Post on 30-Mar-2016
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Entre líneas Revista literaria―abril―2011
Miami- Florida- Estados Unidos.
CUATRO
Sumario:
Dos poemas de Ernesto Ravelo / 3
Un cuento de Margarita Polo / 5
Un poema de Pedro Pablo Pérez/ 14
Un cuento de Marlene López Huerta / 15
Un poema de Daniel Montoly/ 18
Nota cultural/ 20
Entre líneas es una revista literaria, que lleva como única finalidad
promover a todos los autores de habla hispana, que deseen colaborar
con sus trabajos, los cuales tendrán una evaluación previa. Su
colaboración puede ser enviada a: revistaentrelineas@live.com
Dos poema de Ernesto Ravelo
Ernesto Ravelo nace en Cienfuegos 1965, poeta y
escritor.
Emigró a los Estados Unidos en el año 2000. En el año
2008 publicó el poemario Mis versos son tuyos (Libros En
Red) y en el 2009 participa junto a otros poetas en la
selección poética de Miami, La Ciudad de la Unidad Posible
(Editorial Ultramar). Tiene concluida una novela y dos
poemarios como obra inédita.
El gato se ha dormido
El gato se ha dormido en el portal brillante,
acariciado por la brisa de una tarde gris,
parece un peluche blanco y negro, sin garras
y sin instintos de matar.
Los gorriones bajan de los aleros, asustados
pero a la vez curiosos de la inmovilidad
del felino.
Dan saltitos a su alrededor y los inexpertos
se atreven a picarle los bigotes.
La confianza aumenta, se le posan en el lomo
y le roban los pelos de la cola para fabricar
sus nidos.
El gato se ha dormido en el portal brillante,
sin importarle la gente que desfila por la acera,
o los carros que tocan el claxon.
Cae la tarde, los gorriones regresan a sus aleros,
se prenden las luces nocturnas y el gato seguirá
inmóvil para siempre.
Ceniciento día
Ceniciento día el de hoy,
día de todos los vivientes,
sin sol, sin lluvia.
En el cielo cometas veloces
y en la tierra los que tiran
de los hilos resistentes.
Ceniciento día, los viejos
del parque observan como
la brisa lesbiana deja
a las mujeres semidesnudas,
se muerden los labios
y murmuran sus fantasías.
Ceniciento día, de un lugar
desconocido llega la melodía
de un violín.
Ruedan autos hacia destinos
diferentes, en el semáforo
un joven vende flores y un loco
anuncia que el mundo ha llegado
a su fin.
Ceniciento día de otoño.
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Entonces sentirás mi compañía
Un cuento de Margarita Polo.
La noticia no me sorprende, ¿por qué? Existe, ¿para
qué negarlo? Algunas personas advierten lo que puede
ocurrir en el futuro. No, no se trata de adivinar, ni
presagiar, es algo más profundo. Creo que el amor es
su fuerza motriz. Cuando se ama, no median las
distancias entre los seres humanos, se comunican sus
cerebros, sin necesidad de un equipo moderno, sólo se
requiere entrenar la mente.
¿Cómo nombrar esas sensaciones? -Reflexiono ahora, que estoy nuevamente a solas.
La primera vez que me ocurrió, tuve miedo, la cabeza me dio vueltas con vértigo
inexplicable, sentí pulsar un adiós. Sí, eso es, sufre alguien a quien amo mucho -me
dije. Una tristeza infinita me sobrecogió. Analicé en silencio, mis hijos y mi esposo
están sanos, a la distancia de mi vista. Pero algo sucedía que me electrizaba y
alertaba mis sentidos. ¿Qué es?
«¡Dios mío!, debe ser mi madre, allá en mi Camagüey natal».
Este es el signo de alarma que capto. Seco mis manos en el delantal, me visto
presurosa y salgo a la calle a buscar un teléfono. Se me eriza la piel pensando en
cuánto teme ella a esos 500 kilómetros de distancia que nos separan. Más de una vez
me ha dicho que no lograremos despedirnos en su viaje a la eternidad.
«¡Contra!. Ahora no tiene tono este aparato»
Golpeo al equipo tratando de sacar de mis entrañas los negros presagios. El tiempo
vuela, hasta que al fin, mi hermana mayor me responde. Ella describe los sucesos por
teléfono, y quiere que me calme. Todavía hay vida en nuestra madre.
