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ALCOYHISTORIAS Y LEYENDAS
Estamos capacitados para llegar a ninguna parte. Inertes frente al tiempo figuramos los acontecimientos como velos ante una imagen.
Por ensalmo la realidad forma parte de la razón. Dejamos cerca de otros los datos contrastados por las
posibilidades de cada cual: el que promulga la imaginación, y el lector, puesto de cara para rechazar el exceso de meditaciones o lo automático de la ficción.
Primero, colocaremos las fichas en orden sin desajustar las periferias. Después, con el descarrío de lo singular, profundizaremos en los meandros donde el recuerdo nos lleve y, siempre tras el rastro de lo conveniente, conduciremos al otro hasta las páginas adjuntas a la aureola de los mitos.
La ciudad de Alcoy es una impresión de lo imposible; las etnias aborígenes, los montaraces, los inspirados y la belleza son un carisma tejido en montañas de incalculable valor territorial, el nuestro, el clima de madres iberas perdidas entre desafueros e hijos coordinados en albedrío; sus circunstancias perfilan el carácter calmo de los caricatos.
Orgullo y determinación, retroactivos y gargantúas especulares señalan caminos; el creativo se alimenta de fechas,
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recuerdos y otras posibles asechanzas ordenadas por cultores a la palabra. Qué maravilla esa súbita puesta de sol.
Qué espléndida la forma luminosa para siluetear los contornos de un tremendo barranco.
Sí. Entre montañas discurre el beneplácito de los vivos. Entre discursos planea la memoria. Los que tenemos el símbolo ígneo por indiscutibles desarmonías comunicamos nuestros deseos dentro de una razón, y ésta, en el ánfora antigua de los cuentos, las historias y las leyendas, es imprescindible en todo colectivo para unir el pasado y el futuro en un presente autómata de privilegios. Otras promesas puestas sobre la mesa de las consideraciones. Otros adjetivos promulgan la imparcialidad de los hechos.
Un personaje calibra el torrente de palabras a su disposición y el total de la desmemoria para verificar lo inmediato de la propuesta.
No siempre se presenta la ocasión de hablar de tú a yo con los mitos. No siempre aparece el caleidoscopio para introducirnos en el laberinto donde Él no se encuentra a Sí mismo. Que nos sean devueltas: la intención, nuestros regalos para el futuro y la negativa como motor de aquellos que, imparciales, esperan pasar bajo los protocolos de guardia ante las esperanzas. Con este breve equipaje emprendo el camino mientras los conspiradores se reúnen para recordar autonomías.
01 EL SECRETO DEL BARRANCO. -------------------------------- 1502 LA IMPOSIBLE POSESIÓN. ------------------------------------- 2303 EL MILAGRO DE MOSÉN TROLAGROSSA. ------------------ 31
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04 LA GENERACIÓN DISOLUTA EN SÍ. -------------------------- 4105 LOS PLOMOS DE LA SERRETA. -------------------------------- 5106 ENRIQUITO ALTISÓN. ------------------------------------------ 6107 EL BORRADOR DE HUELLAS. ---------------------------------- 6908 NATI NIGRA. ----------------------------------------------------- 7509 UN ENSAYO. ---------------------------------------------------- 8510 LA COVA DE LA BOIRA. ---------------------------------------- 9511 UNA ROMERÍA. ------------------------------------------------- 10512 UNA VISITA. ---------------------------------------------------- 11313 VIAJANTES. ----------------------------------------------------- 12314 LA FONT DE LA SALUD. --------------------------------------- 13115 EL ESCOMBRO. ------------------------------------------------ 14116 EL CAMBIO CLIMÁTICO. ------------------------------------- 151
Recitaré uno a uno los nombres perdidos en el escalafón de vacío.
Allá donde las luces conforman el cuerpo de la amada, daré las órdenes oportunas, los precisos contornos para el ataque a su supremacía.
Si triunfo, no será por Mí sino por Yo.
Verás relucir las anatomías abiertas del concepto, a los chivatos aminorar la marcha y a los androides cabalgar el futuro.
Sentado dentro de la pirámide multicolor, generaré los rayos infra sobre la entera superficie del tesoro.
Las nostalgias no bastan para redimir el olvido; los pasados son efímeros eternos en la magnitud del Incomprensible. Sin
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embargo, esa parcial eternidad es la que da interés al asunto.
Mientras guardas tu desnudo del depredador, mientras vistes esa camisa de verano, entre tropas relucientes de deseo, descubro los interiores del objeto, su parte mínima en el reparto de bienes, o su contrario contra el muro de las conclusiones.
Él viene hoy solo. No latiguea su espera el otro; los dos en su aprecio no distinguen a los demás. Evidentemente, uno es falso y el otro también. Menudean ambos, son de cartón y no saben dónde se encuentran.
La ambición está esperando detrás de la puerta. Tengo a la sobrevivencia para no dejarla entrar. Tengo mis motivos a favor del día natal del Espermatozoideal.
Y se quedó quietecito, quietecito, mientras el tiempo volaba sobre la cara del Todo.
Allí, para siempre, sigue mirando a la Bella que se fue, consigo misma, por esos mundos de todo y pedernal.
Un exquisito pianista, sin destino, busca las teclas perdidas de su arpegio. Por eso, se eterniza cuando la improvisación se hace cargo del contenido y aparece, sobre sus signos, el sonido perfecto de la increíble acción narrativa.
A plena plana salieron los pelmas y, bajo el palio de plata, recuperaron el barroco contenido, a la derecha del encrucijado regocijo, donde rasga rasgos garbosos la egregia Doloratta Attak.
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Nos esperaban en otro sitio, pero el de ahora me pareció el adecuado para asaltar la primera parte de una idea. “Perdónalos”, parecen decir los arbustos rasposos y liantes, inclinados y dicharacheros a la hora de arder.
El representante de objetos perdidos ha vuelto para preguntarme si había visto una manada de coleccionistas de Arte. Recordé, por un momento, que esos animales en extinción sólo se reúnen para asistir al vernissage de una exposición de ese pintor… ¿Cómo se llama?, manu el sol bes(a)rjona.
Todo el día dentro del estudio, con la misma ropa; después, va y dice que el vapor de trementina produce los efectos de una bomba al estallar por una peregrina manipulación de las ideas.
Todas las tiendas están abiertas. Mientras los escaparates guardan la apariencia, otros roban los objetos de culto. Mientras las dependientas enseñan sus modales, los vigilantes niegan la imagen.
Las antiguas clavículas del discurso cambiaron de sonido y, de forma perentoria, se vieron centrifugadas hacia la nocturnidad. Los informalistas cazaron a los figurativos, condenándolos a recibir clases de estética, en esos correccionales de cara a la pared de los supuestos.
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EL SECRETO DEL BARRANCO
Cuántas veces pasaremos por el mismo sitio sin percibir algo. No obstante, alguien por nosotros estará alerta para seguir la secuencia del recuerdo.
Pere Santacreu es un gordo polifacético del andar y normalmente, descarría sus pasos para imponer supuestos basados en diarias aventuras.
Alrededor de Alcoy, las minimalistas huertas se ofrecían plácidas para los pequeños hurtos que saciaban su vegetariano apetito: tomates del momento, higos, algún albaricoque perdido entre el trasiego de los recolectores, bayas intrincadas junto a una blanda acequia, acerolas, manzanas, una granada barriobajera o, acaso, un voluptuoso nido de moras. Siempre de día, siempre con sus pantalones estilo sátiro y esa enorme barriga sustentada por unas delgadas piernas; oteador de las cuatro esquinas, donde el mirón se cataplasma por cualquier mórbida apariencia, escaneaba el territorio con suma delicadeza.
De eso ya hace tiempo, tanto como para todavía verlo subir hacia los encuentros con el diafragma solar, directo a los terciopelos cromáticos que cubren las montañas de la ciudad de Alcoy. Siempre de día, lo vemos desplazar sus estoicos pies hacia el interés previo al premio. Poca cosa, lo justo para continuar: almendras, espárragos espindargos, opales setas de chopo acérrimas de sol, acuosas por la aparte que da al norte de los
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paladares, o cualquier fruta y verdura. Al iniciarse el atardecer, se derrumbaba en su casa, no sin antes saludar a las calles y a sus respectivos paseantes:
“Adéu, Santacreu! ¿Qué has encontrado hoy?” “Bon dia, Pere! ¿Cuántos kilos de manzanas ha acumulado
el desafuero de tu barriga?”. Comunicativo del origen de las cosas y abstracto
representante de la autoridad rural, se deleitaba contando en qué celemín se encuentran las uvas más ecológicas y las nueces impertérritas de tenaz cascarón.
Era su impuesto bien conocido y respetado su contorno de gordo gigantón; saludaba emblemático por los cuatro costados que, por cierto, ocupaban un considerable espacio.
Pere Santacreu es un personaje clave en el esotérico compartimento de las cosas, sobre todo las de los demás, pero tan educado que, en vez de protestar por el diezmo, los dueños del terreno veían cómo sus huertas daban de sí, al ser visitadas por tan ilustre representante del homenaje a sus frutos. Nunca se llevaba algo con él, nunca se le vio con el saco lleno por la codicia o el secuestro para la hucha. Consumía sobre el mantel del campo lo que su mano asimilaba, y de paso, le hablaba de tú a los pedruscos, a las cañas para sujetar las plantas, o sermoneaba a la bolsa de plástico, abandonada por los imperfectos negadores del culto al total ambiente, recogiéndola en su mochila especializada; un ligero anuncio para los tiempos que su gesto sea entendido como unas palabras al corazón de los cuidadores de lo genérico. Por eso era querido por los manes y los chamanes, por los indie y los brofek, por los ecuánimes, por los lampiños y por todos los que luego fingen detrás del espejo. Nunca de noche. La noche para él carecía de recursos,
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como el tiempo para el que no sabe huir, como el fugitivo de pies encadenados; profunda, oscura, y perfecta secuestradora de resplandores. Nunca por la noche. La desconocía, no era su mundo radial de luz, su mirada penetrando en la maleza para descubrir la semilla piñonera, el níscalo ferozmente escondido entre la maraña punzante que circunda los pinos y las encinas. Un día, se atrevió a traspasar los umbrales del visual de prisma. Se equipó con un pantalón largo, chaqueta de pana, una mochila conteniendo pan y queso; agua no, porque conocía, uno a uno, los pequeños manantiales que dieron fama a la sierra Mariola, antes de que los vampiros totales canalizaran el curso interior hacia otros sitios prevaricadores, dejando secos a la mayoría de esos escurridizos y espontáneos chorros de agua que salían para besar la tierra y dar alegría con su sonido al consonante resto.
Esa noche de otoño, con la luna en el lunario de lo invisible, sin decírselo a nadie, salió de su casa, allá arriba en el “Partidor”, en el barrio más alto de la ciudad y se encaminó, no sin cierta incertidumbre y arrepentimiento, hacia el carismático “Barranc del Sinc” que da singularidad a la hermética ciudad de Alcoy.
Este enorme barranco en forma de V, a cuyos pies se expande la olla donde la moral se cocina con ingredientes de un ibero motivo, es algo fuera de persuasión: magno de lo monumental, sobrio en su momentánea eternidad e icono de los niños ensimismados. En el pasado fulguraban águilas fijas, emblemáticas sobre los cielos rasgados por los aires cerúleos, y también, cuervos metódicos que raspaban el ambiente con chirimiteros sonidos. Un pequeño arroyo, con sus malecones seguía al estrecho sendero adentrándose en el misterio de los
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pretéritos tiempos rasurados por agua. Pere Santacreu salió pasada la media noche hacia su objetivo: presentir las piedras entre la oscuridad, llevar sus pies por el desconocido mundo de la incógnita, poner sus señales sobre el símbolo de la nada, traspasar los propios límites del conocimiento y sondear los velos que ocultan la parte en negativo de los sueños. Bajó la cuesta de la calle “San Nicolauet”, bordeó la Glorieta, dejando a su izquierda la iglesia de “San Mauro y San Francisco” hasta llegar a la calle “San Nicolás”; desembocó en la plaza testimonial de ambigüedades, para seguir por la calle “Santo Tomás”, atravesó el puente de “San Jorge Prototipo” y recto, todo recto hacia arriba llegó a la entrada del Gran Tabernáculo.
Allí, delante de su puerta, desde que se recuerde, yacen unas ruinas, vestigios de lo que en años anteriores fue una próspera fábrica de tejas y ladrillos, llamada “El Teular”.
Pere, con miedo en los ojos, traspasó la cerradura del cenobio y se adentró, por fin, en el barranco, entre veladuras que perfilaban su silueta con la luz mafasca de los osados.
Paso a paso, sus pies medían las consecuencias.Enormes rocas se abrían ante él para dejar constancia
del valiente entrometiéndose en los tiempos del alucinador de costumbres.
Un caminito pedregal se extendía profundo sobre los símbolos del pitecantro. Las paredes calcáreas pesaban en la mochila del circunspecto personaje, cada vez más imbuido en su papel de cantante de ópera despavorido.
Los secretos son para proclamarlos; los escuchas están alerta. Las palabras confunden la sensación, y el búho te mira con esos ojos tan fijos, tan fijos como una piedra con las raíces puestas
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en tierra de nadie. Él, tan experto en las controversias y regalos del terreno iluminado, ahora, conocía nada, ni siquiera a su duplicación nocturna. Todo extraño: los sonidos, la retina de los ojos, el esfuerzo. Su interés ya no era comprender los rastros que conducen a la apetencia; su signo entraba en conflicto con la realidad y, al cabo de media hora de sospechosa desazón, se sentó en lo más hondo y estrecho del barranco, sobre una piedra, junto a un mínimo caño con su chorrito continuo, serial y diferente. Bebió agua y empezó a devorar su gran bocadillo de queso. De repente, se expandió el pedernal sobre la piedra de ébano y, entre serpenteos y sintonías de su dial sobresaltado, oyó una especie de trueno aproximarse lentamente a sus oídos.
”¡Yaaaa, Tirsa!”, “¡Booooo, Minos!”, “¡Paraaaa, Ursus!” “¡Tiraaaa, Anura!”, “¡Soooo, Trancos!”, “¡Vaaaa Sirius!“, “¡APÁRTATE PERE SANTACREU, APÁRTATE!”
Y como si fuera un espacio fraccionado del recuerdo, en medio del vendaval alucinador, entre velos descoloridos del gris, polvareda y ruidos de peñas barranco abajo, se vio venir encima una enorme reata de mulas: sus alforjas llenas de barro, y sus gañanes con sus mantas descascarilladas y sus broncas voces.
Santacreu, espantado, se apretujó contra la pared del risco; sus piernas apenas sostenían al incorpóreo miedo que le entró en la parte más recóndita de su gran estómago, llenando hasta la saciedad cualquier reminiscencia del anterior apetito por las cosas normales.
Ante él pasó, como una exclamación acompañada por un gong mayestático, el submundo de los sueños, sus franjas teúrgas
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y los sonidos ancestrales del hipocondríaco. Al completo, el séquito del claroscuro sentimiento
se descompuso en secuencias conducidas por montaraces argumentos:
“¡ADIÓS, PERE SANTACREU, ADIÓS! ¡DALE RECUERDOS AL SEÑOR DE LOS OLVIDOS! ¡REZA PARA QUÉ TAMBIÉN NOS OLVIDE A NOSOTROS! ¡ADIÓS, SANTACREU, ADIÓS!” Y la visión se esfumó.
Vivimos todos en la desmemoria, pero ese día, Pere tuvo la oportunidad, (por coincidencia), de verificar en persona, ver y oír, a una de las caravanas que transportaban barro para el “Teular”, donde antiguamente fabricaban los ladrillos y las tejas de toda la comarca del Territorio Serpis y otros condominios del Constructor.
No volvió a salir de noche Pere Santacreu. Pasarán los siglos, y alguien tan insólito como él, quizás,
lo encuentre sentado, en medio de un bancal, comiéndose tranquilamente unos tomates a plena luz solar.
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LA IMPOSIBLE POSESIÓN
La lejanía es una aleación de esperanza y vida. También de
ceniza y memoria.
Los tremendos acompañantes del sobreviviente son
contertulios en la mesa de la convivencia. Mientras piensen futuros
en su reiteración inmortal, se encontrarán aún, delante de los velos
vacíos de la múltiple realidad.
No hay conciencia tan clara como la del enamorado fijo, ni
constancia más imperfecta que la de ese otro intermediario entre
los mundos inverosímiles del efecto sobre los testimonios. Estos, a
la vez, son el decorado del soñador, ocultándose para no enfrentar
la prueba de su redención y resplandecer ante la belleza oscura de
los poseídos.
Uno de estos enamorados fijos fue Eugenio Guillém. Su
nublo empieza a clarear a través de las palabras, no para apoyar
su fijación, la creencia en el amor como parte fundamental de los
fracasos de una convivencia nunca lograda, sino para compartir el
rigor de la misma historia, en diferentes versiones.
A mediados del pasado siglo XX, la ciudad de Alcoy (igual
que todo el país) soportaba la presión de una mano cardadora,
con monosílabos en sus labios y sospechosos reojos. Vacilantes
pasos intentaban encaminarse hacia los caminos naturales pero un
gran peso de llanto y recuerdos en vivo alimentaban los supuestos
de una raza pretenciosamente elegida por la fantasía paranoica.
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Durante varios años, el formalismo monorrítmico imperó,
sobre todo, en la clase media y trabajadora. La costumbre del
separatismo la mimaban como si fuera una categorización de lo
imperfecto.
Sobre las ocho de la tarde, los jóvenes daban vueltas y
vueltas, paseando alrededor de la calle San Lorenzo, vueltas y más
vueltas… Los hombres por una acera, las mujeres por la otra, y así
durante años, sin comunicación; sólo los muy desinhibidos hacían
pequeñas gracias que, normalmente, acababan en gran ridículo y
vergüenza. La adicción al espionaje se instaló: se controlaban las
miradas, los gestos, los rituales de aproximación, entre rosarios
humanos de alto grado y caminatas sobre el duro casillero de las
aceras. Una y otra vez, se cruzaban los enfrentes. Esa era la única
diversión comunitaria en la oscuridad imperante de la posguerra.
También la serialidad tenía su ritmo; la metamorfosis del deseo
irrealizable determinaba una postura clara en su determinación.
Eugenio Guillém, desde la adolescencia, estaba enamorado
de una juvenil personita, siempre callada, todo lo contrario de sus
amigas tan vivas, inquietas, punzantes en sus risas dirigidas a
algunos fantasiosos que respondían con alguna graciosa pirueta
en el alambre de enfrente.
No sabía su nombre ni intentó preguntar, estaban fijos
por el silencio, los ojos bajos, la incertidumbre y la diferencia;
simplemente, eran dos personajes, unidos en el ensueño de su
momento. A las diez de la noche, una tras otra, las hormigas
sobre el reptil serpenteante desaparecían de golpe para no volver
a aparecer hasta el día siguiente.
Durante dos años fue una historia perfecta en la
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homogeneidad y el secreto. Nunca se hablaron los dos pero, de
lejos, Eugenio ya sentía el natural momento, donde la aproximación
se evidenciaba y abría los ojos para ver la reconfortante aureola
de la aseveración: dos personas bailando en el espejismo de un
instante.
