Post on 27-Mar-2020
LA SOMBRA FUGITIVA DEL PAN DE MAÑANA O LAS LINEAS MAESTRAS DEL SIGLO XIX ESPAÑOL Alberto Gil Novales
En 1871, en una Memoria titulada Ensayo sobre Fomento de Educación Popular, Joaquín Costa acuñaba la frase que sirve de título a este artículo, cuan
do escribía
«Hay en España muchos miles de ciudadanos cuyo fin no es realizar el bien y ayudar a que los demás lo realicen igualmente, sino perseguir eternamente, tras de un trabajo duro, la sombra siempre fugitiva del pan de mañana» (1).
El trabajo duro, y esa sombra fugitiva, eran para el joven Costa el único patrimonio de muchos españoles, casi se puede decir de todo el pueblo, es decir, de los ciudadanos que no formaban parte de las clases directoras. En 1871 estaba España en momento revolucionario, y Costa todavía tenía esperanzas; muy pronto las perderá, y se convertirá en un acerbo crítico de la etapa subsiguiente, la de la Restauración. Su nombre nos servirá de banderín y divisa para tratar de entender qué había ocurrido en España durante el siglo XIX, hasta llegar a la situación que evidencia la frase citada (aunque naturalmente no vamos a atribuirle conceptos historiográficos forjados con posterioridad (2). Además Costa es, biográficamente, un hombre de la Restauración, lo mismo que «Clarín», y por tanto en esta ocasión su nombre resulta doblemente oportuno.
Costa además -y ya acabo con él- intentó desde su tiempo trazar un puente hasta los orígenes revolucionarios del siglo. Me refiero a la Historia crítica de la Revolución española, libro de 1875, que quedó lamentablemente inédito. Su ejemplo justificará que nosotros nos lancemos también, para celebrar a «Clarín», desde las postrimerías a los inicios del siglo XIX.
El cual fue precedido, sobre todo en el último tercio del XVIII, por la existencia de una Ilustración nacional. Hoy ya es incontrovertible la existencia de una Ilustración española, admirable en puntos y nombres concretos; pero tam-
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bién hemos adquirido conciencia de sus límites, de sus insuficiencias, que difícilmente le permitirían sostenerse en el pleno concepto, kantiano y bestermaniano de una Ilustración europea. El liberalismo español de comienzos del XIX prolongará la Ilustración, acudiendo a rellenar aquellas esferas correspondientes a las del pensamiento europeo a las que no se había llegado bajo Carlos III o bajo Carlos IV; pero las debilidades estructurales del liberalismo nacional marcarán un gran paralelismo con las de la Ilustración clásica (3).
Parece que se dibuja ahora, después de la boga de estos últimos años, cierta crítica al término y concepto mismo de Ilustración, incapaz de abarcar en su contenido toda la riqueza de un siglo (4). Pero aunque estas críticas sean más o menos pertinentes -algunas no lo son- y aunque se haya abusado del término, siempre sabemos todos lo que la Ilustración idealmente significaba: una gran empresa de liberación humana. Hasta qué punto la Historia española del siglo XIX, la realidad vivida, es también una gran empresa de liberación humana, vamos a verlo o a tratar de verlo, a continuación.
El siglo comienza con la guerra llamada de las Naranjas, es decir, con una Monarquía averiada, cuyo símbolo más externo era el ascenso de un generalísimo, y prosigue con las ambiciones de este mismo personaje, Godoy, que no sabe cómo salir del enredo en que su política ha colocado a España, entre las encontradas pretensiones de Francia e Inglaterra. Primer resultado de esta política a remolque es la batalla de Trafalgar, 1805, en la que desaparece lisa y llanamente la Marina española, y con ella la capacidad nacional para seguir siendo un Imperio. Había motivos para enfadarse con Godoy, que empieza a ser un personaje universalmente odiado.
La guerra de la Independencia es la culminación de estos métodos de gobierno. La ocupación francesa de España produce una rara unanimidad nacional, en la que se ha visto con razón
Hitos y mitos de «La Regenta»
la huella del esfuerzo creador de la nacionalidad que caracteriza al siglo XVIII. Las condiciones de la lucha van a marcar al país para toda la centuria, y aun más allá. Habiendo caído esta guerra en manos de un inmenso aparato de propaganda, se ha hecho muy difícil a los historiadores ver claro en ella. Sólo muy laboriosamente va surgiendo la intelección. El pueblo luchó ciertamente, aunque no podamos admitir un patriotismo total, de friso escultórico. Hubo en esta guerra enchufados, y pancistas, y traidores, y sin embargo todos, o casi todos, pretendieron después cobrar su parte alícuota de heroísmo. Pero aún así, el pueblo luchó, la cosa es innegable, y
. creó las guerrillas y las Juntas, y en su seno surgieron las Cortes.
El pueblo luchó por odio al invasor, por defender lo suyo, sus costumbres, su tradición, su sentimiento herido de comunidad. Pero en estas aspiraciones, no obstante sus hazañas, se vio burlado, y el resultado de la guerra fue mayor miseria, y de ninguna manera ascenso a la libertad. España es mucho más pobre en 1815 que en 1808: ingleses, franceses y patriotas han destruido en los años de guerra gran parte de la riqueza material del país. Esto va a retrasar por lo menos hasta 1840 -en concurrencia con la subsiguiente guerra carlista- la recuperación económica del país. De manera que cuando gran parte de los capitalismos occidentales, jóvenes y agresivos, se constituyen, España se estanca, y América se pierde. Pero sería ilusorio creer que los efectos de la guerra y la pérdida de América son los únicos determinantes del retraso decimonónico de España. La realidad es que el siglo XVIII ha sido demasiado suntuario, y el superávit de la centuria no ha dado lugar a lo que los economistas llaman una acumulación primitiva. La vitalidad de nuestro XVIII se agosta coincidiendo con el fin del siglo, o los comienzos del siguiente. La crisis de 1808 es causa de los acontecimientos siguientes, pero también efecto de lo anterior. Por eso la Ilustración española se refleja en el liberalismo, que la va a prolongar.
Porque también políticamente el pueblo va a ser burlado, aun consiguiendo a veces cotas que parecen alcanzar valores de totalidad. En esto el siglo XIX será cada vez más ejemplar, desesperadamente cargado de significación. Conviene ya desmitificar las Juntas, que desde el principio supusieron una violación de la voluntad popular, finamente realizada, pues la suplantación se hacía tremolando esa misma voluntad. No importa que la suplantación se hiciese al servicio del Antiguo Régimen en 1808, al servicio de los intereses burgueses unos decenios después: el mecanismo es siempre el mismo, y siempre queda el pueblo turulato, viendo cómo le llevan y le traen, y le dan siempre las soluciones prefabricadas.
