea tan receloso, Miguel. En realidad el camino es mucho más

corto, y de poca dificultad; una vez pasada la primera bajada que ya hemoshecho –dijo mirando hacia la ladera pedregosa–, el camino es mucho máscorto –añadió– y no quiero que se pierda las maravillas de la ribera. Merecela pena, ¿verdad Felipe?

El cabrero asintió con su cigarro apagado en los labios sin abrir los ojos.— Es inútil discutir con usted. Vayamos por donde quiera.— ¡Pues en marcha!El guía dio un respingo ante la orden de don Manuel y se dispuso para

abrir la expedición. Bajaron por la pinada y luego giraron a la derecha endirección al pueblo. Pasaron por el nacimiento de agua, que Miguel quisoplasmar en sus papeles, animado porque la dificultad del camino no eramucha, pero tuvo que desistir ante la impaciencia de don Manuel, que habíavisto un cerrillo un poco más abajo y se proponía visitarlo.

— ¿Qué es eso Felipe? –dijo señalando hacia abajo, un poco a su derecha–.

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— El Cerro Judío –contestó, añadiendo con desgana–, pero ahí no va aver más que huesos...

— ¿Huesos?— Sí, hay unos cuantos.— ¿Pero cómo no lo has dicho antes hombre?— Yo no sabía que quería ver calaveras. Creía que sólo buscaba cuevas.— ¿Calaveras?El catedrático continuó la bajada presuroso, sin esperar a sus compañe-

ros, que se miraron encogiéndose de hombros. Apenas diez minutos des-pués, llegaron a una explanada situada entre el cerro y las elevaciones quesubían hacia el Mahimón. El catedrático se quedó petrificado.

— ¡Son tumbas!— Sí –contestó el cabrero, quedándose con ganas de añadir ¿y qué?–.— ¡Tumbas excavadas en la roca! –insistió–.Don Manuel, sin atender a los demás, iba de una a otra recorriendo la

explanada y dejando volar libremente su imaginación. Tan cerca de la cuevale hacían suponer que debían tener alguna relación con ella y elucubrabainteriormente sin parar. Miguel y Felipe habían tomado asiento mientrastanto, y asistían divertidos al espectáculo del catedrático que no sabía dón-de pararse. El pintor reía abiertamente, y el cabrero, sin parar de girar lacabeza hacia los lados, se liaba un cigarrillo pensando si aquel señor noestaría como una chota. Al rato se acercó a ellos, reclamándoles para que leayudaran; quería tomar mediciones de aquellas sepulturas abiertas en la roca.De mala gana Miguel atendió las peticiones del exaltado catedrático, quepoco a poco iba descartando en su interior la relación de aquel cementeriocon la cueva. Los cadáveres estaban de costado, vuelto el rostro hacia el sury rectos los brazos, lo que le hacía suponer un origen más bien romano queprehistórico, pero eso, en su opinión, no restaba importancia al descubri-miento. El cabrero, sin parar de mover la cabeza y arquear las cejas, ayudabaa Miguel, mientras el catedrático iba tomando notas: cinco pies de largo poruna tercia de ancho...

Después se acercaron al cerro hasta llegar a su cumbre, descubriendo en elcamino una cueva de entrada angosta, una cueva de verdad que no se atrevie-ron a visitar. El cabrero les aseguraba que había entrado en ella muchas vecesa guarecerse y que allí no había nada de nada. El catedrático dio por buenasesas explicaciones, sin descartar volver a visitarla tranquilamente.

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Al bajar de nuevo a la explanada, Miguel se atrevió a aconsejar:— Sería mejor que volviéramos, el sol no está ya muy alto.Por una vez, vio sorprendido como su amigo le daba la razón:— Será lo mejor, mañana volveremos a estudiar esto tranquilamente— ¿Volveremos?— No nos vamos a ir sin hacer un estudio detallado de la necrópolis, ¿no?— Por mi parte no pienso volver; ya sabe lo poco que me gustan los

cadáveres, aunque sean prehistóricos. A mí no me necesita para eso.— ¿Cómo que no? ¿Y quién va a dibujar las calaveras?— ¡¿Qué?!— Hay que dejar esto registrado para que otros lo puedan estudiar y

llegar a alguna conclusión.— ¡No pienso dibujar cráneos! ¡Hasta ahí podíamos llegar!Don Manuel, viendo que no era el momento de insistir, zanjó la cuestión

y ordenó al Nano que enfilara para Vélez-Rubio. El pintor no disfrutó nada delruido del agua corriendo veloz junto a él durante la bajada, ni de la hermosahumedad de la rambla por la que transitaron hasta volver a salir al camino deVélez-Blanco, ya cerca de su destino. No podía quitarse de la cabeza la ideade su mentor, e iba de mal humor porque sabía que en el fondo tendría queacabar aceptando su indicación, al fin y al cabo había ido allí a eso, a plasmaren sus papeles los descubrimientos del catedrático, y tenía muy claro que nose iba a jugar sus cuartos por una calavera más o menos.

De esa guisa, uno eufórico por lo que le había deparado el día, otro demal humor por lo que sabía que le esperaba, y el tercero indiferente a todo ydeseando volver para tener un día más de trabajo, llegaron a la plaza delpueblo ya entre dos luces. Antes de entrar en la casa, don Manuel ordenó asu guía que estuviera al día siguiente a la misma hora para volver a salir. ElNano asintió con su gorra entre las manos y se fue camino del callejón sinparar de mover la cabeza para los lados.

Doña Filomena ponía cara de asco cuando su pariente le relataba elcasual descubrimiento del cementerio; no era asunto que le agradara el delos muertos, por muy muertos que estuvieran. Don Juan tampoco le diomuchas alas para que se explayara en sus descripciones. Miguel asistía taci-turno a la velada, tratando de vez en cuando de cambiar la conversación,que veía que no agradaba a los anfitriones. Un buen rato tardó don Manuelen salir de su entusiasmo y darse cuenta de ello, pidiendo a continuación

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disculpas por la crudeza de su relato a una sonriente doña Filomena que aúnno había cambiado su cara de asco.

Antes de irse a dormir, el catedrático insistió al pintor en la necesidad deque lo acompañara de nuevo al Cerro Judío. De mala gana aceptó éste, ase-gurándole que por la mañana estaría dispuesto de nuevo para la excursión.Unos golpecitos de agradecimiento en la espalda sirvieron para zanjar lacuestión antes de que cada uno se metiera en su habitación, uno para soñarcon los posibles habitantes que allí yacían y el otro para tener horriblespesadillas con tétricas calaveras que lo miraban fijamente.

Volvieron al cerro por el camino corto. Hasta el día parecía haberse con-fabulado contra Miguel: el radiante sol de los anteriores días no aparecía porningún lado y unos negros nubarrones se movían tras el Mahimón en direc-ción oeste, pero cada vez más cerca. El pintor apenas almorzó pensando enel desagradable trabajo que le esperaba. Si por él hubiera sido, habría subidounos cientos de metros más y se habría dedicado a dibujar la catarata deagua que surgía impetuosa de la ladera.

Se negó en redondo a colaborar en la búsqueda de los mejores cráneospara que él los dibujara. No pudo hacer lo mismo el pobre Nano, que tuvoque ayudar al catedrático en esa tarea, reconfortado pensando en los buenoscuartos que aquello le supondría. Una vez elegidas cuatro de las calaveras,las colocaron sobre una roca y avisaron a Miguel, que se había desentendidode la operación dedicándose a contemplar el paisaje y a echar alguna queotra furtiva mirada a los nubarrones; sólo faltaba que les cayera un chapa-rrón y los empapara... La voz de don Manuel interrumpió sus pensamientos:

— Esas cuatro son los que quiero que dibuje, de frente y de perfil.— ¿Cuatro? ¿No le basta con una?, si son todas iguales –añadió para sí–.La mirada seria de su amigo le sirvió de contestación, y se situó junto a

las calaveras dispuesto a acabar cuanto antes. Al terminar, don Manuel ala-bó sus buenos dibujos, lo que aprovechó el pintor para pedirle, casi supli-carle, que buscaran un sitio más adecuado para comer. El catedrático diopor terminado el estudio del Cerro Judío y aceptó bajar hasta la rambla. Seaposentaron bajo unos altos álamos, cuyas hojas vibraban con el vientecilloque soplaba cada vez con más fuerza, y se dispusieron a comer con ciertaceleridad ya que los nubarrones estaban cada vez más cerca.

Las primeras gotas de agua les cayeron en el último tramo de cuestaantes de entrar en la plaza. Minutos después, ya a cubierto, un aparatoso

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relámpago iluminó toda la plaza seguido de un terrible trueno, comenzando,como si hubiese sido la señal, un fuerte aguacero. Durante más de media horaestuvieron contemplando desde el mirador la cortina de agua que hacía ape-nas visible la iglesia al otro lado de la plaza. Cuando el agua empezó a aflojaren su impetuosa caída, ambos se dirigieron al piso de arriba a asearse y cam-biar sus ropas de campo por las de ciudadanos normales. El que más tardó enbajar a unirse a la tertulia, que ya se había hecho costumbre con los señores dela casa, fue Miguel, que antes de vestirse se tumbó en la cama contemplandocomo poco a poco el agua desaparecía y el día se abría volviendo la luz de lamedia tarde, mientras oía las canaleras gotear monótonamente.

Don Manuel no se resistió a hacer una última salida. A pesar de lo ines-table del tiempo quería recorrer con Felipe otras zonas de la comarca; esta-ba convencido de que aquella cueva no podía ser la única del lugar. Miguelaprovechó el día para descansar. Se levantó después de las once y dedicó elresto de la mañana a acabar su dibujo de la iglesia, que solo interrumpióante la insistencia de doña Filomena para que visitara el mercado que todoslos sábados se celebraba en el pueblo. Lo recorrió con curiosidad, asistiendoa los tratos que las diversas transacciones producían, y volvió dispuesto asaborear la espléndida comida de Gertrudis, sentado en una silla de verdady no encima de una roca rodeado de cardos.

No tuvo suerte el catedrático y no hizo ningún nuevo descubrimiento,pero pasó un día estupendo con la silenciosa compañía de Felipe y sin lascontinuas quejas de Miguel. Por la tarde, antes de reunirse con sus parien-tes, comunicó a su amigo que daba por concluidos sus trabajos en Vélez-Rubio y que dedicarían el día siguiente, domingo, al descanso, antes de em-prender el lunes, de buena mañana, su vuelta hacia Granada.

Don Juan y doña Filomena insistieron en que se quedaran más días, perola decisión estaba tomada; otras empresas le esperaban y se iba realmentesatisfecho por sus descubrimientos.

Pasaron el domingo como dos velezanos más. Asistieron a la misa ma-yor, a las doce de la mañana, y después pasearon con sus anfitriones que,muy orgullosos, les presentaron a todas las personas principales del pueblo,a los que el catedrático explicaba someramente sus investigaciones, sin darmuchos detalles, escarmentado como estaba por el chasco que se habíallevado con su primer libro.

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Aunque no solían hacerlo, don Juan y doña Filomena madrugaron paradespedir a su pariente y al afamado pintor granadino, al que casi le da unsoponcio cuando vio aparecer a José con las mulas dispuestas para la mar-cha. Más de media hora echaron en alabanzas y agradecimientos unos yotros antes de que las posaderas de Miguel volvieran al lomo de su mula,que lo recibió con las orejas tiesas augurándole el mal día que iba a pasarsobre ella.

Antes de abandonar la plaza ambos se volvieron para decir adiós. DoñaFilomena lo hacía moviendo su pequeño pañuelo de encaje y don Juan to-cándose el sombrero; detrás, Gertrudis sonreía moviendo en alto su mano yJosé se quitaba respetuosamente su gorra.

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Gertrudis, la criada, entró a toda prisa en la salita donde doña Filo- mena se encontraba realizando, como cada día, sus labores de pri- mor con la aguja. A pesar de su avanzada edad, le quedaba la sufi-

ciente vista para dedicar un rato a sus bordados, más por entretenimientoque por otra cosa.

Un poco azorada, comunicó a su señora la presencia de un propio quetraía algo para don Juan. La inquietud de la criada era lógica: no era muyhabitual recibir paquetes, ni siquiera cartas; en un lugar tan apartado delmundo, los difíciles accesos hacían esporádicas esas llegadas. La señora, sindejar su labor, reprendió a la criada por su excitación y le dijo que comuni-cara al mensajero que ella saldría a atenderlo. Gertrudis, un poco sorprendi-da por la tranquilidad de doña Filomena, salió de mala gana a dar el recado.

Pocos minutos después clavó la aguja en la tela y apartó el bordado,dejándolo sobre la mesita, se compuso un poco el moño y salió al recibidorcon las manos entrelazadas descansándolas sobre su barriga.

— Usted dirá –dijo dirigiéndose al joven que la esperaba junto a la puer-ta de la entrada–.

— Buenas tardes –contestó respetuoso–. Traigo un paquete para donJuan Gómez.

— Soy su mujer. Don Juan no se encuentra aquí en estos momentos; ha salidoa hacer unas gestiones –en realidad estaba echando la siesta, momento sagrado enel que sabía que sólo debía importunarlo por causa de fuerza mayor–.

1868. EL LIBRO DE DON MANUEL

El fruto de ese y de otros innumerables viajes, tragandopolvo y andando muchas leguas, es el libroque acompaña a esta carta.

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1868. EL LIBRO DE DON MANUEL

— Si usted se hace cargo del paquete me haría un gran favor. Aún tengomucho camino que recorrer y, si me demoro, se me hará de noche –dijoadelantando el paquete–.

— Naturalmente –contestó, indicándole a Gertrudis que se hiciera car-go del mismo–.

— Muchas gracias –dijo agradecido el portador–. Ahora sólo faltaríaque usted me firmara el recibí, si le parece bien; es un trámite que debocumplimentar.

Doña Filomena se acercó hasta el velador y con el lapicero que le exten-día el mensajero estampó despacio su firma. Después dio las gracias al jo-ven y sacó de su pequeño monedero unas perras que le agradeció sonrienteel mensajero antes de abandonar la casa. Dio instrucciones a la criada paraque dejara el paquete en el despacho de don Juan y volvió a la salita acontinuar su trabajo. Gertrudis cumplió el encargo de su señora refunfuñan-do por la tranquilidad de ella, que no parecía tener ninguna curiosidad por elcontenido, mientras ella ardía en deseos de que lo abrieran.

Una hora después apareció don Juan, resplandeciente tras su siesta; sa-ludó a su mujer, quien dando por concluida su labor del día, como hacíasiempre que su marido bajaba de su descanso, le comunicó que en su despa-cho tenía un paquete que habían traído para él. Algo sorprendido hizo laconsiguiente pregunta retórica: «¿un paquete?»; que fue contestada con lamisma obviedad: «sí, un paquete». Don Juan subió un poco sus pobladascejas y salió camino del despacho. Allí observó el envoltorio de papel ma-rrón con mimo antes de abrirlo y le dio la vuelta para ver el remitente.

— Es de tu pariente de Tabernas –dijo volviéndose hacia su mujer, quelo había seguido hasta la estancia–.

— ¿Don Manuel de Góngora? –preguntó ella como si no tuviera otropariente–.

— El mismo.Gertrudis, mientras tanto, esperaba en la puerta de la cocina, alargando el

cuello todo lo que podía para enterarse del contenido, agitada por la tranqui-lidad con que los señores se tomaban la apertura del paquete. Al menos yasabía de quién era, de aquel señor tan serio que los había visitado años atráscon un simpático amigo. Aún se acordaba de cómo Miguel se restregaba lasnalgas tras bajarse de la mula que lo había martirizado hasta allí. Por fin oyócómo se rompía el papel y estiró aún más su cuello que ya no daba más de sí.

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1868. EL LIBRO DE DON MANUEL

— Es una carta, y un libro –oyó decir a don Juan–.— Veamos qué dice mi pariente.Ambos se sentaron en el estrado de terciopelo. Don Juan se colocó sus

gafas y dio comienzo a la lectura, en voz alta, de la misiva, ante la atentamirada de su esposa. Gertrudis, que no se lo iba a perder, avanzó de punti-llas hasta la puerta del despacho cuidando de no ser vista por ellos.

Mis queridos parientes don Juan y doña Filomena:Espero que al recibo de ésta se encuentren bien de salud, yo estoy bien, y muy

contento como adivinarán por el libro que acompaña a ésta carta.Hace ya seis años que tuvieron la amabilidad de acogerme en su morada y distin-

guirme con toda clase de atenciones y cariño. Como les relaté entonces, me hallaba sumi-do un poco en la desesperanza por la colosal tarea que había emprendido para contra-rrestar la villanía de alguien a quién yo consideraba amigo. Todo en la vida pasa y, trasmi estancia en Vélez-Rubio, continué la labor que me había comprometido a hacer,abusando de amigos y parientes, como ustedes, para ello, dados mis escasos caudales.Agradezco una vez más su bondad hacia mi persona y la de mi amigo Miguel, que mepide que les mande sus mejores deseos, ya que recuerda a menudo lo bien que fuimostratados en esa villa.

El fruto de ese y de otros innumerables viajes, tragando polvo y andando muchasleguas, es el libro que acompaña a esta carta y que espero que hayan recibido en perfectascondiciones. Como verán, en los preliminares se recoge sucintamente todo lo que ustedesya saben sobre los motivos de mis esfuerzos, así como el reconocimiento tanto de mimentor, el Marqués de Gerona, quien siempre me ha animado en esta labor, como de lapropia Real Academia de la Historia, de la que, aunque me esté mal el decirlo soycorrespondiente, y que en su informe tuvo a bien solicitar del Gobierno la publicación demi modesta obra.

Estoy seguro de que se alegrarán de la culminación de mis trabajos y espero quetengan la paciencia de leer mi escrito, si bien les adelanto que por su contenido general,bastante técnico, les pueda resultar un poco pesado, pero estoy seguro que arden endeseos de ver si en su contenido se reflejan los maravillosos descubrimientos de los jero-glíficos de la Cueva de los Letreros que, según mi teoría, que nadie ha refutado hastahoy, son muestra de un nuevo lenguaje prehistórico; ya verán que he encontrado en otrossitios signos similares, aunque no de la belleza y la magnitud de esos, así como de lanecrópolis, posiblemente romana, del Cerro Judío. Les adelanto que ambos descubri-mientos están reflejados, ilustrados por los excelentes dibujos de Miguel.

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1868. EL LIBRO DE DON MANUEL

Doy por concluidos, pues, mis trabajos de tantos y tantos años, y espero que ahora,con la tranquilidad del deber cumplido, pueda encontrar el momento de repetir la visitaa Vélez-Rubio para testimoniarles mi afecto y agradecimiento. En realidad aún quedamucha labor que hacer, como es proteger muchas de esas antigüedades que en el libro serecogen y que se encuentran desprotegidas y al albur de cualquier ratero ignorante que laspueda destrozar, pero esa es una labor que ya no me toca a mí por mis menguadasfuerzas.

Reciban un afectuoso abrazo de su pariente.Manuel de Góngora y Martínez

Al terminar la lectura, don Juan dobló cuidadosamente la carta y sonrióa su esposa cariñosamente. Gertrudis volvió sobre sus pasos sigilosamentesin haberse enterado de la mitad de lo que oyó, pero satisfecha por saber elcontenido general de la misiva. Después el señor de la casa se acercó hastala mesa a recoger el libro para hojearlo, con el secreto deseo de ver refleja-dos los jeroglíficos y las calaveras que ya conocían por los dibujos de Mi-guel. Antes de pasar cada dibujo lo enseñaba a doña Filomena que seguíasin entender la importancia de aquellos garabatos, pero que agradecía quesu pariente hubiera tenido el detalle de enviarles un ejemplar, y sin querervolver a ver aquellas calaveras que tanto asco le daban, salió del despachodispuesta a otros quehaceres mientras su marido seguía curioseando el libro,hasta encontrar las referencias que en él había de su pueblo, quedando unpoco decepcionado por las pocas líneas que había al respecto, y un pococeloso con la Cueva de los Murciélagos, situada cerca de Albuñol, provinciade Granada, que llenaba páginas y páginas.

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Don Federico ya tenía en sus manos el sombrero y el bastón, dispues-to a asalir a la calle. Antes de abrir la puerta, su mujer, doña Cari-dad, salió del cuarto de estar y se dirigió a él, en una escena repeti-

da mil veces:— ¿Adónde vas?— A tomar café –contestó mientras se ajustaba el sombrero–.— ¿A estas horas? –insistió ella–.— A las horas que se toma café –dijo con un latiguillo que repetía a

diario–.— ¿No irás otra vez al campo?— ¿A las once de la mañana?— Como si a ti te importara la hora...Don Federico no contestó, aunque sabía que la conversación aún no

había terminado. Cambió su bastón de mano y agarró el picaporte de lapuerta dispuesto a salir.

— ¿Y la farmacia? –ella hizo un nuevo intento–.— Está Antonio. Él sabe lo que tiene que hacer y dónde me tiene que

buscar si me necesita.— ¡Santo Dios! Siempre igual. Este hombre...Doña Caridad se volvió internándose en la casa, mientras su marido

alcanzaba por fin la calle, inundada de sol primaveral. Respiró hondo varias

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No he de decirle la importancia que para nuestra provinciapuede tener que en los estudios y publicaciones,tanto del Sr. Cabré como del abate Breuil,se incluyan nuestras cuevas.

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veces y se santiguó antes de dar el primer paso en la acera. Nada más hacer-lo, se paró ante él el cartero saludándolo muy sonriente. Don Federico con-testó al saludo tocándose el sombrero con la mano derecha, dispuesto ainiciar su paseo. El cartero metió la mano en la bolsa de cuero que llevabacolgada al hombro y sacó un sobre que le tendió solícito.

— Tiene usted carta.— ¡Vaya! Por fin una novedad en este pueblo...Cogió el sobre y sin mirarlo lo guardó en el bolsillo interior de su levita,

a la vez que le daba las gracias y volvía a tocarse el sombrero como señal dedespedida. «¿Llegaré alguna vez a tomarme ese maldito café?», pensó parasí mismo.

Don Federico de Motos era un hombre delgado, con la tez curtida por elsol y el aire de la sierra, y con una barba negra y poblada cortada al uso de laépoca, que le daba un aspecto serio y formal. Era farmacéutico de profe-sión, pero su verdadera vocación era otra. Se pasaba la vida en el campo, loque enfadaba a su mujer, que cada vez que lo veía dispuesto a una nuevaexcursión le repetía la cantinela: «¿Otra vez a por piedras?». Él no contesta-ba, pero asentía con la cabeza.

Pasaba poco tiempo en la botica, el justo para que el negocio no fracasa-ra. Tenía un mancebo, Antonio, que era quien realmente estaba al frente; lehabía enseñado a hacer lo que más se demandaba y él apenas si cogía elalmirez para hacer las mezclas, a pesar de que doña Caridad se lo reprocha-ba todos los días, sin faltar uno.

Tomó su café con tranquilidad, charlando con los parroquianos de siem-pre, que iban más a la conversación y a contarse mutuamente las novedadesque a otra cosa.

Una hora después ya estaba sentado en su despacho, situado junto a larebotica, en el ala de la casa que estaba dedicada al negocio. Sacó del bolsillola carta y le dio la vuelta con parsimonia para ver el remitente. Sonrió al ver elnombre de su amigo Luis Siret antes de coger el abrecartas y rasgar cuidadosa-mente el sobre. Al fondo oía la voz de su mujer dando instrucciones en lacocina con autoridad; movió la cabeza a ambos lados deseando que le dieramedia hora de tranquilidad para recrearse con las noticias de su amigo.

Luis Siret había nacido en Bélgica, aunque había acabado instalándosehade décadas, junto con su hermano, en Cuevas de Almanzora, en la pro-vincia de Almería, a algo más de ochenta kilómetros de Vélez-Blanco, loca-

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lidad donde residía el boticario. Era ingeniero de Minas de profesión, perocompartía la afición de don Federico, y dedicaba la mayor parte de su tiem-po a inspeccionar las cuevas de la zona de Vera buscando vestigios prehis-tóricos. Ambos se intercambiaban sus descubrimientos con extensas y deta-lladas cartas.

Antes de comenzar la lectura de la misiva, se levantó y cerró la puertadel despacho; las voces de su mujer y de las criadas lo distraían, y queríaasegurarse de que doña Caridad lo dejase en paz durante media hora, paradisfrutar de la escritura de su amigo. Sacó varias cuartillas del sobre y lasestiró con cuidado dispuesto a la lectura. Después de las formalidades derigor, Luis Siret entró en materia:

Tengo grandes noticias para usted. He sabido, por carta recibida de Juan Cabré,joven colaborador, como sabe, del afamado abate Breuil, que ambos van a visitarnuestra tierra dentro de pocas semanas. Me cuenta que han emprendido la tarea dedocumentar la existencia de un arte rupestre al aire libre, y desde Levante vendrán aAlmería. Yo me he ofrecido para mostrarles las pinturas y objetos que he descubierto enla zona de las cuevas de Vera. Don Juan está encantado con la idea y me comunica queel abate ha tenido noticias del libro de don Manuel de Góngora, donde se recoge laexistencia de interesantes pinturas de su zona. Tengo la intención, si a usted le parecebien, de que una vez terminada la inspección de los alrededores de Vera, nos acerque-mos hasta Vélez-Blanco para que también conozcan esa interesante zona. Espero con-tar para ello con su colaboración, y poder mostrarles la famosa Cueva de los Letreros,y algunas otras de las que usted me ha hablado en sus amables epístolas.

No he de decirle la importancia que para nuestra provincia puede tener que en losestudios y publicaciones, tanto del señor Cabré como del abate Breuil, se incluyan nues-tras cuevas. Estos señores son auténticos profesionales, mucho más entendidos que ustedy que yo, perdóneme la franqueza, y podrían aportar alguna luz sobre las enigmáticaspinturas, y desde luego les darán una repercusión internacional que nosotros, pese anuestros esfuerzos, no lograríamos ni en mil años.

Es muy posible que venga también el señor Obermaier, quien, como sabe, ha cola-borado con el abate en los estudios y en los debates sobre la interesantísima Cueva deAltamira.

Como puede suponer estoy preparando la visita con minuciosidad para no defrau-dar a tan preclaros sabios, y espero que a usted le parezca tan importante esta visita yme eche una mano con sus vastos conocimientos de los alrededores de Vélez-Blanco.

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Aunque no hay fecha fija, espero que lleguen aquí antes de terminar el mes de mayo.Escríbame su opinión al respecto cuanto antes y dígame si puedo contar con usted comoilustrado guía.

El boticario estaba estupefacto. Leyó deprisa las formalidades de la des-pedida y volvió al inicio de la carta para recrearse en ella. Al terminar lanueva lectura, apoyó su cabeza en el sillón y cerró los ojos dando gracias aDios por lo que se le venía encima. Para un aficionado como él, que habíapasado tantas horas al sol y al frío por esos cerros que conocía al dedillo, erauna bendición poder conocer a los más afamados arqueólogos de la época.Había seguido con deleite, por la poca prensa que hasta él llegaba, las discu-siones años atrás de Breuil y Obermaier con otros científicos sobre el des-cubrimiento de Sautuola, la Cueva de Altamira. También conocía los nota-bles descubrimientos del abate en las cuevas del sur de Francia.

Sin levantarse del sillón, acercó el recado de escribir y se dispuso a con-testar a Siret; no quería perder ni un minuto, temeroso de llegar tarde y deque la selecta comitiva pasara de largo. Agradeció a su amigo la oportunidadque le brindaba y se prestó, sin cortapisa alguna a ayudar en todo lo quepudiera y a enseñar todo lo que conocía de la zona. Su contestación no fuemuy extensa, quería acabarla pronto y llevarla a la oficina de correos paraque saliera cuanto antes, aunque sabía muy bien que había una sola salida ala semana. Al salir del despacho se encontró con su mujer, que parecía estaresperándolo.

— ¿Vas a salir otra vez?— Tengo que ir a la oficina de correos.— No tardes, la comida casi está.— No tardo mujer, no tardo –contestó con paciencia–.La oficina estaba a dos pasos de su casa, ubicada en la calle donde se

levantaban las mejores casas del pueblo, el edificio del ayuntamiento y laiglesia parroquial.

Volvió satisfecho y feliz, pensando ya en cómo organizar las excursio-nes. Le quedaba el punto más difícil: comunicar a doña Caridad que prontotendrían invitados. Estaba seguro de que el hecho de que uno de ellos fueracura suavizaría los reproches de su pía mujer, aunque la verdad era que alfinal ella resultaba siempre una perfecta anfitriona y se portaba como lo queera, una señora.

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Diez días después volvió a tener noticias de Siret. La comitiva llegaríaen pocos días a Vera y desde allí, no sabía cuantos días duraría la estancia,se dirigirían a Vélez-Blanco. No tenía certeza por tanto del día de la llegada,pero empezó a disponerlo todo para no defraudar a su amigo y a sus egregiosacompañantes.

Don Federico mandó recado a Juan Jiménez para que acudiera a su casa;había hecho con él muchas excursiones y era un gran conocedor del terreno.A Juan le apodaban el Tontico, aunque el boticario nunca entendió el porquédel mote. Tenía aspecto de bobalicón pero ni un pelo de tonto, seguramentea él mismo le interesaba que lo llamaran así para que lo dejaran en paz y nocontaran con él para grandes empresas o discusiones. Con el farmacéuticose entendía bien, aunque eran de muy diferente clase social, y éste le pidióque cuando llegaran sus invitados les hiciera de guía, por supuesto debida-mente remunerado. El Tontico aceptó encantado: prepararía dos mulas paracargar todo lo que hiciera falta y quedó en estar pendiente del día de lallegada para iniciar al siguiente las excursiones.

A partir de entonces los días se le hicieron larguísimos a don Federico,que no veía llegar el día de la visita. En el café contaba y contaba excelen-cias de sus próximos huéspedes, y tenía que insistir en que uno de ellos eracura ante la incredulidad de algunos de los parroquianos, que siempre lesoltaban la misma cantinela:

— ¡¿Un cura con la misma afición que usted...?!A lo que él siempre respondía con tranquilidad:— El aficionado soy yo; ellos son profesionales de la materia.Siempre había algún gracioso que insistía en el tema tratando, sin lograr-

lo, de sacar de sus casillas al boticario:— ¿Y cuando dice las misas...?— Eso se lo pregunta usted al abate cuando venga –concluía siempre

don Federico para dar por terminada tan peregrina disquisición–.Todas las tardes iba a pasearse a la entrada del pueblo, una larga recta

desde la que no podía ver Vélez-Rubio, el cercano pueblo desde el que lle-garían, por quedar éste tapado por el frondoso Pinar del Rey, pero disfruta-ba con el hermoso paisaje de la vega que se abría a sus pies varios kilóme-tros, hasta las lejanas sierras murcianas.

Los nervios crecían en su interior cada día que pasaba. El temor a quehubiera habido un cambio de planes lo tenía en un sinvivir. Cada vez acudía

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más temprano a su paseo vespertino. El día que más alterado estaba, cogiósu bastón y su sombrero nada más terminar de comer; doña Caridad hizo unintento de recriminación por sus prisas, pero la mirada de su marido cortóen seco la intentona, no estaba el horno para bollos.

Dos horas estuvo caminando en un ir y venir constante, saludando a loscampesinos que no paraban en sus quehaceres diarios en los huertos cerca-nos. A media tarde, cuando ya le dolían los riñones y estaba de un humor deperros, vio aparecer un coche tirado por cuatro caballos. No le cupo ningu-na duda de que serían ellos, no era cosa frecuente ver por allí aquellos ca-rruajes. Se paró y entornó los ojos para tratar de ver a alguien conocido, peroaparte de los caballos solo veía el polvo que levantaban a su paso. Se orillójunto al pretil que lo separaba del cortado bajo el cual se abría la vega yesperó a que el coche se acercara. Por fin distinguió en una de las ventanillasa su amigo Luis Siret que, al ver las señas que le hacía el boticario, gritó alcochero para que se detuviera. Nada más hacerlo se apeó y, a paso ligero, seacercó hasta don Federico, que lo esperaba con los brazos abiertos y unaamplia y sincera sonrisa. Tras el abrazo no pudo contenerse:

- ¡Por fin están aquí. Creí que nunca vendrían...!- Siempre tan impaciente, don Federico, siempre tan impaciente.Contestó su amigo mientras se dirigía hacia el carruaje, del cual se apea-

ban ya los demás viajeros. Al llegar hasta ellos, Juan Cabré, un joven repei-nado y con un fino bigote, moda que el boticario detestaba, ayudaba a bajaral abate Breuil. Don Federico estaba impresionado: era un cura de verdad,con su sotana negra y el sombrero de teja sobre la cabeza. No pudo evitarmirar a Siret mientras pensaba: «¿Cómo se moverá este hombre por los ce-rros…?». La voz de su amigo lo sacó de su pensamiento cuando le presentóal joven Cabré, que estrechó su mano con firmeza; después intentó besar lamano del cura como era costumbre, pero éste se negó sonriente, diciéndoleen un castellano con marcado acento francés:

— No, no. Aquí no vengo como eclesiástico, mi querido amigo, aunquemi hábito me delate...

Don Federico quedó un poco turbado y estrechó la mano del abate dán-dole la bienvenida a su pueblo muy formalmente. Tras saludar también aHugo Obermaier, oyó la voz de Breuil alabando la belleza de la vega y elpintoresco perfil del pueblo, con sus casas blancas abrazando las faldas delcastillo de los Fajardo, que se elevaba majestuoso sobre ellas.

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— Así que éste es el famoso castillo...— Dejemos el castillo para otra ocasión –cortó Siret, que sabía el mal

humor que se le ponía a su amigo por el reciente expolio que se había hechodel abandonado monumento–.

Todos los viajeros expresaron su idea de acabar el viaje a pie, pero Siretinsistió en que era mejor subir al coche, ya tendrían tiempo de pasear. Enrealidad no quería privar al farmacéutico de la entrada triunfal en coche decaballos al pueblo; sabía que aquello le gustaría. Subieron todos al coche,incluido el boticario, e iniciaron el poco camino que quedaba hasta las pri-meras casas. Al llegar a ellas ya se había unido a la comitiva toda la chiqui-llería del pueblo, festejando así la novedad que no veían sino de vez encuando. El paseo hasta llegar a la Corredera, la calle principal, fue seguidopor los vecinos, que salían a las puertas de sus casas alertados por el ruidode los caballos y la algarabía infantil. Don Federico no cabía en sí de gozo yno paraba de tocarse el sombrero saludando ufano a los más descreídos. Elalboroto fue tal que al llegar a la casa del boticario ya estaba en la puertaesperando doña Caridad, con un elegante traje negro y luciendo algunas desus mejores joyas.

El anfitrión bajó el primero del coche y, cuando todos estuvieron apea-dos, hizo las presentaciones formales a su mujer. Esta vez el abate no pudoevitar que la señora besara ceremoniosamente su mano, mientras ofrecía sucasa como una perfecta anfitriona. Mientras su marido daba instruccionespara que las criadas se hicieran cargo de los equipajes, ella introdujo a losinvitados en la casa con gran ceremonia, explicándoles que habían dispues-to en sus habitaciones aguamaniles para que se quitaran el polvo y se asea-ran convenientemente. Todos aceptaron encantados la propuesta, despuésde seis horas de viaje era lo mejor que podían ofrecerles.

Mientras los huéspedes ocupaban las habitaciones, que previsoramentedoña Caridad había preparado hacía días, sacando de algunas de ellas a sushijos a los que había juntado en otras dos habitaciones, una para los chicosy otra para las chicas, la anfitriona empezó a repartir órdenes para que cuan-do los visitantes bajaran estuviera dispuesta una espléndida merienda. DonFederico, que ardía en deseos de enseñarles el pueblo, trató de convencer asu mujer de que a lo mejor querían estirar primero las piernas..., pero sucontestación le hizo entender que primero iban a merendar:

— ¿Salir a pasear, sin comer nada, después de tantas horas de viaje...?

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— ¿...?— ¡Ni hablar! Tú y tus paseos...En vista del éxito, buscó a una de las criadas y la envió a por el Tontico,

quería tenerlo cerca cuando se dispusieran las excursiones.Doña Caridad acertó: los viajeros merendaron con gran apetito, ante la

impaciencia del anfitrión que estaba deseoso de entrar en materia.Durante el paseo posterior, el boticario explicó la historia del pueblo,

incluso habló del desastroso estado en que se encontraba el castillo, parasorpresa de Siret que sabía lo poco que le gustaba a su amigo adentrarse enese terreno. Llegó incluso a asegurarles que en alguna otra visita, tan seguroestaba ya de que repetirían, les facilitaría una exhaustiva visita al mismo.

De vuelta a la casa, mientras esperaban la hora de la cena, ocuparon elsalón y se dispusieron a organizar las salidas. Es a lo que habían ido hastaallí y, aunque educados, eran poco amigos de fiestas y comilonas. El botica-rio se explayó ante la atenta mirada del cura, que era evidentemente el quedetentaba la autoridad, hablando no sólo de la Cueva de los Letreros, sinode otras que él mismo había descubierto, no todas con pinturas, por losalrededores de la misma, e incluso otras bastante más lejanas.

Acabada la explicación, decidieron empezar al día siguiente por Los Le-treros y sus alrededores; no tenían muchos días y no sabían lo que les daríatiempo a ver y estudiar. Era la primera visita a esa zona y ninguno estabamuy seguro de si merecía la pena visitar todo lo que aquel entusiasta aficio-nado les ofrecía.

Antes de entrar en el comedor para cenar, don Federico les presentó aJuan Jiménez, su guía. Breuil y Cabré se interesaron mucho por el Tontico, lesgustaba llevarse bien con los verdaderos conocedores del terreno, y prontoestuvieron seguros de que el boticario y el campesino les enseñarían la zonamejor que nadie. Doña Caridad miraba impaciente y de vez en cuando hacíaseñas disimuladas para que despachara a Juan. Cuando consiguieron hacer-lo, abrió las puertas del comedor y entró en él junto al cura con gran pompa,como si de una cena de gala se tratara.

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Al amanecer del día siguiente el Tontico ya tenía cargadas las dos mu- las con todo lo que le habían dejado preparado: mochilas, picos, pa- las y hasta las cestas que doña Caridad había dispuesto con comida

por si sus huéspedes tenían que almorzar en el campo, lo que a buen seguroharían porque no era gente a la que le gustaba perder el tiempo.

Don Federico esperaba al pie de la escalera la bajada de sus invitados,intrigado con la guisa con que se presentaría el cura para patear cerros ysembrados. Él se había preparado con sus botas altas de campo, camisa ychaleco de caza. El día no pedía más.

El abate bajó el primero, con su sotana impoluta, unas botas de montañay una boina negra en la cabeza. Al verlo, el boticario siguió pensando –nopodía quitárselo de la cabeza– cómo se movería el cura con aquellas faldasentre cardos y tomillos. Pronto saldría de dudas. Los demás bajaron ensegui-da debidamente pertrechados y dispuestos a pasar un estupendo día; la im-paciencia por iniciarlo se veía en sus ojos.

Tomaron un ligero desayuno y don Federico dio la orden a Juan para queiniciara la marcha. Éste se ajustó su escopeta; siempre la llevaba colgadacuando salía al campo, «por si se cruza algún conejo» –decía–, y comenzó aarrear a las mulas. Doña Caridad despidió a la comitiva a tan temprana hora,lo mismo que algunos vecinos que, curiosos, habían interrumpido sus que-haceres para ver la salida, sobre todo por la novedad del que ya llamaban enel pueblo el cura de don Federico.

VISITA DE LOS ILUSTRES SABIOSA LA CUEVA DE LOS LETREROS

Sobre todo por la novedad del que llamaban en el pueblo«el cura de don Federico».

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VISITA DE LOS ILUSTRES SABIOS...

El boticario y el cura iniciaron enseguida una conversación; el anfitriónpormenorizaba las características de la zona y la posibilidad de encontrar co-sas interesantes. Les seguían Cabré y Siret, y cerraba la marcha Obermaier.Nada más enfilar la recta por la que habían entrado al pueblo el día anterior,don Federico llamó a Juan y le dijo que su ayudante, un campesino que pare-cía no tener lengua, se fuera a la parte de atrás con las mulas: no estaba dis-puesto a tragarse las ventosidades que con frecuencia soltaban los animales,ni a ir pendiente de no pisar los excrementos que de vez en cuando ibansoltando sin miramiento alguno. Obermaier se situó junto al Tontico dispuestoa que éste le contara cosas de la zona por donde irían pasando.

Media hora después habían cruzado el camino que subía de Vélez-Ru-bio, habían atravesado el barranco de la Cruz y se habían tenido que poneren fila india para seguir la estrecha vereda que bordeaba la falda del Mahi-món. Hasta ahora el camino había sido fácil y las conversaciones seguían,entrecortadas, por la nueva disposición en fila. Llegaron a una pequeña ex-planada y desde ahí comenzaron a subir. La pendiente era fuerte pero el curano aminoraba el paso; el boticario empezaba a entender que Breuil habíarecorrido muchos kilómetros, seguramente peores que aquellos. Atravesa-ron una pinada hasta llegar a un claro, donde empezaba la ladera de piedrassueltas que les llevaría a la cueva. El guía ató las mulas a un pino, explican-do que las bestias no podrían subir tan cargadas el último tramo.

Juan inició la subida. Don Federico se rezagó un poco, quería ver alabate en aquél trance. Éste no se lo pensó dos veces, se arremangó la sotanapor ambos lados y la sujetó a la correa de cuero que llevaba a la cintura;comenzó a trepar como una cabra. El boticario sonrió mirando a Siret, seapartó un poco para que las piedras que el fogoso Breuil iba desprendiendono le cayeran encima y comenzó también la ascensión.

Al llegar arriba, retomaron el aliento mientras esperaban a Obermaier,cuyo voluminoso cuerpo le había hecho retrasarse. El cura le recriminó, sinmucha convicción, los improperios que soltaba por su boca al llegar hastaellos. Juan y don Federico se adelantaron indicando el camino y Breuil, aho-ra junto a Cabré, caminaban detrás despacio, saboreando el momento quetanto habían deseado desde que descubrieran el libro de don Manuel deGóngora.

Accedieron al abrigo en silencio y con cuidado de no resbalar en el roco-so e inclinado suelo. Se fueron colocando de espaldas al valle, y durante un

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VISITA DE LOS ILUSTRES SABIOS...

buen rato nadie dijo nada. Todos los ojos recorrían las paredes queriendoverlo todo a la vez. El boticario rompió el silencio:

— Pues esta es la famosa Cueva de los Letreros.Todos asintieron moviendo la cabeza, pero sin contestar y sin perder de

vista las pinturas.El abate hizo intención de sentarse sobre una roca, pero se levantó como

accionado por un resorte al ver que el suelo también estaba pintado. Buscóuna zona limpia y esta vez sí se sentó. Sacó de la bolsa que llevaba enbandolera el libro de Góngora y comenzó a mirar los dibujos, buscándolosluego por las paredes. Los demás, mientras tanto, recorrían con cuidado lacueva acercándose a los dibujos. Al rato, el cura, que seguía sentado, sacóde su bolsa unos pliegos de papel de seda y unos lapiceros de punta blanday llamó a Cabré. Iba a empezar su verdadero trabajo.

Ambos se acercaron hasta las figuras de los ídolos bicónicos y, con mimo,extendieron un pliego del fino papel sobre ellos. Don Federico y Siret seunieron para ayudar, sujetando el papel sobre la roca. Breuil y Cabré inicia-ron el calco reproduciendo con sus lápices y con gran habilidad las figuras.Era la mejor manera de obtener una reproducción fidedigna y a tamañonatural, pero era un trabajo de chinos. El abate dirigía la faena diciendodónde debían sujetar el papel y moviendo a todos sus ayudantes con destre-za. Así pasaron varias horas.

En uno de los cambios de papel, don Federico indicó a Juan, que mirabahacia el monte acechando los conejos, que bajara hasta donde estaban lasmulas y subieran algo para almorzar; no estaba dispuesto a repetir la subidade la ladera. El Tontico salió de la cueva y se acercó hasta el borde de laspiedras. A grito pelado le indicó al campesino que subiera una de las cestaspara almorzar; tampoco él, pese a su fama de tontico, estaba dispuesto abajar y volver a subir la pedrera.

Cuando el ayudante llegó resoplando arriba, Juan le cogió la cesta y seacercó a la cueva. El cura, que ya se preparaba de nuevo con el lápiz, dioorden de parar para descansar un rato y almorzar. Se instalaron como pudie-ron, sin abandonar el abrigo, y devoraron varios salchichones y una empana-da que doña Caridad había colocado en la cesta.

Durante el almuerzo, debatieron, entre bocado y bocado, sobre el origende las pinturas y su significado. Algunas figuras estaban claras: había cabras,un arquero de pequeño tamaño, y otras figuras de animales, pero lo que más

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intrigaba a todos eran los ídolos bicónicos y su disposición en forma de red,que se repetía en varios sitios. Ninguno, sin embargo, abogaba por la tesis deGóngora de que se podía tratar de los signos de una nueva escritura, nohabía nada que soportara esa idea. Breuil asignó a la cueva un carácter degruta sagrada, añadiendo que podía que allí se celebraran sacrificios ritua-les. Desde luego todos tenían claro que la cueva no había sido habitada concontinuidad; no encontraron ni rastro de huesos o piedras talladas, y dehaberlas habido, habrían sido muy fáciles de ver, ya que el suelo rocoso nofacilitaba el escondite de casi nada, y no había señales de derrumbes quehicieran pensar que debajo de los escombros encontrarían algo: sencilla-mente la roca estaba más lisa que una patena. Algunos apuntaron que sepodían haber producido saqueos a lo largo del tiempo, pero el difícil accesoles hacía pensar que tampoco eso había sucedido.

Obermaier aprovechó una pregunta de Motos sobre lo que utilizabanpara pintar y sobre todo por qué se habían conservado tan bien durantemiles de años, que eran los que le atribuían a las pinturas, para echar unapequeña disertación sobre un tema que conocía tan bien:

— La capa de color de las pinturas está frecuentemente cubierta por unadurísima costra caliza, en forma de película, que ha dado lugar a que laspinturas queden así protegidas como por una sólida capa de barniz. En algu-nos casos las pinturas han sido hechas sobre el barniz calizo ya preexistente,entonces esta capa fue reforzándose de dentro a fuera a medida que ibarecibiendo la pintura, creciendo, en cierto modo, dentro del mismo color, detal manera que éste quedó fosilizado.

La explicación satisfizo a todos, hasta el Tontico dejó por un momento labota de vino, a la que se había aferrado, para atender a la explicación, aun-que antes de acabar de hablar Obermaier, viendo que no se enteraba muybien del proceso, volvió a empinar el codo en un largo trago.

— Respecto del material que usaban –tomó la palabra Cabré– pareceque era variado, según las zonas, pero en general se puede decir que hacíanun preparado con tierras finas y con grasas, sangre y suero de animales; aveces añadían clara de huevo y jugos vegetales. Lo mezclaban todo, de algu-na manera parecida a como usted lo hace en su rebotica –dijo mirando alboticario, que no pudo evitar acordarse de los reproches continuos por supoca afición al almirez–, después aplicaban el mejunje con los dedos y conpinceles de crines, plumas y hierbas.

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Acabado el almuerzo, y las disertaciones, el cura se volvió a remangar yse metió de nuevo en faena. Juan cerró la cesta y llamó al campesino paraque arreara de nuevo con ella para abajo, encargándole que se quedara allívigilando las mulas.

Cuando ya se disponían a reanudar los calcos, el cura se acercó a uno delos paneles situado a la izquierda y se quedó mirando fijamente un rato.

— ¿Han visto ustedes esto?Todos se volvieron hacia él y se fueron acercando hasta rodearlo, sin

perder de vista la figura que el abate señalaba.— Parece un hombre con un gorro. De él –añadió después– salen dos

grandes cuernos curvos, ondulados –dijo pasando su dedo índice sobre lapiedra–. Fíjense en las terminaciones de los brazos. ¿Qué lleva? No es arco,ni honda, ni hacha, ni azaya, ni cuchillo, ni palo –el cura iba descartandocosas en voz baja hasta que se vio interrumpido por la recia voz del Tontico,que también se había acercado al ver la expectación reinante–.

— Son dos hoces –dijo como para sí–.— ¡Eso es! –exclamó Cabré entusiasmado–.— Y en la punta de la izquierda lleva algo ensartado –añadió don Federico–.— Esta figura no la recuerdo en los esquemas de Góngora. ¡Qué extra-

ño! –dijo el abate separándose del grupo y volviendo a sacar el libro de subolsa para comprobarlo–.

Mientras realizaba la comprobación, los demás seguían añadiendo cosasa la figura:

— Lo que le cuelga entre las piernas sí parece claro lo que es –dijo Siretmarcando esa parte de la figura–.

— Está claro que Góngora no lo representó, al menos tan claramentecomo ahora lo vemos. ¡Qué extraño! –volvió a reflexionar Breuil–.

— Quizás no le dio importancia –intervino Obermaier–.— O quizás no se viera tan claramente... A veces las pinturas se cubren

de suciedad, o de una capa de agua, y la caliza lo cubre, como decía antesdon Hugo, hasta que vuelve a salir... –dijo pensativo el abate–.

— En cualquier caso está claro que hemos encontrado al Hombre de losLetreros –dijo el boticario orgulloso–.

— Es algo más que un hombre... –dijo el cura pensativo–.— ¡Es un brujo! –sentenció el Tontico, que había vuelto a acercarse al

grupo–.

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Todos lo miraron, primero a él, y luego a la figura.— Podría ser –dijo uno–.— Tal vez... –añadió otro–.— Juan, hoy está usted inspirado –dijo el cura mirándolo fijamente–. Des-

de luego podría ser un brujo, pero es muy aventurado decir eso. Los hombresde ciencia estudiamos cien veces las cosas antes de asegurar algo –dijo muyserio mirando de nuevo al Tontico, que se encogió de hombros y dijo para símismo–.

— Para mí que es un brujo...— Bueno, vamos a calcarlo. No es el momento de hacer hipótesis; ya lo

estudiaremos despacio –añadió mirando a Juan, que ya se separaba del gru-po mascullando algo–.

Comenzaron con la tarea del papel sin parar de emitir opiniones de for-ma frenética. Tardaron un buen rato porque la figura a veces parecía des-aparecer, y tenían que levantar el papel para verla antes de pasar el lápiz porsus contornos.

Don Federico había quedado impresionado. Primero el cura, que habíadescubierto la figura delante de todos. ¿Nadie la había visto hasta entonces?Después con los comentarios de Juan que, según su parecer, habían dado en ladiana: era un brujo, dijera el cura lo que dijera, y por un momento se imaginóla cueva rodeada de gente y al brujo haciendo sus sortilegios y algún sacrificio.¿Lo que llevaba ensartado en la hoz de la mano izquierda no sería el corazónde la víctima? Pese a revivir en su imaginación el momento, se mantuvo ensilencio. No quería que aquellos científicos pensaran que sacaba conclusionesa la ligera; sólo faltaba que ahora, que tan buenas migas había hecho con elabate, éste lo asimilara con el Tontico por sus comentarios.

A más de uno le chirriaba ya el estómago cuando Breuil dio por terminadoslos trabajos y dispuso, dada la hora, que bajaran todos a la pinada para comerallí; había apurado el tiempo hasta acabar y tampoco a él le hacía mucha graciabajar y subir de nuevo. La Cueva de los Letreros estaba vista y ya había tomado,además de los calcos, las suficientes notas para su posterior estudio.

De uno en uno fueron abandonando la cueva; el primero Juan, que habíaacelerado la marcha para bajar rápido y preparar las cestas antes de quetodos llegaran. Don Federico y Breuil se quedaron los últimos. Antes desalir volvieron a echar una mirada al brujo. Se pararon un momento ante ély comentaron el color distinto que la figura tenía respecto de los demás

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dibujos: el rojo, aunque desvaído, era más rojo, menos oscuro que los idoli-llos en forma de vértebras que dominaban el recinto en recurrentes redes.

— ¿Podría haber sido hecho por una mano distinta? –preguntó el botica-rio casi sin querer–.

— Podría. Y en distinta época, pero estamos volviendo a aventurarnos–contestó el cura–.

— Que interesante... –dijo pensativo Motos–.Antes de abandonar el abrigo, el abate Breuil se volvió hacia don Fede-

rico, que cerraba la marcha, ambos un poco separados de los demás, y le dijoacercándose casi hasta el oído:

— Mi querido amigo, no se lo diga usted a nadie, pero a mí también meparece que es el brujo de la cueva sagrada...

El farmacéutico sonrió agradeciendo la confidencia de su admirado ar-queólogo, y estando seguro, por su mirada, que lo había dicho totalmente enserio.

La bajada fue más penosa para el cura que, pese a ir remangado, arrastra-ba con su sotana montones de piedras que corrían peligrosamente haciaObermaier, que, más torpe que los demás, casi se ve arrollado por el alu-vión eclesiástico.

Tardaron un rato en quitarse el polvo, sobre todo el de la sotana, y enasearse un poco con el agua de un cántaro de barro que una de las mulashabía transportado, y que el mudo campesino sostenía entre sus brazos parafacilitar la labor de los excursionistas. Después, atacaron sin piedad todo loque su anfitriona había preparado. Tan satisfechos quedaron, que al finali-zar dieron tres hurras en honor de doña Caridad ante la sorprendida miradade Juan y del campesino, que no esperaban semejante muestra de euforia deaquellos señores.

La tarde la aprovecharon para ir hasta el cercano Cerro Judío. Breuilquería completar así todo lo que reflejaba Góngora en su libro y dedicarotros días a nuevas aventuras.

Las numerosas tumbas estaban excavadas en la roca que, detrás del ce-rro, sobresalía hacia el barranco. Aún quedaban restos de esqueletos en ellos,pero muchos habían sido saqueados; además estaban seguros de que nadatenían que ver con la prehistoria, y menos aún con la cueva sagrada.

Disfrutaron de las magníficas vistas que se abrían a todo su alrededor,pero el cura no paraba de mirar los grandes picos del Mahimón, de roca

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viva, que se elevaban majestuosos, ni los abrigos que, debajo de ellos seabrían entre las rocas de la ladera.

— Eso es lo que tenemos que visitar –dijo señalándolos mientras mira-ba al boticario–.

— Eso y mucho más, mi querido abate, pero será mañana, si no quere-mos que se nos eche la noche encima –contestó mirando al sol a punto deesconderse tras los picachos–.

— Usted manda... Si el resto es tan interesante como lo que hemos vistohoy, tendremos que repetir la visita y, por la orografía del terreno, me da laimpresión de que así será.

— Me alegro de que esté satisfecho. Le aseguro que no se irá defrauda-do, y estoy seguro de que volverá –dijo palmeándole amistosamente la es-palda al cura–.

El boticario dio orden a Juan de que enfilara las mulas hacia Vélez-Blanco. Aún les quedaba una buena caminata antes del deseado descanso.

Llegaron al pueblo ya anochecido, siendo recibidos en la puerta por doñaCaridad que, antes de saludar y sonreír a sus invitados, dedicó una duramirada a su marido que quería decir: ¡vaya horas de volver!

Breuil, antes de la cena, pidió permiso al anfitrión para ocupar un rato sudespacho: quería poner en orden sus dibujos y sus notas. Acostumbradocomo estaba a las investigaciones, sabía que eso había que hacerlo en ca-liente. La información que recogía en cada campaña era tanta que, de nohacerlo así, cuando llegara a Francia habría perdido muchas de las ideas quelo asaltaban tras cada día de visita. Cabré lo ayudaba solícito, siguiendo encada momento sus indicaciones.

Obermaier se había derrengado en un sillón, y Siret y Motos charlabananimadamente con la anfitriona, a la que nada interesaban las piedras, perolo disimulaba bien.

La velada posterior a la cena no fue larga. Se retiraron temprano a des-cansar; al día siguiente volverían a salir al campo temprano.

El segundo día recorrieron todos los alrededores de la Cueva de los Le-treros, anotando nuevas pinturas, y aprovecharon el tercer día de estanciapara visitar toda la solana del Mahimón, una extensa ladera salpicada depinadas, llegando hasta Fuente Grande, a bastante distancia de Vélez-Blan-co hacia el suroeste, pero los kilómetros no importaban porque siemprehabía nuevos y sorprendentes descubrimientos.

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Antes de partir, Breuil tuvo una larga charla con don Federico. Estabaencantado con la visita, lo habían tratado a cuerpo de rey, aunque eso era loque menos le importaba; y había descubierto cosas muy interesantes quepronto se verían reflejadas en sus escritos. Llevaba su bolsa bien cargada denotas y de dibujos, importantes para la labor que había emprendido conJuan Cabré. El abate pidió a don Federico que le escribiera y le fuera con-tando sus nuevos descubrimientos, tan seguro estaba de que el constanteMotos seguiría con su silenciosa labor. Le prometió que haría un hueco ensu campaña del año siguiente para poder ver todos los lugares de que lehabía hablado y que no habían tenido tiempo de visitar. Por último, le pidiópermiso para hablar con el Tontico –le había gustado la intuición de aquélhombre– y encargarle la misión de nuevas búsquedas que, por supuesto, élsupervisaría. El boticario aceptó encantado, al fin y al cabo era lo que habíaestado haciendo los últimos años y por fin sus esfuerzos empezaban a verserecompensados por el reconocimiento de los más ilustres arqueólogos de laépoca. Don Federico se alegraba también por Juan, porque el encargo que leiba a hacer el abate sería recompensado si obtenía frutos. Al Tontico la pro-puesta le pareció de mil amores: tendría nueva excusa para echarse al montey, entre conejo y conejo, ir anotando en su cabeza las nuevas cuevas queluego detallaría al boticario, para que este comunicara al cura sus progresos.

Doña Caridad no cabía en sí de gozo por lo que los ilustres viajerosponderaron sus cuidados y atenciones. Al fin la latosa afición de su maridole daba alguna satisfacción. Don Federico acompañó a la comitiva hasta lasafueras del pueblo, y abrazó uno por uno a los viajeros antes de que estossubieran al coche y los caballos emprendieran el camino de Vélez-Rubio,para luego adentrarse en Andalucía.

Mientras los veía alejarse, don Federico de Motos ya preparaba en su men-te las nuevas excursiones para no defraudar al abate Breuil en la campaña delpróximo año. Estaba seguro de que lo que le contaría en sus cartas haría que elcura repitiera la visita a Vélez-Blanco, y no andaba descaminado.

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T ras la agitada reunión del día anterior, y sin haber dormido nada debi-do a la excitación, Ambros y Tani estaban preparando sus cosas bas-tante antes de que saliese el sol. El ruido de las piedras chocando

entre sí despertó al resto del clan. Todos asistían tristes y silenciosos a laceremonia del afilado de las armas que los hermanos podían llevar consigo.Cada uno de ellos portaría una lanza con una piedra de sílex afilada en lapunta, un arco con sus flechas y un afilado cuchillo curvo hecho a partir deun asta de toro, metido en una funda de piel de cabra.

Al sobrepasar el primer rayo de sol las lejanas cumbres de levante, la hembradel clan, su madre, les dio apresuradamente algo de comida, que escondieronentre sus arreos de caza, y un par de calabazas huecas rellenas con agua; era todolo que podían llevar consigo. Ella fue la única que se les acercó y los besó tímida-mente en las mejillas. El resto del clan, poco efusivo en sus muestras de cariño, losdespidió con los ojos llenos de una triste mirada y un profundo silencio.

Al plantarse en la entrada de su cabaña ya se encontraba frente a ella elconsejo de ancianos en pleno y casi todos los miembros de la tribu. Afortu-nadamente para ellos el brujo seguía en la Cueva Sagrada tratando de agra-dar a los espíritus. La única voz que se oyó sobre el silbido del aire fresco delamanecer fue la del más viejo del consejo que los despidió:

— Nunca debéis estar a menos de dos jornadas de este poblado y nuncapodéis volver aquí. Si incumplís alguna de esas normas seréis sacrificadospor el brujo en la Cueva Sagrada.