Eugenio Guillem se fue a la “mili” a los dieciocho años,
después, su vida entró en cadencia, se perdió por mundos de
aventura, y la calcomanía de la sobrevivencia lo retuvo lejos.
Siempre iluminado en su memoria, un espacio íntegro, donde una
niña, inclinaba aún más los ojos al suelo cuando él pasaba. No
le abandonó nunca esa imagen de íntima belleza, quizás triste,
paseando su imán por la acera de enfrente, a unos metros de la
inconsciencia de un perfecto amor.
Tras veinticinco años de ausencia, Eugenio regresó a Alcoy.
Todo había cambiado, los símbolos ya no eran los mismos; una
sociedad pujante había restablecido su territorio. Obsesionado por
el único reactivo de sus sentimientos mientras estuvo lejos, preguntó
e indagó, buscó los pasos de su emoción, pero no encontró ni el
más mínimo rastro de realidad.
“Quizás se haya casado y viva lejos.
También es posible que fuera hija de algún militar o un
maestro o alguien en tránsito. Nadie supo decirle algo. Todo el
mundo lo miraba extrañado, con sus idiomas, sus tatuajes, su
innegable estructura de trotamundos. Pensaban: “ha vuelto a
Alcoy porque está loco. Desvaría con sus cuentos fijos. Se cree en
un tiempo superado por la memoria colectiva”.
Un día lluvioso la vio. La misma, igual, su carita impecable,
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esos ojos abiertos que ahora le miraban fijos, indicándole el
camino imposible de la realidad, a escasos dos metros de los suyos,
alucinados por el resplandor de un futuro perdido entre las nieblas
de la persuasión. Delante de él, un libro abierto casualmente por la
página con el emblema del colofón. Delante de él, sin atreverse a
decir algo, con un sonido profundo rasgándole los pensamientos,
que de golpe se quedaron sin galardón ni fuerzas.
Allí imperaba su amor indeclinable, apoyando delicadamente
su rostro fotográfico sobre la piedra de mármol de una lápida con
un epitafio: “Ana María Monmillor Va, muerta prematuramente a
la edad de diecisiete años. Tu familia no te olvida.”
Y se quedó quietecito, quietecito, mientras el tiempo llenaba
de velos su entendimiento. Sintió a un Poseedor arrebatarle su
paradigma, humillar para siempre el horizonte, asaeteado ahora,
por la inutilidad de los gestos cuando se enfrentan al Tremendo.
La lluvia resbalaba por su cuerpo cada vez más desnudo de
insistencia, y desnudo se lo llevaron a otros destinos no apreciables
por las palabras del transmisor de historias clavadas en el interior
de los poseídos.
Si por influencia de la realidad nos aproximamos a los
encuentros en negro, consideraremos que la sabiduría no viene
otorgada por simple conocimiento de las cosas, sino por el espejo
que esconde los lugares, los motivos donde circula el magnético
de la memoria.
Si algún día de lluvia, subís al hermoso Cementerio del Dios
Tanatos, en la ciudad de Alcoy, soslayad la carencia de amor de sus
estilistas, el rectilíneo de tumbas que intentan superar la hostilidad.
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Bello de por sí, suspira a las faldas del “Carrascal de la Font Roja”,
y proclama el oriente de todos, en la confluencia del río de la vida
con el negro espejo, donde Última Ósea tiene su hábitat.
Ese día de lluvia, id a pasear entre las filas de aquellos que
se fueron. Cuando veáis el agua crear la forma de una persona,
quietecita, quietecita, delante de una lápida, en el segundo piso
a la derecha del Todopoderoso, acercaos, comprobaréis cómo la
lluvia no moja el suelo, y el vacío, singularmente, toma la forma
de un hombre. Allí mora para siempre la niña que trasmitió su
negativa, para el que tenga valor de asomarse a su historia y la de
los que velamos por la consistencia de la palabra, al recorrer con
sus resonancias las cenizas donde se hunde el cuerpo y también el
secuestro perenne de los que amamos el horizonte de las cosas,
indeclinables de amor y pasión.
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EL MILAGRO DE MOSÉN TROLAGROSA
No hay que creer a pie de letra en los resultados de las
elucubraciones de otro; el punto de referencia da para mucho
más que las empíricas memorias previas al desencanto.
Los momentos fulgidos son como acentos metamorfoseados
por las diferentes modulaciones del mismo tono, en singularidad
periférica a los ritmos que, a través de la imaginación, se
entrometen para variar su curso.
Al ralentí, los acontecimientos estratificados por
resplandores amplían su resonancia, sucesivas iconografías sólo
para acompañantes del ensueño.
Abiertas las flores sobre el florero multicultural, reposa
el azar compartido. Decidme vosotros, técnicos iluministas del
decorado: ¿no es ésa la señal?, ¿no es ése el signo?. Dilo ya, para
que todos podamos saber cuál fue el verdadero mérito de dos
mundos enfrentados en un sólo tiempo, el presente de entonces,
o el nuestro anterior para admiración de todos.
Año 1276 D.C. Los colonos cristianos atosigan los restos
de un espléndido mosaico musulmán. Mercenarios guerreros,
catalanes y aragoneses, han implantado un pequeño y escarpado
territorio rodeado por precarias murallas, en el centro mismo
donde el delirio imparte sus preferencias, en los dominios de un
sofisticado árabe que nos desacomplejó del origen gótico y del
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emblema en forma de cruz, mimando los jardines y la artesanía
de los imantados a la media luna.
Entonces, Alcoy sólo era un adelantado a los designios del
Emperador de Papel y una claraboya encristalada por la luz que
reverberaba de sus montañas.
Sobre el verde emporio de la dignidad se expandían
los diferentes enclaves moriscos y la vertebración del carisma
sabiamente adornado por lo natural. Los antiguos asentamientos
confluían en huertas soleadas alrededor del eje neorural, con la
vena abierta en un río de esperanzas. La calabaza pachona se
aposentaba en la tierra de enmedio, su secano, sus viñedos y
luego las acequias serpenteando el ir y venir de las túnicas, en pos
de las diferencias lingüísticas de algárabe son.
Viendo la manifiesta prepotencia, rigor y crónica en contra
de los invasores cristianos en el paraíso de su estar, el ulema árabe
propone dar una sacudida de atención al cofre hermético, y se
pone al frente de unos autóctonos ejércitos para asediar al nuevo
enclave venido de los tiempos fieros de una cruz redimida por la
constancia de la voluntad y la sobredosis de fe, por los capítulos
repetidos donde descansan las fuerzas del enconado ejemplo,
trasluces fuera de las ventanas que dan a los dominios del ejecutor
y a las brasas para acabar con el cuerpo de la inconstancia.
Somos nosotros quienes resumimos los rastros de la elástica
esencia, también los que asumimos los encuentros con el asesor
de interiores. En esa diáspora de los sentimientos, vienen los
cabalísticos y nos proponen otro sitio, otro enclave, siempre lejos
de casa, siempre lejano de los sentimientos que unen el poder con
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un pueblo sereno de contenido étnico.
Al-Azrak llamado también “El-Azul”, caudillo musulmán
con resistencia en la Vall d’Alcalá dominaba las afueras del
barrio de circunval cromatismo, también los arrabales del estrato
calumniado de religión, la suya, la ahora infiel, en el conato de
guerras perdidas, fueros y estigmas por venir, hasta que, expulsados
por la sinrazón vuelvan a palestinar incruentas distancias contra
el destructor de los mantos que escondían el cuerpo admirable de
los amantes entretenidos, al lado de la fuente de los siete caños.
El de la Espera del Allá.
El dorado por la curva sonrisa.
El de la maravillosa gota iris.
El de espuma sobre el cuerpo odalisco.
El enjoyado por el pez saltarín.
El indisciplinado barbecho burlón.
El escalonado por saltos de rana.
Díscolos movimientos esperan esta batalla. Mujeres oran
delante de rotos espejos. Los niños mueven la cabeza, miran: a lo
lejos ven la polvareda del motivo de sus controversias, el enclave
de los guerreros profesionales que han inaugurado la primera
piedra de la futura Alcoy.
Es un día radiante, es un atardecer salido del profundo
interior mediterráneo, es un lugar preferido por los sonidos del
cuervo que anuncia la presencia de los enemigos a los precavidos
moradores del castillo de madera, atalaya de la sugestión.
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Alguien toca la trompeta de alarma. Se acerca el dueño del
terreno. Hemos robado una manzana y ahora quieren venganza.
Viene el señor alauita con un montón de soldados. Dentro, el
terrateniente catalaúnico va a defender su expansión.
Fuera, se puede contemplar el séquito almibarado de la
decadencia seguir los pasos laxos de un porvenir extraño, en los
lindes de una Europa encristianada.
Dentro, sobre la almena del improvisado castillo de
madera imposible, una bandera blanca con una cruz roja y los
estandartes concernientes a los gremios del cristiano guerrero: las
cadenas, el péndulo, el dragón, las espadas en cruz, las argollas,
el pesebre, el martirio. los códigos deuteronómicos, la piedra
arsenal, y el crucifijo de mármol. Dentro claman esperanzas de
vida los intrusos. Fuera las chirimitas traducen el tiempo.
“Eh tú, cristiano, devuélveme el terrón de azúcar”.
“Ni pensarlo, mi padre me dijo que era mío”.
“A tu padre no lo conozco y eso que vivo aquí”.
“Los catalanes están conmigo, también los aragoneses”.
“Apátridas mercantiles, tránsfugas y mercenarios”.
“Con nosotros está Mosén Trolagrossa y San Jorge”.
“¿Quieres guerra? Pues guerra tendrás”.
“Sant Jordi! Sant Jordi!”
“¡Anda ya! Usurpador”.
Allá van, mureros y extramureros, alpargatas, calcetines,
pedruscos, murciélagos, duendes encabritados y oraciones
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descalzas, cuerpos dorándose al sol del medioevo y serpentinas
rozando el hemisferio de las contradicciones: todos nosotros,
unidos al ayer, la casa común, los derroteros de la palabra para
conquistar el territorio del presente.
Nuestras espléndidas y pioneras Fiestas de Moros y
Cristianos todavía reverberan su luz sobre la incandescente
vidriera de los mitos y las leyendas.
Se montó una singular alrededor de las murallas: el
cernícalo otea fuera de casa, la doncella ensimismada se amuerma
mientras mira a una golondrina desatar su ira sobre el insecto
despavorido. Las estrías de sangre sobre fondo amarillo resbalan
en la frente del contrito. La batalla entre los mitos resquebraja el
genérico entero de los momentos pasados; pequeños accidentes
en la cordillera de la historia.
Atacaron los moros para recuperar lo que era suyo,
su memoria y su desván, su luna rasando el hemisferio de la
idealidad, sus jardines perfumados y sus lánguidas huertas, sus
fuentes femeninas y, sobre todo, esos jazmines flotando sobre la
tierra de sus antepasados. Defendían los cuarenta caballeros de
hierro almogávar como podían las murallas, admirados por la
leyenda y el vocerío, llenos de prestancia sus ideales en la cota de
malla de los transgresores.
“Vixca Sant Jordi Matamoros!”
“¡Viva la media luna en mi casa!”
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Y así estuvieron durante mucho tiempo y todo el rato.
Cuando más clásica era la batalla, allá donde el sol se pone de
rodillas, para pedir más tiempo de estar, y las luces declinan en
fervor al ciclo, de pronto…
De pronto, se oyó una voz delante de la puerta del castillo
de madera que rezaba, implorando, al ver como los metales de
sus caballeros se fundían ante la razón:
¡Oh tú! San Jorge Catalaúnico,
que acuñas el futuro corazón de los Alcoyanos,
te imploro
para que vengas a hacernos compañía un rato,
de lo contrario, el coro sarraceno
nos cantará los aleluyas jurisprudentes.
Era Mosén Trolagrosa. Por circunstancias, sólo otorgadas
a los miniadores de códigos imposibles, levantaba sus brazos, e
invocaba al santo caballero que deshacía desavenencias entre el
bien y el mal.
Por lo visto, Mosén Trolagrosa tenia poderes fuera de
lo común. Así que San Jorge se trajo su caballo, sus flechas y
bellamente historiado, se aposentó de improviso sobre el castillo,
nimbado por una diáfana luz para enmarcar el ejemplo.
Què vols Mossèn Trolagrosa?
Si tú no ho véus! Respondió el Mosén, muy emocionado.
“Veo un torrente alrededor de una cueva, allí posa la
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doncella carmesí mientras Paolo Ucello la pinta. Veo un dragón
diamantino vigilar la presa, y a un caballero puntiagudo señalando
la imagen”.
“Eso es otro cuadro, mira el de ahora, nos están masacrando
los infieles, te pido protección para mi pueblo amante de la fe
cristiana. ¡Ayúdanos!”.
“Jo no sé pintar comercial. Esta batallita es de cómic. No
voy a ayudar a unos que están abusando del territorio de otros, e
implantando desplantes colonialistas”.
“Ni comercial ni res! La historia te lo agradecerá, dándote
anualmente unas Fiestas en tu nombre, así aumentarás tu
currículum frente al Mandamás”.
“No sé, no sé, algún poder tienes tú, aparte del de la
invocación, es bien extraño que estés aquí cuatrocientos años
antes de nacer; eso sí que es un milagro y por lo tanto, voy a tirar
unas cuantas flechitas de papel fosforito, a ver si así se asustan y
os dejan en paz”.
Los moros, por supuesto, no eran tontos, vieron y
oyeron que allí pasaba algo raro, y como creían en las visiones
extraterrestres de huríes semidesnudas, esperando el fin de los
siglos, alcanforadas por la superstición, empezaron a murmurar
precavidamente, y a quedarse bizcos, pues las flechas de papel
fosforescente, se paseaban por delante de sus ojos como avispas.
Se fueron mosqueando poco a poco; la historia ya no los
divertía, y tranquilamente se volvieron hacia La Vall de Gallinera
comentando que el tiempo refrescaba, habían perdido contra el
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Alcoyano, en el campo del “Collao” y ya tendrían otra ocasión
para la revancha. Por cierto a Al-Azrak le pasó algo en el camino
de vuelta y el pobre se murió, pero su heroísmo, independencia y
defensa de Casa quedaron marcadas en nuestra memoria y luego
disueltas ante los avances del prepotente cristiano.
Así se salvó la futura ciudad de Alcoy. Y en honor a San
Jorge Matamoros, ahora tenemos unas magníficas Fiestas de
Moros y Cristianos a favor de Unos y de Otros.
Mosén Trolagrosa se hizo famoso. Adelantarse en el tiempo,
fue un verdadero milagro que la Trilogía Festera le agradeció.
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LA GENERACIÓN DISOLUTA EN SÍ
En el pánico social crecen los mensajes. Las consignas
fracasan republicanas guiadas por el oeste de las consternaciones.
El sol, queriendo salir por detrás de los nubarrones, propone
destellos de gloria inconstante. Los cuerdos se aproximan a la
verdad cuando son conducidos por la mano del olvido.
Bajo la presión del coetáneo pasapurés, las etnias separadas
del conjunto en función de su trabajo eran tan evidentes como un
zurcido en los zapatos el día de la primera pelea. Las alteraciones
del tiempo son el pendular que conduce a las modas por la pasarela
de la cuestión y, situándome en esos espacios del tiempo, reúno a
los memorándum para recordar en qué momento se abrieron los
pesados cortinajes de un escenario y salieron nuestros personajes
a la calle, tan contentos de respirar, el conjunto de las sensaciones
de estar en casa..
Una vez en ella, 1962, saludamos, una tarde de verano
bajando hacia Algezares, a una singular persona. En su poco
tiempo de residencia en Alcoy estudiando la carrera de “Pasquín
Anarquista pro Mao”, el pueblo, de inmediato lo llamó Lim-Piao,
pues de todos era sabido su precario testimonio económico.
Simpático, rechoncho, despierto y, posiblemente, originario de
Almería. ¿Su verdadero nombre? ¡Yo qué sé! Sólo soy el receptáculo
de emociones, y no el rastreador de datos.
Nunca tuvo Alcoy, y seguramente tardará siglos en tener,
una llamarada tan grande en su concepto artístico como la que
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se promocionó alrededor del Arte y sus derivados postulares en
esa década. Brillaban los exquisitos y adolescentes pintores, tan
idos en su ingenuidad. Los engreídos músicos separaban con
notas la intercomunicación. Los poetas rimaban la distancia,
engolados y punzantes. Escultores recios, de dureza similar a la
desincronía de sus palabras. Escritores que languidecían, al ver
dos palabras vanguardistas, en el escaparate de la página de una
revista extrapolaría. Arquitectos, ni uno. Los fotógrafos abrían el
zoom de la fama. Otros transformistas conformaban el saludable
y creíble estatus, de una estructura cultural que fue segada a ras
por consciente ignorancia e insolidaridad.
Alé Andró, Croc Capela, Isa Albedrí, Este Duro, Marilui Pe,
Nolo Arj, Beni Arreu, José Lele, Enric Merengue, J.V. Bote, Jesús
Costera, Edu Art, y varios más que andaban en su propio secuestro
personal y no se dejan recuperar.
Alcoy siempre tuvo ideales anarquistas y naturópatas;
se la consideraba uno de los últimos reductos del radicalismo
conceptual con residencia en el puño cerrado. Pueblo de gente muy
trabajadora y republicana, no olvidaba fácilmente los arañazos
continuos del patrón sobre su salario. Las tertulias políticas en esos
años, sospechosas de genocidio universal, estaban alerta ante la
introducción de foráneos, en su nido de intransigentes anarcos.
Los Artistas eran por generación propia, cultivos biológicos
del karma, y se elevaban, como una recta columna de humo
blanco, frente a las escandalosas emanaciones de las múltiples
chimeneas que rodeaban los riachuelos Molinar, Barchell y
Benisaidó y, a su vez, conformaban el cauce del río Serpis, famoso
entonces por llevar todavía el agua de cualquier color que se le
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ocurriesen a las fábricas de tintes y a sus etruscos patrones. Estos
artistas eran una especie a proteger, y nadie lo hizo.
Lim-Piao, naturalmente, se hizo amigo de todo ese fulgor
que iluminó durante pocos años esta ciudad, y le dio un punto de
más en su referencia con el exterior. El Teatro, la Música, la Poesía,
una Sinfónica, una Polifónica, una Armónica de pulso y púa,
tres grupos o más de Teatro, montón de imprentas, cinco o seis
Bandas de música, etc.; todo lo necesario para que la “Sinfonía
Alcoyana” (nunca llegó a sonar) tuviera cuerpo en la universalidad
de la causa. Duramente esplendorosos fueron los años sesenta,
en la epidermis del cuerpo tatuado, sobre unas rocas, ante un sol
parcial.
-Después de Mao-Ese y Chu–en-Ahí -susurra Lim-Piao - los
comunistas se han vuelto recelosos, y han avisado a la Banda de
los Cuatro para que hablen con Confucio, e imponga moderación.
-Eso es blando -interpola Edu Art un escultor de increíble
imaginación y maestría, intentando sacarse de encima la coraza
de forjador iluso -“Stalin”, uno de la calle Cova Santa, tiene un
sobrino que hace carambolas con los petardos y deja la cuestión
zanjada en un instante.