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A esta finalidad sirvió admirablemente durante la francesada la creación de mitos: la propia concesión de la guerra patriótica, ocasión para que la Iglesia y otras fuerzas reaccionarias se colasen en el ánimo nacional, inflexionándolo no ya sólo contra los invasores, sino contra la filosofía de la Revolución Francesa y contra la propia Ilustración, francesa, europea y nacional. El mito monárquico, fernandino más exactamente, expresión en un principio de un partido cortesano y aristocrático, que acaba fundiéndose con la exaltación patriótica, en una auténtica 0fensiva intelectual, en la que participarán también los representantes de la burguesía, porque aparentemente conviene a sus intereses tener sujeto al pueblo por un mito monárquico. El mito antinapoleónico, en fin, modalidad de lo anterior, va a crear la imagen del pueblo monolítico, conservador y reaccionario, porque así -se dice- es metafísicamente nuestra patria. Estos mitos surcan todo el siglo XIX, y con mayor o menor adecuación a las realidades cambiantes los encontramos incluso a nuestro alrededor, en pleno y periclitante siglo XX (5).
Pero esta evolución no se hizo sin que la serie de grandes catástrofes nacionales llevase a cambios sustanciales en la gobernación del país. Carlos IV ha sido destronado, Godoy derribado en un sospechosísimo motín, y ya en plena guerra, mientras se mantiene el mito del príncipe cautivo y se llena de insultos y calumnias al sustituto intruso, hay que crear instrumentos prácticos de gobierno: las Juntas provinciales dan lugar a la Central, sustituida luego por las Regencias y por la convocatoria a Cortes. Frente a esta concatenación de realidades
i el general Cuesta
será el primero en pronunciarse, en nombre de su autoridad de Antiguo Régimen, introduciendo en la evolución política de la España contemporánea la variante del poder militar, o como se dice ahora, fáctico (6).
Las desgracias nacionales, la angustia de la guerra, están en la base de la convocatoria de las Cortes de Cádiz, y por tanto de los grandes resultados legislativos que sorprendieron al mundo: libertad de expresión -que en realidad precede a las Cortes-, abolición de los señoríos, 1811, Constitución 1812, abolición de la Inquisición, 1813. Una España nueva amanece con estas grandes medidas legislativas. Pero la libertad de expresión desaparecerá con la reacción de 1814, la abolición de los señoríos tampoco tendrá curso en el régimen absoluto, ni de hecho en el liberal posterior, hasta que con el tiempo llegue a no significar nada, es decir, un inmenso fracaso histórico. También la Inquisición retornará, y la Constitución será abolida. Pero el mero hecho de que la Constitución haya sido una vez promulgada legitima las aspiraciones de futuro: los españoles de a pie, ayunos de doctrinas
intelectuales, podían ver en la Constitución una promesa de igualdad impositiva, el fin de las cárceles y muertes arbitrarias y ese formidable artículo 2: «La Nación española es libre e independiente, y no es ni podrá ser nunca patrimonio de ninguna persona ni familia», artículo que pasará las fronteras y se incorporará en el programa de los decembristas rusos -Constitución de Muraviev Apóstol- y en alguno de los proyectos revolucionarios de la América española.
Pero conviene no interpretar los deseos como realidades: a Fernando VII en 1814 le fue muy fácil acabar con la Constitución, simplemente porque franceses e ingleses no habían dejado que comenzase la vida política en muchísimas zonas del país, y porque una parte del ejército trasladará a España sus experiencias de lucha colonial, comenzando con Francisco Javier Elío, ex-gobernador militar de Montevideo y capitán general de Valencia, la vuelta de España al absolutismo. El poder inglés, militar y político, hará el resto, tema éste todavía no bien conocido. De manera que en 1814, con el país destruido, vuelve España al absolutismo, a la Inquisición, y al mal gobierno. Los mitos puestos en funcionamiento durante la guerra se aplican ahora, aunque ya desustanciados en una dictadura que nada se parece a la época ilustre de Carlos III.
No ha pasado en vano la guerra de la Independencia, a pesar de su carácter detractor. La inmensa movilización popular, la mesocratización del ejército a través de las guerrillas y de los nombramientos hechos por las Juntas, las promesas constitucionales, todo ello obra en un sentido de vuelta a la experiencia gaditana, o por lo menos en un sentido de cambio. Una tras otra, todos los años hasta 1819-1820 se descubre una conspiración y se ajusticia a los responsables. Al pueblo le abruman los derechos de puertas y similares -lo que luego se llamará consumos- y por ello su abolición consta ya en los programas proclamados por estas sublevaciones. Así se llega a la Revolución de 1820, consecuencia también de la Constitución de Cádiz y de la guerra de la Independencia.
No voy a repetir conceptos que ya he expuesto en otras ocasiones. Tan sólo diré que esta revolución tiene un héroe: Riego, que impresiona a las masas por su desprendimiento total y alteza de miras; que representa la puesta de largo de la Constitución, es decir, el comienzo auténtico de la vida política en todo el país, y que ante las promesas generosas de la Constitución sus propios partidarios, y esto ya desde 1820, se van a dividir: unos quieren radicalmente excluir al pueblo de los beneficios políticos, y buscan bajo la letra de la Constitución la instauración de un régimen oligárquico, alianza de burgueses, burócratas y nobles más o menos conscientes de
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su papel -entre ellos habrá individuos de gran clarividencia. A este sector pertenecen los moderados, los afrancesados, los anilleros, y la mayoría de los masones. Otros buscan la extensión teórica de la revolución liberal, aunque en la práctica revelarán una gran candidez y en la hora crítica una notable falta de decisión. A este segundo grupo pertenecen los exaltados, los comuneros y esas masas urbanas que de forma imprecisa califican las fuentes de la época de «gorros» y «gorros colorados».
El régimen liberal, conviene decirlo desde el principio, si supuso en lo legislativo una importante continuación de la obra de Cádiz -con influencia prácticamente sobre todo el siglo- fue incapaz de comprender la angustiosa situación del pueblo. Algunos hombres representativos comprendieron que el sistema liberal, como todo régimen político, descansa sobre el pueblo al que se aplica, y que a este pueblo no es posible privarle del derecho más elemental a la supervivencia económica, pero la mayoría de los diputados y todos los gobiernos del período no demostraron tener la misma clarividencia. Un diputado aragonés, Juan Romero Alpuente, el más jacobino de nuestra historia, insistió en la necesidad de darle al pueblo Hacienda barata, pero no se le hizo caso o no se le entendió, y la consecuencia fue la caída del sistema, a manos de la Santa Alianza, ciertamente, pero sólo porque el pueblo no se movilizó en defensa de un sistema que no le había aportado beneficios prácticos.
