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Mier, Raymundo “Migración e infancia: De los cuerpos confinados a la invención de la experiencia”
Foro Invisibilidad y conciencia: Migración interna de niñas y niños jornaleros agrícolas en México 26 y 27 de septiembre del 2002
MIGRACIÓN E INFANCIA: DE LOS CUERPOS CONFINADOS A LA INVENCIÓN
DE LA EXPERIENCIA*
Raymundo Mier**
La migración: condiciones globales y determinaciones locales
D
esde el primer momento, la relación entre migración e infancia en el
espectro de los fenómenos contemporáneos hace evidente, no sólo la
condición extraordinariamente compleja de cada uno de ambos
fenómenos, sino la transformación acelerada de su sentido social y político, sus
consecuencias en la metamorfosis cultural y política y en el destino incierto de
grandes concentraciones demográficas.
Si bien, es evidente que en este proceso quedan implicados en principio
dos ámbitos de determinación nítidamente reconocibles: por una parte, la génesis
y la construcción de la identidad psíquica y social del sujeto durante la infancia,
sus momentos, las condiciones de su desarrollo, la mutación de las respuestas
estructurales de los procesos psíquicos a las exigencias intricadas, precarias,
inestables de los cambios políticos, simbólicos y de interacción involucrados en la
* Este texto amplía y desarrolla algunas de las propuestas presentadas por primera vez, en forma preliminar, en el Foro Invisibilidad y conciencia, Septiembre 2002. En esa ocasión, la reflexión se enriqueció notoriamente con la exposición del doctor César Manzanos, muchas de cuyas ideas sirvieron como referencia y como desencadenantes de muchas de las presentes consideraciones. **Profesor-investigador en la Universidad Autónoma Metropolitana-Xochimilco. Profesor de las asignaturas de Teoría antropológica y Filosofía del lenguaje en la Escuela Nacional de Antropología e Historia.
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modernidad; por otra parte, las condiciones globales de los procesos de
migración, sus determinaciones locales, las consecuencias culturales de una
migración que involucra arraigos y reconstrucciones de entornos simbólicos y
cognitivos en el seno de culturas dinámicas y entornos políticos inhóspitos, las
fragmentaciones, escisiones, bifurcaciones y desplazamientos de segmentos
culturalmente identificables de población y las pautas de estabilidad y de
intercambio que emergen, sus redes mutables, el horizonte apenas adivinable de
los procesos de recreación cultural, política y subjetiva de quienes se ven
involucrados en estos movimientos masivos de poblaciones.
En efecto, si bien cada una de estas vertientes del proceso revela
condiciones específicas, la propia expresión conjugada de ambas da lugar a
procesos cuya fisonomía permite bosquejar, más que nada, una gama casi
inabarcable de facetas inquietantes, inexpugnables, que parecen eludir la
elocuencia de nuestras actuales categorías analíticas, vengan éstas de la an-
tropología, las vastas y heterogéneas regiones de la psicología o el psicoanálisis,
las sociologías de variadas inscripciones, o bien, los parámetros distantes y los
índices materiales de las demografías o los marcos de evaluación de las políticas
públicas. Este conjunto de incertidumbres revela, asimismo, de manera reflexiva,
la exigüidad y los alcances precarios de las pocas respuestas que hemos podido
esbozar, y la clara insuficiencia de nuestros instrumentos de análisis.
Estos dos ámbitos a los que me refiero: en el dominio infantil, a los procesos
de conformación de vínculos, identificaciones y hábitos; a las formas de respuesta
social, las pautas de interacción, las capacidades de orientación y de invención de
significación en la experiencia infantil, entre otros, entran en resonancia con los
regímenes de consumo, los marcos de operación de los mercados, las formas de
instauración de las jerarquías sociales, políticas y simbólicas en general, la
invención de los espacios, los contornos de la escrutabilidad de lo público, o la
instauración de las formas canónicas de un derecho cuyo origen se sustrae a toda
interrogación crítica. La intervención de cada factor en la conformación de la
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identidad de los sujetos y de las acciones recíprocas, señala ciertas facetas y
condiciones de determinación del proceso que algunos denominan global.
Así, en un primer momento, al hablar de globalidad sería preciso enfatizar,
más bien, no la incidencia o debilitamiento, no la presencia o ausencia de
determinados agentes –cuya inserción en las políticas públicas o en la
instrumentación particular a la que dan lugar es siempre local– sino la
conformación de ciertos umbrales, ciertas condiciones “de frontera”, ciertos
factores cuya dinámica o cuyo reposo basta para suscitar, por una resonancia
apenas anticipable, cierto tipo de respuestas que, aunque imprevisibles, son sin
embargo consistentes entre sí y con los marcos en lo que surgen. El nombre de
globalización no puede designar un agente o conjunto de agentes capaces de
exhibir una omnipresencia en las más diversas fronteras, sobre territorios
humanos o políticos ampliamente diferenciados, o sobre la vastedad sin
resquicios de la superficie geopolítica. La globalización nombra, más que otra
cosa, un conjunto de condiciones, impuestas en ámbitos particulares y destinadas
a garantizar el comportamiento de ciertos objetos, y que hacen posible el control
de las pautas de funcionamiento de sistemas de flujos que comprenden,
fundamentalmente: flujos de capital financiero, flujos de información, flujos de
mercancías, flujos de trabajo.