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Con el barro casi hasta las rodillas, quedó extasiadocuando un luminoso arco iris apareció a lo lejos,pintado en el horizonte.

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Ambros y Tani giraron sobre sí mismos y, rodeando su cabaña, salierondel poblado dirigiéndose hacia el norte. Aunque era la zona que menos co-nocían, pensaron que era la que más posibilidades les daba para sobrevivir.En el valle, tanto hacia levante como hacia poniente, y en las montañas delsur, sabían de la existencia de otras tribus con las que la suya había tenidoserios encontronazos y en las que no serían bien recibidos en el territorioque ellas dominaban. En realidad eran conscientes de que no serían bienve-nidos en ningún sitio. La aparición de nuevos miembros desequilibraría porcompleto la precaria estabilidad social de cualquier tribu.

Convencidos de que hacia el norte, pese a la crudeza del clima, les iríamejor, aceleraron el paso sin volver ni una sola vez a mirar hacia su poblado.Aquella vida había terminado para ellos y lo asumieron desde el principio.

Al llegar al río Corneros decidieron no cruzarlo y tomaron rumbo haciael noroeste; conocían los extensos y peligrosos bosques que se extendíanjunto a la Sierra del Gigante y, de momento, preferían evitarlos.

Una hora después, tras una larga subida, ambos se miraron y volvieron atomar dirección hacia el norte. Se dieron cuenta de que si seguían en ladirección que llevaban, acabarían dándose de bruces con la Cueva Sagrada,y presentían que no serían bien recibidos por el colérico brujo.

Siguieron subiendo a buen paso; querían alejarse cuanto antes y olvidarsede todo lo que habían pasado. Atravesaron un bosque de pinos y siguieronascendiendo. A media mañana, tras varias horas de marcha sin parar, decidie-ron hacer un alto: les vendría bien un pequeño descanso y reponer algo defuerzas con las viandas de su pequeña despensa. No era el momento de po-nerse a cazar o a buscar alguna fruta, urgía que se alejaran cuanto antes.

No hicieron ninguna nueva parada hasta que, entrada la tarde, sus cuer-pos les volvieron a reclamar alimentos. En una ladera, al amparo de unasparedes verticales en las que se abrían varios abrigos de distintos tamaños–los abrigos de Las Colmenas– comieron de nuevo mirando al extenso valleen el que habían vivido hasta entonces, sin poder distinguir ya desde allí elpoblado. Sí podían ver aún, a su derecha en la lejanía, el fuerte terraplén quedaba acceso a la Cueva Sagrada.

A punto de reanudar la marcha, un terrible trueno resonó tras ellos. Su-bieron unos metros y contemplaron las oscuras nubes que parecían cerrarlesel paso. Antes de decidirse a continuar la marcha, una vistosa culebrinaseguida de un fuerte trueno pareció ser la señal para que el cielo empezara a

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descargar agua. Se deslizaron por las resbaladizas rocas de la ladera hastaconseguir refugiarse en uno de los abrigos, resguardándose del fuerte agua-cero. El golpeteo del agua contra la piedra les enviaba algunas gotas hacia elfondo de la cueva donde se habían refugiado.

Durante varias horas estuvieron contemplando la cortina de agua queresbalaba sobre las rocas redoblando como un tambor. Grandes riadas seiban abriendo a sus pies rellenando los barrancos y arrastrando a su pasotodo lo que encontraban. Cuando por fin dejó de llover, Tani salió del es-condrijo y bajó unos metros para contemplar mejor el valle. Con el barrocasi hasta las rodillas, quedó extasiado cuando un luminoso y colorido arcoiris apareció a lo lejos, pintado en el horizonte. Extendió sus brazos comoqueriendo abarcarlo, olvidándose por un momento de todo lo pasado y de loque les esperaba. Así estuvo mucho rato, estático; parecía una figura ancla-da en el barro.

La tormenta había pasado, pero el cielo seguía encapotado. Tani volvióhacia el abrigo buscando a su hermano para continuar el viaje. Ambros esta-ba tan ensimismado que ni lo oyó llegar; se volvió asustado al oír el grito desu hermano.

— ¡¿Qué estás haciendo?!— Que susto me has dado... –dijo resoplando–.— No me has contestado –le requirió muy serio–.— Tu imagen ahí abajo y el arco de colores sobre tu cabeza me ha recor-

dado...— No sigas; prefiero no saberlo –dijo recogiendo sus flechas y dispo-

niéndose a partir–.— Me ha recordado –continuó Ambros como si no lo hubiera oído– a un

idolillo que vi entre las pinturas de la Cueva Sagrada y...— Y no has podido resistirte –se le adelantó Tani sin dejarlo terminar–.— ¡Pues no!— Esta manía tuya de las pinturas nos va a llevar al desastre. ¿Es que no

has escarmentado?— ¿Qué tiene de malo? Esta cueva no es sagrada, que yo sepa. Además,

¿qué importa ya? De todas formas somos unos proscritos...Tani avanzó unos pasos y miró hacia la pared izquierda de la cueva hasta

descubrir la obra que él mismo había inspirado. Su hermano había pintadouna figura roja con unos sencillos trazos. El cuello y el tronco eran una sola

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línea gruesa; debajo de ella, otros dos trazos marcaban las piernas abiertas,con la misma postura que él había tenido durante un buen rato. En la partede arriba, una mancha redonda imitaba la cabeza y una línea, por debajo deella, se extendía hacia ambos lados recogiendo en sus extremos una líneacurva cuya máxima altura estaba sobre la cabeza. Tani miró a su hermanoque lo observaba con el dedo índice aún manchado de rojo.

— ¿Cómo has hecho eso? –le dijo señalando la figura–.— He hecho un mejunje con el barro y la sangre de un pajarillo que

estaba atrapado...— Me refiero a la figura –le interrumpió Tani–.— ...en el barro y luego con el dedo... –siguió Ambros–.— Me refiero a la imagen; es tan simple y tan descriptiva...— Es lo que he visto; es tu imagen ahí abajo, cubierta por el arco de

colores –dijo siguiendo con el dedo el contorno de la figura–.— No te ha quedado mal –dijo Tani pensativo–.— ¿Que no me ha quedado mal? ¡Es una obra única!— Bueno... No creo que nadie me reconociera –dijo con un poco de

desdén–.— No te reconocerán, pero ahí estarás para siempre…— Sí, eso es verdad. Anda, vámonos, aún estamos cerca y seguimos en

peligro.Ambros echó una nueva mirada a su figura y sonrió satisfecho mientras se

limpiaba sus dedos sobre una mata húmeda que sobresalía de las rocas.Apenas habían andado unos cientos de metros cuando el aullido estre-

mecedor de un lobo que los miraba desde el otro lado del barranco les hizodetenerse. Debatieron unos instantes; la poca luz que le quedaba al día y laimagen de la fiera frente a ellos les hizo ponerse de acuerdo en volver a losabrigos de Las Colmenas. La noche estaba cercana y no era el mejor mo-mento de internarse en una zona desconocida con la cercana presencia dellobo; era demasiado peligroso.

Amparados en la pequeña gruta acabaron la poca carne seca que lesquedaba. Después, antes de que la oscuridad se les echara encima, salierona reunir un poco de leña para hacer una fogata, pero todo estaba tan húme-do que sólo consiguieron un espeso humo que los hizo toser y lagrimeardurante un buen rato. Convencidos de que con aquellas ramas húmedas lessería imposible conseguir un fuego, les pareció conveniente no dormirse

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ambos a la vez; al menos uno de ellos tenía que mantenerse despierto yvigilante con las armas en la mano para evitar sorpresas desagradables.Ambros dijo que él permanecería alerta hasta que aguantara y luego desper-taría a su hermano para que lo relevara. Antes de apostarse en el borde delabrigo se acercó a Tani y, poniéndole las manos en los hombros, le dijo quesentía haberlo metido en aquél embrollo y haberle cambiado la vida. Elhermano pequeño se abrazó al mayor. Al separarse le dijo:

— Ya no hay vuelta atrás. Al menos no estarás solo. ¿Qué hubiera sidode ti vagando solo por tierras desconocidas? ¿Quién vigilaría tu sueño estanoche? –añadió sonriendo–.

— Gracias hermano. Encontraremos una nueva vida...A continuación se acomodó junto a la entrada con su lanza cogida fuer-

temente, y el arco y las flechas junto a él.A los aullidos del lobo que habían visto tan cercano se unieron otros, y

la noche se llenó de ruidos que lo mantuvieron en vela sin mucho esfuerzo.Horas después, con las estrellas brillando ya en el cielo, Tani cogió el relevohasta que la luz volvió a descubrir su imagen coronada por el arco de colo-res pintada sobre la roca. Era el momento de continuar el viaje.

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Juan Jiménez Llamas, conocido como el Tontico, se tomó muy en serio el encargo del cura de don Federico en la primavera de 1911. Iba varias tardes a la semana a visitar al boticario y darle cuenta de sus descubrimientos,

de momento nada novedosos. Unas veces le hacía caso y al día siguiente visi-taba la cueva descubierta con él, y otras veía que no iba a ser interesante y selimitaba a anotar lo que Juan le contaba, eso sí, tratando de reflejar bien elsitio y las características que el nuevo aficionado a arqueólogo le detallaba.

Don Federico pasó el verano con pocas y cortas salidas al campo, debidoal fuerte sol que apretaba durante el día. A veces desistía de salir para no oír adoña Caridad, que siempre le repetía agorera que iba a coger alguna insolacióny la iba a dejar desamparada, a ella y a su numerosa prole, sus siete hijos.

Cuando el verano estaba acabando, ya metidos en el mes de septiem-bre, Juan echó una mañana en el morral un trozo de queso, un pedazo depan y su bota de vino, se cruzó la escopeta en bandolera, como siemprehacía, y salió sin rumbo fijo al campo. Subió y bajó varios cerros siguiendolas huellas de los conejos y, cuando se vino a dar cuenta, se había interna-do en el bosque de pinos que cubre la ladera norte del Mahimón. En lospedregosos barrancos, secos y escarpados, consiguió varias piezas que colgóde su cinturón. Estando en lo más espeso del bosque, donde apenas seveían los rayos del sol, vio una comadreja, animal que odiaba profunda-mente porque era su competencia en la caza de los conejos. Tras variosintentos consiguió tenerla a tiro y le descerrajó dos perdigonadas que aca-baron alcanzándole. Satisfecho con la muerte de su enemiga, la acercóhasta un claro para que, si las alimañas terrestres no daban cuenta de ella,

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¡Pero de dónde vienes, hombre de Dios!

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lo hicieran los buitres, que siempre andaban al acecho describiendo gran-des círculos sobre sus posibles víctimas.

Contento por su captura, buscó una zona donde sentarse y almorzó tran-quilo, pero sin dejar de mirar al bosque. Solo desviaba su mirada cuandoempinaba la bota dando grandes tragos de vino, después chasqueaba la len-gua y volvía a su vigilancia.

Al salir de la parte más espesa de los pinos, se dio cuenta de que el cielose estaba cerrando. Grandes nubarrones acechaban desde poniente y se diri-gían hacia donde él estaba. Poco después oyó los primeros truenos.

— Me parece que tenemos agua... –sentenció–.Levantó la cabeza hacia la parte más oscura del cielo, se colgó la escope-

ta y emprendió el regreso. Antes de cruzar el barranco de la Cruz, ya enterreno despejado, le cayeron las primeras gotas. Apretó el paso porque sa-bía lo deprisa que se desarrollaban en esa época las tormentas, y que losbarrancos eran las zonas menos adecuadas para estar: en pocos minutospodía llegar una avalancha de agua que arrasaba todo lo que había en sucamino. Al salir del barranco el aguacero ya era fuerte; apretó de nuevo elpaso, pero al subir la segunda loma la cortina de agua apenas le dejaba verunos metros delante de él. Conocedor del terreno, subió corriendo la laderamás occidental del Mahimón Chico, un cerro que se interponía en su caminoa Vélez-Blanco, y dando grandes resbalones sobre las rocas, consiguió cobi-jarse en un abrigo que, aunque de poca profundidad, lo protegía de la lluvia.Se acurrucó lo más adentro que pudo, dispuesto a esperar que pasara latormenta. El agua salpicaba con dureza en las rocas y finas gotas le llegabanhasta la cara. Puso la escopeta detrás de él para que no se le mojara y seconcentró en el ritmo creciente del repiqueteo del agua. Por delante de él noveía más que agua barriéndolo todo.

Acabó sus provisiones cuando el agua empezó a bajar de intensidad,casi dos horas después. Cerró su zurrón y asomó con cuidado la cabeza. Elagua corría hacia los barrancos y al fondo parecían querer abrirse clarosentre las nubes. Volvió a sentarse pacientemente; sabía que, aunque estabadejando de llover, tendría que esperar un buen rato hasta que pudiera cami-nar sobre el pegajoso barro blanco que parecía haber cobrado vida en todosu alrededor.

Con las últimas gotas, apareció hacia levante un hermoso arco iris, sím-bolo del final de la tormenta. De pronto, hacia su derecha, por la zona por la

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que había llegado al abrigo le pareció ver un animal observándolo; por unmomento creyó que era un lobo y echó mano a la escopeta, pero al volver amirar no había nada. Ni siquiera estaba seguro de haberlo visto, había sidouna sensación extraña. Se puso en pie, estirando las piernas y tocándose lacintura; había estado mucho rato quieto y estaba entumecido.

Al ir a abandonar la covacha, un tímido rayo de sol iluminó sus paredes;giró su cabeza hacia ellas y casi al final, cuando se acababa ya la roca, descu-brió una figura roja. Se volvió para cerciorarse de lo que veía, dio unospasos en su dirección y entonces estuvo seguro: era la figura de un hombrecon las piernas abiertas y los brazos extendidos unidos por arriba por unsemicírculo. Movió su cabeza hacia la izquierda y contempló el arco iris conmás intensidad que antes; por un momento lo asimiló al arco que coronabala figura de la roca. Vio entonces que, encima de ella, un poco a la derecha,había otra mancha roja, del mismo tono que el hombre, pero fue incapaz desaber que era, no tenía ninguna forma reconocible, estaba desdibujado. Vol-vió a la contemplación de su hombrecillo de palmo y medio de altura. Aque-lla figura le recordaba a algo y no sabía a qué. Se fijó bien en la situación delabrigo antes de abandonarlo y resbaló sobre las lisas rocas, aún mojadas,hasta pararse contra una aliaga. Sus gritos debieron de oírse muy lejos: laespinosa planta se le habían enganchado en los muslos y el punzante dolorle hacía echar por la boca todas las maldiciones que conocía. Se desprendiócomo pudo de los pinchos y bajó la ladera hasta llegar al barro. No estabalejos del pueblo, pero el trayecto embarrado sabía que le iba a ser penoso detransitar. A cada paso hundía sus pies en la pastosa masa blanca y pequeñaspartes de ella se le pegaban al pantalón. Sin hacer mucho caso de cómo se leestaba pringando la ropa, bajó hasta cruzar el camino que subía desde Vé-lez-Rubio y poco después ya estaba en el camino de entrada al pueblo, me-nos embarrado por estar el suelo apisonado por el paso de gente, bestias ycarruajes.

A doña Caridad casi le da algo cuando salió a la puerta de su casa, aler-tada por una criada, y encontró al Tontico con las botas cubiertas de barro ylos pantalones pringados hasta casi la cintura.

— ¡Pero de dónde vienes, hombre de Dios!— Me ha pillado la tormenta en el campo...— ¡Ya se ve, ya!— ¿Está don Federico?

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— Sí. ¿Pero no pretenderás entrar así? –le dijo mirando el lamentable estadode Juan, hasta los conejos que llevaba colgados estaban cubiertos de barro–.

— ¿Qué pasa? –preguntó el boticario, que había salido al oír hablar a sumujer con alguien–.

— Este hombre –dijo señalando al Tontico–. Mira como viene...— ¡Te has calado hasta los huesos! –dijo don Federico sonriendo–.— Ya ve usted –dijo Juan resignado–.— ¿Qué querías? –le interrogó mientras su mujer se adentraba en la casa

murmurando por lo bajinis–.— He descubierto algo –contestó en voz baja–.— Anda, da la vuelta y ve por la puerta de atrás. Si te ve doña Caridad

entrando así, nos mata a los dos.Mientras Juan iba hacia la parte de atrás de la casa, el boticario buscó

unas alpargatas viejas y se fue a esperarlo.— Sacúdete bien el barro, y quítate eso que llevas colgando y que pare-

cen conejos. Déjalos ahí –le dijo señalando el poyo que había junto a lapuerta trasera–. Toma, quítate las botas y ponte esto.

Juan acabó toda la operación de saneamiento que le habían indicado y sequedó mirando a Don Federico:

— Anda, pasa. Ni aún así me libraré de una bronca. Todo sea por laciencia...

El Tontico entró pisando huevos y cuidando de que las costras de barroque aún le quedaban pegadas a los pantalones no cayeran al suelo; sabía queestaba en juego la vida de su mentor.

— Buena me vas a poner la casa de greda...Don Federico se metió en la rebotica y le hizo señas a Juan de que pasa-

ra. Se sentó junto a la mesa de camilla y miró al Tontico:— Será mejor que no te sientes Juan...— Será lo mejor –contestó mirando hacia fuera por si aparecía la dueña

de la casa–.— Bueno, cuenta que es lo que has descubierto en plena tormenta.El arqueólogo en ciernes describió lo que había visto, intentando que el

boticario entendiera su explicación. Incluso intentó garabatear en un papelque le tendió el farmacéutico, pero el lápiz no era lo suyo, era analfabeto yno había cogido un lapicero en su vida. Dio por terminada la farragosa des-cripción y se centró en el sitio en donde había estado.

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— Está en el Mahimón Chico.— ¿En el Mahimón Chico? –repitió don Federico-. Ahí no hay nada...— Le digo que sí, en la cueva que hay más a poniente.— ¿Seguro?— Seguro don Federico.— Está bien. Mañana, si no aparece tormentoso el día –dijo mirando las

costras del pantalón que empezaban a agrietarse– iremos hasta allí.— Como usted diga...— Y ahora vete. Anda, como te vea mi mujer aquí te va a moler a palos...Lo acompañó hasta la puerta trasera, recuperó las alpargatas que ya te-

nían también buenos pegotes de greda y le despidió:— Anda, que en casa te van a arreglar cuando te vean llegar así...— Voy a pasar primero por los caños...— Más te vale.— Con Dios.— Adiós Juan.Dejó las alpargatas en el poyo para que se secaran y no las viera su mujer

en tan lamentable estado y volvió a la rebotica para tomar notas del sitio delhallazgo, y de lo que poco que había entendido sobre la nueva figura.

El día siguiente amaneció radiante, el barro estaba casi seco y se podíacaminar medianamente bien. El boticario se colocó las botas y los pantalo-nes más viejos que tenía por si a su vuelta tenía que vérselas con su esposa.Sin darle tiempo a ésta para nuevas preguntas, salió de la casa diciendo quevolvería para la hora de comer.

Al llegar al abrigo, Juan señaló orgulloso la pintura descubierta. DonFederico estuvo un rato mirándola sin decir nada, el Tontico se impacientaba.

— ¿No le recuerda a algo? –preguntó–.El boticario seguía pensativo con la mano en la barbilla en silencio. De

pronto exclamó:— ¡Claro! Se parece a una de las figuras de Los Letreros, más grande y

mejor definida pero tiene cierto parecido.— Ya decía yo que me recordaba a algo, a las figurillas que vimos con el cura...— El abate Breuil, Juan, el abate Breuil.— Eso...Don Federico cogió su bolsa y sacó papel de seda de ella; había aprendi-

do la técnica del abate y la iba a experimentar. Con la ayuda de Juan repro-

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dujo lo mejor que pudo la figura y después anotó en su bloc la situaciónexacta de la cueva. Luego, los dos recorrieron los abrigos de las Colmenas,llamadas así por la forma que desde lejos tenían, buscando nuevas pinturas.Encontraron algunas de tipo figurativo, pero ninguna tan reconocible comoaquél hombre con el arco, o lo que fuera que lo coronaba.

Por la tarde, se encerró en su despacho dispuesto a escribir a Breuil paracontarle el descubrimiento:

Mi muy estimado Abate:Acabado el verano y por tanto el buen tiempo que permite, al menos en este territo-

rio, adentrarse por los montes sin mucho riesgo, paso a relatarle los últimos aconteci-mientos acaecidos en este humilde pueblo y sus alrededores.

Empezaré por decirle que no puede usted tener queja del encargo que le dejó a JuanJiménez en cuanto a nuevas búsquedas. El hombre no ha parado en todo el verano,incluso los días en que el sol quemaba, de salir a buscar nuevas cuevas, bien es verdadque con esa excusa ha pegado muchos tiros a los pobres conejos que, afortunadamente,son abundantes en la comarca.

El caso es que ayer mismo apareció en mi casa, lleno de barro hasta las cejas, con lailusión de contarme un nuevo hallazgo. Esta misma mañana he visitado con él el abrigo,que ha estado tantos años al alcance de nuestras narices y que nunca habíamos dado con él.

Al norte de la cueva que hace unos meses visitamos juntos, la de Los Letreros, amenos de un kilómetro se halla el Mahimón Chico, un cerro agreste situado entre elMahimón, cuyas cumbres usted alabó por su altura y arrogancia, y este pueblo deVélez-Blanco. En su parte más oriental, casi al final del macizo calcáreo, hay unabrigo de poca profundidad y cuyas paredes son de roca pura. En una de ellas hay unafigura absolutamente nueva para mí. Para que se haga una idea le adjunto en ésta uncalco que realicé de ella. Perdóneme que haya utilizado su técnica, pero me pareció lamanera más fidedigna para representarla.

La figura está sola, descontando una mancha del mismo color situada sobre ella unpoco a la derecha y sin forma reconocida. Como soy, ya lo sabe usted, un humildeaficionado, me permito aventurar que el tono rojizo es idéntico al del brujo por usteddescubierto en Los Letreros. ¿Quiere esto decir que se usó la misma técnica, o inclusoque lo hizo la misma mano? No me atreveré yo a tanto; como usted dice, con buencriterio de científico, las cosas hay que estudiarlas cien veces antes de emitir una opinión,sin embargo yo, un humilde boticario de pueblo, me puedo permitir el lujo de opinaralgo así. ¿Con qué base?, dirá usted, con ninguna, le respondo yo, pero ya le digo que es

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una licencia que, a lo mejor, yo sí me puedo permitir, ya que no tengo que defenderladelante de sus doctos compañeros, ni la voy a plasmar en ningún escrito del que luegotenga que arrepentirme.

Aprovechamos la excursión para visitar todas las covachas que se abren en elmismo cerro, siempre con orientación sur, y que se conocen en la zona como los abrigos deLas Colmenas. No sé si recordará que usted mismo las señaló, cuando volvíamos haciaVélez-Blanco, como posibles cuevas a investigar. Son tantos los lugares que visita quequizás no lo recuerde.

En los demás abrigos también encontramos algunas pinturas, de carácter figurativoy de muy difícil interpretación; ahí sí que no me aventuro. Desde luego ninguna tan claray definida como la que le envío. ¿No le recuerda a algo? Dejo esa pregunta en el airepara no seguir aventurándome por terrenos espinosos...

He pensado que esa zona puede ser una de las que visitemos, si es que tiene unhueco para ello, en su periplo del próximo año. Creo que merece la pena, así como otrasmás alejadas de las que prefiero, para ser cauto por una vez, no adelantarle nada.

Espero no aburrirle demasiado y que si considera que realmente lo que le cuento noes interesante me lo haga saber. En cualquier caso he de decirle que ni el Tontico,perdón, Juan Jiménez quise decir, ni yo mismo cejaremos en la investigación de toda lacomarca, aunque nuestro trabajo, sin su visita y reconocimiento, pueda quedar en elolvido. Ya estamos acostumbrados a ello.

Reciba un afectuoso saludo de doña Caridad, mi esposa, que me pide encarecida-mente que se lo mande, y el reconocimiento de este humilde alumno.

Federico de Motos

Semanas después, don Federico recibió carta del abate en la que, muyafectuosamente, le agradecía los trabajos que realizaban y le mostraba suinterés por la cueva del arquero cuyo calco le había enviado. Además ledaba grandes esperanzas de hacer un hueco en su próxima campaña pararecorrer los abrigos de Las Colmenas y los otros de los que con tanta intrigale hablaba en su carta. El boticario no cabía en sí de gozo, y se dispuso apasar el duro invierno de aquellas tierras preparando la nueva visita delabate Breuil.

Al año siguiente, 1912, apenas empezada la primavera, a finales del mesde marzo, el abate Breuil acompañado nuevamente de Siret y de Cabré,después de seis horas de viaje desde la estación de Lorca, llegó de nuevo al

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pintoresco pueblo. Don Federico no se lo podía creer: el cura y los acompa-ñantes habían reservado los primeros días de su nueva campaña en España,que se extendería durante varios meses, para ir a Vélez-Blanco.

La llegada fue de nuevo un acontecimiento. El boticario se había encar-gado de anunciarla convenientemente y una multitud esperaba la llegadadel cura de don Federico y sus sabios acompañantes. Ni que decir tiene quedoña Caridad, cada vez más aficionada a las cosas de su marido ahora quetenían repercusión internacional, lo había preparado todo como si de la visi-ta del obispo se tratara.

La novedad era la cámara fotográfica que Cabré llevó consigo y cuyo fun-cionamiento explicó minuciosamente a sus anfitriones, así como a algunasvisitas ilustres del pueblo que habían sido convocadas la misma tarde de sullegada. La mayoría no entendió muy bien el mecanismo, pero quedaron fasci-nados por algunas fotos que ya llevaba reveladas el joven ayudante del abate.

A pesar de la novedad técnica, el cura seguía realizando calcos de lasfiguras que le parecían más interesantes. Visitaron al día siguiente los abri-gos de Las Colmenas, y ante el muñeco con el arco iris sobre la cabezaBreuil quedó extasiado varios minutos. La simplicidad y claridad de la figu-ra, y su soledad, lo intrigaban.

— Ya sabe usted que los arqueólogos no especulamos –dijo mirando adon Federico delante de la figura–, pero aquellas hipótesis que me adelantóen su carta...

— Eran muy aventuradas –se apresuró a decir el boticario–.— Aventuradas sí, pero..., ¿quién sabe...?. El color desde luego es el

mismo. ¿La misma mano? –dijo dejando en el aire el interrogante–.Don Federico lo miró esperando que dijera su conclusión, pero el cura se

limitó a encogerse de hombros y añadir:— Quién sabe…Para el farmacéutico fue suficiente que el abate, cada vez con más pres-

tigio en Europa por sus descubrimientos y sus escritos, no la descartaracomo un dislate de su humilde mente.

El mismo día repitieron algunas de las visitas realizadas el año anteriorpara que Cabré captara con su máquina las figuras, y descubrieron nuevascuevas de menor interés.

A su vuelta al pueblo, entre los agasajos de doña Caridad, su marido seacercó al abate y le adelantó:

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— Para mañana tengo una sorpresa. Creo que le gustará. Está un pocoalejada y hay que darse una buena caminata pero merecerá la pena.

— No me deje usted con la intriga –sonrió el cura–.— Mañana será otro día abate Breuil...

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En la primavera de 1950, un arqueólogo autodidacta almeriense sedecidió a visitar de nuevo la Cueva de los Letreros. Ya lo había he cho en décadas anteriores, y con la experta compañía del abate Breuil,

Hugo Obermaier, Juan Cabré y Luis Siret. Con este último también habíaparticipado en numerosas excavaciones en la zona de Vera, de hecho seconsideraba su discípulo en materia de arqueología.

Juan Cuadrado estaba obsesionado con relacionar el muñeco mojaqueño,que viera pintado en muchas de las casas del pequeño pueblo costero deMojácar, que había visitado años atrás con Perceval, pintor de renombrecon gran predicamento entre los jóvenes artistas de Almería, con las figurasque aparecen en las cuevas que rodean el monte del Mahimón, situado entrelos dos Vélez, el Rubio y el Blanco. Nunca había tenido éxito en su empresa,pero, como hombre tenaz que era, se disponía a repetir visita a la zona.

Esta vez se había buscado un compañero que era buen conocedor detodo lo relacionado con la historia y las costumbres de la comarca: el padreTapia, un cura que además de a las misas, dedicaba su tiempo al estudio delas riquezas y las tradiciones de su pueblo, Vélez-Blanco. En los últimostiempos se había aficionado también a la arqueología. De nuevo un curatrotando por los cerros en busca de cuevas y de pinturas prehistóricas.

Otra vez la visita le resulta frustrante. Agobiado por los problemas quetenía con el Museo Arqueológico de Almería, deseaba dejar ya resuelta su

PRIMAVERA DE 1950. NUEVAS VISITASA LOS ABRIGOS DE LAS COLMENAS

La supervivencia substantiva de una subhistoria translúcida,a través de las veladuras de la historia y las tomas brillantes de la cultura.

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obsesión con el muñeco, pero no acababa de encontrar en las pequeñasfiguras de Los Letreros la similitud buscada. El padre Tapia, al verlo desani-mado, le sugiere que visiten nuevas cuevas cercanas; ha oído a alguien queen los abrigos de Las Colmenas hay un ídolo de esas características. De malagana, Juan desciende la pedregosa ladera que defiende Los Letreros y seencamina con el cura y su guía en dirección norte, hacia el Mahimón Chico.

Sube la nueva ladera y trepa por las rocas con poca convicción, pensando yaen la vuelta a la capital y a sus líos. Al llegar arriba respira profundamente,tratando de que el aire llegue a sus pulmones mientras espera al intrépido cura.Recuperado el resuello, ambos llegan al abrigo y comienzan a mirar sus paredessin ver rastro alguno de pintura. Se sientan un rato; el cura duda de si ese será elabrigo o tendrán que seguir buscando. Al levantarse para comenzar el descenso,estando casi fuera del abrigo, aparece ante los ojos de Juan el muñeco.

— ¡Éste es! ¡Éste es, padre! –grita al cura que se acerca a contemplarlo–.— ¿Cómo no lo hemos visto antes? –reflexiona Tapia–.— Es igual, ya lo hemos encontrado, es el muñeco. ¡Seguro!.Entusiasmado, busca más figuras en la pared, pero el ídolo es el único

habitante reconocible de la cueva. Prepara su cámara fotográfica y la dispa-ra desde todos los ángulos posibles, tomando posiciones extrañísimas. Suacompañante sonríe satisfecho mientras mira a Juan enfrascado en su tarea.

Al bajar, el cura trata de convencerlo para que visiten nuevas cuevas:— Ni hablar padre. Se lo agradezco mucho, pero ya tengo lo que quería.

Mañana mismo me voy para Almería.El padre Tapia insiste, le encantan las visitas y disfruta enseñando las

curiosidades de su zona, pero no hay manera de convencer a su amigo. Yatiene su trofeo y no necesita nada más. Después de tantos años de búsque-da, solitario, en una cueva desconocida, lo ha encontrado.

De vuelta a Almería casi no tiene tiempo para otra cosa que sus trabajospara el Museo Arqueológico. Tiene el encargo de catalogar las piezas delmismo, muchas de las cuales están en entredicho por los arqueólogos quedudan de que su origen sea realmente íbero, sospechando más bien que setrate de falsificaciones de los hábiles alfareros de Totana (Murcia), que selas arreglan para que sus figuras de cerámica aparezcan siempre donde sesupone que las pieza ibéricas tenían que aparecer. Él defiende cada piezacomo puede, pero empieza a estar harto.

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Una tarde, con las fotos del muñeco debajo del brazo se presenta en latertulia de los Indalianos, un grupo de artistas que, siguiendo a Perceval,pretenden retomar las raíces de su tierra. El año anterior se habían formali-zado como grupo y habían iniciado las tertulias, en las que no sólo se hablade pintura o de arte; son un grupo de artistas inquietos que debaten, conbuen humor, sobre todo lo que se les ponga por delante.

Al poco de haberse iniciado las tertulias, Juan Cuadrado había aparecidoun día con una figura de barro, supuestamente ibérica, aunque todos sospe-chaban el origen totanero de la misma. Entre el cachondeo general que pre-sidía la tertulia, en contraposición con la seriedad de la obra de los artistasque la componen, deciden aceptarla como símbolo de su grupo. Al ver lafigura de cerca, Gómez Abad, uno de los tertulianos, comienza a reír a car-cajadas, tan fuertes que sobresalían sobre las de los demás, que ya celebra-ban la adopción de su símbolo. Viendo que no cejaba en sus risas, todos lomiraron con curiosidad. El artista trataba de hablar entre risas:

— Es igualico que mi primo Indalecio, el de Pechina.Tras nuevas carcajadas consiguió volver a articular palabra:— En el pueblo lo conocemos como el Indalo...Ante el alborozo general, Perceval pidió silencio y muy serio manifestó

que el grupo ya tenía nombre:— Nos llamaremos Movimiento Indaliano, y éste será nuestro símbolo,

el Indalo –dijo señalando a la supuesta obra ibérica–.Terminadas las risotadas, algunos plantean la poca seriedad del origen

del nombre del grupo, pero el líder, Perceval, sentencia:— Si el grupo tiene éxito haremos famoso el Indalo, y si no... ¿qué más

da su origen?, se perderá como el humo...Ante tal argumento, nadie se opuso al nombre ni al símbolo, que presidi-

rá desde entonces las reuniones.Cuando al año siguiente, Juan Cuadrado se acerca a Perceval para ense-

ñarle las fotos del tótem, y le hace ver el parecido con el muñeco mojaqueño quehabían visto pintado como amuleto en las casas de Mojácar, tras un momentode reflexión, piensa que aquel sí puede ser el verdadero símbolo del grupo.

Al manifestar sus pensamientos a la concurrencia, es abucheado porquerer cambiar a su querido Indalencio, pero el pintor no se amilana y senten-cia teatralmente, en la línea chusca que la mayoría de las veces tomaban lasreuniones:

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— Es un origen mucho más digno para nuestro grupo.— ¡Y mucho más antiguo que el totanero...! –dice Cantón Checa entre el

alborozo general–.— Entonces decidido –habla el líder–. Éste será a partir de ahora nues-

tro tótem –dice señalando una de las fotos de Cuadrado–.— ¿Pero qué dirá D´Ors? –pregunta otro de los artistas, sabiendo que

don Eugenio apoyaba fervientemente al grupo almeriense–.— Y a D´Ors que más le da... A él le interesa «la supervivencia substan-

tiva de una subhistoria translúcida, a través de las veladuras de la historia ylas tomas brillantes de la cultura», según sus propias palabras –por una vezPerceval había adoptado un tono serio–.

— ¿Pero nos tomará en serio? –preguntó otro de los pintores–.— Amigo –responde el líder de nuevo serio– estaremos siempre frente a

las calamidades plásticas del desraizamiento y la dispersión, y lucharemospor la unidad cultural de todos los pueblos ribereños con base en España, ycon centro difusor y operativo que corresponde a Almería por razones pre-históricas.

Ante tal disertación, que resumía el espíritu del grupo, el silencio esgeneral. Perceval continúa:

— Como dije el año pasado, cuando nos presentaron a nuestro amigo Inda-lecio, si triunfamos, haremos famoso nuestro Indalo, y si no... ¿Qué más da unadudosa figura ibérica o un muñeco sacado de una cueva prehistórica...?

Todos asintieron al razonamiento de Perceval y Juan Cuadrado quedósatisfecho, ahora sí, con su segundo Indalo.

Al año siguiente, don Eugenio D´Ors, jefe nacional de Bellas Artes yfundador de la Academia Breve de Crítica de Arte y del Salón de los Once,presentó en el Museo Nacional de Arte Moderno de Madrid, una exposiciónde los artistas indalianos, con la imagen de su tótem como abanderado.

Juan Cuadrado asistió orgulloso a esa inauguración, acompañando a losjóvenes indalianos, algunos de los cuales habían iniciado su carrera comoalumnos suyos en la Escuela de Artes y Oficios de Almería.

El Movimiento Indaliano había dado su primer gran paso y su Indaloempezó a ser conocido a nivel nacional.

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Ante la mirada curiosa del lobo, que no les quitaba el ojo de encima, los dos hermanos se colgaron sus pertrechos y se dispusieron a salir del abrigo que los había cobijado durante la noche. Ambros echó

una última mirada a la pintura que representaba a su hermano y sonrió satis-fecho, mientras remarcaba en el aire la curva del arco de colores que lacoronaba.

Al subir la primera loma, el sol apareció a su derecha. Seguían hacia elnorte; el sur y el este los tenían vedados por la posición de su tribu, y eloeste lo ocupaba la abrupta sierra de María durante muchos kilómetros. Notenían pues otra alternativa.

Subían y bajaban continuamente, atravesando todos los barrancos quedescendían de la sierra, y no podían ir muy deprisa porque los pedregales delas laderas dificultaban enormemente su marcha. Además, tenían que ir pre-cavidos; el lobo parecía haberles cogido cariño y caminaba cerca de ellos,siempre por una zona más alta, deteniéndose cuando ellos lo hacían e ini-ciando su trotecillo cuando los hermanos reiniciaban la marcha tras tomarresuello, mirándolo cada vez más con sorpresa que con recelo.

Varias horas después, agotados, se adentraron en un bosque que se ex-tendía hacia el este rodeando la falda del alto cerro de El Gabar. Aprove-charon para descansar y recolectar las frutas de algunos almendros que seentremezclaban anárquicamente con los pinos. Al rato, como habían agota-do su escasa despensa y no podían vivir del aire, se dispusieron para cazar.Estuvieron toda la tarde acechando a sus presas hasta hacerse con un par de

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En pocos minutos estaban bajando hasta el valle, seguidosde cerca del lobo con su alegre trotecillo.

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conejos y una despistada perdiz que se había enredado en unos espesosmatorrales. Junto a unas rocas, en un pequeño claro del bosque, encendie-ron una fogata y prepararon al pájaro como cena, dejando los conejos comoreserva después de limpiarlos y prepararlos como habían hecho tantas ve-ces. Las entrañas que sacaron de los animales las arrojaron cerca de ellos,donde empezaban a cerrarse los pinos. El lobo no tardó ni un minuto enaparecer y devorar aquellos restos, simultaneando los tirones con sus fuer-tes colmillos con un constante gruñido, mezcla de satisfacción y de avisopara que nadie osara interrumpir aquél festín. Los dos hermanos asistíansonrientes al espectáculo, mientras ellos devoraban también su exquisitaperdiz tostada al fuego. Antes de prepararse para pasar la noche, se dedica-ron un buen rato a partir las almendras con piedras, introduciendo las pepi-tas en una de las calabazas vacías para tenerlas como reserva energética.

Ante la mirada lánguida del lobo, satisfecho con su gratuita cena, aviva-ron el fuego y se acomodaron junto a él para pasar la noche. Como el díaanterior, el hermano mayor haría el primer turno de vigilancia; a pesar delpoco temor que ya les inspiraba el lobo no podían fiarse, había otros lobos yotras alimañas, a las que oían espeluznados comunicarse entre ellas.

Por la mañana, antes de dejar aquel lugar, y en vista del éxito que habíantenido la tarde anterior, volvieron a afilar sus armas y a hacer nuevo acopiode víveres. No sabían cuándo iban a encontrar un sitio tan bueno comoaquél. Cuando consideraron cubierta esa labor, descendieron un poco haciael oeste, abandonando el bosque para hacer menos incómoda la marcha.

Rodearon el alto cerro bordeándolo por su izquierda. Al fondo, frente aellos veían nuevas montañas; podía ser un buen destino instalarse en sus in-mediaciones, pero antes de llegar a ellas se extendía una gran llanura, por cuyocentro creyeron distinguir un gran curso de agua que discurría de oeste a este.

Antes de acabar el rodeo de El Gabar, y de iniciar el descenso hacia lacuenca que tenían delante, notaron la inquietud de su nuevo compañero, ellobo, que cada vez caminaba más cerca de ellos. A los pocos minutos sedetuvieron al ver aparecer, por encima del cerro, unos negros nubarronesque hicieron casi oscurecer el día. Instantes después rayos y truenos se des-ataron, como compitiendo entre ellos a ver cuál hacía más ruido y cuálproducía más destellos en el aire. La manta de agua que comenzó a caer deinmediato les hizo reaccionar. Tani tocó el hombro de su hermano y le seña-ló hacia la derecha; allí, por encima de los árboles se adivinaba en los corta-

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dos de la roca algunas cavernas que les podrían servir de guarida. Corrieronhacia ellas con los pies enfangados en la pegajosa arcilla mojada temerososde los rayos; habían visto en otras ocasiones como fulminaban un árbol enun segundo, pero para conseguir el resguardo tenían que atravesar un pe-queño bosque. Ambos volaron sobre las aljumas de los pinos que cubrían elsuelo y escalaron a toda prisa hasta encontrar el primer hueco en la roca,adentrándose en ella para evitar la lluvia que seguía cayendo con fuerza.Una vez dentro, se volvieron para mirar la enorme extensión que minutosantes se abría ante ellos, pero apenas podían ver a unos metros por la canti-dad de agua que caía. Se sentaron, apoyando sus espaldas contra el fondodel abrigo, y se dieron cuenta de que habían perdido de vista al lobo entretanta agua y tanto barro.

Diluvió durante horas, y se cerró la noche sin que las nubes dieran unatregua; caía agua y más agua, los torrentes corrían arrasándolo todo y lacuenca del río Caramel se convirtió en un extenso mar.

El día siguiente apareció igual. En esas circunstancias no podían aban-donar la cueva, pero seguros de que hasta allí no podía llegar el agua espera-ron pacientemente a que escampara y a que la cuenca fuera transitable.Racionaron su afortunada caza del día anterior porque no sabían cuántoduraría aquello. Saborearon parte de los conejos que habían ahumado y des-pués se deleitaron con el sabor dulce de las almendras. El agua no les falta-ba: habían repuesto sus calabazas colocándolas bajo los chorros que lossalientes de las rocas producían, haciendo de la pared en la que se encontra-ba su cobijo una enorme catarata.

El segundo día fue pasando aquel diluvio. Poco a poco fue dejando dellover. Cuando aún caían algunas gotas, acuciados por el hambre bajaron dela cueva buscando algo de comida. El barro les llegaba en algunos sitios porencima de las rodillas y casi no podían moverse. Tardaron casi medio día enconseguir su objetivo y volvieron a la gruta; era imposible pensar en mover-se de allí hasta que el agua no dejara de arrollar y el barro no se endureciera.De momento era imposible cruzar el río Caramel.

Aburrido, Ambros preparó con su técnica habitual una amalgama y sepuso a pintar sobre la roca. Su hermano, nervioso por la inactividad y por elretraso que llevaban en situarse en lugar seguro –había calculado que al otrolado del cauce, cuando pudieran cruzarlo, ya estarían fuera del alcance delmaldito brujo y de su venganza–, le recriminó la extraña afición que había

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cogido a la pintura. Al ver el estado de excitación de Tani, sin decir palabra,Ambros salió del abrigo y trepó hasta otro, situado justo encima, con formade huevo partido por la mitad y con apenas espacio para él, sin poder poner-se de pie, pero al menos allí estaba solo y su hermano lo dejaría en paz.

No se movió de su nueva cueva en todo el día. Con su mezcla roja,tumbado sobre la roca, trazó unas líneas onduladas imitando el agua queveía deslizarse por debajo de él. Permaneció allí hasta la noche, sin dirigirsea su hermano, pintando hasta que la luz se le acabó.

Al día siguiente por fin apareció resplandeciente el sol. Tani trepó hastael segundo abrigo –más bien un agujero en la roca– para hacer las paces consu hermano.

— De nuevo el brujo –dijo señalando una de las pinturas–.— Sí –contestó seco Ambros, aún enfurruñado–.— Aquél te quedó mejor –dijo Tani conciliador–.— Aquí estoy muy incomodo, pero no ha quedado mal.— ¿Y eso? –le interrogó el menor de los hermanos–.— Eso es el agua que nos tiene aquí recluidos, en estos agujeros. ¿No

ves que hace esa forma? –dijo trazando ondulaciones en el aire–. Sobretodo cuando sopla el aire –añadió–.

— Sí, podría ser... –dijo Tani pensativo–.— ¿Podría ser? Anda, ve bajando. Vamos a explorar un poco, a ver si ya

podemos seguir, y a buscar algo de comida.

Recorrieron las laderas de El Gabar, donde ya se podía caminar casi connormalidad, y afinaron su puntería con los arcos para hacerse con una parde perdices a punto de iniciar el vuelo. Hicieron recolección de un buennúmero de almendras y de algunas bayas comestibles, y emprendieron elregreso a su cueva. Al llegar a la ladera que daba acceso a ella se encontra-ron plantado, delante, al lobo. Dudaron si subir o buscarse otra covachapara pasar la noche, el lobo permanecía de guardia. De pronto Tani tuvouna idea, destriparon los animales que llevaban y subieron unos metros, lafiera estaba expectante, se apartaron un poco a la derecha y dejaron allí lasentrañas, volviendo frente al abrigo dispuestos a esperar. La treta surtióefecto de inmediato; el lobo se abalanzó sobre los restos y ellos aprovecha-ron para subir hasta su guarida, sin dejar de mirar sonrientes la voracidad dellobo.

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Después del festín, pocos metros por debajo de ellos, el lobo se acomo-dó bajo una sombra mirándolos. Tani, casi sin salir del abrigo, agarró dospiedras y le dijo a su hermano:

— Aprovechemos el tiempo.Los dos empezaron a partir almendras y a guardar sus pepitas. Ambros

se cansó pronto de la monotonía de los golpecitos y, abandonando su herra-mienta, trepó hasta el pequeño abrigo superior. Inspirado por el radiante solque ahora los calentaba, se puso a dibujar pequeños círculos que luego ro-deaba con cortas líneas por su alrededor: era como él veía el sol bajandohacia las montañas a su izquierda. Al rato, harto de pintar soles, cambió depostura y empezó a trazar, con su simpleza habitual, la figura de un animalque lo fascinaba, aunque siempre lo había visto de lejos galopando alegre-mente por alguna llanura. Estaba mirando con cara de duda lo que queríaser un caballo, cuando oyó a su hermano que lo reclamaba para hacer unfuego y asar un poco de carne antes de que anocheciera. Bajó con desganade su pequeño taller y se puso a ayudar a Tani.

Al día siguiente el sol volvía a lucir en el cielo azul. Volvieron a salirampliando un poco más su recorrido, pero sin atreverse a bajar a la cuenca.El barro se iba solidificando, pero el agua aún corría en abundancia y seguíasiendo imposible cruzar el cauce. El lobo los acompañaba en sus correrías,cada vez más cerca de ellos, pero cuando se acercaban a la cueva desapare-cía de su vista, apareciendo delante del abrigo en cuanto empezaban a subirla ladera. Repitieron la operación del destripado para que la fiera les permi-tiera acceder hasta las rocas. Tani esta vez no se alejó tanto y dispuso losrestos más cerca de ellos; el lobo acudió igualmente a por su cena, sin qui-tarles la vista de encima cuando pasaron junto a él. Ambros subió impresio-nado por el tamaño de los colmillos del animal vistos de cerca.

Aún estuvieron otros dos días en el mismo lugar, repitiendo sus escar-ceos y hablando ya de la posibilidad de marcharse; el agua casi había vueltoa su cauce y el barro parecía transitable. Tani visitaba de vez en cuando lacueva de Ambros, como él la llamaba, para ver sus progresos pictóricos. Lafigura del caballo no le gustó mucho, y enfadó a su hermano diciendo queno estaba claro si era un caballo, una cabra o un ciervo. El mayor lo echó desu pequeña reserva con cajas destempladas.

— Ahora voy a pintar un ciervo, para que veas la diferencia, animal –ledijo mientras lo golpeaba con los pies para que saliera de allí–.

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Tani, riendo a carcajadas, cayó hasta la entrada de la otra cueva y sealejó buscando ramas secas para la fogata.

A la mañana siguiente decidieron que era hora de partir y alejarse defini-tivamente hasta la distancia exigida. Cuando iban a acomodar sus reservassobre las espaldas, Ambros subió hasta el segundo piso para despedirse desus pinturas. Tani lo siguió y ambos se tumbaron pegados mirando la roca.

— Eso es un ciervo –dijo señalando una nueva figura–.— Sí, parece que vas progresando... –contestó con sorna–.— Anda, vámonos que tenemos aún mucho camino que hacer, si el

barro y el agua nos dejan...En pocos minutos estaban bajando hacia el valle seguidos de cerca por

el lobo con su alegre trotecillo. Según iban bajando, el barro se mostrabamás húmedo bajo sus pies y era más difícil caminar. Cuando pararon horasdespués, sobre un pequeño montículo huyendo de la humedad, echaron demenos al canino. Si a ellos les costaba avanzar, para el lobo ya era imposibley había optado por abandonarlos. Tani, mientras mordía la carne ahumadade su pequeña despensa, oteaba sin parar los alrededores en busca de suamigo, pero no se veía ni rastro.

— No te canses. Nos ha abandonado; por aquí no puede pasar ese animal.— Lo voy a echar de menos.— Y él las cenas que le preparabas; ahora tendrá que volver a buscárselas.El hermano pequeño asintió con la cabeza, con cara de resignación.Bajo el fuerte sol del mediodía llegaron al río Caramel. El agua corría con

fuerza frente a ellos y, aunque no parecía profundo, tardaron mucho tiempo enencontrar el lugar que les pareció más adecuado para vadearlo. Al principio fuefácil, pero cuando se adentraron en la corriente, pisando el suelo cenagoso, apenaspodían avanzar. En un descuido Tani perdió pie y se sumergió por completo bajoel agua. A duras penas, Ambros consiguió agarrarlo de un pie y atraerlo hacia élhasta que consiguió la verticalidad. El pequeño tosió durante un rato hasta conse-guir echar las bocanadas de agua que había tragado. Aguas abajo contemplaroncomo la preciada carga que llevaba Tani flotaba alejándose de ellos:

— Al menos he salvado las armas... –dijo tocando su arco y su lanza–.— Algo es algo. Continuemos antes de que nos pase lo que al fardo...Llegaron a la otra orilla extenuados por el esfuerzo y, en cuanto notaron

algo seco bajo sus pies, se tumbaron a descansar boca arriba, mientras el solsecaba sus cuerpos.

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EL GABAR

La otra ribera del cauce les costó tanto como la primera, pero, segúniban subiendo, la dificultad para caminar iba disminuyendo. Al llegar a laparte más alta, justo enfrente de donde habían estado varios días, repusie-ron fuerzas mientras, mirando al sur, contemplaban El Gabar, uno añoran-do sus pinturas y el otro al lobo.

Subieron y bajaron varios cerros, en dirección noreste. Al llegar a la cimade uno de ellos, se encontraron a sus pies con un arroyo y se quedaronboquiabiertos al contemplar al otro lado una enorme gruta.

— ¡Esa es nuestra cueva! –estalló Ambros–.— Eso ya lo veremos –contestó Tani receloso–.— ¿Por qué dices eso?— ¿Y si está ocupada? ¿Y si la habita alguna tribu?Ambros miró a su hermano moviendo afirmativamente la cabeza:— Puede que tengas razón. Bajemos un poco y observemos –dijo cau-

teloso–.Junto a una enorme encina, mientras comían sus sabrosas bellotas, se

apostaron sin parar de mirar hacia la gruta y sus alrededores, sin ver movi-miento alguno de gente. Parecía que habían tenido suerte. Dos horas des-pués, convencidos de que nadie la habitaba, descendieron hasta el arroyo,donde llenaron sus calabazas con el agua cristalina que dejaba ver el suelorocoso y emprendieron la subida hacia la cueva. Por el camino fueron reco-giendo ramas secas para su fogata nocturna. Llegaron despacio y cautelo-sos, sin dejar de mirar para todos lados, bajo la enorme abertura de la gruta,cuando el sol empezaba a esconderse por su izquierda. De momento aquélparecía un buen lugar para iniciar una nueva vida. La cueva era mucho másgrande que la Cueva Sagrada que los había llevado hasta allí; parecía desha-bitada, aunque con las sombras de la noche ya no podían distinguir nada, ytenían el agua a sus pies. Tendrían que esperar a la luz del sol del nuevo díapara ver qué otras condiciones reunía la zona y si podía ser el inicio de suvida lejos de su poblado y de su gente.

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Blas Segovia vivía en El Sabinar, en un cortijo situado muy cerca del río Caramel, enfrente del cual se extendía una gran masa de sabinas, que daban el nombre a la zona. Hacia el este dominaba el gran ma-

cizo del Gabar, una mole caliza que era la referencia de toda la zona. A laespalda de la vivienda había una gran llanura llamada la Hoya del Marquésy al fondo, los altos del Santonge, que configuraban la comarca por el norte.La zona estaba plagada de fuentes, pozos y abrevaderos para el ganado quepasaba periódicamente por la vía pecuaria que recorría la zona. En la partemás baja, se empantanaba el agua en la Cañada del Agua, recubierta en sumayoría por carrizos y juncos, parada obligada para que saciaran su sed lasovejas y las cabras.

Blas era agricultor; se dedicaba, junto a su familia, a explotar una granfinca del marqués de los Vélez, de las muchas que tenía en la zona. En ellacultivaba cereales, una pequeña huerta, dedicada casi en exclusiva al consu-mo familiar, y cuidaba del ganado, más de doscientas ovejas y cien cabras,propiedad, naturalmente, del citado Marqués.

Le ayudaban en sus tareas campesinas sus dos hijos, ya mozos, Blas yJuan, éste último dedicado casi exclusivamente al pastoreo del ganado. Sumujer, María, llevaba adelante las tareas caseras, amasaba el pan cada sema-na en su horno de pan cocer, que alimentaban con la leña que recogían delcercano monte del Gabar, y atendía a la huerta, cercana al cortijo y situadajunto al río.

UNOS 7000 AÑOS DESPUÉS. 1872, BLAS SEGOVIA

En el techo, que es de piedra, es donde está estampadoel jeroglífico, con tinta encarnada y azul, y tan bienconservado que parece cosa del día.

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En las épocas en que las faenas del campo se lo permitían gustaba desalir a cazar. Se echaba su escopeta al hombro y llamaba a Canelo, su perro,que acudía nervioso sabiendo que tenía por delante un espléndido día porlos montes, levantando y cobrando después las piezas que su amo abatíacon destreza.

Corría el año de 1872 y el verano se acercaba. Antes de que diera lugar elcomienzo de la dura tarea de la siega, a la que se aplicaba toda la familia,incluida María, una mañana del mes de junio, Blas y su perro salieron haciael este, hacia las grandes pinadas que rodeaban el Gabar, en busca de cone-jos, liebres, perdices o lo que se les pusiera por delante. Poco después ten-dría que dedicarse durante dos meses a recoger los cereales, y le gustabaaprovechar los buenos días primaverales antes de meterse de lleno en lostrabajos veraniegos, que eran los que le daban de comer, a él y al marqués,que se llevaba la mayor parte del grano como impuesto por la renta de lastierras y el cortijo.

Llevaba ya media mañana entre los pinos sin mucha fortuna. Un pocoharto, salió de la espesura a ver si tenía más suerte en campo abierto. Nadamás abandonar la pinada, Canelo le levantó una perdiz, pero cuando quisodisparar, el animal se había metido en los primeros pinos y la perdió devista. Caminó junto a los árboles azuzando a su perro para que diera conella. En cada vuelo de la perdiz se quedaba con la pose sin llegar a darletiempo a disparar; el ave parecía más lista que el cazador y el perro, al meter-se en la pinada la perdían de vista. Así recorrieron toda la ladera oeste delmonte, entrando y saliendo de los pinos. Blas iba ya de un humor de perros,ni hacía caso a los conejos que se le cruzaban; estaba obsesionado con ladichosa perdiz.

Una hora después, cuando el monte ya se acababa, la perdiz giró en unode sus vuelos hacia la parte norte del macizo. Ahí seguía habiendo pinos,pero se abrían grandes claros que hacían ser optimista al desesperado caza-dor. Tras dos fallidos intentos –al menos ya le había podido disparar– el avese paró junto a una lisa pared salpicada de matojos. Blas miró la rocosaladera que tenía que subir para seguirla y no se amilanó, resopló e inició lasubida. La fuerte pendiente le hacía no poder seguir con detalle el vuelo desu enemiga. Casi arriba, antes de llegar a la pared vertical, se paró, miróhacia su izquierda y vio a la perdiz en la copa de un pino; parecía burlarse deél, el perro ladraba impotente. Blas apuntó, con cuidado, su posición; con

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un pie situado más alto que otro le dificultaba la labor. Cuando la tuvoencañonada disparó, en el mismo momento que el ave levantó el vuelo pa-sando junto a las rocas, a pocos metros de él. Le largó un segundo disparoque se estrelló en un hueco de la pared, produciendo un gran estruendo,mientras la perdiz tomaba la dirección por la que la habían seguido toda lamañana. Blas se dio por vencido; no estaba dispuesto a recorrer el mismocamino en sentido contrario, persiguiendo al animal que se había mostradomucho más perspicaz que él y Canelo juntos.

Después de descansar un rato y de liarse un cigarro, se acercó hasta laoquedad adonde había ido su disparo. Había oído hablar a algunos pastoresde la Cueva del Tesoro, paparruchas en las que no creía, pero le entró curio-sidad porque su disparo había ido precisamente allí, y se acercó para olvi-darse de su frustración. Cuevas como esa las había a montones en la zona,pero él nunca las visitaba; iba sólo a cazar y no esperaba encontrar en ellaslo que buscaba. Se metió en la pequeña cueva y curioseó en su interior condesgana; el suelo rocoso de la misma no hacía presagiar que allí se encontra-ra el tesoro. De mal humor se sentó en el borde del abrigo, con las piernascolgando, y se dedicó a contemplar el paisaje. Abajo circulaba el río, conmenguado caudal en esa época casi veraniega, y al fondo las altas sierras deSantonge, Leira y el Oso recortaban el paisaje. En la primera se distinguíaclaramente el estrecho de Santonge, que se abría paso hacia el norte y quehabía visitado muchas veces cuando llevaba él el ganado.

Cuando consiguió olvidar la maldita perdiz, saltó de la cueva dispuestoa volver hacia el cortijo. El perro saltaba, al no tener mejor cosa que hacer,junto a él reclamando un poco de atención. Jugando con el animal resbalóquedando de frente a la pared en que se abría la cueva. Entonces observóque justo encima de ella había otra pequeña abertura en mitad de la roca,varios metros por encima de la primera. Sin saber por qué, le entró curiosi-dad y decidió subir a ella. Dejó su escopeta y su morral en el suelo y observócual era la mejor zona para acceder. Agarrándose a las pequeñas hendidurasque había en la roca, trepó con cuidado de no perder pie y partirse el lomo.Accedió al hueco maldiciendo el momento en que se le había ocurrido tanperegrina y juvenil idea.

Una vez dentro, se tumbó para descansar y por un momento creyó veralgo de color en las paredes. Intentó incorporarse y casi se abrió la cabezacontra el techo de roca; el hueco era de poca altura y no podía ni ponerse de

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pie. Rascándose la cabeza en la zona en que sabía que le iba a salir unchichón, descubrió que no había una, sino varias figuras de color sobre laroca. Aquello no era un tesoro, pero le intrigó quién y cuándo habría pintadoaquellos soles, porque estaba seguro de que eran soles aquellos trazos ondu-lados, y aquella figura que, una vez vista con detenimiento, le pareció algoparecido a un brujo. Las figuras se desperdigaban por toda la cueva como unverdadero galimatías. Después de calentarse la cabeza con el significado deaquellos dibujos, abandonó la cueva, con mucha más dificultad en la bajadade la que había tenido en la subida. Abajo, el perro ladraba sin parar espe-rando la bajada del intrépido amo que, al llegar al suelo se santiguó antes deacariciarle la cabeza a Canelo.