No obstante antes de llegar a este resultado, se habían dado importantes movimientos urbanos de desobediencia cívica en 1821, movimientos que postulaban un liberalismo de alcance democrático -frente a los cuales asistimos a la temerosidad de las Cortes, incapaces de tomar el timón de la situación, y al abandono uno tras otro de las masas populares por sus mismos jefes. Pero ya en esta época han aparecido las bandas de feotas, tan parecidas a los sanfedisti italianos, indicadores de que España se encamina derechamente hacia la guerra civil.
Con el triunfo del absolutismo se vuelve a un régimen parecido al de 1814, pero acaso más sangriento, que va a durar hasta la muerte del rey, en 1833. Todo vuelve al régimen anterior a la reunión de las Cortes de Cádiz, con desagravios al Santísimo Sacramento y poder militar de hecho; pero Fernando VII, que aspira a afirmar su despotismo, se ve combatido desde la derecha del sistema por una agitación teocratizante e inquisitorial, que produce varias conjuraciones y sublevaciones, desde la Carolina de 1824 hasta los malcontents de 1827. Su continuación lógica, la guerra carlista, comenzará en 1833. Por su izquierda, Fernando VII se ve combatido por una serie continua de intentos a la desesperada de
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volver a la libertad, alimentada por la resistencia interior y por las actividades de los emigrados. Todas ellas acaban en sangre, pero revelan la profunda división de los liberales, continuadora de la aparecida en 1820, que en alguno de sus representantes, por ejemplo en Francisco Espoz y Mina, anuncia la creación de un Estado oligárquico de mano dura, con renuncia a los principios revolucionarios (7).
Es interesante señalar la aparición de los voluntarios realistas, bandas de apaleadores que siembran el terror por todo el país al servicio del realismo, pero que rápidamente se encontrarán enfrentados al propio ejército regular, no obstante defender en teoría las mismas ideas (8). Pero también es importante señalar que la burguesía aprende a colaborar con el absolutismo, proyectando sus negocios en colaboración con él. .
En 1833, no obstante, al producirse la ruptura dinástica, la burguesía apoya al bando isabelino, pero en términos políticos de extremada moderación. La guerra civil, aparte el efecto secundario de retrasar la recuperación económica, alimenta en la España liberal el militarismo, es decir, poner la solución de los problemas en «un soldado y su campamento», pero por otro lado va a dar lugar a los intensos movimientos populares -digna continuación de los de 1821- de 1835 y 1836, movimientos que al forzar la mano de María Cristina son responsables de la famosa desamortización de 1836, y en definitiva, según hoy se estima, de la toma del poder por la burguesía, que tiene su expresión jurídica en la Constitución de 1837 (9).
Esta Constitución, definida como un hecho de civilización frente al carlismo, fue posible por un pacto entre progresistas -nuevo nombre de los exaltados- y moderados, en el que aquellos se avinieron a aceptar las posiciones de estos, es decir que en comparación con la Constitución de 1812 la de 1837 fortaleció el ejecutivo y disminuyó los derechos populares. La burguesía asume el poder, pero en una disposición que no le iba a ganar las voluntades del pueblo, aparte de una gran dependencia técnica y científica respecto de los países más adelantados de Europa -los cuales muy pronto entrarán en España asaco (10). Creo importante señalar que el retrasoeconómico condiciona al político y viceversa.
El fracaso histórico de moderados y progresistas, que no han sabido dar cumplimiento a sus programas, o los han obviado como un trasto inútil, va a dar lugar en 1839 a la formulación de una nueva doctrina revolucionaria, que se apellidará demócrata (11). Para pintar la situación general de España bastará una referencia: cuando a finales de 1837 Ramón de la Sagra vuelve a España, ya que ha sido elegido diputado, encuentra un país en guerra civil, deshecho, mise-
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rable, y de siniestro porvenir, según él mismo escribe, y para remediarlo propondrá en los años siguientes la creación de asilos, cárceles, cajas de ahorro, etc. (12). Los jefes militares ejercen un poder despótico, como acaso no lo tuvieron jamás bajo el absolutismo: así una carta fechada en Barcelona el 30 de diciembre de 1837 habla de que «nuestra suerte continúa desgraciadísima bajo el yugo del tirano que nos ha conquistado», es decir el capitán general Barón de Meer (13).
Cuando el triunfo de las armas constitucionales va a terminar por fin la guerra carlista, corre prisa por salir al paso de toda veleidad democrática, o como lo dirá Pedro Sabater conviene evitar «la soberanía de la muchedumbre», en una admonición antisocialista, aunque reconoce que la Constitución del 37 no establece «la soberanía del proletariado» (sic, en 1839) (14). Este Sabater va a ser muy importante en la inmediata contrarrevolución de 1843.
La debilidad de la burguesía española explica acaso que no se atreva a acaudillar al pueblo para la realización de su propio programa, al que aspirará por vías indirectas, cautelosas y de pacto con las fuerzas sociales, que representan el pasado, y esto porque al viejo miedo a la Revolución francesa y a la revolución de independencia de la América española se añade a partir de una fecha tempranísima, muy anterior a 1848, el miedo al socialismo (15). Pedro Sabater -lo hemos visto- expresa esta idea en 1839, pero ya antes que él, hacia 1835, la hace suya el famoso Lorenzo Arrazola, ministro de la etapa postrera de María Cristina, quien acabará arropando su antisocialismo en la pía expresión de «moralizar al siglo» (16).
De haber existido una enérgica actitud progresista, la Monarquía no se habría atrevido al paso siguiente, la promulgación de la famosa Ley de Ayuntamientos, que violaba en un punto esencial la Constitución de 1837, poniendo el control de los Ayuntamientos en manos del Ejecutivo, directamente o a través de los gobernadores políticos. Al no haber logrado ni María Cristina ni los moderados atraerse al general Espartero, ídolo de las masas por haber terminado la guerra civil, la situación derivó rápidamente hacia una nueva revolución, la de Septiembre de 1840, que produjo la expulsión de María Cristina y su sustitución en la Jefatura del Estado por Espartero, Regente junto a la Reina niña Isabel II. Muchos españoles se juraron entonces que el espíritu de Septiembre era irrenunciable.