Beni Arreú, excelente y testarudo pintor, es sordo de
nacimiento, pero lee perfecto en los labios, tiene muy mal genio
y pronuncia palabras sesgadas. –BuxrroxxWÇ, $mierWWWda
M*+weestu*piido Ñetas.
-¿Qué ha dicho? Eso está en clave y mis colaboradores
me han informado que cualquier información puede ser peligrosa
dadas las circunstancias -se esfuerza Lim-Piao por entrar en la
conversación con el secretoso natural.
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Nolo Arj, un pintor singular que sabe lo que hace, pero se
empeña en hacerlo cada vez peor, amigo íntimo de Beni Arreu,
irguiéndose como un gallo de pelea, tradujo: -dice que os vayáis
a hacer puñetas todos vosotros, parlanchines de mierda.
-Primero tienes que aprender a pintar bien y luego ya podrás
hacerlo mal –Alé Andró un artista con todos los atributos del genio
arguye sin levantar los ojos de sus huellas, las de su padre y las
del padre de su padre. Consiguió con el tiempo la medalla al
sacrificio absurdo más merecida de todos los tertulios, esa noche
en la “Tasca Vasca”, dirigida por Néstor, en un callejón sin salida,
frente de la primera Iglesia de Alcoy y al Museo Arqueológico,
detras del “Casal.” Un profundo bar, en el interior de la idea
fue el pionero de la nueva cultura y tuvo dentro de sí los últimos
resquicios de ese arcaísmo llamado “comportamiento artístico”,
tan indiferente hoy, donde la idea se ha clarificado en favor del
arribismo.
-Volviendo al tema, deberíamos tener más voluntad y
tomar el poder, y así poder beber libremente, donde sea, de todos
-sentencia Lim-Piao después de saborear un largo trago, y servirse
otra cerveza en su vaso.
-¡Eh tú “Kalasniskov”! ¡Esa es mi botella! ya va siendo hora
de que invites tú alguna vez, o comprendas el sufragio cardinal del
sobaquillo -exclama el pintor neoplasta Enric Merengue mientras
mira fijamente una cosa buena sobre la mesa de los apetitos.
-Estaos quietos, o se me moverán las piedrecitas de playa
quisquillosa que he heredado de mi padre -interviene Isa Albedrí,
la Regina Musa de todos los tiempos, la Sultana Disciplente de
largos pelos que ensortijó su rastro con el incontenible heroico
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motivo de la pura sobrevivencia -Me temo que viviré colgada
encima la realidad. Desde ahí miro a las olas de todos los tiempos
abalanzarse sobre los que soñamos con un futuro más ecuánime
con los artistas.
-Yo cojo mi espátula y me zampo la paella en el patio
abierto del claustro, para apoderarme de Dorotea de Troya,
aunque sea trepando por sus trenzas tipo Fidelio y alentado por
Espronceda, según me explicó mi madre -sermonea el confuso
pintor albino, Croc Capela que resplandecía entre los hoscos
cuadros, pintados sobre la pared de la bodega subterránea, con
sus bóvedas medievales dando categoría al asunto.
-La célula partisana me ha informado que han caído en
la red de la comercialidad varios amigos, pero os ruego no lo
divulguéis, pues la guardia orejafóbica, se puede presentar en
cualquier momento, y nos llevan a todos a trabajar todo el día,
entre el estruendo de los telares. -andalucea Lim-Piao.
Efectivamente, nunca hubo una ciudad mas entretenida,
en el contorno de la elipsis, todos tenían en su casa un telar, para
hacer horas extraordinarias y ganar más y más, hasta que se
podían comprar otra casa en otro barrio. Y así se escapaban del
maremagno sonoro de timbal y carrasqueta,
-Tengo la mano llena de buriles para grabar sobre las
escamas de un torero, las palabras te quiero. -Marilui. Pe,
futura profesora de grabado, garrapatea con sus uñas, sobre la
espalda del visigodo Alé Andró. Éste, indisoluble en agua, sólo se
aporcelanaba ante unos ojos oscuros, de insondable importancia
en otra parte.
-Eso, es señal de la decadencia de los artistas para llegar
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al pueblo. El anarquismo posgraduado de la segunda etapa ya
ha caído, el turismo nos civilizará un poco más y aprenderemos
a pronunciar palabras libres en varios idiomas, ¡brindemos por
ello! -Lim-Piao vuelve a llenar su vaso de cerveza de la botella de
Beni Arreu.
Beni Arreu: –Ggrrrsso=XXX www.hotmaillll q”$%Mierwda
HhIipupuTa Cca%bronwzxXX.
Traduce Nolo Arj, siempre ecuánime con las personas
que en ese momento pasan por su dial oportuno: -Que te vayas
la mierda, tú y tus palabras, de referencia catalogadas en el
crepúsculo de los gorrones.
Néstor, el dueño, ligeramente inclinado hacía un lado,
era comprensible en sus ansias de un espacio cultural; estaba
orgulloso con su epicúrea clientela; tanto como para invitar, una
tarde, en sus dominios de oscuridad y culto, a los desamparados
por la justicia de los hombres y a los clavados sobre la cruz de sus
cosmogónicos caballetes.
Así era el ambiente que rodeaba a la casta de afortunados
por el toque de alerta artístico. Excelente no ejemplo para
generaciones posteriores, con los pies en tierra, que buscaron su
futuro sin tanta anarquista entelequia.
-La resonancia de las palabras, y sobre todo su eco,
deberían ser libres, para que sean pronunciadas por todos en
bien de la libertad, y poder oírlas sin otros complejos -asevera
Lim–Piao.
Beni Arreu: -WWWcñoÑKJ, IMBCILXXX, JAKpta,
EsTopidOqgk, ggsopidoggrrrr, JJJogggDER, TonTuSS *++**PULLO,
PUTaaAA.
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Esas tardes-noches, entre adolescentes artistas que miraban
una imperfecta perspectiva, en una ciudad que se fue hundiendo
paulatinamente en el escalafón móvil de los acontecimientos, y
no supo guardar nunca el patrimonio que nosotros los artistas
dejamos en manos de los delincuentes.
La Generación Disoluta en Sí de los años sesenta del siglo
pasado en Alcoy no tuvo papel para seguir con su odisea. Cada
cual fue envuelto por su espejo. No tuvieron la oportunidad de
seguir regalando su energía a un pueblo ya con la mirada baja
y hacia otra parte. Diezmado el ejército ingenuo, aparecieron
los actuales elaboradores del pasteurizado cliché con normas
cambiantes según el rigor del momento y sus claves expandidas
en la extenuación trepa de las ideas.
Lim–Piao volvería seguramente a su tierra; nunca he sabido
de él, pero su anarquismo encajó perfecto en la pequeña colmena
situada a la derecha de una parra, en casa de Memmet Pacha.
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LOS PLOMOS DE LA SERRETA
Linotipistas que acuñáis el nombre de las cosas antiguas
sobre la frente del deletreador, recread ahora los cánones apócrifos
para descubrir entre la imaginación la arqueología imprescindible
y captar las olvidadas palabras incisas sobre la precariedad de un
espacio donde el óxido confirma su fama.
La excursión se dirige hacia una historia, sobre una roca,
allá arriba: ahí culminaron los primeros asentamientos íberos. “La
Serreta” es un ciclo perdido en la anatomía de un paisaje, un
atisbo a la bienvenida de los futuros milenios que conducen a su
estar.
Se sube por ese camino ornado de una coreografía de
verdes, entre el ceniciento níquel y la endémica vegetación
esparcida entre los faros de unas rocas provenientes de antiguas
arquitectonías del cretásico sobrevivir.
Si nos remontamos a su altura, vemos que está abierta
para los pies, y también para la mirada. Amante plácida, la
piedra blanca se matiza en cuatricromías expectantes, brillos
ante el espejo de la reverberación solar. Un resorte rítmico asenta
la grávida posibilidad de que nos lance sobre el vacío, y allí,
quizás, encontremos la respuesta de tan alto signo. ¿Quién se
atreve a tanto? ¿Quién llamará a la puerta de esa convivencia
para contemplar toda la máxima belleza del paisaje? Abajo los
tránsfugas circunstanciales encontrarán con el tiempo su refugio y
fundarán la estoica ciudad de Alcoy.
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La leyenda se asienta precisamente en esa altura de la
mirada para recorrer lentamente las esquinas de los cuatro puntos
cardinales señalando el cielo nocturno. Las estrellas marcan el
ángulo para perforar las supersticiones.
Un pueblo tardo-íbero se aposentó allí, creciendo en una
medida marcada por sus límites, en el pico mismo de un triángulo
luminoso, abierto con la habilidad de un picapedrero con una
cuña de madera y una sencillez contrastante a la de los griegos;
éstos ya habían encontrado la belleza dentro del microcosmos que
enlaza con la osadía del inventor de imágenes a semejanza del
creador, y superando el grado medio de estupefacción universal.
Milenios después nos quedamos sobrecogidos por la magnitud de
su fechoría.
Si nos asomamos a la balaustrada natural que rodea el
entorno, vemos que carece de protección, pues el paisaje no
era inculto, ni tenía como idea la destrucción inmediata de la
sobrevivencia sobre la alta aspiración.
El pequeño poblado íbero de “La Serreta”, IV–III a.C. es un
circular del escarpado terreno; se desplaza como si la intención
fuera proyectarse hacia el abismo abierto de su expansul natural.
Un tótem de una madre íbera, ubérrima y protectora.
Unos niños escarbando la tierra de ocre caliza.
Una vasija alizarina con los bordes magenta.
Un sonido construyendo su sintonía con el silbo.
Unos ojos perplejos por el descubrimiento.
Dos mil cuatrocientos años después (o por ahí), dos amigos,
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amantes de lo sorprendente en la estructura antropológica del
amateur, se desplazan por el poblado íbero comentando los
pasillos borrados por las hierbas aparentes en su luminiscencia.
La simetría volumétrica escondida en los estratos, sólo perceptibles
para los oteadores del juego, sobre la superficie de los encuentros
en vano.
En los años 40 del siglo pasado, esos dos amigos, pasean
buscando la ciencia oculta de las suposiciones y se paran en
medio de la evidente parcela, vericuetos del arcaico sentimiento
se desplazan entre episodios al ralentí del esfuerzo.
Deciden pasar esa noche de verano dentro de la cúpula del
evento; montan una tienda de campaña al estilo, hierro, cuerda
y lona; la clavan exactamente donde la maleza y las piedras les
permiten. Prenden un ígneo motivo con hierbas secas, el humo de
la hoguera mitifica el alrededor, caza los movimientos de los pinos
trementinos y las encinas hirsutas. Cenan escuetamente con la
mirada esperando ser sorprendida por el despertar que expande
el iris para conducirlo a la percepción. Se explican, mutuamente,
cuentos de la supuesta aparición de objetos y rastros más anteriores
a los íberos, prehistóricos, suponen que aquí se vieron por última
vez, y también se perdían los rastros del encuentro más mítico de
todos los tiempos. Una Neardental y un Cromañon se cruzaron, y
luego se diferenciaron para siempre, hundiéndose la Neardental
en las razas extinguidas, por carencia de fuerzas, ante el avance
de nuevas culturas de poderío más erecto.
Todos lo saben: quién halle algún resto de ese encuentro,
un hueso, un genético desliz, una leve apariencia, para que los
investigadores puedan desmenuzar su historial, será reconocido
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como un iluminado que ha descubierto el entrelaz de futuras
conductas. Pero no ha sido posible, hasta ahora, saber si los
encuentros en negro dan resultados grises en la patología de
presentes acontecimientos.
El tema se extiende entre los dos antropólogos domingueros,
apasionados por la combinación de efectos producidos dentro de
los límites imposibles del encefalograma álgido.
La noche crea el contenido de la velocidad parada ante el
semáforo en blanco de una potente luna, polarizando la situación
y, de paso, razonanando con los pioneros de los barrios altos, en
la estructura íntima de expansión tribal.
Deciden dar un pequeño paseo. Los efectos dialécticos
cesan bajo la luz que magnetiza el encanto sobrenatural de la
ingenuidad.
Ellos son cultos, elegantes y pulcros.
Ellos quieren lo mejor para el entorno.
Expresan prácticos silencios universitarios para definir cada
rincón de su impresión.
Una ligera bruma aparece, una niebla conoce el motivo,
y entre el contorno que la luz diafragma, alrededor del inquieto
espectador, se vislumbra una enorme imagen íbera, tan antigua,
que parecía tener sólo unos enormes pechos, con una cabeza
pequeña, sin expresión. Sus largas manos sostenían una biblioteca
entera; pequeños retazos de frágil plomo, unos 20x10 cm, por 1
mm. de grosor, planchados por la uniforme acción del aplanador
de futuras cuartillas, e incisas palabras que brillaban como
refractantes contenidos en la botella de cristal mágico.
Espantados, los dos amigos saltaron hacia un lado,
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sujetándose en los bastones de tantear piedrecitas y separar
arbustos, buscando la verdad dentro de las palabras escritas por
el artista ingenuo.
Visto y vuelto a ver, el espacio entre la verdad y la mentira
se conforma con salir a discurrir, mientras la visión se esfuma no
sin antes dejar frente a los dos noctámbulos seis piezas de valor
incalculable para el control remoto de los precursores.
Se miran los dos amigos, se inclinan ambos para ver qué
clase de metamorfosis gnóstica premia a los osados cuando en el
fondo del baúl, encuentran a la bella escondida en el juego de las
desapariciones. Los dos son conscientes de que allí ha pasado algo,
basta con ver esas pequeñas percepciones en forma de objeto sin
conjeturas. Las recogen conscientes de su fragilidad oxidial,
vuelven a la tienda de campaña, pasan toda la noche mirando
una cosa que supera sus conocimientos cimentados hasta donde
su autodidactismo genérico les permite.
Al amanecer recogen, saludan, y sin decir palabra retornan
a Alcoy y las depositan en el extraordinario “Museo Arqueológico
Camilo Visedo Moltó” que fue el descubridor del poblado de
la Serreta, en el año 1917; allí son tesoros residentes y dan
lecciones a los numerosos eruditos que han intentado traducirlas
o interpretarlas.
Unos dicen que si un rey ha mandado escarbar la tierra
para enterrar a sus enemigos.
Otros, que si la doncella agazapada detrás de la última
encina, más allá de la casa de mis tíos, está soltera.
Otros, que si una fuente se ha roto, y que pueblos han de
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pagar su restauración.
Hay muchas variantes, Greco-íbero, Gandara, Paleo-
Hispánico, Elengoa, Vasco, etc. Pero parece que no han llegado
a claras conclusiones respecto a su evolución o estancamiento
semántico. Se llegó a rumorear, incluso, que las había escrito un
poeta analfabeto, inventándose el idioma por su cuenta y riesgo,
en un rapto de vanguardista modernidad.
Yo lo sé: no sé exactamente por qué extrañas circunstancias,
logré traducir su significación oculta basándome en la misma
estrategia azarosa que condujo a su descubrimiento, es decir, la
posibilidad.
PRIMER PLOMO. “Hemos vendido, por su precio, y mirando al
Norte como testigo, un saco de trapo fenicio, al clan del ramo
textil de los habitantes íberos de la Serreta”.
SEGUNDO PLOMO. “Los aborígenes esos se han puesto como
locos, manipulando el saco de trapo fenicio, para convertirlo en
una masa mágica que ellos llaman borra”.
TERCER PLOMO. “Los íberos de la trastienda, están inventando
unas gigantescas máquinas, con las cuales hacen hilo del saco de
trapo fenicio, vendido a su precio y mirando al Norte”.
CUARTO PLOMO. “Con el hilo, están realizando barbaridades
ergonómicas y decorativas, así que hemos avisado a nuestro Rey
Elene Tzkar por si le interesan unas colchas, unas mantas o unos
visillos.”
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QUINTO PLOMO. “Joder tío, se están forrando los íberos esos. De
todas partes vienen familias para trabajar en sus talleres, incluso
pueblos enteros de la Hispania, se han despoblado para venir
aquí”.
SEXTO PLOMO. “Pregunta: ¿de dónde habrán salido tantos miles
de kilómetros de tela, de tan sólo un saco de trapo fenicio, vendido
a su precio y mirando al Norte como testigo, por los tremendos
esos? Gran Moral”
Ésa es mi traducción, si alguien se la cree, mejor. Lo he
preguntado a mi amigo J. M. Segura, el actual director del más
carismático exponente en Alcoy de la osadía ancestral, el “Museo
Arqueológico Camilo Visedo”, y me ha contestado literalmente:
“Eso no te lo crees ni tú”. Pero yo sigo pensando que el vacío
alrededor de los actos inauditos también puede salir a tomar la
luna, en esta increíble historia de los antepasados de la ciudad de
Alcoy.
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ENRIQUITO ALTISÓN
Pasó la Estirpe del Desengaño, los días estigmatizados por el microscopio y una ecuación pentagramática ocupó el sillón de terciopelo que está al lado de un piano de cola. En la parte opuesta, hay un espejo matizado por el duermevela y atemperado por las consecuencias. Hay un duende escondido detrás del perchero, una adormidera luciendo sus velos al trasluz del deseo, una piscina enmarcada en un cuadro. Alguien flota dentro del estudio. Hay un personaje que da vueltas alrededor de su constancia y piensa en el porvenir cerrado por caución. Debajo de la escalera hay un gato de angora blanco que mira con ojos de extravío una confusa situación; entre blanco negro hay una trampa de esperanzas, por ahí circula la sangre de los idos. Inmediatamente después interviene el relato.
Entra Marimando Payá y dirigiéndose al espejo le habla por autómata reflejo al posturín de las horas opacas. -Debes ensayar más, el próximo concierto se acerca y al piano no funcionas como es debido, se te atascan los dedos en el Mi y de ahí no sales bien parado, pues cuando el Mi desconsidera al Sol, desconcierta al Re de las notas y el Do se levanta para pegar una bronca sostenida al Fa y de paso se carga al La sin el permiso del Sí; de esa manera no hay manera de domesticar a la armonía. -No sé de qué me hablas. Yo soy un creador y la armonía al depender de Decibelio Tronante crea el caos dodecafónico donde
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se ampara el momento presente. -Sí, pero de qué vamos a vivir, a los creadores os hacen menos caso que a una cazuela de teatreros, necesitamos comer, estamos a fin de mes y todavía te deben el concierto anterior. -Aquí no se respeta el Arte, no quieren a sus artistas. la Ciudad Hostil la llamo yo. Por otra parte su estructura sónica es la apropiada para mis escalas garrapateadas y fuera de Alcoy me siento inseguro, y eso es peor. -Tú verás, la próximo actuación la tienes cerca, y tu “Desconcierto para Rinoceronte, Tancredo y Piano” no me gusta; me voy a casa de mis padres para dejarte tranquilo y a la tuya durante un tiempo -¡Oh Dios! ¿Estás segura? ¿Qué haré yo sin tu ínclita permanencia? -se mira parándose delante del espejo Enriquito Altisón, la esperanza perdida de los creadores musicales de aquellos tiempos, el niño genial que se paró justo al lado del Mi y no supo escapar de su influjo egoísta. Su mujer, fue, se fue, fuese, fueseo, a casa de sus padres, con ella se fueron también los tiempos de los anzuelos del común en la persuasión del volatinero, los juegos malabares a la hora de comprender, o los conciliábulos que rodean a la entrometida en el concierto total. Los osos polares sobre la mesa común ya comprenden el rastro de migas de pan que dejan los secuestradores de sinfónicos desplantes. Hay un personaje de pie en medio de una estancia. Hay un piano y un espejo. Hay muchas más cosas pero cada cual le ponga las suyas. No es de aluminio la prestancia cuando es diluida por la intemperie.