De vuelta al cortijo, tuvo la fortuna de cruzarse con un par de conejosque mató con rabia; llevaba horas en el monte y no había cobrado nada.Sonrió aliviado. Si llega a volver sin nada, las sonrisitas de sus hijos, quemostraban disimuladas cada vez que el padre volvía de vacío, le hubieranacabado de dar el día.

Comió en silencio, madurando una idea que le rondaba por la cabeza.Tenía que volver allí y plasmar de alguna manera los dibujos para enviárse-los al marqués, por si tenían alguna importancia. De pronto desechaba laidea pensando que se reirían de él, y minutos después pensaba que debíahacerlo, al fin y al cabo aquél era terreno del marqués y debía informarle deaquella cueva tan singular. Al dar el último bocado ya tenía decido quevolvería. Le dijo a su hijo mayor que al día siguiente tenía que salir con él yque avisara al menor, cuando recogiera el ganado, para que al día siguienteno lo sacara y los acompañara. Tímidamente trataron la mujer y el mayor deque les dijera que tramaba, pero Blas no quería dar explicaciones que, allísentados, parecerían algo ridículas. Dibujos sobre la roca de una cueva...,menuda majadería.

Al amanecer del día siguiente ya estaba Blas azuzando a sus dos hijospara que cogieran la escalera del pajar y lo siguieran. Los hermanos se mira-ron pensando que a su padre se le había ido la cabeza, pero ni se les ocurriórechistar. Cuando ya iban a ponerse en marcha, ante la mirada atónita deMaría, a la que tampoco dio ninguna explicación, ordenó a Juan que cogierala libreta, que tenía para las pocas veces que había ido a la escuela, y unlapicero, que también debían llevar. El pequeño obedeció a toda prisa, ob-servado por su madre y su hermano que se encogían de hombros simultá-

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neamente, sin saber que pretendía aquel hombre que, para no dar explica-ciones, ya había echado a andar hacia el Gabar.

Los dos hermanos seguían como podían al padre, arreando con la pesa-da escalera, hecha con dos largo troncos, a los que iban amarrados con so-gas otros más finos que hacían de peldaños, y que utilizaban para meter lapaja en el pajar cuando acababan la trilla. Blas y Juan sudaban de lo lindoante la indiferencia del padre que, al menos, tenía la deferencia de no andardemasiado deprisa y de parar de vez en cuando para que los chicos no re-ventaran.

Al ver a su padre señalar con el dedo extendido el final del recorrido,suspiraron; aún les quedaba subir la ladera, pero al menos ya sabían queaquello tenía fin. Llegaron arriba resoplando y con todo el cuerpo bañado ensudor. Su padre les dio unos minutos para que bebieran agua y se reconfor-taran un poco y luego les indicó dónde debían colocar la escalera. La apoya-ron sobre roca firme, cuidando de que estuviera bien asegurada; sólo faltabaque resbalara y alguno se rompiera los huesos.

Primero subió el padre, mientras los dos hermanos sujetaban la escalera.Al llegar arriba le dijo a Juan que subiera con su libreta y el lápiz. Éste lo hizocon agilidad, mientras Blas quedaba sujetando él solo la escalera. Se acomo-daron padre e hijo como pudieron en la estrecha concavidad. Cuando estuvie-ron situados, Blas le dijo a su hijo que quería que copiara todos aquellos dibu-jos. El joven lo miró incrédulo: había ido a la escuela, pero apenas si sabíaescribir, aunque a veces, cuando estaba en el monte con las ovejas, se entrete-nía garabateando algún dibujo en su libreta. Al ver su nerviosismo, le dijo quelo hiciera lo mejor que pudiera, sin aclararle, para no acelerarlo más, que posi-blemente aquél dibujo acabara en manos del marqués de los Vélez.

Estuvieron arriba casi dos horas, ante la desesperación del mayor queesperaba abajo sin saber que hacían. De vez en cuando veía a su padreasomarse y decirle que ya faltaba poco. Juan rompió varias hojas antes deconseguir que lo que pintaba se pareciera en algo a todas aquellas figurasque se repartían anárquicamente por las paredes. Pintar algo que no enten-día le resultaba aún más difícil que lo que garabateaba entre las ovejas. CuandoBlas quedó satisfecho por el resultado, le dijo que bajara y que subiera suhermano, para que no se fuera sin ver aquellos dibujos extraños. Al verlos,Blas pensó que a su padre, efectivamente, se le había ido la cabeza. Dijoque no entendía nada; si su hermano tenía alguna sensibilidad artística, él

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no tenía ninguna, y bajó delante de su padre pensando que de nuevo ten-drían que cargar con la escalera hasta llegar al cortijo.

La vuelta se les hizo dura a los muchachos. Su padre aminoró el ritmoviendo como iban. Comprendió que había sido una locura hacerles ir con laescalera; podía haber buscado otra solución para acceder a la cueva..., peroya estaba hecho. Antes de llegar al cortijo decidió darles el resto del día librepara que holgaran a su placer, pero estaba seguro de que no sabrían quéhacer con su tiempo libre, tan poco acostumbrados como estaban a ello.

Dos días después, aparejó la burra antes de que saliera el sol y puso rumbohacia Vélez-Blanco; quería hacer un alto allí antes de bajar al mercado deVélez-Rubio. Ese viaje lo hacía de vez en cuando, para vender los sobrantesde su huerta y de paso comprar todo lo que necesitaban para una buena tem-porada. Aceleró el paso jaleando a la burra; sabía que el camino era largo.

Entró en Vélez-Blanco y se dirigió directamente a la casa del adminis-trador del marqués de los Vélez, situada en la calle más principal del pueblo.Ató la burra a una argolla que había incrustada en la fachada para esosefectos, y golpeó la puerta.

Tuvo suerte, el administrador era una persona muy ocupada con todo loque tuviera que ver con el marqués, pero aún estaba en su casa. Lo recibióun poco sorprendido por la visita: sólo se veían unas veces al año, paraajustar las cuentas y poco más.

— ¿Qué te trae por aquí Blas? –le preguntó una vez que habían tomadoasiento en su despacho–.

— Verá usted, es una cosa rara... –dijo dubitativo–.— ¿Rara?— Sí. Es algo que he descubierto, por casualidad, y que no sé si será una

tontería...— ¿Un descubrimiento? Cuenta hombre, cuenta. ¿No será un tesoro?Blas quedó un poco cortado por el comentario sarcástico y pensó que lo

que le iba a decir era desde luego una tontería. Aún así no se echó atrás ycomenzó su relato. Atropellándose, contó cómo había encontrado la cuevay lo que había descubierto en ella. Al acabar, sacó un papel de su bolsillo yse lo enseñó: era la copia de las pinturas que había hecho su hijo pequeño.

— Parece un dibujo infantil –comentó don Alejandro mirando el papelde todas las formas posibles–.

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— Es lo que hay allí pintado.— ¿Y qué quieres que haga con él? –preguntó el pragmático admi-

nistrador–.— No sé qué le parecerá a usted... Yo he pensado enviárselo al señor

marqués; a lo mejor él, o alguno de su casa, lo puede descifrar.— No sé...Don Alejandro no lo tenía claro, no sabía si archivar allí el papel o hacer-

le caso a Blas. Como no era hombre que tomara decisiones impetuosas lepreguntó al campesino:

— ¿Vas al mercado del Rubio?— Eso quería. Ahí fuera tengo la burra...— Vamos a hacer una cosa. Vete para abajo, que ya se te está haciendo

tarde, y a la vuelta te pasas por aquí y vemos qué hacer con tu descubri-miento.

— Como usted mande.Blas salió obediente a por su burra –todavía le quedaba una hora larga

de caminata– y el administrador se quedó pensativo en su despacho, medi-tando la conveniencia o no de importunar al amo enviándole aquel dibujo.

Estuvo todo el día pensándolo. Cuando volvió el campesino montadoen su burra, ya había tomado una decisión. Había llegado a la conclusión deque lo mejor era que el propio Blas escribiera la carta, así si al marqués leparecía una nimiedad, siempre podía decir que no había podido evitar lacabezonada del campesino.

Nada de esas reflexiones le dijo a Blas cuando volvió a tenerlo delante;se limitó a comentar que le parecía bien que escribiera una carta para enviarel dibujo, por si ellos, gente mucho más versada, entendían su significado oveían que tenía algún valor:

— Pero usted sabe que yo no sé escribir, ni sabría cómo expresarme...— Eso no es problema, Blas. Tú dime qué quieres poner y yo lo escribo,

luego pones tu marca debajo y ya está.El pobre Blas estaba un poco perdido, no sabía cómo decir que había

encontrado una cueva en cuyas paredes había pintados esos dibujos que noentendía, y que mandaba por si fueran importantes. El administrador, acos-tumbrado a enviar misivas a su señor, le dio forma a los pensamientos delatribulado campesino y escribió la carta, comentando cada frase con él porsi le parecía bien. Al terminar se la leyó ceremoniosamente:

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Tengo el honor de remitir a v. e. copia de un jeroglífico encontrado por casualidad enuna cueva perteneciente a v. e.; pues siendo cosa antigua que aquí no puede descifrarse,lo envío por si acaso contuviera algo concerniente a su Ilustre Casa.

Dispense v. e. moleste con esto su atención, y quedo rogando a Dios guarde suvida... éste su humilde dependiente.

Blas Segovia Navarro

Excelentísimo Señor Duque de Medina Sidonia, Marqués de Villafranca y losVélez. Madrid.

— ¿Está bien así? –le preguntó al terminar la lectura–.— Creo que sí. Eso es lo que más o menos quería decir.— Pues entonces, terminada la cuestión. Vete para el Sabinar que se te

va a hacer de noche en el camino...Lo despidió en la puerta y le recordó, mientras soltaba las riendas de la

burra de la argolla, que antes de un mes subiría a por el grano. La cosechaestaba a punto de comenzar.

Durante varias semanas, Blas no se acordó de la cueva ni de su dibujo.Toda la familia trabajaba de sol a sol segando los campos, el trabajo másduro de todo el año. Después trillaron las espigas, para separar el trigo de lapaja, y a continuación aventaron, tirando al aire con palas de madera elresultado de la trilla, para que la brisa se encargara de hacer volar levementela paja mientras los granos limpios caían al suelo, hasta conseguir la parva,toda la mies en el suelo, el grano por un lado y la paja por otro. Ahora sóloles quedaba esperar unos días hasta recibir las instrucciones del administra-dor, que acudía puntualmente a medir las fanegas de trigo que había dado latierra del señor marqués, y decidir si lo guardaba allí temporalmente o sellevaba su parte, la del marqués, directamente, según como estuviera deocupado con las demás fincas que administraba.

Tres días después, cuando Blas ya estaba nervioso pensando que podíavenir una nube y estropearles todo el trabajo realizado, apareció el adminis-trador, montado en una mula y seguido por varios carros.

Concentrado en la importante medición, de la que luego tenía que darcuenta a su señor, don Alejandro nada dijo respecto a la carta enviada, hastaque acabó la faena. En cuanto los hombres que llevaba empezaron a cargarlos sacos de la parte del marqués en los carros, sin perder de vista la opera-

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ción, se acercó a Blas, que ayudaba en la carga junto con sus hijos, y loseparó un poco del resto:

— Ha escrito el marqués –le dijo intrigante–.— ¿Dice algo de las pinturas? –preguntó recordando de pronto su cueva–.— Dice que quiere más detalles de dónde está, de cómo es y todo eso.— ¿Entonces no le ha parecido una tontería?— A lo que se ve no –contestó el administrador palmoteando la polvo-

rienta espalda de Blas–.El campesino iba ya a reemprender su ayuda con los sacos pero don

Alejandro lo detuvo:— Espera hombre. No tengas tantas prisas por trabajar.— Es que hay mucha faena...— Ya lo sé hombre, ya lo sé. En cuanto termines de guardar tu parte, te

bajas al pueblo y le contestamos al señor marqués. ¿Te parece?— Lo que usted diga. ¿Le parece bien el sábado? –preguntó–, es que así

aprovecho y bajo al mercado.— Pues el sábado. Es el mejor día, ya sabes como ando en esta época

con la medición de las cosechas... Hay que llenar cuanto antes la Tercia,para que el amo este contento...

La familia al completo acabó el día reventada. Cuando los carros delmarqués se marcharon repletos del grano que ellos habían sudado, se dispu-sieron a cenar para acostarse aún de día, como las gallinas, para poder ini-ciar al día siguiente, antes de que amaneciera, la faena que aún les quedabaa ellos: meter su grano en el granero y la paja en el pajar, algo que tenían quehacer ellos solos, los hombres del amo de aquellas tierras habían traspuestotras el sonriente administrador montado en su mula.

Durante la temprana cena, Blas se decidió a contarle a su familia el car-teo con el amo. María ponía cara de no gustarle –«cada uno debe saber estaren su sitio», decía siempre– y los hijos recordaron el mal día que pasaronarreando con la escalera, por lo que, sin decir nada en voz alta, maldecían ensu interior al señor marqués, ahora que sabían que era el causante de aquellapenalidad, como de otras muchas... se atrevió a pensar el mayor.

El día previsto Blas acudió con su burra a la casa del administrador. Ibahecho un lío con lo que tendría que decir en su nueva carta. Se tranquilizócuando don Alejandro empezó a hacerle preguntas para dar forma a la epístola:

— He traído esto –dijo Blas sacando algo de su bolsillo–.

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— ¿Y qué es? –preguntó el administrador mirando la mano de Blas–.— Es una moneda, creo que es de cobre, que encontré hace tiempo por

Santonge.— A ver –don Alejandro cogió la moneda–.— Como me dijo que el señor marqués preguntó por objetos y otras

cosas, he pensado...— Muy bien, Blas. Has hecho muy bien. Se la mandamos por si le parece

importante o valiosa.Dicho esto, el administrador cogió papel y pluma e inició la carta, pre-

guntando a Blas antes de escribir sobre las cosas que su señor quería saber.Al terminar, antes de que Blas pusiera su cruz, se la leyó:

Excmo. Señor:En contestación a la que v. e. se digna mandarme, el sitio en que se encuentra la

cueva, se llama cerro del Gavar.Es grande, y la mayor parte de él pertenece a su Ilustre Casa, como terreno de

monte.La mencionada cueva no tiene nombre, y al parecer habrá pocos que lo sepan, pues

el encontrala fue una casualidad.En el techo, que es de piedra, es donde está estampado el jeroglífico, con tinta

encarnada y azul, y tan bien conservado que parece cosa del día; y regularmente tuvieronque hacer andamios para gravarlo; pues dista del suelo dicha cueva como unas cuatrovaras al poco más o menos.

Aquí no hay más conocimientos, que en algunas ocasiones se han presentado algunosforasteros de los pueblos circunvecinos buscando la mina del Gavar, que dicen ser de oro.

Quedo enterado de lo que dice v. e. en la suya del 3 del actual, teniéndolo presentepor si es casualidad que encontrásemos algunos objetos, mandándole una moneda decobre, encontrada en un labrado en el sitio de Santonge de éste término.

Dios guarde la vida de v. e.

Vélez-Blanco 10 de Julio de 1872.Blas Segovia Navarro

Excmo Señor Duque de Medinasidonia, Marqués de Villafranca y los Vélez.Madrid.

— A mí me parece bien. ¿Y a usted?

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— A mí también. Ha quedado muy bien, yo creo que el señor marquésquedará satisfecho.

— Pues si no ordena nada más, cojo mi burra y me voy al mercado, quees tarde.

— Nada más Blas. Si hay alguna noticia nueva te la haré saber.— Quede con Dios.— Adiós hombre.Blas volvió a sus faenas camperas y a su caza con Canelo, olvidándose

pronto de su cueva y de las cartas de su amo, del que no volvió a tenernoticias durante el resto de su vida.

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El segundo día de la segunda campaña en la zona de los Vélez, en el año 1912, el abate Breuil estaba preparado para la sorpresa que le había prometido don Federico de Motos. A primera hora de la ma-

ñana ya estaban todos listos para la marcha, incluidos Hugo Obermaier,compañero de aventuras del cura; Juan Cabré, el ayudante, con su cámarafotográfica en ristre; Luis Siret, el amigo del boticario; y Juan Jiménez, elTontico, que ya tenía dispuestas las dos mulas y no había parado, desde unahora antes, de dar instrucciones al campesino que le ayudaba para tenerlotodo dispuesto para el momento en que su mentor diera la orden de salida.

Salieron del pueblo en dirección opuesta a los abrigos de Las Colmenasque habían visitado el día anterior, hacia el norte por el camino que se intro-ducía en la sierra de María. Al dejar atrás las últimas casas, Cabré los requi-rió para que posaran, de espaldas al pueblo, e inmortalizar en su cámara elmomento de inicio de la excursión. Entre protestas de todos, sobre todo deBreuil que ardía en deseos de entrar en faena, se colocaron siguiendo lasinstrucciones del fotógrafo que quería que, por encima de ellos, aparecieramajestuoso el castillo de los Fajardo. Cuando ya estaba compuesto el cua-dro y Juan había conseguido apartar a las mulas que se empeñaban en saliren primer plano, se hizo el retrato y continuaron la marcha.

Apenas un kilómetro después, se desviaron hacia el nordeste, por uncamino que bordeaba las estribaciones de la sierra, y estaba en mucho peorestado que el que dejaban atrás. Subieron y bajaron durante casi dos horashasta desembocar en una gran llanura que separaba la sierra de María delmonte del Gabar. Enseguida se adentraron en los primeros pinos y empeza-

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Es que se ha equivocado de cueva, monsieur Breuil.

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ron a bordear el monte. El camino había desaparecido y ahora transitaban poruna estrecha vereda entre los pinos. Agradecieron el abrigo del bosque; lamañana había amanecido fresca y la fría brisa les había dejado la cara helada.

Al llegar al claro desde el que ya se veía la cueva, antes de subir la últimaladera, decidieron almorzar para tener ya libre el resto de la mañana y dedi-cársela a la sorpresa. El abate interrogaba interesado al boticario sobre loque iban a ver, pero éste no soltaba prenda, no quería adelantar nada. Envista de eso el cura, dio por terminado el refrigerio y se remangó la sotanapara iniciar la subida. Todos lo siguieron, excepto el Tontico y su ayudanteque tuvieron que recoger todo mientras veían ascender impetuoso al abate ya su comitiva.

Nada más llegar, el abate se metió en la cueva y empezó a indagar ner-vioso. Don Federico, tras él, sonreía mirando a los demás. Unos minutosdespués, el cura, tratando de no ser desagradable, se dirigió al boticario:

— ¿Cuál es la sorpresa don Federico? Sólo veo una covacha, que evi-dentemente no ha sido habitada, no reúne condiciones para ello, y en la queno veo rastro alguno que sea interesante. Sus paredes están limpias, casiinmaculadas, diría yo –añadió inquieto–.

— Es que se ha equivocado de cueva, monsieur Breuil, –contestó irónico–.— ¿Cómo? Usted ha dicho que era aquí –dijo muy seguro–.— Y es aquí, sólo que un piso más arriba...— ¿Cómo dice? –el cura tenía la misma cara de asombro que el resto de

acompañantes–.— Salga. Salga usted de ahí y le indicaré.Todos abandonaron la estrecha cueva haciendo señas entre ellos de no

entender nada. Don Federico, que había querido gastar una broma, se pusoserio y les indicó que miraran hacia arriba, a la otra cueva que se abría en laroca por encima de la primera.

— Esa es la que tenemos que visitar –dijo señalando la pequeña oque-dad a la que había llamado piso de arriba–.

— ¿Ese agujero? –preguntó Cabré viendo la cara de decepción de su jefe–.— Ese agujero, sí.— ¿Y cómo pretende que subamos ahí? –intervino el grueso Obermaier,

que no se veía trepando por la roca–.— Está todo previsto don Hugo. Juan, saca la escala –dijo dirigiéndose

al Tontico, que acababa de llegar hasta ellos con sus mulas–.

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Juan obedeció de inmediato y sacó de una de las aguaderas una escala decuerda, con pequeños peldaños de madera para que las sogas que hacían deguías no se pegaran a la roca y se pudieran así apoyar medianamente bien lospies. Ahora entendía por qué su jefe le había insistido en que la hiciera así.Había realizado el encargo semanas antes, siguiendo las instrucciones dedon Federico, pero sin saber muy bien para qué podría servir aquello.

— Ahora trepa hasta allí y asegura bien la escala en una roca de arriba–ordenó a Juan, que miró la roca dudando de su habilidad para ello–.

El guía obedeció sin rechistar, se agarró a la roca como una lapa ante lamirada expectante de todos y enseguida estuvo arriba. Hizo señas a su ayu-dante para que le tirara la escala y luego la amarró con destreza a una rocasaliente en la boca del agujero. Cuando hubo terminado la operación y se loindicó a don Federico, éste se agarró a las cuerdas e inició la ascensión:quería ser el primero en subir por si había algún problema. Al llegar arriba ledijo a Juan que bajara, dos personas casi no cabían allí. Después le dijo alabate que subiera, sin perder de vista la sujeción que Juan había hecho. Elcura, que estaba impaciente, subió con rapidez con su sotana remangada ysujeta al cinturón. El boticario se apartó de la boca para que Breuil se colo-cara en el centro medio tumbado, no podían ni ponerse de pie. Mientras elabate iniciaba la inspección, don Federico tuvo que parar la ascensión deObermaier que ya tenía agarradas las cuerdas. Le aclaró que apenas cabíandos personas y que tendrían que hacer la inspección por turnos.

Durante un rato los dos visitantes no hablaron ni palabra, el cura miran-do hacia el techo de roca, a menos de un metro de su cabeza, y el boticariopendiente de no quitarle la luz sin caerse al vacío.

— Es realmente sorprendente que en este agujero haya tantas pinturas–fue lo primero que acertó a decir Breuil–.

— ¿Qué le parece?— No acabo de entenderlas muy bien. Estoy sorprendido por quién y

por qué subió hasta aquí y no me acabo de centrar. La verdad es que ha sidouna sorpresa. Es diferente a todo lo que he visto hasta ahora.

— Ya sé que los científicos no hacen especulaciones..., pero como yo nolo soy voy a reflexionar en voz alta. Todos esos soles –dijo señalándolos–parecen...

— Una obsesión –dijo el cura sin dejarlo terminar y dándose cuenta deinmediato de que había caído en la trampa de la especulación–. ¿Es lo que ibaa decir, no? –añadió enseguida tratando de no hacer suyas esas palabras–.

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— Es lo que iba a decir, me ha leído usted el pensamiento. Parece comosi alguien hubiera echado de menos el sol y hubiera tratado de iluminar elcubículo con sus pinturas.

Breuil no contestó. Se limitó a quitarse la boina y cambiar de posturapara seguir mirando con detenimiento. Don Federico se animó a seguir dan-do su versión de lo que veían:

— Esas rayas onduladas parecen indicar agua, quizás las del río –dijoseñalando hacia fuera–, o alguna inundación –al añadir esto el cura volviósu mirada hacia él, y justo a su izquierda contempló al fondo el estrecho deSantonge–.

— Un momento... –giró varias veces la cabeza hacia fuera y hacia laparte más exterior de la cueva–. Esas dos tes enfrentadas, ¿las ve? –dijosin esperar contestación–, podrían representar el estrecho aquél –añadióindicándolo y arrepintiéndose al instante de haberse metido en aquelladisquisición–.

— Podría ser un mapa de la zona...— Ya veremos, ya veremos –le cortó el abate que creía que había llega-

do demasiado lejos al expresar sus pensamientos en voz alta–.— ¿Y esto? –insistió el farmacéutico–. ¿No le parece un brujo?— ¿Otro brujo don Federico?— Estoy pensando en voz alta abate; no me haga caso, apenas es un

boceto..., podría ser un arquero...— Podría..., Podría...— Está bien, está bien, ya sé lo que me va a decir. Mejor me bajo y lo

dejo con sus reflexiones.— Me parece bien. Dígale a Obermaier que suba, aunque no sé si vamos

a caber los dos aquí dentro –dijo mirando hacia los lados–.El boticario se preparó para descender. La bajada era realmente lo más

difícil: había que ponerse de espaldas al vacío y tantear con los pies hastaencontrar los peldaños estrechos de madera. Desde abajo le guiaron hastaque aseguró sus dos pies, después era coser y cantar.

El siguiente visitante se santiguó antes de agarrar las cuerdas y subir elprimer pie al peldaño; no estaba muy seguro de que aquel invento aguantarasu peso. Desde arriba, el abate le dijo que él estaría pendiente del amarrepara darle confianza. Lo más difícil para Obermaier fue adentrarse en lacueva y poder colocarse junto al cura, que se había adentrado un poco para

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facilitar la labor de su compañero. Esperó a que resoplara varias veces yentonces empezó a señalarle las pinturas sin hacer comentario alguno.

Abajo, don Federico echó un largo trago de agua del botijo que le acercóJuan, sin querer responder a Cabré, que lo interrogaba expectante por lo quehabía arriba. Al acabar el trago, se limpió la boca y no tuvo más remedio quecontestar:

— Aunque le parezca mentira, ahí arriba hay pinturas, creo que prehis-tóricas, pero no le diré más, es mejor que las descubra usted sin ningúnprejuicio –por una vez hacía caso a Breuil–.

Don Hugo duró poco, bajó resoplando. Cabré, sin esperar sus explica-ciones, inició la subida. Un rato después fue el cura el que descendió. Tomóasiento y sacó de su bolsa un bloc, dispuesto a tomar notas de lo que habíavisto mientras acababa el turno de las subidas. Cabré se asomó y reclamó sucámara de fotos que, con las prisas, había dejado olvidada sobre una roca.El Tontico se encaramó con ella y se la dio sin entrar en la cueva.

Después subió Siret, advertido de lo que iba a ver porque su amigo ya lehabía contado en una de sus extensas cartas el descubrimiento. Cuando Cabréacabó su sesión fotográfica, el cura reclamó volver a subir para hacer suscalcos; a pesar de las fotos, él seguía con su método. Pidió a Siret que semantuviera arriba para que le ayudara, y evitar así una nueva subida al boti-cario, al que no le hubiera importado volver a subir, pero estaba seguro deque el abate lo prefería así para que no continuara calentándole la cabezacon sus especulaciones.

Al acabar todo el trajín de subidas y bajadas, don Federico propuso bus-car una buena sombra y comer algo.

— Me parece oportuno –dijo Breuil como líder de aquel grupo–, perodespués me gustaría recorrer la zona. Estoy seguro de que tiene que habermás cosas interesantes...

— No va usted descaminado. Hay una cueva, que nada tiene que vercon ésta, pero hay que darse otra buena caminata...

— A eso hemos venido ¿no? –le contestó mientras soltaba su sotana delcinturón y la sacudía como podía–.

— Le adelanto que en esa cueva yo no he visto pinturas.— No sólo de pinturas vive el arqueólogo –contestó sonriente tras su

particular cita bíblica–.— Como usted quiera.

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Juan descolgó la escala con la ayuda del campesino, ante la atenta mira-da de todos, y la metió de nuevo en la aguadera. Después arreó a las mulaspara que bajaran en busca de la deseada sombra y poder echarle un buentiento a la bota, ya lo iba necesitando.

Con los estómagos llenos, y después de un ligero descanso, reiniciaron lamarcha en dirección noreste, comentando la extraña cueva que habían visto ysus sorprendentes figuras. Bajaron hasta el río Caramel y lo cruzaron, conmucho cuidado, ya que todos estaban advertidos de que aunque llevaba pocoagua, su fondo era de greda que al saturarse de agua se hacía impermeable ymuy resbaladiza. Don Hugo fue de nuevo el que más sufrió en la empresa,pero ayudado por Juan y por el campesino alcanzó la otra orilla sin caerse.

Subieron y bajaron varios cerros hasta alcanzar de nuevo la planicie. A partirde ahí, el camino era más fácil hasta llegar a un cortijo, situado a unos cientos demetros de su objetivo. Allí pararon a descansar y a saludar a sus ocupantes, a losque tanto don Federico como el Tontico y su ayudante conocían.

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Ambros y Tani despertaron cuando el sol empezó a iluminar la cueva. Sus cuerpos doloridos por la paliza del día anterior tardaron en reac- cionar. Se sentaron en la entrada y planearon sus acciones del día

mientras comían un poco de carne seca que les quedaba, con los ojos cegadospor la fuerte luz que enfrente de ellos ya sobrepasaba las montañas. Habíanpasado más de dos horas desde que el sol empezara a salir, por lo que decidie-ron que no tenían tiempo que perder. Discutieron como dos buenos hermanosantes de ponerse en marcha. Estaban de acuerdo en lo fundamental, teníanque explorar los alrededores para estar seguros de que aquella podía ser sunueva morada, pero el pequeño mantenía que debían de hacerlo juntos y elmayor que por separado. Ambros se impuso, era vital recorrer el mayor espa-cio posible cuanto antes, y por separado lo harían antes. Tani tuvo que admitirque aunque más arriesgada, la apuesta de su hermano era más lógica.

El pequeño salió hacia el este, molesto por la insistencia de su hermanoen que fuera con cuidado, se limitara a inspeccionar los alrededores y queestuviera de vuelta cuando el sol hallara en lo más alto. Ambros cogió laruta más difícil: remontar el arroyo que discurría por delante de la cueva, alfondo del barranco que la separaba del bosque empinado por el que habíanllegado la tarde anterior.

Tani recorrió algo asustado los primeros cerros cuajados de pinos que seiba encontrando, temeroso de que en cualquier momento encontrara algunatribu que diera al traste con la idea de instalarse allí, pero poco a poco fuerelajándose y disfrutó, con los ojos muy abiertos, del paseo mañanero. Des-pués de andar un buen rato por una ladera que alternaba sus afiladas rocas

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¡Había un lobo en la roca mirándome!

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con una tierra blanca y agrietada, divisó, al acabar los pinos, una gran exten-sión frente a sí. Una enorme rambla del mismo color blanco que llevaba unrato pisando se cruzaba en su camino. Bajó hasta llegar al torrente de aguaque mansamente discurría hacia el sur. Se refrescó gozoso en ella y se limpióla pegajosa greda blanca que se había adherido a sus pies. «Sin duda –pen-só– este arroyo se encontrará más abajo con el río que ayer cruzamos», perocomo el sur era la dirección de la tierra ahora prohibida para ellos, optó porsubir en dirección contraria a la corriente. A su derecha el paisaje se parecíaal que había atravesado hasta llegar allí. Un rato después se sentó a descan-sar sobre una roca, contemplando la cristalina agua mientras comía algunasbayas sabrosísimas que había ido cogiendo en su caminar. Aquél parecía unbuen límite para el primer día; si seguía alejándose no estaría de vuelta a lahora prevista y tendría una nueva discusión con su hermano. Una vez des-cansado volvió a subir la empinada ladera en dirección oeste y enfiló suvuelta hacia la cueva. Aunque iba bastante más al norte que a la ida, elpaisaje era muy similar: abundantes bosques y mucha caza a la vista. Perorecordando las advertencias de Ambros no se detuvo, ni siquiera preparó suarco, que llevaba cruzado por el pecho durante toda la mañana. Justo cuan-do el sol llegaba a su cenit, divisó un cerro rocoso que estaba seguro eradonde se encontraba la cueva, que no podía ver porque había llegado casipor detrás de ella.

El recorrido de Ambros no fue tan placentero, al menos al principio. Elarroyo iba encajonado entre paredes casi verticales y junto a él abundabanlas zarzas y los lentiscos, que dificultaban enormemente su ascenso. De vezen cuando tenía que cambiar de ladera porque las matas no le dejaban avan-zar. Cuando las laderas empezaron a tumbarse y el cauce se amplió, decidiódarse un descanso. Refrescó en el agua un buen puñado de moras y se lascomió parsimoniosamente mientras observaba los alrededores. A un lado, laladera seguía bastante vertical y en lo alto se adivinaban algunas cuevas enla roca, tras él; en la otra orilla la pendiente era algo menor y también habíanumerosos abrigos, situados bastante más bajos. Acabadas las moras, echóun buen trago de agua y empezó a subir la ladera más escarpada, era la másdifícil, y cuanto antes la explorara mejor. Recorrió varias cuevas, que resul-taron ser abrigos poco profundos y donde solo había rastros de animales; noparecían haber estado habitadas nunca. Satisfecho por ello se animó y subióhasta lo más alto. Desde allí pudo contemplar, a lo lejos, el río Caramel,

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detrás de varios cerros, y más lejos aún se adivinaba el contorno norte de ElGabar, donde había pasado unos días resguardado del mal tiempo. Añoran-do las pinturas que había dejado en él, bajó de nuevo al arroyo y repitió lainspección de los abrigos de ese lado con el mismo resultado: sólo excre-mentos de animales y algún que otro hueso, pero ningún signo de vida hu-mana. Llegó a la conclusión de que aquella zona podía ser adecuada paraesconderse si fuera necesario, pero desechó instalarse allí por la escasa pro-fundidad de los abrigos, que poco les resguardarían de las inclemencias deltiempo en cuanto éstas llegaran. Pasada esa zona, se abría un ancho campoondulado, rodeado siempre a mediana distancia de bosques y nuevas lade-ras. La marcha era mucho más cómoda y anduvo un buen rato hasta dondeel arroyo empezaba su curso. Antes de llegar a los altos montes que se eleva-ban a su izquierda, decidió regresar. Fue un rato en dirección norte y, antesde llegar a la zona boscosa, giró a su derecha en dirección a levante, hastaque según sus cálculos debería estar cerca de la cueva. Estuvo un rato des-orientado, no la veía por ninguna parte. De pronto comprendió, por la orien-tación de su cueva hacia el sureste, que debía estar justo detrás de ella.Rodeó un cerro y, cuando miraba sin encontrar lo que buscaba, oyó losgritos de su hermano que le indicaba la dirección a seguir. Al llegar hasta élcomprobó que efectivamente había pasado por detrás de ella. A media lade-ra, para no pasar por las rocas del cauce, llegaron hasta la cueva.

Sentados en el mismo sitio que por la mañana, se contaron sus explora-ciones mientras devoraban lo poco que les quedaba para comer. Llegaron ala conclusión de que ambas expediciones habían sido un éxito: ninguno ha-bía encontrado rastro de sus semejantes, la caza era abundante así como lasbayas a las que Tani ya se había aficionado, y no les faltaría agua. Por unavez, de mutuo acuerdo, decidieron que aquella iba a ser su cueva, al menosdurante una buena temporada.

Nada más comer, sin darse descanso alguno, prepararon sus armas ycruzaron el arroyo dispuestos para la caza; su despensa estaba vacía y te-nían que empezar a hacer acopio de víveres. Sin alejarse demasiado hicieronunas cuantas presas y las destriparon antes de volver; no querían hacerlo enla cueva para no atraer alimañas al olor de los deshechos. Antes de salir delbosque recogieron toda la leña que podían acarrear y llegaron a su guaridacuando el sol ya no se divisaba por encima de los montes que rodeaban elarroyo.

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Agotados por el intenso ajetreo del día, prepararon una buena fogata en laparte más alta de la cueva, junto a la entrada, asaron una de sus piezas y lacomieron en silencio. Con las primeras sombras de la noche avivaron el fuegoy se dispusieron a descansar por turnos, por si el fuego no fuese suficiente paradesalentar a las fieras nocturnas que ya empezaban a oírse en la oscuridad.

Ambros hizo, como siempre, el primer turno de guardia. Lo pasó diva-gando sobre lo que les esperaría en su nueva morada, echando mano a susarmas cada vez que oía ruidos entre la maleza cercana. Le costó trabajodespertar a su hermano, que se había instalado al fondo de la cueva y dor-mía a pierna suelta. Cuando consideró que estaba suficientemente espabila-do, se adentró en la oscuridad y cayó rendido.

El día siguiente lo dedicaron también a la caza. Tenían que hacer acopiode víveres y de pieles; el tiempo seguía estable pero no sabían cuanto dura-ría así. Cuando empezaran las lluvias, el viento y después la nieve no lessería nada fácil moverse por la zona. No sabían lo que les esperaba, perointuían que sería aún más duro que en su antiguo poblado. Por la tarde sededicaron por fin a estudiar bien la cueva y a pensar como la tenían queacondicionar para poder vivir en ella.

La gruta era bastante grande, la mayor que habían visto hasta entonces.Se abría como un gran boquete en un macizo rocoso. La entrada era muyamplia, con una longitud de más de veinte metros y una altura que, en laparte más alta, tendría al menos diez metros; luego la roca iba bajando haciael interior hasta encontrarse con el suelo, el fondo se hallaba a más de quin-ce metros. Tenía el suelo ligeramente inclinado, quedando la parte del oestea más de un metro de profundidad que la del este. Una gran roca se elevabajusto en el centro, protegiendo en parte la entrada. La orientación sureste dela abertura hacía que estuviera protegida de las terribles ventiscas del norte,al menos eso pensaban ellos.

Acordaron habilitar la parte mas profunda para dormir, protegiéndolacon un parapeto de piedras seguros de que hasta allí no llegaría el agua de lalluvia, aunque el suelo de la cueva estaba más bajo que el exterior una pe-queña elevación en la vertical de la entrada y la fuerte pendiente hacia elarroyo harían que el agua discurriera por fuera sin anegarla. La parte más aleste, la más alta, la utilizarían para el fuego porque estaba más cerca delexterior, y así evitarían ahogarse con el humo, ya que no había ninguna cavi-dad que pudiera hacer de chimenea. Esa tarde solo les dio tiempo a limpiar

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la zona destinada al descanso y a amontonar todas las piedras que se distri-buían por el suelo junto al parapeto natural de la entrada. Estaban segurosde que todos aquellos restos provenían de haber sido utilizada la cuevaanteriormente como zona de preparación de las piedras para utensilios ma-nuales; la forma de las lajas afiladas y la alta concentración de material leshizo llegar a esa conclusión. Con esa limpieza, además de reforzar un pocola entrada, evitaban herirse los pies al primer descuido, tan afiladas eran quealgunas las apartaron para utilizarlas ellos mismos cuando les hicieran falta.

Nada más ponerse el sol ya estaba Ambros haciendo su guardia y Taniacomodándose en el fondo de la cueva. Esa noche, sin saber por qué, seoían menos gritos de alimañas por la zona.

Ambros despertó de pronto con una extraña sensación de estar siendoobservado. El corazón empezó a acelerársele al levantar la vista hacia laroca de la entrada; sobre ella un lobo lo miraba fijamente, su silueta terriblese dibujaba perfecta. ¿Qué está pasando aquí? –pensó–, ¿dónde estaba suhermano? El lobo seguía inmóvil mirándolo; Ambros tanteó a su lado perono encontró sus armas, las había dejado junto a la roca al terminar su guar-dia. ¡Estaba perdido! Se estaba incorporando despacio, cuando el lobo dioun gran salto hacia fuera y abandonó la roca. Él corrió como un poseso paracoger su arco antes de que el lobo reapareciera. Quién apareció, sin embar-go, fue su hermano, que había bajado al arroyo a aliviarse junto a él y arecoger un poco de agua. Tani se asustó al ver la expresión del mayor, queno acertaba a explicarle lo que había pasado:

— ¡¿Dónde estabas?! –le gritó como un loco–.— He bajado un momento al arroyo antes de despertarte –contestó sin

entender la excitación de su hermano–.— ¡Había un lobo en la roca, mirándome! –dijo señalando hacia ella–.— ¿No estarías soñando?Ambros se abalanzó sobre Tani y forcejearon hasta que el mayor se tran-

quilizó y el pequeño creyó lo que le decía. Los dos se armaron y empezarona escrutar los alrededores. Al salir unos metros con precaución, apareció depronto, sobre una roca en la ladera de la izquierda la figura del lobo.

— ¡Ahí está! –gritó el mayor preparando su arco para disparar sin que ellobo hiciera ademán de moverse–.

— ¡Es Lobo! –gritó eufórico Tani–. Deja el arco –le dijo tranquilamentea su hermano que miraba asombrado su cara de felicidad–.

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— ¿Qué? –contestó sin saber muy bien qué hacer–.— Es Lobo, nuestro lobo.Ambros pareció reconocer entonces la figura que los había seguido du-

rante muchos días y que habían perdido de vista al cruzar el río.— ¡Maldito animal! Menudo susto me ha dado –añadió un poco más

tranquilo bajando su arco–.El pequeño se acercó despacio hacia el lobo sin que este hiciera inten-

ción de moverse hasta que estuvo cerca, entonces bajó de la roca y retroce-dió unos pasos. Tani se detuvo y lo llamó, pero el animal, algo receloso no sedecidía a acercarse:

— Déjalo tranquilo –oyó a su espalda–.— Sí, será lo mejor hasta que se vuelva a acostumbrar a nosotros.— Vamos, no podemos perder el día con tu lobo, hay que seguir con la

caza, el tiempo no tardará en cambiar.Pasaron casi todo el día cazando sin que Lobo los perdiera de vista ni un

momento, pero sólo se acercó hasta ellos para devorar las entrañas que Tanile ofrecía sonriente. Volvió detrás de ellos a la cueva con sus andares salta-rines y se acomodó a pocos metros de la entrada. El resto de la tarde no semovió de su sitio, observando atentamente el ir y venir de los dos hermanosacarreando piedras para hacer su muro de protección al fondo de la cueva.A la hora de dormir, el pequeño se dirigió a su hermano:

— Tengo una idea. A lo mejor no está mal que Lobo nos haya seguido...Ambros lo miraba sin entender, dejándose coger por el brazo arrastrado

hasta la zona de dormir.— ¿Qué haces? –le preguntó en voz baja–.— Vamos a hacer la prueba. A ver si Lobo nos hace de guardián...— ¡Tu estás loco!— Chiss..., hazme caso, no perdemos nada.Mientras los hermanos se acomodaban para dormir –el mayor poco con-

vencido de hacerlo–, el lobo trepó hasta la roca de la entrada. Ambos vieronla silueta oscura de Lobo mirándolos durante un instante, hasta que girósobre sí mismo y dejó caer su cuerpo apoyando la cabeza sobre las patasdelanteras, mirando al exterior. Tani dio un codazo a su hermano y sonrió:

— Lo ves –dijo en voz baja–. Se acabaron las guardias... Él las hará pornosotros.

— Estáis locos. Tú y el lobo –le contestó dándose la vuelta para dormir–.

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A pesar de la nueva vigilancia, el mayor estuvo en duermevela toda lanoche; de vez en cuando levantaba un poco la cabeza para ver si el loboseguía allí. Cuando veía su figura como esculpida en la roca, volvía a bajar lacabeza y a intentar dormir. La siguiente noche apenas se despertó un par deveces para mirar, pero a la tercera dio por buena la vigilancia y durmió de untirón, como hacía semanas que no había hecho.

Pronto cambió el tiempo y llegaron las fuertes lluvias: no como las tor-mentosas que habían sufrido en su camino al exilio, sino días y días sin ver elsol y sin parar de caer agua. No podían hacer muchas salidas; aprovechabanlos pocos claros que había para aumentar su despensa, pero era muy difícilatravesar el crecido arroyo y moverse después sobre el suelo embarrado.Afortunadamente las medidas previsoras de los hermanos habían hecho quetuvieran la despensa repleta, y habían tenido tiempo de secar muchas pielesque ahora les servían para cubrirse y poder soportar el fuerte frío que pocoa poco se iba metiendo. También habían recopilado un buen montón de leñaque mantenían a resguardo y con la que podían tener permanentementeencendida la fogata. Lobo se había instalado con ellos y ocupaba siempre lamejor zona junto al fuego. A veces, a pesar de la lluvia, hacía alguna salidapara procurarse alimento; Ambros no estaba dispuesto a que el animal con-tribuyera a menguar su despensa, aunque su hermano le procuraba algo dealimento cuando el mayor estaba ocupado con sus pinturas.

Cuando acabaron las lluvias comenzó el viento, que soplaba con una fuer-za terrible; menos mal que habían acertado y la orientación de la cueva queda-ba a resguardo de los vientos dominantes del norte y de poniente, aún asíalgunas ráfagas se colaban dentro de la cueva esparciendo el humo y hacién-doles toser durante un buen rato. La vida empezaba a ponérseles difícil.

Al despertar una mañana, se encontraron con todo cubierto de blanco:la nieve se había adueñado de la zona y ahora sí que serían difíciles lassalidas, por la dificultad de caminar sobre ella y por el intenso frío. Algunosdías el arroyo aparecía con una fina capa de hielo, tan quebradiza que difi-cultaba aún más la posibilidad de atravesarlo. Les esperaba una buena tem-porada recluidos en su cueva.

Para pasar entretenido el crudo invierno, Ambros había vuelto a suspinturas. Pasaba horas preparando su material y mirando a las paredes mien-tras su hermano jugueteaba con Lobo o perfeccionaba sus armas. Después

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LA CUEVA DE AMBROS

de mucho pensarlo se había decidido a dibujar un hermoso caballo, comolos que había visto por las praderas del norte antes de tener que recluirse.Pasó horas palpando las paredes para elegir el mejor sitio y que las rugosida-des de la roca le ayudaran a dar más realismo a lo que pretendía hacer. Conun carbón fue trazando la silueta pacientemente. Cuando no estaba satisfe-cho con algo lo borraba mojando un poco de esparto en agua y restregándo-lo contra la pared. Tani se burlaba de su afición y reía a carcajadas cada vezque su hermano borraba algo que no le gustaba. Normalmente aceptababien las risotadas pero a veces, cuando estaba realmente cabreado por algoque se le resistía, atacaba al menor y le restregaba el manojo de esparto porla cara dejándolo totalmente tiznado. Aquellos ataques les servían paramantenerse en forma, ya que forcejeaban durante un buen rato tratando deembadurnarse el uno al otro, teniendo como resultado que ambos acababanmanchados de negro mientras que el lobo, que no entendía muy bien aque-llos juegos, gruñía a Ambros enseñándole los dientes, sin llegar nunca aatacarlo; Tani lo calmaba antes de que eso pudiera suceder.

Hasta que no estuvo realmente satisfecho con el dibujo hecho con elcarbón no empezó de verdad a pintar su caballo. Los días en que el solbrillaba y no hacía viento, salían a buscar sus trampas y a restituir la leña quequemaban sin parar. Ambros estaba entonces deseando acabar con esos tra-bajos para volver a la cueva y retomar su pintura, lo que no siempre podíahacer porque los días eran cortos y, cuando volvían, la luz dentro era tanescasa que casi no veía su figura.

Así pasaron todo el invierno. Aprendieron a atarse unas pieles en lospies para poder caminar por la nieve, que ya se había asentado en el terreno;sus piernas ya no se hundían hasta las rodillas. De vez en cuando algúnresbalón inoportuno le hacía darse un tremendo batacazo a alguno de losdos mientras el otro reía antes de acudir al rescate.

Ambros no consiguió culminar su obra al final del invierno; las salidas seiban haciendo más frecuentes y le quedaba poco tiempo para su afición,pero la enorme figura del caballo ya dominaba la estancia poniendo un pocode colorido en sus vidas.

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Antes de llegar la primavera, la nieve era cada vez más escasa mante- niéndose sobre todo en las zonas de umbría. Los hermanos, hartos de la cueva, empezaron a salir a diario: necesitaban ejercicio y que

les diera el aire en la cara. No sólo se dedicaban a cazar o a recolectar, aveces paseaban durante horas con el único objetivo de disfrutar del hermo-so paisaje que los rodeaba y que el sol iba reanimando, llenando de coloreslos prados. Sus cuerpos se iban tonificando y calentando tras la forzadahibernación.

En esos días, Ambros consiguió por fin culminar su obra y la dio porterminada. Su hermano lo felicitó por el realismo que había conseguido. Aveces, mientras la contemplaban, Lobo se unía a ellos enseñando sus colmi-llos; Tani lo sujetaba, temeroso de que se abalanzara sobre el caballo y sedejara los dientes en la roca.

Con el avance de la primavera las salidas no siempre las hacían juntos. Sihabía que cazar o buscar otros alimentos, lo que era muy frecuente, uníansus fuerzas y sus ingenios para ello, pero cuando no era así cada uno tomabaun camino; se habían convencido de que no había nadie por la zona y seencontraban totalmente relajados. Tani siempre iba con Lobo, que no lodejaba ni a sol ni a sombra, y Ambros lo hacía solo. A ambos les hacían bienesos paseos y dejar de verse las caras durante algunas horas.

Ambros caminaba casi siempre hacia el sur; sabía que se acercaba allímite de la zona prohibida, pero había descubierto una zona donde la ram-

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Una joven saltaba divertida y, cada vez que lo hacía,sus senos firmes vibraban brillantes por los reflejosdel sol sobre el agua que discurría por ellos.

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bla que Tani viera el primer día y el río que los dos cruzaron tan penosamen-te meses atrás se juntaban, dando lugar a grandes charcas y pozas rodeadasde vegetación y donde abundaban las aves, las ranas y los peces, a los quepasaba horas persiguiendo hasta conseguir ensartar alguno con una de susflechas. Luego se tumbaba sobre el verde panza arriba, dejando que el solfuera tostando su piel y tonificando sus músculos.

Un día, ya entrado el verano, cuando se hallaba reposando al sol detrásde unos juncos, le pareció oír chapoteos en el agua, unos ruidos diferentes alos que estaba acostumbrado. Se incorporó sigilosamente y entreabrió unpoco los juncos mirando hacia la zona donde había oído los chapoteos,temeroso de que alguien les pudiera arrebatar la tranquilidad de la que goza-ban. Con los ojos como platos trataba, sin conseguirlo, de distinguir bien dequé se trataba. Arrastrándose tras los juncos que llenaban la ribera, fue si-tuándose de manera que pudiera enterarse de qué estaba pasando al otrolado del río. Una vez colocado enfrente de la poza que lo intrigaba, volvió aentreabrir cuidadosamente los juncos. Su corazón le dio un vuelco al ver auna hembra retozando en el agua: no se podía creer lo que veía, una jovensaltaba divertida y cada vez que lo hacía sus senos firmes vibraban brillan-tes por los reflejos del sol sobre el agua que discurría por ellos; cuando sedaba la vuelta, una hermosa melena de pelo negro se enredaba por la espal-da sin llegar a tapar las poderosas nalgas que se tensaban en cada salto.Ambros se percató entonces de que aquello que le colgaba entre las piernasy de lo que casi se había olvidado volvía a cobrar vida por si solo, con cadasalto de la hembra crecía un poco más. Soltó los juncos y miró su olvidadomiembro; en ese instante cesaron los saltos y por un momento temió queapareciera más gente y tuviera que salir huyendo a toda prisa. Volvió a es-crutar entre la maleza, mirando hacia todos lados por si descubría más se-mejantes, pero no veía a nadie. Al volver sus ojos a la poza descubrió que lahembra había desaparecido; excitado, movía la cabeza sin cesar buscándola.Volvió a arrastrase con cuidado de no arañarse su crecido pene pero sin quesu cabeza sobrepasara el paramento vegetal que lo ocultaba. Subió un pocopor la ribera para tener mejor visión y, cuando creyó encontrar el sitio ade-cuado, volvió al acecho. Instantes después descubrió de nuevo a la hembra.Había terminado sus juegos y reposaba ahora boca arriba tendida en la hier-ba, jadeante después del esfuerzo, con los oscuros pezones apuntando al soly el vientre reluciente por la humedad subiendo y bajando sin parar. Ambros

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estaba a punto de saltar, cruzar el río y situarse sobre ella, pero sabía que nopodía hacerlo: no estaba seguro de quién más habría por los alrededores. Serecostó y dejó una sola mano en los juncos mientras que con la otra acaricia-ba su miembro a punto de explotar, hasta que tuvo que soltar las plantas ytaparse con esa mano su propia boca para apagar los goces de placer que seescapaban por ella. Tras reposar respirando profundamente varios minutos,volvió a mirar entre los juncos temiendo que su ahogado placer hubiera sidooído en la otra parte del río. Suspiró al ver la hermosa figura descansandoplácidamente con la respiración ya lenta y acompasada, como si estuvieradormida. No fue consciente del tiempo que la estuvo contemplando, hastaque al desaparecer ella entre los árboles hacia el este, trató de incorporarsey casi se cae de bruces, sus piernas y uno de sus brazos se le habían dormidopor la quietud en que los había tenido. Los masajeó hasta que notó un pi-cante hormigueo que los hacía volver a ser útiles. Antes de abandonar el río,miró hacia la zona donde había visto desaparecer la negra melena de lahembra, pero ya no había ni rastro de ella. Cayó entonces en la cuenta delpeligro que había corrido, estaba claro que una hembra sola no era lógicoque estuviera por allí si más o menos cerca no hubiera más gente.

En el camino de vuelta no paraba de pensar, por un lado, en el hermosodescubrimiento que había hecho y que le había hecho recordar que era unmacho y, por otro, en la posibilidad de que cerca de allí, al otro lado de larambla, que nunca habían cruzado, hubiera alguna tribu que les pudieracomplicar la vida. Antes de llegar ya había decidido no contar nada a suhermano para no inquietarlo, además pretendía en los días siguientes seguirdisfrutando de aquel espectáculo, lo quería para él solo, y de paso tratar deaveriguar si realmente estaban o no en peligro.

Tardó unos días en volver a las pozas; las obligaciones de mantenimientoeran primordiales y dedicaban a ello la mayor parte del tiempo. En cuantotuvo ocasión, volvió al río pero lo encontró solitario; pese a ello no disfrutó desus correrías tras los peces y las ranas, por miedo a ser visto desde el otro lado.

La tercera vez que volvió tuvo suerte y pudo contemplar a la solitariahembra refrescándose en el agua. Las anteriores visitas le habían servidopara buscar la mejor posición para observar sin ser visto y estar más cómo-do que la primera vez. Sentado, con la espalda apoyada en el suave troncode un álamo, se deleitaba con los juegos; ahora, mejor situado, acertaba aver como el agua corría por los ensortijados vellos del pubis de la joven

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hasta escurrirse entre sus piernas. A lo largo de la mañana volvió a darseplacer, sobre todo cuando en una de sus salidas del agua creyó que los ojosnegros del otro lado del río se habían posado en los suyos. Aunque estabaseguro de que no podía verlo, por un instante creyó que coincidían en sutrayectoria y los labios voluptuosos y entreabiertos habían esbozado unasonrisa; aquello le produjo tanta excitación como los senos danzando baña-dos por el agua e iluminados por el fuerte sol.

Durante todo el verano repitió una y otra vez sus bajadas al río, no siem-pre con la misma suerte. Su carácter había cambiado y su hermano lo inte-rrogaba sin éxito y le recriminaba que se hubiera olvidado de las pinturas. Élcontestaba con evasivas y trataba de no descubrir ni su preocupación por laposibilidad de una tribu cercana ni su excitación cada vez que pensaba en lahembra retozando para él.

Avanzado el verano, en uno de sus acechos, la hembra, a la que él yallamaba en su interior como Río, por ser el sitio donde la había descubierto ydonde la gozaba en solitario, abandonó la poza que solía utilizar para el bañoy se situó en el centro de la corriente, a apenas unos metros de él, tan cercaque podía hasta olerla, lo que le obligó a encogerse un poco tratando deocultarse un poco más. Ella, ajena al espionaje, daba patadas al agua y girabasobre sí misma sin parar, mientras a Ambros se le iba nublando la mentecreyendo que en cualquier momento ella oiría las palpitaciones de su pene.De pronto cesaron las patadas y los giros, ella se paró de espaldas a él, miran-do el agua, como si hubiera visto algo que le interesara y se agachó con inten-ción de recoger algo del fondo del río; sus nalgas poderosas quedaron a laaltura de su vista y vio como entre sus piernas brillaban los extremos del vellogoteando. Sin poder dominar su voluntad, como un felino se presentó tras ellasin que hubiera tenido tiempo de enderezarse y agarrándola de las caderas lapenetró con furia. Ella trató de incorporarse dando fuertes codazos a amboslados, pero la fuerza del excitado Ambros era sobrehumana y su cuerpo no seinmutaba con los golpes que recibía, no dejaba de mover sus caderas adelantey atrás acompasando el ritmo con su agitada respiración. En la lucha, ellacayó de rodillas sobre el agua que se deslizaba impasible entre sus mulos,facilitando aún más la penetración; tuvo que dejar de forcejear y apoyar susmanos en el lecho del río para no caer de boca sobre él. Acabada la resistenciasolo se oyeron durante unos minutos los jadeos de la pareja, hasta las ranashabían cesado en su monótono croar. Culminado el éxtasis, Ambros sacó su

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miembro aún duro y a toda velocidad desapareció por su orilla, mientras ellacaía de bruces al río. Cuando consiguió sacar la cabeza y girarla mientras sequitaba el agua de los ojos, sólo le dio tiempo a ver la fuerte espalda de unhombre desapareciendo en la maleza. Chapoteó con rabia sentada en mitaddel río, maldiciendo el traidor ataque que había sufrido. Llena de odio se acer-có hasta el escondrijo de Ambros sin encontrarlo allí y, sin atreverse a ir máslejos, volvió hacia su orilla y desapareció en la maleza.

Ambros no paró de correr durante un buen rato, hasta que estuvo segurode que nadie lo seguía, entonces se dejó caer al suelo asqueado por su accióny consciente de que había cometido una torpeza; ya imaginaba a toda la tribubuscándolo, no contaba con que Río no iba a contar nada. La hembra, pasadoel susto inicial y la impresión del primer impacto, había sentido algo nuevo,algo que no conocía y al final, pese a la crudeza del asalto, un placer que lahabía excitado durante unos maravillosos segundos. Tampoco contaba conque Río estaba advertida del peligro de alejarse sola, lo que hacía de vez encuando, y que si contaba lo sucedido tendría su propio escarmiento.

Los días siguientes Ambros estuvo más taciturno que de costumbre. Apesar del peligro que sabía que corrían, no contó nada a su hermano, queoptó por dirigirse a él sólo cuando era imprescindible, harto de los bufidosque recibía cada vez que lo intentaba.

Pasaban los días y la tribu no aparecía por ningún lado. Él seguía estandoprecavido y procuraba no alejarse mucho de la cueva y de que su hermanotampoco lo hiciera solo. Una semana después estaba convencido que no loandaban buscando, de ser así ya habrían dado con él. Volvió a ser más socia-ble y a dejar que Tani y Lobo fueran por donde quisieran, afortunadamentenunca les daba por ir hacia el sur. Conociendo a su hermano, sabía que difícil-mente se acercaría hasta lo que consideraban el límite de su exilio: el río.

Días después, Ambros, empezó de nuevo a ir hacia el sur, cada vez unpoco más lejos pero sin llegar hasta el río, temiendo que allí lo pudieranestar esperando. Sin embargo la imagen de Río no se le borraba de la cabezay cada vez llegaba más cerca, sin notar nada distinto a otras veces. El díaque por fin se decidió a llegar hasta las pozas, lo hizo por un sitio distinto,pues sabía que su escondrijo ya no le serviría. Llegó por el norte, junto a larambla, sin parar de observar cautelosamente la otra orilla. Se acercó, aden-trado en la maleza por la ladera por si tenía que salir huyendo, y se apostósobre un pino para tener mejor visión. No vio a nadie en toda la mañana y

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volvió sobre sus pasos, contento porque nadie parecía buscarlo y triste por-que su bañista no había aparecido, lo que tampoco le extrañaba después delsusto que le debía haber metido en el cuerpo.

Pero Ambros estaba equivocado, ella había vuelto varias veces y no ha-bían coincidido. Al tener que estar alerta disfrutaba menos de su baño. Larealidad era que, además de por el agua, volvía buscando aquellas musculo-sas espaldas que había visto desaparecer entre los juncos.