Pero aun antes del triunfo político de Espartero, el partido que le había llevado al poder se había dividido en partidarios de la Regencia única y partidarios de la Regencia Trina, división suicida; y Espartero, una vez posesionado del cargo, no estuvo a la altura de las circunstancias,
primero por su represión salvaje de la contrarrevolución de 1841, y segundo porque tenía miedo de sus propios partidarios, tenía miedo de la revolución, lo que llevó a las insurrecciones de Barcelona y Valencia de 1842, con la represión consiguiente, y después al «alzamiento nacional» de 1843.
Frente a los pretendidos abusos de poder de Espartero, el movimiento de 1843 había consistido en una alianza entre moderados y progresistas, en la que los primeros, con ayuda palaciega, burlaron las esperanzas de los segundos, y en la que el desarrollo desigual de España llevó a todo el país a la terrible dictadura que simboliza el nombre de Narváez. Corrió la sangre en España, abundantemente vertida, pues los sublevados de 1841 y de 1843 no perdonaron a sus enemigos. El ejército fue limpiado de restos revolucionarios, mientras entraban en sus filas lo mismo que en las del funcionarado los carlistas procedentes del Convenio de Vergara -cosa ya prevista en su texto, lo mismo que ya había figurado en las proclamas de Espoz y Mina, mientras los antiguos voluntarios realistas ingresaban en la policía secreta (17). Joaquín María López, orador progresista, fue el instrumento idóneo para deshacer al Regente y al sistema progresista, y para justificarse a posteriori sentó la teoría de que todo gobierno revolucionario que llega en España al poder, se ve obligado a aplicar las ideas de los adversarios que le habían precedido en el disfrute del mismo (18).
Los intentos de revolución que se dieron en los años siguientes facilitaron, mediante su represión, la plena implantación del sistema. La Guardia Civil se creó en 1844, siguiendo ideas que ya habían aflorado, aunque no triunfado, en 1820. La burguesía, o las burguesías nacionales, alcanzaron un desarrollo raquítico, y con frecuencia sus hombres más representativos optaron por un capitalismo estéril -administración de los consumos, papel sellado, jugadas de Bolsa, infeudación a los intereses extranjeros- y sólo en mínima parte creador. Políticamente el desarrollo desigual produce también burguesías desiguales: la catalana, o la barcelonesa, se opone desde 1835-1836 al progreso burgués del resto de España. Lo suyo es pactar con la Monarquía, y defenderse de la amenaza carlista, bien catalana por cierto.
Las consecuencias hacendísticas de las guerras de Independencia y carlista obligaron a una reforma, la llamada de Mon o de 1845, reforma que inevitablemente recayó sobre las masas populares. Aunque desde el punto de vista técnico hoy se la elogie, ya que es la base del actual ordenamiento hacendístico español (19), fue la causa inmediata de la revolución gallega de 1846, que aunque más compleja se parece a las intentonas liberales del período 1814-1820. Re-
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volución que rápidamente pasa a la galería de mártires de la libertad, y que en seguida enlaza con las intentonas españolas de secundar la revolución europea de 1848: Cataluña, Madrid, Sevilla, Huesca.
En toda España, en estos años críticos, se confunden las iniciativas políticas con los motines del hambre, en Coruña y en Granada y sobre todo en Sevilla -célebre motín del pan de 8 de mayo de 1847-. La persecución arrecia, la fidelidad incluso en el ejército es escasa -sargentos de Ceuta y de Coruña- desertores de Valencia, agitación estudiantil también en Valencia, todo ello ya en 1848. Partidas carlistas aparecen por todas partes, con éxito incierto. Sólo la persecución explica la llamada conjuración cario-republicana de Berga, en Cataluña, alianza de carlistas y republicanos frente al sangriento enemigo común. Este, por lo demás, practica abundantemente la ley de fugas, y las peticiones de clemencia son vistas con el máximo desagrado (20).
Este es el caldo de cultivo popular en que se basará la revolución de 1854, iniciada por una revuelta de privilegiados en tomo a las concesiones de ferrocarriles, pero saludada con alivio en cuanto pareció triunfar: «Once años de esclavitud, de persecuciones, de amargura y conflictos han desaparecido como el fugaz meteoro» ... , decía la Junta Popular de Pozoblanco. Una vez más Espartero no va a estar a la altura de las circunstancias, y va a ser instrumento de las ambiciones reaccionarias de O'Donnell -pobre revolución española codirigida por el Regente de 1840 y el sublevado de 1841- y en definitiva de la Corte.
La Revolución de 1854, es sólo un intermedio en el dominio de los moderados, y por ello mismo anuncia la de 1868. Idealmente, en la intención de sus protagonistas, enlaza con los momentos revolucionarios anteriores, no sólo con la catástrofe de 1843, sino con el nombre de Riego y la revolución de 1820 (21). No entraré en la discusión sobre el Manifiesto de Manzanares y la revolución en provincias (22). Una vez conocida la evolución política del Bienio, es importante subrayar cómo en estos años afloran nuevas preocupaciones, nuevas actitudes. Es excesivo, como hacen algunas autoridades militares, calificar de republicanos a los sublevados. Se llama así, por ejemplo, a Manuel Buceta y Villar, personaje que enlaza en su persona las revoluciones de 1846, 1854 y la futura de 1868, pero que yo no me atrevería a llamar republicano. Con sensibilidad para el momento que vivía el país, Buceta en su Bando de Cuenca del 10 de julio hacía desaparecer los anticipos, los consumos, el estanco de la sal y el del tabaco, y «tantos monopolios como aniquilan la riqueza pública, sin más objeto que el engrandecimiento del
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pandillaje, el favoritismo y la inmoralidad» (23). La abolición de los consumos se generalizó en el año revolucionario, pero las Cortes los restablecieron ya en 1855 (24), por necesidades de la situación hacendística nacional, pero enajenándose de esta manera la base popular.
Aún así hubo una minoría republicana en estas Cortes, las primeras en las que se debatió el problema de la forma de Gobierno en España. Aparece un partido democrático -en realidad sus orígenes se remontan a 1849, pero ahora celebra nuevos congresos; y aparece una gran sensibilidad por las asociaciones de la clase obrera y por la solución del pauperismo (25). Una de las medidas que preconizaban los demócratas populares, como Antonio Ignacio Cervera, es la desamortización civil y eclesiástica, la cual, a iniciativa de Pascual Madoz, se decretó en 1855. Pero aunque ya el propio Cervera había llamado la atención sobre las consecuencias negativas de la desamortización anterior, la de 1855, sumada a las anteriores, incrementó la miseria popular, siendo responsable en gran parte del terrible
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analfabetismo en que se sumió España a finales del siglo XIX. A comienzos del mismo siglo existía analfabetismo en España, como en todo el resto de Europa, pero era racional pensar que con el desarrollo de la enseñanza, quedaría prontamente erradicado. No sucedió así, sino que aumenta pavorosamente en la segunda mitad del siglo, consecuencia acaso imprevista de los efectos sociales del programa desamortizador (26).