Milagrosamente encuentro transporte para el viaje, aunque nos «cuesta un ojo de la
cara» ―como murmuro a mi esposo―. Él, mis hermanos, mis hijos, todos me hacen la
misma pregunta:
―¿Cómo lo supiste? ¿Quién te llamó?
No, no es bueno decirles la verdad. Lo supe con las sensaciones de mi piel, mi cuerpo
entero sintió cada síntoma de su organismo, desde el intenso dolor de cabeza, hasta
la opresión de tristeza por la posibilidad de no volvernos a ver. Presentí su mareo, y el
viaje casi al infinito. Lo supe y nada más, si lo cuento, tal como lo recibí en mi, me
tildarán de loca, volverán mis parientes con la cantaleta de que soy medio unidad.
Mejor es callar, silenciar todas mis sensaciones. ¿Cómo explicar, incluso a mi misma,
que escucho su llamada en el éter? Voy corriendo hacia ella, sin deseos de hablar, ni
llorar, ni pensar. Sólo recuerdo una promesa antigua, un juramento hecho en mi
niñez, que debo cumplir. Durante el largo viaje, rememoro ese día nítidamente. Miro
las nubes a través de la ventanilla del automóvil y retrocedo en el tiempo:
Los niños jugábamos en el patio, con un tanque metálico sin fondo, olvidado por los
albañiles en la construcción de la casita rosada de mami. A veces sirve de escondite y
otras lo tiramos a rodar, hasta que unimos ambas acciones: acostados dentro del
tanque, dos de nosotros, en forma de ovillos, otro impulsa. Así recorremos el patio,
tambaleándonos en su interior, hasta que chocamos fuerte con la pared y salimos
turulatos. Entonces mami sentencia regañona:
―¡Se acabó! Si siguen así, cualquier día se van a matar.
Espero paciente que se esfume el enojo de mi madre, y en la noche, mientras cose,
iluminada por un bombillo pequeño -que alumbra tanto como un quinqué -me siento
en mi «balancito» cerca de la máquina de coser y le pregunto bajito:
―¿Qué es morirse mami?
Ella, un poco distraída en su costura, me explica que es el final de la vida terrenal,
parecido a quedarse dormido pero sin despertar; es el instante en que el alma se
desprende del cuerpo y viaja al infinito a acompañar a sus seres queridos en el «Más
Allá».
―¿Los niños se mueren? ―continúo mi indagación, cada vez más intrigada, y ella me
responde:
―Pocas veces, por Ley de la vida, quienes mueren son los más viejos.
Siento que la habitación en que converso con mami se puebla de ecos -luego me
enseña que ese sentimiento le llaman miedo. Todavía estoy inconforme, por ello la
interrogo:
―¿Tú puedes morirte, mami?
Mi madre, como si despertase a la realidad, detiene su vista en mis ojos y asiente
despacito, trata de no hacerme daño con sus palabras:
―¡Sí, mija!, como murieron mi papá, mi mamá y los padres de ellos, cuando les llegó
la hora.
Firme en mi propósito le anuncio:
―Si te mueres, me voy contigo.
Ella bajito me reposta:
―Así decía yo a mi madre, pero cuando murió habían nacido mis primeros hijos, y el
amor de madre es más grande que el de hija.
Insisto:
―¡Me voy contigo!
Mami deja la costura a un lado, me pasa la mano por la cabeza y replica casi en un
susurro:
―No mi mulatica, porque me pondrán en una caja donde tú no cabrás.
Y con llanto en los ojos defiendo testaruda:
―Pediré una pequeñita para mí y me tendrás a tu lado.
Sus brazos me atraen hacia su pecho, me abraza fuerte, muy fuerte, mientras sus
lágrimas y las mías ruedan por nuestras mejillas. Sin una palabra más, sellamos un
pacto de estar unidas en ese minuto final.
¿Lo cumpliré? Vuelvo a preguntarme en este viaje hacia el hogar materno. Observo las
luces, pequeñitas por la distancia, anocheció sin saberlo. Así ocurre con todo en la
vida, el tiempo es implacable en su decursar. La penumbra augura penas, sin
embargo, me domina una tranquilidad sorprendente, tal como si estuviera dormida.