Los óxidos ya surcan la cara de Enriquito Altisón. Se ha hecho mayor en Alcoy, intermedio entre el salto y el obstáculo.
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Sus partituras después de tantos años de creatividad, no han encontrado el impulso necesario para salir a la calle de esta ciudad. También hay que decir que sus composiciones estaban a la altura de su indefinido comportamiento social: intemperantes, agnósticas, malas, precisamente el culmen de su creatividad y la percusión perentoria de su ideal; hacerlo mal, tener la dignidad de saber que el comportamiento artístico no se basa en la sabiduría adquirida, sino en ese espacio donde la naturalidad es la base de cualquier primer proceso en la vida de un creador.
Sus desconciertos: “Concierto para Tonto y Piano”. “Disgusto para Piano y Púa”. “Desconcierto para Telar, Motocarro y Piano”, y un largo etc. espoleaban las perspectivas de una ciudad anclada en otros tiempos y alegorías. No es dúctil Alcoy con las vanguardias, no cree que las sinfonías alaben el entrelaz de culturas y la comprensión de una realidad inmersa en el alma del creador. Confía en minusvalías del concepto y en ambivalencias respetuosas sólo con lo manido, serial, infinito hasta llegar a la moda de lo reiterativo. Al no poseer la cualidad de comprensión intelectual mixta, determinan sus gustos hacia el menosprecio por sus artistas más creativos y por eso el patrimonio de Alcoy sólo sirve para encajar en el folleto de propaganda que se regala a los turistas por su hazaña de haber venido a contemplar el hundimiento sistemático de una ciudad que en un tiempo fue:
Siento tener que recordar: Fuimos fuertes, en nuestras manos el huracán se negó asolar.Fuimos por un momento la senda luminiscente en la noche insigne del amor asilado.
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Por un instante las montañas…las montañas fueron grano para la cosecha.Lucimos los pantalones de primavera.Y guiamos los encuentroshacia el diafragma de los sentimientos.
A los pocos días de irse su mujer, la casa-estudio de Enriquito Altisón estaba arropada por un supuesto desastre.
Hay un espejo desvaído por ráfagas de polen, una ventana abierta al jardín del metabólico, un piano de cola encendido por inconstantes diapasones, bajo de él una mujer retoca su postura de musa. Tenemos diez dedos recorriendo la supuesta rigidez de unas teclas y a un personaje desvanecido entre los arpegios de un insobornable liderazgo. Es el Músico ordenando el caos para conducirlo a la integración rumorosa y un estallido de patidifusas encarriladas a la melodía. En un sofá varios amigos deletrean el humo de su iconoclasta desmesura.
Hay un televisor con un reportaje de contrastes bélicos, y una radio abierta por el dial de las noticias: la violencia de género, la violencia política, la violencia económica, la violencia bancaria, la violencia total. Se oye un loro con un concierto de Lacrimosa, y las conversaciones de los amigos. Todo junto, más la musa indiferente.
No con él, no con su música reptando por todo el mosaico para componer la Sinfonía del Sí. El momento, el pasado, el presente metido en una botella con un genio que no ha podido salir por el débil secuestro de una mujer.
También él débil, insincero, delincuente reconcentrado en supuestos de una miscelánea realidad, que nunca ha sabido acompañar la trayectoria ensiMIsmada por la costumbre, y por
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la secuencia siguiente donde ponemos los pies para recorrer el camino manido de sobrevivencia.
Hay una luz de media noche, un eco de las sombras del pasado frente al espejo ahumado y un anciano músico contemplando su historial de león en un nido de princesas litúrgicas, reprimiendo sus ansias, su derecho, su estigma.
Demasiado posesiva la mujer alcoyana, demasiadas trenzas alrededor de los nervios del ser poseído. Sin contracción estiran el látigo de la circunstancia y penetran punzantes en el deseo de justicia.
Hay un tesoro escondido en los cajones donde están las composiciones de un artista. Una vida entregada a la capacidad de rescate de unos sonidos, antes en el silencio de otros, o en la memoria incisa sobre el pentagrama de la vida.
Enriquito Altisón tiene muchos nombres y profesiones. Unos son impronunciables y en otros la palabra se atosiga, los hay almibarados por el terciopelo en los oídos, y creídos exponentes de la larga fila donde se duermen las pretensiones. Pero si por casualidad algún día te das cuenta de que cuando estás tocando el piano se acerca la mujer que tanto te quiere, tanto te apoya, y tanto confía en que cambies de estilo, si en ese momento justo se te cae la tapa de dura madera del teclado y te machuca los diez
dedos de las manos, y si ese momento se repite…
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EL BORRADOR DE HUELLAS
Deseamos algo más que un motivo para volver sobre los
pasos y renunciar al sol nublado por las entelequias. S i e m p r e
existirá la mirada astuta del recopilador de esencias para constatar
la vertebración de argumentos y fondear en la espiral del territorio
hostil.
Un número infinito de sombras acompañará siempre al
mundo de cenicientas creencias indeterminadas, sin acercarse a
la cuestión.
Ponemos a prueba los testimonios, verificamos si el rojo
es el adecuado y cuál su rastro. Desde la distancia conveniente,
levantamos el dedo para señalar, no sólo la parte oscura del
tema, también su luz, entre los nublos que envuelven la mentira.
Sin embargo, la comparación no tiene su ala desdeñosa sobre el
enemigo, no siempre los encuentros con el pasado son útiles para
construir una tradición incrustada a moral, sobre los interludios
pasionales del sacrificio.
Los historiadores se acercan con recelo, los iluminadores
no saben dónde han dejado sus antorchas, los monaguillos están
preparando el paño de las lágrimas sobre un fondo meticuloso,
preparando el acto.
Se abre la escena. La calle con nombre cualquiera. La
memoria de su inutilidad. El descubierto olvido que pretende
enjoyar los resquicios del presente.
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Vulnerable la noche, recelosa la mirada. Las esquinas
cancelan perspectivas, entre la oscuridad se perciben los pasos
de la argucia. Empujan las manos una puerta abierta, exploran la
clave de su historia, la de los demás también. El entrometido
de las horas bajas cabalga un plan de cercos a otro que ignorante
espera su paga y señal.
Con precauciones funciona la acción; una vez dentro, la
luz de un cirio calma las apetencias y enmascara las imágenes
familiares de los colectivos cristianos. Estamos en la iglesia central
del pueblo de Alcoy, 1568. La sombra de un cuerpo se prolonga
por las paredes y accede a señalar los pasos del disparate.
Se abre la puertecita del Sagrario, se cierra la contradicción,
emergen unas redondas papeletas de acción celestial en
conformidad sacrosanta de ideales tras la ultimación del acto. Las
manos roban las hostias, las manos roban el cáliz, las manos
roban unos trapos para envolver el misterio.
¿Quién es el portador del secreto? ¿Quién su secuestrador?
Las huellas no bastan, los astrales pueden ser falseados, los brazos
de escayola a veces se rompen por influjo de la superstición.
Eso lo sabe el ladrón, él quiere culminar su venganza hacia
alguien determinado. En otra parte, el antagónico espera un
proceso que se le derrumbará encima de su casa, al lado mismo
de donde ahora está la iglesia del Santo Sepulcro.
Dicen que las huellas se veían demasiado, y las sandalias
grandes. El rojo demasiado bermellón. Dicen que se comieron
las sagradas formas para atragantarse con la historia, y que
rompieron el cáliz de plata para ocultarlo en casa del otro. Dicen
que el falso culpable tenía educación y sospecha gala, prestaba
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dinero para hacer verdadero el discurso.
¿Dónde está el jurado popular?
La circunferencia devora su entorno de ignorancia.
Señor Juez de los Infinitos, nos acostumbraste al revés
de las cosas, y ahora, todo un pueblo clama por la cabeza del
cauterizado de otras paganas causas.
Adoptamos los signos y trasladamos las concatenaciones
hacia los hijos perdidos en el camino de los tergiversadores, para
poner un ritual entre la relación humana y su tejemaneje histórico.
No tengamos miedo por verificar la otra parte del nombre y
predecir el futuro. Un Arcángel ya nos expulsó con su ígneo imán,
por expreso deseo de un Tremendo, más arriba de su ruptura con
la unidad.
¿Cuál es el modelo, en qué momento solucionamos tan
fácilmente la cuestión? Naturalmente, los artistas se ponen a favor
del escorzo para ocultar el misterio.
No es tan sencillo el equipaje. El claroscuro, contaminado
por lo inmediato, puede justificar a la indignación, pero su
recuerdo queda en el aire, como un testimonio demasiado fácil
de contemplar, idealmente clásico en el perfeccionismo moderno
del hermafrodita.
Los rebeldes seguramente caerán de sus pedestales. Los
chivatos son consejeros del hecho. Cuando pensemos en el mal,
no tendremos más remedio que borrar las huellas, pues éstas son
seducidas por la conversión de los conceptos, por la magnitud
espiritual de la verdad, y si caemos en la repetición, quizás
también haya un brazo señalando la mentira concebida por
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irracionalidad, derrumbándose demasiado fácil en una guerra
iconoclasta entre creyentes de la versión de la revista emocional,
deudores al residual comportamiento del saturado por miedo.
Siempre habrá unas manos para apoderarse de la idea,
situarla en casa de otro y así humillar su pretensión. Siempre, al
cabo del tiempo, alguien realzará un ritual, unas procesiones para
proteger la mentira.
El investigador no podrá llegar a tiempo por falta de
pruebas, pero sí dudará de la orientación espiritual que realza la
sangre, y buscará con una luz en las manos, dirigiendo sus pasos
detrás de un dedo que señale la dirección de las cosas justas, sin
rastros de sangre, ni humillación del otro.
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NATI NIGRA
El máximo esfuerzo no siempre es válido. Por si acaso, los
luchadores se entrenan en lo cotidiano para alcanzar la fuerza
necesaria y mantener a la familia, o discutir con la sobrevivencia de
tú a tú. Estamos en el siglo que le convenga a cada cual, pero muy
cercano. Por ejemplo a mediados del siglo pasado. Los exponentes
se podían verificar porque en esos tiempos, la cualificación de
Alcoy como ciudad emporio del trabajo, ya había asaltado a las
fronteras de la conciencia general, y desde múltiples sitios, se
mandaban vanguardias familiares para investigar el concepto.
Así, muchas personas dejaron sus pueblos natales y vinieron a la
próspera ciudad del trabajo continuo; la perspectiva de una paga
era un estímulo a sus declaraciones de tributos necesarios para
poseer lo mínimo conveniente, en esos años, donde el personal
sufría los cascos del autárquico. En esta España, encaramada
en el palo de un descubrimiento, el oleaje impedía las leyes, la
concordia, o la normalidad de un bosque repleto de sorpresas.
Uno de esos tesoros era la ciudad de Alcoy. Allí había tremendo
trabajo que hacer, y sitio para todos, propuestas de nuevas ideas,
y dinosaurios empresariales que organizaban las castas y los
advenires.
La extrema burguesía abría su lánguida mano sobre el
caminante de rutas nómadas en busca del suculento plato de
segundo turno. El trabajo se endurecía hasta llegar a los segmentos
aceitados por el rigor. La dureza de los jerarcas estaba a la altura
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de su fama, y también la filantropía de algunos que lograron
llevar muy alto su incipiente mano izquierda.
Pueblos enteros, desde el Tramontano, el Meridional, el
Extremoduro, y en general de toda Hispanopolis, hacían cola para
entrar por las puertas de la ciudad donde el Rey Midas dejó unas
señales de alerta. El manto de la osadía cubría el germinar de
una idea base de la capacidad de esfuerzo para llegar a construir
los símbolos donde se esconde la fama y el rosario de las horas
tejidas alrededor del trabajo.
Los cuerpos robóticos se enderezaban de la cama, o se
iban a ella después de que prolongados toques de sirena de las
grandes fábricas marcaran las horas oportunas de muecín son.
Siempre fueron alegres esos chivatos del orgullo que encaminaban
a los novios perpetuos hacia el palacio de la conducta asumida
como parte del protocolo de la acción.
Todos tenían trabajo, todos en aquellos tiempos
comprendieron la dureza del camino, y se pusieron las mejores
galas para acudir a su faena; el del textil, el de las aceitunas
rellenas, el metalúrgico, el del papel, y el independiente, el
artesanal, el artista, etc. La mayoría en extremas condiciones,
con viviendas mínimas, multiplicadas por habitaciones de doble
escalón, y agujero común para todos los de la casa. Y que dieron
esplendor y desasosiego, conformando la verdadera muralla de
Alcoy; un cinturón espartano alrededor del formato incipiente de la
ciudad. Esas eran las verdaderas murallas, y no se deberían haber
tocado por referencia patrimonial y símbolo del estado al cual
puede llegar una sociedad, al ser perseguida por el monotemático
carrusel de la vida
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Las quitaron, sí, para sacar a la luz unas nulas y precarias
murallas que habían debajo, sin más validez que la de unas cañas
para atrapar sombras. Sea como sea, la verdadera muralla fue
aquella hirsuta, amalgamada, alzándose contra el risco de un río
multicolor, elevándose las casas unas encima de las otras, como
las tribus alrededor del determinante vacío. Fueron las viviendas
de los trabajadores vernáculos, y las de la estirpe del nómada
arcaico, los de idioma local, austero sonido que nos transporta
a la ciudad anegada del Adriático. Tan lejos, sí, tan lejos como
quiera la palabra, pero tan justos como decir que el sonido más
cercano al de los alcoyanos es el idioma veneciano.
“Buenooooo…”. Piensa el tejedor del turno tercio de la parte
cuadrante del segmento que divide el día del nocturno ajetreado
exponente de esos tiempos de cuchara de palo y fiambrera con
cosas cada vez más buenas.
“¿Y a mí qué me cuentas?”. Matiza el gordo fundidor mientras, entre fuegos y chispas, golpea con frío puño el rostro
enrojecido del dictador de turno y cuenta las horas extras que
le faltan para llevar a buen puerto el desvarío generacional de
aquellos tiempos.
“Entre el ácido de las aceitunas en sosa y la sal de las
anchoas, se me están haciendo un asco las manos. Cuando me
case me dedicaré a cuidar a mi marido, ahora novio, que trabaja
con un alquimista jeresiarca toda la semana, y sólo lo puedo ver
cuando después de las tres dan las cuatro, y él pasa su cabeza
sobre la ventana de la fábrica de aceitunas rellenas”. Comenta
una recta mujer, con sus ojos fijos en la sistemática composición
de su bodegón de sólo dos elementales componentes.
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Todos ellos, y más, fueron la insignia del armatoste que
impactó en la sociedad de estos mundos, y lo pusieron como
ejemplo de lo que es un despertar sobre la plataforma del vigoroso
y meditabundo espíritu de esos cercanos desasosiegos.
El trabajo y el amontonamiento fueron las claves del
resplandor. El agua de oropel cercaba a la ciudad, y de ella
bebían los más osados, otros tejían sus propias ropas para que
la intemperie no se hiciera cargo de ellos. Trabajo para todos era
la consigna. Madres, hijas, familias enteras realizaron el enorme
esfuerzo de incorporarse a la realidad, con las dos manos llenas
de orgullo y también obediencia acorde al acordeón social.
Los símbolos acuden presto donde subyace lo normal.
Se alimentan del sabor grandilocuente que proporciona la
ingenuidad. Son dobles emisarios de la superstición, y calman las
angustias en los momentos donde la sobredosis de entendimiento
alcanza su clímax.
Todos lo sabían, lo insinuaban entre miradas de recelo, y
pronunciaban frases cambiadas de autoría.
“Se llama Nati Nigra, persigue a los trabajadores que van
al último tercio”.
“Da unos sustos mortales a los que se topan con ella por la
noche, en una esquina sin luz”.
“Aparece de improviso, y provoca a los de la hora justa con
frases de desaliento”.
“Es flaca, angulada, cabellos largos, blanquísimos,
perfumados. Lleva un bastón con una extraña empuñadura”.
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“Corre detrás de los trabajadores con raros pasos de
murciélago electrificado”.
“Cuando apresa a uno le da un estropajo. A otros les dice
cosas incomprensibles”.
Las palabras son innecesarias, pero la loca Nati Nigra
persiguió, durante mucho tiempo, los sueños desvelados de
muchos trabajadores, y dio motivo para rotundas justificaciones
por llegar tarde al trabajo con el encargado de la fábrica:
-Es que me he encontrado con la loca esa, y me tuvo
retenido un rato -dice el que coloca los fardos de trapo, con un
garfio que para sí lo quisiera un mundano concejal.
-A mí me cogió del mandil, y no me soltó, hasta que se
lo di -comenta un carnicero al encargado ceceante acabado de
ascender por pelota del dueño.
-Me ha asustado y al salir por patas me he dado un
resbalón y he chocado con la cabeza contra un anacoreta que
estaba sentado en la acera. Me he vuelto a casa para ponerme
mercromina, mire, mire -suelta un extremo moscorro de diligentes
modales.
-A mí me pegó una bronca por el poco salario que me dan
por tanto trabajo, y la escasa reivindicación laboral -silabea un
escaldado de otras diferencias sociales.
-Pues a mí, me iba a dar con su bastón, pero yo se lo agarré
por el puño, y vi que en su empuñadura estaba escrito, C.N.T.
-suelta un encaramado al martillo litográfico para dar pasquín a
las paredes.
-Parece que tiene novio: un empleado en la fábrica de
Don Atilano Costoso, creo que es “drapaire”, y trabaja con los
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“diablos”. Se llama Roberto Solís “el Chato”.
-A ése lo conozco yo, es de la “filà Trasmano”, su cuñado
fue “Primer Tro” de los “Pasamaneros”, su hermano protagonizó
el escándalo de los cuentos perdidos y fue expulsado de su “filà”.
Roberto Solís. Toda la vida trabajando en lo peor, donde
los intocables lidian con los “diablos”, infernales maquinas que,
con afilados pinchos, desmenuzan el trapo hasta convertirlo en
borra. Después, ésta sube al piso de arriba para ser transformada
en hilo, luego, en un palacio totalmente distinto a las mazmorras
de los extremos trabajadores del subsuelo, salen los hilos que se
trasformarán en crisálida, y por fin, una maravillosa mariposa
multicolor se expande por el universo todo, en las maletas de un
viajante.
El proceso basado en la reproducción de la especie, tiene
su origen, en el enigma del desgarramiento, y de su magma
surgen las diferentes ocasiones para los encuentros. Lo cierto es
que Nati Nigra se enamoró de “el Chato”, llamado así por la
extraordinaria longitud de su orgánico atributo. No fue por eso,
desconocido bajo la bata de rapapolvo asalariado, ni por su
emblema marcándose sobre su espalda ya desdibujada por tantos
años de trabajo doblado y peligroso. Él no mostraba disgusto
alguno al encontrársela de sopetón en el quicio de una entrada, o
al cruzarse por donde el lagarto se esconde para sacar su lengua
en el momento oportuno.
