Obed González - Muerte de tercera

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Poesía. Colección Desde la Otra Orilla. México

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Obed González

Muerte de terceraObed González

© Obed González 1a edición. 2004. Impresa. Ediciones del Lirio Tintanueva Ediciones 2a edición. 2009. Internet.

Ilustración de la portada: Carmina Hernández

A mi padre

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I

Algo se quiebra dentro, silencios que agrietan los de-secados mosaicos de mis pulmones. Jardín gris donde todo cae, frágil por un peso muerto. Las pupilas reco-rren el viento con ansiedad asmática. Estás más lejos. Acaricio tu mudez, huracán que deshace huesos y re-vienta venas. Dolor suspendido en el ámbar de mis epiplones. Algo se derrumba en la cabeza, caracolea por el mármol de mis costillas deja mi mirada en pro-fundo negro. Ya no estás…

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II

En el interior, en la negritud de los párpados, un trazo blanco ilumina la oscuridad. Tu cara enciende los ma-res, los montes y las praderas. Para estar en tu vientre se tiene que ser puro. Alma enlazada con Dios.Por conductos de luz te vi por vez primera, cuando lle-gó la noche.

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III

Caminas bajo el sol y la luna, y de camino me en-señaste el tuyo —el que recuerdo hoy—. El sueño recostado en el mar y en trozos de estrellas tus ca-ricias. La hojarasca y la hierba seca encendían mis días. Mi alma como barro cocido se erguía a tu lado. Tu mano jalaba mi cuerpo, río sonoro que desemboca en la vida. Y donde el cielo y la tierra son, ya éramos nosotros.

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IV

Se quebranta una esfera, los dientes se tallan reso-nando una tumba. Con mis ojos acaricio tu cabello, trémulo beso de mi llanto.

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V

Así como este amanecer me siento, perdido como en un pasadizo sin destino. Procesión del entierro. La llu-via anega todo, ahoga todo, menos las lágrimas. Lloro que ahoga a la lluvia. Los coros revientan las gotas y un silencio resquebraja mi grito. No hay voz. No hay sonido…

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VI

En las estaciones del tiempo se queda poco. Morir en el grito de quien nace. Quedarse en los ojos flacos de quien quisiste y en el oído de quien te quiso como una efímera canción de escape.

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VII

Bocas de llanto en la sombra de tus ojos. Allí donde se es puro, palacios de fuego surgen. Perdido en el océa-no de ti. Escondido en lo más íntimo de mis venas, se prolonga la serpiente que éxtasis destila, comienza a despertar.

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VIII

Es media madrugada y el recuerdo se estampa en el pensamiento. El viento frío sopla y me escucho. Un caparazón de dolor y lodo se forma en mi espalda, pesa y desgarra mi alma y cuerpo, espiral de sangre y palabras que taladra mi cabeza, dejándome en un la-berinto de dudas, carcajada de noche oscura que des-nuda a la negra ave que de madrugada espera.

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IX

Una ave incendiada parte a la mitad de la recáma-ra, las sombras gobiernan, arremeten contra el sueño. Me ciño a tu talle, mi cabeza se mece entre tus pier-nas, mi cuerpo siente algo extraño: placer, placer, ma-riposas que danzan en el cielo azul de tus ojos mamá. Oleaje giratorio que se humedece. Alzo la mirada, tus ojos se clavan en los míos, suavemente me sepa-ra de ti. Caminas como elevándote, te pierdes entre el humo, la música y las fichas. Una puerta en penumbra lentamente, se cierra.

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X

En esta habitación, frente a tu retrato, se nubla la vis-ta y el recuerdo es más claro, ¿por qué me sembraste a Dios si tú no lo cosechabas? Una batalla en mi interior se presenta, tú siempre tú, estás en el rojo de mi obse-sión y no logro disuadirte. Te coloco en un nicho como a una santa, pero como eres mujer, te quisiera bajar para convertirte en eso, mujer, mujer, mujer. Por la pared te escurres hasta ser sombra.

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XI

En la misma víscera en que me amarro, sucios con-ductos me dieron luz. Entre tus piernas quedaron: vó-mitos de hombres, monedas, sal y un Dios invidente. Madre: sierpe inasible, si en tu vientre me hubiese quedado, habrías reventado en excremento y semen; ocaso secreto de ratas y rabia, camino baldío donde escondo mi dolor en mis largas y ausentes masturba-ciones. Vértice de llagas maduras que agrietan el si-lencio donde un reptil oscuro aguarda.