Creo que el dolor anestesia la mente humana.
Seis meses dura la rehabilitación de mi madre, aquella primera vez, en el mismo
hospital en que antes ella cuidó de mí, paralizada por una cuadriplejia. Ella atendía
mis solicitudes sin mediar palabras. Ahora comprendo que mi enfermedad fue un
adiestramiento para mí. Lección que empleo yo más tarde para atenderla, riendo cada
uno de sus progresos de salud, con esa sonrisa torpe que esconde la gravedad del
momento. Poco a poco recupera sus movimientos y el habla que emplea con largos
monólogos maternales, dedicados a enseñarme mucho más del mundo familiar:
―Las enfermedades advierten el peligro, hacen pensar en lo «blandita» que es la
vida, de cómo se puede romper de un momento a otro. Tu abuela me decía, cuando
yo cuidaba de ella enferma: Acostúmbrate mijita, acostúmbrate que la vida es como
un cristal, se rompe casi sin avisar. Con ella aprendí lo necesario de ser útil a los
demás, si llega la "pelona" y te encuentra trabajando, Dios te concede una prórroga
más. El trajín de mi vida ha sido mucho, estoy cansada. Dios me ofreció prórrogas,
para verte crecer, estudiar, amar, tener tus hijos y hasta yo poder cuidar de ellos. Tú
naciste tarde, yo tenía nietos, pero Dios sabe lo que hace. Tú cerrarás mis ojos y los
de tu padre. Siempre pedí a la Virgencita de la Caridad no morir de “sopetón”, porque
se asustan mis hijos. Ahora ustedes se acostumbran a la idea de perderme, a la vez
que toman el verdadero valor de la existencia. ¡Dios ha sido muy bueno conmigo! Y
quiero que estés preparada, porque vas a desear mi muerte...
―¡Imposible!. Mami, si mueres, yo muero contigo ―interrumpo endulzando mis
palabras con miles de besos. Pero mi voz suena infantil y sonrió a medias, con una
mueca dolorosa, dejando mucho por decir.
Cuando regresa al hogar, caminando trabajosamente todavía, mami, como en
pequeños sorbos, me nutre con sus pensamientos más íntimos:
«De este mundo sólo nos llevamos las cualidades del alma. Muchas veces he pensado:
¿fui mala hija?, ¿soy mala madre? He tratado de ser buena, pero siempre queda esa
duda, como una «penita» en el corazón. ¿Faltó un beso al anochecer o una ayuda en
la cocina?
Recuerdo una vez que tendía varias sábanas blancas, limpias, recién hervidas, lavadas
y almidonadas, en el patio de la casa de mis padres. Cuando de pronto, se rompe la
soga y todo cae al piso de tierra. Exclamé, una mala palabra y mi madre dijo: ¡Hija,
esa es una prueba del Señor!. Después de recoger la ropa, enjuagarla y tenderla,
nuevamente se quiebra la tendedera. Mi madre repitió, ante mis feas frases: ¡Niña son
pruebas del Señor! Yo le contesté molesta: Mamá, que no me pruebe tanto que va
anochecer, sin secarse la ropa!. Yo me rebelé, muchas veces ante su mansedumbre.
Ahora tú tratas de hacer igual conmigo. La vida gira una y otra vez en el mismo
sentido. Tú has llegado lejos, muy lejos en el conocimiento, en la cultura, más lejos de
lo que yo soñé para ti. Tu hija te superará, pero tendrá un poco de mí y de mamá.
Ninguna olvidará la misión de enseñar el camino de la vida y de la muerte».
―¿Recuerdas el árbol que planté frente a tu balcón? Cuando tenga su primer fruto ya
no estaré en el mundo de los vivos, otras manos llevarán su jugo a calmar tu sed,
entonces sentirás mi compañía. Debes entrenar tu mente para escucharme en la
distancia. Temo morir sin volverte a ver.
¿Cuánto tiempo transcurre después de aquella crisis? ¿Meses? ¿Días? No sé. Anoche
sentí nuevamente un grito de alarma. Era como si sus palabras llegaran a mi
inconfundibles, aún en la distancia: ¡Mija, ven, ven!. En todo mi cuerpo latía el
desasosiego. Ahora corro a su encuentro y el pensamiento camina hacia atrás sin
proponérmelo, pero debo volver al presente, lo necesitan los míos.
