das esas cantilenas sobre la no-comunica- y las sirvientas del hotel. Ninguna amabilidad fingida,...

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Alzó la vista del libro. ¡Qué aburrimiento, to-das esas cantilenas sobre la no-comunica-ción! Si uno se empeña en comunicar, lo consigue mal que bien. No con todo el mun-do, de acuerdo, pero con dos o tres perso-nas. Sentado en el asiento de al lado, André leía un ejemplar de la Série Noire. Ella le ocultaba algunos estados de ánimo, pesares o desvelos sin importancia; sin duda, él tam-bién debía de tener sus pequeños secretos, pero a grandes rasgos no ignoraban nada el uno del otro. Echó un vistazo a través de la ventanilla: hasta donde alcanzaba la vista, bosques sombríos y praderas claras. ¿Cuán-tas veces habían surcado el espacio juntos,

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en tren, en avión, sentados el uno al lado del otro, con un libro en la mano? Todavía se deslizarían a menudo el uno al lado del otro, en silencio sobre el mar, la tierra y el aire. Ese instante tenía la dulzura de un recuerdo y la alegría de una promesa. ¿Tenían treinta años o sesenta? El pelo de André había en-canecido temprano: antaño aquello parecía una coquetería, esa nieve que realzaba el frescor mate de su tez. Seguía siendo una co-quetería. La piel se había endurecido y se ha-bía agrietado — cuero avejentado —, pero la sonrisa de la boca y de los ojos había conser-vado su resplandor. Pese a los desmentidos del álbum de fotografías, su joven imagen se amoldaba a su rostro actual: Nicole no le co-nocía edad. Sin duda porque él parecía igno-rar que tenía una. Él, a quien antaño tanto le gustaba correr, nadar, trepar y mirarse en los espejos, llevaba sus sesenta y cuatro años con despreocupación. Una larga vida con ri-sas, lágrimas, cóleras, abrazos, confesiones,

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silencios, arrebatos, y a veces parece que el tiempo no haya pasado. El porvenir se ex-tiende aún, hasta el infinito.

—Gracias.Nicole cogió un caramelo del canastillo,

intimidada por la corpulencia de la azafata y por su mirada dura, al igual que la intimida-ron tres años atrás las camareras de los res-taurantes y las sirvientas del hotel. Ninguna amabilidad fingida, una conciencia aguda de sus derechos. No podía por menos que aprobarlo, pero ante ellas se sentía en falta, o cuando menos sospechosa.

—Ya llegamos — dijo.Con un poco de aprensión, miraba al

suelo que se acercaba. Un porvenir infinito, que podía quebrarse de un momento a otro. Conocía bien esos cambios bruscos, de una seguridad beatífica a las punzadas del miedo: estallaba la tercera guerra, André padecía un cáncer de pulmón — dos paquetes de ciga-rrillos al día era mucho, demasiado — o el

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avión se estrellaba contra el suelo. Hubiese sido una buena forma de acabar: juntos y sin complicaciones; pero no tan pronto, no aho-ra. «Salvados otra vez», se dijo para sus aden-tros cuando las ruedas impactaron — un poco brutalmente — contra la pista. Los via-jeros se pusieron los abrigos y recogieron sus bolsas. Atasco de la espera. Largo atasco.

—¿Hueles el olor de los abedules? — dijo André.

Hacía mucho fresco, casi frío: dieciséis grados, había anunciado la azafata. A tres horas y media de distancia, qué cerca estaba París, qué lejos; París, que aquella mañana olía a asfalto y tormenta, aplastada por la primera ola de calor del verano: qué cerca estaba Phi lippe, qué lejos... Un autocar los transportó — a través de un aeródromo mu-cho más amplio que aquel en el que aterriza-ron en 1963 — hasta un edificio acristalado, con forma de seta, donde controlaban los pasaportes. A la salida los esperaba Masha.

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Nicole se sorprendió de nuevo al reconocer en su rostro, armoniosamente fundidos, los rasgos tan dispares de Claire y de André. Delgada, elegante, tan solo su peinado «pos-tizo» delataba su origen moscovita.

—¿Habéis tenido un buen viaje? ¿Está bien? ¿Estás bien?

Tuteaba a su padre, trataba a Nicole de usted. Era algo normal y aun así extraño.

—Páseme esa bolsa.También aquello era normal. Pero cuan-

do un hombre lleva tus paquetes, es porque eres una mujer; si lo hace una mujer, es por-que es más joven que tú, y te sientes vieja.

—Deme los comprobantes de las male-tas y siéntese allí — dijo Masha con autori-dad. Nicole obedeció. Vieja. Cuando estaba con André se le olvidaba a menudo, pero mil pequeños arañazos venían a recordárselo. «Una hermosa joven», había pensado al avis-tar a Masha. Recordaba haber sonreído, a los treinta años, cuando su suegro pronunció

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esas mismas palabras a propósito de una cuarentona. Ahora, a ella también la mayoría de las personas le parecían jóvenes. Vieja. Le costaba resignarse (una de las pocas cosas que no contaba a André: ese estupor desola-do). «De todos modos hay ventajas», se dijo a sí misma. Estar jubilado suena un poco como estar para el arrastre. Pero resultaba agradable irse de vacaciones cuando se que-ría; más exactamente, estar todo el tiempo de vacaciones. En las aulas abrasadoras, los colegas empezaban a soñar con el momento de marcharse. Y ella ya se había marchado. Buscó a André con la mirada, de pie al lado de Masha, entre el gentío. En París se dejaba acaparar por demasiada gente. Prisioneros políticos españoles, presos portugueses, is-raelíes perseguidos, rebeldes congoleños, angoleños, cameruneses, guerrilleros vene-zolanos, peruanos, colombianos — y se deja-ba unos cuantos —, siempre estaba dispues-to a prestarles ayuda, en la medida de sus

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fuerzas. Reuniones, manifiestos, mítines, oc-tavillas, delegaciones, aceptaba todas las ta-reas. Pertenecía a un sinnúmero de agrupa-ciones y comités. Aquí nadie solicitaría sus servicios. Tan solo conocían a Masha. No tendrían otra cosa que hacer que contemplar las cosas juntos: a ella le gustaba descubrirlas con él y que el tiempo, congelado por la lar-ga monotonía de su felicidad, volviera a en-contrar su pletórica novedad. Se levantó. Le hubiese gustado estar ya en las calles, bajo los muros del Kremlin. Se había olvidado de lo largas que podían llegar a ser las esperas en este país.