Tenían grandes conversaciones basadas en el momentáneo,
tenían las manos cercanas, y el puño del bastón boca abajo. La
joroba de él daba interés al asunto. Eran dos encontrados por
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rigor de la vida y sus desenlaces.
Ella, le avisaba de los contrastes del día, en el aura
metabólica de los azares. Y del peligro de su trabajo.
Él insinuaba otra imposibilidad de redención, y por eso, no
se había casado para establecer una familia en los dominios del
terrateniente.
Ella que fuera con cuido mientras trabajase con el diablo
Número Tres, porque ése tenía las uñas muy afiladas, y atrapaba
rápidamente cualquier cosa para triturarla.
Él le contestaba que no tenía más tiempo para hablar, pues
la sirena que avisaba de la hora para entrar en la fábrica, ya
hacía rato había sonado.
Se encontraban tan a menudo… Los días fueron para
ellos el horóscopo diario de la inconsciencia, y las premoniciones
seguidas al pie de la letra por él.
Un día cualquiera, mientras la memoria se diluía con
acentos previos a barrios segmentados por la cadencia, Nati Nigra
desapareció y, al cabo de unos meses, el diablo Número Tres
devoró el cuerpo de Roberto Solís, llamado también “el Chato”.
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UN ENSAYO
En la ciudad de Alcoy suceden metamorfosis del capricho
cada vez que el Símbolo pasa revista a sus tropas. Los emblemas
oropel de la estirpe masculina peregrinan, un día a la semana,
para verificar su primogenitura en el unido clan de los poseídos
por la iconografía festera que promulga sus adjetivos en clave
musical.
Los viernes o sábados, sobre las nueve de la noche, grupos
de hombres se encaminan con los aires de grandes ocasiones.
Van directos hacia los secretos abiertos de carisma interior, se
enseñorean de las calles, lucen su amistad con los íntimos que,
acompasadamente, se dirigen rectilíneos hacia el campo de
universalidad y protocolo.
Son los rastros perdidos del antojo, son los pioneros del
estado de gracia mayúsculo, desfilando conscientes de una alcurnia
denegada por otros fueros. Son las vanguardias áticas acudiendo
al imán inmarcesible, el alto exponente de una fe simulada ante
el espejo ídolo que rescata, de vez en cuando, el protagonismo de
cada soldado en la revuelta semanal de los “festers”, por escalafón
y educación correcta, al lado del hemisferio lateral de los demás.
¡Oh!, el nido de las mil horas del resto. ¡Oh!, las palabras
que se unen para originar el encaje de sonido y presencia. También
las comas, los acentos, para aderezar la olla de consagración y
misterio.
Somos todos conscientes, todos tenemos sobre los labios
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proverbios, hazañas de nombres cambiados, asumidos en el
archivo de las familias, unidas por despertares súbitos. Los
encuentros con el minero en la gruta de las sensaciones mientras
comprende que el espejo no es siempre el mismo. Los ojos están
para ser cerrados mientras nos trasladamos por el túnel que nos
llevará tan lejos como preste el momento, dejando atrás los días
perdidos en la selva cotidiana.
El olvido recompone sus argumentos, la permisividad va de
la mano con el amigo en una historia respetada por todos.
Estos hombres caminando, los preceptos sin cauce,
los nombres cambiados, son la matrícula para enmascarar
movimientos fijos hacia su destino a los componentes de una
“Filá”.
Estas logias del pretérito pluscuamperfecto asimilan las
luchas por el poder de los clanes. Se ponen en acción cuando el
arcano picaporte de bronce llama a tertulia. Las puertas se abren
para dejar entrar al momentáneamente anónimo. Son todos
juntos el porvenir de lo tribal; son los aborígenes modernos, de
lánguidos gestos, o los extraviados de otras culturas, más densas,
menos transparentes, menos lúcidas, menos conscientes del poder
de los acontecimientos en clave diapasón.
Existen veintiocho sedes de la Oligarquía Festera. Poseen
un punto de inflexión y de clamo hacia el origen de las cosas. Son
grandes espacios consagrados al vuelo de lo imperceptible. Son
los comunitarios de la igualdad. Catorce por el aguafuerte que da
a la Biblia, y catorce, bajo la luna que polariza el Corán.
Todos los colectivos artesanales, empresariales, industriales
y capicúas tienen representantes, durante unas horas, en el castillo
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entoldado de la noche del viernes al sábado. Trabajadores y
ejecutivos se pasean juntos bajo las banderas ondeantes del fin
de semana, en el mercado de la desaparición entre las manos del
juego tradicional.
Inteligencia y coordinación: el enjambre se bifurca múltiplo
hacia las diferentes sedes. Cada uno o varios a la vez, se encaminan
imantados por la íntima persuasión de que el Imperio necesita su
presencia, y las Taifas su prestancia.
Ligados a la historia por una ideología mesiánica, son los
pioneros de la ecuación paramental que rodea la belleza, también
los campos donde se siembra la semilla de la especie endémica
en su significado.
Entramos en una “Filá” cualquiera. El espacio, en contraste
con otros tiempos, es enorme. Antaño estaban en pequeños
locales, primeros pisos, cualquier asentamiento que se encontraran
en el camino, o cobijo familiar que diera asilo al enigma. Ahora
son grandes, espaciosas, retocadas por el machorro ingenuo,
y a veces pretenciosas en su ornamento. Banderas, imágenes y
prehistoria de sus iconos, alardes o fotografías recordatorias dan
el tono masculino necesario para su rococó estilo.
Ciento y pico de hombres en cada “Filá” defienden su
razón fuera del consistente rigor de las mujeres alcoyanas que se
caracterizan por ser trabajadoras, inteligentes y bellas, pero con
un enorme sentido de soberbia posesión.
Allí, en la unidad del espíritu ecuánime, los hombres se
defienden de la batalla por el poder, y se mecen ante el unicornio
que balancea su cabeza de una parte a otra de su evanescencia.
Somos testigos de su ritual, somos perennes ojos atisbando
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el porvenir, magnetizados por el acorde genérico, moviéndonos
con facilidad detrás de las palabras, las anécdotas, los rumores
y las claudicaciones de una vida cotidiana que se mueve bajo el
influjo de otras cosas.
El Conserje mueve los hilos del evento, alrededor de mesas
largas “festeros” se comunican, beben y comen. Los camareros
entran con las vituallas para el “vernissage”; el “Licuore Sacro”,
una miscela de café y alcohol, hace su aparición como bautismo
de la batalla de los sonidos y categorización de los pasos. En otra
mesa, sentados, una banda de treinta músicos espera iniciarse.
La gente habla, habla; cada uno todavía es el mismo,
cercado por los problemas, la familia, la cotidianidad. Todavía
tienen la piel al descubierto, y sus alias: Gaiato, Campana,
Batalla, Pililo, Primo, Teulaí, Fino, etc. son profundas miméticas en
la herencia del discernimiento. Todos ellos tienen su seudónimo
observando si hay algún cambio, o si ha sido raspado por la
semana sin verse. Estos son los cultores anónimos que adulan el
seísmo de los conceptos; su interés por el misterioso rescate de la
apariencia.
Hay una premonición y una señal imperceptible, tres
contundentes tonos de timbal, la banda clama. Se produce
una inercia en la infraestructura central del decibelio al rescate
de la identidad. El campamento se reúne, se armoniza con la
música, levanta la cabeza en espera del momento en que, sin
órdenes, varios impávidos se juntan en una fila, hombro con
hombro, una mano al pecho, la otra, señalando el horizonte de
sus pasos; se mueven lentos, de izquierda a derecha, lentamente,
como intentando parar el anterior desplazamiento de los pies,
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ralentizar su meta. “Uzul el S’elmin”, (L’entrà dels Moros), la
magnificente y melancólica marcha mora del músico alcoyano
Camilo Pérez Monllor (1866-1937) se promociona enérgica por
el oriente de los sentimientos; entonces, todo se invierte. Debemos
decir que la música de Moros y Cristianos es un invento vernáculo
de alto huracán sonoro y su sonido se mezcla con la sangre de
los que amamos profundamente ese respeto por la alteración de
los significados. Todos los instrumentos de los músicos ventilan la
verdad o mentira de la gesta dentro del recinto, transformado por
naturaleza del sonido en vértebra argumental de la consistencia
de un pueblo, llenan los rincones de la historia para que alguien
sepa contarla en su dimensión pasional.
¿Una doble vida? Sí, un desdoblamiento se ha producido
en el enclave de cualquier “Filá”, y en su momento. Las
adaptaciones de tú a yo se pierden entre fervorosos creyentes de
la ley antropológica que, a su vez, une los segmentos perdidos con
las razas anuladas por la memoria, ahora, momentáneamente
recuperada en el recinto sagrado donde respira Dionisos, y
también, los tremendos que acompañan al séquito del Emperador
de Papel.
Arrebatados por el sonido circulan los previos ajustes. Por
un momento aparece lo que no es, sobre el rostro de los que,
parece ser, anteriormente no lo eran.
Restos del ejemplo son desmenuzados por el vibrante
timbal, unos platillos lanzan su aviso sobre el corazón del que
encuentra su destino en tierras de cercanías, en medio de todos.
Hombro con hombro vuelven a las fronteras del paseante, levantan
la cabeza proponiendo acuerdos. Donde antes sólo había una
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rareza consumista en declive social, el Yo se ha trasformado en
un cortejo de simulaciones y, el simulador, no consciente con el
cambio, todavía mantiene las formas, los modales; pero dentro
de su sensibilidad ya ha formado raíces la metamorfosis.
Se abre la sensación. El “Primer Trò” propone saludos
y complacencias. En largas mesas lucen variados platos de la
gastronomía casera. El aguacero de las mil formas se acaudala
de magnificencia, y los héroes se enfrentan a la multitud con
la esperanza delante del indomable espíritu de redención que
apadrina a las milicias de los clanes.
La música sube por los poros de la naturaleza, por un
momento, la catarsis todavía sorprende a los guerreros espirituales,
en consorcio con la identidad común.
Joaquin Remonte anatomiza al contertulio del hombro con
hombro. Ernesto All le contesta entre las sonrisas de Toni Peladilla,
mientras Lorenzo Torrat señala hacia arriba de un horizonte sólo
perceptible por aquellos que han entrado en los dominios del
espectacular.
Palatino y ecuánime, el “Cabo”, mi mejor amigo Paco
Borrell, dirige la acción con cimitarra, lanza, espada, navaja no,
guadaña, hoz, porra, etc. según sea mora o cristiana la música;
habitúa a la melancolía a la larga fila horizontal de indomables,
que ahora caminan enseñoreando el vacío con su enigma en la
creencia de la batalla de los mil sueños, unidos por la parafernalia
de toda la desbandada sonora al completo, tramitando pasos
cercados por la elegancia.
El Emir Hammet Maesquerra se apostilla sobre la torso
esquina de su amigo Sumo Adlatere, y le dice a Tremebundo
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Reviscólat: ”Te’n recordes del tío Jordi, ‘el Negre’, el de la ‘Penya
Bon Humor’?”, y apoya más aún su cuerpo en la línea erecta de
seguridad genética. De este modo, entre todos generan la fuerza
de una horizontal robusta cuerda que rodea el cuerpo físico de
la ciudad de Alcoy, uniendo y vertebrando así su nivel social,
esquematizado en estos metafísicos enclaves masculinos, hoy
asediados por la Religión, la Política y las Mujeres.
Por eso se unen libres en el entorno de las banderas
desplegadas en función de su origen, el nuestro, el que ahora me
hace escribir estos encuentros entre personas que salen a la calle
para resaltar el carácter mágico de unos sentimientos, valorados
por los que entramos en esos salones oligárquicos, generadores
de la desproporción sonora, con el eco de antiguos cuentos al
oído a la hora de dormir. Sí, mi niño, sí.
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LA COVA DE LA BOIRA
Las joyas escondidas en el baúl de otro no tienen nada a ver
con los diagnósticos sobre el esqueleto ornamental; la supremacía
histórica les ha dado brillo para conformar una metamorfosis.
Podemos presentir los rumores rodear el misterio, las
preguntas que no atisban a reconocer su autoría. Inspirados en
los subterfugios, creemos con pies en cadena galeota en príncipes
ansiando su reino. Atentos buscamos las poleas para remontar el
torrente de energía necesaria y afrontar la Iniciación.
Revelar el contenido interior de los hechos no es cuestión
del investigador de sacos rotos, ni están a su alcance las palabras
adecuadas para que ese secreto llame a tu puerta con su
significado.
Cada espacio de tiempo tiene su recorrido. Si en algún
momento pedimos ayuda no será precisamente al acaudalado
historiador, ni intentaremos explicarle cómo el terrón de fango
no es sólo dominio de los que se ajustan al formato de la letra
impresa, donde respira la resonancia a través de los sueños.
Él volvía de lejos, de ciudades acuáticas. Algo lo trajo, y
también este indefinido lo asiló. Las ciudades de montaña tienen
sus historias. Otras, las del mar, se adelantan al fin de los mundos:
las de roca tiemblan ante el estornudo, las de agua se funden en
la lejanía. Somos los mismos y juramos ante el desperfecto como
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si fuera parte de nosotros. De otros ángulos se clama al cielo,
pero encontrarse con un ingenuo es un regalo.
César Jorge fue amante súbito de la ciudad de Alcoy. En ella
encontraba la distancia que va desde aquí hasta allá, asequible
para sus pies. Hasta suspiró ese olor lejano de mujer intrincada
en un oasis.
Metabolizado por culturas previas, retornó con un barroco
mental al completo. Las ciencias antológicas saturaban sus de
por sí húmedos rastrojos de ciudades balanceadas por la música
marina.
Profundizó en el cauce del Territorio Serpis, y anduvo entre
peñas buscando un encuentro para ratificar su estar. Podría haber
estado miles de años y no hubiese llegado a percibir, siquiera, de
lo que de una manera aleatoria y espontánea tuvo noticias.
Estando en ese bar donde el tenedor protege a la cuchara,
en medio de un sublime fracaso de lo singular, oyó comentarios
foscos sobre el ritual de iniciación para aquellos que se han
perdido en el horizonte repleto de claves.
No eran sombras sus compañeros, no hablaban de los
recónditos paraderos futuros de una humanidad en su mayor eje
de gloria, la consciencia de sí misma, y su destino de cuerpo.
Almibarado égloga de su pasado, César Jorge fue a
enterarse de la verosimilitud de ser iniciado en la corte esoterasta
del espectador en fuga.
Ni sí, ni no, lo llevaron delante del aguador que separa los
afluentes del consumo casero, y en el salón periscopio de Rafael
Cordá, empezaron a debatir los orígenes de la circunstancial
partida de cartas a barajar entre todos.
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Rafael Cordá inicia su ideograma: “En los antiguos
tiempos, cuando los romanos nos invadieron para anexionarse
los territorios iberos, en su expansión de la cultura, empezaron
a destruir los últimos resquicios de la Religión a Tanit, la diosa
ubérrima, y de paso enseñarnos a leer y a escribir de una forma
normal.
Los últimos iberos amaban su cultura, y ésta se lo permitía,
pues eran muy creativos, y los genios cuando menos aprendan
mejor: vienen ya con ese chip en alguna parte de su encefalograma.
Se negaron los habitantes del Territorio Serpis a estudiar
y, cada cual se buscaba cobijo cuando veía algo que parecía de
cuero repujado y compacto. Por la mitad del Barranco del Sinc,
hay una enorme roca, que se eleva más de sesenta metros de
la mirada. Arriba del todo, a unos diez metros o por ahí de la
cúspide, se puede ver una pequeña hendidura; ésa es la “Cova
de la Boira”.
-Muy bonito el paisaje, parece de la escuela de pintura
protoplasta de Alcoy, pero eso está lejos de una iniciación previa
al desencanto. Yo he estado en otras, y he sublimado al menos un
hueso -César Jorge instiga.
-El misterio es un nombre que cada cual coloca en su
superstición. Todo es posible, pero yo te cuento cómo es el ritual
de promoción a estupendo -contesta Cordá.
Musitan los demás amigos entelequias de sus razones y
disparatan el conjunto con un silencio.
-La iniciación consiste, en pasar una noche en esa cueva,
solo. Para empezar hay que subir a pie por el Preventorio, alcanzar
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la cruz, recorrer la cresta y, al llegar al sitio marcado por el gran
agujero que dejaron al no poner la escultura correspondiente, los
de la hidroeléctrica, te tengo que descolgar con una cuerda que
dejaremos atada a esta piedra. Pasarás allí toda la noche, desde
las nueve de hoy hasta las cinco de la tarde de mañana. Ya está.
Se dieron prisa. Eran las siete y estaba anocheciendo,
como una hoja de estraza al contacto con el aceite, diluyendo los
contornos en la parafina donde Cinabrio entabla encuentros con
el categórico diluyente.
Llegan al sitio, se pierde el eco de la ciudad, es oscuro,
profundamente nublado y anatómico, es la espera de que justo,
bajo nosotros, se abre el abismo de la incomprensión.
Rafael Cordá le ata por la cintura con una cuerda para
escalar. Poco a poco, apoyándose en los pies, logra dejarse
caer en la cueva. Se desenreda y le grita a Cordá: “Ya estoy”.
“Bien adiós, hasta mañana a las seis”, le grita el introductor de
botarates.
Silencio. La abolición del rencor, ¿no es acaso una paradoja?
Por rencor fuimos expulsados. Rencoroso consigo mismo quedó
César Jorge cuando empezó a mirar con recelo el espacio donde
estaba situado. La cueva era pequeña, unos cuatro metros de
larga por dos de ancho, más bien baja. Pensó: “Si duermo a lo
ancho, los pies casi se me quedarán fuera, y si lo hago a lo largo
puedo, sin darme cuenta, rodar y caer véte a saber dónde”. Se
asomó tumbado, y ahí se dio de bruces con un oscuro índigo; la
envoltura ahumada del momento justo. Lo demás envuelto por
el terciopelo negro de la “ora pro nobis”. Saca de su mochila
una cantimplora con agua, unos bocadillos y latas de conserva,
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fabada asturiana, sardinas en aceite, piña en almíbar, además de
una plumífera lechuga, aguacates y un termo con café.
El Dios de los Relámpagos es famoso pero el Secuestrador
de Luz lo es más, porque del oscuro sale el resplandor que
nos dio permiso el día de fiesta, y al negro volvemos cuando
amalgamamos demasiado el pensamiento.
Dentro de la cueva mira al infinito de oscuras nubes que la
caverna enmarcaba, como pantalla óptica; ordenadas y quietas
para su mirada, única en ese momento, mientras la sustancia
absorbe de la inercia su capacidad de abrazo.
Enciende un cigarrillo, y las ondas de humo se pasean por
el techo de la cueva que a la luz de la oscuridad parecía recuperar
su forma. Él contempla a las volutas veleidosas danzar exóticas.
De pronto, una potente humareda invade toda la cueva, y
una voz le dice:
“Ya era hora de que volvieras. Todo el clan te estaba
esperando muerto de hambre, tu madre ya iba a buscarte, ¿has
visto muchos romanos?”