El automóvil lleva otros pasajeros que hablan a mi esposo de sucesos similares y no
los atiendo. Mi amado aprieta mi diestra con cariño, me transmite su apoyo. No hay
lágrimas. Acaricio a mis hijos con la otra mano, quiero librarlos de la melancolía que
nos agobia.
Camagüey nos recibe ruidosa, la vida sigue su curso. Al llegar al Hospital Provincial
subo corriendo las escaleras, en el descansillo tomo aliento, debo fortalecer cuerpo y
mente, para enfrentar el cuadro de mi madre otra vez enferma. Que no lea en mi
rostro el terror de perderla. Los salones están repletos, albergan a mi mamá en una
cama adicional, puesta al descuido en medio del pasillo, por donde transita el público
a las visitas.
Su cara está pálida, las venas reciben suero y sangre, unos pequeños tubos plásticos
llevan el oxígeno a la nariz y la alimentación a su boca. Su cuerpo está frío, mis labios
en su frente notan denso el sudor. Sin despegarme de ella, le murmuro al oído:
―¡Mami!, ¡mami! Llegó tu mulatica. ¡Estoy aquí para cuidarte! ―abrió los ojos muy
despacio, ¿¡Sonríe!? Un hilo de voz me saluda amorosamente:
―¡Adiós mi mulatica! ¡Adiós!. Esperaba por ti para marcharme. Un beso.
Oprimo fuerte mis labios sobre sus mejillas mojadas por el llanto. Cada uno de mis
cuatro hermanos imita mi gesto. Cierra sus ojos y salgo corriendo a buscar un médico.
Logro internarla en terapia con la ayuda de un médico amigo.
Siete días dura su agonía. Siete días de oxígeno, de comidas por tubos, de
excrementos en cuña, de orines en bolsas de naylon. Siete días perdiendo su color
natural, hasta llegar en sus piernas a un tono azul oscuro. Siete días sin palabras, ni
gestos, ni comunicación con el exterior de su cuerpo, con sus ojos cerrados y apenas
perceptible el pulso. Un vegetal es la definición clínica. A nada responde.
Mi familia me recomienda unas horas de descanso, voy a casa de mis padres, me
acuesto en su cama, y en mi manía de escribir anoto:
«Poco voy a decir: ha muerto. La historia no recogerá su vida, ni su nombre. No habrá
monumentos a su memoria por su vida heroica diaria frente a la cocina, ante la batea
de ropa, apoyando con su duro trabajo hogareño a la economía familiar. Una vida
simple de ama de casa. Una mujer de otra época, nacida dos años después de
comenzar el siglo, pero capaz de educar hijos, sobrinos, nietos y vecinos. Nunca faltó
un plato de comida caliente para el visitante imprevisto. Un buen consejo a todos: Has
bien y no mires a quien. Lo que sucede conviene. Cada gota de su conocimiento
fertilizando a sus retoños. Nadie conoció hasta el final de sus problemas de salud, de
cuánto sufría su cuerpo. Contagiosamente riendo siempre, aunque no faltaba el
regaño para corregir desvíos. Se marchitó poco a poco, no podía resistir la pena de
vivir inútil. Las palabras finales ante la pregunta de sus hijos: ¿Qué te duele, mamá?,
fueron: ¡Dejarlos!. El cuerpo se deshojó como las rosas que amaba, pétalo a pétalo,
día a día. La voz de relámpago se apagó hasta ser un hilo frágil casi inaudible. Se fue
su vida en un suspiro. En su simiente está el monumento eterno a la vida».
«¡Dios mío! ¿Qué he escrito? Mami aún no ha muerto, ¿acaso estoy deseando su
muerte como ella me predijo? Voy a verla. ¡Que Dios me perdone si he pecado de
pensamiento!»
Temblando, aterrada por la vergüenza de mi culpa, regreso al hospital. Pero al ver que
van a picarle la vena, porque no admite más jeringuillas para extraerle sangre, me
enfrento a todos y digo:
―¿Qué hacen? ¡Déjenla tranquila! ¿Para qué más dolor?
Me miran con asombro. Perplejo el médico amigo, me habla de ética, de muerte
clínica, del latido del corazón… Le pregunto interrumpiendo su avalancha:
―¿Hay salvación posible?