Estos flujos, por supuesto, requieren redes autónomas de funcionamiento,
pero a la vez, conforman un conjunto de procesos enlazados sistemáticamente:
unos modifican a los otros, de manera distinta en diferentes condiciones de
manifestación local. Esta manifestación local es equívoca: exige ciertas pautas
“miméticas” de la materia, pero al mismo tiempo, la propia mimesis engendra a
su vez repercusiones propias, gesta sus propias condiciones de regulación, altera
las condiciones locales que la hacen posible. Así, los flujos de capital financiero,
que requieren a su vez de flujos de información, se expresan en modos
singulares, “focales”, de expresión material de la riqueza, se enlazan así con los
flujos de mercancía dedicados a la formación de los mercados, pero también
suscitan, en este comportamiento conjunto, nuevas pautas de información local,
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engendrada en el consumo, en la expresión material de los mercados, y en las
condiciones mismas de aceptabilidad de las informaciones locales. Por otra parte,
los flujos de trabajo se expresan, privilegiadamente, en las formas desplazadas
de la producción, en su disgregación –dando con ello la impresión de que “las
fuentes de trabajo y los centros de producción “emigran” a países periféricos,
dando lugar a empleos y “diseminando” asimismo la riqueza, cuando en realidad
no son sino la constitución de focos desagregados de “captura” y asimilación de
los flujos de trabajo–, pero también en flujos migratorios, en grandes
movimientos demográficos. Las condiciones que estos flujos reclaman, a su vez,
engendran otras condiciones de eficacia específica, que actúan localmente y se
expresan en formas simbólicas características, modos de regulación de asen-
tamientos y modalidades de los movimientos poblacionales, organización y efica-
cia locales de los mercados, formas particulares de expresión, circulación y
control del capital que, a su vez, se expresa en la fisonomía singular de los
universos de consumo. Juego de engendramiento recíproco, las condiciones para
el desplazamiento global de cada uno de estos flujos da lugar a condiciones y
determinaciones locales de control, que se expresa en modalidades también
locales de la expresión material de esos flujos.
Pero esas determinaciones no son restringidas ni homogéneas: los flujos
de capital no requieren sólo del control de las formas de capital, sino de las
formas generales del intercambio, de la preservación, la transmisión y la
acumulación de la riqueza: es decir, reclaman un control de los linajes, las formas
de la herencia, las modalidades de la asociación, las formas de la solidaridad, los
destinos del consumo. Estas formas de control, a su vez, encuentran su sustento
en las modalidades singulares de expresión del sentido de los cuerpos, de las
formas de la identidad colectiva, en los regímenes familiares: el régimen de
control comprende no sólo entonces las vías materiales y simbólicas de la
circulación de los flujos, sino un conjunto de pautas institucionales relativas a sus
expresiones materiales e, incluso, formas de control radical de la intimidad.
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La exigencia de funcionamiento de los flujos se expresa entonces como un
reclamo de pautas morales, de formas de significar los vínculos y los objetos, de
modo de presentación, despliegue y disciplina de los cuerpos, e, incluso, en
formas particulares de dar forma a la experiencia, a la sensibilidad y a las
expectativas. El control de los flujos se expresa privilegiadamente en las formas
singulares en que la experiencia individual y colectiva, están modeladas
localmente para conformar el sentido del tiempo. Estas secuelas del control, sin
embargo, son en cierto sentido, ajenas a nuevos controles recurrentes. Se
diseminan. A la vez que actúan en la regulación de esos flujos, proyectan sus
requerimientos sobre distintos dominios demográficos, sociales, políticos y
simbólicos tanto internos a los territorios forjados por los flujos, como externos o
periféricos a ellos.
La expresión local de estos flujos crea a su vez, no sólo formas de control
sino modos de diseminación de estos flujos y de campos y objetos correlativos de
control: sistemas de mercancías, modos de organización, orientación y signi-
ficación del intercambio, conglomerados sociales surgidos de la emigración en un
cierto territorio geopolítico, esferas simbólicas –patrones de lenguaje, proce-
dimientos institucionales para la representación y la inteligibilidad de los propios
procesos y los entornos, modos de respuesta colectiva de las “instituciones
íntimas”: la familia, la alianza sexual, la expresión de las emociones, la
delimitación de las esferas de inteligibilidad de los acontecimientos, los vínculos y
la gobernabilidad misma de los procesos sociales. Esta asimilación de las
condiciones globales, las condiciones locales y los procesos creados localmente a
partir de la composición de todos los factores concurrentes da lugar a lo que
podemos llamar una síntesis dinámica –a esa síntesis colectiva, dinámica, capaz
de engendrar como una forma significativa las pautas singulares de una
experiencia colectiva, que es a lo que llamamos imaginario– que se expresa en
ciertos movimientos y respuestas colectivas: en la creación de formas
institucionales propias, imprevisibles, formas de restauración de la memoria y de
la alianza, a veces adaptativa, pero capaz de ofrecer, en esta adaptabilidad,
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posibilidades de engendrar formas de control ajena a las determinaciones
globales del comportamiento de los flujos.