Tras varias visitas, vigilando siempre encaramado a un pino, vio como Ríollegaba hasta la otra orilla, cruzaba cautelosa hasta cerca del escondrijo y,cuando estaba segura de que no había nadie, volvía hasta su poza, sin perderde vista los juncos ni un momento, deseando verlos moverse. Ambros esperóun rato por si había alguien acechando escondido, hasta que no pudo más ybajó del pino saliendo hasta la orilla de la rambla, a unos cien metros de laspozas. Se paró mirando hacia ella, que no hizo ningún ademán de salir huyen-do. Despacio, tanteando el suelo que pisaba, fue acercándose hasta situarsedelante de su escondrijo. Río no dejaba de mirarlo y acompañaba sus saltos enla poza con descuidadas caricias sobre sus tersos senos. Sin dejar de mirarla,excitado cada vez más, cruzó despacio el río y cuando ella le sonrió se metióen la poza dando saltos hasta que llegó junto a ella. El agua fría templó unpoco sus ansias y jugueteó un rato al compás que le marcaba hasta que ella sedecidió a salir del agua y se tumbó sobre la hierba. Al verla subir las rodillas yabrir las piernas su miembro volvió a la vida y se abalanzó sobre ella, forcejea-ron un poco, más como un juego excitante que como defensa, hasta que él lapenetró, con energía pero no con furia y ella elevó sus piernas para facilitar laconsumación. Se movieron como locos durante unos minutos, ella con susmanos sobre las caderas de él y Ambros asiendo fuertemente los pezonesduros de ella, que chillaba con una mezcla de placer y dolor a cada empellónque recibía. Si hubiera habido alguien a menos de un kilómetro a la redonda,hubría oído sin duda los gemidos de placer de aquellos dos cuerpos jóvenesentregados al máximo al goce absoluto.

Tumbados cara al sol, el uno junto al otro, fueron recobrando el ritmonormal de sus corazones. Hasta entonces no se habían dicho ni palabra.Después Ambros le pidió que le contara dónde vivía su tribu y qué peligropodía correr. Así se enteró que el poblado de Río estaba lejos, hacia el este,pero que acudían con frecuencia a los bosques que había a una hora decamino, que eran ricos en caza. Ella aprovechaba aquellas expediciones para

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acercarse hasta el río y refrescarse un rato. Él no le contó la verdad, pormiedo a que si sabían que eran sólo dos pudieran acabar con ellos cuandoquisieran. Le dijo que moraban hacia el oeste, sin hablarle de la cueva ni desu hermano. Después de darse a conocer, con los cuerpos calientes por elsol, volvieron a enzarzarse en una pelea carnal con final feliz.

Al despedirse, ella le aseguró que nada contaría a su gente, y que volve-ría allí cada vez que pudiera. Él le aseguró que volvería todos los días aesperarla y repetir aquel juego que estaban aprendiendo juntos y que tantole gustaba.

Ambros volvió a ser el mismo de siempre; estaba de buen humor y gas-taba bromas a su hermano, acostumbrado a aquellos cambios tan repenti-nos. Lo convenció para que la caza la dejaran para la tarde, cuando el sol yano quemara tanto, y así tenía todas las mañanas para ir al río a esperar laaparición de aquella hermosa hembra que lo tenía fascinado.

Hasta que acabó el verano no falló ni un día en su visita a las pozas.Tardaba casi dos horas en llegar, pero se había aficionado a hacer parte delcamino corriendo, por lo que lo acortaba en casi una hora. Como por lastardes tenía que salir a cazar estaba en una forma espléndida, sus músculosse marcaban por todo el cuerpo, y sólo se destensaban cuando Río los reco-rría con sus dedos temblorosos.

A pesar de haber llegado el tiempo de las tormentas, Ambros seguía yendoal río todos los días, hasta que se convenció de que Río no volvería a aparecerpor allí hasta el verano siguiente. Cayó entonces en una melancolía que volvióa sumir a Tani en un mar de dudas sobre lo que le pasaba a su hermano.

Hacía un año que habían salido de su poblado y les habían pasado mu-chas cosas, pero la que más le había impresionado a Ambros fue la de lasúltimas semanas. La imagen de Río desnuda estaba siempre en su cabeza, ya veces dudaba si contárselo todo a su hermano y acudir ambos en busca dela tribu, pero aquello le parecía tan peligroso que enseguida lo desechaba.«¿Pero que va a ser entonces de mí?», se decía con rabia cada vez que llega-ba a esa conclusión.

Obligado por las circunstancias y arrastrado por su hermano, se dedicó allenar su despensa y a prepararse antes de que llegara el frío y el invierno,ahora más oscuro que nunca para él.

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Pasada la época de lluvias, el viento se había apoderado de la región. Los hermanos aprovechaban cualquier claro para seguir llenando su despensa, ya bastante bien provista. Cazaban y recolectaban todo lo

que les parecía comestible acompañados de Lobo, que no los dejaba ni a solni a sombra.

No había ni un solo día en el que Ambros no recordara sus encuentrosveraniegos. Algunas veces se acercaba hasta las pozas con la esperanza deencontrarse con Río, aun sabiendo que en esa época era poco menos queimposible: no había excusa para que ella se separase de su tribu, ni tampocoera muy conveniente. Cualquier día empezarían a caer unos tímidos coposde nieve y poco después el campo se cubriría de blanco y se verían recluidosen su cueva todo el invierno. La tribu también tendría que limitarse al recin-to de su poblado dispuestos a pasar la terrible época de frío y nieve.

Una mañana, en la que el viento no hacía demasiados estragos, los doshermanos salieron a cazar a los bosques cercanos en dirección este. Enpleno acecho, cuando su pieza estaba a punto de caer, Lobo abandonó elescondrijo a toda velocidad espantando la caza, pero no era ese su objetivo;siguió corriendo a toda velocidad mientras los frustrados cazadores se mira-ban extrañados por la actitud del animal. Poco después Lobo apareció si-tuándose frente a ellos y haciendo ademanes de volver a salir hacia el lugarde donde venía. Tani tardó poco en entender que lo que quería era que losiguieran. Con las armas preparadas, salieron tras el lobo hasta salir de lapinada y subir una pequeña loma. Al llegar arriba, el animal miraba fijamen-

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Río estaba asustada, sabía lo que quería su corazón,pero temía decirlo

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te hacia la zona baja, Tani hizo lo mismo y señaló a su hermano la dirección,haciéndole señas de que no hiciera ruido.

Lo que Ambros había temido durante tanto tiempo por fin iba a suceder:una tribu numerosa y bien armada escrutaba sin detenerse todo el terreno,acercándose hacia ellos. El mayor tardó unos minutos en convencer a suhermano, mucho más sorprendido que él, de que lo mejor era salirles alencuentro antes de que se acercaran a la cueva y descubrieran su escondrijo,aun sabiendo que tenían pocas posibilidades de vencer a la tribu que seguíabuscando metódicamente en cada rincón.

Bajaron la ladera y se internaron en el bosque que los separaba de losintrusos hasta encontrar un pequeño claro dispuestos a esperarlos; preferíanel amparo de los pinos al campo abierto. Casi media hora después aparecie-ron los primeros hombres armados. Esperaron un poco para comprobar cuán-tos eran antes de dejarse ver. Más de veinte hombres con las lanzas en lasmanos y los arcos cruzados sobre el pecho se detuvieron al llegar al claro.Ambros y Tani salieron del otro lado entre los pinos, frente a ellos, acompa-ñados de Lobo. La tribu se detuvo de inmediato y se puso a la expectativa,no sabían si aparecerían más hombres junto a los dos jóvenes y el lobo, quepoco a poco iba enseñando cada vez más sus largos colmillos, gruñendoinquieto. Tani lo tranquilizaba en voz baja para que permaneciera junto aellos. Ambros, que no había tenido tiempo de contarle nada a su hermano ledijo, antes de dejarse ver, que lo dejara hablar a él, y que contuviera a Lobopara que no iniciara una refriega de la que saldrían mal parados; ya teníapensada su estrategia para tratar de evitar ser atacados.

Un hombre, bastante mayor que ellos, se adelantó a los demás dando aentender así que era el jefe de la tribu. Para evitar un inminente ataque,Ambros se dirigió a ellos:

— Nuestra tribu nos envía para preguntaros qué hacéis en nuestro territorio.Tani miró a su hermano un poco perplejo, pero enseguida entendió que

lo que quería hacerles ver es que no estaban solos, si no estaban perdidos.El jefe tardó un poco en contestar; seguía mirando tras los dos herma-

nos esperando ver aparecer más gente de un momento a otro. Sólo dio unospasos hacia ellos –los colmillos relucientes de Lobo le hacían ser prudente–antes de hablar:

— Buscamos a alguien que ha ofendido a nuestra tribu –dijo con muchaseguridad–.

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— ¿Alguno de los nuestros? Nosotros somos pacíficos, y no salimosnunca de lo que consideramos nuestro territorio.

El jefe miró detrás de él e indicó a alguien, que aún permanecía entre lospinos, que se adelantara hasta situarse a su misma altura. Tani, inquieto,miraba hacia atrás queriendo hacerle ver que el resto de su tribu esperabaescondida el desenlace.

Los ojos de Ambros se abrieron como platos al ver situarse junto al jefe aRío, con la cabeza baja, más hermosa que nunca. Se volvió hacia su hermanoy le dijo que no dijera nada, oyera lo que oyera a partir de ese momento.

— Esta hembra de nuestra tribu dice haber sido asaltada por un joven,en la época del calor, junto al río.

Ambros sintió que estaba perdido, no podía negar nada ante ella. Unamirada furtiva de Río, que permanecía en actitud sumisa junto al jefe, lehizo recobrar fuerzas y disponerse a afrontar lo que fuera:

— ¿Sabéis quién lo hizo?La pregunta del jefe resonó en los oídos de Ambros, que con una sola

mirada dio a entender a su hermano que sabía de qué le hablaban, y que otravez lo iba a meter en un buen lío:

— ¿Y qué si lo sabemos? –contestó tratando de no manifestar su inquietud–.Río permanecía cabizbaja, temiendo que en cualquier momento le pre-

guntaran si alguno de aquellos jóvenes era el responsable de lo que crecíadentro de ella. El jefe contestó:

— Nuestra tribu es numerosa y tendrá que hacerse cargo de una bocamás en poco tiempo, ya que el hijo de esta hembra no tendrá quién se hagacargo de él.

El jefe había subido el tono de su voz al decir solemnemente sus últimaspalabras, lo que inquietó a Lobo que enseñaba aún más sus colmillos y gru-ñía más fuerte, pese a las indicaciones que le hacía Tani esperando la res-puesta de su hermano, que al oír la palabra hijo se había quedado mudo,fijando sus ojos en la incipiente tripa de Río, en la que hasta entonces nohabía reparado. Una nueva y fugaz mirada de ella lo sacó de su silencio:

— Si nadie de tu tribu es capaz de hacerse cargo de la hembra y de sucría, yo lo haré.

Tani se quedó estupefacto al oír a su hermano; estaba seguro de que erael causante de aquello y empezaba a temer que el encuentro no iba a termi-nar bien.

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— Entonces fuiste tú –preguntó el jefe clavando su mirada en los ojosde Ambros–.

— Yo fui –contestó de inmediato–. Pero no fue como dices. Estuvimosjuntos bastantes veces.

Toda la tribu dio un paso adelante blandiendo sus lanzas y algunos to-maron sus arcos. El jefe extendió las manos para pararlos. Sabía lo que habíapasado y que el joven no mentía. Le había costado que Río le contara losucedido, ella se negaba una y otra vez pero al final no tuvo más remedioque contar sus encuentros con Ambros en las pozas.

— ¿Y dices estar dispuesto a alimentar y cuidar a la hembra y a su cría?— Sí. Si no hay nadie entre vosotros que quiera hacerlo –antes de termi-

nar la frase ya se había arrepentido de no haber dicho sí a secas–.En el ambiente saltaban chispas. Ambros cogía por el brazo a su herma-

no, que se había puesto en posición de combatir, y éste a su vez sujetaba aLobo dispuesto a saltar en cualquier momento. De pronto se rompió el si-lencio:

— ¡¡Yo lo haré!!Todos miraron al hijo del jefe, que se había situado junto a Río:— Pero ellos no deben quedar sin castigo –añadió volviendo su mirada

hacia Ambros–.Por un momento el jefe quedó en silencio. Ya sabía la intención de su

hijo, pero también sabía que Río se había negado a aceptarlo. Al contrarioque su padre, era arrogante y ella lo odiaba, había intentado seducirla variasveces aprovechando la posición que su padre tenía en la tribu:

— Hace un momento no tenías quién se hiciera cargo de ti y ahora tie-nes dos voluntarios –dijo mirando con ternura a Río–. Tú debes decidir–añadió sosteniendo la mirada de su hijo–.

Río estaba asustada, sabía lo que quería su corazón, pero temía decirlo.También sabía lo que le esperaba junto al hijo del jefe y no estaba segura deque esa elección salvara a Ambros. En plena duda oyó la potente voz deAmbros:

— ¡Yo lucharé por ella!El jefe tuvo que sujetar a su hijo que se había dispuesto hacia los jóve-

nes, temiendo que sin darle tiempo el temible lobo lo hubiera despedazado:— Puesto que ella no decide –la mirada de Río le decía que sí había

decidido, pero no se atrevía a hablar–, que decidan las armas.

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EL ENCUENTRO

Ambros apretó el brazo de su hermano para tranquilizarlo; aún no habíaterminado de hablar:

— Puesto que yo he sido el culpable me ofrezco a luchar. No quiero que misactos desaten una batalla sangrienta entre las dos tribus. Propongo una lucha amuerte entre los dos candidatos. Nadie más tiene por qué verse implicado.

Tani intentó decir algo, pero su hermano le susurró que era lo mejor, queél lo sacaría de aquel lío. El jefe, por su parte, se dio cuenta que se encontra-ba entre la espada y la pared. Conversó en voz baja con el guerrero queestaba a su derecha y llegó a la conclusión de que la propuesta era justa; nosabía a que se enfrentaban si decía que no, desconocía la soledad de los dosjóvenes y que no había ninguna tribu esperando para saltar sobre ellos. Unruido en la maleza, detrás de los dos muchachos le hizo decidirse pensandoque la otra tribu se disponía a salir. Los dos hermanos giraron sus cabezassorprendidos por el movimiento de las ramas de un acebuche y vieron a unconejo que se había enredado y trataba de soltarse. Hábilmente aprovecha-ron la ocasión e hicieron señas con las manos, como tranquilizando a losque supuestamente estaban detrás agazapados. La fortuna les sonrió y nadamás hacer las señas el conejo logró zafarse y las ramas dejaron de moverse,el jefe contestó a Ambros con tristeza:

— Tu propuesta nos parece justa. Vosotros dos dirimiréis quién se que-da con la hembra y nuestras tribus seguirán en paz cada una en su territorio.

— Si yo venzo la hembra será mía, y tu tribu no cruzará nunca más ellímite del río. Si muero, la hembra será suya, pero igualmente las tribus res-petarán el límite del río, sin represalias.

— Así será. El combate será junto al río, en zona neutral. Sólo se podránusar armas cortas y terminará con la muerte de uno de los contendientes.

— Mañana, cuando el sol salga por encima de las montañas. estaremos allí.— Si no lo haces, no descansaremos hasta dar con vosotros y con vues-

tra tribu. Nos cueste lo que nos cueste.— Allí estaré.Ambros echó una última mirada a Río que seguía asustada como un

pajarillo. Miró a su hermano y le indicó con la cabeza que debían retirarse.Sin perder de vista a los enemigos, desaparecieron entre los pinos mientrasla tribu hacía lo mismo en la dirección contraria. Los dos hermanos no para-ron de correr hasta que se situaron en el promontorio desde donde habíanvisto llegar a la tribu. Desde allí los vieron abandonar el bosque y dirigirse

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EL ENCUENTRO

hacia el este sin dejar de mirar hacia atrás, temerosos de ser asaltados poruna tribu inexistente.

En cuanto recobraron el aliento, Tani reprochó a su hermano que no lehubiera contado nada de lo sucedido en el río. Ahora se explicaba sus cam-bios de humor, serio y taciturno al principio del verano y tan alegre después.Más de una vez había estado tentado de seguirlo durante el verano, viendoque siempre que se separaban tomaba la misma dirección, pero le parecíainnoble seguirlo. Ambros por su parte trató de explicar lo sucedido y por quéno lo había contado en su momento: sólo quería que no se preocupara sa-biendo que podía haber una tribu cercana y que siguiera su inocente vidajunto a Lobo. Aun así el pequeño seguía enfadado, aunque en su fuero inter-no agradecía a su hermano lo bien que había manejado la situación, si no aesas horas podrían estar los dos muertos. Ahora él estaba a salvo sucedieselo que sucediese; por una vez su hermano había dado la cara y no lo arras-traría en sus impetuosas decisiones.

Triste por el engaño de Ambros, y preocupado por lo que iba a suceder aldía siguiente emprendió camino hacia la cueva sin esperarlo. Caminó ensilencio junto a Lobo, por delante, sin volver la cabeza ni una sola vez; sesentía muy dolido. Ambros lo siguió, arrepentido por no haberle contadosus encuentros y de haberlo arrastrado a la solitaria vida que llevaban. En-tendía muy bien lo que pasaba por la cabeza de Tani y lo dejó tranquilo consus meditaciones hasta que llegaron a la cueva.

Entraron en ella cuando la tarde ya estaba cayendo, avivaron el fuego,que siempre dejaban encendido, y tomaron, con pocas ganas, algo de sudespensa. Después, con las primeras sombras de la noche, Ambros cogiódos de sus mejores cuchillos de asta y se dispuso a afilarlos junto a la lum-bre. Tani consiguió aparcar su mal humor y se acercó hasta él echándole unbrazo por el hombro; el mayor dejó sus armas y abrazó con ternura a suhermano.

— Si no consigo vencer mañana, vete hacia el oeste, o al norte, y buscauna tribu que te acoja, no vas a vivir siempre solo...

— Tengo a Lobo –contestó mirando al animal, que levantó la cabezacomo si supiera que hablaba de él–. Y además vas a ganar –añadió tratandode poner entusiasmo en sus palabras–.

Después empezó a darle consejos al futuro combatiente, aunque sabíaque su hermano era mucho más hábil que él con las armas y bastante más

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EL ENCUENTRO

fuerte. Ambros sonreía a cada consejo y asentía con la cabeza, mirándolocon cariño.

Sin separarse del fuego dormitaron durante toda la noche, sin conseguirdormir de verdad ninguno de los dos. Sabían que el futuro de ambos, sobretodo el del mayor, se decidiría al día siguiente.

Antes de amanecer emprendieron el camino hacia el río. Ambros sólohabía tomado un puñado de bayas que Tani le había dado porque cuando lastomaba notaba que le daban un vigor especial en el cuerpo. Llegaron juntoal río con las primeras luces del día, cuando el sol aún no sobresalía porencima de las montañas.

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Al dar los primeros rayos de sol sobre el agua la tribu apareció al otro lado de la rambla, antes de que ésta se juntase con el río. Esa zona era bastante más fácil de cruzar; el agua subía y bajaba según las

lluvias. Ambros miró a su hermano y le dijo que debían cruzar; quería com-batir al otro lado, un poco por encima de las pozas donde tan buenos ratoshabía pasado; pensaba que eso le daría una mayor motivación. Tani cogió aLobo con sus brazos para que no lo arrastrara la corriente, no quería dejarloal otro lado, le daba seguridad tenerlo junto a él. El animal no dejó de force-jear hasta que lo soltó sobre la arena, después de sacudirse el agua que lehabía salpicado se encaró hacia la tribu volviendo a enseñar los colmilloscon cara de pocos amigos.

El jefe se sorprendió al ver de nuevo solos a los dos jóvenes y preguntó:— ¿Venís solos?— Nuestra tribu espera allí el desenlace –dijo señalando al otro lado de

la rambla–. Puesto que yo me he metido en esto, no quieren intervenir ennada, así quieren hacer ver que no tienen nada contra vosotros.

Ambros había preparado muy bien su explicación, pese a lo cual el jefeno pareció muy convencido. Llamó a su hijo y cuando estuvo frente a Am-bros les recordó que el combate era a muerte y comprobó que las armas queambos llevaban eran las acordadas. Mientras el jefe les hablaba, Ambrosbuscó a Río entre la gente que se disponía a presenciar la pelea. Antes deempezar a combatir consiguió una mirada suya que le decía que tenía quevencer. El jefe se acercó hacia su tribu y Tani se separó un poco más de loscontendientes, agachándose para poder sujetar mejor a Lobo que estaba

LA LUCHA

¡No lo mates! ¡No lo mates!

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LA LUCHA

cada vez más inquieto. En la arena que había entre el agua y los primerosribazos quedaron solos, frente a frente los dos jóvenes.

Ambos se pusieron en posición de combate dispuestos para la lucha. Semiraron fijamente y comenzaron a girar uno frente al otro. Ambros habíapensado mucho su estrategia, por una vez no pensaba precipitarse: el rivalparecía muy fuerte pero nada sabía de su habilidad con las armas; no pensa-ba atacar a fondo hasta que no estuviera seguro del punto débil de su con-trincante. Para su sorpresa el otro joven parecía haber pensado lo mismo, apesar de que desde que lo vio por primera vez le había parecido arrogante ypor tanto impetuoso, estaba seguro de que su padre lo había aleccionadobien. Durante mucho rato ambos giraron y giraron sin perderse de vista; devez en cuando uno de ellos hacía un ligero ademán de ataque con uno de loscuchillos para ver la reacción del otro.

La tribu jaleaba sin parar al joven Griso, todos excepto Río que callaba,volviendo la cabeza hacia atrás cada vez que alguno hacía la intención de atacar.Tani por su parte sujetaba a Lobo, que quería participar en la lucha, y enviabamensajes de tranquilidad a su hermano. Sabía de su impaciencia y estaba unpoco sorprendido de la frialdad con que estaba abordando el combate.

Ambros había observado en su continuo girar que Griso se mostrabamás incómodo cuando el sol le daba de pleno en los ojos. Hizo un par deintentos de acercarse subiendo cada vez un poco más su cuchillo hasta en-contrar la posición en que éste quedara entre el sol y los ojos de su contrin-cante; cuando creyó haber dado con la situación ideal, levantó rápidamentesu mano y al ver su sombra en la cara del contrario y sus ojos dirigidos haciasu cuchillo atacó impetuosamente bajando su mano para que el sol cegara,al menos por un momento, al oponente. La estrategia surtió efecto, y en esesegundo de incertidumbre consiguió que su arma hiriera el antebrazo iz-quierdo de Griso que apenas había tenido tiempo de cubrirse. La sangrecomenzó a manar, pero sabía que solo había conseguido rozarlo y que laherida no era grave. El otro joven, enfurecido, atacó con fuerza hasta en-contrarse con el cuchillo de la mano izquierda de Ambros que consiguióesquivar el golpe, quedando ambos trabados rozándose sus cuerpos. Losdos podían oler el aliento del otro mientras cruzaban sus fieras miradas.Haciendo caso de los gritos de su hermano, que le decía que lo derribara,pasó una de sus piernas por detrás hasta situarla tras las piernas de su adver-sario, simultáneamente dio un fuerte empujón. Griso, que vio que iba a caer

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LA LUCHA

de espaldas, soltó el cuchillo de su brazo herido y se agarró del pelo deAmbros, arrastrando a éste en su caída; ambos rodaron peligrosamente jun-tos hasta casi llegar al agua. Como dos felinos se levantaron volviendo aplantarse el uno frente al otro. El joven Griso había perdido uno de loscuchillos y estaba ahora en desventaja. En cada giro Ambros se acercabamás al agua, quería ver como se desenvolvía su enemigo en ella y cuandoéste estaba de espaldas al río lo atacó por su parte izquierda en la que ya notenía arma. Volvieron a caer entrelazados, esta vez dentro del agua y force-jearon sin parar varios minutos. Los espectadores apenas podían ver quéestaba pasando, sólo veían el constante chapotear de los dos jóvenes y elagua saltando sin parar casi ocultándolos. La fría temperatura del agua pare-cía haberles dado más brío y los cuchillos relucían de vez en cuando sobresus cabezas. Una de esas veces Tani, que estaba ahora situado más cerca deellos que la tribu, pudo ver claramente como una de las armas estaba im-pregnada de sangre, pero no era capaz de saber quién había sido heridohasta que, agotados por la refriega, se separaron y volvieron a salir a laarena. Palideció al ver como uno de los muslos de Ambros sangraba abun-dantemente. Se tranquilizó al ver que, por la forma de moverse, la herida noera importante. Con cara de cansados iniciaron de nuevo su mutua observa-ción, las fuerzas se iban agotando y había que dosificarlas convenientemente.

Durante un buen rato ambos siguieron con sus estrategias, algún ataquefurtivo sin éxito y mucha observación. Ambros empezaba a estar harto de laespera; no quería pasarse así toda la mañana, estaba dispuesto a atacar enserio en cuanto tuviera la primera oportunidad. Poco después, en uno de losinfinitos giros que ya llevaban, Griso pisó mal sobre una piedra suelta yperdió pie, para no caer al suelo apoyó su brazo izquierdo sobre la arena.Ahí estaba su oportunidad esperada; Ambros se abalanzó sobre él antes deque se incorporara y apoyó con todo su peso su pierna derecha sobre elbrazo de su contrincante, aún apoyado en el suelo. El crujido de los huesossobresaltó a los espectadores; Tani se animó y gritaba como un poseso a suhermano:

— ¡Ahora! ¡Ya lo tienes!.Griso cayó de espaldas sobre la arena sin que su brazo roto pudiera im-

pedirlo. Ambros vio en su cara el dolor de la fractura mientras caía sobre él,viendo que era el momento decisivo del choque y que ahora sí tenía unaclara ventaja. El otro joven se revolvió con destreza, a pesar del dolor que

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LA LUCHA

sentía, y consiguió herir en la cara a su enemigo mientras pataleaba contodas sus fuerzas tratando de zafarse, pero Ambros no estaba dispuesto asoltarlo; encajó todos los golpes y al sentir el cuchillo herirle la mejilla redo-bló su energía hasta casi inmovilizar a Griso. Le sujetó fuertemente su brazoderecho olvidándose del otro que colgaba inerte sobre la arena, golpeándolohasta conseguir que soltara el cuchillo que parecía pegado a su mano. Alsalir rebotado el cuchillo golpeando las piedras del suelo, se oyó un ¡oh!lastimero de toda la tribu. Ambros consiguió sentarse sobre el pecho de suoponente e inmovilizarle con las rodillas los dos antebrazos. A pesar de queGriso golpeaba como un poseso su pecho con la cabeza, aguantó el envitehasta conseguir con el puño de su mano derecha golpearle la cara y que desu boca manara abundante sangre, que junto con algún diente escupió man-chando el cuello de Ambros, que ya se sabía vencedor. Recuperado delpuñetazo, Griso volvía a intentar revolverse pero el cuchillo de su enemigoya estaba situado junto a su cuello, lo que lo paralizó de inmediato; se dabacuenta de que con un mal movimiento él mismo se clavaría el cuchillo. Taniestaba eufórico al ver a su hermano dominador, a duras penas podía conte-ner a Lobo, miró hacia la tribu y vio en los ojos del jefe la tristeza de laderrota y la convicción de la inminente muerte de su hijo. Ambros se detuvounos segundos antes de asestar el cuchillazo definitivo, los ojos de pánicode Griso lo paralizaban también a él. En esos instantes oyó la voz de suhermano insistente:

— ¡No lo mates! ¡No lo mates!Dudó unos segundos; sabía que el combate lo tenía ganado y que era a

muerte. Volvió a golpear el rostro del joven cuando éste, viendo su indeci-sión había vuelto a luchar para intentar zafarse. Tras el puñetazo colocórápidamente el cuchillo en el cuello, ambos se quedaron quietos. Griso cerrólos ojos sabiendo que iba a morir. Ambros levantó la vista y vio fugazmentela cara de pena del jefe y tras él la de Río, moviéndose alternativamente aambos lados: no quería que lo matara. Quitó el cuchillo de la yugular de suoponente y subiéndolo un poco lo hirió, a continuación alzó el cuchillo porencima de su cabeza, la sangre goteaba sobre su enmarañado pelo. El silen-cio de todos los que observaban era sobrecogedor; esperaban el desenlacefatal. Ambros lo miró enseñando el cuchillo ensangrentado para que vieranque era el vencedor y a continuación soltó a su presa y se puso de pie. Grisointentó incorporarse, pero estaba malherido y con su brazo destrozado, por

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LA LUCHA

lo que quedó como un trapo en el suelo mientras el vencedor se alejaba unpoco de él acercándose al jefe que, con un nudo en la garganta, se dirigió a él:

— El combate era a muerte.— ¡Yo he vencido!, y con eso es suficiente –miró entonces hacia la tribu

y subió su tono de voz dirigiéndose a ellos–. No es necesario que un joventan valiente muera. Ha sido una dura lucha.

Sin esperar la contestación del jefe, varios hombres se dirigieron corrien-do hacia el caído para ayudarle a levantarse. Sangraba abundantemente bajola barbilla y su brazo izquierdo colgaba como un guiñapo dejando ver untrozo del hueso tronchado. El jefe miró a su hijo y se dirigió a Ambros:

— Si así lo quieres tú. Te declaro vencedor –añadió con tristeza–.— Para mí es suficiente.— Él no hubiera hecho lo mismo –añadió en un susurro–.— Ya lo sé. Pero yo soy Ambros, no Griso.El perdedor pasó entonces junto a ellos; a pesar de la ayuda apenas

podía tenerse en pie. La mirada de odio que le dedicó le convenció al instan-te de que lo que le había dicho su padre habría sucedido, y entendió que yatenía un enemigo para siempre, a pesar de haberle perdonado la vida.

El jefe hizo una seña a Río para que se acercara hasta ellos. Al cruzarsecon Griso lo miró sin mover ni un músculo de la cara mientras el muchachovolvía la cabeza bruscamente, lo que le hizo dar un lastimero quejido dedolor.

— La hembra es tuya.— Yo cuidaré de ella –dijo mirándola a los ojos–.— Cumpliremos nuestra parte del trato –gritó el jefe mirando hacia su

tribu–. Ninguno de nosotros cruzará nunca más el río, y espero por tu bien–añadió mirando ahora a Ambros– que vosotros hagáis lo mismo.

— Así lo haremos –contestó mientras se giraba en dirección a su hermano–.Los dos hermanos se fundieron en un emocionado abrazo. Lobo se unió

a la fiesta olvidándose por un momento de la tribu, que ya se internaba entrelos pinos con paso cansino, y alzándose sobre sus patas traseras brincabatratando de lamerle la cara al vencedor. Río asistía cabizbaja a la escena.Estaba contenta por la victoria de Ambros, pero en su cara se veía la pre-ocupación de no saber a qué se iba a enfrentar a partir de entonces.

Tani volvió a coger a Lobo entre sus brazos, y los tres jóvenes y el ani-mal cruzaron la rambla sin volver la vista atrás. Antes de salir del agua

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LA LUCHA

Ambros se sentó en el lecho y lavó sus heridas. Río quedó a su lado sin sabersi ayudarle o no, mientras Lobo correteaba ya fuera de los brazos de Tani,que saltaba con él en señal de júbilo.

El agua impetuosa de la rambla comenzó a teñirse de rojo, algunas de lasheridas aún seguían sangrando. Ambros sumergió su cabeza bajo el aguapara limpiarse la sangre de Griso, que le había escurrido al levantar el cuchi-llo victorioso, y para refrescarse antes de emprender el camino de vuelta. Selevantó con dificultad rechazando con un gesto la ayuda que pretendía brin-darle Río, salió del agua y atravesó los juncos que otras veces le habíanservido para esconderse y observarla. Se internaron en el bosque al ritmocansino del vencedor.

Antes de abandonar la primera espesura que tenían que atravesar, Ambroshizo una señal a su hermano de que necesitaba descansar. Estaba agotado y lasangre seguía manando de su pierna y de la cara. Se sentó en el suelo apoyan-do su espalda contra una roca ante la mirada de Río y de su hermano:

— Descansa un poco, Lobo y yo vigilaremos por si acaso.El mayor asintió con la cabeza antes de apoyarla sobre la roca y cogió el

puñado de bayas que su hermano le tendía:— Esto te dará un poco de energía.Río se separó un poco de ellos mientras Ambros masticaba con desgana

el alimento preferido del pequeño, y comenzó a recoger algunas plantas queiba introduciendo en una bolsa de cuero que llevaba prendida a la cintura,su único equipaje. Tani, que aún no estaba muy seguro de que la tribu novolviera para atacarlos, le gritó:

— No te alejes mucho... –miró a su hermano y le preguntó–. ¿Cómo lallamas?

— Río –contestó en voz baja–.— ¡No te alejes mucho Río! –repitió, haciéndole una seña a Lobo para

que fuera junto a ella–.El lobo se acercó tratando de no asustarla pero sin perderla de vista.

Ella seguía rebuscando plantas por el suelo sin prestarle atención; habíaentendido que no era un lobo común y que obedecía ciegamente a Tani,respetando a Ambros como jefe de aquella pequeña tribu. Un rato después,un fuerte silbido hizo que Lobo volviera hacia su amo y la hembra corriótras él. Al llegar vio que Tani ayudaba a su hermano a incorporarse:

— Es mejor que nos vayamos, sigue sangrando y cada vez está más débil.

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LA LUCHA

— Espera un momento –dijo Río tímidamente acercándose a ellos–.Frotó varias hojas de una de las plantas que había cogido y las aplicó

sobre la herida del muslo de Ambros, que emitió una leve queja de dolor.Ella sacó entonces un fino trozo de una hoja alargada y con ella ató al muslolo que había colocado sobre la herida:

— Si sigue sangrando así no llegaremos muy lejos –dijo como excusán-dose por lo que hacía–.

— Muy bien. En marcha –dijo Tani asumiendo momentáneamente elpapel de jefe al ver el estado de debilidad de su hermano–.

Comenzaron a caminar a buen paso; Ambros había recobrado fuerzascon las bayas y su herida del muslo había dejado de sangrar. Por su caraseguía bajando un hilo de sangre; Río trató de aplicarle en la cara las mismashojas que había puesto en el muslo pero él las rechazó murmurando que nopodían detenerse más.

La distancia que Ambros recorría durante el verano corriendo en menos deuna hora se le hizo eterna esta vez; volvía a sentirse casi desfallecido cuandosalieron del último bosque y avistaron la cueva. Los dos hermanos sonrieron alverla. Río los miraba sin entender que su marcha estaba a punto de acabar.

Cruzar el arroyo y subir el empinado trozo que los separaba de la cuevafue el último esfuerzo que Ambros podía hacer. Nada más llegar arriba Taniextendió unas pieles junto a la lumbre y ayudó a su hermano a tumbarse.Después corrió hacia la leñera y arrojó varios troncos sobre las brasas. Río,un poco perpleja, preguntó tímidamente:

— ¿Un nuevo descanso?— No –contestó Tani–.— ¿…? –ella lo miró sin entender–.— Esta es nuestra cueva. Aquí vivimos.— Pero... ¿y la tribu? –preguntó mirando hacia todos lados–.— La tribu somos nosotros –contestó Ambros con un hilo de voz–.— Pero...— Vivimos solos. No hay tribu –insistió el pequeño, sin querer darle

más explicaciones–.Río miró entonces hacia el interior de la cueva y observó que estaba

organizada para vivir en ella. Decidió no hacer más preguntas, ya se lasharía a Ambros cuando se recuperara. Buscó una piedra plana y golpeó so-bre ella, con una piedra redonda, algunas de las plantas que había recogido.

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LA LUCHA

Cuando las plantas quedaron deshechas, buscó un poco de agua y la mezclócon la picadura obtenida hasta conseguir una masa verdosa. Con la piedraen la mano se acercó hasta el herido. Tani la detuvo:

— ¿Qué vas a hacer?— Ponerle este ungüento en las heridas para que no se desangre.— Déjala Tani –dijo Ambros en un susurro–— Sé lo que hago, no es la primera vez que curo a un guerrero –dijo ella

mirando al herido y tratando de tranquilizarlo–.Ambros asintió sin abrir los ojos, se encontraba cada vez más débil. Ella

se arrodilló y comenzó a aplicar su medicina frotando suavemente los dedossobre las heridas: primero sobre la del muslo que parecía la más grave, luegosobre la cara y finalmente sobre los pequeños y numerosos cortes que tenía,acabando su masa sobre los moratones que empezaban a señalársele portodo el cuerpo. Ahora empezaba a darse verdadera cuenta el vencedor de lodura que había sido la lucha. Por un momento se le vino a la cabeza el brazode su oponente dejando ver el hueso y pensó en como estaría él. Una débilsonrisa se dibujó en su cara a la vez que Río daba por concluida su cura.Ambros se durmió con la respiración un poco acelerada.

— Ahora hay que esperar...Tani asintió en silencio y se sentó a la entrada de la cueva junto a Lobo,

que ya estaba dispuesto a la vigilancia sin que nadie se lo hubiera ordenado.Le acarició el recio pelo del lomo mientras pensaba qué cerca había estadode quedarse sólo, quién sabe si para siempre. El calor del fuego y la tensiónliberada le hizo caer en un sopor cercano al sueño.

Mientras los hermanos descansaban, Río rebuscó por la cueva hasta en-contrar una piedra ahuecada que utilizaban como recipiente, la colocó so-bre otras piedras colocadas entre las brasas y las llenó de agua. Mientras éstase calentaba, preparó nuevas hierbas y rebuscó en la despensa de aquellaextraña pareja que a partir de ahora sería su familia. Un buen rato después elagua empezó a burbujear. Vertió sobre ella las plantas y algunos trozos decarne seca y lo removió todo con un palo.

Un buen rato después, Tani se despertó sobresaltado:— ¿Qué es eso que se huele?— Comida –respondió seca, por lo que le parecía una pregunta tonta–.— ¿Comida? –repitió Tani, que llevaba muchos meses comiendo a base

de bayas, carne seca o asada y frutas silvestres–.

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LA LUCHA

– Si no se alimenta, tardará en recuperarse.Mientras Tani hacía muecas extrañas mirando el contenido de la piedra

bullir sobre el fuego, Río, ayudándose de dos palos, desmenuzaba el conte-nido cuidando de no abrasarse. Al terminar, cogió dos ramas de la leñera ypidió a Tani que le ayudara para separar la piedra de la lumbre sin que severtiera. El pequeño obedeció a la hembra ante la mirada intrigada de Loboque, por un momento, había abandonado la observación del exterior dondetodo se veía tranquilo. Apoyaron la piedra sobre otras que ella había coloca-do fuera de las brasas con cuidado y esperaron a que aquel potingue dejarade hacer ruido. Entonces se dirigió a Tani:

— Hay que despertarlo.— Pero...— Si no come será peor. Luego seguirá descansando.Ante la seguridad de la hembra, el pequeño se acercó a su hermano y lo

zarandeó ligeramente. Le costó que abriera los ojos; la sensación que lehabía dejado por todo el cuerpo el ungüento parecía haberlo anestesiado.Las heridas habían dejado de sangrar, pero un sudor frío le empapaba lacabeza. Río buscó en el menguado menaje de la pareja una pequeña calaba-za hueca y la sumergió en su potingue a la vez que le decía a Tani queincorporara al herido para que bebiera de aquello. Los dos hermanos semiraron antes de que la calabaza estuviera junto a ellos, entonces respiraronprofundamente el agradable olor que salía de ella.

Tomó los primeros sorbos con precaución, además de porque estabacaliente, porque ignoraba a qué sabría aquello. Al tercer trago, miró a suhermano y sonrió: hacía años que no probaba algo tan rico. En un santia-mén se acabó todo el contenido y pidió más, devorando la segunda calabazamientras sentía cómo el fluido bajaba por su cuerpo calentándolo por den-tro y sus músculos comenzaban a tener de nuevo vigor. Después de la terce-ra toma, Ambros volvió a recostarse y se quedó dormido, su respiración eraahora más sosegada y su cara parecía relajarse. Al ver la expresión de suhermano, Tani no pudo contenerse y quiso probar el mejunje; Río sonriólevemente y le dijo:

— Tú no estás herido...— Pero... –dijo casi suplicante–.— Creo que tú también lo necesitas. Supongo que te hará bien, Tani

–añadió el nombre, que pronunciaba por primera vez con timidez–.

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LA LUCHA

— ¿Cómo sabes mi nombre? –preguntó mientras cogía la calabaza quele ofrecía Río–.

— Le he oído a él llamarte así –dijo señalando a Ambros–.— Él es mi hermano.— Ya lo suponía...— ¿Por qué?— Por la forma de trataros. Dos guerreros no se abrazan como lo habéis

hecho vosotros si no son hermanos.Tani miró a Río antes de probar su potingue pensando que aquella hem-

bra parecía lista y que no iba a ser tanto incordio como había supuesto.Después llevó con cuidado la calabaza hasta sus labios y bebió, al principiocon cautela y después con rapidez hasta acabarse el contenido:

— ¿Quieres más?— ¿Tú no tomas?— Yo no lo necesito...— Está bien –dijo alargándole la calabaza para que se la rellenara con lo

que quedaba en la piedra–.En Tani produjo el bebedizo el mismo efecto que en su hermano y se

recostó hasta quedarse dormido.Aprovechando el descanso de los dos hermanos, Río decidió que tenía

que reponer sus provisiones de plantas y hojas. Salió de la cueva dispuesta ahacer su recolección sin alejarse demasiado, aún no conocía la zona y no debíaexponerse a peligros inesperados, pero estaba dispuesta a no ser un estorbodesde el principio. Se sorprendió al ver cómo Lobo abandonaba su puesto devigía y salía tras ella; el animal parecía saber en cada momento lo que teníaque hacer. En su interior agradeció la compañía y se dedicó a su búsquedaolvidándose de la vigilancia de los alrededores, para eso estaba el lobo.

Regresó con la bolsa repleta, el terreno era muy parecido al de su tribu yencontró casi todas las plantas que buscaba. Los hermanos aún dormían.Aprovechó para rebuscar en la despensa y comer un poco de carne seca yalgunas bayas de las que había visto tomar a Ambros. El sol ya había pasadosu cenit y ella no había comido nada desde el día anterior, en que la preocu-pación por su futuro tampoco le había permitido ingerir mucho alimento. Alacabar se acercó al fuego y se situó junto a Ambros a dormitar un poco. Sóloentonces se dio cuenta de que empezaba para ella una nueva vida y queahora dependía para todo de aquella reducida tribu.

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Tani despertó al oír el golpeteo de una piedra sobre otra. Cerca deél, Río machacaba hierbas concentrada en su labor:

— ¿Qué haces?— Hay que renovarle los ungüentos a Ambros, con el tiempo pierden su

efecto.— Yo voy a recoger algo de leña, el tiempo cambiará pronto y hay que

estar preparados.El descanso y la comida habían hecho maravillas en su forma física y

salió como una bala de la cueva, Lobo lo siguió brincando con alegría.Cuando acabó su mejunje, Río colocó de nuevo piedras sobre las brasas

y se dispuso a cocinar de nuevo para Ambros; sabía que las plantas queusaba, además de revitalizarle, servían para prevenir posible infecciones,tanto las del ungüento como las de la comida.

Al volver con su carga de leña, Tani se encontró a su hermano despiertoy de bastante buen humor. Seguía teniendo el sudor frío sobre su frente perocon mucha menor intensidad. Observó sonriente el mimo con el que Ríoaplicaba aquella masa verde sobre las heridas, cuidando de no hacer daño alherido. Al acabar sus cuidados la noche ya se había adueñado del exterior. Ala luz de la lumbre, que Tani avivó antes de sentarse junto a ella, Ambrostomó varias calabazas de lo que le había preparado Río; aunque el sabor eraalgo distinto seguía encontrándolo buenísimo. Luego, mientras el mayorcontaba lo bien que se iba encontrando, aunque poco a poco se iba apagan-do por los efectos de la comida, el pequeño y la hembra acabaron lo que

LA CONVIVENCIA

¿Pero dónde está el caballo? –dijo mirando por toda la cueva–.

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LA CONVIVENCIA

había quedado en la piedra y complementaron su cena con algunas moras dela despensa. Al comerlas, los dos hermanos comentaron que tendrían quehacer nuevas salidas, antes de que la nieve lo cubriera todo, para aumentar sudespensa, ahora había una boca más que alimentar durante el largo invierno.

La charla se acabó en el momento en que Ambros cerró sus ojos y sequedó dormido. Su hermano enseñó entonces a Río el lugar donde podíadormir, sabía que a partir de entonces su sitio estaría junto a su hermano yél había decidido que pasaría las noches en la parte alta de la cueva, junto alfuego, cerca de Lobo. Ella trató de negarse queriendo quedarse junto aAmbros, pero Tani quería que desde el primer día tuviera su sitio y que fueraél quién velara el sueño de su hermano. Ella cedió al asegurarle que si lanecesitaba durante la noche le avisaría.

Río se acurrucó entre las pieles, viendo el resplandor de la hoguera porencima del muro que los hermanos habían levantado para protegerse delfrío y sobre todo del viento. Se sentía extraña y sola en aquella cueva y seconsoló pensando que en cuanto Ambros estuviera recuperado sus nochesserían distintas. Antes de dormirse oyó la respiración lenta y acompasada delos dos hermanos, relajados tras el terrible día de la lucha, por la comidacaliente y por los aderezos que ella había introducido, sobre todo para que elherido descansara lo más posible.

Ambros despertó con los primeros rayos de sol pretendiendo salir de lacueva mientras su hermano trataba de impedírselo. La refriega despertó tam-bién a Río que de inmediato se unió al pequeño tratando de que el mayormantuviera aún su reposo. Las heridas tenían mucha mejor pinta y habíanempezado a cicatrizar, pero la cura aún no había finalizado.

Durante la noche una fina capa blanca había cubierto los campos, y Ambrospretendía reiniciar la caza y la recolección antes de que la capa se espesara. Aduras penas pudieron contenerlo. Tani le aseguró que al día siguiente lo dejaríasalir. Él haría durante el día lo que pudiera con la ayuda de Lobo. Ante las quejasde Río, que preparaba de nuevo su ungüento, le dio también a ella tarea para eldía: se encargaría de recoger leña, él le indicaría los sitios donde la habían idoacopiando durante el verano para que comenzara a trasladarla a la cueva. Habíadejado de nevar y el sol salía a intervalos entre las nubes, no parecía que fuera allegar de inmediato la gran nevada. El único que no se quedó contento con sutarea, que era la de reposar y recuperarse, era Ambros, pero eso pronto lo arre-glaría ella añadiendo a su comida las plantas adecuadas.

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LA CONVIVENCIA

Al final del primer día de convivencia todos estaban satisfechos. Tanihabía traído bastantes alimentos; Río había acarreado más leña de la que losdos hermanos pudieran imaginar que sería capaz, además de cuidar del he-rido, que pasó la mayor parte del día adormilado. El día siguiente sería deverdad el primero que pasarían con normalidad la nueva tribu.

El herido despertó pletórico; los brebajes de Río, el descanso y su forta-leza habían obrado el milagro. Ardía en deseos de salir con su hermano arevisar las trampas y a recolectar bayas. De la nieve casi no quedaban ras-tros, pero pronto sería distinto, y no querían quedarse escasos de víveres.Les llevó un buen rato tratar de convencer a la hembra de que era mejor queella se quedara en la cueva, y no lo consiguieron. Río los acompañaría, pues-to que no pensaban alejarse mucho, y así iría conociendo el territorio, yatendría tiempo de recluirse, como ellos, durante el largo invierno.

Los hermanos disfrutaron del día de caza y Río aprovechó para recolectarsus plantas y tomar nota en su memoria de los mejores sitios para ello, ademásde para curar, algunas plantas servían también de alimento. Disfrutó tambiénviendo la camaradería de los dos hermanos y cómo a sus constantes juegos ybromas se sumaba Lobo, como uno más de la incipiente tribu.

Hacia el mediodía volvieron a su guarida, pese a las quejas de Ambrosque quería seguir todo el día disfrutando de la naturaleza. Le hicieron verque aún no estaba en plena forma y se resignó a dedicar la tarde al descanso.

Después de comer, en una de sus vueltas por la cueva, Río se quedó depronto paraba mirando la pared asustada.

— ¿Qué es eso? –dijo señalando hacia la roca–.Los dos hermanos, alarmados, se precipitaron hacia ella a toda prisa

mirando hacia donde ella señalaba. Ambros cayó enseguida en la cuenta dea qué se refería:

— Es un caballo.— ¿Y cómo ha llegado hasta ahí? –preguntó sin perder de vista la pintura–.— Lo he pintado yo –dijo el mayor orgulloso–.— Es una de sus manías. Ya te acostumbrarás –añadió el menor–.— ¿Que lo has pintado tú?— Sí.— ¿Pero cómo?Ambros se dirigió a toda prisa hasta donde tenía guardados sus arreos

para las pinturas. Cogió una de sus calabazas con restos de su mezcla y una

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LA CONVIVENCIA

cola de conejo y se acercó hasta la pared. Tani, que hacía tiempo que norecriminaba a su hermano su afición, enarcó las cejas y se fue a sentarsejunto a Lobo, que alternaba su mirada entre la vigilancia del exterior y laescena del interior de la cueva. Ante la mirada expectante de Río, el mayormojó su pincel e hizo varios trazos sobre la roca.

— Pero..., pero...— Pero ¿qué? –le preguntó intrigado–.— ¿Pero dónde está el caballo? –dijo mirando por toda la cueva–.— ¡Aquí! –dijo Ambros mientras se señalaba su cabeza–.— ¿Ahí? ¿Y lo puedes pintar desde ahí? –preguntó señalando, primero la

cabeza y luego la pared–.— Eso parece –contestó muy ufano–.Ella se acercó despacio y pasó la mano con suavidad sobre la roca, por

cada una de las partes del animal.— ¿Te gusta? –preguntó el autor–.— Es…, es tan… real.— ¿Eso es un sí?— Sí. ¡Es hermoso!— Buena cosa has dicho –terció Tani–. Ahora nos llenará la cueva de

caballos –añadió para sí–.— Pintaré muchos para ti –dijo Ambros sonriendo y abrazando a su

hembra–.— Eso ya me lo imaginaba yo –dijo el menor en voz baja–.— No refunfuñes, Tani, pintaré para ella todos los caballos que quiera.— No me cabe duda de que lo harás –contestó volviendo la cabeza

hacia el exterior–.El pequeño llevaba razón. A partir de ese día, cada vez que volvían de la

caza, Ambros agarraba los pinceles y se dedicaba a los caballos con la com-plicidad de Río. Pero lo peor para Tani no era eso. Desde que se había recu-perado totalmente, el mayor había regresado por la noche detrás del muro,junto a Río. Cada noche se oían los gemidos de la pareja solazándose en laoscuridad. Las primeras veces trataba de hacer como que no los oía y conte-nía así su agitación, rebelándose contra su cuerpo, que se excitaba, sobretodo al oír a Río tratando de contener sus gritos de placer. Pronto se diocuenta de que no podía seguir así, y en silencio se unía al disfrute acarician-do su pene, primero con suavidad y luego con brusquedad, siguiendo el

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ritmo frenético de la pareja. Se dio cuenta de cuánto le gustaba aquello; dor-mía mucho más relajado, y empezó a envidiar a su hermano, aunque nuncahabía estado con una hembra le parecía evidente lo placenteros que le resulta-ban a Ambros aquellos encuentros, le había cambiado hasta el carácter y aho-ra tenía menos accesos de mal humor. La caza, las pinturas, y la hembra pare-cían hacerlo totalmente feliz; a él le faltaba lo último, y tenía que conformarsecon el pequeño consuelo de su mano, cada vez más diestra.

Su situación empeoró al cubrir la nieve todo lo que alcanzaba su vista, ypasarse días enteros sin poder salir de la cueva. La pareja, ociosa por la reclu-sión, se escabullía detrás del muro a danzar su preciado baile de placer. Tanisalía entonces de la cueva, aunque estuviera nevando e hiciera un frío terrible,para enfriar sus deseos y templar su envidia. Lobo se había acostumbrado averlo y ya ni se movía de su atalaya; no le gustaba que la nieve le cubriese porencima de las patas, casi sin poder moverse y dejando frío todo su cuerpo.

El día en que a Ambros se le acabaron sus materiales para hacer la pin-tura, Tani respiró aliviado, desde que le había dado a su hermano por llenarla pared de pequeños caballos para Río, sólo variaba su repertorio con algu-na que otra ave que ella le había pedido melosa; le había cogido más aver-sión que nunca a la afición que los había llevado hasta allí.

La alegría del pequeño duró poco. Un día descubrió a su hermano dandogolpecitos contra la roca de la pared con una dura y afilada piedra en unamano y otra mayor con la que la golpeaba:

— ¿Qué haces? –preguntó acercándose hasta él–.— Como se me han acabado las pinturas, se me ha ocurrido esto.— ¿Golpear la roca?— Sí. Hago pequeños puntitos que juntos marcarán una figura.— Un caballo, supongo...— Pues si –contestó un poco malhumorado por la ironía de su herma-

no–, más caballitos para Río. Si es que consigo perfeccionar esta técnica,rompo muchas piedras, tengo que encontrar una más dura y afilada.

Tani no contestó. Miró a Río, que había interrumpido sus quehaceres mi-rándolos. Le pareció que estaba realmente hermosa. La barriga le había creci-do notablemente y le parecía que los labios y los pechos estaban más llenos yatractivos. Desvió la mirada hacia Lobo y se colocó a su lado resignado.

Los dos hermanos discutieron varias veces por los golpecitos en la roca.La verdad es que Ambros llevaba razón y conseguía que aquellos puntitos

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LA CONVIVENCIA

acabaran pareciendo un caballo, pero la reclusión, los golpecitos, y el deseodesenfrenado que mostraba la pareja con frecuencia, le hacían estar hartode la cueva.

El día en que la nieve y el frío casi habían desaparecido, Tani salió conLobo hacia el campo. No volvió en todo el día, necesitaba respirar y salir deaquél agujero que lo tenía carcomido por dentro. Creyó que a partir de en-tonces sería más fácil, tendrían que dedicar el tiempo fuera de la cueva, y susuplicio sólo volvería por las noches, pero todas y cada una de ellas. Nosabía hasta cuándo podría aguantar aquello.

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Don Francisco llevaba toda la mañana recorriendo la hoz de Valdein-fiernos, en los confines del término de Lorca, lindando ya con laprovincia de Almería. Había salido muy temprano de su ciudad

acompañado, aunque no por su gusto, de su fiel criado Jacinto. Su figura, alomos de su caballo, y la de su acompañante sobre una mula bien pertrecha-da con aguaderas para llevar todas las herramientas que utilizaban y pararecoger en ellas las piedras que su amo recogía en cada viaje, era muy cono-cida en la zona. En cuanto tenía ocasión, salía al campo en busca de fósilesy de restos primitivos, a los que tenía verdadera afición.

Para llegar hasta allí habían recorrido un paisaje agreste, casi lunar, hastallegar a la localidad de La Parroquia; desde allí habían cogido la larga cuestaque, en dirección norte, les llevaba hasta el collado de los Carasoles. Antesde cruzarlo el paisaje cambiaba bruscamente y los pinos invadían la monta-ña copiosamente. Siguiendo el camino del embalse, habían bajado hasta él,hasta encontrar el terreno despejado, pero pantanoso, que habían tenidoque rodear para evitar que los animales que montaban se hundieran hastalas rodillas en el cieno que abundaba, casi más que el agua, en los alrededo-res del pantano. Los arrastres periódicos de limo y greda que las lluviastorrenciales de la zona llevaban hasta allí, le conferían un aspecto extraño,más de humedal que de embalse.

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Al sobrevolar con sus guías las marmitas de gigante quehabía visitado por el día, le pareció ver junto a ellasa dos jóvenes hermosos tumbados sobre la hierbasecándose al sol.

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Durante toda la mañana habían estado recorriendo a pie los cerros cer-canos. Habían visitado los abrigos de Los Gavilanes y El Mojao, que yaconocían de otras excursiones, pero don Francisco no se cansaba de mirarlas figuras prehistóricas que decoraban sus paredes, aunque no era esa suespecialidad.

Don Francisco Cánovas y Cobeño había nacido cincuenta años antes enLorca. Había ejercido como médico durante veinte años en su ciudad, hastaque decidió dedicarse a la enseñanza seis años atrás. Había estado comocatedrático interino de Historial Natural, su verdadera afición, en el Institu-to lorquino durante cinco años, hasta que había conseguido ganar la cáte-dra, tras completar en Madrid su formación en la Universidad; nunca secansaba de estudiar, obteniendo el diploma de Cirugía y el título de Licen-ciado en Historial Natural y Agricultura. Ahora, por fin, estaba haciendo loque más le gustaba: enseñar historial natural y recorrer incansablementetodo el término de Lorca, uno de los más extensos de España, buscando lasraíces prehistóricas de su tierra.

Al volver adonde habían dejado los caballos atados, Jacinto sonrió pen-sando que su amo, por una vez, se había cansado pronto e iban a emprenderla vuelta a la ciudad. Al ver a don Francisco, ya izado en su caballo, cogerdirección oeste alejándose del pantano, espoleó su mula hasta acercarse a élmientras le gritaba:

— ¡Don Francisco, que por ahí no es!— Ya lo sé, hombre, ya lo sé. No hace falta que grites.— Pero...— Vamos a explorar un poco esa zona –dijo señalando hacia poniente–.

Nunca hemos pasado de aquí, y hay que ver cosas nuevas.— Pero no nos va a dar tiempo... –intentó de nuevo protestar–.— Tranquilo Jacinto. Haremos sólo una pequeña incursión.El criado, conociendo la determinación de su amo, desistió de las pro-

testas y se asentó bien sobre su mula dispuesto a seguirle.Avanzaron rápidamente por la ribera del poco caudaloso río Caramel,

como si transitaran por un camino. Al rato llegaron adonde la rambla Mayorse encontraba con el río. Don Francisco detuvo su caballo y se quedó con-templando las pozas rocosas que allí se habían formado como piscinas na-turales y la gran cantidad de aves que revoloteaban junto a ellas.

— ¿No te parece hermoso? –preguntó a su criado oteando toda la zona–.

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Jacinto ni contestó; sabía que era una pregunta retórica que había oídoya mil veces y que lo único que significaba era que el paisaje le gustaba a suamo y que no se pararía allí. Giraron un poco hacia el sur, siguiendo siemprela cuenca del río, y pasaron pegados a los grandes bosques de pinos quecubrían la Serrata de Guadalupe, con una espesura que no les dejaba ver lacumbre. Poco después se separaron un poco del río y comenzaron a subirpor una estrecha senda entre los pinos hasta llegar a Las Almohallas, unparaje singular donde hicieron un pequeño descanso en uno de los pocosclaros que había. Después iniciaron un rápido y cómodo descenso hastaalcanzar de nuevo la cuenca del río, junto a una pequeña presa que abaste-cía un molino cercano. A escasos metros encontraron una nueva desembo-cadura, la del arroyo del Moral. El silencio reinante del lugar, en el que sólose oía el continuo murmullo del correr de las aguas y algún que otro grazni-do, animaron a don Francisco a dirigirse hacia el norte, cogiendo la partederecha del arroyo, sobrecogido por la quietud y la soledad que presidíanaquellos parajes. Jacinto, sin atreverse a interrumpir de nuevo a su amo,recomponía su postura sobre la mula tratando de aliviar su dolorido trasero.

Paralelos al arroyo, subieron varios kilómetros hasta llegar a una zonamás plana. Allí se detuvo de nuevo don Francisco y giró su caballo cientoochenta grados para contemplar el paisaje. Abajo se veía el río y la granllanura que lo circundaba, al fondo las grandes sierras cubiertas de pinadas.

— Aquello –dijo señalando a su derecha, hacia el suroeste– debe ser laSierra de María, y aquello otro –dijo sin dejar de señalar el paisaje de occi-dente a oriente– El Gabar, esa mole solitaria tan magnífica...

