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EL ÁRBOL DE DON EMANUEL
Catedral de pájaros
COR AD COR
Ediciones
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Poco antes de romper el alba de
un hermoso día primaveral, donde los
primeros destellos del sol que se asoma
por el levante cruzan como rayos, de
un amarillo pulido, el cristalino cielo
de la comarca, Don Emanuel, luego de
atizar los carbones que la noche
anterior había dejado abrigados con
ceniza, procuró poner la pava para
tomarse unos mates y así comenzar el
día. Cuando ya se le veía la testa al
astro rey, salió de su casa. Tomó un
senderito que desde el umbral iba a
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dar a un arroyito de aguas cristalinas
donde bestias y cristianos abrevaban
cuando la sed arreciaba. Este arroyito
descendía serpenteando y cantando
suavemente hasta perderse en el valle.
El sendero que por espacio de unos
cuantos Ave María iba deslizándose al
margen derecho del arroyo, al
encontrarse con un monte de
espinillos, se desviaba a la derecha y
arriba. Y de allí se elevaba hasta la
cumbre de un cerro cercano.
Mientras caminaba a la vera del
arroyo iba escuchando y deleitándose
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con el susurro del agua al acariciar las
piedras. El rocío primaveral hacía
realzar las fragancias de las florecillas
que en esta época del año se vestían
con más elegancia que Salomón en sus
días de gloria. Una suave, pero
creciente, luz de sol iluminaba el
sendero estrecho por el que caminaba
y hacía delicioso contemplar el paisaje
que iba dejando detrás, pues a cada
instante frenaba y giraba para ver ese
valle conocido palmo a palmo, pero
que siempre lo encontraba tan bello
como la primera vez que lo vio en sus
años mozos. Era un varón curtido por
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las labores y la vida que llevaba, pero
en él habitaba una particularidad: si se
lo miraba a los ojos descubría en ellos
la luz primigenia de la infancia que con
ahínco cultivó, eso le servía para
inaugurar su mirada cada día al
levantarse y pintar el paisaje de su alma
con los colores, los sonidos, y las
fragancias que se colaban por sus
sentidos. Su alma, delicada y
trasparente supo escribir en un
papelillo unos breves versos:
«Se estremece mi corazón cuando
contemplo
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el celeste y el azul del cielo
y a las estrellas siguiendo su curso
tejiendo música en el universo.
Así fue cuando nuevo en la vida era
Así sea cuando me haga viejo».
Colgaba de su hombro izquierdo
una alforja, allí transportaba su ración
de comida para el día, agua no cargaba,
pues el arroyo le convidaba la más
fresca y dulce que por su cauce
zigzagueaba. Y, además, llevaba una
semilla. Tiempo atrás concibió la idea
de plantar un árbol en la cima del
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cerro, para que a modo de un templo,
dominara todo el valle. –«Catedral de
pájaros»-, decía. Y pensaba que en esos
días de nostalgia extasiante, tomaría el
sendero que sale del umbral de su casa,
va por la orilla del arroyo y asciende en
el monte de espinillos e iría a
descansar bajo la copa de aquel
hermoso árbol.
Al fin, llegado a la cumbre, con
sus propias manos, curtidas por el
trabajo de la tierra, excavó un
pequeño agujero; los pensamientos se
arremolinaban, para él esto era un
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acto amor, todas sus obras estaban
transidas de amor, pero ésta, no se
sabe por qué razón, le hacía rebozar el
corazón. Sacó la semilla de su saco, y
en reverencial acto, la entregó a la
tierra. La cubrió, y la humedeció con
un poco de agua que recolectó del
arroyo. El suelo era apto, el tiempo
era oportuno, -«Sólo hay que esperar, las
cosas más grandes y hermosas crecen
despacio y en silencio»-, dijo; y se retiró
colina abajo, mientras el sol que ya
clareaba al oriente, con una alegre
sonrisa.