Y en 1856 de nuevo la represión, durísima, agravada además por la crisis de subsistencias (27). Sixto Cámara, que ya había publicado en 1849 La cuestión social, en abril de 1857 al frente de una Junta Nacional Revolucionaria proclamaba no querer «abandonar el pueblo a la funesta dominación de los once años; a aquella dominación que por abajo difundía el terror y la miseria y por arriba se formulaba en escándalos y orgías» (28). Es posible que esta revolución forme parte de la Nueva Carbonaria, que desde Portugal dirigía Eladio Manuel Guerra, ingenuidad que buscaba la liberación del pueblo y la regeneración de toda la humanidad, y cuya represión produjo un centenar de fusilamientos y un millar de deportaciones. Todavía más impresionante fue la represión de las partidas republicano-socialistas y anticonsumos surgidas en Andalucía en el verano de 1857.
La situación revolucionaria de 1854-56 había vuelto a poner en contacto a las dos ramas borbónicas, siendo el negociador por parte de Isabel II y de su esposo don Francisco de Asís el célebre Eugenio de Ochoa; conversaciones que habían llegado muy lejos, según los escritores carlistas, pero el triunfo de la contrarrevolución hizo que Isabel II se olvidase de las promesas hechas a su primo Carlos VI, o Montemolín (29). El fracaso diplomático produjo la intentona de San Carlos de la Rápita, en 1860.
Mientras tanto O'Donnell pudo organizar en 1859 su guerra de Africa, popular en España, por la ilusión de que ya habían terminado las guerras civiles, habíamos alcanzado respetabilidad burguesa y empezábamos una acción colonial, como si fuésemos Inglaterra o Francia. Esta acción abre un corto período de aventuras neoimperiales, en Marruecos, México, Santo Domingo y guerra del Pacífico (30). El general Prim une en su persona los dos escenarios, Africa y América.
Dos años después tuvo lugar la célebre revolución de Loja, encabezada por el albéitar Rafael Pérez del Alamo, muestra clásica de las agitaciones agrarias andaluzas, pero también en la intención de su jefe protesta contra la tiranía y la monarquía. Loja era la patria de Narváez, quien en lugar de favorecerla la había colmado de desafueros (31). Se ha discutido el carácter socialista de esta revolución -socialismo indígena,
según la definición de Díaz del Moral- (32) pero lo cierto es que este carácter asustó a S�lustiano de Olózaga, quien en un célebre discurso del propio año 1861 veía socialismo en España por todas partes -hasta en la sopa de los conventos- arrepintiéndose públicamente por ello de haber participado en su juventud en la revolución liberal burguesa, y mostrando su solidaridad con los intereses señoriales. Quien tal decía era jefe del partido progresista, que aún ocuparía puestos de confianza y responsabilidad en la próxima revolución de 1868 (33).
Esta situación no salvó al trono, que con su ciega política moderada o de la llamada Unión Liberal estorbaba cada día más. En 1863 se produce el retraimiento de los progresistas (34) quienes de acuerdo con los demócratas forma� en 1864 un directorio y dos juntas (35). En estas agitaciones anda el general Juan Prim de historial nada revolucionario, pero distanciado de la Corona a raíz de la expedición de México de 1861-1862 (36). Dos intentos revolucionarios el 6 de junio y el 4 de agosto de 1864, fracasar�n
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pero acaso mayor repercus10n tuvo la noche deSan Daniel, 10 abril 1865, en la que la Guardia Civil arremetió contra una manifestación de estudiantes, causando nueve muertos y más de cien heridos.
Nuevas sublevaciones en 1866, entre ellas la famosa de los sargentos del cuartel de San Gil en Madrid, sin éxito, pero con dura represión' una entrada por tierras de Huesca en 1867 1J mismo, y al fin en septiembre de 1868 la es¿uadra fondeada en Cádiz dio el grito de insurrección, comenzando así la luego llamada Revolución de 1868, en la que Isabel II perdió el trono.
Imposible describir en detalle los sucesos de esta revolución, objeto afortunadamente de numerosa bibliografía. Hay dos elementos fundamentales en esta revolución: los militares, por una parte, encabezados por Prim, nada demócratas, que aunque se llenan la boca con las palabras del día, imponen la solución monárquica sin deliberación, sin consulta previa al electora: do, por defección de la Junta Revolucionaria de Madrid, aceptada a regañadientes por las demás. Y el pueblo, que quería otra cosa, pero no sabía cómo llevarla a efecto. El pueblo luchó denodadamente, como en todo el siglo: fue él, como dice Méndez Bejarano, el que convirtió el pronunciamiento en revolución (37). En sus muy ricas A-[�morias Felipe Ducazcal pinta, con exasperac10n conservadora, lo que quería el pueblo:
«En la mente popular, la Revolución era suprimir las contribuciones, los impuestos los consumos, las quintas, el estanco de la �al y del tabaco y hasta la policía urbana la Guardia civil y la Cárcel: en una palabrl la abolición de todo cuanto desde el prin'cipio del
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mundo viene molestando a los pobres. Así es que los conflictos eran diarios para sacar a la gente de su error» (38).
El error consistía en creer que la revolución se había hecho para mejorar la suerte del pueblo. Y como Prim impuso su criterio, tuvimos en 1869 la insurrección republicana -Málaga Valencia Aragón- ante la cual los generales d� la Glorio: sa Caballero de Rodas, Primo de Rivera y Sobremonte, etc., supieron actuar como en los mejores tiempos de la reina depuesta. Es notable el programa del primero, burda imitación de Julio César: . volar, arrasar, destruir (39).
Lo curioso es que esto era compatible con la elaboración de la Constitución de 1869, la más generosa de España desde 1812. Políticamente con Prim asesinado, el reinado de don AmadeJ fue de corta duración, y vino la Primera República en 1873, que teóricamente pudo haber resuelto los problemas del país.
Sólo teóricamente, porque los problemas de España se habían complicado extraordinariamente. En 1868, el año de la Gloriosa comienza también la Primera Guerra separatista cubana. España va a pagar caro su lastre colonial. Guerra cu�ana, que la revolución española no supo soluc10nar, a pesar de las esperanzas de Martí en su día, y a pesar de tener la española y la cubana la misma tradición. Así lo expresaba el general insurrecto Félix Figueredo, en 1869:
«Yo, educado en España, en la escuela de los Cámaras, Alarcón, Orgáz-Cuello, Rivero, Albaida, etc., pensaba cuando vine a la Isla en la revolución» ( 40).