César Jorge, aturdido, se queda momio; no se había dado
cuenta de que la cueva era tan grande, y que una familia entera
de iberos, con los huesos de sus antepasados en unos sacos y
todo, estaba dentro. La madre perfilada delante de una hoguera,
cocinaba y miraba con admiración los alimentos que estaban
sobre la tierra.
Paqo Giweno, Ky-Ka, Goan Olkra, Osw Era, Manu Arju,
rodeaban a Cesar Jorge, tocándolo y sorprendiéndose por las
ropas, y por esos relucientes, raros objetos, dispuestos sobre la
mesa de tierra: una navaja todo uso, una gorra campera, el
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pañuelo de montañés novato, los zapatos anatómicos de marca
fluorescente, una linterna y un saco hermético de plástico dorado
para dormir, al cual todos miraban un tanto rumios.
La madre, Ky-Ka, al ver los bocadillos se queda estupefacta
ante su blanco, desnudo y tierno aspecto.
-Estos romanos están muy adelantados, has hecho bien en
traerlos; los voy a repartir entre los niños -decidió de inmediato.
-Esteee… Son de sobrasada y el otro de tortilla a la
francesa. A ver, no, de tortilla de patatas. Los he comprado en el
ultramarino de la calle San Francisco.
-Tú has cogido la enfermedad de los romanos, lo mejor
será que tu padre Pago Giweno te lleve a dar un paseo por fuera,
así de paso saludas a los vecinos.
-Yo también los acompaño -dice Goan Olkra.
-Pues yo me quedo para acabar de pintar la cueva -susurra
Manu Arju.
-Mientras preparas la cena voy a ver a mi novia a la cueva
del lado -ramonea Ows Era
¿Adonde quieren ir éstos? Estamos en un precipicio y
afuera vive el vacío -piensa César Jorge.
Pago Giweno lo coge de una mano, y salen de la cueva por
una veredita que antes César Jorge no había visto. Ese caminito
circulaba entre árboles verdes inquietos, y a la luz de luna ida se
veían las cosas de otra manera, luciérnagas, iris, y caracoles, una
sombra fugaz, un canto de mochuelo hipnotizado, unas culebras
charlando a la puertecita de su tugurio. El estrecho sendero
recorría las estrías, bifurcaba entre saludos y conversaciones con
otros vecinos delante de la entrada a su cueva.
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Se sentaron en la gruta más concurrida para que César
les contara sus aventuras. Él se aventuró dentro del circuito, su
palabra se volvió armónica con el resto; les contó los inventos
que los romanos habían traído del exterior, y de los cambios que
se le pasaron por su cabeza, pero expresados con la convicción
de tener unos espectadores creyentes de su palabra; les explicó
del éxito de la cultura del cemento, y de flechas que llegaban a la
luna, las discotecas, el futbolín, y otras cosas, hasta que decidieron
volver a la cueva.
César Jorge se durmió inmediatamente al tumbarse en el
suelo. Así estuvo no se sabe el tiempo; el sol ya había pasado
el medio día, la luz cegaba sus ojos hinchados por la noche al
raso. Miró a su alrededor y vio la normal cueva sin vestigios de la
comida ni del resto. Todo había desaparecido tras la metáfora del
iniciado. Se asomó al exterior, y se quedó balanceándose en el
más profundo pánico que nunca supusiera, él no sufría mareos,
pero en ese momento el Dios Vértigo lo poseyó de forma brutal, y
se quedó como un tentetieso, entre que me caigo o no. Allá abajo
se veían cosas diminutas caminando. Él mismo se vio nada en
comparación con el regio mareo que se le vino encima. Una luz
cenagosa enturbió sus ojos, el sol le dio en el rostro. De milagro
se recuperó, pero un relámpago de oscuridad albergó su alma,
y una sensación de haber perdido su vida en anteriores sueños
le vino rápidamente a la cabeza. Luego, poco a poco, se fue
recluyendo hacia el interior de la cueva, allí sentado estuvo, hasta
que la voz de Rafael Cordá lo llamó.
-No puedo salir, no puedo moverme, tengo miedo.
-Ahora bajo a por ti.
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Al cabo de un momento, notó como le ataban la cuerda
alrededor de la cintura, y un pañuelo para tapar sus ojos. Rafael
Cordá subiéndose otra vez por la cuerda le gritó:
-Ve escalando lentamente, yo tiraré de ti.
Salió de la cueva entre miedos, silencio y oscuridad. Llegó
hasta arriba y se volvió a su casa.
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UNA ROMERÍA
Andrés Valor era un ocultista que se abrochaba la gabardina
al pasar por una verdulería del mercado San Mateo, al lado de la
Glorieta. Este antiguo mercado, ahora revitalizado con un diseño
acrobático de alatos mentores, está un poco a la izquierda del
deseo por su precariedad para el aparcamiento, o su decadencia
ya prevista desde que, todo el centro, fue desamortizado por culpa
de la obras de recuperación, cuando en realidad lo mandaron a la
desnutrición social, para ya difícilmente volver a tener el carácter
popular que de tan céntrico y famoso alardeó en el pasado.
El motivo no era una estupenda pelirroja dueña del
sembrado que poseía más sol en su estante. De su automático gesto
de Otoño sólo era culpable una pirámide de níscalos, rovellons
o esclata-sangs, según cada localismo. Micólogo de oídas, se las
sabía todas en lo concerniente a la floración de ese ser viviente
y mágico. Se quedaba como lelo ante los capazos repletos de
esos mórbidos y hermosos hongos de rigor autóctono, pues por
todos es sabido que los de las sierras de Mariola, Font Roja y
San Antoni, no tenían nada de parecido con otros de sabor más
centroeuropeo, como los de Teruel, demasiado aguados, o los de
la Mancha, resecos. Los nuestros son de pino, carrasca o encina,
lo mismo es; sus oxidiales y ariscas hojas dan calor y sombra a la
ferralla de hierbas, para proteger el tesoro más codiciado después
de que Alguien nos diera con el canto de la puerta en las narices
y nos condenara a sufrir la vida y además trabajar duro para ello.
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Nuestros “esclata-sangs” son órdenes del capricho para la
saturación del gusto, y poseen la calidad adicional de volverse
colorados de ira cuando alguien los corta con un pequeño cuchillo
para robarlo del manto terrestre y aclamarlo como fruto divino,
exponerlo sobre la mesa para ser degustado en compañía de los
seres adjuntos, o en los encuentros con el enemigo en el cotidiano
bar. Crecen solos, sin más ayuda que las esporas desperdiciadas
en el camino por un incógnito acople de normalidad con los ciclos
diarios, noche, lluvia, sol, frío, todo a su debida intemperie regula
las secuencias del trayecto, o la suerte de encontrar alguno que
salga a saludarte ingenuamente a la vera del camino, ofreciéndose
sin recatos a la ávida posesión del cuchillo. No se deben arrancar
de raíz y, todavía menos, rastrillar el campo como si fuera un
rectilíneo secano.
Quizás los de Sant Antoni sean los más ecuánimes y
accesibles; por eso, cuando llega la hora de la gran diáspora,
decenas de personas, entre la niebla del amanecer, se dirigen
autómatas, como preparadas para el gran ritual, hacia sus laderas,
donde existe una Ermita supuestamente mozárabe, reconstruida
en base de un disparate tardo-rural y dedicada a ese Santo de los
Animales.
Andrés sabía mucho de níscalos y sus teoremas trenzados
alrededor de la fantasía, sin embargo nunca se había encontrado
con alguno, y eso que él era constante cada otoño, cuando tocaba
salir a buscar ese tesoro gratis que da una ecología transparente.
Nunca encontró ni uno sólo en toda su vida. Mentira, cuando tenía
catorce años unos amigos de sus padres lo invitaron a buscar setas
en el “Pinar Fosc” de Albaida. Los padres de Andrés, muy rígidos
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a la vez que compensatorios, le dieron permiso para ir, y allá fue
tan contento con su cestita y una “corbella” que le dieron para
levantar las puntiagudas espinas que rodean las enaguas donde
se oculta el tesoro. No encontró ni uno; los demás sí, y bastantes.
Deprimido volvió en una furgoneta, todos amontonados. Entre
descuidos, Andrés pudo recoger a hurtadillas algunos “rovellons”
de las cestas de sus amigos y así componer un esbelto bodegón
de micológicos argumentos. En casa triunfó.
Andrés conservó en el cerebro la posibilidad nunca real de
un encuentro con el “esclata-sang de su vida”. Aprendió todo lo
referente a ellos, pero jamás encontró uno, hasta el punto de llorar
por la maldición. Siempre restos, otros amarillos, carcomidos,
venenosos, muchos aguados y de ceniza. Nunca uno entero,
orgulloso y tímido, con su vivo color escondido en las trenzas de
hierba o entre las calamitosas aulagas.
Una tarde de principios de Noviembre nublado, sobre las
cuatro de la tarde, recogió los enseres necesarios, el bastón, la
“corbella”, el cuchillo, la cesta de mimbre y se encaminó hacia la
Ermita de Sant Antoni, pero no por la carretera que daba vueltas y
vueltas y más vueltas hasta llegar arriba. Lo hizo por una ladera y
subiendo fue apartando hierbas y piedras y escrutando el terreno
sin lograr cazar algún destello aunque fuera podrido, nada.
Por fin llegó a la Ermita. Se sentó en la puerta cuando
con sorpresa descubrió todo un coche fotoplasmado y entero,
con las matrículas de delante y detrás en su sitio, las manillas
de las puertas, los cristales de las ventanas en su lugar, el tubo
de escape, el manillar, todo en su sitio, como si un yunque
enorme le hubiera caído encima sin techo, planchándolo sobre
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la tierra. Se lo quedó mirando estupefacto, no pensó en algo,
simplemente lo miró, y sin explicarse el asunto continuó con su
obsesión, encontrar un “esclata-sang”. Subió por la ladera que
está enfrente de la puerta de la Ermita y subió más. Se puso a
escarbar en la maleza que rodea las estancias del encuentro. En
una de ésas lo vio, espléndido, grande como una paella para
cuatro, naranja anacarado de viola, rotundo en su abombada
redondez, altivo exponente del animal enjaulado en el cuerpo de
un vegetal. Retiró la hojarasca que parcialmente lo cubría y un
brillo magnético salpicó sus ojos con el musgo níquel. Empezaba
a llover bastante rápido, las gotas caían encima del “esclata-
sang” y chisporroteaban para luego resbalar por las curvas y caer
al suelo dando gracias por tan suave recibimiento.
Llovía impetuosamente e intenso, sacó el cuchillo para
cortarlo y, cuando se disponía precipitadamente a intentar serrar
el tronco del enorme níscalo, sonó un trueno enorme y después el
rayo, todo lo contrario de lo normal; que primero vemos aparecer
el rayo y luego el trueno para acabar de anatomizarnos. Llovía
tanto que no se podía soslayar. “Si he subido, ahora bajo al
contrario y me encontraré con la carretera y allí alguien pasará
con un coche o me podré amparar en algún recoveco de las
laderas”. A trancos y completamente empapado corría Andrés
Valor hacia abajo, perseguido por el aguacero que a los pocos
momentos cesó su llanto y también su desahogo. Más calmado
y creyendo ir al encuentro de la pequeña y sinuosa carretera que
lo llevaría a Alcoy, se topó, para su sorpresa, otra vez frente a la
Ermita, es decir, de donde había partido sin rumbo en busca de
su ambición; todo igual, pero ni rastro del coche fotoplamasmado
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por un yunque, ni huellas de cualquier evidencia. El sol se había
disculpado por tener que ir al baño y ahora se ponía tenuemente
entre los restos de nubes perfiladas de naranja.
“Seguramente un OVNI ha tenido un accidente y sus
ocupantes se han escondido bajo la apariencia de un “esclata-
sang”, hasta que han vuelto a rescatarlos, pero ¿a quién le cuento
este trasiego de los idos?”
Se le olvidó desde entonces la Micología; le pareció una
cosa insignificante su búsqueda y captura; prefirió mirar a la
pelirroja verdulera con esa carita, esa carita que le recordaba ¿a
quién, a quién?
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UNA VISITA
Ella seguramente es la única visitante de la “Casa del Pavo”
en mucho tiempo. Anda en busca de los orígenes creativos que
el modernismo en Alcoy dejó como ejemplo de su evolución. Hay
que tener en cuenta que Alcoy, cuando fue edificado el edificio
a principios del siglo XX, era una ciudad pequeña y a la vez
orgullosa de su nivel económico que evidenciaba una altura
desmesurada, en comparación con otras ciudades más antiguas
y con una solera histórica más relevante. En esos momentos la
pujanza de esta ciudad era muy potente.
Ahora en este año de retahíla y carbón, Ella Font busca
los rastros saturados de realidad, pero no de memoria, de los
pintores post-académicos que rodeaban la alta aspiración de una
escuela dignamente representada en el presente, teniendo en
cuenta que Alcoy tenía fama emblemática de ser cuna de pintores;
es verdad, un gran elenco de seguidores de la pirámide colorín
han nacido o vivido aquí entregados al suministro de carbón
que reciben por su trabajo. No es Alcoy amante de sus artistas
y eso que florecen naturalmente bajo el potente oxígeno de su
ecológica magna. Nunca han tenido demasiadas deferencias a su
culto, ni museos para evidenciar el secreto, y por eso los artistas
de aquí se transmutan a otros sitios más proclives al estornudo
contemporáneo.
Las vanguardias no han desembarcado todavía en la
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plataforma de copas verdes que rodean el cutis de la bella ciudad,
vital entre los desniveles de su orografía, lo mismo para sus calles
con cuestas enormes que llegan desde arriba hasta abajo con una
singularidad que da el cariz de terraplenes oscilantes en la mano
de un ecólogo titán con el aliento orgulloso. Ese mismo esfuerzo es
quizás el obstáculo para que la comprensión a los artistas llegara
a cuajar como símbolo de su imperial minusvalía.
Al no tener posibilidades de evolución se escapan a otros
sitios. Francisco Gisbert, (1835-1902) enclavado entre la pintura
histórica y el documentalismo, director del Museo del Prado en
1869. Emilio Sala, Fernando Cabrera (1866-1937), Rigoberto
Soler, Lorenzo Casanova, de la escuela de los becarios de Roma,
etc. lo cual en esos tiempos ya se consideraba como un perdida de
concepto histórico porque en esos mismos momentos los grandes
depredadores de la vanguardia ya estaba destrozando el culto al
academicista ejemplo.
Los post-académicos sobrevivientes de la mano ejerciendo
su libertad volvieron a casa, o no salieron nunca a tomar el aire
de las grandes ideas, y se estancaron en la permisividad y el lujo
de casarse (si podían) con una “Rica Heredera”, eso les permitía
vivir de una manera holgada en la masía de su amada, al modo
de otros más triunfantes. Muchos fueron profesores que suele ser
el ancla preferida de los pusilánimes antes de que se les hunda
el barco y se destrocen contra los acantilados de la intrínseca
tacañería que los habitantes de Alcoy tienen contra sus creativos.
Eso no es suficiente para nosotros, cerramos los ojos antes
de que la mirada, a cámara lenta, se aproxime a la sincrónica
por la calle, buscando el número trece y quince de la calle san
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Nicolás, la popularmente llamada “Casa del Pavo”. Señorial
ejemplo de aquella cerilla encendida de modo propio para dar
fuego a la vela que iluminó durante casi un siglo a la ciudad de
los pájaros de altos vuelos.
Oh sí, al Fénix elevando su pico y tatuando sobre el forjado de
la sombra dos pavos reales. Sí al picaporte de bronce dragoniano
en las solemnes y gemelas puertas presentando respetos a las
tres clases de piedra del entorchado arquitectónico modernista.
Sí al emblema original que el arquitecto Vicente Pascual, con la
colaboración del pintor Cabrera, más el puntal económico de un
empresario, por lo visto tan rico como para otorgarse esa casa
que sin duda es la más carismática de todo Alcoy, Agustín Gisbert.
Concertada la visita previo móvil al secretario de Doña
Elisa, la actual dueña de la casa y nieta del insigne pintor
Fernando Cabrera Cantó, (el que se casó con la rica heredera),
toca al timbre la rastreadora de fortunas, busca el origen de la
patología artística, la doctora licenciada en inversiones por los
caminos pintureros de los excluidos de la historia, por falta de
medios unos, y otros por condescendencia aguda a la extrema
burguesía que, bajo el influjo de la riqueza no digerida, se quedó
de plantón viendo la tormenta del presente abalanzarse sobre sus
colecciones de arte.
Doña Elisa la espera al pie de una ergonómica escalera
que se curva con pose mórbida sobre el piso superior donde
desaparece entre los mosaicos sujetos al suelo por la languidez
que la actual veladura proporciona. Los cuadros de Cabrera,
el sillón de Cabrera de los cuales ya hay tantos en Alcoy que
cualquiera tiene uno en su despacho o en el salón de su casa y
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parece que uniendo todos los sillones llegarían desde aquí hasta
el pueblo de Muro, todo recto camino a Valencia, mano derecha
del Ángel Metabólico.
Doña Elisa la acompaña por toda la casa: la habitación
de mi abuelo Fernandito, la sala de lecturas donde mi abuelo
Cabrera leía libros afrancesados, el baño encarcelado de mármol
femenino de mi abuela la olvidada, cuando en realidad fue la que
más apoyó a mi abuelo Fernando en los desequilibrios logísticos
que producen las familias con posibles, respecto a sus artistas, las
lámparas sutiles que elevan sus delgados brazos en busca de la
bombilla para refractar su luz y agasajar la estancia,
-¿Y el estudio? -pregunta Ella Font.
-Aquí se situaba de pie en esta ventana mi abuelo, el pintor
Cabrera a meditar, mientras miraba el jardín.
-¿Y su estudio? –quiere saber Ella Font.
-El pobre se pasaba el día queriendo pintar pero su
filantropía lo tenía sujeto al clan de los burgueses y ellos se
aprovechaban; así era mi abuelito Fernandito.
-¿Y del estudio qué?
-En un tiempo lo visitaban numerosas y famosas
personalidades, y había un piano donde Rubisteín daba conciertos
mientras mi abuelo el pintor Cabrera recibía a sus íntimos.
-¿Dónde está ahora su estudio?
-Realizó el diseño del castillo de madera, estructuró la
belleza histórica y los futuros guiones de sus célebres y pioneras
Fiestas de Moros y Cristianos, para no dejarla caer en manos
del populoso mercanchifle. Pintó el enorme ábside en honor a
la batalla apócrifa de la Iglesia de San Jorge Prototipo, donde
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aparece por primera vez la imagen de Mossèn Torregrossa
invocando al Santo Espíritu de los Alcoyanos.
-Dígame Doña Elisa, ¿su estudio?
-Vamos a tomar un café en esa mesa que está al lado de
la torre árabe donde mi abuelo el pintor se sentaba para leer los
cinco periódicos que se editaban aquí cada día.
-Doña Elisa, el tiempo de la entrevista ya ha acabado y sus
amigas la esperan en el salón para jugar al chinchón -aparece el
secretario con una campanilla. Adiós, adiós, adiós.