La calidad dual de la síntesis social e histórica que se produce, expresada
como un ámbito de prescripciones, exclusiones y derivaciones simbólicas es quizás
lo que constituye la fuente de su “eficacia” enigmática: da lugar a estrategias que
ahondan y agudizan el control social en ciertos dominios de la experiencia, pero
también, simultáneamente, abre la posibilidad de lo innominado, de lo que escapa
a las formas codificadas del control, da lugar a experiencias de enrarecimiento del
vínculo tradicional o a la derrota de los hábitos cotidianos de inteligibilidad del
mundo. Así, la “síntesis local”, cuando se produce, ahonda al mismo tiempo la
regularidad y la extrañeza en proporciones asimismo incalculables. Es patente que,
para que las condiciones globales alcancen las dimensiones de mayor eficacia, la
condición equívoca de estas síntesis colectiva debe reducirse al mínimo: las formas
de creación a la deriva de experiencia colectiva reducirse a expresiones parásitas,
a “contaminaciones” política y socialmente excluibles o destinadas a un olvido
inmediato, a la desatención o la insignificancia. Nuevas formas de control se
instauran para asegurar la insignificancia de estas exploraciones periféricas de la
experiencia.
Lo que se ha dado en llamar globalización tiene como referencia estas
formas de control estratégico, la instauración de condiciones y formas
generalizadas de control para asegurar el desempeño eficiente de estas tramas
de flujos heterogéneos y la implantación de códigos y regímenes de intercambio
rígidamente controlados, tanto en sus objetos, como en sus dominios de validez y
en sus jerarquías de valoración. Dan lugar en consecuencia a un conjunto de
instituciones “posibles”, un juego conjeturable de posibilidades y de exclusiones
que han derivado en una transformación radical del mundo moderno, en la que
atestiguamos la ampliación material de los territorios de circulación, pero,
concomitantemente, también la implantación de linderos y clausuras cada vez
más rígidos para las segmentaciones demográficas y geopolíticas en las que estos
flujos son posibles, y una restricción tajante a la capacidad de acceso a los
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“beneficios” eventuales acarreados por la circulación restringida y el goce local de
la ampliación de posibilidades de “bienestar” acarreados por estos flujos.
Atestiguamos el paso de fenómenos de significación restringida a fenómenos con
pretensiones de significación ampliada, la transformación de la primacía de
pautas de control local, con formas propias de síntesis y de asimilación de nuevos
vínculos sociales y formas de control también locales y de larga duración, contra
el privilegio de formas sintéticas de control con exclusión radical de todos los
sentidos periféricos, cuya duración o mutación debe responder “flexiblemente” a
las exigencias de desplazamiento y de fundación territorial de los flujos. No
obstante, es preciso, quizás una consideración adicional a la noción de flujo: no
se trata propiamente de un movimiento continuo, sino de una secuencia
programada, discreta y codificada de entidades que se desplaza de manera serial.
Sin esta primacía de la codificación y sobrecodificación de las secuencias de
información –exigencia que se extiende a las operaciones políticas, a los
indicadores demográficos, a los espacios públicos, a las secuencias informativas,
a las denominaciones de las operaciones de mercado, a la creciente predictividad
jurídica de los actos, o a la naturaleza de la información financiera– la eficacia
controlada de los flujos no sería posible. No se trata de determinar el curso o el
destino de los movimientos de flujos, sino de asegurar su reconocimiento, su
significado y, eventualmente, de establecer los márgenes para el sentido y la
dinámica expansiva de sus secuelas.
Cuando llamamos la atención sobre movimientos demográficos migratorios
es preciso admitir cuando menos la noción incierta de fronteras y territorios, y la
necesaria implicación, precisa, del carácter contemporáneo de estos movimientos:
estos desplazamientos de fuerza de trabajo, que involucran el vaciamiento y
saturación de la potencia productiva de territorios diferenciales, y, por otra parte,
exigencia de regímenes de organización, selección, orientación y uso de esa fuerza
en estructuras productivas y estructuras de consumo y de mercado de alta
rentabilidad en condiciones óptimas de eficacia.
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Las migraciones son la expresión material, corporal y simbólica
inextricablemente integrada en los flujos laborales. Así, los movimientos de
migración se distinguen nítidamente de los flujos de trabajo aunque, en la
expresión dominante del panorama del mundo global, unos y otros estén con
frecuencia íntimamente relacionados y exhiban patrones de determinación
recíproca abiertamente reconocidos e incluso regulados jurídica y
geopolíticamente. Por lo tanto, es preciso reconocer la calidad diferenciada de los
desplazamientos seriales de fuerza de trabajo asociados a movimientos de
migración, de otros flujos demográficos que adquieren una fuerza simbólica y
material nada desdeñable en la modernidad: los desplazamientos “turísticos”, no
menos relevantes por la incidencia que muestran en las configuraciones
simbólicas de formas de vida y la identidad de ámbitos simbólicos cuyos procesos
tienen también una fuerza de diseminación propia.
No obstante, a pesar de su mutua determinación, la distinción entre los
desplazamientos seriales de la fuerza de trabajo y los movimientos migratorios
deriva, necesariamente, en la diferenciación de otros desplazamientos seriales
concurrentes: por una parte, desplazamientos de información asociados a los
procesos económicos, productivos y relativos a la organización del proceso de
trabajo, y por otra parte, otros flujos “parásitos”, “suplementarios” de información:
aquellos conformados por la calidad significativa de los cuerpos, la memoria
narrativa, los hábitos, la trama de alianzas y linajes, las jerarquías de prestigio y
las estrategias de poder, las regularidades rituales, las formaciones cosmogónicas,
las constelaciones de objetos y esferas de valor, las figuras expresivas del deseo
en su expresión colectiva. Estos dos desplazamientos seriales de información: la
destinada al control y la explotación óptima del trabajo y la implantación
enrarecida de significaciones “suplementarias” tienen destinos distintos, lógicas
diferenciadas y, con frecuencia, engendran en las colectividades impulsos de
sentidos antagónicos y no pocas veces inconciliables, tensiones cuya resolución
deriva en escisiones sociales, formas conflictivas del intercambio, fractura de
vínculos de interacción, mutaciones drásticas de los universos simbólicos propios
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de los movimientos migrantes, no menos perturbadores que aquellos que se
engendran en el entorno simbólico que los acoge. La información orientada
precisamente a consolidar los procesos productivos queda sometida a principios
jurídicos explícitos, mecanismos de control y de exclusión nítidamente articulados
y referidos a un cuerpo de saberes –economía, administración, demografía,
psicología social de las organizaciones– que asegura la rentabilidad del trabajo y
realiza las operaciones de transformación de los desempeños del trabajo, en los
códigos contemporáneos –informáticos– de acrecentamiento, desplazamiento y
reconversión de los desplazamientos seriales del capital financiero.