―Ninguna, tiene muerte clínica, no funciona su cerebro, está en coma irreversible
―me explica inclinando un poco el rostro con la pena de herirme, soy su amiga de
aula cuando los dos eramos solo adolescentes. Por eso me limito y bajo la voz:
―Dime, ¿crees que no padece?
―Eso no está comprobado científicamente, se considera que al no tener reacción a los
estímulos externos, no padece dolor.
―Mi amigo, siento que su alma todavía esta en su cuerpo, y esas pruebas son una
verdadera tortura para ella.
El médico vuelve a la carga con su discurso facultativo, cada vez más endeble, porque
me ve intransigente. Le corto la parrafada.
―Comprendo tu deber médico, pero sé el mío, si es necesario firmo cualquier papel.
¡Dámelo! Ella quiere descansar. Es su voluntad.
No pude decírselo. Me dominaba un estado febril, como si me dictaran lo que estaba
haciendo.
Mientras le desconectan los «andariveles» ―como ella nombraba a tales equipos, con
su retahíla de tubos―, me dedico a tomar su mano, le acaricio la frente, le beso y
muy bajito. Al oído le musito:
―¡Descansa mami, estoy cerca de ti!
Al extraer el tubo de la boca, inhala su último aliento, el corazón poco a poco deja de
latir, para no asustarnos, como siempre se lo pidió a Dios y a su Virgencita de la
Caridad. Así lo registra el electrocardiograma que guardo con celo.
Epílogo
Han pasado cinco años. Estoy sola en casa. Nuevamente el dolor lacera mi espalda.
Miro el blanco techo y recuerdo las sábanas blancas del hospital, a mi madre, su
último suspiro. Creo que mi malestar es moral, un castigo de Dios por desear y
desencadenar la muerte de mami. Muchas noches de insomnio, otras despertando
sobresaltada, grandes penas juntas y la columna paralizándome cada vez con mayor
saña. Me pregunto mil veces: ¿Hice bien? Lloro en silencio. ¡Qué soledad! ¡Soy
huérfana!
La vecina, que tiene la llave de casa para cuidarme, toca la puerta de mi habitación.
Trae en sus manos un vaso que transpira frío, por su jugoso contenido helado. Ella me
pregunta sonriendo:
―¿Sabes qué te traje?
―¡Refresco de chirimoya!
Se asombra de mi rápida respuesta, de mi repentina alegría. Había observado el fruto
desde mi ventana hacia unos días y ahora un pensamiento cruza mi cerebro, vuelven
las frases de mi madre a la memoria:
«Cuando el árbol que planté frente a tu balcón tenga su primer fruto ya no estaré en
el mundo de los vivos, otras manos llevarán su jugo a calmar tu sed, entonces sentirás
mi compañía».
Así es, ahora lo sé, cuando se aman no median distancias entre los seres humanos.
Más allá de la muerte permanecen latentes los vínculos, ¿cómo puede nombrarse?
Pienso que es sólo amor entre ella y yo.
Margarita Polo Nace en Camagüey el 10 de junio de 1947, donde transcurre su infancia. En
1966 comienza su trabajo como corresponsal voluntario del periódico camagüeyano Adelante
hasta 1969, en que la seleccionan para cursar estudios superiores, en 1972 se gradúa de
Licenciatura en Periodismo en la Universidad de La Habana. Regresa a Camagüey como
profesora en la Universidad y redactora del periódico Adelante donde confecciona una página
para niños, crea y redacta las secciones culturales, educativas e históricas. En 1980 regresa a
la capital y edita un periódico para el Poder Popular de La Habana y una Revista. En 1981
labora en el periódico Trabajadores donde desempeña tareas de dirección y reportera;
producto de una enfermedad de la columna permanece por dos años y medio sin trabajar.
Después de operada, vuelve a su oficio de periodista en el suplemento Salud del
Trabajadores, posteriormente trabaja en Radio Reloj hasta que se jubila por la misma
enfermedad. Ha publicado en la prensa nacional de Cuba para los medios: Trabajadores,
Juventud Rebelde, Bohemia, Granma y en la Internacional para Prensa Latina, revistas
cubanas Sol y Son, Tropicana y Habanera, además de la revista de la Universidad de Pueblas
en México. Ha recibido varios premios, entre ellos: Testimonio de Nicolás Guillén en la UNEAC
y Mi abuelo en el espejo Sociedad Canaria.