Sale Ella Font por la enorme puerta de hierro con su dragón
picaportero. El sol de montaña aturde sus ojos ante el radical
cambio de iris oscurecido por los telones de fondo modernista, y
la calle San Nicolás rigurosa de ornamental estética escondida,
sin plantas verdes, ni color en sus balcones, indefensa ante el
congestionado tráfico, anónima y burguesa. A unos metros
escasos de la puerta principal atisba otra gemela pero abierta,
su rastreador se enciende con la indicación a los pies para entrar
en un largo, húmedo, descascarillado y marginal túnel o pasillo.
Las manchas acuosas de la pared y unos paneles de madera
aglomerada, mohosos por el humus, le daban el aspecto de
nigromántico ambiente, ante el ocaso del bióxido de titanio.
Con cuidado de no resbalar por el suelo, Ella Font la
cazadora de recompensas pictóricas, avanza mirando fijamente a
otra puertecita al final del pasillo, a unos veinte metros de distancia.
Inexplicablemente es sujetada por la impresión. Un personaje
venido del tiempo de cuando los pintores tenían boina ladeada
en su cabeza al gusto de cada región y un blusón estilo francés de
Montmartre, en las manos, unos pulcros pinceles característicos
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de los académicos que se pasan mas tiempo limpiándolos que en
pintar el cuadro.
-Buenos días, señorita. Me alegro mucho de recibir visitas,
estaba pulimentando unos pinceles para acabar la “Calera”. (Un
enorme cuadro que ahora se está ahumando y descuartizando
en el “Salón Largo del Círculo Industrial” en medio de trajines de
bodas y otros eventos sociales).
-Pase, pase y verá mi estudio y si quiere, sobre la marcha
le pinto un retrato que sus herederos agradecerán. Soy el
pintor Fernando Cabrera Cantó, ya le habrán hablado de mí,
seguramente para peor”,
Abre la puerta y allí ante los ojos incrédulos de Ella
apareció el no va más de la estética barroca representante de la
escuela burguesa, artística y monosabia. Un enorme caballete se
enseñoreaba sobre el gran estudio de las dimensiones cambiadas,
y de sus altas paredes colgaban cuadros que narraban las
peripecias del pintor escondido en los laberintos de la historia.
Sobre el caballete un gran cuadro de ambiente costumbrista ya
bajo la asechanza del humo de una hoguera donde quemar los
cuadros en un momento de debilidad. Magnífico el presente para
la mirada y majestuosa la apariencia con su decorado de conchas
fósiles sobre el entarimado que propone el crepúsculo.
-Por aquí han pasado celebridades de todo tipo, e incluso de
otros, y celebrábamos el porvenir y auge de una cultura unida a la
riqueza, para así intentar captar la posibilidad de una recuperación
del tiempo ido, entre las vicisitudes de ver y no comprender -Don
Fernando moja en color rojo su pincel y lo dispara y no se entera
de que al dar con el color ígneo contra un lienzo en blanco está
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metiéndose radicalmente en el nuevo edificio de las culturas que
el nuevo siglo promete.
-Ya sé, ya sé que la imagen no es sólo la objetivación del
color en base de su manualidad al copiarla, pero este es mi tiempo
y momento en la ciudad de Alcoy y no puedo superar al destino
de cada cual y sus motivaciones para ir a la tierra prometida del
claroscuro imán -Cabrera pasa por delante de una modelo y le
pone las manos encima de sus pechos sin darse cuenta de que
Picasso lo está mirando.
-He tenido mucha suerte con el apoyo de mi mujer pero
también sé que eso ha relajado mis pretensiones y me he convertido
en un pintor clasista, costumbrista, post-académico, pero ahí está
mi singular y por eso soy respetado, por mi amistad con todos
los clanes y mi admiración por los rituales paganos revestidos de
mística resonancia que dan realce a los acontecimientos en mi
ciudad -se limpia las manos en un trapo blanco y no se entera
que ha entrado de golpe en el gremio que asaltó la historia con
sus ojos abiertos sobre el desperfecto de la acción manipulada
por Jakson Pollok.
-Ni siquiera esta ciudad ha tenido la elegancia de enseñar
mis secretos, nadie sabe dónde está mi estudio, ni tengo un museo,
ni siquiera de otros, ni de la escuela académica, sin embargo
alardean de ser cuna de pintores. Ahora me voy a acompañar a
mi mujer a misa. Si pasas por delante del estudio del pintor Solbes
Arjona, en el Carrer el Tap, dale recuerdos míos y mi comprensión
ante su lucha, el pobre; sin tener una rica heredera a su favor,
ni saber pintar comercial, y ni siquiera ser profesor de arte que
todavía es peor.
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El trastero del ignorante es su reflejo. Cuando Ella se dio
cuenta de donde estaba, no dio crédito a su desilusión. El alucinante
estudio de un apasionado por la realidad y sus documentos,
había desaparecido y un cutre cuadrilátero del diseño se había
apoderado de su espacio, medio-muermo, desnivelándose en
manos que aumentaban su distancia con lo real del cual no
quedaban ni el más mínimo vestigio, feo, copiado y espelúznate
en su bajón. Vigas de hierro tipo estructo-fábril, goteras vengativas
y humedad cerrada. Pasó de mano en mano y cada una de ellas
le dejó el estrangulamiento y ruina de una sensación.
Ella Font no se impresionó ni por unos ni por otros, pero
su percepción le dio motivo para recuperar los papeles perdidos
tras el trabajo de antropóloga pragmática siguiendo el rastro de
alguien cuya pasión no se luchaba a tiempo completo, pero eso
ya queda como comentaba el maestro Cabrera: “En el espacio
destinado para cada cual en sintonía con el Resto”.
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VIAJANTES
Las reglas del juego son éstas: yo me muevo hacia la
izquierda, tú al contrario y empezamos a contar. El primero que
llegue a algún sitio torcerá un poco hacia el epicentro, entonces
desenvainamos y allá cada cual con su cuerpo.
-Usted es un retorcido exponente de la escuela de enseñar
mal, se ve que es Ud. alcoyano; si yo tuerzo, después de pasar
por delante del carro de fuego, usted tendrá tiempo de esconderse
para darme un susto. Yo no soy tonto.
-¿Le interesan estos textiles trabajados en fila por miles de
artesanos que están todo el día venga que venga mi tela? ¿Estos
flocados al biés, con mucho floc y poco salario? ¿O estas sábanas
doradas a la lumbre de hogueras clandestinas? Para el sofá
tenemos unas esposas que le impedirán fugarse en un descuido
de su confort, confeccionadas con hilos sueltos de Ariadna Jordá,
la que hilvana rastros en busca de marido.
-La verdad sea dicha, estoy buscando una tela especial
para cubrir el sarcófago de mi identidad. Quiero que sea semi-
transparente, con un dibujo tenue de perlas suspendidas de un
ensalmo mientras los ribetes resbalan hasta llegar al azul niebla.
-Eso está hecho. Conozco a uno que tiene un telar en la
sala de estar de su casa y compone mosaicos de hilo suspirante.
¿Otras especialidades? Trabucos artesanales homologados por la
estirpe del trueno, peladillas testimoniales de lo que fue el emporio
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de la dulzura, chocolate para embadurnar el pórtico del enemigo,
aceitunas sin esqueleto y anchoas sin raspa, troqueladores para
cajas de cartón ondulado, perforadoras foradiales y radiales al
conjuro de las siderúrgicas flamantes en la mesa del Estructuralista.
Contamos con metalúrgicos de urgencia para reparar los
obstáculos del intemperante. Tenemos filtros de cocina para
codificar la cantidad de veneno familiar que se expande por la
superficie de los vecinos o parientes, los cuales también cumplen
el horario intenso de catorce horas al telar diarias. De ahí, de esa
pasión sujeta al objeto es de donde sale nuestra tan ensalzada
Moral: así somos los Alcoyanos.
Pioneros, los viajantes se enfrentaban a cualquier situación
con una maleta en las manos y un objetivo: vender. Vender la
enorme cantidad de cosas que manufacturaba entonces esta
ciudad. Recorrieron el mundo entero (sin saber idiomas) y volvían
cargados con pedidos, propuestas, iniciativas y radiografías de los
gustos de cada sitio. “En los Emiratos se llevan las túnicas de larga
caña y los colores perdidos”. “En Hamburgo he visto letras escritas
sobre la tela de un taparrabos”. “En .N. Y. al pasar delante de un
escaparate en Rockefeller Center vi un traje con la tela copiada
de un estampador de la calle La Sardina; el traje valía más que
toda su empresa de estampaciones”. “En Tokio saludé a una
chica manga por la calle, llevaba encima de un carrito a un San
Jorge Matamoros comprado a ese artesano que se llama Abad y
Mistura”. “Y en Venecia vi a una bruja con el pelo todo encrespado
sujeto por una flecha de plástico dorado, auténtica, de las que tira
San Jordiet el día de l’Aparició. Y es que los viajantes alcoyanos
estamos por todas partes”.
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Verdad, verdad, verdad. Por una razón similar al hilo
elástico, las maletas de muestras o “monstruoris”, iban lejos para
luego volver estiradas por los dueños de las fábricas o negocios
que regentaban la nómada constancia. Extremos héroes de la
expansión industrial, los viajantes fueron el puntal de generaciones
enteras de familias que dependían de su capacidad para vender
cualquier cosa manufacturada en casa.
Uno de ellos se esfumó en el trayecto de ida y vuelta, se
diluyó en el vacío y no se supo nada de él. Miquel Asoles era
normal, la familia quintuplicada toda en el mismo piso; suegros,
seis hijos de cualquier edad, una hija con su marido y su hijito de
pocos meses, el abuelo atado a un sillón para que no se escape
al bar, la abuela caminante de nervios alrededor de los doce
metros cuadrados del salón grande que da al barranco de la calle
Virgen María, con un paisaje libre y espectacular delante. Las
cúpulas de Santa María, su campanario tardo-gótico y esbelto, el
enorme puente de San Jorge que une el antes y el después de una
ciudad sajada por el cauce de lo que antes fue un potente río. Al
fondo, el “Barranc del Sinc”, enérgico, perfilado por el contraste
y profundo como una exclamación de sorpresa. Esto no es todo,
subiendo tres escalones pintados de almagra hay una habitación
de cuatro por tres metros, dividida en dieciséis partes, todas con
su tabique e intimidad para regalo de una familia unida por el
amontonamiento.
Desapareció Miquel Asoles, nadie se explicó el asunto, todo
eran conjeturas: no le faltaba algo, familia, amigos, casa, trabajo.
¿Qué más podía pedir? Él era normal, los viernes a la “filà”, los
domingos a la casita de un amigo y en vacaciones a un aplique
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en la costa de Benidorm, la más importante ciudad europea para
el turismo de “churro, mitja manga y mangotero ”.
Nunca se supo de él. Pasó el tiempo y, una vez en un
restaurante de Valladolid, se lo comenté a otro viajante castellano
que representaba guantes para collejas y otros derivados del
rigor. Me vino a la memoria y en la sobremesa se lo dije. Él,
sorprendentemente, me contestó.
-A ése lo conozco yo, lo vi en Australia con los Maories. Y
a pesar de ir de negro tenía una fisonomía que me recordaba a
unas fotografías de los “negrets” de la Cabalgata de los Reyes
Magos de Alcoy que me enseñaron varios amigos alcoyanos en
esos viajes por el redondo.
-Venga ya, ¿y que hacia allí?
-Nada. Estaba sentado con la cara más negra que los
demás tributarios de la hoguera y por el humo en puros de hierba
seca que se pasaban de boca en boca.
-¿Y no te acercaste para hablar con él?
-Sí, pero me contestó en una lengua rarísima.
-No sería en valenciano.
-No sé, cuando le pregunté: “¿Por casualidad, no es Ud.
alcoyano?”, él me respondió ásperamente:
“I això qui ho diu?” Ensegida se fue retirando suavemente,
noté como sus manos parecían que estuvieran llevando unas
maletas. Antes de desaparecer del todo, levantó el puño y me hizo
así con un dedo.
-Seguro que era él, nunca fue muy educado, nunca
saludaba a alguien, y cuando iba a la fábrica se apartaba entre
los tintes para ensuciarse las manos.
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-Los Maorís me compraron unas agujas para hacer calceta
y una peineta, no se lo digas a otros viajantes pues me pueden
estropear el negocio. Yo sé dónde vives.
Todos sabemos dónde vivimos pero a algunos les cuesta
más estar con los otros arracimados, mientras el porvenir se
pierde con las manos lastradas por lo cotidiano. Alguien puede
sentir en un momento determinado cómo se alargan los brazos
para depositar las pesadas cargas de las maletas del sobreviviente
en el suelo y buscarse la vida de un árbol a otro, de una madre
a otra, para con el tiempo constatar que no cambia nada, que
somos los mismos bajo el Párpado de Luz.
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LA FONT DE LA SALUD
Los experimentos dinásticos que circulan derechos entre suspiros desaconsejables tienen relación con los espíritus de baja estofa. Nuestros antepasados piensan todavía por nosotros, están a tu lado por si caes en lo normal y pierdes la confianza. En la caza del ego el geómetra extiende sus límites y proyecta historias estereras sobre la cualidad extrema en el contraste de las personas y su unidad con el Todo, no siempre lejano ni tan aparente como una excursión a la “Font de la Salut”. Para llegar a ella subimos, en dirección al “Rebolcat” por la carretera que conduce a Benilloba, por las antañas rutas muleras.
Cruzamos el “Viaducto” o puente de Canalejas, tan esbelto y manierista, subido a hombros de la piedra el hierro larguirucho y alto. Seguimos por delante del “Jardín de los Besos”, tomamos un caminito de leva que se aparta poco a poco y que finalmente lleva a esa eficiente fuente rodeada de árboles; calmada, pequeña, recoleta y ambigua.
Está anocheciendo y Ricardo Amando lo sabe; ha salido de casa a la hora justa de los encuentros con los amigos para desperezarse más tarde al son de nocturnidades. Ha quedado en la fuente para un entretenido juego de simulaciones, ecológico y respetuoso con el medio ambiente.
Al llegar Ricardo Amando a la vera del chorro de agua supuestamente encantado y objeto de cuentos familiares, se sorprende al ver que no hay ni un amigo y que probablemente
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se ha equivocado de día para la cita con los íntimos. Mohíno por encontrarse tan solitario se acerca a la fuente para beber de ella, se inclina ante la baja estatura de la constante y directamente entra en la cascada en miniatura; el agua salpica su cara, el agua es dura y fría pero a la vez reconstruye la sensación de estar en invierno y fomenta la costumbre de salvar al contrito.
Cuando se yergue y da la vuelta queda ajonjolillado porque durante el intermedio el decorado ha cambiado y el de ahora es irreconocible pues está lleno de animales de toda clase en bulliciosa algarabía.
Sin mitomanías aparentes, Estornino Plomo carraspea a Erizo Esquizo. Éste le responde quitándose los tensores de las espinas:
-La culpa la tiene el tartarugo ese de “el Bicho” que pasa de todo y embadurna la entrada con sus rollos; luego quiere que le compremos utilidades para pasar la noche.
-Pues no “la Rabosa”. Siempre dándole vueltas a la cucharilla para mover las palancas de la amistad, aprovecharse del momento y robarte los cinturones -comenta Robert de Pillo, un ratón pillastrón.
-Mira, por ahí se contonea Anselmo “el Quebrantahuesos”, qué porte tiene, cómo gandulea con desgarbo sus pantagruélicas alas -gorgotea la rana Ana Faty.
-Desde que está mantenido a todo tren en el Hotel Alberri es más chulo que el caballo de la heroína de sangre floja antes de pasar por el claustro, todo hay que decirlo -sibila Lagartija Retícula.
-Debo añadir algo: es más peligroso que una senda de termitas a la luz de luna llena, y tiene un olor que no se corresponde
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con su edad.-Ahora está comunicándose con el disparatado Somorrostro
Carantigua, el encristalado tras un sabor amargo, aunque es un hacha a la hora de descubrir círculos alrededor de la Pava de su amiga, la de la Corte del “Muntonet”, y disparata a la mínima con tal de seguir el rastro emblanquinado que continúa por la nariz del parlanchín.
Ricardo Amando está como en familia; todos le prestan atención, todos los animales lo saludan con deferencia respetuosa.
-Tío, eres un crac, el puto amo, ¡saca la lengua!-Joder, macho ¿Cómo éstás? ¿Te acuerdas de mí? Nos
vimos en el último charco de Todos Santos en la macro “el Coscorrón”.
-Venga ese puño, vale tío, qué grande eres, pon la mano y acompáñame a vagar entre los demás.
Ricardo se mueve como peonza romántica entre valses dicharacheros y saluda de vez en cuando a alguna preciosa oca de alas desplegadas. Se reparte Amando entre el coliseo de las formas y el apátrida que ha olvidado su horóscopo en el último taxi que le acogió; por eso es amado por las Tribus Tremebundas.
Un Burro Melancólico lo coge por su cuenta y se lo lleva al trote caminito de Belén y mientras pasan se entretienen en cada grupo, para darse coloquiales miradas y giros de cuerda. Un Gallo Picotero se abalanza sobre Ricardo para adjudicarle una medalla pirulona y una Mariquita Lista se le pega al morro para darle ciencia al asunto.
Algarabía, clarión, raya, punto, sello, noche de cristal y sacapuntas en acción: los cangrejos de río se desnudan para recibir a la amada que avanza con pretensiones de duquesona.
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El magma se encapricha con el agua y forma arabescos en conjuro con la serpiente que culebrea cerca de la anatomía precavida. El paisaje es un toldo con los poros encendidos, y un mochuelo proclama el advenimiento de la noche eterna en el ciclo diseñado por el protector de animales.
Entra un enjambre de avispas sedutrices y aguijonean con sus prisas a dos Conejos quetaminosos, escondidos detrás de sus propias orejas. Un Colibrí estría el pío para pedir paso y un Tordo lo incluye en su patrimonio.
¡Caray, tío, qué pasada!. La tribu de los Jabalíes hace su irrupción en el círculo privado donde se mueven las cosas por contraste con las otras, en la misma onda serial se mueven los laterales de la “Font de la Salut”. Cimbrea la tierra ante esa imposición, son los dueños del terreno y sus jabatos la defienden como bellota en una alcancía y para toda la familia, para siempre unida por el muérdago.
Una vez coordinada la sobredosis de asentamiento para el total de los contertulios, en el descampado que rodea la fuente de caño humilde, aparece Don Pedrote Jabatón, vuelve a arreciar aún más la algarada hasta que, unido a la circunstancia, Saponcio Croa, con un puerro en la boca, empieza a recitar la ley de sucesión en la herencia genética de los disparatados.
Don Pedrote Jabatón, al darse cuenta del buen rollo reinante en su reino, discretamente opta por arrastrar a Ricardo Amando hacia un aparatoso reducto.
-¡Tú te la cargas! No vas a tener más remedio que escuchar mi cuadrúpedo recuerdo que defenderé toda la vida con estos colmillos que me dio mi padre.
Ricardo Amando al verse secuestrado por el cacique del
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entorno y miembro de una “Filà” presuntuosa, se resigna a ser sermoneado por el momentáneo tutor.