Nacimiento del anarquismo español con la visita de Fanelli en 1868, mil veces de�crita. Y comienzo de la segunda ( o tercera según el cómputo) guerra carlista. Las dos gu'erras, más el cantonalismo, producto de la impaciencia de las masas republicano-anarquistas, dieron al traste con la República, y con toda la experiencia revolucionaria del Sexenio. Hombres de la talla moral de Francisco Pí y Margall y más todavía sus sucesores Salmerón y Castelar no supieron resolver revolucionariamente los problemas planteados, y con su política reconstruyeron el ejército, que había de acabar con ellos, pues como le escribía el general López Domínguez a Castelar el ejército no puede tolerar el triunfo en la Cámara de los sitiados en Cartagena (41). Era lógico, pero destruía el sistema representativo, suprema aspiración de la Revolución de Septiembre.
S<_>breviene así la Restauración, régimen pseudo-liberal, menos brutal en la cúspide que las contrarrevoluciones anteriores, pero acaso igual a ellas en su base. El talento indudable de Cánovas organizó el país, con el concurso de Sagasta y muchos ex-septembrinos, en la forna de una
Hitos y mitos de «La Regenta»
colosal falsificación, un régimen representativo que el ejército pudiera respetar, en una palabra, lo que Joaquín Costa -ya volveremos a él- calificó en 1901 de Oligarquía y caciquismo. El pueblo una vez más quedó burlado. Fuera del sistema quedaron las estériles conspiraciones de Ruiz Zorrilla, estériles porque obedecían a la inercia del siglo XIX, pero se hacían sin contar con el pueblo. Pero al margen de la política, ruiz-zorrillista o de otra clase, el pueblo se movía, en protesta contra la dureza de su vida, contra los símbolos de la propaganda oficial, contra las trabas que el régimen le ponía por todas partes. Asombra, en efecto, la cantidad y la intensidad de los motines y manifestaciones que tienen lugar en toda España durante los años de la Restauración (42). Nadie supo políticamente aprovechar esta fuerza, que pasará íntegra al siglo XX, permitiendo al régimen la superación de la prueba del 98, fruto de la nueva guerra cubana que empieza en 1895 y quizá de una opción política: era preferible ser derrotados por una potencia extranjera que barridos por el propio pueblo ( 43).
Pero la Restauración no se compone solamente de su aparato político. Está también la Institución Libre de Enseñanza, fundada en 1876, fruto de la recepción de Krause en España, doctrina que va a permitir a la burguesía española tener una ideología, de que hasta entonces carecía, pues la anterior, la derivada de Víctor Cousin, que alguna vez fue revolucionaria, se había mellado rápidamente identificándose con el partido moderado, o lo que es lo mismo, sirviendo de justificación a sus peores abusos. Y quedaban también unos cuantos hombres eminentes, krausistas la mayoría, procedentes los más de la etapa anterior, Gumersindo de Azcárate, por ejemplo, todavía hoy justamente admirado, del que a la hora de su muerte decía Ortega y Gasset: «Se nos va con Azcárate el último ejemplar de una casta de hombres que creía en las cosas superiores y para los cuales toda hora llegaba con un deber y un escrúpulo en la alforja» (44). Pero no debemos engañarnos: Azcárate era una especie de coartada del sistema. Uno de los más agudos críticos de comienzos del siglo XX, Santiago Valentí Camp, hoy desconocido, pero no por ello menos inteligente, escribiendo en 1911 situaba al ilustre Presidente del Instituto de Reformas Sociales entre los que llama «los eternos teorizantes». Señalaba que
«A pesar de sus ideas antidinásticas, el señor Azcárate ocupa la Presidencia del Instituto de Reformas Sociales a completa satisfacción del Gobierno, de los capitalistas y hasta de algunos leaders del socialismo que acaudilla Pablo Iglesias».
Alberto Gil Novales
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Le faltaba a Azcárate energía, acometividad, pues según nuestro autor
«Como todos los hombres austeros procedentes del krausismo, el señor Azcárate no presta toda la atención que debiera a la situación terrible y angustiosa de los que luchan en las ciudades y en las aldeas para hacer triunfar en este desdichado país las conquistas de la democracia política y social».
Más profesor que hacedor, menos ariete que colaborador del sistema, Azcárate ha transigido «con fórmulas de un convencionalismo falso y desmoralizador para la lucha entablada entre el régimen y los partidos de oposición».
Valentí Camp extiende su crítica hacia los prohombres del republicanismo, Azcárate, Labra, Muro y otros hasta Sol y Ortega y Melquíades Alvarez, de los que dice que «sienten un terror pánico por las muchedumbres. Su aversión hacia el mar de blusas es notoria» (45).
Comprueba también que hombres como Joaquín Costa, Macías Picavea, Alfredo Calderón, José Nakens, Roberto Castrovido, Maeztu, etc., «no acertaron a transmitirle al pueblo la ansiedad que les embargaba» para librarnos de una vez del «puñado de arribistas y oligarcas». De Costa tiene la más alta idea:
«La orientación sana, la que demandan los imperativos del honor nacional, ya fue indicada magistralmente por el solitario de Graus, interpretando el deseo del pueblo, constantemente desoído y burlado» ( 46).
Y esto a pesar de que con toda seguridad no conocía la carta de Costa a Giner, la carta de la ruptura de 14 de septiembre de 1897, posiblemente no enviada (47).
En otro de sus libros Santiago Valentí Camp, discípulo de Leopoldo Alas en la Universidad de Oviedo, escribe que con Unamuno y Ganivet
«Clarín fue el escritor que dedicó mayor suma de esfuerzos conscientes a renovar el ambiente intelectual de nuestro país».
Y después de alabarle como se debe comprueba la influencia krausista, que le hizo «cuando teorizaba un tanto obscuro y alambicado» ( 48).
El siglo XIX inevitablemente traspasaba todos sus problemas al XX. Símbolo de que para la clase dirigente aquí no había pasado nada fue que Sagasta, el hombre que perdió las colonias, volvió a formar gobierno en 1901, después de que Raimundo Fernández Villaverde hiciese la reforma de la Hacienda, para que las clases populares pagasen los gastos de la guerra, contra cuya reforma no hubo una nueva revolución de 1846, pero sí la huelga de contribuyentes auspi-
ciada por Costa y otros, que fracasó por muchas razones, una de ellas porque la pérdida de las colonias dio un respiro económico a España, con la repatriación de capitales, etc. Y así el siglo XX, orgullosamente europeo, se olvidó del XIX, a p�s�r de que Altamira reclamó ��su conoc1m,iento (49). Ha�ta que 1936 \\��JIles desperto, nos desperto, a todos. ��
NOTAS
(1) Cit. por mí en «El problema de la educación popular, según una Memoria inédita de Costa», Cuadernos His· panoamericanos, N.º 194, febrero 1966, p. 2.