— ¿Cómo sabe usted eso? –preguntó incrédulo Jacinto–.— Estudiando, leyendo. ¿O crees que me lo invento? –preguntó pican-

do un poco al criado–.— No, no. Si usted lo dice...Don Francisco Cánovas y Cobeño era en realidad un gran conocedor del

terreno, aunque esa parte se quedaba un poco fuera de lo que él dominaba.En un libro que había publicado años antes, en 1862, que tituló Nocioneselementales de Historia Natural, había recogido una minuciosa descripción delos terrenos del término municipal de Lorca, gracias a los conocimientosque había adquirido en sus innumerables investigaciones de campo, que lehabían dado un amplio conocimiento de la región. El escrito era de granvalor porque en esa época no existía aún un mapa geológico; la Comisión

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del Mapa Geológico empezaría sus trabajos años después. Cánovas y Cobe-ño se había adelantado así a los sesudos científicos de la época, si bien enuna pequeña área de España. Por un momento echó de menos no habervisitado a fondo aquellos lugares para haberlos incluido en su escrito.

— La de más a la izquierda –siguió con su explicación al criado– esSierra Larga, y allí, donde acaba, ya es provincia de Murcia.

— ¿Entonces dónde estamos? –preguntó boquiabierto Jacinto–.— En la provincia de Almería –contestó volviendo a recorrer con su

mirada el horizonte–.— ¿Y usted cree que hacemos bien estando aquí? –preguntó el criado

siguiendo el recorrido de la mirada de su amo–.— Pero hombre de Dios. ¿Qué más da? ¿Tú has visto alguna línea que

divida las provincias?— No.— ¿Tú ves alguna diferencia entre este paisaje –dijo señalando al frente,

hacia el sur– y aquél otro –añadió señalando ahora hacia su izquierda, al este–.— No.— Entonces. Esos son convencionalismos. Por algún sitio había que

dividir las provincias, pero el paisaje y sus gentes no las divide nadie...–concluyó el docente mientras giraba de nuevo su caballo dispuesto a con-tinuar el camino–.

Minutos después avistaron una cortijada. Jacinto se animó pensando quesu amo pararía allí la caminata, pero suspiró resignado al ver que no se acerca-ba a ella. Dejándola a su izquierda, prosiguieron su camino varios cientos demetros más. De pronto, don Francisco detuvo su animal y se quedó mirandofijamente hacia un rincón rocoso situado al otro lado del arroyo, que ahorafluía entre rocas haciéndolo casi inaccesible para las monturas.

— Ahí nos vamos a parar –dijo señalando una gruta que se abría en elmacizo–.

Jacinto no tardó ni un segundo en apearse de su montura; estaba locopor echar pie a tierra. Amarraron los caballos a un pino y se dispusieron abajar la pendiente para cruzar el arroyo.

Subieron la pendiente del otro lado, don Francisco sin perder de vista laenorme cueva a la que se acercaba, y su criado sin parar de protestar por laspiedras que resbalaban bajo sus pies. Al llegar arriba se detuvieron junto auna enorme roca que tapaba parcialmente el acceso a la cueva. Mientras el

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amo sacaba su libreta y su lapicero y anotaba concienzudamente la situa-ción y las medidas aproximadas de la gruta, el criado se sentó a descansar,sin mostrar el más mínimo entusiasmo.

Durante una hora don Francisco recorrió una y otra vez la cueva rebus-cando por el suelo y recogiendo algunas piedras talladas que iba amonto-nando junto a la entrada. Palpó varias veces las paredes de roca tratando deencontrar algún vestigio de pintura en ellas sin ningún éxito. De vez encuando hablaba en voz alta, sin que su criado, que ya sabía que en realidadno se dirigía a él, le contestara:

— Los derrumbes han cubierto gran parte de la cueva, sin duda. Aquídebajo debe de haber un filón...

— ¿De oro? –contestó Jacinto saltando de su asiento como un resorte–.— No hombre, no, de restos primitivos que han debido quedar sepulta-

dos debajo de todo esto.— ¿Y ahora hay que ponerse a cavar? –preguntó asustado–.— No seas bruto. Necesitaríamos meses para eso. Hay que hacerlo con

sumo cuidado, para no destruir nada de lo que se encuentre. No es labor deun rato.

— Menos mal... –dijo el criado, que ya se veía con la pala en la mano, envoz baja–.

El docente volvió a su exploración dejando volar su mente, imaginandolas criaturas que durante cientos o miles de años habrían morado allí y lacantidad de cosas que se hallarían escondidas bajo sus pies. Aunque no erasu verdadero campo, le gustaba, de vez en cuando, imaginarse arqueólogo.

Convencido de que sin remover las piedras y escombros no encontraríanada más, y lo que a él más le interesaba, los fósiles, estarían, si es queestaban, en lo más hondo de la cueva, salió por fin hasta la roca de la entra-da donde el paciente Jacinto jugueteaba con algo en las manos.

— ¿Qué tienes ahí? –preguntó a su criado, que se sobresaltó al oír la vozde su amo–.

— Esto –dijo enseñando lo que le ocupaba–.— ¡Pero si es un hacha! –exclamó don Francisco acercándose a su cria-

do para cogerla–.— Sí. Eso parece... –dijo Jacinto con desgana–.— ¿Dónde la has encontrado? –le preguntó mientras la manoseaba con

delicadeza–.

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— Ahí, en ese rincón –dijo señalando apenas un metro dentro de lacueva–.

— Parece de bronce... –dijo pensativo–. Jacinto, esto es un gran hallaz-go –dijo mostrándosela entusiasmado–.

— ¿Sí? –contestó el criado apático–.— Esto tiene al menos cuatro o cinco mil años...— ¿Tantos? –preguntó el criado que seguía sin verle a aquello la gracia y

que estaba deseando irse–.— ¿No te das cuenta del valor que tiene? Ahora sí que estoy seguro que

aquí debajo tiene que haber grandes tesoros.— ¿De oro? –preguntó Jacinto, que al volver a oír la palabra tesoro se le

habían puesto las orejas de punta–.— ¡Qué manía con el oro! No hombre, no, de cosas como ésta –dijo

mostrando el hacha–.— Pues si tanto valor tiene, añádala a su colección. ¿Nos vamos ya?— Pero que bruto eres Jacinto –le contestó volviendo a introducirse en

la cueva hacia la dirección que el criado le había señalado–.Tardó un rato en salir, convencido de que no encontraría nada más. Guardó

el hacha de bronce en su bolsillo y le dijo al criado que cargara con laspiedras que había seleccionado, lo que a pesar del peso hizo de mil amorespensando ya en la vuelta.

Sin subirse a los caballos, se acercaron hasta uno de los cortijos cerca-nos. Don Francisco quería recabar toda la información posible del lugarpara plasmarlo todo en su libreta, y Jacinto deseaba un buen trago de aguafresca y algo que llevarse a la boca. Mientras el amo interrogaba al sumisocortijero, anotando que el lugar del hacha lo llamaban la Cueva de Ambro-sio –por el nombre de la cortijada, le aclaró el campesino– Jacinto dababuena cuenta de todo lo que la mujer de la casa le ofrecía generosamente.

El docente, tras su interrogatorio, tomó unos buenos tragos de agua fres-ca y un trozo de queso delicioso y preguntó el camino más derecho para lavuelta al pantano de Valdeinfiernos, dudando que dada la hora pudieran yavolver de día a Lorca.

Hizo caso a las indicaciones del cortijero y se dirigieron en direccióneste hacia los primeros pinos. No había camino pero le habían aseguradoque era lo más rápido para volver al pantano. Al salir de la pinada bajaronhasta el llano y pasaron por el cortijo de Guadalupe, viendo a la derecha la

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Serrata junto a la que habían pasado a la ida y comprendiendo que habíandado una gran vuelta para llegar a la cueva descubierta. Tardaron muy pocoen llegar a la rambla Mayor y la cruzaron, junto a las marmitas de gigante, lasgrandes pozas naturales que había en el encuentro de la rambla con el ríoCaramel, pero esta vez sin detenerse. El sol caía cada vez mas deprisa y que-rían llegar a un lugar civilizado antes de que se les echara la noche encima.

Al llegar al pantano, cogieron el mismo camino, entre los pinos, por elque habían llegado por la mañana y atravesaron el collado de los Carasolescuando ya el sol empezaba a ponerse. Arrearon a los caballos en la cuestaabajo y llegaron a La Parroquia casi de noche. En la pequeña poblaciónnadie se extrañó al verlos, no era la primera vez que la visitaban.

El alcalde pedáneo los acogió en su casa, no era cuestión de hacer el restodel camino de noche. Don Francisco sabía por experiencia que su mujer pre-fería que hiciera noche donde tocara a que caminara por los campos en laoscuridad. Mientras Jacinto disfrutaba con las criadas que lo agasajaban en lacocina, don Francisco contó a su anfitrión el descubrimiento que había hechoy las grandes posibilidades que tenía aquella Cueva de Ambrosio.

Cuando por fin cayó rendido en la cama, al médico lorquino apenas ledio tiempo a soñar despierto con volver a la cueva y hacer grandes y nuevosdescubrimientos en ella. Luego, dormido, tuvo un extraño sueño: seres mi-tológicos lo guiaban por el aire enseñándole cada uno de los rincones que éltan bien conocía, tal y como eran miles de años atrás. Al sobrevolar con susguías las marmitas de gigante que había visitado por el día, le pareció verjunto a ellas a dos jóvenes hermosos tumbados sobre la hierba secándose alsol. Después su sueño se esfumó y durmió a pierna suelta el resto de lanoche, sin oír siquiera los terribles ronquidos de Jacinto que retumbabanpor toda la casa.

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Comenzó la primavera y con ella el buen tiempo. La nieve había dado paso al resurgir de los verdes campos. En esa época todo emergía con fuerza, los bosques rebosaban de vida y de nuevas presas para

los hermanos. Las salidas eran continuas y duraban todo el día. Río ya nopodía acompañar a los dos hombres, su barriga era prominente y le dificulta-ba cada día más sus movimientos. Se limitaba a pequeñas excursiones enbusca de plantas por los alrededores de la cueva.

Casi siempre los dos hermanos salían juntos. De vez en cuando lo ha-cían por separado, repartiéndose las tareas por el territorio. Cuando eso su-cedía, Tani solía volver antes que su hermano, que no se hartaba de la natu-raleza y a veces volvía casi de noche.

El pequeño estaba cada vez más obsesionado con las relaciones amoro-sas nocturnas de la pareja. Cuando Ambros no estaba en la cueva, Tani sededicaba a observar con descaro a Río, cada día más hermosa, barriga in-cluida. Ella hacía sus tareas sabiéndose observada y sólo tenía para el pe-queño alguna que otra mirada furtiva. Entonces veía el deseo en sus ojos yse estremecía porque se parecía cada vez más a su hermano.

Cuando iban por separado, Tani volvía lo más pronto posible para estara solas con la hembra, aunque fuera a distancia. Uno de esos días, antes decruzar el arroyo vio a Río aseándose en el agua, había terminado su faena yse refrescaba en la corriente cristalina. Se agazapó para observarla sin servisto y disfrutó viendo como la hembra masajeaba su cuerpo desnudo condelicadeza. Por un momento creyó que sus miradas se habían cruzado y

EL ENFRENTAMIENTO

Tani, avergonzado, dejó de luchar. Encajaba como podía losterribles golpes de su hermano que parecía haber enloquecido.

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dudó si la hembra lo había visto acechando. Ella no hizo nada que hicieraver que así había sido. Acabó su relajo y subió hacia la cueva aún mojada,con el agua reflejándose en su espalda por los rayos del sol. Tani estabaenloquecido con aquel cuerpo, salió de su escondite y a grandes zancadascruzó el arroyo y se presentó en la cueva antes de que ella hubiese cubiertosu cuerpo. Se detuvo en la entrada justo cuando ella se volvía al oír ruido,mostrando toda su desnudez. Tras un instante de duda, Tani corrió haciaella que, asustada por el ímpetu del joven, trató de huir sin éxito, el deseodel pequeño rezumaba por todos sus poros. Ella forcejeó cuanto pudo hastacaer de espaldas, arañándose la espalda con las piedras del suelo. Tani sepuso con rapidez encima de ella tratando de sujetarle las manos, pero nopudo evitar que, en un último esfuerzo, ella le arañara la cara con sus uñas.En lugar de abandonar el ataque, aquello lo enloqueció aún más, y a partirde ese momento Río nada pudo hacer por contenerlo. Con los ojos casidesorbitados por el ansia de poseerla, la penetró con rudeza y lastimó aúnmás su espalda con cada empujón violento que realizaba ya dentro de ella.La lucha de la hembra había cesado, por miedo a una reacción más violenta ypoco después la respiración entrecortada de ambos indicó que estaban a pun-to de conseguir el éxito. Los ojos de Lobo, desde su atalaya, miraban curiososla culminación del orgasmo y los pequeños gritos de placer de la pareja.

Logrado su propósito, Tani se dio cuenta de lo que había hecho y corrióhacia la salida sin mirar para atrás. Río trataba mientras tanto de limpiarse laspiedrecitas que se habían incrustado en su espalda haciéndola sangrar. Lobosiguió a su amo que ya corría atravesando el arroyo, sin saber ni dónde se dirigía.

Ambros notó a su llegada una actitud extraña en su pareja. Se acercópara abrazarla y notó como se quejaba tratando de que no apretara su espal-da. Extrañado, metió la mano por debajo de las pieles que cubrían el cuerpode Río y se quedó mirándola al ver los rastros de sangre entre sus dedos.Después miró con estupor las heridas, aún frescas en la espalda de su com-pañera. La interrogó tratando en vano de que ella le diera explicacionescreíbles de cómo se había hecho aquello, no le valía la explicación de unacaída con la que ella, balbuceando, trataba de justificar las heridas; no loconvenció, sobre todo por su actitud temerosa.

Empezaba a sospechar de que algo más había pasado cuando Tani apa-reció en la cueva. Aunque el sol le hacía al recién llegado estar en penum-bra, el mayor pudo ver los rastros de los arañazos en la cara de su hermano.

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— ¿Cómo te has hecho eso? –le preguntó señalándole la cara–.— Con una rama –contestó Tani bajando la mirada–.— ¿Con una rama? –volvió a preguntar extrañado–.— Sí, eso he dicho –contestó adentrándose en la cueva sin atreverse a

mirar a Río, que permanecía quieta con la mirada baja–.Ambros los miraba a ambos sin saber qué pensar. La actitud de los dos y

sus miradas culpables le hicieron caer en la cuenta. Se acercó impetuosohacía la hembra:

— ¿Qué ha pasado aquí? –preguntó con rabia–.— Déjala –estalló Tani–. Ella no ha tenido la culpa.— ¿La culpa de qué? –preguntó temiéndose la respuesta–.— He sido yo. No he podido contenerme –exclamó el pequeño con rabia–.— ¿Contenerte? ¿La has atacado? ¿La has violado? –preguntó sabiendo

ya la respuesta–.A Tani no le dio tiempo a contestar, todos los cabos estaban atados y

Ambros se dirigió furioso hacia su hermano golpeándolo con dureza. Elpequeño cayó al suelo ante la mirada expectante de Lobo y los gritos de Ríopara que no lo atacara. Al levantarse volvió a ser golpeado, trató de defen-derse, pero su sensación de culpa le hacía ser débil frente a la avalancha quese le venía encima. Río trató de intervenir, pero la furia desatada de Ambrosla hizo desistir por miedo a que su criatura saliera mal parada en la refriega.

Tani, avergonzado, dejó de luchar. Encajaba como podía los terriblesgolpes de su hermano que parecía haber enloquecido. Sangraba abundante-mente por la boca y notaba un dolor punzante en el pecho cada vez queintentaba moverse. Aún así trató de huir hacia la salida, siendo alcanzadopor Ambros que se tiró sobre él como un felino. El pequeño cayó al suelo,junto a la roca en que Lobo, excitado por la lucha se limitaba a enseñarle loscolmillos al agresor pero sin atreverse a intervenir; a duras penas se estabaconteniendo y respetando la jerarquía del jefe de aquella pequeña tribu.Otro montón de golpes cayeron sobre el pequeño, que ya no sabía cómotaparse para evitarlos. En un momento de descanso que se había tomado elagresor, que respiraba agitadamente por el esfuerzo con que se empleaba,Tani consiguió salir fuera, pero de nuevo fue alcanzado y ambos rodaronpor la ladera hasta llegar al arroyo entrelazados. El agua no disminuyó laembestida y los golpes continuaron sin piedad, hasta que Río, armada devalor, se acercó hasta ellos gritando a pleno pulmón:

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— ¡¡Déjalo, lo vas a matar!!Ambros la miró mientras ella trataba de que soltara a su hermano, des-

pués miró hacia él y vio el lamentable estado en que lo había dejado. No semovía, pese a haber cesado los golpes, y respiraba dificultosamente con losojos cerrados. El parón le hizo enfriarse y ver que si seguía así acabaría consu hermano. Se dejó empujar por Río hacia un lado y cayó boca arriba con elpecho a punto de reventarle. Así estuvo uno segundos, después se levantó ycorrió como un poseso en sentido contrario a la cueva.

Río se acercó hasta el herido y trató de incorporarlo, pero los gritos de doloral moverlo le hicieron desistir. Ambros se detuvo al oír los terribles lamentos desu hermano y volvió la cabeza para mirarlo, luego continuó con su carrera.

Con mucho cuidado, la hembra lavó las heridas exteriores con agua delarroyo, y se dio cuenta que las más graves estaban en el interior. Subió hastala cueva a buscar sus plantas. Al volver vio a Ambros de pie junto a suhermano, mirándolo en silencio. Ella bajó la ladera y se encaró con él:

— ¡Casi lo matas! –le gritó con rabia–.— ¡Te ha violado! –contestó desafiante–.— Y tú también. ¿O es que lo has olvidado? –replicó valientemente–.— Pero… –intento explicarse Ambros–.-¿Pero qué? ¿Tú si tenías derecho? –seguía el desafío–. Me atacaste por

la espalda, me penetraste como un animal y saliste huyendo sin que te pu-diera ver la cara. Me dejaste tirada en el río después de asaltarme ¿Te acuer-das? –Río se iba envalentonando–, y nadie te dio una paliza de muerte porello, aunque te la merecieras. Quizás es lo que deberían haberte hecho–concluyó en voz baja–.

Ambros se quedó petrificado, nunca la había visto así, nunca había ha-blado de aquel primer encuentro con ella. Por una vez sintió que no tenía elpoder en sus manos, y reflexionó viendo que su arrogancia era la que lehabía llevado por la vida a todos los problemas que había tenido, y su her-mano, paciente, no sólo le había ayudado, sino que había sufrido con él loscastigos que a él solo le correspondían. Río lo sacó de su reflexión:

— Hay que subirlo a la cueva –dijo mirándolo–, o quieres que se mueraaquí, como un animal.

El mayor, después del revolcón que su hembra le acababa de dar, noestaba para contestar. Se agachó para coger a su hermano, pero se vio inte-rrumpido por la impetuosa Río:

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— ¡Así no! –le gritó–. Tiene algo roto por dentro, y aparte del dolor quele supondría, ese algo podría matarlo. Hay que preparar algo para subirlocon cuidado.

Ante tal razonamiento, el mayor reaccionó de inmediato y buscó, azora-do entre las primeras sombras de la noche, algo en qué subirlo, sin sabermuy bien el qué. De nuevo su pareja, mucho más lúcida en aquellos instan-tes, le dio la solución:

— Busca dos palos largos y ata a ellos una de las pieles como puedas,trataremos de subirlo sobre ella.

De manera sumisa, por primera vez en su vida, obedeció la orden sinrechistar y dispuso unas rudimentarias angarillas para su hermano. Con sumocuidado, movieron al herido entre los dos hasta colocarlo sobre la piel; des-pués, entre los quejidos de dolor de Tani, agarraron los palos, cada uno porun extremo y subieron despacio –Río apenas podía sostenerse– hasta la cue-va, dejando al herido sobre la piel junto al fuego. Ella, agotada, se sentó adescansar mientras él soltaba la piel de los palos con cuidado de no lastimarmás a su maltrecho hermano.

A la luz de la hoguera avivada, ella se dispuso a poner lo mejor de susconocimientos para salvar al herido. Él miraba a su hermano pensando quede no haber intervenido Río hubiera llegado a matarlo. Se sentía desprecia-ble, olvidando incluso el motivo por el que aquello había sucedido.

Tras aplicarle los ungüentos y darle a beber pequeños sorbos del brebajepreparado al fuego, ambos permanecieron junto al herido, que seguía se-miinconsciente y con una sonora y agitada respiración. Ella se durmió ense-guida, estaba exhausta y le pesaba la tripa más que nunca. Lobo abandonósu vigilancia y se acercó hasta Tani, apoyando su cabeza en una de las ma-nos del herido. A Ambros le pareció que su hermano había movido ligera-mente uno de los dedos para acariciar a su lobo. Apenas pegó ojo durantetoda la noche, reflexionando sobre lo que había oído y sobre lo que habíasido su vida hasta entonces; sólo lo sacaban de sus pensamientos los gruñi-dos de dolor de Tani cada vez que movía, aunque fuese ligeramente, sucuerpo. La noche se le hizo muy larga.

Al amanecer, le dieron otra pócima; las heridas exteriores no parecíanrevestir gravedad, no había ningún hueso roto, a pesar de los numerososmoratones que la luz del día dejaba ver por todo el cuerpo. Lo peor parecíaestar dentro, algo se había roto y se clavaba como un cuchillo en el pecho de

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Tani, que casi no podía abrir los ojos hinchados y amoratados. Río decidióvendarle el pecho con unas tiras de piel para evitar en lo posible los movi-mientos que tanto dolor le causaban; no podía hacer nada más.

Ambros salió de la cueva después de la cura, necesitaba que le diera elaire y el sol para desentumecerse. No tenía ánimos para la caza y se dedicóa vagar durante toda la mañana. De pronto se dio cuenta de que había ido aparar hasta el río. Paseó junto a él, recordando los buenos momentos quehabía pasado allí con su hembra y recordando con tristeza el primer impe-tuoso asalto que le había hecho. Sus palabras le martilleaban los oídos comosi estuviera volviendo a oírlas.

Río pasó la mañana descansando y atendiendo a Tani, procurando quebebiera agua y de vez en cuando sus potingues, ignorando si le harían el bienque ella deseaba. Al despertar había notado bajo su vientre unos intermi-tentes dolores que achacaba al esfuerzo y la tensión del día anterior. Pensóque no era el momento de parir y decidió que no lo haría hasta que el enfer-mo sanara. Para ello sabía que tenía que cuidarse y prepararse alguna póci-ma de las que había visto hacer alguna vez en su lejano y olvidado pobladoa otras mujeres. No dijo nada de ello al atribulado Ambros, que, desde quehabía dado rienda suelta a su salvaje furia sobre Tani parecía un corderito,aunque ella sabía que aquella actitud le duraría poco y que su arrogancia yfuerza volverían poco a poco a él porque era su forma de ser que, de algunamanera, ella admiraba.

Por la tarde un sudor frío se apoderó del cuerpo del enfermo, delirando ytratando de moverse inquieto. Su hermano no se separó de él, sujetándolocuando la fiebre le hacía removerse inquieto. La noche fue más tranquila ytodos descansaron alrededor de la lumbre.

En los días siguientes el herido parecía no mejorar, algo lo estaba matan-do por dentro y sus constantes quejidos herían a Ambros haciéndolo sentirculpable por su brutalidad. Río, aprovechando el estado de desconcierto delmayor, trataba de hablar con él para hacerle comprender lo sucedido:

— Es un chico joven y fuerte. Nosotros hemos despertado su instinto.— ¿Nosotros? –respondió Ambros–.— Sí, nosotros. ¿Qué hubieras hecho tú en su lugar? ¿Qué hubieras he-

cho tú si hubieras tenido que abandonar tu zona de descanso tras las pie-dras? ¿Qué hubieras hecho tú si cada noche hubieras oído como gozábamoscon nuestros cuerpos? Nuestros gritos y nuestro placer han despertado en él

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las necesidades de su cuerpo. ¿Cuánto tiempo habrías aguantado? –siguiópreguntando sin dejar que Ambros la interrumpiera como quería–. ¿Quéfuturo tiene tu hermano, sin otra hembra en la zona? Esto tenía que sucedery no lo debes culpar.

Las reflexiones de Río dejaban sin palabras a Ambros, que se limitaba arumiarlas en silencio y a estar cada vez más convencido de la verdad queengendraban las palabras de su hembra. Poco acostumbrado a reflexionar, lacabeza le ardía y entonces emprendía una veloz carrera saliendo de la cuevay desapareciendo durante horas, corriendo sin cesar por todos los bosques.Volvía con la cabeza más despejada y totalmente exhausto a la cueva, pre-guntando inquieto, nada más llegar si había habido algún cambio.

El reposo y los brebajes de Río hicieron que días después la fiebre des-apareciera y los lamentos de Tani disminuyeran de intensidad y de frecuen-cia, empezando a estar consciente cada vez más tiempo, a pesar de lo cuallas conversaciones entre los hermanos se reducían a preguntar por la mejo-ría el mayor y a contestar que ya estaba mejor el pequeño. Río los mirabaesperando el momento en que abordaran qué iba a pasar de allí en adelante.

El primer día en que Tani pudo incorporarse un poco y comer algo sóli-do para empezar a recuperar fuerzas, le planteó a su hermano el deseo deabandonar la cueva. No quería que se repitiera la escena con Río y no estabaseguro de poder aguantar de nuevo los ruidos amorosos tras la valla depiedra. Desde la agresión, la pareja no había vuelto a yacer juntos; el desáni-mo que los invadía y el avanzado estado de gestación de la hembra no ha-cían propicios nuevos encuentros amorosos. Por las noches todos permane-cían alrededor del fuego, pero Tani sabía que aquello no duraría siempre ypor eso estaba dispuesto a separarse y buscar una nueva vida con la solacompañía de Lobo.

Ambros trataba de disuadirlo cada vez que el tema salía a relucir y sedisculpaba por su brutalidad, realmente arrepentido de casi haber dado muer-te a su hermano. Trataba de convencerlo de que en su estado no podría sobre-vivir solo y Tani asentía, diciendo que lo haría cuando estuviera recuperado.

Cuando estaban a solas en la cueva, Río trataba de convencer a Tani de sulocura y le insistía en que ella no le guardaba rencor por lo sucedido. Tratabade hacerle ver que entendía por qué había sucedido y que lo importante eraque se llevara bien con su hermano, pero las reflexiones del pequeño sobre elfuturo que le esperaba le hacían perder la esperanza de que cambiara de idea.

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Mientras esto sucedía, el mayor reflexionaba durante sus cacerías –ladespensa había quedado muy menguada– tratando de encontrar una solu-ción para seguir con la pacífica vida que antes llevaban, pero siempre caíaen la cuenta de que él sí llevaba una vida plena e intensa pero su hermano,como siempre, se llevaba la peor parte. Una idea iba rondando por su cabe-za cada vez con más fuerza, pero no se atrevía a admitirla abiertamente. Loúnico que tenía claro era que no quería que su hermano, abocado por él aaquella situación, tuviera que emprender de nuevo una azarosa aventurapor su cuenta.

La fortaleza de Tani hizo que en poco tiempo, desaparecidos los doloresdel pecho, comenzara a salir de la cueva con su hermano para ayudarle enlas cacerías. El sol y el ejercicio físico hicieron que pronto se olvidara de susdolores y empezara a estar en forma a ojos vista.

Ambros aprovechó una de las salidas de Tani, que ya se atrevía a salirsolo a cazar acompañado de su fiel Lobo, para abordar el espinoso tema desu hermano con Río. Había madurado la idea que tanto había rondado porsu cabeza y estaba dispuesto a exponerla a su compañera:

— Hay que hacer algo para que Tani no nos abandone –dijo a Río quecada vez salía menos de la cueva agobiada por su pesada barriga y la inmi-nencia del parto–.

— ¿Hacer qué? Parece resuelto a irse, y no creo que tarde mucho en hacerlo–respondió interesándose por la actitud reflexiva, por una vez, de Ambros–.

– Yo tengo una idea.... –dijo dubitativo–.— ¿Una idea?— Sí, una idea que le podría hacer cambiar de opinión –dijo mirándola a

los ojos–.— ¿Qué lo haría cambiar de opinión? –repitió resistiendo la mirada en

sus ojos–.— Sí. Pero depende de ti.— ¿De mí? ¿Qué puedo yo hacer por Tani? –preguntó intrigada–.— Lo mismo que haces por mí –dijo en voz baja bajando la mirada–.— ¿Cómo?— Compartiendo tu lecho con él –dijo bajando aún más la voz–.— Pero...— Fuiste tú la que dijiste que lo que había pasado era normal, que es un

hombre joven...

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— Y lo sigo pensando.— Entonces. ¿Qué te parece la idea? –preguntó de forma casi inaudible–.Río entendió qué era lo que pretendía Ambros. Durante varios minutos

reflexionó, llegando a la conclusión de que no había otra salida; probable-mente nunca se juntaran con otra tribu, y el pequeño se vería condenado ano poder disfrutar de algo tan natural como el sexo. Tenía que anteponerante su relación con el mayor el que ambos no se separaran. La mirada casiavergonzada de su hombre, esperando atribulado, como nunca antes lo ha-bía visto, su reacción, le hizo decidirse:

— Está bien, si eso es lo que quieres... –dijo por fin acercándose a él–.— No es lo que quiero, pero no veo otra solución... Todo cambiará entre

nosotros –añadió entristecido–.— No, nada cambiará. Él tendrá mi cuerpo para su placer, pero nunca

tendrá esto –dijo señalándose el corazón–. Nada cambiará entre nosotros–añadió muy segura–.

Él no pudo articular palabra, un nudo atenazaba su garganta. Se abrazósollozando a su compañera y la abrazó como pudo por encima de la barriga,quedando ambos en silencio durante un buen rato. El egoísta hermano ma-yor estaba dispuesto, por primera vez, a renunciar a algo para él tan querido,a compartir a su compañera para que el pequeño no tuviera que emprenderun nuevo éxodo:

— Si ya está decidido, díselo cuanto antes. Está a punto de marcharse–dijo separándose y rompiendo el abrazo que le estaba destrozando sus mal-trechos riñones–.

— Así lo haré –aseguró Ambros mientras sus manos acariciaban la carade la hembra con suavidad, tratando de secarle las lágrimas que habían co-rrido por sus mejillas–.

Río se relajó con las primeras caricias tiernas que recibía de su fogosocompañero y sintió que ya podía dejar de luchar contra la naturaleza: estabadispuesta para parir y sabía que no tardaría en hacerlo.

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Al día siguiente de la conversación de Ambros con Río, los dos her- manos salieron juntos a cazar. El pequeño dispuesto a comunicar, en cuanto tuviera ocasión, que al día siguiente abandonaría la cue-

va. Había pospuesto su salida, pero no podía dejar pasar más días, era laépoca ideal para hacerlo. El mayor por su parte salía dispuesto a plantear susolución y tratar de convencerlo para que se quedara con ellos.

En el primer descanso que hicieron, nada más sentarse en un claro delbosque que acababan de recorrer, el mayor se adelantó e hizo su propuestapara la nueva convivencia. Tani quedó aturdido por unos momentos; la ge-nerosidad de su egoísta hermano lo había dejado sin palabras. Ambros, viendola duda en los ojos de Tani, preguntó:

— ¿No te parece una buena idea?— Es que...— Vamos, acéptala, es la mejor solución –le dijo con seguridad–.— Pero... –fue todo lo que acertó a contestar mientras se levantaba y se

separaba un poco, dando la espalda a su hermano mientras reflexionaba–.El mayor respetó el momento de silencio para que el pequeño asimilara

la propuesta, esperanzado en que aceptara al no haber planteado una nega-tiva abierta. Sus palabras habían calado profundamente en el pequeño quepoco a poco iba aceptando la idea; en realidad nunca le había hecho graciaalejarse solo separándose para siempre de su hermano. Lobo, que parecíaconsciente de la importante decisión que tenía que tomar su amo, se acercó

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En el otoño, Ambrosio ya gateaba como un loco por la cueva,perseguido las más de las veces por Lobo que lo revolcabasobre el duro suelo ante las risas de los adultos.

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hasta él y le lamió una mano, que colgaba inerte junto a su muslo, después sesentó mirando en la misma dirección que Tani, dispuesto a esperar su res-puesta. Minutos después el pequeño se volvió hacia su hermano:

— No creo que funcione –dijo con voz triste–.— ¿Por qué no, si todos ponemos de nuestra parte...? –le dijo con entu-

siasmo, tratando de desequilibrar la balanza–.— ¿Todos? ¿Qué dirá Río de tu locura? –preguntó sin perder la tristeza

en su tono–.— Ella ya ha dicho que sí –le contestó tratando de hacerle ver que el

camino estaba expedito–.— ¿Ya se lo has dicho?— Pues claro. ¿Crees que te lo plantearía sin contar con ella?— Yo...— Ella está conforme. También cree que es la mejor solución.— Pero... Vuestra relación...— Eso no debe preocuparte, nada cambiará entre nosotros. Se trata solo

de sexo, de hacerte más feliz.— ¿Estáis seguros?— Lo estamos. No queremos que te vayas.Los dos hermanos se abrazaron mientras Lobo aullaba junto a ellos pre-

sintiendo que las aguas iban a volver a su cauce. Al separarse, Tani se dirigióa su hermano emocionado:

— Déjame que lo piense un poco... Antes de volver a la cueva te daré mirespuesta.

— De acuerdo. Hasta entonces tienes de tiempo para decir que sí. Yahora volvamos a la caza, nuestras piezas nos están esperando...

Ambos acometieron con furia la persecución de todo lo que se movía yderrocharon su energía con generosidad. Obtuvieron un botín como hacía tiem-po que no lograban. Antes de cargarlo todo para regresar a la cueva, el pequeñose acercó a su hermano y con ambas manos lo agarró de los hombros mirándolo:

— Está bien. Estoy dispuesto a intentarlo.— ¡Bien! –exclamó Ambros entusiasmado–.— Pero con una condición –añadió Tani antes de que su hermano vol-

viera a abrazarlo–.— ¿Cuál es? –preguntó aguantando sus deseos de estrecharlo entre sus

brazos–.

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— Yo no quiero ser un estorbo. Si veo –añadió sin dejar que su hermanolo interrumpiera– que vuestra relación cambia por mi culpa, abandonaré lacueva para siempre.

— Si así lo quieres, así será, pero verás como podemos hacerlo.Con todo dicho, los hermanos volvieron a juntar sus pechos. Los nuevos

aullidos de entusiasmo de Lobo hicieron casi inaudible las gracias que, enun susurro, el pequeño dio a su hermano mayor.

El día de Río fue muy diferente al que habían pasado los dos hermanos.Sabedora de que Ambros plantearía su solución, y segura de que su herma-no acabaría aceptando, se había relajado de tal manera que, poco despuésde que ambos desaparecieran, los dolores habían aparecido en su bajo vien-tre. Antes de que crecieran en fuerza y fueran cada vez más seguidos, prepa-ró como pudo algunas de sus pócimas con las hierbas que había selecciona-do cuidadosamente para la ocasión, como había visto hacer en su tribu. Alver correr por sus muslos un líquido caliente, supo que el momento habíallegado y se dispuso a afrontar sola el momento. Lo había visto ya variasveces, incluso había ayudado en alguna ocasión a alguna joven parturienta,pero ella estaba sola. Aún con el miedo de lo que iba a suceder se alegró deque así fuera; sabía que los hombres, es esas ocasiones, eran más un estorboque otra cosa, y que se asustaban como conejos ante la increíble explosiónde la naturaleza.

En cuclillas, como lo había visto hacer, recibió a la criatura entre gran-des chillidos que la ayudaban a empujarlo hacia fuera. Cortó el cordón conuna piedra afilada que había dispuesto a su lado, y lo ató ayudada por unpequeño palo que hacía de torniquete. Tras descansar unos momentos lavóal recién nacido que ya daba gritos de auténtica furia, no cabía duda quehabía salido en su vigor al padre. Luego bebió un poco de una de sus póci-mas, se recostó sobre una piel, y lo puso sobre sí, dejándolo cerca de uno desus pezones para que la criatura se aferrara a él en cuanto su instinto se lopidiera. Acabada la faena cerró los ojos y descansó; estaba agotada, perocontenta porque todo parecía haber salido bien.

Los dos hermanos, de vuelta con sus pesadas cargas sobre los hombros,cruzaron el arroyo y, de pronto, se pararon en seco mirándose con cara deextrañeza porque habían oído un raro aullido en la cueva que les pareció elde un felino. Volvieron a mirarse, soltaron sus fardos con presteza y subie-ron a grandes zancadas hasta la cueva temiendo que Río pudiera estar en

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peligro; el aullido no era parecido a nada que conocieran. Se pararon reso-plando junto a la roca de entrada y miraron sorprendidos el origen de lospequeños gritos que les habían parecido de un animal. Junto a la lumbre,descubrieron a Río y sobre ella a un pequeño ser que protestaba enrabietadoporque aún le faltaba habilidad para mantener el pezón de su madre dentrode su boca. Ambos se miraron sonriendo, no había ningún peligro, el hijo deAmbros y Río, que sonreía tímidamente, había venido al mundo.

Sin saber muy bien qué hacer, se acercaron hasta la madre interesándosepor ella. Habían pasado ya varias horas desde el alumbramiento y empezabaa encontrarse mejor. Pidió que le acercaran uno de sus brebajes y, tras be-berlo, sujetó al niño por las axilas y lo elevó enseñándolo a los dos boquia-biertos hermanos.

— Es un macho –dijo orgullosa–.— Ya se ve –dijo el padre señalándole sus enormes testículos–.— Sí, no hay duda –dijo Tani imitando la ridícula postura de su hermano

señalando hacia el mismo sitio que éste–.La madre sonrió meneando la cabeza para ambos lados y volvió a dejar

a la criatura entre sus henchidos pechos, repletos de leche para el pequeño.La novedad entretuvo a los hermanos durante varios días. Mientras la

madre se había recuperado con sorprendente rapidez, ellos se pasaban el díamirando al niño, esperando a ver qué hacía. A los dos días, hartos de ver quela criatura solo se dedicaba a sacar todo lo que podía de los pechos de Río,a mear y cagar sin control, y luego a dormir, siempre por ese orden, decidie-ron reemprender sus salidas a cazar. Tani ya había agradecido a ambos elnuevo orden en el que se desarrollaría la convivencia, aunque quedaba aúnpendiente saber cómo se iban a organizar, había que dar forma al asunto.Dado que el momento aún no era el oportuno, decidieron dejarlo para másadelante y emplearse en aprovisionar la despensa aprovechando lo que laespléndida primavera les ofrecía.

Unas semanas después, Río ya estaba en plena forma; la actividad le habíahecho recuperar su espléndido cuerpo, en el que apenas se notaban los efectosdel embarazo, salvo en sus enormes pechos, que casi no daban abasto parasatisfacer al pequeño devorador que se había hecho dueño de ellos.

Ambros estaba ya ansioso por poseer de nuevo a su hembra, pero antesde hacerlo, consecuente con lo que había ideado, planteó a ambos cómopodían organizarse para evitar disputas. Río estuvo de acuerdo en que cada

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día su cuerpo sería para uno de los hermanos, y yacería con él tras el murode piedra. Tani se sentía incómodo por la situación, pero deseoso de empe-zar las rotaciones y Ambros un poco asustado por cómo reaccionaría cuan-do empezara la acción.

La primera noche en que volvieron a oírse los gemidos tras el muro, elpequeño se sintió de nuevo excitado. Se despertó varias veces porque suhermano parecía querer recuperar el tiempo perdido con su hembra, peroahora no sentía lo mismo que antes, sólo ansiedad porque llegara pronto eldía siguiente y poder esconder su cabeza en el seno de Río mientras la pene-traba sin violencia; pronto le llegaría su turno.

Para el mayor la nueva situación fue más difícil. La novedad de encon-trarse solo junto al fuego, oyendo el placer de la nueva pareja tras las pie-dras, le puso de mal humor y empezó a entender todo lo que su hermanohabía pasado durante meses. A pesar de lo incómodo de la situación, descu-brió sorprendido como su cuerpo se excitaba con los eróticos ruidos. A pun-to de estallar salió de la cueva y estuvo un rato refrescándose en el arroyo.Cuando volvió a entrar solo se oía la respiración profunda y acompasada delos nuevos amantes. Consiguió dormir un rato hasta el amanecer, en que denuevo los fogosos gemidos de su hermano le hicieron abandonar la cuevaatormentado. No estaba seguro de poder aguantar aquello noche sí y nocheno, pero ya no había vuelta atrás.

Vagó durante horas con los gritos y resoplidos de la pareja resonándoleen los oídos. Casi sin darse cuenta se encontró en los Lavaderos de Tello, lazona que había recorrido el primer día de su llegada a la cueva remontando,aguas arriba el arroyo del Moral, y que se encontraba en la zona de atrás delmacizo rocoso que albergaba la gruta, a menos de una hora de ella. La quie-tud del lugar sosegó poco a poco su ánimo. Recorrió los numerosos abrigosque había a ambos lados del arroyo curioseando para matar el tiempo; habíadecidido dejar sola a la nueva pareja durante todo el día.

Cuando regresó, Tani había salido a cazar y a buscarlo, y Río acometíasus tareas cotidianas con toda normalidad. Lo recibió alegre, como otrasveces, sin que notara nada extraño en su comportamiento. Lo único diferen-te a otros días fue un prolongado abrazo que su hembra le dio en silencio.

Los días siguientes fueron igual de duros para él, que no acababa deacostumbrarse a la sola compañía de Lobo por las noches. Las noches que letocaba descanso amoroso se acostumbró a dejar la cueva antes de amanecer

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e irse a visitar sus nuevas cuevas. Para pasar el tiempo se había llevadohasta ellas algunos de los pertrechos que utilizaba para pintar y empezó denuevo con su afición. Con poca inspiración hacía pequeños y extraños dibu-jos casi irreconocibles, que era lo que le dictaba su atormentada mente.Luego, ya avanzado el día, volvía a por su hermano para salir de caza. Losprimeros días lo hacían en silencio; Tani sabía por lo que su hermano estabapasando y lo dejaba tranquilo pensando que pronto las aguas volverían a sucauce y todos aceptarían con normalidad la nueva organización de la tribu.

Río, por su parte, pasó las primeras noches con Tani con la imagen deAmbros en la cabeza, pero pronto aprendió a disfrutar también con el peque-ño. Aunque muy parecidos en su comportamiento, ella disfrutaba con lo me-jor de cada uno. Era, en el fondo, y al contrario que el mayor, la que mejorparada había salido con el nuevo estatus; la competencia de sus dos hombresle hacía tener cada noche un fogoso amante, y aprendió a disfrutar de cadauno de ellos. Su corazón, sin embargo, no cambió, tal y como le había prome-tido a Ambros, y no respiró tranquila hasta que vio que él ya había asimiladoel cambio y su comportamiento volvió a ser casi el de siempre y había retoma-do con decisión y seguridad la jefatura de la pequeña tribu.

Pasados los peores momentos, ella planteó, un día de lluvia en que lostres se juntaron junto al fuego, que debía pensar un nombre para la criatura,que seguía creciendo sano como una manzana. La cuestión, aparentementesencilla, les resultó complicada, eran incapaces de encontrar un nombreadecuado. Al final de la tarde, cuando el agua empezaba a dejar de marti-llear las rocas, Tani tuvo una idea:

— ¡Ya lo tengo! –exclamó alborozado, sorprendiendo a los demás quejugueteaban con las brasas a punto de rendirse–.

— ¿Qué se te ha ocurrido? –preguntó su hermano con desgana–.— Tú te llamas Ambros –dijo señalándolo–, y tú Río –ahora la señaló a

ella–.— ¡Vaya descubrimiento! –le contestó el padre–. Te recuerdo que el

nombre que buscamos es el del niño.— Pues eso, el hijo de Ambros y Río se debería llamar Ambrosrío –dijo

mirando alegre a la pareja–.— Ambrosrío... Suena fatal... –dijo el padre pensativo–.— Pues a mí me gusta –se apresuró a decir la madre–. Es el resumen de

nosotros dos –dijo mirando al dubitativo Ambros–.

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— No sé... Si os parece bien...— ¡A mí sí! –dijo rápidamente la madre. Tani guardaba silencio tras dar

la idea para que fueran los padres los que decidieran–-.— Pues nada Ambrosrío –dijo el padre dando un cachete en el culo a la

criatura–. Ya tienes nombre.El hecho de no haber sido él, el padre, el que ideó el nombre, y la dificultad

de pronunciación de la r tras la s, hizo que, en poco tiempo, el nombre cambiara,perdiendo la r y el acento en la i que rompía el diptongo y se quedara en Ambro-sio, que es como ya le llamaban todos para gran satisfacción del transformadordel nombre, orgulloso de haber puesto su sello en el nombre de su hijo.

Durante todo el verano, Ambros volvió casi cada día a Tello; era el lugardonde se encontraba a sí mismo y que ya conocía como la palma de sumano. Una tarde, antes de abandonarlo para irse a la cueva, apareció tras lascañas, junto al arroyo, un hermoso ciervo. Después de observarlo mientrasbebía agua en el arroyo, trató de alcanzarlo por pura diversión, no tenía susarmas de caza cerca, y corrió tras él largo rato hasta que lo perdió de vistasumergido en la espesura de los pinos. Descansó con la respiración entre-cortada pensando en la hermosura de aquél ejemplar. Volvió a la cuevaalegre y sonriente cuando ya era casi de noche.

Las siguientes veces que volvió a las cuevas de Tello no apareció el belloanimal. Con la imagen de la formidable cornamenta en su cabeza, empezó aesbozar un dibujo en una de las paredes del abrigo que más frecuentaba,uno de los primeros que había al llegar al lugar. Dedicó varias semanas aperfeccionar su dibujo y, cuando estuvo satisfecho con el resultado, se dedi-có pacientemente a colorearlo, tratando de darle toda la viveza que habíavisto en el animal. En esas semanas consiguió, mientras pintaba y pintaba,olvidarse de las terribles y solitarias noches que pasaba solo junto al fuego.Convirtió aquella cueva en su santuario, y nada dijo de ella ni de su pinturaa su hermano ni a Río, a la que tanto le gustaban sus caballos en las paredes.

En el otoño, Ambrosio ya gateaba como loco por la cueva, perseguidolas más de las veces por Lobo que lo revolcaba sobre el duro suelo ante lasrisas de los adultos, que habían redoblado su actividad preparándose para elinvierno que se acercaba acortando los días. Los dos hombres aprovecha-ban cada día para cazar y recoger provisiones, amontonando una gran canti-dad de leña y ramas cerca de la cueva, y Río salía a recoger plantas con suhijo amarrado a la espalda como si fuera un fardo.

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Cuando cayeron las primeras nieves todos supieron que llegaba el tiem-po de la reclusión y que sería una temporada difícil. Ahora sí que tendríanque convivir hora tras hora, día tras día, y no habría escapatoria por lasnoches para el que quedara solo junto a Lobo. A pesar del frío reinantecualquier día podrían saltar chispas entre los hermanos. El anuncio de Río,a los pocos días de hibernación, de que estaba nuevamente preñada no ayu-daba mucho. Los dos hermanos se sumían en sus pensamientos tratando dedilucidar quién de ellos sería el padre de la nueva criatura; sólo los consola-ba la hermosura de la hembra con la que gozaban noche sí noche no, comosi fuera la primera vez que lo hacían.

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Al llegar al cortijo, tras haber visitado El Gabar en su segundo día de la campaña de ese año, don Federico advirtió a Breuil de que, a po- co que se entretuvieran, ya no llegarían de día a Vélez-Blanco. El

cura, que estaba ávido de ver nuevas cosas, dijo que por su parte no habíaproblema en hacer noche allí, así podrían dedicar el día siguiente a la zonaque lo atraía sin saber por qué. Todos acataron el deseo del arqueólogo, porlo que don Federico decidió mandar al campesino que ayudaba al Tontico devuelta al pueblo, para que diera cuenta de ellos a doña Caridad y le advirtie-ra de que no volverían hasta el día siguiente. Si no –se temía el farmacéuti-co– a su mujer le daría un soponcio cuando viera que se hacía de noche ynadie aparecía. Aún así no le arrendaba las ganancias al pobre campesino,que tendría que soportar los improperios que realmente irían dirigidos a él.«Ya se explayará cuando yo llegue…», pensó resignado.

El campesino salió para el pueblo; tenía por delante varia horas de cami-nata, aunque no tantas como las que había echado para llegar: como buenconocedor del terreno sabía los atajos que tenía que tomar. Los demás deja-ron atrás el cortijo y se acercaron hasta el arroyo del Moral, querían aprove-char lo que quedaba de tarde.

Se pararon antes de bajar para cruzarlo, contemplado el monte rocosoen el que se abría una gran cueva; con razón había dicho don Federico quenada tenía que ver con la otra. Una gran roca, sin duda desprendida dearriba muchos años antes, dividía la entrada en dos partes.

UNOS 7000 AÑOS DESPUÉS. BREUIL Y MOTOSEN LA CUEVA DE AMBROSIO

¡Qué paraje tan hermoso! –comentó el abate–.Hay algo especial en ese rincón.

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— ¡Qué paraje tan hermoso! –comentó el abate–. Hay algo especial enese rincón –añadió señalando hacia la cueva y sus alrededores–.

La gruta se abría majestuosa al otro lado del arroyo, que se perdía enca-jado entre rocas y lentiscos a su izquierda, hacia el oeste, en una zona casiinaccesible. Para llegar hasta la cueva tuvieron que bajar hasta el arroyo,cruzarlo y volver a subir otro trecho. Al llegar, todos empezaron a moversepor el interior con curiosidad. El abate, y don Federico junto a él, disfruta-ban del momento antes de introducirse en ella.

— Es la Cueva de Ambrosio, llamada así por el cortijo del mismo nom-bre, el que hemos pasado –aclaró el boticario mientras el cura asentía con lacabeza–.También es conocida como la Cueva del Tesoro, como tantas otras...

— Si yo le contara, amigo mío, las cuevas del tesoro que he visitado eneste país... Mejor lo dejamos como la Cueva de Ambrosio –respondió elabate–.

Después de toda la tarde inspeccionando la cueva, recogiendo restos depedernal que abundaba por el suelo y inspeccionando las paredes en buscade pinturas, se sentaron junto a la gran roca que dividía la entrada.

— Parece claro que aquí no hay pinturas –comenzó a hablar Breuil–,pero es muy interesante. La pena es que aquí hay mucho trabajo que hacerpara encontrar algo. Se aprecia que ha habido derrumbes y es posible quedebajo se encuentren restos importantes, sólo posible –añadió mirando aMotos–.

— En cualquier caso no parece hoy el día indicado para iniciar excava-ciones –apuntó Cabré–.

— Naturalmente que no –terció Obermaier–. Ese es un trabajo que hayque planificar, y realizar con sumo cuidado para no estropear nada de lo quepueda aparecer.

— Gran verdad dice don Hugo –apostilló el abate–. Mañana, si les pare-ce, señalaremos el sitio más adecuado y a ver si en la próxima campañapodemos dedicar algo más de tiempo a este fantástico paraje.

— Estoy seguro de que algo aparecerá –habló don Federico–.— Parece usted muy seguro –le dijo Siret, que sabía por qué lo decía su

amigo–.— Y tanto. Tengo otra sorpresa para ustedes –dijo mientras colocaba su

alforja entre sus pies y rebuscaba en ella–.— ¿Otra sorpresa don Federico?

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— Sí. Ésta es la sorpresa, mi estimado abate.El boticario sacó la mano despacio de su alforja hasta dejar a la vista de

todos una espléndida punta con muescas que había encontrado en una visi-ta anterior.

— Esta punta está recogida aquí. Por eso estoy tan seguro –dijo mos-trando ceremoniosamente la punta de sílex–.

— Es usted una caja de sorpresas –dijo el abate mientras recogía lapunta para examinarla–.

Los demás se acercaron con curiosidad rodeando al cura, que trataba lapieza con mimo exquisito, pasando las yemas de sus dedos por las afiladasestrías. Durante un buen rato todos disfrutaron de la piedra, y felicitaron asu descubridor, que posó orgulloso con ella para la cámara de Cabré:

— Está claro que aquí hay que hacer excavaciones –sentenció Breuil–.Y ahora vayámonos hacia el cortijo antes de que sea noche cerrada y nosrompamos los sesos contra alguna roca.

El boticario guardó su trofeo y se dispusieron a cruzar de nuevo el arro-yo para llegar al cercano cortijo donde se disponían a pasar la noche.

Nada más llegar, el boticario habló con el cortijero para explicarle quequerían pasar allí la noche. El hombre se puso a disposición de los visitantesexplicando las modestas condiciones de su vivienda. Viendo el lío en el queiban a meter a aquella gente, el abate intervino diciendo que no sería nece-sario que dispusieran dormitorio alguno para ellos. Acostumbrado comoestaba a moverse por los campos, llevaba siempre previsoramente un par detiendas de campaña. Insistió en que bastaría con que les dejaran montarlas yen ellas dormirían. Don Federico aceptó gustoso la idea como una experien-cia más, y no tardó ni un segundo en ordenar a Juan que fuera hasta susmulas y recogiera las tiendas y algunas mantas. La cara de Obermaier expre-saba, sin embargo, el disgusto por la iniciativa de su compañero. Su cansan-cio era tal que se atrevió a decir que él sí que aceptaba con gusto una cama.Breuil lo fulminó con la mirada, pero el gordo científico antepuso la necesi-dad de un colchón a la orden del jefe. Al ser sólo uno al que tenían quealojar, el problema era menor. El campesino ordenó a su mujer que dispu-siera uno de los dormitorios, sacando de él a dos de sus hijos para quedurmieran juntos con los otros. Arreglado el asunto, la cortijera se puso apreparar la cena para todos mientras los visitantes salían a buscar el mejorsitio para las tiendas y a montarlas antes de que fuera noche cerrada.

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Enseguida dieron con el lugar adecuado: una era situada detrás del cor-tijo era la zona más plana y con menos piedras que castigaran los cuerpos.El propio cura se dispuso de inmediato a la tarea del montaje. El Tonticotrataba de ayudar, pero tenía que limitarse a seguir las indicaciones del aba-te; aquellos artilugios eran demasiado complicados para él. Los demás tam-bién ayudaban, aunque don Federico y Siret, menos versados en esas cues-tiones, estorbaban más que otra cosa.

Al terminar, el farmacéutico le dijo a Juan que llevara leña junto a lastiendas y la preparara para encender un fuego cuando terminaran de cenar.De pronto cayó en la cuenta de que nadie había pensado en dónde pasaría lanoche el pobre Tontico; en las tiendas no había sitio para él, ni era aconseja-ble mezclarlo con el abate toda la noche. Juan, desmintiendo una vez más loacertado de su mote, descubrió que él sí lo había pensado. Dormiría en laparte de la casa más caliente y seguramente más cómoda: en el pajar. Todoscelebraron la ocurrencia del guía, que sonreía satisfecho pensando: «se cree-rían que yo iba a dormir al raso...».

Cenaron con mucho apetito; no dejando ni rastro en ninguna de las dossartenes que les habían preparado: la de patatas fritas con pimientos y la delos huevos fritos. Obermaier rebañaba con ganas, sin hacer caso de las risasde los demás. Tras una corta tertulia, para no molestar demasiado a la fami-lia, don Hugo buscó su cama y los demás salieron en busca de la lumbre queJuan ya había encendido.

Cabré y Siret se metieron pronto en una de las tiendas. Don Federico y elcura se acomodaron junto al fuego dispuestos a conversar bajo las estrellas,a la luz de la luna que ya aparecía por el horizonte, blanca y redonda. Elboticario empezó fuerte:

— Le parece a usted que entre tanto punto luminoso somos los únicosque tenemos conciencia y moral –dijo señalando hacia el cielo–.

— No empiece, que le veo venir.— Cuando en las noches claras la bóveda celeste se manifiesta tan enor-

me, siempre me he hecho esa pregunta.— Es usted creyente ¿no?— Naturalmente, vaya pregunta...— Entonces de qué duda. Todo eso lo ha puesto ahí Dios Nuestro Se-

ñor, y Él sabrá con qué fin y lo que hay en cada estrella, en cada puntitoluminoso como usted lo ha denominado.

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— ¿Usted nunca se ha hecho esa pregunta?— Yo bastante tengo con ocuparme de lo de aquí abajo. No sabemos ni

cómo eran los que habitaban todas estas cuevas, por qué las pintaban, cómovivían..., y quiere usted que nos subamos hasta el cielo. Vamos a aclararnosprimero aquí abajo y la humanidad ya tendrá tiempo de lanzarse a otrasaveriguaciones.

— Lleva razón. Era sólo un pensamiento que la hermosa noche me hainspirado.

— Dejemos eso, y hábleme de sus descubrimientos. No se guarde mássorpresas.

— Ya no hay más sorpresas, desgraciadamente. Mañana visitaremos lazona de atrás de la Cueva de Ambrosio. Hay un paraje que está lleno deabrigos. Yo he visitado algunos, no todos, y sólo he visto algunas pinturillassin importancia, muy esquemáticas. Aunque seguramente me he precipita-do una vez más al especular sobre su importancia o no, sin oír la opinión delos mejores conocedores del tema...

— No sea tan modesto, don Federico. Hace una labor magnífica, por esoestamos aquí. Además, como usted me ha dicho en otras ocasiones, se pue-de permitir el lujo de emitir su opinión a la primera. Aunque no se lo crea,eso me encanta, y me hace reflexionar mucho sobre lo que veo. En ciertomodo le envidio su libertad y la espontaneidad de sus opiniones, segura-mente porque yo no me lo puedo permitir. No crea que no me quedo mu-chas veces con ganas de especular como usted, de imaginar, de soñar... peroesa no es mi labor. Debo ser más pragmático y concienzudo.

— Pues yo no le envidio a usted en eso –se apresuró a añadir el botica-rio–, sí en sus vastos conocimientos. Se queda uno en la misma gloria, conperdón, imaginando las circunstancias que han provocado las cosas, o di-ciendo a la primera que ve un brujo, y no una figura antropomorfa de difícilsignificado...

— Don Federico, no empecemos, y siga hablándome de su territorio.Hablaron y hablaron durante dos horas. El boticario tenía por fin, en

exclusiva, un oyente de excepción que absorbía como una esponja toda lainformación, y se explayaba con él, contándole sus expectativas, sus ideasde nuevas exploraciones, abriéndole su mente de par en par. El cura tomababuena nota mental de todo y trataba de reconducir y de ordenar las ideasque surgían a borbotones por la boca del informante.

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Aprovechando que la lumbre había bajado notablemente su intensidad,casi sin que se dieran cuenta, y notando ya la pesadez de sus cuerpos, queno habían parado durante todo el día, ambos se metieron en la tienda y searrebujaron con las mantas deseando que amaneciera cuanto antes para se-guir con su aventura.

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El invierno se le hizo muy largo a Ambros, recluido en la cueva sin poder visitar sus abrigos de Tello para olvidarse de que algo, aunque ellos no querían, se había perdido en su relación con Río. Al princi-

pio, trató varias veces de huir hacia allí, pero la nieve, que le llegaba hastalas rodillas, le hacía desistir de su empeño. Volvía a la cueva con las piernasamoratadas por el frío y la cabeza ardiéndole como un pajar.

Ahora que la convivencia era obligada durante veinticuatro horas al día,Río sufría al ver el estado de ánimo de su hombre. Con paciencia logróconvencerlo para que retomara la decoración de las paredes de la cueva connuevas figuras, pero Ambros, poco inspirado, se limitaba a retocar sus caba-llos con mimo y con poca convicción, pensando más en sus hermosos cier-vos enfrentados de Tello que en lo que hacía.

Ambrosio se criaba sano y fuerte y ya gateaba por toda la cueva jugandocon Lobo, que lo acompañaba saltarín cuidando siempre de que no salierade la cueva en alguna de sus impetuosas carreras.