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XII

En el alba inútil, una calle baldía, ¡ojalá hubiera na-cido muerto! —¿o lo estoy?—. Tanto he querido ser y no soy. Las olas apestosas de tu vida, pedazos de mi hígado expulsan, ¡dónde me he metido muerte!, te ofrezco explicaciones y me das respuestas de incerti-dumbre, caos y derrota. Ya cabroncita ineludible, llé-vame y ¡ya!

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XIII

¿Escuchan? ¿Oyen el aletear de las langostas? Estalli-dos queman todo, granizo y fuego mezclados con san-gre. ¡Un segundo retumbe de trompeta! ¿escuchas? La montaña de fuego desciende al mar, se precipita el océano en rojo púrpura. Cae, cae, cae la tercera parte del Mundo, mientes, mientes sintiéndote una santa, pretendes apagar el fuego, bajando orgullosa el man-to de mis pestañas.

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XIV

¡Cama!, no gires. Son en vano mis esfuerzos, el ajen-jo anega mi lecho las estrellas caen del cielo, la tem-pestad arrecia, se expande el humo del incensario y cubre parte de la Tierra. A la deriva, a la deriva, a la deriva náufrago, y del cielo nocturno, murmullos en los ojos de un abismo que procura el silencio.

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XV

El día cae en un rincón crepuscular, la sangre hierve, convulsa mi cuerpo; se posa en la colina de mi alma. La tentación y el arropamiento entre mi cabeza y mis pies, como serpientes de terciopelo, trémulas igual que yedras. Desnuda descansas en la estancia de mi desvarío. No debo pensar así. La mañana desgasta-da se desploma en el borde del ocaso. Un caballo de bronce cruza por mis ojos. Me ciega.

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XVI

Con voz de bajo comienzo a gritar, no es poco este do-lor. La tercera parte del sol fue herida. ¡Oscuridad!, ¡oscuridad! Caen la estrellas, comienzo a ver cómo se desploman revolcándose en la tierra. Despierta el des-concierto y rencores enterrados. Se cuelga el calor de marzo.

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XVII

¡Quién llama! Ya ha pasado un ay, tal vez esté a un día de distancia. Me persigue el relámpago de mi cuerpo encima del agua. Sobre el Éufrates hay cuatro ángeles. Los cuatro jinetes corren por la Tierra, mi voz no puede detenerlos. Prendido a la cola de fuego de un corcel corro por el cielo, y el aire, y las aguas, y la tierra. Ahí, corren cuerpos sin cabeza.

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XVIII

Tiembla. Ruge un león. Siete truenos emiten sus vo-ces, sí, a través del desierto ardiente. El fuego-jinete en la selva corroída de éste mundo. Una sonrisa ar-quea tus labios. ¡Ya no! No, no languideceré otra vez como la luna, esperando errado el compás de tus pa-labras. Escúchame: me lavaré, iremos todos —devuél-veme el corazón y la fe hasta el último bazo de mi cuerpo!—, no es muy lejos.

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XIX

Tras la mirada torcida, los cuerpos despedazándose. El cielo se cierra. Tú me alcanzas, me hieres. No hay más camino que el que me enseñaste, no me hablas-te del infierno ayer, por eso estoy en este camino hoy. No me hablaste ayer. Espero. Pronto mi alma se tor-cerá en un grito, pero heme aquí, que humildemente me inclino.

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XX

Hay tranquilidad. Sobre el monte: desde aquí se ve una estrella resplandeciente. Ya lavé mi ropa, no hay muertos ni lodo en ella. Creo que fue un sueño —así lo siento—. La bestia emerge, su hocico vomita palabras de muerte y destrucción —no, es el hombre, que monta en una de sus cabezas, quien habla—. El mundo se in-clina ante ella —no, no todos—. Yo sé que todos paga-mos por una mujer —más no por ella—. ¡Dios, bestias luchan, y se destrozan en el cielo!

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XXI

¡Mira! —¿sobre la arena del mar?—. No, más allá, so-bre el horizonte. —Sí una luz—. Hay algo dentro, las estrellas parecen pálidas a su lado. Sí, es cierto, él vendrá en breve, son fieles palabras. Monto en el cor-cel de la tranquilidad y del perdón. Adiós madre… Dios te bendiga.

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Contenido

I 4II 5III 6IV 7V 8VI 9VII 10VIII 11IX 12X 13XI 14XII 15XIII 16XIV 17XV 18XVI 19XVII 20XVIII 21XIX 22XX 23XXI 24

La edición para internet de

Muerte de tercera de Obed González

se terminó en la Ciudad de México

en julio de 2009.

En su composición se usaron

tipos de la familia Candida BT.