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Tiempo pasó. Todos los días al
levantarse para las labores diarias
elevaba la mirada hacia el oriente,
hacia el cerro donde esa pequeña
semilla, en el silencio y la oscuridad, se
iba abriendo camino hacia la luz, hacia
el cielo. Asiduamente la visitaba y poco
a poco vio elevarse un pequeño
brotecito. Y creció. El primer tiempo
debió colocarle un tutor, pues los
vientos crudos del invierno se
afanaban en arrancarlo de cuajo. Ya
con el tronco firme, le retiró el tutor.
Era un arbolito esbelto, sereno y con
una gracia particular, podía
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contemplarse desde los infinitos
puntos del valle. Su rica y delicada
plenitud de proporciones, el gracioso
ondular de sus ramas al compás de la
brisa matinal, se veían acompañados
por los susurros musicales, la fragancia
que exhala y el frescor que se difunde a
su alrededor. Todo esto invadía cada
rincón del alma de Don Emanuel y
decía: –«Éste será mi alcázar, el alcázar
donde hallará resguardo mi alma»-.
Llegó el tiempo de la primera
poda, necesaria para que el árbol crezca
con nuevo vigor y tenga una sombra
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frondosa en donde poder recostarse
¡Recostarse a su sombra! es lo que
ansiaba, pero para ello era imperioso
podar. Y así lo hizo. Mientras el
arbolito trepaba hacia el azul del cielo,
Don Emanuel disfrutaba de la
pequeña sombra que proyectaba. Allí
descansaba y contemplaba. La vista se
le llenaba con todos los colores del
valle, el amarillo del trigo sembrado, el
púrpura de los ciruelos, el celeste del
cielo y el escarlata que explotaba a la
hora del crepúsculo; los oídos eran
dulcemente acariciados por los
primeros pajarillos pobladores de su
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árbol, que alegremente veía volar una y
otra vez en busca de pequeñas ramas
para construir sus nidos. Visitar ese
árbol era su delicia.
Pero ese bellísimo árbol fue
motivo de recelo por parte de uno de
sus vecinos, por cierto, muy querido
por Emanuel. Una tarde, al caer el sol,
este vecino, cegado por la envidia, se
acercó al árbol y con certero golpe de
hacha cortó una rama. El ruido resonó
por todo el valle, fue como un
doloroso quejido. Don Emanuel se
despertó sobresaltado: -«¡El árbol!»-
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gritó. Mientras tanto el profanador
tomó la gruesa rama, la colocó sobre su
hombro y con perjura sonrisa
descendió el cerro. La noche era
oscura, noche completamente cerrada,
en donde no se podía ver ni siquiera
los pasos.
Emanuel, llegado al árbol, luego
de una agitada y sufrida subida en las
profundas tinieblas de la noche,
comprobó la herida infligida. La sabia
se vertía por el corte -era primavera, las
hojas volvían a las ramas después del
severo invierno-, y a manera de
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lágrimas descendían por su tronco
hasta llegar al suelo. Apresuradamente
se abalanzó a curar la herida, sabía,
porque era un hombre de campo, que
si las heridas de un árbol no se curan a
su debido tiempo se exponen a
infecciones, a hongos que comienzan a
matarlo. Don Emanuel curó el árbol
herido, y a la primavera siguiente una
nueva rama venía a suplir aquella
arrancada sin clemencia. En tanto la
rama arrancada no volvió a florecer, se
marchitó, al igual que el pobre corazón
del desleal amigo.
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Aún hoy, este último, persiste en
hacer reverdecer algo que de por sí está
muerto, pues se lo separó del tronco y
de las raíces. En tanto, Emanuel
disfruta de la sombra de su gran árbol,
que si bien a medida que crece le
suelen aparecen algunas alimañas y
ciertas enfermedades propias de los
árboles que no puede erradicar y curar
rápidamente, sigue ofreciendo su
sombra de ensueño mientras se eleva
vigorosamente hacia el cielo.
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San Luis, Argentina
25 de marzo de 2020
Fiesta de la Anunciación
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