—¿Llegan esas maletas?—Tarde o temprano llegarán — dijo An-

dré.

* * *

Tres horas y media, pensaba él. ¡Qué cerca estaba Moscú, y qué lejos al mismo tiempo! A tres horas y media de distancia, ¿ver a

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Masha tan pocas veces? (Pero había tantos obstáculos, para empezar el precio del viaje.)

—Tres años es mucho tiempo — dijo —. Debes de encontrarme envejecido.

—De ninguna manera. No has cam-biado.

—Tú estás aún más guapa.La miraba con embeleso. Uno cree que

ya no puede ocurrirle nada, ya se ha hecho a la idea (y aquello no había sido fácil, aunque no lo hubiera exteriorizado), y de pronto una gran ternura, del todo nueva, te ilumina la vida. No se había interesado demasiado en la chiquilla asustada — entonces se llamaba María — que Claire le traía durante unas ho-ras de Japón, de Brasil, de Moscú. Se había sentido ajeno a la joven que vino a París des-pués de la guerra para presentarle a su mari-do. Pero en el segundo viaje de Masha, en 1960, sucedió algo entre ellos. No entendía bien por qué ella se había apegado tan vio-lentamente a él, pero aquello lo conmovió.

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El amor que Nicole sentía por él permanecía vivo, atento, alegre; pero estaban demasiado acostumbrados el uno al otro para que An-dré pudiera despertar en ella ese alborozo encandilado que en ese instante transfigura-ba el rostro un poco severo de Masha.

—¿Llegan esas maletas? — preguntó Ni-cole.

—Tarde o temprano llegarán.¿Por qué impacientarse? Aquí disponían

de tiempo de sobras. En París, André se sen-tía martirizado por la huida de las horas, cuarteado por las citas, sobre todo desde que estaba jubilado: había sobreestimado el al-cance de su tiempo libre. Por curiosidad, por indolencia, se había dejado imponer un sin-fín de obligaciones de las que no lograba za-farse. Durante un mes se libraría de ellas; podría vivir con esa despreocupación que le gustaba tanto; que le gustaba demasiado, porque de ella nacían la mayoría de sus pre-ocupaciones.

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—Aquí están nuestras maletas — dijo.Las instalaron en el coche de Masha y

ella se puso al volante. Conducía con lenti-tud, como todo el mundo aquí. La carretera olía a vegetación fresca, flotillas de troncos bajaban a la deriva sobre el Moscova y An-dré sintió que se despertaba en su interior esa emoción sin la cual la vida hubiese care-cido de todo aliciente para él: comenzaba una aventura que lo exaltaba y lo atemoriza-ba, la aventura del descubrimiento. Tener éxito, convertirse en alguien importante eran cosas de las que nunca se había preocupado. (Si su madre no se hubiera entregado impe-riosamente para que prosiguiera con sus es-tudios, se habría conformado con creces con la condición de sus padres: maestros de escuela bajo el sol de Provenza). Le parecía que la verdad de su existencia y de sí mismo no le pertenecía: estaba oscuramente des-perdigada por toda la Tierra; para conocerla, había que interrogar los siglos y los lugares;

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por eso le gustaban la historia y los viajes. Pero mientras estudiaba con serenidad el pa-sado reflejado en los libros, el acercamiento a un país desconocido — que desbordaba con su plétora de vida cuanto pudiera saber de él — le producía siempre vértigo. Este país le concernía más que cualquier otro. Lo habían educado en el culto a Lenin; su madre, a los ochenta y tres años, militaba todavía en los rangos del PC; él no se había afiliado; pero a través de los vaivenes de la esperanza y de la desesperanza, siempre había pensado que la Unión Soviética guardaba las llaves del por-venir, por lo tanto de esta época y de su pro-pio destino. Sin embargo nunca, incluso en los negros años del estalinismo, había tenido la impresión de comprenderla tan mal. ¿Su estancia aquí iba a iluminarle? En 1963 ha-bían viajado como turistas — Crimea, So-chi — de manera superficial. Esta vez haría preguntas, haría que le leyeran los periódi-cos, se mezclaría con la muchedumbre. El

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coche enfiló la calle Gorki. La gente, las tien-das. ¿Lograría sentirse en casa aquí? La idea de fracasar le producía pánico. «¡Debería ha-ber estudiado más seriamente el ruso!», se dijo. Otra de esas cosas que se había prome-tido hacer y que no había hecho: no había pasado de la lección sexta del método Assi-mil. Nicole tenía razón al tratarle de viejo perezoso. Leer, charlar, pasearse, para eso siempre estaba dispuesto. Pero ante las ta-reas ingratas — aprender vocabulario o relle-nar fichas — refunfuñaba. Entonces no de-bería de haberse tomado este mundo tan en serio. Demasiado serio, demasiado ligero. «Es mi contradicción», se dijo alegremente. (Le había encantado esa expresión de un ca-marada italiano, un marxista convencido que oprimía a su mujer.) En verdad no se sentía nada mal consigo mismo.

* * *

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