Estos saberes encuentran en su propio entorno, formas de convertibilidad
destinada a crear expectativas, modos, mitos, formas, modos de construcción del
mundo, formas de representación, modos de significación, ámbitos de la
información en resonancia con el universo simbólico “huésped”, pero cuya
dinámica está en permanente disyunción, e inadecuación respecto de los
procesos seriales de reconstrucción simbólica de los asentamientos de migrantes.
Ambos procesos de gestación simbólica, aquellos derivados de los modos de
gestión del trabajo, y aquellos derivados de las formas “suplementarias” de vida
de los grupos, entran también en diálogo, sustentan su propia autonomía, pero
no pueden eludir una mutua dependencia, reclaman estrategias de implantación,
mecanismos de reconocimiento, un régimen de identidades y de hábitos, de
acciones y de significaciones que no solamente inciden sobre la vida de las
comunidades de migrantes, sino, en canales distintos y con distintos alcances e
intensidades, sobre las formas de vida de las comunidades que reciben el trabajo.
Así, no solamente los flujos de trabajo ejercen una transformación directa
del universo que los reclama, sino que los flujos heterogéneos de información
inherentes a ese desplazamiento serial del trabajo y los movimientos migratorios,
suscitan nuevos y diferenciados procesos, resonancias, significaciones que
reclaman a su vez nuevas y más diferenciadas estrategias de control, y nuevas
formas de gobernabilidad. Esta dinámica no puede sino engendrar territorios que
no corresponden ya solamente a fronteras nacionales, o geopolíticas, sino que se
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extienden a otros dominios –en las estrategias modernas, post-industriales de la
gestión social, la segmentación de clases no fue sino un lindero visible, elusivo y
poco significativo, de una estrategia de segmentación múltiple que pronto hizo
ver otros territorios e identidades: superficies relativamente homogéneas de usos
simbólicos, de formas de vida, de regímenes jurídicos, de hábitos y regímenes
disciplinarios, de mayor o menor capacidad de respuesta vital o de solidez de los
vínculos y las alianzas colectivos.
Así, eso que algunos llaman globalización no es sino una estrategia general
de engendramiento de territorios de control y pautas de exclusión selectivas. Se
trata de pasar de las formas visuales, tangibles, evidentes de territorialización, a
las formas elusivas pero implacables de territorialización abstracta: segmentar los
universos simbólicos, crear archipiélagos que circunscriben a las acciones
colectivas para transformarlas en espectáculo, ahondar el aislamiento de los
hábitos íntimos, dar cabida a la estructura abismal de la insularidad de las formas
de vida en los distintos planos del vínculo colectivo. Es también una posibilidad de
alentar un repertorio creciente de formas de identidad y de jerarquía, modos de
estratificación de la vida capaces de responder dinámicamente a la exigencia de
mutación de las tramas de control reclamadas para el funcionamiento óptimo de
los desplazamientos seriales con un dominio irrestricto en sus territorios propios,
radicalmente excluyentes.
A cada uno de estos sectores abstractos responden entonces pautas de
control territorial cuya máxima expresión es la implantación de las existencias de
autocontrol bosquejadas sobre los horizontes utópicos del derecho como garantía
de certidumbre sobre el riesgo y la ansiedad del destino incierto de estas
constelaciones diferenciales de la vida social. La globalización –la creación delirante
de “un solo mundo”, uniforme, homogéneo– no es sino uno más de los “grandes
relatos” –quizás uno de los más inquietantes y perversos, el más reciente y más
equívoco de la modernidad post-industrial–, de las formas de recreación narrativa
de las lógicas de la necesidad, de los recursos de “naturalización” de la tragedia y
del destino, propio de las estrategias de exclusión y control contemporáneas. La
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globalización no es sino la consagración de un régimen de creación y
recrudecimiento de las identidades como una condición fatal de la sectorialización
del proceso de acrecentamiento de la riqueza y los procesos de decisión, una
polarización de los mecanismos de exclusión, de los mecanismos de
desplazamiento circunscrito, de los núcleos de acumulación de la riqueza.
Cada vez más, este régimen dinámico de engendramiento y gestión de
territorios de exclusión reclama de estrategias más sutiles para conjurar el más
drástico y más hondo desequilibrio en todas las esferas de la vida colectiva e
íntima, asociada a las pautas diferenciadas de uso y gestión disgregada del
trabajo, a las estructuras inconmensurables de consumo de mercancías entre las
distintas comunidades, al reconocimiento y la asimilación de información, de
imágenes, de lenguajes, de escenografías, de despliegues escénicos espec-
taculares, de formas privilegiadas de la visibilidad.