Tani dedicaba su tiempo a las armas, afilándolas pacientemente, y a man-tener la lumbre a todo gas, siempre pendiente de que no faltaran troncos enella, para lo que tenía que hacer periódicas salidas hasta el acopio de leña quehabían hecho junto a la cueva. Mientras su hermano trabajaba con sus caba-llos, él observaba el espléndido cuerpo de Río deambulando por la cueva, leparecía que la crecida barriga de la hembra la hacía aún mucho más atractiva.A veces sus pensamientos se ensombrecían al estar seguro de que, a pesar deposeerla, nunca tendría con ella la relación que la hembra tenía con Ambros.

PRIMEROS PROBLEMAS EN LA CUEVA DE AMBROS

Poco a poco el ruido fue alejándose, adentrándosehacia el interior de la tierra.

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Los dos hermanos hablaban poco entre sí; ambos eran conscientes de laextraña relación que vivían junto a Río y hacían lo posible para no hacermás tensa la situación. Se limitaban a comentar algunas cuestiones técnicasde las armas y a repartirse el trabajo de cada día.

Casi al final del invierno, cuando la nieve ya empezaba a derretirse crean-do un magnífico espectáculo bajo los blancos rayos de la luna llena, los aulli-dos de Lobo despertaron a toda la tribu que dormía plácidamente. Antes deque les diera tiempo a incorporarse notaron una extraña sensación en suscuerpos a la vez que un ruido seco y profundo parecía acercarse hasta ellos. Elsuelo empezó a moverse, lo que les hacía casi imposible mantenerse en pie. Elruido creció y creció dejándolos casi paralizados, no sabían que estaba pasan-do. De pronto, la tierra crujió como un trueno y del techo empezaron a caerpiedras y tierra como llovidos del cielo. Lobo, que había presentido el terre-moto, salió de la cueva dando un brinco cesando en sus aullidos. Ambros, alver caer las pequeñas rocas y estrellarse en el suelo, corrió como pudo hastasituarse sobre su hijo para protegerlo con su cuerpo, Tani buscó a toda prisasus armas creyendo que se trataba de una amenaza exterior. Río se agarraba ala pared con ambas manos sin entender que estaba pasando.

Todo ello sucedió en menos de un minuto. A ellos les pareció un siglo, eltemblor no acababa nunca. Poco a poco el ruido fue alejándose, adentrán-dose hacia el interior de la tierra, el suelo dejó de moverse y del techo solocaía una fina arena por alguna de las grietas que se habían abierto. Estabili-zada la cueva, sin que nadie lo dijera, todos corrieron hacia el exterior, don-de Lobo esperaba inquieto revolviéndose en círculo como un loco.

Se acurrucaron junto al arroyo, temerosos de que la tierra, y con ella lacueva, volviera a agitarse. Una hora después, no muy convencidos de que elpeligro hubiera pasado, pero ateridos de frío volvieron a entrar a la cueva yse sentaron junto al fuego, comentando lo extraño del suceso y la posibili-dad de que se repitiese y alguno saliera herido. Ambros recorrió todo elinterior mirando el estado de la cueva. El suelo estaba intacto, cubierto enalgunas de las zonas por pedruscos del tamaño de una nuez, y en el techo seveían algunas grietas entre la roca, de las que se desprendía una fina cortinade polvo en el que empezaba a reflejarse el sol que ya aparecía como todoslos días, como si nada hubiera pasado.

Durante todo el día estuvieron alerta por si tenían que abandonar lacueva. Limpiaron el suelo amontonando las piedras en los lugares en los que

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habían caído más, para tener señalizados así los puntos más peligrosos, yque tenían que evitar. Ambros observó con tristeza como uno de sus caba-llos había quedado partido en dos por una fina hendidura que se había he-cho en la roca.

La llegada de la primavera y el reinicio de las actividades al aire libre quetanto necesitaban, les hizo olvidarse del suceso. Ambros tardó poco en vol-ver a Tello, estaba inquieto por el estado en que podían haber quedado susabrigos y sus ciervos. Sonrió al ver que todo estaba como siempre y que susciervos, enfrentadas sus cornamentas como retándose, seguían guardandosu cueva.

Con los campos en plena euforia de vida, olvidado el invierno, Río parióa su segunda criatura, una hembra hermosa y fuerte como su hermano, a laque dio a luz sola, aprovechando las horas de caza de sus dos hombres, querecorrían frenéticos los bosques.

El precioso día en que la criatura había venido al mundo inspiró a Río,que al día siguiente ya había encontrado nombre para su hija. Le llamaríanFlor. Los dos hermanos aceptaron el nombre sin controversias, bastantetenían ambos con comerse la cabeza pensando quién sería el padre de lacría. Río, por su parte, estaba segura, sin saber por qué, de quién era elpadre, pero se guardaba muy mucho de hacer comentario alguno al respectoque pudiera iniciar una disputa innecesaria entre los hombres.

En pleno verano, un día en que los dos cazadores deambulaban por lazona del río –lo que no hacían muy a menudo pese a gustarles por la grancantidad de aves que se arremolinaban en sus orillas– les pareció ver movi-miento de gente junto a la rambla Mayor. Se olvidaron de sus trampas y seapostaron en una zona alta dispuestos a observar. A pesar de que no parecíahaber nada anormal en el entorno, decidieron, desde ese día, dedicar partede su tiempo a la vigilancia. Cada día, uno de ellos se encaramaba a suobservatorio y pasaba allí algunas horas oteando hasta donde le alcanzabala vista.

Los días que no le tocaba guardia, Ambros aprovechaba para volver a suzona sagrada, dedicando su tiempo a nuevas pinturas y a retocar sus cier-vos, la pintura que hasta entonces le había dejado más satisfecho. Sólo lasuperaba en emoción la primera que hizo. El día que pintó el brujo –leparecía que habían pasado desde entonces mil años– sintió algo en su inte-rior que nunca había vuelto a ser igual. El que aquella acción les hubiera

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llevado al destierro y a la soledad no le hacía arrepentirse de ello. Despuésde todo, no les había ido tan mal: los bosques estaban repletos de animales,abundaba el agua, tenía una hembra hermosa con la que disfrutar, con laúnica sombra de tener que compartirla con su hermano, y la tribu crecía enel número de sus miembros, todos sanos y vigorosos. No podía pedir más,¿o sí?, se planteaba algunas veces mientras jugaba con un palo con el aguadel arroyo, echando de menos relacionarse con otros congéneres. Para disi-par esa melancolía, se agarraba de nuevo a sus pinceles y se concentraba enlos dibujos.

Pasó el verano sin que descubrieran a ningún intruso en su territorio.Pensaron que se había tratado de algún viajero despistado. Alguna vez ha-bían visto a pequeñas tribus caminando junto al río en dirección oeste, tras-ladándose sin duda en la búsqueda de nuevos territorios. Con la llegada delotoño, descartaron lo que más se temían, que la tribu de Río rompiera supromesa y atravesara la rambla en busca de venganza. Con las primeraslluvias abandonaron la vigilancia y se dedicaron de lleno a surtir su despen-sa para pasar el invierno que se avecinaba.

Ambrosio ya caminaba sus primeros pasos. Cuando cesaba la lluvia y elaire quedaba limpio y transparente, su padre se lo echaba a la espalda y salíacon él para que empezara a conocer su entorno. Su madre protestaba cuan-do los veía partir sin conseguir que Ambros cambiara de opinión. Lobo losacompañaba alegre y vigilante, y Tani reía ante el cuadro de cada salida. Lamayoría de las veces se unía a los expedicionarios y disfrutaba viendo lacara del crío con cada nuevo descubrimiento que hacía en la naturaleza.

El invierno, la época más triste y desesperante para ellos, fue ese añoalgo distinto. La actividad en la cueva no paraba, las dos criaturas eran dostorbellinos que los mantenían entretenidos. Lo que no cambió ese inviernofue que la tripa de Río comenzó otra vez a crecer, de nuevo había quedadopreñada, lo que no era de extrañar dada la actividad sexual que cada día unode los hermanos tenía con ella.

Lo único que Ambros echaba de menos en sus relaciones amorosas erapoder disfrutar más de los hermosos senos de Río, de los que se habíanapoderado, primero Ambrosio y luego Flor, y que la madre trataba de pre-servar para ellos. Tani, que había empezado a gozar con la hembra ya en eseestado, también estaba obsesionado con los pechos, y en cuanto podía, sesaltaba la norma y se hundía en ellos como un poseso hasta que ella, dándo-

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le grandes tirones de sus cabellos, lo reconducía hasta zonas no prohibidasdonde también se escondía el placer.

En la nueva primavera, Río volvió a parir una cría. Esta vez fue Ambrosel que se adelantó a ponerle nombre. El día siguiente al nacimiento se habíaido a buscar la soledad de sus abrigos de Tello. Más excitado que otras ve-ces, abandonó pronto la pintura y se adentró por el arroyo en dirección este,hacia la cueva, tenía ganas de acción. Según iba caminando, las paredes deroca se hacían más verticales y, desaparecidos los abrigos, el paso se conver-tía en un verdadero desfiladero, lleno de zarzas y de lentiscos que arañabancontinuamente su piel. En medio de aquellos cortados se le ocurrió el nom-bre, Leria; no significaba nada, pero le gustó como sonaba. Contento por laocurrencia, siguió bajando por el arroyo hasta llegar a la cueva; acababa dehacer el mismo recorrido que hiciera el primer día de su llegada pero ensentido inverso.

Su llegada por ese lado de la cueva sorprendió a Tani y a Río que, alverlo sangrando se alarmaron pensando que había tenido algún altercado.Él, explicó sonriente el porqué de sus arañazos y soltó de improviso quequería que la nueva cría se llamara Leria. Los otros dos se miraron sorpren-didos y llegaron a la conclusión de que no sonaba nada mal. Ambros quedósatisfecho por la aceptación, en realidad no había participado en los nom-bres de las dos criaturas anteriores. El primero se le había ocurrido a suhermano, bien es verdad que luego él lo había modificado hasta dejarlo enAmbrosio, y en la segunda Río no había dado opción.

En cuanto la madre volvió a su actividad normal, pocos días después,los dos hermanos retomaron la rutina de sus actividades, incluida la vigilan-cia de la zona fronteriza con la antigua tribu de Río.

Llegado el verano, tuvieron que dedicar mucho más tiempo a la obser-vación de la zona conflictiva. Ambros descubrió un día a varios hombrescruzando la rambla con precaución para después adentrarse un poco haciaellos, siempre pendientes de los que esperaban en la otra orilla. Afortunada-mente se volvieron enseguida alertados por sus compañeros. Pensó que erande la tribu enemiga que habían aprovechado algún momento de descuidodel resto para investigar.

Sus sospechas se vieron confirmadas al día siguiente cuando ambos–Ambros había contado a su hermano lo que había visto– vieron de nuevoa cuatro o cinco hombres cruzar la rambla, uno de ellos con un brazo en una

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extraña posición. Estuvieron seguros de que era Griso, al que Ambros habíaroto el brazo en la lucha, su rival. Agazapados, observaron como cautelosa-mente los intrusos exploraban la primera pinada, aún lejos de ellos, volvien-do después sobre sus pasos. Afortunadamente eran pocos y muy cautelosos,seguramente porque temían encontrarse con una tribu, ignorantes de quelos dos que los observaban eran los únicos que podían hacerles frente.

De vuelta a la cueva, casi anochecido, reflexionaron por el camino sobrelo sucedido, llegando a la conclusión de que empezaban a no estar seguros,y de que el día que aquel rencoroso tullido estuviera al frente de la tribuharían una incursión en serio. Decidieron no contar nada a Río, nada adelan-taban con preocuparla. Seguirían cada día en su atalaya bien pertrechadosde armas por si fuera necesario.

En pleno verano, un atardecer, la tierra volvió a moverse. Esta vez perci-bieron mucho mejor el ruido atronador que subía desde lo más profundo, y lesdio tiempo a abandonar la cueva antes de que los desprendimientos lesiona-ran a alguien. El tiempo que duró el seísmo sólo se oía el crujir de las rocas. Alterminar, las aves emprendieron un guirigay ensordecedor, moviéndose porlos aires sin saber dónde posarse. Durante toda la noche, aprovechando elbuen tiempo, permanecieron fuera, por temor a nuevos terremotos.

Al entrar a la cueva la mañana siguiente, encontraron el suelo cubiertode piedras, más grandes que la vez anterior, y aún caía por alguna fisura deltecho una fina capa de arena. Hicieron como la vez anterior, limpiaron elsuelo, cuidando de señalizar las zonas donde estaban las piedras más gran-des y abundantes.

Durante la vigilancia de la rambla del día siguiente, los dos hermanosreflexionaron sobre lo sucedido; era la segunda vez que ocurría y si el hechose repetía correrían serio peligro de morir aplastados. Por suerte, a partir deese día no volvieron a ver a nadie cruzar la rambla. La otra tribu, pensaron,asustada por el temblor de la tierra deberían haber regresado hacia su pobla-do. Aun así, no dejaron la vigilancia ni un solo día hasta que llegaron lasfuertes lluvias.

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A primera hora de la mañana ya se encontraban todos desayunando frente a la lumbre en la cocina del cortijo. Unos enormes tazones de leche de cabra caliente, recién ordeñada, humeaban delante de los

expedicionarios, dispuestos a coger fuerzas para afrontar el último día de laexitosa campaña de 1912.

Casi todos habían descansado bien, excepción hecha de don Federicoque, poco acostumbrado a dormir en el suelo, se levantó con los huesosdoloridos, pero contento por la charla que bajo las estrellas había manteni-do con el abate Breuil la noche anterior.

El Tontico ayudaba eufórico al desmontaje de las tiendas; había dormidocomo un rey en el pajar y le divertía ver como se iban plegando todos aquellosartilugios hasta caber en una bolsa gris de mediano tamaño. Mientras las de-positaba sobre su mula y todos estaban dispuestos a partir, el boticario remu-neraba generosamente al cortijero que los había recogido en su casa sin previoaviso. Trabajo le costó que el hombre aceptara los cuartos, pero don Federicoinsistió e insistió hasta que el campesino guardó en uno de los bolsillos de sugastada chaqueta de pana los dineros que tan bien le vendrían.

Minutos después pararon en la Cueva de Ambrosio para que el abateseñalizara, como habían quedado, las zonas más interesantes para excavarde cara a la próxima campaña. Al salir de la cueva, parados junto a la granroca que dividía la entrada, don Federico le prometió a sus acompañantesque para cuando volvieran el año siguiente, los trabajos estarían realizados.Sabía que el abate no paraba más de tres o cuatro días en cada sitio, tantos

UNOS 7000 AÑOS DESPUÉS. MOTOS Y BREUILVISITAN LOS LAVADEROS DE TELLO

¡Dos ciervos enfrentados! ¡Qué maravilla!

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eran los que tenía que visitar en cada uno de sus periplos, y quería que siobtenían algún resultado provechoso, éste estuviera ya a la vista para elanálisis de los científicos.

Rodearon la enorme masa rocosa que albergaba la cueva; era impensa-ble remontar el arroyo con las mulas y caminaron casi una hora en direcciónoeste por una estrecha vereda en buen estado.

Bajaron una cañada hasta llegar de nuevo al arroyo del Moral, cerca desu nacimiento, algunos cientos de metros más arriba. Al pararse, Breuil que-dó impresionado por lo ameno del paisaje y, sobre todo, por la gran cantidadde cuevas que se abrían ante sus ojos. Miró sonriente al boticario y pidió quese sentaran un momento sobre una peña para planear las visitas.

Con buen criterio, el abate propuso subir primero a los abrigos que habíaen la parte alta de la ladera que se encontraba a su derecha, ahora que esta-ban más descansados, dejando para después los de la parte izquierda, másbajos y de mejor acceso.

Juan se quedó con las mulas junto al agua y los demás emprendieron lasubida. Les llevó un buen rato culminar la empinada pendiente, pero unavez arriba el abate empezó a visitar los abrigos sin descansar ni un minuto.El boticario le siguió resoplando deseoso de ver actuar a Breuil. Él conocíala zona, pero nunca había subido hasta las cuevas de arriba, sobre las queemergían grandes peñas que culminaban el cerro.

Tras dos horas escrutando paredes de roca y removiendo el suelo sinningún éxito, don Federico propuso que, antes de iniciar la bajada, acabarande subir el cerro; estaba seguro de que las vistas desde allí merecerían lapena. Pese a las protestas de Obermaier por el nuevo esfuerzo, iniciaron lasubida del tramo final, esperando ver desde allí una panorámica interesantede toda la zona.

Don Hugo fue el primero en reconocer que había merecido la pena llegarhasta allí. A sus pies, después de varios cerros cada vez de menor altura,todos atiborrados de pinos, se abría la gran llanura por el centro de la cualdiscurría el río Caramel.

Mirando hacia el sur, don Federico explicó qué era lo que abarcaban susojos:

— A la derecha del todo –dijo señalando con el brazo extendido– seencuentra Santonge, donde hay un estrecho paso que comunica el sur con elnorte. A continuación, toda esa enorme llanura, es la Hoya del Marqués.

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Siguiendo hacia poniente, continúan los llanos hasta la zona de Baza, amuchos kilómetros. Es una de las zonas naturales de acceso hacia el interiorde Andalucía desde el levante.

— ¿Y aquel pueblecito? –interrumpió Cabré señalando hacia el frente,un poco a la derecha–.

— Es la población de María, y la enorme sierra situada tras ella tiene elmismo nombre que el pueblo. Es la más alta de la zona, supera los dos milmetros. Justo delante de nosotros –volvió a señalar extendiendo el brazo–se encuentra El Gabar.

— ¿El Gabar? –preguntó Breuil interrumpiendo el croquis que estabaesbozando en su cuaderno y levantando la cabeza–.

— Así es. En el morro que se encuentra más próximo a nosotros se hallala cueva que visitamos ayer. Si se fijan bien se puede ver, en la zona másoscura...

— Interesante sitio, ¿no, don Hugo? –dijo el abate recordando los sudo-res que allí había pasado Obermaier, y del que solo obtuvo un gruñido comorespuesta–.

— Después está Sierra Larga –continuó el boticario girando su brazohacia la izquierda-, y luego la Serrata de Guadalupe y tras ella comienza yala provincia de Murcia. Si siguen la dirección del río verán otra planicie; esdonde desemboca la rambla Mayor en el río Caramel, un interesante sitioque estoy seguro que le gustaría, mi querido abate. Poco después el río sedetiene en el pantano de Valdeinfiernos. Y ahí –dijo levantándose y seña-lando hacia su izquierda por encima de la cabeza de Siret– la cortijada deAmbrosio, donde hemos dormido, y en esa roca detrás de ella, la cueva quehemos visitado.

— Realmente impresionante el recorrido –dijo Breuil cerrando su cua-derno de notas y poniéndose en pie–. Es una panorámica excelente, y usted–dijo mirando al boticario– un experto conocedor de su tierra.

— Sólo tiene el mérito de las muchas horas caminadas por ahí –le con-testó orgulloso del reconocimiento–.

Entre alabanzas, por la explicación geográfica que habían recibido, yadmirados por lo espléndido del paisaje, iniciaron la bajada hasta el arroyo.

Enseguida iniciaron la exploración de los abrigos más bajos, en la pen-diente opuesta. Obermaier, que se había sentado un poco tras la bajada, sesobresaltó al oír de pronto la llamada de Breuil, y acudió junto a los demás.

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En pocos minutos, el abate había encontrado restos de pinturas, que todosobservaban en silencio. Animado por el hallazgo, el abate continuó con en-tusiasmo la búsqueda, aquellos eran sólo unos vestigios irreconocibles, perosu mucha práctica le decía que tenía que haber más.

En los siguientes abrigos volvió a descubrir resto de pinturas, en zonasque ya habían recibido otras visitas pero en las que nadie había logrado vernada. Don Federico estaba asombrado por la facilidad del cura para esosdescubrimientos, y lo seguía de abrigo en abrigo como un perrillo a su amo.

La experiencia no le falló a Breuil: en una de las cuevas más grandes, lamás cercana a la cañada por la que habían llegado, encontró por fin su pre-mio. Durante varios minutos miró en silencio hacia la roca, un poco másalto que la altura de sus ojos, mientras los demás se acercaban haciendocaso a las señales que el boticario les hacía con la mano. El abate paso lasyemas de sus dedos a escasos milímetros de la roca lentamente y luego sevolvió hacia los demás.

— ¿Los ven? Son dos ciervos maravillosos –dijo emocionado apartán-dose un poco para que los demás contemplaran la pintura–.

— ¡Es fantástico! –se apresuró a decir don Federico–.— ¡Dos ciervos afrontados! ¡Qué maravilla! –se unió al coro Obermaier–.— ¡Miren!, el de la derecha está perdiendo sus cuartos delanteros, pero mi-

ren su cabeza –el abate parecía extasiado–, se aprecia la boca abierta, y el ojo...Todos estaban boquiabiertos, siguiendo el dedo del abate con cada des-

cripción que hacía. Durante un buen rato todos los ojos siguieron fijos en laroca. Debajo de los ciervos aparecían restos de otros, parcialmente perdi-dos por la colada estalagmítica que los cubría. Reconocieron al menos otrosdos y varios restos que de momento no eran capaces de saber qué partes delcuerpo eran.

Cuando Breuil estuvo seguro de que no había más pinturas en ese abri-go, sacó de su zamarra sus utensilios y se dispuso a realizar los calcos con laayuda del boticario, que parecía atraído hacia los ciervos como un imán.Acabada su labor, en lo que no emplearon mucho tiempo ya que las figurasse concentraban en menos de un metro cuadrado, fue Cabré el que preparósu máquina, rezando por lo bajinis para que aquel aparato fuera capaz derecoger las imágenes desvaídas de los ciervos.

Aún visitaron un par de abrigos cercanos, sin encontrar nada tan hermo-so como lo que acababan de ver.

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Sin querer romper la magia del momento, don Federico no tuvo másremedio que decir que si no emprendían ya el regreso, tampoco ese día llega-rían a dormir a Vélez-Blanco, y además pensó, sin decirlo, que si así sucedía,doña Caridad lo desollaría vivo.

— Lleva usted razón –accedió serio el abate–. Debemos partir. Ya sabeque mañana tengo que salir para Sierra Morena.

— No para usted ni un día –dijo el boticario con admiración–.— Por cosas como esas –dijo echando un último vistazo al abrigo de los

ciervos– es por lo que no paro. Por cierto, podríamos volver por ese sitioque ha mencionado antes, el estrecho de...

— De Santonge –se apresuró a decir don Federico al ver que el abate norecordaba el nombre–. En realidad les iba a sugerir ese camino, ya que esmucho más directo. Nos llevará un buen rato llegar hasta allí –dijo señalandoa poniente–, y en una fuente hermosísima que hay podemos reponer fuerzas...

— Pues sea como usted dice. En marcha –dijo Breuil echando a andar–.Tras una larga caminata, llegaron a la fuente de los Pastores, tan esplén-

dida como les había prometido el boticario. Junto al camino que atravesabael estrecho, un poco más abajo, un gran chorro de agua manaba en un rincónfrondoso y apacible. Allí se refrescaron y allí agotaron las provisiones queles quedaban, incluido el sabroso queso que el cortijero de Ambrosio leshabía dado en su visita.

Poco antes de partir, el abate señaló unos riscos altos y le dijo a don Fede-rico que aquella también parecía una buena zona para explorar. El boticariotomó buena nota del comentario del experto y le dijo que volvería a investigaren cuanto pudiera, y que si obtenía algún resultado tendría noticias suyas.

Salieron a campo abierto, dejando atrás el paso entre las montañas yatravesaron la Hoya del Marqués hasta llegar al cruce en el que el día ante-rior se habían desviado para adentrarse en los bosques que rodean el Gabar.A partir de allí siguieron el camino directo hacia el pueblo.

Por el camino, don Federico no pudo reprimirse y comenzó a comentar loque habían visto con el abate, que no había vuelto a hacer ningún comentarioal respecto. Parecía haber pasado página, pero para el aficionado boticariohabía sido uno de los momentos inolvidables de su experiencia investigadora:

— ¿Y no cree usted que todas las pinturas que hemos visto, y a lo mejoralguna más que queda por descubrir, pueden tener una mano común? –seatrevió a comentar–.

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— No empiece don Federico, que le veo venir...— Ya sabe que yo me puedo tomar estas libertades. Habíamos quedado

en eso. ¿No? –le dijo sonriente–.— Sin que sirva de precedente le voy a decir una cosa. Sé que usted es

un hombre prudente y sabrá guardar el secreto.— No lo dude –contestó intrigado por lo que el abate le iba a decir–.— Lo primero que pensé al descubrir los ciervos fue el extraordinario

parecido que tenían con las pinturas de Cogull, las del sur de Francia...— Ya sé, ya sé. He leído sus escritos sobre ellas. Pero me extraña lo que

me dice...— Ya ve, todos somos humanos, y a veces no podemos reprimir que la

mente intuitiva se sobreponga a la científica.— Me alegra saber que no soy yo solo el que utiliza su mente intuitiva,

como usted la llama. Aunque yo soy más impetuoso y me aventuro ensegui-da a expresar lo que pienso en voz alta. Me lo puedo permitir...

— Usted sí, pero yo no. De todas formas, respecto a lo que usted apuntabade una mano común, no me atrevo a conjeturar sin hacer un estudio detallado,sin datar cada uno de los hallazgos, cosa por otra parte harto difícil; no meaventuro a hacer ninguna hipótesis. Le voy a hacer una confesión, yo piensomás en las pinturas, en las cuevas, y en todos los hallazgos durante el invierno,en mi estudio. Ahora no tengo tiempo nada más que para tomar notas, hacercalcos y esquemas, la verdadera labor viene luego. Para poder afirmar eso queusted dice tendría que pasar años analizando y estudiando, y aún así no sé a quéconclusión llegaría. Por otro lado son tantos los hallazgos, aquí, en su país, ytambién en el mío, que es imposible dedicar el tiempo que merecen a cada uno.Los que vengan detrás tendrán más suerte, para ellos será más fácil llegar aconclusiones, pero por otro lado se perderán momentos como el que hemosvivido hoy. Cada vez será más difícil encontrar cosas como esas en buen estadoy sin la huella inequívoca de los depredadores, que buscan tesoros y otras zaran-dajas destruyendo a su paso vestigios irrecuperables.

— En una cosa le doy la razón: momentos como el de hoy, sobre todopara usted que es el descubridor, no se viven todos los días. Son esas sensa-ciones las que yo busco cada vez que salgo por ahí, ya que no estoy capaci-tado para esos estudios que usted dice...

— No se subestime, don Federico, su labor es importantísima, y pruebade ello es que lleva detrás de usted a cuatro científicos, de reputada fama,

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aunque esté mal el decirlo por mi parte, pendientes durante días de lo quenos quiera enseñar.

— No es para tanto –dijo modesto el boticario–.— Sí que lo es, sin gente como usted, y como Juan –dijo señalando al

Tontico, que caminaba detrás junto a las mulas– nosotros poco podríamoshacer. Nos allanan mucho el camino.

La vista del pueblo a lo lejos hizo que los demás se acercaran hasta losconversadores, que abrían la marcha, y estos tuvieran que poner fin a suenriquecedora charla. Pronto llegarían a Vélez-Blanco y allí estaría doñaCaridad para darles primero una buena regañina por la demora, y agasajarlosdespués como ella sabía hacerlo. Pronto el voluntarioso boticario se queda-ría de nuevo solo, con su inseparable Juan, y los científicos seguirían su rutaen busca de novedades por esas cuevas de Dios.

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Con la llegada del nuevo invierno volvió la rutina a la cueva de Am- bros. El único cambio fue disponer, previsoramente, cómo se tenían que organizar si la tierra volvía a moverse y, con ella, su guarida. En

ese caso, cada uno se encargaría de una de las criaturas para ayudarles aabandonar el recinto lo más rápido posible, antes de que alguno quedaraaplastado allí dentro. Además, el que no yaciera con la hembra esa noche, sies que sucedía de noche, sería el encargado de dar la voz de alarma. Paraello, a pesar de contar con la inestimable ayuda de Lobo en la vigilancia, elque estuviera de turno debería dormir, en definitiva, con un ojo abierto yotro cerrado. Pronto se acostumbraron a tener un sueño ligero que los des-pertaba al menor ruido extraño, las más de las veces producido por Lobo alponerse en guardia por algún movimiento exterior.

Tampoco cambió nada en la vida de Río. Semanas después de iniciarsela reclusión, su barriga volvió a hincharse. La actividad sexual frenética quemantenía durante todo el verano con los dos hermanos le llevaba siempre alo mismo, un nuevo embarazo. Todos lo veían como lo más normal.

Al llegar la primavera, los dos hermanos salieron de estampida a recorrersus bosques persiguiendo nuevas presas; la tribu crecía y cada vez era nece-sario un mayor esfuerzo para tener surtida la despensa.

Semanas después, puestos al día con los suministros, los dos hermanosdecidieron iniciar de nuevo la vigilancia de su frontera; no estaban nadatranquilos con lo que pudiera venir de ella. Se turnaban para que, en todomomento, dos ojos estuvieran atentos a cualquier movimiento junto a la

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Los dos arcos se tensaron a la vez y, en décimas de segundo,las dos flechas salieron disparadas hacia sus objetivos.

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rambla. Sabían que, con la cercanía del verano, la tribu de Río se acercabahasta el otro lado en busca de nuevos sitios para realizar su caza, y eso podíatraer nuevos intentos de incursiones.

En la espera, que a ciertas horas del día realizaban juntos, debatían entreellos con las posibilidades que tenían de salir con bien de algún posibleencuentro, llegando siempre a la conclusión de que si alguna vez la tribuenemiga en pleno se internaba en su territorio no tendrían nada que hacer.Ello les hacía una y otra vez plantearse la posibilidad de alejarse de aquellazona, en la que también les había ido, y evitar así el peligro de una luchadesigual, que estaban seguros se produciría en cuanto el tullido hijo del jefese hiciera con el control de la tribu. Para ello aún podían pasar muchosinviernos, o a lo mejor se había producido ya, nada sabían de los enemigos yla incertidumbre crecía con el paso de los días.

A solas, como siempre, Río parió una nueva criatura, un macho her-moso que volvía a acrecentar la tribu, y los problemas de subsistenciapara todos. Por coincidir su nacimiento con un tormentoso día, como losmuchos que pasaron en la pequeña cueva del Gabar antes de llegar allí,los dos hermanos coincidieron en llamarlo así, Gabar, que era como sereferían ellos al abrigo cuando recordaban los pasos que los habían lleva-do hasta el arroyo del Moral. La madre aceptó el nombre; había oído con-tar varias veces a los hermanos las peripecias pasadas y no quería contra-riar el acuerdo que de inmediato tomaron los dos posibles padres de lacriatura.

La vida transcurría alegre para la tribu. La algarabía de los pequeñosllenaba durante el día la cueva y sus alrededores, adonde salían a retozar,bien acompañando a Río en su búsqueda de plantas o bien con los doshermanos, que se llevaban a los dos pequeños hasta el bosque más cercano,al otro lado del arroyo, para que empezaran a conocer su hábitat y los peli-gros que los acechaban a diario. Ambrosio ya hacía sus pinitos tratando dealcanzar algún conejo despistado entre las risas de Ambros y Tani, que dis-frutaban viendo el empeño que el crío ponía en sus alocadas carreras. Todoera hermoso y divertido, excepto los ratos que estaban de guardia, entoncesla concentración era máxima. Sólo a Lobo le permitían que los acompañara,sobre todo Tani, del que nunca se separaba, salvo los ratos en que, relajadosen su guarida, el animal jugaba con los pequeños como uno más, permitien-do que lo cabalgaran e incluso que las diminutas manos de Ambrosio se

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metieran descuidadamente en su boca, sin que sus terribles colmillos lo hi-rieran ni una sola vez.

Un día, cuando Tani acababa de encaramarse en lo alto de un pino paraotear la zona peligrosa, vio a tres figuras cruzar la rambla y dirigirse, sigilo-samente hacia su posición. Al ver más cercana la figura del brazo contrahe-cho, estuvo seguro de que se trataba de Griso, el enemigo de su hermano,acompañado por sus dos hombres de confianza. Al perderlos de vista, bajóde su mirador y se tumbó sobre una roca esperando a que aparecieran denuevo en el último claro que había antes de llegar al bosque en que él seencontraba. Durante varios minutos dudó qué hacer; a cada momento mira-ba tras de sí esperando ver la figura de su hermano aparecer, sabía que si seenfrentaba solo con los intrusos no tendría nada que hacer. Cuando las tresfiguras aparecieron en el claro, susurró como para sí que había que encon-trar a Ambros. Se quedó sorprendido al ver que Lobo, que lo miraba insis-tentemente esperando sus indicaciones, reculó hasta bajar de la roca y em-prendió una veloz y silenciosa carrera en dirección hacia la cueva: «lo queme faltaba –pensó– ahora sí que estoy solo».

Unos minutos después, que a él le parecieron horas, oyó tras de sí lospasos cautelosos del animal, al volver la cabeza vio a Lobo seguido por elatlético cuerpo de su hermano. Le hizo señas para que no hiciera ruido.Acarició a Lobo cuando este se dispuso junto a él como un vigilante más;era increíble que el animal lo hubiera entendido y hubiera ido en busca deAmbros, quizás había sido una casualidad pero el caso es que ya no estabasolo. Susurró a su hermano al oído lo que había sucedido y la cercanía de lostres enemigos, ya adentrados entre los últimos pinos. Poco después, oyeronlas voces de los invasores por debajo de ellos. Tani acariciaba a Lobo paratranquilizarlo y que no los delatara, el animal una vez más parecía entendery enseñaba sus afilados colmillos sin hacer ruido alguno. Se pusieron enguardia; los invasores estaban a decenas de metros por debajo de ellos. Oíansus voces y los veían aparecer y desaparecer entre los árboles; si seguían enesa dirección se darían de bruces con ellos.

Ambros ya tenía tensado su arco dispuesto a disparar cuando los tresguerreros se detuvieron y comenzaron una fuerte discusión. La fea figuradel brazo torcido quería seguir pero los otros querían convencerlo de quehabían ido demasiado lejos y no sabían qué se iban a encontrar; temíanademás que el jefe de su tribu los echara de menos y los castigara duramente

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por haberlo desobedecido: tenía prohibido a toda su gente que traspasa-ran la rambla, tal y como había acordado años antes tras la lucha por Río.Los dos acompañantes descansaban apoyados en un pino, el tercero dabavueltas como loco deseoso de venganza. De pronto el silencio reinó, lasvoces cesaron. El corazón de los dos hermanos latía con fuerza golpeán-doles la garganta. Ambros se incorporó ligeramente, asomándose sobre laroca y vio las tres espaldas volviendo en dirección a la rambla. Tocó a suhermano en el hombro para que se asomara y viera como el peligro, demomento había pasado. Se mantuvieron en silencio hasta verlos llegar a lazona despejada de la rambla y desaparecer hacia levante, sólo entoncesrespiraron aliviados y dejaron caer sus sudorosos cuerpos relajadamentesobre la roca:

— Cada vez llegan más cerca –dijo Ambros, añadiendo–. Como se lesunan más hombres estamos perdidos.

— No parece probable –contestó cauteloso Tani–, ya los has oído, te-men al jefe, que parece empeñado en cumplir la palabra que te dio.

— Sí, pero Brazo torcido no parece dispuesto a esperar mucho tiempo.Debemos estar preparados.

— Quizás deberíamos pensar en alejarnos, en abandonar la cueva... –Taniexpresó su pensamiento en voz alta–.

— Quizás… –contestó su hermano, también pensativo–.Estuvieron el resto de la mañana estudiando el mejor sitio para hacerles

frente, estaba claro que repetirían la incursión. El mayor estaba dispuesto asorprenderlos; era mejor que ser ellos los sorprendidos cualquier día. Eligie-ron unos arbustos, muy cerca de donde habían estado debatiendo los ene-migos, para esperarlos en caso de que volvieran. Planearon todos sus movi-mientos por si llegaba la ocasión.

Río seguía sin saber nada de las incursiones de sus antiguos compañeros,pero notaba en los dos hermanos una tensión que le hacía ver que algoestaba pasando. Esa noche, cuando Ambros, haciendo uso de su turno, lehizo el amor brutalmente, estaba seguro de que algo preocupaba a su hom-bre, que se movía tenso como un arco sobre su cuerpo.

Al lamer los primeros rayos de sol las copas de los pinos, los dos herma-nos ya se encontraban en su observatorio. Ambros había prohibido a Río,sin darle ninguna explicación, que abandonara la cueva durante todo el día,hasta que ellos volvieran.

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Lo primero que hicieron fue colocar algunas de sus armas en la zonaelegida, sin desprenderse de los arcos ni de los afilados cuchillos de piedraque llevaban al cinto. Repasaron cómo actuarían, si es que tenían que hacer-lo, y se dispusieron a observar.

Una hora después vieron movimiento junto a la rambla. Aunque aúnestaban lejos, ambos coincidieron en que dos nuevos hombres se habíanañadido a la causa del tullido. Tendrían que enfrentarse con cinco enemigos.Ambros no dudó que aquél era el día elegido para la venganza y cambióligeramente los planes previstos para la lucha; tenían que eliminar al menosa dos de ellos antes de llegar al cuerpo a cuerpo, si no, no tendrían ningunaposibilidad.

Siguieron con facilidad el recorrido de los enemigos, casi idéntica a ladel día anterior, todo iba según los planes. Ocuparon su sitio tras los arbus-tos dispuestos a esperar, con el miedo de que Lobo no aguantara la espera ylos delatara antes del momento oportuno para el ataque. Tani lo tranquiliza-ba susurrándole junto a las orejas tiesas, el animal parecía entender lo queestaba en juego. En los oídos de los dos hermanos retumbaba el silencio, latensión de la espera hacía que sus cuerpos sudaran y un sabor agrio se apo-deraba de sus gargantas. Al oír las primeras voces y verlos aparecer en elmismo sitio en que habían detenido su marcha el día anterior, Ambros seña-ló a su hermano a quién debería disparar primero, el éxito de la batalla esta-ba, en parte, en acertar con sus dos primera flechas, reduciendo de golpe elnúmero de sus adversarios. Después, cada uno se ocuparía de caer sobreuno de los contrarios, Ambros había elegido para sí el tullido, que a pesar desu brazo contrahecho presentaba un cuerpo estremecedor. El único cabosuelto era que Lobo se encargara del tercero. ¿Lo haría?

Los dos arcos se tensaron a la vez, y en décimas de segundo las dosflechas salieron disparadas hacia sus objetivos. La de Ambros impactó conuna fuerza terrible en el pecho de su víctima y la de Tani atravesó el cuellodel otro. Ambos enemigos cayeron al suelo fulminados. Antes de que loscuerpos de los dos heridos llegaran al suelo, ya se habían abalanzado sobrelos sorprendidos guerreros. Lobo acertó atacando al tercero, clavando feroz-mente sus colmillos sin soltar la presa, que, dando gritos de terror, tratabaen vano de deshacerse del animal. Tani rodaba por el suelo junto a un jovenque había logrado esquivar la primera cuchillada, y Ambros y su oponentese miraron durante unos segundos antes de emprender la lucha. La mirada

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de odio del tullido no hizo titubear al mayor, que atacó con ímpetu tratandode acabar cuanto antes, pero su oponente se escabullía hábilmente, contra-atacando con rabia.

Lobo fue el primero en acabar su trabajo, dejó a su presa malherida,desangrándose, y saltó aullando para ayudar a Tani que ya tenía casi some-tido a su adversario. La llegada de la ayuda le hizo distraerse un momento aljoven, lo que Tani aprovechó para asestar una puñalada certera en su costa-do que acabó con él. Resoplando por el esfuerzo se volvió para ver cual erala situación de la batalla. El tullido estaba resultando más difícil de vencerque los otros, hizo ademán de ir a ayudar a su hermano pero éste le indicócon la cabeza que no, quería ser él el que acabara con su rival. Angustiado,sujetó a Lobo para que no interviniera y presenció de cerca una auténticalucha de titanes. Ambos contendientes estaban heridos, Ambros sangrabapor un brazo y el otro tenía la cara cubierta de sangre, un halo de odio losenvolvía. Sin perderlos de vista, Tani comprobó que los demás estabanmuertos. Al que había atacado Lobo aún respiraba sobre un charco de san-gre, no hizo nada por rematarlo, sabía que le quedaban pocos minutos devida. Al volver a fijarse en la lucha aún en marcha, vio como Ambros apro-vechaba un instante en que el otro trató de limpiarse la sangre que casicubría sus ojos sin dejarlo ver para deslizar su cuchillo por la garganta einmediatamente hundirlo en el vientre de Griso que cayó de rodillas heridode muerte. Lo empujo hacia atrás haciéndole caer boca arriba, clavándole elpuñal en el corazón hasta que su puño tropezó con el pecho del joven. Nodejó de mirarlo a los ojos, ni sacó su arma hasta que los ojos de Griso secerraron para siempre.

Tani se acercó a su hermano para comprobar la gravedad de la herida desu brazo, comprobando que el corte era profundo, pero no grave, después seabrazó a él mientras Lobo aullaba a su lado. Habían vencido la batalla, perosabían que aquél era el principio del fin de su estancia en la zona. Cuando latribu enemiga echara de menos a sus guerreros los buscaría hasta encontrar-los, y después irían a por ellos; el acuerdo de mantenerse cada uno en sulado de la rambla quedaría roto.

Una vez recuperados del terrible esfuerzo, arrastraron todos los cuerposhasta una pequeña hondonada y los empujaron hasta el fondo, después loscubrieron con hojas y con ramas de pinos. Aún así, algunas partes de loscuerpos quedaban a la vista. Cortaron varios arbustos y se los tiraron enci-

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ma hasta que quedaron ocultos. Limpiaron como pudieron los restos desangre, cubriendo con la hojarasca los que no podían, tratando de borrar dela mejor manera posible las huellas de la batalla; no querían dar facilidadesal enemigo cuando emprendieran su búsqueda. Terminada esa labor, des-cansaron un rato, mientras Tani envolvía la herida de su hermano con lashojas que había visto usar a Río tras la anterior lucha. Luego emprendieronel camino de vuelta a la cueva.

Cuando llegaron, Río se alarmó al ver la sangre que corría de nuevo porel brazo de Ambros. Ya no podían ocultarle lo que había pasado. Mientras lahembra recomponía la cura del brazo aplicando nuevos ungüentos, oyó elrelato de todo lo que había sucedido. Al finalizar protestó porque no lahubieran hecho partícipe del peligro que habían corrido y estuvo de acuerdoen que tenían que plantearse alejarse de la zona, quién sabe si para siempre.

Tani volvió a la vigilancia los siguientes días. Ambros se recuperaba desu herida sin ningún problema, acudiendo sólo de vez en cuando junto a suhermano para ver si había algún movimiento. De momento nada se movíaen los entornos de la rambla pero no sabían cuánto duraría la tranquilidad.

La tercera noche después de la batalla, un enorme estruendo despertó atodos en la cueva, el suelo había empezado a moverse como un torbellino ysegundos después una enorme roca de la cornisa se desplomó sobre la en-trada haciendo aún más terrible el ruido y el desconcierto. Siguiendo el planestablecido corrieron cada uno a por su pequeño y salieron precipitadamen-te de la cueva esquivando los pedruscos que caían sobre ellos. No pararonhasta estar al otro lado del arroyo. La tierra aún temblaba y los árboles seagitaban como movidos frenéticamente por una mano invisible. No dejaronde oír el crujido de las rocas y el ruido seco deslizándose bajo sus pies hastaque pasaron varios minutos.

Aún temblando por el susto, comprobaron que todos estaban bien. Elllanto de los pequeños fue bajando de intensidad hasta convertirse en unosligeros y acompasados hipidos. De pronto Tani notó que faltaba alguien:

— ¡¡¿Dónde está Lobo?!! –gritó a pleno pulmón–.— Habrá salido despavorido. Ya volverá.Las palabras de su hermano no lo convencieron; las otras veces que

había temblado la tierra, Lobo había salido el primero, pero se había reuni-do con ellos instantes después. Esta vez había sido distinto y Tani noentendía por qué. A pesar de que aún era noche cerrada quiso salir en su

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busca, pero acabó entendiendo que eso no serviría de nada, tendría queesperar al amanecer.

Con los primeros rayos de sol Tani salió en busca de Lobo y Ambros seacercó a la cueva para ver en qué estado había quedado. Las piedras cu-brían casi todo el suelo, la grieta que había partido su caballo se habíaagrandado y otras nuevas habían aparecido. Rodeó la enorme roca quehabía caído sobre la entrada y se quedó estupefacto al ver sobresalir pordebajo de ella apenas unos centímetros de pelo. Nada más verlo estuvoseguro que pertenecían a la cola de Lobo. Todo había sido tan rápido,pensó, que al pobre animal no le había dado tiempo a escapar y habíamuerto aplastado justo en el sitio en el que durante años había hecho lavigilancia por ellos. Su reacción inmediata fue coger su cuchillo y cortar loque sobresalía, para evitar que su hermano lo viera. Se arrepintió antes dehacerlo; Tani nunca creería que su compañero lo había abandonado, pormuy despavorido que hubiera salido de la cueva. Además, estaba segurode que se negaría a abandonar la zona hasta que Lobo hubiera vuelto, yera evidente que ya nunca lo haría.

Volvió junto a Río y le contó sus dudas. El estado lamentable en quehabía quedado su morada, y la batalla que habían tenido les hacía estarconvencidos de que tendrían que buscar otro sitio, lo más alejado posible,donde instalarse. La hembra le daba la razón en todo a Ambros mientraspensaba en cómo se tomaría Tani la muerte de Lobo. Estaba tan pegado a éldesde hacía años que temía la reacción del pequeño.

Pasó una hora hasta que vieron venir cabizbajo a Tani. No había encon-trado ni rastro de su lobo. Estaba hundido. Ambros decidió no dejar a suhermano en la incertidumbre y le pidió que lo acompañara hasta la cueva.El pequeño estaba tan abatido que apenas prestaba atención a los desper-fectos de la cueva. El mayor se armó de valor y se acercó hasta la gran rocaseñalando el extremo de la cola que sobresalía.

— Creo que a Lobo no le dio tiempo a salir...— ¡¡¡Noooo!!!El grito desgarrador retumbó por toda la cueva e hizo que nuevas canti-

dades de arena cayeran por las grietas del techo. Trató de detenerlo peroTani, de un salto, abandonó la cueva y corrió como loco hacia el bosque. Suhermano decidió no seguirlo y dejarlo que rumiara la desdicha de su compa-ñero de tantos años.

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No volvió en todo el día. Ambros salió varias veces en su busca sinencontrarlo. Apareció al anochecer, con los pies sangrando y la cara des-compuesta. No había parado de caminar y no había comido nada durantetodo el día. Río rescató lo que pudo de la despensa y le hizo comer a lafuerza. Un poco recuperado, se dirigió a Ambros y a Río:

— No volveré a entrar en esa cueva –dijo con desanimo–.— Creo que no debemos de entrar ninguno, si no queremos quedarnos

ahí para siempre.— Hay que alejarse de esta zona –concluyó–.Ambros respiró al oír las palabras de su hermano. Todos estaban con-

vencidos de lo que había que hacer, ahora solo había que decidir hacia dón-de ir y organizarlo todo.

Pasaron la noche al raso. Cubrieron a los pequeños con pieles porquepor las noches refrescaba mucho. Nadie disfrutó esa noche con Río; todoshicieron como que dormían, salvo los ratos en que cada uno hacía la guar-dia, ahora que ya no estaba Lobo. Todos pensaron que era la última nocheque pasaban allí y algo les recomía por dentro, pensando cuál iba a ser sunuevo destino.

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El joven Ripoll miraba entusiasmado las grandes avenidas y los mag-níficos edificios de París. Aún se veían en la capital francesa los ras- tros de la recién terminada Segunda Guerra Mundial, pero la ciudad

ya bullía de nuevo tratando de recuperar su antiguo esplendor. Eduardohabía salido de la estación, tras un largo viaje en tren, mirándolo todo conasombro y olvidándose por unos momentos del cansancio y de que teníaque buscar el sitio donde iba a pasar muchos meses.

Con poco más de veinte años había terminado sus estudios en la Univer-sidad de Barcelona y, harto de oír a su mentor, el célebre paleontólogo LuisPericot, había optado por hacerle caso y emprender ese viaje para completarsus estudios en la capital francesa. Su maestro le había asegurado que elInstitut de Paléontologie Humaine de París era el mejor sitio para hacerseun gran especialista y encontrar su sitio en el mundo que más lo atraía, el dela investigación y el estudio de las épocas remotas.

Las primeras semanas no fueron fáciles; tuvo que adaptarse a su nuevohogar, un piso de una residencia de estudiantes situado cerca del Institut,habituarse a las costumbres francesas, y soltarse un poco con el idioma que,aunque lo había estudiado, no era lo mismo que tener que defenderse con éllas veinticuatro horas del día. Había momentos en los que se preguntabaqué hacía allí y le daban ganas de salir corriendo a la estación para volver asu ciudad, Barcelona.

Todo cambió el día que asistió a la primera clase magistral de uno de lospersonajes más reconocidos del centro, el abate Breuil. Eduardo se quedó

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A pesar de que no era la mejor época en la zonapara iniciar los trabajos, decidió no esperar más.

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impresionado con los vastos conocimientos del cura y con su facilidad paraexpresarlos; sus frases llegaban no sólo a él, sino a todos los estudiantes,como música celestial. El silencio del aula magna sólo se veía alterado porlas frases perfectamente estructuradas del abate, que todos escuchaban caside modo reverencial. Al acabar la exposición, el joven Ripoll ya estaba se-guro de que su estancia en París iba a merecer la pena.

Días después, haciendo uso de la carta de presentación que le había entre-gado el profesor Pericot, viejo amigo de Breuil, consiguió entrevistarse con elabate, que volvió a sorprenderlo por su sencillez y por la gran simpatía quedemostró hacia su profesor, al que elogió en un perfecto español, marcado porel característico acento francés. Al saber su nacionalidad, el abate le dio unaimprovisada clase sobre los restos prehistóricos de la península, tema del queera un auténtico especialista mundial. Rodeado de piedras y de láminas depinturas prehistóricas, Eduardo recibió el mayor empujón que nadie le hubie-ra podido dar para quedar convencido de cuál sería su futuro.

Maestro y alumno simpatizaron desde el primer momento, y pronto elbarcelonés se encontró metido en el equipo de Breuil. Poco le importabaque los asuntos que le encargaban, y a los que dedicaba todos sus ratoslibres, fueran de menor importancia, le bastaba con sentirse cerca del curaque, a pesar de ser un hombre ya bastante mayor, desprendía una energía yuna ilusión que contagiaba a todos los que lo rodeaban.

Cada vez que el joven alumno conseguía quedarse a solas con el maes-tro, lo interrogaba sobre sus numerosísimos viajes a la península en busca derestos arqueológicos. En esas ocasiones, el cura cogía a Eduardo paciente-mente del brazo y lo llevaba a su despacho para poder explayarse a gustorecordando las experiencias que ya no podía realizar debido a su edad. Allírecibió Ripoll las mejores clases de todas las que tuvo durante su estanciaen el Institut. Allí descubrió que la verdadera especialidad de Breuil eran lascuevas pintadas, conocía cientos de ellas y todas las recordaba con unaexactitud increíble.

Poco a poco el joven barcelonés se aficionó a las pinturas prehistóricas, unaespecialidad en la que no había profundizado mucho durante sus estudios uni-versitarios, pero el entusiasmo del abate lo había subyugado. Repasaba con éllos cientos de láminas de las cuevas del levante español, y admiraba con devo-ción cada uno de los calcos que el cura le mostraba, contándole en cada caso lascuriosidades y anécdotas que habían rodeado cada descubrimiento.

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Varios meses después, ya muy avanzado el curso, cuando la sintonía entreambos era evidente para todos, el alumno se vio de nuevo sorprendido por elmaestro. Breuil le confesó en una de sus charlas la frustración que tenía por nohaber encontrado nada interesante en la Cueva de Ambrosio, situada en lomás recóndito del norte de la provincia de Almería. A pesar de los muchosaños transcurridos desde su última visita a la zona, el abate le relató, con todolujo de detalles, las expediciones que había realizado a aquella zona. Le hablóde don Federico de Motos, del Tontico, de sus compañeros científicos que loacompañaban; le mostró los calcos de la Cueva de los Letreros y le habló delas disquisiciones sobre la figura del brujo que aparecía en ella, del solitario yenigmático Indalo, de los extraños soles pintados en El Gabar y de lo quepodía ser el primer mapa que él había visto, el del estrecho de Santonge, en lamisma cueva. Relató con emoción el descubrimiento de los ciervos enfrenta-dos del Lavadero de Tello, y describió pormenorizadamente el entorno mági-co de la cueva que más lo había decepcionado, la Cueva de Ambrosio. Lecontó que había vuelto varias veces, encontrando siempre el fracaso; la rapi-dez de sus visitas impedía dedicar el tiempo que evidentemente aquella cuevanecesitaba, estaba llena de derrumbes y expoliada por los arqueólogos aficio-nados, a los que dirigió las peores palabras que un cura puede dirigir a un serhumano. Aquella charla quedó grabada en la memoria de Eduardo Ripoll demanera especial, a pesar de que, como buen científico, cada vez que recibíauna de aquellas lecciones, pasaba después horas anotando en su cuadernotodo lo que había oído de labios de Breuil.

El día en que acabó sus estudios en París fue de los más tristes que habíavivido. La despedida de Breuil fue emocionante y dura; al joven estudiantele hubiera gustado quedarse para seguir oyendo la sabiduría de aquel curamaravilloso, pero su vida tenía que continuar. Le prometió al abate que leescribiría contándole sus progresos y sus descubrimientos, si es que los ha-cía, y éste se comprometió a contestarle cada una de sus cartas. Eduardosalió del despacho cabizbajo y pensativo, había aprendido más en aqueldespacho que en las aulas. El profesor Pericot llevaba razón: su estancia enParís había merecido la pena.

Reanudada su vida en Barcelona, y gracias a sus brillantes estudios y a lainfluencia de sus profesores, pronto ocupó el cargo de conservador adjuntoel Museo Arqueológico de la Diputación de Barcelona, corría el año de 1947.

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Trabajó en su nuevo puesto con ahínco y cada descubrimiento lo comu-nicaba por carta al abate, que siempre le contestaba cariñoso, dándole con-sejos y pidiéndole machaconamente que tratara de reiniciar los trabajos deexcavación en la Cueva de Ambrosio, seguro de que le depararía grandessorpresas.

Tanto le insistió el abate en sus misivas, y tan convencido estaba él deque podía llevar razón, que emprendió su personal campaña para lograr esepropósito. Ayudado por Pericot y por otros ilustres sabios que conocía, re-movió cielo y tierra hasta conseguir en 1958 que el Servicio Arqueológicode la Diputación de Barcelona, le encargara el inicio de una serie de campa-ñas en el yacimiento de la Cueva de Ambrosio, consiguiendo además paraello la ayuda económica de una fundación norteamericana.

Eduardo escribió la noticia nada más conocerla al abate Breuil, que yahabía dejado su puesto de docencia en el Institut –contaba ya con ochenta yun años de edad–, pero no su interés por las cuevas pintadas. El abate tardópoco en contestarle, felicitándolo por el logro y augurándole grandes mo-mentos en las tierras almerienses. El discípulo leyó la carta del anciano curacon las lágrimas corriéndole por las mejillas. Su insistencia y la creencia ensu intuición era lo que le había llevado a conseguirlo.

Alentado por la carta del anciano abate, Eduardo Ripoll inició de inme-diato la preparación de los trabajos. Decidió que lo primero que tenía quehacer, mientras se llevaban a cabo los papeleos para los permisos corres-pondientes, era documentarse sobre todas las acciones que se hubieran rea-lizado en la cueva.

Acudió a ver al profesor Pericot para que le relatara de nuevo su viaje aVélez-Blanco en 1930. Al saber años atrás su interés por la cueva, le habíacontado que él la conocía, pero quería refrescar las noticias y ver si su men-tor recordaba algo nuevo. Escuchó pacientemente el viaje a Almería y elexamen que pudo hacer de la famosa punta de muesca encontrada por Mo-tos, y que tan sigilosamente le había enseñado a Breuil en una de sus visitas.Nada nuevo pudo sacar de la entrevista, salvo la descripción del lugar y elconvencimiento de su maestro de que el abate podía llevar razón con suintuición.

Viajó a Valencia, donde sabía que se conservaba, en el Servicio de In-vestigación Prehistórica, parte de la colección de Federico de Motos. Allíexaminó todo el material cuidadosamente, tomando numerosas notas y fo-

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tografías de las piezas más interesantes, llegando a la conclusión de que casitodas se habían obtenido en la superficie o a pocos centímetros de ella.

Sin desanimarse, emprendió un nuevo viaje a Madrid para inspeccionarlo que hubiera en el Museo Arqueológico Nacional. Enfrascado en su tareaen los sótanos del museo, descubrió en una de las cajas procedentes de lasexcavaciones de Luis Siret, una nota manuscrita en la que el belga hablabade la Cueva del Tesoro, pero que decía se hallaba en el arroyo del Moral, atres leguas al norte de Vélez-Blanco (Almería); se trataba sin duda de laCueva de Ambrosio. Dedicó todo un día al examen del contenido de la caja.El material no era muy abundante y estaba compuesto fundamentalmentepor piezas retocadas y sin ningún resto de talla. El material, parecido al deValencia, era sin duda también superficial.

Aprovechando su viaje a Madrid trató de adelantar el papeleo de lospermisos, y mientras tanto siguió investigando en los fondos del museo. Suinsistencia, como buen científico, le llevó a descubrir varios manuscritos delprofesor Jiménez Navarro. En uno de ellos pudo confirmar que efectiva-mente Luis Siret había realizado una cata en la cueva, según noticias que lehabía transmitido Juan Cuadrado, el que llevara el Indalo a Perceval y dieraorigen al nombre del Movimiento Indaliano almeriense, y que era muy ami-go e íntimo colaborador del investigador belga.

En otros escritos del mismo profesor descubrió que éste, a instancias delprofesor Martínez Santa-Olalla, había llevado a cabo una serie de campañasen el yacimiento años atrás. Anotó cuidadosamente los descubrimientos quese habían realizado. Como siempre, los restos encontrados en las primerascapas no ofrecían ninguna garantía por haber sido revueltos por clandesti-nos. Las conclusiones más importantes de aquellos trabajos era la existenciade un rico estrato neolítico de dos metros de potencia, en el que habíanaparecido bolsadas de ceniza con algún resto de carbón mezclado con bolosde caliza o arenisca con la superficie quemada, dando la impresión de quehubieran servido para apagar el fuego del hogar. También aparecieron hue-sos de animales y restos de comida, pero lo más interesante era que se ha-bían hallado instrumentos líticos de gran tosquedad y fragmentos cerámicosde gran riqueza decorativa. Finalmente se descubrieron objetos de adorno yhuesos humanos fragmentados. En dichos escritos se señala, por primeravez, la presencia en la cueva de la cultura de vaso campaniforme, según sededucía de varios de los fragmentos encontrados.

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Los escritos del profesos Jiménez Navarro animaron mucho a Ripoll, apesar de no encontrar en ninguno de ellos, ni de ningún otro, referenciaalguna a restos de posibles pinturas en la cueva, pero llegando a la conclu-sión de que se trataba de un rico yacimiento muy poco explotado.

Abandonó Madrid satisfecho de sus avances y de la promesa de las auto-ridades de que el permiso para iniciar las excavaciones llegaría muy pronto.Era consciente de que eso no significaba inmediatez y que la caduca e ino-perante burocracia española le haría esperar aún algunos meses, pero al menossabía que su petición había avanzado algunas mesas y que sería aprobada,según le aseguraron.