(2) Sobre las concepciones históricas de Costa, cf. miart. «Joaquín Costa y la Historia nacional», en El legado de Costa, Zaragoza 1984, 69-86. Y para la Restauración, Jacques Maurice y Carlos Serrano: J. Costa: Crisis de la Restauración y populismo (1875-1911), M. 1977, y mi art. «Singularidad de Costa en la crisis de la Restauración», Anales de la Fundación Joaquín Costa, N.0 1, M. 1984, 45-50.
(3) Cf. mis trabajos «Del Antiguo al Nuevo Régimen enEspaña: ensayo de interpretación», Spici/egio Moderno 10, Bolonia 1978, 26-41. Cf. también Paul Ilie: «Cultural Norma in the Spain of Soler (1729-1783)», en Peter B. Goldman (ed.): Ideas and Letters in Eighteenth-Century Spain, Modern Language Studies, XIV, 2, Spring 1984, 10-35. Y Theodore Besterman: Voltaire, 3: ed., Chicago 1976, 376.
(4) Cf. Lester G. Crocker: «The Englightenment: Problems of interpretation» y John Lough: «Reflections on 'Enlightenment' and 'Lumiere', en L'Eta dei Lumi, Studi Storici su! Settecento Europeo in Onore di Franco Venturi, Nápoles 1985, I, 1-32 y 33-56 respectivamente.
(5) Remito a mis trabajos «El problema de la revoluciónen el liberalismo español (1808-1868)», Estudios de Historia Social, M., 22-23, julio-die. 1982, 7-22, y «La dualidad napoleónica en España», en Les espagnols et Napoleón, Aix-enProvence 1984, 7-23.
(6) Cf. mi art. «Revueltas y revoluciones en España(1766-1874)», Revista de História das Ideias, Coimbra (en prensa).
(7) Cf. mi art. «Repercusiones españolas de la revolución de 1830», Anales de Literatura Española, Universidad de Alicante, N.º 2, 1983, 281-328.
(8) Falta un libro sobre estos voluntarios. Cf. J. M. Tiran: «L'armée espagnole et les volontaires royalistes en 1834», Extrait du Spectateur militaire, París 1834, importante estudio de sólo 44 pp.
(9) Remito a mis trabajos «El movimiento juntero de1835 en Andalucía», Cuadernos de Filología, Facultad de Filología, Universidad de Valencia, III, 3, 1983, 85-118, y «El problema de la revolución en el liberalismo español», ya cit. en nota 5.
(10) Cf. Aux origines du retard économique de /'EspagneXVIe-XIXe siécles, Ouvrage collectif par Jean-Pierre Amalric, Bartolomé Bennassar, Albert Broder, Gérard Chastagneret, Jean-Pierre Dedieu, Lucienne Domergue, Joseph Pérez, Emile Témine, París 1983, especialmente los trabajos de Broder y Chastagneret.
(11) Definida por José Ordax Avecilla. Cf. «El problemade la revolución», cit.
(12) Cf. Ramón de la Sagra: Voyage en Hol/ande et enBelgique, París 1839, I, 5-14.
(13) Cf. Causa contra D. Vicente Díez Canseco, en Co·lección de las causas más célebres, Parte española, M. 1863, VI, 5-96 (p. 6).
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(14) Cf. Pedro Sabater: Las dos escuelas políticas, M.1839, 21 y 10 respectivamente.
(15) Cf. mi trabajo «Contradicciones de la revoluciónburguesa en España», en La revolución burguesa en España, M. 1985.
(16) Cf. L(uis) C(ucalón): Historia científica, política yministerial del Excmo. Sr. D. Lorenzo Arrazola, M. 1850, 60 y 210-211. Aunque pudiera tratarse de ideas de 1850 adelantadas por Cucalón hasta 1835.
(17) El mejor libro sobre la Regencia de Espartero siguesiendo el de Manuel Marliani: La Regencia de Espartero, M. 1870, a pesar de su incomprensión de las nuevas corrientes democráticas. Cf. también mi art. en n. 6, y Rafael M." Baralt y Nemesio Fernández Cuesta: Historia de las Cortes de 1843 a 1848, M. 1849.
(18) Cf. Joaquín M." López: Exposición razonada de losprincipales sucesos políticos que tuvieron lugar en España durante el Ministerio de 9 de mayo de 1843, y después en el Go· bierno provisional, M. s.a.
(19) Cf. Fabián Estapé Rodríguez: La reforma tributariade 1845, M. 1971.
(20) Cf. art. cit. en n. 6.(21) Cf. mi trabajo «La fama de Riego», de próxima pu
blicación. (22) Cf. C. G. Kiernan: The Revolution of 1854 in Spa
nish History, Oxford 1966; José Ramón Urquijo y Goitia: La revolución de 1854 en Madrid, M. 1984; Marie-Claude Lecuyer: «Los pronunciamientos de 1854», Estudios de Histo· ria Social, 18-19, julio-die. 1981; id. «La formación de las Juntas en la revolución de 1854» en id, 22-23, julio-die. 1982, 53-69.
(23) Cf. Servicio Histórico Militar, 2.", 4.", Leg. 198 yCristino Martos: La revolución de Julio en 1854, M. 1854, 196.
(24) Cf. Jesús Martín Niño: «1854: Una fecha en la historia del impuesto de consumos», Hacienda Pública Española, 69, 1981, 219-228.
(25) Cf. Antonio Eiras Roe!: El partido demócrata espa·ñol (1849-1868), M. 1961. Antonio Ignacio Cervera: «Memoria sobre el pauperismo», 1849, «Crédito hipotecario», 1849, y otros arts. del mismo en El amigo del pueblo, M. 1849-1850. Y del mismo La voluntad nacional. Como el pueblo espera que lo interpreten las Cortes Constituyentes, M. 1854 y Solución práctica del problema social. Caja de cambio, M. 1855. Todos estos trabajos fueron reproducidos por Antonio Elorza en Estudios de Historia Social, 10-11, julio-die. 1979, junto con otros, como p. ej. «Remedios del pauperismo», 1846, de Pedro Felipe Monlau.