Estas estrategias pasan por el acrecentamiento del control en todos los
contornos de fronteras tanto abstractas como tangibles. Estas estrategias,
capaces de responder a la creciente expansión del “archipiélago” geopolítico y sus
manifestaciones jerárquicas y transversales, operan como una circunscripción
selectiva de las identidades simbólicamente relevantes, de los lenguajes, de los
objetos, de las necesidades, de los placeres, de los vértigos, de los riesgos, de los
cuerpos, de los goces. Surgen estos archipiélagos que, no obstante, parecen
exhibir una vocación absorbente, capaces de incorporar en su mismo movimiento
de expansión toda identidad autónoma, e incluso aquellos polos disgregados. Más
aún, los polos de resistencia que buscan salvaguardar la prefiguran y realizan,
paradójicamente, en una lógica vertiginosa, el impulso de territorialización de la
expansión “global” y las formas “capilares” del control, la diseminación de
autocontrol destinado a preservar y ampliar la segmentariedad social. La
multiplicación abismal y la ampliación indefinida de los contornos territoriales, fija
de manera móvil pero tajante los umbrales de este proceso de territorialización,
para vaciar de sentido toda pretensión de identidad, alienta el vaciamiento
progresivo de toda creación de autonomía no sólo en el ámbito propio de lo
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político sino también en todos los otros dominios culturales. Este vacío de
sentido es también, inevitablemente, la cancelación de lo político.
Esta nueva definición de territorio, confinamientos abstractos, controles no
menos abstractos, hace de los territorios evidencias invisibles que dan lugar a
experiencias singulares ajenas a toda argumentación, a la presentación de
certezas verosímiles. La argumentación —y por consiguiente todo criterio para el
establecimiento de umbrales de legitimidad reconocibles— se segmenta también,
ajena a toda presentación de evidencias válidas colectivamente. No es solamente
la multiplicidad de los territorios lo que hace insostenible la lucha por la
legitimidad, lo que hace absurda la argumentación es la mutación vertiginosa de
los umbrales de validez de toda evidencia colectiva.
Los territorios de infancia y de género. Los sentidos “suplementarios” de
la migración
La tentativa de circunscribir, de dar una identidad autónoma a la infancia, de
convertirla en una dimensión al mismo tiempo singular y parte significativa del
proceso de constitución de la identidad del sujeto tiene una breve historia.
Emerge con la modernidad misma y es, quizás, una de sus expresiones más
significativas; adquiere, tempranamente, una fuerza emblemática propia, síntesis
de visiones paradójicas: promesa y germen de la existencia plena, paraíso
perdido y condena, momento de máxima potencia y de indefención, experiencia
ejemplar del “progreso” y, al mismo tiempo, figura particular de un momento
primordial en que la filogénesis y la ontogénesis se encuentran en su punto
común, máxima identidad y momento de diferenciación radical.
En virtud de esta caracterización ambigua, la infancia es ya, temprano en
el siglo XIX y quizás antes, plenamente una fuente de fuerza de trabajo y un
sujeto de identidad jurídica difícilmente caracterizable en virtud de su restringida
o nula autonomía, fruto a su vez de su desarrollo incipiente y su carácter incierto.
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Las incertidumbres respecto de la infancia no eran menores que las suscitadas por la
diferencia de género, inscrita también en un dominio ambivalente de la experiencia
política y social en el momento de la instauración plena de la modernidad capaz de
reconocer la autonomía de la acción como uno de los mecanismos privilegiados
de subjetivación.
Es quizás el régimen del trabajo el que constituye en la modernidad un
dominio de máxima visibilidad de la condición al mismo tiempo emblemática y
ambigua de la infancia. Ese juego de indeterminación jurídica, de calidad ambigua
e incierta de la identidad infantil, de sus potencias y de su calidad transitoria, esa
condición expectante y al mismo tiempo condenatoria del destino de la población
infantil se restaura y acentúa en la modernidad post-industrial con el fenómeno de
la migración. La migración hace visible una ambigüedad respecto de la identidad
de la infancia que no ha desaparecido después de su irrupción flagrante en las
formas de vida de la modernidad. Se hace extrema esa disyunción vacilante entre
la vida adulta y la infantil, una fragmentación estratégica, mutable, destinada a
afirmar la forma misma del trabajo y sus mecanismos de gestión, pero surge a
plena luz la segmentación territorial que multiplica las identidades en el seno
mismo de “la infancia”: las infancias son múltiples e inconmensurables entre sí.
Cuando se invoca su analogía, es para apelar únicamente a un rasgo de
universalidad, a una pieza maquinal en la génesis de las generalizaciones
abstractas destinadas a encubrir el ejercicio legítimo de la exclusión, en nombre
de la universalidad misma del hombre. La infancia aparece como pieza mítica:
futuro encarnado, promesa, anticipación intempestiva de una señal sobre el
destino de lo humano, el advenimiento de una potencia, pero en cada una de
estas figuras míticas reside algo absolutamente claro, el sustento de una
territorialización del mundo infantil de sus identidades diferenciales.
Este crecimiento de la diferenciación es también una ampliación del ámbito
estratégico de los mecanismos de exclusión, de las formas de control de
exclusión cada vez más drásticas, pero también más sutiles, más ocultas –casi
secretas– inscritas en la visibilidad misma de la migración, en su sufrimiento, en
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las consecuencias del vacío que engendran y del desarraigo que experimenta. Esa
violencia oculta en la visibilidad flagrante y espectacular del riesgo mortífero de la
migración y el desarraigo, hace que una violencia se confunda con otra, en un
juego de mimesis que las transforma en presencias habituales, en experiencias
transparentes, adelgazadas, sin sentido, formas particulares del precio por el
bienestar.