Participó en el concurso Alejo Carpentier y Relatos de Mujer de Bilbao donde fueron incluidos
sus cuentos en dichas antologías. Fue jurado del Concurso Trabajadores y desde el año 2000
de los concursos TRAZAGUAS en los géneros de cuento y poesía.
Recientemente publicó el libro: Mi amigo Nicolás. Disponible en www.vocesdehoy.net
Un poema de Pedro Pablo Pérez
Santiesteban
Mi verdad
Ahora ya no busco por los escondrijos; ahora espero.
No sé qué, pero espero.
Quedo quieto entre los vientos que marzo provoca
y siento el temor de irme lejos
como hoja arrastrada por esos vientos.
La tarde se amortigua como un farol a solas,
allá en el lejano vaivén de un Faro sobre la mar.
Y en el vuelo de miles de gaviotas
se dibuja tu nombre.
Tu nombre tan certero y oscuro
que hoy yo no quiero pronunciar.
Ya está venidero el Viernes Santo
y rezaré un Credo, no treinta y tres.
Basta uno solo para lavar mis culpas.
Aun así seré castigado por el pecado de gula,
pero más terrible será mi castigo,
por no saber amar…
Ahora ya no busco por los escondrijos.
Ahora el mundo conoce mi verdad…
Holguín, Cuba, 1957. [Escritor y Periodista]. Estudió Licenciatura en Contabilidad y Técnica
Periodística, en las Universidades de Holguín y de La Habana. Ha publicado varios libros de
poesía, cuentos y novela. Es Promotor Cultural y colabora con varias Revistas digitales e
impresas de diferentes países como: Argentina, Venezuela, España, y Estados Unidos. Es
Merecedor de varios reconocimientos; entre ellos el Premio de Poesía AG 2007. Su obra se
encuentra publicada en varias Antologías poéticas en diferentes países.
Actualmente dirige la Editorial Voces de Hoy y la Revista digital Entre Líneas.
El filo de la cimitarra
Un cuento de Marlene de la Victoria López Huerta
Ernesto veía como el as de luz rompía la negrura de la noche y se proyectaba siempre
más allá y él, como si lo persiguiera, imprimía mayor velocidad a su moto. De pronto,
la circunferencia de luz hizo visible una figura, era una mujer, vestida con lo que
parecía una bata de dormir larga, vaporosa y semitransparente, estaba de pie, en
medio de la carretera, sujetando la correa de un perro sentado ante ella. Lucían
exactamente como una aparición, pero eran reales y Ernesto no sintió miedo si no
curiosidad, atracción, promesa de aventura, cualquier cosa menos miedo, por eso
aminoró la marcha, paró, se bajó y puso el calzo a la moto, solo tuvo que dar varios
pasos para acercarse a ella, que ahora bañada de lleno por la potente luz de la moto,
se ofreció como una mujer muy joven, con una maravillosa expresión inocente en un
rostro perfecto.
Ernesto quedó arrobado en la contemplación, primero del frondoso y largo cabello,
las cejas arqueadas, los cándidos y hermosos ojos y la pequeña boca que le sonreía.
Vio como su lengua repasaba una y otra vez los labios que empezaron a resecarse, las
cejas se fueron haciendo rectas y luego se levantaron en los extremos, se
ensancharon las aletas de la nariz y en sus ojos descubrió la mirada más diabólica y
horrible que se hubiera podido imaginar. El terror se apoderó de Ernesto, que dio un
paso atrás, el perro gruñó, enseñó sus afilados dientes y se paró en posición
amenazadora con el pelambre erizado ¿Qué era aquello? Antes que pudiera
reaccionar, el otro brazo de la joven se levantó en el aire blandiendo una cimitarra,
que brilló con un destello como relámpago haciendo rodar la cabeza de Ernesto por el
suelo. El perro se adelantó y comenzó a lamer la sangre mientras la mujer lo
observaba con satisfacción.