Llegó el verano y el papel seguía sin llegar, por lo que decidió, antes derecluirse en su torre cercana a Barcelona dispuesto a pasar el menor calorposible, hacer un viaje hasta Vélez-Blanco para conocer el lugar y empezara planear sus acciones.

Llegó a las tierras almerienses, tras un largo y caluroso viaje de casi milkilómetros, una tarde en que el vientecillo serrano refrescaba agradablementeel pueblo. Como hombre práctico y acostumbrado a viajar a sitios aislados,consiguió contactar poco después de su llegada con el alcalde. Le contó suproyecto, le enseñó sus papeles, aún sin culminar, y le pidió un guía paravisitar la cueva. Consiguió mucho más que eso: el mandamás del pueblo, en-tusiasmado con la idea de que su zona se diera a conocer, le ofreció su casa ytodas las ayudas que necesitase durante su estancia. Eduardo agradeció lahospitalidad ya que no era fácil encontrar un alojamiento público decente poraquellos lares. Él estaba acostumbrado a todo, pero no su mujer, que lo acom-pañaba, por lo que el ofrecimiento le vino como caído del cielo.

Al día siguiente, acompañado de un campesino de confianza del alcalde,Salvador Torrente, salió temprano en su coche hacia el arroyo del Moral.Nada más cruzar el río Caramel, de muy escaso caudal en esa época, aparcóel coche junto a un cortijo y decidió seguir andando, pese a la advertencia deSalvador de que aún quedaba un buen trecho para llegar. No le importaba,quería recorrer a pie la zona y empaparse del ambiente antes de llegar a suobjetivo.

A su llegada a las inmediaciones de la cueva, se acordó del abate y de sudescripción del lugar, no podía ser más exacta. Al mirar hacia donde le indi-caba el guía en dirección a la cueva, el corazón le dio un vuelco, era másimpresionante y atractiva de lo que había imaginado. Llegó hasta ella despa-

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cio, saboreando cada momento anterior a su entrada en la cueva. Cuandoestuvo en ella su ánimo decreció: el estado de abandono y las claras mues-tras de haber sido arrasada por los buscadores furtivos lo dejó perplejo.

Pasó toda la mañana tomando medidas y analizando cada rincón, llegan-do a la conclusión de que había mucho trabajo que hacer de limpieza ydesescombro antes de comenzar un trabajo que le pudiera dar algún resulta-do, pero no era la primera vez que se encontraba ante una situación pareci-da; cuanto más conocido era un yacimiento más probabilidades había deque estuviera alterado por manos torpes y sin escrúpulos.

Volvió para la hora de comer a Vélez-Blanco y pasó la tarde con sumujer y con los anfitriones. Con ellos visitó el famoso castillo de los Fajardoy su sensación fue aún más penosa por el estado de deterioro, casi de ruina,de la fortaleza. Trató de convencer al alcalde de que tenía que actuar antesde que todo aquello se perdiera, pero éste le hizo saber que el recinto erapropiedad de los descendientes del Marqués de los Vélez y que nada podíahacer. Por la noche, mientras tomaban el fresco en el huerto trasero de lacasa que los hospedaba, trató de convencer a su anfitrión de que la cuevadebería ser vallada para preservarla. Esta vez se encontró con que las vacíasarcas del municipio no le daban ninguna posibilidad de hacerlo si no conta-ba con ayuda. Ripoll se comprometió a hacer todas las gestiones que pudie-ra para conseguir que algún organismo pusiese manos a la obra, sabedor deque si ya era difícil el papeleo necesario para iniciar las excavaciones, másdifícil todavía era conseguir un solo duro para aquella inversión; de hecho–le notificó al alcalde–, los gastos para su proyecto provenían de una funda-ción norteamericana.

Antes de partir para Barcelona, visitó, con el mismo guía, la Cueva delos Letreros, también sin protección alguna, y todas las de los alrededoresque Salvador conocía. Aquellas visitas lo reconfortaron un poco; no sabíaqué iba a encontrar en su cueva, pero las muchas muestras de pintura de lazona le hacían ser optimista. Recorrió de nuevo la zona del arroyo del Moraly sus alrededores durante horas para impregnarse del aroma de los pinos ylas lavandas y romeros abundantes en la zona. Cuando estuvo seguro dehaber entendido bien la zona, emprendió su regreso a Barcelona.

Hasta el mes de octubre no llegó el ansiado permiso a sus manos. Apesar de que no era la mejor época en la zona para iniciar los trabajos, deci-

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dió no esperar más. Lo tenía todo planeado y en pocas semanas inició suviaje, acompañado de dos de sus ayudantes, que se harían cargo del día a díade las excavaciones.

Llegaron a Vélez-Blanco a primeros de noviembre, un día luminoso enque el pueblo era azotado por un frío viento que de vez en cuando hacíavolar por las calles alguna que otra teja. En medio del vendaval, el alcaldetrató de disuadirlos de que iniciaran los trabajos en aquella época, pero comono lo consiguió, hizo llamar a Salvador Torrente, el primer guía que Eduar-do Ripoll había tenido en la zona, para que les ayudara en los preparativos.

Mientras Salvador se dedicaba a buscar operarios para los trabajos, Eduar-do y sus ayudantes marcaron las zonas por las que querían iniciar las exca-vaciones. Como primera medida decidieron hacer dos pequeñas trincheras aambos lados, este y oeste, de la cueva para intentar averiguar dónde se en-contraban los niveles intactos; para ello señalaron con pequeñas banderaslos recintos elegidos.

El nueve de noviembre, con el tiempo sereno pero frío, iniciaron lostrabajos con el equipo de diez hombres que Salvador Torrente había reuni-do. Dada la buena sintonía que Ripoll tenía con él y la habilidad que demos-traba en su relación con los hombres, lo puso al frente de la cuadrilla antesde abandonar Vélez-Blanco, camino de sus muchas otras ocupaciones quelo esperaban.

Aquella primera campaña duró hasta el dos de diciembre de 1958, y elinforme que los ayudantes hicieron no reveló grandes descubrimientos, tal ycomo Ripoll esperaba: materiales muy parecidos a los que ya había visto oleído en los informes que encontró en el Museo Arqueológico Nacional.Había varias capas, según iban profundizando, en las que se mezclaban res-tos de ceniza con grandes bloques, quedando de manifiesto que los derrum-bes habían sido numerosos e importantes en diversas épocas. La única no-vedad que le contaron fue la aparición, en la zona oeste, de una concavidadinterior, de unos seis metros de ancho por doce de largo que había quedadolibre de tierra al estar tapada su entrada por una brecha, formada sin dudapor la caída del agua a través de una grieta situada justo encima. Al no tenertiempo para estudiarla, la tapiaron y silenciaron el hallazgo, esperando en-contrarla intacta en la siguiente campaña.

Dos años después, debido a los muchos frentes que Eduardo tenía queatender, se realizó la segunda campaña. En vista de lo bien que les había ido

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la vez anterior, eligieron el mes de noviembre de 1960 para excavar. Estavez fueron cuatro los ayudantes que se desplazaron hasta allí, y los trabajosfueron de nuevo acometidos por Salvador Torrente y su cuadrilla de nuevehombres. Ripoll acudió pocos días a la cueva, interesado sobre todo por verlos avances en la covacha interior que habían encontrado. Cuando llegó yahabían aparecido, en la zona este, numerosos restos cerámicos, entre losque destacaban fragmentos de un vaso cilíndrico y de una gran orza conasas decoradas con incisiones.

Llegó a tiempo de ver cómo en la zona de la covacha, tras varias capascon residuos de hogares y de numerosos y grandes bloques, aparecieron mu-chos restos líticos y algunas plaquetas manchadas de ocre, en las que no pudoreconocer ninguna figura. Después más tierras negras de los hogares, con cen-tenares de restos óseos y de piedras de sílex y alguna nueva plaqueta.

A pesar de los avances, tardaron otros dos años en reiniciar los trabajos,esta vez dirigidos por dos de los alumnos de Ripoll y llevados a cabo por unacuadrilla menos numerosa debido a la época en que se hizo, el mes de junio,en el que los trabajos de los campesinos eran necesarios en los campos.Cinco hombres, dirigidos por el experto Salvador, acometieron la excava-ción en las mismas zonas anteriores hasta llegar a un estrato con abundanteshallazgos. En esa zona se marcó entonces una cuadrícula de 2,70 metros delado, en la que se extremó el cuidado para no dañar los restos óseos y lasplaquetas con ocre que iban apareciendo.

Animado por el éxito de ese año, Ripoll no esperó y realizó la siguientecampaña un año después, poniendo al frente de la misma a su hijo Sergio,que haría su memoria de licenciatura sobre los trabajos en la cueva. A pesarde ello y de aumentar el número de operarios de Salvador, los resultadosfueron decepcionantes: consiguieron llegar a lo que parecía la roca de abrigode la covacha, pero sin grandes novedades.

En el verano de 1964, antes de reiniciar los trabajos en Almería, Eduar-do recibió, como un mazazo, la muerte del abate Breuil en París. Lamentóque el cura hubiera muerto sin haber podido darle grandes noticias de sufrustrada cueva y recordó emocionado los grandes momentos que habíapasado junto a él años atrás.

La última campaña de esa época se llevó a cabo en octubre de 1964. Apesar del poco éxito conseguido por Sergio Ripoll el año anterior, éste seinvolucró de nuevo en la excavación, ya que su padre, Eduardo, había sido

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nombrado director del museo y del conjunto de Ampurias, y andaba muyocupado con su nuevo puesto. Tampoco fue un año muy brillante. Ayuda-ron a la cuadrilla de siempre un matrimonio francés que excavaron comohormiguitas junto al lado izquierdo de acceso a la covacha interior, obte-niendo numerosos restos solutrenses.

Debido al estado en que se encontraba el yacimiento en ese momento,Sergio decidió acabar los trabajos. Si no obtenían una subvención mayorque les permitiera colocar unas vigas para calzar los bloques que habíanquedado en suspensión en el interior del abrigo al sacar la tierra, los trabajosresultarían extremadamente peligrosos, con grave riesgo de accidentes mor-tales para todos. Antes de abandonar la zona, decidió tomar cinco muestraspara tratar de realizar una datación radiocarbónica que diera un poco de luzal maremagno que tenían.

Meses después, cuando llegaron los resultados obtenidos por la Univer-sidad del estado de Washington, Sergio acudió a ver a su padre extrañadopor lo que leyó. Los científicos americanos databan el Solutrense con pun-tas pedunculadas del yacimiento entre 12.000 y 6.000 años a. C. Padre ehijo debatieron extensamente el porqué de aquellos extraños resultados, lle-gando a la conclusión de que tenía que haber habido una contaminación delas muestras.

No solo no consiguieron una nueva subvención sino que, además, elpermiso de excavación no fue renovado, por lo que los dos Ripoll se dedica-ron durante los siguientes años a otros menesteres: Eduardo a su museo deAmpurias y Sergio a buscar nuevos sitios para estudiar, pero con el regustoamargo de no haber concluido la investigación de la Cueva de Ambrosio.

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Eduardo Ripoll estaba sorprendido por la carta que acababa de recibirdel Ayuntamiento de Vélez-Blanco. Hacía catorce años que no tenía noticias de las tierras almerienses. Durante ese tiempo sólo había

sabido de la Cueva de Ambrosio por un informe que le llegó sobre unapequeña campaña realizada en 1975, a través del profesor Botella, de laUniversidad de Granada, que había dirigido los trabajos y que reconocía lapobreza de los resultados obtenidos.

Leyó la carta intrigado, esperando que fueran buenas noticias. Acertó; elalcalde le comunicaba que por fin, a instancias del director del Museo Ar-queológico Provincial de Almería, don Ángel Pérez Casas, se había conse-guido el dinero para el cerramiento del yacimiento mediante un muro deencofrado. Al fin veía un poco de cordura en la Administración, y el yaci-miento se podría preservar de los clandestinos que tanto mal hacían. Él nolo había conseguido, a pesar de sus muchos esfuerzos, pero se alegró comosi así hubiera sido.

Enseñó la carta a su hijo Sergio en cuanto tuvo ocasión, y ambos deci-dieron escribir al museo de Almería para felicitar a su director, y al Ayunta-miento de Vélez-Blanco para expresarle lo mismo y que en pocas fechasuno de ellos visitaría el lugar; querían ver con sus propios ojos el inicio delos trabajos, cuyo comienzo –le decían en la carta– sería inmediato.

Al final fue Sergio el que, pocos días después, emprendió viaje hacia el sur.Estaba impaciente por volver al sitio que, aunque a su padre le había dado

SERGIO RIPOLL

Con parsimonia cogió entre sus manos la plaqueta que habíaquedado sobre la criba y, girándola para obtener mejor luz,vio que tenía grabado un prótomo de caballo.

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grandes satisfacciones por las publicaciones en revistas especializadas, no habíasupuesto un reconocimiento popular de la importancia del yacimiento.

Llegó a la cueva cuando los trabajos de replanteo ya estaban casi acaba-dos, y comprobó, con satisfacción, que los técnicos de la Diputación, aseso-rados por el Museo de Almería, habían hecho caso a la primera idea quemuchos años atrás había expuesto su padre de separar el cerramiento lo másposible de la cueva propiamente dicha, para dejar así, también a buen recau-do, las zonas limítrofes que suponían podían contener restos interesantes, yque apenas habían sido excavadas. El muro llegaba casi hasta el arroyo delMoral y concluía en ambos extremos sobre las rocas desnudas de los latera-les del macizo, quedando así una amplia superficie que, además de poder serinvestigada, facilitaría el desenvolvimiento para posibles futuros trabajos.

A su vuelta a Barcelona, comunicó a su padre el excelente trabajo queestaban realizando, y le planteó, muy animado, la posibilidad de volver apedir un nuevo permiso de excavación. Su padre aceptó bien la idea, y lepasó el testigo que él había recibido a su vez del abate. Lo apoyaría, con suya bien ganado prestigio, en todos los papeleos, pero debía ser él el que seencargara de los trabajos. El hijo aceptó el relevo, confiado en que podríaculminar con éxito los trabajos de su esforzado padre.

En plena navidad de 1980, recibieron nuevas noticias de Vélez-Blancocomunicándoles que el muro se había concluido el día 23 de diciembre.Sergio aprovechó la ocasión para comunicar, en su contestación de felicita-ción, que iba a iniciar los trámites para pedir una subvención y un permisopara reiniciar los trabajos de exploración en el yacimiento.

Una vez más, la administración española no se mostró eficaz, a pesar delas gestiones realizadas por Eduardo y su hijo: tanto el dinero como el per-miso no llegaron hasta dos años después.

Sergio Ripoll se puso al frente de su primera campaña en la Cueva deAmbrosio en junio de 1982. Lo primero que hizo fue buscar al capataz quehabía estado al frente de los anteriores trabajos, Salvador Torrente, que sedispuso con muy buena gana a colaborar con el hijo, con la misma entregacon que lo había hecho con el padre. A pesar de la mala época, por lostrabajos de siega y trilla de las cosechas, consiguió seis operarios dispuestosa ganarse unos buenos duros.

Lo primero que hicieron fue una limpieza de los bloques que llenaban elabrigo. Plantearse una excavación antes de eso habría sido una temeridad,

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ya que los derrumbamientos de los antiguos cortes de excavación hacíanpeligrosos los trabajos. Mientras los obreros se ocupaban de las labores delimpieza y de aseguramiento de las rocas medio desprendidas del techo, unequipo de estudiantes que había llevado Sergio cribaban la tierra revueltaque cubría casi toda la zona de excavación. Aquellos trabajos, de prepara-ción y aseguramiento para campañas posteriores, dieron sin embargo unresultado sorprendente.

A grandes voces, uno de los estudiantes llamó a Sergio para que se acer-cara hasta la criba. Junto con su capataz, Ripoll corrió hacia la zona decribado para ver que era lo que había llamado la atención del joven. Conparsimonia cogió entre sus manos la plaqueta que había quedado sobre lacriba y girándola para obtener mejor luz vio que tenía grabado un prótomode caballo. Era la primera figura que aparecía en la cueva. Sergio comentócon sus alumnos lo caprichoso del destino: durante años habían buscadoalgo diferente en las toneladas de tierra removida y ahora, en unos trabajosque se podrían calificar de preparatorios, aparecía el primer prótomo decaballo. Felicitó al estudiante por el hallazgo y ordenó de inmediato quesiguieran los trabajos, a la vez que guardaba cuidadosamente la plaqueta.Aquello parecía un buen augurio.

Sin embargo, ni ese año, ni el siguiente, 1983, hicieron avances novedo-sos. Para colmo, la Administración produce un nuevo parón en el yacimien-to. El traspaso de competencias en materia de cultura a la Consejería de laJunta de Andalucía, fruto de la nueva España autonómica, suponía unanueva ruptura en la continuidad de las campañas.

Sergio no se amilanó por el contratiempo, y animado por la figura delprótomo, comenzó de nuevo el farragoso papeleo para continuar las excava-ciones ante la Junta, aún manga por hombro por las numerosas competen-cias que iban llegando a una incipiente administración autonómica. Echómano de todos sus conocidos; viajó varias veces a Sevilla a entrevistarsecon todo aquel que quisiera recibirlo. Tres años después, en 1986, consiguióde nuevo el visto bueno para seguir excavando.

Los siguientes años, en los que sistemáticamente siguieron las excava-ciones, no aportaron grandes noticias. Sergio Ripoll, cada vez que su ánimodecrecía sacaba del bolsillo de su camisa una fotografía del prótomo decaballo encontrado años atrás y renacía en él la esperanza y la ilusión. Supadre, Eduardo, ya mayor, le recordaba cada vez que al finalizar una campa-

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ña volvía a Barcelona, los pensamientos del abate Breuil. Entre padre e hijomantenían viva la ilusión por aquella lejana cueva.

En 1992, casi después de diez años de trabajos, Sergio inició una nuevacampaña, seguro de aquel año olímpico le habría de traer buena suerte. Re-trasó el inicio hasta el final del verano para poder vivir de cerca el entusias-mo y el avance que la olimpiada había llevado a su ciudad natal, Barcelona.Pasados los fastos, casi eufórico como el resto del país por el éxito conse-guido, pensó que ya era hora de volver a la tierra; reunió a su joven equipode estudiantes, como hacía cada año, y emprendió viaje hacia Vélez-Blanco.

Antes de iniciar los trabajos, en la primera inspección que hicieron en elyacimiento, Sergio observó que el punto cero de referencia, a partir del cualsituaban siempre todas las excavaciones había desaparecido. Situado en unazona lisa de la pared izquierda del abrigo, casi en el umbral de entrada, habíaquedado cubierto por escombros llevados allí por alguna mano inexperta,incluso en algunas zonas se había depositado material de arrastre. Esa zonanunca se había excavado, permaneciendo siempre como reserva arqueoló-gica, pero la necesidad de tener el mismo nivel de referencia de siempre lehizo cambiar lo previsto e iniciar los trabajos de limpieza por allí. Encomen-dó a dos de los estudiantes más experimentados por campañas anterioresque estuvieran permanentemente en el lugar y que se tuviera extremo cui-dado con las paredes.

Mientras se realizaban concienzudamente la limpieza de esas paredes,Sergio dirigió el montaje de una tienda de campaña, ubicándola en una pe-queña explanada situada al otro lado del arroyo, frente a la cueva, pensandoque allí podría trabajar tranquilamente sin entorpecer los trabajos. Tambiénle serviría para descansar y para resguardarse del sol en las horas en que ésteapretaba más.

En una de sus rutinarias visitas a la zona del nivel cero, le pareció que aque-lla pared era idónea para contener representaciones incisas y, a pesar de que lareferencia ya quedaba a la vista, ordenó que se continuara la excavación: «notengo muchas esperanzas», añadió a sus alumnos después de dar la orden.

Sin embargo, a la mañana siguiente volvió a inspeccionar la misma zonay tras largas deliberaciones, todos estuvieron de acuerdo que se apreciabanalgunas líneas grabadas que se extendían hacia el interior del abrigo. Pidióque, a partir de entonces, la excavación se realizara como si de una opera-ción quirúrgica se tratara.

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Hacia el mediodía, uno de los alumnos se acercó hasta la tienda e inte-rrumpió el trabajo de Sergio:

— Profesor, debería venir a ver la pared...— ¿Habéis encontrado algo? –preguntó poniéndose en pie con rapidez–.— Véalo usted mismo –se limitó a contestar el cauto estudiante–.Profesor y alumno se dirigieron a grandes zancadas hacia el extremo

oeste de la cueva. Al llegar, Sergio se tumbó sobre la tierra y con la cabezacasi pegada a la roca, la acarició durante casi media hora.

— A mí me parece un ave que mira hacia la derecha –dijo volviendo porfin la cabeza hacia sus expectantes alumnos–.

— A nosotros también –se apresuró a decir el alumno cauto que lo habíallamado–.

— Continuad con cuidado hacia la derecha, parece que se inician nue-vas líneas...

Se levantó y dejó que los ayudantes continuaran con la tarea. Al volver-se se encontró con la amplia sonrisa de su capataz. Salvador Torrente asin-tió con la cabeza mientras el profesor Ripoll lo abrazó emocionado:

— Parece que al fin tenemos pinturas –le dijo casi en un susurro–.— ¿Alguna vez lo había dudado? –le preguntó muy seguro el experto

trabajador–.— El único que no dudó nunca ya no las podrá ver. El abate Breuil es el

verdadero impulsor de este hallazgo.Salvador golpeó amistosamente la espalda de su jefe y volvió a la faena.

Sergio no se separó del lugar, y corregía constantemente a los alumnos en sudelicada tarea. Antes de parar para comer, volvió a tumbarse y a examinar lapared rocosa.

— ¡Esto es un équido! ¡Seguro! –dijo volviendo la cabeza de nuevo–.Uno a uno todos se acercaron a la nueva figura y coincidieron en la

primera impresión del profesor: se trataba de un caballo.Durante la comida, todos comentaron alborozados el descubrimiento.

Sergio tuvo que pedir calma, asegurando que los trabajos no habían hechosino comenzar y que no era conveniente ni precipitarse en conclusiones ydesde luego en dar a conocer el hallazgo, no quería que corriera de boca enboca antes de la cuenta.

Durante el viaje de vuelta al pueblo esa tarde –sólo usaban la tienda porel día– el coche era una fiesta; los jóvenes cantaban alegres y divertidas

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canciones, sin importarles los numerosos baches que daban con sus cabezasen el techo del automóvil ni el polvo, desprendido de los áridos caminos,que tragaban. Cuando el pueblo estuvo a la vista, Sergio detuvo el coche ypidió por señas a Salvador, que viajaba detrás con los obreros, que hiciera lomismo. Hizo que todos se apearan y lo rodearan en un lado de la carretera.Durante unos minutos se dirigió muy serio a todos ordenándoles que nodijeran ni una palabra de lo que habían visto durante ese día; era primordialguardar el secreto hasta estar seguros de lo que aún se escondía en las pare-des de la cueva. Amenazó con dejar fuera de los trabajos y de la investiga-ción al que hiciera el más mínimo comentario en el pueblo. Todos acataronla orden, asegurándole al profesor que no abrirían el pico. Él no estaba tanseguro, pero tenía que intentarlo.

Tanto durante la ducha en el hotel, uno de los mejores momentos de losarqueólogos pensaba siempre, como durante la cena, Sergio meditó si debíallamar o no a su padre para comunicarle el hallazgo. Al final optó por laprudencia, que tan encarecidamente había exigido a sus colaboradores, y nohizo la llamada.

Dedicó los siguientes días a la misma zona, y siguió encontrando figurasincompletas de équidos. Cuando estuvo seguro que en aquel panel ya noencontraría más representaciones, se sentó frente a lo que ya llamaba panelI, lo que evidenciaba que tenía esperanzas de encontrar más, y tomó multi-tud de notas durante horas. Por la noche, pensó que ya era hora de comuni-car el hallazgo y llamó a su padre para contárselo. Tras manifestarle las emo-ciones que había vivido y lo importante que le parecía el hallazgo, le hizo unresumen de lo que había encontrado:

— La primera figura que vimos fue un ave de unos treinta centímetrosde longitud y diez y ocho de anchura. Está realizada mediante un surco deun par de milímetros de anchura y más o menos lo mismo de profundidad.Está mirando a la derecha, y se aprecia bien el cuerpo y el pico, pero no lazona ventral ni las patas, aun así yo diría que se trata de una perdiz.

— Recuerda al abate, no te precipites en conclusiones... –le interrumpiósu padre–.

— Son mis primeras impresiones, desde luego, pero si no estuviera segu-ro no te las diría. Un poco hacia la derecha –siguió contando–, a pocoscentímetros, descubrimos un espléndida figura de équido de aproximada-mente las mismas dimensiones del ave. No te voy a hacer una descripción

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detallada, ya lo leerás en mi informe, pero se trata de un animal de propor-ciones equilibradas y de acusado realismo, tanto que se puede distinguir conbastante claridad lo que hemos identificado como el ojo, realizado medianteun impacto piqueteado circular. Por debajo se aprecian otros restos de équi-do, que se pierden al llegar a una inflexión de la roca. También es bastanteidentificable un prótomo de bóvido; se diferencia bien el cuerno curvadohacia atrás. En fin, hay otros restos, manchas ocres que aún no hemos iden-tificado...

— Todo un hallazgo –le cortó el relato Eduardo–.— Ya veremos, hay que acabar el trabajo, copiarlos, datarlos...— Un trabajo que se adivina interesantísimo, lástima que Breuil no pue-

da verlo...— Sí. Es una pena.Eduardo dio varios consejos a su hijo antes de acabar la conversación tele-

fónica, y nada le dijo de su idea de visitar el yacimiento, quería sorprenderlo.Animado por las figuras encontradas, Sergio decidió continuar la exca-

vación hacia el interior del abrigo, continuando desde el final del primerpanel. Había que sacar una espesa capa de sedimento revuelto y de bloqueprocedentes de otras excavaciones. Enseguida se adivinaba una gran super-ficie lisa. Los trabajos continuaron con mucha precaución hasta distinguirun conjunto de trazo grabado y dos pequeña manchas de ocre. La pared, deun gris marronáceo, más oscuro que la anterior, estaba surcada por finasgrietas.

En uno de los pocos momentos en que se alejaba del lugar, su descansoen la tienda se vio interrumpido por los gritos de los jóvenes colaboradores.Con el corazón golpeándole las sienes corrió hacia ellos. Tardó unos minu-tos en entender lo que todos a la vez trataban de explicarle. Accidentalmen-te, uno de los obrero había golpeado el suelo con una maza y un trozo deroca se había hundido, como si debajo hubiera una oquedad, dejando aldescubierto una mancha ocre que a todos parecían las orejas de un caballo.Personalmente, Sergio extrajo toda la materia orgánica y la arena que re-llenaban el hueco, y poco a poco apareció ante él la figura inequívoca de uncaballo. Cada centímetro que bajaba aumentaba su excitación. Después demás de una hora de delicado trabajo el équido quedó a la vista de todos. Nohacía falta acercarse mucho para verlo, medía casi un metro de longitud yaproximadamente la mitad de anchura. El profesor se apoyó contra la tierra,

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frente al panel, y contempló, sonriente y en silencio, el caballo que mirabahacia la izquierda. Apreció cómo toda la figura estaba silueteada medianteun trazo grueso, más fino en la cabeza, y se podía distinguir como se habíaido rellenando mediante líneas de grosor variable hasta cubrir todo el espa-cio interior. Dedujo también que el buen estado de la figura era debido pre-cisamente a la materia orgánica y la arena húmeda que había tenido quesacar. Estaba a punto de levantarse para dar las órdenes oportunas sobre lacontinuidad de los trabajos cuando le pareció oír una voz conocida. Al girarla cabeza mientras se levantaba, se encontró con la cara sonriente de supadre que señalaba, como incrédulo, al enorme caballo ocre; Sergio saltócomo un titiritero el metro de altura que lo separaba de él y se abrazó conlos ojos húmedos. Le pareció un regalo del cielo que su padre, el gran defen-sor de la Cueva de Ambrosio, hubiera aparecido en el preciso instante enque quedaba al descubierto la fascinante figura.

Padre e hijo charlaron un rato, mientras Sergio mostraba todas y cadauna de las figuras descubiertas hasta entonces. Eduardo, que había ido hastaallí para darle ánimos a su hijo y para satisfacer su curiosidad por las noticiasque le habían llegado, ya había decidido en su interior que se quedaría másdías de los previstos; no se iría de allí sin comprobar cuántos caballos seescondían aún en aquél panel.

La estancia de Eduardo fue provechosa; su hijo decía que les había traí-do suerte. Durante días siguieron apareciendo caballos en la roca, aquelloera una locura. Cuando consideraron que todo el panel estaba al descubier-to, hicieron recuento de la manada: además del más grande, el que habíanencontrado primero, en el ángulo superior derecho destacaban dos próto-mos grabados de caballos enfrentados, cada uno de ellos de unos sesentacentímetros de longitud y de una excelente factura; uno de ellos se veíaclaramente que era robusto, con una quijada barbuda, con la que se habíaquerido resaltar la fortaleza del animal. Al lado de estos, otro caballo graba-do de menores dimensiones y orientado a la derecha, menos completo queel anterior, o al menos eso les pareció debido a la colada calcítica que lorecubría. Más a la derecha aparecía otro, también realizado con la técnica degrabado lineal muy fino, y en el que no se apreciaban ni la cabeza ni loscuartos traseros.

Los dos científicos, aunque estaban eufóricos por la aparición de losnumerosos caballos, consideraron que ese año no debían seguir excavando,

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el tiempo se les estaba agotando y lo mejor era hacer un exhaustivo informede lo hallado. Tomaron algunas fotografías para ilustrarlo y, antes de dar porconcluida la campaña, Eduardo se empeñó en volver a dejar los panelescomo estaban antes del descubrimiento, era la mejor manera de preservar-los para los años venideros y no encontrarse a su vuelta con la desagradablevista de los trozos de roca arrancados por algún desaprensivo. Dado que tanbien se habían conservado hasta entonces, decidieron volver a rellenar conel mismo material que habían sacado y poner unas grandes piedras en lazona superior que hicieran desistir a los furtivos que, pese al vallado, cadaaño se colaban en el yacimiento.

Volvieron a Barcelona dispuestos a preparar el informe e iniciar los trá-mites con el fin de preservar el yacimiento y las representaciones. Mientrasesperaban la lenta reacción administrativa, dedicaron el siguiente año a con-solidar la zona de los paneles I y II, limpiarlos y comenzar a extraer lasnumerosas costras calcíticas que los recubrían parcialmente.

Hasta el año siguiente, la Dirección General de Bienes Culturales de laJunta de Andalucía no autorizó la limpieza y conservación de cara a valorarel yacimiento y poder contextualizar de una forma definitiva las representa-ciones paleolíticas. La administración autonómica dio la autorización, perono dio ningún otro apoyo a los trabajos. Como ya contaban con ello, Sergio,ayudado por su padre, consiguió la colaboración de numerosos científicospara que les ayudaran y lo que era más importante, la financiación de todolo que aún quedaba por hacer.

En ese año, 1994, completaron el panel II, que dos años antes habíanconsiderado terminado, encontrando tres nuevas representaciones de équi-dos en la parte inferior, uno de ellos interesantísimo porque a pesar de supequeño tamaño, apenas diez centímetros de longitud, estaba pintado ennegro y rojo, lo que significaba un claro indicio de bicromía. La simplicidadde la pintura sorprendió a Sergio: el artista había sabido expresar con treslíneas la figura de un caballo.

El nuevo hallazgo les llevó a seguir la excavación hacia el interior delabrigo, consiguiendo descubrir un tercer panel en la parte más profundacoincidiendo de forma oblicua con el fondo del abrigo. Las tres nuevas re-presentaciones que encontraron, dos ocres y una más rojiza, estaban muydesvaídas y no lograron asimilarlas a ningún nuevo caballo, aunque estabanseguros que sólo era cuestión de tiempo.

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La segunda parte de esa campaña la dedicaron a hacer uso del permisode la Junta. Iniciaron una serie de trabajos sistemáticos en los que intervi-nieron, de forma exhaustiva, todo el equipo de investigación. Comenzaroncon el calco a tamaño natural de las figuras sobre poliéster transparente,aunque con más sofisticación, utilizaban la técnica del abate Breuil, cam-biando el poliéster por el delicado y difícil de trabajar papel transparente.Estos calcos se completaron y contrastaron con otros realizados sobre tele-visión a través de cámara de video. Finalmente completaron el estudio conuna numerosa documentación fotográfica que realizaron con diferentes ti-pos de luz, soporte y bajo diferentes condiciones atmosféricas.

No dieron por concluida la campaña hasta obtener una muestra de unode los caballos del panel II, situado en la parte inferior izquierda y que porsu color negro suponían realizado con carbón vegetal. Eligieron esa figura,que no era la más clara ni la más hermosa, pensando que el carbón les faci-litaría la datación radiocarbónica que les llevara a poder tener una mayorprecisión cronológica de las representaciones de aquellas paredes.

Todavía les quedaba mucho trabajo por hacer, posiblemente años, pero alfin, tras el paso por la cueva de docenas de científicos desde los primerosdescubrimientos de casi un siglo antes, habían aparecido los caballos en aqueltrabajoso abrigo que algunos ya denominaban la Cueva de los Caballos.

Eduardo Ripoll, ya jubilado, acudía cada día al estudio de Sergio a con-templar los calcos de los caballos, sin cansarse de hacerlo. Debatía con él laposibilidad de que todas aquellas pinturas hubieran sido hechas por la mis-ma mano. Recordaba machaconamente las conversaciones con el abate Breuilen las que éste le comentaba, divertido, las discusiones que tenía con Fede-rico de Motos sobre la posibilidad de que muchas de las figuras que adorna-ban las cuevas de la zona hubieran sido ejecutadas por el mismo autor. Ser-gio reía distendido por las ocurrencias de su padre, tratando de hacerle verque aún quedaban muchos años de estudio para llegar a alguna conclusión,y que posiblemente sobre la autoría de los caballos no llegaran nunca ahacerlo. Eduardo, libre ya por su edad del manto de científico que tanto lohabía encorsetado desde que inició su labor profesional en París cincuentaaños atrás, se podía permitir el lujo de soñar con cosas como esas y deimaginar cuál sería la vida de aquellos seres que poblaron las cuevas pinta-das del norte de Almería.

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Sin apenas descansar tras la noche pasada al aire libre por temor a que nuevos terremotos acabaran con sus vidas, como le había sucedido al valeroso y fiel Lobo, empezaron los preparativos para la marcha. Am-

bros tomó el mando, como siempre hacía, pero en este caso de manera obli-gada porque su hermano estaba sumido en una gran tristeza que lo teníaabatido. Aún no había asimilado que tendría que afrontar su vida sin elamigo que encontró nada más iniciar el destierro. Por su cabeza pasaban,como un torbellino, las imágenes de Lobo. Recordaba el primer día que lovio, tras pernoctar en los abrigos de Las Colmenas, donde su hermano dejósu impronta en ese arquero extraño que decía que él mismo le había inspira-do cuando miraba el arco iris embelesado tras la tormenta. Volvía a su men-te el trotecillo del animal siguiéndolos a distancia los primeros días, su des-aparición tras los continuados aguaceros de El Gabar que le impidieronatravesar el río con ellos. Su impresionante aparición en la cueva, las nochesjunto a él oyendo los gemidos amorosos de su hermano y de Río. Tantascosas pasaban por su cabeza mientras obedecía las órdenes de Ambros, queparecía estar en otro mundo.

Con las pieles que tenían, prepararon unas bolsas en las que metierontoda la comida que pudieron rescatar entre los escombros que habían cu-bierto la cueva. No sabían cuándo podrían volver a cazar, por lo que eranimprescindibles tanto las pieles como la comida. Llenaron todas las calaba-zas que tenían con agua del arroyo y se dieron cuenta entonces de que nopodrían llevarlo todo. Los cuatro niños no podían ir andando, y llevar sobresus espaldas todo parecía imposible. Para airearse un poco tras los prepara-

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Era todavía de noche cuando empezaron a organizar su caravana.

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tivos, los dos hermanos se acercaron hasta el observatorio; el peligro delterremoto parecía haber pasado, pero el de la tribu enemiga aún no habíacomenzado.

Al acercarse al promontorio que había entre los pinos, les llegó un inten-so olor que les hizo tener que taparse las narices con las manos. Los cuerposde los guerreros muertos no estaban muy lejos y el olor de la muerte llegabahasta ellos como un aviso. Se dieron cuenta de que en cuanto la tribu inicia-ra la búsqueda les llevaría poco tiempo encontrarlos: sus narices los condu-cirían hasta ellos. Otearon la zona de la rambla sin ver movimiento alguno.Los terribles temblores de tierra parecían haber retrasado el comienzo de labusqueda, pero era solo cuestión de tiempo. Animados por la tranquilidadreinante y asqueados por el olor, emprendieron el regreso para terminar lospreparativos de la huida.

Al volver, ya casi al mediodía, encontraron a Río trajinando con unospalos largos. En su ausencia, la hembra había encontrado la solución paratransportar todo lo que tenían que llevar. Ella recordó cómo subieron a Tania la cueva tras la pelea fratricida y pensó que, haciendo algo parecido, po-drían poner sobre las pieles las cosas y arrastrar la primitiva parihuela. AAmbros le pareció una buena idea, y apremió a su hermano para que leayudara. Les llevó gran parte de la tarde tener terminados los dos receptácu-los que tendrían que arrastrar. Más de una vez tuvieron que reiniciar lostrabajos, porque al probar a mover el invento, la trama se descomponía. Concada fracaso fueron resolviendo los problemas que surgían. Cuando dieronel visto bueno a su invento el sol ya caía por el horizonte. Decidieron nopartir entonces y dejarlo todo preparado; tendrían que dormir al raso, no erabuena idea ponerse en marcha de noche con cuatro criaturas hacia un terre-no que no conocían. Cargados con niños y pertrechos les sería difícil defen-derse de las alimañas que, en cuanto oscurecía, salían a buscar sus presas,eso si no se despeñaban por algún barranco inoportuno. Encendieron unafogata frente a la cueva, al otro lado del arroyo, y se colocaron alrededor deella dispuestos a esperar el nuevo día.

Era todavía de noche cuando empezaron a organizar su caravana. Cadauno de ellos llevaría sobre sus espaldas, sujetos con tiras de cuero que ha-bían preparado, a uno de los niños. Río llevaría al pequeño Gabar, Tani aFlor y Ambros a Leria. Ambrosio tendría que caminar solo, lo que les hacíaprever la lentitud de la marcha, además porque cada uno de los hombres

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tendría que arrastrar una de las angarillas. Para ello dispusieron unas largastiras de cuero que ataron cobre sus pechos para poder llevar las manos li-bres, y en ellas algunas de las armas por si eran necesarias; el resto las colo-caron en el equipaje pero a mano, por si acaso.

Antes de ponerse en marcha, situados enfrente de la cueva, Ambros yRío miraron por última vez su hogar con tristeza. Tani ya había echado aandar y no volvió la cabeza ni una sola vez. Las tripas se le revolvían cadavez que veía la enorme roca que había aplastado a Lobo y había tapadoparcialmente la entrada.

Hasta que se acostumbraron a las cargas los pasos eran imprecisos y tor-pes. El pequeño Ambrosio abría la marcha dirigido por su padre, que le pisabalos talones, luego iba Río y cerrando la caravana el apesadumbrado Tani.

Cruzaron el arroyo del Moral, unos cientos de metros por debajo de lacueva, cuando los primeros rayos de sol se reflejaban ya en el agua impetuo-sa. Después giraron a la izquierda y comenzaron la subida bordeando elmacizo rocoso que albergaba lo que había sido su hogar. Pasado éste, lapendiente se suavizaba un poco y el terreno era más regular.

Les llevó más de dos horas acercarse hasta los Lavaderos de Tello, elrincón favorito de Ambros. Pararon a descansar un poco para que Ríoamamantara a Gabar, que ya llevaba rato dando inequívocas muestras detener hambre. Ante la hermosa vista que se abría por debajo de ellos, lacañada cubierta de arbustos, las laderas repletas de abrigos rocosos y eldesfiladero de Leria al fondo, Río preguntó si no era aquél un buen sitiopara instalarse. Ambros, que se conocía la zona al dedillo, les explicó queninguno de los abrigos reunía condiciones para habitarlo: eran poco pro-fundos y mal orientados, casi todos al norte o noroeste, de donde veníanlos gélidos vientos en invierno; no tendrían protección alguna contra ellos.Además, concluyó el mayor, aún estaban demasiado cerca; aunque habíanandado más de dos horas, en realidad estaban a tan sólo un par de kilóme-tros por encima de la cueva. A la tribu enemiga les llevaría poco ratoplantarse allí siguiendo sus huellas.

Ambros echó un último vistazo al abrigo donde había dejado grabadossus ciervos, que sólo él conocía, y dio orden de seguir, no quería perder niun minuto más de lo necesario; iban dejando mucho rastro al arrastrar lasparihuelas y sus huellas eran muy fáciles de seguir, tenían que alejarsecuanto antes.

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El terreno siguió empinado un buen trecho y, cuando acabó la cuesta, yaestaban a campo abierto; ahí sí que tendrían que apretar el paso si no que-rían verse sorprendidos. De vez en cuando, Ambros tenía que azuzar a suhijo para que no se parara. El niño era fuerte, como él, pero ya empezaba ahacérsele largo el camino, a pesar de lo cual el jefe de la tribu no permitióninguna nueva parada durante la mañana. El sudor bañaba los cuerpos, so-bre todo el de los dos hombres, que a cada paso que daban notaban como elcuero se hundía un poco más en la piel de sus pechos. El sol los castigabasin piedad y los niños lloraban con poca fuerza intermitentemente.

Como autómatas, casi rendidos, llegaron a los primeros pinos de otromacizo montañoso. Habían ido siempre en dirección oeste, la única vía po-sible que tenían. El sur estaba vetado por la tribu de los hermanos, el estepor la de Río, y las montañas del norte no les atraían demasiado con la cargade pertrechos y niños que llevaban.

Metidos ya en la pinada, y seguro de que nadie los seguía –Ambros nohabía parado de mirar atrás en todo el camino– ordenó que se detuvieran;era el momento de reponer fuerzas y descansar un poco, no sabían hastadónde tendrían que caminar. Todos respiraron aliviados al detenerse. Vacia-ron con avidez un par de calabazas de agua y comieron con ganas parte desus provisiones. Los niños, agotados por el traqueteo, y Ambrosio por lacaminata, se durmieron apiñados junto a un pino.

A pesar de las protestas de todos, incluidos Tani y Río, Ambros dio or-den de ponerse en marcha un rato después, aún quedaban horas de luz yhabía que aprovecharlas para encontrar un sitio adecuado para la noche. Lacaravana volvió a ponerse en fila india, cada vez más lenta según se aden-traban entre los pinos, pero al menos ahí estaban más protegidos que encampo abierto. Bordearon el primer monte, y luego otro más. Cuando eldesánimo empezaba a cundir, Ambros señaló, en la lejanía, una zona fron-dosa, situada en el estrecho margen que había entre los dos montes. Anima-dos por la idea de parar, derrocharon sus últimas energías en bajar hasta elestrecho que tenían a la vista.

Las sonrisas se abrieron en las caras de los viajeros al descubrir un parajehermoso y atractivo. Junto a la frondosidad que habían visto a lo lejos, mana-ba entre dos rocas un sonoro chorro de agua. Soltaron las parihuelas, bajarona los niños y todos corrieron hacia el agua que se deslizaba por la sombra delos grandes álamos buscando un arroyo cercano. A Río le pareció un sitio

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estupendo para quedarse, pero Ambros y Tani, más expertos, le hicieron verque en cuanto se hiciera de noche aquello se poblaría de lobos, zorros y demásalimañas peligrosas. El mayor decidió inspeccionar los alrededores; el peque-ño quiso acompañarlo, pero su hermano se negó: no podían dejar solos a Ríoy a los cuatro niños, no sabían en que territorio estaban. Convencido, Tanidecidió quedarse, pero le hizo ver a su hermano que el sol bajaba ya a todaprisa. El mayor saltó como un gamo e inició la inspección de la zona.

Cruzó el arroyo y se perdió entre los árboles hacia poniente, subiendo laladera hasta salir fuera de la espesura. Miró en todas direcciones y descu-brió, casi en lo alto del cerro una zona rocosa donde creyó distinguir algunassombras; podía tratarse de alguna cueva, pensó sin detenerse; el tiempoapremiaba. Con las pocas fuerzas que le quedaban subió a toda prisa espe-rando que su instinto no le fallara. Al llegar arriba y levantar la vista, dosgrandes oquedades aparecieron ante él. Parecía un sitio ideal, allí inclusopodrían defenderse mejor si llegaba el caso. Los inspeccionó a toda prisa,asegurándose de que no había restos de estar habitados, y luego corrió haciala fuente a recoger a la tribu; aún quedaba lo peor, subir todos hasta allíarrastrando lo que llevaban.

Llegó sudoroso junto al resto y, mientras ponía su cabeza bajo el chorrodel agua, dio orden de que empezaran a ponerse en marcha, no tenían mu-cho tiempo antes de que anocheciera. Mientras recogían todo, explicó aTani y a Río hacia dónde debían ir. Le había parecido un buen sitio parapasar la noche y quién sabe si para quedarse, les dijo.

Entre dos luces hicieron un último esfuerzo para llegar a las rocas. Losniños iban llorando, Ambrosio destrozado por el esfuerzo, y los mayoresrendidos por la paliza que se habían dado. Tani y Río se miraron al ver lascuevas e hicieron gestos de que les podía valer. Se metieron en la cueva másgrande casi sin ver y extendieron las pieles para que las agotadas criaturascayeran en ellas como fardos.

Los dos hermanos debatieron unos minutos y decidieron no encenderfuego, no sabían dónde estaban y a quién podrían atraer con él. Harían guar-dia toda la noche para no verse sorprendidos por los lobos y otros animalesque merodearían por la zona. El fuego era una buena defensa, pero esanoche tuvieron que prescindir de él, a la luz del día inspeccionarían losalrededores y decidirían qué hacer; ahora era el momento de descansar porturnos y recuperar un poco el vigor de sus cuerpos.

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Nada más cerrar los ojos toda la tribu, excepto Ambros que había elegi-do la primera guardia, empezó a chispear, aumentando la intensidad delagua en pocos minutos, hasta convertirse en un fuerte aguacero que desper-tó a Tani, que se acercó a su hermano hasta el borde de la cueva.

— Es lo mejor que podía pasar –dijo el mayor extendiendo sus brazoshasta mojarse–.

— ¿Lo mejor? –preguntó extrañado el pequeño–.— Sí. Si la lluvia se mantiene un rato borrará nuestras huellas, sobre

todos los surcos que han dejado las parihuelas en campo abierto.Tani asintió pensativo, en su estado de ánimo no había caído en las mu-

chas señales que habían dejado a su paso.La lluvia aflojó, pero no cesó en toda la noche; los deseos de Ambros

se habían cumplido: a los perseguidores, si los había, no les sería fácil darcon ellos.

Los dos hermanos dedicaron el siguiente día a recorrer todos los alrede-dores de los abrigos, dejando instrucciones a Río para que ella fuera acumu-lando piedras junto a la cueva, con la idea de que, si se quedaban, harían unparapeto a la entrada que los protegiera de los vientos y les pudiera servirtambién de defensa.

No encontraron ningún signo de vida humana en toda la zona. Además,aprovecharon todas las ocasiones fáciles que se les presentaron para cazaralgún conejo. Volvieron con las calabazas llenas de agua de la fuente quehabían dejado abajo.

La luz del día les había hecho ver que, aún con prisas, habían acertadoen la elección de su guarida. La otra cueva era menos profunda y peororientada, llegando a la conclusión de que les podía servir como almacény leñera.

Al atardecer, mientras veían a los pequeños jugar en una pequeña expla-nada que había entre los abrigos, discutieron la conveniencia o no de insta-larse allí. Las ventajas eran que tenían cerca agua, bosques para la caza yuna buena posición para la defensa. Los inconvenientes, que no habían idodemasiado lejos, a pesar de caminar durante buena parte del día anterior, yla incomodidad de estar casi en lo alto de un cerro. Llegaron a la conclusiónde que con tanto niño pequeño, seguir caminando sin rumbo era una teme-ridad, tendrían que arriesgarse y seguir allí, al menos lo que quedaba deverano, la época de lluvias y el siguiente invierno.

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Los siguientes días los dedicaron, además de a buscarse alimentos, aestudiar las zonas más adecuadas para poder observar la fuente y la zona delmonte próximo por el que habían llegado. Decidieron hacer turnos, variasveces al día, hasta que estuvieran convencidos de que nadie había dado consu rastro. Por la noche siguieron sin encender fuego; aunque las noches eranfrescas a esa altura, al resguardo de la cueva estaban bien. El único inconve-niente eran las guardias que, de todas formas y estuvieran donde estuvieran,tendrían que hacer por la desaparición de Lobo.

Pasaron los días sin que avistaran ningún ser humano merodeando por lazona, por lo que empezaron a relajar las guardias diurnas, y a dedicarse casiplenamente a la caza y a la recolección de todo lo que era comestible. Ríobastante tenía con atender a todos los críos de la tribu y con buscar susplantas, menos abundantes en lo alto del cerro. Sólo se alejaba de la cuevaen su búsqueda vegetal cuando los hombres estaban allí. A veces, pese a lasprotestas de Tani, bajaba hasta la fuente, porque le gustaba ese lugar y por-que en las zonas húmedas había descubierto una gran cantidad de plantas, sino iguales, sí al menos parecidas a las que ella acostumbraba a usar.

Terminó el verano y comenzaron las lluvias. Los dos hermanos tuvieronque espaciar sus salidas y empezaron a prepararse para el invierno, recogien-do leña y troncos que acopiaban en la otra cueva.

Igual que en su anterior habitáculo, hicieron en uno de los extremos delinterior un pequeño parapeto para que la pareja de turno descansara o goza-ra tras él. Ambros, en plena forma, no desaprovechaba ninguna de sus oca-siones con Río. A Tani le costó un tiempo volver a disfrutar de ella. Losprimeros días ella se esforzaba en excitarlo, pero la mente del pequeño noestaba aún lista para esos menesteres. Tardó semanas en reanudar con asi-duidad los escarceos amorosos, ahora mucho más violentos que antes, comosi quisiera descargar en la hembra toda la rabia que llevaba dentro. A Río lecostaba cada vez más saber con quién estaba gozando: Tani se parecía cadavez más a su hermano, hasta haciendo el amor.

Aprovechando la reclusión del invierno –el frío y la nieve eran más abun-dantes en esa altura que en su anterior cueva– Río pidió a Ambros quepintara algunas de las figuras que tanto le gustaban en las paredes rocosas.Le costó convencerlo, con todo lo que habían pasado se había olvidado desus pinceles y de sus dibujos. Cuando por fin empezó a pintar, no repitió sushermosos caballos. Empezó con cosas extrañas que a ella no le gustaban

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demasiado porque no las entendía. Poco a poco, harto de las críticas, volvióa las figuras de animales, sobre todo ciervos y cabras, aunque las paredes noeran muy adecuadas para grandes figuras, las que más le gustaban a Río.

Donde más a gusto se encontraba Ambros era en la otra cueva. Se habíadado cuenta de que necesitaba la soledad para inspirarse. Atravesaba elespacio que los separaba del otro abrigo pisando la nieve, y allí se pasabahoras preparando sus mejunjes y pintando con tranquilidad. Sobre todo losdías en que no le tocaba hacer pareja con Río. Aprovechaba entonces paradejarlos solos, aunque con tanto crío por la cueva no era fácil encontrarmomentos para el sexo.

Recordando sus grandes momentos en Tello, inició dos nuevos ciervosen la mejor pared de la cueva almacén. Tani se quedaba asombrado –noconocía los otros– cada vez que iba a recoger leña. Se quedaba largo ratomirando la roca y la pulcritud con que su hermano delimitaba los contornos.En la pintura era en lo único en que no se parecía a su hermano, no teníafacilidad ninguna para traspasar las figuras de animales de su mente a lasrocas, o al menos eso creía él, porque la verdad es que nunca lo había in-tentado, ese era el mundo del mayor y él ni siquiera se veía tentado a trazaralgún bosquejo, prefería dedicar su tiempo a jugar con los niños, enseñándo-les cada día cosas nuevas, sobre todo a Flor, a la que, sin saber por qué,tenía especial cariño. Quizás porque en el fondo de su ser estaba convenci-do de que era hija suya.

Pasaron varios años sin que su rutina se viera alterada, y sin que la tribuenemiga diera señales de vida. Cada primavera Río paría una nueva criaturay cada vez era más laborioso, y más difícil, sacar la tribu adelante. El peque-ño Ambrosio ya colaboraba con los dos hermanos en las tareas más senci-llas, pero tenía un instinto natural para la caza, le había salido a su padre entodo, hasta en su cuerpo, que según iba creciendo iba pareciendo un calcode Ambros.

De vez en cuando, antes de que llegara el verano, veían desde su atalaya,desde la que dominaban el río Caramel al otro lado del estrecho, el paso dealguna tribu en dirección al oeste. Eran gente pacífica que caminaba, comoellos hicieron, en busca de lugares más apropiados para la supervivencia.Tardaban todo un día en perderlos de vista, atravesando las grandes llanurasque se abrían hacia poniente. Les intrigaba de dónde venían y sobre todo

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hacia dónde iban, y debatían la posibilidad de unirse a alguno de aquellosgrupos. Cada vez les era más difícil sacar adelante a su numerosa prole, peronunca se decidían a correr el riesgo de acercarse y no ser bien recibidos, apesar de empezar a estar ya hartos de vivir solos en lo alto de un cerro.

Ambros buscaba con avidez nuevas cuevas para pintar sus paredes perosin ningún éxito. Tenía que limitarse a retocar sus ciervos, buscando, cadavez que lo hacía, plasmar un nuevo detalle. Ante la insistencia de su hijomayor, el pintor se decidió a hacer una nueva figura, pero no estaba dispues-to a emprender de nuevo la laboriosa tarea de iniciar uno de los hermososcaballos que había pintado en la anterior cueva, aquello era agua pasada yno quería repetir nada que le recordara la vida que habían dejado atrás.Siguiendo las indicaciones de Ambrosio se decidió por una pequeña figura,un caballito para él, sólo para mí, insistía el hijo. Tanto le animó la peticiónque incluso dejó que el pequeño hiciera sus primeros pinitos con los pince-les. Retocó la gran cabeza y hermosas orejas que el niño esbozó, aun así lacabeza era un poco desproporcionada y las orejas demasiado visibles, peroante el entusiasmo de Ambrosio dejó el pequeño caballo tal y como se lohabía pedido. Aunque sabía que no era su mejor pintura, disfrutó duranteunos días compartiendo su afición con el hijo mayor, pero aun así la vida enel estrecho de Santonge empezaba a hacérsele demasiado monótona y cadavez más dificultosa.

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Don Federico de Motos tiró la carta que acababa de leer sobre lamesa de su despacho. Estaba indignado. Se levantó y se puso apasear por la estancia reflexionando. Hacia menos de dos meses que

el abate Breuil y sus acompañantes, Obermaier y Cabré, habían pasado denuevo por Vélez-Blanco. La campaña de 1913 había sido, como siempre, depocos días pero muy intensa. Junto con el Tontico se habían decidido a buscaruna nueva zona, la parte Oeste del Mahimón, en la ladera sur de la Sierra deMaría, y habían hecho dos nuevos descubrimientos entre la Fuente Lázar y elcortijo de los Treinta, en una zona de difícil y complicado acceso y bastantealejada del pueblo. De los sitios ya conocidos, el abate había querido visitar denuevo la cueva del desfiladero de Leria, quiso volver a tomar nuevas notas ya contemplar de nuevo los ciervos enfrentados que descubriera el año ante-rior. Allí seguían orgullosas las dos figuras. De nuevo pasaron de largo por elestrecho de Santonge; la actividad frenética de Breuil tampoco le permitía eseaño detenerse en las exploraciones de esa atrayente zona.

El boticario había notado en esa campaña menos camaradería entrelos visitantes que en años anteriores, pero no le había dado mayor impor-tancia. Ahora, tras la lectura de la misiva, empezaba a entenderlo todo, ya atar cabos que su dedicación durante esos días para el éxito de las excur-siones no le habían dejado ver. Volvió a sentarse en el sillón y cogió denuevo la carta; le había extrañado que tan pronto el abate se hubiera co-

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Habiendo encontrado recientemente unas cuevas con pinturasrupestres en el término municipal de esta villa, a la parte norte,en el sitio llamado Estrecho de Santonge.

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municado con él, incluso lo creía aún en campaña. Estiró un poco las cuarti-llas y volvió a leerla:

Mi querido amigo:Aunque no hemos tenido tiempo de comentarlo, supongo que se habrá extrañado de

la actitud del señor Cabré durante la última campaña. En realidad los hechos másgraves, que le voy a relatar, se produjeron después de marcharnos de Vélez-Blanco.

Debe usted saber que durante la última campaña, Cabré ha abusado de mi confianzaamistosa hasta el punto de sobornar a Juan Jiménez, el Tontico como lo llaman ustedes,para atribuirse los descubrimientos de los últimos yacimientos encontrados en su tierra.Como sabe, lo he llevado en numerosas ocasiones como colaborador de nuestro Instituto,pero su hipócrita conducta, cuando estaba en mi tienda y recibía de mí buenas subvencionesy una ocasión única de ver países nuevos para él, ha tenido el castigo que merecía.

Nada más volver a Francia y enterarme de sus tejemanejes, informé a mis jefes, y elPríncipe Alberto le excluyó inmediatamente de entre los colaboradores de nuestro Insti-tuto, por considerar su actitud una falta contra el honor y la lealtad. Estoy persuadido,además, de que quienes lo han dirigido están situados más arriba que él, y de que él noes más que un mero instrumento.

Estoy seguro de que comprenderá mi decepción, tanto por mi colaborador como por elpropio Juan, al que creía persona íntegra. No parece que el apodo que ustedes le dan enel pueblo sea el más apropiado...

Estas son las malas noticias que tengo, y que le he querido transmitir de inmediatopara que las conozca de primera mano. Espero que esto no influya en nuestra relacióny que no decaiga su ánimo para nuevas búsquedas. Estoy seguro de que así será.

Le ruego, por último, que sepa perdonar la crudeza de mi carta y la dureza de laresolución adoptada, le tengo por un buen amigo y necesitaba explayarme con alguienque, estoy seguro, entenderá mi actitud.

Transmita a doña Caridad, su amable esposa, mis más cordiales saludos, y sigacon su valiosa labor tratando de desentrañar los misterios de esa bendita tierra delnorte de Almería.

Reciba un afectuoso abrazo de su amigo.

Henri Breuil

Durante un rato, el boticario se quedó pensativo: si el abate estaba decep-cionado con Cabré y el Tontico, él lo estaba más con este último. El primero,con su bigotito atildado que parecía pintado y que le resultaba casi repulsivo

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nunca le había caído del todo bien, y en realidad nunca había habido químicaentre ellos, pero de ahí a traicionar al abate había un gran paso.

Salió del despacho algo más calmado y buscó a uno de los criados quesiempre andaban dando vueltas por la casa. Con la seriedad propia de sumaltrecho espíritu, lo mandó en busca del Tontico; quería hablar con él cuan-to antes, al fin y al cabo él se lo había presentado al abate y lo había introdu-cido en el grupo de los selectos sabios.

Mientras esperaba la llegada de Juan, don Federico deambuló por la casasin que doña Caridad interrumpiera sus pensamientos; tal era la cara queveía a su marido que decidió dejar los cotidianos reproches y los latiguillosde siempre para mejor ocasión.