La globalización es una imagen al mismo tiempo fascinante; extravía y
persuade a partir de los innumerables rasgos y experiencias fragmentarias de
analogías y reiteraciones que pueblan el mapa planetario. La drástica
transformación de la experiencia íntima y colectiva del tiempo: la compresión de
distancias y lapsos, la aparente primacía de lo transitorio y lo intempestivo,
deslumbra para velar las figuras persistentes de la fragmentariedad, las
identidades, la fijeza de las polaridades, la obstinación de las estrategias de
poder y la confirmación de los destinos del bienestar. Aparentemente estamos
ante una superficie con fronteras cada vez más tenues, destinadas a la
permeabilidad de los flujos abiertos. Lo que permanece en la sombra, a cubierto,
amparado por el velo de una visibilidad excesiva es la instrumentación cada vez
más drástica e implacable de controles fronterizos, entre los cuales contamos la
operación estridente de los controles en las fronteras nacionales. Lejos de
suprimirse los linderos de nación, acrecientan su violencia selectiva, su
permeabilidad regional.
Lo que define la posición particular de la migración moderna, no es
solamente una territorialización nacional sino, más oscuramente, una nueva
territorialización de las identidades corporales y de sus destinos potenciales: el
cuerpo infantil constituye un territorio no menos productivo que potencialmente
maleable, no menos que su propio mundo simbólico. Lo que se abre en los países
“receptores” de la migración del trabajo es un territorio circunscrito, claramente
delimitado, el de la reificación de los cuerpos. Trabajo corporal en los dominios
restringidos de lo que reclama el contacto con lo ínfimo, con las zonas limítrofes
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de la inmundicia o el agotamiento, en las zonas de la potencial ampliación del
rendimiento corporal más allá de los confines del confort.
Los desplazamientos de fuerza laboral están destinados a aportar la
satisfacción para esas zonas oscuras del trabajo que reposa largamente en la
estigmatización de los cuerpos y en su doblegamiento potencial a todas las exi-
gencias, los reclamos, incluso el del abandono de su propia identidad, la
asimilación radical, la docilidad mimética. Es la primacía de la corporalidad
comprometida en el trabajo lo que se reclama en el mercado de la migración.
Convocar la potencia corporal de los otros, su disponibilidad a la fatiga, a la
extenuación, a la resistencia al trámite de los desechos, su disponibilidad a
compartir ese territorio de lo desechado y lo desechable de las sociedades del
“bienestar”. Manzanos lo señaló con claridad. La pobreza no es el motor
exclusivo, privilegiado, de la migración, sino la demanda en los países del
“bienestar” de cuerpos capaces de empeñar su fuerza en este régimen laboral de
consumo material, biológico y simbólico de los cuerpos en el comercio íntimo con
los segmentos de desecho de esa misma sociedad. El doble impulso es crucial: la
familiaridad con la experiencia de lo ínfimo, lo insignificante, la familiaridad con
las zonas limítrofes de la necesidad y la experiencia de la exclusión. Este doble
juego se alimenta recíprocamente.
En la migración mexicana es uno de los rasgos del cinismo de la
destrucción: la convocatoria, tácita y sin embargo explícita en los Estados Unidos,
a la destrucción de sí de estos cuerpos; a comprometerse en la propia
destrucción como materia y como fuerza, tanto como a la destrucción de sus
cuerpos como soporte material de la existencia de una cultura, de una
expectativa y de una experiencia de vida comunitaria en el seno de un mundo
propio. En México la migración que drena y allana vastas zonas culturales,
devasta los cuerpos migrantes en todos los ámbitos de la vida. Destrucción de
redes de solidaridad, renuncia a las escuelas, abandono de los campos de
trabajo, debilitamiento de los regímenes de prestigio y de los vínculos
tradicionales, ausencia episódica o reiterada de las fiestas colectivas, desatención
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o desprecio de los sistemas de cargos, extinción de las formas de la vida
colectiva, rompimientos que se traducen también en un mayor empobrecimiento
económico, desmembramiento de las redes de solidaridad, decaimiento del
arraigo de las formas simbólicas y los procesos culturales, abatimiento de la vida.
La devastación cultural no es ajena a la devastación productiva, al crecimiento de
la esterilidad en los campos y la bajeza de las formas de subsistencia. La
emigración su vez alimenta la migración hasta engendrar condiciones particular-
mente favorables para la densidad inadmisible de la oferta de trabajo, la trans-
formación de la contratación en servilismo, las formas subrepticias o cínicas de la
hiperexplotación.
Los ritmos, regímenes, densidades, disposiciones y asentamientos de la
migración revelan formas de creación y recreación insospechadas de los vínculos
colectivos. Sin embargo, la migración ha exhibido ritmos y metamorfosis
incesantes, momentos diferenciales de consolidación de estructuras y vínculos
sociales, la capacidad de desplegar en la creación de formas de vida alternativas
las potencias de una imaginación colectiva progresivamente integrada y creadora
de formas nuevas –aunque inciertas– de identidad. Efectivamente, la migración
aparece en un primer momento como un abanico de trayectorias y destinos
disgregados, dispersos en regiones inconexas y azarosas, asentados en focos
demográficos de niveles ínfimos de subsistencia o integración colectiva,
entregados a condiciones exorbitantes de la intemperie cultural y política,
afectados de una fragilidad extrema y a la precariedad de las formas sociales,
ajenos a la memoria colectiva, a las redes de reconocimiento, e incluso a los
intercambios lingüísticos habituales; privados incluso de la imaginación
compartida de horizontes de vida. Quienes emigran lo hacen en condiciones de
ruptura radical, asumiendo condiciones de vida en los límites de la superviviencia.