El Maníaco de los motociclistas enloquecía a la policía, seis muertes y aún nada. Se
habían vigilado las carreteras frecuentadas por motociclistas, se advirtió a la población
sin crear pánico, haciendo uso de la información que habían arrojado las
investigaciones en las escenas y de las que solo se podía deducir que era alguien de
mediana estatura, de gran fortaleza física y derecho. Los puntos coincidentes en la
investigación de los homicidios eran: Las victimas no guardaban relación unas con
otras, pero si todos eran motociclistas en trayecto, cada ataque había sido mortal pues
no se reportó ninguna persona que hubiera sido atacada y sobreviviera, los ataques
no se producían en zonas o lugares específicos y las huellas sobre todo de sangre
parecían emborronadas como si se intentara limpiarlas y de hecho se consiguiera.
La policía terminaba siempre preguntándose ¿Por qué, después que se dieran a
conocer los sucesos y alertas, algunos motociclistas seguían parando voluntariamente
a un desconocido en las carreteras?
Adela se colocó el casco, lo ajustó y de una sola patada arrancó su moto. En el camino
pensó que gran invento era el casco, había tanto insecto en la carretera de noche…
además con aquellas ropas y la cabeza cubierta nadie podía pensar que era una
mujer. De pronto vio algo en la carretera, pero no entraba aún en los claros de luz. Se
esforzó, y aunque estaba lejos le pareció ver a alguien, a medida que se acercaba vio
a una mujer en ropa de dormir o eso le pareció y con un perro al lado ¡Que extraño!
Observó con sobresalto que se adelantaba hasta el medio de la carretera pero no
parecía desesperada, asustada o perseguida ¡Que loca! Adela no se explicaba esa
actitud, por tanto, no pensó ni por un minuto en parar, tampoco creyó posible que la
mujer permaneciera en la vía. Estaba segura que se quitaría. Involuntariamente
aceleró y de pronto descubrió que de frente, venía otro vehículo. Casi cerró los ojos.
El impacto la saco de la moto, voló y cayó un trecho mas allá, trató de moverse y
pudo, estaba bien, al menos eso creía, gracias a Dios y a su buen casco. Los del carro
se habían bajado, pero no venían en su auxilio. Reaccionó entonces ¡La pobre
muchacha de la carretera! ¿Qué había pasado con ella?
Adela se levantó trastabillando y con un hilo de voz les pidió que avisaran a la policía,
pero cayó en cuenta que eran ellos, se acercó y miró sin desearlo, allí yacía la joven,
con su bata vaporosa en desorden y en su hermoso rostro solo una autentica
expresión de sorpresa, en una de sus manos había quedado aprisionada la correa del
perro, que medio estropeado aullaba lastimeramente y lamia palmo a palmo la sangre
de su ama emborronando la carretera y en su otra mano había una gran cimitarra
cuyo filo brillaba a la luz de la luna.
Marlene de la Victoria López Huerta, nació en Jaruco, Provincia Habana, un 22 de
abril de 1956.
Estudió Pedagogía en el Instituto Superior Pedagógico Enrique José Varona, en las
especialidades en Preescolar y Autismo (esta ultima en la Facultad de Psicología de la
Universidad de la Habana) Ha laborado casi toda su vida como metodóloga.
Publicó en el año 2009, bajo el sello Voces de Hoy, el libro de cuentos infantiles:
Clavelina la princesita que quería volar, Fue finalista en el Concurso de cuento
corto: Augusto Monterroso, convocado por la Editorial Voces de Hoy.
Un poema de Daniel Montoly
Estación florida
A tus caricias,
prefiero que me engullas
en el serpentino
vaivén de tu cadera.
Sentirme acogido
entre los girasoles
de tu primaveral huerta,
penetrarte o andar
como jornalero de amor
por tus hectáreas.
Haciendo volar despacio
mis alas de pájaro
por las ramas rosadas
de tu boca.
Nada violento
explorara mi ímpetu
el sabor de tu caverna,
de tu sal,
de tus aguas...
Y tú menuda
indemne como un milagro
saldrás colectiva,
isla de pan de besos
en la pradera de mi dorso,
desnuda de inocencia,
flor con pétalos de gozos
y la ternura de mi péndulo
coronando tu garganta.
Ay, mujer de fuego,
rompe el cielo oscuro
de mi cabecera
y no permitas que sucumba
en la ingravidez de las desesperanzas.