Todo el resto de la barahúnda se mueve cercana y pegada pero es como si no tuviera nada que ver con los dos encerrados en un monólogo. Don Pedrote Jabatón acerca su hocico a la altura necesaria para ser oído e inicia su
VERDADERA Y CIERTA HISTORIA DE ALCOY NARRADA EN DIRECTO POR DON PEDROTE JABATÓN.
Allá a lo lejos, cuando el Epipaleolítico no tenía datos de su curriculum, un Griego, un Íbero, un Romanoide y un Ecuatoriano iban de viaje de vanguardia para averiguar donde podrían esconderse los perseguidos por la justicia de los de la tribu “Giri” o por cualquier otra injusticia.
Recorrieron los aledaños del tesoro; “Ali-cante-para mi”, bello asentamiento ocupado por la tribu de los “Luminosos”, parientes de los artrópodos ésos de la esquina en el suburbio de las Mil Grutas. Pasaron por delante del clan de los “Ifach Vine y Dorm”, y todas las cuevas estaban ocupadas por unas veinte personas en miles de kilómetros cuadrados y no había sitio para cuatro extranjeros, así que nada más ver a los dos amigos los despachaban a cobro revertido, hasta el cruce de caminos que se trasladaban de un sitio a otro tomando como referencia los pasos lentos por tremenda caminata.
Al paso por Xi-Xona una familia de futuros turroneros los invitaron a vivir dentro de unas tinajas, pero ellos, recelosos por la pinta de glucosos que tenían los naturales del terreno, desconfiaron, y se fueron de pie juntillas durante la noche.
Siguieron un sendero abrupto. Al amanecer, apareció ante
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ellos un gran murallón de hirsutas montañas impidiéndoles el paso, como una aduana en cualquier parte. Se sentaron en su falda hasta que se cansaron de jugar a las conjeturas y decidieron enfrentarse al monstruo de piedra. Anduvieron extremos para culminar la cima “Carrasqueta” (1200 m. sobre el nivel del mar), el pico más alto de ese puerto que a la vez es la entrada a los dominios del Espectacular.
El sol, las playas, las tribus modernas, el terreno yermo y las colinas de futuro cemento quedaban lejanos. Muy abajo se distinguía el mar como una franja plateada entre varios aires euros salpicados de viola. Mientras subían, el tiempo fue radicalmente transmutándose en intemperie: la niebla, la lluvia, la nieve, el camino daba vueltas de ovillo alrededor de la madre de los niños caprichosos.
A la altura donde el periscopio no alcanza vivía un frío congénito, el cual se suavizaba gradualmente conforme descendían los aventureros en busca del valle del olvido, el escondite para los tránsfugas del ambiente saturado que necesitaban un lugar, lejos de tanto gentío, más allá de la tribu de los “Giris”, colonizadores especulativos de las cuevas que lo volvían todo prácticamente imposible. Al seguir bajando, el clima ya era más educado dentro de una rigurosa y aceptable uniformidad, las palabras salían de la boca sin su halo de vaho.
Después de bastantes horas, sólo comparables al esfuerzo que hacen los dedos para teclear a las puertas del incógnito, oyeron cerca un río y decidieron subir a una colina en punta (La Serreta) para desde allí otear el panorama, quizás otorgado por los simbolistas.
Amanece sobre el secreto, los ojos habituados al pie
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del caminante ya se abren ante el foco de luz. El sol sale por la derecha del que mira al frente y a su resplandor las cosas se expanden recuperando su verdadera realidad, la de una lupa sobre un paisaje unidireccional.
-Los cuatro amigos -continúa monologando Don Pedrote Jabatón al oído de Ricardo Amando -se quedaron de estuco al ver el flash verde que cubría toda la distancia que el ojo abarca. El río no se vislumbraba aunque sí su rastro sinuoso entre los acentos coloristas de unas tupidas copas de árboles carrascos, trementinos, robleicos, alamosos, encinados, oxidiales y niquelados.
Todo enmarcado por unas montañas troqueladas sobre el aguafuerte impresionista. Enfrente, un enorme barranco en forma de V le da hermetismo profundo al cuadro.
-Este paisaje me lo quedo -dice el Íbero.-Fundaremos aquí un pueblo medular y viviremos sobre
este regalo -comenta el Griego.-Avisaré rápidamente a la familia para que venga a vivir
con nosotros -suelta el Ecuatoriano.Pasa por el cielo un águila y el Romanoide de largos cálculos
la saluda con la mano levantada. -Yo voy a investigar más abajo; parece un buen lugar para
los tránsfugas del circo de Calígula. El Romanoide fue el más acertado a la hora de elegir destino
para las tropas evadidas del sorteo a soldado lejía, desertoras de las cohortes vestidas de rojo el día de su primera comunión con el enemigo.
Con ese gesto de la mano levantada hacia el sol de todos los días (menos los nublados y por la noche) se inauguró la primera fase de la estratagema para esconderse bajo el manto verde de la
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señora Ecológica Magna. Proclamada la ley del salvavidas, empezaron a llegar
tránsfugas de todas partes, menos de alguna que no se enteró de algo y todavía vive en su cueva de ignorancia.
Otros muchos más aterrizaron con el ala delta de la sugestión. De esta manera, a los pies del barranco se conformó la silueta tejida en verde de la ciudad de Alcoy. FIN
Suena una carcajada y una Periquita arranca de su metamorfosis a un Camaleón atrapado por una Lechuza.
Sacudiendo la cabeza, Ricardo Amando sale de unas palabras encadenadas entre el tumulto de asechanzas en el fondo del saco. Medio blanco, musita:
-¡Joder, qué tabarra me ha sacudido Don Pedrote Jabatón! Casi me cuelgo, me noto débil. ¿Quieres acompañarme fuera?
La Periquita lo acompaña pasando por delante de un Pájaro Rumano y lo deja solo. Ya fuera del campo, Ricardo Amando toma rápidamente un aire fresco que pasaba por allí. Mira la calle, mira a las personas caminar por ella, y oye palabras normales. Dándose la vuelta, se despide del “Zoo-Clueco”, un Pub ancestral que todavía hoy abre sus puertas los viernes y sábados, para resignación de los vecinos que no se atreven a hacer una excursión a “la Font de la Salut”.
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EL ESCOMBRO
Las noches se suceden previas a cualquier hora. En ellas se
borra la memoria de la serpiente rodeando el cuello de la botella
irisada. Los inmediatos candidatos a la anulación ya previenen tal
deferencia.
Se le acabó el combustible y tuvo que repostar en la
Inverosímil Galaxia, la que da al sur de los Pretextos.
Fluctúa la “Burbuja Alcoy”, neónica, flaseada por
megavatios en la Cuatrocientas Biónica, rondando la Vertical
Despavorida, después del Vado Omnipresente, entre las curvas
de la Serpentaria de Luz.
En el entresijo de variantes que prometen el oportuno rescate,
en el centro de la espiral consentida de su imán, resplandecía
como una cúpula viridiana la refractaria ciudad conocida por
todos los que huían del jurisprudente exterior.
Traspuestos por el código de la permisividad, florecían los
jardines proyectados por el infrarrojo ante el mimo indefinido de
la apariencia. Su barranco en el tondo reflejo del vacío simulaba
un espacio similar a unas alas desplegadas.
Futurólogos escapados del pandemónium. Remendones
cabales del concepto ido. Intérpretes del endémico denominador
común. Evadidos de los acuosos territorios. Astrofísicos
investigadores de los antiguos días preciosos, y un montón de
proscritos adscritos al avenir tremebundo. Ascetas del apocalíptico
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conformismo. Varios expositores de cuadros comerciales, y algún
listillo de más buscaban asilo bajo el manto policromo de la “Gran
Culta”.
Sacudida por sonados terremotos, su culto espiritual había
variado un tanto en el escalafón de prioridades. Si en anteriores
siglos fue dominio de los grandes símbolos, “San Jorge Mártir”
y “Vírgen de los Lirios”, ahora se imponía otro Santo, que estuvo
montón de tiempo siendo el tercer actor de reparto. Se puso en
auge debido a los continuos terremotos que surcaban la bella faz
de la burbuja templaria, y volvió a conquistar su plena santidad,
pues él era, desde siempre, Patrón de Alcoy, y sin embargo,
todo el mundo le daba fiestas algaradas, grandes ceremonias y
procesiones al usurpador y más aparente San Jorge Mártir.
San Mauro es el santo protector y patrón de los terremotos.
Por lo visto, las piedras echan raíces al verlo pasear llevado en
andas por los creyentes de la unión entre el arriba y el abajo.
Así que volvió a su imagen pintada en los grandes murales de su
iglesia, y a los cirios, para iluminar su majestuosa presencia llena
de piedras a su alrededor.
Nosotros no somos expertos en predruscología pero
Evaristo Retumbe y Manel Jonan sí. Su alto prestigio, entre amigos
y vecindario, venía de una enorme colección de sutilidades en
diminutas piedras que tenían cada uno en su casa. Evaristo “el
Brújula”, trabajaba en una fábrica de molduras para cuadros de
la Kultur-Protoplasta y otros enseres de la decoración, típico de los
altos niveles alcanzados por esta artesanía en tiempos pretéritos,
donde todavía existían casas de ladrillo, no como las de ahora,
que son proyecciones olográficas transparentes con mutaciones
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de color, que dependían del grado de felicidad o fracaso de
sus habitantes, es decir, reflejaban sus sentimientos y eso hacía
guardar las apariencias, sin necesidad de usar los estímulos para
evidenciar la reacción.
Los orígenes de esa incomparable artesanía se remontan a
los tiempos donde Daniel Pastor un empleado de la Mutua, en los
años mil novecientos cincuenta, empezó a pintar cuadros rápidos,
nobles, copiados de paisajes del siglo XVIII, y se los enseñó a un
Tal y a otro Mental; éstos, que eran viajantes, pusieron el ojo en
la caracola de la abundancia, le pusieron marco, y se pusieron a
venderla, con tal éxito mundial, que se transformaron, por obra y
gracia de los aprovechados (Daniel no se enriqueció y ni siquiera
se le ha dado un homenaje póstumo a su invento) en pioneros de
ese tipo de pintura, hasta que la Muralla China se les vino encima.
Alcanzó tanta fama, la única escuela real, autóctona, autodidacta
y copista de Alcoy, llamada también “pintura comercial”, que
algún siglo de estos, se la reconocerá como el máximo exponente
de una sensibilidad que esta ciudad no ha perdido a pesar de la
apariencia encristalada. Después de centenares de años, algunos
aborígenes del pincel en la mano todavía sobreviven amenazados
por los super-rápidos y super-baratos de los invasores chinos.
ahora, la raza dominante en las especulaciones de la mutualidad
económica.
En uno de esos mitológicos y sobrevivientes espacios de
artesanía llamado “Pretérita Fábrica de Cuadros”, trabajaba
Evaristo Retumbe haciendo bastidores y marcos para los
turistas que venían a ver a las tribus aborígenes, en el rastro del
Contemporáneo, antes de Aquello. En esa colmena de autóctonos
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y vernáculos trabajaban varios pintores de lo más reconocidos por
la alta aristocracia de la estratosfera, eran tan cualificados que
pedían perdón por no tener cuadros en casa:
“¿Qué clase de pintor sería yo si tuviera cuadros en mi
casa? Yo los vendo todos”, así de disciplente respondía Francesc
Barra.
“Yo pinto las hierbas una a una, a las amapolas las
acarmino con mi lengua bermellona, y las marinas me las pinto
de un viaje”, rezonga mientras nada Miguel Creído.
“Yo no tengo tiempo para ir a sembrar en el campo de la
historia, los encargos de retratos para la catatonica burguesía me
lo impiden”, comenta Germánico Ahoramil.
Uno a uno se justificaban fuera del contexto artístico pero
integrados plenamente en el consorcio de los suertudos, por
apetencia del ojo del comprador y su lugar en la casa para que su
cuadro rime con el sofá.
Reconocida en todo el mundo como clavicordio de las
paredes, esta escuela llegó a ser tan famosa que incluso la
saludaban por la calle. Ufanos desfilaban en fila, los pintores
con sus cuadros en las manos e iban al oasis del marchante de
los precios en serie. Orgullosos volvían con su meritoria paga. Es
verdad, tuvo ocupadas a muchas familias, y por todas partes se
veían tiendas de pinturas, de caballetes, fábricas de lienzos, colores,
bastidores. Furgonetas con nombres típicos: Molduart, Figurart,
Marcoart, Pintuart, Alcoiart, Decoart… Todo el proceso técnico de
un cuadro, desde el bastidor, tela, su pintura, el marco y, después,
su expansión por el cosmos tenían como punto de referencia a
esta escuela de admirables autodidactas que tuvieron la genética
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necesaria para poner la primera piedra de una escuela, que tuvo
muchísima ratificación en su milenio, tanto como para que Alcoy
fuera perseverante en su calidad de lo que es actualmente en este
tercer milenio antes de que perdiéramos la memoria: una Ciudad
Cultural.
La artesanía ya ha desaparecido, los pintores de pincel,
casi, algunos reductos quedan, los más famosos, los que se
atrevieron a poner su firma sobre el objeto y unos pocos Artistas
que barajaban el porvenir con la cara colorín.
Uno de éstos era Manel Jonan, “Amarillo”. Un hecatombe
residual del gremio gerontocrático del pincel erecto y sin disciplina.
Incapacitado para sujetar su dialéctica extensión del color
dejaba tras de sí los repliegues de un manto multicolor, su parte
ingenua como acercamiento al Arte. Entregado a la diferencia
entre el obediente y el subconsciente no formulaba los espacios
magnéticos de venta de sus otros sobrevivientes, dentro de la
burbuja caleidoscópica que envolvía la esplendorosa y pequeña
ciudad de Alcoy.
Restaurador de otras tamañas proezas el héroe Manel,
Jonan es una especie a extinguir en el Reino de los Gerundios,
antes llamado “Territorio Serpis”. Todos saben de su sincronía,
que el ópal le acompaña, y su nebulosa es un rastrillo sobre el
cráneo del Emperador Amarillo.
Amigo congénito de Evaristo Retumbe, Manel Jonan, tenía
el rumbo embadurnado por la esencia de trementina, y Evaristo
olía a cola de conejo, prohibida en los sectores, donde el control
de natalidad iba en serio (cuantos menos seamos mejor, ya no hay
más sitio) ya que ese adhesivo tenía la facultad de enervar a las
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glándulas posesivas que controlan la erección.
El dúo se aterciopela cuando están solos en su casa
translúcida; debaten sobre sus capacidades para restaurar el
infinito cauce que conduce a la absolución final.
-Si Allá todo con el tiempo eón será una piedra recorriendo
la bestialidad cósmica esa de fuera, ¿por qué esforzarse en
consumir el presente con paciencia? -Evaristo Retumbe enseñorea
sus uñas de lija sobre el brillo de la transparencia ológrafa de la
pared, y el sonido achicoria el momento.
-Tú estás acostumbrado al serrucho que divide el ying-yang
en proporciones equivalentes a los cajones del archivo universal.
Te haces el chulo con esos marcos espiritosos para adornar la
confusión -dice Manel abanicando con su cabeza las orejas al
estilo holandés.
-Pues mira que hay espacio y paredes donde colgar tus
churretones, está todo ocupado, y en la paredes no se puede
clavar algo, se usan las proyecciones optimétricas -Evaristo mueve
la mano y con los dedos proyecta una botella de vino y un vaso,
vierte en él un poco y luego cierra la proyección.
-El rasca está a punto de resquebrajar la débil piel de tu
renacuajo mental -dicho esto, Manel Jonan proyecta un cuadro
abstracto y se pone a trabajar con un pincel arjónico. El estado
gravitacional de la atmósfera se enciende, y una vecina gorda,
alarmada, llama por cinematón a la Patrulla de Luz para protestar.
-Esos del “Carrer el Tap”, están encendidos en una
parafernalia prohibida -es una antigua vieja histórica del “Carrer
Sant Josep” que sufre pesadillas generacionales, al leer en los
libros de la vivencia humana, que en otros tiempos, las calles
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estaban llenas de Bares, Pubs y Discotecas, y no dejaban dormir a
nadie en muchos pisos por todos lados.
-Señora, la pintura abstracta no está prohibida y ese Artista
que está trabajando es un ancestro domesticado y agradable
en sus modales a pesar de su arco iris -le responde un policía
cristalino de traslucido cuarzo ultramar
Y mientras el entero curso del centrífugo eco todavía continúa
comprendiéndose, los dos amigos se desplazan intercomunicados
con otras burbujas sociales, envueltos con el diafragma de creativa
óptica por el universo todo que se expande más allá de lo que tú te
imaginas, como una pompa de jabón iris entre un maremagno de
cascotes, después de que el Tremendo quisiera rectificar la Hora
Final.
San Mauro, “el Aterrematador”, es el Patrón Sísmico y
gracias a él la ciudad de Alcoy todavía sigue sembrando el pánico
cultural entre rocas espaciales, restos de universos galácticos
venidos a menos por culpa de los Chinos.
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EL CAMBIO CLIMÁTICO
Ustedes todos que miran el porvenir de la hora incierta:
por casualidad, ¿no han encontrado al iluso ese que cree en la
transformación conceptual de los devoradores de palabras?
Hay un giro y una revuelta entre los segmentos
circunvaladores de la tierra para determinar ese cambio producido
en el último siglo por diferenciadas causas que tienen gran
resonancia entre los que dan la culpa y los responsables de la
irresponsabilidad.
Lo cierto es un desnivel climático de grandes proporciones,
después de que el caballo de Atila destrozara el campo de
sembrados del Tío Pep. Los ciclos son tan grandes en la cosmogonía
del Eón que aunque quisiera multiplicar lo inconcebible me
encontraría siempre en el mismo sitio porque corresponden a
la eclosión de la Gran Bestia y proyectan todavía los eones por
encima de la cabeza pensante de más.
Cuando la sobrecarga de iconos cae en la parte central de
la faz universa, entonces los acáridos florecen y salen los hilos del
arácnido, se posan las aves en sitio extraviado y las aguas están
perfumadas con ese olor a trapo reseco que el tiempo satura.
Las luces entre la arena opacan los rincones del redondo.
Aurigas de fuego recorren las planicies y los caminos de asfalto
burbujean espesos moviéndose por doquier a sus anchas. No
sirven de nada las enseñas erizadas de alerta ni las contraseñas de
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los lúcidos, el cambio climático avanza sobre el poderoso influjo
de la inconsciencia radical.
Dicen de los humos, los animales, los desperdicios, las
emanaciones del petróleo. Dicen de las cubiertas de acero y del
átomo embravecido, de las calamitosos termitas o de los deshechos
humanos, dicen de los prevaricadores que gasean para abrir la
escotilla de ozono.
Todos se equivocan, aquí en Alcoy sabemos de donde
vienen los descarríos y la suma de grados en el complicado sistema
de la ley externa………
En el número uno de la “Costera del Gurugú” donde ahora
está el estudio del pintor Doménico Millón había ya hace años
una imprenta. En esa imprenta trabajaban dos adolescentes
llamados… CONTINUARÁ.
Fin de “ALCOY Historias y Leyendas” escrita por Manuel Solbes
Arjona para su amada poeta Dolo Font en la ciudad de Alcoy
2009.
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