La perseverancia de los vínculos y el sentido de las acciones ha sido
radicalmente trastocado por el régimen laboral y los entornos hostiles o
inhóspitos, cultural, lingüística, jurídica e incluso estéticamente inasimilables en
el corto plazo. Y, no obstante, se preserva un lazo rítmica y reiteradamente
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renovado en idas y vueltas, muchas veces fijado por los calendarios festivos,
agrícolas que moviliza tanto de los migrantes originarios, como a otros miembros
de las redes familiares –redes difusas de parentesco simbólico. Una trama sutil
de enlaces, de rutas, de orientaciones y de densidad de los movimientos
poblaciones entre las poblaciones originarias y los destinos de migración,
comienza a restaurar identidades apenas preservadas en la memoria equívoca de
la sofocación cotidiana. Bien se puede hablar de poblaciones de núcleos
disgregados, cuya implantación diferencial incita una dinámica imprevisible en la
génesis de nuevas imaginaciones y ordenamientos simbólicos.
Esta condición aparentemente aseguraría una emigración en condiciones
dinámicas perfectamente favorables a un proceso de integración progresivo, a una
reconfiguración de nuevas identidades en plena consonancia con el entorno. No
obstante, atestiguamos un movimiento “regresivo” de las colectividades a partir de
una renovada imaginación de la memoria de las propias identidades, pero ahora
bajo regímenes inauditos, una progresiva reconstitución de redes que parecen un
retorno a experiencias primarias, pero realizadas desde la experiencia del
allanamiento de la experiencia en el exilio, es posible atestiguar el fortalecimiento
en las poblaciones migrantes de una voluntad de restauración de una historia
invivida, hecha de figuraciones fantasmales de tiempos originarios, que florecen
en atmósferas inclementes para engendrar dinámicas culturales insospechadas.
La sobrevida en la fase primaria de la migración ocurrida en la inminencia de la
indiferencia, del sometimiento incondicional, de la disipación irreversible de las
identidades, de la muerte política en el vértice de una esclavitud consagrada ya
como un destino asumido, ese momento de ruptura en el origen mismo de la
emigración, da lugar a un régimen de identidad cambiante y discontinuo, pero
infatigable. La situación de asimetría en los desplazamientos demográficos, su
implantación en un país consolidado en sus redes institucionales, con ejercicios
jurídicos y organización de los desempeños laborales estructurados, que acogen
una masa demográfica y políticamente inerte, que ha sido capaz de eludir apenas
la cauda de una incesante destrucción institucional y de devastación colectiva,
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que emprende una diáspora para después reconstituirse como una red multipolar
de asentamientos en continua resonancia, en permanente comunicación, pero
también en una tensión irreparable que lleva a equilibrios inciertos de la identidad
migrante: en la inminencia del desmembramiento, las comunidades oscilan entre
fidelidades de signo incierto –al entorno que los acoge, a las exigencias del
intercambio en el seno de sus comunidades multipolares, integradas en un juego
itinerante.
Se reconstruyen redes de solidaridad como extensiones de las
comunidades originarias, reconstruidas y reformadas en cada trayecto de ida y
vuelta de los contingentes, preservando o incluso instaurando redes de
intercambio, de solidaridad, de que están provocando lo que podríamos llamar
una forma discontinua de rearticulación cultural. Esta autocreación cultural de las
identidades, de su memoria, de su universo simbólico, desborda toda posibilidad
de control y los marcos de una territorialización programada y programática.
Las redes, los grupos de migrantes recrean sus redes en condiciones de
tensión y de conflicto con su entorno, admitiendo y rechazando simultáneamente
las alternativas de asimilación. Reconfiguran patrones de identidad, restauran
sobre nuevas imaginerías y escenarios simbólicos, sobre nuevos paisajes míticos
su régimen de fiestas, sus modos de solidaridad. Responden a veces inclusive con
violencia u hostilidad exacerbada a los reclamos de identidad, revocados por
estrategias primordiales de resistencia que se anclan en el idioma, la comida, la
religión, los sustratos de relaciones míticas.
Cada núcleo de asentamiento, sin embargo, muestra una dinámica local
que le es propia, desmiente toda pretensión de homogeneidad o de anticipación
de las pautas de identidad o de los destinos culturales de la tensión entre
asimilación, recreación y mimesis de las identidades. Este régimen de
desplazamiento dual de fuerza de trabajo y masas migrantes con sustratos
simbólicos propios produce un fenómeno absolutamente inédito y radicalmente
dinámico, que desemboca en la conformación de nuevas redes necesidad de una
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nueva red de institucionalización, pero que provocan una situación de extrema
tensión interna en el país receptor.
La respuesta en los países receptores es equívoca: atenazados por la
necesidad de este régimen laboral destinado a los márgenes y los desechos, pero
incapaces de contrarrestar el efecto diseminador de los impulsos autónomos de
creación cultural en los focos de asentamiento de las migraciones, los controles
juegan con estrategias que oscilan entre las tiranías ilegítimas que terminan
minando su propio régimen de vida, y la tentación de una tolerancia represiva,
edificada sobre mecanismos tácitos de exclusión y confinamiento interno. Esta
ambivalencia se recrudece en los países en los que los patrones de control
demográfico han dado lugar a formas autorreglatorias y autocontroladas de una
rigidez extrema o de expresiones de violencia de intensidad y de orientación
azarosas. Las estrategias de control se vuelcan sobre los indicadores selectivos
de identidad, buscando un control estricto de los desplazamientos migratorios,
buscando no perturbar la eficacia de los flujos de trabajo. Las diversas
estrategias de dominación y control geopolítico post-coloniales, que algunos han
calificado, “optimistamente” como neoimperiales, parece estar llegando a ciertos
límites de eficiencia.