Juan tardó un rato en llegar. Entró con actitud sumisa, que ahora al bo-ticario le parecía falsa, y pasó, cuando se lo indicaron, al despacho. DonFederico adoptó una posición severa desde su sillón de cuero, sin indicarleal recién llegado que tomara asiento. Abordó el tema con precaución perosin tapujos:

— Juan, me han llegado noticias sobre tu comportamiento que me handejado helado.

— ¿Sobre mi comportamiento? –lo interrumpió tímidamente–. No sé dequé me habla –añadió un poco más seguro–.

— Hablo de tu actitud durante la última campaña de exploraciones, y deciertos hechos que me resisto a creer.

Juan trató de interrumpirlo, pero el boticario no estaba dispuesto a ello ylo cortó tajante, como un juez en pleno trabajo:

— No me interrumpas. Aún no he terminado –respiró hondo y conti-nuó–. No creo que te hayas portado adecuadamente con algunas personasque habían depositado en ti su confianza, y que te habían dado unas oportu-nidades que tú nunca aquí habías tenido. Me sorprende que, por el contra-rio, te hayas dejado seducir por cantos de sirenas...

El Tontico, que ya sabía de qué le hablaba, esperó a que el boticario aca-bara para abrir la boca:

— Pero el señor Cabré me dijo...— ¡Ya salió el nombre! ¡Ahí quería yo llegar! Ves como si sabías de qué

te hablaba.— Él me dijo que el abate...— No me interesa lo que te dijo, sino que lo escucharas y te vendieras.

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— Hombre, don Federico –trató de defenderse–.— ¿No has recibido dinero de Cabré a espaldas del abate Breuil?, y para

darle un mérito que no era suyo –añadió–.De nuevo Juan intentó explicarse, pero don Federico no estaba dispues-

to a ello, y así se lo hizo saber:— No quiero explicaciones. Tú sabrás por qué lo has hecho y a mi nada

tienes que explicarme, pero si quiero que sepas mi indignación por lo suce-dido. Ahora puedes marcharte –le dijo señalando la puerta–.

— Pero... –Juan intentó de nuevo la defensa–.— No hay pero que valga. Hay que saber con quién se juega uno los

cuartos y en qué bando se está. Buenas tardes –añadió dando por terminadala conversación–.

El Tontico arrugó aún más la gorra entre sus manos y obedeció sumisosiguiendo la dirección que el brazo estirado del boticario le indicaba; sabíaque ya nada tenía que hacer allí.

Doña Caridad se acercó al despacho al oír la puerta de la calle y empezóa recriminarle a su marido porque había estado muy duro con Juan. Pacien-temente, explicó a su mujer lo sucedido y ésta, aludió entonces a la flaquezahumana y a lo vulnerables que eran las gentes pobres a los requiebros demalintencionados que ponían por delante la zanahoria de los cuartos. Elmarido aceptó lo de la flaqueza humana, pero insistió en que había cosasque no se podían tolerar. Con su seria actitud, dio a entender a su mujer quela relación con el Tontico se había terminado. Doña Caridad golpeó compren-sivamente el brazo de su esposo y, enseguida, retomó su letanía de que tantasalida y tanta cueva no podía traer nada bueno. Don Federico cogió su som-brero y salió a la calle, necesitaba darse un paseo y que el aire refrescara sucara para acabar de asimilar la situación.

Sus reflexiones de los días siguientes le llevaron a pensar que las cosashabían cambiado, y que a ese paso, cualquier día se acabaría su privilegiadasituación de guía de científicos. Tenía que aprovechar mientras pudiera, ycomo el tiempo aún era bueno, recuperó su idea de visitar el Estrecho deSantonge y hacer más búsquedas. Ese lugar era la única espinita que le que-daba clavada en su amor propio.

Aprovechó una visita de su cortijero para organizar la excursión. Como elcortijo estaba de camino hacia el estrecho, le dijo que dos días después estaríaallí a primera hora de la mañana, y que debía tener preparada la yegua y una

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mula para que lo acompañara durante todo el día. Nada dijo de ello a doñaCaridad hasta la noche anterior, así se ahorraba dos días de charla.

Don Federico se levantó muy temprano el día señalado, llenó su zurrónde caza con las viandas que le había dejado sobre la mesa de la cocina sumujer –ella siempre protestaba, pero nunca dejaba que su marido saliera alcampo sin ir bien pertrechado– y salió a la calle cuando apenas clareaba.Los primero rayos de sol los vio reflejados en las almenas del castillo de losFajardo desde las afueras del pueblo.

El campesino, un hombre fornido, trabajador y bien mandado, ya lo teníatodo preparado cuando el boticario llegó al cortijo casi una hora después.Subieron a sus monturas y cogieron el camino hacia el norte. Don Federicohabía decidido trasladarse así para ganar tiempo y aprovechar bien el día.Santonge se encontraba a más de tres horas a buen paso desde la finca.

Al llegar al estrecho, decidió visitar primero el cerro que quedaba a suderecha, para lo que tuvieron que rodearlo, ya que por la parte de mediodía yde poniente, por la que habían llegado, era inaccesible por la existencia de unprofundo tajo casi vertical de más de cuarenta metros de altura. Durante lasubida, la fortuna se alió con el boticario, que encontró varios trozos de cerá-mica neolítica y algunos molinos de la misma época. El campesino, que ape-nas abría la boca a pesar de las exclamaciones de alegría de su amo, iba me-tiendo en su bolsa, colgada en bandolera, los restos que éste le iba dando. Alllegar arriba, ya en la cima, se encontraron ante una gran fortificación. Unrobusto muro de piedras rodeaba toda la parte vulnerable de la meseta, que-dando el resto defendido por el alto cortado de roca viva. Estuvieron un buenrato recorriendo la zona y recogiendo nuevos trozos de cerámica. Al sentarsesobre las piedras a descansar un rato, don Federico reparó en que, justo en-frente, había otro cerro de la misma altura; estaba a unos trescientos metros. Apesar de la dificultad que se adivinaba para subirlo, por lo escarpado del terre-no, las numerosas cuevas y abrigos que podía distinguir le hicieron encaminar-se de inmediato hacia él. Tenía la impresión de que, por su posición estratégi-ca y la proximidad de abundante agua y vegetación en la que sin duda abunda-ba la caza, podía ser un lugar de residencia de aquellas remotas gentes a lasque perseguía, miles de años después, de forma incansable.

La fortuna seguía aliada con el boticario y su apreciación no le habíafallado. Nada más subir la ladera se dio de bruces con una cueva orientadaal norte. El campesino se sentó en la entrada y don Federico comenzó su

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minucioso examen de las superficies que le parecían más adecuadas paracontener pinturas. Pronto logró distinguir algunas manchas muy deteriora-das y confusas, apenas pudo distinguir algunas figuras esquemáticas. Al in-sistir en su observación, se topó con una figura bien conservada que leparecía que representaba a un pequeño caballo. Sin saber por qué, le recor-dó a los pequeños dibujos que a veces pintaban sus hijos en los cuadernosescolares. Dedicó una hora a sacar calcos de los esquemas y del burrito–como ya lo llamaba por sugerencia del cortijero–, ayudado por su indolen-te compañero que seguía sin ver el porqué del entusiasmo de don Federico.Después observó el suelo bruñido, casi brillante, que ya había visto en otrosabrigos, en algunos incluso con pinturas, como en Los Letreros. Tomó notasen su cuaderno antes de dirigirse hacia otra cueva de menores dimensionesy con el piso igualmente reluciente.

Al entrar en ella, exclamó de júbilo al descubrir una pequeña figura depintura negra, la primera que veía de ese color en sus numerosas expedicio-nes. Junto a ella había una gran mancha roja sin forma definida. Al girar lavista hacia la izquierda, sin dejar de mirar la pared, el corazón le dio unvuelco al encontrarse con otra pintura, de mayor tamaño y bien conservada,que representaba dos ciervos enfrentados, de muy buen dibujo aunque sólose podía apreciar medio cuerpo de ambos. El color rojo oscuro y la compo-sición, le recordó a los encontrados por Breuil en Tello, en el desfiladero deLerie, el año anterior, y no pudo dejar de pensar que tenían el sello de lamisma mano que aquéllos. Eufórico, hizo unos calcos de los trozos mejorconservados, y tras examinar el suelo, exento de relleno, donde solo encon-tró algún trozo de cerámica suelto, pero ningún útil de sílex como le hubieragustado, anotó los hallazgos y apuntó la descripción del lugar.

Agotado por la frenética actividad de las últimas horas, decidió bajar hastala fuente de los Pastores, situada en la zona baja del estrecho, para reponerfuerzas junto a su abundante caño antes de emprender el camino de vuelta.

Durante el regreso, ante el silencio casi pertinaz del campesino, se dedi-có a rememorar una y otra vez los hallazgos. Entre bote y bote sobre el lomode su yegua, aparecía en su cabeza una y otra vez la figura de los dos ciervosenfrentados y el burrito. Echaba de manos haber tenido una compañía másalegre e involucrada, pero también sabía que haber ido casi solo le habíapermitido una mayor concentración, y ser él el descubridor de las pinturasdel estrecho de Santonge.

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Don Federico tardó pocos días en escribirle al abate para contarle suhallazgo. En la carta, le describió pormenorizadamente el lugar, le hablóde la orientación de las cuevas y de los restos de cerámica y, como colo-fón, le incluyó una copia de los calcos que había realizado, aclarándoleque había dos tonos de rojo, especialmente en los ciervos que parecíanestar repintados en un tono más oscuro, que podía deberse, según su opi-nión, a la sobreoxidación de la materia colorante de la capa superficial y alos agentes exteriores con quien está en contacto. Nada le dijo de la simi-litud que veía con los descubiertos en Tello, para que no lo tachara deprecipitado y, sobre todo, para ver si el abate apreciaba lo mismo por sucuenta.

A partir de ese día cambió la ruta de sus excursiones. Había observadoen algunas de sus numerosas salidas un cerro con algunos restos que lo teníaintrigado. Estaba hacia levante y bastante cerca del pueblo, de manera queen poco más de una hora se plantaba allí, pudiendo estar de vuelta para lahora de comer, lo que su mujer agradecía ya que el calor del verano amena-zaba con derretirle los sesos. Estuvo yendo al cerro casi a diario, solo, ya queen esa época los campesinos estaban demasiado ocupados con las laboresdel campo. En cuanto éstas aflojaron, habló con su cortijero para que bus-cara a otros dos hombres que le ayudaran en las excavaciones que habíadecidido emprender. De esto nada contó a doña Caridad porque sabía que,en cuanto se enterara de que estaba poniendo dinero de su peculio parapagar esos trabajos, pondría el grito en el cielo.

Cada mañana, al poco de salir el sol, el cortijero lo esperaba con una mulaen la parte trasera de su casa. A la salida del pueblo se les unían los otros dosoperarios y juntos emprendían el camino hacia el cerro de las Canteras. Allíestaban durante toda la mañana, removiendo tierra y cogiendo muestras quecolocaban sobre las aguaderas de la mula, hasta el medio día; entonces, cuan-do el sol empezaba a apretar de lo lindo, volvían a Vélez-Blanco.

Como la vuelta era cuesta arriba, don Federico llegaba sudoroso. Seaseaba un poco y la mayoría de los días, si la farmacia no requería supresencia, se iba a tomar el aperitivo con los amigos para no oír a su mujer.La tarde la dedicaba a escribir sus notas sobre la excavación y a los pocosasuntos que requerían su presencia en la botica. En cuanto las campanasde la iglesia de Santiago tocaban el primer aviso para la misa vespertina, elboticario abandonaba lo que estuviera haciendo y se componía para ir con

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su mujer a oír misa. Después, paseaban hacia un lado y hacia otro de laCorredera, disfrutando del fresco de la tarde y saludando a la gente que hacíalo mismo que ellos. A veces se paraban con algún conocido e iniciaban unascharlas insustanciales y repetitivas que a él lo aburrían pero que doña Caridaddisfrutaba. Volvían a casa a la hora de la cena. Luego, ya anochecido, sacabanun par de sillones y se sentaban en la puerta de la casa a tomar el fresco y aconversar con los vecinos. Don Federico aguantaba estoicamente para tenercontenta a su mujer y poder al día siguiente salir de madrugada hacia susexcavaciones.

Así pasó todo el verano, hasta bien entrado septiembre en que los díasempezaron a acortarse y el tiempo a cambiar; las tormentas en esa épocaeran muy fuertes, por lo que decidió suspender los trabajos hasta mejorocasión. Doña Caridad respiró aliviada al saberlo, no sólo por las salidas,sino porque, enterada del gasto que su marido estaba haciendo, ya habíatenido con él varias trifulcas, tachándolo de irresponsable por gastarse eldinero en semejante idea, en lugar de pensar en ella y en sus siete hijos,aunque sabía que no era para tanto.

Acabada pues su campaña particular del cerro de las Canteras, decidióescribir a la Academia de la Historia para comunicar sus hallazgos. Estabaescarmentado con la traición del Tontico y, aunque no era hombre al que legustaran los laureles, tampoco estaba dispuesto a dejarse pisar aquello quetanto tiempo, y hasta dinero, le costaba. Cogió unas cuartillas timbradas consu nombre y profesión, abrió el tintero, y cogió la pluma y escribió:

Excmo. Sr. Presidente de la Real Academia de la Historia.

Distinguido Señor:Habiendo encontrado recientemente unas cuevas con pinturas rupestres, en el térmi-

no municipal de esta villa, a la parte norte, en el sitio llamado Estrecho de Santonge, aunos dieciocho kilómetros del pueblo, y con fecha posterior y en sitio distinto a lasencontradas en colaboración con el Abate Mons. Henri Breuil el pasado mayo. Igual-mente tengo terminados los trabajos de exploración de una villa neolítica, también eneste término municipal y a unos cinco kilómetros al levante del pueblo, en un pequeñocerrete llamado de Las Canteras, y de cuyos hallazgos pretendo dar a conocer a esailustre corporación tan luego tenga terminados los dibujos y memorias por si los conside-ran de su interés para el estudio de la arqueología de ésta región, sean dados a lapublicidad en el Boletín de ese centro.

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UNOS 7000 AÑOS DESPUÉS. EL ESTRECHO DE SANTONGE

Con este motivo, ruego se sirvan tomar nota de la fecha de esta comunicación, enevitación de que alguna otra persona, aprovechándose de mis trabajos, los diera a cono-cer ante esa Academia con el título de inventor.

Tengo con este motivo una verdadera satisfacción de quedar como vuestro atento y s.s.

Federico de Motos

Para dar participación, y tener testigo del escrito, leyó a doña Caridadpomposamente la misiva, que ésta aprobó satisfecha sabiendo que su mari-do se carteaba con tan ilustres señores.

Pocos días después, inquieto por no haberle referido al abate su comunica-ción a la Academia, le escribió para notificárselo, y de paso darle cuenta de susexcavaciones en el cerro de las Canteras, con el ánimo de que lo incluyera enla visita de su próxima campaña. Le resumió así su descubrimiento:

Esta pequeña villa se conoce estuvo más poblada por la ladera correspondiente almediodía y poniente, en que a la vez de su mejor orientación, resulta de más fácilsubida por tener menos pendiente. Las viviendas eran pequeñas y agrupadas; algu-nas tenían dos habitaciones y muchas estaban socavadas en el terreno. El armazónera de palos fijos en el terreno por hoyos profundos, y las paredes y techumbres lasformaron con ramas, juncos y cañas, revestidos con una capa de arcilla bien amasaday endurecida por la acción del fuego, como lo indican muchos de los trozos encontra-dos. La villa estaba bien defendida con muros de piedra escalonados y con empaliza-das, no atreviéndome a confirmar que hasta con fosos, porque una indicación que seencontró no se terminó de explorar. Tenían como último baluarte la gran meseta delcerro, donde en caso de asedio se refugiaría el vecindario, estando defendido porgrueso y ancho muro de gruesas piedras.

Breuil tardó poco en contestarle al boticario, alabando sus avances yaprobando su cauta decisión de comunicarlo a la Academia. En su carta leaseguraba que estaba impaciente por volver a Vélez-Blanco y visitar con élsus nuevos descubrimientos, y que había llegado a algunas conclusionesprovisionales sobre las pinturas de Santonge, que tendría que confirmar ensu visita, pero que estaba seguro de que le gustarían...

Don Federico quedó intrigado por esas conclusiones, impropias del aba-te, creyendo saber a qué se podía referir, pero él estaba dispuesto a sorpren-derlo con las suyas cuando llegara el momento.

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UNOS 7000 AÑOS DESPUÉS. EL ESTRECHO DE SANTONGE

El abate cumplió su palabra y volvió a la región al inicio de la campañade 1914, acompañado una vez más por Obermaier, pero no por Cabré, alque había excluido, junto al Tontico, de sus futuros trabajos.

La visita fue, como siempre, interesante para don Federico. Sobre todola noche en que, tras haber pasado el día contemplando los ciervos enfren-tados de Santonge, el cura de don Federico le comunicó que había hechodefinitivas sus conclusiones sobre las pinturas:

— Parecen hechas por la misma mano que las de Tello. He estudiadodurante el invierno los calcos de una y otra y, tras la visita de hoy, no puedonegar su similitud.

El boticario no dijo nada de inmediato; siguió paseando junto al abatepor la Corredera, como hacía con su mujer tras la salida de misa. El abate,viendo su silencio, insistió, parando el paseo y mirándolo:

— ¿No dice nada? No parece sorprendido.— Y no lo estoy –le contestó por fin–. Yo, modestamente, opino lo

mismo. Desde que me adelantó en su carta que tenía una conclusión alrespecto sabía a qué se refería. Lo único que me sorprende es que lo diga, noque lo piense.

— No se haga ilusiones, don Federico –le dijo Breuil retomando el pa-seo–. Esta conclusión sólo se la he contado a usted, y no sé si me atreveré aponerla por escrito.

— Para mí eso es lo de menos. Me basta con que lo piense. Comprendola dificultad que tiene un científico de su talla en comprometerse, poniendonegro sobre blanco cosas imposibles de probar.

— Así es. Y ahora creo que deberíamos retirarnos. Hace una noche pre-ciosa pero si mañana queremos ir a las Canteras...

— Iremos bien temprano, y cuando haya examinado el yacimiento lediré yo otras conclusiones a las que he llegado. Por supuesto mucho másaventuradas y con menos fundamentos que la suya.

— ¿Otra sorpresita, don Federico? –le preguntó a la vez que se parabaante la puerta de la casa–.

— Otra sorpresita, abate. Ya sabe la facilidad con la que me lanzo,amparado en mi poca preparación y en la poca repercusión de mis razona-mientos.

— No sea tan modesto, que su nombre ya suena por Europa. No pienseni por un momento que yo soy tan desagradecido como Cabré.

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UNOS 7000 AÑOS DESPUÉS. EL ESTRECHO DE SANTONGE

— Ni por un momento lo he pensado, mi querido abate –le contestómientras le cedía el paso para acceder a la vivienda–.

Dos días dedicaron a las Canteras, un yacimiento totalmente diferente alos que conocían en la región, excepción hecha de la lejana Cueva de Am-brosio, cuyas labores inconclusas seguían esperando que alguien las conti-nuara en serio.

Antes de reemprender la vuelta, el segundo día que pasaron explorando elcerro, los dos amigos se sentaron en una roca, mirando hacia poniente, donde seadivinaban a lo lejos las rocas que defendían la Cueva de los Letreros, la cimadel Mahimón Chico con su Indalo escondido, y hacia el norte donde también seadivinaba, mucho más lejana, la cumbre del Gabar, con sus soles y su estrechopintado. Don Federico se dirigió al abate con la mirada fija al frente:

— Ahora le voy a decir yo mis conclusiones, después de todos estosaños en que hemos explorado juntos la región.

— Déjeme que por una vez sea yo quién le sorprenda –el boticario vol-vió la mirada hacia el sonriente cura, que continuó hablando–. Veo que demomento ya lo he sorprendido, pues espere y verá. Voy a tratar de decirle yosus conclusiones, creo conocerle lo suficiente para saber qué piensa...

Don Federico se había quedado sin habla, el cura continuó:— ¿Le parece que hagamos ese juego? –preguntó Breuil intrigante–.— Puede ser divertido –acertó a contestar el boticario–.— Empecemos por lo más fácil, y es lo que ya sabemos que estamos de

acuerdo. Los ciervos enfrentados de Tello y de Santonge los pintó, o lospudo haber pintado, la misma mano.

— Hasta ahí poca sorpresa...— Espere a que termine. Yo creo que usted piensa que esa mano no

sólo pintó los dos grupos de ciervos, sino que también hizo las pinturas delGabar –don Federico asentía con la cabeza–, y el Indalo... ¡Y hasta el brujode los Letreros!

— Así lo pienso; aunque no tengo base científica alguna, esa es una demis conclusiones. ¿Usted qué piensa?

— Yo sólo acepto lo de los ciervos, lo demás es muy aventurado, perotampoco puedo decir que no sucediera...

— ¿Y cuál era esa mano? –preguntó el boticario–.— Esa es su segunda y aún más aventurada conclusión. Usted piensa

que esas manos salieron de este poblado.

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UNOS 7000 AÑOS DESPUÉS. EL ESTRECHO DE SANTONGE

El boticario dio un respingo y miró al abate, que no se inmutó. Siguiócon la mirada las crestas del Mahimón y le contestó:

— Ahora sí que me ha sorprendido. ¿Cómo es posible que sepa lo quepienso?

— Han sido muchas horas, muchas visitas, muchas reflexiones juntos...Recuerde que soy cura y que por tanto estoy acostumbrado a escuchar mu-chas confesiones, y a saber leer entre líneas...

— Ya veo, ya veo –dijo aún confundido–.— Sus conclusiones pueden ser lógicas, pero no tienen ninguna base.— ¿Eso cree?— Eso creo. Puede ser discutible lo de las pinturas; hay muchas similitu-

des en las formas y en los materiales usados, pero nada relaciona todo esocon este poblado.

— Eso es verdad. No deja de ser una opinión de aficionado; ya sabeque nos podemos permitir el lujo de atar cabos más fácilmente que losprofesionales.

— Lo cual es una ventaja, no crea.— Seguramente. En fin, estoy anonadado. Yo que pensaba sorprenderle

una vez más... El cazador cazado –añadió–.— Es la primera vez en todos estos años en que yo me he adelantado.

Tampoco es para tanto...— Me gusta. Sé que aunque no piensa como yo, admite que pudo ser así.— Lo admito aquí, frente a este maravilloso paisaje, desde donde pode-

mos distinguir algunos de esos lugares que usted relaciona –dijo el abateseñalando con el dedo extendido hacia el oeste primero, y luego hacia elnorte–. Pero no lo haré de otra manera –concluyó–.

— Lo entiendo. La ciencia necesita pruebas, y la intuición de un botica-rio de pueblo es poca cosa...

— No obstante, permítame que le haga una última observación, antesde que nos anochezca aquí, cosa que no me importaría...

— Hágala, ya no creo que pueda sorprenderme.— Lo ha relacionado usted todo, acertadamente o no, incluso este po-

blado, pero se ha olvidado de una cosa.— ¿De qué? –preguntó esperando la salida del cura–.— ¿Qué pasa con la Cueva de Ambrosio? ¿Cómo encaja ese lugar en su

suposición? Allí no hay pinturas...

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UNOS 7000 AÑOS DESPUÉS. EL ESTRECHO DE SANTONGE

— Mi querido abate, ha dado usted en el clavo. No se puede imaginar lashoras de sueño que me quita esa cueva, que nada parece tener que ver contodo lo demás que hemos explorado.

— ¿Podría ser ese el eslabón perdido de esta historia?— Podría ser –contestó el boticario mientras sacudía la culera de su

pantalón tras levantarse–.— Quizás algún día se explore de verdad esa cueva y se encuentren

restos que tengan que ver con los demás. Lástima que yo no tenga tiempopara dedicárselo...

— Será mejor que echemos a andar o doña Caridad me desollará vivocuando lleguemos...

Obermaier se unió a ellos y el campesino con su mula cerró la comitiva.Al frente, el sol se escondía ya tras el Mahimón, y las lejanas casas blancasque rodeaban el castillo esperaban, al final de la larga cuesta, la vuelta de losexpedicionarios.

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La tribu de Ambros pasó en el Estrecho de Santonge el invierno másduro desde que Río se uniera a ellos. El frío reinante hizo que la hem- bra más pequeña enfermara. Después de varios días terribles sin que

las pócimas que preparaba la madre hicieran el efecto deseado, la pequeñamurió en sus brazos sumiendo a todos en una gran tristeza. En la zona quesabían menos rocosa, apartaron la nieve e hicieron con gran dificultad unpequeño agujero en la helada y durísima tierra. En él sepultaron al bebé,cubriéndolo después con grandes piedras para evitar que los animales llega-ran hasta el cadáver, y volvieron a extender el montón de nieve sobre lapequeña fosa.

Pasaron unos días difíciles. La situación era nueva para ellos, todos sushijos se habían criado sanos, y la muerte de alguien tan cercano los teníaperplejos. Río estuvo durante días como ida, hasta que las atenciones quereclamaban sus otros hijos le hicieron volver a la actividad. Les quedabanocho criaturas a las que había que cuidar.

Conversaron varias veces sobre la necesidad de huir hacia una zona másadecuada para la supervivencia y donde tuvieran la posibilidad de convivircon otras tribus. Río, que siempre que se había hablado de eso era la másreticente, apoyaba ahora la idea, pensando sobre todo en el futuro que lesesperaba allí a sus hijos.

Para sorpresa de todos, aquel invierno la barriga de la hembra no sehinchó como otros inviernos. Ambros y Tani miraban cada día a Río, peroésta siempre negaba con la cabeza; sabía que aquél año no había embarazo.

EL ÉXODO

Ambros echa el brazo sobre los hombros de Taniesperanzado en el futuro que les aguarda.

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EL ÉXODO

Eso, lejos de desanimarla le hizo pensar que era una buena señal: si final-mente decidían irse no tendría que andar todo el día con un bebe colgado desus pechos.

A pesar de la nieve, los dos hombres tenían que salir de vez en cuando arevisar sus trampas y a tratar de encontrar el alimento que reclamaba sudevoradora prole. Cada día que pasaba se daban cuenta de que así no po-dían seguir. Ambros estaba cada vez más convencido de que irse de allí eralo mejor, y se pasaba el día pensando en ello y en cómo podrían hacerlo.Desde que pintara el caballito de Ambrosio no había vuelto a coger suspinceles, dedicaba todo su tiempo a planear la marcha sin encontrar unabuena solución para trasladar a tanta criatura.

En cuanto el tiempo mejoró, y la nieve empezó a dejar claros en el suelo,comenzaron a realizar salidas casi a diario. Los dos hermanos se llevabancon ellos al pequeño Ambrosio, al que dejaban en la zona más cercana a lacueva atendiendo las trampas que habían colocado, mientras ellos se aleja-ban a los bosques a cazar. El niño tenía ya mucha destreza en el manejo delos engaños que ponían a los animales. Antes de ponerse a su tarea, seguía alos mayores, sin que éstos lo vieran, deseando unirse a ellos, hasta que,asustado por la lejanía y porque lo descubrieran, volvía sobre sus pasostratando de no perderse. Le sobraba tiempo para revisar todas las trampasantes de que volvieran a por él, y siempre protestaba cuando los veía llegardiciendo que se aburría y que quería ir con ellos, pero el tiempo no era aúnlo suficientemente bueno para permitírselo, al menos eso era lo que siemprele ponían como excusa.

Un día, en su persecución de los mayores, se atrevió a llegar casi hasta lafuente, y se sentó cabizbajo junto a un pino para ver discurrir el agua delarroyo. Un extraño sonido lo sacó de su melancolía, se levantó con cautela yse escondió detrás del árbol, dudando si salir corriendo ladera arriba o espe-rar para ver de qué o quién se trataba. La curiosidad pudo más que el miedoy se quedó vigilando. Sus ojos se abrieron como platos al contemplar unhermoso caballo que se acercaba majestuoso hasta el arroyo, dando un re-lincho orgulloso de vez en cuando. Vio como la figura, que tan bien conocíapor los dibujos de su padre, llegaba hasta el arroyo y abriendo sus patasdelanteras, se agachaba a beber agua. Sus doradas crines se mezclaban conel agua, brillando bajo el blanco sol. Estaba tan fascinado con el espectácu-lo que en un descuido resbaló sobre las aljumas cayendo al suelo. El estrépi-

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EL ÉXODO

to hizo que el animal se espantara y emprendiera una veloz huida perdién-dolo de vista.

Al llegar al punto donde siempre se encontraba con los mayores paravolver a la cueva, dudaba si contar lo que había visto, sabiendo que el enfa-do de su padre por alejarse tanto podía depararle algún golpe, o callar suhallazgo. Durante todo el resto del día estuvo mohíno y callado sin que lasinsistentes preguntas sobre lo que le pasaba le hicieran soltar prenda de loque había visto. Al día siguiente volvió al mismo sitio con la esperanza depoder admirar otra vez al hermoso animal. Éste volvió a abrevar al arroyosin percatarse de que dos curiosos ojos no se perdían detalle de sus movi-mientos. Esta vez tuvo buen cuidado de no hacer el más mínimo ruido, noabandonando el lugar hasta que lo hizo el caballo. Se dio cuenta de que sehabía entretenido demasiado cuando al acercarse a su zona de trampas, oyólos gritos de Ambros y Tani llamándolo, asustados por su desaparición. An-tes de que tuviera tiempo de explicarse, notó como la cara le ardía tras elgolpe, no muy cariñoso, que su padre le había dado. Sin soltar una lágrima,aguantó la reprimenda por su desobediencia hasta que pudo hablar y contarlo que había visto ese día y el día anterior.

— ¡¿Un caballo?! –exclamaron los dos hermanos al unísono de formaalgo incrédula–.

Ante la insistencia y la seguridad con la que Ambrosio describía al ani-mal, decidieron acercarse hasta la fuente para ver qué había de verdad entodo aquello. Llegaron al sitio sigilosos, pero nada interrumpía el discurrirdel agua del arroyo. Bajaron hasta él y lo cruzaron buscando la zona dondeel niño decía haber visto el caballo. Cuando estaban a punto de abandonarel lugar con miradas furibundas hacia el pequeño, éste les señaló en la direc-ción en la que el animal había huido. Junto a las primeras matas de un pe-queño cerro había varias plastas en el suelo que, desde luego, no eran de unanimal pequeño. Al acercarse comprobaron que podían ser realmente losexcrementos de un caballo. Ambros pasó su mano por los enmarañados pe-los de su hijo, era una señal de que empezaba a creerlo.

Al día siguiente, en lugar de dejar al niño con las trampas, volvieronjunto al arroyo para ver si el caballo aparecía. Al poco rato de iniciar laobservación, oyeron los primeros relinchos, e inmediatamente después apa-reció el orgulloso animal en busca de su ración de agua diaria. Ambros yTani no daban crédito a sus ojos: habían visto otros caballos salvajes pero

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EL ÉXODO

nunca desde tan cerca, y siempre en manadas que desaparecían velozmentepor las praderas o entre las partes bajas de los montes. Los tres se mirabanentre sí sin mover ni un solo músculo de sus cuerpos, disfrutando de laexhibición del animal. Ese día se olvidaron de la caza, y se dedicaron, trascontárselo a Río, a discutir la posibilidad de cazarlo, Ambros ya rumiaba ensu cabeza la utilidad que podrían darle, pero no dijo nada en voz alta.

Durante varios días observaron, siempre a la misma hora, repetirse laescena en el arroyo. Después, cuando el caballo se iba, se acercaban a estu-diar las posibilidades que tenían de sorprenderlo y de cómo podrían hacersecon él. Llegaron a la conclusión de que la única manera de hacerlo era espe-rarlo subidos en los árboles más cercanos y desde allí tratar de enlazarlo concuerdas. Estuvieron todos varios días haciendo largas tiras entrelazadas conel esparto que abundaba cerca de su cueva, sin perder ni un día de vista elabrevadero. Lo peor era que los árboles más cercanos eran altos álamos conel tronco desnudo, donde ni se podrían sostener ni se podrían esconder, porlo que tuvieron que descartar para la caza el momento en que el caballobebía, que era cuando se mostraba más vulnerable. Cambiaron varias vecesde posición para tratar de encontrar el sitio adecuado. No podía ser junto alarroyo, pero sí cerca de la fuente, donde había dos grandes pinos por entrelos que siempre pasaba el caballo. Tenía que ser allí.

Con todo preparado, ensayaron su estrategia durante varios días; sabíanque sólo tendrían una oportunidad, ya que si fallaban, el animal, escamado,no volvería. El día señalado, mucho antes de la hora habitual, ya estabacada uno en su sitio esperando a la pieza. Ambros y Tani, con largas cuerdasenrolladas, en lo alto de cada uno de los pinos y Ambrosio al otro lado delarroyo, para no ser detectado, con su cuerda en cuya punta habían atadofuertemente una piedra, con la idea de si conseguían detenerlo, tratar deenrollársela en las patas, sin acercarse demasiado, para inmovilizarlo.

El caballo apareció puntual, con su cabeza alta, ajeno a la trampa que letenían preparada. Justo en el momento adecuado, los dos hermanos lanza-ron sus cuerdas hacia el cuello del animal. Al ver que habían tenido éxito,antes de que el caballo saliera de su asombro, saltaron de los pinos y enrolla-ron las cuerdas a los troncos, sabían que si eran ellos los que las sujetaban elcaballo los arrastraría con su fuerza y nada habrían conseguido. El pobreanimal, asustado, corrió en dirección contraria al arroyo buscando refugio,pero poco después su carrera se vio cortada de pronto, cayendo al suelo con

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EL ÉXODO

su cuello lastimado; era el segundo momento crítico: si las cuerdas se rom-pían por la tensión se había acabado la caza. Las sogas aguantaron, el caba-llo se rehizo y corrió hacia el otro lado con el mismo resultado; en ese mo-mento, Ambrosio salió de su escondrijo y cuando el animal volvía a levan-tarse, envió la piedra hacia las patas, tirando de la cuerda en sentido circularen el momento en que la piedra llegaba hasta su objetivo, la cuerda se enro-lló en las patas delanteras y el caballo volvió a caer. Cuando ya estabandispuestos a acercarse para trabarle las patas traseras, el animal consiguióponerse en pie y deshacerse de la cuerda del pequeño. No podían acercarsesin riesgo de que uno de los cascos les abriera la cabeza; las coces que dabales hicieron desistir del final de su estrategia, habían conseguido sujetarloentre los pinos pero aún se movía con demasiado espacio. Amparados traslos troncos, los dos hermanos fueron acortando las cuerdas alternativamen-te con el riesgo de que al hacerlo el animal se les escapara, pero parecía quehabían estado cazando caballos toda su vida y, poco a poco, consiguieronreducir el espacio en el que el équido podía moverse, aunque seguía siendoimposible acercarse por el estado de excitación que tenía y la amenaza delos golpes de sus patas.

Agotados, todos se tomaron un respiro jadeando. Ambrosio estaba tristeporque su parte no había funcionado. Su padre lo animó, eran tantas lascosas que podían salir mal que alguna tendría que fallar; el niño había acer-tado trabándolo, pero la fuerza del animal había deshecho el enredo. Trasvarios intentos fallidos, sin poder soltar las cuerdas de los dos troncos, a losque daban varias vueltas, empezaban a desanimarse; no sabían cómo conti-nuar, a no ser que el animal se agotara antes que ellos, lo que de momentono parecía que fuera a suceder.

Dos horas después, sentados tras los troncos para protegerse sin soltarlas cuerdas que, con el continuo roce, habían herido el cuello de su presa,vieron aparecer a Río cruzando el arroyo con una gran calabaza en sus ma-nos. Ellos no sabían que los había estado observando. Imprudentementehabía dejado a sus hijos solos con la amenaza de abrirle la cabeza al queabandonara la cueva mientras ella estaba fuera, pero no se quería perderaquel espectáculo que estaba segura que se iba a producir. Después, al ver elestado de excitación del équido, había vuelto a la cueva y había preparadouna pócima con sus hierbas. A voces les dijo que pretendía que el caballo setomara aquello y que así se tranquilizaría. Tani la llamó y le dijo que se

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EL ÉXODO

acercara hasta él y se hiciera cargo de la cuerda, él trataría de acercar elmejunje para ver si había suerte.

El animal estaba derrengado, pero intentó ir hacia Tani cuando éste seacercaba, afortunadamente su recorrido era muy corto y las sogas aguanta-ron el tirón. Sin dejar de mirarlo, aprovechó el poco espacio que dejaba ensus embestidas y consiguió dejar la calabaza al alcance del caballo. Éstetrató de alcanzar a Tani y en su empuje golpeó la calabaza hueca, que setambaleó vertiéndose parte del contenido. El caballo, al ver caer el agua seabalanzó sobre ella lamiendo el suelo y a continuación, con gran asombrode todos, comenzó a beberse el contenido que quedaba, tanta era su sedcuando empezó la función que ahora tardó pocos segundos en vaciar lavasija; sólo quedaba esperar, el resultado era una incógnita.

Por turnos, se fueron acercando a la fuente para beber ellos también yrecobrar fuerzas. Comieron algunas bayas que Río había bajado y esperaron.Ella volvió hacia la cueva –no podía dejar tanto tiempo solos a las criatu-ras–, dispuesta a preparar más brebaje por si aquello surtía efecto –no esta-ba acostumbrada a hacerlos para animales–, pero, viendo el tamaño del ca-ballo, había calculado una buena dosis para que le hiciera efecto. Entre elcansancio y la pócima el caballo parecía ir tranquilizándose, aunque aún eraimposible acercarse a él.

Ambrosio, mandado por su padre, subió a la cueva para bajarles alimen-to y más brebaje que Río había quedado en preparar. El caballo tomó susegunda ración ansioso por beber. Ellos comieron, cada uno en su pino,también ansiosos y hambrientos.

Cuando vieron que el caballo, medio adormilado, apenas hacía nada cuan-do intentaban acercarse, consiguieron trabarle las patas, primeros las traseraque era las más peligrosas y luego las delanteras. Así consiguieron derribarloy aseguraron las cuerdas que dejaron casi tirantes amarradas a los dos pinos.Tani acarició entonces sus crines y le habló al oído como si pudiera enten-derlo; el caballo resoplaba pero iba cayendo en un sopor lentamente. Am-brosio también se acercó y acarició las crines, después echó un poco de aguaen las rozaduras del cuello que ya habían dejado de sangrar. Su piel era duray no parecía que las heridas fueran muy profundas.

Tras mucho deliberar llegaron a la conclusión de que uno de ellos ten-dría que quedarse a vigilar mientras el otro lo hacía en la cueva. De noche,aquel animal indefenso era presa fácil de los lobos, y no lo habían cazado

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EL ÉXODO

para que ellos se dieran un festín. Tani subió a por sus armas y más brebajepor si le era necesario, dispuesto a pasar la noche junto a su nuevo Lobo;sabía que no era lo mismo, pero ya parecía entenderse con el caballo. Am-bros y su hijo subieron hasta la cueva dispuestos a descansar, no sabíancómo se comportaría aquella bestia al día siguiente.

Así pasaron dos días; entre la pócima y el ayuno, el animal no teníamuchas fuerzas para defenderse. Al tercer día Tani le acercó un buen mano-jo de hierba que el caballo se comió con ganas. En todo ese tiempo, Ambrosdedicaba algunos ratos a la caza y Tani estaba continuamente con el caba-llo: le hablaba, lo acariciaba cuando se dejaba, pero así no podían seguir, laprimavera había llegado y tenían que seguir con sus planes. Fueron desten-sando las cuerdas para que el caballo, aún con las trabas, pudiera moverse.Ya admitía que Ambrosio y sobre todo Tani se le acercaran sin que intentaraagredirlos. Cada vez le daban menos pócima, dado que el caballo no cam-biaba su actitud dócil, a pesar de que se le iba viendo más fuerte.

A la semana de la captura, decidieron que tenían que hacer la prueba defuego. Si no conseguían que les fuera útil, y les seguía robando todo el tiem-po que necesitaban para otras cosas, lo mejor era soltarlo; a ninguno se lepasó por la cabeza la idea de sacrificarlo, aunque eso les hubiera dado laposibilidad de unas buenas comidas durante bastante tiempo, pero la cazaabundaba y ese no era ahora su problema. Le aflojaron las trabas, soltaronlas cuerdas de los pinos, pero no de sus manos, y lo condujeron hasta elcercano arroyo. El animal bebió durante tanto rato que la tripa se le hinchó,sin espantarse por las grandes risotadas de Ambrosio, que no podía creersela cantidad de agua que aquel animal podía meter en su barriga. Luego loacercaron hasta una zona de hierba cercana y la escena se repitió: sin prisapero sin pausa la hierba iba desapareciendo a ojos vista.

Le dieron un pequeño paseo y, con gran dificultad por sus trabas en laspatas, consiguieron que subiera hasta la cueva, donde habían dispuesto dosgrandes estacas clavadas muy hondas, para atarlo a ellas, a sabiendas de quesi el caballo volvía por sus fueros las rompería sin mucho esfuerzo. Su llega-da al alto fue una fiesta: todos los niños, que aún no lo habían visto, chilla-ron y gritaron hasta que Río, amenazándolos con que lo iban a asustar y seescaparía, consiguió que bajaran su tono a niveles normales.

Tani pasaba mucho tiempo con él. Le fue aflojando las trabas hasta qui-társelas del todo. El animal pareció aliviado, pero no hizo ademán de huir ni

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EL ÉXODO

de atacarlos. Junto a Ambrosio, lo bajaban cada día, sin soltarle las cuerdas–aunque sabían que de poco servirían si echaba a correr–, hasta el arroyo yluego le daban un paseo por las mejores zonas de hierba. Cuando decidíanvolver, el animal obedecía mansamente. Parecía que habían conseguidodomarlo. El ritmo de los quehaceres diarios volvió poco a poco a lo habi-tual, excepción hecha de los paseos.

Un día, durante el paseo, Tani se animó y trató de subir a los lomos delcaballo que, sorprendido por su peso, brincó varias veces hasta tirarlo alsuelo. Ambrosio no paraba de reírse viendo a Tani rodar por los suelos, peroéste no se amilanó y lo siguió intentando. La primera vez que el caballo nolo tiró y consiguió quedarse sobre él, el caballo empezó a andar, primerolentamente y luego cada vez más deprisa. El hermano pequeño, agarrado alas crines con fuerza reía y chillaba con tal fuerza que se oía hasta en lacueva. Al llegar a ésta por primera vez subido sobre el caballo, la algarabíafue otra vez entusiasta; todos querían hacer lo mismo, pero Ambros pusosensatez y dijo que de momento bastaba con que lo hiciera Tani. Al díasiguiente, en el prado, Tani dejó a Ambrosio que lo intentara, y el joven,agarrado a las crines hasta hacerse daño en las manos disfrutó al trote, con-trolado por Tani, como nunca lo había hecho en su vida. Cuando lo contóen la cueva todos rieron con ganas, menos Ambros, que le había tocado eneste caso el papel de sensato jefe de la tribu.

Había llegado el momento de replantearse la partida. La muerte del bebé,el no embarazo de Río y la posesión del caballo les hizo ver que era elmomento más adecuado para emprender el camino hacia las llanuras deloeste.

La cercanía del verano fue el detonante para empezar a prepararlo todo;les quedaban muchos días de buen tiempo, pero no sabían cuantos necesita-rían para llegar a un sitio adecuado para instalarse. Con el esparto hicieronpequeñas sogas, y con ellas unos recipientes, parecidos a unas aguaderas,que colocaron sobre el caballo con la idea de llevar en ellas las calabazas deagua y los víveres. Al hacerlo, para probar sus resultados, observaron quelas ariscas sogas arañaban el lomo del caballo que se mostraba inquieto. Ríoacudió con una de las pieles e hizo que le quitaran el invento al animal,después extendió la piel sobre él y pidió que le volvieran a colocar las agua-deras; el invento funcionó y el caballo parecía cómodo con su carga, yaveríamos qué pasaba cuando el peso fuera mucho mayor.

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Todavía les quedaba por resolver un problema importante: cómo trasla-darse con ocho niños de corta edad. En realidad el problema se reducía unpoco porque tanto Ambrosio como las dos siguientes hembras, Flor y Leriepodían caminar con ellos, eran fuertes y vigorosas y, aunque les harían irmás lentos, no precisarían de mucha ayuda.

Habían distribuido los preparativos ordenadamente. Río enlazó variaspieles de nutria sin decir nada a los hombres: había visto que su piel eraimpermeable al agua del arroyo y pensó que podía servirle para llevar agua;las calabazas les servían, pero corrían el peligro de caerse y destrozarse.Cuando tuvo preparado su invento, pidió a Flor y Lerie que la ayudaran,vertió sobre el odre el agua y lo sostuvo con ambas manos en alto esperandoa ver si el agua se mantenía dentro. Al ver que ni una gota de agua se derra-maba por las juntas dio un grito de júbilo al que enseguida se unieron susdos hijas. A la vuelta de los dos hermanos y de Ambrosio a la cueva, lesenseñó orgullosa su invento. Los tres se miraban incrédulos por el sencillopero eficaz invento de Río. Tenían un problema menos.

Cansados con todos los preparativos, se tomaron un día de descanso,que aprovecharon para bajar a toda la prole hasta la fuente, y desde allí vercomo Tani y Ambrosio disfrutaban corriendo a lomos del caballo. Aquellole dio una idea a Ambros, que ya la había estado barruntando mucho tiem-po. Llamó a su hermano haciéndole señas de que se acercara y le expuso suplan. Tenían que probar si el animal admitiría llevar a los cinco pequeñossobre sus lomos. Río le dijo que estaba loco, pero Tani y Ambrosio aplaudie-ron la idea, sería una buena manera de desplazarse sin tener que ir al paso delos más pequeños. La madre consintió finalmente con la probatura. Acerca-ron al caballo y mientras Tani le hablaba cerca de sus orejas y le acariciaba lacabeza, fueron subiendo uno a uno a los pequeños, a los que ayudabandesde abajo los demás sujetándolos por los muslos. Cuando la carga estuvocompleta, Tani comenzó a andar despacio delante del caballo, tirando de élcon una cuerda enlazada al cuello. Río no paraba de pedir silencio y tranqui-lidad a los jinetes para que no asustaran al animal. Después de varias vuel-tas, todos estaban convencidos de que era una solución viable y estupendapara desplazarse sin estar pendientes del agotamiento de los críos.

Al bajarlos, Ambrosio los reunió a todos alrededor suyo y les dijo quetenían que ponerle un nombre a su nuevo amigo, no podían seguir llamán-dole caballo siempre. Pidió a cada uno de ellos que dijera lo primero que se

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le ocurriera. Al oír las ocurrencias que iban diciendo y como el mayor losdirigía, los dos hermanos y la hembra reían encantados con la escena. Am-brosio preguntó, en una de las rondas, a una de las más pequeñas:

— Alma, di.— ¿Qué? –contestó la niña sin saber qué añadir–.— ¡Ya está!–dijo entusiasmado Ambrosio–, le llamaremos Almadique.Todos lo miraron extrañados sin ver cómo había llegado a ese nombre.

Él, con paciencia repitió, mirando a todos uno por uno:— Alma-di-que –y repitió recalcando cada parte–. Alma-di-que.— ¡Almadique! –repitieron todos el nombre mirando a Alma, que seguía

un poco perpleja–.Los mayores aplaudieron festejando la idea de Ambrosio, y todos se acer-

caron por turnos hasta el caballo, acariciándole las crines, los más pequeñosayudados por el mayor, y repitiendo cerca de su oreja Alma-di-que. Al ha-cerlo el más pequeño, el último, el caballo soltó un relincho y movió sucabeza de arriba abajo

— Lo veis –dijo Tani–. Lo ha entendido. Y parece que le gusta...Resueltos todos los problemas, unos días después prepararon a Almadique

con las aguaderas, a las que habían añadido otras cuerdas para que los niñostuvieran donde agarrarse, las llenaron con los odres, las calabazas, las pieles ylos víveres y se dispusieron a partir. Cuando se iba a dar la orden de partida,Ambros y Ambrosio se acercaron hasta las cuevas y miraron por última vez losdibujos de sus paredes. El padre acarició la superficie de sus ciervos y el hijo, ala vez, hizo lo mismo con su caballito: era su despedida de Santonge.

Bajaron la ladera todos a pie, cruzaron el arroyo, dejaron atrás la fuentey salieron a la llanura. Allí subieron a los pequeños sobre Almadique y em-prendieron su éxodo.

Caminaron todo el día en dirección a poniente haciendo pequeños des-cansos. Tani, bien armado, iba delante dirigiendo al caballo; Río al lado, conFlor y Lerie y con su brebaje preparado por si el animal se excitaba. Cerra-ban la marcha Ambros, armado hasta los dientes y, junto a él, su hijo mayor,orgulloso porque lo habían dejado que se cruzara su pequeño arco en ban-dolera y se colgara del hombro un recipiente con flechas, y lo que para él eramás importante, un afilado cuchillo sujeto a la cintura que su padre le habíaentregado tras acariciar las pinturas y decirle que él ya era uno de los mayo-res, y que sabía que si llegaba el momento se comportaría con valentía.

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Atravesaron la primera llanura y se internaron en una hermosa dehesarepleta de pinos y encinas, flanqueada por el lado sur por una alta sierra.Encontraron una fuente y repusieron sus calabazas y sus odres con el aguacristalina que manaba. Pasaron allí la noche, separándose un poco del aguapor temor a los animales. Los tres hombres hicieron guardia, habían incluidoa Ambrosio en los turnos, descansando sólo uno mientras los otros dos esta-ban alerta y preparados para las sorpresas. Al pequeño le temblaban las manoscuando empezó a oír los aullidos de los lobos, pero la mirada de su padre lotranquilizaba y lo animaba.

Por la mañana abandonaron los pinos y salieron a campo abierto, si-guiendo siempre la misma dirección. A media mañana, en uno de los des-cansos, Ambros, que nunca se relajaba, dio la voz de alarma: una tribu seacercaba hacia ellos, caminaban en su misma dirección. Tani echó de menosen esos momentos a Lobo, que tanto intimidaba a los enemigos enseñandosus colmillos. Antes de que los alcanzaran, los dos hermanos deciden acer-carse hacia ellos. Ambrosio quiso unirse a ellos, pero su padre lo convencióde que tenía que quedarse para cuidar de los demás, sabiendo que a pesar desu arco y su cuchillo, poco podría hacer si las cosas iban mal.

Al verlos ir hacia ellos, la otra tribu envió dos emisarios a su encuentro;de momento no parecían agresivos. Se observaron largo rato sin acercarse.Tani convence a su hermano para que dejen todas las armas y vayan haciaellos desarmados. Ante su sorpresa, los otros hacen lo mismo.

Todos recelan cuando están frente a frente, pero las palabras de unos yotros les hacen ver que ambos bandos son pacíficos y andan en busca de unanueva vida. Acuerdan unir sus esfuerzos, los otros ignoran que sólo llevancon ellos críos. Vuelven cada uno hacia su tribu para contar el acuerdo.

Río recela cuando Ambros le relata el encuentro y la posibilidad de via-jar juntos, pero ya no tienen otra salida; además, le recuerda que eso eran loque andaban buscando, nuevas tribus a las que unirse, y el encuentro nopodía haber sido más pacífico. Con impaciencia esperan la llegada de la otratribu, sin saber cómo será el encuentro.

El hielo lo rompen los niños que, al ver a Almadique pastando pacífica-mente junto a los otros niños, rompen a correr hacia ellos admirando alenorme animal que parece no reparar en ellos. Los mayores se acercan conrespeto, admirados de ver uno de esos caballos que tantas veces habíanvisto trotar por las praderas, totalmente domesticado; eso les infunde un

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gran respeto por aquella extraña tribu. «Si me llegan a ver con Lobo...»,piensa Tani mientras saluda a los recién llegados.

Comparten algo de comida antes de emprender la marcha, admiradosviendo cómo los pequeños son colocados a lomos de Almadique sin queeste haga el menor intento de tirarlos al suelo. Enseguida Ambros se con-vierte en el líder de la nueva tribu que camina en busca de un lugar dondeinstalarse e iniciar una nueva vida, aún les quedan muchos días buenos an-tes de que lleguen las lluvias y el frío.

Ambros echa el brazo sobre los hombros de Tani, esperanzado en elfuturo que les aguarda, después de haber vivido solos su insólita experienciadesde que salieran del cerro de las Canteras.

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En toda la novela hay partes basadas en la verdad, casi siempre subje-tiva, y partes inventadas, ambas interconectadas con mayor o menor fortuna por la imaginación.

Ambros, Tani, Río y su prole, así como Lobo y Almadique son, porsupuesto, imaginarios.

Cánovas y Cobeño visitó la Cueva de Ambrosio en el siglo XIX, y teníaen su colección un hacha encontrada allí. Fue, en verdad, un afamado in-vestigador lorquino, el primero del que se tienen noticias de que visitara laCueva de Ambrosio.

Don Manuel de Góngora, ilustre catedrático, visitó la Cueva de losLetreros y escribió su libro Antigüedades Prehistóricas de Andalucía en las fe-chas que se citan, siendo la lectura del mismo el origen de la mayoría de lasvisitas posteriores de científicos españoles y extranjeros a la zona.

Breuil y Obermaier eran sabios científicos reales, y el primero abate deverdad. Sus numerosas visitas y descubrimientos divulgaron la riqueza delas cuevas del levante español. También Cabré y Luis Siret existieron, eincluso el Tontico fue un guía real.

El descubridor de El Gabar, Blas Segovia, fue tan real como las cartasque escribió al marqués de los Vélez en el siglo XIX, halladas en un legajodel archivo de la casa de Medina Sidonia hace pocos años.

Don Federico de Motos fue un infatigable descubridor de cuevas ynecrópolis más o menos cercanas a su pueblo, Vélez-Blanco. Su relacióncon Breuil y los demás científicos está contrastada, así como las visitas quejuntos realizaron a las cuevas. Incluso existe el manuscrito de la carta escritaa la Real Academia de la Historia comunicándole sus descubrimientos y susvisitas. Sus hallazgos están realmente en Valencia, incluso la famosa punta

EPÍLOGO

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EPÍLOGO

con muesca encontrada en la Cueva de Ambrosio que conservó hasta el finalde sus días, siendo luego donada por su viuda, doña Caridad, también real,al museo de Valencia, tras la muerte del farmacéutico.

Juan Cuadrado llevó realmente el Indalo a los Indalianos. Primero eltotanero (la figura cerámica de origen dudoso) y luego el tótem de la cuevadel Abrigo de las Colmenas. El movimiento pictórico encabezado por Per-ceval a mitad del siglo XX hizo famoso el idolillo, hoy símbolo reconocidode la provincia de Almería.

El padre Tapia fue un estudioso en todo lo concerniente a su pueblo,Vélez-Blanco. Seguidor de Motos aunque en menor escala y con menor re-percusión.

Los Ripoll, Eduardo y Sergio, y todos los científicos que se citan, inclui-do el capataz Salvador Torrente, estuvieron realmente en la Cueva de Ambro-sio. Hicieron una impagable labor con sus excavaciones y estudios para elconocimiento de la cueva mejor datada de Europa y que más ha aportado alestudio del Solutrense, obteniendo finalmente el hijo, Sergio, el éxito de en-contrar pinturas de caballos en sus paredes hace menos de veinte años.

Hoy día la Cueva de los Letreros y la Cueva de Ambrosio se encuentranprotegidas mediante vallas; el resto sigue sin defensa alguna contra los malllamados aficionados. Sus difíciles ubicaciones hacen que sus pinturas siganestando allí.

El enigma sobre las manos que pintaron todas aquellas figuras en lascuevas sigue sin resolverse, y así seguirá, seguramente, durante muchos añosmás. Quizás no se aclare nunca.

Todos los lugares citados existen de verdad y son más hermosos aún delo que está escrito sobre ellos, al menos ahora, unos siete mil años después.

La datación de las pinturas sigue estando confusa. Los ensayos realiza-dos han resultado, la mayoría de las veces, contradictorios, seguramenteporque pertenecen, en todo o en parte a diversas épocas.

La mayoría de las cartas y documentos citados se corresponden casi tex-tualmente con los originales.

El resto es sólo una ilusión de lo que pudo suceder en esas tierras haceunos siete mil años.

Vélez-Rubio y Madrid, 10 de junio de 2011.

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ÍNDICE

Prólogo ..................................................................................................... 9

1 El brujo .................................................................................................. 13

2 Una semana antes .................................................................................. 21

3 Unos 7000 años después. Junio de 1862 ......................................... 27

4 El día siguiente ...................................................................................... 35

5 La historia de don Manuel .................................................................... 45

6 Nuevos descubrimientos ...................................................................... 55

7 1868. El libro de don Manuel ............................................................... 63

8 Vélez-Blanco. Mayo de 1911 ............................................................... 67

9 Visita de los ilustres sabios a la Cueva de los Letreros ...................... 75

10 El Indalo ............................................................................................... 85

11 Unos 7000 años después. El Tontico ................................................... 91

12 Primavera de 1950. Nuevas visitas a los abrigos de las Colmenas ... 101

13 El Gabar ....................................................................................... 105

14 Unos 7000 años después. 1872, Blas Segovia................................. 113

15 Motos y Breuil visitan el Gabar ........................................................ 125

16 La cueva de Ambros ........................................................................... 131

17 El río ............................................................................................. 139

18 El encuentro ................................................................................. 147

19 La lucha ........................................................................................ 155

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ÍNDICE

20 La convivencia ................................................................................... 165

21 Unos 7000 años después. 1870, Cánovas y Cobeño ..................... 171

22 El enfrentamiento ............................................................................... 179

23 De nuevo la convivencia ................................................................... 189

24 Unos 7000 años después. Breuil y Motos en la Cueva de Ambrosio ................................................................. 197

25 Primeros problemas en la cueva de Ambros ................................... 203

26 Unos 7000 años después. Motos y Breuil visitan los lavaderos de Tello ............................................................. 209

27 Todo se complica en la cueva de Ambros ........................................ 217

28 Unos 7000 años después. Eduardo Ripoll ...................................... 227

29 Sergio Ripoll ....................................................................................... 237

30 La huida .............................................................................................. 247

31 Unos 7000 años después. El estrecho de Santonge .......................... 257

32 El éxodo ............................................................................................ 271

Epílogo .................................................................................................. 283

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Antonio Martínez Egea nació en la casa familiar de la Carreradel Mercado de Vélez-Rubio (Almeria) en 1954. Es el segundo delos nueve hijos de Manuel Martínez Escudero y Soledad Egea de laCuesta. Estudió bachiller en el Instituto «José Marín» de Vélez-Rubio,donde vivió hasta los dieciocho años. Es ingeniero de Caminos Canalesy Puertos y master en Gestión y Dirección de Empresas Constructoras(M.A.D.E.C) por la Universidad Politécnica de Madrid. Su carreraprofesional ha estado siempre ligada a la construcción. Ha participadoen obras como la rehabilitación del edificio histórico de la estaciónde Atocha, el jardín tropical dentro de la misma estación o el túnel dela Plaza de Castilla de Madrid, entre otras.

Es colaborador habitual del Museo Comarcal «Miguel Guirao»de Vélez-Rubio y ha participado en algunas publicaciones del Centrode Estudios Velezanos, así como en la Revista Velezana.

Está casado y tiene una hija. En la actualidad reside en Madrid,aunque sigue ligado con las actividades de su pueblo, al que acudecon frecuencia.

La tierra del arco iris. Una ruta por la prehistoria. Los descubri-mientos de pinturas rupestres de los siglos XIX y XX es su primeranovela publicada.

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ESTE LIBRO,ESCRITO POR ANTONIO MARTÍNEZ EGEA,

SE ACABÓ DE IMPRIMIR

EL DÍA 20 DE JUNIO DE 2014EN LOS TALLERES DE GRÁFICAS ‘LA MADRAZA’,

DE ALBOLOTE, GRANADA, Y CONSTÓ LA EDICIÓN

DE 400 EJEMPLARES