Daniel Montoly (Montecristi, República Dominicana, 1968) estudiante de la carrera de derecho
en la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD). Fue finalista en el concurso de poesía
Latin Poets for Humanity, ganador del concurso de poesía de la revista Niedenrgasse y del
"Editor's Choice Award" de The Internacional Poets Society. Ha publicado en el Primer
Volumen de Colección Sensibilidades (España, Alternativa Editorial), Maestros desconocidos de
la poesía contemporánea hispanoamericana (USA, Ediciones El Salvaje Refinado), Antología de
jóvenes poetas latinoamericanos (Uruguay, Abrace Editores) y en Jóvenes poetas cantan a la
paz (Sydney, Australia, Casa Latinoamericana). El Verbo Decenrrejado (Apostrophes Ediciones,
Santiago de Chile) Antología de Nueva Poesía Hispanoamericana (Editorial Lord Byron, Lima,
Perú) y en la antología norteamericana: A Generation Defining Itself- In Our Onw Words
(AMW Enterprises, North Carolina). Algunos de sus poemas han sido traducidos al portugués,
inglés y alemán. Colabora activamente con diversas publicaciones literarias y dirige el blog The
Wrong Side, dedicado a la difusión de la literatura hispanoamericana.
Nota cultural
Hablando sobre William Shakespeare y su supuesta fecha de onomástico.
Conocido en ocasiones como el Bardo de Avon (o simplemente El Bardo), Shakespeare es considerado
el escritor más importante en lengua inglesa y uno de los más célebres de la literatura universal.
William Shakespeare (c. 23 de abril de 1564 - 23 de abril de 1616[1] del calendario juliano; 3 de mayo
de 1616 del calendario gregoriano).
Existen muy pocos hechos documentados en la vida de William Shakespeare. Lo que sí se puede
afirmar es que nació en Stratford-upon-Avon, en abril de 1564, y que a la edad de 18 años se casó con
Anne Hathaway, con quien tuvo tres hijos, y que murió el 23 de abril de 1616, poco antes de cumplir
los 52 años.
La residencia en Stratford, conocida como el lugar de nacimiento de Shakespeare (aunque es incierto).
Se dice que el poeta y dramaturgo habría nacido en la habitación con las ventanas a cuadros, William
Shakespeare (también deletreado Shakspere, Shakeespeare y Shakespeare, porque la grafía en tiempos
isabelinos no era ni fija ni absoluta [3] ) nació en Stratford-upon-Avon, en abril de 1564. Fue el tercero
de los ocho hijos que tuvieron John Shakespeare, un próspero comerciante que llegó a alcanzar una
destacada posición en el municipio, y de Mary Arden, que descendía de una familia de abolengo.
Se cree que nació cuando su familia vivía en la calle Henley de Stratford; no se conoce el día exacto,
puesto que entonces sólo se hacía el acta del bautismo, el 26 de abril en este caso, por lo que es de
suponer que nacería algunos días antes y no más de una semana, según era lo corriente; la tradición
ha venido fijando como fecha de su natalicio el 23 de abril, festividad de San Jorge, tal vez por analogía
con el día de su muerte, otro 23 de abril, en 1616, pero esta datación no se sustenta en ningún
documento.
En las últimas semanas de la vida de Shakespeare, el hombre que iba a casarse con su hija Judith — un
tabernero de nombre Thomas Quiney — fue acusado de promiscuidad ante el tribunal eclesiástico local.
Una mujer llamada Margaret Wheeler había dado a luz a un niño, y afirmó que Quiney era el padre.
Tanto la mujer como su hijo murieron al poco tiempo. Esto afectó, no obstante, a la reputación del
futuro yerno del escritor, y Shakespeare revisó su testamento para salvaguardar la herencia de su hija
de los problemas legales que Quiney pudiese tener.
Shakespeare falleció el 23 de abril de 1616. Estuvo casado con Anne hasta su muerte, y le
sobrevivieron dos hijas, Susannah y Judith. La primera se casó con el doctor John Hall. Sin embargo, ni
los hijos de Susannah ni los de Judith tuvieron descendencia, por lo que no existe en la actualidad
ningún descendiente vivo del escritor. Se rumoreó, sin embargo, que Shakespeare era el verdadero
padre de su ahijado, William Davenant.
Fuente: Wikipedia.