Como una secuela de la génesis de identidades multipolares de la
comunidades, ha ocurrido un fenómeno que tenía solamente manifestaciones
marginales y cuya relevancia se ha acentuado en las últimas dos décadas: es la
ruptura de los patrones de migración de género. Durante mucho tiempo la mi-
gración fue predominantemente masculina, lo que aseguraba el destino laboral de
la población migrante, su rendimiento, su ubicación en territorios geográficos
precisos, su arraigo, el control de sus desplazamientos dentro de los Estados
Unidos, restringía también sus posibilidades de arraigo autónomo e impelía a los
migrantes a un esfuerzo de integración restringida dentro de sus propias zonas
de confinamiento cultural, político, laboral y jurídico. Los efectos en las
poblaciones de origen –expulsoras– era la fractura de la estructura familiar, la
dislocación de las formas, ritmos y rendimiento del trabajo familiar, una
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descomposición del proceso cultural. Un empobrecimiento de la fuerza colectiva
de trabajo disponible y el trastocamiento de los equilibrios de las formas de vida
inimaginable para las formas institucionales de los países coloniales. La migración
femenina se enfrenta a condiciones todavía más peligrosas, asumiendo un
espectro de riesgos más indeterminado –que compromete todas las facetas de su
identidad y de su historia–, objeto de las estrategias destinadas a realizar en sus
cuerpos y en sus capacidades de acción cultural y política potencial una doble
exclusión: un doble estigma, como migrantes y como miembros de género
simultáneamente. Esta estrategia dual también había operado sobre los cuerpos
masculinos e infantiles cuando estos integraban mayoritariamente los contin-
gentes de la migración: al confinamiento y el control del cuerpo laboral, se añadía
el confinamiento y el control del cuerpo afectivo: reclusión en el dominio de la
sexualidad, en el de las alianzas familiares y el de la expansión simbólica del
parentesco. Los cuerpos masculinos, exiliados también de su propio lenguaje y de
sus propios placeres, arrinconados en un régimen de deseo que los margina
selectivamente de toda satisfacción –incluso de la satisfacción vicaria del
consumo–, encuentran en la migración femenina el acrecentamiento de su
capacidad de interacción en la lengua propia, y la posibilidad de recreación, en
ese entorno de satisfacciones vicarias del consumo, de las posibilidades de
reintegración de las redes tradicionales de solidaridad, ahora bajo otros
imperativos y con otras libertades potenciales.
Estas potencias engendradas por la transformación de los patrones mismos
de migración reclaman de nuevas estrategias de control. No sólo en términos de
selectividad de los flujos, de los desplazamientos seriales y los movimientos
migratorios, sino en las políticas de “integración excluyente”, de “tolerancia
represiva” con todo el régimen ambiguo de delimitación y confinamiento
abstracto de las identidades en zonas particulares de consumo e interacción, en
segmentos singulares de desempeño laboral, en la capacidad expansiva de las
redes de solidaridad y vínculos de intercambio.
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Políticas de información concurren para modelar y hacer posible la nueva
disciplina de los cuerpos, de los deseos, de las esperas, de las fuerzas vitales y
las expectativas de esas colectividades, para confinarlas en un régimen de
“invisibilidad neutra”, patente, espectacular, para avasallar los nuevos procesos
culturales engendrados por las vicisitudes incalculables de la migración. Se trata,
quizás, de confinar las nuevas pautas culturales surgidas de los efectos
“diseminados” de los procesos de migración en zonas de “exceso de visibilidad”,
es decir, de visibilidad neutra, integrada ya en zonas codificadas, equiparables,
previsibles, habituales, es decir, potencialmente insignificantes: la coexistencia de
las diferencia por estrategias de saturación de visibilidad. La saturación de la
visibilidad es, quizás, un principio de asedio de la experiencia, la muerte de lo
público. La televisión satura las vidas con ciento cincuenta canales, con
transmisiones con duración ininterrumpida durante veinticuatro horas, los
noticieros saturan con mosaicos de información fragmentaria y desarticulada la
sensibilidad a los acontecimientos, la potencial fuerza de disrupción de lo
inaudito. Esta saturación de la mirada engendra zonas incalificables de
invisibilidad, esta invisibilidad que sirve maravillosamente para la instrumentación
de políticas de exclusión y la génesis de todo esta gestión de los estigmas. En esa
zona de tolerancia por invisibilidad se ha buscado, infructuosamente, confinar a
ambas experiencias culturales: la de la migración y la de su infancia –esa infancia
de los migrantes– a una acción limitada por el horizonte inerte de la esperanza
política de una mera sobrevivencia. Ambas han engendrado a su vez procesos y
significaciones capaces de desbordar esos recursos de control y de exclusión, al
precio de sobrevivir al allanamiento incesante de las identidades, a la devastación
de los entornos y las formas de solidaridad, al recrudecimiento del silencio y la
invisibilidad. Han abierto también para nosotros y para los que vendrán la zona
de lo incalculable.
México, D.F.
Febrero de 2003
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