(26) Cf. Francisco Simón Segura: «La desamortizaciónde 1855», Cuadernos Residencia, M. 1964, 65-67. Id. «La de• samortización de 1855 en la provincia de Ciudad Real», Ha· cienda Pública Española, 27, 1974, 87-114. Id., La desamorti· zación española del S. XIX, M. 1973. José M." Mora: «La desamortización de Madoz en Asturias», Estudios de Historia Social, 18-19,julio-dic. 1981, 85-167. Para los efectos de las desamortizaciones sobre el analfabetismo, cf. el art. de B. Bennassar en Aux origines du retard économique de l'Espagne, cit. en n. 10. Para la conciencia, cf. los arts. de Alvaro Flórez Estrada en El Eco del Comercio, febrero y abril de 1836.
(27) Cf. Alberto Columbrí: Memorias de un presidiariopolítico, B. 1864. Francisco Rispa y Perpiñá: 50 años de conspirador, B. 1932, 18. Ramón Garrabou: «Un testimonio de la crisis de subsistencia de 1856-57: el expediente de la Dirección General de Comercio», Agricultura y Sociedad, 14, enero-marzo 1980.
(28) Cf. Sixto Cámara: La cuestión social. Examen críticode la obra de M. Thiers titulada De la Propiedad, M. 1849, y La Junta nacional Revolucionaria al Pueblo, Zaragoza y abril de 1857, hoja suelta, sin pie de imp. (BN París Oc 1323).
Hitos y mitos de «La Regenta»
(29) Cf. Carlos Constante: San Carlos de la Rápita (o elconde de Montemolín), B. 1884, 35 y ss.
(30) Cf. Ramón Campuzano y González: Folleto sobre la oportunidad, conveniencia y necesidad de la guerra de A/rica, M. 1859, brillante texto de propaganda en el sentido que sedice en el texto. León Galindo y Vera: Intereses legítimos ypermanentes que en A/rica tiene España y deberes que la civilización le impone respecto a aquel país, Memoria premiadaen 1861 por la Academia de Ciencias Morales y Políticas,M. 1861. Evaristo Ventosa (Fernando Garrido): Españoles yMarroquíes. Historia de la guerra de A/rica, B. 1859-1860.Los títulos pudieran multiplicarse. Cf. también Marie-Claude Lecuyer y Carlos Serrano: La Guerre d'Afrique et ses Répercusions en Espagne, París 1976. Cf. Emeterio S. Santovenia: «España y México en 1861-1862», Revista de Historia deAmérica, México, N.º 7, dic. 1939, 39-102. Id. Prim. El caudillo estadista, M. 1933. J. M. Miguel i Verges: El generalPrim, en España y en México, México 1949. Antonio de lasBarras y Prado: La Habana a mediados del siglo XIX, Memorias, M. 1926, 185-230. José Gabriel García: Compendio de laHistoria de Santo Domingo, Santo Domingo 1968, III, 176,359. Conde Casa Valencia: «La guerra de España con las repúblicas de Perú y de Chile en 1866», en Estudios históricos,M. 1895, 109-138. Museo Naval: Documentos relativos a lacampaña del Pacífico (1863-1867), M. 1966.
(31) Cf. Rafael Pérez del Alamo: Apuntes históricos sobre dos revoluciones (Sevilla 1870, nueva ed. 1872), reproducido por Antonio M.ª Calero con el título de Apuntes sobre dos revoluciones andaluzas, M. 1971.
(32) Cf. Juan Díaz del Moral: Historia de las agitacionescampesinas andaluzas-Córdoba (1928), M. 1973, 78.
(33) Cf. Salustiano de Olózaga: Discurso de 11 dic. 1861, enLa Iberia, Suplemento de 19 dic. 1861, y mi trabajo «Las contradicciones de la revolución burguesa en España», cit. en n. 15.
(34) Cf. Carlos Rubio: «Reverente carta que dirige a S.M.la Reina D." Isabel II», La Iberia, 12 dic. 1863.
(35) Cf. Rispa y Perpiñá, op. cit., 61.(36) Además de los títulos cit. en n. 30, cf. Rafael Olivar
Bertrand: Prim, M. 1975. (37) Mario Méndez Bejarano: Idealismo jurídico-políti
co e historia interna de la Revolución de Septiembre de 1868 (1889), M. 1919, 28.
Alberto Gil Novales
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(38) Cf. F. Ducazcal: Memorias, en Heraldo de Madrid,N.º 37, 4 dic. 1890.
(39) Cf. Romualdo Lafuente: Málaga y sus opresores; relato verídico de los últimos sucesos de Málaga, Orán 1869. Antonio Porredón Ros de Eroles: Reseña histórica de los acontecimientos de Málaga, Málaga 1869. Amalio Gimeno y Cabañas: El partido republicano de Valencia ante la Historia, Valencia 1870. Impresiones y recuerdos, arts. pub. en el Diario de Cádiz, Cádiz 1895, 87. Alberto Gil Novales: La Revolución de 1868 en el Alto Aragón, Zaragoza 1980, 95-100.
(40) Cf. carta de Félix Figueredo, Campamento de Lajas, 16 mayo 1869, en Máximo Navidad y Pérez: Vindicación militar y política del Coronel don ... , M. s.a. (pero 1873), doc. n.0 22, p. 70.
(41) Cf. Rosa Monlleó Peris: «La I República: últimaetapa de una revolución fallida», Trienio n.º 5, mayo 1985, 83-114. General López Domínguez: carta a Castelar, ejército de operaciones frente a Cartagena, 2 enero 1874, en id.:Cartagena, M. 1877, 171-2.
(42) Cf. mi art. «La conflictividad social bajo la Restauración» (1875-1917), Trienio, N.º 7 (en preparación).
(43) Cf. Carlos Serrano: Final del Imperio. España 1895-1898, M. 1984.
(44) Cf. José Ortega y Gasset: ·«Don Gumersindo deAzcárate ha muerto», El Sol, 15 dic. 1917, cit. por O. C. III, 1947, 11-12. Reproducido también, con el título de «Don Gumersindo de Azcárate ha muerto anoche» en Pablo de Azcárate: Gumersindo de Azcárate. Estudio biográfico documental, M. 1969, 41-42.
(45) Cf. Santiago Valentí Camp: Vicisitudes y anhelosdel pueblo español, B. 1911, 137-143.
(46) lbid., 148-151.(47) Cf. G. J. G. Cheyne (ed.): El don de consejo. Episto
lario de Joaquín Costa y Francisco Giner de los Ríos (1878-1910), Zaragoza 1983, 122-124.
(48) Cf. Santiago Valentí Camp: Ideólogos, teorizantes yvidentes, B. 1922, 113-126 (las citas en 116 y 122).
(49) Cf. Rafael Altamira: «Direcciones fundamentalesde la Historia de España en el siglo XIX» (1922), en Temas de Historia de España, I, 15 y ss., M. 1929.